Relatos para pasarlo de miedo

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Cuadernos de biblioteca

Relatos para PASARLO DE MIEDO 11



Relatos para PASARLO DE MIEDO 11


Cuadernos de Relatos nº 30 Colección dirigida por Javier Aznar Aznar Con la colaboración de la profesora Gloria García Portada de Sergio Blasco del CArmen

PRIMERA EDICIÓN, 2019 Ediciones de la Biblioteca Departamento de Edición Maquetación: Mª Pilar López Pérez IES Goya Avd. Goya, 45 50006 ZARAGOZA


Más que agua María Piñol Martínez, B1C

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a noche de difuntos me despertó a no sé qué hora el sonido de las campanas de la iglesia. Su sonido monótono y triste me trajo a la memoria una vieja leyenda que oí hace poco en un pueblo… Me pareció raro, porque ya habían pasado diez años desde que el destino me trajo a este remoto valle del Pirineo aragonés y nunca el tañido de las campanas me había parecido tan intenso. Más que intenso podría decir que incluso era doloroso, como si me golpeara sin compasión. Aquella leyenda, que a mi memoria vino, aconteció en el siglo XV en alguna aldea cercana a este lugar. Narraba la historia de una mujer que tuvo la desdicha de nacer con una maldición. No solo se desconocía su procedencia sino que se duda hasta de su existencia. El pastor que a mí me la contó lo hizo con todo detalle y yo llegué a visualizarla tan bien que creí en su veracidad. Catalina del Agua, desde que pisó el pueblo, generó desconfianza: siempre iba cubierta con largos ropajes y una capa aterciopelada. Su tez era pálida y su cabello más claro que nieve recién caída. Tenía unos ojos hermosos pero huidizos, era débil. Nadie supo ni quiso entenderla: la consideraban rara porque, en cuanto el sol se escondía tras las nubes o un trueno ensordecedor avisaba tormenta, ella se escabullía disimuladamente. Pero esto no le sirvió de mucho, pues al tiempo, en el pueblo, corrió la voz de que ella atraía las tormentas, tormentas que inundaban las casas, arruinaban las cosechas y traían plagas de insectos. Los habitantes de la aldea evitaban su presencia, hablaban a sus espaldas y, como pasa siempre con lo desconocido, empezaron a tenerle miedo. Solo los niños, desde su inocencia, se acercaban a ella. Y fue entonces cuando, tras una semana de interminables lluvias, un niño desapareció. Fue encontrado muerto, pasados los días, arrastrado por la crecida del río. Este fue el detonante y ella fue la víctima. La mujer lloró tanto la pérdida del niño que su cara comenzó a quemarse. Con ese aspecto ya no podía salir y su aislamiento generó todavía más sospechas. Pasaba sus días en la soledad de su casa y su huerto; nadie pudo volver a verle la cara: la capa lo impedía y el bulo de que se había convertido en una 2


verle la cara: la capa lo impedía y el bulo de que se había convertido en una horrenda bruja con intención de acabar con el pueblo ya era imparable. Tras un periodo prolongado de lluvias catastróficas, el miedo sumado a la ignorancia hicieron que todos los habitantes, reunidos en asamblea, decidieran ir a buscar a Catalina para pedirle que terminaran las lluvias. Las gotas caían incesantes aquella noche. La mujer los vio acercarse y temió por su vida. La muchedumbre embravecida le gritaba que saliera de su refugio y, ante su negativa, varios jóvenes asaltaron su casa y la obligaron a salir. Nadie pudo olvidar lo que allí sucedió después. Las frías y armónicas gotas que caían del cielo se convertían en ácido cuando rozaban su piel, apareciendo cientos de focos de fuego que terminaron convirtiéndola en una antorcha humana. Entre gritos y alaridos de dolor se le oía repetir: “Volveré”. Con aquello se desmintió el rumor que la acusaba de provocar las lluvias, y la culpabilidad del pueblo junto a la terrorífica amenaza de Catalina quedaron en el aire de este valle para siempre. El recuerdo de esta leyenda me sobresaltó, me acaloró, me impedía respirar. Me sentí obligado a salir de la cama y desde la ventana vi llover. Mi cabeza imploraba salir a respirar aire fresco, pero una voz interior me rogaba que no lo hiciera, me decía que confiaba en mí, que yo era su salvación; era una voz débil, femenina, que no me produjo miedo. ¡Qué lástima no haberla obedecido! Cuando me dirigía hacia la calle, el espejo de la entrada me devolvió el reflejo de una cara con quemaduras. Mi necesidad de salir corriendo se volvió imperiosa y este fue mi segundo y último error. Ya en la calle y bajo la lluvia, entendí que yo era ella y que la historia se repetía.

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Ojos ámbar Bárbara Serrano Vicente, B1C

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a noche de difuntos me despertó a no sé qué hora el sonido de las campanas de la iglesia. Su tañido monótono y triste me trajo a la memoria una vieja leyenda escuchada no hace mucho en un pueblo cercano, la cual según creo recordar- decía así: Al son de lo siempre escuchado, al ritmo de lo asiduamente visto. Cuervos negros con alas impregnadas de sombra, plumas de viento y picos de hueso vuelan alrededor formando remolinos de niebla, riéndose de aquel a quien cercan. Alzándose hacia el cielo, dejando, como solo recuerdo, un rastro de sangre y polvo. Apartando de mi cabeza los fragmentos de la historia, me proponía volver a dormir cuando mis oídos captaron unos repiqueteos en el cristal de la ventana. Me incorporé en la cama y, deshaciéndome de las sábanas lentamente, un escalofrío recorrió todo mi cuerpo al rozar el suelo con los pies descalzos. La habitación entera estaba helada. Permanecí unos segundos en pie, esperando que mis ojos se acostumbraran a la oscuridad. Me acerqué con pasos trémulos al ventanal. Me pareció vislumbrar unos ojos amarillentos fijos en los míos. Mientras, el ruido continuaba. La figura, conforme yo la iba viendo con mayor nitidez, aceleraba su golpeteo. Un olor sutil a humedad que iba in crescendo traspasó las paredes; incluso me parecía sentir la mojada y fría hierba bajo mis pies. Charcos crecieron en los rincones de la habitación y una brisa gélida recorrió la estancia silbando en mis oídos. Al dirigir de nuevo mi mirada a la ventana, la luna, separándose de la atadura de las nubes, definió con claridad aquella sombra: un cuervo, cuyo estrépito había cesado. El ambiente de la sala comenzó a tornarse abrumador, asfixiante, creando en mí la extrema necesidad de respirar y, con mis torpes dedos, abrí la venta4


na. Sin mirar al pájaro, esperando que reemprendiera su vuelo, saqué la cabeza al exterior, llené los pulmones de aire mientras cerraba los ojos, y el cuervo, aprovechando el momento, penetró en la estancia como una exhalación, abriendo y cerrando el pico, emitiendo sonidos burlescos. Me aparté de la ventana y ésta se cerró de golpe con ayuda de unas manos invisibles de viento. Aquella sombra intrusa se posó grácilmente en lo alto de la estantería, con una postura altiva manteniendo contacto visual conmigo, sin rastro de temor. Agitando los brazos y dando palmadas pretendí asustarla, pero solo conseguí de aquel pajarraco otra risa satírica. Abrí la ventana mostrándole la salida y, descarado, extendió las alas y planeó hasta mi cama, golpeando con su pico una de las patas del catre, hostigándome. Perdí los nervios, me abalancé sobre él, me esquivó con facilidad, se subió a mi espalda y me clavó fuertemente sus garras: la criatura había iniciado su ataque contra mí, arañándome, graznando mientras intentaba picar mi cara, hiriendo mis brazos y piernas mientras se movía a una velocidad alarmante. Alargué mi mano hasta notar el extremo de la sábana entre mis dedos y, cuando de nuevo se aproximaba a mi cara, le hice perder el equilibrio con un golpe seco. En cuanto cayó sobre la cama, lo atrapé rápidamente, envolviéndolo y formando un saco. Apreté el nudo. En un exceso de rabia, lo golpeé repetidamente contra la pared. Mientras cesaba su deseo de escapar, la sangre viscosa se extendía por la nívea sábana. Me senté, recuperé el aliento y, una vez más, aquel olor pestilente comenzó a asfixiarme. El ambiente se cargó de olor a tierra húmeda y sangre. Sobre el fardo de tela se formaron unas sombras y la habitación se tornó más oscura. Apartando mi vista del enclenque cadáver, la fijé en la ventana. Un telón oscuro repleto de cientos de ojos ambarinos comenzó a golpear el cristal. Cincuenta pares de ojos fijos, clavados en los míos, querían invadir mi espacio. Se leía fácilmente en sus pupilas. Mientras el estruendoso ruido proseguía, a tientas y temblando, alcancé el interruptor y la luz lo iluminó todo permitiéndome distinguir cuerpos, picos y garras entre aquella masa casi uniforme. La luz les azuzó, aceleró la velocidad de su repiqueteo y la fuerza con la que golpeaban. Antes de que pudiera apagar la lámpara, hicieron añicos el cristal y, como una marea negra, invadieron la habitación. Ni siquiera se me ocurrió encerrarme en otro cuarto, sabía con seguridad que acabarían por echar abajo la puerta. Con los pies descalzos sobre los afilados trozos de cristal, salí por la ventana aterrizando de bruces en la tierra húmeda y notando las briznas de hierba pegadas a mí. Los cuervos viraron su trayectoria al unísono, formaron un remolino a mi alrededor: yo era el ojo del 5


huracán y el blanco de sus garras y picos. Se me nubló la vista. Los pájaros rozaban mi piel, se abrían paso para abalanzarse contra mí. Fue entonces cuando me acordé de que la vieja iglesia había sido derruida unas semanas atrás. A pesar de ello, se volvió a escuchar el acompasado ritmo del repiqueteo de las campanas entre los ensordecedores graznidos de los cuervos.

AIDAN MIRANDA sobre el genocidio “Nunca mojes tu pan en la sangre de los animales ni en las lágrimas de tus semejantes” Pitágoras

Aquellas aves con plumas de viento y picos de hueso me rodearon una última vez, me convirtieron en polvo y alzaron su vuelo dejando atrás solamente unas pocas plumas negras impregnadas de sangre.

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La cabaña del lago Jorge Ezquerra Monge – E3A

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a noche de difuntos me despertó a no sé qué hora el sonido de las campanas de la iglesia. Su sonido monótono y triste me trajo a la memoria una vieja leyenda que oí hace poco en un pueblo… Todo empezó una noche tormentosa. En los bosques de Laval los búhos y los grillos acababan de despertar. Una joven iba en su caballo buscando un lugar para pasar la noche, cuando divisó un lago con una cabaña. En el camino topó con un arco cubierto por hiedras. Lo cruzó y dio con la cabaña. La amazona se bajó de su corcel y llamó a la puerta. “¿Hay alguien ahí?”, preguntó. Al no obtener respuesta, encendió una cerilla, prendió una vela, se acomodó en la cama y se durmió profundamente. A la mañana siguiente, cuando se despertó, se percató de que algo no iba bien. Había un cuadro que no vio la noche anterior y las sábanas eran distintas, aunque el detalle que le hizo percatarse de que estaba en otro lugar fueron las vistas. Ya no había un lago, sino unos jardines repletos de crisantemos, lirios blancos y claveles. Trató de salir de la habitación, pero se dio cuenta de que estaba rodeada de barrotes. Tras un intenso forcejeo consiguió abrir la puerta, mas esta se cerró ante sus narices como por arte de magia. Ella se temía lo peor. Así que cogió un barrote de la celda, que estaba suelto, y se preparó para defenderse cuando, de pronto, la puerta se abrió inexplicablemente. Salió de su celda aterrada, con la barra en la mano, mas, al dar unos pasos, la puerta se cerró bruscamente. Se giró hacia la puerta por el susto, y lo que vio la dejó helada: una mano recién cortada, de la cual emanaba un río de sangre, y una nota en la que ponía: “No lo lograrás”. Aterrorizada, echó a correr por las dependencias de aquel lugar y no tardó en constatar que era un castillo. Tardó media hora en llegar a la puerta, pero estaba cerrada. “¡Lo que me faltaba!”, pensó ella. Miró a su alrededor y no vio nada más que el sombrío recibidor de aquel castillo, cuando de repente escuchó una risa malvada: -Jijijijiji. ¿No creerías que ibas a salir de mi castillo tan fácilmente, verdad? -Sal de ahí -dijo ella-, no te tengo miedo. De repente, ante la muchacha se apareció una figura espectral que, al cabo de unos segundos, se convirtió en un hombre de 1,80 m., cabello corto más negro que el azabache, un ojo verde y otro azul, y un cuerpo atlético tan pro7


negro que el azabache, un ojo verde y otro azul, y un cuerpo atlético tan prometedor como inquietante. -No creo que consigas nunca tu objetivo -dijo él-. No eres la primera que viene a mis dependencias. Alzó su mano y, por arte de magia, se le apareció una hoz. -Quedarás muy bien junto con el resto de mis trofeos -dijo él señalando las barandillas-. -¡Aaaaahh! Allí, en las barandillas, estaban, entre otros, su amigo de la infancia, Martín, que se fue a una nación extranjera; su madre, que murió cuando ella tenía apenas 10 años; y su hermana, a la que habían tenido que dar sepultura un año antes. De los tres, nunca se encontró la cabeza. Miró a su alrededor cuando, de repente, vio una capilla a unos 27 pasos de ella. Si conseguía distraer al asesino, podría llegar allí. El asesino se acercó a ella, así que, en un acto reflejo, extendió la barra que había cogido y, para su sorpresa, cuando su asesino la rozó, le hizo una grave herida en la piel. -¡Es acero feérico! -pensó ella-. El acero feérico es un material legendario, creado por las siete hadas de la leyenda, capaz de destruir el mal. Con la barra en la mano, corrió hacia la capilla, donde encontró una gran llave y una gema rojiza. La gema no parecía servir para nada, pero la guardó por si acaso. La llave, sin embargo, parecía ser la de la puerta del castillo. El asesino se acercaba, así que cogió en una mano la llave y en la otra la barra, extendida. Alcanzó la puerta, la abrió y se echó a correr. Llegó a los jardines, donde encontró un laberinto. De pronto, la gema empezó a brillar. La sacó de su bolsillo y vio cómo de la gema emergían las ánimas de todas las víctimas del dueño del castillo. Entre ellas, la de Martín, la de su hermana y la de su madre. Todas esas almas le ayudaron a salir de los jardines, pero al llegar a la salida no se encontró a otro que al asesino. Él la cogió por el cuello y por el tobillo. -Tú has sido la que más guerra me ha dado de todas mis víctimas -dijo-, pero al fin ha llegado tu hora. Ahora sufrirás y después morirás. En ese momento todas las ánimas de las víctimas acudieron al rescate de la joven. Mediante telequinesis elevaron la barra y un frasquito de agua pura que tenía la joven, e imbuyeron la barra con el poder del agua pura. La barra llegó volando a un altar, que inmediatamente quedó rodeado de unas llamas azules. Se percibía que algo pasaba, aunque no se sabía muy bien qué. Echa-

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ron la gema de las ánimas a esa curiosa mezcla y, pasados unos instantes, hubo un estallido de luz. Esta explosión hizo que la joven pudiera liberarse de su asesino, y echó a correr hacia el altar. De aquella explosión de luz nació una espada, azul como el agua pura, con la gema de las ánimas justo en medio de la empuñadura. La espada emitió un rayo de luz, que lanzó al asesino de vuelta a la entrada del laberinto. Ella corrió y corrió a través de los bosques, hasta que llegó al lago donde había dormido la noche anterior, y se encontró con una grata sorpresa: su caballo seguía ahí, aunque estaba atado por una cadena de hierro. Sin pensarlo un segundo, elevó la espada y rompió la cadena. Se subió a su montura y se lanzó al galope por donde había venido. A lo lejos divisó el arco del lago y vio que tenía una especie de barrera mágica roja, el mismo tono que la piedra de las ánimas. “Seguro que con mi espada puedo romperla y escapar de esta pesadilla”, pensó ella. Así que alzó su espada y la elevó hacia los cielos, apuntó con ella a la barrera y esta se desvaneció. “¡Por fin!”, dijo; pero, justo al atravesar la barrera, escuchó al asesino decir: “No creerías que te ibas a librar de mí tan fácilmente, ¿verdad?”. En ese mismo instante se vio de nuevo en el jardín, justo en el altar.“No puede ser”, pensó ella. Justo detrás apareció su asesino.-Ya te dije que morirías -dijo él-, pero te voy a hacer sufrir. Primero separó la gema de la espada. Luego hizo desaparecer el agua pura y, por último, rompió el arma. Ya no había solución alguna. En el rostro de la muchacha se podía ver la desesperación. Con los ojos llenos de lágrimas, se agachó, apartó la mirada y se preparó para morir. Primero se oyeron gritos. Luego un corte limpio… y el silencio. Muchos buscaron la cabeza de la joven, mas ninguno la encontró. La leyenda cuenta que, aún a día de hoy, todo aquél que se pierda por los bosques de Laval correrá la misma suerte. Quién sabe. Igual tú eres la siguiente víctima…

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La llorona Candela Arias Eced, E3B

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a noche de difuntos me despertó a no sé qué hora el sonido de las campanas de la iglesia. Su sonido monótono y triste me trajo a la memoria una vieja leyenda que oí hace poco en un pueblo… En el pueblo no se paraba de hablar de la Llorona.Cuanto más se acercaba el día de los muertos, más se hablaba de ella. Yo, cansada de escuchar a la gente y de verlos tan atemorizadospor esta leyenda, reuní el valor para preguntar al fin a alguien cuál era aquella historia. Quería saber, pero acababa de llegar allí y no conocía a nadie; así que decidí entablar conversación con el camarero que me atendía todos los días cuando iba a desayunar, pues era la única persona con la que había tratado durante la semana que llevaba en aquella localidad. Al día siguiente fui toda decidida a preguntar a Marcos (así se llamaba el camarero). Me acomodé en la misma mesa en la que me sentaba todos los días y esperé a que viniera a atenderme. Cuando lo vi acercándose, no me pude resistir y, antes de pedir nada, lo invité amablemente a que tomara asiento a mi lado. Toda ansiosa le pregunté qué era eso de la Llorona. Marcos empezó a temblar, se levantó e intenté tranquilizarlo pero fue en vano, así que tuve que esperar. Una vez que ya estuvo más sosegado y preparado para contármelo, se sentó nuevamente. Me explicó, aún temeroso, la leyenda de la Llorona. Todo dario minó tenía

comenzó con una familia feliz, los Sánchez, queridos por todo el vecinaunque las cosas no siempre son lo que parecen. Toda esa felicidad terel día en que doña María se enteró de que su marido, don Francisco, otra familia.

Entró en cólera y destruyó todo lo que encontraba a su paso fuese lo que fuese. Al cabo de un tiempo, el enojo se tornó en tristeza y estuvo un mes sin salir de su cuarto, y eso que su marido y su hijo intentaron entrar de todas las maneras posibles. Una vez pasado ese mes, María juró y perjuró que se vengaría, que nadie, ni ahora ni nunca, se reiría de ella. Estuvo planeando su venganza durante años: haría creer a su marido que todo estaba bien, que no pasaba nada y que no le guardaba rencor, y, cuando menos se lo esperara, le llegaría su San Martin.

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Su plan avanzaba a la perfección, y el día tan deseado para ella llegó. En la cena que preparó, puso cicuta en el plato de su marido. También en el de su hijo: no quería que nada ni nadie le recordara a su infiel marido. Después de que los dos murieran por intoxicación, cogió el cuchilloy los abrió en canal, les sacó los intestinos y se los puso de collar. Cuando hubo terminado, se cambió de ropa y soltó un grito para que todo el pueblo lo escuchara y se le acercase. Al verse rodeada por sus vecinos, se puso a llorar desconsoladamente para que no sospecharan de ella. Ese día se aseguró a sí misma que haría justicia a todos aquellos a quienes les fueran infieles. Así lo hizo, el mismo modus operandi. Tras cada asesinato lloraba y por eso se la conocía como la Llorona. En el momento en que falleció la Llorona, todos creyeron que ya se habían librado de esa implacable mujer, pero no fue así. En ese pueblo, cada vez que había una infidelidad, el infiel escuchaba a una mujer llorar y ya sabía que moriría el día de los muertos. No importaba si eran cinco, seis o veintitrés: todos morían de la misma manera y el mismo día, y ninguno se libraba de su final aunque confiara en poder escapar a su destino. Desde aquel día todo el mundo teme el día de los muertos pues nunca se sabe hasta ese momento quiénes van a morir en el pueblo. Una vez Marcos terminó de contarme la historia, entendí perfectamente por qué todo el mundo tenía miedo de esa fecha: el 1 de noviembre.

AMANDA HERNÁNDEZ sobre el canibalismo "¿Es un avance que un caníbal use cuchillo y tenedor?" Stanislaw Lem.

En cuanto pude me fui de ese pueblo, no sin antes despedirme de Marcos. Cuando regresé a mi ciudad, no podía parar de pensar en la leyenda y en si algún día llegaría yo a escuchar ese llanto.

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La noche de difuntos Paula Villarroya Obón - E3B

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a noche de difuntos me despertó a no sé qué hora el sonido de las campanas de la iglesia. Su sonido monótono y triste me trajo a la memoria una vieja leyenda que oí hace poco en un pueblo… Bueno, más que una leyenda, eran unas cuantas líneas, que decían: Mira a la derecha, a la izquierda, adelante y atrás. Pero no mires hacia arriba; no le gusta que le miren a los ojos. Me sentí estúpido al mirar hacia arriba y comprobar, para mi alivio, que no había ninguna criatura acechándome. Unos escalofríos recorrieron las puntas de mis pies, haciéndome sentir inseguro. “Venga, Frank, no seas crío” me dije a mí mismo en voz alta. Cogí con torpeza el móvil que tenía en la mesilla y vi que eran las tres de la madrugada. Me había desvelado, así que decidí hacer una expedición a la cocina para prepararme un café o algo similar. Bajé las escaleras, escuchándolas chirriar a cada paso que daba. Podía oír ese ruido, ese odioso ruido. Por muchos productos que comprara, no servían para nada. El ruido de cientos de cucarachas correteando por entre las paredes se podía escuchar a cualquier hora. Bajé al baño y encendí la luz para mirarme en el espejo. Mi cara seguía teniendo unas ojeras enormes, pero por lo menos ya no eran tan violáceas. Me rasqué la barba sin afeitar y me acerqué al inodoro. Abrí la tapa y, dentro de él, había feas cucarachas correteando a su antojo. Cerré la tapa y tiré de la cadena repetidas veces, con el sabor de la bilis en la garganta. Decidí que podría aguantarme hasta por la mañana, y salí del baño, no sin antes colocar un objeto de peso encima de la tapa del inodoro. Por si las moscas. Cerré la puerta del baño y me dirigí cautelosamente hacia la cocina, como si algo me persiguiera. En la cocina, encendí todas las luces y cogí una taza de la alacena. Preparé un café negro y me senté en la silla de la esquina, desde la que se podía ver toda la cocina. Ya sabes, para tenerlo todo... controlado. Un ruido me sobresaltó. Volví la cabeza lo más rápido posible hacia el lugar de donde procedía el estruendo. Era simplemente el choque de una rama al golpear en una venta12


na. Solté el aire que, sin darme cuenta, había estado reteniendo y me levanté de la silla. Dejé la taza en la fregadera, haciendo más ruido del que esperaba y sobresaltándome a mí mismo. Salí de la cocina. Los únicos ruidos que podía escuchar eran el corretear de las cucarachas y el tic-tac del reloj del pasillo. Me estaba poniendo muy nervioso. Todo el rato: tic, tac… como si estuviera avisándome de algo y cada vez fuera más rápido. Sacudí ese pensamiento de mi cabeza y busqué el interruptor de la luz del pasillo. Todavía no estaba acostumbrado a mi nueva casa y no encontraba el interruptor en la oscuridad. Empecé a rastrear la paredy pronto me encontré dándole manotazos, a ver si por un milagro le daba al interruptor. Cada vez me desesperaba más y miraba detrás de mí continuamente, como si algo me acechara en la penumbra. Por fin, mi mano palpó lo que parecía el interruptor. Encendí las luces del pasillo dando un suspiro de alivio. Caminé sin dejar de mirar atrás, hasta que llegué a las escaleras. Apagué la luz del pasillo y empecé a subir las escaleras titubeante. Uno... dos... los chirridos de las escaleras, que más bien parecían quejidos de dolor, se fueron haciendo cada vez más fuertes y espantosos. Los quejidos se convirtieron en alaridos y traté de convencerme a mí mismo de que tan sólo era mi imaginación, salvo que parecía muy real. Sin darme cuenta, cada vez iba más rápido, hasta que me encontré corriendo escaleras arriba. Cuando por fin llegué a mi habitación, cerré la puerta dando tan gran portazo que temí que las bisagras se soltaran. Decidí tomarme un descanso del poco ejercicio que había hecho. Seguí apoyado contra la puerta, mirando el suelo, con un sudor frío empapando mi nuca. De repente, cayó algo del techo. Miré bien, y era... ¿agua? Una gota de agua. No quería hacerlo. Estaba suplicándome a mí mismo que no lo hiciera. Pero yo ya había perdido el control de mi cuerpo. Tomé aire. Levanté los hombros y me aclaré la garganta. Miré al frente y, sin poder controlarme, empecé a dirigir la mirada hacia el techo. En el camino, mis ojos miraban a todas partes menos hacia arriba. Hasta que me encontré mirando de lleno hacia el techo…

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El ojo del espejo Diana Elena Badila, E3B

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a noche de difuntos me despertó a no sé qué hora el sonido de las campanadas de la iglesia. Su tañido monótono y triste me trajo a la memoria una vieja leyenda que no hace mucho oí en un pueblo. La leyenda era ya muy antigua, se decía que los hechos sucedieron allá por el año 1859. Mi familia, como hicieron otras muchas, se mudaba a un pequeño pueblo a las afueras de Noruega. Al llegar a la que sería nuestra nueva casa, la dueña de esta decidió advertirnos de unos hechos pasados que seguían acechando ese hogar. El relato de la casera fue el siguiente: “Vivió aquí una encantadora familia. Todos los adoraban, en especial a su joven hija. Con tan solo siete años, se preocupaba por todo el mundo y trataba de ayudar siempre a los más necesitados. Un día, en medio de la noche, se escucharon unos gritos provenientes de la habitación de la niña. Los padres fueron a buscarla nada más oírlos, pero no encontraron ni rastro de su hija. La estuvieron buscando día y noche durante tres meses. Al cabo de este tiempo, se la dio por muerta. Un par de meses después los padres, destrozados, decidieron mudarse a una lejana ciudad para tratar de mitigar su inmenso dolor. Unos cuantos años más tarde, agregaron un precioso campanario a la iglesia de aquel pueblecito, cercana a la solitaria casa que todos recordaban con tanto aprecio como dolor. Cuando ya los vecinos comenzaban a olvidarse de aquella trágica historia, una nueva familia se mudó a la enorme casa. Esa misma noche, el joven que ocupó la habitación de la desaparecida niña empezó a escuchar unos molestos sonidos que provenían de un espejo que estaba ya incorporado a la casa. Lo más extraño fue que solo se lograban oír a medianoche, justo en el preciso instante en que comenzaban a sonar las campanas. El joven decidió no darle mucha importancia las tres primeras noches, pero comenzó a inquietarse cuando logró distinguir algunas palabras, siniestras palabras. Entre ellas pudo reconocer las siguientes: “ayúdame”, “corre”, “miedo”. La noche siguiente llegó a percibir frases como: “sácame de aquí”, “debe subir”, “corre lo máximo que puedas”. Horrorizado y desconcertado, fue corriendo al cuarto de sus padres y les trató de explicar rápida y atropelladamente lo ocurrido. Sus padres, al no entender al joven, decidieron acompa-

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ñarlo hasta su habitación. Cuando llegaron, las campanas ya habían dejado de sonar y, por lo tanto, los sonidos articulados habían cesado. Aquella noche, el joven no logró conciliar el sueño ni descansar. Al siguiente día, después de reflexionar, llegó a la conclusión de que tal vez hubiese distinguido palabras que en verdad no se escuchaban; que, tal vez, con el susto y el estrés de la semana, no interpretó bien los sonidos. Aquella noche se quedó despierto y, para su desgracia, cuando comenzaron a sonar las campanadas de medianoche, los extraños sonidos y palabras que habría querido no escuchar se repitieron. Decidió levantarse e ir a ver qué era lo que estaba sucediendo. Entonces se dio cuenta de que los ruidos provenían del espejo. Le pareció ver una sombra. Al encender la luz, comprendió que aquella sombra era en realidad un reflejo, nada más y nada menos que el reflejo de la niña desaparecida. La miró fijamente a los ojos y, cuando cesaron de sonar las campanas, se escuchó un fuerte grito proveniente del cuarto del joven. La familia acudió presurosa pero no hallaron ni rastro del chico”.

CRISTINA BERNAD sobre las pesadillas “El que teme sufrir ya sufre el temor”. Proverbio chino

“Solo es una leyenda”, nos dijimos. Somos los nuevos inquilinos y no vamos a creer ni una sola palabra de cuentos de viejas. Sin embargo, aquella noche, nuestra niña pequeña, que se encontraba en el antiguo cuarto del que nos habían estado hablando, escuchó los mismos fuertes sonidos atravesando el espejo. Y el horror se desató…

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¡No hay nadie! Sandra López Alquézar, E3B

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a noche de difuntos me despertó a no sé qué hora el sonido de las campanas de la iglesia. Su tañido monótono y triste me trajo a la memoria una vieja leyenda que no hace mucho oí en un pueblo, en el siniestro pueblo del que ya no puedo irme. Y estaréis pensando, ¿qué persona es tan estúpida como para alojarse en un pueblo que le resulta siniestro? Veréis. Un día vi un anuncio en mi ordenador que decía que, si me apuntaba a un sorteo, ganaría cinco noches en una casa enorme con vistas a la montaña, y pensé: “¿Qué tengo que perder?” Durante toda la semana estuve súper emocionada, tenía ganas de irme de vacaciones. Cuando llegó el viernes, anunciaron el ganador del sorteo y ¡sorpresa! No era la afortunada. La verdad, no me extrañó, yo nunca gano nada. Después de amargarme un rato, me di cuenta de que no necesitaba ganar un sorteo para irme de vacaciones, podía alquilar un apartamento o cogerme una habitación en un hotelito. Busqué y busqué, pero no encontré nada. ¡Qué raro! No paran de salir anuncios de hoteles cuando estoy trabajando pero, cuando me quiero ir de viaje, no hay ni uno. A la mañana siguiente, decidí irme a desayunar fuera. Estaba saliendo de casa cuando encontré un sobre en la puerta de mi piso: era un folleto y venía acompañado de una llave: ¡Me regalaban cinco noches en un hostal que se situaba en un pueblecito bonito y rústico! Tenía tantas ganas de irme de vacaciones que ni penséen por qué estaba eso en mi puerta ni en quién lo había dejado ahí. ¡Seré estúpida! El caso es que intenté tomarme unos días libres, pero mi jefe se negó, lo que provocó una acalorada discusión con él y, como consecuencia, el despido.No había sentido tanta rabia en toda mi vida, pero las ganas de irme de vacaciones seguían intactas, como si una fuerza mayor me lo estuviera suplicando. Me monté en mi coche y busqué el pueblo en Google maps. “No se han encontrado resultados”, me decía. Pues nada, pensé que el pueblo sería muy pequeñito, estaría muy apartado. Me guié con ayuda del mapa del folleto, pero me perdí. ¿Sabéis por qué? Porque no me sé orientar con mapas. Para colmo, una de mis ruedas pinchó.Acabé en mitad de la carretera. De repente, a lo lejos, vi una luz: era un autobús. Paró delante de mí y el conductor me preguntó hacia dónde iba. Le dije el pueblo y, ¡qué casualidad!, el autobús llevaba la misma dirección que yo. ¡Qué suerte! Era de noche, estaba cansada y mi coche había pinchado. Llamé a la grúa para que lo recogie-

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ran y me subí al bus, que estaba completamente vacío. No había pasado ni media hora cuando llegamos al pueblo. El autobús me dejó en la puerta del hostal y me fui a dormir. A la mañana siguiente me desperté tarde y me vestí para ir a ver ese pueblo tan bonito en el que estaba de vacaciones. Por fin tenía un respiro,aunque esa sensación se esfumó muy pronto. Era uno de los pueblos más feos que había visto en mi vida, no se parecía en nada a las fotos del folleto. Estaba completamente desesperada: iban a ser las peores vacaciones de mi vida, y eso que no habían pasado ni 24h. Decidí, de todos modos, pasear por sus calles y me metí en el primer bar que encontré. No había mucha gente, pedí un café y me senté. Tenga su café. Hacía mucho que no veía una cara nueva -me dijo el camarero. ¿En serio? ¿Me está diciendo que en esta preciosidad de pueblo no viene mucha gente? -dije con sarcasmo. ¿Por qué ha venido en esta época del año? -me preguntó algo serio. ¿Perdone? Usted nunca ha oído hablar de este pueblo, ¿verdad? Yo negué con la cabeza y empezó a contarme una leyenda que tuvo lugar durante la noche de difuntos: Hubo un niño que siempre iba con una careta blanca y cubierto por una túnica negra. La leyenda dice que el niño no tenía cara, tan solo un gran ojo con la capacidad de robarte el alma. Era muy difícil verlo, ya que solo se aparecía a personas con pensamientos oscuros y desesperados, pensamientos que solo élera capaz de percibir. Desde que esta leyenda se hizo popular, no viene nadie a este pueblo la noche de difuntos. Nadie, excepto usted -me dijo al terminar la historia el camarero. Pero hay más gente en el bar. No hay nadie en el bar-contestó Miré a mis lados y así era, no había ni una sola persona. Me volví hacia el camarero y había desaparecido. Me asusté. Ding dong…Ding dong… Ding dong… Abrí ligeramente los ojos y… uff, todo había sido un sueño. Me había parecido escuchar solo tres campanadas; era probable que fueran las 3, pero también era posible que fuera más tarde y que yo no me hubiera enterado. Decidí mirar la hora en el móvil. Busqué, busqué y rebusqué. Nada. “¡No puede ser!, ¡mi móvil no está!”, grite. Pensé en dónde lo pude dejar y saqué la conclusión de que solo había estado en el bar. No, imposible, ha sido un sueño, me dije,

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pero… ¿y si no lo fue? Me puse el abrigo y salí a la calle, de noche y en pijama. Después de buscar un rato el bar, me di cuenta de que estaba perdida. No sabía dónde estaba y decidí volver sobre mis pasos. ¿Pero qué pasos? Definitivamente, estaba perdida, no sabía encontrar ni el bar ni el hostal. Estaba muerta de miedo cuando vi una parada de bus: era diferente a la parada en la que me había bajado cuando llegué o eso creía. Me senté y vi algo que me iba a devolver la esperanza por unos instantes. Vi a una persona, un anciano. Le pregunté por la frecuencia del bus. Solo deseaba irme, me daba igual dejarme todas mis cosas allí, quería irme ya. Está de broma, ¿verdad? -contestó el hombre-. A este pueblo no vienen buses desde hace años. En ese momento lo supe: supe que era la persona más ingenua del planeta, que alguien me había estado tomando el pelo desde el principio: el sobre, el bus, el bar…no podía ser casualidad. ¡Pum! Suena una vara de hierro cayendo al suelo justo a mi lado. Me agacho a cogerla y entonces lo vi, vi al niño, estaba sentado junto a mí. Salté, grité y empecé a correr, me metí por una calle pero, al final de esta, volvía a estar el niño. Me metí por otra y ahí estaba de nuevo;entré en otra y ahí estaba; me metí por cuatro, cinco, diez calles más, y ahí estaba. Ya cansada y harta de correr, me detuve. Y justo en ese mismo instante comenzó a andar hacia mí. Yo retrocedía cada vez más deprisa. Me giré para correr en dirección contraria al niño; pero ahí estaba, a un metro de mí. Esa careta blanca que flotaba en un fondo completamente negro. No podía moverme. Estuve un rato intentándolo, pero algo me paralizaba. Acabé por rendirme. Cuando el niño se dio cuenta de esto, se quitó la careta y lo último que oí fue la vara de metal pegando contra el suelo. ¡PUM!

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La fuerza de una leyenda Ana Pilar Pelayo Benedet, E3D

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a noche de los difuntos me despertó a no sé qué hora el sonido de las campanas de la iglesia. Su tañido monótono y triste me trajo a la memoria una vieja leyenda que no hace mucho oí en un pueblo. Por lo que me contaron los que allí viven, en el antiguo cuartel de aquel lugar se escuchaban y ocurrían sucesos extraños y de difícil explicación. El 31 de octubre celebraban una fiesta en honor a los difuntos previa al día de Todos los santos. Ese fatídico día me encontraba volviendo a mi ciudad después de un día de duro trabajo. Vi que estaban con festejos y decidí hacer un poco de turismo para ver el ambiente y descansar la mente. Como no encontraba aparcamiento, decidí subir hasta un pequeño monte donde se alzaban la iglesia y el cuartel. Aparqué en una explanada. Para bajar al pueblo había que descender por una empinada cuesta. Junto a mi coche, había solamente otros dos vehículos estacionados. Los turistas preferían dejar el coche en una zona más céntrica y cercana a la fiesta. Nada más salir del coche y disfrutar de las vistas de la iglesia, noté una pequeña brisa muy fría y escalofriante en mi nuca. Únicamente duró unos segundos, así que pensé que serían corrientes de aire, dada la altitud del lugar, y continué mi camino para llegar a donde se escuchaba que la fiesta había comenzado. Vagué por las calles viendo cómo la gente disfrutaba bailando y cantando al ritmo de la orquesta. En una de mis muchas vueltas encontré a un grupo de adolescentes de edades muy variadas. Les pregunté qué hacían que no se estaban divirtiendo, a lo que ellas me respondieron: “desde aquí se ve una silueta redondeada en la esquina del cuartel, que nos llama a subir y probarla”. Desconcertado, no le di más importancia, pues me estarían tomando el pelo ya que donde señalaban no había nada. O al menos yo no lo veía. Intrigado por el tono de adoración hacia esa supuesta figura por parte de las niñas, bajé a un pequeño restaurante de la zona y pregunté. En los pueblos, los rumores y las leyendas corren como la pólvora. No estaba confundido. Cuando le pregunté a la dueña del local, primero se negó a contármelo. Después de debatir con ella si era buena idea confiarme aquella historia y tras largo tiempo discutiendo, logré convencerla y la señora comenzó a narrar: “Entre los años 1560 y 1614 vivía en lo alto de la iglesia de este pueblo, una condesa llamada Elisabeth Báthor y. Era muy conocida por ser acusada de asesina, con 650 matanzas a sus espaldas a lo largo de toda su vida. La con-

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desa adquirió un famoso autómata llamado “Virgen de Hierro” para su sala de torturas situada en la cripta de esa misma iglesia. La leyenda cuenta que Báthor y se encontraba esperando a que llegase su máquina, mientras recordaba sus “hazañas” de pequeña. Recordaba cuando una vez le cortó las córneas de los ojos a un gato, la cola a un caballo… Al recordarlo, empezó a reírse frenéticamente ya que padecía de esquizofrenia y, de vez en cuando, sufría crisis de epilepsia gelástica. Mientras estaba inmersa en sus pensamientos, tocaron en la puerta. Al fin había llegado su preciado regalo. La condesa, una vez ya depositado en su castillo el autómata, decidió pensar a qué criada torturaría y mataría primero. Estuvo estudiando largo y tendido sus posibilidades, pero se decantó por su primera opción. Eligió a la criada que peor la trató cuando aún no ostentaba su cargo como condesa. La mandó llamar y ésta, como de costumbre, acudió sin rechistar. La criada entró y Elisabeth cerró la puerta con furia. La criada se sobresaltó y empezó a temblar. En el acto, la condesa la levantó del cuello, ahogándola, y la dejó caer en la “Virgen de Hierro”. Primero utilizó el primer molde. Consistía en una fuerte estructura de hierro con forma del cuerpo de una persona muy delgada. La máquina apretaba más y más el cuerpo de la chica deformando su cuerpo y rompiendo sus huesos. Elizabeth, al terminar, la empujó para que agonizase en el suelo mientras ella ponía el otro molde. Lo logró, metió a la doncella en el torturador y poco a poco cerró las puertas que llevaban pinchos situados estratégicamente para que tardara en desangrarse. Cerró las puertas al completo mientras se escurría la sangre por el suelo y la criada agonizaba de dolor. La condesa Báthor y salió de la habitación, para “disfrutar” de los gritos de su criada, mientras el resto a su cargo temblaban de terror. De nuevo, Elizabeth comenzó a reír enérgicamente al unísono con los gritos de aquella doncella”. Atónito, me quedé callado, mientras la mujer esperaba una respuesta, aunque fuera gestual, del relato que acababa de narrar. Yo le di las gracias por su confianza y me fui sin mostrar sentimiento alguno, impactado por esa horrible historia. Cuando pretendía volver al lugar donde tocaba la orquesta, vi unas luces que ascendían por la colina hasta lo que parecía desde lejos el cuartel. “¿Serían esas niñas?”, me pregunté. Pasado un rato, no podía mirar a otro lado que no fuese ese sitio. Hacía un tiempo que ya no veía esas luces. Fruncí los ojos para intentar enfocar un poco más la imagen, pero no pude creer lo que vi. Sería un espejismo fruto del cansancio o, mejor aún, ¿sería de verdad aquella figura que señalaban las niñas? Subí corriendo, deseando que no fuese nada más aparte de un efecto óptico debido a su mala iluminación. Había llegado, con la respiración entrecortada por el cansancio. Allí estaba. Una figura redondeada, blanca. Estaba orientada hacia mí como si me estuviese esperando. Encendí la luz de mi teléfono y, entonces, ya no pude apreciar nada. Como si

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se hubiera volatilizado. Ahora estaba menos asustado; por lo que decidí acercarme para saber de dónde provenían esas luces que había visto. Caminé hasta llegar a la misma esquina que había observado desde abajo, hasta que me choqué con algo bastante grande. Caí al suelo y mi móvil conmigo. Pero éste quedó con la linterna enfocando hacia abajo y no se podía ver nada. Palpando el suelo para poder alcanzarlo, mis manos se toparon con algo desconocido. Subí la cabeza para observar qué era aquello y pude apreciar una gran silueta redondeada. Pude escuchar cómo me decía: shhh…

ERIKA AGUADO sobre la guerra “La guerra ocurre cuando fracasa el lenguaje.” Margaret Atwood

Desde ese día estoy vagando, invisible al resto, en forma de alma en pena dejando un rastro de sangre escurriéndose, por las calles de aquel pueblo.

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El espejo

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Sara Rozas Romo, E3E

a noche de los difuntos me despertó a no sé qué hora el sonido de las campanas de la iglesia. Su tañido monótono y triste me trajo a la memoria una leyenda que no hace mucho oí en un pueblo... Era una noche de invierno, en la cual la luna brillaba tal y como el sol en el día. Iluminaba las calles, las cosechas, cada una de las casas. Los campesinos de aquel pueblo estaban asombrados. En una de aquellas casas se habían reunido viejos amigos para cenar, celebrar su reencuentro, ponerse al día y divertirse. Uno de ellos, Dupin, estaba inquieto por un espejo un tanto antiguo que se situaba en una de las esquinas del comedor. Su marco estaba lleno de polvo. Lo curioso es que lo único que veía en él reflejado eran las sombras de sus amigos. Con el transcurso de la noche lo fue olvidando, pensando que solo eran alucinaciones causadas por el cansancio del día. Llegaron las doce, las campanas de la iglesia sonaron. Empezó a nublarse, tapando la resplandeciente luz de aquella luna única y dejando el cielo más negro que el azabache. Solo quedaba la luz de unas lámparas de hierro, que iluminaban la francachela. Cada uno de los doce tañidos se acompasaba uno a uno con los latidos del corazón de Dupin. Con un brusco movimiento, se giró hacia el espejo y, al mismo tiempo, las lámparas empezaron a apagarse. En el último brillo de luz, Dupin pudo distinguir una sombra diferente a la de sus amigos: era una sombra viva, llena de tristeza y dolor, que transmitía rabia y ansiedad. De repente algo pareció caerse al suelo. Lo que fuera se rompió en mil añicos. Dupin sabía perfectamente qué se había caído. Las luces se volvieron a encender, pero el espejo estaba intacto. Paralizados por el miedo, una sombra detrás del espejo salió deslizándose. Todos estaban petrificados: no se podían mover. La sala empezó a empaparse de un ambiente frío y oscuro aun con las lámparas que la iluminaban. Nadie más supo de las personas que estaban en esa casa. Ahora está abandonada y la gente del pueblo cuenta leyendas acerca de qué pudo pasar.

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La leyenda del inmortal

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Lorién A. Arruga Mecucci, E3E

a noche de difuntos me despertó a no sé qué hora el sonido de las campanas de la iglesia. Su tañido monótono y triste me trajo a la memoria una vieja leyenda que no hace mucho oí en un pueblo llamado Lahr. En este pueblo había un famoso autómata llamado “la Virgen de Hierro”. Recientemente, la condesa Manepcya lo había adquirido para la sala de torturas de su tenebroso castillo de Czesczhe. Este ataúd de pinchos era el autómata más aterrador de todo el este de Alemania durante el siglo XII. También la sala de tortura de este castillo era conocida en toda Europa medieval por sus miles y miles de muertos. Después, los cuerpos eran arrojados al valle de Pilancibo (el nombre en honor al abuelo de la condesa, creador de la sala). Pasaron los años y el nivel de muertos en el valle iba ascendiendo hasta que un día llegó a Lahr el famoso ladrón Gregorszie. Este era conocido por las leyendas que aseguraban que siempre aparecía en un lugar diferente después de haber sido torturado y supuestamente ejecutado. Después de innumerables robos en la ciudad, Gregorszie fue finalmente atrapado y llevado a la sala de torturas del castillo de Czesczhe. Aun así, este era un ladrón que no tenía un pelo de tonto y además lo que más le caracterizaba era su condición de insensibilidad congénita al dolor. Eso le hacía completamente inmune al dolor físico. Después de haber sido torturado cruelmente durante días, lo introdujeron en la cámara de “la Virgen de Hierro”. Pero se le ocurrió una idea magnifica: hacerse el muerto para que lo diese por tal la condesa al ver tantas heridas y tanta sangre. De ese modo lo tirarían por el valle de Pilancibo. Y, en efecto, su fabuloso plan funcionó y acabó siendo arrojado vivo al valle. Así es como continúa viva la leyenda del ladrón Gregorszie y quién sabe a qué pueblo aterrorizará la próxima vez estando él en libertad…

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El campanario

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Inés Lázaro González, E2A

a noche de difuntos me despertó a no sé qué hora el sonido de las campanas de una iglesia. Su tañido monótono y triste me trajo a la memoria una vieja leyenda que no hace mucho oí en un pueblo. No recuerdo su nombre. Sólo sé que allí nació el marido de mi mejor amiga, porque celebraron allí su boda, a la que fui invitada. Y al atardecer, cuando fuimos a un bar a brindar por los novios, se me ocurrió preguntar por qué en el campanario de la iglesia del pueblo no había campanas. El novio, al que le gusta poner emoción a las cosas, sonrió enigmáticamente y comenzó a contar. Poco a poco, el resto de ocupantes de la taberna (tabernero incluido) olvidaron sus conversaciones y se pusieron a escuchar aquella historia, que los invitados de la boda desconocían y los habitantes del pueblo sabían de memoria, aunque seguía envolviéndoles inevitablemente en una atmósfera hechizante y misteriosa. De modo que la boda tuvo un final extraño. Todos en el calor de la luminosa taberna sumergidos en el relato del marido de mi amiga, cuya voz era lo único que se escuchaba en la noche, viviendo una velada curiosa y mágica. “La nieve cubría las calles y tejados del pueblo, azotado por una violenta ventisca que rugía con fuerza, en un remoto invierno a mediados del Medioevo sepultado por los siglos. Los barrios y mercados estaban desiertos, y todas las familias se refugiaban de la tormenta en sus hogares, cenando junto al fuego. Sin embargo, había un edificio que, debido a sus estrictas normas, carecía de luz ya que todos sus ocupantes se habían acostado. O casi todos. Se trataba de una gran iglesia que había encima de una colina. Al estar un poco apartada del resto del pueblo y encontrarse a oscuras, apenas podía distinguirse su arquitectura en forma de cruz y el alto campanario que la coronaba y recortaba contra el tenebroso cielo. Era el monasterio de San Gervasio, hogar de los monjes. Al interior de aquella fortaleza de roca no llegaba el ensordecedor estruendo del viento. De repente, unos pasos resonaron en el claustro al cruzar sobre sus losas de piedra. Un joven monje abrigado con un grueso hábito color pardo caminaba hacia el campanario mirando a su alrededor con inseguridad. Como quien hace algo que sabe que no debe hacer. Por fin alcanzó el principio de las escaleras que conducían a lo alto de la torre, cuando una imponente sombra se interpuso en su camino. Él ahogó un grito y ocultó algo rápidamente bajo su hábito. La figura avanzó a la zona iluminada y el joven pudo ver a un sacerdote de unos treinta años que lucía una elegante barba rojiza. El caminante clandestino lo reconoció al instante. 24


-Padre Saúl. ¿Qué hace aquí? -Lo mismo podría preguntarle yo -dijo él con dureza. El joven bajó la mirada, sin saber qué contestar-. Yo he de encargarme de un asunto importante que me ha sido encomendado. No obstante, no recuerdo que usted tuviera permiso para merodear por el monasterio a estas horas, cuando debería estar acostado. -Tenía insomnio -se excusó en voz baja-. Decidí pasear. Pensé que quizá el aire fresco de la noche aclararía mi mente. El rostro del sacerdote reflejaba una incredulidad absoluta. -He de marcharme- anunció entre dientes-. Más vale que esté en su lecho antes de las doce. -Sí, padre. Una vez el padre Saúl hubo abandonado el claustro, el monje subió veloz y furtivamente la escalera de caracol hasta llegar a lo alto del campanario, que albergaba una enorme campana de plata. Rodeó el instrumento y halló un rincón imposible de ver desde el otro lado, en el que en un revoltijo de mantas viejas dormitaba un niño sucio y andrajoso. El monje despertó al pequeño durmiente y sacó de su vestimenta una cesta con comida que había sobrado en el comedor del monasterio. La criatura miró el alimento con ojos desorbitados y al instante comenzó a devorarlos como si fueran manjares. El monje apartó la vista, como si no tuviera nada que ver con él. Pero no pudo ignorarlo por mucho tiempo, porque el niño acabó de comer y le habló indignado. -Ayer no viniste. -Ya te dije que no puedo venir todos los días -replicó-. No nos está permitido salir de nuestras habitaciones después de las diez, y es complicado evitar al resto de monjes. No debería de estar haciendo esto. Espero que mi compasión por ti compense mi pecado. En este punto, hablaba más para sí mismo que para su acompañante, que lo observaba con curiosidad. -No veo por qué es malo que me traigas comida cuando me estoy muriendo de hambre -inquirió. -Porque no deberías estar vivo. Y, si descubren que te ayudo, nos condenarán a los dos. -¿No se supone que los sacerdotes son buenos y no roban ni mienten ni matan? -preguntó. -De vez en cuando se mata a alguien porque es peligroso que siga vivo -trató de explicar.

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-¿Cómo hicisteis con mamá? -Exacto. El niño le dirigió una mirada llena de odio y tristeza. El monje suspiró y se sentó a su lado. -No lo entiendes. Tu madre era malvada. Tenía que morir. -Eso es mentira -lloriqueó-. Era muy buena y me quería mucho. Y curaba a nuestros vecinos. -Pero los curaba con pociones malignas. -Eran medicinas. -Eso es lo que diría una bruja. -¿Y tan sólo por ayudar a la gente era una bruja? Los ojos del niño estaban llenos de lágrimas. El joven monje intentó poner una expresión firme, aunque estaba angustiado por dentro. -Tu madre era una hija del diablo. Estaba llena de señales. No ayudaba a tus vecinos con las pociones sino que los hechizaba con brujerías. Además, tenía el cabello color fuego. Típico de mujeres del infierno. -El pelo de mamá era muy bonito. ¿Y por qué no quemáis también a ese cura de la barba pelirroja? Él también tiene el pelo de ese color. -¡Oh, no! -negó el monje, sonriendo ante tal ocurrencia-. El padre Saúl es un hombre de Dios. Su corazón es tan puro como el mío. -Menuda tontería. ¿Por qué ser sacerdote lo convierte en una buena persona? Se mordió el labio. Otra pregunta a la que no tenía respuesta. Sólo faltaba que aquel maldito chiquillo le preguntara también... -¿Pero por qué yo? -le leyó el pensamiento-. ¿Por qué yo no puedo vivir si mi pelo es castaño y no tengo ni idea de plantas y mejunjes? ¿Sólo por ser hijo de una “bruja” tienen que quemarme como a ella? Entonces, alguien apareció detrás. Era un hombre con una tupida barba marrón y vestido con una túnica pasada de moda, que asía un largo bastón con el que detectaba lo que se le ponía por delante. Era el campanero. El monje mandó callar al niño, aunque no hacía falta. El campanero se aproximó a donde ellos estaban, buscó a tientas la gruesa soga y tiró de ella. Los dos fugitivos tuvieron que taparse los oídos cuando, junto a ellos, la campana produjo aquel intenso ruido doce veces, indicando la medianoche. Sin decir palabra, el hombre de la túnica se marchó por donde había venido. Nadie sabía el nombre del campanero. Tan sólo que vivía solo a las afueras, que era ciego y que llevaba más de veinte años encargándose del campanario 26


del pueblo, sin pedir nada a cambio. El niño y el monje quedaron unos minutos en silencio, como si quisieran escuchar el eco de las campanadas, que hacía ya un rato que habían cesado. -Son las doce. Debo irme -comentó el joven, como si acabara de acordarse. Se puso en pie y, recogiendo la cesta vacía, se dispuso a salir. -Adiós. Pero el pequeño no le contestó. Miraba al cielo con sus ojos grandes y brillantes. La ventisca había cesado y ahora el brillante cielo de invierno resplandecía cubierto de estrellas, que parecían copos de nieve iluminados. -Mamá siempre decía que los que se van se convierten en estrellas -susurró. Un escalofrío recorrió el cuerpo del otro. -Ahora mamá es una estrella también -continuó-. Y está mirándome desde el cielo. -¡No digas blasfemias! -estalló el monje-. Los hombres no se convierten en estrellas. Van al Paraíso. Pero tu madre no. Ella está en el infierno, con tu padre. -¿Mi padre? -preguntó él extrañado. No aguantaba más. A paso rápido, el hombre desapareció entre las campanas dejando al mugriento niño confundido. Mientras bajaba las escaleras, pensaba, lleno de frustración. No debería haberle dicho eso al niño. Sobre todo, porque él no lo pensaba. A diferencia del resto de monjes. “Hijo de una bruja, padre desconocido...”, había dicho el padre Saúl. “Ese niño es claramente hijo de Satanás.” Los sacerdotes del monasterio estaban de acuerdo y habían decidido echar a la hoguera al niño también. Pero no lo habían encontrado, porque el muchacho, que era listo, había escapado tras la muerte de su madre. Un día en el que estaba paseando por el campo, el joven monje había visto al proscrito robando huevos en una granja. Inmediatamente quiso avisar a las autoridades para que se encargaran de quitar de en medio a la diabólica criatura, cuando se dio cuenta de que dejaba la mitad de los huevos escondidos en un arbusto y se escondía tras un árbol. Intrigado, esperó, hasta que vino una niña pobre y se puso a rebuscar entre las hojas. Cuando los encontró, marchó hacia su casa, llena de alegría, y compartió los huevos con las quince personas que vivían con ella. El hijo de la bruja salió de su escondite y miró a la niña correr, sonriendo. Pero al volverse y encontrar al monje, casi se desmaya del susto. Contra todo pronóstico, él le dijo: -Sígueme y no permitiré que te dañen. Al principio el niño creyó que se trataba de una trampa, pero ya llevaba un mes entero escondido en el campanario, alimentándose de lo que él le traía, y

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no lo habían descubierto. Pero él tampoco había descubierto por qué aquel monje había desobedecido la ley y le había perdonado la vida. Y es que, cuando él le vio cometer aquel acto de generosidad, comprendió que no podía ser hijo del demonio, y decidió que le ayudaría, porque era injusto que lo quemasen. Mientras rememoraba todo esto, el monje había bajado las escaleras de caracol y estaba a punto de salir al patio cuando, de nuevo, el padre Saúl le prohibió el paso, pillándolo desprevenido. La cesta se le cayó de las manos y las migajas se esparcieron sobre la nieve. -Conque prosigue su paseo, ¿no? -dijo el sacerdote con malicia. Tras él se escucharon risas. No estaba solo. Había cuatro monjes tras él. Se agachó y cogió un puñado de migas y nieve-. Me parece que no es usted el único habitante de este campanario, ¿me equivoco? Lo siguiente que pasó fue para el joven rápido y borroso. Lo arrastraron dentro del monasterio y lo condujeron escaleras abajo a un lugar que no conocía. Gritó. Intentó desasirse. Pero era en vano. Se encontró cayendo sobre el suelo frío y húmedo en una celda subterránea. La puerta se cerró, sus captores se marcharon y él se quedó solo, de rodillas frente a la oscura pared, tratando de asimilar lo que había pasado. Nunca supo cuánto tiempo estuvo así, pero, al rato, sintió una presencia tras él, y al volverse halló al padre Saúl. Lo miraba con curiosidad, como estudiándolo, en vez de con la dureza y desaprobación que él había esperado. Y, aunque su expresión era seria y calmada, en las comisuras de su boca podía apreciarse un ligero atisbo de sonrisa. Una sonrisa maligna. -Él tenía razón -se sorprendió diciendo. Bueno, las cosas ya no podían empeorar-. Es usted un monstruo. No sabía bien qué quería conseguir con aquello. Probablemente provocar. Siempre había sido algo rebelde, pero los sacerdotes lo intimidaban. Ahora que estaba en una situación desesperada, de nada valía mantener ese respeto y su único deseo era enfadar al padre Saúl, sentir que no era tan insignificante como le hacían creer y que era un estorbo lo bastante grande como para hacer perder los estribos a aquel hombre gélido e imperturbable. A pesar de todo, el padre Saúl no se enfadó. Todo lo contrario. Soltó una carcajada histérica, que a él le provocó terror. Cuando por fin se calmó, recitó con voz melosa: -Ha cometido usted el peor de los pecados: la traición a sus hermanos. Además, ha puesto nuestro mundo en peligro cuidando del demonio. Está claro que el bondadoso monje que entró hace dos años por estas puertas no es el mismo que ahora tengo frente a mí. Ha debido de ser poseído por algo con malas intenciones. No podemos permitir que semejante presencia amenace la 28


paz del pueblo, por lo que, por la seguridad de nuestros hermanos, nos vemos obligados a destruirla. Mañana, cuando suenen las doce campanadas del mediodía, usted será ejecutado. Tras este anuncio, se dio la vuelta para marcharse. -¡Espere! ¿Qué sucederá con el niño? El sacerdote dirigió hacia él una mirada impasible, con un casi imperceptible aire de locura, y contestó: -Después de ejecutarlo a usted, iremos a buscarlo al campanario y lo devolveremos a donde procede. Ahora haga el favor de mantenerse en silencio a esperar su condena y, si queda algo de pureza en su alma, más le valdría rezar y pedir perdón por todos sus pecados, que la lista es larga. Cuando se marchó, el monje, efectivamente, rezó. Pero no pidió perdón por nada. Rezó por el niño. Y por su madre. Al cabo de una hora, se quedó dormido. Su despertar fue de todo menos agradable. Llevaba un rato debatiéndose entre el sueño y el despertar, con el cuerpo helado y entumecido y la espalada dolorida, por culpa de la irregularidad del suelo. Serían cerca de las once. Por las escaleras que llevaban arriba bajaba una estela de tenue pero dañina luz solar. Se quedó cerca de una hora observándola, atontado, cuando sus captores del día anterior regresaron, abrieron la celda y volvieron a arrastrarlo. Él se dejó hacer. Porque no le quedaba esperanza y, sobre todo, porque tenía demasiado sueño. Lo llevaron a una sala grande y vacía, donde había muchos sacerdotes reunidos. Entre ellos pareció distinguir una barba rojiza. Lo tiraron al suelo en el centro como a un perro y todos lo rodearon, algunos con miedo y prudencia, otros con superioridad y asco. Uno de ellos se adelantó y empezó a leer algo, pero el acusado no prestó atención a sus palabras. El resto de sacerdotes asentían y, tras un rato que le pareció interminable, por fin lo llevaron afuera. La luz del mediodía le dañó la vista. Cuando se acostumbró, distinguió dos montones de ramas atadas. Las hogueras. Tragó saliva. El sol estaba en lo alto. Quedaban minutos. Mientras lo ataban a un palo en medio de una de las hogueras, vio como una multitud de aldeanos curiosos se acercaban a contemplar el espectáculo. Había algunos que lo miraban con terror, como si fuera un monstruo. Una madre que pasaba por allí con sus hijos les asió bien fuerte de la mano y se alejaron rápidamente. El joven sonrió. No estaba enojado con ellos. Les habían engañado, ellos tan solo eran víctimas. Sin embargo, miró con odio a los que observaban con curiosidad, incluso con diversión. Aquella gente no tenía nada mejor que hacer que ir a ver morir a los desgraciados como entretenimiento de sábado por la mañana. El sacerdote que había leído en la sala se puso delante de él y comenzó su

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discurso. Se le acusaba de traición, posesión y ayuda al diablo. Pero a él ya le daba igual. Miraba al campanario con angustia. Allí estaría el pobre niño, durmiendo o jugando con cuerdas y trastos, sin saber que en unos instantes estaría llorando y retorciéndose de dolor. Tan sólo era cuestión de segundos. El sacerdote calló. Todos esperaban en un silencio sepulcral. El pueblo parecía dormido. Todos miraban a la torre, pendientes de escuchar los tañidos que marcarían el final de su vida. Como si porque hablaran no se fueran a oír. Ya debía de quedar poco. El campanero estaría subiendo ya las escaleras torpemente con su bastón. Seguramente se hallaría arriba. Se estaría acercando a la campana, agarrando la soga… Un aldeano alzó su mano empuñando una antorcha, dispuesto a arrojarla a la madera al oír la señal. El monje cerró los ojos, rogando a Dios que no doliera mucho. La campana sonaría dentro de tres, dos, uno... Tres, dos, uno... Tres… dos... uno... -¿Por qué demonios no suena esa maldita campana? -gritó el padre Saúl, furibundo. Y, sin que nadie pudiera detenerlo, subió a toda prisa las escaleras del campanario. El monje abrió los ojos. Y se encontró con que la plaza estaba desierta y que él estaba solo en la hoguera. De pronto, se escucharon unos pasos. Al principio lejanos, luego, sobre el suelo de la plaza. Mezclados con el golpeteo de un bastón. El campanero. Se acercó a la hoguera, tiró el bastón y, sin necesidad de él, encontró al monje y comenzó a desatarlo, ante la confusión de este. -¿Quién eres? -preguntó, sin obtener respuesta. Cuando estuvo libre, saltó al suelo y lanzó un grito de júbilo a la altura. Qué maravilloso era estar vivo. Ahora huiría, empezaría una nueva vida lejos de allí. Entonces se percató de que el campanero se marchaba, y se apresuró a detenerlo. - ¡Un momento! Tengo que preguntarte algo. El hombre volvió hacia él un rostro joven pero sabio, con una mirada nublada que, a pesar de ello, parecía haber visto de todo. -¿Qué pasará con el niño? El ciego sonrió amablemente y contestó: - No te preocupes por él. Ahora está con su madre y es feliz. Al llegar a lo alto de la torre, el padre Saúl descubrió, atónito, que la campana no sonaba porque no había ninguna campana. Había desaparecido. ¿Y la soga? Allí estaba, colgando de una viga; y de ella colgaba el hijo de la bruja. Ahorcado. Con los ojos cerrados y una sonrisa burlona, sacando la lengua. El padre Saúl se quedó paralizado y con los ojos muy abiertos, de puro terror. Al volverse, descubrió a la multitud, que lo había seguido, y observaba la escena con la misma estupefacción.

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Mucho se habló aquel día de lo sucedido. No había ninguna duda de que había sido obra del diablo. Al oscurecer el día, las tabernas estaban llenas y las luces de las casas encendidas, porque nadie se atrevía a dormir. Pero, si alguien hubiera osado salir y observar el horizonte, como lo hacía en ese instante el campanero desde su torre, habría distinguido una figura alejándose por las montañas. Era un joven que había sido monje alguna vez, pero que ahora iba a buscar su propio destino. No iba a echar de menos aquel lugar, en el que sólo había conocido maldad. Lo único que recordaría con añoranza sería al niño del campanario. Pero no debía echarle de menos, porque estaba con él. De hecho, podía verle. Cada vez que levantaba la vista al cielo. Porque aquella noche, a diferencia de la anterior, no había viento y el cielo estaba despejado y poblado de miles de estrellas.” Cuando acabó el relato, no aplaudimos. Nos quedamos en silencio, meditando. Lentamente, empezamos a salir del bar. Serían cerca de las dos de la madrugada. Creo que no fui la única que miró al cielo aquella noche, aunque no sé si seré la única que sigue haciéndolo. Pero lo que mejor recuerdo de aquel momento es ver a un hombre ciego al fondo de la calle, que se me quedó mirando (¿cómo es eso posible?) y luego se marchó en dirección a la iglesia. -¿Quién es aquel hombre? -pregunté al novio, aunque preveía la respuesta. Él sonrió, viendo cómo desaparecía en las escaleras de la torre. Y susurró:

CELIA PÉREZ sobre la locura “La locura es relativa. Depende de quién tiene a quién encerrado en qué jaula.” Madeleine Roux

-¿No lo adivinas?

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El legado

L

Nicolás Savirón Santafé, E2B

a noche de difuntos me despertó a no sé qué hora el sonido de las campanas de la iglesia. Su tañido monótono y triste me trajo a la memoria una extraña historia que no hace mucho me pasó. Me llamo Jason. Tengo trece años y os voy a contar lo que me sucedió hace dos. Debían de ser las doce de la noche, y me desperté con la garganta muy seca; por lo que decidí ir a por un vaso de leche a la cocina. Estaba solo en casa pero no me asustaba. Bajé las escaleras somnoliento, llegué a la cocina donde me puse el vaso de leche y volví a mi cuarto. Cerré la puerta y me quedé mirando por la ventana, despejándome y tomándome la leche. Tras varios minutos, me levanté y me fui a mi cama, justo en el preciso instante en que pude entrever a un hombre en la calle, quieto, bajo la farola. Me acerqué para verlo mejor: llevaba un sombrero de copa negro, una chupa de cuero y unos zapatos bastante desgastados. Pasó un rato hasta que apareció otro hombre, más alto, de un metro ochenta más o menos. Llevaba puesta una camisa blanca, una chaqueta negra encima, unos pantalones vaqueros del mismo color y unos zapatos rojos, pero de un rojo que dolía a la vista, un rojo antinatural, como el de Dorothy en “El Mago de Oz”. Se acercó al hombre apoyado en la farola, pero éste no le prestó atención. Se acercó aún más hasta susurrarle al oído. En ese instante, el hombre del sombrero de copa cayó al suelo, como si las palabras susurradas hubiesen sido un disparo directo a su cabeza. No se habían cruzado ni una mirada ni un gesto. Estoy seguro de que ni siquiera vio al otro hombre; pero ahí estaba, tendido con la tez y las manos blancas, transparentes, inerte. El hombre de los zapatos rojos se alejó y entró en el bar del que unos momentos antes había salido. Atónito, sin terminar de creerme lo que había visto, seguí observando el cuerpo unos minutos más, hasta que comprendí que había muerto. Intenté tranquilizarme. Sin querer creerme lo que acababa de ver, pero sin atreverme a asomarme nuevamente a la ventana. Tumbado en mi cama, mirando el techo y sin comprender, no me dormí hasta bien entrada la madrugada. Me despertaron unas voces. Me costó distinguir que procedían de la cocina.

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Bajé las escaleras sin hacer ruido y supe que eran mis padres. ¡Habían vuelto! Hacía dos días que no los veía. Parecían cansados, por lo que no les incordié con lo que yo creía que había sido un sueño. Estaban contentos, sin parar de contarme sus anécdotas del viaje. Mi madre, feliz, salió a comprar croissants como todos los días de fiesta. Mi padre subió las escaleras para mostrarme los regalos que me habían traído. Yo, sentado en la mesa de la cocina, miraba por la ventana alejarse a mi madre. De repente, me atraganté, dejé de respirar. Intenté gritar, avisarla, pero la voz no me salía. Mi madre, sonriente, se detuvo en seco y, sin cruzar una mirada, un gesto, el hombre de los zapatos rojos le susurró al oído. Ella cayó, tendida en la acera, con la tez y las manos blancas, transparentes, inerte. No me moví, no podía, y vi al hombre de zapatos rojos, mirarme, sin expresión alguna. Oí las palabras de mi padre desde arriba, me giré para gritarle, pero, antes de que pudiera saber si mi voz había vuelto, sonó el timbre de la puerta. Cuando volví a mirar por la ventana, el hombre ya no estaba. Mi padre descendía las escaleras directo hacia la entrada. Intenté pararlo, intenté avisarlo de lo que sucedía, pero seguía sin poder moverme, seguía sin poder emitir sonidos. Ante mis ojos, vi a mi padre abrir la puerta y al hombre de los zapatos rojos susurrarle al oído. Cayó como había caído mi madre. Lo vi tendido con la tez y las manos blancas, transparentes, inerte. Ahí, paralizado tras la mesa de la cocina, lo vi acercarse. Sabía que no me podía mover, que no podría escapar, y esperé a que me susurrara al oído. Se aproximó y lo hizo. No puedo describir lo que sentí, fue como si me clavaran cientos de alfileres por todo el cuerpo. Pero no caí, no quedé tendido en el suelo. Lo vi alejarse y cerrar la puerta tras de sí. Nunca olvidaré lo que me dijo, pero no puedo repetirlo. Ahora, soy yo quien lleva zapatos rojos.

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Irinea

L

María Melero Terrén–E2B

a noche de difuntos me despertó a no sé qué hora el sonido de las campanas de la iglesia. Su tañido monótono y triste me trajo a la memoria una extraña historia que me ocurrió hace poco… Unos días antes, mis amigas no paraban de decirme que esa noche saliera con ellas y otros amigos porque iban a contar historias de miedo en el parque que hay junto al cementerio. Ana, mi mejor amiga de la infancia, siempre me insiste para que salga más, que lo pasaré bien y todas esas ñoñerías que mi madre también me dice, y es que yo no soy una persona que se diga muy sociable. Mi perfil tampoco es que lo diga. Soy pálida, ojos oscuros, normalmente seria, castaña, de pelo lacio que raramente llevo en coleta. En fin, que hacer amigos no es lo mío, soy muy tímida y, en verdad, me gusta estar sola, con mis historias de terror. ¡No soporto estar tanto rato rodeada de gente tan pesada y creída! Así que yo para esa noche tenía planeado ver “Annabelle” a oscuras, sola en casa; así me daría más miedo. Yo vivo en un pueblo en el que no hay mucha gente, así que todos nos conocemos. El día de antes de la noche de difuntos vino una chica nueva al instituto, se llamaba Irinea. Al principio me pareció un nombre un poco extraño, ya que, como supe más tarde, era un nombre muy antiguo, pero, en fin, le pegaba porque ella era un poco rara. Pelo negro despeinado y suelto, ojos tan oscuros que eran como agujeros negros sin fondo, labios finos, pálidos y descoloridos, tez blanca como el alabastro, casi transparente y cada paso que daba lo hacía tan delicadamente que parecía que flotaba. Me caía bien. Ese día se me acercó y me preguntó por la siguiente clase. Le dije que tocaba Historia y me pareció que ponía cara de asustada. Me preguntó si tenía planes para la noche de difuntos. Yo le dije que no, porque mis planes básicamente consistían en ver sola pelis de terror a oscuras, ya que mi madre estaría trabajando y mi padre seguía en Alemania por asuntos de trabajo. Ella me ofreció ir hasta la puerta del cementerio para enseñarme algo mucho más terrorífico. En clase de Historia estuvimos hablando sobre los acontecimientos del siglo XIX y la profesora dijo:

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- Hoy estáis muy poco participativos, chicos. A ver, ya sé que ninguno estuvo en el siglo XIX, pero lo tendríais que haber estudiado. Veamos, por ejemplo… ¡Irinea! Dime un acontecimiento que haya sucedido a principios del siglo XIX. Irinea sorprendentemente lo explicó todo al pie de la letra y hablando como con un tono de nostalgia, como si ella lo hubiera vivido. Después de que sonara el timbre de la última clase para irse a casa, todos se fueron juntos a comer para luego irse al parque. Todos menos Irinea y yo. Decidimos irnos cada una a comer a casa. Cuando llegué a la mía, había crema de calabaza y un filete en la mesa junto a una nota que decía: “Como ya sabes, estaré trabajando, pero puedes quedar con Ana y os dais una vuelta. Te he dejado la comida en la mesa. Pásatelo genial, cielo, y ten cuidado. Besos. Mamá.” Después de comer, fui al cementerio para encontrarme con Irinea. La vi venir en un coche bastante antiguo, súper abollado y un poco roto por la parte derecha. Irinea bajó del coche y me saludó. - ¿Tienes permiso de conducir? - le pregunté extrañada. - Sí, ¿por qué? - me preguntó con un aire de superioridad. - No, por nada- respondí intentando arreglar la situación. Me llevó a una parte del cementerio que ni siquiera conocía. Nos sentamos y hablamos. La noche iba cubriendo el cielo poco a poco, hasta que por fin oscureció. - ¿Qué era lo que me tenías que contar? –dije intrigada. Se quedó callada hasta que, por fin, empezó a hablar. - Mis padres murieron hace 190 años tal día como hoy en un accidente de coche, y yo con ellos. Desde ese momento no puedo perdonarles lo que me hicieron; todo por no haber dormido lo suficiente y conducir con ese riesgo. Desde ese momento tengo un asunto pendiente, vivir una vida normal de una chica de 16 años como tú. Para ello necesito un alma, pero no una cualquiera, de una que sea tan estúpida como para no darse cuenta de que soy un fantasma. Tragué saliva fuertemente. La sensación de terror invadía mi cuerpo por completo. No podía ser verdad, me estaba gastando una broma, seguro. Aunque…por otra parte, todo indicaba que esa chica no había vivido solo 16 años, y era más rara de lo normal. En ese momento no sabía si salir corriendo o preguntar. Decidí preguntar, porque si era una broma parecería una miedosa.

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- Es una broma, ¿no? - pregunté asustada. - No. Señaló a su derecha donde había tres tumbas: dos de ellas eran las de sus padres y en la otra ponía: “Irinea. 1813-1829.” Intenté salir corriendo, pero me cogió y me tapó la boca. Me llevó directamente hacia el coche en el que ella había venido. Dentro me ató manos y pies, no pude evitarlo: era sorprendentemente fuerte. Mis gritos tampoco servían de nada, es más, lo empeoraban porque la enfadaban aún más. Me puso en el asiento de atrás y empezó a conducir. Conseguí quitarme la cinta de la boca. Era inútil gritar porque por allí no había nadie; así que permanecí callada. Lo único que se oía eran las grandes bocanadas de aire que tomaba veloz y agonizadamente por la boca. - Vas a morir tal y como yo lo hice, en un accidente de coche -dijo como si se estuviera divirtiendo. Intenté convencerla, pero no sirvió de nada, iba a morir y lo tenía que asumir. No había nada más que hacer. Mis ojos llorosos miraron a los suyos por el retrovisor con mirada de súplica hasta que giró bruscamente el volante y el coche se estrelló contra una roca. Poco a poco sentía cómo abandonaba mi cuerpo. Era una sensación tal como si cogieran una caña de pescar y me engancharan del pecho mientras fueran tirando poco a poco hasta coger el alma por completo. Morir de esta manera es fácil, rápido, apenas sin dolor. Nunca pensé que iba a dejar mi cuerpo de esta forma y en la noche de difuntos. Ni siquiera me había parado a pensar cómo se quedarían mis padres, Ana y el instituto entero al saberlo. No le importaba a mucha gente, pero me hubiera gustado despedirme de la gente que quiero antes de morir. Irinea, que ahora se movía como yo y tenía mi mismo aspecto, fue conduciendo hasta el cementerio otra vez. Ana se acercó. - ¡Sofía!, ¿qué haces aquí? - preguntó. - Al final he decidido acercarme. - Pues has venido justo a tiempo. Vamos a empezar a contar historias de miedo -dijo Ana con una sonrisa. - ¡Es justo lo que estaba deseando! La velada fue muy divertida. Pasaron los días e Irinea seguía haciéndose

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pasar por mí en una versión mucho más sociable y extrovertida. No lo soportaba.

VERONICA LÓPEZ sobre lo oculto “Nadie logra mentir, nadie logra ocultar nada cuando mira directo a los ojos”. Paulo Coelho

-Me alegro mucho de que hayas cambiado, Sofía. Ahora eres mucho más abierta y divertida -dijo Ana mirando la helada sonrisa de Sofía.

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La abuela

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Mónica Pueyo Sánchez y Henar García Tejido, E2B

l día de la noche de difuntos me despertó a no sé qué hora el sonido de las campanas de la iglesia. Su tañido monótono y triste me trajo a la memoria una historia que hace no mucho viví en un pueblo… El escalofrío que sentí fue igual que en aquella ocasión: frío y seco. Pero lo que realmente me hizo recordar aquel suceso fue el parecido sonido de las campanas y del cementerio. Fue ahí donde ocurrió todo. En dos días mi vida cambió por completo. Hace algunos años mi mejor amigo me enseñó un lugar muy fúnebre. Qué mejor sitio que un cementerio para hacer algo único, algo especial, algo nunca visto. Un espacio lleno de cuerpos sin vida. Mario –dije casi sin pensármelo. Dime,Emma. ¡Qué bien que me hayas traído aquí! Sabía que te gustaba explorar sitios nuevos… Sabes que es así. Pero, si en vez de observar nichos con flores secas, hiciéramos un ritual satánico, al menos no estaríamos solos. ¡Qué necesidad hay! Sabes que eso me da mucho miedo. Pero, si no va a funcionar. ¡No te preocupes! ¿Qué pasa?, ¿no eres lo suficientemente valiente? A ver si algún día logro entender cómo me convences siempre. Y así fue cómo todo empezó a cambiar. Preparamos las velas y empezamos con el ritual. Dibujamos una gran estrella en el medio, rodeada por un círculo. Se encontraba al lado de la lápida de una mujer. No parecía haber muerto hace mucho, ya que la lápida estaba bastante bien conservada. Entre los dos dedujimos que murió mayor. Bueno, en realidad lo leímos. Porque hablar sobre cómo pudo haber sido esa mujer fue lo 38


lidad lo leímos. Porque hablar sobre cómo pudo haber sido esa mujer fue lo único que hicimos en toda la noche. Estuvimos más de tres horas esperando a alguien que no apareció. A algún alma o algún ser que quisiera venir a visitarnos. Pero a las 2:25h de la mañana no nos quedó más remedio que volver a nuestro hogar. Llegó el día siguiente y volví para ve si seguía la estrella que se nos olvidó borrar. Milagrosamente ésta se borró. Pero, ¿por qué? ¿Pasó algo de verdad? ¿Alguien la borró? Revisé todo el cementerio, especialmente la zona en la que dibujamos la estrella. Y entonces me fijé en que tampoco estaba la fecha de la muerte en la lápida de aquella mujer. No puede ser –dije para intentar calmarme. Corrí como nunca lo había hecho en mi vida. Solo quería ver a mi compañero de piso. Pero, al llegar a casa, él no estaba. No supe qué hacer, por primera vez tuve miedo. Decidí quedarme en el sofá y esperarle lo más tranquila que pude. Hasta que llegó. Mario, ¡por fin! ¿Dónde estabas? - ¿Qué pasa? –preguntó Mario sorprendido– Vengo de comprar el pan. Tenemos que volver al cementerio. Al volver hacia casa, pasé por ahí y me di cuenta de que la estrella no estaba y en la lápida no aparecía la fecha de la muerte de la mujer. Hay que volver a hacer el ritual. ¿Estás segura? Nunca lo he estado más. Y así fue como le volví a convencer para hacer un segundo ritual. Los pasos fueron los mismos e intentamos dibujar la estrella lo más parecida posible a la anterior, ya que por lo visto así funcionaba. Justo después de pronunciar la última palabra apa-

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reció. Y, efectivamente, no nos equivocábamos. Su cara era redondeada y su sonrisa muy maligna. El pelo negro lucía a juego con sus ojos y su piel blanquecina hacía que no pareciese inofensiva. A sacar el último pie de la estrella, se acercó a mí. -¡Noooooooooo! –dijo Mario. Esas fueron las últimas palabras que le oí decir, ya que Mª Victoria (que era el nombre de la mujer de la lápida) sacó su cuchillo y de un estacazo me llevó a su mundo; es decir, al mundo de los muertos. Lo primero que hice fue intentar llegar hasta Mario, porque quería volver a ver a mi mejor amigo. Y lo conseguí. Mi alma le volvió a ver. Pero no él a mí. ¿Por qué le has matado? ¿Quién eres? ¿Dónde está Emma? – le dijo Mario a aquella muerta viviente. ¿Te has dado cuenta de lo que acabas de hacer?– bajó la cabeza e hizo una pequeña pausa. De repente le miró con los ojos rojos y exclamó: “¡La quería y no tuve tiempo ni de decírselo! ¡Devuélvemela!¡Tráela!” Mi cara se enrojeció. Nunca pensé que alguien como él pudiera pensar eso sobre mí. Me dieron ganas de abrazarle, pero por mucho que lo intentara, él solo veía mi cuerpo sin vida, no mi alma. Y aunque me pudiera ver, no podría tocarme. O al menos de momento. De repente, la recién aparecida le atacó por la espalda. Comenzó a arrancarle las uñas una por una sin pudor o asco. Quise pararla, pero no pude. Y, al intentarlo, siguió con su tortura. Le quitó los intestinos y se los comió como si fueran un gran espagueti. Arrancó su corazón saliendo una fuente de sangre por el pecho, pudiéndose escuchar el sonido de cada mordisco que le daba. No se supo nada más de ninguno de nuestros cuerpos. A los dos meses de nuestra muerte, salimos en todos los telediarios como los desaparecidos más extraños del año. Hubo un despliegue internacional para intentar encontrarnos y no lo consiguieron porque… nadie puede imaginar dónde estamos. Nuestros cuerpos se encuentran en la tumba de María Victoria, unidos de la mano. Y en la lápida pone nuestros nombres, fecha de muerte y hasta cómo morimos. Y creo que nunca nadie descubrirá nuestros cuerpos. ¿Os ha gustado la historia, niños? Sí, abuelita Emma –gritan los cinco niños al unísono. Pero esto no ocurrió aquí, en el lugar de los muertos, ¿verdad? –preguntó el

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nieto mayor. No, y de hecho supongo que María Victoria estará en la fosa común, en el mundo de los vivos. No creo que la veamos ya nunca más –añadió Mario. Y nada más decirlo, escucharon en sus mentes tanto Emma como Mario:

ORIANA BROWN sobre la decapitación “¡Que le cooooooorten la cabeza!” Alicia en el país de las maravillas.

“No seáis ingenuos. Volveré.”

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Índice

Más que agua ......................................................................... 2 María Piñol Martínez, 1ºC - BACH Ojos ámbar ............................................................................ 4 Bárbara Serrano Vicente, 1ºC - BACH La cabaña del lago ................................................................. 7 Jorge Ezquerra Monge, 3ºA – ESO La llorona............................................................................... 10 Candela Arias Eced, 3ºB – ESO La noche de difuntos ............................................................... 12 Paula Villarroya Obón, 3ºB – ESO El ojo del espejo .................................................................... 14 Diana Elena Badila, 3ºB – ESO ¡No hay nadie! ....................................................................... 16 Sandra López Alquézar, 3ºB – ESO La fuerza de una leyenda ......................................................... 19 Ana Pilar Pelayo Benedet, 3ºD – ESO El espejo ................................................................................ 22 Sara Rozas Romo, 3ºE – ESO La leyenda del inmortal ........................................................... 23 Lorién Arruga Mecucci, 3º E – ESO El campanario ........................................................................ 24 Inés Lázaro González, 2ºA – ESO El legado................................................................................ 32 Nicolás Savirón Santafé, 2ºB – ESO Irinea .................................................................................... 34 María Melero Terrén, 2ºB – ESO La abuela ............................................................................... 38 Mónica Pueyo Sánchez y Henar García Tejido, 2º B – ESO


Esta edición no venal, con fines pedagógicos y hecha para su distribución entre el público lector del Instituto de Enseñanza Secundaria Goya de Zaragoza, reúne una selección de los relatos escritos por alumnos de ESO como parte de las actividades de la Semana de la Literatura de Misterio y Terror, celebrada del 29 de octubre al 4 de noviembre de 2019



Biblioteca del Instituto Avda. de Goya, 45 50006 Zaragoza

TelĂŠfono: 976 358 222 Fax: 976 563 603 Correo: biblioteca.ies.goya@gmail.com


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