863.5 L18 C.H.
Arita, Dennis Música del desierto -ed - [Tegucigalpa]; [Orbis Editores], [2011] 130p.
1. -Cuento
Música del desierto
Dennis Arita
Dennis Arita Orbis Editores Tegucigalpa, julio de 2011
ISBN: 978-99926-56-56-3 Diagramación y diseño de cubierta: Inspira / Javier Aguilar Imagen de cubierta: Il deserto rosso (1964) Impreso y hecho en Honduras. Printed in Honduras. Todos los derechos reservados. ©Arita Dennis. No está permitida la reproducción total o parcial de este libro, ni su tratamiento informático, ni la transmisión de ninguna forma o por cualquier otro medio, ya sea electrónico, mecánico, virtual, por fotocopia, por registro u otros métodos, sin el permiso previo de los titulares del Copyright.
MĂşsica del desierto Dennis Arita
Música del desierto
Uno de ellos estaba enfermo desde hacía ocho días y pasaba echado en el piso del refugio, los ojos cansados y enormes cubiertos de una película lechosa. Los demás caminaban frente a él, alegres, vivaces y llenos de energía, y era como estar dos veces encerrado, por el alambre de malla del refugio y por las patas que tijereaban sin cesar frente a él. Su pelo era de un naranja encendido y tenía grandes orejas que siempre estaban erguidas como antenas. Desde que lo había traído a la casa, Ramos se encariñó con él más que con los otros tres. Antes ya le había pasado eso, no tenía nada de raro. Tampoco era inusual que Ramos se preguntara si los demás se ponían celosos. Estaba seguro de que había desarrollado un instinto especial para reconocer cuál era el más inteligente de la camada y a ése le daba todo su cariño. Pensaba que los demás no eran lo bastante avispados para celar a su favorito temporal. Era un perro hermoso, a pesar de estar flaco y tristón. Ramos se había quebrado la cabeza tratando de averiguar qué le pasaba y había ido tres veces esa semana a San Lorenzo en contra de su costumbre de no ir más de dos para comprar remedios en las tiendas agropecuarias. Las medicinas que compró funcionaron brevemente y Ramos se alegró casi tanto como él, que saltó a su alrededor y comió con ganas durante un solo día. Ramos fue feliz, pero la felicidad se le fue rápidamente. Al día siguiente el perro estaba enfermo de nuevo. El segundo domingo de junio, Ramos se levantó como siempre a las cinco de la mañana, se bañó en el patio con el agua del pozo sin temor de ser visto porque la casa más cercana estaba a tres kilómetros, se vistió, hirvió la carne para la comida de ellos, se sentó un rato en el porche y a las seis y media salió con la olla para alimentarlos. Cocinaba toda la carne desde que la traía de San
Lorenzo y la recalentaba dos veces al día, por la mañana y antes de irse a acostar. En la casa no había refrigeradora, pero de todas formas Ramos no la habría usado porque no tenía electricidad. Miró el cielo. Sólo unas cuantas nubes pegadas a las montañas, muy lejos. No llovía una gota desde hacía dos meses. A las nueve de seguro la temperatura iba a subir a treinta y tres grados y para asegurarse de que así sería, vería el termómetro de la sala a esa hora. Hoy no tendría que ir a la fábrica y eso le gustaba; era una molestia menos. Podría quedarse en la casa, cuidarlos y esperar. No iría a ningún lado porque tenía todo lo que necesitaba para él y ellos. Quería ver el atardecer y sentir la brisa en la cara, mientras tomaba ron y café y masticaba pedazos de carne salada. Le gustaba el lugar que había escogido para vivir porque le recordaba las postales de la Tierra Santa que había visto treinta años antes, a mediados de los sesenta, en casa de su abuela en San Pedro, y luego los paisajes africanos que ya no necesitó ver en estampas porque estuvo en África, caminó sobre la tierra quemada, bajo el cielo parecido a un enorme incendio. Por eso había venido al sur, sin que le importaran el calor ni la sequía. Le agradaban los árboles solitarios que miraba en el sur, retorcidos como si les doliera algo. No se acordaba bien de cómo era San Pedro. Era un sitio lejano en el que había vivido casi hasta los veinte años y que había dejado atrás, sin remordimientos, cuando su abuela murió de un fallo respiratorio. Ella le dejó dos casas y un pequeño negocio en el que Ramos jamás se había interesado. Por suerte, su abuela era una mujer comprensiva que lo quería mucho y le dijo que podía hacer lo que quisiera con sus propiedades cuando ella ya no existiera. Ramos no estaba seguro de que la hubiera querido alguna vez, o quizá sí le tuvo cariño, pero fue un cariño fugaz. Lo vendió todo, metió casi todo el dinero en el banco y se embarcó, anduvo por medio mundo, se acostó con holandesas y africanas y ganó suficiente dinero para vivir tranquilo porque a los dieciocho ya lo había sorprendido el gusto que le estaba tomando a la soledad. Después de una docena de años de recorrer puertos, se dio cuenta de que nunca se había detenido lo suficiente en ningún lugar y de-
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cidió que gastaría una parte de lo que tenía en un viaje por África y el Medio Oriente. La soledad lo había sorprendido de nuevo en cada lugar donde ponía los pies. Estuvo en Jerusalén y miró su cielo claro y brillante y no le importó mucho. Ahora estaba de regreso en el sitio que había comparado desde su infancia con las áridas tierras orientales y se dio cuenta un día cualquiera, cuando ya llevaba meses de vivir solo en la casa ruinosa que le compró a un viejo casi moribundo, de que donde en realidad había deseado estar siempre era en un sitio parecido a Jerusalén y no en Jerusalén. Era un pensamiento tonto, pero tenía el derecho de pensar lo que le diera la gana. Por eso vivía solo, lejos de sus recuerdos, para fantasear sin problemas. Los tres olieron la carne y salieron del refugio desde antes de las seis. Cuando Ramos salió de la casa con la paila llena de carne, lo rodearon dando saltos y él los insultó cariñosamente, alzando la paila para que no se la arrancaran de la mano de un cabezazo, dándoles palmadas en la cabeza y llamándolos por sus nombres: Tor y Abayo para los machos, Mouche para la única hembra. Los nombres de los machos pertenecían a un compañero de navío y a un taxista sudanés que le sirvió de guía en Marruecos y que le recomendó a un primo suyo, también taxista, por si iba a Egipto; el de la hembra era el de una puta que conoció en el Senegal. Cuando el taxista le dijo su nombre, Ramos oyó Abayo y le pidió al taxista que escribiera su nombre en la primera página de su guía turística. El africano escribió Adébayo, pero a Ramos se le hizo demasiado complejo y se quedó con Abayo. Mouche resultó fácil porque la puta le dio su “tarjeta”: un pedazo de cartulina rosada con su nombre en tinta dorada encima del dibujo de una gata. Le daba risa pensar lo que dirían sus amigos si supieran que les había puesto sus nombres a tres perros. Consideraba que todos tenían características que los hacían únicos y le agradaba que hicieran cosas inesperadas de las que él solía reírse a carcajadas. Pocas semanas antes, uno de ellos lo había empujado con el hocico y cuando él se dio vuelta para tocarle la cabeza, otro agarró la paila con los dientes y se la llevó al refugio. El ladrón dejó caer los pedazos de carne
en el camino, uno de sus compañeros se detuvo para recogerlos y el otro lo siguió hasta el refugio para disputarse la paila casi vacía. Ramos persiguió al ladrón, aunque sabía que era inútil. Era como si los perros formaran una pequeña sociedad de la que Ramos no se sentía excluido. Nunca se enojaba con ellos y todo lo que hacían le parecía gracioso. Ramos repartió la carne en la bandeja de madera que había tallado en un tronco de roble. La limpiaba cada noche con un cepillo de metal. El cuarto se quedó echado en el fondo del refugio de alambre y techo de tejas. Era un sitio espacioso en el que el aire circulaba sin dificultad. Las raras veces que llovía, los perros no dormían en el refugio, sino en el porche de la casa, encima de alfombras que Ramos limpiaba y desinfectaba cada tres semanas. Ramos había fabricado diez camas en el refugio, seis de ellas en el piso y cuatro adosadas a la única pared de madera. Les hizo un eje con un bolillo de madera y en cada esquina tenían un gancho. Desde el gancho partía una cadenilla fuerte de acero que se sostenía de otro gancho atornillado a la pared. Las había hecho así para cuando necesitara tener más espacio en el refugio, aunque en realidad lo que le gustaba era hacer algo, fabricar cosas. Sólo Tor aprendió a trepar en las camas empotradas en la pared del refugio; los otros permanecían echados en el piso de madera y veían desde ahí a Tor tendido como un rey a un metro del suelo. Ramos estaba resignado a pensar que hacía esas cosas por soledad, cuidaba perros porque estaba solo, construía refugios para ellos porque estaba solo. En más de una ocasión había gritado dentro de la casa “¡estoy solo, estoy solo, estoy solo!” hasta quedar ronco. Terminó de repartir la carne, asediado por los tres perros, y miró al enfermo. Le disgustaba saber que uno de ellos no estuviera feliz, pero eso no le impedía disfrutar de las travesuras de los otros. El más insistente era Tor, un pastor alemán de cinco años con el que Ramos había comenzado la camada. Luego vino Mouche y después Abayo, que era hijo de Tor y Mouche. Poco a poco había formado su grupo. Otros dos hijos de Tor y Mouche murieron antes de que naciera Abayo y tres más después de él. En los seis años que tenía de vivir
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en la casa vieja había traído a tres perros que encontró en la calle. Dos de ellos se murieron de vejez y el tercero desapareció cualquier día. Al menos fue capaz de saber qué causó la muerte de esos siete perros. Quizá no era un consuelo saberlo, pero era peor estar en la incertidumbre y no conocer el mal del que se estaba muriendo el enfermo. No le gustaba decir que sus animales eran parte de una jauría ni llamar perrera al sitio donde dormían; prefería llamarlo refugio. Se limpió las manos con el agua y el jabón que tenía siempre preparados sobre una sección de tronco junto a la puerta del refugio, se las secó en un trapo limpio que colgaba de un gancho de metal y entró para ver al enfermo. No le había puesto nombre todavía. Lo había encontrado, sucio y hambriento, en un callejón de Langue, la lengua colgándole casi hasta el suelo, el lomo pegado a la pared de una cantina, huyendo del sol feroz bajo la delgada línea de sombra del alerón. Ese día, Ramos salió a comprar repuestos para su jeep, ron, café, carne enlatada y galletas para él y, para los perros, arroz, costilla y desperdicios de carne de vaca que los carniceros le vendían por casi nada. Los dos se vieron un rato y Ramos supo que tenía que llevárselo a la casa. Siempre hacía lo mismo cuando se encontraba con un perro callejero. Lo miraba atentamente y esperaba que pasara algo. Aguardaba que se le revelara si podía irse con él. Nunca había pensado que tenerlos en su casa era un privilegio para ellos y hasta creyó en algún momento que era lo contrario, que posiblemente se encontrarían mejor en la calle, donde serían libres, que en su casa, donde estarían sometidos a algo parecido a la disciplina. —¿Qué tal, cabrón? –Ramos le acarició la cabeza y el perro lo miró. En los ojos del animal había una tristeza enorme. A Ramos le gustaba insultarlos: era una forma de mostrar cariño. Recordaba a algunos de sus amigos de adolescencia a los que insultaba también cariñosamente, pero eso parecía haber ocurrido hacía siglos. Hizo las revisiones de rutina. Le buscó señales de picaduras de pulgas y le levantó las orejas para ver si había animales ocultos en los oídos. Le revisó las uñas en busca de hongos. Le palpó la pan-
za para detectar algún signo de dolor, pero no se quejó ni intentó apartarse, sólo emitió gruñidos, replegó el hocico sobre los dientes y se lamió ruidosamente. Le abrió la boca y miró adentro. La lengua estaba menos blanquecina que el día anterior, pero eso no significaba nada para Ramos. Tres días después del comienzo de la enfermedad, le había lavado el estómago con un remedio muy caro que le habían mandado desde El Salvador. Aún tenía medio litro. Si sospechaba que uno de ellos se había envenenado, mezclaba el vomitivo con agua y lo obligaba a tragárselo. Luego se quedaba junto a él y lo veía descoyuntarse en vómitos y cagadas y terminar temblando en una esquina como si hubiera visto al diablo. Ramos pasaba fascinado por la expresividad de sus ojos. Lo mostraban todo, temor, angustia, felicidad, cólera, y hasta le parecía que sus miradas tenían más significado que las de los hombres. Una mirada de un perro moribundo era para él como acercarse realmente al otro mundo, poner un pie ahí y regresar. Alguien habría podido decir que se trataba de una experiencia mística. Se preguntaba a veces si era por eso que les daba refugio. Era posible. ¿Qué importaba si así era? Era una razón tan válida como cualquier otra. Tal vez los ojos de los perros eran expresivos para Ramos porque no podían hablar. La gente habla demasiado y no hay tiempo para verles los ojos, sólo para oírlos hablar y hablar. —¿Qué tenés? –le preguntó. Él no alzó la cabeza; sólo se lamió el hocico y respiró como si acabara de correr. Estaba echado de lado, los ojos parpadeando en la gran cabeza anaranjada—. Te vas a morir y ni nombre te he puesto, pendejo. Le acarició la cabeza y se sentó para estar más cómodo. Creía que la compañía era buena para un animal enfermo, pero, claro, no estaba seguro de que fuera así. Era posible que ellos prefirieran que los dejaran solos. Tal vez, pensó Ramos, habrían dicho algo así como “dejá de joder” si hubieran podido hablar. Sólo la gente cree que necesita compañía cuando ya casi le toca morirse; los animales no parecen preocupados por eso y sus amigos lo adivinan o lo saben, sienten en sus cuerpos y en su sangre que es hora de largarse y dejar tranquilo al que está a punto de irse del mundo.
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Volteó a ver atrás. Los otros tres estaban sentados frente al refugio, las orejas erectas, las largas lenguas rojas colgando de los hocicos, las cabezas locas alzándose para olisquear el aire caliente. Ramos intentó adivinar cuál sería su intención. ¿Querían entrar para ver al enfermo? ¿Deseaban que el hombre se fuera de ahí y dejara que su amigo se muriera tranquilo? ¿Esperaban que él saliera para jugar con ellos? Los miró uno por uno. Tor se echó con la cabeza entre las patas sin dejar de ver a Ramos. Sus ojos eran menos cariñosos, por decirlo así, que los de los otros. Tenía de algún modo una cara ruda. —¿Qué quieren? —les preguntó. No sonrió. Ellos permanecieron inmóviles, menos Abayo, que hizo un movimiento con la cabeza. Se levantó y salió del refugio y caminó lentamente. Sin mover el cuerpo, siguieron con los ojos cada uno de los pasos de Ramos, que se detuvo a dos metros del refugio. El enfermo no se había movido. Ramos vio las pailas del agua y comprobó que estaban llenas hasta la cuarta parte. Fue al pozo, seguido por Abayo, sacó agua y llenó un tambo de plástico, lo llevó al refugio y lo vació en las pailas. Los tres estaban de nuevo inmóviles frente al refugio. El enfermo levantaba a veces la cabeza y los miraba. Por alguna razón parecía interesado en lo que hacían sus compañeros. Ramos los miró. —¿Y qué quieren que haga, cabrones? —preguntó; lo vieron, se lamieron el hocico, pararon las orejas—. Ya hice todo lo que pude. No era del todo cierto. Aún no buscaba a un veterinario. Pero sí había hecho mucho para que ninguno se enfermara ni fuera atacado por otros animales. Un anciano le recomendó sembrar alrededor del refugio una planta que asustaba a las alimañas. No recordaba el nombre de la planta, pero sí estaba seguro de que funcionaba; lo había visto en la finca del anciano en Choluteca. Se quedó cinco semanas viviendo en su casa y nunca vio una araña ni una serpiente. “Es la mejor para este clima infernal”, dijo el viejo, y señaló su tierra limitada por un cerco apenas visible de pequeñas plantas de hojas de bordes serrados, “y no hay que cuidarla ni nada;
sólo tiene que sembrarla y dejarla ahí y tener confianza. Ya va a ver que le sirve”. También le fue útil en su tierra: Ramos tenía años sin haber visto más que dos o tres tarántulas dentro de la casa y una que otra refugiada entre las piedras cerca del pozo. Si quería ver una serpiente, tenía que ir más allá de su terreno y no tardaba en hallarlas. Dedicaba muchas horas a la semana a mantener despejado su terreno. No era difícil hacerlo porque costaba que ahí crecieran las plantas. Sólo se daban bien los arbustos, el zacate y ciertos árboles. Era tierra para pastoreo y en más de una ocasión pensó traer vacas y caballos. Nunca lo hizo; no tenía experiencia de pastor y estaba casi seguro de que su ganado acabaría muriéndose por descuido o enfermedad, que en el fondo eran la misma cosa. Ramos dejó el tambo en su sitio acostumbrado y entró en la casa. Poner las cosas en el sitio que les había asignado era un rito que respetaba. Vio el reloj y el termómetro. Eran las ocho y quince y estaban a treinta y cinco grados. Por la ventana contempló el aire claro, la tierra amarilla o anaranjada y una franja de cielo azul. Eso le gustaba del sur. No importa el calor que hiciera, el cielo siempre era una ilimitada bóveda de un azul cegador, casi irreal, punteado por las nubes que se deslizaban sigilosamente como en un estereoscopio. Cada dos o tres noches, de ocho a once, los rayos formaban gigantescos árboles de fuego durante horas, pero no llovía. En la madrugada terminaba el relampagueo y soplaba una brisa que duraba hasta el amanecer. Sacó pan, un pedazo de queso y una lata de sardinas, tuvo la lata en la mano, leyó la etiqueta, decidió no abrirla y la volvió a poner en el armario. Lo puso todo en un plato, lo tapó con una manta limpia y lo dejó sobre el armario y no sobre la mesa donde muy pocas veces se sentaba a comer. Esperaba que le diera hambre más tarde. Arrastró su sillón preferido hacia la ventana desde donde podría ver el refugio y el camino apenas señalado por una sutil línea de pequeñas piedras en las orillas. Era como si los camiones y las carretas hubieran formado el camino a fuerza de moler piedras con las ruedas. De hecho, parecía que todo se había formado en esa tierra a golpes, reduciendo las cosas a polvo.
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Sólo un perro paseaba sin rumbo por el patio y se detenía para lamer las pailas de agua; los demás estaban echados y acezando en el refugio. El termómetro señalaba treinta y siete grados. Ramos tomó su Biblia y se sentó junto a la ventana. Tenía ocho libros en la casa y únicamente había leído dos de la primera a la última página: uno sobre experiencias paranormales y otro, muy grueso, con docenas de enseñanzas de carpintería, fontanería y electricidad. Era un libro muy útil, de eso estaba seguro, y ya no recordaba cuántas veces lo leyó, pero en el lugar donde escogió vivir le servía muy poco, salvo las secciones de carpintería y albañilería. El libro sobre fantasmas era su favorito. Lo leyó docenas de veces. Desde que era niño sentía una fascinación especial por los muertos y los aparecidos y aunque ya tenía cuarenta y siete años, seguía esperando tener algún día el privilegio de ser visitado por un espectro. En cambio, no hojeaba la Biblia desde que en su adolescencia la leyó toda, hasta la concordancia y las notas, a veces intrigado por la voluntad divina y otras incluso excitado por algunas narraciones y aburrido la mayor parte del tiempo con las largas enumeraciones de familias de patriarcas. Su abuela solía leerle pasajes en su enorme Biblia de forro de piel. Ella no se atrevía a escribir una palabra en los márgenes de su Biblia; creía que eso habría sido un sacrilegio. Era, al fin y al cabo, el libro escrito por el dedo de Dios. No podría atreverse a mancharlo con vanas palabras humanas. Ramos nunca leía la Biblia, sólo se la ponía en el regazo y la mantenía ahí un rato, calentándola, y luego la devolvía a la mesa. Era otro ritual. Había heredado la Biblia de su abuela cuando murió, pero perdió el libro. No recordaba cómo pasó; sencillamente un día la tenía y al siguiente no. Compró la que ahora tenía en el puesto de un librovejero. Era una Biblia sin comentarios, prólogos ni notas. La compró porque quería sustituir con ella el ejemplar de su abuela. Se lo dijo a sí mismo cuando levantó el libro en la carpa del vendedor de libros: “Para que esté en lugar de la otra”. No le gustaba engañarse. Antes de hacer algo que le parecía importante,
se decía primero las razones para hacerlo. Era una forma de preservar la cordura, o eso creía. Aunque, viéndolo bien, ¿había tenido alguna vez la oportunidad de perderla? O más bien, ¿alguna vez la había tenido? Vio la nube de polvo alzándose del camino a unos seis kilómetros y comprobó la hora. Las nueve. Era puntual. Dijo que estaría ahí a esa hora y así era. Ramos puso la Biblia en la mesa y se levantó para ir al frente de la casa. El termómetro seguía a treinta y siete. De pie en el porche se arregló la camisa cuadriculada y se peinó con los dedos. Se tocó la cara. No se afeitaba desde el sábado por la mañana, pero ella decía que la barba no le quedaba mal. Se abotonó la camisa casi hasta la nuez de Adán y esperó. Los perros se habían repartido por el patio y estaban echados, parpadeando bajo el sol. Ramos sólo vio a dos y recorrió con la mirada el patio y la tierra amarillenta y no vio al que faltaba. Abayo. El más joven. El enfermo estaba quieto dentro del refugio. Ramos sintió el deseo de ir a verlo, pero se contuvo; era mejor esperar que ella se fuera. Se llamaba Fernanda, pero Ramos nunca la había llamado por su nombre. De hecho, cuando pensaba en ella, su nombre no le pasaba por la mente. En cambio, podía recordar siempre sin problemas el nombre de otras mujeres a las que conoció, pero olvidaba fácilmente cómo se llamaba la esposa del dueño de la fábrica en la que trabajaba desde hacía cinco años. La camioneta se detuvo frente a la casa y Fernanda se bajó. Traía bolsas en las manos. —¿No vas a ayudarme? —le preguntó a Ramos. Él descendió del porche y fue tomando las tres bolsas de plástico que le pasó. Ramos supo que era comida; estaba acostumbrado a que le trajera provisiones. No se las pedía, pero tampoco las rechazaba. Ella se quedó con una bolsa en la mano derecha, se arregló el pelo detrás de las orejas y cerró la puerta de la camioneta. Ramos la dejó pasar y la miró pararse cuidadosamente en cada uno de los tres peldaños. Andaba puesto el vestido floreado que a él le gustaba. A Ramos le gustó mucho más cuando ella le contó
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que su marido despreciaba ese vestido. Tenía piernas demasiado delgadas. Era una de las cosas de la mujer que a él le parecían insatisfactorias. No la conocía tanto y esperaba con el tiempo tener más motivos para sentirse insatisfecho. Pusieron las bolsas en la mesa. Ella volvió a salir y regresó con una caja que dejó en el piso. Ramos vio la caja y no preguntó nada. Ella suspiró. Parecía cansada. —¿Querés tomar algo? —preguntó Ramos. —No. Ya tomé antes de venir. Ando agua embotellada en el carro —señaló la caja—. No querés saber qué es esto? —¿Qué es? —Un filtro de agua. Para que no te enfermés. Te tomás esa agua de pozo —movía mucho las manos y sus brazaletes eran como sonajas— y luego te ponés mal. Ramos asintió. —Sí, ¿verdad? Ella lo miró como miraría a un niño. —Sí. —No tenés que molestarte. Además, casi no me enfermo. —¿Quién dice? Te enfermás a cada rato. Ya no estás cipote y acá no tenés nada. Ni luz ni agua ni nada. —Eso ya lo sabemos los dos —Ramos alzó los hombros—. ¿Para qué lo decís otra vez? Ella movió la cabeza y Ramos no dijo nada porque ya conocía ese movimiento entre desesperado y resignado. —No sé para qué seguís viniendo acá —dijo Ramos, y recordó que era exactamente la decimoséptima vez que se lo decía; las llevaba contadas escrupulosamente— si no te gusta lo que mirás acá cuando venís. Ella se sentó en una de las dos sillas del comedor y estuvo jugando con su pelo. Era hermosa pero no demasiado, con una belleza que parecía deberse más a la lozanía de sus pocos años que a la forma de su cara o de su cuerpo, tenía veinticinco años, veintidós menos que él, y era delgada, demasiado en realidad para el gusto de Ramos, que siempre las había preferido rellenas. Pero en los po-
cos meses que llevaba con ella aprendió a preferir la delgadez sobre la gordura y ahora le gustaba mucho que fuera flaca. El vestido le quedaba muy bien a pesar de sus piernas flacas y ese día se había hecho algo especial que Ramos era incapaz de determinar. Quizá era el pelo. Probablemente ella seguía esperando que Ramos detectara esos pequeños cambios en su apariencia y que le dijera algo sobre ellos, que la felicitara, que le diera un beso en la mejilla o en la frente. Pero Ramos jamás lo había hecho. Aún no sabía si era un hombre sentimental. —Te traje comida —ella señaló las cuatro bolsas de plástico. —Gracias. —Ya no tenías nada para comer, ¿verdad? —Todavía hay algo ahí. Ella vio por la ventana a los dos perros echados en el patio. —Pasás más preocupado por esos perros que por vos. Comen mejor. —Y vos pasás más preocupada por mí que por vos. —¿O por mi marido? —Yo no dije eso. —¿Pero ibas a decirlo? —No. Ni me pasó por la mente. —La verdad es que no paso tan preocupada por vos. Ramos seguía de pie como un soldado. —¿Por qué no te sentás? Ya no vas a crecer más. Ramos se sentó cuidadosamente. Miró por la ventana. Abayo no había vuelto. El enfermo seguía inmóvil en el piso del refugio. —¿Estás seguro de que estás bien? —Sí. —Ya estás viendo otra vez a esos perros. —¿No te gustan los perros? —Ramos ya había tenido muchas veces la misma conversación con Fernanda. Nunca había estado casado, pero sospechaba que esto que le ocurría era lo más cerca que estaría de la vida marital. —Sí. Pero me parece raro que les pongás tanta atención. —No le veo nada raro. Hay gente que se dedica a criar perros.
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¿También esa gente te parece rara? —Sí, también son raros. Vos y ellos son raros. El techo comenzó a crujir por el calor. Fernanda alzó los ojos. —Y cualquier día te cae encima el techo. —No te preocupés —Ramos se rio suavemente—, hago otra casa. Ya aprendí cómo hacer una. —¿De verdad? —Sí. —¿Y por qué mejor no te vas a una casa de ver? Ésta ya no sirve. Está vieja y podrida. —A mí me gusta. —No sé por qué te gusta. —Porque está vieja y podrida. Por eso me gusta. Además así venís acá sin que nadie te mire. —Siempre me puede ver alguien —Fernanda sonrió—, no importa que vivás tan lejos. Ramos se dio cuenta de que había muchas cosas que no conocía bien aunque hubiera visitado tres continentes y padecido enfermedades que Fernanda jamás tendría y visto lugares que ella no vería nunca. Por ejemplo, no conocía el método o los métodos más seguros para acostarse con la esposa de su jefe ni la manera de mantener contenta a una mujer a la que le llevaba veinte años. En realidad ya se había dado cuenta de eso hacía unas semanas y esa idea estaba siempre de fondo cuando estaba pensando en otras cosas. Era como el coro de una canción o algo así. Estaba por ejemplo trabajando en la fábrica de ladrillos, tratando de recordar cuántos sacos de cemento debía pedir, y al fondo algo como una voz le repetía al oído que tenía que aprender a lidiar con el hecho de que una muchacha estuviera enamorada de él. Entonces miraba la casa de su jefe. Como si su jefe lo hubiera planeado todo para hacerlo sufrir aún más, había mandado a construir su casa en el mismo terreno de la fábrica, separadas por un alto muro de piedra coronado de alambre de púas. La casa tenía una especie de torrecilla con cuatro ventanas en los costados, como el campanario de una iglesia. Eso era lo único que Ramos podía ver desde la fábrica,
en medio de los camiones que entraban y salían, los gritos de los obreros, el polvo de tierra y de cemento. Entonces acostumbraba pensar algo más: ¿realmente Fernanda estaba enamorada de él? Y luego más: ¿acaso eso importaba? Ya tenía cuarenta y siete años, mierda, debía dejar de pensar como un niño. Aunque vivieran en un sitio como éste, en medio de la nada, ella podría haber elegido a un joven y no a un tipo que estaba con un pie en la tumba. Así pensaba él a veces, que estaba a punto de morirse, que cualquier día le daría un infarto y caería redondo en el piso. No era miedo. De hecho, nunca había pensado en eso antes de conocer a Fernanda. —¿Sabés qué miré ahorita que venía para acá? —ella apoyó la barbilla en la mano, el codo sobre la mesa. —No sé. —Vi a aquellos muchachos. “Aquellos muchachos” eran los trabajadores más jóvenes de su marido. Formaban un grupo unido por sus hábitos. Bebían cerveza, iban al burdel en Choluteca, se reunían en las esquinas para gritarles a las muchachas que salían de los colegios y por alguna misteriosa razón parecían haberle jurado fidelidad eterna a su jefe. Algunos se drogaban, Ramos los había visto entrar en el baño de la fábrica de ladrillos y dejar sobre la taza de loza pequeñas bolsas de plástico en las que quedaban los residuos de alucinógeno. Las abandonaban a la vista del capataz como si estuvieran desafiándolo, pero Ramos no decía nada. No era su problema y de todos modos él también se había drogado cuando era apenas un muchacho. Al menos no le habían causado un problema en el trabajo. Todavía no. Algunas veces lo trataban como a un niño y otras como a un anciano; cuando estaban de buen humor, o sea muy raras veces, le decían abuelo, y cuando estaban de malas ni siquiera le hablaban. Ramos prefería no averiguar los motivos de aquel desprecio y sólo se habría alarmado si esa forma de dirigirse a él hubiera cambiado de repente, pero no había sucedido y por eso podía estar tranquilo. En cambio, al jefe lo trataban bien, le obedecían ciegamente y le hablaban con un respeto que algunas veces parecía una parodia del que los soldados muestran por un coronel o algo así. Ramos trató
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de entender a qué se debía ese respeto exagerado, pero era incapaz de saberlo. Al principio se preguntó qué tenía de especial el jefe para tener la simpatía de los muchachos de la fábrica. No era un tipo llamativo o extrovertido y nada lo hacía distinto de los demás, era común, incluso podría haberse dicho que era estúpido. Era de estatura más pequeña que la normal, se vestía con cualquier ropa, con camisas de botones que le quedaban demasiado grandes o demasiado pequeñas. Esas ideas lo llevaban a Fernanda. ¿Qué le había visto a ese hombre para casarse con él? Pero se cuidaba mucho de preguntárselo aunque ardía en ganas de hacerlo e incluso en un par de ocasiones se había imaginado que le hacía esa pregunta. Cuando pensaba en ese asunto casi siempre llegaba a la misma conclusión: el jefe se había ganado a los muchachos y a Fernanda precisamente porque no tenía nada especial. Pero ¿qué era Ramos? ¿No era un individuo común? Si era así, los trabajadores tendrían que haberle mostrado simpatía. Que a Ramos no le interesara ganarse su simpatía era harina de otro costal. De hecho, tenía que confesarse a sí mismo que los detestaba. Lo que importaba era explicarse el porqué de la alianza entre el jefe y los muchachos de la fábrica. También se preguntaba en ocasiones si Fernanda había visto en él a alguien aún más banal que su marido, pero tal vez le ocurría lo mismo que a ciertas mujeres: se engañan a sí mismas y a sus amantes diciéndoles que no han conocido a nadie tan especial como ellos. Muchas veces, Ramos trató de recordar si en una época él se había sometido a algo o alguien. Siempre existían superiores, pero ése era otro cuento. Era necesario obedecer para que las cosas funcionaran. Era un axioma, una declaración sencilla, algo fácil de seguir. Obedecé y todo irá bien. —¿Qué te dijeron? —Lo mismo. Que me iban a cuidar. —¿No te dijeron que tuvieras cuidado? —No. Que me van a cuidar. Tampoco dijeron que me cuidara. Sólo eso, que me van a cuidar. —¿No dijeron otra cosa?
—No te caen bien, ¿verdad? —La verdad, no. —¿Creés que sepan algo? —Puede ser, o si no, pueden imaginarse cualquier cosa. No tienen nada que hacer —Ramos hizo una pausa—. Creo que lo mejor es que dejaras de venir acá. Me gusta que vengás, pero ya sabés que no es buena idea. —No me venía siguiendo nadie. Di vueltas por la ciudad. Además ellos no tienen cómo seguirme. Si a vos te gusta que venga, entonces no hay problema. —El problema va a estar aunque yo piense lo que piense. —Ellos no van a hacernos nada. —¿No? —No. Ni él. No puede. —¿Por qué no? Fernanda no contestó. Tenía la mirada perdida. A Ramos no le agradaba que no le contestara, pero había terminado por acostumbrarse a algunos de sus caprichos. En todo caso, pensaba que no perdía nada con adaptarse a las vueltas que daba la imaginación de Fernanda. Tendría que acostumbrarse también a los caprichos de cualquier otra mujer, pero en el caso de Fernanda no se sentía obligado a nada. —¿Estás leyendo la Biblia? —ella hojeó el libro y leyó en silencio o pareció leer un par de renglones que halló al azar. —No —Ramos jamás le había mentido y esperaba no tener que hacerlo nunca. —¿Y para qué la tenés? —Porque me recuerda algo. —¿Qué te recuerda? —Algo. —¿Qué? —Algo. —¿No podés decirme qué te recuerda? —Sí puedo, claro que puedo, pero no sé para qué querés saberlo.
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Fernanda lo miró fijamente y Ramos adivinó que ella no sabía qué responderle. Podía haberle dicho que insistía en saberlo para conocerlo mejor, pero ya adivinaba lo que Ramos contestaría, así que era ridículo insistir. Estaba claro, sin necesidad de decirlo, que ella estaba allí porque así lo deseaba y que él no quería decir más que lo necesario. Desde antes de conocer a Fernanda, a Ramos se le acabó el deseo de hablar de su pasado. Como siempre, él formuló claramente para sí la razón por la que no hablaba de su vida con Fernanda: estaba esperando confiar en ella. Se confesó a sí mismo que no le tenía confianza y para él no había nada peor que desconfiar de alguien a quien lo unía una relación, aunque esa relación fuera tan frágil como las que había tenido con todas las mujeres que se habían cruzado en su camino. En otras ocasiones se habían dicho casi lo mismo y Ramos sabía más o menos lo que Fernanda contestaría, pero esta vez ella no añadió nada. Ahora el problema era que Ramos no sabía hacia dónde derivaría su conversación. Estaba tenso. —Hoy él se quedó en la casa —ella cerró la Biblia. Ramos ya sabía a quién se refería al decir “él”—. Es raro que quiera quedarse, siempre sale a hacer cosas. ¿Qué te parece eso? —Quería descansar de seguro. —¿No será que tal vez está sospechando algo? —Yo qué sé. Qué importa. Ya sabíamos que tu marido podía darse cuenta. Yo te lo dije desde que nos conocimos. —No fue desde que nos conocimos. —Bueno —se corrigió Ramos—. Ya sabés qué quiero decir. Nada le hubiera costado decir “después de haberme acostado con vos la primera vez”, pero ¿para qué hablar demasiado? —Es cobarde —dijo Fernanda. Ramos la miró sin acabar de entender. —¿Quién? —Él. Es cobarde. —¿Por qué? Ramos estaba realmente interesado en saber por qué el marido de Fernanda era un cobarde. Jamás le confesaría que le llamaba
la atención la vida privada de su jefe, del tipo al que Fernanda le ponía los cuernos. También conocía perfectamente la razón de su curiosidad. Quería saberlo porque él le daba lástima. Era una sensación extraña. No se trataba de que a Ramos le remordiera la conciencia por hacerle el amor a la mujer de su jefe. Eso jamás le causó problemas. Tal vez era una señal de inmoralidad, pero no importaba. Ya antes dos mujeres habían engañado con él a sus maridos y Ramos llegó a la conclusión de que si lo hacían no era culpa de él ni de ellas, sino de ellos. Era distinto, una especie de vergüenza por él. De hecho, tuvo ese sentimiento desde que lo conoció cinco años antes. Le daba vergüenza verlo caminar, hablar, vestirse. Verlo vivir. Para eso Ramos era incapaz de hallar un motivo. Sabía que su interés dependía de la pena que le provocaba su jefe, pero no de qué dependía esa pena. Estaba seguro de que tarde o temprano sabría por qué le causaba ese sentimiento. Era más joven que él, tenía más dinero que él y estaba casado con una muchacha hermosa e insoportable que todavía no le daba un hijo. Ramos no envidiaba su dinero y, para ser sincero consigo mismo, tampoco le envidiaba a su mujer, pero sí envidiaba su juventud, como se la envidiaba a todos los que eran menores que él. Era una estupidez, pero no podía evitarlo. También sabía que a Fernanda le agradaba crear pequeños dramas y no la culpaba. En ese pueblo no había mucho que hacer y seguramente, cuando ella aún vivía con su familia, un drama por insignificante que fuera era una garantía de que se aburrirían menos. —Porque no quiere tener un hijo. Ramos estaba sorprendido. Ella jamás había mencionado eso. —¿Tenés café? —preguntó ella. —Sí —Ramos se levantó, encendió la estufa y puso a calentar la cafetera. —Dámelo frío, no te molestés en calentarlo —ella salió y medio minuto después regresó con fósforos y un paquete de cigarrillos. Se sentó y encendió uno. Ramos ya estaba sirviendo el café caliente.
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—El café frío no sirve para nada —dijo Ramos. —Me duele la cabeza —Fernanda se masajeó las sienes con las yemas de los dedos, el cigarrillo colgándole de los labios. —Tampoco sirve para el dolor de cabeza. —Tené —ella arrojó sobre la mesa el paquete de cigarrillos y los fósforos—. Fumate uno. —Ya sabés que no fumo —Ramos terminó de servir el café y puso la cafetera de nuevo en la estufa aún caliente. A ella le gustaba verlo moverse por la casa. Era una de las cosas que más le agradaban de él. Ramos miró el refugio por la ventana. Lo mismo. Dos echados, la lengua fuera del hocico, los ojos achinados bajo el sol, esperando, mientras el enfermo seguía echado de costado en el piso de madera. —Yo no sé nada de vos —Fernanda agarró la taza y sopló dentro de ella para enfriar el café. Ramos vio las leves arrugas entre la nariz y sus labios que se le formaban al soplar y por alguna razón le pareció más hermosa que nunca antes, o mejor dicho fue en ese instante cuando comenzó a parecerle verdaderamente hermosa. Fernanda jugó con el paquete, apoyó el índice en una esquina del paquete y con otro dedo le dio golpecitos para hacerlo girar sobre la mesa. No parecía que se estuviera quejando. De todas maneras, Ramos no quería decir nada más. Ella tenía veinticinco años, suficientes para entender que él deseaba decir sólo lo necesario de sí mismo; nada más. —Ahora sabés que ya no fumo. —Ah, eso ya es algo. Yo creía que nunca habías fumado. —Sí, hace tiempos fumaba —Ramos se sentó. —¿Dónde fue eso? —En un montón de lugares. Por ejemplo, en San Pedro. —¿Viviste ahí? —Ya te conté. Era cierto, ésa era una de las cosas que le había contado. —¿Tenías muchos amigos allá? —Uno que otro. Los que tiene toda gente. —No te creo.
—¿Por qué? —No parecés muy amistoso. —Puede ser. ¿Y eso no te molesta? —No. Él tampoco es amistoso —hizo una pausa—. ¿Y nunca te han dado ganas de fumar otra vez? —No. Pero ahorita puedo fumarme uno y no volver a fumar jamás. —¿De verdad? —ella se rio. —De verdad. —¿Y por qué dejaste de fumar? —Sólo quise dejar de fumar y ya. —¿Así nomás? —Pues sí, así nomás. A ella también le gustaba su cara, incluso cuando no se afeitaba. Era un rostro duro con largas y profundas marcas a los lados de la nariz y la boca. Tenía anchas entradas en el cabello y su piel era correosa, como si hubiera estado años bajo el sol y el viento. Todo en él era rudo, casi vulgar, pero a ella le gustaba y creía que bajo su exterior endurecido había un centro suave y maleable, como el de un niño. Él sabía lo que ella pensaba de él y no le importaba demasiado. A veces incluso lo disfrutaba. —Vaya pues —ella deslizó el paquete hacia él—. Fumate uno. Ramos sonrió, tomó el paquete y sacó un cigarrillo, se lo puso en la boca, lo encendió y empezó a fumar, sin dejar de ver a Fernanda. Ella se estiró en la silla, los pechos erguidos apretados contra la tela de su vestido, los muslos suaves y al mismo tiempo duros, de piel tan clara como sus pantorrillas. Ramos se sintió tentado, pero supo soportarlo y sonrió al ver el desaliento en el rostro de Fernanda. Terminó de fumar y tiró la colilla por la ventana. —Qué calor hace —dijo ella y se abrió un botón del vestido. Él pudo verle el comienzo de un pecho—. Ahora fumate otro. Ramos sacó otro cigarrillo y lo encendió. Estaba empezando a hacer calor de verdad. El termómetro marcaba treinta y nueve grados y apenas eran las nueve y media. Se acabó el segundo cigarrillo. Los perros ya se habrían bebido toda el agua y estarían
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esperando que les llenara las pailas. Podrían esperar un poco más. —Ahora otro. Vaya. —No, ya no. —Y entonces ¿qué hacemos? —Vámonos a la cama —Ramos le apretó un pecho y después el otro y vio cómo se arqueaba el cuerpo de Fernanda y su vientre se alzaba debajo del vestido.
Ramos lo intentó una vez y se dejó caer en la cama junto a Fernanda. Ella tomó una de sus manos y se la puso en el pecho izquierdo, miró la gran cabeza de perfil de Ramos y dijo su primer nombre en voz baja. Ramos, por algún motivo, le agradeció que hiciera eso. Era la segunda vez que le pasaba con Fernanda y tenía que aceptar que no sabía qué hacer en ese caso. Aunque todas las otras veces que él había hecho el amor con ella no tuvo problemas y la proporción de dos contra treinta, o incluso de dos contra mil, no debería preocupar a nadie, al menos en teoría, el hecho innegable es que sí lo preocupaba. En ese aspecto, Ramos era asombrosamente vulgar. Un hombre, aparentemente, deja de ser hombre si no puede penetrar a una mujer y a nadie le sirve la coartada de que esa mujer sea la esposa de otro. La única reacción de Ramos podía ser el silencio. Ningún hombre le cuenta a otro que en un par de ocasiones ha sido impotente; eso es tabú. Sólo las mujeres lo saben y los hombres confían en que ellas no se lo contarán a nadie, pero es imposible estar seguro de que guardarán el secreto. En realidad ¿por qué deberían guardarlo? De hecho, una mujer de la que él se enamoró estúpidamente cuando aún era un muchacho se lo contó todo sobre los hombres con que había dormido. Si Ramos no recordaba mal, dos de esos hombres fueron incapaces de hacerle el amor. Aún así, ella guardaba un hermoso recuerdo de los dos. (25)
Se sentía súbitamente solo. No estaba triste; únicamente solo. Hasta era posible que se hallara en un estado parecido a la felicidad. Era como si estuviera cayendo en un pozo lleno de luces hermosas, lenta, infinitamente. —¿No querés tocarme? —ella puso ambas manos sobre la palma abierta de Ramos y él sintió el calor del pecho y la dureza del pezón. —Bien sabés que sí. —Pues tocame —ella lo besó. La acarició. Primero los pechos y luego los muslos y cuando parecía que pondría su mano entre las piernas de Fernanda y le tocaría la vulva, la hizo subir hasta su pelo y miró sus ojos húmedos. No pudo soportarlo. ¿Por qué no podía ser hermosa y quedarse en ese punto, intacta, que no la manchara ni el llanto ni siquiera la felicidad? El dormitorio de Ramos era la parte más fresca de su casa. Una de las ventanas daba al norte, sobre la tierra anaranjada y amarilla, hasta los cerros sin árboles, y por ella entraba la dulce brisa de la tarde y de la noche y, con suerte, casi siempre en los últimos meses del año, el viento seco y cargado de electricidad. La casa tenía ventanas grandes sin barrotes, tapadas con tela metálica que Ramos mantenía limpia desde que remplazó las persianas de madera que puso el antiguo dueño. En ese momento entró la brisa afilada como un largo cuchillo transparente y movió las cortinas blancas que él ponía cuando sabía que Fernanda lo visitaría. A ella le gustaban mucho. No hizo lo que haría otra mujer: comprar las cortinas y quizá ponerlas ella misma. Sólo miraba la ventana fijamente cada vez que llegaba a la casa y susurraba, espléndidamente desnuda, que le hubiera gustado ver ahí unas cortinas de tela suave y blanca, que ese color y esa suavidad iban bien con el calor y con la tierra anaranjada. La primera vez que Ramos no pudo hacerle el amor prefirió permanecer en silencio y esperar. No tenía nada que decirle. Estuvo inmóvil, la vista fija en las vigas del techo, mucho tiempo, quizá una hora. Aceptó, siempre en silencio, que se sentía mal. Antes (26)
de Fernanda, aquello le había ocurrido dos veces. La primera fue con una mujer que conoció en una ferretería de Langue el primer año que vivió en el sur. No la llevó a la vieja casa; ni siquiera necesitó proponer un sitio donde verse. Parecía que a ella no le interesaba saber dónde vivía y a él le dio igual. Ella misma propuso encontrarse con él en San Marcos. “Conozco un lugar allá; te va a gustar, amor”, dijo. Lo llamó así al tercer día de conocerse. Extrañamente, Ramos se sintió viejo cuando se lo dijo. Quizá se debió a que ella era casi de su edad; tenía que aceptar que se había sentido muy bien las pocas veces que una muchacha le había dicho amor. Entonces sucedió algo extraño: Ramos comenzó a hablar de algo que había ocurrido en África. Nunca antes había mencionado ese continente y la única concesión que le había hecho a Fernanda era contarle algunos sucesos inconexos, separados por largos periodos, de su vida en San Pedro y en Tegucigalpa. No pudo contenerse y mientras contaba su anécdota africana trataba de no mirar la cara de Fernanda. Ella le preguntó si a él le había ocurrido aquello y Ramos respondió rápidamente que no, que lo que le estaba relatando se lo había contado alguien que había estado en África y había visto con sus propios ojos lo que le estaba relatando. —¿Quién te lo contó? —No importa. —Ojalá hubieras sido vos el que estuvo ahí. —Eso no interesa. Lo que interesa es lo que te quiero contar. ¿Querés que te cuente? —Vaya pues —ella puso su cabeza en el pecho de Ramos y le acarició el vello sobre el pecho y la barriga. —Era una aldea chiquita, quince casas y ya, aunque unas eran de dos pisos, todas blancas, casi te quedás ciego al ver las paredes debajo del sol. Acá es una gran ciudad si lo comparás con aquello. Allá es puro polvo y montañas de arena y piedras y para hallar agua hay que hacer un pozo bien hondo o esperar que caiga lluvia, pero el problema es que en Marruecos es fregado que llueva. De noche hace un frío horrible cuando te metés en el desierto y en el (27)
día aquel calor. La gente sale y se toma un té en el patio. Eso les gusta, tomar té y sentarse en el patio debajo de unas grandes lonas de colores puestas encima de palos. Entonces empieza a soplar el viento en la tarde y se mueven las lonas y la gente se está ahí sentada para que no les dé el sol. Cuando no tienen nada que hacer, les gusta estar así. —Qué bueno. —Sí. Otra cosa que les gusta mucho es la música. Pasan tocando en las calles con tambores. Casi todo el mundo parece que pudiera tocar el tambor y cantar. El amigo que anduvo en Marruecos estuvo ahí cuatro días con otro tipo y me contó que una vez fue a tomarse un té en una cafetería que parecía cerrada. Adentro estaba todo muy oscuro, casi como si fuera de noche, como si todos adentro estuvieran durmiendo o algo así. Nomás entró y le parecía que se iba a cocinar ahí dentro, pero no. Estaba fresco y me dijo que se parecía a estar en un cuarto tranquilo, como si estuvieras alistándote para dormir. Así dice que fue. Fue a sentarse en una esquina y miró las ventanas tapadas con unas telas gruesas que no dejaban entrar el sol y miró para todos lados y cuando ya miraba mejor en ese sitio tan oscuro, se dio cuenta de que la cafetería esa estaba casi llena, pero nadie hablaba o creo que hablaban en voz baja, pero sólo fue al comienzo. Al rato ya hablaban normal, nada de susurros. Le sirvieron té y ahí al lado estaba un viejito tomándose algo que echaba en una taza con un porroncito de plata. Llenaba la taza y se tomaba aquella cosa que de seguro era té muy fuerte porque hasta la mesa les llegaba el olor. Algo hecho con hierbas, pero bien fuerte. Era casi una droga lo que se estaba tomando. Mi amigo dice que una vez le dieron té muy suave para acompañar una pipa de marihuana, pero el té que se estaba tomando el viejo tal vez no era nada más té. La cuestión es que mi amigo miró tanto al viejo que el viejo al final se dio cuenta y le sonrió. Se miraba amistoso y tenía la cara arrugada, como cuando apretás papel. Más arrugada que eso todavía. Imaginate la cosa más arrugada del mundo y así era la cara de aquel viejo. (28)
El viejo les hizo señas para que se fueran a su mesa y fueron a sentarse con él y compartieron el té que estaban tomándose. Como ya te dije, el té del viejo era muy fuerte y a mis amigos no les gustó mucho porque se echaba de ver que tal vez era el más barato que ahí vendían, pero hicieron señas de que les gustaba mucho y el viejo va de ponerles más y más té. La verdad es que además del porroncito ese tenía uno grande encima de una cosa de metal llena de brasas y de ahí ponía para tres tacitas dentro del porroncito de plata. El ancianito se terminó de cinco tragos el té de mis amigos que les vendieron bien caro y estaban sospechando que los habían estafado. También se comió unos dulces que ellos habían pedido y que era como si les hubieran echado harina encima o una cosa parecida, como los alcitrones que venden acá, nada más que menos duros. Y no dejaba de hablar, primero estaba alegre y les tocaba los brazos y el pecho a mis amigos y tomaba té y se comía los dulces harinados y seguía hablando y tomaba más té. Mis amigos se reían porque lo miraban riéndose y no sabían de qué estaba hablando, pero qué otra cosa podían hacer. El viejo recogió del suelo un atado de tela y lo abrió y hacía señas y hablaba. De repente ya no se miraba tan feliz y seguía dale que dale hablando, pero se notaba que ya no estaba tan feliz como cuando empezó a platicar. Mis amigos no son gente muy educada y no pensaron que estaban molestando al viejo ni nada o que estaban viendo alguna cosa que mejor no tenían que ver y se quedaron sentados esperando a ver qué pasaba. Lo que pasó es que el viejo sacó dos fotos de un muchacho. Eran fotos en blanco y negro, tomadas a saber con qué clase de cámara, de seguro de las más viejas, de ésas que a duras penas sirven. Las fotos estaban bien cuidadas y eran de las que tienen orillas como sierra, no sé si las has visto. En una estaba el muchacho solo y en la otra estaba junto a unas cabras o chivos, con un bastón, como un pastor. Andaba vestido con la ropa que llevaban ahí, muchas rayas de colores, ropa suelta, como ponchos, y gorritos en la cabeza. El viejo les pasó las fotos y ellos las miraron y dijeron algo, ¿es su hijo?, ¿es su nieto?, cosas así, pero el viejo claro que
no entendía y seguía señalando las fotos mientras mis amigos las miraban, se señalaba él mismo, hacía muchos movimientos con las manos de acá para allá, señalando todo, y mientras hablaba la corría la saliva por los labios y le caía en la camisa. Le faltaban casi todos los dientes. En eso se fijaron mis amigos. Le devolvieron las fotos y el viejo a esas alturas ya casi estaba llorando. Uno de mis amigos le tocó la espalda como para consolarlo aunque no sabía de qué. ¿Será que se le murió el nieto?, le preguntó a mi otro amigo. Pues a saber, dijo el otro. Mis amigos pidieron más té y unas como empanadas de carne que vendían ahí y más dulces y el viejo se comió una empanada y se tomó el té. Le encantaba el té, de eso estaban seguros mis amigos. Ya se miraba tranquilo, guardó las fotos en el atado de tela y se puso a decir algo bajito, como cantando, sólo haciéndole “hmmm, hmmm” y tocándose el pecho y la cabeza, según mis amigos. Ellos se quedaron callados y siguieron tomando té. Pensaban que al viejo de seguro le había pasado algo malo y comenzaba a caerles bien. Tenían que irse y el viejo como que podía quedarse ahí todo el día porque no tenía nada más que hacer, por eso se levantaron y se pusieron a hacer señales de que ya se iban y el viejo como que se despertó y dijo a saber qué en su idioma y les tocó los brazos. Al día siguiente mis amigos andaban en el mercado. Era el último día que les tocaba estar en ese pueblo porque tenían que regresar al puerto y agarrar barco. Les habían robado casi todo en el hotel donde se quedaron pero más bien se rieron cuando se dieron cuenta. Así eran ellos. Era como si fueran niños. Compraron más cosas para llevar, todas bien baratas y que de seguro no servían para nada, pero no preguntaban ni probaban las cosas, sólo pagaban y ya y se reían con los vendedores. Cuando llegaron a una plaza vieron un café abierto con unas como tiendas con techos de lona y oyeron que estaban tocando unos tambores y algo como guitarras, pero no eran guitarras. Era otro instrumento, no me acuerdo cómo se llama. Fueron a ver a los que tocaban, aunque nunca antes se habían interesado en oír música, pero andaban alegres por algo, tal vez porque ya se iban. Eran gente rara. Les
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gustaba estar en Marruecos, pero también les gustaba irse de ahí volando. Yo nunca los entendí. —Sí, qué raros —dijo Fernanda. —El asunto es que se pusieron a ver a la gente que estaba tocando y en eso vieron al viejo que se hallaron en el café y les enseñó las dos fotos. Estaba tocando el tambor. Lo tocó un gran rato con los ojos cerrados, dándole duro. Mis amigos decían que más bien era relajo y no música de verdad, cada quien por su lado pegándole al tambor, y otra gente esperando el turno para hacer lo mismo porque parecía que ese día tenía algo especial y cualquiera que le quería dar golpes a un tambor se los daba, no importaba, todos estaban invitados a darle. Pero entonces me dijeron una cosa que yo no esperaba. —¿Qué? —Fernanda bostezó. —Mis amigos me dijeron que era como si cada quien estuviera buscando algo al pegarle al tambor, no era asunto de sacar música y parecía más importante que eso. Claro que la música es importante, pero lo que hacía esa gente en el desierto era como si dándole al tambor estuvieran sacándose algo. El viejo igual. Le pegaba al tambor y tenía la cara levantada y los ojos cerrados y hasta parecía que estaba sonriendo, tenía cara de estar feliz. O sea que cada quien estaba en ese grupo de gente que tocaba música, pero también estaba solo, estaba buscando algo dentro de él, de su cuerpo o su mente. Al rato es una tontera, pero eso es lo que pensé yo cuando mis amigos me dijeron eso. ¿Entendés? —No. —Yo tampoco. —¿Y el viejo? —No sé. Estuvo tocando un buen rato y mis amigos tuvieron que irse. —¿No volvieron a verlo? —No, claro, tuvieron que irse a agarrar el barco. No creo que lo hayan visto otra vez. —Qué triste. —¿Por qué?
—Porque es triste. ¿No te parece triste? —Pues sí, un poco —Ramos lo pensó un poco antes de contestar—, pero no es ésa la idea de la historia. —¿Y cuál es la idea? —Cuando me lo contaron sólo era algo que les pasó en Marruecos, pero para mí es otra cosa. —¿Qué? —Ya te dije, era como si esa gente que tocaba esos tambores estuviera protegida por algo, era como si nada pudiera hacerles nada. Estaban en otro mundo. Estaban acompañados y al mismo tiempo estaban solos. —¿Vos estás solo? Ramos la miró a los ojos. —No sé. ¿Vos qué pensás? —No —lo abrazó—. Estás conmigo —se quedó callada dos minutos y Ramos pensó que eso era precisamente lo que esperaba que ella dijera—. ¿Y qué significa esa historia? —¿La historia del viejo? —Pues sí, ¿qué otra? —Nada. —¿Nada? —No, nada. No significa nada. ¿Por qué tiene que significar algo? —Me hubiera gustado que quisiera decir algo. —¿Para qué? —Porque no me gusta que no quiera decir nada. Ramos pensó que eso era lo que querían todas las mujeres que habían estado con él y lo soportaron y lo quisieron o fingieron quererlo y a las que él aguantó y con las que la pasó bien y mal y horriblemente mal: querían que todo significara algo. —No tenés que preocuparte porque no significa nada. Es sólo una cosa que pasó y ya. —Yo creía que significaba algo sobre nosotros —Fernanda parecía verdaderamente triste y Ramos se sintió conmovido. Esperaba que eso no fuera amor.
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—No, no creo. Solamente es algo que pasó en África. Pasan miles de cosas acá y allá y no tienen que significar nada para nosotros. Lo pensó mejor y añadió: —O tal vez todo tenga que ver con nosotros dos —fue como si de pronto hubiera hecho un descubrimiento. Le brillaron los ojos y se sintió tonto. —Eso sí no lo entiendo. —Yo tampoco lo entiendo. Se durmieron. Cuando se despertaron, ella hizo que se le parara, se subió encima de él, los pies sobre la cama, lo guío hasta dentro y comenzó a moverse lentamente, echándose hacia delante para que él le chupara los pezones. Ramos se vino dentro de ella y no le preguntó si había tomado pastillas. Confió en ella. Fue algo extraño, pero así sucedió. No tenía ganas de hacerse demasiadas preguntas.
A las doce y media estaban a cuarenta grados y sudaban sólo con rozarse. Ramos se levantó, se puso el pantalón y salió descalzo y sin camisa al patio. Fernanda se revolvió en la cama sin levantarse, emitió ligeros gruñidos y le temblaron los pechos redondos, una línea de luz de sol cruzándola de un pezón al otro. Los perros sólo movieron los ojos al ver que Ramos llenaba de agua las pailas y se levantaron uno a uno y fueron a lamer el agua. Incluso ellos sudaban; tenían el pelo pegado a la cabeza y en las orejas. Seguía faltando uno. Ramos rodeó inútilmente con la mirada la extensión de tierra anaranjada en busca del perro perdido y luego se fue a ver al enfermo. Estaba inmóvil como una piedra: le apretó delicadamente el abdomen y de la boca le salió una mezcla de saliva espumosa y sangre. Estaba muerto. Ramos se puso en cuclillas y miró a los
demás, aún quietos bajo el sol y el cielo de un azul implacable. Se dio cuenta de que Fernanda estaba de pie a su lado. Andaba puesta la sábana alrededor del cuerpo, los pechos apretados por el borde de la tela cuadriculada. —¿Se murió? —preguntó. —Sí. —¿Qué tenía? —No sé. Le di toda clase de remedios y nada sirvió. —¿Qué vas a hacer? —Lo voy a enterrar. —¿Querés que te ayude? —No. Mejor andate. —¿Querés que me vaya? —Sí. Andate. Es peligroso que te quedés acá. Él ya ha de estarse preguntando dónde andás. —Tengo ganas de dejarlo. Ya me aburrí. No quiero seguir viéndolo ni durmiendo con él. Estoy aburrida. Ramos cambió de pierna y se apoyó en la derecha. Hacía sólo unos años podía estar horas agachado e inmóvil. —Ya hemos hablado de eso. —Sí, pero igual quiero dejarlo. —No sigás con eso. ¿Para qué? —Porque ya no quiero vivir con él. Tengo derecho, si quiero dejarlo, lo dejo y ya, ¿no? Se quedaron callados. Ramos pensó que ella tenía la razón, pero que tuviera la razón no quería decir que él debía vivir con Fernanda si a ella se le daba la gana dejar a su marido. —¿No podés sembrar un palo acá? —Fernanda se llevó la mano a la frente como una visera—. Para tener sombra. —Ya hablamos de eso también —dijo Ramos—. No quiero sembrar nada. No quiero nada. Nada. Fernanda regresó a la casa, Ramos la oyó mover cosas ahí dentro y siguió inclinado, cambiando de pierna cuando se cansaba, mirando al perro muerto. Se levantó de pronto y entró de golpe en la casa. Dio un portazo y asustó a Fernanda, que levantó la mirada
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al verlo entrar. Estaba arreglándose el vestido. —¿Te tomaste la pastilla? Fernanda lo vio como si no acabara de entender lo que él le decía. —La pastilla, ¿te la tomaste? —Sí me la tomé —respondió ella—. ¿Por qué? —Tenía que preguntarte. ¿Estás bien? —Sí —Fernanda parecía preocupada, tenía las cejas levantadas y la boca abierta—, ¿y vos? ¿Estás bien? Ramos se dejó caer en la silla del comedor y jugó con el salero. Parecía estar concentrado en el juego de la luz sobre el vidrio cuando hacía rodar el salero sobre la mesa. Fernanda se acercó, le tocó el pelo y se sentó en su regazo. Le besó la mejilla izquierda y le acarició la cara. —Me tomé la pastilla, no te preocupés. ¿Querés que me quede otro rato? —No. Ella le metió la mano debajo de los pantalones. La tenía dura. Ramos supo que no podía decirle que se fuera, al menos no de inmediato. Tenía que esperar sólo un poco más. La tendió sobre la mesa y le subió la falda, hizo que ella le apoyara los pies en el pecho y le subió el calzón hasta los tobillos para penetrarla. Esta vez terminó afuera. Ella se volvió a arreglar la ropa y él se preguntó cómo iba a explicarle a su marido el olor que llevaba encima, aunque en realidad se veía tan fresca como cuando había llegado esa mañana. Sudaba menos que él. Señaló el filtro de agua. —¿Querés que te ayude a ponerlo? —No —Ramos estaba sentado en la silla, las piernas extendidas frente a él, un pie sobre el otro. Se sentía cansado—. Andate, yo lo pongo. —¿Seguro? —Sí, hombre. —La próxima vez que venga quiero ver que esté puesto. —Claro. Ahorita lo pongo. —Bueno —ella se agachó para besarle el pelo. Le descubrió
más canas que la última vez—. Cuidate. —Igual —Ramos la vio salir y ella le sonrió antes de cerrar la puerta cuidadosamente. Ramos no salió a despedirse de ella; lo había hecho sólo unas pocas veces. Oyó el sonido del carro al encenderse y alejarse y se quedó tendido en la silla y recordó lo que le había contado a Fernanda en la cama y se sintió imbécil. Había hablado demasiado. No, no era verdad. Hay niños que no hablaban tanto como él habló esa mañana. Se puso los zapatos y buscó la pala, salió al patio y buscó un sitio adecuado para hacer la sepultura. Los dos perros lo siguieron, oliéndole las piernas. Cuando terminó de cavar, estaba cubierto de sudor y tan agotado que habría podido dormirse apoyado en el mango de la pala. Clavó la pala en la tierra y regresó a la casa. Abrió una gaveta, sacó una sábana y salió con ella al patio. Se detuvo a medio camino entre la casa y el refugio para ver pasar un carro y lo reconoció de inmediato. Era la vieja paila Nissan de uno de los trabajadores que el jefe había puesto a su mando. Luis. Ramos siempre había sido bueno para recordar nombres. Luis, un muchacho de no más de veinte años, delgado, el pelo recortado al rape sobre las orejas y espeso sobre la coronilla, los hombros anchos. Usaba camisas cuadriculadas, las mangas cortas enrolladas sobre los bíceps, y jeans pegados en la calle y en el trabajo aunque tuviera que embarrarse de cemento y lodo en la fábrica. Caminaba balanceándose, con una mueca de burla perpetua en la cara. Compró la paila ahorrando y haciendo negocios raros en Choluteca; ni siquiera Ramos podía librarse de oír lo que decían del muchacho. En la fábrica, incluso los amigos de Luis le habían contado a qué se dedicaba cuando no estaba trabajando. Se lo contaban a la hora del almuerzo aunque Ramos pusiera cara de desinterés o de rechazo. A ellos no les importaba. Eran como pequeños animales salvajes llenos de una energía incomprensible y sin dirección. Ramos había visto a muchos como ellos y admiraba su energía desbocada, tan fuerte que parecían capaces de tragarse el mundo. Eran tan activos que llegaban a marearlo; se movían como polillas, frenéticamente, alrededor de una llama. Pero un día muchos de ellos saltaban,
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reían, estaban llenos de aquella locura vertiginosa y al día siguiente estaban muertos en una calle, con un balazo o una puñalada en el cuerpo. Ramos había visto que muchos de ellos acababan de esa manera y nunca pudo sentir lástima. A esa distancia, Ramos no fue capaz de distinguir si Luis iba solo o acompañado. Era la primera vez que veía el Nissan de Luis pasar cerca de su casa y no le pareció que fuera una casualidad. Alguien tenía que descubrir tarde o temprano que era el amante de la mujer del jefe y era posible que Luis lo supiera desde mucho tiempo atrás y que se lo hubiera contado a los amigos en los que confiaba más. Si era así, lo extraño era que aún no se lo hubiera dicho al jefe. O quizá el jefe lo sabía y todavía no sabía cómo actuar. Ramos no conocía bien a su jefe porque jamás le interesó conocerlo y por eso tampoco habría podido decir de qué manera actuaría si se daba cuenta de que su capataz se acostaba con su mujer. Viéndolo bien, pensó Ramos, ni siquiera sabía cómo actuaría él mismo en el caso hipotético de tener una mujer que le pusiera los cuernos. Sólo sabía algunas cosas de su jefe: tenía treinta y un años, era zurdo, se llamaba Cáceres y desde hacía dieciséis meses no se acostaba con Fernanda. Nunca necesitó saber más de él porque con eso había bastado siempre para cumplir sus obligaciones de capataz en la fábrica de ladrillos. Ramos siguió la paila con la mirada hasta verla desaparecer en una nube de polvo. Entró en el refugio, envolvió cuidadosamente al perro en la sábana, lo cargó y lo puso en el fondo del agujero que había cavado. Esperó un momento y tuvo una ridícula fantasía: se imaginó que el perro sin nombre comenzaba a ladrar debajo de la sábana y se vio a sí mismo saltando dentro del agujero y sacándolo en sus brazos, milagrosamente vivo. No sucedería. Un perro muerto es un perro muerto. Tapó el agujero palada tras lenta palada, viendo cómo la tierra cubría al animal muerto. Era tierra sólo un momento, cuando hundía la pala para cavar, porque rápidamente se convertía en polvo y la mitad del polvo se la llevaba el viento inesperado. Terminó de taparlo y dio pequeños golpes con la pala sobre el montículo de
tierra. Comenzó a soplar de nuevo el viento fuerte; duró apenas dos o tres minutos, alborotó el pelo de Ramos, le secó el sudor, alzó en remolinos el polvo recién revuelto y terminó tan abruptamente como había empezado. Ramos entró en la casa y guardó la pala. Sin lavarse las manos, puso sardinas en medio de un pan y se lo comió de pie, mientras abría las bolsas que trajo Fernanda y miraba distraídamente dentro de ellas. Embutidos, carne salada, frutas secas, dos botellas de aguardiente y dos de vino barato. Comenzaba a conocerlo; ya no traía, como antes, carne fresca ni granos ni verduras ni manzanas ni mangos que se pudrían en apenas dos días. Pero de qué servía que lo conociera si de todos modos no podría cumplirse su sueño de vivir con él ni haría de él la excusa para abandonar a su marido. Ella sabía perfectamente que no era posible abandonarlo. Qué pendejada, se dijo, ni que yo fuera tan importante para que sueñe conmigo una muchacha que puede ser mi hija y que hace sólo unos años era menor de edad. Destapó una botella de aguardiente y se tomó un trago. Sintió una oleada de satisfacción que sólo duró tres segundos al recordar las veces que él y Fernanda habían hecho el amor y cuando eso terminó, sintió que le acababan de dar una golpiza y que la cabeza le daba vueltas, como si le hubieran sacado toda la energía del cuerpo. Como muchas veces antes, supo repentinamente que estaba viejo. Dejó la botella y el pan a medio comer sobre la mesa y salió al patio. Aún faltaba Abayo. Lo llamó en voz alta, silbó con todas sus fuerzas, recorrió el patio y se alejó de la casa, caminando entre zarzas y árboles parecidos a ganzúas clavadas en el suelo anaranjado y no lo encontró. Sudó como nunca y no le importó y algunas veces se detuvo para ver alrededor y sólo pudo escuchar el sonido de las cigarras. Ése era el único ruido que parecía real porque todos los demás sonidos eran extraños: parecía que el calor los hubiera secado y dejado huecos, como secaba las ramas y las hojas y los troncos que se convertían en canutos y al partirse dejaban escapar ejércitos de hormigas venenosas. El sol también tenía una especie de sonido en el sur, cuando hacía más calor que nunca; era un
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rumor apagado al comienzo que iba creciendo poco a poco hasta tragárselo todo. En medio de un espeso grupo de dormilonas polvorientas que apenas le permitían pasar y que le dejaron la carne lacerada, se topó con un hombre maduro que seguramente venía de probar suerte en el río, el sombrero raído, una bolsa de tela al hombro, botas, pantalones desteñidos que alguna vez fueron negros, la camisa arremangada hasta los codos y barba de un mes, una lata agujereada con asa de alambre colgándole de la mano derecha. El hombre estaba asombrosamente limpio, como si no lo tocara el polvo. Se miraron un momento, mientras el pescador iba saliendo lentamente del asombro y al final intentaba saludar con la mano y un movimiento de la cabeza. Ramos no contestó el saludo. “¿Miró un perro por acá?”, preguntó. El hombre inclinó la cabeza, se echó el sombrero hacia la nuca y achinó los ojos. “¿No ha visto un perro? ¿Un perro de este tamaño, negro con gris y blanco en la cabeza?” El pescador lo miró atentamente, a saber con qué propósito, y cuando pareció quedar satisfecho con su examen, se llevó la mano izquierda a la garganta y se la golpeó como un tambor y luego se dio breves y secas palmadas en las orejas. Sordomudo, pensó Ramos. No recordaba haberlo visto antes. “Perro negro”, dijo, e hizo señas que le parecían inequívocas, pero la única respuesta que obtuvo fue una mirada de intriga. El sordomudo le sonrió y se quedaron viendo en medio del polvo. Ramos se sintió desolado. Regresó cubierto de polvo a la casa vieja, sin dejar de gritar el nombre del perro. Todo estaba igual que antes, salvo porque no estaba la mujer y Abayo no había vuelto. Tor y Mouche salieron de algún sitio detrás de la casa o de los matorrales y vinieron a olerle las perneras de sus jeans. Movían la cola y jadeaban ruidosamente. —Perdónenme —dijo Ramos. Era la una y veinte y estaban a cuarenta y tres grados. Se preguntó de pronto para qué comprobaba la temperatura, le pareció una estupidez y un segundo después ya no le pareció estúpido y un minuto más tarde se le ocurrió que un hábito como él de ver la temperatura era tan necesario como cualquier otra costumbre cuyo único fin era ayudarlo a seguir vivo. Fue a sacar agua y llenó cuatro
pailas grandes. Ellos comenzaron a beber desesperados, las largas lenguas rojas y goteantes lamiendo y revolviendo el agua fresca del pozo. Calentó carne hervida y coció un puñado de arroz y les puso comida en la bandeja larga de cedro después de limpiarla con agua, jabón y cepillo de metal. Todo lo hizo velozmente. Encontró dos delgadas cadenas de acero y las sopesó, mientras veía por la ventana cómo Tor y Mouche devoraban la carne y el arroz. Sólo dos veces los había encadenado y esta vez no le quedaba más remedio que hacerlo de nuevo. No quería que desaparecieran como Abayo y cuando regresara, prefería encontrarlos encadenados y despedazados, pero no desvanecidos como humo en el aire. Siguieron comiendo y no se opusieron a que los encadenara. Ramos permaneció un rato breve en cuclillas y los miró comer haciendo ruido con sus hocicos al revolver el caldo y arrancar la carne de los huesos redondos de vaca. Les tocó la cabeza, se levantó y antes de comprobar el estado del jeep llenó dos grandes ollas de agua y las puso cerca del refugio. Quitó de encima del carro la lona tapacargas que usaba para que no se le metiera tanto polvo y porque Tor, el único que se atrevía a treparse en él, solía dormir dentro y había roto varias veces el cuero de los asientos. No estaba más viejo que Ramos, pero lo parecía. No era culpa suya, sino de sus primeros dueños; Ramos había hecho lo posible para cuidarlo a pesar de que en ese lugar del sur era imposible lograr que un carro se mantuviera limpio y funcionando. Era un CJ-7 automático con capota verde flexible de 1981 que le habían vendido únicamente con lo necesario y eso le gustaba a Ramos. Se sintió satisfecho cuando le dijeron que el jeep no tenía radio y creyó que la capota verde olivo era un lujo, pero se la dejó. Detestaba los excesos. Jamás los había soportado. Un amigo suyo que leía libros había usado una palabra para describir a Ramos. Frugal: eso había dicho. “Vos sos un pendejo frugal”. Ramos nunca supo qué quería decir exactamente, pero supuso que se refería a su costumbre de tener sólo estrictamente lo necesario. Tenía prisa y decidió saltarse la revisión. De todos modos no iría lejos. Estaba seguro de que encontraría a Abayo en el cami-
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no, tonteando entre los matorrales, demasiado lejos para su propio bien. No eran perros curtidos; de hecho, Ramos los había consentido demasiado y aventurarse de ese modo no podía terminar bien. Encendió el jeep y salió levantando polvo, sin saber muy bien lo que haría. Condujo lentamente, probando acá y allá por donde aún no había caminos marcados, pasando al lado de pequeñas fincas en las que no crecía nada. De una casa de adobe como la de Ramos, una mujer en bata salió con un niño en brazos a colgar ropa y miró pasar el carro verde al frente de un muro de polvo que se quedó minutos en el aire y por un momento creó la ilusión de que permanecería suspendido hasta volverse sólido. El CJ-7 respondía bien y pegaba grandes saltos de caballo encabritado cuando Ramos caía en un agujero y salía de él. Dio vueltas en círculos de radio cada vez más ancho con su centro en la casa vieja hasta topar con el río de agua achocolatada. Ni señas de Abayo. Se detuvo junto al río y bajó del jeep para ver las aguas mansas y las riberas cubiertas de hierba seca y piedras que también parecían estar a punto de reducirse a polvo, como todo en ese sitio del sur. “El sur de dónde”, se preguntó Ramos. Se le ocurrió que el sur era también el norte de algún lugar del mundo y el norte era el sur de otro punto de la Tierra. No estaba en ningún sitio, entonces, y estaba en todos, estaba en un lugar que a veces era el sur y otras el norte, o era el sur y el norte al mismo tiempo o no era ni una cosa ni la otra. Estaba mareado y tenía en los brazos una gruesa costra de polvo y sudor y recordó de repente que no había tomado agua en todo el día. Comenzaba a dolerle la cabeza. Buscó en el jeep y halló una botella de plástico con algo de agua y se la bebió en dos tragos, sentado en una piedra grande. En su exploración no sólo no vio a Abayo. No vio más animales que un par de culebras que en cuanto vieron aparecer el jeep se esfumaron haciendo suaves eses en el polvo. Volvió a subirse en el CJ-7 e hizo el mismo recorrido en sentido contrario, pasó por las mismas dos o tres fincas y volvió a ver la casa de adobe y a la mujer, que seguía colgando ropa. Esta vez avanzó más lentamente para ver si Abayo estaba en algún rincón de la casa de adobe. No quería acercarse y preguntarle a la mujer,
de entrada le habría parecido raro que el perro se llamara así. ¿A quién se le ocurre ponerle un nombre tan raro? La gente de esos lados podía tener muy poco para comer, pero no les importaba tener uno o más perros y ni siquiera ellos podían explicar bien la razón de tener mascotas en un sitio tan infértil y seco. Uno tiene mascotas porque necesita compañía, pensó Ramos, mientras se alejaba a treinta kilómetros por hora de la casa de adobe. La mujer rodeó la casa para ver mejor el jeep que se alejaba y Ramos se corrigió: Yo tengo perros porque necesito compañía. Era tan sencillo decírselo a sí mismo y luego olvidarlo. Se detuvo a cinco o seis kilómetros de la casa de adobe y a dos o tres de la carretera pavimentada porque el jeep comenzaba a soltar humo. Se bajó y fue al frente, sabía que el hierro estaría caliente y por eso se enrolló en la mano un pedazo de franela que llevaba debajo del asiento en la caja de herramientas y levantó el tonó para revisar el motor. No le vio nada raro, aunque no era un mecánico experto. Le quitó el tapón al radiador y se tuvo que apartar para que el vapor no le quemara el rostro. Era imposible que el agua se hubiera salido así porque sí, de la noche a la mañana. ¿A qué hora habrían estado merodeando en su casa los muchachos de la fábrica de ladrillos? Porque de seguro eso fue lo que sucedió. Siguieron a Fernanda hasta la casa vieja, estuvieron esperando, fumando y haciéndose las bromas infantiles que acostumbraban hacerse y poniéndose apodos, fumando más y entonces uno de ellos sacó una botella de Yuscarán o de ron Plata y esperaron más para mandar a uno de ellos a que se acercara a la casa y esperaron la señal para llegar, arruinar el jeep y llevarse a Abayo. No podía haber sido de otro modo. No pudieron llevarse a todos los perros. Era una reacción típica de un adolescente y precisamente por eso era lo más probable. Ramos estuvo cinco minutos con la frente apoyada en la orilla del tonó, los ojos cerrados, sintiendo cómo el hierro candente le quemaba la piel. Se limpió la cara con la franela grasienta y se dio vuelta para apoyar las nalgas en el jeep que seguía bramando. En la línea del horizonte había una difusa mancha horizontal de un color que a Ramos le fue imposible nombrar. Cian, magenta. Recordaba esos dos colores de
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alguna lectura que hizo en secundaria. Púrpura, lila, violeta. No había una sola nube en el centro del cielo. Todas eran nubes bajas que formaban un inmenso anillo pegado a la tierra. Estaba en el centro de nada y respiró hondo el aire caliente, alzó la cara y trató de seguir respirando hondo, pero era imposible, era como meter la cara en agua hirviendo. Por la posición del sol calculó que eran las dos de la tarde y pensó que lo mejor que podía hacer era dejar el jeep ahí y regresar por él más tarde o el día siguiente. Nadie se lo iba a llevar. Iba a ir a la ciudad a ver a los muchachos y tal vez a preguntarles dónde tenían a su perro. No estaba seguro de que haría eso, pero sentía la necesidad de hacer algo, de moverse, de ir a algún sitio y hablar o incluso de golpear a alguien. Eso no estaría tan mal. Podía golpear a alguien. Se guardó en el bolsillo de sus jeans la llave del jeep y echó a andar hacia la carretera. Mientras caminaba, se le ocurrió que ya no volvería a ver a Fernanda. No se trataba de que alguien le impedirá verla, sino de que él, de pronto, había decidido que ya no la vería nunca más. Sólo eso. Dejar de encontrarse con ella no significaba que dejaría de trabajar en la fábrica. Seguiría trabajando ahí durante un tiempo. No tenía la menor duda de por qué continuaría en la fábrica. Lo haría así porque era una manera de probarse que podía estar cerca de Fernanda, a sólo unos pasos, que sería capaz de mirar la torre de la casa de Fernanda y no pensar en ella, de que en su mente habría un vacío gigantesco cada vez que mirara la casa del jefe, una nada monstruosa como el cielo azul sobre su cabeza. Esperaría un mes, dos o tres trabajando en la fábrica. Tal vez un año. ¿Por qué no? De pronto se largaría. Buscaría cualquier sitio donde meterse y todo estaría bien de nuevo. No. Nada estaría bien. Pero eso a quién le importaba. No se suponía que las cosas estuvieran bien. Ya no voy volver a verte, se dijo. Soy peor que un niño. La sensación no era del todo desagradable, todavía.
Fernanda condujo hasta el pueblo. A la una y quince entró en su casa y la doméstica le dijo que su marido estaba fuera y que iba a regresar tarde. Fernanda le preguntó si el señor estaba enojado o no y la doméstica miró el piso. No fue necesario preguntarle más; estaba claro que su marido había salido molesto. No tuvo que esforzarse para imaginar en qué andaba él: reunido con los muchachos de la fábrica en un bar del centro, sudando a lo bestia porque él creía que eso era lo que les gustaba a ellos y que llevarlos a un bar con aire acondicionado lejos del pueblo habría sido lo mismo que faltarles el respeto o tal vez que lo habrían considerado menos hombre por no acompañarlos a los sitios que visitaban siempre. Fernanda se tomó un refresco de sandía de pie en la galería del segundo piso y desde ahí vio la absurda torrecilla que su marido había hecho que le adosaran a la casa que era ya demasiado grande para los dos. Ella le había propuesto que compraran mascotas, pero él sólo tuvo que mirarla con cara de sorpresa y ofensa para hacerla olvidarse de sus ideas. La doméstica le preguntó si iba a bañarse y le contestó que no. A la una y media se subió en el carro de Cáceres. Anduvo dando vueltas en el pueblo sin saber bien por qué ni para qué por las calles solitarias, como todos los domingos después de misa. Un camión cargado dejó caer algunos melones en la calle y una pandilla de niños los recogió para comérselos. Fernanda se detuvo para ver cómo engullían las frutas reventadas y escupían las semillas unos sobre otros, cubriéndose del sol bajo el alerón de una trucha de paredes blancas. Parecían tener días sin probar bocado y lo más seguro es que en sus casas no hubieran visto un melón —o cualquier otra fruta— en meses, salvo las que seguramente se robaban. Los estuvo mirando un rato, recostada en el asiento, casi dormida. Luego salió del carro y se sacó veintidós lempiras en billetes de uno y dos y adivinó cuál era el más honrado del grupo, un cipote que tenía en el cuello un lunar del tamaño de una mano, y le preguntó si podía repartir el dinero. “¿Son tus hermanitos?” El niño le dirigió una mirada insolente. Andaba descalzo, los pantalones largos con lamparones de tierra y una camiseta de rayas horizontales, el pelo castaño sucio y revuel-
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to. A Fernanda le pareció un muchacho guapo bajo la costra de tierra. El niño escupió en la calle y miró a los demás con desprecio. “¿Quiénes? ¿Estos? No, hombre, no son nada mío”. Los otros niños se rieron. Miró los billetes en la mano de Fernanda. “¿Y ese pisto? ¿Es para mí?” “No”, dijo Fernanda, “es para que lo repartás”. “Ah, está bueno”. Estiró la mano para agarrar el dinero y Fernanda lo apartó antes de que lo tomara. “No te lo vas a agarrar, ¿verdad?” El niño la miró como a un bicho, pero al final sonrió. “¡No!”, gritó. Fernanda sonrió, le puso los billetes en la mano y lo miró correr hasta perderse en una esquina. Los demás niños lo vieron alejarse, mientras se hurgaban la nariz. Fernanda habría salido corriendo detrás de él, pero no andaba la ropa adecuada para correr. La única niña del grupo se sacó el dedo de la nariz y comenzó a llorar como si le acabaran de dar una cachetada. Fernanda no supo qué hacer. Se sentía mareada. Revisó su cartera y sólo halló dos billetes de cien lempiras y uno de cincuenta. Sacó un Kleenex y le limpió la cara a la niña. Uno de los niños también salió corriendo y no se detuvo aunque Fernanda le pidió a gritos que lo hiciera. El cipote corrió en la misma dirección que había tomado el niño del lunar. Fernanda le puso otro Kleenex en la mano a la niña que lloraba, contó a los niños que quedaban y les pidió que no se fueran de ahí. Entró en la trucha de paredes blancas y golpeó el mostrador de madera con las llaves del carro. Compró pan, jugos de frutas y agua para los niños y salió contando el vuelto. No había nadie en la calle. Caminó de una esquina a otra cargando la bolsa con el pan y los jugos. Los niños habían desaparecido. Regresó al carro, mojó un pañuelo en el agua tibia que compró en la trucha y se lo puso en la frente. No funcionó. Sentía que la cabeza estaba a punto de explotarle. Se empapó el pelo y cerró los ojos. Esperó unos minutos antes de encender el carro. Cuando giró a la derecha dos cuadras más abajo, vio a los niños reunidos de nuevo. Estaban todos, pero esta vez sólo el del lunar y el que había corrido detrás de él estaban comiendo pan y leche. Tragaban como desesperados. Dejaron de comer para ver el carro de Fernanda. Ella no se detuvo. Llegó a la casa de Ramos cuando faltaban diez para las dos y en cuanto se
estacionó, miró el hueco donde solía estar el jeep y la gruesa lona tapacargas doblada en una esquina del porche. También miró el montículo de tierra recién revuelta y a tres perros, dos encadenados a la perrera y el más joven de todos tendido en el porche. No le ladraron. Siempre habían visto a Fernanda como otro habitante de la casa. Él le había asegurado muchas veces que no le gustaba encadenar a los perros y que los domingos nunca salía. Fernanda sólo podía asegurar que Ramos no salía el domingo cuando estaba con ella, pero no podía decir qué pasaba en la casa vieja los domingos que ella no la visitaba. Probablemente era verdad que él se quedaba en casa, pero era igualmente posible que saliera. Lo que hacía al irse de paseo era menos importante que mentirle a ella. Fernanda sabía que Ramos no la engañaba con otra mujer. Entró en la casa y se sorprendió al saber que era la primera vez que estaba sola en casa de Ramos. Se sentía culpable y excitada al mismo tiempo. Quería hacer muchas cosas, buscar aún no sabía qué para saber quién era realmente Ramos, saber que tenía alguna debilidad, conocer la razón por la que podía estar tranquilo incluso las veces que era incapaz de hacerle el amor. Se acercó a la ventana y vio el paisaje que Ramos veía cada día, pero no pudo imaginarse sus pensamientos y entonces se le ocurrió que si la engañaba al decirle que nunca salía los domingos, era posible que también la engañara con una mujer. No podía ser una mujer menor que ella; tenía que ser mayor, mucho mayor. Treinta y cinco o cuarenta años, los pechos grandes y el pelo largo y suelto porque Fernanda había llegado a la conclusión de que así era como a él le gustaban las mujeres. Se peinó con los dedos y siguió viendo la tierra amarilla y en una fantasía fugaz imaginó que el suelo seco de repente se llenaba de hierba y árboles cargados de frutas, que una brisa eléctrica se levantaba desde el norte y remecía las ramas y derribaba las frutas que caían haciendo un ruido apagado al tocar la hierba húmeda, que sobre aquel verdor súbito se paseaban inmensas sombras de nubes invernales. En ese momento tuvo la mayor revelación de su vida. Es decir, la primera revelación, porque nada se le había revelado nunca antes. Se le reveló que era preferible ser engañada, que
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no habría soportado que Ramos fuera demasiado honesto. No se trataba de que quisiera ser engañada. No podía explicarlo. No deseaba que Ramos la engañara, pero ella prefería pensar que él se acostaba o al menos se encontraba con otra mujer. Comenzó a buscar en la primera gaveta de la única cómoda de la casa y tuvo suerte porque al nomás comenzar encontró tres llaves en un sencillo llavero de hierro, sólo un anillo enganchado a un pedazo de madera en algún tiempo pintada de amarillo y rojo. Una de ellas tenía que ser la del candado para la cadena de los perros. Debajo del llavero había un sobre grueso de papel manila cubierto de manchas como nubecillas castañas. En la gaveta también había dos cajas medianas, una de cartón grueso que conservaba la etiqueta de una marca de bombones y otra de madera a la que le habían arrancado las etiquetas. Se acercó a la nariz la caja de madera. Olía a tabaco y, levemente, a licor. Estuvo viendo las cajas, haciendo sonar el llavero en la mano, indecisa, pero al final pudo más el deseo de soltar a los perros. Fue hasta la puerta, estuvo un rato bajo el umbral y regresó, abrió la segunda y la tercera gaveta. Sólo algo de ropa. Levantó cuidadosamente las camisas limpias de la tercera gaveta y tocó el metal y supo que era un revólver. Retiró bruscamente la mano como si acabara de palpar un animal muerto y estuvo viendo las camisas cuadriculadas de algodón que ella le había visto muchas veces en la fábrica de ladrillos y las camisas blancas y pensó en lo difícil que era mantenerlas limpias con agua de pozo y jabón barato. Pero no podía dejar de pensar en la pistola. Aún no había formado en su mente esa palabra, pistola, no porque estuviera evitándolo, sino porque su mente todavía no registraba la existencia de un revólver en la gaveta. Lo primero que se le ocurrió era que la pistola estaba relacionada con lo que había dentro del sobre y las cajas. La idea no tenía sentido, pero eso no importaba. Había una pistola y dos cajas y un sobre que seguramente tenían fotografías o tarjetas o notas o documentos que podían revelarle algo importante sobre el pasado del hombre con el que se acostaba desde hacía meses. Cerró la gaveta y salió, desencadenó a los dos perros y les puso agua en las pailas; el más joven bajó del porche para
beber. Les acarició la cabeza y regresó a la casa. El filtro de agua que ella había traído seguía debajo de la mesa del comedor en su caja de cartón. Venció la tentación de instalarlo ella misma. Tenía que respetarlo. ¿No era así como funcionaban estas cosas? Uno respetaba al otro y hacía sugerencias sutiles, en voz baja, con un tono de voz que mostrara comprensión y amor. Sacó una de las cajas y la puso encima de la mesa, mientras pensaba si la abriría o no. Jugó con el llavero y casi la hizo llorar su sencillez, la pureza del hierro limpio y pulido por el uso. Se decidió. Puso el llavero en la mesa y abrió las dos cajas y el sobre. Se sintió aliviada cuando se dio cuenta de que Ramos era como cualquier otro hombre y lo quiso más que nunca.
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—Allá viene —dijo uno de los muchachos de la fábrica. Tenía una Corona en la mano y miraba la calle apoyado en la ventana de la cantina. Sólo tomaba Corona cuando invitaba el mero jefe. Cáceres y dos de los muchachos se acercaron para ver. Era cierto. Lázaro Ramos estaba parado al otro lado de la calle y a Cáceres le pareció insignificante, aunque sabía que era más alto que todos los que estaban en ese momento en la cantina, sudando bajo los ventiladores de techo. Eran cinco, los de siempre, jefeados momentáneamente por Cáceres porque Luis se lo permitía. A Cáceres le daba igual. A Luis le daba igual si a Cáceres no le interesaba ser el líder de su grupo. Se lo había ofrecido tácitamente, sin decir nada, y Cáceres no lo agradecía ni lo rechazaba. Prefería que Luis se encargara de manejar a su gente y le parecía simpático que Luis malinterpretara algunos de sus gestos y los tomara como órdenes o como sugerencias. Estaba claro que Luis quería algo, pero Cáceres aún no sabía qué era lo que Luis buscaba, quizá una parte del negocio, tomar el sitio de Ramos, ser el amante de Fernanda
o tener una especie de figura paterna. Las dos primeras ideas le parecían infantiles, la tercera le causaba algo de temor inexplicable y la cuarta era grotesca, pero al mismo tiempo emocionante. No recordaba en qué momento comenzó a experimentar esa emoción. Tal vez fue desde la noche que decidió no volverse a acostar con Fernanda. Tenía que haber ocurrido esa noche. Incluso podía sentir en la cara el aire húmedo de esa noche lejana más de un año antes en que salió a fumar al balcón del segundo piso y pensó que no volvería a hacerle el amor a su mujer. Ramos entró en la cantina, saludó sin dirigirse a nadie en particular y fue a apoyarse en la barra. El cantinero sacó un vaso. —¿Cerveza? —preguntó el cantinero. —Sí —dijo Ramos. Era la primera vez que entraba en ese local. Había dos bancas amarillas con el respaldo pegado a la pared, una a cada lado de la puerta, dos mesas de madera pintadas de verde con tres sillas cada una, la barra de bordes ovalados sin formica encima y con un reposapiés alrededor y sin sillas, tres adornos y una cruz de hierro colgados en las paredes, un par de letreros con mensajes de doble sentido y otro con la leyenda “Dios guarde mi negocio”. El cantinero no intentó sonreírle, ya tenía suficiente trabajo secándose el sudor con la toalla sucia que andaba en el cuello. —No está muy helada —el cantinero puso un vaso en la barra. —Qué mierda —Ramos suspiró. —¿Mande? —Dije qué mierda —Ramos lo miró a los ojos. —Ah, ya —el cantinero no mostró la menor sorpresa, aunque parecía interesado en Ramos. Apenas ligeramente interesado—. ¿Salva Vida? —Dele. Y guarde esto si quiere —Ramos le pasó el vaso. —Ya ratos lo están viendo esos cinco —dijo el cantinero en voz baja. Se había inclinado para guardar el vaso y destapar la cerveza. —Yo creía que usted los conocía y que por eso les dio cervezas frías —Ramos dejó de jugar con la cerveza y le mostró la botella. El cantinero estaba viejo, rondaría los sesenta. Tenía una vieja pistola en la gaveta debajo del mostrador, pero nunca había tenido
que sacarla. —No tengo que andar explicándole nada a usted porque no lo conozco. Se toma la cerveza y se me va yendo rapidito. Yo lo invito. —No trata bien a la clientela. —A los que no se meten en pedos, sí. Y usted anda en pedos. Nomás tuve que oírlos hablar un ratito para darme cuenta. —¿Y cómo sabe usted que era yo del que hablaban? —Y eso qué importa. Era de usted, ¿no? —Sí —Ramos tuvo que aceptarlo—, era yo. —Pues se la echa y se va —el cantinero dijo algo más entre dientes y Ramos no se tomó el trabajo de pedirle que hablara más claro. —Por lo menos deme una cerveza helada. —Me lleva putas —el cantinero guardó rápidamente la botella y le sirvió otra a Ramos. —Ésta sí está buena. Ramos se tomó la mitad de la botella de un trago y alguien habló detrás de él. Era una voz conocida. —Buen provecho. Ramos puso la botella en la barra y se dio vuelta. Era Cáceres. Andaba de ropa dominguera: camisa floreada de mangas largas, pantalón blanco, botas. Parecía un villano de película de chinos. Su sorprendente delgadez lo hacía verse viejo aunque apenas había cumplido treinta y un años el mes pasado. No estaba sudando; de hecho, Ramos jamás le había visto una gota de sudor encima, no importaba el calor que estuviera haciendo. Cinco pasos detrás de él estaba Luis, las mangas de la camiseta negra enrolladas para mostrar los bíceps, zapatos burros sucios, el cigarro colgándole de la boca despectiva, los labios gruesos, un pulgar enganchado en el bolsillo de sus jeans gastados. Los otros tres estaban sentados en diferentes posiciones, dos en las bancas y el último en una silla. Todos estaban fumando. Era como si se hubieran distribuido para que les tomaran una fotografía: un pie en el suelo y el otro sobre el asiento de la banca o la espalda apoyada en la pared y los pies y los brazos cruzados o sentado en una silla con el respaldo pegado
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al pecho. —Gracias. —Mire cómo anda, Lázaro —Cáceres lo miró de los pies a la cabeza y Ramos se vio la camisa cubierta de polvo. Ya estaba bastante sucio antes de hallar un camión que lo trajera a la ciudad trepado sobre una carga de ladrillos. Cuando iban a mitad del camino se dio cuenta de que se había subido en el carro de un fabricante que le hacía la competencia a la fábrica de su jefe. —Andaba buscando un perro. —Ah, vaya. ¿Y lo halló? —No. —Ha de andar por ahí. ¿No lo tiene amarrado? —No —Ramos se acabó la cerveza—. No me gusta amarrarlos. —Pero así los malcría, ¿verdad? —Puede ser. Pero entre malcriarlos y amarrarlos, mejor malcriarlos. —Ahí no puedo decir nada. De todos modos no me gustan los animales. Ramos siguió con la mirada a Cáceres, que fue a apoyarse en la barra. Los dos voltearon a ver las botellas alineadas en los estantes. —Pasame una de esas —Cáceres señaló la cerveza de Ramos y el cantinero ni siquiera asintió. Puso la botella en la barra y Cáceres se la tomó en tres tragos. —¿Y a su carro qué le pasó? —preguntó Cáceres. —Se arruinó cuando andaba buscando a mi perro. —Yo le dije que ese jeep se le iba a joder, Lázaro, ¿se acuerda? —No —Ramos decidió que no se acordaría—, pero usted tenía razón, se jodió. Tenía picado el radiador. —Qué cagada —Cáceres se rio con ganas—, sí, hombre, es gran cagada. Dame otra y una para él —le hizo una señal al cantinero, que le sirvió a Cáceres la segunda cerveza que se tomaba desde que Ramos había entrado en la cantina. Ramos no dio las gracias, se tomó el primer trago y escuchó la risa de Luis y de uno de los muchachos. Habían cerrado la puerta del local y le hacían señales a un viejo que estaba en la acera con (51)
la mano en el pomo. Era obvio que quería entrar, pero los muchachos le gritaron que estaba cerrado. El viejo asomó la cara al vidrio y lo mismo hizo el amigo de Luis. Los otros dos se rieron, el que había cerrado la puerta escupió contra el vidrio y el viejo apartó la cara. Dio cuatro pasos hasta encontrar una distancia segura y gritó hijueputa con todas sus fuerzas. Todos se rieron, incluso Cáceres. Ramos lo miró de perfil y en ese momento se dio cuenta de que Cáceres estaba tan borracho que apenas podía estar de pie. Respiraba ruidosamente y a veces daba manotazos buscando apoyo en la barra. Ramos se asombró por no haber descubierto antes que Cáceres estaba borracho y se preguntó si siempre era así de distraído. —¿Y vino acá a buscar al perro ese? —preguntó Luis. —Sí, en eso ando. —Acá no hay perros —Luis señaló el piso de la cantina. Su voz era extraña. Quería reírse, pero la cólera se lo impedía y aunque trataba de apaciguar su ira, estaba tan molesto que temblaba al hablar. —Vine a buscar al perro al pueblo. —Pues eso quería decir yo —Luis tiró su cigarrillo y lo apagó con la punta de la bota—, que acá en el pueblo no hay perros. —Yo creía que estaba hablando de la cantina. —¿Y quién ha visto perros en un bebedero? —Usted señaló el piso —Ramos había usado la misma voz monótona desde que entró. Sabía que hablar de esa manera termina por silenciar a los bravucones o los encoleriza aún más, pero estaba dispuesto a correr el riesgo. Tenía curiosidad. Cáceres le dio una palmadita en el hombro. —No les haga caso, Lázaro, son cipotes —dijo. Eructó y pidió otra cerveza. —¿Entonces qué? ¿Lo hacemos o no? —Luis se dirigía a Cáceres. Cáceres se terminó la cerveza. —Calmate —dijo—. ¿Quiere otra? —miró la botella casi llena de Ramos e hizo un gesto de desprecio con la mano—. Calmate, para todo hay tiempo. (52)
Luis iba a decir algo, pero se mordió el labio inferior y no dijo nada. Cáceres le preguntó al cantinero si había dónde pegar una meada. El cantinero le señaló una estrecha puerta verde al fondo. Ramos tuvo que ponerle una mano bajo el codo cuando Cáceres se resbaló y pegó con la boca en el borde de la barra. —Lo mejor sería que se fuera a su casa —Ramos siguió sosteniendo a Cáceres, le pidió una servilleta al cantinero y se la dio a Cáceres. —Tenga para que se limpie. —¿Limpiarme qué? —Le está saliendo sangre de la boca —dijo Ramos. —Ah, qué amable —Cáceres tiró la servilleta y se sacudió la mano con que Ramos lo sostenía—. Ya estoy grande para que me chineen. —¿No sería mejor que se fuera a su casa? —No tengo en qué irme —Cáceres se pasó el dorso de la mano sobre la boca y se vio la sangre sobre los nudillos—, mi mujer se llevó el carro. —¿No puede llevarlo él? —Ramos señaló a Luis. —Pues sí. Él fue el que me trajo acá. Lo más seguro es que va a tener que llevarme. Él hace lo que yo le digo, ¿verdad, Luisito? Luis no le respondió y Ramos tuvo de pronto ganas de vomitar ahí mismo. Seguramente era por el cansancio. Luis se acercó para agarrar el brazo de Cáceres y le dirigió a Ramos una mirada desafiante. Cáceres, en cambio, parecía estarse divirtiendo. Ramos se apoyó en la barra para no caerse. Sí, tenía que ser el cansancio. Pidió agua helada. El cantinero le dijo que sólo tenía el hielo de la hielera y agua de la llave. —Démela. Luis se llevó a Cáceres al baño y regresó poco después a pedir una toalla. —Ni papel tenés en esa mierda —le dijo al cantinero. —Nadie se había quejado de eso. Sólo tengo ésta —el cantinero señaló la toalla que andaba sobre el hombro, fue a buscar
papel y regresó con un rollo. Luis se llevó el rollo al baño después de echarles una mirada a sus amigos y hacerles una señal con la mano. Ramos los miró tranquilamente y siguió tomándose su agua helada. Ramos sabía por qué seguía metido en la cantina: porque tenía curiosidad. Quería ver a Cáceres haciendo algo peor que el ridículo hasta sentir más que lástima por él. Quería odiarlo. También esperaba seguir viendo a los muchachos fuera del ambiente cerrado y metódico de la fábrica de ladrillos. Estaba seguro de que ellos verían en él al mismo cabrón de siempre, callado, viejo, imbécil, eficaz. Pero eso era imposible porque era obvio que ya sabían lo de él y Fernanda. Las cosas habían cambiado. Ya no era tan imbécil, al final de cuentas. Sólo para probar qué sucedía, Ramos puso dinero en la barra e intentó salir, pero dos de los muchachos se pusieron frente a la puerta. —¿Me dan permiso? Los muchachos se rieron. —Estamos jugando, jefe —dijo el más pequeño de los dos. Ramos intentó recordar su nombre. Estaba seguro de que comenzaba con G. German, Gilberto, algo así. A la mierda, para qué acordarse de sus nombres. Eso nunca tuvo demasiada importancia. —Yo no estoy jugando —Ramos usó la misma voz monocorde. —Nosotros sí, no se enoje, jefe —aunque el otro muchacho era el más alto del grupo, sólo llegaba a la barbilla de Ramos. —Sí, no se enoje, jefe —dijo el pequeño. —Mejor échese otra birria —dijo el muchacho que estaba sentado sobre la silla puesta al revés—. Lo invita el jefe de la ladrillera. —No seás igualado, cabrón —el alto se rio al hablar, sin ver a Ramos a los ojos. No dejaba de tocar algo que llevaba debajo del cinturón. Ramos supo que podía derribarlos a los dos y quitarle la navaja al alto, pero no podría anticipar los movimientos del que estaba sentado. No quería acabar con un fierro metido en la espalda, al menos no todavía. Nada habría sido peor que morir por la mano de un cipote que aún no sabía limpiarse bien el culo.
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—Sí, no seás igualado —repitió el pequeño. —Yo nada más digo —dijo el que estaba sentado—, como miro que el jefe lo está invitando. —No estoy enojado —Ramos siguió inmóvil—. Sólo quiero salir. —¿Para qué, jefe? —se rio el alto. —Sí, ¿para qué? —repitió el pequeño. —Tiene que ir a buscar a su perro, ¿verdad, jefe? —el que estaba sentado se revolvió en la silla. —Eso no es problema de ustedes —dijo Ramos. Se sintió estúpido. Tenía que controlarse. —Epa, ya se enojó el jefe —el alto hizo una mueca cómica. Ni él ni el otro muchacho habían visto a Ramos una sola vez a los ojos. Cuando él trataba de verlos, evadían su mirada y sonreían como tarados. —Ya les dije que no estoy enojado. Sólo quiero salir. —Pues acá nadie le está diciendo que no salga, jefe, ¿verdad, vos? —dijo el alto. Ya nadie se estaba riendo. —Eso, nadie le ha dicho que no salga —contestó el pequeño. Ramos volteó a ver la barra. El cantinero había desaparecido. —Qué raro que el jefe venga a buscar a un perro en la cantina —dijo el alto. —Sí, compa, es raro que venga —el pequeño era como el reflejo distorsionado del muchacho alto. Ramos se preguntó por primera vez de dónde habían salido sus subordinados en la fábrica de ladrillos. Se los imaginó vagabundeando en las calles soleadas, la piel quemada, siempre en busca de algo de comida, y casi fue capaz de verlos: andrajosos, sucios, haciendo de un cuchillo embotado su primera arma, llegando a la casa para que su madre o su padre los golpeara, se los imaginó comiendo vorazmente en el cuarto que servía de dormitorio, sala, comedor y hasta de baño, los miró llevándose con los dedos la comida a la boca, temerosos de que sus hermanos se la arrebataran y los dejaran hambrientos. Deseó haber hablado con alguno de ellos antes de esto, pero ya era tarde. En realidad, algunas veces, cuando
estaba solo en la casa vieja, se imaginaba que tenía una conversación larga y pacífica con uno de los muchachos de la fábrica y no le enseñaba nada; al contrario, era él, Ramos, quien aprendía. La hermandad de los hombres, un pacto viril. Era una fantasía estúpida porque Ramos no era un tipo de muchas palabras y aunque en alguna época pensó que uno debe mejorar a los demás con el ejemplo, como le dijo su abuela, ahora estaba seguro de que no tenía ningún ejemplo que dar porque estaba vacío, no tenía nada que enseñarle a nadie y las únicas cosas que creía dignas de aprender eran las más prácticas, cómo trabajar eficazmente, cómo arreglar su casa, cómo andar sin perderse, cómo obtener lo que necesitaba para vivir, y lo más seguro era que cualquiera de los muchachos de la fábrica sabía perfectamente cómo arreglárselas sin él. Estaba mejor la otra fantasía, en la que les daba una paliza hasta dejarlos ensangrentados y jadeantes y los convertía en sus incondicionales. —¿Dónde compraste ese pantalón? —el pequeño le preguntó al que estaba sentado. Parecía haberse olvidado de Ramos. —En San Marcos —el que estaba sentado se dio una palmada en la rodilla—. ¿Por qué? ¿Te gusta? —No, hombre. Yo nada más te pregunto para no ir allí a comprar. —Cómo no —el que estaba sentado mostraba todos los dientes al reírse—. Ya quisieras tener un pantalón como éste. Ramos intentó salir de nuevo, pero los dos muchachos juntaron los hombros. En ese momento alguien dio golpes de nudillo en la puerta. Era un hombre de gorra y burros que traía un atado en la mano; el sudor le pegaba la camisa al cuerpo. El muchacho alto lo miró de pies a cabeza. —Está cerrado —dijo y agitó la mano frente al vidrio. El pequeño se puso la mano en la cara mientras se reía. El hombre hizo lo mismo que había hecho el viejo: pegó la cara al vidrio y trató de ver qué pasaba adentro. El pequeño dio un puñetazo en el vidrio; el hombre se echó atrás y dejó caer el atado. El pequeño no pudo contenerse más y se rio a carcajadas. El hombre no parecía molesto, sino asombrado. Se agachó y recogió el atado.
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—¿Quién dice que está cerrado? —preguntó. El pequeño se apretó el estómago. Estaba disfrutándolo. —Está cerrado —repitió el alto. —¿Quién dice? —Yo digo —el alto se apuntó el pecho con el pulgar. El hombre intentó acercarse al vidrio, el muchacho alto abrió la puerta para decirle algo y Ramos aprovechó ese momento para empujar al pequeño y salir. El que estaba sentado se levantó de un salto, pero ya era tarde. El hombre del atado miró a Ramos con curiosidad. Los tres muchachos se habían quedado dentro. —¿Qué pasa ahí? —dijo el hombre del atado. —Nada —dijo Ramos. —¿Es verdad que está cerrado? —Sí. —Pero yo conozco al dueño —dijo el hombre—, y esos a saber quiénes son. ¿Usted los conoce? —Mejor váyase. —¿Cómo dice? —Que mejor se vaya. —¿Para dónde? —la voz del hombre se volvió inesperadamente chillona. Ramos no pudo evitar que una sonrisa apareciera en su rostro cuando vio a los muchachos con la cara pegada al vidrio sucio de la cantina. —¿Quiere entrar? Pues dele viaje —Ramos señaló la puerta—. Yo no lo detengo. —Voy a llamar a la policía —dijo el hombre del atado. Estaba sudando más que antes—. Para que los agarren a usted y a esos pícaros. —Vaya pues —Ramos sonrió—, tal vez tiene suerte y halla despierto a alguno. El hombre caminó media cuadra y regresó cuando los tres muchachos estaban a punto de salir de la cantina. Uno de ellos sacó un pie como si probara el aire de afuera y lo metió rápidamente. —¿Usted sabe dónde está la posta?
—Camine cinco cuadras derecho y después doble a la derecha —respondió Ramos. El hombre no le dio las gracias y se fue. —¿Por qué no salen acá? —Ramos les preguntó a los muchachos—, sólo estoy yo —vio a derecha e izquierda—, no hay nadie en la calle. La calle estaba vacía, el viento caliente era el único que se paseaba pegándose a las paredes y levantando remolinos de polvo. Estaba atardeciendo lentamente, como si el día se desangrara en nubes largas y rojas. Detrás de los muchachos apareció la cara de Luis. La puerta se abrió y salió Cáceres. Se veía mejor y el labio ya no le sangraba, pero la pechera de su camisa estaba mojada. Andaba el pelo liso y húmedo pegado al cráneo. —Ya dejémonos de papadas —dijo Cáceres—, usted no vino acá a buscar perros ni nada. Por algo vino a esta cantina. ¿Le costó hallarme? —No. —¿Quién le dijo que yo estaba acá? —Nadie. Adiviné. Cáceres se rio. Algunas veces podía parecer simpático. —¿O sea que ahora es adivino? —Les había oído decir a ellos —Ramos señaló a Luis y a los otros— que a veces venían acá. —Usted y yo nunca hemos ido a pasear, ¿verdad? —Cáceres tenía que parpadear seguido al alzar la barbilla para ver la cara de Ramos. —No. —¿Quiere ir hoy? Podemos ir a pescar. —No soy amigo suyo —dijo Ramos—, ¿por qué quiere invitarme a pasear? —Pues no hallo otra forma de que hablemos un rato. Pescar es bueno porque uno se aburre y se aprovecha para hablar. Además tengo las cosas para pescar en la casa. Ya vio que en esa cantina no
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se puede. Me pongo a beber y no soy muy bueno para esa vaina. Podemos ir a mi casa también, si no se siente mal por estar ahí. Nunca ha entrado en mi casa, ¿no? —No. Nunca he entrado en su casa. Y no me gusta pescar. —Hay montón de cosas que no ha hecho. —No veo para qué iba a hacerlas —Ramos estaba asombrado: Parecía que Cáceres se había transformado en otro hombre. Se veía seguro de sí mismo y sin señal de la borrachera que tenía cuando estaban dentro de la cantina. —Bueno, ¿vamos o no? Podemos sólo andar en el carro y ya. Vamos platicando en el camino. Al fin y al cabo para eso vino, ¿verdad? Lo malo es que no tengo carro. ¿Le conté que mi mujer se lo llevó? —Cáceres hizo una pausa para eructar y Ramos no dijo nada—. Sí hombre, se lo llevó. No sé dónde andará, y con este calor. —Yo la vi, jefe —dijo Luis. —Sí, ya me dijiste, Luisito. Luego me contás eso. Ahorita lo que me tiene alegre es ver a don Lázaro acá. No me esperaba eso. —Dice que anda buscando un perro —dijo el pequeño. Los muchachos habían salido de la cantina. El pequeño bostezó y el alto encendió un cigarrillo. —¿Entonces? Vamos hablando en el carro. Al fin y al cabo para eso vino, ¿verdad? —Cáceres comenzó a bajar a la calle. —La verdad ni sé para qué vine —dijo Ramos.
Podría haberse ido desde el momento en que salió de la cantina. Fue una imbecilidad no haberse largado. Pero había dejado de ser una pendejada cuando decidió quedarse. Porque había sido una decisión, nadie lo había obligado, lo pensó bien, lo meditó y pensó me voy a quedar. En todo caso, la imbecilidad comenzó cuando
fue a buscar la cantina donde podían estar los muchachos y Cáceres, o sólo Cáceres o sólo los muchachos de la fábrica. No importaba, podía ser una de las tres, daba igual. Algo tenía que suceder cuando se encontraran frente a frente. Pero no sucedió nada. Es decir, sí sucedió. Se subió en el asiento de atrás del Nissan de Luis, en medio del alto y de Cáceres. Adelante estaba Luis manejando y el pequeño iba encima del cuarto muchacho, el que estuvo sentado en la cantina. El pequeño iba abrazándolo y haciendo bromas obscenas. Cáceres llevaba una enorme sonrisa estampada en la cara, como si se hallara en la cima del mundo, y puso el brazo sobre el respaldo del asiento, en torno a los hombros de Ramos, con la punta de los dedos tocando el brazo del muchacho alto. Ramos estaba desorientado porque no sabía por dónde iban. Luis arrancó hacia el norte y pasó entre casas bajas que Ramos había visto antes y por un momento creyó que podría guiarse si era necesario regresar a pie o bajarse de un salto del Nissan después de empujar a Cáceres o al muchacho alto. Se imaginó ese momento en que todos estarían demasiado sorprendidos para reaccionar correctamente y él se tiraría del carro, aterrizaría en el polvo y se perdería en los callejones entre casas chaparras y arbustos polvorientos. Era sólo una fantasía, por supuesto, como todas las fantasías que había tenido ese domingo. Un domingo extraño. Se sentía desorientado precisamente porque era domingo y tendría que haber estado en la vieja casa, haciendo las cosas de siempre, viendo que los perros estuvieran bien, recorriendo la tierra árida en que había decidido vivir, comprobando la temperatura y la hora. Por cierto, ¿qué hora sería? —¿Qué hora es? —le preguntó a Cáceres. Se concentró en los arbustos más cercanos al lado de la calle y los vio pasar como una mancha de gris y verde desvaído. —Las tres y media —Cáceres vio con desgano su reloj de puño, como si lo acabaran de sacar de una meditación importante—, ¿anda apurado? —No sé —dijo Ramos—, no sé adónde vamos.
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—A ningún lado. Ya le dije, sólo es para pasear. Usted y yo nunca paseamos. Todo el tiempo trabajando y trabajando. ¿No se aburre? —No —si Cáceres no hubiera ido a su lado, habría añadido por qué no se aburría. Habría dicho que le gustaba la rutina de la ladrillera, que le agradaban los gritos, el sudor, aplicarse en un trabajo para lograr algo, un objetivo, ser parte de un grupo que fabricaba ladrillos. Eso era todo. Y no lo encontraba aburrido. Recordó lo que le había contado esa mañana a Fernanda: él se sentía como el viejo que tocaba el tambor. Al final de todo era imposible no estar solo. —Pues yo sí. Y usted también tiene que aburrirse. Todo el mundo se aburre. Ramos no dijo nada. Pensó que Cáceres tenía derecho de aburrirse, pero no se lo dijo. —Uno se aburre de todo, de ganar dinero, de ver en qué putas lo gasta, de comer, de cogerse a su mujer, si es macho, y de que se lo coja un hombre, si es mujer o maricón —prosiguió Cáceres—. Usted también tiene que aburrirse alguna vez, no mienta, Lázaro. Ramos siguió callado. Miró fugazmente el rostro sonriente de Cáceres y volteó a ver el paisaje. No le importó que el muchacho alto lo mirara a los ojos y se olvidó de su cara sin darse cuenta. Habían regresado a la carretera dando un salto sobre el borde del asfalto y ahora corrían hacia el oeste, al lado de un largo trecho de terrenos quemados en los que sobresalían los escasos troncos negros de los arbustos, para encontrarse con el sol que a esa hora era un gigantesco disco carmesí, de borde perfectamente recortado contra el azul. El sol se había adueñado del cielo metálico, casi añil. Ramos vio el disco sangriento sin parpadear y recordó que en su infancia le habían dicho que no lo hiciera porque podía quedarse ciego. —Como que el jefe no quiere hablar —dijo el pequeño. —Mire cómo lo joden, jefe —el alto hizo una mueca de alegría y dio una palmada en la cabeza del pequeño—, yo que usted no me dejara.
—Ta aburrido el jefecito —el pequeño le devolvió el golpe al alto. —Ya le vamos a quitar lo aburrido —el alto se tocó la entrepierna y Ramos se mantuvo quieto. —Ah, estos muchachos —suspiró Cáceres—, yo creo que no les cae bien usted. No entiendo por qué. ¿No les habrá hecho algo malo? —A mí me cae bien —el pequeño apenas podía hablar mientras se carcajeaba. Comenzó a moverse sobre las piernas del cuarto muchacho como sobre un caballito de juguete. —A mí no —Luis miró a Ramos por el espejo retrovisor. —Qué bárbaro, no seás así, don Lázaro es invitado, acordate —Cáceres le dio una palmada juguetona en la nuca a Luis y Luis volteó a verlo. El veloz giro de su cabeza sobre su cuello le recordó a Ramos el movimiento de un muñeco activado por un resorte. Luis frenó bruscamente y el carro giró sobre sus ruedas delanteras. La parte trasera se arrastró con un chillido de goma quemada sobre el pavimento. A Ramos lo tomó por sorpresa el odio que vio en los ojos de Luis. Tenía el rostro descompuesto. Todos se quedaron callados, de pronto ya nadie se reía. Ramos habría querido decir algo que sirviera para desviar la atención de los muchachos y de Cáceres, pero no se le ocurrió nada; habría preferido que siguieran burlándose de él. Cáceres no dijo nada. Él estaba tan sorprendido como los otros tres muchachos. No fue necesario que nadie dijera nada porque la furia de Luis pasó tan rápidamente como había llegado, se desvaneció de golpe y el rostro le cambió: parecía avergonzado o triste, bajó la mirada y volvió a ver la carretera vacía, recorrida por los fantasmas que conjuraba el vapor subiendo desde el asfalto. Permaneció inmóvil dos minutos, viendo la cinta de asfalto caliente, y volvió a arrancar. —Ya no aguantaba el calor —dijo el pequeño—. De dicha arrancamos. Sacó la cabeza por la ventanilla. —No hay ni una pinche nube —gritó.
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—Pues si usted no quiere hablar, voy a tener que hablar yo — comenzó Cáceres: él y Ramos se vieron a los ojos—. Mire, acá Luis ya ratos quiere contarme una vaina y yo ya sé qué es. No soy pendejo, Ramos. Tengo cara de pendejo, pero no soy pendejo. No ocupo que un cipote culocagado me cuente nada —Luis lo miró por el espejo; su cara no mostraba nada, ni enojo ni pena—, yo sé qué es lo que pasa. Y usted quiere decir algo, pero no sé por qué no abre la boca y dice lo que tiene que decir. Porque tiene que decir algo, ¿verdad? Ramos no se movió. —Por algo llegó a la cantina. Es paja eso del perro que anda buscando, pura mierda. Lo que anda buscando es otra cosa. Pero qué —Cáceres ya no se veía tan alegre como al comienzo y la borrachera, si es que alguna vez estuvo borracho, había desaparecido como por arte de magia. Hacía gestos que mostraban su desconcierto. Quería saber, pero ni siquiera sabía qué era lo que deseaba saber. Tenía las manos alzadas frente a su pecho, con las palmas hacia arriba, como si esperara algo, una ofrenda o a saber qué. Estaba confundido. Ramos volvió a sentir pena por él. —Qué —prosiguió Cáceres—, qué, qué. —No tengo nada que decirle —dijo Ramos—, nada. No tengo nada que decirle a nadie. Cáceres seguía con las manos frente a su pecho. —¿Qué quiere? No lo entiendo, Lázaro —el alto y el pequeño miraban fijamente a Cáceres. Estaban hipnotizados—. No sé qué anda buscando. Usted es como mi mujer. Se parecen. ¿Quiere que le cuente algo? —Cáceres bajó las manos y puso la derecha sobre el muslo de Ramos—. Hace un año que no me la cojo —los muchachos se vieron entre sí y Ramos también sintió pena por ellos más que por Cáceres; no merecían estar oyendo esos desvaríos—. Un año. No le miento. No sé para qué le cuento esto a usted, pero ya ve. Ha de ser porque nunca hablo con usted. Usted es como si no existiera. Lo veo haciendo su trabajo, nunca falta a la fábrica, le gusta tener todo en orden. Yo ni me preocupo por nada. Pero eso es todo. Usted cumple con su trabajo, lo hace bien, bien, es bueno
en eso, Lázaro, muy bueno. Y ya. Como ya empecé, mejor sigo. No tengo ningún problema, Lázaro, sin mentirle, por ésta —hizo una cruz con los dedos de la mano izquierda—, se me para como a todo el mundo, pero una noche dije ya no me voy a coger a mi mujer. Así. Y ella no hizo nada, ni me preguntó. Al comienzo esperaba que me preguntara, pero nada. Hasta tuve ganas de que me preguntara o me reclamara porque me quedaba algo de orgullo, pero a los días eso me pareció pendejada y se me olvidó. Me acostaba con ella en la cama, pero nada. Y no me fui a buscar putas a Choluteca ni a Tegus ni nada. Primero tenía ganas, pero luego luego me calmé y se me fueron. Cáceres dejó de hablar y Ramos se dio cuenta de que le estaba apretando el muslo con la mano. Era una mano pequeña, blanca, con dedos finos y la alianza matrimonial brillaba sobre su piel casi transparente. —¿Qué quiere, Lázaro? ¿Renunciar? Como usted quiera. Por mí no hay problema, ahorita mismo arreglamos eso. Pasame un papel —le dijo Cáceres al pequeño, que puso cara de sorpresa—. Están ahí en la guantera, semejante pendejo, y una pluma. Sacalos, apurate. Ahorita arreglamos esta vaina, ya va a ver. Con un papelito se arregla todo, ¿no le parece? El pequeño le pasó el papel y la pluma, pero Cáceres no los agarró. —Dáselos a él —señaló a Luis. El pequeño miró a Cáceres y luego a Luis. No sabía qué hacer. Sostuvo el papel arrugado y la pluma en sus manos temblorosas. —Pará el carro —gritó Cáceres. —¿Qué? —dijo Luis. —Que te parés, cabrón. ¿No me oís? —¿Para qué? —la voz de Luis era la de alguien traicionado. —Que te parés. Luis frenó y el pequeño le dio la pluma y el papel a Luis. —¿Le gustan las mierdas formales? —le dijo a Ramos —No sé qué quiere decir. Si usted quiere que me vaya, me voy, sólo tiene que decirme.
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—No me joda, Lázaro. Esta onda la arreglamos formal. Ya va a ver. Escribí ahí, vos —le pegó una palmada en el hombro a Luis—: “Yo, David Cáceres, edad treinta y dos años, le doy poder absoluto…” Absoluto es con ve chiquita, ¿oíste? —le dio un manotazo más fuerte a Luis—. “… a Lázaro Ramos para manejar mi negocio en calidad de socio de mi empresa dedicada a la fabricación y manufacturación de ladrillos, terrazos y bloques, denominada Fábrica de Ladrillos Cáceres”. ¿Qué tal eso, Lázaro? ¿Le llega? ¿Todavía anda ganas de irse? Ramos no dijo nada. Se sentía estúpido. Luis seguía con el papel y el bolígrafo en la mano temblorosa. —Seguí escribiendo —dijo Cáceres—. “De ahora en adelante mi empresa pasa a llamarse Cáceres y Asociados” —se calló y miró a Luis—. ¿Qué? ¿Ya escribiste lo que te dije? —Usted ya sabe que no puedo —Luis levantó los ojos del papel para hablar. —¿Cómo que no podés? ¿Sos pendejo o qué? —No puedo, usted ya sabe. —¿Qué yo sé qué? —Cáceres le golpeó la mano y el papel cruzó la cabina y salió por la ventanilla—, hablá claro, semejante pendejo. Ramos no supo en qué momento Luis sacó la navaja, de hecho, ni siquiera esperaba que anduviera una. Por alguna razón pensaba que los que se encargaban de eso eran los otros muchachos. Pero se había equivocado. Todo ocurrió demasiado pronto. El brazo de Luis pasó casi junto a su cara en un arco que comenzó en algún lugar de la cintura de Luis y acabó en el pecho de Cáceres. Luis levantó el brazo y dejó la hoja de metal clavada en el lado izquierdo del pecho de Cáceres y tuvo un momento la mano abierta en el aire, sobre su cabeza, como un mago que hace un pase antes de asombrar al público con un truco, mientras Cáceres miraba el mango de la navaja saliendo de su pecho. Cáceres no tuvo tiempo de sorprenderse, o tal vez sí lo tuvo, pero ocurrió demasiado tarde. La sangre todavía no le estaba manchando la camisa festiva y Cáceres, que se había quedado con la boca abierta en medio de
alguna frase, levantó la cabeza y miró un lugar a la izquierda y arriba de la cabeza de Luis y permaneció con los ojos clavados en ese sitio hasta que empezó a resollar abriendo la boca y cerrándola como un pescado al que acaban de sacar del agua y un chorro de sangre le brotó violentamente y le tiñó la pechera y bajó por la barriga hasta la entrepierna. La fuerza de la sangre parecía a punto de hacer saltar la navaja de donde estaba clavada. Ramos estaba menos asombrado que los muchachos, que en ese momento seguramente tenían una sola cosa en la mente y esa cosa era el color de la sangre. Aún no pensaban en Cáceres como un muerto o como un hombre que agoniza. Diez segundos después estaba justificado que pensaran en él como un cadáver, porque Cáceres dejó caer la cabeza hacia atrás y se quedó quieto, la nuca apoyada en el asiento del Nissan que aún ronroneaba bajo el calor de junio, las manos caídas sobre el regazo con las palmas hacia arriba, la sangre saliendo aún de la herida, quizá con más fuerza que antes. —Hijueputa —Luis bajó la mano y agarró con fuerza el mango de la navaja y a Ramos le pareció que estaba a punto de quebrar la hoja dentro de la herida—, hijueputa, semejante hijueputa —sacó la navaja de un tirón y un chorro de sangre manchó la rodilla de Ramos y Luis volvió a clavarla casi en el mismo sitio, una y otra vez; Ramos contó seis y luego perdió la cuenta—, semejante hijueputa, bien sabe que no sé leer ni escribir. Bien sabía el culero, bien que lo sabía, él sabía que no sé leer ni escribir. Marica mierdero. Bien sabía, bien sabía. Luis dejó de penetrar el cuerpo de Cáceres y estuvo un momento con la mano cubierta como con un guante rojo, la navaja aún entre los dedos, la barbilla apoyada en el respaldo del asiento. —Bájese —dijo. Ramos entendió que se dirigía a él. No se negó. No tenía nada que hacer ahí dentro. Cáceres estaba muerto. Mientras salía se dio cuenta de que el muchacho alto se había bajado del carro en algún momento. Estaba parado a cinco o seis metros del Nissan, con cara de susto. Entonces Ramos recordó que el alto había dicho algo cuando Luis metió la primera vez la navaja en Cáceres, una especie
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de grito que se le truncó en la garganta antes de salir. —Qué mierda, qué mierda —el alto miraba a todos lados. Seguramente esperaba que alguien llegara a rescatarlo, pero estaban en medio de nada y en tres horas sería de noche. En ese momento el Nissan arrancó y dio dos vueltas sobre sí mismo antes de seguir el rumbo que llevaban desde el comienzo. Ramos y el muchacho alto miraron el carro desapareciendo lentamente en medio de los vapores, desvaneciéndose como un fantasma. Cuando ya no pudieron verlo, el muchacho salió de la carretera y echó a correr por el descampado. Ramos se vio la ropa. Sólo tenía la mancha de sangre con forma de flor en la rodilla. Estaba sucio y cansado, pero si se encontraba con un carro en el camino no le pediría jalón. No tenía ganas de que le sacaran plática y quizá lo mejor era caminar. Tal vez en menos de dos horas estaría de vuelta en su casa.
Fernanda se levantó de la cama a las cuatro de la tarde y les puso comida a los perros, se sentó en el borde del porche a fumar y verlos devorar la carne. Llevó una toalla para secarse el sudor y una botella de agua y se fumó tres cigarrillos y se bebió la mitad de la botella mientras trataba de imaginarse las cosas que Ramos hacía cuando estaba solo en la casa. A las cuatro y media fue a ponerse una camisa de Ramos sobre el brassière y el calzón y anduvo descalza un rato sin dejar de fumar. Cuando se terminó el paquete fue a buscar otro al carro y regresó a la casa, abrió la botella de aguardiente y bebió del gollete con el cigarrillo en la mano. No estaba acostumbrada al licor y tuvo que toser para no ahogarse. Dejó la botella en la mesa y se prometió que tomaría más cuando se le aclarara la garganta. Tenía que hacerlo. El único espejo que había en la casa era demasiado pequeño, pero le bastó para verse
y decidió que no estaba actuando como Ramos, que algo faltaba para imaginarse que ocupaba el lugar de Ramos. Quería saber qué pensaba, cómo hacía lo que hacía, qué cosas prefería y cuáles despreciaba. Por algún motivo estaba segura de que él era capaz de comprenderla y le parecía injusto que ella no pudiera comprenderlo a él. Tenía que ponerse su ropa, bañarse con su agua, usar su jabón recio, beber su aguardiente y su agua sin hervir, comer su carne seca, cuidar a sus mascotas, hablar como él, ver por las ventanas el paisaje que él miraba tarde, noche y mañana, oír los ruidos de la noche en la casa vieja, sentir que su antigua madera crujía alrededor de ella como una barca mecida por el mar, vivir como él vivía y morir como él moriría. Estaría sola como él, pero estaría sola con él. Se quitó la camisa y la ropa interior y anduvo desnuda por la casa pisando el suelo de madera barnizada y le gustó que la delicada brisa refrescara tan pronto la sala y el dormitorio. Se acarició los pechos duros y el vello entre las piernas y se reprochó a sí misma haberse dejado llevar y decidió que desde ese momento y hasta que Ramos volviera ella sería un hombre, caminaría como un hombre y pensaría como un hombre para entender al único hombre que le interesaba en el mundo. Se olvidó de que tenía tetas y raja y salió desnuda al patio por donde ya paseaban las sombras del atardecer y pasó entre los perros que apenas levantaron la cabeza para olerla y fue al pozo, le quitó de la boca la tapa de madera pesada, dejó caer el balde atado con la soga, sacó agua y se bañó desnuda, o más bien desnudo, porque al menos momentáneamente sería hombre, restregándose vigorosamente con la barra de jabón de Ramos, se echó agua encima y cuando el agua dejó de taparle los ojos miró las nubes en el cielo y se sintió pequeña y miserable y feliz al ver aquella vasta extensión azul cobalto y en un momento de éxtasis creyó que la estaba contemplando con los ojos de Ramos, sintió que olía con la nariz de Ramos el aire que poco a poco se poblaba de sombras y luces lejanas, pensó que debajo y encima de su piel, que era la de Ramos, corrían como el agua y como la sangre el hervor de la vida y el presentimiento de la muerte. Entonces se vio a sí misma
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con los ojos de Ramos y fue capaz de desearse a sí misma como Ramos la deseaba y tuvo que apoyarse en el brocal del pozo para no desfallecer mientras se apretaba los pechos y se metía los dedos en medio de las piernas.
Ramos no se sorprendió cuando vio el carro aparcado a un lado de la casa. Se detuvo junto al pozo, se mojó la rodilla y se limpió la sangre, haciendo el menor ruido posible. Se quitó la camisa, la empapó y se la pasó por la cara, el cuello, el pecho y la barriga, volvió a empaparla, la apretó para sacarle el agua y se la echó sobre el hombro. Fernanda estaba sentada en el porche, fumando. —¿Estás bien? —preguntó Ramos. Abayo y Mouche llegaron a lamerle las manos. —Sí —ella sonrió y dio una palmada en el suelo del porche—. Sentate, ya no vas a crecer más. —Esperate —Ramos comenzó a ponerse la camisa. —No te la pongás todavía. —¿Para qué? —Vos haceme caso —ella le acarició el pecho y le besó y lamió una tetilla. —No —pidió Ramos. —¿Por qué? —Vengo cansado —Ramos se sentó junto a ella y señaló el cigarrillo—, dame uno. Ella le dio uno y se lo encendió. —¿Y tu carro? —preguntó Fernanda. —Se arruinó. Mañana voy a ver cómo hago para llevarlo al taller. Se le reventó algo, a saber qué. —Nunca has sido muy bueno para carros.
—Vos sabés más que yo. —Sí —ella se rio—, sos un ignorante. —Ajá —Ramos siguió fumando. —Me voy a quedar acá —dijo ella. —¿Acá dónde? —Acá en tu casa. No me voy a ir ya. —Es cosa tuya —Ramos tiró el cigarrillo, rodeó con el brazo el cuerpo de Fernanda para recoger el paquete y encendió otro cigarrillo—. ¿Qué vas a hacer acá? —Te voy a cuidar. —¿De qué? —Vos sabés qué quiero decir. —No, no sé. ¿Vos creés que te quiero? —Sí, sí me querés. —Ah, ya. Ramos vio los ojos tristes y oscuros de Fernanda y supo que no la quería. —Voy a tener que buscar otro trabajo —dijo Ramos. —Pues sí. Yo también puedo trabajar. —Si querés. Por mí no hay problema —Ramos se quedó callado un momento—. También estaba pensando que puedo irme de acá. —¿Por qué querés irte? —Fernanda tenía de pronto los ojos húmedos—. ¿Ya no querés verme? —¿Querés irte conmigo? —Sí —ella lo abrazó y Ramos no se opuso—. Te voy a cuidar a tus perros. ¿Cómo se llama éste? —Es perra. Se llama Mouche. —Mouche —Fernanda le puso la mano debajo del hocico—. Mouche. ¿Qué quiere decir Mouche? —No sé. Nunca he averiguado. —¿Y éste otro? —Abayo. Hoy creí que se me había perdido y por eso me fui al pueblo. —¿Y su nombre qué quiere decir? —Tampoco sé eso, sólo es un nombre. No significa nada.
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Fernanda se apretó más contra él. —Y lo que me contaste hoy, ¿qué quiere decir? —¿Lo que te conté hoy? —Sí, ¿no te acordás? El cuento del viejo que tocaba el tambor. —Nada, no quiere decir nada. —¿Seguro? —Pues sí, ¿cómo no voy a estar seguro? No significa nada. Sólo es cuento. —Acá vamos a estar bien —dijo ella. Se estaba durmiendo. Tenía la mano izquierda firmemente apretada contra el vientre. Ramos acarició la cabeza de Abayo. El perro se echó hacia atrás y comenzó a ladrarle a algo que se acercaba.
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Viaje sentimental
Comienza con una mentira. Catalina empezó a mentir cuando la primera nota de Enrique, envuelta en un sobre de cartoncillo azul, llegó a la florería la tarde de un lunes. Sus compañeras de trabajo vieron la nota sobre el mostrador de vidrio esmerilado y al mensajero que estuvo de pie, esperando una propina que nadie le dio. El sobre se quedó allí, entre los pétalos triturados y el papelillo de colores, hasta después del almuerzo. Ella llegó, vio el sobre con su nombre y lo dejó en la caja donde las empleadas ponían sus meriendas. Sus compañeras se preguntaron cuál sería el nombre del remitente; dos de ellas aventuraron una descripción, que Catalina fingió no escuchar. Desde que vio el sobre, Catalina comenzó a mentir. Su mentira aún no tenía la forma definitiva de una frase o un gesto; era sólo una vaga sensación, un presentimiento que tendría forma cuando abriera el sobre y viera el nombre de Enrique escrito en la nota, la caligrafía que a pesar del cuidado evidente de su ejecución no podía suavizar la brusquedad de sus ángulos ni la prisa de su escritura. Cuando se encontró con Enrique en una cafetería del centro, la mentira era menos vaga que antes, pero a ella se le hizo difícil mentir de entrada. Aunque jamás había tenido que decir una mentira, la asombró darse cuenta de la facilidad con que podría hacerlo, pero decidió aplazar la prueba hasta un momento futuro, si algún momento del futuro le exigía realizar el proyecto que imaginó desde que vio a Enrique entrar en la cafetería. Durante esa primera cita, Catalina eludió cuidadosamente cualquier mención de su padre enfermo. Pensar en su padre le trajo, con amargura, el recuerdo del viaje a la farmacia, que había aplazado para encontrarse con Enrique en la cafetería. Casi no hablaron. Ella estuvo (72)
absorta en la creación de algún detalle circunstancial que justificara la historia que contaría en una cita futura, aún no sabía cuál; no habría podido adivinar lo que Enrique pensaba mientras mezclaba el café y el azúcar. La ayudaron el ruido y los transeúntes de la plaza, que a esa hora de la noche paseaban bajo el cielo nublado. —¿Cuántas veces has ido a la florería? —preguntó. —Muchas —dijo Enrique—, no sé cuántas, siempre en la mañana. —¿Y no habías dicho que me andabas buscando? —No. —¿Por qué? Enrique encendió un cigarrillo y le ofreció uno a Catalina. Fumaron sin verse, hablando para sus tazas de café ya frío. La conversación fue como un interrogatorio: ella hizo las preguntas que le parecieron necesarias, el rostro apenas disimulando el asombro, el cigarrillo quemándose entre dos dedos. Sin acabar de formularlo con palabras, Enrique entendió que ésa era la primera vez que Catalina tenía una cita o acaso la primera vez que aceptaba entrevistarse con un hombre. —No sé. Por miedo. —¿Miedo? —Sí. No puedo explicarlo. Catalina no quería explicaciones. Le bastaba suponer, adivinar, aunque eso le costara más. Caminaron cuatro o cinco cuadras y Catalina se negó cuando Enrique propuso acompañarla hasta su casa. Inventó algo rápidamente, tratando de imponerse el recuerdo. Fue la primera mentira. Aceptó ser besada dos veces: una vez bajo una farola, sintiendo contra el flanco el roce del frío viento nocturno; otra, frente a su casa. En una de las ventanas, mientras Enrique le acariciaba el cuello y la besaba, contra la lámina de vidrio y la cortina, vio la sombra de su padre. —Mi casa está lejos de acá —dijo, viendo de nuevo la sombra de su padre en el segundo piso—. Voy a tomar un taxi. Pero podemos caminar un poco más.
Tomó el taxi y lo dejó avanzar siete cuadras antes de decirle al conductor que se detuviera. Comenzaba a llover y Catalina, de pie frente a la vidriera de una farmacia, esperó veinte minutos y después caminó de regreso a su casa. Su padre estaba sentado en el sillón de madera y tela, junto al gran radio antiguo. Estaba escuchando uno de sus interminables noticieros nocturnos. La miró entrar y cuando quiso levantarse ella hizo un gesto con la mano para indicarle que no se moviera. —Voy a buscar una toalla. Fue al dormitorio y regresó secándose el cabello negro, que le caía en ondas lustrosas hasta los hombros. —Ya no hay medicina —dijo su padre sin reclamo en la voz; sólo estableció un hecho conocido. Por el tono de su voz y por su ausencia de gestos, era como si la falta de medicina fuera un hecho conocido por todos, no sólo por Catalina y por él. Ella se sentó frente a su padre. —Disculpá —dijo, todavía secándose y viéndolo a los ojos—. Me agarró la tarde en el trabajo y no encontré ni una farmacia abierta. —En la mañana todas estaban abiertas. La irritaban las frases afirmativas de su padre. Hubiera preferido que dijera ¿Por qué no fuiste en la mañana? o en la mañana hubieras podido comprarlas. —Mañana voy a comprarlas. Su padre tosió, primero débilmente y después con fuerza; al final, su tos fue un estruendo que llenó la casa donde sólo un momento antes se imponía el silencio que a Catalina le gustaba sentir a su alrededor cuando regresaba del trabajo o de sus diligencias diarias. Ella se levantó, se acercó a su padre y le acarició el pelo. Vio las paredes de la sala. La asombró darse cuenta hasta ese momento de que en ellas no hubiera nada que delatara el pasado de su padre o de la familia, nada que demostrara su pertenencia a algo o a alguien: un paisaje de infancia del que ella o nadie pudiera decir Estuve aquí, un rostro en el que ella o nadie pudiera reconocerse. Rostros como anclas, como refugios en la tormenta.
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El martes por la mañana, Catalina salió temprano después de preparar el almuerzo de su padre y dejarlo en el horno. Se despidió de él, hablándole como todas las mañanas a través de la puerta cerrada de su dormitorio, donde sin duda estaba sentado en la cama desde el amanecer, esperando el momento de la despedida para entrar en la sala, sentarse junto al radio y escuchar los noticieros matutinos. Mientras cocinaba, ella estuvo escuchando su tos lejana, odiando, reprochándose algo que ella se negaba a definir, odiando otra vez. Metió en su bolso dos frascos vacíos de la medicina de su padre. En la farmacia compró dos puñados de pequeñas píldoras inofensivas, muy parecidas a las que él tomaba, y las usó para llenar los dos frascos. Aún le quedaban más de tres horas antes de presentarse en la florería y las agotó paseando por el centro. Pasó tres veces frente a la plaza sin encontrar lo que buscaba. Almorzó en una fonda frente a la plaza, vigilando a los paseantes —no a los que iban a sus trabajos con maletines y rostros preocupados ni a los estudiantes con mochilas o cartapacios de colores: esos no importaban—, comiendo lentamente y sin hambre, sin sentir el sabor de la comida ni prestar atención a los ruidosos clientes de la fonda. Esta vez, en la florería no había nota. El sobre azul, que Catalina podría haber confundido con el del día anterior y que abrió hasta la hora del cierre, traía una tarjeta ilustrada, con una dirección anotada de prisa. Comenzaba a reconocer, entre tantas otras conocidas o presentidas, la caligrafía de Enrique. Como todos los días, intentó y logró que los ramos sencillos se complicaran después de hábiles mudanzas y arreglos. Mientras trabajaba y miraba por la ventana de la florería a una mujer que solía sentarse en la acera de enfrente acompañada por una caterva de perros hermosos y voraces, pensó que no había comenzado a mentir por necesidad, por hastío o por vergüenza, que la estaban obligando a mentir y que sus mentiras no tenían porqué; pensó, entonces, victoriosa y atónita, que sus mentiras no admitían la justicia ordinaria. De alguna manera la fastidiaba la sencillez de todo: el mundo es tan sencillo, que sólo tras múltiples giros puede adquirir el aspecto de
lo verdadero. Lo sencillo no es real porque nadie lo advierte o lo entiende. Cerraron las cortinas metálicas de la florería y ella se quedó de pie en la acera, contemplando bajo el ocaso a la mujer de los perros voraces. Se alejó rápidamente, con la mente en blanco, dio zancadas largas y elásticas sobre el pavimento y en algún momento comenzó a correr. Cuando llegó a la plaza encontró lo que buscaba desde el lunes. Estaba sudando y en un estado que ignoraba: feliz o tal vez cerca de la felicidad o de la dicha. Sólo había hablado brevemente, una o dos veces, con el hombre y la mujer que estaban sentados, como casi todas las mañanas y las tardes, en la banca de la plaza. Catalina sospechaba que preferían aquella banca sobre todas las demás, aunque las demás estuvieran vacías; recordaba haberlos visto de pie junto a la banca predilecta, dignos, silenciosos, con sus trajes monótonos y perfectos, esperando que la desocupara un hombre que leía el periódico. Cuando el hombre se había levantado, vio a la pareja silenciosa y de alguna manera siniestra, dobló el periódico con lentitud y cuidado y se alejó viendo hacia atrás una o dos veces. Sabía que el hombre y la mujer vivían juntos en un hospedaje en algún barrio tan silencioso como ellos y que los respaldaba, semejante a un título o un contrato, una época legendaria. Como muchos otros antes que ella, pensaba que esa época fastuosa estaba hecha de imágenes y frases fragmentarias recogidas en cualquier lugar, con tranquila desesperación. El milagro consistía en la obligación o en la costumbre de nunca olvidar los detalles, en hacerlos perdurar a pesar de las variaciones, las permutaciones y los sobresaltos del relato. Atravesó la calle, llegó a la plaza y se sentó en la banca predilecta junto a la mujer, que podía llamarse Alicia o Adriana, aunque su nombre no importa, ya que basta con saber que era la mujer de Suárez y así se llamará de ahora en adelante. La mujer de Suárez no aparentaba los cincuenta años que sin duda tenía. Suárez tenía sesenta y un años; de bigote gris cuidadosamente recortado, miraba a su alrededor con una mezcla de agonía y reproche. Suárez y su mujer vestían generalmente de
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gris o de blanco y se sentaban sin inclinarse, en una postura que sin duda debía ser dolorosa. Catalina habló con Suárez exagerando la descortesía. Ni siquiera saludó. —¿Un trabajo? —preguntó Suárez. —Sí —dijo Catalina—, un trabajo. El pago es bueno y no hay que molestarse tanto. —Cada fin de mes nos llega el dinero de la pensión —dijo la mujer de Suárez—. No necesitamos más. Suárez, el rostro inexpresivo, vio a su mujer sin reclamarle nada. En ese momento, después de contemplar la mirada de Suárez, Catalina supo que sólo él podía hacer el trabajo. Estaba fascinada por la salud de Suárez, que parecía un coloso capaz de aniquilar a un oponente con una mirada o, si era preciso, con un golpe. Suárez era capaz de todo; como todos los héroes, podía sobrellevar las aventuras de este mundo y del otro y salvar los obstáculos con una sonrisa en su hermoso perfil romano. Catalina no quería parecer demasiado ansiosa, porque sabía que eso podía contrariarlos o, peor aún, darles un dominio sobre ella que a la larga habría chocado con sus planes. —Cierto —dijo Suárez, después de meditar un rato—, pero siempre hay gastos que uno no espera —volvió a ver a su mujer, que estaba inmóvil y abstraída—. ¿Cuánto dice que puedo ganar por ese trabajo? —¿No le interesa saber qué tiene que hacer para ganarse el dinero? —preguntó Catalina y casi de inmediato se insultó por preguntar demasiado. Después le pareció mejor conservar la naturalidad de sus preguntas, pero sólo hasta cierto punto; lo que menos deseaba era exagerar—. Creía que eso es más importante. La mujer de Suárez vio a Catalina con su invariable expresión abstraída y fría. Sin acabar de explicárselo, a Catalina la emocionaba la frialdad de la mujer de Suárez. —Espero que no sea un trabajo indigno ni que él tenga que estar mucho tiempo lejos —dijo la mujer de Suárez—. No quiero que le pase nada malo. Fue fácil averiguar que el dinero de la pensión de los Suárez no
bastaba para pagar la renta y que a veces Suárez debía oficiar como testaferro de oscuros abogados para conseguir dinero. Por lo demás, comían poco o casi nada y habían llegado a convertir su dieta en un hábito tan riguroso que solían escandalizarse cuando podían comprar dos platos de comida en un restaurante y el mesero les servía demasiado. “¿Podría ser tan amable de reducir el tamaño de mi comida?”, preguntaba Suárez, viendo el plato y al mesero con la mirada que dedicaba a los animales —que odiaba— y a la pelusa bajo las camas, y añadía: “Un hombre no puede comer tanto”. No decía No debe porque cuando formaba su frase estaba precisamente pensando en el deber y no en su habilidad, casi olvidada, de aniquilar plato tras plato. “Cómo han cambiado las costumbres”, decía la mujer de Suárez, viendo con algo parecido a la melancolía cómo su plato se alejaba para volver sensiblemente reducido. Los Suárez aceptaron una invitación a cenar y después recibieron a Catalina en el hospedaje donde vivían. El hospedaje tenía cuatro inquilinos: los Suárez, un abogado y un artista que sólo salía de noche. El apartamento de los Suárez era limpio y ordenado, pero a Catalina le desagradó que en las paredes hubiera pocos cuadros o diplomas. Suárez excusó la desnudez de las paredes; interrumpido a veces por la actividad febril de Catalina, revisó sus baúles y, desganado, hermoso y saludable, fue sacando antiguos títulos y, para sorpresa de su mujer, litografías: dos paisajes de Corot y tres Canalettos desfigurados por el tiempo. Catalina, jadeante y cubierta de polvo y telarañas, buscó martillo y clavos y colgó los hallazgos en las paredes, mientras Suárez descansaba en el sillón de cuero falso. Cerraron el trato: ella pagaría sus deudas y les pasaría puntualmente una cantidad mensual, que podría servir para sacarlos de problemas; si todo iba bien, podrían vivir más o menos tranquilos durante un tiempo bastante largo. Escribió sus instrucciones en una libreta de tapas azules, para escolares, que le entregó a Suárez. —Una cosa —dijo antes de irse. —¿Sí? —preguntó Suárez. —¿Dejan tener perros en este lugar?
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—¿Perros? —Suárez vio a su mujer, que estaba tan perpleja como él—. No estoy seguro. Lo voy a averiguar. Catalina regresó a su casa a las nueve en punto y antes de entrar estuvo de pie en la acera, viendo la sombra de su padre en la ventana. Bajo el cielo y las nubes de octubre, imaginó y fijó las cinco o seis circunstancias que, desde ese martes, pasarían a formar parte de su vida. No pensó en rostros o en nombres: le bastaban las circunstancias. En contra de sus primeras convicciones decidió que era mejor que todo fuera sencillo; desechó las complicaciones que le podía traer el exceso de minucias y optó por anotar mentalmente los detalles más importantes. Su padre no hizo preguntas: ella le puso en las manos las tres pastillas inocuas y el vaso de agua y fue a la cocina para no verlo tragar y para hacer la cena. Esa noche, mientras escribía una nota para Enrique, no escuchó la tos pesada de su padre. En los cuatro días siguientes perfeccionó el plan y previno los azares, pero sabía que no podría anticiparlos todos. En la florería encontró la tercera nota de Enrique, esta vez escrita en papel corriente, siempre dentro del sobre de cartoncillo azul. La caligrafía había mejorado: menos ardua, menos angulosa que al comienzo. Catalina no podría haber comprendido que el cuidado de la escritura se debía a la creciente perturbación de Enrique ni que la perturbación se debía a la duda. Se encontraron la tarde del miércoles, comieron, hablaron poco, como siempre, y Catalina se sintió por un momento lejos del muchacho delgado y bien parecido, de sus ademanes cuidadosamente elegidos. Enrique explicó la brusquedad de su nota, su violencia reprimida, su decepción incierta, y ella escuchó y encontró, por un azar feliz, algunas frases de sentido común que a Enrique le parecieron sabias. Ella insinuó que ya habría tiempo para visitar a sus tíos, con los que vivía desde la muerte de su padre, y Enrique estuvo de acuerdo, aunque todavía no sabía muy bien qué debía conceder y cuándo debía hacerlo. Dejó de importarle cuando la acarició frente a su casa, mientras ella veía contra la ventana la sombra del padre que Enrique no conocería jamás. Cuando se despidieron, Catalina (79)
dio al taxista la dirección de los Suárez, pero no entró en el hospedaje: sólo quería acostumbrarse a la idea de viajar hasta allí o acaso imaginar, desde la acera del frente, los sucesos posibles o ciertos cuando por fin aceptara que Enrique la acompañara a visitar a sus tíos. Esa noche tampoco escuchó la tos de su padre. El jueves encontró el cuarto mensaje de Enrique y lo guardó en su bolso. En la florería nadie había hecho ningún comentario sobre los mensajes ni sobre el comportamiento de Catalina; a ella le parecía mejor que las cosas siguieran su curso habitual y trató de imaginar la normalidad de sus actos mientras sus compañeras la veían atravesar la calle, en algún momento de la tarde, acercarse a la mujer de los perros, hablar con ella bajo el sol y entre los peatones y regresar con un chucho atado a una traílla de metal. Era un perro pequeño, de ojos grandes y claros. Había un traspatio cubierto donde los obreros dejaban brazadas de flores entre los canteros húmedos y el olor a pétalos marchitos. Catalina ató al perro a un poste del traspatio y toda esa tarde las mujeres se turnaron para acariciarlo, darle nombres y atiborrarlo con la mitad de sus almuerzos. Esa noche, como el martes, no hubo encuentro con Enrique. Los Suárez recibieron al perro con apatía; Suárez dijo que sería difícil mantenerlo en un lugar que ya era demasiado reducido para él y su mujer. Se quejó durante media hora, sentado en el sillón, mientras el perro, ya sin traílla, se le subía al regazo y le lamía la cara; la mujer de Suárez no estaba menos escandalizada que su marido, pero logró imponer una tregua vacilante recurriendo al café y los pasteles que Catalina había traído. Catalina hizo que Suárez buscara la libreta de tapas azules y escribió en ella nuevas instrucciones. Eran breves, como las primeras. Suárez las leyó en voz alta y su mujer, de pie junto al sillón, las repitió y cabeceó para aprobarlas. El viernes y el sábado hubo encuentros con Enrique, que fue por turnos melancólico y alegre. El sábado, Catalina dijo que sí; su padre cenó poco, tomó las pastillas, se quejó de un vago dolor en una parte del cuerpo que no fue capaz de nombrar y pasó la noche (80)
tosiendo como nunca. Acostada en su cuarto, ella se tapó los oídos. No durmió en toda la noche. El domingo por la mañana entró en la sala y vio a su padre. Si alguien le hubiera pedido describir la salud o la dicha, sólo habría tenido que mostrar la imagen de su padre. De pie, blanco y sonriente, él hizo un par de bromas infantiles sobre el vestido de Catalina, se rio a carcajadas, tapándose la boca con la mano, y mostró una vergüenza también infantil cuando ella vio el desayuno listo sobre la mesa del comedor y las cortinas descorridas. La había cegado la luz que entraba por las ventanas y resplandecía sobre los vasos y los platos. Intentó reprocharle su descuido y él se disculpó sin esforzarse demasiado, tratando de explicar, sin lograrlo, su salud repentina y extravagante. Se había afeitado y lavado escrupulosamente; se había puesto los zapatos de calle, limpios y pulidos. Después del desayuno sacó un cigarrillo del bolso de Catalina y fumó sin advertir las miradas reprobatorias y aturdidas de su hija. —Me siento bien —dijo—. ¿Puedo pasar hoy por la florería? Podemos ir a comer algo al centro ¿te parece? —No —dijo Catalina, que no había tocado su plato—. Hoy no podemos. —¿Por qué? Su padre era tan inquisitivo como ella. Terminó de fumar, se sirvió más café, le puso seis cucharadas de azúcar, lo revolvió, tomó un tenedor y comenzó a comer del plato de Catalina. —¿Mañana entonces? —Sí, mañana. Tengo que irme. Todo lo demás no importa. Éste es el verdadero comienzo. Catalina se encontró en la tarde con Enrique en un café del centro y él percibió, sin comprender del todo o negándose a comprender, que Catalina estaba preocupada y absorta. Como otros antes que él, prefirió no hacer preguntas; en contra de la costumbre, ella tampoco las hizo. Suárez, mejor vestido que antes con la ropa que Catalina le había comprado, recibió a Enrique sin efusiones inútiles que a ella le hubieran desagradado. La imaginación de Suárez se reducía es-
pléndidamente a los hechos y frases de su época prodigiosa; Enrique no encontró faltas, comió y admiró las paredes. Lo distrajo el perro, que llegó a resoplar contra sus piernas. De pronto, sin asombro, descubrió que no era feliz. Siguieron hablando en la sala; la mujer de Suárez trajo bocadillos y una jarra de refresco. Fumaron mientras el perro sin nombre daba vueltas alrededor de la mesa y mordía el cuero del sofá. —¿Quién trajo al perro? —preguntó Enrique. Suárez vio a Catalina y luego a su mujer, de pie junto al sillón. —Yo —dijo—. Mi sobrina no quiso al principio, pero es bueno tener un animal en la casa, aunque acá me he echado encima a los vecinos. —Es bonito. —¿Verdad que sí? —dijo Suárez, acariciando la cabeza y el lomo del chucho. Todos vieron al perro, que gruñó y mordió la mano de Suárez. Nadie sabía que ya tenía dientes porque nadie se había preocupado de averiguarlo. Suárez gritó, maldijo entre dientes y dio una manotada al aire que asustó al animal. El perro gimió y corrió para ocultarse debajo del sofá. Había gotas de sangre en el piso y en el pantalón de Suárez. Tres gotas se agrandaron y secaron en la rodilla de Enrique. Suárez se puso de pie. De golpe Enrique sintió que todo era irreal, como si las luces de la pequeña sala irradiaran una blancura cegadora. Suárez se vio la mano que por alguna magia se había vuelto transparente, fue capaz de ver a través de ella como si fuera de vidrio, pero por la expresión en su rostro parecía estar viendo a través de su mano un monstruo agazapado en un rincón de la pequeña sala. Suárez dio cuatro pasos con una lentitud lastimosa, sin dejar de verse la mano sangrante, volcó al pasar la mesita y cayó de frente, como una torre. Nadie se había movido. Enrique se puso de pie. Todos se quedaron quietos, observando a Suárez bocabajo en el piso, entre los trozos de vidrio. El único signo de vida de Suárez era su respiración tranquila y pausada. Después hubo un movimiento general: Enrique y la mujer de Suárez se acercaron al cuerpo y lo levantaron y Catalina entró en la
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cocina, fue hasta el fregadero, abrió el grifo, se lavó la cara y puso las manos bajo el chorro de agua fría. Suárez tardó mucho en recobrar el conocimiento. Enrique le dio palmadas en el rostro y la mujer de Suárez fue a la cocina a traer un vaso de agua. Cuando entró, vio a Catalina inmóvil como una efigie de cera, las manos en el agua jabonosa. La mujer de Suárez le tocó el cabello húmedo y la frente y, cuando entendió, se alejó de ella y la contempló un rato largo. Desde la cocina llegaban las palabras de Enrique, ¿Se siente mejor ahora?, ahogadas por los truenos y el rumor de la lluvia que había comenzado a caer. La mujer de Suárez llenó un vaso y volvió a la sala, donde su esposo, tendido en el sofá, se quejaba en voz baja. Enrique estaba de rodillas, cubriendo con una manta el pecho de Suárez. La mano herida estaba cubierta con una venda manchada de rojo, apoyada en el brazo de sofá. La mujer de Suárez se acercó lentamente, caminando sobre las puntas de los pies. —¿Cómo está ?—dijo. —Mejor —respondió Enrique—. Creo que se hirió cuando quiso apartar la mano del hocico del perro. Enrique tomó el vaso que le dio la mujer, puso una mano bajo la cabeza de Suárez, se la levantó y le dio de beber. Suárez sorbió mientras miraba a su mujer con gratitud. —Le hubiéramos dicho a ella que no trajera al perro —dijo la mujer. Se quedó callada, con cara de niña que acaba de cometer una travesura, cuando Enrique la miró y luego dijo—: ¿No sería bueno darle algo de caldo? Quedó algo en la cocina. Lo traigo. —No —dijo Enrique—. No creo que sea para tanto. Que se acueste y se quede ahí. Creo que tiene sueño y está débil. Sí: que se acueste. Suárez cerró los ojos. Parecía dormir. Catalina salió de la cocina y vio a las tres personas que sin duda, entre todas las personas del mundo, debían merecer más su amor o su desprecio, pero en lugar de aborrecer o amar, sintió un horror que al comienzo fue inexplicable. Cuando al fin pudo explicarlo, fue más horroroso que todos los horrores que su vida breve y
absorta le había permitido conocer o imaginar. Suárez dormía o fingía dormir y su mujer, inclinada sobre el sofá, le peinaba el hermoso cabello canoso y le acariciaba el rostro. Enrique recogió los trozos de vidrio y pan en una bolsa de papel de estraza y después limpió el refresco derramado con un trozo de franela verde. El perro había salido de su escondite. Estaba sentado, moviendo su cola recortada, con la lengua húmeda colgándole del hocico, mientras movía los ojos alegres y la loca cabeza sonriente. En algún momento se acercó sigiloso al sofá y olió la mano herida de Suárez, que la había dejado colgar hasta el suelo. El perro lamió un dedo, luego dos y al final la venda enrojecida. Suárez abrió los ojos e intentó decir algo. Su mujer vio los ojos de Suárez y después al perro que comenzaba a desgarrar a venda; gritó algo incomprensible y saltó hacia delante. El perro vio a la mujer altísima y amenazante y retrocedió y volvió a derribar la mesa. Catalina tuvo un impulso, quizá el primero de su vida. Aunque todo ocurrió en un instante, fue capaz de entender y la comprensión le llegó como un relámpago. Se atravesó entre el perro y la mujer y en ese momento supo que Suárez, su mujer y Enrique no eran parte de su sueño: eran su sueño, como las armazones de flores, hojas, ramas, alambres y papeles, como sus manos desapareciendo lentamente sobre los ramos que se armaban y desarmaban entre el arabesco de pétalos azules, rojos, amarillos y blancos. —No lo toque, es mío —dijo sin alzar la voz, sin ver a la mujer, sin ver a nadie, como si hablara con el aire. Recogió al perro y lo acunó contra su pecho. El chucho comenzó a jadear y a gemir sin debatirse. Nadie dijo nada cuando Catalina salió de la casa. Afuera había caído una lluvia rápida. El asfalto bajo sus pies resplandecía y reflejaba la luna que desaparecía y volvía a aparecer entre nubes negras. Esperó un rato en la calle con el perro en brazos y no vio a nadie salir de la casa de los Suárez. Fue caminando hasta su casa sin detenerse una sola vez para descansar. Cuando llegó, se quedó junto al portón de hierro y entonces se fijó por primera vez en las flores silvestres que crecían en los arriates des-
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cuidados de ladrillo enlucido, verdosos de lluvia antigua. Bajo la luna, las flores tenían el mismo color sepia y, trémulas bajo la brisa nocturna, sólo pudo distinguirlas por sus formas, por sus tallos más o menos largos, imperiosos y elevados sobre la maleza brillante. Vio la ventana de su casa. La luz estaba apagada. Apretó al perro contra su pecho y sintió la lengua cálida sobre el rostro húmedo. Cerró los ojos para que esa sensación pudiera perdurar hasta el momento en que tuviera que abrirlos y ver nuevamente la ventana oscura.
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Lejos
Tiene que haber algo que no cambie, pensó López mientras paseaba por el centro de la ciudad después del trabajo, algo que siga siendo igual a sí mismo aunque todo lo demás se trastorne y sea un desbarajuste, pero cuando llegó el momento de buscar algo concreto que le diera forma a su idea, no pudo ir más allá. Siempre le ocurría lo mismo y lo peor era que no sólo se trataba de ideas, sino de actos, porque si no recordaba mal casi nunca era capaz de terminar nada, de llegar a alguna parte, de darle forma a algo, como sus estudios, que jamás terminó, como su trabajo, que no se decidía a dejar aunque le pareciera el peor del mundo. También su familia. Se preguntó por qué capricho de mierda no abandonaba de una vez por todas a su hermana y a su madre y la pregunta volvía a diario, pero era imposible decidirse, ya habría tiempo, además estaba joven y había que esperar que su madre se pusiera bien de salud y que su hermana y así iba, siempre dándole largas a todo. Pero siempre había recompensas, pequeños deleites inofensivos que le deparaba el día, como ver a Ofelia, la bonita y pequeña y detestable Ofelia, a la que deseaba y quizá quería, pero a la que deseaba más que nada, Ofelia que acaso era uno de esos sucesos que jamás se trastornan, que permanecen iguales a pesar de todo y de todos, horrible y linda Ofelia. La vio al otro lado de la calle, frente al restaurante chino donde servían comida repugnante y té frío bastante pasable. Estaba hablando con un hombre alto, trigueño, de gafas oscuras. Como siempre, estaba hermosa, su cuerpo de piel blanca y mate envuelto en el vestido de algodón floreado de una pieza. Era una de esas mujeres que se ven bien con cualquier ropa; era tal vez un tanto regordeta, pero eso a López le parecía macanudo y no habría aprobado que adelgazara, aunque con lo chaparra que era había (86)
siempre ese punto crítico en que la gordura saludable empieza a volverse un defecto. Andaba suelto el cabello negro, con una cinta clara sobre las sienes. López mandó a la mierda sus accesos de abstracción sin objeto y decidió que lo suyo, lo que en verdad le importaba, era lo palpable, como el cuerpo cálido de Ofelia tan cerca de él, era cosa de cruzar la calle y palpar la redondez de su brazo y sentir bajo la piel tersa y un tanto fría la fragilidad del hueso. Sólo tenía que cruzar la calle y saludarla con un beso en la mejilla y sentir su aroma fresco y el cuerpo bajo la tela delgada del vestido. Sintió una ternura casi absurda por esa mujercita de voz chillona. Pucha, pensó, hay cosas más importantes que Ofelia, que cualquier mujer, hay gente muriéndose en otras partes, hay dolor y hambre, pero está bonita, de dónde habrá sacado ese vestido, tengo que convencerla de que se lo ponga más seguido. López sorteó el tráfico de la tarde y descubrió que el hombre con el que Ofelia hablaba era Fernando y entonces recordó todas las ocasiones en que Fernando o Isaac o Melisa o cualquier otro de los amigos imbéciles de Ofelia la había rodeado para protegerla de intrusos como López, que adivinaba los diálogos secretos, presentía las miradas cómplices, medía los cambios de tono y esperaba las alarmas, los augurios y las citas canceladas a última hora. Nada era lo bastante terrible para descorazonarlo, estaba seguro de que Ofelia prefería tenerlo cerca que lejos, aunque eso significara soportar las bromas de Fernando y las tramas novelescas de Isaac, Melisa o Gilberto. —No esperaba verte hoy —dijo Ofelia después del beso en la mejilla. López resintió su voz seca y su forma de ver a Fernando, que sonrió y le tendió la mano. Tomó la mano de Fernando, una mano grande y fuerte, pero algo en ella, en la forma de apretar la mano de López, delataba que su dueño tenía gustos o actitudes femeninas. A López le disgustaba pensar esas cosas, pero Fernando no le caía bien, tenía que aceptarlo, jamás podría ser amigo de Fernando, que tal vez odiaba cortésmente a López y se preguntaba por qué oscuro deseo
de autoflagelación Ofelia escogía a López para ciertos encuentros, aunque tal vez Ofelia prefería a López porque de esa forma ella y sus verdaderos amigos tenían alguien de quien burlarse cuando la conversación decaía. —Tengo la tarde libre —dijo López, hablando sólo para Ofelia—. La mera verdad es que yo tampoco esperaba verte, sólo andaba por acá, caminando sin saber qué hacer. —Como siempre —dijo Fernando. Ofelia se puso la mano contra la boca para reírse; su risa era chillona, como su voz—. Fijate que Ofelia y yo estábamos hablando de vos y te aparecés. Por lo menos hoy no te morís, compa. —¿Sí? —dijo López—. De seguro la estaban gozando ¿verdad? —Ni tanto —dijo Ofelia. La sonrisa se le había quedado en el rostro y al verla López se olvidó de que debía detestar a Fernando, sus elaboradas frases, siempre inconclusas, sus chistes obscenos y su manera de ver a Ofelia. Era siempre así o a López le parecía que era siempre así: guardar las frases de Ofelia para pensar en ellas más tarde, en el cuarto de la casa que compartía con su madre y su hermana. Lo peor de todo era no saber qué decir o hacer cada vez que Ofelia decía algo que lo hería, pero tal vez era mejor de ese modo, porque así era posible separarse de ella y verla como desde lejos, donde el cariño que sentía por ella no lo tocara, y entonces Ofelia era horrible, como esas brujas de Macbeth que revuelven un caldo de murciélagos y arañas. Guardar sus palabras o sus gestos era esconder un cadáver en el armario y sacarlo de vez en cuando para darse el gusto atroz de comprobar que la muerte sigue avanzando con su hueste de gusanos. —Si querés, podés venir con nosotros a comer —dijo Fernando con la más perfecta de las sonrisas. López aceptó, hubiera sido tonto negarse y además Fernando podía resultar una compañía adecuada, en algún sitio bajo la ropa, el rostro perfectamente afeitado y el cabello irreprochable podía acechar un sentido del humor retorcido y hueco que a Ofelia le encantaba y que a López le permitía estar a sus anchas y contemplarla mientras se reía y celebraba las salidas de Fernando dán-
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dole palmadas en el hombro o en la cabeza. De ese modo podía escuchar la plática de Fernando y Ofelia, mientras se arrojaban servilletas y se decían frases crípticas, podía asistir a ese juego hecho de las frases inconclusas de Ofelia y los periodos retorcidos de Fernando, que por alguna magia envidiable era capaz de rematar sus argumentos incomprensibles con una frase feliz que mataba de risa a Ofelia, linda, horrible e inalcanzable, tan bonita y lejana como las tardes de ese verano que moría. López sabía agradecer esas recompensas y alguna vez le dio por imaginar que Fernando e Isaac eran meras excusas que él, López, había inventado para justificar acaso vanamente su cercanía a Ofelia. Tenía veinticinco años y podía esperar, estaba hecho para esperar, la historia del mundo estaba de su parte. —Estaban muertos —dijo Fernando. López recordó que había estado hablando desde que entraron a la cafetería, comenzó con una broma sobre el menú y siguió hablando mientras servían las bebidas. Al hablar, Fernando tejía con las manos una filigrana en torno a los vasos casi vacíos y a los platos con los restos del almuerzo. —¿Perdón? —dijo López. —No estabas oyendo nada —dijo Ofelia. —Sí oí, pero me distraje un poco. ¿Decías? Ofelia le dedicó a López una de sus miradas de arpía y antes de que Fernando pudiera añadir algo, dijo: —Muertos. Él los vio. ¿No es interesante? Y sólo él los miró, ¿entendés? —¿Muertos? —a pesar de sí mismo, López empezó a poner atención—. ¿Dónde? Recordó que Fernando trabajaba en la redacción de un periódico y que estaba encargado de algo de sociales, aunque a veces le tocaba remplazar a un redactor de policiales y una sola misión “a las zonas más riesgosas de la ciudad” era para él más valiosa que mil notas de bodas, inauguraciones y bautizos, que le parecían un desperdicio de tiempo y de talento. El problema con los relatos de Fernando es que le gustaba adornarlos hasta la locura y sólo Ofelia
conocía o fingía conocer los retorcidos callejones donde sus historias se perdían. López sentía que esos relatos eran interesantes en su origen y sólo podía descubrir su importancia después de apartar toda la verborrea y los inútiles saltos en el tiempo que Fernando empleaba. Jamás había leído las notas de Fernando, pero estaba seguro de que serían tan incomprensibles como sus hazañas orales. —Dos, anteayer. Lo más raro es que ni estoy trabajando ahorita, fue puro accidente. Me fui de vacaciones. Mejor dicho me obligaron a irme y ahora que estaba esperando moverme del todo a policiales. Lo que pasa es que el jefe de redacción me odia, a saber por qué, y como sabe que me encanta hacer policiales... La noticia me persigue, viejo, sin paja que sería el mejor redactor de policiales del país, pero las envidias, vos sabés. —Claro —dijo López, que estaba escuchando como desde muy lejos—. Pero ¿dónde viste a los muertos? —Perame, a eso voy. No sé si te dije, pero desde hace dos semanas estoy de vacaciones y por casualidad mi tía tiene una casa en el campo, a dos horas del centro. Un lugar tranquilo, árboles y todo eso. Tres días antes, su tía le había pedido que le cuidara la casa durante mes y medio mientras andaba de viaje. Ya la había cuidado en otras ocasiones, pero siempre en compañía de su hermano mayor, así que al comienzo consideró negarse, aunque no quería decirle a su tía que su hermano había conseguido un trabajo en otra ciudad y eso significaba que debía estar solo en la casa. Eso era tanto como aceptar que era un cobarde, así que comenzó a inventar razones y al final, para su propia sorpresa, aceptó cuidar la casa. Había algo en su tía que también lo atemorizaba. A veces recordaba la ocasión en que la había visto en ropa interior, hacía muchos años. Por lo menos la casa tenía comodidades que no tenía el pequeño apartamento de Fernando y los vecinos eran amigables, aunque sus casas estaban demasiado lejos y además recurrir a ellos con demasiada frecuencia hubiera terminado por aburrirlos. Un viernes condujo su viejo carro hasta la casa de su tía y no durmió en toda la noche. Lo que junto a su hermano le había pa-
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recido tolerable y hasta divertido ahora que estaba solo era feo y amenazante. Suerte que se había mudado por la mañana, así no tuvo que ver el bosque durante la noche, pero de todos modos, mientras estaba acostado en la amplia cama de su tía, no dejó de imaginarse los árboles bajo la luna, las copas mecidas por la brisa y el sonido ominoso de las hojas y del río cercano. La mañana del sábado, todo fue distinto. Apenas vio la luz del sol entrar por la ventana, Fernando se durmió. Se despertó a la una de la tarde y decidió tomar un baño en el río. Desayunó café y pan con mantequilla mientras veía el noticiero de televisión y extrañó los periódicos que leía todas las mañanas en su apartamento; ya hablaría con alguien para ver cómo los conseguía sin tener que conducir hasta la ciudad. El río era el de siempre: frío, tranquilo, no demasiado profundo, con riberas de barro cubiertas de hierbas altas y árboles de hojas delgadas. Lo atravesó cinco veces a nado aunque hubiera podido hacerlo caminando y se dejó llevar por la corriente como un tronco. Regresó a la ribera y se tendió en la maleza. No hacía calor como en la ciudad y tuvo que ponerse la camiseta para no sentir escalofríos. Atardeció con una rapidez pasmosa y cuando vio los árboles sombríos en la otra orilla sintió el viejo temor, recogió sus cosas de prisa y echó a caminar de vuelta a la casa. —Les juro que no me fui por otra parte —dijo—. Me regresé por donde vine. —Era de noche ya, ¿no? —dijo Ofelia—. Cualquiera se pierde. —Te digo que no me perdí, Ofe. Me fui igualito por donde me vine, tengo años de ir a visitar a mi tía. —¿Te dio miedo? —preguntó López. —¿Miedo yo? No, hombre. —¿Y? —Ofelia estaba impaciente, se le notaba en los ojos y en su forma de golpear la mesa con los dedos. Debía aceptar que por lo menos en ese momento sí se asustó, pero quién no; regresar por el mismo camino y ver que un árbol
conocido ya no está donde debería estar y además el frío y esa oscuridad cabrona que no te deja verte ni la nariz. Lo mejor es tratar de orientarse a como dé lugar, ir y volver en medio de las sombras mientras entre los árboles sopla un viento que se parece a la voz de todos los muertos. En algún momento vio dos bultos blancos adelante y al principio creyó que eran dos piedras grandes puestas ahí para señalar algo, ¿de seguro ustedes han visto eso antes, no? No, ni López ni Ofe habían estado en el campo antes, sólo de paso, pero seguí Fernando, no te detengás, qué pasó después. —Me acerqué a una de esas cosas y entonces me di cuenta de que no podía ser una piedra, tenía brazos y piernas. A esas horas ya estaba oscuro y había luna llena, podías ver que estaba desnudo, o desnuda, pero todavía no sé si eran dos mujeres o dos hombres o uno de cada uno, quién iba a detenerse a ver. —Entonces sí te dio miedo —dijo López. —Claro, a quién no le iba a dar —dijo Ofelia—. Entonces llamaste a la policía, ¿verdad? —Cuál policía, loca. Lo único que se me ocurrió fue salir corriendo de ahí. —¿Y cómo sabés que estaban muertos? —López estaba otra vez distraído y ya no le importaba mucho lo que Ofelia pensara de él—. Estaba oscuro y no te quedaste a ver nada, a lo mejor eran dos tipos bañándose, al rato el susto se los pegaste vos. No hay derecho. —¿Cómo te explico para que me creás, loco? —Fernando dejó de hablar un momento y vio a Ofelia, que también esperaba una explicación—. La verdad es que sí me estuve un rato para ver, porque no creía que estaban muertos. —Pero sí lo pensaste, ¿no? —dijo Ofelia. —Ni te imaginás lo que uno piensa en esos momentos. —Yo no —intervino López—, por eso quiero que nos contés. —Qué inteligente sos —dijo Fernando—. Me quedé un rato, no mucho, pero ya con eso me di cuenta de que no se movían, estaban quietos y no respiraban ni nada. —¿Tocaste alguno? —dijo Ofelia.
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—No. Tuve ganas pero me cagué todito, ésa es la verdad. Me acerqué un poco y casi les pongo la mano encima. Pero tenían ramitas y hojas pegadas encima y me dio más miedo. Es raro, porque ya antes he visto muertos y ésta es la primera vez que me pongo así de cagado. —¿No trataste de hablarles? Al rato estaban dormidos. —Ya dijo que no respiraban —dijo López. —Igual no se quedó mucho tiempo para ver —dijo Ofelia. —Nadie se hubiera quedado. —Más de alguno sí. Era raro que Fernando aceptara haber tenido miedo y eso que muchas veces aseguraba haber comido con apetito después de una visita a la morgue. Así es la onda en policiales, decía cuando le preguntaban cómo se las arreglaba para echarse los encargos de redacción, asistir a redadas, registros en penitenciarías, capturas y reconocimientos forenses. A López lo sorprendió el interés que sentía por el relato, pero era imposible negar que le gustaba más estar cerca de Ofelia, era necesario moverse sólo un poco hacia la derecha para tocarle el costado sin que ella se diera cuenta o como si fingiera no darse cuenta. Se estaba bien ahí, bajo las lámparas del comedor, cerca del calor de Ofelia. Al verla transfigurada, la boca levemente abierta, recordó que alguna vez la había besado. —Entonces fuiste a hablar con la policía, ¿no? —dijo Ofelia. —No. —¿Qué hiciste después? —Me fui. —¿Por qué? —Qué pregunta —dijo López—. Si ves dos muertos en un lugar así, lo primero que se te ocurre es que el que los mató puede andar cerca de ahí. —¿Y es que sabía cuándo los mataron? —respondió Ofelia dejando que su voz delatara una extraña euforia que alarmó a López, pero fue cosa de un momento; al final le pareció bien así, estaba como inerme y abandonada y se imaginaba que si algo la hacía ceder, aunque fuera un relato sospechoso de Fernando, entonces
también podría rendirse a algo más, acaso a un López imaginario y poderoso que la sometería con ternura infinita. Puras palabras, pensó con un comienzo de enfado. —Buena pregunta —dijo—. Es una cosa natural salir corriendo cuando uno ve esas cosas. —¿O sea que vos hubieras hecho lo mismo que éste? —Pues sí, para qué voy a mentirte. Hubiera salido corriendo como éste —López trató de no ver la sonrisa agradecida de Fernando. —Yo no —dijo Ofelia—, me hubiera quedado a ver qué era eso, si estaban muertos, los hubiera tocado, les hubiera hablado. No me hubiera quedado con las ganas de saber. Parecen niñitas ustedes. Fernando se quedó despierto en la cocina y por la mañana no salió. Suerte que había comida para dos semanas. No decidió quedarse encerrado dos días seguidos, simplemente sucedió así; estuvo escuchando los noticieros radiales, pero nadie mencionó nada sobre los muertos. —Entonces no salió nada en los periódicos. —No he leído periódicos. Hoy salí por la costumbre, porque es lunes y siempre salgo los lunes. Así es la onda en policiales —hizo una pausa larga y dramática—. ¿No van a contarle a nadie, verdad? —Yo no —Ofelia vio a López—. ¿Y vos? —No hombre —López sentía que el relato había perdido su interés, si alguna vez lo había tenido. —¿Por qué no hacemos una cosa? —Ofelia seguía estando eufórica y López temió que propusiera una tontería, entonces se dijo que no podía esperar otra cosa. —¿Qué? —preguntó Fernando sin sorprenderse, como esperando algo. —Vamos a la casa de tu tía. Nos quedamos ahí y buscamos el lugar donde viste a los muertos. —Si es que estaban muertos —dijo López. —Estaban muertos —dijo Ofelia—, de eso estoy segura. —Vaya pues. No creo que sea buena idea, la policía debe andar haciendo averiguaciones, ha de haber muchos curiosos. No sé. Es
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peligroso. —Ya Fernando dijo que no han dicho nada. —No creo que haya problema —dijo Fernando—. Ya son tres días y de seguro los muertos ya no están donde estaban, se los han de haber llevado a alguna parte. Igual, si están ahí podemos avisar para que se los lleven. Ya entre tres es distinto, ¿no? López no tenía ganas de discutir, aunque los argumentos de Fernando eran superficiales, al fin y al cabo, ir a un sitio solitario con Ofelia valía el riesgo de cometer alguna tontería, pero la historia de Fernando era débil y acaso le importaba menos demostrar que decía la verdad que estar por fin solo con Ofelia, por ejemplo. López no esperaba que lo invitaran y no estaba dispuesto a pedirles que lo hicieran; al fin, el día siguiente era martes y le debían unos días de vacaciones. —Podemos ir mañana —dijo Fernando—. Sólo tengo que arreglar unas cuestiones. ¿Vas a ir, loco? López aceptó. Esa noche llegó tarde a su casa. Su madre leía una revista en el comedor y su hermana hacía la tarea del colegio. No cenó. Estaba triste y alegre al mismo tiempo, pero su alegría era falsa, como otra manifestación de su tristeza, horrible metástasis que acabó entristeciéndolo más. No tuvo que arreglar nada antes de salir. Le dijo a su madre que llamara a la oficina por la mañana para decirles que se tomaría sus tres días de vacaciones y ella no hizo preguntas. Rara vez las hacía. A la seis de la mañana del martes, López encontró a su madre en la sala. Estaba haciendo sus cuentas de siempre en un cuaderno de tapas azules. —No me has dicho adónde vas —vio la talega donde López había metido dos mudadas de ropa, un libro y un cepillo de dientes. —Ya regreso, no se preocupe —le tocó el hombro. La dejó servirle café en su taza abollada, de aluminio, única herencia de su padre. Bebió de pie, apoyado contra la estufa. —¿Vas lejos? —No tanto. Bueno, no tan cerca. Voy a estar allá uno o dos días, no sé. Lo más seguro es que regreso mañana temprano.
Se encontró con Fernando y Ofelia en el centro. Se subió al carro de Fernando después de saludar. Ya comenzaba a hacer calor y por alguna razón recordó la mirada de su madre mientras el carro arrancaba.
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—Acá es. La casa era de dos plantas, de paredes pintadas de azul desvaído y grandes ventanas con paneles de vidrio, en medio un patio sin cercar, rodeado de mangos y anonas. López se sintió extraño, como si fuera la primera vez que veía árboles. El viaje había sido largo; el carro salió de la ciudad y recorrió calles de tierra, entre árboles achaparrados y casas cada vez más dispersas. Fernando fue señalando los lugares que conocía como si fueran suyos y habló de los que aún no conocía como si no importaran demasiado. Ofelia no dejó de hacer preguntas sobre los muertos y López escuchó sin entender muy bien de qué hablaban. Estaba interesado en la velocidad con que todo se deslizaba a sus costados, entonces nada cambia, pensó, sólo pasa a nuestro alrededor sin tocarnos y qué importa si es así, siempre hay algo que nos acompaña, aunque ese algo no sea Ofelia, López estaba insensible y no le parecía mal, estaba lejos de Fernando y Ofelia, en realidad siempre había sido así, estar lejos de ellos era preservar su ironía y su cordura. Le hubiera dolido más perder su ironía que perder a Ofelia o cualquier cosa que hubiera poseído de Ofelia, si es que había poseído algo de ella. Se sentía tonto y quería regresar a la ciudad, pasar sus dos días libres en cualquier parte, con un café o una cerveza, no estar en ese lugar lejano y olvidar a Ofelia, aunque supiera que olvidarla era lo más difícil de todo. Sacaron el equipaje de Ofelia, que no dejaba de hablar mientras López y Fernando bajaban el bolso y las dos maletas que hacían
juego, era como si Ofelia pensara quedarse una semana o dos, al rato se queda todo ese tiempo, pensó López sin sentir celos, estaba bien que así fuera. De pronto era necesario que estuvieran juntos para comprenderlos, ahora entendía mejor a Fernando, aunque lo conocía poco, y de golpe eran comprensibles ciertas frases de Ofelia, su obstinación cuando se le ocurría invitarlo a su círculo. —¿Vamos a ir hoy, verdad? —preguntó Ofelia mientras llevaban el equipaje a la casa. Fernando abrió la puerta y dejó que López se las arreglara con las maletas. —Mejor mañana, ¿no? Podemos descansar un poco, comer. ¿Tienen hambre? Hay comida, pero alguien tiene que cocinarla. Ya me imagino a Ofe haciéndonos la cena. —Yo no —dijo López, que prefería bromear y no tomarse en serio la aventura, para darle algún nombre. Estaba aburrido. Dejó las maletas en el piso y se sentó en el primer sillón que encontró. Hacía frío aunque era mediodía y no había una nube en el cielo azul pálido. Pidió cigarrillos. —Están en el guardacomida, buscalos —Fernando señaló un mueble al fondo de la cocina, luego vio a Ofelia—. Podemos ir mañana, yo no tengo prisa. ¿Y vos? —Yo igual —dijo López—. No te importa que fume, ¿verdad? —Hoy —dijo Ofelia—. ¿Vas a ir conmigo? —Ya te dije —Fernando estaba de pie en medio de la sala, con una sonrisa estúpida en la cara. López sintió pena por él—. Mañana vamos. Ofelia volteó a ver a López. —Vamos nosotros dos. —No conozco acá —dijo López. Vio a Ofelia junto a Fernando, que por una vez en la vida estaba callado y lejano. Ofelia estaba hermosa, pero su belleza era indefinida o más bien inútil, como la descripción de algo que podemos ver claramente y en todos sus detalles. “Pero no debería haber ninguna razón para que sea linda”, habría pensado, pero en ese momento no era capaz de articular una frase coherente. Estaba adormecido, acaso por el frío o el viaje.
—Son unos inútiles —dijo Ofelia—. No sé a qué horas se me ocurrió venir con ustedes acá —sin averiguar qué cuarto le tocaba, se metió en el que estaba más cerca y cerró de un portazo. Fernando dijo algo en voz alta, dio media vuelta y anunció que se prepararía un trago en la cocina. López suspiró y se sentó en el sofá. Se fumó dos cigarrillos y estuvo oyendo a Fernando picando hielo en la cocina y luego el sonido de la puerta trasera abriéndose y cerrándose. Miró a su alrededor. La tía de Fernando tenía un buen gusto anticuado, casi todo era de madera o estaba cubierto de láminas de madera de tonalidades que iban del naranja al dorado y al café oscuro, incluso el viejo y pesado mueble en el que habían empotrado el televisor y el equipo de sonido. Se durmió en el sofá; cuando despertó la sala estaba casi a oscuras y salió al patio para seguir fumando. El comienzo del anochecer. El patio se alargaba hasta el río, un viento fresco meció las ramas de los árboles y las sombras sesgadas temblaron en el suelo. López escuchó voces en la sala y de golpe extrañó su casa y recordó a su madre, blanca y lejana, tan segura de sí misma y de la inocencia de su hijo y tan dependiente de él, que ahora estaba metido en una historia sin porqué ni para qué, sólo otra de esas anécdotas amorfas que nadie se atreve a recordar alrededor del café y los cigarrillos. Una de esas historias que relatamos en tercera persona para contar con ironía e indiferencia. Se le ocurrió que las historias de Fernando seguían un método contrario: se las contaban en tercera persona y él las contaba en primera. Tiró la colilla, la vio girar en la oscuridad, encendió otro cigarrillo y enfiló hacia el bosque. Caminó sin rumbo, como hacía casi siempre en la ciudad, dejándose guiar por el sonido del río perezoso y lento bajo las ramas gimientes y sombrías. Había en el aire un agradable aroma a resina. López se sintió mejor. Apenas pudo recordar que se había olvidado de Ofelia y le pareció buena idea haber salido de la casa, era mejor estar en el bosque, aunque algo en él seguía atado a otra cosa, pero se supo incapaz de seguir sus pensamientos, solamente pudo verse a sí mismo desde lejos, se vio caminar sobre las hojas de color indefinido que la brisa alzaba
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y arrastraba, descubriendo trechos de tierra húmeda y oscura. Llegó a la ribera y vio, no tan lejos de donde se había detenido a fumar, el largo caño verdoso del desaguadero. Torció a la derecha y siguió el curso del río. Junto al agua, López creyó por un momento estar en un estero, porque el agua no parecía correr, como si el río se hubiera detenido de golpe. Había una línea de árboles flanqueando el río, la ribera estaba limpia de hojas y ramas, con una tierra negra y pulida, si alguien —muerto o vivo— se hubiera tendido desnudo en la tierra, López habría visto su silueta como una larga mancha blanca en relieve sobre una lámina de baquelita. Se detuvo y encendió otro cigarrillo. Aún le quedaban tres. A diez o quince metros, una figura se movía hasta el río, se detenía un momento y regresaba a la línea sombría del bosque. López se quedó quieto, preguntándose de nuevo qué hacía ahí y por qué aquella figura le recordaba algo indefinido. Arrojó el cigarrillo y se acercó. Era una niña que tenía en las manos un cuenco hecho con la cáscara seca de un fruto, iba al río, recogía agua en el cuenco y regresaba al bosque para derramar el agua en las raíces de un árbol. López apagó su cigarrillo. —Hola —dijo. La niña lo vio sin sorprenderse. —Lo estoy regando para que se ponga grande —dijo. Derramó el agua que le quedaba. —¿Sí? —Hay que traerles el agua, como de ahí no pueden moverse. —¿Te ayudo? La niña le tendió el cuenco vacío, López fue a recoger agua y lo trajo lleno. Se sintió torpe, como si fuera la primera vez que acarreaba agua; el cuenco era liso y suave, y al tacto su superficie redonda era como el terciopelo. Se quedó junto al árbol, sin saber qué hacer. La muchacha se acercó y delicadamente le quitó el cuenco de las manos y derramó el agua sobre las raíces, con lentitud, mientras decía algo en voz baja, murmurando, dejando salir los sonidos entre los labios. López estuvo de pie, absorto en el agua que corría por el tronco y se extendía en el suelo como una mancha
indistinta antes de desaparecer. López escuchó una voz desde la oscuridad. El hombre salió de la sombra del bosque y se acercó sin prisa. Era más o menos de la edad y la estatura de López, llevaba las faldas de la camisa fuera del pantalón y una lata agujereada colgando de una mano. —¿Qué tal? ¿Anda paseando? —dijo. —Sí. —Los vi cuando llegaron hoy. —¿Vive acá cerca usted? —Acá nomasito. Es raro que por acá ande alguien. —¿De verdad? ¿Y la dueña de la casa? —Casi ni sale, le ha de dar miedo. —No creo, acá no he visto nada raro. ¿Es peligroso acá? —Que yo sepa no. Casi no viene nadie. Tengo tiempos de no ver que anduvieran por acá. Usted es el primero. El hombre levantó la mano para despedirse, con el rostro sombrío y anguloso, como un trozo de pizarra; la muchacha se le acercó y le tomó la mano. —Adiós —dijo. —Adiós —dijo López. Los dos se alejaron y un momento después López ya no pudo ver sus siluetas, que se fundieron con la oscuridad creciente. Se echó sobre la tierra, fumando y escuchando los sonidos del bosque. Sobre su cuerpo tendido, el viento estremecía las copas de los árboles; la luna aparecía y desaparecía entre las hojas que parecían estampadas contra el cielo azul casi negro y con pocas estrellas. No pensaba en nada, estaba tranquilo y vacío y no recordaba la última vez que se había sentido así. Terminó de fumar, se levantó y regresó a la casa. Cuando abrió la puerta vio la espalda de Fernando y escuchó algo que gemía y se agitaba entre su cuerpo y el sofá. Quizá no lo atontó la luz excesiva que parecía borrarlo todo, aunque sólo un momento antes había estado en la oscuridad más cerrada. Tuvo que quedarse de pie en el umbral, mientras sus ojos se acostumbraban al resplandor; escuchó los gemidos poco antes de entrar y
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entonces vio a Fernando. Nunca había visto su espalda desnuda y no tuvo tiempo de preguntarse si hubiera podido reconocerla en otro sitio y en otras circunstancias, aún tenía la mente vacía y si no hubiera escuchado los gemidos antes de entrar, se habría quedado viendo el brillo cegador de la lámpara durante un tiempo indefinido. Vio el rostro de perfil y el liso pelo revuelto sobre la frente. Fernando apoyó la mano en el sofá, alzó la cabeza y la espalda y volteó a ver a López. Por un momento López no sintió ni pensó nada, ni siquiera sorpresa, cuando vio el rostro de Ofelia contra el respaldo del sofá y no lo ofendió la sangre en la nariz y la mejilla; sólo comenzó a sentir cuando vio el amago de sonrisa en la cara de Fernando. Ofelia terminó de apartar el cuerpo de Fernando y se levantó. Tenía el vestido manchado y roto en el pecho y en los muslos. Mientras corría hacia la puerta volcó una mesita y López contempló la lenta caída de los vasos, vio el agua levantarse y quedarse suspendida en el aire mientras los vasos caían, giraban en el aire, se estrellaban contra las losas del piso y se hacían pedazos. No vio salir a Ofelia, pero habría jurado que algo pasó junto a él, una forma despojada de humanidad que buscaba la puerta y salía y entonces López asoció el llanto o los gemidos con esa forma y le atribuyó actos y ademanes humanos. Se acomodó en un sillón y vio a Fernando sentarse y arreglarse el pelo alborotado. Se palpó la camisa en busca de cigarrillos y recordó el sabor del último que había fumado mientras regresaba a la casa. —¿Tenés para fumar? Fernando sonrió estúpidamente, recogió su camisa y sacó un paquete del bolsillo. López comenzó a fumar en silencio y siguió viendo a Fernando desde arriba. —Ya días se lo andaba buscando —dijo Fernando. —Qué me importa. —Se lo buscó, desde hace tiempos que andaba pidiendo que le hicieran algo, si vos no hubieras venido, de seguro no hay bronca. —Qué me importa. Además, yo no te arruiné la fiesta. —Alguien tenía que hacerlo, hombre —Fernando comenzó a
ponerse la camisa y López lo dejó terminar antes de darle un golpe en la cabeza, no en la cara, con el revés de la mano. —No hagás eso —dijo Fernando, mientras veía el suelo. Su voz era monótona. —Alguien tiene que hacerlo —López lo golpeó más fuerte. —Ya te dije que no hagás eso. López se puso el cigarrillo en la boca, cerró el puño y volvió a golpear. Fernando sonrió, los dientes manchados de sangre. López sintió que se echaba sobre él y lo derribaba. Intentó protegerse alzando el brazo cuando los golpes empezaron a caer sobre su cara. Recordó el río de noche y no le pareció tan mala idea regresar un día de estos y tenderse de nuevo en la tibia ribera para recordar a los muertos. Cuando sintió que Fernando se cansaba de golpear, le dio un puñetazo, lo empujó y lo vio retroceder y caer sobre el sofá. Sintió algo húmedo en la espalda, se la palpó y se vio los dedos manchados de sangre. También había sangre sobre los vidrios desparramados en el piso. No tuvo ganas de seguir. Recogió los cigarrillos, volvió a sentarse y a fumar. —Todo por ver a unos pinches muertos, como si esa mierda le interesara a alguien —dijo Fernando. —Sí, hombre, tenés razón, eso no importa mucho. —¿No? —Otras cosas son más importantes. —No, hombre, ¿cómo qué? —Fernando parecía interesado. Se llevaba la mano a la cara para quitarse la sangre y el sudor. —Pues no sé. Estar acá es importante, ¿no? Fernando se rio, su risa era limpia e infantil. La risa de López era seca y ronca. —¿Quién te entiende a vos? Como sólo pasás pensando. —¿En Ofelia? —Ajá. —No —dijo López—. Estás equivocado. —¿Sí? ¿Por qué? —No importa. Yo me entiendo. ¿Vas a salir?
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—No —dijo Fernando, que de repente parecía triste—. Me da miedo. ¿Te da risa eso? —No, todavía no. López se levantó y salió. La luna era espléndida y en el bosque donde el viento iba rápidamente enfriándose los pilares de luz mate eran casi palpables, cambiaban de lugar y de forma. López caminó entre los troncos y tomó el rumbo del río. Le costó algo dar con el sitio donde había visto a la niña y cuando por fin llegó, vio a Ofelia (era indudablemente Ofelia, aunque sentada en el suelo, inmóvil y silenciosa, la cabeza inclinada hacia enfrente, era difícil distinguirla de un fantasma o un muerto) junto al río, casi en el mismo lugar donde por la tarde López se había encontrado con la niña y el hombre. López se apoyó en un tronco y encendió otro cigarrillo. Tenía la lengua dormida y el paladar rugoso y seco. Esperó un rato antes de empezar a fumar y recordó a su madre vestida de blanco, recordó sus manos blancas y su pelo blanco y la amó y la despreció, dejándose llevar por el rumor del río.
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Lo peor que te puede suceder
Lezama recordaría siempre que aquella noche fue tibia y apacible, aunque desde el norte se acercaban contra el cielo oscuro unas nubes que en algún lugar resplandecían y temblaban. Se detuvo para hacerle señales al taxi alzando la mano entre otros peatones, con la confianza de que ese retraso de unos cuantos minutos no le negaría el encuentro con Arturo en el café del bulevar porque una certeza indiferente le dejaba saber que Arturo esperaría como esperaba desde mucho antes las llegadas intempestivas de Leticia y Albertina, como esperamos la lluvia de finales de mayo que llega entre nubes bulliciosas y purpúreas. El taxi atravesó la ciudad sobre el vapor que subía desde el asfalto, Lezama se sintió aturdido y contestó con un desaliento que se le hacía difícil reconocer como suyo las preguntas de la mujer sentada a su lado en el asiento trasero. Desde septiembre, cuando Vargas preparó los diagnósticos y le describió el tumor, su forma levemente ovoide, su peso posible o cierto, su color ambarino entre los fluidos corporales, ese tumor que flotaba ahí como un pequeño ser inteligente y maligno, comenzó a explicarse con justeza implacable sus mareos, sus episodios de catalepsia, su hábito insólito de perderse en sueños que desde la forma inesperada de un hipogrifo derivaban hacia las cajas de alabastro que Lezama heredó de un tío con aficiones de arqueólogo y mistagogo. Había empezado por odiar o despreciar el tumor y su intrusión en su vida inocente, pero desde algún momento iba queriéndolo cada vez más y dio en pensar en los relatos que unen al verdugo y su víctima, el verdugo impasible y la víctima que desde el temor avanza hacia la expectación, hacia el deseo de que su verdugo sea eficaz, de que su muerte ocurra sin dolor ni espasmos vergonzosos. En el café del bulevar hacía tanto calor como en la calle y en (104)
el taxi. Lezama se arremangó la camisa y vio a los clientes de esa hora, contó pocos y eso que era sábado y la municipalidad había cancelado los espectáculos de la feria desde que el futbolista uruguayo había sido asesinado a puñaladas en un motel de las afueras. Como tantas veces en el café del bulevar, se imponía un desorden cuidadoso que únicamente los habituales sabían apreciar debidamente; había sillas apiñadas en los rincones o volteadas sobre mesas, el barman calvo de los sábados dejaba los vasos gotear sobre el mostrador mientras mostraba los brazos peludos con una tranquilidad que nadie le envidiaba y no era extraño ver a un cliente que ponía las sillas en su lugar y le pedía al barman calvo de los sábados un mantel a cuadros y un frasco de azúcar petrificada y se ponía a arreglarlo todo bajo las miradas impasibles del mesero y la novia o madre, porque al fin lo único que importaba era que todo estaba limpio y un aroma a resina flotaba entre el piso y el techo del que colgaba una telaraña de guirnaldas antiguas. Lezama caminó rodeando las mesas, sintiendo una punzada de alegría y acaso de envidia cuando vio a Arturo y a la muchacha de pelo castaño y hoyuelos, la cara de niña sonriente apoyada en las manos increíblemente blancas. —Qué horas las tuyas de venir —dijo Arturo, haciendo gestos exagerados con las manos. —Vos sabés que el tráfico se pone feo estos días. Qué calor está haciendo —Lezama notó la mirada curiosa y ya sin sonrisa de la muchacha de hoyuelos y pelo castaño—. Me atrasé media hora. Milagro que te quedaste acá tanto tiempo. —Ya sabés que te aprecio, compadre. Antes no esperaba tanto tiempo a éste —Arturo se puso a hablarle a la muchacha y ella lo escuchó viéndole los ojos—. Un montón de veces tuve que esperarlo en un bar extraño que éste había hallado. Tenía el techo superbajo. Costaba levantarse sin golpearse la cabeza y las mesas eran así de grandes —formó un círculo extendiendo los brazos y juntando los dedos, la muchacha lo miró con una sonrisa irónica que le afeaba encantadoramente el rostro aniñado y Lezama se sintió curiosamente avergonzado o indefenso, difícil saberlo, pero
no intentó explicarse esa vergüenza inesperada. Tenía la costumbre de esperar un momento de calma y soledad (en otro café o bajo las luces de la calle) para pensar en los motivos posibles porque esas reflexiones sin rumbo lo distraían y divertían—, se suponía que uno tenía que estar solo en esas mesas pero se llenaban de gente, era un bar raro donde las mesas eran para todo el mundo y todo el mundo se sentaba sin pedirte permiso, unas viejas con cara de putas, viejos que eran puro hueso y a duras penas podían agarrar el vaso. —¿Es verdad eso? —preguntó la muchacha, viendo a Lezama de pie. —Sí, era raro ese bar —aceptó Lezama—, pero yo nunca me quedaba mucho tiempo. —Nunca se queda en ninguna parte —dijo Arturo—. Pero sentate, hombre. Te presento a Fanny. Fanny, Raúl. —Encantada —Lezama comprobó que su pequeña mano era tan suave como había supuesto con sólo verla y le pareció que aun en la oscuridad habría podido adivinar su blancura apenas con saber que estaba cerca—. ¿Qué hace, Lezama? —La chamba de éste es andar de vago —dijo Arturo entre el trago y una chupada a su cigarrillo—, anda de vago, mirando a la gente. —Vendo seguros. Pero ni yo sé cómo los vendo. —Trata de hacerlo sin darse cuenta —dijo Arturo—, pero ahí donde lo ven es el que más vende seguros de vida no sé en qué compañía. —Eso no se puede evitar. Hay que trabajar en algo —Lezama alzó las cejas. —Es la muerte —dijo Arturo. —¿Qué es lo que no se puede evitar? ¿La muerte? —preguntó Fanny. Estaba bebiendo algo muy claro en un vaso alto y Lezama hubiera querido preguntarle qué era, pero siempre terminaba insultándose en silencio por su timidez, decir esas cosas era tan fácil para otros o Arturo y para Lezama era un dolor, la certeza de que jamás cambiaría.
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A Lezama le daba gusto conocer a Fanny y el gusto era doble y sin mentiras, porque de verdad le agradaba saber que Arturo salía con una criatura bella que todos iban a querer desde el primer momento con la facilidad con que queremos un bosque y un río de la infancia, una lluvia frente a una catedral, un paseo bajo arcadas, una música, un sol y unas flores. Antes de que el tumor le impidiera ver para siempre a Arturo le encantaba la idea de saber que estaba sometido al hermoso peligro de adueñarse de una vida ajena que muchos hubieran querido poseer. Cuando Lezama le dio la mano, Fanny sonrió y aunque él quiso con toda el alma (otra vez esa palabra) que sonriera, estaba acostumbrado desde Leticia y Laura a los desplantes de otras mujeres que Arturo no solía explicar porque él y Lezama —y tal vez Leticia y Laura— esperaban que una especie de coherencia interna, un rodeo suave como un vaso de cristal purísimo, los fuera haciendo coincidir sin violencias. Lezama se sentó, aún mareado por el viaje y ya feliz o intentando serlo y pidió dos vinos y una rara bebida de menta para Fanny. El vino estaba muy helado y fuerte y brillaba como rubíes y la menta flotaba hasta la delgada cara de Lezama desde el vaso blanquecino que Fanny se llevaba a la boca como una música fragante. Todavía no había gente en las mesas cercanas, a Lezama le daba una gran felicidad inexplicable ver al barman calvo de los sábados acercar portavasos bordados a un cliente con maletín y un hombre descoyuntado y silencioso bebía vodka o ginebra cerca de la barra, la botella como pegada al codo izquierdo y el vaso perpetuamente alzado hasta el rostro bulboso. No dijeron nada o dijeron poca cosa, bebieron y oyeron un comienzo de lluvia, el rumor apagado y solemne de la lluvia sobre el techo de tejas antiguas. Lezama siempre recordaría que Fanny habló esa noche de su niñez en una aldea soleada de nombre divertido, con muchas matas de maíz y un platanar y un río y Lezama trataba de fijarse en otra cosa que no fuera su rostro de ojos agrandados bajo la sombra. —No teníamos tenedores y comíamos con los dedos —Lezama vio su nariz rosada, el nacimiento del pecho redondo en el escote floreado—, mi mamá hacía panqueques de banano y cuando llovía
(no como acá, allá era una lluvia de verdad, acá eso hubiera sido como un huracán) tomábamos café en unas tazas de hierro. Le echábamos leche espesa que nos traía mi tío. —Yo sé hacer panqueques de banano —dijo Lezama, tratando de olvidar la mirada sardónica de Arturo que con una sonrisa aquiescente sustituía al vaivén de la cabeza y al gesto de incredulidad—. La manteca tiene que estar bien caliente. —Lo importante es la masa —añadió Arturo desde el humo de su cigarrillo. La conversación pasó sin esfuerzo de la cocina a las avenidas arboladas del norte y a la ausencia de facultades descriptivas de las nuevas novelas de aventuras. Lezama alabó un libro que había leído en los viajes en autobús y durante las vacaciones de hacía seis años con Mariela en un cayo solitario, pero fue incapaz de recordar el título ni el nombre del autor, aunque sabía que era nórdico o austriaco (después averiguaría entre los anaqueles de Vargas que era Stevenson, escocés y tuberculoso); de pronto y después de un segundo vino tan frío como el primero comenzó a hacer calor en el café, la lluvia había menguado sin que lo advirtieran y cuando Lezama miró a Arturo, que no hablaba y los dejaba decir saludables locuras con sarcástica lejanía mientras fumaba unos cigarrillos mentolados que Lezama no le conocía, supo que aprobaba paternal y burlón cada palabra y cada gesto. Cuando Lezama se dio cuenta, algo en sus ademanes y frases le fue diciendo que desde hacía tiempos Arturo estaba buscando que el mundo hiciera una señal aprobatoria, aunque el mundo asumiera la forma de Lezama, porque Lezama estaba seguro de que su amistad con Arturo estaba convirtiéndose en algo demasiado vago, como esos apuntes al natural que Arturo comenzaba en los parques y las plazas para irlos desdibujando línea a línea hasta dejar sobre el papel una figura amorfa e indescriptible. Lezama salió al estacionamiento y vio la ciudad tendida a sus pies, su red de luces temblando de nuevo bajo la gran noche lluviosa, y cuando sintió la punzada en el pecho y se fue contrayendo poco a poco, supo que Arturo era débil como todo el mundo y le
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dolió más esa debilidad que la brusca contracción bajo las costillas. Volvió a entrar, unos músicos de trajes azules cómicamente ajustados y pecheras y puños parecidos a copos de espuma estaban armando atriles entre la indiferencia general para tocar las baladas de siempre, caminó hasta la barra, se puso de codos y con un nuevo trago en la mano vio desde su vaso y la calva del barman de los sábados las cabezas demasiado cercanas de Fanny y Arturo, la cabeza castaña de Fanny entrando y saliendo del cono de luz de la pequeña lámpara verde, su mano que alguna vez subía antes que la de Arturo para recoger un brillante húmedo mechón de pelo detrás de la oreja encarnada. Eso había sucedido en mayo. Para desconcierto de los vendedores de almanaques hubo mucha lluvia de junio a septiembre, Lezama vendió dos seguros que le dejaron dinero para vivir sin preocupaciones hasta enero y en el intermedio descubrió que la esperanza suele ser malvada porque el tumor de pronto se había empequeñecido en vez de agrandarse como pronosticó Vargas. Lo complacía de pronto y sin razón aparente que la prosperidad de sus negocios en la aseguradora Suárez-Bibiloni coincidiera misteriosamente con el tumor súbitamente contraído como un gato. Vargas tuvo un aspecto de alegría irritante cuando le mostró las placas en su consultorio, tomaron café y contemplaron en silencio la mancha insignificante sobre el ramaje de los bronquios y a los dos les pareció aunque no lo dijeran que los pulmones de Lezama eran semejantes a un pájaro marchito con la mancha intrusa de leves bordes claros. El día era hermoso a pesar de la camaradería sospechosa de Vargas; sentado en la inmensa poltrona parda, Lezama sorbió el café dulce y sintió los árboles detrás del cristal opaco, las hojas que en el mediodía lanzaban sobre el césped cuidadosamente recortado una trama ondulante de sombras jaspeadas. Te envidio, compa, dijo Vargas. —¿Qué decís? Perdoná, es que no te estaba escuchando —Lezama fue saliendo de su distracción como de un tremedal y sintió una culpa absurda. Había un bienestar agazapado en un lugar de su mente y deseaba fumar como hacía cinco años, como no fuma-
ba desde hacía cinco años. —No me extraña. Te decía que te envidio porque estás solo en el mundo y podés morirte sin pensar que otros van a sufrir. Pero mirame a mí. —¿Vos qué? —Es que es fregado explicarlo. Con gusto te daba la razón si dijeras que soy un cabrón bien hecho, pero la cosa es que no sé por qué me parece que gente como vos no debe sufrir cuando se muere. Por lo menos tenemos, medicinas que reducen el dolor, remedios para nos sentirte hecho mierda. —Y morirte sin que te duela mucho. El problema es tener que morirse y esa vaina a nadie le gusta. Vos sí sabés consolar a la gente —interrumpió Lezama con un asomo de cólera bonachona—. ¿Y a qué vienen esas reflexiones? —Nada, sólo es que vos me dijiste no hace mucho que te hubiera pesado estar todavía con Mariela y tener esa cosa en el pecho. —Me hubiera muerto más rápido de la angustia. —¿Te has fijado cómo hablamos de la muerte como si nada? —dijo Vargas. Se levantó y ofreció más café que Lezama aceptó porque era raro tomar buen café en el consultorio de Vargas—. Son las ventajas de esta vaina que dicen que es la civilización. Lo que sucede es que yo voy a sufrir más porque tengo a Hortensia y los niños, porque soy tan civilizado o soy tan cagón que desde antes voy a estar sufriendo porque sé que ellos van a sentirse mal cuando patee la cubeta. —Tenés razón. Sos cagón —Lezama vio la inexplicable sonrisa Vargas—. Imaginate nada más pensar que van a sufrir cuando te murás. Lo que pasa es que te pajeás como cipote caliente pensando que te van a extrañar, no hay por qué andar mezclando tanta cosa con la muerte, compadre, morirse es una pendejada sencilla. Se me queda la mente en blanco cuando me pongo a pensar en la muerte, quiero decir en la mía. Si pienso en la muerte de otra gente es porque ya pasó —Lezama hizo un ademán en el aire que Vargas comparó con el de alguien que va a recibir un golpe en la cara—. O porque está pasando ahorita. No me siento mejor pensando que
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me voy a morir lentamente, como vos dijiste. Salgo de acá y pum, me hace pomada un camión. Eso me parece más rápido, eficaz y sangriento. Solían hablar así desde el tumor y la renuencia de Lezama a tomar bromuro o un mejunje parecido y por un pacto tácito habían acordado desde el principio que el tumor sería una broma, algo que no le sucedía a nadie, porque morir era al fin sólo dejar de estar ahí, una libertad que Lezama le concedía al mundo para que el mundo entrara donde él hubiera entrado, para que decidiera no entrar cuando se le antojara, para que el mundo pudiera recordarlo y saber que él era irrecuperable como la vacía leyenda de sus días, la trama invisible que sus pisadas fueron tejiendo sobre tanta trama pasada. Salió a caminar por el bulevar soleado pensando que morir era apenas más terrible que ir al trabajo los lunes o casarse con una mujer llamada Hortensia, le gustó andar a pie por ahí antes de ir al centro donde no lo esperaba nadie, el sobre con las diapositivas acechando en un bolsillo de la camisa que curiosamente estaba sobre el lugar del tumor, una coincidencia macabra que lo obligó a sonreír y recordar otras coincidencias, las pláticas sobre aparecidos que muchas veces había tenido con Lito alguna tarde en la esquina del barrio cuando eran sólo unos cipotes que empezaban a fumar y verle el culo a las muchachas. Sin darse cuenta fue atardeciendo y lo agarró la noche en una esquina de la tercera avenida que apenas conocía; había papeles girando en el pavimento, la fábrica de camisas y la heladería en medio del tranquilo barrio de callejones sucios era igual a un recuerdo de su niñez, se palpó los pantalones y sacó dos cigarrillos partidos que alguien había dejado ahí, en una de ésas había sido Marcia que solía gastarle bromas por su tendencia a la soltería y al abandono, aunque envidiaba su facilidad para vender seguros y lo acosaba a preguntas mientras fingía anotar las respuestas de Lezama en servilletas y sobres manchados. Lezama fue a sentarse en los escalones sucios que daban a una puerta estrecha y alta, de un color que los faroles amarillos volvían ocre o casi negra, se puso en la boca la mitad de un cigarrillo y miró a
los niños jugar con un perro y una pelota desinflada. Lo alarmaba no sentir nada, ni siquiera ya el bienestar que era siempre en él una vaga y fácil indiferencia, hubiera deseado sentir miedo, aterrarse como sabrá Dios cuántas veces en que era tan emocionante aterrarse por nada y aunque intentaba volver a ser el Lezama de su adolescencia se le escapaba como el agua la imagen que había forjado de sí mismo en algún momento entre el malecón de vieja madera estriada y la casa de altos donde todas las mañanas una muchacha sacaba al zaguán tiestos de flores. Lezama sentía un cansancio ridículo y se recostó contra la puerta, que fue cediendo lentamente y sin ruido; se enderezó y volteó para espiar entre la jamba y la hoja entornada. Había una oscuridad silenciosa y un tibio resplandor rojizo contra un fondo de espejos que a Lezama se le antojaron grandes y burdos. El viento frío comenzó a levantar hojas de periódicos en la calle, Lezama se quedó quieto con el medio cigarrillo colgando de los labios, oyendo el bullicio de los niños y los gritos de las madres que sólo un momento antes lo miraban con curiosidad. Comenzó una llovizna que a nadie pareció importarle demasiado, en la casa de enfrente, un hombre con una camiseta de tirantes y una mujer menuda y robusta sacaron a la calle dos sillas de mimbre y no tardó en salir una anciana encorvada, el suave pelo suelto cubriéndole los hombros como un velo blanco, acompañada por un niño que la ayudó a sentarse en una de las sillas de mimbre y Lezama casi dormido pensó que habían escogido el mejor momento para sacarla a la calle, sin duda esa lluvia era lo bastante sutil para matarla de una vez y sin escándalos. Pero qué calor hacía y de repente ya no era calor, sino un frío sigiloso que se le estaba metiendo en la carne, alguien bajo la llovizna le pasó un cigarrillo, Lezama tiró la mitad que tenía en los labios y agradeció con un asomo de voz cuando alguien más se lo encendió, se tragó el humo y cuando tosió con fuerza no pudo dejar de sonreír porque ahí nadie podía o acaso no le interesaba saber que era su primer cigarrillo desde hacía cinco o seis años y pensó que ese cigarrillo bajo la llovizna de un lugar desconocido era como un pacto secreto con la madurez y con la muerte. Mientras fumaba, tosía y miraba
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a los niños, sentía entre ellos y él alzarse una pantalla transparente. Pero siempre es lo mismo, pensó Lezama tosiendo, no puedo hacer algo nuevo sin sentirme separado de los demás y me cuesta convencerme de que todo se debe a esta soledad de mierda, si fuera amigable como Vargas cualquier acto perdería desde el comienzo esa aura de novedad que tienen las cosas que no compartimos. De todas maneras, treinta y dos no es mala edad para morirse. Había conocido a Vargas, había estado con Mariela en los cayos, comiendo camarones y durmiendo asustados por las mareas en la cabañita solitaria, con sólo un catre en medio, las lámparas, el combustible y las latas de comida. Era como si eso hubiera sucedido hacía siglos. Estaba fumando, tosiendo y contestando las preguntas cada vez menos impersonales del obrero del ferrocarril que se había quedado a hacerle compañía junto a la puerta ocre. Recordó de golpe que era jueves y que los sábados eran los días que en una época menos feliz dedicaba a visitar a su madre en el asilo donde había muerto de una embolia. Empezó a llover con fuerza después del tercer cigarrillo que Lezama le había aceptado al obrero del ferrocarril, la calle fue quedándose desierta y alguien, tal vez el obrero del ferrocarril, se despidió con un fervor inaudito y Lezama tuvo que ponerse de pie y recostarse más contra la estrecha puerta ocre. Sin darse muy bien cuenta de lo que hacía, entró en el calor de la casa después de empujar la puerta que posiblemente había estado abierta desde el principio, se detuvo para acostumbrarse a la oscuridad y a la débil luz que entraba por la ventana abierta y fue caminando hasta el centro de la sala, donde había una mesa pequeña y cuadrada con mantel cuadriculado y un florero rebosante de rosas y lirios y margaritas. Era difícil decir qué clase de flores habían puesto en él porque todo nadaba en la oscuridad como entre la brea. Lezama recordó mientras caminaba las ocasiones en que de niño había pasado de largo frente a casas extrañas o interesantes y, ya de adolescente, los pasillos a oscuras que conducían a un caos de puertas, a un olor de comidas o pan recién hecho, a un chasquido de ropas tendidas. Se detuvo de nuevo cuando escuchó un ruido y siguió andando lentamente, dejando un rastro de agua en
el piso de concreto, se dio cuenta de que se estaba bien dentro de la casa, volvió a detenerse en medio de la sala y miró, en la oscuridad cálida que sus ojos ya estaban conociendo, las cortinas raídas y el radio de perillas iluminadas, comenzó a presentir con un miedo inexplicable que alguien saldría de cualquier habitación del fondo para sorprender a Lezama, ese hombre velludo y delgado que iba a morir pronto, asesinado por una ridícula mancha en una placa de rayos equis. La mujer que salió de algún rincón entre las sombras tenía la estatura de Lezama y pasó de una puerta a otra sin verlo. Él estaba a punto de dar un paso cuando la vio atravesar las tinieblas casi rozándolo y dejando en el aire un perfume que para Lezama de pie en la sala fue un aroma de flores marchitas. Recordó de pronto dónde estaba y se horrorizó, dio tres zancadas hasta una cómoda cubierta de fotos y le dio más miedo cuando la brisa movió las cortinas y un rayo de luz le dejó ver que en una de las retrateras la fotografía estaba puesta al revés. Se quedó quieto, la espalda apoyada en la madera fría, y aunque algo le decía que la pequeña mujer era tan distinta a Fanny, una voz insistía en decirle que era igual, a pesar de la oscuridad fue capaz de adivinar en ella el mismo gesto apurado de la mano de Fanny al arreglarse el cabello sobre la oreja, el pecho redondo, la nariz recta y fina. En ese momento le hubiera gustado tanto fumar aunque tosiera, fumar en la sombra y sentir sin asombro que era un tonto y que se moriría pronto. Empezó a culparse quietamente por quererla y quiso hundirse más en la sombra cuando vio salir de nuevo a la mujer y era exactamente igual, aunque estaba oscuro y era tan distinta, eran idénticas. No creyó que estaba volviéndose loco ni lo sorprendió que la mujer volviera a pasar tan cerca y no lo mirara, esas cosas pueden ocurrir, aunque algo en sus ademanes y en su forma de caminar despertó una sospecha que fue difícil explicarse, como ya de hecho era difícil explicar por qué el impulso de entrar en la casa y quedarse cuando la salida había sido desde el comienzo tan franca y discreta. La mujer llevaba en las manos una bandeja con platos que puso en la mesa, se sentó y comió pausada, indiferente, llevándose a la boca
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los bocados que sin duda le manchaban los dedos. Cuando llegó diciembre hizo un frío que obligó a Lezama a sacar una chamarra que había sido de su hermano. Perdió la cuenta de las veces que había vuelto a ver la casa de la mujer que comía con los dedos. La fachada era de un amarillo detestable, con tiestos de geranios en la ventana doble; Lezama fue conociendo nombres de vecinos para olvidarlos después, habló de enfermedades y remedios para la piel con gentes que también olvidaba. Después de los documentos en la aseguradora Suárez-Bibiloni y el café con Marcia pasaba parte de la noche en la fonda de don German, en la cuadra de la casa de los geranios, y en sus pláticas con el viejo introducía con naturalidad el tema de las viejas casas del centro, es una pena que no mejoren los servicios públicos y además ahí está la casa de los geranios, una casa como ésa debían cuidarla mejor, pero ahí vive una mujer sola, ¿no?, y toda esa gente que llega de noche; pero por supuesto que en estos días aunque seguramente eran parientes, era asombroso que tanta gente llegara a la casa de los geranios, porque la mujer vivía sola, ¿no? Tal vez mensajeros, la mensajería nocturna por estos lados era cosa de todos los días. Lezama descubrió sin proponérselo que la puerta de la casa de la mujer que comía con los dedos siempre estaba abierta y le gustó pensar que algo lo esperaba ahí y esa idea o sensación o lo que fuera lo hizo sentirse extrañamente jovial. Había dejado de visitar el consultorio de Vargas, cada fin de quincena encontraba en su escritorio de la aseguradora breves mensajes en papeles adhesivos y cuando leía las notas de Vargas lo fastidiaba sentir en el pecho eso que aguardaba para saltar desde el silencio cálido de su cuerpo. Habría sido el primer sorprendido si le hubieran dicho que se comportaba como un niño o un loco o un borracho y a veces se creía capaz de reírse de una sospecha como ésa: ser loco o borracho o niño era para Lezama, ya casi muerto, un alarde nuevo y curioso, como esos cigarrillos sin filtro que comenzó a fumar a pesar de la protestas de Vargas y las advertencias cariñosas de Marcia, que empezaba a quererlo silenciosamente y moqueaba de tristeza al recordar a Lezama, mientras estaba acostada en el dormitorio que
ocupaba en la casa de sus papás. Comenzaron a poner adornos y luces en los árboles de las calles y esa alegría pueril coincidió con la debilidad de Lezama, aunque entre tanta premonición tenebrosa solía asombrarse infantilmente y era más asombrosa su cólera tranquila y minuciosa cuando pensaba que ése no era acaso el mejor momento para ser feliz. Volvió a ir de la oficina al consultorio de Vargas y por un nuevo acuerdo sin palabras se acostumbraron a no mentar el tumor, quizá porque a los dos les parecía que no hablar de él era una muestra de absurda jactancia, buscaban hablar con ignorancia feliz de pesca y de fútbol como otros hablan de pavos trufados o de paseos en carruajes, con una especie de inexplicable desaliento, dejándose invadir con lentitud por la fría brisa de ese diciembre que también moría. Arturo lo llamó a la oficina un domingo de mucha lluvia y relámpagos y Lezama llegó al café con Vargas que le prohibió trabajar tanto y que había decidido no abrir el consultorio los días libres porque prefería la compañía de Lezama, aunque Lezama intuía con rencor que Vargas accedía a verlo porque esas cosas se hacen por un viejo camarada escolar que además se está pudriendo con ejemplar facundia y mientras atravesaban la ciudad sombría en el coche de Vargas, Lezama melancólico iba pensando cuánto podría servirle a Vargas el examen de un moribundo alegre, tal vez porque Vargas creía que la observación íntima de una actitud y un suceso que se rechazan puede tener resultados estimables. Sin contar que soy su amigo, pensaba Lezama sin ironía. —Ya conocía a Vargas —dijo Arturo en el café. Pidieron café con leche y unas tortas que nadie pudo comerse. Lezama contempló, tomándose a sorbos el café y fumando cigarrillos sin filtro a Fanny lejana y minuciosamente cortés y Vargas habló sin entusiasmo con Arturo de autos de carreras, tema que ostensiblemente escapaba a sus modestas dotes de conversador. Volvió a dejar de llover sin que lo advirtieran y a Lezama esa noche se le estaba confundiendo con la primera noche de Fanny en el café del bulevar, a pesar de que Fanny no decía nada o apenas interponía una frase inaudible que pretendía censurar o aprobar,
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Lezama pensó que cualquier noche en el café del bulevar con Fanny era la primera noche, pero era necesaria la lluvia, no le quedó de otra que imaginarse las rachas de lluvia golpeando el techo de tejas antiguas. —Es igual que si alguien fuera a morirse —estaba diciendo Vargas, continuando una plática que nadie sabía cómo empezó—, hay gente que parece que decidiera que se va a morir y entonces esa gente ya está muerta, son muertos que andan por todos lados y hablan, como en esas películas donde salen muertos de los cementerios, claro que sin comerse a los vivos. Por ejemplo, imagínense que Lezama tuviera un tumor, que va a morirse cualquier día y ya aceptó que está muerto. Yo no sé ustedes, pero a mí me daría miedo verlo caminar y hablar como si nada. —Qué pláticas las de ustedes —dijo Arturo, refugiándose detrás de su vaso de ron. —Pero él no se va a morir, ¿verdad? —preguntó Fanny y Lezama le regaló una de sus mejores sonrisas. —Fuma como un condenado —dijo Arturo—. Antes no fumaba y ahora fuma como un condenado. Eso es querer morirse, no deberían dejar que la gente fume así. Qué exagerado. —Yo voy a hacer algo —dijo Fanny. Extendió la mano y Lezama bizqueó cuando vio la mano blanca de Fanny quitándole el cigarrillo de los labios y aplastándolo contra el cristal del cenicero. —Claro que no —anunció Lezama, aceptando la broma de Vargas como había empezado a aceptar muchas cosas menos importantes. Le pareció que Fanny había envejecido mucho en seis semanas, de alguna manera se veía distinta, con ademanes que intentaban anular algo que de todos modos ha estado ahí siempre. No, soy yo el que se está muriendo, pensó Lezama con aplicación morbosa, me estoy muriendo y es inútil pensar de otra manera, pero de veras que se parece a ella, qué locura, con esta luz se le parece mucho—. Ahora me siento más vivo que nunca. —Lo dice por interesarle a Fanny —Arturo clavó un palillo de dientes en una tapa de tomate y queso. —Todos los moribundos son iguales —dijo Vargas—. Hacen
cualquier papada para llamar la atención de las ancianas y las mujeres bonitas, son chantajistas, delincuentes. —Hagamos una cosa. Voy a pedir de comer y quiero que todos comamos con los dedos —dijo Lezama; levantó la mano y sintió la mirada de Arturo que tal vez empezaba a creerle a Vargas, sonriente y sorprendido. A Lezama le encantaba sobre todo la cara burlona de Fanny, las cejas alzadas, los ojos brillantes y una mueca en la boca que hubiera sido extraña en otros, pero sólo otro gesto lindo en ella, que era linda hiciera lo que hiciera. Lezama pidió espaguetis y ensalada para todos, algo que nadie hubiera querido comerse con los dedos, les quitó las servilletas a los cubiertos y los puso cuidadosamente junto a su plato y empezó a meter los dedos en medio del plato, agarraba cada espagueti por un extremo, alzaba la mano a veinte centímetros sobre su cabeza y cerraba los labios alrededor del otro extremo del espagueti y lo chupaba hasta hacerlo desaparecer. Luego escogía tajadas de tomate, crutones especiados, tiras de lechuga y anillos de cebolla, se los ponía en la boca y los masticaba sin pudor, cerrando los ojos para sentir los jugos mezclándose sobre su lengua. Le valió que los demás lo vieran comer así, que un presentimiento molesto los rodeara como la niebla, que tuvieran que escudarse detrás de un cigarrillo encendido o la inútil lectura del menú. Le gustaba ver a Fanny, sus ojos sarcásticos mirándolo comer con sus dedos de muerto. Lezama estaba muerto y comía con los dedos frente a Fanny y Arturo, que usaba los cubiertos y enrollaba los espaguetis contra una cuchara como un archiduque, mientras miraba a Fanny que miraba a Lezama con un cariño inexplicable. Cuando se despidieron en el estacionamiento del café, Vargas se tuvo que conformar con un apretón de manos y Lezama tuvo que sortear difícilmente las miradas de Arturo, mientras recibía en su mejilla —la mejilla de un muerto— el beso de Fanny, el cielo estaba despejado y había unas grandes estrellas como Lezama no veía desde hacía tiempales, pocas nubes y un gajo de luna cortándolas como una guadaña. En el camino de vuelta a Vargas le dio por hablar del rostro y la risa de Fanny y se puso serio cuando
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empezó con los preparativos, tenés un hermano en otro país, ¿verdad?, hay que hablarle por teléfono, si querés me encargo de esas cosas desde ahorita. A Lezama le daba una lástima inmensa por Vargas y sus preparativos eran como cosa de otro mundo, le pareció de repente chistoso pensar de ese modo, los preparativos eran cosa de otro mundo y lo demás. . . . No, no me ha estado doliendo tanto últimamente, nomás una somnolencia, así se llama, ¿no?, es como si me durmiera y me da miedo dormirme con el cigarrillo en los dedos, a veces podría andar de un lado a otro de la ciudad sin darme cuenta, de verdad, ya me pasó dos veces, y era seguro que Vargas ya estaba tomando notas mentales, a qué horas dijiste que fue, cómo te sentías, no me ocultés nada, compadre, te duele, ¿verdad? Y Lezama era incapaz de ocultarle nada aunque había podido hacerlo, es realidad Vargas era tan cándido aunque hubiera ganado todos esos premios en el colegio y después las becas en Brasil y Alemania y al final la boda con Hortensia que no dejaba de tener sus virtudes a pesar de venir de buena familia y haber dado la mitad del dinero necesario para montar el consultorio de Vargas, a pesar de todo Vargas era cándido y era fácil que alguien como Lezama lo engañara, a veces Lezama creía que podía hacer lo que le daba la gana, para él todo era tan fácil, era fácil morirse mientras para tipos como Vargas estaban todos esos compromisos y así no era fácil, primero están todas las cosas por resolver, la hipoteca y las colegiaturas, ya habría tiempo más adelante para pensar en la muerte. Le pidió a Vargas que lo dejara cerca de una farmacia, ¿te sentís bien, viejo?, sí cómo no. Todavía Vargas se detuvo con el coche encendido junto a las luces de la farmacia, cabeceaba y miraba los ojos de Lezama en el espejo, te digo que estoy bien, era difícil convencer a cualquiera de que un muerto se siente bien, es imposible fingir que te sentís bien si estás muerto porque morirse es lo peor que te puede suceder, es más fácil fingir que te sentís mal, sí viejo, me siento malísimo, pero volvé ya a tu casa que ahí están Hortensia y lo niños, los niños que me resultan insoportables y Hortensia que me desprecia cortésmente. Era domingo o sábado, a quién
diablos podía importarle, autos por todas partes y gente subida en los tonós celebrando algo con banderas y cervezas; sin fijarse mucho Lezama sintió formarse ahí dos bandos que blandían las banderas con amenazas y gritos. “Hasta la muerte, muchachos”, gritó alguien cerca de Lezama, que esperaba el cambio de luces bajo el semáforo y un escalofrío como ningún otro le recorrió la espalda aunque no hacía frío o apenas comenzaba una brisa fresca y grata, cruzó la calle apretando en el bolsillo el papel con el teléfono de Fanny que ella le había dejado en la mano al despedirse, caminó sin fijarse en los carros hasta el barrio donde ya lo conocían mejor que en el edificio de apartamentos donde vivía desde hacía doce años y cuando vio desde el otro lado de la calle la casa de los geranios y la puerta ocre que sabía abierta como siempre, se puso a recordar el tumor que estaba creciendo cada vez más y oprimiéndole los pulmones, no viejo, caso cerrado, ya no me hablés de más biopsias, no quiero hacerme quimioterapias ni nada de esas mierdas que te botan el pelo y los dientes y te hacen vomitar todo el día, no quiero que me volvás a enseñar esas placas, voy a seguir viniendo acá porque me caés bien, pero te voy a odiar si me enseñas otra vez a ese hijo de la gran puta, me voy a sentar acá cuando haya pocos pacientes y vamos a hablar de cosas más importantes. Lezama se puso a ver las ventanas oscuras y palpó con dedos trémulos el pedazo de papel, nada podía ser más importante o peor que su propia muerte. Hubiera querido tener un momento de alegría inexplicable, un acceso de locura que sin pensarlo anulara incluso eso que ya ni siquiera flotaba entre sus costillas porque era ya sus costillas y sus pulmones, siguió entre los autos que comenzaban a rodar de nuevo entre bocinazos y aullidos. A fit of exhilaration, pensó Lezama recordando algo que había leído, quizá una cita porque sus cualidades de políglota eran humildes y hasta sospechosas. También en el barrio de la casa de los geranios comenzaba extenderse un caos que a Lezama observador de las costumbres populares le hubiera parecido, en otro tiempo más feliz o menos indiferente, un sustituto aceptable de los libros y discos que eran para él la vida sin Mariela o Vargas que tendía a acompañarlo
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en el ruido de los bares, el vaso de cerveza intacto en la mano y el cigarrillo quemándose lentamente entre los dedos. Lezama entró en la pulpería de don German, que siempre lo recibía dando palmadas y sospechando visitas a la casa de los geranios y que en una ocasión había aventurado una advertencia, un consejo de viejo sabio, pero Lezama había logrado no escuchar, uno estaba tan bien en la pulpería de don German y a Lezama no le agradaba pensar que todo podía desmoronarse como se desmoronan muchas cosas que tienen una sombra de belleza viril, de pacto entre hombres. Alquiló el teléfono de la pulpería con el billete en la mano y el gesto que le servía para impedir toda cortesía innecesaria. Había una pareja de viejos en una banca y una mujer joven cargando un niño que miró a Lezama con los ojos muy abiertos y se puso a llorar de repente, como si hubiera contemplado un fantasma. Lezama llamó a un número equivocado y le contestó una vieja colérica; cuando estuvo seguro de haber marcado el número correcto le contestó la voz de un hombre y quiso colgar, pero escuchó la voz de Fanny, su voz como no la había oído antes y se sintió intruso, aunque siempre le había parecido tan evidente, sólo ahora podía entender que había un mundo lejos de Lezama, había tantos mundos lejos de Lezama y jamás podría entrar en uno solo de esos mundos, entrar como un ladrón en la casa de los geranios y ver a la mujer que comía con los dedos lo había infatuado como muchas cosas antes de la mujer y la casa y Mariela en la isla. Apenas dejó hablar a Fanny del otro lado de la línea, tal vez lloró, pero era mejor no recordar si lo hizo, dijo tonterías, se rio de sí mismo, de la casa de los geranios, habló de sus cosas con un desinterés que al principio fue ingenioso y después incomprensible, ridículo, feroz, peligroso. Se burló de Arturo como nunca antes y quiso que Fanny se burlara de él, pero ella sólo quiere saber si estás bien, Lezama, estoy bien, te oigo tan distinto ¿dónde estás?, esperá que saco papel y lápiz, Fanny sólo quiere sacar papel y lápiz para anotar la dirección y verte, pero estás lejos, ya nada importa o importa muy poco, tal vez Vargas ya se lo dijo, ¿te lo dijo Vargas, verdad? ¿De qué estás hablando, seguro que estás bien? Claro, Fanny, claro que sí, te quiero mucho. Hubo
un largo silencio al otro lado de la línea, la respiración que Lezama sólo pudo reconocer como suya hasta cuando escuchó decir esperá, voy volando. Voy volando y Lezama dejó la bocina sobre el mostrador, se enjugó el sudor de la cara con la mano y vio a don German poner la bocina en la horquilla y guardar el teléfono después de pasarle por encima una franela verde. —Hace un calor exagerado —la franela verde tenía manchas pardas—. De seguro va a llover más tarde. —Sí —le dijo Lezama a la franela verde. —¿Le traigo una Corona? —dijo la franela verde. —Gracias —dijo Lezama. De veras que hacía un calor del demonio, el aire estaba tan cargado que era difícil respirar. Lezama se preguntó de qué estaría cargado el aire y eso sin pensar que ya cargar el aire es un asunto espinoso. Morir era tan ridículo como esas frases manidas y es tan inútil querer abolir la muerte como abolimos esas frases, decir ya no moriré como decimos Ya no diré el aire está cargado. Inútil pensar tonterías, dio las gracias por la cerveza y trató de no pensar y acabó pensando en Fanny que atravesaba la ciudad con una dirección anotada que a lo mejor era incorrecta, voy volando. No terminó la cerveza que estaba magníficamente helada y era de una marca que nunca pedía, pero estaba bien, había perdido repentinamente el sentido del gusto, pero sabía que estaba bien. Todo estaba bien. En la calle, de camino a la casa de los geranios, recordó que había olvidado pagar, pero decidió no regresar, a fin de cuentas era la primera vez que eso sucedía y además empezaban a dolerle el pecho y el vientre. Se detuvo un momento junto al portón y estuvo sudando y viendo a los niños jugar bajo la luna. Era extraño, las luces de la casa estaban encendidas y había ruido de platos y una voz de hombre. Lezama abrió el portón y echó a andar lentamente por el delgado sendero de grava, esperó, se detuvo cada tanto para oler las flores. Vio salir al hombre y calculó su edad, sus posibles virtudes, pero era difícil porque el hombre pasó a su lado sin verlo, sin ademanes que delataran eso que Lezama esperaba, pero que
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era aún incapaz de nombrar. El hombre se detuvo junto al portón, sacó un paquete de cigarrillos y encendió uno parado detrás de las matas de geranios; tenía la cara joven y Lezama adivinó su edad, presintió que una grave enfermedad lo estaba arrastrando hacia la tumba. El hombre miró a Lezama que respiraba ruidosamente, la mano en el pecho y los ojos tristes y condenados, miró a Lezama y le tendió el cigarrillo con un gesto inquisitivo y luego indiferente y Lezama supo que el hombre pasaba como él de una emoción a otra con facilidad pasmosa. Lo vio alejarse y empezó a fumar cuando supo que estaba demasiado lejos para oírlo respirar. El cigarrillo en la mano, entró en la casa iluminada y pensó de nuevo en Fanny, sin dejar de caminar pensó que él y Fanny podrían caminar como ahora él caminaba entre flores, llegamos a la casa y todo es dicha porque de seguro también esta noche veremos a la mujer, Fanny me da la mano, dispuesta a todo por amor, atravesamos el vano de la puerta siempre abierta y las luces están encendidas sólo para nosotros. Fanny ve el álbum de tapas manchadas de años o de café, el viejo radio puesto en la emisora que transmite programas infantiles y rachas de boleros. Es ella la que comienza cuando la mujer entra a la sala desde la cocina, en las manos la bandeja con los dos platos y el agua en un vaso delgado, sin dejar de ver a la mujer que comienza a comer morosamente con los dedos, Fanny me toca el rostro y el pecho, la beso ruidosamente y mis manos que no sé dominar buscan el calor del pecho, huele a flores estrujadas, sin darme cuenta tengo en la cara el vientre de Fanny, sus manos pequeñas me aprietan la cabeza y me despeinan, ya no hace tanto calor aquí, Fanny, aunque hace calor está bien que así sea, es cierto eso que decís, hay dolores que acabamos queriendo, yo también me río de tantas cosas que en la juventud o en la infancia me avergonzaban, ya se te quebró la voz, muchacho, ahora sos un hombre, no así no, todavía no, te falta aprender mucho, pero para eso están los años, ya vas a ver qué pronto conseguís mujer sin tener que pagarle, date vuelta así, ya ves qué fácil es, si te digo que sos todo un hombrecito. Lezama terminó de fumar parado en la oscuridad, apoyado en (123)
la cómoda de roble, escuchando los boleros de Gatica que como desde otro mundo sucedieron a los villancicos y a la canción de la patita. Ya no le dolía tanto, desde hacía poco prefería ser menos específico cuando hablaba de sus tormentos consigo mismo, ahora decir me duele era hablar de Lezama entero, era proponer un problema metafísico. En la radio pusieron una de Andy Russell que sacó a Lezama de su distracción, se sintió idiota un momento y buscó cigarrillos en las gavetas, encontró un paquete arrugado entre los cubiertos y unos cerillos torcidos, encendió uno y bajo la luz vio la gaveta llena de cirios y oraciones para la virgen y remedios contra el flujo blanco. Agarró un cirio y un poco en broma, como un juego, le pidió perdón a la virgen antes de encenderlo y ponerlo sobre un platillo de porcelana. Fumó esperando, puso la ceniza en un florero o donde lo sorprendían sus paseos entre muebles; con el cigarrillo en la boca se puso a mover la mesa del comedor y las dos sillas y las dejó frente a la puerta de la cocina y permaneció de pie, el cigarrillo casi terminado colgándole de la boca, miró las sillas y la mesa y le llegó desde la calle el bullicio de los carros y los gritos de los celebrantes y desde el radio la voz del locutor que anunciaba una canción de Toña la Negra. Siguió de pie cuando la mujer salió de la cocina llevando la bandeja con los platos y el vaso de agua. Su hermosura era extraña y fría, como si su cara estuviera tallada en el hielo, tenía cejas anchas y largas y la expresión hierática y solemne de los ciegos. Lezama no se movió cuando ella tropezó con la mesa y el vaso se hizo trizas en el suelo. Ella siguió viendo adelante, abrió la boca y parpadeó dos veces, sostuvo la bandeja con la mano izquierda mientras con la derecha examinaba a tientas el espacio que la rodeaba, dio dos pasos vacilantes hasta encontrar lo que buscaba y puso cuidadosamente la bandeja sobre la mesa, se agachó, arreglándose la falda bajo los muslos, y estuvo tentando en el suelo con la mano abierta. Levantó el trozo más grande del vaso quebrado y lo dejó en la mesa, se puso de pie y vio la oscuridad donde Lezama fumaba y pensaba sin vanidad que ella era la criatura más hermosa de la tierra y que la dicha estaba en una casa con tiestos de geranios (124)
y una estrecha puerta ocre. Lezama sintió un dolor horrible en el pecho, contuvo un gemido y cuando dejaron de temblarle las manos se le ocurrió que podría traer provisiones cuando se acabara la comida de la alacena, podría olvidarse de morir y escuchar la lluvia caer desde los geranios brillantes. La mujer ya no estaría sola para recibir a los visitantes porque ahí estaría Lezama para ver sus caras y gestos y su rencor cuando supieran que no eran más que una voz, que un sonido en la noche lluviosa.
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Índice
Música del desierto……………….........…........................................5 Viaje sentimental……………….......................................................72 Lejos………………………………..................................................86 Lo peor que te puede suceder…….................................................104