Adioses que no se van Es extraño lo que se recuerda cuando alguien muere. Alma hubiese querido recordarlo como el niño regordete que corría a sus brazos, que la llamaba trescientas veces al día, que necesitaba sus abrazos para calmar su llanto y que siempre pedía uno más: “una galleta más”, “un cuento más”, “un beso más”. Andrés fue su primer hijo, el único varón de sus cinco criaturas. Era el más apegado a ella y a la vez, el más rebelde. Era alegre y respondón, voluntarioso y lleno de vida. Era la luz de sus ojos y su más grande preocupación; su mejor amigo y su némesis, todo al mismo tiempo. Era su hijo. Y los hijos lo son todo a la vez. Todo. Simplemente, lo son todo. El día que salió a la fiesta, un peso se asentó en su estómago y quedó ahí, mordiéndola por dentro, consumiendo su energía y su alegría, como un pequeño agujero negro que le advertía del dolor que se avecinaba. Permaneció en cama esa tarde, esperando y esperando, sin saber qué esperaba, en realidad. Pero, cuando escuchó el golpe en la puerta y vio a la policía en su portal, supo de inmediato de qué se trataba. Un conductor borracho, dijo el oficial, con rostro compungido. Un criminal al volante que impactó de lleno con el vehículo en el que iban Andrés y sus amigos, arrebatándole la vida a cuatro de los cinco ocupantes. Andrés, el único sobreviviente. Alma no recordaba cómo llegó al hospital, quién avisó a su marido, ni cuando fue que éste se materializó a su lado, con el rostro desencajado y el corazón sangrante entre las manos. Todo lo que Alma recordaba era la imagen terrible de su pequeño sobre la cama del hospital, rodeado de cables y mangueras, de médicos y enfermeras, de ruidos y olores extraños y atemorizantes. Esa imagen se imprimió a fuego en su alma y de ahí, nunca más se fue. Andrés se veía tan pequeño, perdido entre las sábanas duras y las maquinarias ruidosas, como un náufrago en el mar. Alma se aferró a su mano y le acarició el pelo, tieso de sangre seca, recordando el aroma de su cabello cuando era un bebé. Cuando aún podía protegerlo del mundo. Cuando aún cabía entre sus brazos. “El daño es catastrófico”, dijo el médico, sin un ápice de delicadeza. “Aún si viviera, su vida sería la de un vegetal: no volverá a caminar, hablar, comer o respirar por sí mismo”. La mujer hubiese querido decir que en ese momento su mundo se derrumbó. Pero, no lo hizo. Andrés no sería un vegetal.