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San Juan ciudad de cristales rotos

SAN JUAN CIUDAD DE CRISTALES ROTOS

Juanso de Arco

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Me voy, pero un día volveré a buscar mi querer, a soñar otra vez en mi viejo San Juan. Pero el tiempo pasó y el destino burló mi terrible nostalgia y no pude volver…

¡Cuánta sangre y horror hay en el fondo de todas las «cosas buenas»! Federico Niche

¿Cuántos no sueñan con nacer, vivir y morir en Puerto Rico? Muchísimos, incluso demasiados. Pero, ¿cuántos sueñan con eso en San Juan? No tantos, aseguradamente. Para quienes nacen en San Juan, el ritmo de la ciudad se lleva en la sangre – la prisa, los saludos omitidos, el club, las botellas rotas en el piso, el sudor, la música nueva hasta sangrar las orejas, el vómito, las carcajadas violentas de amigos desconocidos, la peste a pis por las calles, el despertar repentino, el café mitad dormido, horas perdidas laborando y sigue el ciclo. Solo termina el mismo en tres ocasiones: la muerte, la “madurez” o la mudanza. Estas son fundamentalmente iguales, aunque ciertamente la mudanza es preferible a veces a la muerte, la muerte siempre a la “madurez”. San Juan, como toda ciudad, es generalmente una situación temporera para quien viene de afuera. Sea trabajo, estudio, aventura o amor, todos tienen sus razones para irse de la cuna ancestral a la ciudad. ¿Conseguirán lo que buscan, se cansarán? ¿Se irán? ¿Se quedarán? ¿Quién sabe? ¿A quién le importa? Al final del día, sea la razón, la ciudad funciona igual sin importar la que sea – uno usa la ciudad como la misma usa a uno hasta que ya uno o el otro no dé para más. Quienes se retiran después de esto muchas veces hablan de volver a donde se criaron (si tuvieron el lujo de una crianza), pero el tiempo se lleva todo – la casa del vecino ahora es una autopista, los padres con sus hermanos están enterrados, los niños ni saben qué es un carretero, las peleas de gallo son ilegales… a ver televisión y esperar a la muerte se ha dicho. Ya después de tanta edad no quedan lágrimas para soltar ni siquiera hasta de aburrimiento o accidente, el cansancio es demasiado para llorar. Mientras tanto San Juan, botado como juguete viejo, sigue vivo en su estado avanzado de necrosis. Desafortunadamente la muerte interna de la mayoría del organismo citadino siempre es algo disfrazado a la perfección. Condado brilla, con el antiguo Latin Star más radiante que el Sol. Cada otra semana hay un food truck nuevo en Miramar. Dicen que, al tercer día de cada apertura, puedes encontrar a personal del Conservatorio de Música comiendo en el mismo preguntándose si tendrán suficientes fondos para seguir operantes otro año más. De vez en cuando, si se cansan del tema, hablan de la Comay. Santurce, cuando no está lleno de anuncios para distraer a la gente guiando, está lleno de murales para distraer a la gente guiando. Cupey poco a poco se convierte en el municipio autónomo de la UAGM. ¿Y Río Piedras? San Juan está en un estado de muerte lenta hace mucho tiempo ya, de esto no hay duda, pero quien piense que Río Piedras todavía no ha muerto está muy equivocado como muy en lo cierto. Río Piedras sirve como un espejo al resto del municipio, pareciéndose mucho a las cucarachas que le habitan – perniciosamente persistente. Ni muere, ni vive. Las barras, así como la Guerra de Afganistán, han recibido generaciones ya de visitantes. Los mercados de alguna manera siguen a flote. Siempre hay quien se atreve abrir algún restaurante nuevo, algún negocio distinto. La universidad hace milagros para la economía local, por más empobrecidos que estén los estudiantes como sus profesores, quienes lloran por igual sus cuentas de bancos vacías como ríen sus jueves de baile y bebida. Las fotografías del área en plenitud económica hacen tantas décadas parecen una fantasía, hasta un chiste de mal gusto. Ciertamente ya Río Piedras no es Río Piedras sin su gusto macabro – sus deambulantes gritando en la noche, sus barras de mala muerte, su peste, su violencia cotidiana y las enredadas policiales en las ocasiones especiales de protestas grandes. Al pasar María, una abuela me contó que San Juan, despejado, sin su cubierta de árboles escondiendo tantas y tantas casa, se parecía a cuando llegó por primera vez tantas décadas atrás, comenzando la industrialización. Concreto hasta más allá de donde llegaba la vista, los árboles y la naturaleza un recuerdo de infancia en el campo. Mientras tanto nos tocó nacer y vivir en la ciudad y su calor, uno cual es como lo opuesto del calor familiar. Esa destrucción “civilizadora” de tanto tiempo atrás sirvió para crear este mundo. Lo que una vez tomó la fuerza de tanta mano de obra y maquinaria tumbar, lo repitió en un día un huracán. Dónde una vez la destrucción atraía e inspiraba, ahora asusta y repudia. Eso fue para ella el momento que definió su experiencia de vida en la ciudad. Para mi vida, le conté a la abuela, no ha habido momento citadino más definitorio que el primero de mayo del 2017. La huelga universitaria en su apogeo, previo al fracaso, previo al huracán, previo a todas las decepciones posteriores, en ese momento en que rompieron los cristales del Banco Popular en la Milla de Oro… ese fue el momento de la ciudad. Rodeados por policías, fuerza de choque, personas asustadas, personas alegradas, ese fue el momento en que la vida en la ciudad se sentía completa, se sentía real. Inspiraba a bailar, cantar y hasta besar con desconocidos. En ese instante la victoria no parecía posible, parecía inminente, necesaria. Ni las protestas de Ricky Renuncia podían capturar un momento tan real, tan completo. Luego, como toda gran memoria de protesta, se esfumó entre gases lacrimógenos. Seguimos riéndonos dentro de nuestras derrotas y victorias; victorias tanto temporeras como simbólicas como inútiles, pero victorias igual. San Juan cada vez se hunde más ante el peso de los ciudadanos, la mala administración, el desinterés, la crisis y la huida. Igual seguimos viviendo en la ciudad, seguimos queriendo la ciudad, seguimos soportando hasta lo insoportable de la ciudad. ¿Vivir en la ciudad vale la pena? Probablemente no, pero no es como que nos queda mucho remedio a la mayoría de nosotros. Como quiera seguimos respirando, bailando, protestando, aprendiendo y haciendo el amor, tanto en la ciudad como con la ciudad. San Juan no es el casco histórico de la isleta, no es toda esta área ataponada entre Carolina y Guaynabo, no es los cristales rotos de carros atacados, casas robadas, botellas tiradas y el Banco Popular, ni siquiera es un hogar (¿pues qué lugar tan hostil podría posiblemente servir de uno?). San Juan es las telarañas de hilos conectando a las miles y millones de personas quienes lo han vivido y visitado durante cinco siglos ya, desde Juan Ponce de León a cualquier gobernador bobolón que esté ahora. Así como tantos por necesidad se van de San Juan, tantos otros se quedan por esas relaciones, hasta aprendiendo a despertarse y apreciar el olor mañanero a carretera orinada, pues significa que al menos aún hay vivo para mearse en la ciudad, como bien merece.

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