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ElmensajedeCordero
Hace dos semanas estuve en el entierro del jardinero Zenobio, el primo de la vecina Anacleta que llegó dos meses atrás de Junín. Y como andaba por las calles de Ate con un gorro de lana de cordero ofreciendo sus servicios, le pusieron de apodo Cordero Tenía treinta y tres años, barba, y era muy amable, por eso nos impactó su partida. No tenía vicios ni enfermedad conocida, y un ataque al corazón se lo llevó. Muchos sentimos que la vida era injusta con alguien dedicado a cuidar con esmero los jardines de los vecinos. Sembró de plantas y flores y el vecindario mejoró su aspecto en poco tiempo. Era un defensor pertinaz de la mala hierba (que el común de los mortales buscaba extirpar de sus jardines), y decía: «Hay algo de milagroso en ellos al brotar en lugares insospechados, sin siembra previa y sin riego continuo». Cordero incluso se oponía al uso del dicho: «Mala hierba nunca muere». «Pero si esta surge de la naturaleza, que es vida, no puede ser mala. Quien la bautizó así estaba errado», reflexionaba Cordero. «Y al no desaparecer con facilidad, la mala hierba está en mejor posición que las flores para representar la fertilidad, pero hay que domesticarla», explicaba. Su prédica convenció a algunos que decidieron seguir sus enseñanzas Yo me mostré escéptico, no creía en esas cosas, pero algo me hizo dudar. Un día mientras iba al baño, me percaté de una planta creciendo entre dos adoquines, la única en mi patio empedrado. Nadie en casa la plantó, porque por allí caminamos a diario. Nadie la regó, porque aquel lugar no estaba pensado para un jardín.
Tal vez la lluvia de hace unas semanas fecundó ese rincón de suelo. Le tomé unas fotos y busqué su nombre en el aplicativo PlantNet, se llamaba «cenizo común», una de las variedades de la mala hierba Entonces, recordé a Cordero, y ya me fue imposible arrancarla. Por eso he decidido dejar que el cenizo florezca en el patio para interpretar, si acaso eso fuera posible, su mutismo verde y dentado.
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