Cuadernillo "Relatos para pasarlo de miedo"

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Cuadernos de biblioteca

Relatos para PASARLO DE MIEDO 10



Relatos para PASARLO DE MIEDO 10


Cuadernos de Relatos nº 27 Colección dirigida por Javier Aznar Aznar Con la colaboración de la profesora Gloria García Portada de Leyre Flores Miguel

PRIMERA EDICIÓN, 2018 Ediciones de la Biblioteca Departamento de Edición Maquetación: Mª Pilar López Pérez IES Goya Avd. Goya, 45 50006 ZARAGOZA


Memorándum María Piñol Martínez, 4º A - ESO 1940. Cuando por fin cesó el sonido aterrador de las bombas y disparos, llegó el silencio estremecedor de las noches de Luarca. Durante la guerra nadie salía de noche por miedo a morir; ahora era lo desconocido lo que paralizaba, lo que impulsaba a cerrar a cal y canto las casas y a no permanecer nunca solos. Nadie hablaba, porque no había nada que contar, pero todos sabían que algo pasaba. Yo, bien entrado en canas y después de lo sufrido en la guerra, no me resignaba a esperar; así que decidí salir, por mí, por mis hijos, por mis nietos y por los que vendrían detrás. Me vestí temblando y no era de frío. Al abrir la puerta, mis pies iniciaron una marcha automática hacia el cementerio donde tantas horas había pasado. Supe que debía reparar los daños de aquella guerra. Era mi trabajo y también mi casa, porque allí siempre me sentí seguro, aunque esa noche era distinto. El cementerio me rechazaba, pero a mis piernas las impulsaba una fuerza más poderosa, fuerza que me puso a cavar, a barrer, a limpiar, a recoger flores y que me impedía pensar. La luna jugaba conmigo haciendo sombras escalofriantes; el mar sonaba pero eran gritos, no olas; el viento soplaba tan fuerte que me desgarraba la ropa. Caí al suelo y no sé cuánto tiempo permanecí inerte hasta que el sol me despertó, pero no me trajo paz: al cementerio le faltaba algo. Y yo decidí quedarme allí para encontrarlo. Inicié una absurda lucha contra la necrópolis: durante el día trabajaba, arreglaba los nichos y los panteones, pero todas las noches aparecían desperfectos, tumbas resquebrajadas y adornos partidos. Por las mañanas ponía flores frescas y, al llegar la oscuridad, las veía marchitar y caer al suelo. Colocaba y cerraba el osario, a sabiendas de que, a la llegada de la luna, encontraría todos los huesos esparcidos. Pero no me rendí, seguí cuidando el lugar y esperando, sin saber qué ni a quién. Pasé un día enfermo, sin poder trabajar, y al día siguiente había fosas nuevas excavadas. Me acerqué temeroso, imaginándome lo peor, pero con suerte estaban vacías. Sin saber por qué, empecé a cavar muchas más. Y, curiosamente, los 2


destrozos nocturnos desaparecieron. Entonces una fuerza inexplicable y sobrenatural me invadió. No podía soltar la pala ni de día ni de noche. No sentía cansancio ni dolor, solo miedo y un impulso interior desconocido. Sabía que no era mi cuerpo el que removía la tierra, pero nada podía hacer por detenerme. Así pasaban los días y, cuando al fin pude contemplar el resultado, todo tenía forma y sentido. Me senté a esperar. Pensé que había llegado mi hora. Me invadía el miedo y quise pedir ayuda y gritar, pero no pude. El cielo se oscureció, la luna empujó al sol y del suelo se levantó la niebla.

Yaiza Oré Brualla 1º Bachillerrato H

Y fue entonces cuando sentí su presencia: cientos de almas olvidadas tras la guerra entraban envueltas en la espuma del Cantábrico, reclamando su sitio en tierra santa.

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Relatos del cazador Candela Mindán López, 3º A - ESO

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e desliza sigilosamente entre los caminos de tierra. A su paso, va dejando un hedor nauseabundo. Propio de un muerto. Las ramas le rasgan los brazos y las piernas, pero parece no importarle. Su ropa, hecha jirones, se mece al compás del viento estremecedoramente. Cada tumba por la que pasa se encoge ante él. Se detiene. Ha encontrado lo que busca. Frente a él, un panteón se alza imponente y majestuoso. Hecho de mármol y con una gran cruz de piedra en lo alto. Una verja de hierro oxidado le bloquea la entrada. Un nombre retumba en su cabeza. Cristopher Kiras. |◊◊◊| Era una noche cerrada. En su habitación, Cristopher se arropó más si era posible entre sus sábanas. Fuera el viento hacía que las ramas de los árboles llamaran a su ventana. Él se estremeció. Era la víspera del Día de Todos los Santos, 31 de octubre. Cristopher no creía en sucesos paranormales, pero esa noche todo parecía posible. Su linaje nunca hubiera aceptado que se mostrara tan cobarde ante una leyenda urbana como los vampiros o los zombis. Pero no podía evitarlo. Sudoroso, se levantó sigilosamente de su cama. Se calzó sus zapatillas de casa y se dirigió hacia la puerta. Giró el picaporte con sumo cuidado y la entreabrió. El pasillo estaba desierto. La habitación de sus padres estaba al fondo. Cerró la puerta y se introdujo en la penumbra. Una vez a oscuras, se dirigió a tientas hacia las escaleras. A medio camino le llegó un haz de luz del cuarto de su abuela, justo enfrente. Se detuvo en seco. Aunque su abuela estuviera mal de la vista, todavía podía oírlo. En cuanto la luz se apagó, se relajó un tanto. Bajó las escaleras y se dirigió a la cocina. Su casa era una antigua mansión que habían ido heredando de generación en generación. Entró en la cocina y encendió la luz. Por un momento le pareció atisbar una sombra. Pero, como la luz le había deslumbrado, no lo pensó más. Se dirigió al armario y cogió un vaso. Abrió la nevera para coger la jarra de agua. En ese instante la luz titiló. Cristopher no se sorprendió. Era algo común. Bebió y volvió a subir a su cuarto. Se acostó y se durmió. Esa noche soñó con una sombra. Esa noche, mientras todos dormían, alguien le vigilaba de lejos. Al día siguiente, toda la familia Kiras se disponía a partir hacia el cementerio. Como era tradición, el 1 de noviembre iban a visitar a sus difuntos en el panteón familiar. Ese día Cristopher se despertó enfermo. Sus padres le aconsejaron quedarse en casa y no opuso ninguna resistencia. No es que no

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le importasen sus familiares, es que ese lugar le producía escalofríos. Tantas tumbas y lápidas. Se despidió de sus padres y su abuela y se quedó solo en la casa. Se dirigió a su cuarto y entrecerró la puerta. No había nadie en la casa. Nadie salvo él. Al menos se había librado de ver ese paisaje de muerte. Con ese reconfortante pensamiento, se tumbó en la cama dispuesto a leer un libro. Pero en cuanto lo abrió y leyó las primeras páginas, sus ojos se cerraron del cansancio. No había dormido bien y necesitaba descansar. Se reacomodó en su cama y dejó el libro en la mesilla. Era todavía de día. La noche pronto se cerniría sobre él con su oscuro abrazo. Eran las once de la noche. Cristopher se despertó sin mucha gana, como arrancado de su sueño. Se levantó y salió al pasillo. No habían vuelto todavía. Se dirigió al interior de su cuarto de nuevo y cerró la puerta. Su rostro había cambiado drásticamente. Estaba pálido y ya no albergaba rastros del sueño anterior. Se dirigió precipitadamente hasta su cama y se arropó. Como la noche anterior, las ramas llamaron a su ventana, esta vez, con más insistencia. Le pareció volver a ver aquella sombra; esta vez deslizándose por su habitación. Contuvo el aliento. Después de varios minutos, no volvió a ver nada. Aflojó los músculos y se convenció de que todo era producto de su imaginación. Al cabo de un rato sintió algo frío cerca de él. A los pocos segundos, algo se clavó en sus entrañas que le hizo abrir los ojos de puro terror y dolor. No pudo gritar. Y aunque hubiera podido, nadie le habría oído. Antes de que se le nublara la vista, se le quedó una imagen grabada para siempre en su mente. Una terrible y perversa sonrisa le observaba con deleite. El cazador había cazado a su presa. Como siempre hacía. |◊◊◊| El individuo empuja la verja que le bloquea la entrada al panteón. Se introduce en él. De entre sus ropas extrae una flor. La deposita en la lápida de Cristopher Kiras. Hoy es 1 de noviembre. Ha pasado un año desde la muerte de Cristopher. Antes de partir del panteón, se gira hacia la lápida de Cristopher y le dedica una aviesa sonrisa. Esa sonrisa. Esa sonrisa que le había dedicado a Cristopher el mismo día hacía un año. Esa sonrisa que acabó con su vida.

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Pasillo Ada Monleón Burguete, 3º B - ESO

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aría observaba el paisaje nocturno mientras oía los llantos procedentes del fondo del pasillo. Los sentía próximos, como si su hermano Samuel estuviera al otro lado de la puerta esperando a que le abriera. Sin embargo, María sabía que la fuente de los llantos no se hallaba al otro lado, con los pequeños pies descalzos y su mantita en el tirador. La adolescente sabía que la puerta del cuarto de su hermano estaba cerrada con llave y que, por eso, el niño se desquitaba ahora dando golpes a la superficie de madera de roble. La joven oyó un rumor de pasos en el pasillo. Decidió levantarse y abrir la puerta con cuidado. Se asomó al oscuro corredor ahora iluminado por una llama tenue proveniente de un candelabro que reposaba en la mano de la señora Laurens. La mujer abrió con llave la puerta del final del pasillo y entró en la habitación. María la siguió, deteniéndose en el marco a observar la misma escena de todas las noches. La señora Laurens, arrodillada, se aferraba a un viejo rosario al que le faltaban la mitad de las cuentas mientras entonaba en susurros vacilantes una extraña oración. María cambió el peso de un pie al otro llamando la atención de la mujer, quien le dijo sin mirarla: -¿Cuánto más durará esto, niña?- su voz era una súplica más que una pregunta. La adolescente bajó la cabeza y esbozó una sonrisa tétrica y repugnante, pues en su boca no quedaban más que barro y dientes podridos. -Hasta que se reúna con nosotros, en el fondo del lago donde nos ahogaste, madre.

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Lágrimas de otoño

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Benilde Candial Dolz, 3º B - ESO

on las nueve de la mañana.Suena el despertador con ese irritante sonido que tanto me recuerda a mi marido y a mi hijo, que siempre me decían “apaga el despertador, por favor, mamá”. Ahora siempre lo dejo sonar un par de minutos solo por el placer de recordar aquellos años cuando no estaba sola. Después de dejar sonar el despertador los dos minutos de siempre, me levanto, bajo las escaleras y me dirijo a la cocina, me preparo un té, voy al salón y me siento en la hamaca que da a la cristalera desde donde se divisa todo el bosque. En esta época está todo precioso, las copas de los árboles están de un color amarillento, rojizo y naranja, que inspira una tranquilidad que calma hasta mi memoria. Recuerdo cuando iba con mi marido y con Daniel por el bosque recogiendo las hojas más bonitas que habían caído de los árboles como lágrimas del otoño. Ahora eso ya es pasado y no hay manera de recuperarlo. Cuando me acabo el té, voy a la cocina, dejo el tazón en el fregadero, subo las escaleras, abro el armario, cojo los mismos vaqueros negros de siempre y un jersey gris, me pongo las botas marrones y no me olvido del abrigo. Cuando estoy lista, cojo las llaves y salgo por la puerta en dirección al bosque para dar una vuelta y despejarme un poco. Después de una hora caminando entre los árboles, me parece ver unas rocas como con forma de tumba, me acerco y, efectivamente, son sepulturas. Nunca las había visto antes. Echo a correr hacia ellas y, cuando llego, me detengo de golpe. En las piedras, colocadas de forma vertical, están esculpidos los nombres de mi marido y mi hijo: Fernando Sánchez y Daniel Sánchez. Por un momento no me lo creo, me agacho y con esfuerzo deslizo hacia un lado la piedra que cubría los cuerpos. Lo siguiente que veo son los rostros de los dos hombres de mi vida. Cuando llevo contemplándolos un rato, oigo a mis espaldas un ruidillo sospechoso pero no le doy la más mínima importancia: al estar en el bosque, podría ser cualquier cosa, una ardilla, un pájaro… Se me hace tarde, me levanto y me despido de Fernando y Daniel hasta el día siguiente. De regreso a casa vuelvo a oír el mismo ruido de antes; ahora sí que ya me parece raro, incluso algo siniestro. Durante los días siguientes hago lo de siempre, solo que ahora, en vez de pasear, voy a reunirme con mi familia, me paso las horas contemplándolos y recordando momentos que afloran dentro de mí cada vez que los veo. Todos los días por el camino recojo todas las flores que puedo aunque escasean al ser otoño. Todos los días que he ido, he oído siempre el inquietante ruido que 7


me persigue desde hace unas semanas. Cuanto más tiempo pasa, más pienso que me andan persiguiendo o me siguen, y no sé exactamente para qué.En el fondo creo que me estoy volviendo un poco paranoica.

Alina Baranescu 1º Bachillerrato H

Un día, me despierto dispuesta a hacer lo de cada mañana: tomarme el té, vestirme y salir a ver a mi marido y a mi hijo al bosque. Cuando he recogido un par de flores, las dos únicas que me he encontrado por el camino, llego al lugar de siempre, me siento en el suelo lleno de hojas y vuelvo a oír el ruido, pero, en esta ocasión, más fuerte que nunca, más cerca que nunca, justo detrás de mí. Al volverme, me encuentro con un hombre de rasgos orientales con un arco de madera bien pulida apuntándome al corazón. Al cabo de unos segundos me encuentro tirada en el suelo. Sé que va a ser justo ahora cuando por fin me reúna con mi familia después de tan largo tiempo.

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La tumba Clara Grau Rivera, 3º B - ESO

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¿

lguna vez te has sentido vivo aun estando muerto? Yo sí.

En una noche con luz de luna llena, unas amigas y yo fuimos al cementerio de la ciudad. ¿A qué? Era la noche de Halloween y habíamos decidido ir a pasear un rato por allí y contarnos historias de terror. Parecía una idea bastante descabellada, pero no lo pensamos mucho en ese momento. Un compañero de clase nos lo propuso y no dudamos en decir que sí. Nos juntamos con otros amigos del instituto y nos adentramos en la oscuridad del cementerio. Las únicas luces que teníamos eran las de las linternas y la luz de la luna. “Aquí está bien”, dijo un chico. Nos paramos en una plaza rodeada por varios panteones. Se podía vislumbrar alguna estatua y descifrar algún que otro nombre, pero no mucho más. Nos acomodamos para empezar con nuestra velada de miedo. El mismo chico que había decidido el lugar en el que sentarnos comenzó a contar una historia. ¿Daba miedo? Pues sí. Quizá por el ambiente y su cuidada entonación. Daba mucho miedo. De repente oímos unos pasos muy pesados avanzando lentamente hasta nosotros y una voz masculina que nos decía a gritos que saliéramos de nuestro escondite. Nos pusimos todos en pie y echamos a correr en todas las direcciones. Se suponía que no podíamos estar allí pues el cementerio está cerrado por las noches y nos habíamos saltado la prohibición de entrar en él. -¡Salid de vuestro escondite, sanguijuelas!- chilló la voz de un guardia de seguridad. La voz del vigilante se oía potente, eso quería decir que estaba cerca de mí. Me escondí para que no me pillase y, entonces, pasó a mi lado. Me miró pero siguió su camino sin prestarme atención alguna. ¿Por qué? Salí del escondite que había elegido unos instantes antes. No entendía por qué no me había dicho nada. Era como si no me hubiera visto. “Pero es imposible”, me dije a mí misma. Iluminé el camino con la linterna que había llevado y comencé a buscar la salida. No había nadie, se habían marchado todos y me encontraba sola en medio de aquel cementerio escalofriante. Se oía de fondo el rumor de las hojas

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que se movían por la suave brisa de la noche y la voz de algún búho. No me di cuenta de que tenía una lápida delante. Iba tan distraída que me tropecé con ella. En cuanto me levanté, pude leer el nombre: Alma Montes 1995-2001 “No es posible”, pensé. “No es posible que yo esté muerta”. Solté la linterna y di un paso hacia atrás. Me miré las manos, las tenía blanquecinas, como las de un fantasma. “Esto no me está pasando, es una pesadilla”. Intenté tranquilizarme; sin embargo, todo fue en vano.

Naroa Benito López 1º Bachillerrato H

Seguí andando, alejándome de aquella lápida que mostraba mi nombre. Antes de darme cuenta, atravesé con todo mi cuerpo el tronco de un árbol cercano a mí. Supe entonces que no era una pesadilla, que llevaba muerta diecisiete años.

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Sola bajo tierra Marina Bernal Martorell, 3º B - ESO

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¿

ué se puede hacer en el puente del Pilar si no estás en Zaragoza?

Irte a Roma. Eso es lo que hicimos. Cogimos el primer vuelo barato que vimos y nos lanzamos para allá. A mi padre siempre le ha fascinado lo antiguo, por eso, el segundo día, propuso ir a las famosas Catacumbas de Roma, bajo la Vía Appia. Como queríamos vivir la experiencia con un poco de intriga, hicimos una visita nocturna por las sepulturas. Todo ahí abajo estaba oscuro, iluminado solamente por una tenue luz con la que apenas podías ver donde pisabas. El recorrido era muy largo. Había hasta 17 kilómetros para moverte de un extremo a otro y recorrerte la catacumba una y otra vez. Todo aquello era de piedra y, mientras ibas avanzando, en las paredes se podían observar nichos rectangulares de diferentes tamaños, donde quedaban enterrados cadáveres con más de 1500 años de antigüedad. Había un camino largo y estrecho, de aproximadamente dos metros de altura. Llegamos hasta una zona laberíntica de criptas, las cuales se ensanchan formando cubículos donde se enterró a los muertos por martirio. De repente, se escuchó un extraño ruido, como cuando saltan chispas de una hoguera, pero no le dimos importancia. Seguimos el camino y treinta segundos después hubo un cortocircuito. Se apagó la luz. No sabía dónde estaba mi familia, ni siquiera los oía. No tenía ni idea de dónde me encontraba ni de cómo salir de ahí, y estaba demasiado asustada como para gritar y llamar a mis padres. Estaba sola. Siempre había temido quedarme sola, pero esta vez fue realmente la peor de mi vida. Encendí mi móvil y puse la linterna, es lo único que podía hacer. La cabeza me daba vueltas y no sabía hacia dónde dirigirme y, para colmo, había dos túneles por los que ir y no sabía por cuál se llegaría hasta la salida. Cogí el camino de la izquierda. Anduve más o menos dos kilómetros hasta llegar a unas escaleras de piedra en forma de caracol que parecían no acabar nunca.Cuando llegué abajo, estaba en una enorme galería. La luz del teléfono no alcanzaba a alumbrar muy lejos, así que no pude ver nada de lo que había. La batería del móvil se estaba acabando y todavía no había descubierto qué era esa sala. Alcé la vista. Arriba, en la pared de roca, había algo escrito, las letras no se distinguían bien y costaba bastante entender lo que ponía. Al final, pude leerlo "Caro Data Vermibus". Parecía estar 11


escrito a mano con un punzón desde el inicio de la construcción de las catacumbas. No tenía ni idea de lo que significaba aquello y un extraño ruido comenzaba a sonar en mi cabeza. Pensaba que me había vuelto loca y que estaba escuchando sonidos que no eran reales, pero, cuando iluminé el suelo, vi miles de cadáveres apilados unos encima de otros y, de repente, millones de gusanos saliendo de ellos. La galería se empezó a llenar y notaba cómo me subían por las zapatillas y, después, por las piernas. El móvil se apagó y, con ello, la única luz con la que más o menos podía saber dónde me encontraba. Eché a correr. Fue lo primero que se me pasó por la cabeza, no podía hacer otra cosa. Ahí estaba yo, corriendo a oscuras sin rumbo por las catacumbas más antiguas de toda Europa. No sé cuánto rato estuve, pudieron ser horas. Corriendo, andando, llorando, gritando, llamando… Asustada, choqué con algo.

Nerea Carrasco Moraz 1º Bachillerrato H

Una blanquísima luz me alumbraba a la cara hasta casi dejarme ciega. A lo lejos pude distinguir la luz de la calle y a quien me estaba iluminando. No me lo parecía pero había pasado un día entero desde que entramos ahí por primera vez. Era una guardia de seguridad y, detrás de ella, toda mi familia. Estaban buscándome. Nunca comenté nada de lo ocurrido, tuve tanto miedo por lo que me había pasado que pensé que no había estado tan asustada nunca. No me había atrevido a contarlo. No me había atrevido a contar lo que me pasó en la ciudad de Roma. Hasta ahora.

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Mis botas manchadas de barro

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Noa Sui Valdivielso Gómez, 3º B - ESO

bservé mis suelas de los zapatos, estaban manchadas de barro como siempre; sin embargo, me daba cuentade que, tras cada paso, la huella no quedaba marcada en el suelo. Mis pisadas se desvanecían. Me sucedía esto desde aquel accidente en el puente del pueblo: me había convertido en un fantasma. Y tenía algo pendiente, algo que me quedaba por hacer para morir en paz. Tenía que enviarle la carta a Julián. Julián es mi mejor amigo, casi como un hermano. Ese día, el del accidente, pretendía mandarle una carta por correo pues unos días antes habíamos estado discutiendo por un malentendido que prácticamente había roto nuestra amistad. Todo iba perfectamente hasta que llegué al puente. En el pueblo lo llamamos “el Puente de los Espíritus”porque,según la leyenda, dos enamorados quedaron atrapados en este puente, que se encuentra entre el cementerio y el pueblo.Estaba decidida a cruzarlo para poder llegar a la oficina de correos cuando sentí las manos de una persona que me tapaba los ojos.No podía moverme, no podía gritar, no tenía ni la más mínima idea de qué estaba pasando. Pero lo peor es que, después de aquello, nadie supo más de mí. Así que hoy, día dieciséis de agosto de milnovecientosochentay nueve, estoy decidida a intentar comunicarme de nuevo con Julián. Camino junto al cementerio y puedo ver las lápidas grises muy cerca. Y al fondo, la oficina de correos. Sigo andando y de repente veo a Julián. Él también me ve a mí. Y entonces me doy cuenta. Me doy cuenta de por qué nunca nadie me creyó cuando dije que Julián había hecho trampas en el juego de las chapas, que no podía encontrarle en el juego del escondite y que nunca, nunca me había dejado sola. Julián era mi mejor y mi único amigo invisible.

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Este pequeño relato tiene un enganche por dentro. Una vez que lo leas no podrás dejarlo. ¿Vas a continuar? ¿Si? ¿Estás seguro? ¿Y si no acaba bien? Está bien, en ese caso te recomiendo que no lo leas en un lugar tenebroso como en tu desván… Puedes leerlo en el sofá o en cualquier sitio que sea cómodo… ¿ya? ¿Preparado? ¿Tan rápido? En ese caso, será mejor que empecemos.

La tinta

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Ignacio Sánchez Ferrero, 3º D - ESO

sta historia ocurre en un pequeño pueblo muy lejos de aquí, lejísimos… Un pueblo alegre a pesar de sus escasos habitantes. Si te lo imaginas un poco, podrás ver a la izquierda del pueblo la choza del leñador; a la derecha, el cementerio, y un poco más arriba, en lo alto de la montaña, el castillo del antiguo conde ahora deshabitado a excepción de unas pocas arañas y ratones. Basta ya de presentaciones y dirijámonos al mes en el que los decesos del pueblo fueron alarmantes. Mejor aún, retrocedamos aún más y conozcamos las leyendas que se transmitían de boca en boca. Hay que decir que algunas no eran ciertas pero otras se fueron confirmando a lo largo de los años como la de las Damas Blancas, que acuden a tu lugar de muerte segundos antes de abandonar este mundo. Claro está que, si tienes una muerte rápida, no vienen a buscarte, pero al cabo de un tiempo vas tú a ellas porque te llaman con su dulce voz… ¿Un poco gélido? No te preocupes porque la historia no ha hecho más que empezar. Aquel día David, Belio, Jonás y Martín volvían de ayudar al tío de David con los terneros. Una de las vacas se había perdido y el tío de David había pedido ayuda a su sobrino para buscarla por las montañas. En cuanto les expuso el problema, los chicos decidieron echar una mano a quien siempre les había dejado jugar en sus campos y con su ganado. Además, entre cuatro sería fácil encontrar a “Romana”, esa vaca con ansias de conocer mundo que siempre desaparecía cuando alguien dejaba el cercado abierto. No tardaron mucho tiempo en encontrar su cadáver en una orilla del río que atravesaba el valle donde se encontraba el pueblo. Más arriba del río se podían ver unos peligrosos barrancos que se perfilaban contra la verde ladera.

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Volviendo de la búsqueda del animal, les sorprendió la visión de humo en la casa del leñador. No es muy extraño que salga humo de una casa pero sí que lo es si la casa lleva un centenar de años abandonada. Acercándose al edificio, se quitaron las mochilas y, en vez de coger el estrecho camino que serpenteaba hasta la loma, subieron por la parte de atrás, ocultados siempre por pequeños setos de arbustos que crecían por la ladera. Sobre las siete y media de la tarde llegaron a la cima y se situaron detrás de la vivienda. La casa del leñador era una construcción de dos pisos y tejado, ahora medio derruido. Los cuatro miraron al interior y vieron un panorama un tanto extraño: la puerta al fondo a la derecha, un armario y un anciano escribiendo sobre un pergamino, utilizando una pluma de pavo y un frasco de tinta roja. El viejo se levantó y subió las escaleras al segundo piso. David, sin dudarlo, se acercó hasta la ventana y vio escrito el nombre del panadero: “Renato”. Las letras eran góticas, una verdadera obra de arte, como las de los manuscritos de la Edad Media. En las paredes colgaban varios pergaminos del mismo estilo con los nombres de “Nicola”, “Cotielo” y “Arnaldo” y algunos dibujos de animales como ovejas, vacas y caballos. Al escuchar ruido, se volvió rápidamente a donde le esperaban sus amigos y les contó lo que había visto. –¿Cómo? ¿Cotielo? ¿No se murió la semana pasada? –preguntó Jonás. –¡Ahí va! Yo conozco a un Nicola, uno de los mineros del valle vecino, que murió en un accidente en la mina hace un mes. –¿Y Arnaldo no era el nombre del ferroviario que enterraron hace dos semanas en Bastión? –¿Se dedicará el viejo a hacer esquelas? ¿Qué nombre estaba escribiendo en este instante? – Jonás –respondió David Un silencio cayó sobre los cuatro amigos. Todos miraban a Jonás con miedo y temor. Aunque no les dio mucho tiempo para pensar sobre ello, porque el anciano apareció en la puerta con una escopeta y les apuntó con ella. Salieron corriendo cuesta abajo y a los cien metros se oyó una detonación y Belio cayó herido. –Martín, quédate aquí cuidando a Belio y busca ayuda. Y, sobre todo, no dejes que se acerque ninguna Dama Blanca –gritó Jonás. Jonás y David subieron la cuesta hasta la casa, pero al llegar arriba encontraron la puerta abierta y la vivienda vacía. Solo pudieron ver una sombra encorvada corriendo rápidamente hacia el cementerio del pueblo que se encontraba cerca. No supieron si llevados por la ira de que alguien hubiese herido a

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un amigo o por otro sentimiento, decidieron seguirle. Llegaron a las puertas del cementerio, que estaban abiertas. Antes de entrar, David recordó que ese mismo día, 1 de noviembre, se celebraba el Día de las ánimas.

Christopher Gyan 1º Bachillerrato H

El cementerio siempre había sido uno de los lugares más viejos del pueblo. Se contaban historias de ánimas de muertos que vagaban por la noche porque habían hecho alguna promesa que no habían podido cumplir en su vida. Y, por supuesto, las Damas Blancas se paseaban entre las lápidas manteniendo el orden y velando para que nadie profanara las tumbas. David y Jonás entraron corriendo, pero se pararon cuando les embargó un sentimiento de miedo que les atenazaba el pecho. Siguieron avanzando hasta que una nube baja se interpuso entre ellos y su perseguidor. Como no veían nada, se sentaron encima de una lápida y esperaron a que la niebla se levantase cuando la primera Dama Blanca apareció. Portaba un vestido blanco y en su cuello llevaba una medalla en forma de lagarto, símbolo de la muerte y que solo se ponían cuando iban de cacería. David y Jonás salieron corriendo a tientas, pero David, que era el más rápido, dejó enseguida atrás a Jonás. Tras un largo rato encontró al anciano pegado a una pared de un panteón y sin respirar. David se volvió y llamó a Jonás, pero solo le respondió el silencio. El silencio y la muerte escrita.

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Algo ha pasado en el cementerio Isabel Aguado Joven, 3º D - ESO

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e llamo Karen Evans, tengo 14 años y se podría decir que mi vida en estos días se ha vuelto un tanto extraña, y mira que de normal ya lo es. El miércoles 31 de octubre se cumplieron diez años desde que a mis padres les trasladaron a la nueva mina y nos vinimos a vivir a este pacífico y apartado cementerio perdido entre las montañas. Os preguntaréis qué hay más extraño que vivir en un cementerio…pues bien, os lo voy a contar: Era por la mañana y, como hacía un día espléndido, decidí ir a explorar las minas abandonadas, como tenía por costumbre. Llevaba dos horas andando cuando llegué a la antigua mina de diamantes, a esa que llevaba observando y estudiando desde hacía días, a esa a la que no me atrevía a entrar, a esa a la que mis padres me habían prohibido asomarme. Pero hoy, hoy me sentía más fuerte y valiente que nunca a pesar de los pensamientos encontrados que se hallaban en mi cabeza; así que cogí mi mochila, sucia y maloliente, y me adentré en las oscuras y tenebrosas galerías. Llevaba un rato caminando cuando, al dar un paso, sentí que una fuerza extraña retumbaba bajo mis pies. Por fin recuperé el conocimiento y pude ponerme en pie. Tras diez o veinte minutos andando, encontré la salida. Una vez fuera, vi que estaba anocheciendo y me di cuenta de que debía de llevar horas ahí dentro. Decidí que lo mejor era apresurarme en regresar a casa. Durante el camino iba pensando cómo le iba a explicar lo sucedido a mis padres si ni yo misma lo sabía. Al llegar, lo primero que vi fue la imagen de mi padre abrazando a mi madre, que lloraba desconsoladamente. Un impulso interior me obligó a ir corriendo y fundirme en ese bonito abrazo, pero algo hizo que mis padres se separaran y se asustaran. Pensé que me iban a soltar otro de sus sermones; sin embargo, mi padre fue corriendo a llamar a Frederick, el vigilante del cementerio. Me acerqué a ver lo que sucedía y les oí hablar sobre la extraña sensación que había sentido cuando estaban abrazados. Yo, que estaba pensando que era una broma y que simplemente me ignorarían durante unos minutos, decidí que lo mejor era pedir perdón. Cuando lo hice parecía como si no hubiese pasado nada, y mi padre y Frederick seguían a lo suyo. Entonces me enfadé, me enfadé muchísimo, y pegué un grito tremendo. Así que todos se callaron y un incómodo silencio se hizo en el cementerio. Miré a mi padre, parecía asustado. Tras unos minutos, mi madre,

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que también parecía haber oído el grito, se acercó a la caseta de la entrada y abrazó a mi padre. Este dijo que iba a buscarme. Yo estaba atónita y no paraba de decirles que ya no hacía gracia. Pero mi padre se calzó las botas, cogió la escopeta y se adentró en el bosque. Yo, viendo que no me iban a hacer caso, decidí irme a dormir pensando que al día siguiente ya se les habría pasado el enfado y que nos pediríamos perdón mutuamente.

Neida Val Genzor 1º Bachillerrato H

Hoy por la mañana, cuando me he levantado, no era un día normal… Mis padres se habían puesto los trajes que suelen ponerse para recibir a las pocas personas que vienen a enterrar a sus familiares. Pero, a diferencia de esos días, hoy el cementerio estaba lleno de amigos y familiares que hacía años que no veía. Entre toda esta multitud he visto a mi amiga Evelyn, así que he corrido a darle un fuerte abrazo. Esta se ha asustado y ha ido corriendo a abrazar a su madre, que lloraba junto a la mía mirando un ataúd. Un ataúd en el cual estaban grabadas las iniciales K. E.

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La promesa

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Pablo Tello Gracia, 3º D - ESO

uando paso cerca del cementerio de Torrero, tengo la sensación de que un escalofrío recorre mi cuerpo al saber que es la casa de los muertos. Dicen que antaño en ese lugar se levantaba un imponente palacio donde residía gente muy adinerada e importante de la época. Solo con pensar en eso te vienen muchas cosas a la cabeza. Una fría mañana de invierno, pasé cerca de él en autobús de línea. Era una mañana característica de aquí, con mucha niebla cerrada. Apenas se veía nada. Una esbelta y bella joven subió al autobús y se sentó en el asiento contiguo al mío. Sonreía, pero su cara delataba profunda tristeza. Era de tez pálida. Quizá por las horas tan tempranas que eran, imaginaba que era reflejo de haber madrugado como yo para ir al instituto. Me dijo: “Buenos días”. Yo le contesté educadamente y al instante me preguntó: “¿Me harías un favor? ¿Una promesa? Yo, con estupor, tras la duda inicial, le dije un lacónico…”Bueno, ¿cuál?”, pregunté extrañado. “Verás…” –me dijo–“Vivo cerca del cementerio y los vigilantes nocturnos cuentan que ven a una hermosa mujer vagando por los muros del cementerio, paseando por ellos, sobre todo con luna llena”. “Ahhh…”–espeté yo. Ella prosiguió: “La aparición tiene una expresión melancólica y triste en su delicado rostro, va vestida de blanco y puesta una capa de color azul intenso. Se dice que está pagando una penitencia y que no podrá descansar en paz por lo infeliz que fue hasta que un joven de buen corazón le prometa que llevará un ramo de rosas a su tumba y que siempre se acordará de ella”. “¿Y por qué, qué hizo para eso? ¿Tan perversa fue?”–le pregunté entre intrigado e irónico. “Verás, cuenta la leyenda que pertenecía a una familia muy importante y adinerada, con la mejor reputación de la ciudad. La muchacha era la hija menor de sus padres y tenía prohibido ir con hombres hasta que hubiera sido debidamente presentada en sociedad. Pero conoció a un apuesto joven y quedó prendada de él y se enamoró. Él le prometió amor eterno y que se casarían tan pronto como volviera del servicio militar. Pasaron una noche juntos y él se marchó, pero olvidó su promesa y terminó casándose con una mujer de gran

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fortuna. Al enterarse, ella se quiso morir y, sobre todo, al darse cuenta de que se había quedado embarazada. Ya sabes que en aquel tiempo era lo peor que le podía pasar a una mujer, ser madre soltera. Pero al nacer, su bebé murió y ella cayó en una gran depresión. Fue envejeciendo y debilitándose como consecuencia de la tristeza, hasta que un día no volvió a abrir los ojos. Estaba muerta pero su espíritu jamás podría abandonar aquel lugar. Desde entonces, se dice, no para de deambular y pasear por donde esperaba el regreso de su amado y solo podrá encontrar el descanso eterno cuando un joven de buen corazón le prometa que llevará un ramo de rosas a su tumba y que siempre se acordará de ella”. Estábamos llegando ya cerca de mi parada del instituto y, no queriendo ser descortés, le indiqué que estaba encantado de conocerla pero que debía bajarme en la próxima parada. Ella me sonrió y, cuando ya estaba casi bajando del autobús, me dijo: “¿Me lo prometes? ¿Lo harás por mí?”… Me quedé helado, sin saber qué hacer ni decir… Ya en la parada, una señora me recriminó que hablara solo en el autobús y que cómo estaba la juventud de hoy en día. Decidí cumplir mi promesa y cada día que pasa me acuerdo de ella. Espero que descanse ya en paz.

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Paula Díaz Rincón 1º Bachillerrato H 21


Un día cualquiera

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Jorge Ezquerra Monge, 2º A - ESO

uenos días, buenas tardes o, quizás, buenas noches.

No sé por qué has reparado en este relato. Tal vez los estés leyendo todos o puede que hayas abierto el libro y te hayas encontrado con él por casualidad. No lo sé, pero sea cual sea la razón por la que estás leyendo esto, me veo obligado a contarte la historia de un sábado, de no importa qué mes, y de un hombre sentado al piano. Eran las 21:45 de algún día de 1982 en el Solve Restaurant, un restaurante frecuentado por famosos cantantes y músicos. De repente, entraron Amanda Baldovinos y Valentín Murillo, la pareja del momento. -Disculpe, camarero. -¿Qué sucede? -Teníamos reservada mesa para dos. A nombre de Baldovinos. -Claro, señora. Acompáñenme, por favor. La joven pareja se sentó a la mesa que les habían preparado y de repente empezaron a escuchar una alegre melodía. Al girar la cabeza, vieron a un hombre tocando un piano de cola. -Valentín, quédate ahí sentado, que te conozco. -De acuerdo Amanda. La cena prosiguió tranquilamente hasta que escucharon al pianista cantar una canción. Concretamente, unos versos que decían: Ella siempre temió echar raíces, que pudieran sus alas cortar, y metida en la jaula, la vida se le iba, y quiso sus fuerzas probar. La pareja escuchó hasta el final la canción y, unos minutos después, pidieron la cuenta y se fueron a su casa. A la mañana siguiente, mientras daban su habitual paseo, un camión de bomberos les sacó de sus pensamientos por completo. Siguieron al camión y llegaron hasta el Solve Restaurant, que estaba siendo devorado por las llamas. Rápidamente se percataron de que no todos los empleados habían sido rescatados por los bomberos. Faltaba el pianista. Se lo comunicaron a los bomberos y volvieron dentro. No lo encontraron.

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Cuando lograron apagar el incendio, Amanda y Valentín se adentraron en los escombros del restaurante y hallaron el piano. Cuando lo levantaron con ayuda de los bomberos, encontraron el cuerpo inerte del pianista, sepultado bajo su propio piano. Entre lágrimas y sollozos, Amanda encontró una partitura. El título estaba quemado, y la mitad de las notas también, pero ella supo al instante que se trataba de la partitura de la canción que habían escuchado su marido y ella la noche anterior. Sin decir nada a nadie, se la metió en el bolso y se fue con su marido a casa. Al llegar, le enseñó la partitura a su marido y le dijo que pensaba recomponerla. Tras un año de esfuerzo, Amanda consiguió recomponer la partitura y la publicó como suya bajo el título “Un día cualquiera”. El día de su primer concierto, antes de ir al teatro donde interpretaría la canción, fue con su marido a las ruinas del Solve Restaurant, donde enterró la partitura. Nada más hacerlo, Amanda escuchó una voz que decía: Hay un hombre aferrado al piano, la emoción empapada en alcohol. Y una voz que le dice, "pareces cansado", y aún no ha salido ni el sol. Al escuchar esa voz, Amanda sintió que un escalofrío recorría su cuerpo, pues aquella no era otra que la voz del pianista. Se giró para mirar detrás y lo único que pudo ver fue a su marido yaciendo, y un hacha que dictaría el final de su vida. *

*

*

¿Y bien? ¿Te ha gustado el relato? ¿Te ha sabido a poco? Bueno, si es que te has quedado con ganas de más, estás de suerte, porque voy a contarte algo más, y si resulta que no te ha gustado, pues te aguantas, porque sabes que no vas a poder dormir hasta que lo leas (Y después, tampoco). En fin, vamos allá: Cuentan que, si vas a las ruinas del Solve Restaurant el día dos de noviembre, podrás oír las almas de Amanda y Valentín, pero te advierto que si escuchas la frase “Y aún no ha salido ni el sol”, ten por seguro que no volverás a poder leer nada nunca más. ni tocar, conocí en profundidad, termino este diario, con la esperanza de que nuevos pobladores lo lean y aprendan de nuestros errores. Como última persona en la Tierra, saldré a contemplar la noche estrellada y a esperar mi viaje.

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Noche en el cementerio

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Adrián Alegre Sánchez, 2º E - ESO

ohn se despertó con un enorme dolor de cabeza, mucho frío y desorientado. Era la víspera de Todos los Santos, no recordaba nada.

Miró su reloj y no funcionaba, estaba parado y el cristal roto. Se levantó y se sorprendió al ver que era de noche y estaba solo en un cementerio. Al principio no le dio importancia, pensaba que era un sueño, se dio unos cuantos pellizcos y la angustia se fue apoderando de él, al parecer no era real. Estaba nervioso y preocupado preguntándose cómo podía haber acabado allí. Palpó los bolsillos en busca de su móvil, pero estaban vacíos. El corazón no paraba de palpitar velozmente; entonces, tras una pausa para recordar y pensar qué hacer, se dispuso a buscar una salida de aquel oscuro y lúgubre lugar. John se consideraba una persona inteligente, aunque era propenso a ponerse muy nervioso. Tenía mucha imaginación y se pasaba la mayor parte del día pensando en cosas fantásticas. No tenía problemas, era feliz, llevaba una vida tranquila. Era hijo único y sus padres le amaban como a nada en el mundo. Solía meterse en problemas debido a su actitud impulsiva. Esta situación le llevaba hasta el límite, solo le tranquilizaba el hecho de que podía hallar alguna salida. Caminaba lentamente tocando las paredes del cementerio, estando alerta a cualquier ruido o movimiento, mirando a todos los lados. De repente, tropezó con un objeto en el suelo. Se asustó y se puso todavía más nervioso. Gracias a la tenue luz de las escasas y antiguas farolas, pudo ver que se trataba simplemente de una paloma tirada en el suelo. “La pobre habrá muerto por el frío que hace”, se dijo a sí mismo. John notó algo raro en la paloma, se quedó mirándola fijamente y esta dio tres fuertes aleteos y torpemente echó a volar, chocándose contra él. Asustado, no pudo evitar dar un grito. Estuvo media hora llorando por el susto y por la probabilidad de quedarse allí toda la noche expuesto a quién sabe qué peligros, helado de frío, asustado, indefenso… Decidió levantarse y proseguir su camino, esta vez con más empeño y velocidad. Tras la larga búsqueda, divisó una valla con un candado y cadenas, era la puerta. Intentó escalarla pero arriba había unos pinchos afilados y no podía saltarla. Tampoco podía forzar el candado ni romper las cadenas. Pero, ¿cómo podía haber entrado si la puerta estaba cerrada y los muros podían llegar a medir cuatro metros de alto? Desesperado, siguió pensando qué hacer, pero de pronto vio dos faros que

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se aproximaban hacia el cementerio, tenía que hacer algo para llamar su atención. Gritó con todas sus fuerzas, pero fue en vano, el coche pasó de largo con la música a tope ignorando su presencia. Sin fuerzas, se sentó en el suelo a esperar el amanecer pensando en el disgusto que tendría su familia. De pronto, oyó unos pasos que se aproximaban lentamente, no sabía de qué lugar procedían. El miedo, la angustia y la inseguridad se apoderaron de John. Le temblaban las piernas, se le erizaron los pelos de la nuca, le recorrió un escalofrío por todo el cuerpo. Los pasos se acercaban dejando atrás el deseo de que fuera un sueño. Pisadas fuertes, las hojas crujiendo debajo del calzado del misterioso hombre, aproximándose, con cada paso aumentaba el nivel de angustia de John, cada vez estaba más cerca… Una voz ronca se dirigió a él hablándole en un idioma extraño. De pronto, risas, palabras sueltas seguidas de gemidos, movimientos bruscos… El pánico se iba apoderando de John, pero este, por puro instinto, se levantó y echó a correr gritando y pidiendo ayuda. No obtuvo respuesta, los pasos y la voz no se alejaban. Lloró, gritó, corrió. Aquella pesadilla no cesaba, hasta que, en tal punto de desesperación creyendo enloquecer, los ruidos desaparecieron y amaneció. Un coche se paró en la puerta del cementerio. Apareció un cura con su monaguillo, quienes seguramente vendrían para preparar el día de Todos los Santos. John se dirigió hacia ellos para que le ayudasen. Les escuchó hablar y decían algo de un joven asesinado la semana pasada con un golpe en la cabeza. Al oír esto se impresionó y vio que en sus botas tenía sangre fresca cayendo de su frente, se tocó y descubrió que tenía los dedos empapados de sangre. Pidió ayuda al cura diciendo que estaba sangrando, pero este le ignoró como si John no estuviera. Siguió insistiendo para que le ayudara, pero su reacción fue la misma. De pronto se volvió y descubrió una tumba con su nombre: había muerto hacía una semana.

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Noche en el instituto

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Inés Lázaro González, 1º A - ESO

runo seguía a su profesor de Ciencias por los pasillos del Goya. No se lo podía creer. ¡Le habían castigado y él no había hecho nada! Cuando en clase de Ciencias su profesor, Joaquín, le había preguntado por los deberes, Bruno le había dicho la verdad: que su perro Rufo se los había comido. Pero, inexplicablemente, Joaquín se había enfadado muchísimo, y ahora Bruno le acompañaba mientras recorrían el tercer piso hasta llegar al despacho del profesor. -Vas a quedarte toda la tarde limpiándolo -ordenó Joaquín-. Bruno escuchaba observando los fríos ojos grises de su profesor, el colgante en forma de estrella que sujetaba temblorosamente con sus callosas manos y los pelos que le salían de la nariz. -¿Me has entendido? ¡Y ni se te ocurra entrar ahí! señalando una puerta de madera carcomida. -¡Sí, señor! -contestó Bruno y se quedó solo en la estancia. Escuchó los gritos de los alumnos que salían del instituto, alegres de volver a sus casas. Suspiró y comenzó a limpiar. Media hora después, la tripa le empezó a rugir de hambre. Pensó en las deliciosas barritas de chocolate que vendían en la máquina del segundo piso y recordó una moneda de dos euros que reposaba en el bolsillo de su abrigo. Rápidamente la sacó, pero se le escurrió entre los dedos y desapareció, rodando, debajo de la puerta de madera. La puerta crujió al abrirse. Bruno observó que estaba en una especie de laboratorio. No perdió tiempo y se dispuso a buscar su valiosa moneda cuando escuchó a sus espaldas: -¿Quién eres? Bruno se volvió y vio a una chica más o menos de su edad, de doce o trece años. Tenía una larga melena rubia recogida en una coleta y ojos azul cielo, llenos de curiosidad. -Soy Bruno -se presentó- y tú, ¿quién eres? y... ¿qué haces aquí? -Me llamo Carolina -dijo con una sonrisa pecosa- y soy la hija de Joaquín. -¿Hija? -repitió él, extrañado.- Si yo pensaba que ese ya tenía niet... Digo... ¿qué haces aquí? El rostro de Carolina se ensombreció de pronto. -Tuvimos una pelea -susurró- y me castigó toda la tarde sin salir.

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-Ya, al parecer es algo a lo que está muy acostumbrado -comentó Bruno. Carolina se mordió los labios, preocupada, como decidiendo qué contar y qué no. -Nos peleamos... -dijo por fin- porque él iba a hacer algo peligroso, muy peligroso, y yo quería detenerle. De hecho, estoy pensando en escaparme para detenerle ahora mismo, pero... necesito ayuda -entonces miró a Bruno significativamente. -Bueno, esto... haré lo que pueda -contestó él pensando en que se estaba metiendo en demasiados líos. -Bruno -dijo Carolina muy seria-, ¿qué sabes de la momia del Goya? -He oído hablar de ella -comentó-. Es de un tipo que murió... ¿en la guerra, puede ser? ¡No sé! Solo sé que la conservan aquí, pudriéndose. -Hay algo que no sabes -dijo Carolina-. Cuando estuvo vivo, ese tipo tuvo una gran fortuna escondida en algún sitio, pero el secreto de su paradero murió con él. Este es el laboratorio de mi padre. Lleva años obsesionado con resucitar a la momia y obligarle a revelar el escondite de su tesoro. Por eso investigó hasta descubrir un antiguo ritual capaz de resucitar a los muertos, para el que necesita un libro muy extraño que se halla en la biblioteca de este instituto y una joya que haya pertenecido a alguien querido por el muerto. La joya ya la tiene, es el colgante en forma de estrella que lleva al cuello. Pero aún no ha encontrado el libro. El ritual solo puede hacerse una noche cada tres años. Hoy es esa noche, por lo que solo tiene hasta las doce para hallar el libro y hacer el ritual, y nosotros tenemos hasta las doce para impedírselo. Porque, si logra revivir a la momia, esta matará a todo el que se encuentre dentro del instituto y, si sale de él, a todo al que encuentre a su paso. Corres tanto peligro como yo, así que elige: me ayudas o mueres -miró a Bruno intensamente. Él le dirigió una mirada decidida y proclamó: -¡No me lo trago! -Carolina puso cara de paciencia y señaló lo que había en el laboratorio: un montón de libros sobre la historia del Goya apilados sobre la mesa, pergaminos antiguos con espantosas imágenes de reencarnación pegadas por las paredes junto con pósteres del Dúo Dinámico, una pizarra en la que, con la letra de Joaquín, estaba escrito: “Cómo resucitar a la momia en tres pasos”. Bruno puso cara de terror y Carolina insistió: -Elige: me ayudas o mueres -Bruno lo pensó un rato y, finalmente, contestó: -La segunda opción no resulta muy tentadora, así que me conformaré

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con la primera. -¿Cómo se titula el libro que estamos buscando? -susurró Bruno. -“Rituales Ancestrales de Resurrección Maldita. Grado Uno” de la editorial Planeta -respondió Carolina en el mismo tono de voz. Ambos buscaban a la luz de una linterna en las polvorientas vitrinas de la sección prohibida de la biblioteca. Bruno siempre había pensado que no les dejaban ir por aquella zona oscura porque los libros eran tan viejos que con solo soplarlos se convertían en polvo. -¡Rápido, hay que encontrar el libro antes de que venga mi padre! -¡Allí! -exclamó Bruno señalando a lo alto de una estantería-. Pero, ¿cómo quitaremos el cristal? -Eso déjamelo a mí -dijo Carolina dándole la linterna a Bruno y comenzando a trepar lentamente por la estantería-. Bruno sintió un escalofrío. La madera crujía conforme ella subía, resonando en la estancia, oscura como la boca de un lobo. Bruno miró a la puerta, a través de la cual podía vigilar el pasillo. Se escuchaban ecos extraños que bajaban por las escaleras del inmenso edificio, cuya inquietante inmovilidad resultaba más aterradora en la penumbra del atardecer. Se sentía como en una película de terror, sabiendo que en cualquier momento podía entrar aquel loco dispuesto a revivir a un muerto y a matarlos a los dos. -¡Ya está! -exclamó triunfante Carolina, dándole un susto de muerte a Bruno. Silenciosamente, había abierto un agujero en el cristal con un soplete, había sacado el libro y había bajado de un salto. De pronto miró la puerta y ahogó un grito: Joaquín, con los ojos grises abiertos de par en par y las manos aferrando con fuerza el colgante, les miraba atónito desde el umbral. Bruno no se lo pensó dos veces. Pegó una patada a la vitrina de al lado. El cristal se rompió. Estiró de un libro rojo y una puerta oculta se abrió. Arrastró a Carolina dentro y la puerta se cerró tras ellos. Miles de ojos vidriosos les miraron en la oscuridad. -El aula de Biología, ¡qué poco me gusta este sitio! -comentó Bruno mirando los animales disecados, inquieto. Carolina lo miraba alucinada. -¿Cómo has sabido lo del libro? -¡Fácil! -respondió-. Una biblioteca terrorífica, un libro rojo... ¡Obviamente se ocultaba un pasadizo secreto! Siempre pasa en las pelis.- Ella sonrió. -Nada es lo que parece -comentó. Por un momento, sus ojos se volvieron tan vidriosos como los de los animales disecados. Bruno notó un agudo

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dolor en la espalda y, antes de que todo se volviera negro, pensó en que era muy extraño que Joaquín hubiera castigado a Carolina pero que no hubiera cerrado la puerta. * * * Todo estaba oscuro. “He muerto”, pensó Bruno. “Joaquín ha revivido a la momia y esta me ha matado. Si no, ¿por qué está todo tan oscuro?”. Entonces cayó en la cuenta de que tenía los ojos cerrados y los abrió. Otra vez oscuridad. Esperó y, por fin, sus ojos se acostumbraron a la poca iluminación. Era de noche. Estaba en el aula de Biología, rodeado de vitrinas con animales disecados. Y a su lado estaba... ¡Joaquín! Tumbado y cubierto de sangre. Muerto. Y enfrente, con una sonrisa malvada, estaba Carolina. Entonces Bruno comprendió todo. Si hubiera tenido tiempo de preparárselo, seguramente habría hecho algo muy peliculero, como señalarle y decir: “¡Túúúú...!” o susurrar dramáticamente: “Eras tú desde el principio”. Pero en ese momento Bruno estaba tan presionado que solo le salió: -¡No me jorobes! -Carolina rio y Bruno vio lo que tenía detrás. Era la momia. -No eres la hija de Joaquín -adivinó él. -No, no lo conozco de nada -dijo Carolina-. Solo me interesaba porque tenía el colgante que yo necesitaba y porque las investigaciones sobre muertos, magia y rituales que guardaba en su laboratorio me resultaban bastante útiles. ¡Y para el ritual también necesitaba un sacrificio humano! Para eso te quería a ti, pero él -señaló a Joaquín- se ofreció voluntario. Sin embrago, no te preocupes. Cuando acabe todo esto, te mataré a ti también. -Estupendo, gracias -ironizó Bruno-. ¿Para qué quieres el dinero? -ella se rio. -Si te digo la verdad, no tengo ni la más remota idea de si ese tipo era rico o no, pero resulta que, según los libros, si lo revivo y bebo su sangre, me volveré inmortal. Y puesto que los médicos dicen que mi enfermedad me matará en uno o dos años, me interesa bastante. Carolina cogió el colgante, el libro y unas gotas de sangre del profesor que puso en la cara a la momia. Empezó a recitar palabras extrañas, cuando de pronto se escuchó una voz por detrás, gritando algo en latín. Con un aullido de dolor, la chica se desvaneció como si fuera polvo. Bruno se volvió y vio a… ¡Joaquín! -¿Pero usted no estaba muerto?-preguntó al instante. -Carolina me clavó un cuchillo en un nervio, lo que me hizo sangrar mucho y me paralizó durante unos minutos, pero no me mató -explicó- ¡A ver si

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prestáis atención en clase! -¿Y Carolina?-dijo su alumno, tembloroso. -La he transformado en espectro y la he encerrado en el cuerpo de la momia. Es inofensiva ahora, pero probablemente dentro de otros tres años posea a alguien para que termine el ritual y la devuelvan a la vida. Y entonces será inmortal. Y ahora, si no te importa, me voy a urgencias antes de que me desangre. Bruno quedó solo, con una gran preocupación: “He perdido mi moneda de dos euros.” * * * Tres años después, en 2018, los alumnos de 1º A salían de la biblioteca, en la que habían pasado la hora de Lengua contando historias de miedo. De pronto, el último en salir se quedó paralizado y, por un instante, sus ojos se volvieron azules. Una voz le dijo al oído: “Busca el libro”.

Juan Rodrigo Sánchez 1º Bachillerrato H

Pero enseguida todo volvió a ser como antes. “¿Qué ha pasado?”, pensó. Se encogió de hombros y siguió por el pasillo. A lo lejos, un chico de tercero de la ESO le observaba. Su nombre era Bruno. Y apretándolo fuerte contra su pecho, llevaba un colgante en forma de estrella.

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Jackeline y Marina Henar García Tejido, 1º B - ESO

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ay unos fantasmas que se aparecen en la noche de Halloween a las personas que tengan algún seis en su fecha de nacimiento. Os contaré la historia: Una niña llamada Jackeline nació el 6 de junio del 666. Estaba maldita para toda la vida. Ella fue creciendo, pero no notaba la maldición. Solo notaba que le gustaba ir al cementerio en lugar de jugar con otros niños de su edad. Los otros niños le pusieron el mote de “la fantasma” ya que pasaba más tiempo en el cementerio que en su casa o con otras personas. Jackeline era pálida, con ojos y pelo de color negro azabache. A ella le gustaba jugar al escondite con sus amigos imaginarios. Su mejor amigo se llamaba Sebastián de la Cruz, un niño que había fallecido justo el día en que ella nació. Sus padres la notaban rara ya que no se relacionaba con otras personas. Solo Jackeline podía ver a sus amigos y por eso la tomaban por loca. Sebastián le dijo que estaba prisionero en el cementerio porque él, sin querer, de pequeño había matado a su padre. Y este le había aprisionado allí y mataría a quien hablara con él porque debería estar dentro de su sepulcro. Jackeline tenía miedo porque ella había hablado con Sebastián. La noche del 6 de junio del 676, Jackeline no pudo dormir bien en su cama con todo lo que le había contado Sebastián. A las 3 a.m. se despertó y vio llegar un espíritu parecido a su amigo, pero de adulto. Era el padre de Sebastián, quien hizo un conjuro a su hermana Marina. El conjuro consistía en que Marina torturara con un cuchillo a su hermana. Marina iba quitando la piel a Jackeline, hasta que poco a poco se desangró y luego, se clavó el cuchillo en el corazón. A la mañana siguiente las encontraron en la puerta del cementerio. Les excavaron una tumba y las enterraron juntas. Desde entonces, se dice que se aparecen en la noche de Halloween a las personas que tienen algún seis en su fecha de nacimiento y que pueden repetir la tortura que acabó con Jackeline. Si tu fecha de nacimiento tiene algún 6 estate atento esta noche; el próximo puedes ser tú.

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Caroline

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Nicolás Savirón Santafé, 1º B - ESO

aroline tenía 13 años, era rubia, de ojos negros como la noche y no muy alta; inteligente y directa al hablar, a veces demasiado, lo que le traía algunos problemas. Tenía un padre llamado Ramón y una madre llamada Rosa, ambos jueces. Eran las doce de la noche. Caroline no podía parar de correr. Apenas sin aliento, podía oír cómo crujían las hojas bajo sus pies, escuchaba el tenue sonido de las campanas de la iglesia acalladas por los latidos de su corazón. Por fin, alcanzó la salida del bosque, miró hacia atrás y pudo divisar entre los árboles una silueta que la observaba. No paró de correr hasta que llegó a su casa y allí se metió debajo de las sábanas. Estaba segura. Sus padres dormían frente a la tele. No salió hasta la mañana siguiente. Era sábado. Sus padres se habían tenido que ir al juzgado. Caroline se hizo unas tortitas, se puso sirope de chocolate y encendió la televisión. Estaba más tranquila, pero recordó la noche anterior y echó el pestillo de la puerta. Tras unas horas, sus padres volvieron a casa. - ¡Caroline!, ¿estás aquí? Ella notó cierta preocupación en sus voces, así que contestó: - ¡Estoy en el salón! Pudo percibir el cansancio en sus rostros, por lo que decidió guardarse para sí misma lo ocurrido en la noche anterior. El día transcurrió con normalidad. El domingo, Caroline se despertó antes de lo normal. Su padre la llamaba: -¡Venga perezosa, que nos vamos al laberinto! Caroline nunca había estado allí aunque era una de las mayores atracciones turísticas de la ciudad. El laberinto se encontraba a las afueras, así que fueron en coche. Su padre puso su disco de los ochenta. Al llegar, sus padres entraron al laberinto y Caroline se quedó esperando en un banco cerca de la entrada. Sin saber por qué, no le gustaba mucho ese lugar. Al cabo de unos minutos se empezó a preocupar por ellos; aunque el camino estaba señalizado, no sabía si se podían haber perdido allí dentro. Decidida e ignorando un fuerte presentimiento, entró. Cuando ya llevaba unos minutos en su interior, percibió cómo se levantaba el viento y agitaba los setos que formaban las paredes del laberinto. La niebla apareció de repente; notó cómo le tocaban el 32


hombro, se giró dispuesta a pelear pero solo era su madre diciéndole: - Vamos, Caroline, parece que va a empezar a llover. En efecto, justo cuando se metieron en el coche, la lluvia ya caía con fuerza. Al llegar a casa, se duchó y se puso a hacer los deberes de Matemáticas. Cuando los terminó, pudo oír cómo su madre gritaba desde la cocina: - ¡Caroline, la cena! Bajó las escaleras corriendo y vio sobre la mesa un gran banquete. Caroline no entendía nada. Cuando su madre salió de la cocina con un bol de palomitas, le preguntó por qué había preparado tanta comida. Su madre no contestó. Su padre desde el salón, le dijo: - A partir de ahora, en la noche de los domingos habrá un festín. Esa noche Caroline y sus padres cenaron de maravilla. El día siguiente era lunes festivo, por lo que invitaron a su primo Harry a comer. Después los dos primos fueron a jugar al fútbol. A Caroline le habría gustado que Harry se quedara a dormir para poder contarle lo que le estaba sucediendo, pero el martes había ya colegio. Mientras sus padres se despertaban de la siesta, Caroline se despidió de su primo y, desde la ventana de la cocina, observó cómo se marchaba. De repente, Harry se detuvo en medio de la calle y se agachó justo en el preciso instante en el que un hacha le pasaba volando por encima. Se levantó pensando que ya había pasado el peligro pero el hacha giró de forma súbita y le cortó limpiamente la cabeza. Furiosa y llena de ira, Caroline salió de su casa sin importarle el peligro que pudiera aguardarle. Cuando se fue acercando al cuerpo de su primo, divisó al fondo de la calle a un hombre encapuchado. Este estaba de espaldas por lo que no la veía. Caroline corrió hacia él y le propinó una patada en la rodilla, el hombre se tambaleó y cuando se giró, la niña pudo ver que era moreno, con una escasa barba negra y unos ojos tan inertes como la mismísima muerte. Entonces, Caroline perdió toda su ira y echó a correr aterrorizada. No paró de correr hasta que llegó al cementerio, en las afueras de la ciudad. Allí se tropezó con una lápida y cayó dentro de una tumba abierta. Postrada sobre la tierra húmeda, divisó una sombra. Incorporándose, vio que correspondía al hombre de tez morena que alzaba el hacha sobre su cabeza y, justo en el preciso instante en que el hacha rozaba su cuello, oyó cómo alguien la llamaba: ¡Caroline, despierta! Vas a llegar tarde al colegio.

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La florista Irene Tello Gracia, 1º D - ESO

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uando uno está en el cementerio tiene una sensación extraña al saber que el sepulcro es la casa de un muerto. Solo con pensar en eso te vienen muchas cosas a la cabeza. Una mañana, mi tía abuela decidió llevarle flores al cementerio a su difunta madre, acompañada de su hermana, que no se negó a la visita. Al llegar se dieron cuenta de que ANA, la mujer que vendía flores, no estaba en el puesto como era costumbre a esa hora. Les dijeron que había ido a la capilla del cementerio. Se acercaron. Tenía un aspecto bastante lúgubre. Los vecinos la llamaban “la capilla embrujada”. De ella decían: “¡Espanta de día y espanta de noche!”, “¡si pasas cerca, no entres!”, “¡Huya del lugar, la capilla está embrujada!”… A pesar de todo, se acercaron movidas por la curiosidad. Entraron despacito, miraron todo lo que había a su alrededor y... “¡Socorrooo!”. Los desgarradores gritos de ANA se oyeron en todo el cementerio. ¡Hasta los gatos corrían espantados! Solo que ANA nunca más volvió aparecer. Su familia le lleva flores. La gente del lugar no para delante de la capilla y nadie se atreve a pasear cerca de allí. Es una capilla solitaria y de aspecto sobrecogedor. Solo los que no conocen la historia de ANA pasean tranquilos por el lugar. Cuentan los vecinos que, a veces, a altas horas de la madrugada, se despiertan espantados por los ruidos extraños que salen de la capilla, acompañados de gritos desgarradores y del llanto de ANA…

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La oscura noche Ainara Pérez Martínez, 1º D - ESO

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a nieve caía cuidadosamente. Solo unos pocos copos conseguían traspasar las pequeñas rendijas de las ventanas. Los árboles blancos dejaban caer unas pequeñas gotas a los ciudadanos que paseaban por las tranquilas calles. Una de las cosas más curiosas es que era otoño y de normal para estas fechas aún quedaban visibles los llamativos colores de las hojas otoñales. Un pequeño copo despertó a Lizzie. Llevaba esperando ese día desde que habían terminado las vacaciones. Era Halloween, uno de sus días favoritos. Como de costumbre lo primero que hizo fue peinar su larga melena, que llegaba hasta su cintura; después eligió la ropa que se iba a poner para el instituto. Ella cursaba 1º de la ESO en el Liceo Louis-le-Grand, uno de los prestigiosos colegios que había en su ciudad, París. Hacía varios días había quedado con sus amigos, Alessia, Alice, Catherine, Albert, Víctor y Adrien, para pasar la terrorífica noche de Halloween en las catacumbas. Se decía que ahí reposaban los antiguos espíritus de la ciudad. Tenían pensado, después de salir de clase, ir a jugar a truco o trato. Pasada la mayor parte de la noche, irían a las catacumbas con sacos de dormir, comida y bebida, linternas con pilas de recambio y farolillo. También cogerían los móviles para emergencias... Iba pensando en todo esto cuando de repente sonó el timbre que anunciaba que iban a comenzar las clases. El día pasó muy lento, pero ¡por fin! oyó la campana de salida. Corrió a recoger sus cosas y se fue lo más deprisa posible para que su madre le pudiera hacer el maquillaje. Este año se iba a disfrazar de la niña del pozo. Un disfraz que le había costado mucho conseguir. Cuando su madre estaba a punto de terminar, sonó el timbre indicando que sus amigos ya estaban allí. Su hermana mayor abrió la puerta e invitó a todos sus amigos a que pasaran. Tuvieron que esperar a que se pusiera el disfraz y se preparase su bolsa con su saco de dormir, varias mantas, diez linternas y cinco farolillos grandes, además de la bolsa de los dulces. Salieron de su casa y se dirigieron a las casas que quedaban en su recorrido hasta las catacumbas. Habían llenado todas las bolsas cuando terminaron con la última casa…

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Llegaron a la entrada y bajaron los ciento treinta peldaños de la escalera. En el subterráneo hicieron un campamento improvisado con lo que tenían: pegadas a la pared había dos tiendas de campaña enormes y, en su interior, los sacos y las mantas. En el centro habían hecho una hoguera con suficientes troncos para que aguantara toda la noche y a su alrededor habían colocado unos colchones para poder sentarse. Dentro y fuera había linternas como para alumbrar una casa entera sin contar los enormes farolillos que rodeaban el perímetro del campamento. Cenaron juntos unas salchichas y unas chuches con refrescos. Durante la cena todos notaron una sensación rara, como si un fantasma o un espíritu los estuviera observando. Víctor se fue a hacer guardia y se adentró por la oscuridad. Pasado un rato, Víctor no volvía, lo que disparó las sospechas de que estaba pasando algo extraño y misterioso. El siguiente en desaparecer fue Adrien, que se había ofrecido voluntario para ir a buscar a Víctor. Pero como tampoco volvió, los demás se fueron asustando cada vez más. Lizzie, Alessia, Alice, Catherine y Albert estuvieron un rato comentando sus sospechas sobre lo que podría estar pasando. Al final no pudieron combatir su sueño y entraron a las tiendas para dormir. Se despertaron con unos gritos en medio de la noche. Sin duda eran de Alice y Albert. Intentaron seguirlos, pero la “cosa” que los había atrapado era muy rápida. No pudieron alcanzarlos y al final la bestia acabó con ellos igual que había hecho con Víctor y Adrien. Después de que sus peores pensamientos se hicieran realidad, desalojaron todo el campamento y se fueron lo más rápido posible, sabiendo que quedarse allí era un suicidio. Salieron vivas de esta experiencia, pero nunca volvieron a ser las mismas ni tampoco descubrieron la forma en la que la bestia había asesinado a sus amigos. Las catacumbas se cerraron. De vez en cuando dicen que baja alguien pero que nunca regresa.

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Sergio Blasco del Carmen 1ยบ Bachillerrato H 37


Índice Memorándum ....................................................................... 3 María Piñol Martínez, 4º A – ESO Relatos del cazador................................................................ 5 Candela Mindán López, 3º A – ESO Pasillo .................................................................................. 7 Ada Monleón Burguete, 3º B – ESO Lágrimas de otoño ................................................................ 8 Benilde Candial Dolz, 3º B – ESO La tumba ............................................................................ 10 Clara Grau Rivera, 3º B – ESO Sola bajo tierra .................................................................... 12 Marina Bernal Martorell, 3º B – ESO Mis botas manchadas de barro ............................................... 14 Noa Sui Valdivieso Gómez, 3º B – ESO La tinta .............................................................................. 15 Ignacio Sánchez Ferrero, 3º D – ESO Algo ha pasado en el cementerio ............................................ 18 Isabel Aguado Joven, 3º D – ESO La promesa ......................................................................... 20 Pablo Tello Gracia, 3º D – ESO Un día cualquiera ................................................................. 23 Jorge Ezquerra Monge, 2º A – ESO Noche en el cementerio. ......................................................... 25 Adrián Alegre Sánchez, 2º E – ESO Noche en el instituto ............................................................. 27 Inés Lázaro González, 1º A – ESO Jackeline y Marina ................................................................ 32 Henar García Tejido, 1º B – ESO Caroline .............................................................................. 33 Nicolás Savirón Santafé, 1º B – ESO La florista ............................................................................ 35 Irene Tello Gracia, 1º D – ESO La oscura noche ................................................................... 36 Ainara Pérez Martínez, 1º D – ESO


Esta edición no venal, con fines pedagógicos y hecha para su distribución entre el público lector del Instituto de Enseñanza Secundaria Goya de Zaragoza, reúne una selección de los relatos escritos por alumnos de ESO como parte de las actividades de la Semana de la Literatura de Misterio y Terror, celebrada del 29 de octubre al 5 de noviembre de 2018



Biblioteca del Instituto Avda. de Goya, 45 50006 Zaragoza

TelĂŠfono: 976 358 222 Fax: 976 563 603 Correo: biblioteca.ies.goya@gmail.com


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