Afinidades: Un mascarón de arquitectura

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José Emilio Burucúa

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A afinidades— Un mascarón de arquitectura Un paseo desde el barrio porteño de Balvanera hasta las profundidades del mar mediterráneo, cuna de la cultura grecolatina, nos lleva a los confines de la historia. La arquitectura y el arte se encontraron en este viaje. Vivo en el barrio de la Balvanera. Una mañana fría, no lejos de mi casa, pasé frente a una demolición. Había ruinas de molduras, de festones, algún que otro balaustre y restos de cabezas de ninfas que adornaron las claves de los arcos o los remates de las ventanas. En medio de ese basural de arquitectura académica, vi un mascarón que me pareció majestuoso. Como el resto de sus compañeros, era una pieza de cemento hecha a partir de algún molde importado de Europa. Estaba casi íntegra y se me antojó que nunca había visto nada igual, a pesar de mi costumbre de mirar siempre hacia arriba, hacia los detalles ornamentales de los edificios de Buenos Aires. El mascarón es la cara de un barbudo, anciano pero todavía fuerte y temible. Los mechones de la cabeza y de la barba forman una red de relieves que se reparten simétricamente a ambos lados del eje de la cara, aunque con ciertos apartamientos leves de la regularidad. Nariz, boca, ojos se encuentran distribuidos según las leyes clásicas de las proporciones que estudiaron Leonardo y Durero. Los ojos son 94

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lisos. Transmiten, sin embargo, una energía extraña, mezcla de la vida intensa que se supone encierran y de la textura pétrea de los rasgos. Las cejas me llamaron la atención. Creí que observaba sus contornos originales y que éstos habían sido diferentes entre una y otra ceja. Al acercarme, caí en la cuenta de que una de ellas había sufrido una rotura, esa muesca que entonces descubría. El aspecto resultante es el de una ceja en calma y el de la otra fruncida, como si nuestro personaje estuviese a punto de dejarse llevar por la ira. “¿Me vende el mascarón?”, pregunté al capataz de la des-obra. “Sí, ¿cuánto me da?” “Tengo cincuenta pesos. Si me la vende por esta cifra, debo irme caminando, con semejante carga, hasta mi casa.” Se me hicieron eternas las tres cuadras que me separaban del departamento en el que vivo, donde todavía quedaban tres paredes lisas, sin cuadros ni adornos. Elegí el muro libre del comedor, hice unos agujeros con el rawlplug a una altura de dos metros del suelo, clavé en ellos un gancho poderoso y colgué el mascarón. Las medidas aparentes del sitio cambiaron por completo. Mis ojos (o los de cualquiera de mis semejantes) acomodaron los tamaños y las formas de los muebles, de las ventanas, de los cuadros en las otras paredes, a los módulos y a las proporciones de aquella cara. Pensé haber logrado que una armonía griega invadiera la casa. “Mira a Dios”, dijeron mis nietas venezolanas al ver el mascarón. “Sí, un dios”, repliqué, “pero no el cristiano, sino el griego, Poseidón, que pierde la paciencia por las impertinencias de Ulises”. Allí mismo les desgrané la historia del itacense que las dejó boquiabiertas. Mi nieta argentina, enterada de las aventuras por sus primas, me pidió más

precisiones. El episodio de Polifemo y de la venganza de su padre, Poseidón precisamente, la impresionó mucho. Cuando llegaron los mellizos, sus hermanos, y dijeron: “Mirá, el abuelo”, ella aclaró con tono profesoral: “No es el abuelo, es Po-sei-dón” y arrancó nomás con el cuento del cíclope que hizo llorar a los mellizos del susto. El mascarón divinizado sigue en el mismo sitio. Me obliga a narrar y narrar los disparates de Odiseo. Algún día, mis cinco nietos tendrán que hacer una rifa del objeto. Entretanto, se me ocurre que mañana o pasado le pinto de azul las cabelleras, pues de ese color dicen que las tenía Poseidón, como las aguas y las profundidades que gobernaba.

José Emilio Burucúa Su sobrada erudición lo deja transitar a gusto la historia de las ideas y del arte, desde Galileo hasta Aby Warburg (al que introdujo en el país), desde Carlo Ginzburg hasta Leonardo (del que tradujo al castellano sus monumentales cuadernos de arte y ciencia). Maestro de maestros, es un fiel exponente del humanismo renacentista (si se nos permite el anacronismo).


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