Cuaderno de coyuntura primero

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LOS JÓVENES DESAPARECIDOS: EL LADO OSCURO DE LA SEGURIDAD DEL ESTADO Octubre de 2008

El fenómeno Personajes que se mueven en la sombra reclutando jóvenes desempleados que deambulan por los barrios marginados. Entrega de estos jóvenes a algún intermediario, representante o agente de los cuerpos de seguridad del Estado. Asesinato de los reclutados, presentación de sus cadáveres como caídos en combate y entierro en fosas comunes. Esta es la cadena de hechos que han venido ventilando los medios de comunicación a propósito del hallazgo de cadáveres de jóvenes en varias ciudades y desde hace varios meses, incluidos los 19 de Soacha y Ciudad Bolívar cuyos familiares no tenían noticias suyas desde que dejaron sus hogares en febrero para ir tras alguna oportunidad laboral no precisada. ¿Reclutamiento para luego ser sometidos a un frío asesinato por parte de alguno de los dos eslabones de la cadena - los mismos reclutadores o los receptores - y en todo caso, sólo para mostrar cifras alentadoras en la lucha contra el enemigo interno? La sola posibilidad de que así fuere es francamente escalofriante.

Si bien desde el punto de vista jurídico esperar siempre el resultado de las investigaciones que adelante la Fiscalía General de la Nación, desde el punto de vista del análisis político los indicios recogidos permiten proponer algunas reflexiones sobre lo que ocurre con la Seguridad del Estado.

¿Comercio de muerte? De confirmarse la hipótesis anterior, estaríamos ante una faceta del conflicto donde la Seguridad del Estado incorpora un comercio consistente en darle muerte a un desconocido a cambio del reconocimiento por parte del superior jerárquico dentro de la fuerza pública, y de manera que la víctima queda transmutada en sujeto político por hacerla aparecer como afiliada a una guerrilla. Dentro de ese arreglo interviene como nudo articulador la supresión de una vida. Es este hecho sobrecogedor el que asegura la cadena comercial. Es la muerte la que define el negocio, pues sin ella no se cumple el propósito de mostrar “positivos”. Un medio atroz y trascendente para un fin mezquino e intrascendente. En este comercio, a la vez despreciable y espantoso, participan como actores el reclutador, convertido en abastecedor de la mercancía, y el adquirente o funcionario oficial, que la consume en el momento de presentarla como parte del cumplimiento de su función pública. El primero hace las veces de un contratista externo en el nivel local o regional que obra como el agente de una actividad delincuencial, organizada o no, posiblemente asociada con el narcotráfico o con el

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paramilitarismo “emergente”. El otro es el agente del Estado, el cual recibe una materia prima convertida en mercancía y que no es otra cosa que un ser humano. La realización social de esta mercancía supone, en un proceso de espanto, su transformación esencial. De ser un ser viviente pasa a ser un despojo sin vida, mediante su eliminación rápida y secreta. El asesinato es el acto que la transforma, liquidándola; no sólo se convierte a la persona en vil objeto de circulación; también se la mata para que cumpla su condición de mercancía. Con el asesinato de que es objeto, la víctima se transforma en mercancía; pero lo hace bajo el efecto de una simulación, de una mentira elaborada por el victimario, quien procede a suplantar la identidad del sujeto. Éste pasa a ser el miembro de una organización armada al margen de la ley. Como ser viviente disponía de una identidad personal, y probablemente carecía de una de carácter político. Asesinada esa persona, se pierde el rastro de su antigua identidad personal y adquiere en cambio, sin poder evitarlo, la identidad política que el victimario ha decidido imponerle. En esa condición, la víctima se convierte en un despojo anónimo, que después de ser arrojada a un fosa común, engrosa la cifra ya abultada de desaparecidos sin identidad definida. Esos desaparecidos, esos “N. N.” que quizá provienen de la agitación sorda y múltiple que produce la movilidad incierta del rebusque, método cotidiano con el cual tantos colombianos enfrentan la pobreza. Todo un paisaje social, sin duda favorable para quienes quieran ejecutar a su sombra este tipo de operaciones siniestras, que quedan sumergidas en la impunidad.

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El cuerpo inerte y la simbolización macabra del poder Antes de que los despojos sean arrojados a una fosa común, a la espera del olvido para la víctima y de la impunidad para el victimario, el cuerpo inerte seguramente es exhibido ante quien corresponda; probablemente ante algún superior y ante algunos pocos testigos indolentes. Debe ser un diligenciamiento presuroso; tal vez de resonancia metálica, rápido y frío, como si se tratara de una certificación notarial. El cuerpo es la prueba del golpe contra el enemigo, el soporte material que nadie reclamará. Es la prueba impostada sobre la cual el falsificador pondrá dos estigmas: el de la mentira y el de la violencia.

Por alguna razón, el Ministro de la Defensa, en el momento en el que estalló la noticia dejó entrever, perplejo y recatado a la vez, la posible existencia de tal tipo de operaciones. Dijo en su momento el alto funcionario: “no lo quiero creer, pero me dicen que hay todavía algunos que reclaman cuerpos”. Hay que entenderlo, se trata de los cuerpos de los enemigos como prueba de eficiencia en la lucha por derrotarlos. Para recoger pruebas en dicha lucha, no bastaría el registro de los combates o las detenciones que después se pierden en los meandros de un debate probatorio. Es necesaria la muerte; son indispensables los cuerpos.

El estigma de la mentira es doble: la persona viva y con identidad definida se convierte en el muerto N. N., y de ser un ciudadano sin adscripción política conocida, ya muerto, se le convierte en miembro de una organización armada. El otro estigma, el de la violencia, queda dibujado traumáticamente en la propia muerte y en los balazos que la causaron.

El cuerpo define los límites entre la vida y la muerte. Y la muerte es la expresión final de la derrota. Por eso el cuerpo de un enemigo abatido pasa a ser símbolo de su derrota, pero también el signo de la eficiencia de la instancia del Estado que lo ha liquidado. De esa manera, el abatimiento de un individuo comienza a dejar de ser un medio encaminado a someter completamente al enemigo, y empieza a ser un fin en sí mismo para quienes tienen el mandato de proveer la Seguridad del Estado. En ese sentido, el hecho de “mostrar cuerpos” adquiere una fuerza simbólica de tal naturaleza, desde el punto de vista de la eficiencia estatal y de la derrota efectiva del enemigo, que puede convertirse en un empeño propio; en una empresa cuasi - autónoma.

Con dos estigmas encima, el cuerpo deviene simbólicamente una lívida geografía del sometimiento, mediante la cual la Seguridad del Estado quiere afirmarse frente a sus enemigos. El cuerpo exánime y baleado de un enemigo es el lenguaje de su derrota; es la muestra física que, exhibida sin vida, confirma categóricamente la victoria por parte del Estado. Así, los jóvenes que bajo cualquiera forma de inducción fueron atraídos a esta operación, no iban a jugar tristemente otro papel que el de soportes carnales de una simbolización del poder de que es capaz la Seguridad del Estado.

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Lógicas ilegales, derivas criminales Cualquiera cosa podrá sobrevenir entonces, si la Seguridad llegara a medirse en términos de cuerpos sin vida. La estrategia de controlar al enemigo para minimizar los daños que pueda causar sería sustituida por un desenfreno con ribetes de esquizofrenia, en medio del cual los muertos serían la medida de la derrota que se infringe al enemigo. A juzgar por las revelaciones hechas por los jefes “paramilitares” en las audiencias de Justicia y Paz, ese parecía ser el signo de su loca carrera por eliminar guerrilleros y por controlar territorios. Ahora bien, el caso de los muchachos desaparecidos en Toluviejo, en Soacha o en Ciudad Bolívar, y encontrados bajo tierra como N. N. en Ocaña o en Cimitarra, estaría evidenciando -si se comprueba que no murieron en combate- la incorporación en la Seguridad del Estado de esa lógica insensata de eliminar pobladores sin discriminación alguna, con tal de expulsar a los guerrilleros de una zona. En el caso de los jóvenes desaparecidos, esa irracionalidad alcanza contornos inesperados. Contornos de comercio fríamente calculado y de farsa bien montada. Comercio y farsa que, si no tuvieran de por medio víctimas inocentes, parecerían rayar con la comedia. Ya no se trataría siquiera de eliminar vecinos del lugar, bajo la sospecha o el pretexto de que simpaticen con la guerrilla. Se trataría de eliminar personas que nada tienen que ver con el contexto social o geográfico del conflicto para hacerlos figurar como enemigos armados. En tal caso, el medio, que consiste en abatir a alguien, se distancia completamente del fin que es doblegar al enemigo para

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preservar la Seguridad del Estado. El medio queda completamente distanciado, si no divorciado, del fin. Sencillamente el dar muerte a un joven desempleado de Soacha nada tiene que ver con debilitar o doblegar a un frente guerrillero en Norte de Santander o en Cimitarra. El medio se agota en sí mismo, se vuelve sobre sí, antes de llegar materialmente al fin al que debía apuntar. En realidad, el acto mediador, que es la eliminación física de otro, no tiene nada que ver con el fin de doblegar a un frente enemigo. El medio que es matar se resuelve en sí mismo, sin que se vincule directamente con el objetivo de doblegar a un enemigo del Estado. Este objetivo se vuelve distante y queda envuelto en la niebla de la simulación. Ese medio violento que es, en todo conflicto, la desaparición física del enemigo, se torna así más densamente ilegal. La eliminación de un enemigo fuera de combate y sin formula de juicio, sería ya enteramente ilegal. Pero la ejecución extra juicio es doblemente ilegal si no se trata de un “enemigo” combatiente; y lo es mucho más si la ejecución tiene lugar para crear el efecto simulado de que se ha terminado con un enemigo combatiente, previa una serie de actos premeditados y organizados. Que este tipo de actuaciones puedan ser ejecutadas por agentes oficiales, sin importar su rango, indica las posibilidades de amalgamamiento entre conductas legales e ilegales, justas e injustas, humanizadas o deshumanizadas que, a cubierto de la Seguridad, se vertebran dentro del Estado en función del fin superior de derrotar a un enemigo interno. Y de una manera tal que la aproximación a ese fin debe medirse por la cantidad de cuerpos abatidos.


Los porqués Varios factores, entreverados, pueden influir para que la Seguridad del Estado incorpore en cualquier nivel, este tipo de lógicas propias de actores ilegales o, incluso, criminales. De una parte, el propio efecto de escalada -característico de todo conflicto armadoarrastra consigo esas derivas que se traducen en prácticas atentatorias del derecho de gentes. Y si a la dinámica de escalada militar se añade la polarización ideológica que viene envuelta en el empaque de un discurso excesivamente simplificador respecto del enemigo, entonces en el curso del enfrentamiento, la tentación de violar la norma internacional humanitaria estará siempre al orden del día. La deriva que representan los delitos de lesa humanidad es alimentada por la intervención corruptora de un actor que, como el narcotráfico, posee los recursos financieros y el interés explícito de exterminar o de expulsar de ciertas regiones al mismo enemigo que el Estado ha venido combatiendo. Finalmente, la contemporización de un sector de las élites con estas prácticas ilegales y con los agentes estatales que las llevan a cabo, le sirve como un escudo protector, bajo la excusa de que están defendiendo a quienes han sido injustamente acusados por cumplir con su deber de patria. Ese marco de lógicas que se mueven alrededor de la política de Seguridad explica la adopción de conductas ilegales y de prácticas violatorias de los derechos humanos, que resultan funcionales al interés de combatir al enemigo interno. No como meros apéndices extraños, sino como un

subproducto natural o, si se prefiere, como una excrecencia de ilegalidad que fluye como el lado oscuro de la seguridad, a la manera de una práctica tenebrosa que se articula de manera funcional y subalterna con las lógicas predominantes que operan de conformidad con el estado de derecho y con las reglas democráticas. Así parece haber ocurrido dentro de las distintas violencias y a lo largo de sus varios períodos históricos. Por estos días se ha vuelto a hablar de otra forma de la “guerra ilegal”, a raíz de las matanzas de Trujillo y del nuevo proceso judicial al cual fuera llamado el General (r) Rito Alejo del Río. Algo indica que se trata de líneas constantes, que atraviesan los distintos modelos o doctrinas dentro de la Seguridad del Estado, líneas que inficionan esta política y que consiguen sobreponerse a los propios autocontroles que se impone el Estado. Así, los delitos atroces y las acciones contra el derecho internacional humanitario coexisten con los controles jurídicos y con el descenso en la violación de los derechos humanos por parte de la fuerza pública colombiana, que le han ganado un merecido reconocimiento en los últimos años por parte de observadores nacionales e internacionales. De cierta manera, esas prácticas criminales persisten no sólo porque encuentran la forma de sobrevivir dentro de una polarización armada, sino porque en un sector de las elites y de la opinión encuentran eco, si no el de una solidaridad activa, al menos el de una neutralidad complaciente bajo el argumento de que las prácticas ilegales son necesarias para la plena Seguridad del Estado.

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EL FIN DEL SECUESTRO POLÍTICO: ¿POR QUÉ LAS FARC FRACASARON EN SU INTENTO? Febrero de 2009 En lo que parece ser una modificación en su táctica referente a los secuestros políticos (no así a los extorsivos o a los de carácter militar) las FARC decidieron liberar al ex gobernador Alan Jara y al diputado Sigifredo López. Lo hicieron después de arrebatarles la libertad en forma aleve y de someterlos al martirio de un largo cautiverio en la selva. Eran los últimos personajes políticos secuestrados que aún permanecían en poder de esa guerrilla. Con tales liberaciones se ha cerrado casi una década durante la cual las FARC decidieron practicar este delito repugnante, utilizando como blanco a personas que ostentaran la condición de figuras públicas y al mismo tiempo pudieran ser secuestradas fácilmente.

presión un objetivo particular o ejecutar un castigo. En consecuencia, hay secuestros de propaganda, de chantaje y de castigo. - Los primeros se sitúan en el plano de la comunicación, de modo que la acción violenta sustituye o derrota el silencio de los medios del “establecimiento”, a fin de llamar la atención sobre una causa o para hacerle eco a una proclama. - El segundo reemplaza (o complementa) otros instrumentos de presión, como la acción de masas o el combate militar, para conseguir del Estado, de una institución o de una empresa, alguna reivindicación corporativa, una petición política o la libertad de unos prisioneros. - El tercero es el vehículo para desarrollar una venganza -mezcla de rabia y de cálculo- contra el “régimen enemigo”, en la persona de alguien que presuntamente lo represente.

Los tres tipos de secuestro político

Este último puede convertirse, dada su naturaleza de “castigo”, en asesinato, y así, muy pronto, deja de ser un simple secuestro para ser un atentado individual con acentos típicamente terroristas. En este caso, el secuestro como mero instrumento se agota rápidamente y se transforma en la tétrica antesala para la ejecución de otro delito mayor, el asesinato político. Este, a su turno, es otro instrumento de violencia que sencillamente se devora la eficacia instrumental del primer delito.

El secuestro político -práctica condenable, ejercicio infame y acción del todo rechazabletiene, con todo, una lógica que lo inscribe en el plan estratégico del grupo que lo pone en ejecución. Es decir, tiene una dimensión instrumental. Y como práctica instrumental que es, se orienta en tres posibles direcciones: hacer llegar un mensaje, obtener por

Típicos secuestros seguidos del asesinato de los cautivos fueron el de Dan Mitrione, acusado de ser agente de la CIA por los Tupamaros en Uruguay y el de Aldo Moro, Jefe de la Democracia Cristiana en Italia y hombre fuerte del régimen, asesinado por las Brigadas Rojas, después de 40 días de cautiverio, en la propio ciudad de Roma. Algo

¿Por qué una guerrilla secuestra a dirigentes políticos y por qué a las FARC no les funcionó esta estrategia?

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parecido hicieron en Colombia los del M-19, con José Raquel Mercado, presidente de la Central de Trabajadores de Colombia (CTC) acusado por los guerrilleros de ser un “traidor a la clase obrera”. Con el asesinato subsecuente, el secuestro pierde entidad propia en tanto instrumento político; y es a la ejecución letal a la que hay que considerar en su brutal ineficacia simbólica para combatir a un régimen, no necesariamente odiado por el pueblo, cuyo imaginario se pretende -contradictoriamenteconquistar. El secuestro como “castigo”, si es seguido por el asesinato, cierra toda posibilidad para que la liberación de la víctima constituya la salida lógica que debe seguir al chantaje propuesto por el realizador de un secuestro, en medio del juego diabólico que él propone. Los otros dos tipos de secuestro político - el de propaganda y el de chantaje- envuelven una eficacia instrumental, solo en función de transmitir un mensaje o de dar un golpe de opinión, si se trata del primer caso; o de conseguir la reivindicación buscada por medio del chantaje, si se trata del segundo. En ambas eventualidades, importa menos el aleatorio procedimiento inhumano del secuestro que el mensaje, la propaganda o el objetivo de lucha que se quiera alcanzar.

El secuestro político eficaz está sujeto a tres límites

el requisito de hacer lo menos penosa y riesgosa la retención de la víctima. Lo cual ayudaría simbólicamente a la eficacia de la acción en aras del efecto comunicativo o del fin reivindicativo que se persigue. En ese sentido, la acción del secuestro (que ya de suyo es infame y liquida la validez ética de cualquier objetivo) tendría que ser absolutamente liviana en lo que se refiere al castigo o a las privaciones que de todas maneras implica para las víctimas. Lo contrario conduciría a desdecir la eficacia instrumental de la misma operación política; y los propósitos de publicidad o de chantaje se esfumarían para dar paso sólo a la vejación y a la violación de los derechos que dicha operación implica. De hecho, todo secuestro político implica la violación de la libertad en la persona objeto de ese delito, sólo que además encierra la eventualidad de sufrimientos y ultrajes para ella, como también el riesgo de perder la vida. Dentro de la lógica revolucionaria, el grupo que ejecuta un secuestro se inclinaría por comunicarle a esa suerte de operación delictiva unas características definidas de condicionalidad, de transitoriedad y de seguridad para las víctimas. - La condicionalidad es la subordinación total e inmediata frente al fin directo perseguido, de manera que incluso el mero golpe de opinión pudiese ser ya condición suficiente para dar por conseguidos los propósitos principales.

El hecho mismo de arrebatarle ilegalmente la libertad a alguien debería, en principio, ser apenas un medio subordinado por entero al - La transitoriedad está determinada por esa fin; y no ser un medio que se convierta en fin. total subordinación, pero además ayuda a que el delito tenga eficacia simbólica; por Por eso mismo, el secuestro debería carecer eso todo secuestro político debería tener de densidad importante como acción para un grupo subversivo un sentido casi de política; y al mismo tiempo, contar con fugacidad a fin de disminuir su condición de

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violador de los derechos fundamentales del ser humano. - Y la seguridad para la persona y para la vida de las víctimas debería ser el factor decisivo para una mínima eficacia simbólica y material en la dirección de una presunta causa noble, pues la naturaleza de un secuestro político, paradójicamente, estaría determinada por la salvación de la vida del secuestrado. Cuando el Movimiento 26 de Julio, que promovía la revolución en la Cuba de Batista, secuestró al campeón mundial de automovilismo Juan Manuel Fangio, lo soltó a las pocas horas y de ese modo consiguió llamar la atención mundial sobre una causa política, sin alcanzar a mancharla mucho con un ultraje mayor a la víctima. Así mismo, ciertas guerrillas que operan en algunos escenarios conflictivos han retenido a personas que cumplen actividades misionales o que son terceros en la guerra (por ejemplo periodistas, funcionarios de organizaciones internacionales o miembros de ONGs) los secuestran por unos días pero luego los liberan con el sólo propósito de conseguir resonancia publicitaria para la causa que defienden. Desde luego que cuando un secuestro político va más allá de la simple publicidad y se concentra en el chantaje alrededor de una reivindicación o un objetivo particular, la sustracción de la libertad de una o varias personas viene a veces acompañada por la criminal amenaza de muerte sobre las víctimas del secuestro. Un ejemplo de este tipo de operativos fue la toma de rehenes en la Embajada Dominicana en Bogotá por el M-19, con lo cual este pretendía entre otras cosas que el Gobierno liberara a sus prisioneros, detenidos en las cárceles del Estado. A pesar de las amenazas que pesaron sobre la vida de los diplomáticos

rehenes, el jefe de la guerrilla, Jaime Bateman, entendió que si bien el Gobierno no accedía a sus demandas principales, el propósito intermedio de publicidad había sido alcanzado, y se podía dar salida al hecho con una negociación que pusiese a salvo la vida de los secuestrados, y así mismo la libertad de los guerrilleros que ejecutaron el operativo, acogidos por otro país. A su turno, los milicianos integristas de El Líbano o los de El Talibán en Afganistán han tomado rehenes en distintas épocas, sólo que en estos casos la amenaza de muerte (materializada o no) ha estado acompañada de un tono de venganza que ha hecho más inminente el asesinato, bajo resonancias de fundamentalismo y de terror.

Los secuestros políticos de las Farc: diez años de torpezas en aumento Las Farc comenzaron a secuestrar políticos en el año 2000 -según entonces lo anunciaron con tono amenazante- para presionar un intercambio de prisioneros. Esperaban - en un razonamiento brutal- que si el Gobierno Nacional no se avenía a un acuerdo de esa naturaleza mientras sólo estuvieran cautivos “simples” soldados u oficiales de rango medio, lo haría sin duda alguna cuando los secuestrados fuesen miembros del “establecimiento político - “allí donde les duela más!”, tronaba Jorge Briceño, alias el Mono Jojoy, “Ahí si van a gritar!”. Sus posibles vínculos -los de los plagiadoscon el alto gobierno, a través de los lazos de solidaridad partidista o a través de redes sociales o familiares, les conferiría un precio mayor y harían más maleable la posición oficial, mucho más refractaria a un intercambio de prisioneros después de que Álvaro Uribe llegó a la Presidencia.

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Fue así como secuestraron a Jorge Eduardo Gechem en el Huila, cuando estaba agonizando el proceso de El Caguán, en una “línea” que ya habían anticipado en Riosucio, Caldas, con el secuestro del Representante Tulio Lizcano. Después hicieron lo propio con la Representante Consuelo González, también en el Huila. Y con Luis Eladio Pérez en Nariño. Con Ingrid Betancourt en compañía de Clara Rojas, cuando viajaban por tierra hacia El Caguán. Y así mismo con Alan Jara en carreteras de El Meta. Y finalmente con los doce diputados de El Valle, en pleno centro de Cali. Pero estos secuestros muy pronto dejaron de ser el anunciado medio para presionar el intercambio de prisioneros. Pasaron a ser un ejercicio delictuoso y violento dotado de su propia dinámica. Esto es, se convirtieron en una acción que pretende justificarse a sí misma. De hecho, intercambio no hubo, y los obstáculos que se alzaron, dadas las posiciones asumidas por las partes, fueron de tal magnitud, que lo hicieron cada vez más improbable.

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los anales de los conflictos revolucionarios, no por el hecho en sí, sino por su duración y por la cantidad de personas sometidas en forma simultánea al cautiverio. Las FARC rápidamente les cambiaron a los secuestros políticos el sentido de un chantaje coyuntural, y convirtieron a sus víctimas en “prisioneros de guerra” como si fueran otros tantos militares capturados en combate. Y para que no hubiese dudas sobre el propósito de atentar aviesa y duraderamente contra su libertad, las incorporaron a la categoría de “canjeables”, junto con los militares, en una situación donde manifiestamente era poco probable el canje de prisioneros. La dificultad, con inamovibles de por medio, condujo a un punto muerto la posibilidad de un “canje de prisioneros”; canje que desde luego nunca llegó mientras el Estado apretaba su ofensiva apoyado en el Plan Colombia, sin que el Presidente Uribe dejara de subir muy alto en las encuestas, precisamente porque no se bajaba de su postura inflexible frente a las FARC.

Y es que además, con el intercambio de “prisioneros”, las FARC pretendían cobrar los avances y golpes militares que había logrado durante los 90, cuando alcanzaron su pico de poder más alto; sólo que lo hacían cuando ya había entrado en una nueva década, la de su retroceso. Mientras tanto el Estado desplegaba su ofensiva militar, por lo que el Gobierno no se mostraba dispuesto a pagar esa factura, negándose al intercambio.

Esta guerrilla insistía en guardar, para su propio descrédito, a los secuestrados en la manigua. Uribe a su turno conservaba un alto nivel de apoyo en la opinión. Y mientras tanto el intercambio se atascaba en un impasse insuperable. En esas condiciones, el secuestro político se mostraba ineficaz como estrategia. A su ineficacia como chantaje, sumaba el desprestigio de las FARC, como efecto contrario al deseado.

Así pasó el tiempo para los secuestrados políticos. Pasaron las horas y los días y los meses y los años; y con éstos, el delito del secuestro no solo se convirtió en un prolongado suplicio para las víctimas y sus familiares, sino en una modalidad de lucha de carácter atroz; un tanto inédita así mismo en

Tuvieron que transcurrir seis años de tormento para que la dirigencia guerrillera se persuadiera de lo que ya era evidente a los pocos meses de que las víctimas fueran sometidas al cautiverio forzado. Después de seis años de sufrimientos, contados desde 2001, las FARC comenzaron a dar muestras


de un cambio de posición sobre la suerte de los dirigentes políticos secuestrados; algo que comenzó a vislumbrarse en el segundo semestre del año 2007, según las señas que soltaba “Raúl Reyes”, quien oficiaba como el Canciller del grupo armado. Entre tanto, la guerrilla experimentaba un debilitamiento militar en los Frentes que hacen presencia en la Costa Caribe, en el Noroccidente y en el Centro-Occidente del país. Por otra parte, algunos de los gobiernos de Europa que podrían no ser tan hostiles frente a la guerrilla, presionaban por la liberación de los políticos, particularmente por el de Ingrid Betancourt; al tiempo que los gobiernos de izquierda de América Latina manifestaban siempre su posición en favor de la liberación de los secuestrados.

Las liberaciones unilaterales A estas circunstancias nada favorables para las FARC se añadió un grave error de ellas mismas, que vino a liquidar cualquiera posibilidad de utilizar el secuestro político en su provecho. El 18 de junio de 2007 los carceleros de los diputados de El Valle procedieron a matarlos en el campamento donde los tenían cautivos, en medio de la confusión que les produjo la llegada de otro grupo de la misma guerrilla; y bajo la pulsión de la “paranoia” y la “cobardía” que se desató en esas circunstancias, según lo relató Sigifredo López, el único sobreviviente de la matanza. Si los propios secuestradores asesinaban a los secuestrados, perdía sentido el pretendido uso político del secuestro: este quedó reducido a un mero asesinato absurdo. Lo cual no hacía sino poner a las FARC en la picota pública mundial.

Es razonable suponer entonces que ese vergonzoso crimen, lleno de contrasentido con respecto al propio libreto elaborado por quienes cometen el delito, los haya llevado por fin a cambiar su postura con respecto a los secuestrados políticos; y en consecuencia a liberarlos de modo unilateral, solo que a cuenta-gotas. Primero, liberaron a Clara Rojas y a Consuelo González. Luego, a Luis Eladio Pérez, a Gechem Turbay, a Orlando Beltrán y a Gloria Polanco. Finalmente, al cabo de un año, han hecho lo propio con Alan Jara y Sigifredo López. En el interregno, el Gobierno rescató a Ingrid, mediante una impecable operación de astucia, y el guerrillero Isaza se trajo a Lizcano hacia la libertad. Las condiciones que rodearon cada caso, al igual que la mediación y los buenos oficios de Piedad Córdoba (y de Chávez en su momento) han sido suficientemente conocidas. Pero quizá lo que determinó tales liberaciones fue un cambio de lineamiento táctico en la guerrilla, a raíz del agotamiento del secuestro político, como forma de lucha o como instrumento de presión, que siguió a la configuración de circunstancias que le fueron desfavorables a las FARC y cuyo detonante interno pudo ser el asesinato ejecutado por ellos mismos contra los diputados, rehenes inermes en sus manos. A todo lo cual se fueron sumando sin duda las enormes manifestaciones ciudadanas contra el secuestro, aunque hay que aceptar que las primeras liberaciones unilaterales fueron el resultado de un proceso que comenzó mucho antes de que se diera la formidable manifestación del 4 de febrero de 2008. El caso es que la liberación del diputado Sigifredo López hace concluir por agotamiento el ciclo de utilización del secuestro político como la manifestación de una táctica de presiones contra el Estado, en

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la perspectiva esperable en cualquier grupo subversivo de acumular fuerzas y ganar simpatías. El secuestro político, no les sirvió visiblemente para acumular fuerzas y en cambio les granjeó la antipatía en la opinión tanto interna como externa.

El sinsentido de los secuestros políticos que las FARC hicieron Los secuestros políticos que comenzaron a perpetrar los frentes de las FARC desde el año 2000 ciertamente no envolvían una amenaza de muerte sobre las víctimas, en el evento de que no se cumplieran sus peticiones; amenaza que tendría claras connotaciones terroristas. No se trataba de acciones orientadas al asesinato de las víctimas como forma de castigo contra los presuntos representantes de un enemigo. No se trataba tampoco de meros operativos de propaganda. Fueron secuestros orientados a poner en funcionamiento un chantaje; su meta era obtener del Gobierno un cambio de actitud que permitiera el canje de prisioneros con las FARC. Pero había un problema adicional: la guerrilla torpemente trató de añadirle condiciones al presunto intercambio de personas retenidas, sobre todo, la del despeje de una zona que el Gobierno entendía como una especie de humillación adicional. Por esta razón el canje (que era el objetivo inicial de los secuestros) se fue dilatando y no llegó jamás a concretarse en los hechos. Y más bien se convirtió en una suerte de tour de force de carácter político-militar entre el grupo subversivo y el gobierno del Presidente Uribe. La consecuencia inmediata fue la prolongación indefinida del cautiverio de los dirigentes políticos secuestrados; y, claro, la

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prolongación de sus padecimientos. De esa manera, los secuestros dejaron de ser un instrumento transitorio en función de un fin alcanzable, para convertirse casi en un fin en sí mismo; y en todo caso en una simple demostración de fuerza, no subordinada ya de forma directa al propósito para el cual fueron concebidos. El vínculo de dependencia de los secuestros políticos con respecto al canje de prisioneros se perdía por completo; y sólo quedaba el hecho mismo de unos secuestros sin una razón clara; mejor dicho, sin justificación alguna; y por lo tanto, convertidos en mera violación de los derechos humanos: sólo retención indefinida de personas en razón de su ocupación y pensamiento, como si quienes realizaran estos hechos hiciesen parte de un régimen totalitario. Diluido este vínculo del chantaje político con el señalado fin de obtener un canje, podría quedar residualmente el “mensaje” de la demostración de fuerza frente a un régimen al cual consideran un enemigo. Solo que también ese “mensaje” se perdía, puesto que la mera demostración de fuerzas a través de unos secuestros políticos prolongados no dejaba de ser un mero tributo al aparato de guerra, no a la causa política; porque tal demostración se hacía violando al mismo tiempo los derechos fundamentales de unos ciudadanos; y porque estos últimos ni siquiera representaban un vínculo simbólico con el régimen, que los hiciese eventualmente personajes odiosos y odiados por la sociedad. No representando de modo directo nada odioso, su cautiverio prolongado convertía necesariamente en odioso al propio secuestro y en odiados a sus captores. Los cuales, para rematar, se encontraban en una situación (de guerra) donde en vez de velar



VICTOR SUAREZ O JORGE BRICEÑO O “MONO JOJOY” Septiembre de 2010

Por entre el Duda y el Guayabero En los desfiladeros por los que la Cordillera se desgonza para perderse en las planicies selváticas de El Meta y de El Guaviare, o para reaparecer con su último aliento en la Serranía de La Macarena; en esos desfiladeros, los mismos por los que se precipitan el río Duda y el Guayabero, estuvieron siempre marcados como pisadas de fantasma los pasos guerrilleros de las FARC. Por allí descendieron sus hombres hace más de 40 años, aperados con machetes, fusiles y corotos, para huir de la presión militar de entonces. En una vasta zona selvática, lugar también de colonizaciones tardías llegadas de otras partes bajo la presión de las precarias condiciones económicas, se asentaron desde hace cuatro décadas las guerrillas comunistas comandadas por “Tirofijo”.

Santuario histórico de las FARC Zona de bosques densos, de llanos y serranías; intersección de por lo menos tres departamentos que antes fueron territorios nacionales, este amplio espacio geográfico, puntuado por poblaciones conocidas como Mesetas, Vistahermosa y La Macarena, y después El Caguán y La Uribe, resultó ser una región signada por la presencia guerrillera.

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En ella se asentaron al lado de los colonos los hombres de las FARC. Allí consiguieron al mismo tiempo estabilidad (digamos enraizamiento) y movilidad, sin estar obligados a éxodos sin regreso. En ella, en su definición geo-estratégica como santuario de las FARC, se confundían el mito y la realidad de esta guerrilla. El mito de sus orígenes legendarios, de campesinos en armas buscando un lugar para defender sus derechos. Y la realidad, tosca y brutal, de un grupo que se vuelve tributario sólo de la guerra y no de la política; de la máquina y no del proyecto. Entre los vericuetos de este santuario de selvas y colonos se paseó durante las dos últimas décadas Manuel Marulanda Vélez, el curtido guerrillero fundador de las FARC. Pero allí también terminó por morirse de viejo, sin concederle a su enemigo el regalo de una victoria. Entre los ríos Guayabero y Duda, muy probablemente, tuvo que sucumbir ante un mal infarto como el árbol que se muere de pie sin que lo derriben. Es decir, como el mito que sobrevive a sí mismo para instalarse en el imaginario de sus hombres. Tal como si fuera el símbolo ilusorio de una causa indestructible.

Contra el mito y contra la realidad El problema estriba ahora en que, por los mismos lados, en las cercanías, en inmediaciones de La Julia, acaba de ser abatido Jorge Briceño o Víctor Julio Suárez, El Mono Jojoy, quizás el segundo hombre en importancia de esta guerrilla, heredero en toda esta zona de Tirofijo y jefe del Bloque Oriental, precisamente el aparato que hace las veces de comando central de los Frentes que han cubierto esta zona histórica.


Si con la muerte natural, y no por las balas enemigas, de Manuel Marulanda Vélez, pareciera prolongarse el mito de una lucha que trasciende a sus propios muertos, la liquidación de Briceño le asesta por el contrario un golpe severo al mito y, al mismo tiempo, a la realidad material de las estructuras guerrilleras. Para que la diabetes que sufría no se lo fuera a llevar de muerte natural a los 57 años, le descargaron diez toneladas de bombas, le dispararon pesados proyectiles inteligentes y lo apabullaron con 72 aeronaves de guerra y de apoyo que trajeron 800 hombres de élite para el control terrestre del lugar. Con una descarga bélica tan descomunal lo aplastaron literalmente en su campamento de La Escalera, en la selva, donde se hacía inalcanzable rodeado por sus dos anillos de seguridad. Fue una lluvia desmesurada de fuego, con la que la operación Sodoma de las Fuerzas Armadas querría sofocar por siempre el mito de unas FARC inexpugnables dentro de sus baluartes geográficos e históricos. Con un ataque de esa naturaleza, a la vez desproporcionado y preciso, las Fuerzas del Estado han pretendido no solo aniquilar al odiado guerrillero, sino desarticular una de las estructuras centrales de las FARC: el Bloque Oriental.

El Oriental, un Bloque Madre Este Bloque, que opera como dirección para los operativos de guerra en amplias regiones de El Meta, El Guaviare, Arauca y Cundinamarca, representó por mucho tiempo una especie de modelo central en la estructura general de las FARC, algo así como si se tratara del Bloque-madre.

Sirvió además como prueba de lo que podría ser un control territorial por parte de la guerrilla. Control que debía obrar como plataforma para las operaciones militares y políticas del Secretariado, la cúpula del movimiento armado. Fue, por cierto, la base para las demostraciones más nítidas en la táctica de “agrupamientos masivos de guerrilleros” para ataques, asaltos y tomas, dirigidos contra centros militares del Estado. Después de que Jacobo Arenas, al comienzo de los 80s, dictara la línea de que las FARC se convirtieran en un “Ejército”, la guerrilla no hizo sino fortalecerse en esta zona, copada por lo que más tarde iba a ser el Bloque Oriental de marras, el mismo que en su momento pasaría a ser dirigido por el Mono Jojoy.

Años 90: crecimiento Sobre todo durante los años 90, consiguió crecer en hombres, en operatividad y en capacidad de ataque. Blanco de sus embates sangrientos y masivos, fueron las guarniciones militares de Las Delicias y de El Billar, al igual que la población de Mitú, una capital departamental. Posteriormente, el Estado consiguió neutralizar esta táctica de agrupamientos masivos para el ataque por parte de las FARC, a las que obligó a un repliegue como consecuencia de una ofensiva general, al amparo del Plan Colombia y de la Seguridad Democrática. Como consecuencia de tal ofensiva, las FARC comenzaron a resentir derrotas sensibles desde la mitad de esta primera década del 2000. Muchos guerrilleros desertaron. Una buena cantidad de Frentes fueron reducidos a la inoperancia, otros fueron desalojados de las inmediaciones de la capital de la

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República, y el Bloque de la Costa Caribe fue desarticulado. Finalmente, en 2008 cayeron dos miembros del Secretariado, Raúl Reyes e Iván Ríos, evento que antes aparecía como altamente improbable. Para colmo de sus desgracias se les murió de verdad Tirofijio, después de cien muertes de papel certificadas por quienes buscaban darle caza. Con todo, el Bloque Oriental mantuvo intactas sus estructuras de mando central. Y aunque sufrió bajas importantes en sus cuadros medios, mantuvo su capacidad como “guerrilla carcelera”, la nueva y aviesa actividad a la que se dedicó en la última década, actividad que ha consistido en mantener durante largos y crueles cautiverios a secuestrados, víctimas civiles y “prisioneros de guerra”, según su propio lenguaje. En otras palabras, durante los últimos ocho años de ofensiva general del Estado, el Bloque Oriental mantuvo en buena forma sus estructuras de dirección y su posicionamiento territorial como retaguardia guerrillera: acciones defensivas, movilidad en la zona, repliegues sostenidos.

Las FARC, guerrilla de retaguardia Lo que ocurre es que las propias FARC son una retaguardia, no una vanguardia. No son la vanguardia de un movimiento social: son la retaguardia de sí mismas. No obran como la vanguardia de un proyecto. Tampoco están hechas para desdoblarse militarmente en una retaguardia y en una vanguardia, en términos estratégicos. Nunca se han planteado en realidad como una alternativa de algo. Siempre han arrastrado con el lastre político de ser sólo un aparato de defensa

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frente a ese algo, cualquiera cosa que sea: la oligarquía, el Estado, el sistema, las Fuerzas Militares... Son una retaguardia militar y social, es decir, una fuerza de repliegue, si se quiere, de mantenimiento, pero sin una vanguardia que abra política, ideológica y militarmente los boquetes necesarios en la “fortaleza enemiga”. Quizá por ello siempre han estado tan lejos de poner en peligro al poder del Estado. Y paradójicamente, por las mimas razones, han logrado históricamente ponerse fuera del alcance de las arremetidas de cada gobierno, sorteando la posibilidad de su aniquilamiento como guerrilla básicamente rural. El hecho es que con el golpe de ahora, al dar muerte mediante un bombardeo al jefe del Bloque Oriental, las Fuerzas del poder estatal han tocado la retaguardia de una guerrilla que es solo retaguardia. Es decir, han tocado con un golpe demoledor el corazón mismo de la guerrilla. Han avanzado hasta lo más profundo de su retaguardia, que es simultáneamente el punto más sensible en lo que tiene que ver con su orientación, con su lógica como guerrilla de defensa y con su dirección. Aspectos todos que encarnaba simbólicamente el tipo de jefe guerrillero que ha sido abatido, un poco tosco, campesino calculador, frío, como lo califican quienes lo conocieron, y endiabladamente hábil para evadir a las fuerzas del orden y para imponer su autoridad.


Nuevos medios de ataque Esas fuerzas del orden lograron, después de 20 años y de varias ofensivas envolventes sin resultado, golpear severamente la estructura central de un Bloque decisivo en la organización de las FARC. Y lo hicieron mediante un combinación táctica de varios factores, la integración operativa de las distintas fuerzas del Estado, el avance tremendo en los trabajos de inteligencia de guerra con medios sofisticados y con la utilización eficaz de la delación y de la infiltración dentro de las filas guerrilleras, y finalmente con el empleo masivo y portentoso de la aviación de combate. En la aviación de guerra, tanto en la de inteligencia como en la de transporte de tropa, y en la de bombardeos, radica gran parte del éxito del gobierno. Sobre todo, en lo que tiene que ver con los golpes dados a los dirigentes de una guerrilla rural, cuyos jefes se apertrechan en zonas inaccesibles, en donde se hacen fuertes militarmente. En ella, es decir en la aviación, también podrían radicar buena parte de las limitaciones en la propia ofensiva militar del gobierno. Los golpes de la aviación son letales, demoledores en el sentido literal de la palabra. Después de un bombardeo puede quedar liquidado un cabecilla o puede resultar destruido un campamento.

¿Ave Fénix siempre golpeando? Son golpes, todos ellos, destructores sin duda. Sin embargo, la aviación, junto con la llegada transitoria de las tropas aerotransportadas, no son por sí solas los factores que desorganicen duraderamente una guerrilla que haya conseguido implantarse territorial y socialmente, y

menos que sustituyan las condiciones dentro de las que prosperan el asentamiento de estos grupos y el reclutamiento de nuevos hombres de guerra. A pesar de la ofensiva general de ocho años, las FARC, por un fenómeno que no se puede explicar con facilidad, han exhibido una capacidad inusitada de reclutamiento con nuevos hombres en armas, en un proceso que permite su recomposición y el renacimiento de sus frentes, después de un determinado tiempo.

Persistencia y reactivación de otros Bloques Por otra parte ha sucedido que mientras el Bloque Oriental del Mono Jojoy experimentaba un estancamiento en medio del acoso de las fuerzas del Estado, durante los últimos 3 años, el Frente Sur, bajo el mando de Joaquín Gómez, se ha reactivado y parece tomar fuerza sobre todo en El Caquetá. Simultáneamente, las fuerzas de lo que podría ser una especie de Bloque Occidental bajo el mando de Pablo Catatumbo, se han relocalizado, han adquirido implantación territorial y han ganado en capacidad de hostigamiento, sobre todo en el Cauca y en el Putumayo. Esa especie de Guerrilla de Retaguardia, que son las FARC, ha sabido combinar dos componentes básicos en su estructura militar: una gran disciplina de los Frentes con respecto a la Dirección, de modo que no son usuales las divisiones o los desprendimientos; y, a la inversa, una gran descentralización de sus Bloques y de sus Frentes. Así que, siendo una guerrilla de retaguardia, es al mismo tiempo una retaguardia en la que se superpone el equivalente a varias guerrillas.

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que consiste en ubicar la política en el terreno de la reacción defensiva. Que es habitualmente peligrosa en el mundo de las relaciones internacionales. Peligrosa por su propensión irresistible a desdoblarse en el ataque contra el eventual enemigo que pone en peligro la seguridad de ambas contrapartes. Tanto Rafael Correa, como Chávez y Uribe Vélez se dejaron arrastrar, con distintos ritmos, por la deriva de la reacción defensiva, la misma que sustituyendo el encuentro, corta puentes con el adversario; y justifica, si no el ataque militar, sí un estado de pre-guerra en suspenso, una crispación permanente.

Asalto preterintencional En el caso de Correa, la reacción defensiva surgía de la reivindicación (en esta ocasión tal vez auténticamente justificada, pero no por ello menos exagerada) de la soberanía territorial. Que fue mancillada por Colombia, aunque de un modo quizá preterintencional, lo que en términos jurídicos es radicalmente diferente del dolo directo; ya que el efecto indirecto conseguido con la acción; esto es, la violación de la soberanía, estaba más allá de la intención inicial del actor, en este caso, el gobierno colombiano cuyo objetivo principal era abatir a un jefe guerrillero. En Chávez Frías, la actitud reactiva, que va envuelta en el papel celofán de la defensa nacional, se ha levantado contra el Imperio, supuestamente interesado en barrer al “socialismo del siglo XXI” y de paso utilizar a Colombia en tan avieso propósito. En el caso de Uribe Vélez, por último, la reacción defensiva se dirigía contra los asaltos del terrorismo, provenientes no solo del interior, sino del exterior; con lo que los

países vecinos podían quedar directa o indirectamente señalados como aliados del enemigo, llevándose de por medio las relaciones diplomáticas con ellos. Dicho de otro modo: los tres gobernantes vecinos, pero sobre todo Chávez y Uribe, manejaban desde lo defensivo –con ese “derecho” arbitrario que tiene cada cual para elegir de quién se está defendiendouna retórica del enemigo, que contaminaba intensamente su política exterior.

Enemigos simétricamente opuestos Ocurría, por otra parte, que ambos mandatarios enfilaban baterías de manera dispar, no contra unos enemigos comunes, sino completamente diferentes; o, lo que es peor, contra enemigos simétricamente opuestos. Chávez contra el Imperio y sus cachorros; Uribe, contra el terrorismo y sus aliados. Lo cual se prestaba, previa mediación de la simplificación retórica, para las disonancias y los gritos estentóreos. Gritos con los que dos países discretos de nivel medio –Colombia y Venezuela- denunciaban a rabiar a sus respectivos enemigos invasores (el Imperio y el Terror), sin molestarse por el hecho de que esa misma retórica altisonante, exagerada y falaz, pudiese erosionar sin remedio el campo de sus mutuas relaciones internacionales. El resultado no podía ser menos desapacible, menos negativo: rupturas, enrarecimiento de las relaciones y crisis de los intercambios comerciales. Lo cual no ha impedido que cada actor se haya creído con el derecho a sostener obtusamente que todo ello no hacía más que confirmar la justeza de sus posiciones y la maldad del enemigo.

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Cuesta abajo en la rodada

Todo o nada

Así sucedió, por la puesta en marcha de una lógica de summa nulla (suma-cero), en el discurso que envenena las relaciones internacionales; es decir, aquella suma en la que cualquier avance del supuesto enemigo es una pérdida equivalente en mi interés. A su vez, cualquier acción del que es aliado de mi enemigo es un perjuicio para mi seguridad, por lo que más que desconfiar, hay que contra-atacar, sacrificando los márgenes de negociación.

El juego de suma-cero es enemigo del margen que va más allá de los límites de una situación; esto es, de la variedad de espacios. Dicho de otro modo, es “el todo o la nada”, un juego que se impone cuando el otro es un enemigo a muerte. Es una lógica fundamentalista que obtura los márgenes de autonomías y de espacios variables en cada actor político. ¡Así es de fuerte su poder de inducción! Y la ausencia de estos márgenes es la situación que se opone a la diplomacia. La cual es el ejercicio de convencer al otro, sin necesidad de la guerra contra el enemigo.

Y si se presentan pérdidas para ambos, esa no sería más que la imagen falseada de mi propia ganancia, de mi real avance en la lucha, o contra el Imperio o contra el Terror, según se mire el caso desde la óptica de cada uno de estos dos Quijotes de mentirijillas. Que estaría combatiendo, contradictoria y apocalípticamente a los molinos de viento, representados, por los dos grandes males; bien por el imperialismo o bien por el narcoterrorismo. Dos males que, si bien existen, no son los enemigos totales que entrañen un peligro insoslayable para la Venezuela de Chávez o para la Colombia de Uribe; como si se tratara de un conflicto puro, donde no hay ningún espacio para la cooperación. Al contrario: sus comportamientos desiguales y fragmentados permiten, cada uno por su lado, un margen suficientemente cómodo para conductas autónomas entre Venezuela y Colombia, cuando se trata de afirmar sus vínculos recíprocos, no limitados ni por las supuestas amenazas del imperialismo ni por las del terrorismo.

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Sin llegar a la guerra, Chávez y Uribe se cerraban mutuamente el margen de autonomía para la diplomacia. Si Chávez o Uribe era el aliado del terrorismo; y si Uribe lo era del imperialismo, es decir, si cada uno era el aliado del respectivo enemigo mayor, no habría en consecuencia el margen para la diplomacia y para el encuentro. En realidad, dicho margen ha existido. Es casi una evidencia. Del mismo modo ha sido grande la distancia entre la simplificación de la retórica confrontacionista y la complejidad real de los vínculos entre las dos sociedades nacionales.

Una cosa es una cosa… En otras palabras, el juego de suma-cero, en el discurso contra el enemigo, no se corresponde con el juego complejo de motivación mixta (según la expresión acuñada por Thomas Schelling), que ofrece la variedad de espacios donde conviven los intereses mutuos, susceptibles de cooperación, con los factores de conflicto. De modo que, si existe una contradicción, ella no supone por fuerza la clausura de los


espacios de interés recíproco. Los mismos que por otra parte podrían fortalecerse sin que de ello se siguiera obligatoriamente el incremento de los puntos de desencuentro. Lo anterior quiere decir que las llamadas “siete bases gringas” (hoy en el limbo jurídico) bien podrían representar una cierta constricción estratégica dirigida contra Venezuela y otros vecinos (nunca un peligro directo e inminente). También podría ser verdad que Iván Márquez, del secretariado de las FARC, fuera tolerado con sus campamentos en territorio venezolano. Todo podría ser cabalmente cierto. Y, sin embargo, no significar directamente la anulación de los espacios de interés recíproco y complementario. Salvo que se quisiera adoptar como línea de comportamiento el énfasis desmedido en los puntos de conflicto. Solo que este énfasis tendría el inconveniente de que los mismos puntos de conflicto no podrían resolverse utilizando la vía expedita de un enfrentamiento militar de carácter definitivo, por las dificultades estructurales que este medio encontraría en cada uno de los dos países. Con lo cual, no se resuelven los conflictos; pero sí se degradan los espacios de interés mutuo.

Del modelo negativo al margen para el juego Ese fue el “modelo” de política internacional elegido desde sus respectivas trincheras tanto por Chávez como por Uribe. El uno desde la retórica contra el imperialismo; el otro, desde su cruzada contra el terrorismo. Al ideologizar falazmente la política internacional, ambos deterioraron sin recato el campo de los intereses comunes, sin resolver tampoco en términos de fuerza los

puntos básicos de su desencuentro. Mientras tanto, existía en la vida real el margen para preservar e incrementar los intereses mutuos; es decir, el margen para un juego de motivación mixta; aunque no se resolvieran de inmediato las materias conflictivas; las que tampoco iban a tener arreglo por el solo efecto de la peligrosa y desgastadora retórica confrontacionista.

Acento sobre el encuentro En las posibilidades que abre el juego de motivación mixta se estarían apoyando los cambios que en política internacional agencia el gobierno de Juan Manuel Santos. Se trataría entonces más que de pequeños correctivos, de un auténtico giro en la política internacional. Eso sí, sin llegar a una ruptura con la línea tradicional de Colombia en este campo; y, ni siquiera, a una reorientación pronunciada. Tales posibilidades en el juego de motivación mixta radican en poner el acento en las zonas de encuentro, no en las de desencuentro; de modo que si éstas no se resolviesen pronto, tampoco produjesen el deterioro de las primeras. El giro en política exterior estaría confirmándose con la escogencia del Brasil de Lula como el primer destino para una visita presidencial de Juan Manuel Santos. De ese modo, los elementos de este giro estarían representados en: 1. Re-situar el énfasis frente a los vecinos próximos en los puntos de interés común, no en los conflictivos; 2. Enviar un mensaje público, en el sentido de reconocer la importancia de los socios dentro de la región latinoamericana; sin descartar, eso sí, el hecho de reubicar el conflicto con la guerrilla (factor perturbador), como una relación de desarrollo y de solución internos.

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En esta última solución, no se descartaría de antemano el acuerdo negociado, previsto muy cautelosamente en la fórmula expresada durante el discurso de posesión, en el sentido de que “la llave de la negociación no se ha tirado al mar todavía”.

¿Márgenes de autonomía? En tal sentido, el nuevo gobierno recompondría las relaciones con los vecinos, poniendo el énfasis en los puntos de interés común. Simultáneamente, intentaría reacomodarse positivamente como un socio cómodo dentro del concierto latinoamericano, confiando razonablemente en que nada de ello pudiese afectar sus relaciones privilegiadas con los Estados Unidos. Si la potencia norteamericana ha contado de modo automático con la adhesión internacional de la dócil Colombia; esta última, bajo Santos, podría esperar que sus movimientos para reconstituir su condición de socio en América Latina, no debieran acarrearle desconfianzas. Sobre todo por parte de unos Estados Unidos de América que, bajo Obama, no parecieran interesados en frenar intentos de esta naturaleza. En política internacional, Colombia ha manejado históricamente un bajo perfil (low profile). Al mismo tiempo se ha inscrito dentro de lo que podría denominarse un “alineamiento asimétrico”, con respecto a los Estados Unidos, potencia ésta casi incontestada en el hemisferio occidental; y, hoy, única súper-potencia planetaria. Fuera por su debilidad (y en consecuencia por una razón pragmática) o por la conciencia cipaya de sus élites (de acuerdo con la sindicación que hiciera en su momento Alfonso López Michelsen); o, por ambos motivos, lo cierto es que la política exterior

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de Colombia siempre se alineó con dicha súper-potencia, después de que terminara la I Guerra Mundial. Y lo hizo de una manera decidida, bajo la forma de una adhesión casi automática; salvo cuando intentó ciertos márgenes de autonomía; aunque, eso sí, alternados con otros pasajes históricos en los que exageró sin ningún rubor su apoyo incondicional.

Alineamientos y equilibrios La política internacional contiene al menos dos elementos indispensables en ese campo en el que marchan de modo combinado la estrategia y la diplomacia. Son la línea y el peso de cada actor. Es decir, la orientación y el equilibrio. La orientación en sus conductas y la fuerza que las respalda; lo cual se traduce en alineamientos, en alianzas y en liderazgos; todo ello a nivel internacional; sea a una escala regional o continental o mundial. En la tradición de las élites colombianas, el liderazgo ha sido depositado discretamente en cabeza de Estados Unidos. Al mismo tiempo, estratégica y diplomáticamente, se ha procedido a un alineamiento estrecho con la potencia norteamericana; siempre contra un eventual enemigo; tanto externo (según lo señalen los propios EEUU), como interno (según lo señalen las élites criollas). Se trata de una especie de “alianza de dependencia”. Hay en ella un alineamiento en el terreno estratégico – diplomático; pero también una notable asimetría en el peso que representan los recursos de cada socio; una tremenda desigualdad de fuerzas entre los aliados; por lo que, a la manera de un corolario, el alineamiento se torna automático, no discutido de manera razonada; se anuncia de antemano.


Política de adhesión En tales condiciones, las élites colombianas no solo adhieren, a menudo, en forma mecánica a la línea trazada por Estados Unidos a nivel planetario o continental, sino que corren el riesgo de perder la brújula cuando se trata de sintonizarse con los cambios políticos que pueda experimentar el universo regional, que para el caso es toda América Latina. Fue en ese contexto, en el que las élites dirigidas por Álvaro Uribe Vélez trazaron un solo eje de actuación, un solo eje de problemas, el mismo que vinculaba el conflicto interno con la adhesión más o menos incondicional frente a la súper potencia, dentro de las alianzas en el campo internacional. La eliminación del enemigo interior y la preservación de la alianza asimétrica definieron el vector diplomático – estratégico dentro de la política internacional. El efecto no pudo ser otro que el de opacar, enrarecer y perturbar incluso, las relaciones dentro de otros espacios internacionales; particularmente los que tienen que ver con las realidades políticas de América del Sur. Pero además con otro efecto; a saber, el de dejar escapar los espacios de relativa autonomía que pueden ser ganados y trabajados en la relación con el aliado poderoso; es decir, con los Estados Unidos.

La autonomía del socio dependiente Bajo ciertas condiciones, los aliados débiles, los socios menores, aunque suelen pagar un alto costo por su incondicionalidad, pueden también colonizar márgenes aceptables de autonomía frente al país hegemónico.

Los pueden colonizar por las necesidades estratégicas, diplomáticas o económicas que este último también tiene. Son condiciones en las que el aliado débil alcanza mayor realce internacional y gana capital social en su política exterior, con los avances que consigue en su autonomía mediante alianzas con países pares o mediante liderazgos regionales. Sin que por ello reciba la presión inmediata del Estado – patrón, en sentido contrario. En ese orden de ideas, los rápidos correctivos que introdujo Juan Manuel Santos para arreglar los entuertos con Venezuela, y su vuelo a Brasil para fortalecer los vínculos con este país latinoamericano, estrella en ascenso en el escenario internacional, son hechos que podrían indicar alguna voluntad para reorientar esa indiferencia o incluso ese desprecio por aprovechar los márgenes de autonomía internacional.

Conflicto interno y narcotráfico Si el país está ante un verdadero giro en la política exterior, los dos elementos con los que el nuevo gobierno estaría amojonando su reorientación serían entonces; en primer término, el de trabajar con sus vecinos una reconciliación mediante un juego de motivación mixta y no de suma-cero, a fin de abrir nuevos terrenos de entendimiento. Y en segundo término, el de ganarse ciertos márgenes de autonomía, mediante una asociación más estrecha con los actores de la región, sin por ello debilitar los lazos con Estados Unidos, dados los intereses que existen de por medio. La dificultad estriba en que los problemas, cuya sombra planea negativamente sobre esas posibilidades, son el conflicto interno y el narcotráfico. Mientras este último

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SANTOS, LA COALICIÓN INCLUYENTE Y LA RESURRECCIÓN DEL LIBERALISMO

¿Se levanta el Liberalismo?

Diciembre de 2010

Por su parte, el Partido Liberal se encontraría más cómodo con el Presidente Santos, mientras que el Uribismo se sentiría francamente incómodo, pues no contó con que el candidato a quien llevó al poder escondería, para sacarla de debajo de la manga, una línea de comportamiento conciliadora, cada vez que se trate de enfrentar las tensiones de orden coyuntural. Y también una actitud más proclive al reformismo, cuando quiera que se trate de enfrentar conflictos sociales, como sucede con el tema de tierras y el de reparación de las víctimas.

Un partido envainado Por estos días se habla mucho de la resurrección del Partido Liberal, ese viejo partido del poder que sin embargo fue apartado de éste por uno de sus propios hijos, Álvaro Uribe Vélez, como jefe de una especie de coalición de centro-derecha de la cual él excluyó al liberalismo. De esa manera Uribe sometió al Partido Liberal a un doble purgatorio: estar por fuera del gobierno y de la burocracia, en contravía de sus hábitos inerciales; y a radicalizarse en una oposición con ciertas resonancias de izquierda, forzándolo a ser lo que no le gustaba. En otras palabras, Uribe le quitó el poder al Partido Liberal y al mismo tiempo lo obligó a ser “de izquierda”, con lo cual, aislándolo, lo situó en el camino del eclipse total, impedido como estaba de volverse de veras izquierdista: se lo impedían su composición interna y su electorado tradicional. ¡Todo un martirio existencial! De un solo tajo Uribe despojó al Partido Liberal de la derecha y lo aisló del centro, pero sin volverlo completamente izquierdista. Lo obligaba así a encogerse en sus propias dimensiones, sin ayudarlo a resolver, con todo, sus problemas de identidad ideológica.

También se habla ahora de la sintonía del Partido Liberal con el nuevo Presidente, el cual exhibe, según la opinión de más de uno, un talante liberal, del que su predecesor dio tan pocas muestras.

Para rematar, la unificación de bancadas entre Cambio Radical y el Partido Liberal -la cual llevaría a formar una de las dos más fuertes facciones parlamentarias (24 senadores y 54 representantes)- podría hacer del Liberalismo un polo de atracción competitivo, después de que había caído a la cifra ínfima del 4 por ciento en la última justa electoral. Y a convertirlo así en una fuerza significativa de apoyo al presidente Santos en su eventual distanciamiento de su antecesor. En opinión de algunos, el país estaría entonces a las puertas de un re-alinderamiento que tendría efectos importantes en el peso y en el lugar que ocupa cada uno de los partidos que pertenecen al establishment político. En tales circunstancias, el Liberalismo podría re-situarse en el centro-derecha, pero con una intensidad menos autoritaria que la del

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uribismo, con lo cual seguramente podría disputarle aquel espacio al partido de la “U”, creado por Uribe y curiosamente dirigido por el propio Santos.

Opinión, representación y liderazgo El escenario anterior no debe descartarse, pero las circunstancias no son muy propicias para que llegue a convertirse en realidad. Estas circunstancias tienen que ver con factores de opinión, de representación y de liderazgo, los cuales determinan el peso que un partido político logra tener en cada coyuntura. La coyuntura actual está marcada por la crisis de identidad, que hizo desaparecer el elemento de adhesión disciplinada de los electores al partido respectivo. Sin esa crisis no hubiese sido posible el fenómeno Uribe, por fuera del Partido Liberal. Tampoco hubiese sido posible, paradójicamente, el nacimiento de un nuevo partido parlamentario tan fuerte como es la “U”. No habría “U” sin el fenómeno Uribe y éste no habría ocurrido sin una crisis de identidad partidista, que erosionó sobre todo al Partido Liberal. Sobre esa erosión devastadora de adhesiones electorales se apoya la aparición de fenómenos de opinión, asociados en cada coyuntura electoral con candidatos o con propuestas no vinculadas con los antiguos partidos que intervenían en las disputas por el poder.

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Electorado de opinión y deslealtades partidistas Este fenómeno de opinión y de indisciplina simultánea se tradujo en la segregación entre dos tipos de electores. Por un parte los que son movilizados por el aparato partidista es decir, por la constelación de cuadros, caciques y empresas electorales. Por otra parte los más volubles, los que no responden a aquellos aparatos sino a los impulsos de la coyuntura y se dejan arrastrar por el candidato del momento. Son los segmentos de la “lealtad identitaria” y el de la “no-lealtad partidaria”. Los dos partidos tradicionales padecen esta fractura interna, y esto se hace evidente en la conducta distinta de sus electores cuando se trate de elegir al Congreso o de votar por el Presidente. En las últimas elecciones de Congreso, el Partido Conservador obtuvo el 22 por ciento de los votos y el Partido Liberal, el 18 por ciento. En la elección presidencial, en cambio, tanto el uno como el otro estuvieron rondando unos porcentajes próximos a la marginalidad política, pues un número enorme de colombianos decidió votar al margen de las lealtades partidistas. En la votación de la maquinaria (la que todavía funciona para las parlamentarias) el Partido Liberal, aunque disminuido, obtuvo el 18 por ciento de la votación total, algo que le significaba mantenerse como fuerza competitiva. En las presidenciales, sin embargo, apenas pasó rozando la cota mínima del 4 por ciento. Simultáneamente, Juan Manuel Santos -el candidato del Uribismo- obtuvo una abrumadora votación de 9 millones sobre un total de 14, lo cual significa que capturó el voto de opinión; y así mismo, que recogió el “endoso” o transferencia del voto que venía de la ola uribista.


La moraleja es clara: los fenómenos de opinión electoral y el liderazgo que los encarna (Álvaro Uribe en este caso) se producen por fuera de esas fábricas gastadas de identidad que son los partidos tradicionales, sobre todo el Partido Liberal. La fácil transferencia desde Uribe hacia Santos en las inclinaciones de ese electorado significa la persistencia de sus actitudes, de sus orientaciones culturales y de su divorcio aún vigente con respecto a la identidad automática que otrora despertaban aquellos partidos. Es como si una masa enorme de electores fuera capaz de afirmar su conducta dentro de una perspectiva de voto de opinión y al mismo tiempo se mantuviese posicionada en el centro -un centro que reclama seguridad y orden. Se trata de un centro que no se articula necesariamente con un partido en especial. Un centro que en todo caso aparece divorciado del Partido Liberal pero que se ha acomodado al liderazgo de Uribe y que con Santos parece sentirse, además de cómodo, más tranquilo. Este electorado, al tiempo que se “moderniza” -esto es, al tiempo que se disocia de las lealtades primarias de partido- parece sentirse satisfecho con la opción moderada que le ofrecen las élites convencionales, vinculadas además con la defensa del orden y con las reglas democráticas prevalecientes. Pero eso sí, sin que esas elites aparezcan teñidas con la imagen “no-moderna” -clientelista e ineficaz- de los partidos tradicionales que ejercieron el gobierno durante muchas décadas y dejaron una estela de conflictos no resueltos.

¿Cambios culturales no tan circunstanciales? Así, el divorcio entre el electorado de opinión ubicado en el centro y los partidos tradicionales, en especial el Partido Liberal, podría no ser tan circunstancial. Podría tratarse de un quiebre cultural más duradero aunque menos profundo del que significó la pérdida masiva de lealtad partidista: al fin y al cabo estos votantes emigraron hacia el liderazgo de Uribe o el de Santos, no demasiado lejanos del partido donde ambos hicieron su carrera. En todo caso, esas oleadas de votantes -un tanto modernos, un tanto conservadores, amigos del orden y de la seguridadpermiten liderazgos muy parecidos a este perfil político. Los de Uribe y de Santos por ejemplo. Pero también se convierten en una limitación o un freno, puesto que más allá de cierta frontera, un candidato arriesga el fracaso. Para ganar una elección presidencial, cada candidato está obligado a reinventarse en los límites de ese perfil, y al mismo tiempo a borrar en lo posible la identificación con cualquiera de los dos partidos tradicionales. Así ganaron ampliamente sus elecciones Uribe Vélez y Juan Manuel Santos. El primero acentuó dicho perfil durante su doble mandato, moviéndose hacia la derecha, con la promoción de una subcultura del enemigo, de modo que dentro de esta última condición envolvía por igual al subversivo y al opositor. Una vez en el poder, el Presidente Santos ha hecho lo contrario: le ha restituido la condición de adversario al opositor, sin dejar de estigmatizar al enemigo subversivo. Al mismo tiempo ha acentuado su faceta de modernizador social, a propósito del problema agrario.

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Lo ha hecho, desde luego con mucha cautela; sin salirse hasta ahora de los límites que le impone ese centro, en tanto espacio social de actitudes y de cultura política. Sobrepasar ciertos límites -intangibles pero reales- le acarrearía dificultades políticas; y tampoco es muy seguro que Santos quiera hacerlo.

El liderazgo de Santos y las posibilidades del Liberalismo Su propio liderazgo -el del Presidente Santos- sería por lo pronto el único factor en condiciones de recuperar la conexión entre el alicaído Partido Liberal y el electorado independiente de centro. Pero si Santos se identifica con el Partido Liberal correría el riesgo de ver disminuir el apoyo de ese vasto electorado. Se expondría así mismo a distanciarse de la “U” -su propia colectividadcuyo apoyo, sumado al de los electores de centro, resulta indispensable para su reelección en el 2014. En tales condiciones, la recuperación del Partido Liberal sería posible si se concreta su acercamiento a Cambio Radical, pero lo sería de un modo muy relativo, por dos razones. Primero porque el centro seguiría en manos del Presidente Santos, respaldado aunque sea en forma tibia por el Uribismo moderado. Y segundo por la crisis de credibilidad que el Partido Liberal sigue sufriendo ante los electores de clase media y alta: unos porque son moderadamente progresistas y tienden a alejarse hacia opciones independientes, y otros porque son más bien conservadores y se van tras opciones como las que ofrecen Uribe o Santos. El nuevo aire del liberalismo, sobre todo como fuerza parlamentaria -y también, aunque mucho menos como fuerza de opinión- lo revalidará como un actor muy

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influyente dentro de la coalición gobernante y sobre todo, en un probable segundo período de Juan Manuel Santos. Pero ese aire no le alcanzará para convertirse en una alternativa de gobierno, en los términos de una candidatura propia para el 2014.

El Liberalismo dentro de la coalición hegemónica El régimen político colombiano está hoy por hoy dominado por el juego de coaliciones. Es aquí donde ocurren los cambios de equilibrio entre los distintos partidos, movimientos o facciones. Y en nuestro caso de coaliciones que tienden a ser hegemónicas. Hegemónicas porque el sistema condena a la oposición alternativa a existir dentro de unos márgenes casi residuales, lo cual reduce severamente las posibilidades de una alternación política. Y se trata de coaliciones, porque siendo pluripartidista el nuevo formato de competencia política, las élites fraccionadas tienden sin embargo a la concertación dentro del poder, con un horror paralelo al ejercicio de la oposición, como si del vacío se tratara. Es dentro de este esquema de coalición hegemónica donde podrían estar dándose cambios que eventualmente conduzcan a la recuperación del Liberalismo: Bajo Álvaro Uribe, el modelo de coalición era, paradójicamente, excluyente: sumaba a unos para excluir a otros. El modelo de Santos es incluyente, puesto que intenta acercar a la mayor cantidad posible de fuerzas. El modelo de Uribe era la confrontación, el de Santos es la conciliación.



ELECCIONES LOCALES: ENTRE LOS ACUERDOS DE CACIQUES Y LOS MOVIMIENTOS DE OPINIÓN Enero de 2011

Alianzas inesperadas Amago de candidaturas, insinuación de piruetas, alianzas que se avizoran; una carta que se pone sobre la mesa, otra que se esconde. Estos gestos son las avanzadas del año electoral que se abre y que remata con la jornada de octubre, cuando los colombianos eligen a sus concejales y diputados, a sus alcaldes y gobernadores. En materia de pactos políticos o de “acuerdos para la gobernabilidad”, las urgencias electorales parecerían admitirlo todo. Matrimonios a la carta, divorcios a granel; es lo que podría presentarse en los prolegómenos de esta campaña: - Uribe, tal vez acompañando a Enrique Peñalosa, que es verde. Pero Antanas Mockus en competencia contra el codirector de su propio partido, quizás para evitar que el uribismo se quede del todo con el gestor de Transmilenio. - Fajardo, que no es menos verde, intentando un “enroque paisa” con Aníbal Gaviria, que es liberal, a fin de que ambos partidos los apoyen: uno para la Gobernación y el otro para la Alcaldía. - Gina Parodi, que era uribista y del Partido de la U, reservándose como candidata del presidente Santos, que es uribista, pero sin

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pedir el apoyo de Uribe, quien seguramente es más uribista todavía que Santos. - Bueno, y el propio Álvaro Uribe, jefe del Partido de la U, en plan de organizar los “talleres democráticos”, una herramienta aún más claramente electoral que los Consejos Comunitarios, destinados a promover los programas y los candidatos del Partido de la U y del Conservador pero por fuera de uno y otro partido. En el caso de la U, es como si esta agrupación quisiera hacerlo con Uribe pero sin Uribe. Es decir, con Uribe pero sin Santos, que también es jefe de la U aunque entre bambalinas, pero es también el Presidente de la República, lo que no es cosa de poca monta. Con tan extraños matrimonios, con tan inverosímiles divorcios, no es posible trazar líneas de separación política o definir campos de coherencia ideológica. El único referente de coherencia son las puertas abiertas para todas las incoherencias posibles. Y al lado, un único principio legitimador, que no es un principio sino un interés; a saber, la conquista del poder local, para lo cual vale la sumatoria de votos, no la alianza de las ideas.

Coaliciones versus identidad Las líneas de separación ideológica o las del enfrentamiento interpartidista son inestables, corredizas y parecerían inscribirse dentro de un “coalicionismo” múltiple, superpuesto y un tanto confuso. En realidad, este “coalicionismo” heterodoxo, versátil, sin principios formales de polaridad ideológica, representa un rasgo acentuado en las elecciones locales de muy distintos países.


En efecto, la competencia local resulta más bien propicia para el “coalicionismo” extremo y diverso. En estas votaciones tiende a predominar una lógica de buscar el poder por el poder, más allá de la reivindicación de intereses sociales o de razones ideológicas. Algo parecido al “patronaje” del que hablaba Max Weber, por oposición a la representación de intereses o a la lucha entre doctrinas. Diversas fuerzas y facciones, con distinto origen político y social, se asocian alrededor de una figura con cierto impacto en la ciudad o en la región, para competir por la alcaldía o la gobernación respectiva. Esas dos instancias de gobierno, sobre todo las alcaldías, concentran el poder suficiente para desatar todo tipo de aspiraciones entre los políticos, pero no tanto, ni de manera tan definitiva, como para que cada partido o movimiento se presente por su cuenta a fin de exhibir su propia identidad. Lo contrario sucede con el poder presidencial, tan decisivo que obliga a retener la propia identidad de los partidos cuando cada uno de ellos se presenta en la justa electoral. El mecanismo de la doble vuelta sin duda ayuda, porque en primera ronda todos los partidos tienen la oportunidad de presentar sus propios candidatos.

Dos tendencias

sirven de base a los partidos nacionales. Sin importar el color político de cada socio, son acuerdos orientados a asegurar hegemonías tradicionales que confían en la movilización de sus redes de apoyo, sin excluir por eso el voto independiente cuando el candidato tiene el perfil adecuado para ello. - La otra tendencia es la de los movimientos de opinión; algunos de ellos con un perfil muy coyuntural y otros nacidos alrededor de figuras que en el imaginario popular expresan virtudes cívicas como la pulcritud ética, la competencia profesional y la capacidad de renovación frente a las prácticas clientelistas, tan arraigadas en el orden local y regional. Son movimientos coyunturales y candidaturas alternativas, en cuyo seno caben desde luego apoyos originados en las facciones tradicionales de la política.

Más democracia en lo local Si los acuerdos entre caciques representan la reproducción en escala reducida de las tendencias históricas en la política clientelizada, características del orden nacional, la irrupción de candidaturas de opinión en la escala local ha significado un fenómeno nuevo, una real ampliación del pluralismo dentro de la democracia colombiana.

A la sombra de tal “coalicionismo competitivo” (y no hegemónico, como el del nivel nacional) conformado mediante múltiples geometrías de configuración política -una aquí, allá la contraria- se esconden sin embargo algunas tendencias de comportamiento electoral. Al menos dos me parecen discernibles:

No porque tales movimientos de opinión carezcan de presencia en el orden nacional, sino porque en este nivel han sido minoritarios. En el plano local en cambio han surgido con potencia suficiente para competir y conquistar el poder, como en efecto ha sucedido en muchas grandes o pequeñas ciudades.

- Una es la de los simples acuerdos entre caciques o entre “empresas políticas” dotadas de anclaje regional y que habitualmente

Con la posibilidad de conquista del gobierno por parte de movimientos emergentes, la democracia colombiana ha avanzado hacia

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un nivel más elevado, el de la “alternabilidad”, que ha de sumarse a la existencia de elección libres y al pluralismo partidista para que una democracia sea completa. Sin una “alternabilidad” efectiva es decir, donde exista oposición o al menos proyectos alternativos independientes que estén en condiciones de acceder al poder, la democracia en realidad es recortada. Y así, la apertura de nuevos espacios de democracia electoral, representada por la elección de gobernadores y alcaldes, creó las condiciones para que por fin pudiese existir la alternación en el sistema político colombiano. No todavía en el nivel nacional, pero sí en el nivel local. A lo largo de las últimas dos décadas el surgimiento de franjas independientes de votantes a nivel nacional se tradujo en la aparición de alternativas independientes a nivel local, apoyadas por organizaciones sociales o simplemente por la opinión ciudadana. El resultado ha sido que algunas de ellas lleguen al poder y ganen experiencia de gobierno en el nivel municipal. Primero fue en Barranquilla, después en Bogotá y finalmente en Medellín. Más tarde apareció otro fenómeno, aún más inesperado: la oposición de izquierda, normalmente marginal, al conectarse con los procesos de opinión, logró ganar nada menos que el gobierno de la ciudad capital. Los movimientos nuevos -creíbles, competitivos y hasta cierto punto renovadores- han cimentado una opinión independiente que en algunas de las ciudades principales logró ampliar el pluralismo y hacer que el panorama del poder fuera más diverso y democrático.

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Renovación rutinaria Han conseguido que se haga realidad, en esa escala, la alternabilidad dentro del régimen político. Aún más, parecerían haberse instalado en forma duradera en Bogotá, de tal modo que movimientos independientes o de izquierda han accedido repetidamente al control del gobierno distrital. Así lo confirman dos administraciones de Antanas Mockus y una de Enrique Peñaloza, de una parte; y dos del Polo Democrático Alternativo (PDA), de la otra. Sin embargo, la consolidación de este proceso trae también su “rutinización”, para bien y para mal.

Los electores se acostumbran a votar por dichos movimientos sin desconfianza (rutinización positiva). Pero los movimientos de opinión entran en la costumbre de gobernar; se aproximan a los vicios de la política; hasta cierto punto se hacen tradicionales y sucumben a los vaivenes del desgaste en el uso y el abuso del poder (rutinización negativa). Eso es lo que probablemente esté sucediendo en Bogotá con la experiencia de Polo Democrático bajo la administración de Samuel Moreno, una experiencia que le puede significar el alejamiento de muchos de los electores que le confiaron su voto en las elecciones de 2007.



Lo público y la virtud

TECNOLOGÍAS DEL ENGAÑO Y CORROSIÓN DE LO PÚBLICO Agosto de 2011

Usurpación de lo simbólico Todo acto de corrupción es un robo disfrazado. Constituye un saqueo material del Estado pero además –y sobre todo– le arrebata el sentido propio de la esfera inmaterial de lo público, base de la conciencia ciudadana en una democracia. La corrupción nos pone pues ante una democracia corrupta, lo cual viene a ser un contrasentido porque la democracia en tanto tipo ideal –o sea el “gobierno del pueblo” – se apoya en otro ideal, la res-pública, la cosa del pueblo, la cosa de todos. “Cosa de todos” significa que ningún individuo en particular puede apropiársela. Lo cual a su vez implica la existencia de una línea divisoria entre el mundo de los intercambios privados y el mundo de lo público, mundo este del cual nadie puede excluirse. Finalmente, lo público legitima su existencia porque se dota a sí mismo de reglas y de procedimientos que garantizan la distribución de bienes como la justicia o los ingresos provenientes de la tributación que el estado les impone a las personas naturales o jurídicas.

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Las cosas o las relaciones que hacen parte de lo público son objeto de un proceso de simbolización. Son sacralizadas, ya no de un modo religioso sino secular, de manera que se forja un cierto vínculo de veneración que une a los individuos con la esfera de lo público. Los ciudadanos interiorizan las cosas o relaciones propias de lo público bajo una ética del respeto y como si lo público formara parte de su identidad en tanto ciudadanos o sujetos políticos. De ahí que la esfera de lo público sea el dominio privilegiado de la virtud. La del hombre político; la del ciudadano; virtud (virtú) contra la cual decía Maquiavelo que conspiran: a) la violencia de los unos contra los otros, b) la esclavización de la mayoría por parte de la minoría, y c) la corrupción que desdice o deshace la identidad simbólica –el alma– del ciudadano y la del funcionario que representa al Estado.

La democracia y el vicio En la democracia colombiana el vicio compite ventajosamente por invadir la cosa pública. No solo por la violencia que destruye el tejido social, ni solo por la exclusión, que es la versión actualizada de la esclavitud, sino además y en especial por la corrupción, a punto tal que en las listas internacionales. Annual Report 2010 Colombia aparece como el número 78 entre 178 países ordenados según el grado de corrupción (ver en el gráfico)


Fuente: Transparency International. Annual Report 2010.

Casos concretos A juzgar por la cadena de escándalos que estallan un día sí y el otro también, el Estado colombiano sobreagua, apenas chapaleando, en un mar de corrupción disimulado por una débil capa de institucionalidad formal. El homo politicus y el homo œconomicus se ven sustituidos por el homo delinquens, que hoy por hoy aparece como el sujeto mismo de la vida pública. Tales conductas han aflorado en casos recientes como los siguientes:

Agro Ingreso Seguro (AIS), que meses después de ser denunciado acaba de cobrar la cabeza de ministro del gobierno anterior, destituido por la Procuraduría y acusado por la Fiscalía que reclamó y obtuvo su prisión preventiva.

La Dirección Nacional de Estupefacientes (DNE);

El “carrusel” de la contratación en el Distrito Capital de Bogotá;

El caso de las Empresas Promotoras de Salud (EPS);

Los reembolsos ficticios sobre el IVA en la Dirección de impuestos y Aduanas Nacionales de Colombia, DIAN a partir de empresas exportadoras de fachada.

En todos estos (y en otros muchos) casos se ha presentado un desvío de recursos hacia las manos de particulares por medios ilícitos, que implican delitos como decir el fraude, la falsedad, el cohecho, la concusión y el peculado en su diversos tipos. Estos delitos contra la administración pública implican que la soberanía de la ley ha ido dando paso a la emergencia de un Estado prevaricador, pues no se trata de incidentes aislados sino de prácticas recurrentes y generalizadas.

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Tecnologías del engaño Estas prácticas se incorporan a la subjetividad de los agentes hasta el punto de parecer reacciones automáticas cuando en efecto son verdaderas tecnologías que cobran vida en los intercambios de favores y en la búsqueda de beneficios ilícitos. Trasplantadas a la esfera de lo público – sin otra lógica que el beneficio particular y la riqueza privada– esas tecnologías se convierten en sustentos del engaño y de la trampa como resortes de la vida pública. Deslizadas entre los pliegues que dejan los usos tecnocráticos, acaban entrelazadas con ellos. Aprovechan sus vacíos; se encubren bajo sus formalismos; mimetizan sus códigos perversos a la sombra de los racionalismos administrativos. Las tecnologías del engaño se reproducen como la maleza porque apelan crudamente a la lógica mercantil que es valorada por la sociedad. Cada vez que se corona un negocio de este tipo, sus actores obtienen un enriquecimiento rápido y capaz de seducir a más de uno y de arrastrarlo a la comisión del delito, tanto más si puede quedar cobijado por la impunidad.

Corrupción, clientelismo y patrimonialismo Para hacer prosperar la trampa, estos incentivos deben pasar por las formas históricas bajo las cuales opera el modo de producción política: esto es, las relaciones en el ejercicio del poder, los modos de representación y las maneras particulares de gobierno. En la constitución de este modo de producción política, han intervenido

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históricamente relaciones como las que dan lugar al patrimonialismo y al clientelismo, al lado naturalmente de otras formas legales y modernas de Estado:

Con el patrimonialismo, los poderes particulares de la sociedad y los poseedores del patrimonio se adueñan de las instituciones estatales. Con el clientelismo, la representación política es asegurada por el intercambio de servicios, uno de cuyos componentes es el voto, que de esa manera se convierte en objeto de transacción, a cambio de favores que recibe el votante. Patrimonialismo y clientelismo arrastran sin duda con la impronta de los particularismos en la conformación del Estado; que de ese modo queda parcelado en zonas débiles bajo el impacto de lógicas más o menos privadas; conducidas, además, bajo el sello de una sociedad tradicional. Con el ritmo parsimonioso, pero seguro, de los ejercicios clientelistas, se acompasaron las prácticas repetidas del control particularista del Estado; y con ellas, las tecnologías del engaño para sacar provecho en función del beneficio privado.

Momentos en la representación política Este acompasamiento entre la democracia clientelista y los usos públicos de la trampa, que a menudo desembocan en la creación de redes sociales incrustadas en la burocracia y en el mundo de los negocios, ha pasado al menos por tres momentos, que pueden apreciarse en forma sucesiva, históricamente


hablando, o también, en forma simultánea, como yuxtaposición de dinámicas:

El primero es el del patrimonialismo hacendatario; el segundo es el del clientelismo estatal; el tercero es del contratismo despartidizado. El primero tiene que ver con el control natural del poder por los notables y por los caciques locales. Aquellos disponen tanto de la administración central como de los partidos. Dispensan favores y exclusiones como si fueran los dueños de las instituciones públicas, por derecho propio. Es el mundo de la subcultura de los favores, puesta en marcha a partir de la confusión entre poder político y preeminencia social. El segundo es el de la partidocracia. El control de la administración estatal y la representación social son monopolizados por los grandes partidos, que además establecen una férrea coalición entre ellos, sin dejar un margen considerable a la competencia y a la fiscalización. Los puestos públicos y muchos de los servicios del Estado son entregados a otros por los hombres políticos, dispensándolos en forma particular para obtener el apoyo electoral. El tercero coincide con reformas de apertura política. Se promueve el pluralismo en la competencia interpartidista, al tiempo que las “familias” tradicionales de carácter partidista entran en crisis. Hay por otro lado un marcado flujo de recursos líquidos para las obras de infraestructura y para la prestación de los servicios sociales. La contratación pública

y los servicios de instituciones mixtas, lo mismo que la administración regional descentralizada, abren los espacios para la utilización de recursos públicos bajo la lógica del interés privado. La “comisión” y la “mano untada” hacen su agosto, bajo las formalidades del negocio empresarial, que apoya al político profesional sin importar su color ideológico, mientras que espera de éste los favores con lo que ha de retribuirlo. En cada uno de tales “momentos” sociales, las prácticas del transaccionismo y del servicio público como si fuera un favor se perfeccionan y superviven más allá de los cambios políticos e institucionales.

La triada en el alegre tiovivo En el “momento” actual de la democracia clientelista, el de un contratismo más o menos des-partidizado, es decir, no mediado directamente por identidades sectarias, aunque sí apoyado por las representaciones partidistas, emerge una especie de conformación triangular para la circulación de bienes públicos en forma ilícita.

Está, de un lado, el empresario privado, dispuesto a acceder a las adjudicaciones de obras y servicios del Estado, lo que le asegura un rico mercado para sus inversiones. Por otro lado, está el personal político – concejales, diputados y parlamentariosque asegura la apropiación de la representación política. Y, por último, el funcionario, quién dentro de la administración estatal interviene en eslabones claves dentro de la cadena de las decisiones públicas.

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BOGOTÁ: PETRO Y EL TRIUNFO DEL ELECTORADO INDEPENDIENTE Octubre de 2011 Una mirada de conjunto a las elecciones regionales que acaban de pasar, al por qué ganó Petro y al cambiante escenario de partidos, coaliciones y votantes de opinión en la ciudad y en el resto de Colombia.

Cuatro resultados y tres comportamientos nacionales El amplio triunfo de Petro en la capital del país; el de numerosos candidatos de coalición en diversos municipios y capitales intermedias; la derrota de casi todos los candidatos que recibieron el aval de Álvaro Uribe, y el mantenimiento de un equilibro global entre los partidos principales de la Unidad Nacional, con alguna ventaja para el liberalismo, parecen ser los hechos más destacados de las elecciones que acaban de concluir. Por otro lado la participación ciudadana en las elecciones locales a lo largo de estos años ha venido cristalizando tres formas principales de comportamiento en relación con los partidos:

La vieja adscripción del elector a partidos tradicionales, como decir el Liberal o el Conservador. La mezcla de decisiones que hace el elector, sin considerar las fracturas interpartidistas; lo que sucede cuando

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votantes de corrientes distintas se inclinan por la misma opción. La emergencia de opciones independientes, con posibilidades de éxito; algo que no ocurre cuando se trata de elecciones presidenciales o parlamentarias.

Una gramática electoral De ahí que los resultados de la jornada de este 30 de octubre hayan mostrado una especie de “gramática electoral”, a saber:

La presencia de un coalicionismo heterodoxo y múltiple. El instrumento que usa cada candidatura para entrar a la competencia es –en una inmensa cantidad de casos– una alianza de grupos y partidos que simplemente aspiran al control del gobierno y de la respectiva corporación pública, Concejo o Asamblea. Una victoria les permite controlar los recursos para desarrollar una gestión administrativa y afianzar una hegemonía local. Son coaliciones que no siguen un patrón único a nivel nacional o que no necesariamente se repiten en cada municipio. Y que tampoco parecen resultar de cercanías ideológicas o parentescos partidistas. Más bien parecen consistir en acuerdos de interés o en obtener las ventajas (no necesariamente ilegítimas) que resultan de administrar la cosa pública.

Las adscripciones de partido –vale decir, los vínculos intensos de pertenencia a una colectividad– aunque disminuidas, siguen garantizando la movilización


de un número significativo de votantes por parte de los “aparatos” respectivos. Y tales aparatos constituyen el recurso principal que aportan los partidos a las coaliciones que ya señalé. La adscripción al partido es sin embargo reforzada o mediada por un pacto “clientelista” o de interés recíproco entre el votante y el candidato que postule el partido. Así, bajo la dirección de un patrón político, investido de su calidad de parlamentario, el partido funciona como una empresa electoral donde se asocian microempresas barriales o sectoriales, capitaneadas con relativa autonomía por concejales o por líderes comunales, verdaderos intermediarios en la organización piramidal que constituye la empresa política. Así, el coalicionismo heterodoxo y la adscripción partidista-clientelista son dos factores que parecieron decidir el triunfo de hoy en escenarios tan distintos como Montería, Neiva o Manizales.

Pero también concurren las opciones independientes -no solo las testimoniales, sino las competitivas. Las reglas, que incluyen los avales y las firmas, facilitan la irrupción de este tipo de opciones en cada nuevo evento electoral. Ellas suelen cobrar vida en forma de movimientos coyunturales, sin vocación de permanencia, aunque obviamente no sean ajenas a las ambiciones presidenciales que sus candidatos mantienen in pectore. Este fenómeno se ha expresado hoy con los triunfos de Petro en Bogotá y de Fajardo en

Antioquia, con su record de más de 900 mil votos. Aunque son coyunturales, los movimientos independientes reaparecen, así sea con nuevos rostros, con liderazgos recién surgidos o con etiquetas que reemplazan las siglas anteriores.

Fenómeno constante y latente En realidad todos ellos –los recién surgidos o los antiguos– son la parte visible (y si se quiere variable) de un fenómeno latente y a la vez constante que ha tenido vigencia durante los últimos veinte años. Se trata de la consolidación de un electorado de opinión fluido y cambiante pero que ofrece siempre la posibilidad de que sobre sus hombros irrumpan candidaturas nuevas. Los liderazgos pueden subir y bajar de acuerdo con los humores de la opinión; pero la que reaparece siempre es esta última. Sobre todo en las grandes ciudades. Y muy particularmente en Bogotá, en donde ha llevado a la Alcaldía a Antanas Mockus en dos ocasiones; en cierto modo, una vez a Enrique Peñalosa; y con toda claridad a dos candidatos del Polo, Lucho Garzón y el hoy desacreditado Samuel Moreno. Es decir: durante los últimos cinco períodos se impuso como la fuerza decisiva para elegir un alcalde de la capital. Y ahora lo acaba de confirmar con la elección de Gustavo Petro; y lo ha hecho a pesar de que éste carecía de un aparato de partido (como antes sucedió con Antanas); además de haberse inscrito solo con ayuda de las firmas; y de arrancar prácticamente como un outsider, que no solo enfrentaba el peso de un Peñalosa apoyado por Uribe, sino los propios obstáculos de las prevenciones y las opiniones negativas con las que tropezaba.

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En tales condiciones, el triunfo final de esta candidatura no hace sino comprobar la existencia de un electorado de opinión que se autoafirma con la demostración de su capacidad para llevar al poder de la ciudad a quien sepa sintonizarse con él y a quien tenga la destreza de colmarle sus necesidades de identidad colectiva; es decir, de sentirse él mismo –el electorado– como un factor que juega en la determinación de las escogencias claves. Equivocado o no, es un electorado vinculado internamente por mil racionalidades y expectativas, orientadas sobre todo en el sentido de “gozarse” el peso de su existencia, más que la de conseguir utilidades puntuales. Por este camino se inventó primero a Mockus, luego a Peñalosa, y finalmente a Lucho Garzón y a Samuel Moreno, antes de hacerlo ahora con Gustavo Petro.

El electorado de opinión Los electores de opinión no deciden por disciplina de partido ni tampoco por ventajas clientelistas; invocan otros referentes, como la imagen del candidato y -en alguna medida- su programa; o más bien la idea general que ese candidato logre transmitir como factor de motivación. El votante de opinión oscila entre las candidaturas de coalición apoyadas por aparatos regionales de partido y las de carácter independiente; todo ello en un vaivén decisional que es jalonado en cada ocasión por la personalidad del candidato al igual que por la sensación que deje ver en cuanto a su eficacia como gobernante; sin consideración, por cierto, a si pertenece a un partido o no. Una candidatura como la de Elsa Noguera en Barranquilla, por ejemplo, integra pertenencia partidista y opinión independiente.

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Bajo otra modalidad, Petro o Gina, recogiendo primero una base independiente, suman después otros segmentos del electorado, que sin ser independientes, son de opinión.

Bogotá y su independencia Durante los últimos 17 años, se había afianzado en Bogotá una franja amplia de electores de opinión, ramificada en todas las clases sociales, aunque sin duda con un peso mayor en los estratos 3 y 4. Esta franja es capaz de influir decisivamente sobre los resultados electorales es decir, es capaz de poner Alcalde en la capital, lo cual conlleva un saludable contrapeso de poder ante el dominio más bien partidista que suele darse en el gobierno central. En los últimos ochos años, ese electorado de opinión pareció engancharse con una oposición de izquierda, la cual estuvo representada por Lucho Garzón y luego por Samuel Moreno (aunque éste proviniera de la ANAPO- eso sí, integrada en el Polo, rara mezcla que nunca se decidió entre ser una coalición de grupos dispares o un partido). El fracaso de Samuel Moreno no podría traer como consecuencia sino el castigo al Polo, por parte de su propio electorado. Por cierto, un electorado fabuloso de casi 1 millón de votos, de los que por lo menos 600.000 eran de opinión; independientes unos, o provenientes de partidos distintos al del candidato, los otros.

Vacíos en la oferta electoral La debacle de la Alcaldía podría haber traído como consecuencia la retirada de esa franja y de una parte de los adherentes del Polo hacia otros horizontes de atracción, como la abstención o los partidos


convencionales. O también, hacia una figura de relevo, independiente aunque no fuera de izquierda. Los partidos convencionales del Establecimiento no ofrecían, en principio, candidaturas atractivas para ese electorado; incluso algunos, como la U o el conservatismo, ni siquiera tenían candidatos propios. La posibilidad más real aparecía por el lado de los Verdes, que acababan de provocar un golpe de opinión con la candidatura de Mockus que levantó una ola de 3 millones seiscientos mil electores. Los Verdes y Peñalosa se casaron, sin embargo, con Uribe y no con Antanas; prefirieron la seguridad electoral que les brindaban los apoyos partidistas del Establecimiento a la utopía de un sueño que cautivara la imaginación colectiva. Con ello consiguieron, primero dividirse ellos mismos en su cúpula, sin asegurar el apoyo popular de sus aliados; y segundo, dejar que su propio electorado quedara fraccionado. En las sumas y restas, quizá hayan perdido un poco más de lo que ganaron. Metidos de cabeza en el cuento de sumar apoyos convencionales, y perdidas ya las posibilidades del sueño como imaginario político, se atuvieron apenas a dos aparentes fortalezas: la imagen de gerente de su candidato y los apoyos del partido de La U, de Uribe y de los concejales más controvertidos. Dos factores que sumados ofrecían el espejismo de la certidumbre electoral.

El mercado político y sus necesidades En estas condiciones, el mercado político exhibía vacíos de ofertas frente a las demandas electorales existentes. Se trata

naturalmente de un mercado que no es solo mercado sino también espacio para las construcciones y las identidades simbólicas y afectivas. En este mercado aparecieron otras ofertas que activaron el voto de opinión: suma de independientes y de electores de partido no disciplinados. Tales fueron los casos, principalmente de Petro, el ganador y también de Gina, apoyada por Mockus, cuyo perfil de independientes resultaba creíble. Una calidad que en el caso de Petro se sumaba al perfil de opositor de izquierda que confirmó desde el Congreso con sus debates célebres contra el entonces presidente Uribe; sin contar con su ya lejano pasado de militante del M-19.

Petro como oferta política Por ese camino consiguió atraer al votante de izquierda proveniente del Polo, asegurar los votos independientes y cautivar a los electores de opinión, venidos de otros partidos. La oferta de Petro estuvo rodeada de mayor audacia transmitiendo el mensaje de que una Bogotá más Humana era posible, aun cuando esta postura le granjeara, con razón o sin razón la crítica de populista. Al mismo tiempo, se forjaba una talla de estadista al articular un programa de soluciones puntuales con un proyecto de ciudad con acentos ambientales; algo que lo diferenciaba de sus competidores, cuyo mensaje quedó limitado a la atención de problemas particulares, (aunque fueran, muy importantes). De esta manera caló en todos los estratos, especialmente en los 3 y 4, muy influyentes en la participación proporcional por franjas sociales. Así mismo extrajo votos de todo el abanico de partidos, aunque su cosecha la

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LA OPERACIÓN PLOMO FUNDIDO, O LA ESCALADA DE LA MUERTE EN GAZA Enero de 2009

La existencia de Israel y también la de Hamas se fundamentan en negar la posibilidad de un Estado para el pueblo enemigo, y a esto se debe esta guerra sin salida. Hamas, el grupo integrista de resistencia palestina, dio por terminada la precaria tregua de seis meses pactada con Israel y rompió unilateralmente el cese al fuego. Sus militantes en la Franja de Gaza obtuvieron así la luz verde para dedicarse a lanzar los misiles Gried contra zonas pobladas del Estado hebreo, próximas a la frontera. La respuesta no se hizo esperar. Después de una preparación meticulosa que había iniciado con varios meses de anterioridad, el gobierno de Israel lanzó una ofensiva militar de carácter destructivo, que ha pretendido ser aplastante, mortífera: de hecho, en los primeros raids aéreos las fuerzas armadas mataron a más de 400 palestinos - y en la invasión terrestre han sumado hasta ahora otros 500-. Algunos de los muertos eran milicianos, pero otros muchos eran civiles inermes, sin excluir a niños y mujeres.

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Provocación y retaliación Lo que hace Hamas es un ejercicio de provocación política, absurdo, casi gratuito. Lo que ejecuta Israel es la puesta en práctica de una acción letal, retaliatoria, dirigida contra blancos militares definidos, pero también contra la población de manera indiscriminada con propósitos de escarmiento. No ya por negligencia en evitar el sufrimiento de la población civil, sino mas bien buscándolo calculadamente. Hamas provoca, Israel se venga. Provocación de un lado, retaliación del otro: un juego de necesidades mutuas, una dinámica de justificaciones recíprocas. Cuando Hamas dispara sus cohetes artesanales sobre el territorio enemigo quisiera causar daño, desde luego; pero ante todo lo que desea es lanzar una amenaza: tirar morteros que vayan empacados con la incertidumbre para el Estado de Israel. No porque pongan en peligro la seguridad de este Estado, sino porque así transmiten la idea de que por más débiles que sean, los palestinos constituyen un desafío para Israel, aunque sea por el hecho de que maten, con un atentado terrorista, a un solo colono judío. Los de Hamas atentan, no para poner en peligro efectivo la seguridad de Israel -misión imposible- sino para decir que esa es una posibilidad, si bien remota, siempre latente. Israel, que ha hecho de la pulsión defensiva un factor constituyente de su identidad y la plataforma fácil de todas sus ofensivas y contraofensivas militares, responde con un ataque en regla, despiadado y no selectivo, y con el cual - aunque también quiera causar daños precisos (de mayor magnitud sin duda que los que recibe) - aspira sobre todo a afirmar esa identidad de organismo defensivo que se prolonga a sí mismo,


desdoblándose en potencia dominante y en fuerza de ocupación frente a sus adversarios inmediatos. Cuando los de Hamas dejan caer sus misiles sobre la cercana ciudad de Ashkelon, lo hacen como mera provocación (sin excluir el riesgo efectivo de la muerte) porque el potencial táctico o estratégico de esta lluvia de cohetes es deleznable. Se disparan como portadores del miedo entre la población del otro lado de la frontera, pero sobre todo como mensajeros cuyo destino es despertar la rabia y la indignación en el enemigo. Un enemigo que, como bien se sabe, no soporta con paciencia ataque alguno, por pequeño que parezca. Israel espera la provocación, la acepta, casi la desea, para desplegar su furia vengadora, la cual pretende justificar como un medio de legítima defensa. Aun si el Estado de Israel ejerce su soberanía interna a través de reglas democráticas, la externa la ejerce básicamente a través de un estado de guerra; y no de manera virtual como cualquier otro Estado, sino de facto. El ejercicio de su soberanía es un acto de coerción permanente. Si hacia adentro su soberanía implica la sujeción de la fuerza a la ley, hacia afuera implica el sometimiento de la ley a la fuerza. Es el desprecio de aquella. Así es, por los orígenes del Estado de Israel, por la consolidación de su soberanía, por la expansión de su control territorial, nada de lo cual ha tenido lugar sin el sacrificio de una soberanía nunca obtenida y sin el despojo territorial de sus vecinos más próximos, los palestinos, condenados al desplazamiento dentro de su propio territorio aunque sean sus propietarios históricos.

La trampa anhelada Todo ello es causa de la tensión, en tanto forma de existencia del Estado hebreo, tensión que necesita fluir siempre en forma de acción coercitiva precisamente contra ese vecino ocupado y usurpado. El fin no es otro que el de extraer de la confrontación militar el fundamento de su existencia soberana. Por eso mismo, Israel necesita el despliegue de su acción violenta, dado que esa es la forma de materializar tal soberanía externa en las condiciones en que ha nacido y se ha mantenido. Por eso necesita las provocaciones de su enemigo. Porque le urge el pretexto para poner en acción su soberanía a través de la vía armada, bajo las condiciones de un conflicto no resuelto que mientras se prolongue la pone en entredicho. En un artículo que publicara Amos Oz, comentado en la prensa internacional, el escritor advertía sobre los riesgos políticos que para Israel entrañaría una acción militar masiva y una invasión del territorio palestino. Sería una verdadera trampa, según él, que debería evitarse, pero hacia la cual el gobierno y las fuerzas armadas marchaban otra vez de modo inexorable. Con la inevitable consecuencia, por cierto, de que Israel se haría nuevamente acreedor al rechazo de la opinión mundial y de la diplomacia internacional, pues terminaría jugando sin remedio el papel de victimario como si su tragedia consistiera en su incapacidad para eludir ese destino. Pero este entrampamiento al que se aboca Israel, más que un obstáculo evitable es, de cierta manera, una meta buscada. Es la suerte deseada, a la que conduce la lógica política y militar del Estado de Israel, cuyo interés

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a representar una despreciable simbolización funcional; es decir, llamados a materializar la simbolización repudiable de cada una de las posiciones de esas políticas inflexibles. Los cuatro ciudadanos israelíes asesinados por los cohetes de Hamas significan para éste la afirmación de que Israel debe desaparecer. Los casi 1000 palestinos asesinados por Israel al día de hoy (incluido más de un centenar de niños) solo serán el decorado terrible con el que tal Estado hace significar el hecho de que los palestinos (a través de la figura de Hamas) siguen siendo un peligro al que hay que reducir. La funcionalidad simbólica de esta guerra, mediante la ocupación de Gaza, es la de confirmar esa especie de regreso recurrente a las posiciones extremas, que no facilitan un acuerdo razonable. Su funcionalidad práctica es la de debilitar cualquier esquema de negociación que implique concesiones serias entre ambas partes.

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Acabar con Hamas, dimensión estratégica y material Los golpes devastadores de Israel no son desde luego un puro ejercicio simbólico. Son también procedimientos de guerra para golpear a Hamas, debilitándolo militarmente. Pero esa dimensión estratégica y cierta es apenas el sustrato material del lenguaje simbólico de guerra, cuyo sentido principal es el de afirmar el desconocimiento de los derechos fundamentales del pueblo palestino. Ocurre, por otra parte, que Hamas ha conseguido un ascendiente fuerte entre la población de Gaza, a pesar de su integrismo religioso y de su radicalismo político, o quizá debido tanto al uno como al otro, en razón de la siempre endurecida actitud que encuentran en el otro lado de la frontera, es decir, en las autoridades israelíes, actitud ésta cuyo efecto perverso es el de debilitar precisamente a las facciones moderadas de los palestinos, sobre todo a Al Fatah, mientras fortalece a los radicales como Hamas.



¿DEL DESASTRE BUSH AL IMPERIO OBAMA? Enero de 2009 Barack Obama, el nuevo presidente de Estados Unidos, es el proclamado anti-Bush. Así consiguió instalarse en el imaginario colectivo. Bush no es ya, digamos, El Diablo -como lo soltó el pintoresco Hugo Chávez en Naciones Unidas - o el Satanás sobre el que salmodian los fundamentalistas islámicos. Tal vez no alcance a serlo; pero sí que es, para decirlo en términos occidentales y políticos, el imperialismo redivivo. El imperialismo puro y duro, resurgido desde el fondo de las lógicas de dominación, y escapado por entre las nieblas apaciguadoras de una globalización que ha consagrado “el fin de la historia”. Cuando se creía que las leyes del mercado y los mecanismos de la democracia harían que el conflicto y la pertinencia del sometimiento fueran ejercicios a punto de desaparecer en la escena internacional, henos aquí que aparece míster George Walker Bush. Irrumpe en el saloon dejando atrás las dos alas batientes de la puerta, y restablece de un golpe las viejas reglas del juego. Impone la razón del viejo orden. O, mejor, la hace ruidosamente explícita, por si algunas mentes liberales y reblandecidas pensaban olvidarla.

Un Bush invasor y contrario a las garantías constitucionales Los Estados Unidos de George W. Bush desataron dos guerras, la de Irak y la de Afganistán; ambas seguidas por ocupaciones militares y, lo que es peor, acompañadas por la tortura y otras prácticas contrarias a los

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derechos humanos; prácticas éstas de las que son lugares tristemente emblemáticos las prisiones de Guantánamo y Abu Ghraib. Es decir, el Estado americano transgredió y vulneró los propios fundamentos constitucionales en los que se apoya su política de los derechos y garantías civiles, al tiempo que hizo girar únicamente sobre la fuerza sus relaciones con algunos de los Estados a los que consideraba sus adversarios. Al Irak de Saddam Hussein y al Afganistán del Talibán, situados ambos muy lejos de sus fronteras -demasiado como para representar un efectivo peligro para su seguridad- les hizo la guerra en vasta escala y los ocupó territorialmente. Cierto es que con anterioridad a estos sucesos, los Estados Unidos fueron objeto del más devastador e impactante atentado terrorista que pudiesen sufrir; algo que vino a significar sin duda un desafío a su seguridad nacional; atentado realizado, eso sí, no como el reto convencional de otro Estado, sino como la provocación desmesurada y criminal de un grupo, Al Qaeda. Con una intensa inspiración religiosa y con una articulación interna que adopta la forma de constelación de grupos -lo que le permite una presencia mimetizada en el interior de varios países- Al Qaeda representaba una amenaza explícita y terrible, a la que había que responder. Pero no era, con todo, la amenaza o el desafío de guerra lanzado por otro Estado, por más que dicho grupo pudiera contar con una fuerte presencia en Afganistán. Las guerras contra Irak y Afganistán no tenían, por tanto, el limitado alcance de reducir los espacios desde donde podría operar el terrorismo integrista, aunque lo incluyeran como propósito.


La geopolítica imperial de regreso El alcance de esas guerras era mayor y ambas obedecían a una lógica: una lógica imperial; que era alentada por su propio impulso geoestratégico, nada distinto al de controlar una zona juzgada como importante para sus intereses, disciplinando o destruyendo a los agentes perturbadores. Una lógica imperial que por cierto se revistió en esa ocasión de su propio marco doctrinario, la conocida tesis de la “guerra preventiva”. Con ella se definía, no el origen de un ataque enemigo, sino simplemente la fuente de algún peligro latente para pasar a sofocarlo mediante una guerra. Era una tesis, por consiguiente, cargada con un sentido de autodefiniciones hegemónicas frente a los demás actores del ámbito internacional; acentuada además por la toma unilateral de decisiones en ese mismo plano. Sin ningún miramiento por la concertación, por las instituciones internacionales o por la propia norma. Con esta línea de conducta, George W. Bush llevó de modo radical la política internacional de su administración hacia lo que se conoce como unilateralismo, una de las tendencias cíclicas con las que los Estados Unidos han vertebrado su política de poder en el mundo; pero no asociada en este caso con el aislacionismo simple, como sucedió a menudo en el pasado, sino al contrario, con un intervencionismo crudo, bajo la modalidad de guerras localizadas y de ocupaciones por la fuerza en territorios extranjeros. Esta vez, so capa de combatir los focos de un terrorismo ubicuo y de implantar la democracia liberal por la fuerza.

Era un gesto de mesianismo imperial, con el cual los ultra-neoconservadores aspiraban a darle el toque de legitimación ideológica a esa política -mezcla de intervencionismo militar y de unilateralismo en las decisionescomo la expresión más acabada de lo que deberían ser el lugar y el papel propios de la superpotencia americana frente a los retos de la post-Guerra Fría. El papel de potencia dejaba así de ser algo latente y se convertía en un hecho vigente, que los demás actores debían sentir o padecer. En consecuencia, el Estado soberano (en este caso el de los propios Estados Unidos) se revalorizaba como actor fundamental de las relaciones internacionales: sólo que no bajo la dimensión del consenso o de la autoridad sino de la fuerza, dentro del más vulgar de los realismos. Revalidación de la coerción, no de la persuasión o de la diplomacia. Realce del Estado en su dimensión más negativa, precisamente la de la fuerza. Y revitalización del espíritu de potencia. He ahí las marcas con las que se le daba entidad a la política que debería definir el lugar de la nación americana: un auténtico contrasentido si se pensaba en los cambios que experimentaba el mundo.

Bush: la historia en reversa Era como si Bush y sus alegres neoconservadores propiciaran un extravío en otro planeta, en el lugar equivocado. Como si el mundo caminara en un sentido y los Estados Unidos, la única superpotencia, quisieran forzadamente echar reversa. El mundo se globalizaba, los nexos entre unas y otras sociedades nacionales configuraban una estrecha interdependencia, de modo que se abría el horizonte para una verdadera

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sociedad mundial y para la constitución del ciudadano global. Para rematar, el colapso de la Unión Soviética y la caída del Muro de Berlín echaban por tierra la estructura de un sistema bipolar de disputas por la hegemonía entre potencias ideológicamente antagónicas. Así, el fantasma de un conflicto bélico de alcance mundial se esfumaba. Mientras tanto, dejaba de ser impensable el hecho de que los grandes aparatos de poder militar montados para la eventualidad de aquella guerra planetaria comenzaran a desmoronarse internamente por inútiles. Por su parte, los Estados soberanos encontraban que la multiplicación global de las relaciones de todo tipo disminuía el campo de su existencia y horadaban su capacidad de decisión. En este sentido, se verían obligados a reconocer sus límites y a reorientar su papel bajo perspectivas más eficaces y democráticas. Y no, en todo caso, poniendo el énfasis en el ejercicio de la violencia. El mundo, aún si resurgía el terrorismo y aún si se incrementaban los atavismos religiosos y nacionalistas, parecía ofrecer condiciones para la opacidad del impulso hegemónico de potencia y para la democratización y reorientación del Estado soberano, disminuyendo su identificación activa con el uso de la fuerza y del sometimiento. Después de los acontecimientos de 1989, Reagan proclamó risueño: “¡Yo gané la Guerra Fría!”. Poco después, Bush padre declaró entusiasmado el comienzo de “El Nuevo Orden Mundial”. En este, los Estados Unidos (así era el mensaje implícito) jugarían un papel de vanguardia bajo el principio de la democracia y al ritmo de las leyes del mercado, siempre de consuno con sus aliados.

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Sobrevino, sin embargo, ese experimento neo-conservador que fue la administración de G.W. Bush y barrió con todas las ilusiones (como, a su modo, las barrió también Osama Bin Laden, desde su frontera). La Administración contradecía la historia como si con su desandadura de reacción y con su voluntarismo de hegemonía quisiera retrasar el fin de aquella, ya sentenciado por Fukuyama, en vez de acentuarlo para que la historia misma, paradójicamente, pudiese abrir otros mundos posibles. Contrariando el curso de la historia (en tanto historia mundial) G. W. Bush recuperaba, con todo, fuertes y profundas tradiciones propias de la política tanto interna como externa de Estados Unidos. Se reencontraba, además, con la lógica de carácter imperial a la que no escapa una potencia mundial por más de que disponga de un régimen interno de tipo democrático, o por más de que no haya practicado el colonialismo clásico.

El orden de los Estados y el orden policéntrico La realidad es que el mundo se globalizaba pero se fragmentaba al mismo tiempo. No alcanzaba a uniformarse cuando ya se dividía aquí o allá. El Estado se desvanecía pero su lógica, recrudecida, se reproducía en otros niveles, el supra-nacional y el infra-nacional. En resumen, la historia se aproximaba hegelianamente a su fin, pero también se repetía multiplicándose en tragedias y conflictos, y en la caricatura sin término de todos ellos. Ocurrió que la estructura bipolar dio paso, en realidad, no a un orden claramente definido sino a una mezcla de orden interestatal de


tipo tradicional y de orden policéntrico, de tendencia globalizante, tal como los caracterizara en su momento James Rosenau. Es decir: una mezcla que admitía la lógica de la coerción y del Estado-potencia en acción. Pero en la que cabía esperar así mismo la lógica del consenso y la influencia, la de un desarrollo más horizontal en las relaciones y menos dado a la imposición por la fuerza.

La era Obama

En los marcos de esa coyuntura en el sistema internacional, G. W. Bush y sus “neocons” durante los últimos ocho años representaron el énfasis desembozado en la primera lógica; esto es, en una lógica imperialista. Razón por la cual, vista en otro sentido, su Administración no sólo resultó perturbadora si no es que claramente trastornadora y disfuncional frente a la segunda lógica, la lógica ya no del imperialismo sino de lo que Toni Negri llamaría hace pocos años el Imperio. El cual quiere decir: sociedad mundial articulada más a través de redes internas que a través de relaciones de fuerza externas; dominación mundial conseguida a través de una hegemonía suave, interiorizada a través de las leyes de un capitalismo mundial de carácter descentrado; o para decirlo en otras palabras, sociedad mundial del control, en lugar de sociedad disciplinaria, según la idea que Negri tomó de Michel Foucault.

De modo que no sea potencia que se impone por la fuerza, sino liderazgo que prefiere las vías diplomáticas y la concertación. Que prefiere la cooperación y no la confrontación. Dicho en otras palabras: que se inclinaría por levantar las talanqueras que en el mundo impiden la marcha hacia una hegemonía suave y sutil, hacia un imperio rosa: el imperio Obama.

En ocho años de administración desastrosa, la opción escogida por George W. Bush (junto con Richard Cheney y Donald Rumsfeld) es decir, la de la lógica de una sociedad internacional disciplinaria, se agotó, hundida ahora en el descrédito mundial. Un descrédito inversamente proporcional a la esperanza depositada en Barack Hussein Obama, el presidente número 44, en funciones a partir del 20 de enero. Y cuyo discurso sobre el cambio sedujo en su momento al electorado y a la opinión pública internacional.

Un discurso que, sin ser preciso en su contenido, ha penetrado subliminalmente en el imaginario colectivo como si se tratara de una transformación radical y esperanzadora en el lugar y en el papel de los Estados Unidos en el mundo.

Sutil y rosa, sería con todo una dominación mundial. Aún así, muchos en el mundo la preferirían, aceptándola de buen grado, con tal de no tener en frente la crudeza retrógrada de un imperialismo puro que confronta, impone y amenaza. Es como si el mundo pudiese ir hacia la formación de ese inmenso Palacio de Cristal, del que habla Sloterdijk, utilizando una imagen tomada de Dostoyevski: inmenso pabellón destinado a una exposición en el que internamente se instalan y desenvuelven los agentes y las relaciones del capitalismo mundial; los de la sociedad global sin cuerpos extraños por fuera. Pero seguramente con Estados Unidos, en la era Obama, participando en la instalación interna pero jugando al mismo tiempo el papel de directores. Las cosas no ocurrirán de esa manera, sin embargo. No por ahora al menos. Y no bajo Obama. Sin duda, este último traerá consigo el impulso de algunos cambios con mucha

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dentro de un plan estratégico de orden preventivo y de alcance multiregional: “No habrá escudo antimisiles en Brdy (República Checa) y en Redzikowo ((Polonia). Sólo habrá misiles interceptores tipo SM-3, y en dirección a neutralizar eventuales ataques desde Irán con cohetes nucleares de alcance medio y corto”.

La nueva distensión y los efectos del viraje Obama Con esta decisión, Obama marca el comienzo del fin de la nueva Guerra Fría contra Rusia. Quizá sea una inclinación por el softpower de Nye que podría significar: multilateralismo por parte de Estados Unidos, consenso con sus aliados, control y disminución de la carrera nuclear y esquemas controlados de solución en conflictos regionales. Además de la preservación de los equilibrios globales en favor de la superpotencia americana, con posibilidades de responder con eficacia en las zonas críticas en donde haya fuerzas centrífugas o aquellos Estados que los estrategas norteamericanos denominan “parias” o simplemente “indisciplinados” (los “rogue states”). Esta opción por el softpower no es un ablandamiento sino un replanteamiento de equilibrios que nos afectan a todos.

1. Concertación para vigilar la zona del Golfo Pérsico y de Afganistán Se trata de un gesto que podría abrir el camino a la colaboración rusa que busca Washington, para enfrentar mejor la “indisciplina” de un Estado “paria” como Irán; o respecto a la solución de un conflicto como la guerra interna en Afganistán. Lo cual viene a constituir el primer efecto de la decisión del gobierno norteamericano.

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2. Contra la “amenaza” de Irán El segundo efecto práctico es la refocalización pragmática del “caso Irán”. Éste era el pretexto para el escudo nuclear contra Rusia, pues tal medida no figuraba dentro de la retórica oficial dirigida contra el país de Putin, sino contra las eventuales amenazas nucleares de Irán. Ahora la Administración Obama deja a un lado ese tipo de argumentación mentirosa y abandona el dispositivo que había proyectado disfrazadamente contra Rusia, reemplazándolo por bases ubicadas, por ahora, en buques de guerra, que naveguen en aguas cercanas a Irán. El pretexto para instalar el escudo antimisiles era la prevención contra posibles cohetes lanzados desde este país. En realidad, era la llave maestra de un cordón de seguridad contra Rusia. La cual siempre protestó contra el dispositivo que se colocaría de cara a su territorio por considerarlo una ofensa política y una provocación militar.

3. Replanteamiento relativo de las alianzas en la Europa del Este El tercer efecto será probablemente el de plantear un sistema mixto de alianzas militares, alrededor de una OTAN extendida, en el que la integración de países exsoviéticos, dentro de la Alianza del Tratado del Atlántico Norte, se combine bajo distintas velocidades y simetrías con un acercamiento militar entre la Alianza y la propia Rusia.




Mao había fundado el Partido Comunista Chino, bajo inspiración bolchevique, en 1921. Así mismo había creado una guerrilla para desplegar una estrategia sostenida de ataques sorpresivos y repliegues contra toda suerte de “señores de la guerra”, “shenshis malvados” y “déspotas locales”, que en la sociedad rural del despotismo feudal explotaban, hasta el agotamiento, al oprimido campesino chino. También había acomodado la táctica revolucionaria a la idea de una guerra popular, prolongada bajo las condiciones de una sociedad rural. Había terminado por enderezar sus campañas militares contra el Kuomintang, partido donde ya se mezclaban las débiles pretensiones burguesas y las actitudes conservadoras. Pero luego, las orientó tácticamente contra el ocupante japonés a fin de dejarle el costo de la debilidad frente al invasor, a ese partido, que recogía en su seno las aspiraciones de las capas medias y altas en la incipiente sociedad capitalista y comercial. Después de 1945, concluida la II Guerra Mundial, derrotado el Japón y al mando de una guerrilla mucho más numerosa y organizada, Mao, otra vez, orientaba su combate contra el Kuomintang, obligándolo a pagar la factura de su colaboracionismo con Estados Unidos, otra potencia extranjera y, a partir de entonces, la superpotencia global emergente.

La “larga marcha” y sus connotaciones simbólicas Antes, cuando se hallaba acosado en sus territorios de origen, Mao tomó la determinación de emprender lo que él mismo denominaría “la larga marcha”: un recorrido de 7.000 kilómetros que hicieron guerrilleros y campesinos para evitar ser cercados por

el enemigo y llegar a establecerse en la provincia de Yenan, donde levantarían luego las “zonas liberadas” y los rudimentos de un gobierno campesino paralelo. La idea dinástica y cosmogónica del Imperio del Centro, junto con el proyecto guerrillero de una larga marcha, constituyen la prefiguración exacta del papel que China habría de desempeñar en el orden internacional.

La Revolución popular En 1949, una guerrilla marxista, en medio de un orientalismo feudal, consigue lo que el sociólogo Barrington Moore calificaría como un proceso de modernización revolucionaria “por la vía campesina”. Después de la toma del poder en aquel año, comenzaría el sueño de una nueva sociedad, bajo la égida de Mao, el “socialismo del hombre nuevo” en medio de una sociedad feudal y campesina. Para ese entonces los comunistas se permitieron incluso veleidades favorables al debate abierto, bajo la poética consigna de “que se abran cien flores y compitan mil escuelas del pensamiento”. Pero sólo para darle paso en 1958 al típico proyecto de progreso a la fuerza, llamado en su momento “el gran salto adelante” -más ambicioso que realista, más utópico que pragmático- y que en el campo de la industrialización trajo efectos desastrosos.

Fallidos avances económicos y Revolución Cultural Ocho años después del fracaso de la industrialización forzada, Mao Tse Tung, aupado por su mujer Chiang Ching, trata de forzar la marcha de la historia, pero ya

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EL PRIMER AÑO DE OBAMA: ¿LA ILUSIÓN HECHA REALIDAD, O EL NAUFRAGIO DE UN SUEÑO? Enero de 2010

Dos noticias muy buenas En diciembre, un mes antes de cumplir su primer año en el gobierno, el presidente de Estados Unidos recibió dos regalos de navidad espléndidos: - Uno, si se quiere formal, fue el Premio Nobel de la Paz, concedido por la Academia Noruega, como si se tratara de la tentativa por atar simbólicamente el agraciado a la suerte de su propio discurso. Ese discurso que habla en favor de la diplomacia como ejercicio sustitutivo de la guerra en los conflictos internacionales. - El otro, más real y cargado de contenidos políticos y sociales, fue la aprobación de la ley que por fin reformará el sistema de salud y permitirá extender la cobertura a los millones de norteamericanos hoy desprotegidos -uno de los propósitos programáticos más relevantes del nuevo presidente. Estos dos premios eran el reconocimiento a sus políticas, la externa y la interna; pero el primero entrañaba una contradicción difícilmente presentable, y el segundo implicaba una limitación para nada desdeñable: - El Presidente Obama recibió el rutilante nobel de la paz -como un trofeo que con seguridad le quemaba las manos-, apenas

unos días antes de que autorizara el envío de 30.000 soldados más a Afganistán, con el fin de consolidar una ocupación militar que no termina por infligir golpes definitivos a El Talibán. - A su turno, la anhelada aprobación de la reforma del sistema de salud, siendo plenamente coherente con su promesa de cobijar a los desprotegidos, no dejaba de exhibir severos recortes tanto en cobertura como en su contenido con respecto al proyecto inicial; más ambicioso, más comprehensivo, que lo finalmente aceptado por los congresistas.

Contradicciones y ambivalencias En las contradicciones internas de cada política, en la limitación práctica de sus alcances; brevemente, en una suerte de bache insuperable entre lo que se dice y lo que se hace; en esa tensión insoluble entre la promesa política y su realidad material, parece residir el signo que enmarcó la gestión del presidente Obama durante su primer año. Así lo han constatado la mayor parte de los observadores y analistas más autorizados del mundo académico y del establecimiento mediático. Para The Economist, por ejemplo, se trató de un año paradójico y ambivalente donde las formulaciones ideológicas y las directrices políticas se mezclaban, sin mucho concierto, aunque también sin mucha interferencia mutua. Así ocurrió desde el primer momento. Al posesionarse el nuevo Presidente trazó con nitidez su línea de ruptura con el gobierno Bush pues rechazó “como falso el dilema entre nuestra seguridad y nuestros ideales”. Sin

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La pretensión de un cambio sin confrontación con los poderes establecidos, sólo admite como salida, ese camino de en medio que se abre con el pragmatismo, muy enraizado en la cultura social y religiosa de los Estados Unidos, en los procesos de decisión característicos del aparato político, y en una dimensión de la personalidad del propio Presidente Obama. Se trata de perseguir lo que sea útil; y dentro de lo útil, de alcanzar lo que sea apenas posible, dadas unas condiciones reales. Que es la vía por la que cautelosamente ha optado el Presidente en todas sus decisiones, tanto en política interna como en los asuntos exteriores. Con cálculo y con tino pero sin ninguna audacia, hay que reconocerlo. De ese modo ha procedido tanto en Afganistán e Irak, aunque en direcciones muy distintas, como en el caso de la prisión de Guantánamo; tanto en la reforma al sistema de salud como en el salvamento de las empresas en quiebra. El problema del pragmatismo en medio de coyunturas críticas es que consigue reproducir las condiciones existentes pero no logra el cambio. Salva al gobierno pero no a los sueños. Estos últimos regresan al mundo pedregoso del presente, donde son resecados arenosamente por las tácitas o explícitas transacciones entre los poderes existentes, en vez de representar vivamente la superación de éstos.

Kant, la contingencia histórica y los logros de Obama Kant, que era tan dado al reconocimiento de los universales, admitió sin embargo la existencia de la otra cara del mismo ser social, de la misma historia; es decir, la de la contingencia o el de la indeterminación histórica. En su célebre ensayo sobre la

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Ilustración (es decir sobre la modernidad) Kant admitió esa cara de la historia que transcurre como choques de fuerzas o encuentros de poderes que abren toda suerte de posibilidades: las del cambio, las de la regresión, o las de simple reproducción de lo existente. La contingencia histórica, la de los poderes reales, obliga a que la ilusión Obama transite, apoyada en la ortopedia política de su pragmatismo, por entre una maquinaria sin cambios, de la cual sorprendentemente se espera que salga un cambio histórico. En ese tránsito desapacible por la maquinaria inmodificada del sistema, el proyecto de Obama consiguió, con todo, en el primer año de su Administración, empujar la economía para que revirtiera su caída (apenas muy poco); y también ampliar el sistema de salud con una reforma que ninguna Administración conquistó, ni de lejos, en los últimos 35 años. Avanzó, por otra parte, en la reformulación doctrinaria de una política internacional, reorientando las coordenadas del orden mundial y de la conducta exterior de Estados Unidos. De lo cual se desprenden sus acercamientos útiles con tres poderes de nivel estratégico, como son Europa, China y Rusia. Pero deja aún sin ninguna hoja de ruta clara su intervención inevitable en tres conflictos claves, a saber: el de Afganistán; el de Israel y Palestina, origen de la desazón islámica; y el de Irán y sus ambiciones nucleares. La operación de salvamento económico, lo mismo que la ampliación del sistema público de salud, aún con sus limitaciones, fueron dos hechos que consiguieron reposicionar al Estado como referente ineludible en los propósitos de equilibrio social.


De otra parte, el discurso de Praga sobre un mundo sin armas nucleares; el de El Cairo, sobre un diálogo comprensivo con la cultura islámica; y el de Beijing, sobre la necesidad de la asociación económica con potencias emergentes, de distinto signo ideológico; son todos gestos con los que se han levantado referentes -entre ideológicos y pragmáticosen la concepción de un orden internacional, orientado en función de la diplomacia y de la negociación; no en función del miedo, de la violación de los derechos civiles o de la guerra.

Limitaciones en los logros Sin embargo, ninguno de estos avances ha terminado por impulsar progresos efectivos en la terminación de las guerras y de las ocupaciones militares en las que ha estado comprometida la superpotencia norteamericana. Tampoco ha logrado consolidar su posición de liderazgo en la solución pacífica del conflicto entre Israel y Palestina, o en el arreglo con Irán; o en el juzgamiento y detención conforme a una ley (sea nacional o internacional) para los prisioneros en Guantánamo. Se trata de unos avances que tampoco impidieron que el gobierno enviara más tropas a Afganistán, en una guerra que no sólo tiene todas las trazas de extenderse con una desestabilización de Pakistán, sino que no da muestras de una solución militar en el mediano plazo, como con optimismo lo prevén el Pentágono y la propia administración federal en Washington. La formulación de nuevos y alentadores planteamientos, de inequívocos acentos liberales (progresistas); y su discordancia con los alcances prácticos que ellos consiguen; incluso, con decisiones que contradicen el sentido que los alienta, son cosas que ofrecen el efecto de caída desde el lúcido replanteamiento doctrinario hasta el

cumplimiento fallido de la promesa. Es un efecto que llevó a los editores de Newsweek a presentar el titular de carátula más sintéticamente sugestivo en su calificación del primer año de Obama: “Yes He Can (But He Sure Hasn´t Yet “)- Él sí puede (pero sin duda no lo ha hecho todavía). Para poder hacerlo, tendría que empezar desde ya a reconducir las esperanzas despertadas por su proyecto hacia el terreno de la audacia política. Es lo que sostiene Zbigniew Brzezinski, alto gurú dentro de las filas del Partido Demócrata, en materia de política internacional. En un ensayo publicado en la influyente Foreign Affairs, sostiene que lo que tiene por delante el Presidente Obama es el reto de la Audacia, a fin de trascender el discurso esperanzador en hechos de cambio histórico.

¿Esperanza sin audacia? El problema es que, por lo visto en el primer año, lo que entraña la propuesta política de Obama es el aliento de la esperanza, pero quizá, sin la fuerza de la audacia. Lo cual es, en cualquier parte, una contradicción insostenible. Que puede terminar en resultados poco estimulantes, como lo enseñan todas las experiencias de frustración colectiva. Después del primer año de cautelosa experimentación, el gobierno de Obama está obligado a recuperar la energía de la ciudadanía nueva, que ha cifrado en él sus esperanzas. Y lo debe hacer con movimientos audaces, traducidos en reformas internas como la de la educación y como la depuración del sistema financiero; al igual que en la materialización efectiva de su reformulación doctrinaria sobre el orden internacional, de modo que la fuerza de gran potencia sea puesta al servicio de una diplomacia dinámica y creativa -no al contrario.

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EGIPTO: LA CAÍDA DE MUBARAK Y LOS RETOS DE LA TRANSICIÓN Febrero de 2011

Una plaza viva. La masa victoriosa La masa ha conseguido su propósito directo: ha forzado la caída del gobernante para darle paso a un cambio de régimen. Ha caído Mubarak a pesar de mantenerse abroquelado por diversos y muy seguros puntos de amarre: el ejército principalmente, y un partido dominante, y sus aliados cercanos, y las redes clientelistas con la sociedad, y las transacciones con los centros del poder económico, y la alianza estrecha y dependiente con Estados Unidos. Estos abroquelamientos, tan variados y tan firmes, han saltado sin embargo bajo la presión de dieciocho días de movilización popular. La masa - el pueblo -egipcio ha dado muestras de una inusitada energía democrática, y ha insuflado un aliento de alcances cuasi-históricos, porque expulsó a un gobernante que se había perpetuado en el poder y además puso en crisis al régimen político, lo que obliga a pensar en un cambio en las formas habituales del poder dentro de cierta organización simbólica y cultural de la sociedad. Tan habituales eran aquellas que a los ojos de muchos parecían estar provistas de una sustancia natural y no meramente histórica. Como si dentro del marco del Islam solo cupieran los regímenes autoritarios.

El cambio como negación y sustitución Aliento histórico en política significa nada más ni nada menos que la posibilidad del cambio. Y el cambio, como posibilidad, es lo que ha quedado abierto, después de la caída del señor Presidente, como consecuencia de la movilización democrática de una masa, que con su victoria ha consumado su configuración como contra-poder, así fuera apenas por un instante. La caída del gobernante, bajo el impulso deliberado de la masa, entraña un cambio que es negación pero también promesa de sustitución. Por un lado, es la simple negación del régimen establecido. Por el otro, es la perspectiva de su reemplazo. Entre la negación y la sustitución, siempre habrá campo para la transición. Que es el paso –pequeño o grande, largo o breve- de tránsito hacia la organización de un poder nuevo. Y que es, al parecer, el reto que enfrenta la nación egipcia después de que la masa ciudadana echara por tierra al gobierno del hombre fuerte.

La transición y sus dimensiones Toda transición política envuelve, al menos, tres dimensiones:

La primera es su sentido teleológico es decir, la dimensión de sus fines, la del régimen hacia el que se quiere llegar (democrático o autoritario, por ejemplo). La segunda corresponde a su sentido procedimental. Aquí se definen las reglas para gobernar y los arreglos para

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conducir los procesos, además de los apoyos institucionales. Se define, en consecuencia, si hay lugar a consensos o si la transición va estar marcada por disensos y conflictos. Si hay control en la marcha de los acontecimientos, o si en la marcha se puede ir más allá de los límites preconcebidos, como cuando se juzga inmediatamente a los responsables de los abusos sin que importen las consecuencias inmediatas. La tercera dimensión corresponde al sentido estructural o al de las relaciones de fuerza entre los actores que hacen parte del proceso de transición. La del juego entre personalidades y actores visibles, como también la que se da, de un modo soterrado, entre fuerzas sociales cuyos desplazamientos son más lentos y pesados. Finalidad, procedimientos y estructuras, son las tres categorías que definen la suerte de una transición política.

Las fuerzas en el nuevo escenario En el campo de los fines –el de la dimensión teleológica- los propósitos colectivos, los de la multitud actuante y los de las fuerzas políticas, han ido de manera explícita en la dirección de una apertura política. Los fines de la resistencia de masas no han dejado lugar a la duda. La salida de Mubarak, cabeza visible de un régimen autoritario; así mismo, la exigencia de unas elecciones libres y de espacios abiertos para la oposición; además de la eliminación del Estado de emergencia; son todos ellos objetivos

nacidos en el horizonte de un régimen mucho más democrático que el que acaba de quedar huérfano de su principal cabeza. Se trata de algo que comunica al proceso un aire de refresco, un espíritu de revolución. Por su parte, la dimensión procedimental –la de las reglas, la de los consensos y los juegos institucionales- pareciera imponer por el contrario un freno al impulso revolucionario. El pivote sobre el que se organizará el proceso va a estar constituido por el ejército; al menos, en su fase inicial; aunque después podría entregarle el papel central al Congreso convertido en Poder Constituyente, sin que por ello las Fuerzas Armadas se resignen a perder su capacidad de influencia. Arbitro indiscutible en el desenlace de la crisis, la cual se expresó en la movilización callejera y desembocó finalmente en la caída del Presidente, el Ejército podría apaciguar por otro lado la protesta popular, neutralizando de esa manera la fuerza de democratización efectiva que va implícita en la movilización popular que lucha contra el autoritarismo. Es algo que si bien conjura los riesgos del vacío político, no deja de encerrar una intervención conservadora, lo que más tarde puede traer efectos de regresión abierta en un eventual proyecto de modernización social. Por último, en la tercera dimensión, -la de carácter estructural- la correlación de fuerzas termina definiendo el curso y el alcance de los cambios. En el escenario político que surge después de Mubarak hacen presencia actores concretos, dotados de una fuerza particular frente a los otros, y de una legitimidad surgida de los acontecimientos revolucionarios; destinados ambos –tanto la fuerza como la legitimidad- a ser valorizados frente a los

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otros protagonistas en la confrontación por el poder. De quién valorice más su fuerza y su legitimidad dependerá el sello y la extensión de los cambios en el régimen futuro.

Masa, ejército y fuerzas políticas La multitud alcanzó casi a configurarse como un actor con legitimidad y con capacidad de presión, en la medida en que se constituyó como contra-poder, eso sí fugaz pero eficiente, al permanecer en la calle sin desmayo, mientras no renunciara el jefe máximo del régimen. Así mismo, está el ejército, supremo árbitro de la transición inicial. De otra parte, aparece el Partido Democrático Nacional de Mubarak y sus aliados, incluidos algunos sectores de izquierda. También están las fuerzas políticas que por momentos acompañaron, o lideraron a veces, la movilización popular; y que se coaligaron bajo el propósito común de derrocar al gobierno. Es una coalición de movimientos y partidos, sin mucha potencia orgánica, salvo la que exhiban los “Hermanos Musulmanes”; pero que ahora emerge toda ella –la coalición- revestida de una enorme legitimidad histórica. Como quiera que la caída de Mubarak no significó de inmediato el establecimiento de un gobierno de unidad nacional cuyo eje estuviera constituido por la coalición democrática, la primera prueba que debe enfrentar dicha coalición, será la de conseguir con su fuerza y legitimidad la convocatoria de una Asamblea Constitucional, escenario en el que deben echarse los cimientos para un régimen nuevo.

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Los dilemas de una Asamblea Constituyente En tales circunstancias el centro del juego político se desplazará hacia ese nuevo escenario; de modo que su posible existencia obligará a nuevas reglas de procedimiento. ¿Va a tener un origen totalmente popular? ¿Implicará la legalización de la Hermandad Musulmana? ¿El ejército se allanará a reglas abiertamente democráticas para la conformación de dicha Asamblea? En la amplitud democrática de ese eventual cuerpo constituyente va a medirse la potencia simbólica y material de la coalición democrática conformada por diversos grupos y partidos; unidos como han estado, aunque no muy sólidamente, en la protesta contra el régimen. En la conformación de esa, por ahora hipotética, Asamblea Constituyente ó del congreso convertido en constituyente; en su composición democrática, a la vez plural y potencialmente constructora de consensos, radicará sin duda la segunda prueba de fuego para la coalición democrática. Coalición ésta que como nueva protagonista de los acontecimientos estará obligada a conseguir allí una presencia mayoritaria. En esas promisorios posibilidades radicaría también el efecto real de un régimen nuevo de democracia; congruente eso sí con una competencia abierta y organizada por el poder; que sustituya el autoritarismo; y que sea capaz de componer con el tiempo un espacio del poder político, lo suficientemente autónomo frente a la riqueza privada y frente al poder religioso, para construir relaciones de igualdad ciudadana, separadas de las desigualdades que impone la reverencia religiosa y la imposición económica.


EGIPTO, O LAS POSIBILIDADES DEMOCRÁTICAS DEL ISLAM Febrero de 2011

Plaza, calle y masa Tahrir ha sido –lo es– un mar de gentes. Que se concentran cada día. Que van y vienen, como en oleadas, al anochecer y en las mañanas. Que marchan por esas alamedas que confluyen como una estrella irregular en aquella plaza mayor. En la plaza de La Liberación. Son trabajadores y profesionales; son amas de casa, algunas con sus críos. Hay allí intelectuales y activistas. Gentes del común. Reunidos todos ellos, forman una masa de composición variada, compacta a la vez; fluida y, sin embargo, persistente. Es la multitud actuante. Que, en su variedad, se confunde en los mismos cantos, en las arengas vehementes, en iguales consignas; todas ellas eco de un propósito común, de un objetivo inobjetable: la expulsión del gobierno, la eliminación del régimen.

La masa como sujeto En pocos días, la masa se ha tallado su propia estatura de sujeto político. Así se ha apropiado de un lugar para actuar: la calle y la plaza pública. Ha conseguido un

medio para intervenir: la protesta pacífica, el grito de inconformidad –expresión oral que acompaña la marcha–; sin los desvaríos del crimen político, de la violencia o del terrorismo integrista. Además se ha asegurado su propio horizonte de propósitos, legítimo y nítido: el del cambio político. Y por si esto fuera poco lo ha hecho sin contaminaciones religiosas, sin derivas confesionales; al menos no tan relevantes como cabría esperar dentro de la oposición popular en tierras de Mahoma. Pura protesta política es lo que ha habido, sin casi nada de alzamiento religioso. Como si de golpe la masa misma convirtiera la movilización en un medio de apertura y de secularización; algo que en uno y otro caso es signo de democratización. Y no porque haya abandonado su devoción religiosa –lejos de ello–, sino porque hasta ahora ha sabido separar sutilmente la acción pública de sus creencias míticas, en lo que tiene que ver con el factor predominante de movilización social. La plaza y la calle tomadas por la masa. El grito que se corea. Estos hechos no solo retan al gobernante específico –a Mubarack–. Desafían además al tipo de régimen en el que él se apoya, de suerte que el modelo de construcción política sale seriamente cuestionado del transe.

La política en el mundo islámico En el mundo musulmán –tanto el árabe como el persa, tanto el del Maghreb como el del Medio Oriente– el poder político reúne tres grandes características: (1) Un excesivo control del poder coercitivo, (2) Una gran debilidad y estrechez de lo que se conoce como el espacio de lo político, y (3) Una fragmentación considerable del mundo

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social, homogeneizado sin embargo por una intensa identidad de carácter religioso. La fragmentación social es la herencia ancestral de los clanes y de las tribus. Sobre ella se impone una identidad religiosa bajo el impulso interiorizado y cósmico de un monoteísmo de naturaleza misional y profetizante. En el campo de la política, por otra parte, la fuerza y el mando dependen, o bien de organizaciones familiares o bien de organizaciones paraestatales (el ejército o el partido). Mientras tanto el resto del espacio político –el de las representaciones, el del debate y la deliberación, el de los partidos y la competencia electoral– es drásticamente reducido e incluso anulado; mientras en otros, en donde se permite el margen para su existencia, no deja de estar mezclado con la religión o con las influencias del poder de la riqueza.

Dos tipos de gobiernos De hecho, existe el poder de la fuerza, manejado por una familia dinástica, por un ejército o por un partido; pero estas instituciones –la familia, el ejército o el partido– terminan por convivir con un precario espacio de lo político, dominado o penetrado por la religión y por la riqueza. Con todo, el proceso de la descolonización que arrancó a estos pueblos del dominio de las metrópolis europeas, trajo, además de la autonomía nacional, la tentativa de modernización. La cual ha transitado, con diversa suerte, dentro de formatos diferenciados en cuanto al régimen de gobierno se refiere.

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En unos casos ha tenido lugar bajo la preservación de monarquías dinásticas y conservadoras, a la manera de una Arabia Saudita, de los Emiratos o de Marruecos. En otros casos, el derrocamiento de dichas monarquías feudales dio paso a un nacionalismo traducido en el gobierno de hombres fuertes; gobierno que se apoyaba, institucionalmente hablando, en las Fuerzas Armadas, partícipes de la liberación nacional, o en un partido formado al calor de esta última. A la sombra de estas instituciones se produjo el ascenso de nuevas élites, fueran de carácter militar o profesional.

Gobiernos de hombres fuertes Gobierno de hombre fuerte fue el baazismo de Irak bajo Hussein y sigue siendo el de al-Assad en Siria. En Túnez, bajo el liderazgo de Burguiba se diseñó un régimen de nacionalismo moderado y de construcción relativamente autónoma del Estado, aunque forjado a la medida para perpetuar en el poder al padre fundador o principal gestor de la independencia. Lo cual sin embargo no impidió que Burguiba fuera derrocado para dejar el lugar a un nuevo “líder” –Ben Alí– también obsesionado en mantenerse él y su familia en el poder; sólo que este año las masas inconformes lo han puesto de patitas en la calle.


Bajo esta misma modalidad, aunque con una inspiración más revolucionaria, Argelia representó el proyecto de un Estado fuerte frente a los poderes privados, apoyado en las nacionalizaciones y en la intención del cambio social. Fue un proyecto de resonancias más radicales, donde tampoco se evitó la tentación de eternizarse en el poder, como no se evitó el agotamiento del impulso reformista que produjo la decepción popular y el aflorar de corrientes fundamentalistas.

Autoritarismo y patrimonialismo Bajo uno u otro formato –el de las monarquías conservadoras (muy apoyadas en el control de la identidad religiosa) y el de los gobiernos civiles (nacionalismo de hombres fuertes apoyados por el ejército o el partido) – reaparecen una y otra vez dos prácticas tocantes a las formas de Estado, más profundas y más permanentes que las cambiantes formas de gobierno. Al decir de un estudioso del tema, Bertrand Badie, estas dos prácticas son el autoritarismo y el patrimonialismo [1]: El primero es el ejercicio de la fuerza sin el control de la ley, o la ley manipulada que se acomoda a la razón de la fuerza. El segundo es el control del poder político por los poderes sociales esto es, la riqueza, o la Iglesia, o las familias. En los análisis de Badie, aún bajo las formas de gobierno más nacionalistas, más civiles y (neo)progresistas, se encuentran el autoritarismo y el patrimonialismo. El gobernante monopoliza, con el ejército

y el partido, el control del poder político; mientras la construcción precaria del universo de la representación y del Estado en tanto comunidad ampliada de ciudadanos queda expuesta a las transacciones más o menos implícitas entre el centro del poder político y los poderes religiosos, familiares o patrimoniales, derivados de la propiedad sobre la tierra.

Egipto entre el progresismo autoritario y el autoritarismo pragmático Egipto pertenece a la segunda modalidad, la de los regímenes civiles y hasta cierto punto nacionalistas, levantado sobre instituciones un tanto impersonales como el ejército y el partido. Lo ha sido desde cuando Nasser y sus “oficiales libres” derrocaron en 1952 a la monarquía del rey Faruk, para afirmar la independencia frente a los ingleses. El coronel Gamal Abdel Nasser maridaba el nacionalismo frente a los designios de las metrópolis imperiales con la hermandad árabe por encima de las fronteras nacionales. Combinaba el agrarismo reformista con el espíritu de progreso técnico que luego haría evidente por ejemplo al construir la represa de Aswan. Con todo eso no abandonó el caudillismo alimentado por el sentimiento antimonárquico de sus colegas del Ejército y el nacionalismo que se puso de presente con la toma del Canal de Suez contra ingleses y franceses en 1956. Sin embargo la aureola de caudillo carismático, pan-árabe y progresista que ostentaba el líder egipcio recibió en 1967 un mazazo del que no pudo recuperarse, de manos de Moshe Dayan, el jefe militar de los israelíes, quien en pocos días destruyó la aviación de los egipcios, ocupó el Sinaí y humilló a Nasser de modo irreparable.

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EN LA LIBIA DE GADAFI: LA SUFRIDA INSURGENCIA DE LA SOCIEDAD CIVIL Marzo de 2011

El gran gesto Los periodistas hacían su trabajo. Esperaban. Intercambiaban miradas. Había desplazamiento de cámaras y centellear de las luces, en el barullo habitual de una sala de prensa. Entonces, el hombre fuerte de Libia irrumpió para gritar que conseguiría el control de lo que ni siquiera había perdido del todo; que derrotaría a los insubordinados; según él una rara mezcla entre terroristas al servicio de Al Qaeda y simplemente drogadictos. “¡Libia soy yo!” tronó -rotundo, jactanciosoel eterno coronel Muamar el Gadafi. Quería ser el hombre del destino, quería sonar como la encarnación de la identidad nacional y como su única garantía posible. Como si con este gesto pudiera conjurar cualquier riesgo de disolución, en un país donde las fuerzas opositoras se habían hecho con el control de varias de las ciudades más importantes pero donde la contraofensiva del régimen avanzaba hacia la recuperación de algunas de ellas mediante bombardeos sin tregua. Ya las cosas se habían dispuesto de la mejor manera. Había ofrecido una jugosa recompensa por la cabeza de Moustafa Abdel Jalil, el ex - ministro de justicia, ahora jefe visible de la oposición levantisca. También había puesto en marcha una ofensiva en regla contra las posiciones en donde dicha oposición se había hecho fuerte. ¡Nada de disgregaciones ni de subversiones! Por algo, él mismo encarnaba a la propia Libia.

Entre la tragedia y la comedia Ni el ajetreo de los cables y las cámaras, ni el murmullo de los hombres de la prensa, podía disimular el deje trágico-cómico de semejante sentencia. -Trágico, porque esa frase estaba respaldada por la represión sangrienta contra las protestas populares, después de que Saif El Islam, uno de los hijos ahora tan sonados del gobernante, hubiese amenazado con que correrían ríos de sangre si la movilización popular continuaba. -Y cómico, porque no dejaba de ser la repetición de las extravagancias de Gadafi, porque a eso se redujeron sus desplantes una vez que con el paso de los años y más años, se desvaneció el sentimiento nacional contra la monarquía interna y contra la dominación colonial que el gobierno recogió inicialmente. Un proyecto de liberación nacional y social que se fue convirtiendo en el intento penoso de perpetuación personal y familiar del “padre de la patria” en el poder. Los contornos de tragedia y de comedia expuestos por la representación que hace el líder -con su empuje optimista frente a los opositores y su acento patético frente a la historia -revelan, con todo, la naturaleza del régimen y las dificultades de la rebelión.

El régimen Con Gadafi, en el poder desde 1969, el sistema de gobierno se apoya en un régimen donde la sociedad es controlada por el Estado, pero el Estado es monopolizado por el líder y por el círculo de sus allegados.

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En la sociedad, sin embargo, compiten (o mejor coexisten) las estructuras tribales y los vínculos semipúblicos con el Estado. Si la monarquía pre-moderna y religiosa, la del rey Idris, no era más que el nudo débil que representaba y unía la confederación de tribus, la revolución verde del hermanocoronel va a superponer de otro modo los vínculos públicos que tienen las personas con el Estado y los vínculos primarios dentro de cada tribu. Una intensa centralización del poder político se impone como el nuevo marco para la convivencia entre esos dos campos de vínculos sociales: el de los lazos públicos y el de los tribales. Mientras la centralización del poder estuvo acompañada por la construcción de un aparato militar único y por un discurso unificador, la estabilidad y la articulación entre los diversos vínculos sociales era garantizada por las alianzas inter-tribales -gestadas todas ellas alrededor del gobierno y de la distribución de la renta petrolera. El producto fue un régimen capaz de construir una esfera pública de corte modernizante, pero también acaparado por el gobernante y el círculo que lo rodea en términos personales y familiares, casi de clan. Un régimen autoritario y caudillista que sin embargo logra administrar las alianzas entre las tribus de mayor presencia económica y social.

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Es decir, un régimen que se levantó sobre la base de unificar las lealtades tribales y las lealtades “públicas”, referidas sin embargo las segundas a un gobierno de carácter personalista. El papel de Gadafi -el hermano coronel- era justamente el de simbolizar de un modo unificado a las tribus y al Estado. Al clan y al ejército. A la familia y al espacio de lo público.

De ahí que aún hoy, entre envalentonado por el pasado y desesperado por el futuro, se aferre a la idea de que él mismo es Libia. La Libia ancestral de la tribu y la moderna del aparato estatal; las dos Libias que Gadafi pretendió unificar en la Yamahiriya o la “República de las Asambleas de Masas”. Al fin y al cabo, él se nutre sin falta con la leche de camella y duerme austeramente en su jaima, la tienda beduina del desierto. No ha dejado de ser un simple “coronel”, y al mismo tiempo ha formulado su propia doctrina (nada religiosa) resumida en su Libro Verde, émulo irrisorio del otrora “bíblico” libro Rojo de Mao.

La crisis Sin embargo, esa es la Libia que entró en crisis. Digamos que la hegemonía del régimen amenaza con hacerse insostenible. Por las grietas de esta crisis afloró la movilización popular, manifestación de una sociedad civil que bullía a la espera de un momento propicio para hacerse a un lugar en la escena pública. Es como si de pronto se hubiesen aflojado las amarraduras que unían el mundo de las identidades tribales con el mundo de los vínculos públicos, esos mismos que unen a los “ciudadanos” con un Estado, cuyo sello superior lo remataba el caudillo autoritario y el círculo familiar y militar que lo rodeaba. Como en Túnez, bastó un episodio aparentemente aislado, para que de súbito sobreviniese un proceso de inconformidad colectiva, seguramente represado bajo las condiciones normales del régimen político. Si en Túnez fue la inmolación del joven Bouazizi, un vendedor callejero ultrajado, en Libia fue quizá la detención de un abogado defensor de víctimas y de prisioneros sometidos a vejación por parte de las fuerzas policiales.


Las protestas callejeras no se hicieron esperar, animadas sin duda por los acontecimientos de Egipto y de Túnez, y expresaron la emergencia de una sociedad civil que, sometida tradicionalmente al caudillismo autoritario o a los códigos omnipresentes de la tribu, no atinaba a encontrar los aires propicios para respirar por su propia cuenta.

La sociedad civil La revuelta de los ciudadanos en Libia, como también en los otros países del mundo árabe, expresa, bajo la forma de una eclosión social, la emergencia de la sociedad civil. Una sociedad civil que, entendida como el universo de relaciones interindividuales que se valida por sus propias necesidades e intereses, se asfixia y no encuentra ya satisfacción en los marcos que proporcionan la identidad tribal o la lealtad irrestricta hacia el hombre fuerte. La participación en las protestas, de jóvenes, de profesionales, de clases medias y bajas en las ciudades, que reclaman la caída del gobernante y la obtención de mejores condiciones laborales y económicas, parecería confirmar la hipótesis de una sociedad civil en busca de mayores espacios de existencia material y simbólica. El régimen de Gadafi, en ruptura con las estructuras coloniales y monárquicas, representó una empresa de modernización y de elevación en el nivel de vida del pueblo, así fuera bajo el formato de un régimen autoritario. El aumento en la producción y en las ventas del petróleo aceleró el crecimiento económico y mejoró el ingreso per cápita, así fuera - otra vez- bajo el formato de un control rentístico por parte de la familia en el poder, lo cual dio paso a prácticas cleptocráticas y a un patrimonialismo de Estado que prospera

a la sombra de un modernismo nacionalista, capturado por el caudillo que actúa como propietario del aparato estatal. Bajo tales circunstancias, los últimos lustros han visto surgir las capas medias urbanas y de jóvenes profesionales o semiprofesionales, que ahora se ven acosados por la insatisfacción del desempleo y de la carestía. Las ofertas habituales del régimen ya no son suficientes para satisfacer estas demandas; y mucho más insuficiente es el discurso político, que ha sido desgastado por los años y deslegitimado por el espectáculo de corrupción y derroche en el entorno del coronel-salvador. La protesta no podía limitarse en consecuencia al mero reclamo de mejores condiciones materiales de existencia. Tenía que verterse rápidamente en un reclamo fundamental, el del cambio en el sistema de gobierno, el de la eliminación del régimen, con lo cual el proceso de una sociedad civil que pugna por existir autónomamente, se convirtió de pronto en una insurgencia política; incluso, en un levantamiento armado. Es, si se quiere, la insubordinación traumática, difícil y armada, de una sociedad civil que sin invocar primariamente la identidad tribal o el fundamentalismo religioso, no encuentra más que en las posibilidades difusas de la democracia, el horizonte de una construcción ciudadana. Que pueda surgir por otra parte de un modo independiente con respecto a las adscripciones religiosas o tribales, aunque sea capaz de convivir con ellas. Este es el horizonte que ahora pretende cerrar Gadafi, por aferrarse al poder a toda costa. Al reprimir, con su contraofensiva militar, a la oposición, mal armada y peor

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EL MUNDO CONTRA GADAFI Marzo de 2011

Una nueva doctrina parece orientar las relaciones internacionales: el intervencionismo humanitario. Libia ha sido su primer gran laboratorio. Francia, Inglaterra y la OTAN se decidieron a intervenir no solo para proteger a la población civil, como decían las Naciones Unidas, sino finalmente para derrocar al Coronel. El experimento, según los hechos vinieron a comprobarlo posteriormente, fue exitoso. (La ejecución del Coronel Gadafi puso el sello final.) El problema vendrá después. ¡Responsibility to protect! He ahí la nueva doctrina de Naciones Unidas que autoriza a algunos de sus miembros para intervenir militarmente dentro del conflicto que sacude a Libia. Una doctrina con claros efectos sobre el comportamiento de los actores que intervienen con su fuerza y con sus intereses en las disputas internacionales.

Responsabilidad de proteger Responsabilidad de parte de la comunidad internacional, se entiende; de los Estados que la conforman; de los propios organismos internacionales, comenzando por la Organización de las Naciones Unidas (ONU). Protección en beneficio de la población civil, objeto de matanzas, de genocidios o de ultrajes por parte de cualquier agente, en un conflicto interno o de carácter internacional.

En otras palabras, frente a la realidad de ultrajes directos - o a la amenaza inminente de ultrajes directos- contra la población civil, no habría lugar para la indiferencia internacional. Por el contrario cabría la intervención de terceros, incluso de carácter militar, con tal de que fuese puesta al servicio de la población civil, blanco de la violencia o de los crímenes de lesa humanidad. La nueva doctrina es de clara estirpe jurídica y de inspiración moderna, como todo lo que guarde relación con la defensa de los derechos humanos. Lo que no excluye, por otra parte, que se cuelen los intereses de potencia, siempre presentes. Esta doctrina podría estar prefigurando un giro en las relaciones internacionales, sobre todo en relación con aquellos conflictos internos que no escapan del todo a las influencias externas Y el primer test de importancia para su aplicación comenzó a ser Libia, desde el mismo momento en que un avión de combate francés lanzó su primer misil contra un tanque de las fuerzas pertenecientes al régimen del coronel Gadafi.

La ambigüedad de fondo La “responsabilidad de proteger” viene a confirmar una orientación que nació hacia el final de la Guerra Fría, al mismo tiempo que intenta corregir los defectos manifiestos de esa orientación. La innovación consistió en justificar la intervención en un país, al mismo tiempo sin embargo que el derecho internacional y el sistema de Naciones Unidas han seguido manteniendo el principio de la no injerencia en los asuntos internos de cualquier país.

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El intervencionismo, si era por causas nobles, venía a superponerse a la condena existente del intervencionismo, si éste obedecía al interés o al cálculo por parte del otro Estado. Dicho de otro modo, el intervencionismo humanitario sería admisible, aunque el intervencionismo político que se mueve por la pura ambición del sometimiento, seguiría siendo condenable. Durante la Guerra Fría, cada una de las superpotencias defendía celosamente la independencia de sus satélites, aliados o países-clientes. Frente al intervencionismo de la otra superpotencia, desde luego; no frente al que ejercía ella misma. Cancelada la bipolaridad, se abrió el margen para alguna forma “aceptable” de intervención extranjera, con ocasión de los conflictos internos que brotaron precisamente al concluir la Guerra Fría y que trajeron consigo grandes desastres humanitarios. Sucedió en los Balcanes y en el África. En ese primer momento de tanteos, durante los años 90, la nueva política, ejecutada por la Organización del Tratado del Atlántico Norte (OTAN), directamente por Estados Unidos o por la ONU, terminó siendo más intervencionismo que humanitarismo. Ya fuera por errores de omisión o por una acción desviada, el caso es que las intervenciones no evitaron las matanzas de civiles ni ayudaron de veras a resolver esos conflictos.

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Libia: el gran laboratorio Hoy, por el contrario, se pretende (a) que la intervención no sea solo humanitaria sino incluso ofensiva, que incluya las acciones militares si es preciso; (b) que tenga el respaldo pleno de Naciones Unidas, y (c) que pueda ser ejecutada por cualquier Estado miembro de la comunidad internacional. Este enfoque se está poniendo a prueba en el conflicto que durante el último mes ha enfrentado al régimen de Gadafi con una sociedad civil originalmente en pie de protesta, que rápidamente se convirtió en oposición armada. La retoma de las ciudades controladas por los insurrectos y las virulentas amenazas de Gadafi contra sus opositores, han sido el argumento perfecto para la intervención de las potencias aliadas, que intentarán frenar la ofensiva del gobierno sobre Bengasi, el último y más importante bastión en manos de quienes se alzaron contra Trípoli. Francia, el Reino Unido y Estados Unidos promovieron esta intervención, que fue autorizada por el Consejo de Seguridad de Naciones Unidas y a la cual se han sumado otros Estados. La resolución del Consejo permite “las acciones necesarias” o sea que parece autorizar los embates desde aire, tierra y mar, a punta de misiles contra los tanques de guerra, las baterías antiaéreas, la aviación y los emplazamientos militares del gobierno libio.


La actitud de Washington La autorización no va, sin embargo, hasta la movilización de tropas dentro del territorio del país norafricano. Al menos, no es ese el propósito de Estados Unidos - dicho explícitamente por Obama - país que durante tres largas semanas se mostró particularmente reticente a la idea de otra intervención militar. Sus intereses estratégicos no corren ningún riesgo directo en Libia; aunque el petróleo está ahí, las empresas multinacionales no están en peligro por cuenta de Gadafi. Por lo demás, otra guerra en el ámbito musulmán, además de Irak y Afganistán, sin la menor certidumbre sobre cuándo vaya a terminar, no es una apuesta segura ni atractiva. Un poco a rastras de las obligaciones que parece imponerle su nuevo liderazgo moral, Estados Unidos terminó por meterse de lleno en el ataque contra Gadafi, con el objetivo de evitar que éste aplastara finalmente a Bengasi. Hilary Clinton ha insistido en que su país no quiere el liderazgo sino apoyar la iniciativa de otros miembros de la comunidad internacional que, como Francia y el Reino Unido, ya estaban decididos a frenar a Gadafi.

Dos escenarios en Libia La intervención militar de las potencias aliadas seguramente va a debilitar las fuerzas del coronel Gadafi y alcanzará quizás para frustrar su intento de aplastar a los opositores. Pero esto no equivale a resolver el conflicto, abierto ya como una herida irremediable entre la población de Libia.

Dos opciones entrarían en juego:

Una, que un sector significativo de las fuerzas leales al régimen, bajo la presión del ataque extranjero, dé la espalda al coronel y lo exponga a la derrota, bajo una capitulación más o menos negociada o por los efectos de una pura acción de aniquilamiento La otra, por el contrario, sería la de que el conflicto adoptara alguna forma de guerra civil incierta, si el coronel logra replantear su lucha como una suerte de resistencia nacional, pero ya sin una fuerza aérea sofisticada Bajo esta segunda opción asistiríamos a la verdadera prueba de fuego para el nuevo intervencionismo humanitario o, digamos, “democrático”. Si esta intervención se deja atrapar en la dinámica de una guerra civil, podría terminar en un puro intervencionismo de potencia, sin ninguna solución democrática del conflicto.

La salida deseable Existe otra posibilidad de solución, sin embargo. Más difícil, sin duda; más lejana, quizá improbable: que la intervención de la llamada comunidad internacional (léase: potencias más o menos interesadas estratégicamente en el conflicto) no se limite a un fuego de protección contra el régimen que reprime a su propia población civil, sino que comprometa sus esfuerzos en la construcción de un esquema más amplio de estabilidad, parecido a lo que ya al comienzo de los años 50, en plena Guerra Fría, Karl Deutch denominaba como una comunidad de seguridad. Para el país y para la región.

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