3 minute read
Adiosesquenosevan
Es extraño lo que se recuerda cuando alguien muere. Alma hubiese querido recordarlo como el niño regordete que corría a sus brazos, que la llamaba trescientas veces al día, que necesitaba sus abrazos para calmar su llanto y que siempre pedía uno más: “una galleta más”, “un cuento más”, “un beso más” Andrés fue su primer hijo, el único varón de sus cinco criaturas. Era el más apegado a ella y a la vez, el más rebelde. Era alegre y respondón, voluntarioso y lleno de vida. Era la luz de sus ojos y su más grande preocupación; su mejor amigo y su némesis, todo al mismo tiempo. Era su hijo. Y los hijos lo son todo a la vez. Todo. Simplemente, lo son todo.
El día que salió a la fiesta, un peso se asentó en su estómago y quedó ahí, mordiéndola por dentro, consumiendo su energía y su alegría, como un pequeño agujero negro que le advertía del dolor que se avecinaba. Permaneció en cama esa tarde, esperando y esperando, sin saber qué esperaba, en realidad. Pero, cuando escuchó el golpe en la puerta y vio a la policía en su portal, supo de inmediato de qué se trataba. Un conductor borracho, dijo el oficial, con rostro compungido. Un criminal al volante que impactó de lleno con el vehículo en el que iban Andrés y sus amigos, arrebatándole la vida a cuatro de los cinco ocupantes Andrés, el único sobreviviente Alma no recordaba cómo llegó al hospital, quién avisó a su marido, ni cuando fue que éste se materializó a su lado, con el rostro desencajado y el corazón sangrante entre las manos.
Advertisement
Todo lo que Alma recordaba era la imagen terrible de su pequeño sobre la cama del hospital, rodeado de cables y mangueras, de médicos y enfermeras, de ruidos y olores extraños y atemorizantes. Esa imagen se imprimió a fuego en su alma y de ahí, nunca más se fue Andrés se veía tan pequeño, perdido entre las sábanas duras y las maquinarias ruidosas, como un náufrago en el mar. Alma se aferró a su mano y le acarició el pelo, tieso de sangre seca, recordando el aroma de su cabello cuando era un bebé. Cuando aún podía protegerlo del mundo. Cuando aún cabía entre sus brazos. “El daño es catastrófico”, dijo el médico, sin un ápice de delicadeza. “Aún si viviera, su vida sería la de un vegetal: no volverá a caminar, hablar, comer o respirar por sí mismo” La mujer hubiese querido decir que en ese momento su mundo se derrumbó. Pero, no lo hizo. Andrés no sería un vegetal.
Andrés no perdería ni su alegría, ni su dignidad, porque Dios no podía ser tan cruel Eso que estaba sobre la cama era una carcaza vacía: Andrés ya se había ido.
Siguiendo sus órdenes, lo desconectaron esa misma tarde y a las 3:45 horas de la mañana dejó este mundo, a la hora exacta en la que nació, dieciocho años antes. Las enfermeras se preocuparon de entregárselo guapo, libre de máquinas y sangre seca. Guapo, como siempre fue. Y entonces, el agujero negro que se había instalado en la boca de su estómago, creció y creció, vaciándola por dentro Todo lo que quedó en su interior fue un grito atravesado en su garganta que no pudo dejar ir por más que intentó. Lo sepultaron un sábado, en el cementerio local, junto a su abuelita. Le dijeron adiós con flores y canciones, globos y guitarras, como él hubiese deseado. Alma fue la última en arrojar una rosa blanca a la sepultura, segundos antes que lo cubrieran con tierra y lo alejaran de ella para siempre. Se despidió con un beso y dio media vuelta, negándose a recibir más condolencias y palabras de apoyo que no le servían Todo lo que le quedó, fue un adiós.
La vida siguió, como siempre. Pero ese adiós, nunca dejó su mente ni su corazón. Hay adioses que nunca nos dejan, por más que se intente. Ella ni siquiera lo intentó. La imagen de Andrés en la cama del hospital, aferrándose a la vida para esperarla era todo lo que podía ver cuando cerraba los ojos. Ni sus risas infantiles, ni sus primera años, ni los momentos felices: todo lo que quedaba de su hermoso hijo eran sus últimos momentos. Sus hijas crecieron, la llenaron de nietos y días felices que nunca fueron realmente felices, porque faltaba Andrés. Su vida se transformó en una larga espera que parecía no tener final, porque el día que murió Andrés, también murió ella un poco. Y con cada día, moría un poco más. Por eso, cuando fue su turno, se fue rápida y limpiamente, porque la muerte ya no tenía mucho más que llevar.