Teorías y tramas conflicto armado

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Luchas políticas por la memoria del conflicto armado interno colombiano: el caso de la Masacre de Trujillo Orlando Silva Briceño, Nathalia Martínez Mora La puta madre: el héroe contemporáneo y el sujeto aniquilado Héctor Orlando Pinilla Suárez

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Con el ánimo de incidir en el debate que desde distintas perspectivas académicas propone una comprensión a este conflicto degradado y persistente, el Instituto para la Pedagogía, la Paz y el Conflicto Urbano de la Universidad Distrital Francisco José de Caldas (Ipazud), con el apoyo del Centro de Investigaciones de la misma universidad, presenta en este libro el resultado de la primera etapa de un proyecto de investigación el cual tenía como objetivo recuperar el estado del arte de las distintas dimensiones del conflicto armado en Colombia. En cada uno de los textos presentados, los investigadores fueron más allá de un inventario bibliográfico, y avanzaron a un análisis que diera cuenta de los avances investigativos y las posibilidades de otras rutas para comprender cabalmente la conexión del conflicto armado y la marcha histórica reciente en la construcción de la sociedad, tanto nacional como regionalmente. Se presenta para la discusión académica, un esfuerzo investigativo, en el que se debe reconocer el interés y entusiasmo de la Universidad Distrital Francisco José de Caldas por participar de manera crítica y constructiva en los debates de un conflicto armado que requiere la proliferación de voces y propuestas que aporten a su comprensión y solución política, social y económica.

ISBN 978-958-8832-65-4

Ricardo García Duarte

El llano en armas. Vida, acción y muerte de Guadalupe Salcedo Orlando Villanueva Martínez

l estudio del conflicto armado en Colombia supone el esfuerzo por observar a los sujetos de la guerra, sus conductas y sus estrategias dentro de un juego de acción interdependiente, pero también el examen del contexto; es decir, de las circunstancias socioeconómicas y políticas que intervienen en las determinaciones de ese mismo conflicto; de su continuidad y robustecimiento. Por esa razón, es indispensable dar cuenta de esa relación integral entre las estructuras del conflicto y del contexto de mutaciones sociales, económicas y culturales; por cierto, incorporadas y “valorizadas” dentro del propio enfrentamiento.

Teorías y tramas del conflicto armado en Colombia

Otros títulos de esta colección:

Teorías y tramas del conflicto armado en Colombia Ricardo García Duarte Editor

Ricardo García Duarte Jaime Wilches Tinjacá Anascas del Rio Moncada Juan Carlos Amador Baquiro Carlos Jilmar Díaz Soler Vladimir Olaya Gualteros Johan Stephen Antolínez Franco Leopoldo Prieto Páez Freddy A. Guerrero Rodríguez José Jairo González Arias




TeorĂ­as y tramas del conflicto armado en Colombia



TeorĂ­as y tramas del conflicto armado en Colombia Ricardo GarcĂ­a Duarte Editor


© Universidad Distrital Francisco José de Caldas © Vicerrectoría de Investigación, Innovación, Creación, Extensión y Proyección Social © Ricardo García Duarte Primera edición, mayo de 2014 ISBN: 978-958-8832-65-4 Dirección Sección de Publicaciones Rubén Eliécer Carvajalino C. Coordinación editorial Miguel Fernando Niño Roa Corrección de estilo Rodrigo Díaz Lozada Diagramación Emilio Simmonds Editorial UD Universidad Distrital Francisco José de Caldas Carrera 19 No. 33 -39. Teléfono: 3239300 ext. 6203 Correo electrónico: publicaciones@udistrital.edu.co

Teorías y tramas del conflicto armado en Colombia / Ricardo García Duarte ... [et al.]. -- Bogotá: Universidad Distrital Francisco José de Caldas, 2014. 137 páginas ; 24 cm. -- (Ciudadanía y democracia) ISBN 978-958-8832-65-4 1. Conflicto armado - Colombia 2. Violencia - Colombia 3. Paz - Colombia I. García Duarte, Ricardo II. Serie. 303.6 cd 21 ed. A1438506 CEP-Banco de la República-Biblioteca Luis Ángel Arango

Todos los derechos reservados. Esta obra no puede ser reproducida sin el permiso previo escrito del Fondo de Publicaciones de la Universidad Distrital. Hecho en Colombia


Presentación

Contenido

El conflicto armado: una mirada integral; un estado del arte Parte I Régimen político y conflicto armado

Capítulo 1 Las teorías en conflicto y el conflicto en las teorías Ricardo García Duarte

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Capítulo 2 Narcotráfico y conflicto armado en Colombia: hacia la construcción de un estado del arte Anascas del Río Moncada 45

Parte II Sociedad civil y conflicto armado

Capítulo 1 Tránsitos y transiciones de los movimientos sociales en América Latina y El Caribe: una revisión necesaria Juan Carlos Amador Baquiro

Capítulo 2 Intelectuales y política: las comisiones de estudio sobre la Violencia en Colombia y la discusión de un campo para su investigación, 1960-2010 Carlos Jilmar Díaz Soler

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Capítulo 3 Medios de comunicación y conflicto armado en Colombia: un acercamiento a los estudios sobre el tema Vladimir Olaya Gualteros

Parte III Territorio y conflicto armado

Capítulo 1 Territorio y conflicto armado en Colombia. Una propuesta de estado del arte Johan Stephen Antolínez Franco Capítulo 2 Esbozo sobre el estado del arte en la relación entre conflicto armado y ciudad Leopoldo Prieto Páez

Capítulo 3 Internacionalización de los conflictos armados internos: una revisión Freddy A. Guerrero Rodríguez Capítulo 4 De la tierra al territorio en Colombia: reflexiones desde los estudios regionales del sur José Jairo González Arias

Parte IV Reflexión final Para seguir comprendiendo las teorías y tramas: educación e investigación en la construcción de paz Jaime Wilches Tinjacá Ricardo García Duarte

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Presentación El conflicto armado: una mirada integral; un estado del arte Entre las diversas violencias que han caracterizado a la Colombia contemporánea, hay una que ha atravesado como un hilo conductor toda la múltiple conflictividad social, de un modo tal que la ha hecho incorporar elementos recogidos de las otras violencias, al tiempo que las potencia. Es la violencia producto del conflicto que opone al Estado con las guerrillas; particularmente, con las FARC. Se trata de un conflicto armado interno lo suficientemente cargado de motivación ideológica como para hacer de él un enfrentamiento de carácter político. Al mismo tiempo, se ha constituido en un conflicto que se prolonga indefinidamente en el tiempo, dando muestras de una persistencia que lo asocia como un fenómeno paralelo a la marcha misma del sistema social, económico y político prevaleciente. Su durabilidad, a lo largo de casi cincuenta años, sin importar que el contexto internacional dejara de favorecerlo, ha puesto de presente el hecho de que fenoménicamente hablando constituye una prolongación no solo temporal, sino sobre todo social; es decir: es un proceso de prolongación en el tiempo por la razón ineludible de que es un proceso de incorporación de las tensiones y mutaciones que surgen en el curso mismo de la asignación de bienes, propia del sistema general de reproducción social. Es una incorporación de las mutaciones sociales que trae consigo el agregado de nuevos recursos e inéditas posiciones de fuerza surgidas de los reacomodamientos, entre los actores sociales ya existentes o por efecto de la conversión inacabada de agentes sociales en actores políticos.


Ricardo García Duarte

En resumidas cuentas, cuando se habla del conflicto armado interno, se está pensando en una especie de guerra, a la vez, política y social. Es política en la medida en que está apoyada en razones ideológicas de lucha por el poder. Y es social no solo en la medida en que un actor incorpora explícitamente reivindicaciones de ese orden, como el tema de las tierras, sino porque se alimenta de las mutaciones que experimenta una sociedad como la colombiana que no termina por encontrar un adecuado equilibrio basado en niveles aceptables de integración social. Por tratarse de actores políticos, el conflicto incorpora estrategias racionales que se despliegan en uno y otro sentido entre agentes que, sin embargo, están situados en la relación asimétrica, típica de una confrontación entre un Estado sin una crisis mayor en el seno de sus élites, y una guerrilla, que interviene como la fuerza que desempeña el papel de retador, rodeado de desventajas pero haciéndose a un horizonte en el que potencialmente puede crecer, si consigue provocar re-equilibrios que lo favorezcan. Tanto la guerrilla como el Estado son agentes conscientes que ponen en marcha estrategias, en el contexto de una correlación dada de fuerzas, a fin si no de aniquilar al otro, al menos sí de debilitarlo, en un grado suficiente como para impedirle cualquier triunfo definitivo. Por otra parte, se está ante un conflicto que obra como recolector de las tensiones sociales que brotan en el contexto que les ofrece la marcha del estado de cosas general, de modo que incorporando dichas tensiones termina por recoger los recursos que de ellas germinan. El efecto es doble: mientras diversas tensiones sociales como las que se originan de la desigualdad, la migración interna o el narcotráfico, repotencian a los actores del conflicto armado ideológico, este último tiene derivaciones en las que se multiplican otros agentes perturbadores que, de ese modo, ven abiertas las posibilidades para “valorizar” ellos mismos sus recursos diversos y su violencia. Es así como el conflicto entre las FARC y el Estado, que se alimentó inicialmente de las carencias de que eran víctimas sectores de la masa campesina en algunas zonas rurales, muy pronto se nutrió de la movilidad territorial y de las necesidades surgidas de la migración local y la ocupación de espacios físicos en la frontera agrícola interna. Un tiempo después consiguieron mayor realce perturbador, a raíz de la difusión de los cultivos ilícitos y de la economía del narcotráfico; a su turno origen de otros conflictos violentos como el que han protagonizado los narcos y luego los paramilitares; repotenciados por su lado dentro del nuevo conflicto surgido del negocio ilícito para enfrentarse por su cuenta contra la guerrilla.

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Presentación

En el nexo de articulación entre, por un lado, un juego de estrategias con miras a una destrucción mutua y, por el otro, una incorporación de conflictos objetivos nacidos de las mutaciones sociales, emerge una disputa general y desregulada por la apropiación de recursos, que como expresión de un crecimiento pleno de distorsiones sociales, provoca procesos múltiples y agudos de violencia. Precisamente como los que durante las últimas décadas han acompañado, por igual, al conflicto armado interno entre las FARC y el Estado y al propio desarrollo económico y social de Colombia. En esas condiciones, el estudio del conflicto armado en Colombia supone el esfuerzo por observar a los sujetos de la guerra; sus conductas y sus estrategias dentro de un juego de acción interdependiente; pero también el examen del contexto, digamos estructural; es decir, de las circunstancias socioeconómicas y políticas que intervienen en las determinaciones de ese mismo conflicto; de su continuidad y robustecimiento sobre todo. Por esa razón, es indispensable dar cuenta de esa relación integral entre las estructuras del conflicto y del contexto de mutaciones sociales, económicas y culturales; por cierto, incorporadas y “valorizadas” dentro del propio enfrentamiento. En razón a los planteamientos expuestos en esta introducción, y con el ánimo de incidir en el debate que desde distintas perspectivas académicas propone una comprensión a este conflicto degradado y persistente, el Instituto para la Pedagogía, la Paz y el Conflicto Urbano de la Universidad Distrital Francisco José de Caldas (Ipazud), con el apoyo del Centro de Investigaciones de la misma universidad, hoy Vicerrectoría de Investigación, Innovación, Creación, Extención y Proyección Social, formuló el proyecto de investigación: El conflicto armado interno, como posible expresión invertida del modelo de desarrollo y de la política en Colombia: Un estudio en los últimos 50 años, sobre los vínculos entre las violencias y campos como el modelo social, el régimen político, la construcción de memoria y los imaginarios prevalecientes. El resultado de investigación que se presenta en este libro hace parte de la primera etapa de este proyecto, el cual tenía como objetivo recuperar el estado del arte de las distintas dimensiones del conflicto armado en Colombia —teoría del conflicto, narcotráfico, movimientos sociales, papel de la academia, medios de comunicación, territorios rurales y urbanos, contexto internacional y dinámicas regionales—. En cada uno de los textos presentados, los investigadores fueron más allá de un inventario bibliográfico, y avanzaron a un análisis que diera cuenta de los avances investigativos y las posibilidades de otras rutas para comprender cabalmente la conexión del conflicto armado y la marcha histórica reciente en la construcción de la sociedad, tanto nacional como regionalmente.

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Ricardo García Duarte

De esta manera, se presenta para la discusión académica, un esfuerzo investigativo, en el que se debe reconocer el interés y entusiasmo de la Universidad Distrital por participar de manera crítica y constructiva en los debates de un conflicto armado que requiere la proliferación de voces y propuestas que aporten a su comprensión y solución política, social y económica.

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PARTE I RÉGIMEN POLÍTICO Y CONFLICTO ARMADO



Capítulo 1 Las teorías en conflicto y el conflicto en las teorías Ricardo García Duarte*

La estructura y el actor en la sociedad Del mismo modo como su presencia múltiple ha acompañado la evolución de las sociedades modernas, el conflicto ha sido objeto de reflexión por parte de las diferentes expresiones del pensamiento sociológico. Por supuesto, en distinto grado y de diversa manera: con amplitud en unas ocasiones; en otras, de modo pasajero; como pieza maestra de un modelo de análisis; o solo como un fenómeno episódico y perturbador. Desde el propio Hobbes —para no hacer referencia sino a los pensadores modernos—, el conflicto aparece ya como una sombra que amenaza a la sociedad. No por ello de carácter marginal; al contrario, es más bien omnipresente; incluso, es rasgo esencial que acompaña la estructura social. Por ello, lo político no es otra cosa que la forma de conjurar los peligros de una “sociedad” prepolítica condenada a una guerra interior permanente. Otros pensadores tienden a observar el conflicto como un elemento extraño a la moderna sociedad capitalista, que la perturba o la precede. Marx, por su lado, lo coloca de golpe en el corazón de su modelo, al atribuirle una funcionalidad histórico-universal que toma cuerpo en la lucha de clases.

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Politólogo y abogado. Exrector de la Universidad Distrital Francisco José Caldas. Director del Instituto para la Pedagogía, la Paz y el Conflicto Urbano (Ipazud).


Ricardo García Duarte

Pero aun en este último caso, el conflicto es apenas el eslabón de un esquema general de interpretación de la sociedad. Si se aceptara como válido, este modelo serviría para entender las líneas generales de la evolución social; no para el análisis del conflicto mismo ni para mostrar su desarrollo y sus leyes particulares. Por lo demás, un vacío de esta naturaleza llegó a constituir patrimonio común de las escuelas tradicionales del pensamiento sociopolítico. Ahora bien, el siglo XX, lejos de arrancar clausurando el periodo de conflictos y revoluciones que se abrió en el siglo anterior desde 1789, e incluso desde 1776, mostró por el contrario una enjundia nada desestimable en esta campo. Dicha conflictividad no se redujo a las guerras entre los Estados; no se limitó tampoco a las guerras de liberación nacional; ni siquiera se agotó en las revoluciones sociales. Se difundió y se instaló, además, en el seno de las sociedades consolidadas de Occidente. Por este motivo, se ganó un lugar como campo específico de análisis. Campo en el que se ha vertido el interés de los historiadores, politólogos y sociólogos, para no hablar ya del que ha despertado entre antropólogos y sicólogos. ¿Por qué las personas se rebelan? (Gurr, 1970). ¿Cómo y por qué se forman los grupos rebeldes? ¿Qué los conduce a la violencia? O, finalmente, ¿qué lleva a las sociedades a hundirse en conflictos que llegan a entrañar el derrumbamiento de sus sistemas políticos? Los estudios en busca de respuesta a estos interrogantes han desembocado en esquemas variados de interpretación, en los que es posible descubrir, según lo advierte el historiador Charles Tilly (1978, pp. 12-49), las huellas dejadas por cada uno de esos modelos de pensamiento fuerte, que son como los referentes fundacionales de la tradición sociológica. Referentes que el historiador norteamericano cifra en los nombres de Emile Durkheim, Max Weber, Karl Marx y John Stuart Mill. Cada proyecto teórico implicó el nacimiento de enfoques diferenciados, incluso antagónicos, en la interpretación de la sociedad. Tanto más diferenciados cuanto que entrañaban, en mayor o menor grado, una insoslayable carga doctrinaria. Sin embargo, miradas las cosas bajo la perspectiva del trabajo científico, los enfoques diferenciados presentan, según lo hace notar Bourdieu (1983, pp. 17-49), modos intercambiables en la apropiación del conocimiento, metodologías

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Las teorías en conflicto y el conflicto en las teorías

comparables o, si se quiere, un cierto modo común de producción intelectual. En otras palabras, se trata de enfoques opuestos en el campo analítico-interpretativo y doctrinario que, sin embargo, cuentan con una base epistemológica común. En todo caso, los diferentes enfoques específicos que abordan el conflicto se sitúan dentro de los campos de influencia abiertos por los referentes teóricos de carácter fundacional. Unos se han situado, de manera clara, bajo una perspectiva estructural-clasista; otros, por el contrario, lo han hecho bajo una perspectiva típicamente sociologista, al estilo Durkheim o Weber; los ha habido, por último, que se han colocado dentro de los parámetros que ofrece el análisis elitista, aunque a estos últimos Tilly no los destaca en forma autónoma. Otros autores, como Harry Eckstein (1980), clasifican de modo más simple los estudios modernos acerca del conflicto; a saber, los que ponen el acento en el contexto y en las estructuras sociales como determinantes en el comportamiento de los actores; y los que ponen el acento, por el contrario, en los intereses y los cálculos de cada actor. En esta misma dirección, dentro del presente texto se abordará el estudio sobre el conflicto, a partir de dos esquemas fuertes de interpretación que se confrontan: el que emplea como variante principal la aparición de cambios sociales, con los cuales vendrían los trastornos y las dificultades, ante el retraso de las instituciones para adaptarse. Este puede ser dominado paradigma del “cambio social”. Enfrente, cabe destacar el paradigma de los “intereses individuales” y de la “movilización de recursos”, dotado de la suficiente atracción conceptual como para incorporar otros enfoques cercanos. El interés de situar un paradigma frente a otro, lo mismo que de pasar revista a los distintos enfoques sociológicos que se ocupan del conflicto no es, en modo alguno, el de construir un modelo teórico. Es, más bien, el de ofrecer elementos para un marco conceptual, a partir del cual se puedan estudiar procesos complejos y múltiples de conflictividad como los que ha vivido Colombia. La línea de presentación escogida para las teorías pertinentes sobre el conflicto será la de ofrecer dos grupos de enfoques, contentivo cada uno de su núcleo explicativo. En un caso, la estructura social; en el otro, el interés y la estrategia del actor. Sin olvidar, con todo, las referencias a las cuatro matrices conceptuales mencionadas por Tilly.

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El diálogo y la confrontación entre enfoques opuestos, en tanto estrategia del trabajo intelectual, debiera conducir a una cierta línea de síntesis en el marco conceptual, que integrara elementos provenientes de diferentes horizontes de análisis, pero que se apoyará en un núcleo de explicación definido con capacidad articuladora; bien sea el del actor, o bien sea el de la estructura social. Siendo, finalmente, en nuestro caso más bien el primero el que sirva de punto de partida, pero de un modo en el que las estrategias y las racionalidades de los actores puedan articularse dentro del análisis con los cambios sociales, en el que por lo demás, al colocar el foco del examen en las conductas y en los intereses de los actores; sin embargo, se los puede inscribir dentro de unas estructuras en movimiento.

El paradigma del “cambio social” Cambio social y conflicto configuran aquí una pareja de determinante y determinado, la cual constituye un modelo de explicación en la aparición y en el desarrollo de fenómenos perturbadores.

El conflicto o las dificultades del crecimiento social Según este paradigma, los conflictos sociales y políticos tienen origen en las mutaciones sociales que generalmente acompañan al crecimiento económico. La expansión que tiene lugar en algunos dominios de la sociedad tropezaría con la lentitud que se presenta en otros, de donde surgirían disfuncionamientos, origen a su turno de levantamientos y de acciones de protesta. Estos se encaminarían, o bien a resistir contra los perjuicios que entrañan los disfuncionamientos para ciertas capas sociales; o, bien, a un reordenamiento social mediante la modificación de las subestructuras rezagadas. Desequilibrio y dinámica social constituyen, sin duda, las ideas claves, aunque no siempre explícitas, de esta explicación del conflicto. Este nacería de las rupturas en el equilibrio entre las distintas estructuras de la sociedad. Tal desequilibrio surgiría, por su lado, de los ritmos dispares con que cada una de aquellas participa dentro de la dinámica social. En unos casos puede ser un proceso de urbanización que no se encuentra disponible, por ejemplo, ni una red adecuada de servicios, ni tampoco mecanismos de integración social para los nuevos pobladores urbanos, o que no encuentra un aparato industrial lo suficientemente consolidado para captar la nueva mano de obra, lanzada así al desempleo o a la marginación social. En otros casos, pudiera tratarse de un crecimiento económico intenso que no 18


Las teorías en conflicto y el conflicto en las teorías

encuentra una organización social y política adecuada a su desarrollo y que, de paso, golpea a comunidades tradicionales, preparando el terreno para múltiples conflictos. Este último ejemplo nos conduce directamente a una de las formas particulares bajo las cuales suele presentarse el paradigma del “cambio social”: la contradicción entre “sociedad tradicional” y “modernización”. Los disfuncionamientos surgirían de los procesos de transición de comunidades de tipo tradicional a sociedades modernas capitalistas. Pensar la emergencia de conflictos en términos tanto de los trastornos causados por el cambio social como de los imperativos que este plantea, significa, sin duda, un progreso con respecto al punto de vista que se limita a explicar el origen de los conflictos en razón de la explotación económica y de la existencia de la miseria. Explicar las causas del conflicto social solo en términos de pobreza, constituye simplemente la versión arcaica e ingenua del paradigma del “cambio social”, pues apelando a un reduccionismo extremo, solo atina a observar la existencia de estructuras básicas de explotación, de las cuales emanarían directamente los fenómenos conflictuales. Hacer brotar de la simple existencia de unas estructuras sociales, la aparición y desarrollo de movimientos con efectos de perturbación. Representa un salto que obvia toda la riqueza de las mediaciones que articulan, al mismo tiempo que distancian, las estructuras básicas, las de última instancia, con el comportamiento específico de los actores en una coyuntura conflictual. Así mismo, identificar la existencia de la pobreza con levantamientos e insurrecciones representa una simplificación, cuyo riesgo evidente es el de no poder proporcionar una explicación suficiente a la existencia de sociedades pobres y atrasadas que, sin embargo, conocen pocos trastornos durante largos periodos, mientras que a otras menos pobres y atrasadas, les sucede exactamente lo contrario. Por su lado, el paradigma del “cambio social”, en vez de centrar su atención sobre unas estructuras más o menos estáticas, la dirige más hacia la dinámica de la sociedad y hacia sus efectos perturbadores. De hecho, ese paradigma no excluye necesariamente al otro modelo de explicación, y, antes bien, en cierto sentido, lo puede integrar. Así, una explicación de los conflictos surgidos en las sociedades pobres y subdesarrolladas se orientaría a entenderlos, en primera instancia, no en razón del atraso y la 19


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pobreza, sino de los trastornos y necesidades creados por el crecimiento y la modernización; siempre en un contexto de grandes diferencias sociales. Además, la pareja conceptual “cambio social-conflicto” introduce una idea que intenta entender el camino que va de unas “estructuras sociales” a la aparición de coyunturas críticas. Al menos, supera la idea reduccionista de la explotación económica como simple causa directa de tales conductas. Se trata de la idea acerca de la ruptura de “valores” que cohesionan una sociedad, a causa de las mutaciones sociales. Estas terminan por trastrocar los “valores” y símbolos tradicionales, con lo cual provocan conductas destructivas o centrífugas.

Las huellas de Durkheim Esta última idea, acerca del trastrocamiento de valores, provendría en línea directa, según lo indica Tilly, de la concepción durkheimiana, cuyos trazos son ciertamente perceptibles en el enfoque del “cambio social”. En Durkheim se encuentra la existencia de una conciencia común constituida por los “valores”, las creencias y los sentimientos compartidos por el conjunto de miembros de una sociedad. Estos sentimientos y creencias ejercen funciones integradoras en la colectividad. Si ellos entran en un proceso de descomposición, la sociedad se desintegra y las conductas de los individuos se desorientan. Las creencias comunes son sacudidas, según Durkheim, por la expansión de la división social del trabajo que heterogeiniza, de hecho, a la sociedad, volviéndola irreconocible en el espejo de los antiguos “valores”, surgidos estos de una sociedad más homogénea, aunque también más simple. El trastorno que experimenta la “conciencia común” provoca entonces las conductas anómicas en los individuos, caracterizadas por su dispersión y por su proclividad a la violencia. Y como los valores y creencias constitutivos de una nueva “conciencia común” no reemplazan inmediatamente a los precedentes, las conductas anómicas y los procesos desintegradores sobrevienen antes de que nuevos valores puedan cohesionar una vez más la sociedad. Como puede observarse, allí aparecen algunas de las ideas que subyacen al paradigma del “cambio social” y de su versión en términos de “modernización”. La dislocación de la armonía entre la sociedad material y lo que podría ser su propia representación espiritual, determinaría los procesos conflictuales. 20


Las teorías en conflicto y el conflicto en las teorías

Esta idea de desequilibrio en las estructuras sociales se mantendrá presente, bajo distintas modalidades, en toda la línea ulterior de explicación de los conflictos sociales en términos de “cambios sociales”.

Modalidades del paradigma del “cambio social” La idea de un desajuste estructural originado en la dinámica social, presente en distintos autores, se manifiesta bajo diferentes modalidades que, no por ello, dejan de reforzar la idea matriz al mismo tiempo que se nutren de ella.

La modalidad “sociologista” Esta modalidad representa una de las formas tradicionales de explicarse los conflictos sociales y políticos, sobre todo en las sociedades nuevas, aun no dotadas de un desarrollo económico ni de un aparato institucional consolidados. Expresa de la manera más clásica el paradigma del que venimos hablando: el crecimiento económico de las sociedades comporta cambios que no solo desajustan las diferentes subestructuras, sino que transforman completamente los valores, creencias y símbolos, en torno de los cuales aquella se cohesiona. Así, Huntington encuentra que el desfasamiento entre los cambios sociales y el acomodamiento de las instituciones políticas, en retraso de este último, provoca las tensiones que se acompañan casi siempre de las movilizaciones de nuevos grupos en la escena política. En su obra clásica El orden político de las sociedades en cambio, este autor señala de modo preciso que los cambios socioeconómicos tales como la urbanización, el incremento de la educación, la industrialización y la expansión de los medios de comunicación, “amplían la conciencia política, multiplican sus demandas y acrecientan la participación política”, lo cual va a “socavar los fundamentos tradicionales de la autoridad así como las instituciones políticas tradicionales” (Huntington, 1991). De tales cambios sociales, añade Huntington, surgirán así mismo las dificultades para el establecimiento de nuevas instituciones y para la reintegración social. En este mismo orden de ideas, el desequilibrio estructural se transformaría en una diferencia de ritmos entre la “movilización social” y los procesos de institucionalización, más lentos y pesados estos últimos. El desorden, las turbaciones y la inestabilidad constituirían las consecuencias lógicas de esas premisas. La secuencia clásica del paradigma del “cambio social” se presenta aquí de manera nítida: 1) cambios infraestructurales en la sociedad, 2) desequilibrios entre la infraestructura y las instituciones (movilidad social y nuevas demandas) y 3) inestabilidad, desorden o revolución.

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Hemos denominado esta variante como “sociologista” para señalar, si algún sentido tiene esta palabra, el especial énfasis que este punto de vista pone en los procesos que tienen lugar en la infraestructura socioeconómica más que en aquellos que tienen lugar en el propio universo político, para comprender las convulsiones y los cambios que cobran vida en este último. De ese modo, las instituciones políticas son consideradas pasivas, reflejo de dinámicas que tienen origen en unos factores externos, que las subordinan. Aun si este enfoque suministra elementos valiosos como el concepto de “movilidad social”, para encontrar ciertas condiciones en las que aparecen procesos conflictuales, no por ello deja de evidenciar la dificultad para dar una explicación satisfactoria al tránsito que va de las mutaciones sociales a la configuración de movimientos y conductas violentas. Otros enfoques, dentro de la misma perspectiva analítica, han intentado superar esa dificultad. Entre ellos, uno al que podríamos denominar “sicologista”.

La modalidad “sicologista” En la situación de desequilibrio estructural ocasionada por las mutaciones sociales, serían en realidad, ciertos estados sicológicos originados en ella, los que determinarían los comportamientos sociales perturbadores. La atención se focaliza, en este caso, en el papel de la sicología colectiva de ciertas capas afectadas por las transformaciones en la infraestructura social. El estado sicológico de las masas es colocado en el centro mismo del ciclo que parte de la existencia de transformaciones económico-sociales, pasa por la emergencia de demandas que la sociedad misma no puede satisfacer por entero y llega, finalmente, a los trastornos sociales. En este caso, la frustración en cuanto estado sicológico al que llegan ciertos grupos, pasa a ser no solamente el eslabón que anuda la fase de los cambios sociales con la fase del desorden social. También enlazaría los procesos que tienen lugar en la estructura social con la constitución de los agentes de la protesta. En autores como Ted Gurr (1970) se encuentra este elemento sicológico, en cuanto núcleo de un enfoque explicativo, que es una versión particular del paradigma del “cambio social”. En dicha versión, si una sociedad experimenta un periodo de estancamiento, entonces las expectativas de bienestar despertadas se convertirán en frustración, y esta dará lugar a la aparición de grupos rebeldes y a comportamientos violentos. La frustración deviene agresión, según el análisis de Gurr, quien afirma que esta brota de la “brecha que separa las 22


Las teorías en conflicto y el conflicto en las teorías

expectativas de los hombres y de sus capacidades” (Gurr, citado por Eckestein, 1980, pp. 144-145), o dicho de otro modo, de sus posibilidades reales. Ciertamente, Gurr incorpora otros elementos como los cálculos y las tácticas de los actores y, además, el contexto social. Sin embargo, el estado sicológico de “frustración-agresión” queda como el núcleo desde donde se articula un esquema de explicación para los conflictos sociales y para la aparición de movimientos de rebeldía. A este tipo de enfoque se le ha objetado con frecuencia la dificultad existente para medir el grado de angustia y de frustración, a partir del cual un grupo determinado se encamina a la rebeldía. Aunque de peso, la objeción se refiere más a la instrumentación del análisis que a su propia lógica interna. El enfoque “sicologista” es debatible, sobre todo, porque al subordinar de hecho las demás variables al factor sicológico, opera un reduccionismo que empobrece el análisis de fenómenos sociales y políticos, los que bajo ciertas apariencias de irracionalidad o espontaneidad, esconden una gran riqueza de conductas conscientes y continuamente preparadas. Con todo, el elemento sicológico no es desdeñable. Al contrario, una constatación se impone: él acompaña casi siempre, aunque en diverso grado, los fenómenos conflictuales. No solamente la frustración o la cólera, como podría creerse, sino además, como lo señala Hannah Arendt, la piedad y la compasión. Y tales estados no son más o menos intensos porque haya mayor o menor racionalidad. En realidad es difícil afirmar siempre, en relación con la violencia colectiva, que a una mayor pasión, una menor racionalidad. En el caso de los grupos revolucionarios, se suelen encontrar más bien altas dosis de apasionamiento, de cólera o de compasión, al lado de la aplicación sistemática, casi exagerada, de un cálculo racional; lo que no quiere decir necesariamente bien encaminado. Por esta razón, no se debe dejar de lado el elemento sicológico, tanto más cuanto que él, al pertenecer a la naturaleza misma de los que protagonizan fenómenos violentos, puede ser incorporado dentro de diversos enfoques teóricos, sean ellos de índole instrumental-estratégica o de índole cultural-antropológica.

La modalidad “sistémica” El interés no se orienta aquí a tratar de modo específico el esquema conceptual de Easton ni a adscribirlo necesariamente a la corriente sociológica que 23


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se está en curso de presentar. Ocurre, sin embargo, que numerosos análisis impregnados de la perspectiva del “cambio social” incorporan casi de modo espontáneo el modelo sistémico. En realidad, el sistemismo de Easton se presenta fácilmente para ser emparentado con un enfoque que busca entender los conflictos sociales y políticos a partir de los cambios que tienen lugar en la infraestructura social. Una de las formas en que el sistemismo explica la aparición de tensiones en la sociedad consiste en situar su origen en el intercambio de inputs y outputs entre el sistema social y el subsistema político. Este último no estaría en condiciones de producir outputs positivos y eficaces para responder a las demandas (inputs) provenientes del entorno social. En otras palabras, las necesidades y demandas nuevas que se originan, entre otros lugares sociales, en la infraestructura socioeconómica, no pudiendo ser satisfechas adecuadamente por el sistema político, provocarían las tensiones que, unidas a una pérdida de apoyo (o de legitimidad) de este último, causarían su crisis. Este modelo “sistémico” define la idea de un flujo permanente de acciones y respuestas recíprocas entre el entorno social y el sistema político. La utilidad de esta idea resulta de explorar justamente las influencias que sobre el conjunto del espacio político tienen, no solo en el comienzo de un proceso conflictual sino en cualquier momento de su desarrollo, las condiciones socioeconómicas o culturales. Sin embargo, corre el riesgo de limitarse a ello y de no ser especialmente útil para explicar toda la lógica interna de un proceso conflictual en el interior de ese mismo espacio político. Dentro de este modelo sistémico está presente no solo la idea de que las transformaciones y demandas sociales, que encuentran respuestas insatisfactorias del subsistema político, conducen a tensiones sociales, sino además la de que finalmente este tendrá que acomodarse a las nuevas demandas si quiere subsistir. Este es, en realidad uno de los rasgos comunes de todo el enfoque del “cambio social”.

Rasgos generales y objeciones La idea fuerte de este enfoque, lo hemos visto ya, consiste en explicar el origen de los procesos conflictuales por el desequilibrio entre el ritmo de las mutaciones sociales y el que tiene lugar en las instituciones y en la conciencia colectiva. Esta idea sugiere otra: la necesidad de establecer el equilibrio con unas renovadas instituciones o con la imposición de una nueva conciencia colectiva, 24


Las teorías en conflicto y el conflicto en las teorías

con lo cual quedaría patentizada la funcionalidad del conflicto. Contra esta especie de estructuro-funcionalismo, hay igualmente una objeción: este se inclina sobre todo a estudiar las condiciones sociales y las causas más o menos remotas de un conflicto; no el proceso mismo de su desarrollo.

La funcionalidad del conflicto El estudio de un conflicto en términos de desequilibrios funcionales entre distintas estructuras de la sociedad conduce por fuerza a observar la marcha de la sociedad en términos de procesos de reequilibrio entre esas mismas estructuras. El restablecimiento de la armonía se impone, so pena de que la sociedad sucumba a una total desorganización. El conflicto deviene, así, funcional. Y por una doble razón: porque es la expresión de las tensiones inevitables en el desarrollo social, pero también, en otra escala, porque impulsa el tránsito de una estructura global antigua a una nueva. En un plano prescriptivo, casi inevitable en este género de análisis, no todos ven, sin embargo, esta funcionalidad en el mismo sentido. Una visión más bien conservadora y pragmática prefiere que las élites dominantes conduzcan ellas mismas este tránsito, así tengan que aplicar severas políticas coercitivas para neutralizar la conflictualidad presente, a fin de armonizar ulteriormente las instituciones frente al progreso económico. El autoritarismo permitiría así conducir la modernización económica, sin muchos trastornos pero sacrificando la participación política de los nuevos grupos. En su época, los marxistas preferían la insubordinación de las clases explotadas para modificar desde abajo el sistema de poder, por la vía de una dinámica “destrucción-construcción”. A este propósito, Lewis Coser (1982) distingue entre cambios en el interior de un sistema y cambios de sistema. En el análisis que hace de Simmel, constata la existencia de multitud de conflictos que liberan las tensiones sociales y ayudan a la recomposición continua y necesaria de la sociedad. Siguiendo a Marx, destaca también la existencia de conflictos mayores que ponen en cuestión las bases mismas del sistema social. Esta distinción básica, aunque elemental, no resuelve, con todo, la explicación acerca del rumbo que puede tomar el conflicto. No implica el problema de su sentido interno. Ni la forma como este se oriente. Ni cómo termine. No existe un fin determinado al que fatalmente se tenga que llegar. No hay un fin previamente establecido por una fuerza superior, que determine de modo inexorable el curso de los conflictos sociales, y que, por tanto, obvie el estudio de sus tensiones, de sus desviaciones, remitiéndolas solo al estudio del fin que proponen los mismos actores. Los que, dicho sea de paso, son por definición 25


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contradictorios, y por consiguiente no unívocos. Y si hay un fin superior, es solo en el sentido kantiano; esto es, en el sentido trascendente de una marcha inevitable de la humanidad hacia el progreso y la libertad; lo que tampoco resuelve la dialéctica particular de toda la variopinta conflictividad social. Para la comprensión satisfactoria no bastaría, en ese caso, una visión teleológica, con el acento puesto únicamente en los fines, fines definidos solo por los propios actores o por la misma historia fetichizada, como si fuera un ente con vida propia. Tampoco bastaría, por sí mismo, el hecho de detectar las “causas” o las condiciones que harían aparecer las contradicciones entre distintos grupos sociales. Es sabido, además, que en este enfoque, con el énfasis puesto en los factores estructurales, se encuentran, bajo ciertos aspectos, dos corrientes de pensamiento opuestas entre sí: la sociología estructuro-funcionalista y el marxismo. La versión más tradicional de este último postulaba que el rezago de la superestructura y de la propia organización social de la producción, con respecto al avance de las fuerzas productivas determinaba los grandes conflictos revolucionarios. Aunque para los funcionalistas, los desequilibrios sociales no se traducen en una lucha de clases, como afirmaban los marxistas, resulta evidente que aquella y estos coinciden en atribuirle exagerada importancia explicatoria a los factores económico-sociales, externos a la dinámica misma de los movimientos sociales y de los enfrentamientos políticos.

Ideas para retener A pesar de ello, la visión que acabamos de estudiar nos proporciona conceptualizaciones pertinentes para entender conflictos y crisis, como la colombiana, rodeados de persistentes perturbaciones sociales. Dicha visión nos induce a tener en cuenta las condiciones sociales que contextualizan el conflicto. No hay que pasar por alto que Colombia ha sufrido grandes cambios en ese orden, los cuales reposan con seguridad en la base de sus conflictos; sin olvidar por otro lado que las persistentes y desordenadas transformaciones que la colonización interna ha entrañado en algunas regiones, alimenta el desarrollo de tales conflictos. De una manera más particular, el concepto de la anomia social nos permite el acercamiento al fenómeno de una multivariedad de violencias “irracionales” que acompañan el conflicto político en Colombia. El problema que queda planteado es el de si se trata de manifestaciones individuales, destructivas, que 26


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formando una atmósfera de descontrol y desarraigo, se agotan en sí mismos, o si, por el contrario, llegan a ser rápidamente integradas e instrumentadas por los grupos organizados y dotados de objetivos precisos; tal como pudo ser el caso de los jóvenes sicarios convertidos en agentes de combate por los carteles de la droga. El concepto de “movilidad social” está igualmente lleno de interés para acercarse al estudio de la constitución de nuevos grupos o de contraélites que desafían al Estado. Su interés es tanto mayor cuanto que permite tender un puente hacia una visión más bien “elitista”, cuyo énfasis se orientaría a tomar en consideración justamente la existencia de élites que detentarían el poder y que gozarían de una situación más o menos privilegiada; en oposición a las cuales se constituirían contraélites, que disponiendo de algunos recursos serían portadoras, sobre todo, de nuevas exigencias. La búsqueda de un nuevo lugar en la sociedad, en correspondencia con sus nuevos recursos y aspiraciones, las conduciría a enfrentar, incluso violentamente, a las élites dominantes. Esta idea nos conduce, por lo pronto, a estudiar el otro enfoque teórico, objeto del presente texto; a saber, el de la “movilización de recursos”.

El actor social y el paradigma de la “movilización de recursos” Un enfoque diferente y, por más de una razón, opuesto al anterior, es el que, para simplificar, se denominará “movilización de recursos”. Este recoge tradiciones teóricas identificadas con el “individualismo” y se ha orientado con fuerza inusitada en los últimos años al estudio de los conflictos y movimientos sociales. El actor colectivo y las conductas individuales constituyen los elementos claves de su desarrollo analítico. Confiere especial atención a los intereses, a la organización y a las interacciones que lo acompañan.

El punto de vista del “interés individual” El movimiento de lucha por los derechos civiles en Estados Unidos durante los años sesenta dio lugar a numerosos estudios sobre los conflictos y los movimientos sociales. De la observación de las luchas de los estudiantes y de los negros norteamericanos, por conquistar prerrogativas cívicas que hasta entonces estaban fuera de su alcance, llevó a diversos autores a conceder una atención especial a los nuevos recursos que estos grupos sociales controlaban y a su movilización en aras de conquistar un nuevo lugar dentro de la sociedad. De este modo, la “acción colectiva” dejaba de ser vista solo en términos de sus efectos perturbadores y dañinos. De manifestación patológica, pasaba a ser

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mirada como un fenómeno natural en el desarrollo de la sociedad. Ciertos grupos que controlaban nuevos recursos buscaban valorizarlos, con el fin de mejorar su estatus en la colectividad. Esto suponía la existencia de unos intereses que motivaban la acción del grupo y del cálculo de este para medir las posibilidades de su movilización. En estas ideas afloraba una propuesta para el análisis de los conflictos y de los movimientos sociales sobre la base de la racionalidad del actor colectivo. En realidad, no era la primera vez que un enfoque teórico lo hacía. De hecho, la teoría marxista de la lucha de clases se fundamentaba en la racionalidad de las clases sociales que a través de una transpolación forzada vendrían a condensarse en partidos políticos, representantes de los intereses de “clase”. Pero el marxismo, en cierto sentido, lo que hacía era transponer el interés y la racionalidad individuales a un grupo social; en la circunstancia, una clase social. Esta quedaba asimilada a un individuo que defiende sus intereses y que en función de ellos hace sus cálculos. De ese modo, se tomaba como dado un interés colectivo, presumiblemente representativo de los intereses de todos los miembros de la colectividad. Sin embargo, en los propios análisis marxistas aparece recurrentemente la idea de una contradicción entre el interés común, que viene a ser una especie de abstracción, y el interés particular concreto de cada miembro. Esta idea no llegó, sin embargo, a representar el punto de partida de una teoría marxista particular sobre el conflicto y el movimiento social. La novedad de las teorías de los años sesenta y setenta sobre los movimientos sociales consistió, básicamente, en reintroducir la racionalidad individual como elemento explicatorio, pero no para olvidar a los actores colectivos, sino para entender mejor la “lógica de su acción”. El marxismo había combatido la “ilusión” de los economistas clásicos de un equilibrio social, nacido del curso libre de los intereses individuales, pero había recuperado la idea del “interés” asociándolo al actor colectivo (la clase social) que se convertía entonces en el sujeto clave. Ahora, los nuevos individualistas combatían la “ilusión” marxista de ver una “clase” luchando por sus intereses reales, por el mero hecho de que sus miembros ocuparan una posición común en la producción social. A imagen de los economistas neoclásicos, que recuperaron la idea de los cálculos y las expectativas individuales para explicar ciertas variables macroeconómicas, algunos autores en el campo sociológico reintrodujeron el cálculo individual para explicar la acción colectiva. En este terreno, es Mancur Olson el autor que de modo más explícito desarrolló esta operación intelectual.

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Olson y la producción del “bien colectivo” Es suficiente conocida la paradoja de Olson (1987): aunque los miembros de un grupo social tengan en principio los mismos intereses, no todo ellos tendrían, sin embargo, igual interés en la lucha por conquistarlos. Justamente, se trata de una acción común que incluye por definición el concurso de una multitud de energías individuales. La participación de cada una de estas será cuestión de lo que la acción común pueda aportar a cada individuo. El interés individual se convierte en el componente decisivo de la acción colectiva, la cual se convierte para cada individuo en un asunto de cálculo entre el esfuerzo que debe hacer y lo que va a recibir del triunfo colectivo. En otras palabras, el cálculo individual de los costos y los beneficios entra en juego en una acción colectiva. Cada miembro calculará antes de comprometerse en la acción, si los costos a los que se expone no son mayores que la parte del beneficio del que va a disfrutar. Si se puede obtener un cierto beneficio, sin exponerse en la acción, se sustraerá a la lucha, aun si la parte absoluta de beneficio para cada uno de los miembros es menor de la que se obtendría si él hubiera prestado su concurso. De todos modos, sin invertir costos, obtendrá, a todas luces, un margen de ganancia mayor que el margen de beneficio promedio del grupo. Las posibilidades de que cada uno pueda hacerlo dependerán, naturalmente, de las dimensiones del grupo y del peso que en la acción colectiva tenga cada individuo. Será igualmente necesario tener en cuenta la existencia de lo que el propio Olson llama las “motivaciones selectivas”. Estas serían fuerzas “externas” que impondrían fronteras al curso libre del cálculo de costos y beneficios. La coerción y la amenaza o la exaltación y la gloria le cerrarían el paso en una organización, a la posible defección de sus miembros, seguida de un puro cálculo individual. Con este razonamiento, Olson pareciera anticiparse a las objeciones contra su argumentación. Un sentimiento grande de solidaridad; la experiencia de un momento exultante de lucha o el apego al interés o a la disciplina de una organización borrarían de hecho el cálculo en función de beneficios individuales. Para Olson, no serían más que elementos “extraños” con los cuales el grupo aseguraría la participación del individuo. Su existencia concreta no invalidaría la existencia virtual del interés individual. Solo que habría que considerar la presencia de dichas “motivaciones selectivas”. Ocurre, sin embargo, que tratándose de la acción social y política, su presencia es mucho menos “extraña” y “eventual” de lo que la observación aislada del 29


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juego individual de costos y beneficios dejaría suponer. La disciplina, el interés colectivo o la solidaridad, dejarían de ser simples limitantes de la propia medición en la conveniencia particular, y pasarían a ser elementos profundamente incorporados a la “subjetividad” del individuo; de modo que ellos puedan aparecer mezclados con el cálculo de “costos y beneficios” o, incluso, en ocasiones, sustituirlo. Esto no quiere decir que el perspicaz razonamiento de Olson quede sin valor. Quiere decir simplemente, como lo advierte Boudon (Introducción a la traducción francesa de Olson, 1987) que ciertos límites y condiciones deben ser tomados en cuenta, para su utilización, al mismo tiempo que se integran con otras perspectivas analíticas. El propio Olson señala una condición importante que no debe olvidarse. Se trata del “bien público”. Uno o varios miembros de un grupo podrán contemplar la posibilidad de marginarse de la acción colectiva y, sin embargo, obtener los beneficios de esta, solo si la organización produce un “bien público”. Este es un concepto al que Olson se refiere así: “… todo bien público que consumido por una persona X, en un grupo (X1.... Xn) no puede ser de ninguna manera negado a otras personas del grupo” (1987). El ejemplo clásico es el de una mejora salarial concedida después de una huelga, que no puede ser negada a quienes no participaron en las acciones desplegadas por el sindicato. Una vez conseguido o, en otras palabras, producido por la colectividad, el “bien público” pertenecería a todos sus miembros, sin exclusión. Los frutos de la acción colectiva, entendidos como “producido público”, nos colocan en el terreno de un “mercado concurrencial”. En este “mercado” compiten los intereses individuales o los intereses comunes. En una organización compiten los unos y los otros entre sí. En un sistema político, competirán los diferentes actores colectivos. Siempre alrededor de los “productos colectivos”. Es, de hecho, el mismo “mercado”, en el que Hirshman (1970) coloca sus famosas tres alternativas para los miembros de una organización tanto como para sus clientes: “Exit, Voice and Loyalty”. El miembro de una colectividad puede optar por abandonarla si no se encuentra satisfecho y, antes bien, considera que el “producto” lo perjudica; o puede preferir protestar sin salirse de la colectividad, pero blandiendo la amenaza del abandono. Finalmente, puede permanecer leal a la organización, sea porque esté enteramente satisfecho, o porque, sin estarlo, encuentre rentable la fidelidad a la colectividad.

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En cada una de estas opciones estarán presentes los costos que es necesario pagar y los beneficios que se pueden obtener. El individuo o, en otro caso, el actor colectivo tomarán una u otra decisión según sus propios cálculos. A partir de este estudio de la acción colectiva, emergen como elementos clave para comprender los conflictos y las movilizaciones de los actores, el interés de cada actor y la racionalidad de su cálculo, en términos de costos y beneficios. Con todo, es difícil reducir la complejidad de un conflicto a la exclusiva racionalidad de los actores, aún si esta es un punto de partida importante. Existen, por otra parte, las limitaciones que impone el contexto, y, además, la influencia que desde el interior mismo del proceso decisional del actor, tiene su posición en la sociedad, al igual que los lazos de identidad que unen a los grupos sociales. De ahí que algunos autores contemporáneos hayan intentado organizar modelos en los cuales se incluyen los diferentes factores que intervienen en los conflictos sociales y que, sin embargo, conservaban como núcleo la racionalidad del actor colectivo y de los actores individuales. Es aquí en donde cabe hablar de la teoría de la “movilización de recursos”, propiamente dicha.

De la “selección” racional a la movilización de recursos Si se sigue este enfoque, la decisión racional que el actor toma en función de sus intereses, se expresa en realidad a través de la movilización que este hace de sus propios recursos. En otras palabras, el actor mismo está en el corazón de un proceso de apropiación, control y valorización de los recursos que existen en la sociedad. Este enfoque no supone, naturalmente, una lucha entre actores aislados del contexto social. No por ello dejan de flotar ciertos interrogantes y limitaciones alrededor de la fuerza determinante que puedan tener las condiciones históricas y la formación de la identidad colectiva en el comportamiento de los actores.

El modelo de Charles Tilly Charles Tilly en su libro From Movilization to Revolution (1978) presenta un modelo de análisis, cuya exposición aquí será útil en la organización de un marco conceptual para el análisis de la conflictividad en Colombia. El autor engloba el desarrollo de las movilizaciones y los enfrentamientos de signo revolucionario, sobre cinco grandes factores: los intereses, la organización y la movilización. Además, el momento unido al contexto y la acción colectiva propiamente dicha (1978, p. 7).

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En materia de definición de intereses, Tilly prefiere el atajo de considerar algo, en rigor, extrínseco al interés mismo del grupo, pero que puede ser fácilmente operable en el análisis. El piensa los intereses simplemente en términos de las pérdidas o de las ganancias del actor, dentro de sus relaciones con los otros actores. En realidad, lo que resulta especialmente importante es destacar la fuerza motivadora del interés para un actor social. En últimas, el analista podría contentarse con lo que el propio actor considera que es su propio interés, no importa si este además tiene un carácter objetivo. Por cierto, la relación, a veces contradictoria, a veces concordante, entre el interés “real” y la percepción que el actor tiene, no deja de tener sus influencias en los giros que toma un conflicto. Tilly acoge en este campo el razonamiento de Olson ya expuesto, lo que lleva a advertir que la concurrencia entre los intereses individuales y los intereses colectivos tendrá una incidencia sobre la intensidad del conflicto. Con esta orientación, Tilly se arriesga a incorporar, dentro de su modelo, ideas, en principio, irreconciliables, venidas del marxismo y del liberalismo individualista. Ello, lejos de agotar el problema de las posibilidades de esa conciliación, apenas lo deja abierto. En todo caso, no por ello dejan de ser útiles la argumentación olsoniana y el modelo de Tilly, como punto de partida para una investigación. Al lado de los intereses, este modelo destaca el papel de la organización del grupo, que adquiere, de ese modo, una importancia autónoma. En su constitución intervienen la ubicación común de los individuos en la sociedad y la red de nexos particulares que se crea en el interior de la comunidad. En seguida, aparece lo que podría considerarse el núcleo de este modelo, o sea, la “movilización de recursos”, que constituye el momento a través del cual, el grupo deviene activo, dentro del espacio social. Según Etzioni, la movilización de recursos, más que una simple adición aritmética de recursos sería, sobre todo, el “proceso, por medio del cual, una unidad avanza significativamente en el control de un fondo de activos (o de recursos) que ella no controlaba previamente” (citado por Tilly, 1978, p. 69). La apropiación de nuevos recursos, añade Etzioni, no significa movilización de hecho, pero sí movilización potencial. Lo que interesa realmente es la nueva capacidad para controlar sus recursos.1 Este proceso colocará al grupo en 1

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Etzioni clasifica los recursos en 1) coercitivos, 2) utilitarios (dinero) y 3) normativos (lealtades). Dobry, a su turno, los clasifica en: 1) coercitivos, 2) institucionales y 3) de influencia (medios de comunicación). Tilly encuentra objetable dicha clasificación, en cuanto que él hace referencia solamente al uso y no al carácter mismo de los recursos. Sin embargo, una clasificación de esa naturaleza facilita la identificación de recursos durante una investigación y, por consiguiente, puede retenerse, a condición, eso sí, de saber establecer en cada momento, la importancia que


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situación de hacer nuevas demandas sociales o políticas frente a los demás actores. Para ello tendrá que contar con el factor anterior, esto es, un mínimum de organización. Pero también tendrá que contar con un cuarto factor: el momento unido a un cierto contexto (opportunity) y a la relación con los actores. El grado de represión, de amenazas, y las condiciones en general, favorables o desfavorables, desempeñarán allí su papel. Finalmente, tendremos como quinto factor, la “acción colectiva” propiamente dicha, que significará movilización efectiva del grupo, en torno de unos objetivos comunes. La teoría de la “movilización de recursos” incluye, entonces, además de los puros intereses, otros factores, tales como el momento y el contexto, la organización o los recursos del actor, que ayudan a comprender de modo más integral el conflicto y las movilizaciones que tienen lugar en él. No por ello deja de mantenerse la persecución racional de los intereses como la base de las acciones sociales. Este punto de vista, sin embargo, no pareciera preocuparse mucho por la explicación social de tales intereses: ¿de dónde vienen, cómo aparecen?

Las dificultades que plantea la aplicación de una metodología “individualista” El trabajo de interpretación social que toma como punto de partida el cálculo entre costos y beneficios por parte del individuo, tropieza con algunas dificultades. Estas se colocan en dos planos: el de su aplicación concreta a ciertos fenómenos particulares y el de su consistencia general. En el primero, la teoría del cálculo racional se revela poco convincente para explicar toda la fenomenología simbólica, de origen estructural, al igual que los sentimientos de pertenencia y los gestos de solidaridad. El solo criterio del cálculo individual podría hacer ver, paradójicamente, como “irracionales”, multitud de fenómenos que como los que acabamos de evocar (solidaridad, etc.), son de común ocurrencia en los conflictos sociales. En el segundo plano, estos es, el de la consistencia lógica del método, la dificultad estribaría en que si el interés y el cálculo individuales pueden explicar los fenómenos sociales, cómo se explicarían entonces los propios intereses y satisfacciones individuales. Difícilmente nos contentaríamos con explicarnos la existencia del interés a partir de sí mismo. Con mayor razón si se tiene en cuenta que si la “individualidad” de cada interés es real, no lo es menos su carácter social. tenga cada uno de los recursos, según las circunstancias y el contexto en el cual se pongan en juego. 33


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A este respecto, Pizzorno (1986) señala que la utilidad, en función de la cual cada individuo haría su cálculo, debe implicar “un reconocimiento intersubjetivo de los valores que determina esta utilidad” (p. 365). En otras palabras, el grado de satisfacción que cada individuo encuentra en una conducta social determinada, se explicaría solo en función de los valores que rigen la colectividad de la cual él es miembro. Por tanto, en vez de una lógica individual de la acción colectiva, lo que mejor explicaría las conductas políticas (Pizzorno se refiere a ellas en particular), sería una lógica de identidades colectivas. Es en medio de estas que tienen lugar procesos de producción y reproducción de intereses. En el mismo orden de ideas, Pizzorno precisa aún otra objeción contra la aplicación del punto de vista “individualista”. Como en el seno de cada identidad colectiva tiene lugar un proceso de producción y reproducción de intereses, los individuos no estarían en condiciones de hacer sus cálculos, sino en el corto plazo. Para el largo plazo, las preferencias y las expectativas variarían considerablemente. Quien dice “interés individual”, aun si no lo reconoce explícitamente, dice de hecho, “interés inscrito socialmente”. Por definición, si un individuo tiene intereses, los tiene como miembro de una sociedad y en relación con los otros. Pero en ese mismo punto, en el que parecen unirse el carácter “social” y el carácter “individual” del interés, se abren, en verdad, dos campos “sociológicos” que suponen dos enfoques metodológicos distintos: el que toma como punto de partida las motivaciones individuales para entender los fenómenos sociales y políticos, y el que toma como punto de partida las estructuras y las identidades colectivas para entender esos mismos fenómenos. El observador se encuentra frente a la existencia de un enfrentamiento armado, con tentativas recurrentes de arreglo pacífico, entre dos actores políticos, rodeados de una gran conflictualidad social y de la fragilización del Estado. Una interpretación de estos fenómenos podría beneficiarse, de modo particular, sin muchos riesgos de incoherencia, de alguna de las ideas de las distintas líneas metodológicas que se han expuesto en este ensayo. Para empezar, resultaría pertinente tomar como base del análisis, la presencia de los actores colectivos y de sus cartas estratégicas en el conflicto. De ese modo, nos colocaríamos de hecho en la perspectiva de los intereses y de los objetivos de cada uno de ellos; solo que en este campo, sería de mayor utilidad analítica tener en cuenta la relación entre el interés colectivo o general de una actor y los intereses individuales, cuando sea posible su discernimiento,

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o, en todo caso, los diferentes intereses particulares que puedan existir en el interior de una actor colectivo. La distinción entre intereses a corto plazo y los intereses a largo plazo, será una condición igualmente útil, en la medida en que no solo evita aventurarse en afirmaciones vagas que el futuro puede dejar sin piso, y, sobre todo, que permite poner en relación los intereses de una actor y el contexto socio-cultural y político en el que está inscrito. Los intereses inmediatos de un actor desempeñan un papel de primer orden en la evolución de sus relaciones con los otros protagonistas del conflicto y en la forma como aquel contexto condiciona sus comportamientos. El hecho de considerar al actor social o político bajo la perspectiva directa de sus intereses, y a estos intereses bajo el doble carácter, de colectivos e individuales, situándolos además en el corto y en el largo plazo, ubica el problema dentro de la perspectiva analítica del “individualismo metodológico”. Y, sin embargo −vaya paradoja−, no se separa substancialmente de una perspectiva marxista o marxiniana, si solo se tiene en cuenta algunos de sus elementos teóricos, y, de ningún modo, sus ingredientes doctrinarios. Naturalmente, la condición para ello sería la de considerar esta última perspectiva, no bajo un determinismo vulgar, sino bajo el modelo de análisis político empleado en textos como La lucha de clases en Francia y El 18 Brumario de Luis Bonaparte. En estos textos, desde luego, está siempre presente la pretensión de poner en relación ciertos momentos de mucha fluidez política con crisis previas en la infraestructura económica, y con los intereses generales de las clases sociales. En el caso de una investigación sobre el conflicto en Colombia, ello carecería prácticamente de interés. En cambio, queda de tales obras, como lo señala Tilly, la forma de disponer sobre el escenario social a los diversos actores, tanto individuales como colectivos. Los cuales, inspirados en la percepción que tienen de sus intereses, se enfrentan, se coaligan y emplean distintos medios y tácticas, cuyo resultado es la modificación en el propio lugar que cada uno de ellos ocupa dentro del espacio político. De este modo, se podrá explorar la relación entre el contexto y los actores, e igualmente los comportamientos de estos entre sí. Solo queda, tratándose de unas relaciones ambiguas y alternativas de guerra y paz entre varios adversarios; la perspectiva analítica y conceptual debe completarse con algunas otras ideas, tomadas de diferentes enfoques y disciplinas.

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Interacción estratégica, dinámicas y violencia instrumental La escogencia del actor como punto de partida para el estudio del conflicto pone de presente otros aspectos tales como el de las interacciones estratégicas, el de la dinámica “autónoma” que pueden tomar los conflictos y las crisis. Por otra parte, la presencia continua de la violencia en los procesos conflictuales, amerita una mínima conceptualización acerca de su papel.

Juego de estrategias entre los actores en conflicto El conflicto armado en el que se enfrentan el Estado y unas guerrillas, cuyo propósito es la toma del poder, no es, a todas luces, una guerra interestatal. Apenas es un conflicto interno y, a menudo, como en el caso colombiano, no alcanza a ser una guerra civil clásica. Aún existe un Estado cuya “unicidad” y “exclusividad” es reconocida por las fuerzas políticas y sociales que tradicionalmente se han reconocido en él. Sin embargo, la oposición armada en la que se comprometen algunos grupos organizados, dotados de programas de largo alcance e instalados durablemente en la vida política, convierte al conflicto en una guerra como cualquiera otra. Con la salvedad, naturalmente, de que surge de las peculiaridades tácticas de un conflicto de esa naturaleza. En todo caso, el empleo de la fuerza y el ánimo de derrotar al adversario se mantienen en uno y otro bando. Las guerrillas, por otra parte, pese a sus objetivos “revolucionarios”, pueden también avenirse a acuerdos con el Estado, por diferentes razones; sean ellas estratégicas o ideológicas. De hecho, así ha sucedido en diversos países y particularmente en el caso colombiano. Es decir que, por lo que tiene de guerra, como por lo que tiene de acuerdos entre adversarios, un conflicto interno con guerrillas puede asemejarse en ciertos aspectos a una guerra interestatal. En tal sentido, su análisis podría beneficiarse de algunas ideas que tienen origen en los análisis sobre conflictos internacionales. Tal es el caso de la teoría del “juego mixto”, desarrollada por Thomas Schelling (1986, p. 111) para entender las relaciones entre las superpotencias en el campo del desarme y de la búsqueda de la paz. Sus fundamentos son la “selección racional” (rational choice) que cada uno de los adversarios hace y la interacción que existe entre ellos. Cada uno toma sus decisiones de acuerdo con lo que espera que el otro vaya a hacer. Cada estrategia será diseñada de conformidad con la estrategia del adversario. Los “golpes” o “movidas” (moves) (Schelling, 1986, p. 112) de los adversarios, seguirán la lógica de las acciones y respuestas, cada una de las cuales condicionará la otra : “El elemento característico del juego estratégico está aquí presente en todos los 36


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casos: la mejor selección de cada uno de los jugadores depende de la idea que él se hace de la actitud de su adversario, sabiendo que éste hace lo propio; de suerte que cada uno debe, antes de tomar su decisión, representarse lo que el otro piensa que él mismo va a hacer, y así recíprocamente, según el clásico encadenamiento en espiral de las expectativas recíprocas” (Schelling, 1986, p. 117). De este modo, los actores dentro de un conflicto deben ser observados bajo la dimensión de la interdependencia de sus respectivas estrategias, cuya evolución genera nuevas coyunturas. El hombre, como lo señala Elster (1979), es un ser que por su propia naturaleza, diseña estrategias complejas, que incluyen avances, retrocesos y rodeos, sobre la base del cálculo que hace de los consecutivos pasos que pueda dar su adversario. El “animal político” tendría además la dimensión de “animal estratega”. A la idea clásica del “juego estratégico”, Schelling le introduce los conceptos de “juego de suma no cero” y de “juego de motivación mixta” expresión que “[debe] [...] señalar la ambivalencia de relaciones entre los jugadores; la mezcla de dependencia recíproca y conflicto; y la complejidad del comportamiento de los adversarios/partenaires. La expresión ‘summa non-nula’ se refiere al carácter mixto del juego y a la existencia de un interés común” (Schelling, 1986, p. 119), y que vuelve aún más útil la concepción de la interacción estratégica para estudiar los procesos en que se combinan la dependencia mutua y el conflicto. Dos extremos se presentan en el juego de intercambio de “golpes” entre dos actores: el conflicto puro y la cooperación total. Pero entre los dos, existe la situación intermedia de ambivalencia entre conflicto y cooperación; más interesante aún, por cuanto en ella cada jugador deberá tener en cuenta sus cálculos, no solo las pérdidas del adversario y sus propias ganancias, sino cierto nivel de colaboración, dada la interdependencia que lo une a su adversario. Es verdad que el conflicto político en Colombia, bajo ciertos aspectos y en ciertas coyunturas, se acerca al estado de conflicto puro; sin embargo, los distintos “acuerdos de paz” introducen la ambivalencia de conflicto y de cooperación entre los adversarios. De todos modos, aún las situaciones de polarización extrema no dejan de tener ciertas ambigüedades, en la medida en que cada adversario tiene interés en evitar ciertas situaciones incontrolables que pueden volverse contra él. Bajo estas condiciones, se podría pensar, lo cual es importante para entender los contradictorios fenómenos políticos en Colombia, que un proceso conflictual puede derivar tanto en su degradación como en una solución negociada. Si como lo proclama la teoría del “juego estratégico”, los “golpes” o “movidas” de cada actor producen efectos en la posición y en el comportamiento de su 37


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adversario, es factible entonces un encadenamiento de golpes mutuos y de cambios de situación consecutivos, que vuelven relativamente autónoma la dinámica del proceso conflictual, con sus efectos sobre el contexto y sobre la disposición habitual en los espacios sociales y políticos.

“Autonomía de la crisis” y “pérdida de autonomía de los espacios sociales” Como el conflicto colombiano ha estado acompañado de una crisis parcial pero aguda, y como tanto el uno como la otra suelen presentar una dinámica relativamente autónoma, no sobra completar este cuadro teórico con algunas ideas de Michel Dobry (1986) sobre las crisis políticas, ideas emparentadas directamente con el enfoque de la “movilización de recursos”. En primer lugar, vale la pena integrar a esta problemática, la tesis de la dinámica autónoma de la crisis, muy cercana a la idea de la interacción estratégica. En segundo lugar, interesa aquí retener la concepción de las crisis políticas en términos de coyunturas de gran fluidez (1986), en las que los diferentes espacios sociales tienden a perder la autonomía que normalmente conservan entre sí. Cada “campo social”, considerado como un lugar específico de interacciones y de movilizaciones de recursos entre actores, tiene, en situaciones normales, contornos definidos que le permiten afirmar su identidad con relación a sí mismo; y con relación a los otros sectores del espacio social”. Lo que una crisis muestra es que el espacio social se ve perturbado por las pérdidas en la identificación rutinaria de los “campos afectados”. Estos “campos” dejan así de tener el grado de autonomía del que disponían antes y se ven atravesados por contactos intensos e inhabituales con otros “campos”. Algunos de entre ellos se desplazan con respecto a los sitios que ocupaban normalmente y las cartas en juego tienden a entremezclarse. En una crisis como la colombiana, en la que los sectores sociales venidos de “lógicas” completamente distintas se han interferido intensamente, es clara la pertinencia de las ideas anteriores. Tales interferencias, como se sabe, se expresan a menudo a través de grupos de distinto origen que se entregan al ejercicio de una violencia sistemática, que vuelve no solo más dramáticas si no más confusas las relaciones entre los distintos “campos” sociales; y muy particularmente entre el espacio social y el espacio político.

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La violencia instrumental y el espacio político En el estudio del conflicto colombiano y de las azarosas tentativas de paz, no podría dejarse de lado el análisis de la violencia (Pecaut, 1987). Conflicto, crisis y violencia parecen identificarse. De hecho, se habla con frecuencia de violencia simplemente, como si esta englobara las otras categorías. Su omnipresencia le comunica la apariencia de una suprarrealidad que llegaría a condicionar por periodos, las otras variables de la organización social. De ahí que no solo los actores sociales, sino en ocasiones los propios investigadores, tiendan a reificarlas, a través de una substancialización que le confiere vida propia. Al punto de que sería más bien la violencia la que utilizaría a los hombres y no estos a ella. Una tal reificación tiende a ver solo el lado “bárbaro” e “irracional” de los actos de violencia y se aproxima a conceptos como “cultura de violencia” que atribuirían al colombiano, proclividades inmanentes hacia ella y que, en todo caso, lejos de facilitar el esclarecimiento de los fenómenos políticos y sociales, lo que consigue es volverlos más oscuros e inaprehensibles. De mayor utilidad pareciera ser, en cambio, una visión instrumental de la violencia. En este caso, esta sería considerada simplemente como un medio o como un instrumento en manos de diferentes actores sociales, los cuales acuden a ella en función de sus intereses y bajo ciertas circunstancias. La suya sería, ante todo, la lógica del enfrentamiento entre dichos actores; aunque ella misma, la violencia, pueda entrañar una dinámica infernal hacia los extremos, dados los sentimientos de rabia y los deseos de venganza que la acompañan. Es decir, que su dinámica de “golpes” y respuestas, cada vez más brutales, provoca una polarización que va más allá de lo que la simple consideración de los intereses y de las estrategias de los actores deja suponer. Y sin embargo, la violencia, al fin de cuentas, continúa siendo un medio al servicio de aquellos. Una concepción instrumentalista será, así, igualmente útil como punto de partida para estudiar los propios desbordamientos de un enfrentamiento violento. Para resaltar que la violencia no es un fin en sí mismo y que además es diferente del poder, entendido este último como concertación, Hannah Arendt (1972) afirma: “La Violencia es, por naturaleza, instrumental; como todos los instrumentos, ella debe estar siempre dirigida y justificada por los fines que ella cree servir” (p. 161). La misma autora agrega en otro pasaje: “Bajo su aspecto fenomenológico, ella se parece a la potencia, pues sus instrumentos, como todos los otros útiles, son concebidos y utilizados con la mira de multiplicar la potencia natural, hasta que en un último estadio de su desarrollo, ellos están en medida de remplazarla” (p. 155). 39


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Como lo recuerda la autora en mención, el marxismo, a su turno, también considera la violencia como instrumento; en su caso, de la lucha de clases y, en último término, de la contradicción entre relaciones sociales de producción y fuerzas productivas. En este orden de ideas, resulta más pertinente observar la violencia en el conflicto colombiano como un “medio” en manos de los distintos actores sociales, concretamente constituidos, sean ellos de carácter netamente político, prepolítico o, simplemente, delincuencial. Como instrumento en manos de grupos y élites específicos, ella se orientará entonces en muy variadas direcciones, siguiendo los fines, los intereses y el carácter de cada actor social. Ahora bien, aun en el caso de empresas violentas prepolíticas, o simplemente no políticas, incluso puramente delincuenciales, el ejercicio de la violencia y la polarización entre tales grupos, o entre estos y el Estado, las va convirtiendo de hecho en políticas. Y al comunicarles este carácter, las introduce de alguna manera dentro del “espacio político”. Por donde, este último muchas veces se constituye, por vía negativa, a través de la violencia, que es precisamente el mismo fenómeno que lo destruye; por lo que el caldo de cultivo queda servido para que las violencias se reproduzcan de modo incesante, aunque, eso sí, bajo otras circunstancias sociales y con la intervención de nuevos actores. Justamente, en la medida en que más se transforman en contradicciones de tipo “amigoenemigo”, a través de la guerra abierta, más se “politizan”. Como lo dice Carl Schmitt (1972), el antagonismo político es el más fuerte de todos, él es el antagonismo supremo, y todo conflicto concreto es tanto más político cuanto que se aproxime más a su punto extremo; a la configuración que opone el amigo al enemigo. Así, esta “politización” de conflictos que en sus orígenes no eran de carácter político, enturbia y trastorna las fronteras entre lo social y el espacio específicamente político. Este último tiende a devenir una zona confusa, relativamente desestructurada y poco diferenciada de lo social, en la que se cruzan diversos conflictos sociales de carácter violento. Por su parte, el conflicto de inspiración netamente política (Estado/guerrillas) se inscribe también dentro de la lógica “amigo-enemigo”, de que habla Schmitt para designar lo político. No de manera virtual, como en un Estado moderno, sino de manera brutalmente actual, como sucede en un Estado que no termina por configurarse acabadamente en su soberanía ética y territorial. La “guerra” deviene, entre ciertos actores, la forma de ejercicio de la política. Y esta adquiere su forma última de “selección del enemigo”.

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Sucede simplemente −nos dice Schmitt− que [este último] es el otro, el extraño, y basta para definir su naturaleza, que él sea en su propia existencia y en un sentido particularmente fuerte, el ser otro, un extraño, de tal suerte, que en últimas, los conflictos con él, no puedan ser resueltos por un conjunto de normas generales establecidas de antemano, ni por la sentencia de un tercero, reputado no involucrado e imparcial. (Schmitt, 1972, p. 70)

Esta definición del “otro”, como el “enemigo” que es preciso derrotar, se manifiesta de una manera nítida en las relaciones que caracterizan a distintos grupos y élites sociales. Cada uno de ellos se coloca, sin embargo, sobre planos distintos y dentro de lógicas sociales separadas en sus orígenes. Grupos inscritos en lógicas extrapolíticas y, a menudo con carácter delincuencial (algo que ha ocurrido con los narcotraficantes o con los paras), entran en dinámicas que invaden el espacio político, como se señaló antes. A su turno, el conflicto armado de carácter político tiende a atraer hacia el espacio político, por la vía de la guerra, a los participantes en otros conflictos sociales, no violentos, en principio. La consecuencia es una mezcla de conflictos, cuyo denominador común no es otro que una intensa movilización de recursos coercitivos, que lleva aparejada la confusión entre distintas “lógicas” sociales; de modo que con tal mezcla se alteran negativamente las fronteras entre la esfera social y la esfera política.

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Capítulo 2 Narcotráfico y conflicto armado en Colombia: hacia la construcción de un estado del arte Anascas del Río Moncada*

Introducción Por cerca de medio siglo Colombia ha vivido un conflicto armado interno que se ha prolongado hasta la actualidad1 y el cual ha involucrado diversos actores, así como dinámicas siempre complejas y cambiantes. La producción literaria académica ha desempeñado un papel preponderante en la comprensión de este conflicto, a partir de múltiples estudios que han avanzado su análisis, desde enfoques económicos, jurídicos, políticos, sociales y culturales. Paralelamente a la transformación del conflicto armado interno, y al papel central que empiezan a desempeñar las economías ilegales en este, la literatura aborda la incidencia de un nuevo factor: el narcotráfico. Sobre este tema existe

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Politóloga de la Universidad Nacional de Colombia. Especialista en Resolución de Conflictos y Paz. Magíster en Ciencia Política de la Universidad de los Andes. Miembro de la Dirección de Acuerdos para la Verdad del Centro de Memoria Histórica de Colombia. Algunos sectores académicos ubican el origen del conflicto en la década de los sesenta, con el surgimiento de las guerrillas. Otros asocian sus orígenes al proceso de colonización campesina en zonas periféricas y la inexistencia de una reforma agraria, lo cual ha impedido una redistribución de la tierra (González, 2004). También hay quienes plantean el origen del conflicto armado en relación con las guerras civiles del siglo xix (Sánchez, Díaz y Formisano, 2003).


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una amplia bibliografía, la cual comprende las relaciones internacionales entre el norte y el sur, las comunidades indígenas y la coca, las drogas y el control social, y la economía política de la droga, entre otros aspectos (Palacio, 1998). Asimismo, en la década de los noventa, algunos estudios iniciaron un análisis sobre el papel que desempeña el narcotráfico en el aumento de la violencia en el país, así como su incidencia en el origen y la transformación de los actores del conflicto armado. El siguiente documento constituye un estado del arte que se enfoca en los trabajos que específicamente abordan los vínculos entre narcotráfico y conflicto armado, y las relaciones entre narcotráfico y actores del conflicto, reconocidos por el DIH: Estado, guerrillas y autodefensas.2 Sobre el Estado, específicamente se abordan los estudios que visibilizan el papel de este, por un lado, en la conformación de grupos de autodefensas, y por otro, en la adopción de la política antidroga liderada por Estados Unidos. Esta recomposición no sería posible sin abordar los trabajos existentes sobre la violencia en Colombia y sus enfoques, ya que estos constituyen el origen de los estudios que, de manera específica, abordan los vínculos entre narcotráfico y conflicto armado. Por esta razón, dedicamos una parte de este artículo a identificar las principales corrientes de la producción sobre violencia y narcotráfico. Este artículo se organiza en cuatro partes. En primer lugar, se realizan algunas precisiones sobre el campo temático del presente estado del arte. En la segunda parte se aborda la literatura sobre la violencia en Colombia y sus principales enfoques, con el propósito de contextualizar los estudios sobre el narcotráfico dentro de la corriente de “la economía del crimen”. La tercera parte se enfoca en los estudios sobre las relaciones entre narcotráfico y conflicto armado, especificando los vínculos con guerrillas y autodefensas, y los nexos entre conflicto armado y política antidroga. Para terminar, se presentan unas consideraciones finales en las cuales se incluye una referencia a los vacíos en la literatura sobre esta temática y una propuesta en este sentido.

Precisiones sobre el estado del arte Los conceptos de conflicto armado y narcotráfico son recurrentes en el campo académico. Sin embargo, en ocasiones, pueden resultar amplios y ambiguos. 2

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A través del artículo también nos referiremos a estos grupos armados organizados como grupos armados ilegales. En este sentido, se emplea un término distinto a “grupos armados organizados al margen de la ley”, el cual se utiliza por parte las instituciones estatales, y está presente en algunas normas nacionales (Decreto 1000/2003, Ley 975/2005, Ley 1448/2001, Documento Conpes 3673/2010).


Narcotráfico y conflicto armado en Colombia: hacia la construcción de un estado del arte

En este sentido, es fundamental realizar algunas precisiones en relación con ellos, para avanzar en la identificación de la literatura sobre conflicto armado y narcotráfico en Colombia. En lo relacionado con el narcotráfico, el término ha sido usado para referirse a dinámicas económicas y sociales diversas, así como a diferentes drogas. En este sentido, Germán Palacio (1998) llama la atención sobre la “ambigüedad” de este concepto y establece tres elementos de imprecisión al respecto. En primer lugar, el concepto narcotráfico permite englobar el comercio de todo tipo de drogas, sean legales o ilegales; sin embargo, en las esferas políticas y académicas, se ha utilizado específicamente en relación con las drogas ilegales. Asi mismo, desde la década de los ochenta, con la “transnacionalización del discurso sobre las drogas ilegales” (Palacio, 1998, p. 156), el término se ha empleado principalmente para referirse a la cocaína; mientras que en los sesenta se utilizaba con referencia a la heroína y en los setenta a la marihuana (Palacio, 1998). Un segundo punto de imprecisión conceptual sobre el narcotráfico está relacionado con la diferencia entre coca y cocaína. La primera, es una planta “vinculada a la tradición”; la segunda, es “el producto industrial de una economía ilegal capitalista” (Palacio, 1998, p. 156). El tercer aspecto es la inclusión indiferenciada de una diversidad de sectores dentro del término “economía del narcotráfico”. Cuando se hace referencia a esta economía, se engloba a: “la población tradicional indígena que cultiva milenariamente la coca [...] a colonos y campesinos que la siembran como un producto agrícola mucho más rentable que otros [...] a pequeños transportadores, ‘mulas’ que tratan de escapar a la penuria urbana [...] a medianos y grandes comerciantes y empresarios que hacen labores de procesamiento y transporte a gran escala [...] y a lavadores de dólares y financistas internacionales” (Palacio, 1998, p. 156). De acuerdo con Palacio, agrupar de manera arbitraria al conjunto de actores que tiene alguna relación con el narcotráfico, conduce a una “criminalización” de esta por parte de los Estados (Palacio, 1998). En lo relativo al conflicto armado, su definición resulta esencial por dos razones principales. En primer lugar, permite diferenciar los conceptos de violencia3 3

A lo largo de este artículo nos referimos a la violencia como el conjunto de acciones que amenazan con causar o producen un daño a un individuo o colectividad (RAE, 2012). Esta es diferente a la Violencia (con mayúscula) como “término denotativo de la conmoción social y política que sacudió al país de 1945 a 1965 y que dejó una cifra de muertos cuyos cálculos oscilan entre los cien mil y los trescientos mil” (Sánchez, 2007, p. 19). Estas definiciones sirven como referencia para la elaboración de este estado del arte. Sin embargo, son provisionales, en la medida en que no sustituyen a las definiciones metodológicas y conceptuales que deben resultar de una investigación profunda sobre el tema. 47


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y conflicto armado, entendiendo que, aun cuando como parte de sus dinámicas el segundo es generador de violencia, los dos no pueden ser considerados como sinónimos. Los hechos violentos originados por el conflicto son solo una parte del total que resultan de la violencia en el país (Martínez, 2001). En segundo lugar, existe una diferencia entre la violencia asociada al narcotráfico y la violencia relacionada con el conflicto armado. Algunos autores advierten la complejidad de establecer esta distinción señalando los límites difusos que hay entre la violencia criminal y la violencia política. A este respecto Jorge Restrepo, Michael Spagat y Juan F. Vargas (2006) afirman:

Desde luego, el límite entre la violencia política y la violencia criminal es en muchas ocasiones difuso y ambos tipos de actividades tienen una interacción dinámica [...] En principio, durante las guerras civiles y los conflictos violentos se observa que los grupos armados con frecuencia recurren al crimen organizado como una forma de financiamiento. Sin embargo, asimilar el conflicto interno a un crimen organizado a gran escala constituye, a nuestro juicio un error en materia de apreciación del fenómeno. (p. 514)

La definición de conflicto armado utilizada en este estado del arte, es la que provee el Derecho Internacional Humanitario (DIH), al establecer un marco normativo, el cual ha sido adoptado por el Estado colombiano, sobre los conflictos armados internacionales y no internacionales (CICR, 2008). En el DIH existen dos fuentes que determinan qué es un “conflicto armado no internacional” (CICR, 2008). La primera es el artículo 3 común a los Convenios de Ginebra de 1949, según el cual, hay dos criterios que definen cuándo existe un conflicto armado no internacional:

[...] 1. las hostilidades deben alcanzar un nivel mínimo de intensidad. Puede ser el caso, por ejemplo, cuando las hostilidades son de índole colectiva o cuando el Gobierno tiene que recurrir a la fuerza militar contra los insurrectos, en lugar de recurrir únicamente a las fuerzas de la policía 2. [...] los grupos no gubernamentales que participan en el conflicto deben ser considerados “partes en el conflicto”, en el sentido de que disponen de fuerzas armadas organizadas. Esto significa, por ejemplo, que estas fuerzas tienen que estar sometidas a una cierta estructura de mando y tener la capacidad de mantener operaciones militares. (CIRC, 2008) 48


Narcotráfico y conflicto armado en Colombia: hacia la construcción de un estado del arte

La segunda fuente es el artículo 1 del Protocolo adicional II a los Convenios de Ginebra que “desarrolla y completa” el artículo 3 común. De acuerdo con este protocolo, el conflicto armado no internacional es aquel que se desarrolla entre:

... las fuerzas armadas y las fuerzas armadas disidentes o grupos armados organizados que, bajo la dirección de un mando responsable, ejerzan sobre una parte de dicho territorio un control tal que les permita realizar operaciones militares sostenidas y concertadas y aplicar el presente Protocolo. (CIRC, 2008)

En cuanto a los actores del conflicto armado su definición es fundamental, ya que el narcotráfico involucra diversas agrupaciones, tales como los carteles de la droga, bandas criminales y delincuencia común, los cuales si bien, como lo argumentan diversos trabajos académicos, han tenido parte e incluso han modificado la dinámica del conflicto armado, no son reconocidos como actores de este.4 Para este caso, el DIH establece que los “grupos armados organizados” no estatales5 son aquellos que poseen tres características: 1) actúan bajo la “dirección de un mando responsable”; 2) ejercen control sobre parte del territorio; y 3) tienen capacidad de realizar acciones sostenidas y concertadas en dicho territorio (CIRC, 2008).

La literatura sobre la violencia en Colombia y su relación con el narcotráfico La literatura sobre la violencia en Colombia es numerosa. En un artículo del año 2007, Ricardo Peñaranda estimó la existencia de más de setecientos registros bibliográficos producidos desde los años noventa acerca del “panorama de 4

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Un caso de actores que han tenido parte en el conflicto, pero no son reconocidos como parte en este, son “algunos grupos delincuenciales o ‘fronterizos’” (Gutiérrez; 2007, p. 478), los cuales “actúan directamente en la guerra política como varias bandas en la ofensiva paramilitar en Medellín” (Gutiérrez, 2007). Asimismo, como lo estableció Salvatore Mancuso, excomandante de los bloques Córdoba, Norte y Catatumbo de las Autodefensas, en una entrevista para Caracol Radio, distintas bandas de Medellín hacían parte de las estructuras operacionales de ese grupo armado ilegal (Caracol Radio, Luis Carlos Restrepo sí sabía de las falsas desmovilizaciones: Salvatore Mancuso, 11 de mayo de 2012) Sin embargo, dichas bandas no son reconocidas como actores del conflicto armado interno. Es importante recordar que el tratamiento político y jurídico de los grupos armados organizados no estatales reconocidos por el DIH, es distinto al de los “delincuentes comunes” y los narcotraficantes. 49


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las violencias en Colombia” (Peñaranda, 2007, p. 33). En este grupo de literatura pueden identificarse tres corrientes. En primer lugar, se encuentran los estudios que hacen parte de la denominada hipótesis de “privación relativa”. Estos trabajos establecen una correlación directa entre violencia política, pobreza y desigualdad. El mayor exponente de esta corriente en Colombia, es la Comisión de Estudios de la Violencia, promovida por el Ministerio de Gobierno del presidente Virgilio Barco en 1987,6 la cual publicó el libro Colombia: violencia y democracia, dirigido por Gonzalo Sánchez (Sánchez,et ál., 2009).7 Aunque las relaciones entre pobreza, desigualdad y violencia política constituyen una causa del surgimiento de grupos insurgentes en Colombia, los diferentes investigadores encontraron límites en las explicaciones brindadas por la corriente de “privación relativa”, cuando se comparó al país con otros de Latinoamérica con las mismas problemáticas, pero en los cuales, a diferencia de Colombia, no prosperó la insurgencia armada. Al respecto, Gómez (2001) explica:

... la hipótesis de privación relativa, cuando se aplica a datos de sección cruzada de una muestra amplia de países, no sustenta bien los intentos de contrastación empírica. La mayor parte de los estudios empíricos revelan que existe una relación nula o muy pequeña entre los indicadores de violencia y medidas de distribución del ingreso (véase por ejemplo: Muller, 1985, Snyder, 1978). Incluso la evidencia con respecto al papel de la distribución de la tierra es débil y tales resultados sólo mejoran marginalmente cuando, además de las medidas de distribución, se introducen en los modelos empíricos las medidas absolutas del nivel de ingreso (por ejemplo: Midlarsky, 1988 y Muller et. al. 1989). (p. 46)

Los límites que se encontraron a la hipótesis de privación relativa llevaron a los investigadores a buscar nuevas explicaciones. A partir de esto surgió la 6

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La corriente de la “privación relativa”: “reúne trabajos que van desde la publicación del estudio sobre La Violencia de Monseñor Guzmán, Eduardo Umaña y Fals Borda, a principios de la década de los setenta hasta algunos artículos incluidos en las compilaciones realizadas por Jaime Arocha et. al. y las del DNP y el Banco Mundial, pasando por el muy citado estudio de Libardo Sarmiento y Oscar Fresneda (1988) sobre pobreza y violencia. Los artículos de Consuelo Corredor, Darío Restrepo, Fernando Cubides y Carlos Miguel Ortiz, publicados en este libro, se pueden situar en un marco de esta aproximación” (Martínez, 2001, p. 16). El libro fue reeditado y presentado de nuevo en el año 2009.


Narcotráfico y conflicto armado en Colombia: hacia la construcción de un estado del arte

“escuela de movilización de recursos” (McCarthy, 1977; Tilly, 1978). Esta corriente de estudios se concentra en estudiar la organización de los grupos disidentes e inconformes con el régimen vigente, así como en explicar los elementos o “incentivos” que deben confluir para que dichos grupos puedan organizarse, además del papel de los recursos que deben movilizarse en el proceso de estructuración y consolidación efectiva de estas organizaciones (Jenkins, 1983; Gómez, 2001). Sin embargo, como lo expresa Gómez (2001):

... los incentivos que permiten a la organización del descontento, sólo pueden explicar las llamadas “formas negociables” de la violencia; es decir, aquellas que se producen en la lucha por la conquista y el mantenimiento del poder político. Al menos 4 de cada 5 homicidios que se producen en Colombia no guardan relación directa con la confrontación armada [...] la confrontación política es solo una de las causas de la violencia en Colombia [...]. (p. 49)

La necesidad de encontrar respuestas distintas a las ofrecidas por hipótesis de la “privación relativa” y la “escuela de movilización de recursos” derivó en una nueva corriente, con origen en los noventa, denominada: la “economía del crimen”. Esta corriente se inaugura con el seminario sobre Justicia y Seguridad, del Departamento Nacional de Planeación realizado en 1994 (Martínez, 2001). Dentro de la corriente de la “economía del crimen”, se encuentran estudios de tipo teórico y de carácter empírico sustentados en el análisis cuantitativo. Algunos de estos abordan la violencia en relación con diversos actores, no únicamente la asociada a los grupos armados organizados reconocidos como parte del conflicto armado interno, sino también carteles de la droga, bandas criminales y delincuencia común. Otros estudios de este grupo abordan la “violencia política”, entendida como aquella generada por los grupos armados ilegales. Como parte de la tendencia de la “economía del crimen” se encuentra el trabajo de Francisco Gutiérrez (2006), en el cual aborda los “homicidios políticos”, los cuales entiende como el resultado directo e identificado de manera explícita por la fuente de información de la actividad de algún ejército ilegal y/o de alguna agrupación autodefinida como política, en el curso de sus actividades (esto comprende a las guerrillas, a las autodefensas y a las agencias del Estado) (Gutiérrez, 2006). En la misma tendencia, Saúl Franco en su artículo “Momento y contexto de la violencia en Colombia”, realiza un análisis de los homicidios en Colombia, como “indicador clave del momento de la violencia nacional” (2007, p. 380). Este 51


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estudio se concentra en el periodo comprendido entre 1995 y 2000, y establece tres “contextos explicativos de la violencia colombiana actual”: político, económico y cultural (p. 388). El narcotráfico es incluido dentro del contexto económico, como uno de los factores explicativos de la violencia homicida en el periodo estudiado. En este sentido, se establece una relación entre las dos temáticas, pero no se aborda lo que específicamente concierne al conflicto armado interno. El artículo de Álvaro Camacho Guizado, titulado “Cinco tesis para una sociología política del narcotráfico y la violencia en Colombia” (2007), también puede inscribirse dentro de la corriente de la “economía del crimen”. En este trabajo, Camacho Guizado realiza un análisis sobre el narcotráfico, su estructura y su relación estrecha con la violencia en “tres direcciones”: “1) hacia su propio interior (intra e inter-mafias); 2) hacia las barreras que yerguen directamente a su desarrollo (funcionarios del Estado o políticos opositores a su existencia); 3) hacia quienes pretendan modificar el orden social global en el cual se realiza la actividad (como lo han mostrado las acciones contra sectores de la izquierda armada y desarmada y dirigentes populares y sindicales rurales)” (p. 366). Finalmente, Ricardo Peñaranda, en su artículo “La guerra en el papel. Balance de la producción sobre la violencia en los años 90” (2007, p. 33), realiza una exposición sobre las distintas corrientes y enfoques acerca de la guerra abordados en la literatura producida en la década de los noventa. El autor expone la inclusión del tema del narcotráfico y plantea que la literatura sobre este tema puede dividirse en tres grupos: 1) la relativa a los efectos de los grandes dividendos generados por el narcotráfico sobre las esferas sociales, políticas y económicas del país; 2) Los estudios sobre la “empresa criminal” como factor que estimula otras formas de delito como el tráfico de armas; y 3) los trabajos sobre las estrategias de confrontación militar de las drogas y los efectos que estas tienen sobre los derechos humanos (Peñaranda, 2007). El trabajo de Peñaranda resulta útil para identificar las principales tendencias en la literatura sobre el conflicto y la violencia en Colombia de los años noventa. Sin embargo, entre los trabajos académicos expuestos por el autor, no se encuentran aproximaciones específicas a las relaciones entre el conflicto armado interno y el narcotráfico.

Relaciones entre narcotráfico y conflicto armado Los estudios sobre los vínculos entre narcotráfico y conflicto armado son reducidos, en relación con el amplio grupo de trabajos sobre las dimensiones políticas, sociales y jurídicas del narcotráfico, y la relación de este con la

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violencia. De manera específica, las relaciones entre narcotráfico y conflicto armado, son abordadas por estudios que pueden ser divididos en tres grandes grupos, de acuerdo a los diferentes actores comprometidos: aquellos que abordan las relaciones entre el narcotráfico y las guerrillas; los que se enfocan en los vínculos entre narcotráfico y paramilitares; y los que se refieren al papel del Estado en la política antidroga y el papel de esta en la intensificación del conflicto armado.

Narcotráfico y guerrillas Entre los estudios que analizan los vínculos entre el narcotráfico y el conflicto armado se encuentran los de Echandía (1997), Vélez (2001), Vargas (2006), Restrepo, Spagat y Vargas (2006) y Armenta (2008). Estos trabajos pueden ser divididos en cuatro grupos según las temáticas específicas que abordan: 1) los que estudian el papel del narcotráfico en la expansión de los grupos insurgentes desde la década de los ochenta; 2) los que se concentran en la relación entre narcotráfico e intensidad del conflicto; 3) aquellos que abordan las tensiones entre actores del conflicto armado y otros actores de la violencia; 4) los estudios que se enfocan en la influencia de factores sociales, económicos y políticos en el origen y fortalecimiento del fenómeno del narcotráfico y los nexos entre este último y los actores armados. Entre estos cuatro grupos es posible identificar un punto de consenso: todos ellos sitúan al narcotráfico como uno de los factores para la expansión de las guerrillas y la intensificación del conflicto, pero advierten que la existencia del conflicto armado y la expansión de sus actores no pueden atribuirse únicamente al narcotráfico. Un quinto enfoque se distancia de los anteriores, en términos del papel decisivo que otorga al narcotráfico en la explicación del conflicto armado en Colombia. En el primer grupo de estudios se encuentra el de Camilo Echandía (1997), quien plantea el “papel decisivo” de la coca en la expansión de los frentes de la guerrilla durante los ochenta. En aquella década, aparecen y se consolidan frentes de las FARC-EP en el Meta, el Guaviare y el Caquetá: “Así mismo, las FARC se vinculan a esta actividad en los departamentos de Putumayo, Cauca, Santander y en la Sierra Nevada de Santa Marta” (Echandía, 1997, p. 14). El autor presenta un cuadro de las “Fuentes de financiamiento de la guerrilla” entre 1991 y 1995, donde los cultivos ilícitos (producción, seguridad y gramaje) representaban 41,97 % de estas fuentes; el secuestro 21,8%; la extorsión al sector minero (petróleo, oro y carbón) 16,65%; la extorsión a ganaderos y agricultores 8,85%; la extorsión a contratistas, transporte y comercio 6,34%; y el desvío de dineros oficiales y regalías 4,32%. 53


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Asimismo, Echandía expone el aumento de frentes del EPL y del ELN entre 1978 y 1995, y un mapa de los frentes de las FARC-EP, en donde se puede ver la expansión de esta organización entre 1981 y 1989, a través de la creación de frentes en Casanare, Caquetá, Cesar, Magdalena, Norte de Santander, Santander, Vichada y Putumayo. Los frentes de Meta, Guaviare, Caquetá, Putumayo, Cauca, Santander y la Sierra Nevada de Santa Marta estaban asociados a la financiación por medio de los cultivos y laboratorios de coca (Vélez, 2001, p. 181). En este sentido, según Echandía, el narcotráfico no solo tuvo un papel directo en el fortalecimiento de las guerrillas, sino también indirecto: “En la década del ochenta, la acción de la fuerza pública en la lucha contra la guerrilla también disminuyó en razón a que el narcotráfico se convirtió en el reto principal para la seguridad interna del país, desplazando a la guerrilla a un segundo lugar” (Echandía, 1997, p. 14). En el mismo enfoque, María Alejandra Vélez (2001) expone que desde la década de los ochenta, un elemento central para el fortalecimiento de la guerrilla fueron los cultivos ilícitos y el narcotráfico; dos factores que no solo han desempeñado un papel en la financiación de las guerrillas, sino que también le ha permitido a estos grupos “ganar el apoyo de la población y de los pequeños cultivadores, que se sienten apoyados por la guerrilla en una actividad perseguida por el Estado” (Vélez, 2001, p. 180). Vélez plantea que situar al narcotráfico como la única causa del crecimiento y fortalecimiento de las guerrillas en el país, significa ignorar el papel de otros aspectos como las estrategias económicas, políticas y militares en la expansión de las guerrillas. A este respecto, la autora afima:

Los cultivos ilícitos, han jugado un papel fundamental en el desarrollo de los grupos guerrilleros, así como las otras formas de financiación ya enumeradas. Claro que esos factores económicos que han permitido continuar el conflicto, no han sido los únicos que han ayudado a expandir el conflicto en la última década. Las distintas conferencias de las FARC y congresos del ELN, revelan una estrategia consistente en multiplicar sus frentes e incursionar en las zonas urbanas. Las estrategias económicas son seguidas por estrategias militares, geográficas y políticas, que evidencian cierta racionalidad de estas organizaciones armadas. (p. 181)

En el primer grupo de estudios también se encuentra el de Ricardo Vargas (2006), quien sostiene que los nexos entre guerrilla y narcotráfico no han sido 54


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estáticos, sino que por el contrario, han variado a través del tiempo. En principio, estos nexos se limitaban a dos aspectos: el gramaje, el cual consistía en un impuesto que se cobraba a los laboratorios de procesamiento, el uso de pistas aéreas, los cultivos de amapola y de hoja de coca, las compras de pasta base de coca (PBC), los intermediarios locales que permitían la compra y venta de PBC, y el uso de rutas en zonas bajo el control de las guerrillas para el tráfico de la droga (Vargas, 2006). A mediados de la década de los ochentas, las FARC-EP y el ELN no solo cobraban el gramaje, sino que además estaban involucrados con los cultivos de coca y el procesamiento de PBC y cocaína. Sin embargo, para ese momento, el peso del negocio de las drogas en el financiamiento de las guerrillas no superaba el de los ingresos provenientes del secuestro y la extorsión. En la década de los noventa, la presencia de las FARC-EP en los departamentos en los cuales había cultivos de coca, había aumentado con la creación de los frentes 2, 6, 13, 17 y 21 en Cauca, Huila, Quindío y Tolima. Dentro de los estudios sobre el papel del narcotráfico en la expansión y consolidación de las guerrillas, también se encuentra el de Amira Armenta (2008). La autora expone que, aun cuando en los años ochenta las FARC-EP fueron reacias a involucrarse con la economía de la droga, y su primera reacción fue “oponerse a los que veían como una degeneración del capitalismo” (Armenta, 2008, p. 2), la importancia de este recurso para la consolidación de esta organización armada ilegal en el escenario nacional, le impidió mantenerse al margen del negocio de las drogas. En este sentido, la autora plantea:

... no son pocos los autores que han estudiado a las FARC que se han atrevido a especular que sin la coca, sin el negocio de la droga, probablemente las FARC habrían terminado por desaparecer a comienzos de los ochenta, como sucedió en las otras partes del continente en donde también habían surgido guerrillas. (Armenta, 2008, p. 2)

Las relaciones entre narcotráfico y las FARC-EP fueron cambiantes en las distintas regiones del país. En algunas de estas, como Caquetá, Guaviare y Putumayo, el nexo entre esta organización guerrillera y la coca estaba definido por un apoyo al campesinado cocalero. Esto no sucedió en zonas como el Magdalena Medio, donde los vínculos entre la droga y la guerrilla estuvieron marcados por la relación con el cartel de Cali (Armenta, 2008). De igual manera, para la autora, la política de fumigaciones emprendida por el 55


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gobierno en 1996 unida al aumento en las acciones militares, desestabilizaron la economía, impulsando al campesinado a movilizarse en protestas y unirse a las organizaciones insurgentes. En cuanto a las cifras de ingresos por el negocio de las drogas por parte de las FARC-EP, Armenta establece que para el año 2003, este grupo insurgente obtenía mayores ingresos por acciones como el secuestro, el robo de ganado y la extorsión que por el narcotráfico; asimismo, el 70 % del negocio de las drogas en Colombia estaba en “manos distintas a las FARC” (Armenta, 2008, p. 10). El segundo grupo de estudios se concentra en la relación entre narcotráfico y la intensidad del conflicto. En este grupo se encuentra el trabajo de Restrepo, Spagat y Vargas (2006), el cual realiza un análisis cuantitativo soportado en una base de datos sobre conflicto colombiano, construida para el periodo 1988-2003, en la cual se analizan las acciones de “todos los grupos” que participan en el conflicto y la “intensidad del conflicto”, entendida como los efectos de dichas acciones “en términos de víctimas” (Camacho (Ed.), 2006, p. 509). Uno de los factores analizados, son las “rentas ilegales” y su relación con el conflicto.8 Los autores establecen una correlación entre el “valor de los ingresos provenientes del narcotráfico”, calculados por Ricardo Rocha (2001) en su trabajo “El narcotráfico y la economía de Colombia: una mirada a las políticas”, y la intensidad del conflicto entre 1988 y 1997. A partir de este último año, es posible observar un cambio en la correlación, pues desde 1997 los ingresos del narcotráfico se reducen, mientras que el conflicto aumenta su intensidad. De acuerdo con Restrepo, Spagat y Vargas, esta variación se debe a la política antidrogas la cual “condujo a desmantelar los dos principales carteles del narcotráfico [...] y arrebató de las manos de organizaciones colombianas las mayores rentas del negocio, asociadas a las etapas de transporte y distribución” (Restrepo et ál., 2006, p. 534). Lo anterior derivó en un fortalecimiento de las guerrillas, debido, por un lado, a la oportunidad que tuvieron de apoderarse de las rentas de la producción y el procesamiento de drogas a partir del desmantelamiento de las organizaciones de narcotraficantes, y por otro lado, a la vinculación de campesinos a las guerrillas debido a la destrucción de sus cultivos a través de los programas de erradicación (Restrepo et ál., 2006, pp. 534-535).

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Este tema es contextualizado por los autores dentro de los estudios sobre “la conexión entre la viabilidad financiera de los actores y la existencia de un conflicto” (Restrepo et ál., 2006, p. 533).


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Restrepo, Spagat y Vargas argumentan que los avances en la lucha contra el narcotráfico “no necesariamente implican un progreso en el enfrentamiento entre el gobierno y la guerrilla, a menos que la contundencia de las acciones gubernamentales fuera tal que redujera sustancialmente las rentas del negocio como tal” (Restrepo et ál., 2006, p. 535). Esto se debe, en parte, a que las rentas del narcotráfico son solo una de las fuentes a través de las cuales se sostienen los grupos de guerrilla y paramilitares. Otras son: los secuestros, los cuales aumentaron en el periodo 1996-2000; la extorsión, la “depredación de los presupuestos de gobiernos locales”; la expropiación de propiedades privadas y las “vacunas” a cambio de protección. Los autores sugieren un incremento en el uso de este tipo de acciones por parte de los grupos armados ilegales, en momentos de “presión económica” sobre el narcotráfico. Un tercer grupo se enfoca en las tensiones entre actores del conflicto armado y otros actores de la violencia. En esta tendencia se encuentra Necer Lozada (2010), quien aborda las disputas entre las guerrillas y los carteles de Medellín y de Cali, por el control de las drogas. De acuerdo con Lozada, inicialmente el encuentro entre las FARC-EP y los carteles de las drogas estuvo marcado por la oposición de las primeras al cultivo de coca; en este sentido, se presentaron desacuerdos con los traficantes de cocaína. Sin embargo, las FARC-EP terminaron por aprobar esos cultivos y apropiarse de su regulación, a través de los gramajes. Los traficantes aceptaron las reglas de las FARC-EP y, a partir de ese momento, iniciaron los acercamientos y vínculos entre esos dos actores. Los cobros de impuestos a los traficantes de cocaína se dieron en un primer momento en Caquetá, y en la primera bonanza de coca (1979-1984) se extendieron a otras zonas (Lozada, 2010, pp. 91-93). Desde mediados de los ochenta, cambiaron las relaciones entre traficantes y las FARC-EP. En el centro del país, las tensiones entre estos actores empezaron a manifestarse alrededor de la disputa por el territorio y el control del mercado de la cocaína, así como por razones políticas, especialmente de la Doctrina de Seguridad Nacional, la cual fue promotora de la creación de grupos paramilitares con el propósito de combatir la insurgencia. Algunos de los grupos paramilitares estaban bajo el control de Rodríguez Gacha, integrante del cartel de Medellín (Lozada, 2010, pp. 91-93). López expone como el “fin del narcoterrorismo” propició que los grupos armados ilegales capturaran parte importante de los ingresos de la droga: “En este período el narcotráfico y el conflicto armado se vinculan de manera mucho más estrecha que en el pasado” (Lozada, 2005, p. 187). Lozada también aborda la relación entre colonización armada y el negocio de la droga. En este sentido, cuando se presentó la bonanza de la coca: “... las 57


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condiciones del negocio las imponían los colonos. No sólo las condiciones sino las reglas del juego, y estas reglas favorecían el poder creado a instancias de la colonización armada...” (2010, p. 91). Un cuarto enfoque se refiere a la influencia que tienen factores del contexto social, económico y político en el fenómeno del narcotráfico y los nexos de este último con los actores armados. En este enfoque se encuentra el trabajo de Andrés López (2005), quien expone la existencia de dos condiciones en el país que favorecen el narcotráfico: la economía ilegal y la violencia. A su vez, el narcotráfico mantiene y fortalece esas condiciones: “el narcotráfico genera recursos que financian a los actores armados ilegales y los actores armados ilegales debilitan al Estado y así facilitan el narcotráfico” (p. 186). De acuerdo con López, por un lado, desde la década de los cuarenta el país sirvió como lugar de tránsito de la cocaína producida en Perú y Bolivia hasta Estados Unidos. Durante el periodo comprendido entre 1940 y 1960 se consolidaron “formas de economía ilegal” en el país que luego sirvieron de base para el narcotráfico. Por otro lado, la inexistencia en el país de mecanismos institucionales y sociales para limitar el uso de la violencia fue el instrumento utilizado por los narcotraficantes para acceder al poder y reconocimiento, lo cual generó una “meritocracia de la violencia” (López, 2005, p. 189). Finalmente, el quinto enfoque es el presentado en el libro Víctima de la globalización, de James Henderson (2012). Este trabajo representa una ruptura con todos los anteriores, en los cuales el narcotráfico era analizado como uno de los factores en la expansión de las guerrillas. Henderson, por el contrario, plantea que el narcotráfico es el factor central y determinante del conflicto armado. Para el autor, antes de los ochenta, específicamente en el periodo 1965-1975, el país vivió una época de paz. A partir de los setentas, y en paralelo con el avance del narcotráfico, la violencia en el país incrementó, lo cual afectó las instituciones nacionales y debilitó profundamente al Estado, hasta el punto de que Colombia llegó a ser considerada “la nación más violenta del mundo” (p. 19). Este aumento de la violencia refleja la correlación entre guerrilla y narcotraficantes, organizaciones que, según el autor, son similares. Asimismo, Henderson expone la forma en la cual distintos grupos de guerrillas (M-19, EPL, FARC-EP) se beneficiaron “directa o indirectamente” del narcotráfico. En resumen, la exposición del autor “evidencia la estrecha correspondencia que existe entre los éxitos de la guerrilla en Colombia y el crecimiento del tráfico de drogas ilícitas en el país. La guerrilla y las drogas ilegales aparecieron simultáneamente en el escenario colombiano, y en muchos aspectos tuvieron una relación simbiótica” (Henderson, 2001, p. 176). 58


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Narcotráfico y autodefensas La bibliografía sobre el paramilitarismo en Colombia, su origen y expansión en el territorio, ha avanzado en la última década, incorporando un grupo importante de estudios, tanto de la academia como de instituciones del Estado, ONG y organizaciones internacionales. Dentro de esta producción académica, algunos autores han abordado específicamente el papel del narcotráfico en la conformación y consolidación de las autodefensas. Un grupo representativo de trabajos sobre este tema son los de Medina (1990), Reyes (1999), Tokatlian (2000), Cubides (2004), Duncan (2006) y Romero (2006). Tokatlian (2000) realiza un análisis desde la perspectiva de las relaciones internacionales y plantea la relación entre globalización, “guerra interna” en Colombia y narcotráfico. El autor coincide en que el origen del paramilitarismo se encuentra en las “entrañas del mismo Estado, con el beneplácito de militares, terratenientes, empresarios y políticos, y cuyo objetivo ha dejado de ser la contención de la guerrilla para transformarse en la búsqueda de la reversión de la influencia insurgente, se ha convertido en un gran aparato de terror contra la población civil inerme” (p. 42). En términos de la relación entre autodefensas y narcotráfico, afirma que los dineros provenientes de grupos de narcotraficantes, “empresarios ilegales en zonas de producción de cultivos ilícitos y terratenientes legalizados por inversiones en un tercio de las tierras más aptas del país” (p. 42), fueron el punto de surgimiento de las autodefensas. Ricardo Cubides (2004) llama la atención sobre la caracterización errónea que se ha establecido de los paramilitares como el único “brazo armado del narcotráfico”. De acuerdo con el autor, esta calificación es “genérica [...] sumaria y simplificadora”. En este sentido, afirma: Como grupo social los narcotraficantes han empleado varios “brazos armados” según la coyuntura y el contexto regional. De acuerdo con el testimonio de Pallomari para el caso del Valle un 30 % de la oficialidad del ejército y de la policía llegó a figurar en la nómina de los Rodríguez Orejuela. Allí mismo se trasluce que a la vez ellos no escatimaron esfuerzos para apoyar grupos de justicia privada, y de modo simultáneo mantuvieron nexos con uno de los grupos guerrilleros de presencia regional, el “Jaime Bateman Cayón”. Es decir en su momento de mayor poderío el cartel de Cali en verdad “combinó todas las formas de lucha”, y el vínculo con esa guerrilla regional, que existe todavía pero que durante mucho tiempo actuó a la sombra del cartel es, precisamente, de los rasgos más típicos y a la vez menos estudiados (p. 14) 59


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El autor afirma que la conformación del MAS, por parte de narcotraficantes, no puede considerarse como el origen de los grupos armados regionales que surgieron desde ese momento, entre otras razones, debido a las diferencias entre las dos “organizaciones “auspiciadoras de grupos armados: el ‘cartel’ de Cali y su homólogo, el de Medellín” (Cubides, 2004, p. 6). En síntesis, plantea que no puede establecerse una “causalidad unilineal” entre narcotráfico y paramilitarismo, entre otras cosas, porque: “hace mucho tiempo los paramilitares en su acción sobrepasaron esos intereses concretos, el narcotráfico viene siendo su logística, no la clave de su estrategia” (Cubides, 2004, p. 19). En este sentido, aunque ha existido una relación entre narcotráfico y paramilitarismo, y los narcotraficantes se apoyaron en los paramilitares, así como de otros grupos armados (policía, ejército, mercenarios) resulta limitado explicar el narcotráfico como el “único fundamento del paramilitarismo” (p. 19). En el trabajo titulado Paramilitares, narcotráfico y contrainsurgencia: una experiencia para no repetir, Mauricio Romero (2006) caracteriza a los grupos paramilitares como: ... un reflejo de esas dinámicas regionales en la que el fenómeno contraguerrillero se mezcló con el del narcotráfico. Estos dos aspectos que necesariamente no tendrían que coincidir, terminaron apoyándose mutuamente, con colaboración, promoción o tolerancia de estructuras estatales encargadas de preservar el Estado de derecho. (p. 407)

Romero (2006) ubica el origen de los vínculos entre autodefensas y narcotráfico en la política de defensa nacional de los años sesenta, bajo el direccionamiento de Estados Unidos, la cual autorizó la creación de grupos de autodefensa para la contención de los grupos insurgentes. A partir de esta nueva política de defensa nacional, a principios de la década de los ochenta surge el MAS, un grupo de narcotraficantes reunidos con el propósito de dar muerte a los secuestradores y extorsionistas, que posteriormente realiza acciones contra grupos sociales y políticos. En su análisis sobre los principales antecedentes del surgimiento de la “propuesta de autodefensa armada”, Romero presenta la alianza entre las Fuerzas Militares y los grupos de narcotraficantes, que luego se convertirían en grupos de Autodefensas. El autor expone la forma en la cual en Colombia, el Estado de derecho llegó a estar “totalmente acribillado por la justicia privada” y cómo las Fuerzas Militares se aliaron con el MAS a nombre del orden, la democracia, la institucionalidad y la “legítima defensa”. Asimismo, expone el surgimiento del grupo de “antisubversión civil” (Romero, 2006, p. 412), que en la década de los noventa 60


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Carlos Castaño intentó reagrupar en el proyecto denominado las Autodefensas Unidas de Colombia (AUC). Según Castaño, dicho grupo “fue iniciado por el mayor Álvarez Henao, Ramón Isaza, Fidel Castaño y el padre de Henry Pérez, futuro jefe de los grupos armado de Gonzalo Rodríguez Gacha, alias El Mexicano ...” (Romero, 2006, p. 412). El autor analiza la persecución en la década de los noventa a Pablo Escobar, uno de los jefe del Cartel de Medellín, y cómo en ese proceso se “dieron formas de colaboración entre futuros jefes de los grupos paramilitares y autoridades en Antioquia” (p. 408).

Política antidroga y conflicto armado Uno de los elementos presentes en los vínculos entre conflicto armado y narcotráfico, es la política antidroga. El Estado ha desempeñado un papel central en ella, a través de la adopción de programas de fumigación y erradicación, así como de lucha contra las distintas etapas (cultivo, producción y distribución) en el tráfico de drogas ilícitas. Algunos de los estudios que abordan el tema de la política antidroga exponen una fusión, en la última década, entre esta política y la lucha contrainsurgente (López, 2006; Rojas, 2006). Asimismo, como punto en común los autores muestran una primera etapa de la lucha contra las drogas en la cual el Estado colombiano desempeñó un papel permisivo y después del año 2001 adoptó la política contra las drogas liderada por Estados Unidos. Andrés López (2006) plantea la existencia de una relación directa entre la lucha antidroga y la lucha contrainsurgente desde el año 2001. De acuerdo con el autor, Estados Unidos ha desempeñado un papel central en la formulación de la política antidroga, y la adopción de esta por parte de Estado colombiano, a través del Plan Colombia. Debido a que distintos sectores políticos del país se oponían a colaborar con el ejército en la lucha contrainsurgente, basados en su “historial de violaciones de los derechos humanos”, hasta finales de los noventa la política antidrogas fue presentada como un asunto exclusivamente dirigido a la lucha contra el narcotráfico (p. 430). Por lo anterior, hasta finales de esa década, el gobierno de Estados Unidos apoyó de “manera indirecta” al ejército colombiano a través una colaboración en el proceso de erradicación de los cultivos ilícitos: “lo cual debía permitir aumento del control sobre el territorio nacional y disminuir los recursos de que podían disponer los actores armados ilegales” (López, 2006, p. 430). Según López, a partir de los atentados del 11 de septiembre, los límites entre política antidroga y lucha antiinsurgente desaparecieron. Esto se concretó en el 61


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año 2002, cuando el Congreso de Estados Unidos estableció una estrategia que unifica la lucha contra las drogas y contra los grupos armados organizados. En ese mismo año, el gobierno de Álvaro Uribe, le otorgó un papel central al narcotráfico, calificándolo como “principal fuente de financiación de los grupos armados ilegales” y estableciendo la lucha contra el narcotráfico como una estrategia fundamental para combatir a los grupos armados organizados (López, 2006, p. 432). La lucha contra el narcotráfico se ha llevado a cabo a través de dos “instrumentos principales”: la extradición y la fumigación. López, concluye que la política contra las drogas ha fracasado, entre otras razones, por las nuevas formas de operar de los microcarteles, los cuales se especializan en una de las fases del negocio y no representan una amenaza para el Estado, como sí sucedió con los carteles de Medellín y de Cali. Diana Marcela Rojas (2006) aborda el involucramiento progresivo de Estados Unidos en el conflicto armado colombiano, hasta el punto de llegar a ser considerado un “actor directo” de este. Esta injerencia de Norteamérica en la política Colombia, se encuentra ligada directamente al narcotráfico. Hasta la década de los ochenta Estados Unidos estaba concentrado en la lucha contra el comunismo, representado, en el caso colombiano, por grupos insurgentes; sin embargo, hasta ese momento, la insurgencia no era considerada como una amenaza a la seguridad de ese país. En este sentido, Rojas (2006) plantea: “para Estados Unidos, la guerra contra las drogas y la lucha contrainsurgente del Estado colombiano contra las guerrillas eran percibidas como dos problemas distintos y con tan sólo algunos nexos” (Rojas, 2006, p. 41). Desde los noventa esa situación cambió radicalmente. Rojas identifica tres etapas en la estrategia de Estados Unidos contra la droga: la primera, se desarrolló entre 1995 y 1998, periodo durante el cual estuvo concentrada en la lucha contra el narcotráfico, sin asociarlo de manera directa con las guerrillas existentes en el país; la segunda, se llevó a cabo entre 1999 y 2001, cuando Estados Unidos estableció una posición frente al conflicto armado, apoyando un diálogo y simultáneamente preparando una estrategia militar. Durante esta segunda etapa se formuló y consolidó en el país la ejecución del Plan Colombia. La última etapa inicia con los atentados del 11 de septiembre, y se caracteriza por una fusión entre lucha contra el narcotráfico y lucha contrainsurgente. La autora concluye que el diagnóstico sobre la situación de Colombia del cual parte Estados Unidos para formular y ejecutar la política contra las drogas, es limitado y “distorsionado”, en la medida que considera el narcotráfico como 62


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causa del conflicto armado sin tener en cuenta otros factores centrales como “la exclusión política, la desigualdad social, la pobreza…” (Rojas, 2006, p. 60). Asimismo, la visión de Estados Unidos sobre Colombia es errada, en la medida en que el conflicto armado hace uso de recursos ilegales, pero no se debe a la existencia de estos, pues existen otros aspectos como las motivaciones políticas de los grupos armados ilegales.

Conclusiones y consideraciones finales La literatura sobre conflicto armado y narcotráfico se inscribe dentro de la corriente de la “economía del crimen”, la cual surge en la década de los ochenta con el propósito de generar explicaciones sobre la violencia en el país, distintas a las ofrecidas por la hipótesis de la privación relativa y la escuela de movilización de recursos. En este sentido, el subgrupo de trabajos que se concentran específicamente en los vínculos entre conflicto armado y narcotráfico es reducido, si se compara con los que están enfocados en el estudio de la violencia. La literatura en la cual se concentra este estado del arte, visibiliza la participación de algunas guerrillas y las autodefensas en distintas fases del negocio del narcotráfico, así como el uso de las rentas generadas por este para consolidarse. Sin embargo, también sitúan al narcotráfico como uno de los recursos utilizados por los grupos armados, recordando la existencia de otros medios de financiación como las extorsiones y los secuestros. En este sentido, distintos autores advierten sobre el error de atribuir la existencia de organizaciones de guerrillas y autodefensas en Colombia al fenómeno narcotráfico. En este sentido, si bien el narcotráfico ha sido un recurso empleado por los grupos armados organizados, el origen, la conformación y expansión de estos, responden a causas y procesos complejos, que transcienden el negocio de las drogas. En los estudios abordados también se destaca el papel del Estado en dos sentidos. Por un lado, se evidencian las relaciones entre las fuerzas militares y grupos como el MAS, creado por narcotraficantes y el cual, según algunos autores, se constituye como origen del paramilitarismo. Por otro lado, se presenta el papel del Estado en la adopción de la política antidroga, la cual se convierte en una lucha contrainsurgente en la década de los noventa. Resulta importante que el grupo de trabajos que se enfocan en el conflicto armado, sus actores y el narcotráfico, parta de una definición sobre cada uno de estos temas. Esto se debe a que, en ocasiones, temáticas distintas tales como el conflicto armado y la violencia, se consideran de manera indiferenciada. Asimismo, es importante que se provea una definición sobre narcotráfico que

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permita diferenciar los actores del conflicto, de los actores del narcotráfico. Las distinciones entre estos aspectos pueden ser tenues y complejas; sin embargo, la diferenciación resulta fundamental para el análisis y la generación de conocimiento sobre los vínculos entre conflicto armado y narcotráfico. Finalmente, teniendo en cuenta la complejidad que involucran estos vínculos, es recomendable avanzar en la investigación sobre estudios de caso, los cuales se enfoquen en periodos de tiempo y territorios específicos del país.

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PARTE II SOCIEDAD CIVIL Y CONFLICTO ARMADO



Capítulo 1 Tránsitos y transiciones de los movimientos sociales en América Latina y el Caribe: Una revisión necesaria

Introducción

Juan Carlos Amador Baquiro*

La investigación titulada El conflicto armado interno, como posible expresión invertida del modelo de desarrollo y de la política en Colombia (Ipazud, 2012), contexto en el cual surge el presente trabajo, tiene como propósito fundamental indagar en las razones histórico-sociales, económicas, políticas y culturales que pueden explicar la durabilidad del conflicto (y sus violencias asociadas) a la largo de la segunda mitad del siglo XX y los albores del nuevo milenio. Dado que la hipótesis del estudio plantea la existencia de fenómenos como la movilización de recursos, el territorio y las relaciones de poder, en cuanto ejes constitutivos de la violencia y la construcción del orden social colombiano, se hace necesario abordar el lugar de los movimientos sociales en dicho proceso.

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Licenciado en Ciencias Sociales de la Universidad Distrital Francisco José de Caldas. Magíster en Educación de la Universidad Externado de Colombia. Doctor en Educación de la Universidad Distrital Francisco José de Caldas. Docente e investigador de la Licenciatura en Pedagogía Infantil y de la Maestría en Educación y Comunicación de la Universidad Distrital Francisco José de Caldas.


Juan Carlos Amador Baquiro

Los movimientos sociales han sido un objeto de estudio central en disciplinas como la historia, la ciencia política y la sociología. Se trata de una categoría generalmente asociada con fenómenos como las relaciones entre el Estado y la sociedad civil, las tensiones sociopolíticas y culturales entre lo instituido y lo instituyente, las luchas por el poder entre élites, así como entre partidos políticos, las acciones en torno a la construcción de lo nacional-democrático y las iniciativas (como reacción y resistencia) de sectores obreros, populares y étnicos ante el autoritarismo y otras formas de control social. Algunos investigadores tanto de América Latina como de Europa y Estados Unidos coinciden en admitir que desde finales de los ochenta, los movimientos sociales han ingresado en una nueva etapa. Dentro de las condiciones que rodean este proceso de redefinición, se destacan tres grandes fenómenos: en primer lugar, la incorporación de reformas neoliberales cuyos efectos, a partir de la ola de privatización y desregulación estatal, ha traído consigo la precarización de la vida de los ciudadanos y trabajadores, a propósito de la profundización del capitalismo transnacional, convertido ahora en vector del mundo social y cultural. En segundo lugar, un proceso de internacionalización y globalización que, además de incorporar nuevas formas de intervención geopolítica por la vía de los organismos multilaterales, la lucha antiterrorista y los tratados de libre comercio (TLC), ha introducido otros modos de construcción de la identidad, a propósito de un mayor posicionamiento del mercado, el consumo, las estéticas del cuerpo y las tecnologías digitales en la vida de las personas (Mato, 2005). Y en tercer lugar, la presencia de nuevas reivindicaciones y proyectos (más allá de la lucha de clases), especialmente centrados en la defensa del ambiente, la diversidad sexual y de género, y otras formas de agencia que propenden por la inclusión horizontal de otros grupos sociales. A la par, también es necesario tener en cuenta que estas nuevas expresiones están acompañadas de un nuevo escenario político en la América Latina y el Caribe, marcado por una compleja tensión entre gobiernos de centro-izquierda, gobiernos neoautoritarios y gobiernos reformistas. Esta coyuntura ha redefinido significativamente el papel de los movimientos sociales y sus estrategias de intervención. Mientras que en algunos países los movimientos sociales resisten y se oponen mediante acciones de protesta y movilización, otros encuentran en el Estado y las instituciones espacios de negociación y concertación para acceder a recursos, incidir en la política pública e incluso constituirse en fuerza política para acceder al poder.

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Parte de este escenario de cambios ha traído al espacio académico de las ciencias sociales el concepto de Nuevos Movimientos Sociales (NMS) (Melucci, 1999). Aunque parece un planteamiento reciente, desde la década de los setenta los investigadores del tema venían interrogando las expresiones emergentes de los movimientos sociales. En Europa y Estados Unidos se observaba con atención el fracaso de las políticas de intervención militar (guerra de Vietnam), la crisis económica internacional tras la devaluación del dólar y el despunte inflacionario del Tercer Mundo, la crisis petrolera que evidenció el agotamiento de los recursos energéticos así como la crisis del bloque socialista. Este ambiente impulsó la conformación de movimientos sociales renovados y con nuevos repertorios de acción, según el investigador italiano Alberto Melucci (1999). Por su parte, en América Latina y el Caribe, debido a un fenómeno creciente de inmigración del campo a la ciudad y la conformación de lo masivo-popular (Martín-Barbero, 2003; Romero, 2001), los investigadores centraron la atención en aquellas acciones colectivas que articularon la resistencia y la identidad. Si bien, aún se indagaba por movimientos sociales de carácter campesino y obrero (por ejemplo: los movimientos campesinos de Santiago del Estero en Argentina o el movimiento sindical de trabajadores metalúrgicos de São Paulo en Brasil), surgieron nuevos focos de experiencias, caracterizadas por la presencia de nuevos actores sociales, otras estrategias e ingeniosas formas de protesta social (Flórez, 2010). Varios casos ilustran el desplazamiento de la resistencia (como reacción al poder instituido) a la acción colectiva de los movimientos sociales (como programa de propósitos, estrategias e intervenciones específicas). Entre los más conocidos (sin desconocer la existencia de otros, también emblemáticos) destacan: el movimiento de lucha por los derechos, la verdad y la justicia de las Madres y Abuelas de la Plaza de Mayo en Argentina; el movimiento urbano Superbarrio de Ciudad de México, cuyo propósito fue la autogestión comunitaria ante la inasistencia del Estado evidenciada tras el terremoto de 1985; el movimiento cocalero del Chapare boliviano y su llamado a la resistencia colonial; y los paros cívicos colombianos cuyo eje de acción fue el acceso a derechos y a servicios públicos dignos (Flórez, 2010). Apoyados en Juliana Flórez (2010), se pueden identificar algunos elementos claves de estas nuevas expresiones en los movimientos sociales: • Nuevas relaciones entre los movimientos sociales y otros actores de la sociedad civil y el Estado.

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• Sus acciones colectivas no se supeditaron a las lógicas de funcionamiento de los partidos políticos y los sindicatos. • Sus propósitos no siempre estuvieron centrados en la resistencia a las hegemonías o en la lucha de clases. Varios movimientos empezaron a promover acciones para favorecer democracias participativas e inclusivas. • Sus demandas empezaron a transitar de lo económico-material a lo cultural-simbólico. • Fueron construidas estructuras organizativas más horizontales, descentralizadas y participativas. • Sus estrategias de acción pasaron del campo y la fábrica a la ciudad. Parte de estas acciones empezaron a ser desplegadas en espacios micropolíticos de la vida cotidiana. • Dos de los estudios más conocidos en la década de los ochenta (Calderón et ál., 1986; Jelin, 1985) coincidieron en afirmar que los movimientos sociales en América Latina estaban pasando por cambios radicales. En primer lugar, se evidenciaban cambios en su estructura y organización así como en sus estrategias de resistencia. En segundo lugar, surgieron temas de interés nuevos que convocaban la acción (la calidad de vida, el consumo, el mercado, la defensa del territorio, la relación entre grupos étnicos y Estado así como la verdad y la justicia en torno a los desaparecidos y asesinados en regímenes autoritarios y de conflicto interno). Y en tercer lugar, acogieron de manera decidida valores como la solidaridad y la autogestión. En suma, esta aproximación preliminar muestra que el análisis de los movimientos sociales y de la acción colectiva exige miradas interdisciplinarias que permitan comprender las articulaciones entre las dimensiones políticas, económicas y socioculturales de estos fenómenos. También confirma que las condiciones de cada época hacen posible un doble movimiento que puede ser entendido desde aquello que Bourdieu definió como los habitus: predisposiciones que van de las estructuras sociales a los sujetos y elementos subjetivos procedentes de estos que afectan el orden social. Asimismo, permite entender por qué fueron abandonadas perspectivas funcionalistas y marxistas de los movimientos sociales, lo que ha conducido a giros epistemológicos y metodológicos para su estudio. Volviendo al objeto de estudio presentado inicialmente, se puede señalar que la indagación de los movimientos sociales en Colombia después de 1948 y su 74


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relación con la durabilidad del conflicto plantea otras exigencias investigativas. Si bien son muchas las coincidencias en torno a situaciones e influencias ideológicas entre Colombia y otros países de la región, es necesario abordar el papel de los movimientos sociales en el contexto del conflicto interno y sus mutaciones a lo largo de las últimas seis décadas. En palabras de Perea (2009), se trata de comprender la construcción de la cultura política desde sus diversos actores (en este caso aquellos que conforman y participan de los movimientos sociales), más allá de la relación funcional entre símbolo y acto, frecuentemente incorporada en los estudios sobre los discursos de las élites y los de sus adversarios (obreros, campesinos, indígenas, estudiantes), los cuales se han concentrado en las relaciones entre lenguaje, representaciones e ideologías de los agentes sociales involucrados. Por esta razón, además de reconocer las transformaciones de los movimientos sociales (en sus valores, propósitos y estrategias), es imprescindible develar la configuración del actor colectivo en el contexto del orden social y la cultura política colombiana. Este asunto es problemático, especialmente si se tiene en cuenta que, mientras para ciertos sectores las trasformaciones de los movimientos son una expresión de pérdida y obsolescencia política, dadas sus distancias de las estructuras partidistas, para otros son una opción que revitaliza las luchas y que augura nuevas posibilidades en la garantía de los derechos y las libertades constitucionales. Sin embargo, los acontecimientos de los últimos decenios indican que fenómenos como la lucha bipartidista del periodo de la violencia, el escenario antidemocrático del Frente Nacional, así como las prácticas de actores interesados en el control territorial con distintos intereses (guerrillas, grupos paramilitares y carteles del narcotráfico) se han constituido en un marco de acción justificatorio y estratégico para la acción colectiva. Parte de este análisis deberá ser realizado en futuras investigaciones. Por ahora, se avanzará en la construcción de un estado de arte que permita vislumbrar algunas de las perspectivas desarrolladas por los investigadores, haciendo énfasis en América Latina y el Caribe. Dado que son varias las revisiones hechas sobre este objeto de estudio y, para no reiterar, se llevará a cabo un abordaje en tres direcciones. En primer lugar, se hará una alusión breve a los conceptos movimientos sociales, acción colectiva y protesta social. Esto teniendo en cuenta que, al ser conceptos cargados de cierta polisemia en el campo de las ciencias sociales, los riesgos de su relativización o de su carácter implícito en cualquier iniciativa ciudadana pueden traer consigo su banalización.

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En segundo lugar, se presentará una clasificación de perspectivas y tendencias sobre los estudios de los movimientos sociales en la región. Para no caer en una taxonomía general sobre el tema, se indagará el lugar del conflicto y la violencia en el desarrollo de estas experiencias. También será analizado el escenario político en el que se despliegan dichas iniciativas. Y en tercer lugar, se realizará un balance de este entramado de tipologías con el fin de establecer sus aportes al objeto de estudio que será desarrollado en la siguiente fase de la investigación.

Movimiento sociales, acción colectiva y protesta social El término movimiento social fue introducido tempranamente en el campo académico por Lorenz Von Stein, a través del trabajo titulado Historia de los movimientos sociales franceses desde 1789 hasta el presente (1850). Stein entendía en su momento el movimiento social como un conjunto de aspiraciones de sectores sociales (organizados en clases u otras tipologías) para influir sobre el Estado, dadas las desigualdades fomentadas por la economía capitalista. Inicialmente, estas aspiraciones estuvieron asociadas con opciones de representación de estos sectores en los sistemas de gobierno (Tilly y Wood, 2008). A lo largo del siglo XIX, los movimientos sociales tuvieron un lugar protagónico, especialmente en el contexto de las tradiciones políticas más influyentes del mundo occidental (la conformación del Estado nacional tras la revolución francesa, el parlamentarismo británico y la independencia norteamericana). En aquel tiempo, los movimientos empezaron a mostrar, al menos, tres escenarios de acción: la reivindicación de sus derechos (especialmente en el contexto de la lucha obrera y anticapitalista); el interés por la restauración de la democracia, ultrajada tras la instauración de regímenes autoritarios; y el interés de varios sectores por ser parte de las instituciones (espacios de toma de decisiones) a través de mecanismos de representación. A manera de ilustración, apoyados en Tilly y Wood (2008), se puede señalar que lo ocurrido en Gran Bretaña y Estados Unidos a lo largo del siglo XIX, en el marco de la revolución industrial y el desarrollo de la nueva economía capitalista, trajo consigo un abanico de acciones populares frecuentemente centradas en la protesta, la reivindicación de los derechos y la generación de lazos con otras agrupaciones, más allá de lo nacional. Particularmente, este último aspecto es llamado por los autores norteamericanos en mención “modularidad política”, es decir, la emergencia de ciertas capacidades y recursos organizativos y de protesta para que las luchas fuesen capaces de atravesar fronteras. No obstante, cada contexto nacional y local agregó sus propios elementos culturales al proceso. 76


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A lo largo del siglo XX los movimientos sociales adquirieron nuevos objetivos y otras formas de funcionamiento. Parte de estos giros tuvo lugar en el contexto del periodo de entreguerras, los procesos de colonización y un considerable despliegue militar en América Latina que se concretó en regímenes autoritarios. Aunque la lucha obrera continuó siendo un referente importante para el análisis de los movimientos sociales, el ambiente de la posguerra empezaba a generar nuevas preguntas, más allá de la protesta social y de la resistencia. Por esta razón, hacia los setenta, el concepto de movimiento social volvió a ganar cierto interés en el campo académico de las ciencias sociales. No solo por el desafiante camino adoptado por diversos grupos en el nuevo continente (desde populares-barriales, pasando por movimientos de mujeres y de jóvenes, hasta agregaciones de carácter comunitario), sino también por la influencia de procesos que se estaban desarrollando en otros lugares del mundo, tales como la conformación de colectivos de acción cívica en varios países de Europa, así como un inusitado ambiente de renovación política en el contexto de la descolonización que vivían Asia y África. Ya en los ochenta los movimientos sociales no se supeditaron a la protesta o la movilización social como mecanismos de presión para negociar pliegos de peticiones. Tras las llamadas acciones colectivas también surgieron las acciones afirmativas, esto es, las luchas por el reconocimiento de “discriminaciones positivas”, asociadas con la conquista de derechos diferenciales, dirigidos a aquellos grupos que, en el tiempo, vivieron en condiciones de desventaja estructural. También se evidenció el interés por influir en la opinión pública, desplegar formas de comunicación alternativas así como generar estrategias para incidir en la política pública, en el contexto de los marcos constitucionales y legales de los Estados. De acuerdo con lo anterior, se puede concluir que los movimientos sociales son expresiones simbólicas, humanas y sociales de la acción colectiva. Estas expresiones generalmente enfrentan injusticias, desigualdades y/o exclusiones, las cuales hacen parte de conflictos con diversas características. Al parecer, la existencia del conflicto está en el propio devenir de las sociedades y en sus dimensiones políticas, económicas y culturales. El conflicto desempeña un papel importante en las dinámicas tanto de la sociedad y el Estado como de los movimientos sociales, dado que estos últimos no siempre buscan la eliminación del adversario, pero sí su confrontación agonística (Mouffe, 2005). A este respecto, Alain Touraine plantea que, en una perspectiva histórica y sociológica, los movimientos sociales se inscriben en dinámicas civilistas y en aspiraciones frecuentemente relacionadas con la construcción de la democracia 77


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y el rechazo a las acciones armadas. Por esta razón, aunque las acciones del movimiento social se originen en el núcleo de los propios conflictos, sus propósitos son divergentes, en la medida que no pretenden perpetuar la eliminación del otro, sino instituir otras formas de funcionamiento del orden social. En esta línea de reflexión, es importante resaltar cómo en la década de los setenta, una vez los movimien­tos sociales ganaron una visibilidad considerable en la región, los aportes teóricos de Touraine en Actores sociales y sistemas políticos en América Lati­na (1987), así como en Las sociedades dependientes, ensayos sobre América Latina (1976), permitieron analizar los movimientos sociales en relación con los sistemas políticos. A esta perspectiva se pueden añadir otros autores que, aun cuando comparten la misma perspectiva, introdujeron la noción nuevos movimientos sociales, tales como Scherer-Warren y Krischke (1987), Laranjeira (1990) y Camacho y Menjívar (1989). En el contexto latinoamericano, específicamente en torno a los planteamientos sobre las transformaciones de la acción social colectiva y su relación con los procesos de democratización política y social, surgieron trabajos como los de Garretón (2002) y Gohn (1997), con explicaciones novedosas en torno a la relación movimientos sociales-acción colectiva. Asimismo, teorías ligadas a la visión norteamericana de la acción colectiva, como las de Tarrow (1999) y Rucht (1999), fueron acogidas por los investigadores de la región como opciones teóricas y metodológicas necesarias para estudiar los nuevos movimientos sociales. Esta aproximación no es tan distante de las reflexiones de Tilly y Wood, quienes afirman que los movimientos sociales son inherentes a las democracias occidentales, pues aunque en algunos momentos parecen fenómenos más bien excepcionales, su capacidad de acción y sus maneras de tramitar el conflicto complementan o entran en tensión con las formas tradicionales de la política y de lo público. Desde las revoluciones burguesas del siglo XVIII hasta las iniciativas más recientes de protesta global a través de redes sociales online, los movimientos sociales han buscado modos alternativos de participación en la cosa pública (Tilly y Wood, 2008). Tanto en América Latina y el Caribe como en Colombia, la estructuración del orden social ha estado atravesada por la coexistencia de formas premodernas, modernas y aun posmodernas, en términos de principios y valores democráticos. Tanto los movimientos sociales como la acción colectiva son constitutivos del proyecto de modernidad. Sus aspiraciones y conquistas suelen estar amparadas por categorías como el Estado nacional, la ciudadanía, la democracia, los derechos y lo público. Sin embargo, esto no excluye que los movimientos

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sociales pudieran haber surgido antes de la conformación de las repúblicas y la introducción de sus respectivas narrativas en la región. Para historiadores colombianos como Mauricio Archila (2003), tanto los movimientos sociales anteriores a la república como aquellos más recientes, no solo emplean acciones para solucionar conflictos o expresar su oposición a las desigualdades y exclusiones. También han dado pasos importantes relacionados con adaptaciones, resistencias y la generación de alternativas de manera creativa, en medio de la vida precaria que les rodea. Esto significa que no se sostienen solo a través de meras actitudes reactivas o de resistencia pasiva. Sus proyectos van más allá de las coyunturas, en tanto construyen y profundizan valores, conocimientos y proyectos colectivos. Aunque esta permanencia en el tiempo es un atributo muy importante en movimientos sociales de Argentina, Brasil y México, la situación en Colombia ha tenido otras particularidades. Según Archila (2003), esta es una de las fragilidades más llamativas de los movimientos colombianos, pues la permanencia no ha sido una de las características destacables de la acción social colectiva en el país. Por esta razón, en la tradición historiográfica y sociológica no siempre se tratan las categorías movimientos sociales o acción colectiva. También ha sido incluido el término protesta social. Las protestas sociales son acciones sociales de más de diez personas que irrumpen en espacios públicos para expresar intencionalmente demandas o presionar soluciones ante el Estado o entidades privadas (Archila, 2003). Esta definición evidencia que se trata de expresiones concretas de grupos, que también pueden ser movimientos sociales, sin requerir permanencia o expresión organizativa formal. En algunas ocasiones, son luchas aisladas que no constituyen movimiento. Sin embargo, también son mecanismos que pueden hacer visibles a los movimientos sociales, los cuales acuden a presiones organizativas o a prácticas no conflictivas de negociación para hacerse sentir públicamente. Finalmente, la relación protestas sociales- movimientos sociales-acciones colectivas conduce, necesariamente, a la noción de visibilidad de los actores sociales. Archila (2003) admite que esta categoría se ha convertido en una opción metodológica no exenta de implicaciones teóricas y políticas. Por visibilidad se entiende cualquier indicio o huella que dejan los actores sociales en torno a formas de movilización, a través de textos y emblemas. Implica tanto la voluntad de los actores de hacer pública su protesta como la forma en que los otros (por ejemplo: la prensa oficial, así como los medios de comunicación alternativos) perciben el acto.

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Aunque la acción colectiva es inherente a los movimientos sociales, dadas sus pretensiones de autonomía con respecto a las presiones del Estado, asunto que en el caso colombiano incluye, adicionalmente, la independencia de los actores armados, esta no siempre logra ser ejercida. Es evidente que esta autonomía tiene muchas restricciones, dada la existencia de una cultura política demoledora de lo social y de lo instituyente, situación que Perea (2009) explica en su análisis sobre el legado de la tradición de violencia bipartidista y de aquello que expresa el lema “Porque la sangre es espíritu”.1 Sin embargo, las restricciones para el ejercicio de la autonomía, como expresión de la acción colectiva, también han estado asociadas con las propias lógicas de funcionamiento de los movimientos sociales. Varios estudios muestran cómo algunos movimientos, especialmente de inspiración marxista, consideraban que la autonomía consistía en alejarse del bipartidismo, de la política electoral y de cualquier expresión de institucionalidad. Estos posicionamientos trajeron consigo no solo el desgaste del propio movimiento, sino también la desmotivación de sus integrantes. Aunque se pretendía instituir e incidir en la construcción de otro orden social, los actores sociales no pisaban siquiera la arena política del poder para lograr modificar sus reglas de juego (Archila, 2003; Bruckmann y Dos Santos, 2008). Esto explica por qué la inspiración de los nuevos movimientos sociales ha tenido variaciones considerables durante las últimas décadas. La acción colectiva ha adquirido un valor distinto y la autonomía ya no es asumida solamente como aislamiento y autoexclusión. La autonomía no consiste en prescindir del contradictor, por antagónico que este sea. Es claro que las protestas sociales y los movimientos sociales son tramitados en el terreno del conflicto. Esto hace que la acción colectiva de los movimientos sociales sea un objeto de estudio que requiere recursos teóricos y metodológicos renovados, pues las formas de lucha y las conquistas no son estables. Aunque sería necesario desarrollar conceptualmente la noción Nuevos Movimientos Sociales, generalmente atribuida al sociólogo Alberto Melucci (1999), esta será tratada en el estado de arte que será expuesto a continuación. Buena parte de las emergencias sociopolíticas contemporáneas están emparentadas con esta tendencia.

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“Porque la sangre es espíritu” es un lema analizado por Perea (2009) para mostrar la composición de la cultura política colombiana a partir de la década de los cuarenta, comprendida como una mediación entre el poder y los arreglos sociales, asunto que le confirió un poder especial a sectores sociales empeñados en introducir práctica colectivas violentas con el fin de arrastrar a la sociedad, no solo a las armas materiales, sino también a las armaduras simbólicas.


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Tendencias de los movimientos sociales: tránsitos y transiciones La historia de los movimientos sociales en América Latina es amplia y tiene características especiales, dependiendo de los proyectos políticos nacionales, las expresiones ideológicas que han estimulado los procesos de resistencia, así como las dimensiones identitarias asociadas con reivindicaciones como la clase social, la etnia y el género. Por esta razón, acudir a un marco explicativo sobre los orígenes de los movimientos sociales en la región, como abrebocas para reconocer sus principales vertientes, resultaría una labor ardua y poco relevante para los fines de esta revisión. Sin embargo, apoyados en Bruckmann y Dos Santos (2008), es posible identificar tres momentos claves en su proceso de configuración. El primer momento se caracteriza por una marcada influencia anarquista y marxista-leninista. El segundo está especialmente atravesado por los proyectos políticos de carácter populista y nacional-democrático. Y el tercero se inscribe en lo que algunos investigadores denominan autonomización y nuevas formas de resistencia, las cuales están evidentemente vinculadas a la globalización de los movimientos sociales.

Las influencias anarquista y marxista-leninista Las migraciones europeas de finales del siglo XIX e inicios del siglo XX tienen mucho que ver con esta primera etapa. La presencia de los recién llegados a las zonas urbanas, entre ellos artesanos y trabajadores, influyó rápidamente en la conformación de agrupaciones obreras con tendencias huelguistas. Entre 1917 y 1930 se evidenció un crecimiento sostenido de este fenómeno en la región, el cual se expresó en reivindicaciones específicas como la reducción de la jornada a ocho horas por día así como mejoras en las condiciones salariales, de trabajo y de vida de los obreros (Bruckmann y Dos Santos, 2008). Aunque las influencias de la revolución bolchevique y las premisas marxistas-leninistas marcaron un acento importante en el núcleo de estas expresiones, las influencias de la socialdemocracia también fueron frecuentes en algunas experiencias de movimientos sociales. Sin embargo, las condiciones endógenas, particularmente asociadas con la situación de los campesinos y de los indígenas en varios países de la región, mostraron que la acción de estos movimientos empezaba a encontrar trayectorias propias. Experiencias tempranas como la revolución mexicana de 1910 (cuya base fue mayoritariamente campesina), la conformación del sandinismo en Nicaragua, 81


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los levantamientos liderados por Farabundo Martí en El Salvador, las huelgas de masas cubanas así como la llamada Columna Prestes en Brasil, dan cuenta de los alcances de este primera tendencia. Aunque también es importante reconocer que, en algunos países, fueron frecuentes los proyectos de resistencia apoyados en alianzas entre los sectores populares y las pequeñas burguesías nacionales (Bruckmann y Dos Santos, 2008). Con otros referentes y formas de acción colectiva, este periodo también estuvo marcado por otro tipo de movimientos: el proletariado asalariado y los estudiantes. Mientras que el primero estuvo especialmente centrado en la lucha por las reivindicaciones salariales, expresado en casos como el movimiento minero de Chile (base del Partido Comunista) y en el sindicalismo temprano de Perú, Bolivia y Colombia, el segundo tuvo como epicentro la Reforma Universitaria de Córdoba de 1918. Particularmente, el movimiento estudiantil, además de un claro vínculo con el marxismo-leninismo y con la idea de una educación socialista, tuvo otras influencias que incorporaron la relación política-cultura-estética. En este caso, son ilustrativas las influencias de los muralistas mexicanos y las tesis sobre la identidad latinoamericana expresadas por José Carlos Mariátegui desde la década de los veinte (Bruckmann y Dos Santos, 2008).

Proyectos populistas y nacional-democráticos Este momento muestra una tendencia más compleja en las acciones de los movimientos sociales que incluyeron variables nuevas en los países de la región: conformación de gobiernos nacionales de base popular; luchas sociales con contenidos democráticos y antiimperialistas; luchas obreras y étnicas emparentadas con reivindicaciones anticolonialistas; surgimiento de nuevas luchas, más allá de lo obrero y lo campesino. Sin embargo, las orientaciones ideológicas y prácticas empezaron a mostrar diferencias importantes. Una de ellas estuvo relacionada con el problema de la tierra. Mientras que para algunos movimientos era imprescindible promover una reforma agraria desde la dirección del Estado, para otros era suficiente con el acceso a la pequeña propiedad, incluso empleando la fuerza. En relación con el primer aspecto, son varias las experiencias que muestran la importancia que adquirió lo popular en la construcción de lo nacional-democrático. Desde la década de los cuarenta, varios gobiernos de la región buscaron apoyarse en los sectores populares y estructurar sus movimientos sociales en el contexto de luchas nacional-democráticas. Los obreros desempeñaron un papel

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fundamental en esta nueva alianza. El peronismo en Argentina, el varguismo en Brasil y el cardenismo en México ejemplifican parte de este fenómeno. Para Bruckmann y Dos Santos (2008), este perfil nacional-democrático se convirtió en generador de una nueva clase obrera. Sin embargo, también fue una construcción social que fue ingresando en la esfera de la narrativa antiimperialista, tras el advenimiento de la guerra fría de la década de los cincuenta en adelante, que una vez más ponía en escena al socialismo como alternativa. Este ambiente fue animado por dos situaciones especiales: la revolución cubana, cuya concreción fue lograda por la vía de la guerra de guerrillas, y la conformación del primer gobierno socialista por la vía legal-democrática en Chile, que rápidamente fue depuesto mediante un golpe de Estado en 1973. Simultáneamente, entre los cincuenta y setenta, los movimientos campesinos también emprendieron luchas importantes que se tradujeron en su rechazo al latifundio y a las formas premodernas de contratación del campesinado. Por supuesto que el debate entre la colectivización de la tierra mediante una reforma agraria y la posesión privada de esta fue permanente y motivo de rupturas internas. Pese a estas diferencias, hubo conquistas destacables como la huelga de masas en El Salvador, la revolución de Arbenz en Guatemala hacia 1952, la revolución boliviana fruto de la alianza entre milicias campesinas y mineras, las Ligas Campesinas de Brasil hacia finales de los cincuenta y el intento de reforma de Frei y Allende en Chile (Bruckmann y Dos Santos, 2008). Luego de un momento de conquistas laborales y triunfos por el reconocimiento de los indígenas, los afrodescendientes, las mujeres y los jóvenes como actores sociales válidos y sujetos de derechos, el ambiente de finales de los setenta e inicios de los ochenta se modificó radicalmente. Las dictaduras militares se consolidaron no solo mediante la implementación de medidas antidemocráticas, sino a través de la represión y el terror. Además de Chile, Argentina y Uruguay fueron objeto de una nueva modalidad de autoritarismo, que paradójicamente se convirtió en la piedra angular de las futuras reformas económicas de la región.

Nuevas resistencias y globalización de los movimientos sociales Pese a las derrotas de muchos movimientos sociales en el continente, las transformaciones provocadas por la incorporación del modelo económico aperturista, los procesos de desregulación laboral así como un inusitado fenómeno de globalización cultural, pronto se constituyeron en condiciones fundamentales para emprender nuevos proyectos de acción colectiva. Este momento (iniciado

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desde finales de los setenta) posee dos características principales: la presencia de nuevos propósitos y mecanismos de lucha política y un creciente proceso de globalización de movimientos sociales, logrado en parte por el impulso de redes, comunidades e inteligencias colectivas mediadas por tecnologías digitales y la virtualización de la vida (Escobar, 2005). Varias experiencias se consolidaban de manera silenciosa desde los ochenta, pese al ambiente de autoritarismo auspiciado por militares y élites locales: el retorno de las reivindicaciones asociadas con la reforma agraria, tal como lo ilustra el Movimiento de los Sin Tierra (MST) de Brasil, un énfasis importante en lo popular, la educación y la liberación, proceso llevado a cabo en Brasil, Colombia, Uruguay, Chile y Argentina, bajo el legado de Freire y lo que se denominó educación popular; la cuestión étnica en sus acepciones campesinaindígena y campesina-negra; y el movimiento femenino, que no solo reivindicó el acceso a derechos civiles a partir del género, sino también la necesidad de incorporar la visión femenina en el mundo institucional, político y económico occidental-capitalista. En los noventa fue realizada la reforma neoliberal en toda la región, a partir de las orientaciones del Consenso de Washington. Con el desplome del socialismo en Europa Oriental y el debilitamiento de la izquierda en el mundo, el ingreso del libre mercado y de las reformas al Estado no fue una opción para ningún gobierno. Las consecuencias no se hicieron esperar. Santos las resume así:2 • La transnacionalización de la economía, protagonizada por empresas multinacionales que convierten las economías nacionales en economías locales. • La disminución vertiginosa del volumen de trabajo activo necesario para la producción de bienes, haciendo posible un crecimiento sin aumento de empleo. • El aumento del desempleo estructural, generador de procesos de exclusión social, agravados por la crisis del Estado providencia. • El aumento de la segmentación de los mercados de trabajo, de tal modo que en los segmentos desfavorecidos los trabajadores empleados permanecen, a pesar del salario, por debajo del nivel de pobreza.

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Este inventario fue tomado de Santos (2003, pp. 131-132), con algunas modificaciones.


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• La saturación de la búsqueda de muchos de los bienes de consumo de masas que caracterizan la civilización industrial, junto con la caída vertical de la oferta pública de bienes colectivos, tales como la salud, la enseñanza y la vivienda. • La destrucción ecológica, que paradójicamente alimenta las nuevas industrias y los servicios ecológicos, al mismo tiempo que degrada la calidad de vida de los ciudadanos en general. • Las alteraciones constantes en los procesos productivos que, para un gran número de trabajadores, hacen el trabajo más duro, penoso y fragmentado, y por esto mismo no susceptible de ser motivo de autoestima o generador de identidad operativa o de lealtad empresarial. Aunque parece un panorama que afectó en particular a los trabajadores, buena parte de estos fenómenos involucró de manera directa a jóvenes, mujeres, campesinos, indígenas, afrodescendientes y otros actores sociales. Por esta razón, ante una economía transnacional que subordinó lo local (Escobar, 2005) así como la herencia de valores coloniales que no han variado mucho desde el siglo XIX (traducidos en racismo, sexismo y patriarcalismo), las luchas contemporáneas han cambiado tanto sus propósitos como sus formas de funcionamiento. Luego, no solo son luchas sindicales y obreras, sino también luchas por el reconocimiento (de géneros, etnias, jóvenes, niños y niñas), por la defensa (de la tierra, el ambiente, el patrimonio y el conocimiento libre), por la memoria (de los vulnerados, desaparecidos y asesinados), por el acceso a derechos (DESC) y por la restitución (de territorios). Finalmente, es importante destacar que esta tendencia marca también un proceso de autonomización de los movimientos sociales. Es claro que estos buscan salirse del marco jurídico y político de los partidos, de las reivindicaciones nacional-democráticas adscritas a los populismos y de las aspiraciones desarrollistas auspiciadas por las perspectivas liberales introducidas en algunos movimientos.

Cuatro opciones para pensar los movimientos sociales en América Latina y el Caribe Dado que la revisión realizada hizo énfasis en investigaciones sobre movimientos sociales desarrolladas durante las últimas dos décadas, buena parte de los objetos de estudio están claramente asociados con esta tercera tendencia. Para guiar la lectura, luego de revisar cerca de cincuenta (50) resultados de investigación, expuestos a través de libros, capítulos de libros y artículos 85


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científicos, se pueden identificar cuatro agrupaciones referidas a los propósitos, estrategias y formas de funcionamiento de los movimientos sociales en América Latina y el Caribe, así: • Movimientos sociales y sistemas políticos • Movimientos sociales, territorio y ambiente • Dimensiones culturales de los movimientos sociales • Nuevos movimientos sociales.

Movimientos sociales y sistemas políticos en América Latina Este primer grupo se caracteriza por introducir objetos de estudio que observan la conformación y funcionamiento de los movimientos sociales alrededor de la clásica relación Estado-sociedad civil. En torno a dicha relación, los investigadores han analizado varios fenómenos: sistemas políticos que favorecen u obstaculizan la participación de la sociedad civil; niveles de confrontación, coexistencia o convivencia del Estado y la sociedad civil; marcos jurídicos y políticos estatales que motivan ciertos comportamientos en los movimientos sociales; influencias de la geopolítica continental y de las relaciones internacionales en el despliegue de los movimientos sociales; fortalecimiento de la sociedad civil a partir de la acción de las Organizaciones No Gubernamentales (ONG) y de la Iglesia católica, entre otros. En primer lugar, existen algunos trabajos que indagan en las relaciones entre los movimientos sociales, los sistemas políticos (generalmente en torno a la organización de partidos políticos) y las ONG en los países latinoamericanos y del Caribe. El trabajo de Silvio Coccio (2006) analiza los cambios políticos acelerados por los que ha pasado el continente, tanto en los procesos de integración como en los de conflicto, así como el papel cada vez más importante de la sociedad civil en estos cambios. La investigación analizó la tensa relación entre Estado y sociedad civil, haciendo énfasis en el lugar de las ONG en estas dinámicas. Apoyado en una metodología que combinó lo cualitativo y lo cuantitativo, incluyendo casos de diecisiete países del continente, Coccio observó cómo las movilizaciones sociales se han ampliado durante los últimos diez años alrededor de los derechos económicos sociales y culturales así como el acceso a mejores condiciones de vida. Destacó, en particular, cómo en el Ecuador las mayores movilizaciones han sido promovidas alrededor de la disputa por la renta del petróleo y por la Constituyente. En Argentina son varios los temas, pero resalta 86


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el caso del conflicto con las papeleras. En Brasil sobresale la lucha por la tierra. En Costa Rica las mayores movilizaciones se han dado en contra de la firma del Tratado de Libre Comercio (TLC). Y en Panamá han sido varias las movilizaciones en contra de la ampliación del Canal. Otro trabajo destacable de este primer grupo es el de Ramírez (2006), quien analiza la relación entre Estado y movimientos sociales, atendiendo a una hipótesis: la acción política cambia en la era del postneoliberalismo. Ramírez presenta un escenario en la región que modifica sustantivamente la relación entre Estado y sociedad civil. Menciona que la sociedad civil, entendida como una esfera social distinta del Estado y del mercado, incluye ciudadanos, asociaciones y movimientos sociales que problematizan nuevas cuestiones, disputan sus derechos y buscan ampliar la participación y su incidencia pública en el proceso político. Se trata, según el investigador, de un desafío a las lógicas de la política institucional. Metodológicamente, el trabajo buscó articular categorías analíticas de las ciencias sociales con las narraciones y reflexiones provenientes de las propias organizaciones sociales. Uno de los principales hallazgos es el valor que adquiere la conformación de redes para construir propuestas más allá de las protestas y movilizaciones. Para apoyar este planteamiento, el autor detalla las propuestas generadas en experiencias tales como: los movimientos de los municipios alternativos de Brasil; los presupuestos participativos; la gestión participativa en Ecuador; los modelos de gestión participativa en Colombia; la ley de participación popular en Bolivia, entre otros. Como se observa, se trata de expresiones sociales que acuerdan formas de interacción con el Estado, no siempre armónicas. Otra investigación importante dentro de este grupo es la de Mirza (2006), quien desarrolla un estudio alrededor de cinco hipótesis sobre la relación entre los movimientos sociales, la democracia y los sistemas políticos en América Latina y el Caribe. Las cinco hipótesis se sintetizan en la siguiente premisa: los procesos de reforma operados a lo largo de dos décadas (en el plano económico, en la recomposición del Estado y en la prevalencia del merca­do) suscitan al menos gran­des interrogantes que deberían ser abordados de un modo plenamente democrático bajo las acciones sostenidas de los movimientos sociales. Según el investigador, estos interrogantes deben ser resueltos en procura de modelos alternativos, con miras a la superación de la crisis estructural que padece la mayor parte de las naciones del subcontinente. El estudio indica que los movimientos sociales han hecho aportes importantes, no solo como portadores de legitimidad, sino también como promotores 87


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de prácticas sociales que han procurado nuevas formas de articulación de intereses y as­piraciones. Para Mirza (2006) este acontecimiento muestra que la sociedad latinoamericana se encuentra de cara a una redefinición sustancial del valor de la política y la democracia, a la vez que ha empezado a descubrir las condiciones necesarias para repensar la institucionalidad. No se trata de instituciones que simulan la participación, sino que la pueden llegar a convertir en la base de la estabilidad democrática en el largo plazo. En relación con investigaciones situadas en países específicos de la región, se puede señalar que los estudios son abundantes. A manera de ejemplo, se destacan estudios realizados en Venezuela, los cuales se han dedicado a observar las coyunturas de su régimen político en relación con las transformaciones de los movimientos sociales. El trabajo llevado a cabo a través del Observatorio de Venezuela (Línea Dinámicas Políticas de América Latina) y el Centro de Estudios Políticos e Internacionales (CEPI, facultades de Ciencia Política y Gobierno y de Relaciones Internacionales de la Universidad del Rosario, Bogotá) (2009) ha hecho importantes aportes al respecto. Anteponiendo la pregunta por las relaciones y tensiones entre democracia, sistemas políticos y movimientos sociales en Venezuela, el Observatorio ha abordado cinco líneas temáticas, así: el modelo de desarrollo económico; el reposicionamiento de Venezuela en materia internacional (nivel regional y global); el tema de la seguridad y la defensa integral de la nación; la nueva visión geopolítica y neoeconómica; la política petrolera; la política social; un nuevo modelo de Estado caracterizado por la democracia participativa y la simbiosis cívico-militar; un nuevo pensamiento militar y el papel de la Fuerza Armada Nacional en el desarrollo el proyecto político. Aunque no es posible identificar resultados de investigación como tal, el Observatorio sí explicita su interés de analizar y visibilizar la relación entre el régimen político y la sociedad civil, particularmente a través de los movimientos sociales. Dada la situación política y económica de Venezuela, tras la incorporación de un tipo de socialismo cívico-militar amparado en un orden constitucional especial, son diversas las inquietudes en torno al lugar de los partidos políticos tradicionales, los retos de la oposición y la importancia de los movimientos sociales tanto en su fortalecimiento interno como en su despliegue público. Estas son las preguntas que surgen de la actividad constante del Observatorio. Otro ejemplo de trabajos que buscan indagar en coyunturas asociadas con los regímenes políticos es el realizado por el investigador David Lewis (1996), quien aborda los procesos de integración y los espacios de concertación de los 88


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movimientos sociales en países del Caribe como Guyana y Trinidad y Tobago. Ante la incapacidad de las organizaciones tradicionales, como los partidos, los sindicatos y las iglesias, para responder a las necesidades inmediatas de la sociedad civil caribeña, han surgido nuevas formas de organización, gestión y participación política a nivel local. Lewis afirma que estas experiencias han operado, en ocasiones, en forma complementaria al sistema tradicional de poder político y, en otras, en evidente oposición. Estos grupos sociales marginados han encontrado cierta autonomía, como sociedad civil, y se perfilan como actores estratégicos en el proceso de integración regional. Al respecto, las ONG han tenido un papel considerable en este cambio. El balance de estas iniciativas está asociado con la presencia de alternativas de transformación económica en el nivel micro de la sociedad. Se destacan además los niveles de sostenibilidad y autosuficiencia de las poblaciones marginadas, las cuales, a su vez, se han vinculado a iniciativas de participación a nivel comunitario, nacional y regional. Finalmente, se destaca el papel que ha desempeñado la educación popular en el trabajo efectuado por las distintas ONG en el Caribe angloparlante (Lewis, 1996, p. 9). Para cerrar este grupo es imprescindible aludir a otro tipo de investigaciones que analizan las formas de acción colectiva de los movimientos sociales a raíz de las tensiones entre estos y los regímenes políticos nacionales y las dinámicas globales. A través del sugerente título “Globalifóbicos Vs Globalitarios”, Andrés Serbín (2006) aborda la emergencia del llamado “multilateralismo complejo” y de las reacciones antiglobalización. Su interés es analizar, sin perder de vista los regímenes políticos de los países, el papel de los actores no estatales en la actual dinámica de globalización. Para tal efecto, focaliza la atención en la relación sociedad civil y movimientos sociales transnacionales, a fin de comprender sus formas de cristalización en el marco de los procesos de integración regional en América Latina y el Caribe. Serbín anota que es evidente en el tiempo presente la consolidación de una sociedad civil transnacional, convertida ahora un actor relevante del sistema internacional. Esta conclusión surge luego de analizar el entramado de debilidades, fortalezas, estrategias, agendas y estructuras organizativas de varios movimientos sociales en la región. Se trata incluso de algo más complejo, según el investigador argentino: el advenimiento de una sociedad civil regional emergente que tiene por delante desafíos que van de lo local y nacional a lo regional y global. Otros dos ejemplos que sirven para comprender la fuerza que han tomado los análisis sobre la dinámica del Estado y la sociedad civil en el contexto 89


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regional y global, lo proveen los informes titulados: “Democracia, Movimientos Sociales y Participación ciudadana en América Latina y El Caribe” (V Conferencia General del Episcopado Latinoamericano, 2009) y “La protesta social como respuesta a las políticas económicas predominantes en América Latina” (Sanchís, 2004). Aunque no son investigaciones propiamente dichas, tienen la particularidad de convertirse en productos que visibilizan las perspectivas de los movimientos sociales en la región. En relación con el primer informe, es importante destacar que su interés partió de analizar la situación y las perspectivas de la democracia y la participación ciudadana en América Latina y el Caribe, así como identificar las orientaciones para contribuir a fortalecer los procesos democráticos en la región. Obviamente, este interés está enmarcado en lo que la Iglesia católica llama “Enseñanza Social de la Iglesia”. Basándose en las experiencias de movimientos sociales de distintos países, este sector de la Iglesia constató su preocupación por el acelerado avance de diversas formas de regresión autoritaria y con los sofismas de la democracia procedimental. Según lo expresan en el texto, la democracia participativa depende la acción de los movimientos sociales y de su lucha incesante por la promoción y el respeto de los derechos humanos. Por su parte, el informe de Sanchís (2004) da cuenta de las perspectivas de varios movimientos sociales en Colombia que asumen el desafío de pensar la relación entre lo local y lo global alrededor de las problemáticas sociales generadas por la implementación de la economía transnacional. Reunidos en un ambiente de diálogo de saberes, los integrantes de estos movimientos plantearon varias consideraciones que van desde la protesta social como respuesta a las políticas económicas predominantes en América Latina hasta la incorporación de estrategias de resistencia a las prácticas de las corporaciones ya instaladas en Colombia. La premisa de Sanchís (2004, p. 24) coincide con la de otros autores: “… a medida que se fue consolidando la soberanía de las leyes del mercado, se debilitó la autonomía de los gobiernos para definir sus acciones y políticas. Al mismo tiempo, el sistema político asentado en la representación partidaria comenzó a mostrar sus limitaciones para canalizar el descontento y malestar que producen las políticas neoliberales en amplias capas de la población latinoamericana”. Asimismo, concluye la autora, cuanto más se abren las economías, más tienden a debilitarse los canales políticos y sociales que permiten la expresión y participación de diversos actores. Estas circunstancias han sido tenidas en cuenta por muchos movimientos sociales colombianos para focalizar sus acciones colectivas en contra de los proyectos económicos transnacionales, apoyados en figuras como el TLC. 90


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Movimientos sociales, territorio y ambiente Este grupo de investigaciones ha identificado como foco de interpretación clave las acciones llevadas a cabo por movimientos sociales de la región en dos vías fundamentales: la defensa del territorio y su relación con reformas agrarias que contribuyan a cerrar las brechas estructurales existentes, y la lucha por el ambiente como derecho fundamental, particularmente amenazado por el despliegue del modelo económico transnacional. En relación con la primera aproximación, es destacable la investigación del sociólogo uruguayo Diego Piñeiro (2004), quien buscó articular las categorías movimientos sociales, gobernanza ambiental y desarrollo territorial rural mediante una revisión documental y un análisis empírico de movimientos. El estudio inició con la construcción de un estado de arte sobre los enfoques y conceptos en torno a la relación de las tres categorías mencionadas. A partir de esta revisión, el autor se acercó a seis experiencias de movimientos sociales del agro latinoamericano para reconocer sus singularidades, así como para descubrir su relevancia social y política en el contexto de la acción colectiva. Los hallazgos muestran que los tres conceptos se hayan vinculados por una categoría más general: la crisis del Estado-nación, particularmente en la forma que este adoptó durante casi todo el siglo XX, la cual intentó cristalizar un Estado de Bienestar que, al parecer, más bien fue una emulación. De otra parte, el investigador llama la atención acerca de la noción gobernanza, cuyo significado tiende a oscurecer el hecho de que las sociedades humanas están surcadas por relaciones de poder. Cuando se habla de gobernanza se piensa en la creación de consensos a través de negociaciones entre el Estado y la sociedad civil como forma de mejorar la gobernabilidad. Finalmente, apoyado en la pregunta ¿Qué relevancia tiene la cuestión ambiental y el desarrollo territorial en los principales Movimientos Sociales del continente?, Piñeiro descubre semejanzas y diferencias importantes entre los movimientos analizados. Una de las conclusiones más llamativas es que el territorio sigue siendo uno de principales propósitos de la acción colectiva, así se pretenda minimizar su valor social y económico en tiempos de globalización. Las experiencias indican que las reivindicaciones no se centran solo en el acceso a beneficios asociados con la explotación de la tierra, sino también en la necesidad de emprender modificaciones estructurales en torno a la posesión de la tierra en los países de la región. En relación con el componente ambiental de este segundo grupo, se identificaron varios trabajos que abordan las plataformas políticas y algunas 91


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experiencias de los movimientos sociales llamados ambientalistas. Aunque algunos son agrupaciones que suelen vincular categorías que hoy se encuentran en el terreno de la política institucional y los organismos multilaterales, tales como medio ambiente y desarrollo sostenible, otros han incorporado perspectivas preferiblemente inscritas en las nociones de ecología, naturaleza, tradición ancestral y política. El investigador mexicano José Vargas (2005) ha llevado a cabo algunos estudios al respecto. Particularmente, en el trabajo titulado Movimientos sociales para el reconocimiento de los movimientos indígenas y la ecología política indígena, analiza la relación entre los movimientos sociales convencionales y los movimientos indígenas. En el interés de descifrar los aspectos diferenciales de los segundos, propone el concepto ecología política indígena. Este planteamiento sugiere que, en el ámbito de la investigación social, los movimientos indígenas no pueden seguir siendo estudiados como los demás movimientos sociales, pues existen otras dimensiones de sus dinámicas que lejos están de la racionalidad propia de la política moderna. Para argumentar lo anterior, Vargas explora los orígenes de los movimientos indígenas en dos contextos pluriétnicos de la región: México y Ecuador. Algunos movimientos indígenas de estos dos contextos se reafirman como constructores de identidades culturales, que buscan recobrar sus tradiciones mediante el saber ancestral ecológico-indígena, a propósito del predominio de los valores occidentales de la modernidad incorporados en la región desde hace algo más de cinco siglos. Por esta razón, las acciones de los indígenas organizados no solo se inscriben en la protesta o el acceso a beneficios. Se trata de prácticas que buscan, a la vez que autonomía y autogobierno en sus territorios, conquistar políticas de inclusión social en clave de interculturalidad. Esta exploración le permite a Vargas introducir la noción de ecología política indígena, comprendida como una perspectiva que incluye la preservación, defensa, aplicación e integración del conocimiento tradicional, que se nutre de la cultura indígena campesina y de una ecología otra. El investigador augura que la transnacionalización del movimiento indígena en la región es un camino fundamental para enfrentar estos desafíos. Finalmente, se encuentra la investigación de Eduardo Gudynas (1992), quien presenta la idea de un ambientalismo latinoamericano, comprendido como un conjunto de movimientos sociales de carácter diverso y heterogéneo, que a la vez propenden por la unidad y la pertenencia a la naturaleza y a formas comunitarias que fomenten modos de vida comunitarios. En la región es posible, 92


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según el investigador, identificar dos tendencias al respecto: los administradores ambientales y aquellos que comprenden la situación ambiental como parte y efecto de problemáticas socioculturales, políticas y económicas atravesadas por el poder. Según Gudynas (1992), los movimientos sociales de los últimos años han empezado a adquirir una creciente preocupación por la dimensión ambiental de las sociedades, tras el incremento de actividades como la minería, la pesca y la explotación maderera en el contexto de la apertura económica y los TLC. El autor concluye que las principales preocupaciones de los movimientos ambientalistas se centran en: la conservación y manejo de ecosistemas naturales; el impacto de las actividades humanas sobre el entorno (tales como la deforestación, la contaminación, o la expansión urbana); y la consideración de la articulación ambiente-desarrollo. Sin embargo, prevé que otros temas ocuparán las agendas de estos movimientos, entre ellos: la situación de las grandes ciudades y su expansión (en particular la contaminación); el manejo de residuos y la marginación social; la gestión de los ambientes naturales, pues es imperiosa la implementación de acciones institucionales y de otros actores sociales para recuperar ecosistemas y especies en peligro; y la generación de alternativas agropecuarias a escala ecológica. Otros temas, más futuristas aún, tienen que ver con la relación entre comercio internacional y la industrialización a escala ecológica. Finalmente, advierte el investigador, es necesario preocuparse tanto por las posturas mesiánicas como con por aquellas que provienen del llamado neoliberalismo verde, las cuales suelen incluir discursos que buscan preservar para explotar. Por esta razón, es imprescindible para los ambientalistas construir plataformas políticas conjuntas con otros movimientos sociales para enfrentar, tanto en los espacios formales como en los no formales, estas utopías y obligaciones con la naturaleza y con la vida.

Dimensiones culturales de los movimientos sociales: las cuestiones étnica y de género Este conjunto de trabajos, de entrada, enfrenta un riesgo inminente: la dimensión cultural es inherente a todos los movimientos sociales, cualquiera sea su carácter. Sin embargo, ha sido casi obligatorio incluir esta tendencia en la medida que varios estudios han hecho énfasis en la categoría cultura, quizás en su interés por hacer visibles otras expresiones de lucha, frecuentemente asociadas con la cuestión étnica y de género. Dado que es, seguramente, uno de los tópicos mayormente trabajados en las investigaciones de la última década en la 93


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región, se presentarán algunos ejemplos con el propósito de situar las discusiones más relevantes al respecto. En relación con la cuestión étnica, es importante destacar una fuente que compila varios resultados de investigación en América Latina y el Caribe, relacionados con movimientos sociales indígenas y afrodescendientes, interesados en reivindicar orígenes, tradiciones, prácticas y hasta propuestas alternativas de orden sociopolítico y económico para las sociedades del tiempo presente. Se trata del texto titulado Diversidad cultural y desigualdad social en América Latina y el Caribe: Desafíos de la integración global (De la Fontaine y Aparicio, 2008), un trabajo que incluye perspectivas analíticas basadas en experiencias de varios países de la región que enfrentan la paradoja de la diversidad étnico-cultural y la desigualdad racial. Inicialmente, el trabajo presenta tres planteamientos que problematizan las relaciones entre cultura y globalización. Estos pueden resumirse de la siguiente forma: esta relación ha traído como consecuencia la regresión y la homogeneización de las culturas locales; esta relación ha obligado a la resistencia contra la dominación cultural; y esta relación debe ser comprendida en términos de una hibridación cultural que define la fusión, mezcla y resignación constante de las culturas locales y globales. Los investigadores abordaron ejes como la participación, la desigualdad, las propuestas alternativas de carácter económico, el problema de la tierra y los desafíos de la autonomía y el autogobierno. En primer lugar, el investigador Hans-Jürgen Burchardt (2008) plantea una pregunta clave en relación con el aparente tránsito macroeconómico del neoliberalismo al “Post-Washington Consensus” y las consecuencias sociales asociadas con la cuestión indígena. Explora las grandes problemáticas de los movimientos indígenas para enfrentar los condicionamientos macroeconómicos frente a su interés por sostener y desarrollar conceptos propios y estructuras de economía alternativa. Esta perspectiva es complementada por Heinz Neuser (2008), quien analiza la situación de las poblaciones indígenas y sus formas de participación política. Participación que, cada vez es más restringida, al estar atravesada por contextos caracterizados por la desigualdad económica y la injusticia social. De otra parte, Michael Klode (2008) hace un análisis de algunas comunidades indígenas desde una perspectiva jurídica, observando las decisiones de la Corte Interamericana de Derechos Humanos en materia de derechos indígenas. El investigador considera que la internacionalización de la cuestión indígena y la exigibilidad judicial de determinados derechos son herramientas poderosas

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para que estos adquieran un lugar distinto en la sociedad, apelando a la defensa de sus identidades. Este planteamiento es complementado por Bernd Krehoff (2008), quien describe los elementos jurídicos más relevantes, desarrollados por la Corte a través de su jurisprudencia más reciente. Este asunto, evidentemente, se encuentra atravesado por la tensión entre el reconocimiento de los derechos de los indígenas y la situación de exclusión social históricamente perpetuada. En relación con estudios situados en los países seleccionados, se destacan los trabajos de: Tanja Ernst y Ana María Isidoro Losada (2008), quienes analizan el caso boliviano; Jonas Wolff (2008), dedicado a interpretar lo que denomina el debilitamiento del movimiento indígena en Ecuador; y Manuel Martínez Espinoza (2008), encargado de acompañar la experiencia del Zapatismo en México. En los dos primeros casos, los estudios muestran la profundización de la desigualdad económica y material así como grandes restricciones en los procesos de participación. En el tercer caso se presenta un escenario más optimista de autonomía y participación que, de todos modos, no escapa de la precariedad y abandono estatal. Ernst e Isidoro (2008) analizan los efectos acumulativos de la privación material, cultural y política de las comunidades indígenas bolivianas, como manifestaciones de la desigualdad vertical que suelen intensificarse a partir de lo que denominan expresiones de desigualdad horizontal (raza, clase, genero) y disparidades de espacio. Basadas en una percepción histórica específica, las autoras analizan las implicaciones para el ejercicio de la democracia de aquellas articulaciones entre exclusión social y discriminaciones que continúan vigentes en la actualidad. Wolff (2008) plantea algo similar para el caso ecuatoriano, solo que hace énfasis en el debilitamiento del movimiento indígena ecuatoriano, tras quedar marginado por las estrategias de la política nacional. A juicio del investigador, este “cercamiento” ha sido exitoso para los sectores dominantes ante el desafío indígena. Finalmente, Martínez Espinoza (2008) se centra en el tema de las demandas de autonomía indígena en torno al caso del Movimiento Zapatista en México. Considera que estos planteamientos obedecen a la estructuración de una plataforma política que no busca llegar al Estado formal ni tomarse el poder nacional, pero sí construir la autonomía y el reconocimiento en sus territorios. Esto les permite asumir la noción de buen gobierno mediante aquello que los zapatistas denominan “Juntas de Buen Gobierno”. Estas instituciones, fundadas por el Movimiento Zapatista para aplicar de forma unilateral su autonomía, ofrecen una importante explicación del surgimiento de las demandas de autonomía indígena en América Latina.

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Por su parte, los abordajes relacionados con los movimientos afrodescendientes también han ido creciendo en los últimos veinte años. Las perspectivas son variadas, generalmente inscritas en los derechos humanos, el multiculturalismo y la interculturalidad. Las categorías etnicidad, identidad y decolonialidad también suelen acompañar sus marcos interpretativos. A manera de ejemplo, se pueden considerar tres aproximaciones a partir de esta revisión: un estudio sobre movimientos sociales afrodescendientes y políticas de identidad en Colombia y Ecuador (Walsh, León y Restrepo, 2005); un análisis sobre la difícil situación de algunos movimientos afrodescendientes en el Brasil contemporáneo (Houfbauer, 2008; Schmelzer, 2008); y una investigación centrada en los procesos organizativos, jurídicos e identitarios de los pueblos afrodescendientes en el Ecuador. En relación con el primer estudio, Walsh, León y Restrepo (2005), ampliamente reconocidos por hacer investigaciones y procesos de acompañamiento a los movimientos afrodescendientes de estos países, declaran de entrada que durante la última década se ha producido una creciente visibilización de los pueblos negros en América Latina y en la Región Andina, tanto en sus procesos sociohistóricos, identitarios y organizativos como en la construcción de nuevas formas de subjetividad y pensamiento. Estos procesos han traído como consecuencia la desestabilización del discurso hegemónico de lo andino, que históricamente ha construido sus bases desde lo mestizo y aparentemente blanco. Luego de acompañar procesos y acciones de varios movimientos sociales afrodescendientes de la costa Pacífica colombiana y del Ecuador, los investigadores identifican patrones y diferencias en torno la cultura, la identidad y el poder. Muestran los distanciamientos entre las formas de la política moderna y los modos como se comprende el poder y la autoridad en las culturas afrodescendientes. Es así como se ponen en cuestión las estructuras, las instituciones y relaciones de la modernidad y la colonialidad, al tiempo que se identifican los factores que pueden llegar a desestabilizar los proyectos dominantes (2005, p. 212).3

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Quijano (2006, p. 45) plantea al respecto: “Quiero comenzar estas reflexiones señalando las dificultades de mirar o de pensar a los movimientos indígenas como si se tratara de poblaciones homogéneamente identificadas. Ecuador es el único lugar en donde la virtual totalidad de las identidades o etnicidades indígenas han logrado conformar una organización común, sin perjuicio de mantener las propias particularidades. El ecuatoriano es también el movimiento indígena que más temprano llegó a la idea de que la liberación de la colonialidad del poder no habría de consistir en la destrucción o eliminación de las otras identidades producidas en la historia del Ecuador, sino en la erradicación de las relaciones sociales materiales e intersubjetivas del patrón de poder así como también en la producción de un nuevo mundo histórico inter-cultural y una común autoridad política (puede ser el Estado), por lo tanto, inter-cultural e inter-nacional, más que multi-cultural o multi-nacional”.


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Al abordar el apartado sobre Colombia, los autores concluyen que los esfuerzos y dinámicas organizativas del negro en Colombia pueden dividirse en cuatro grandes momentos: el primero se basa en las gestas libertarias y de resistencia en contra del modelo esclavista que se impuso sobre las mujeres y hombres secuestrados del África o de sus descendientes en el Nuevo Mundo. El segundo se extiende desde la abolición de la esclavitud hasta la década de los sesenta, cuya principal característica es una singular confluencia entre las luchas políticas, económicas y sociales y la adquisición de las figuras de ciudadano, integrante del pueblo o miembro de una clase social. El tercero está relacionado con las dinámicas organizativas articuladas a lo “racial” y a la noción de igualdad. El cuarto puede ser considerado como el de la etnización, una mirada que acentúa la diferencia no como inferiorización sino como reafirmación (2005, pp. 215-218). Por su parte, el trabajo de Andreas Hofbauer (2008) describe cómo la imagen de Brasil como “paraíso y/o democracia racial” ha sido directamente desafiada por la acción colectiva de los movimientos negros y por estudios académicos que, desde hace décadas, denuncian las desigualdades y discriminaciones profundas hacia la población negra. A la par con el despliegue económico de Brasil en el contexto mundial, ha sido objeto de análisis esta posición de subordinación. En tal sentido, Hofbauer devela la existencia de las disputas identitarias que envuelven la articulación desde los primeros proyectos de acción afirmativa. Schmelzer (2008) complementa este punto de vista, al analizar la cuestión racial en clave de exclusión y desigualdad, como elemento sustancial en la explicación de la pobreza en Brasil. La otra dimensión de esta tendencia tiene que ver con los movimientos sociales que incluyen la perspectiva de género como principal objeto de organización, movilización y lucha. Al respecto, el trabajo de Isabel Rauber (2005) titulado Movimientos sociales, género y alternativas populares en Latinoamérica y El Caribe ilustra cómo en los movimientos de mujeres la defensa de la vida se articula radicalmente con la búsqueda de emancipación, suceso que exige, según la investigadora, volver a pensar la transformación social como un multifacético y complejo proceso integral. Este panorama sugiere la construcción de procesos de intertransformación de la sociedad en lo social, político, económico, ético y cultural. Luego de analizar la dinámica de algunos movimientos sociales en la región, como los Sin Tierra de Brasil, los indígenas de Chiapas, de Ecuador y de Bolivia, las asambleas barriales de Buenos Aires, los desocupados y jubilados de Argentina, los cocaleros del Chapare, los movimientos barriales de República Dominicana, Colombia, Brasil y México, Rauber concluye que, a la cabeza de 97


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estas resistencias y luchas, en todos ellos las mujeres resultan protagonistas fundamentales (2005, p. 20). Producto de este hallazgo, Rauber insiste en la pertinencia del enfoque de género y la búsqueda de relaciones de equidad de género para la construcción de alternativas democráticas en las sociedades latinoamericanas. Los paradigmas predominantes de la cultura occidental, nacidos y desarrollados bajo la hegemonía masculina, se encuentran en crisis. Este asunto también incluye los paradigmas emancipatorios socialistas del siglo XX, marcados por la competencia con ese capitalismo. La utopía de hoy se replantea a sí misma como soporte ético e ideológico de la construcción de un sistema social más democrático, humanista y liberador que los que han existido en la historia de la humanidad. Con este planteamiento la investigadora concluye su análisis (2005, p. 28). Para finalizar este grupo, vale referenciar un trabajo que compila varios estudios sobre la perspectiva de género en la región, titulado Género, feminismo y masculinidad en América Latina (2001). El trabajo buscó establecer la relación entre ONG feministas y movimientos feministas, con el fin de identificar sus avances, dificultades, fortalezas y proyecciones. Aunque no pretende equiparar la visión de género con la de feminismo, establece algunas distinciones sobre estos posicionamientos a partir de varias experiencias en países de la región. En primer lugar, Gabriele Kueppers (2001) analiza cómo ha sido el desarrollo del movimiento a lo largo del tiempo, destacando los hitos que marcan su agenda, los encuentros feministas con sus debates sobre el horizonte de sentido y su proyección, así como la reflexión acerca de los procedimientos utilizados por el movimiento y la forma en que se estructura la relación entre movimiento social y ONG feminista. En segundo lugar, Susanne Schultz (2001) analiza un episodio particular ocurrido en Perú entre 1996 y 1998, conocido como las campañas esterilizadoras, en el cual el movimiento feminista se manifiesta en contra de una política reproductiva neomaltusiana, que predica la esterilización masiva (en la búsqueda de acabar la pobreza, terminando con los pobres) y no a favor de los derechos de mujeres pobres e indígenas. Asimismo, Araujo, Guzmán, Mainstreaming y Maurol (2001) abordan la experiencia chilena sobre la violencia familiar, llamando la atención sobre el papel que han desempeñado las mujeres para convertir el tema en un asunto público. El trabajo lo cierra Von Braunmuehl (2001), quien analiza críticamente el concepto de empoderamiento de las mujeres en los asuntos públicos de los movimientos sociales. Complementa señalando que el concepto de género no se puede reducir ni a la condición social de la mujer ni a metodologías de empoderamiento. Se trata más bien, asegura la investigadora, de profundizar 98


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el análisis de las condiciones genéricas de ambos sexos y de sus relaciones, buscando la flexibilización de roles tradicionales y estructuras resistentes al cambio (2001, p. 7).

Los Nuevos Movimientos Sociales Como se anotó al inicio del trabajo, los Nuevos Movimientos Sociales (en adelante NMS) han sido considerados por varios autores como una expresión que da cuenta de un giro social, político y epistemológico de la acción colectiva. En la literatura europea suelen identificarse trabajos que abordan el origen de los movimientos, los motivos por los que estos han surgido, así como el lugar de las nuevas identidades en su dinámica. Incluso, bajo el análisis de las identidades, los investigadores han observado cómo se desafía el orden social y político predominante. Otro de los planteamientos recurrentes al aludir a los NMS es el surgimiento de nuevas expresiones de lucha política en el contexto de los crecientes procesos de globalización económica. En tal sentido, ha sido necesario crear nuevas categorías para explicar la microdinámica de la psicología individual y la de los movimientos sociales (Vargas, 2005). Para avanzar en esta perspectiva, de alguna manera introducida desde los noventa por Melucci (1999), las investigaciones se han centrado en aspectos como: marcos de referencia de recursos y capacidades organizacionales; dinámicas intraorganizacionales e interorganizacionales; oportunidades políticas; identidades colectivas y acciones colectivas; y formas de contención elegidas. Aunque los NMS no renuncian a las luchas en los campos de la producción y en los problemas de acceso al control de los medios de producción, su énfasis está en la autoconciencia, las identidades y una perspectiva posmoderna del mundo social, político y cultural. Algunos investigadores consideran que los NMS son activos y constructivos, al ser parte de las sociedades civiles que transitan del estadocentrismo al sociocentrismo, lo que implica la búsqueda de nuevos valores, identidades y paradigmas culturales (Cohen y Arato, citados por Delgado, 2009). Uno de los aspectos relevantes de su dinámica, es su diferenciación de las luchas de los trabajadores, asumidas en algunos casos como luchas de clases. A pesar de lo polémicas que resultan estas definiciones sobre los NMS, a continuación se ubicarán estudios que emplean esta categoría para analizar el despliegue de algunos movimientos sociales en América Latina y el Caribe. El primero es planteado por Vargas (2005), quien afirma, a partir del estudio de los movimientos indígenas mexicanos, que los éxitos sin precedentes del Ejército 99


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Zapatista de Liberación Nacional (EZLN) dan cuenta de su configuración como NMS. A su juicio, es uno de los primeros NMS de la región dado su carácter posmoderno (más allá de los valores de la modernidad) y las técnicas de comunicación empleadas para divulgar sus posicionamientos políticos. Otro trabajo que ilustra esta perspectiva es la investigación coordinada por Patricia Funes y Áxel Lazzari (2005) de la Universidad de Buenos Aires y el Conicet de Argentina. Luego de una exploración de movimientos sociales en la región, los investigadores concluyen que la novedad de estos movimientos radica en formas diferentes de hacer política ante el agotamiento del modelo político de la representación. A su juicio, los ciudadanos han encontrado cauces innovadores para construir y expresar colectivamente intereses, reivindicaciones y valores comunes. Esto ha implicado el descubrimiento de luchas políticas en ámbitos hasta entonces considerados como pertenecientes a otras esferas, como el género, las identidades étnicas o religiosas y las expresiones artísticas. Incluso a aspectos de la vida cotidiana como las relaciones familiares, el trabajo y los consumos colectivos. Otro hallazgo importante de este estudio es que las experiencias muestran cómo la reivindicación de identidades sociales alimenta la lucha por los derechos y la inclusión social. En el contexto de pobreza y desempleo estructural, especialmente profundizado en los noventa, muchos sectores trascendieron las reivindicaciones particulares y se organizaron en movimientos sociales no partidistas ni sindicalistas. Con el tiempo, estos se han convertido en los principales espacios de resistencia al modelo de exclusión social en los países de la región. Ilustran esta condición movimientos como los zapatistas en México, los cocaleros en Bolivia, los indígenas en Ecuador, los piqueteros en la Argentina y los Sin Tierra en Brasil (Funes y Lazzari, 2005).4

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Complementan Funes y Lazzari (2005, s.p): “Actualmente, en toda América Latina, grupos de hombres y mujeres se organizan en torno de búsquedas, reivindicaciones o demandas, de muy diferente amplitud y objetivos. Se trata de grandes movilizaciones en contra de los efectos de las políticas económicas, organismos de derechos humanos, movimientos de pueblos indígenas u originarios, cooperativas de trabajo y asociaciones de trabajadores que trascienden las estructuras sindicales tradicionales y los partidos políticos, movimientos pro vivienda y asentamientos, asociaciones vecinales y barriales, comunidades eclesiásticas de base, asociaciones étnicas autónomas, movimientos de mujeres, grupos de jóvenes, coaliciones locales para la preservación del medioambiente y la defensa de tradiciones regionales, organismos políticos articulados en torno a cuestiones de género o sexualidad –como movimientos de derechos gays y lésbicos–, movimientos ensamblados alrededor de la música, el arte y otras expresiones de la cultura popular, grupos autogestionarios de desocupados o pobres y heterogéneas organizaciones que han florecido en el continente desde el inicio de los ochenta”.


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A manera de ejemplo y con el propósito de comprender el lugar de los estudiantes y de los jóvenes en este mosaico de expresiones, el trabajo titulado Nuevos movimientos sociales y combinación de paradigmas políticos en democracias posdictatoriales: el caso del movimiento estudiantil en Chile 2006 (Vera, 2011) permite situar este grupo como parte de los NMS. La investigación se instala en el cambio de paradigma político en democracia asociado con el movimiento de estudiantes secundarios en Chile, el cual se dio a conocer en el año 2006, presentando un perfil político que tiene objetivos sociales más amplios que los estrictamente ligados a la demanda de cambio de régimen político. Vera analiza la llamada “revolución de los pingüinos” y la ley orgánica constitucional de educación (LOCE) en Chile. A través de la pregunta ¿Cuál es el nivel de confluencia y confrontación (entre el nuevo movimiento social y la política establecida) en la interpretación sobre cómo paliar la desigualdad social a través de las políticas educativas? (2011, p. 377), la investigación abordó la relación entre este nuevo movimiento social y el universo político que se configura tras una dictadura. Una de las características más visibles de este movimiento es que fue protagonizado por jóvenes que no nacieron durante la dictadura, pero que reclaman la consecuencia de una ley educativa proveniente de esta que, evidentemente, entra en tensión con la necesidad de un nuevo régimen democrático. En la misma perspectiva de los NMS en su relación con la educación, la investigación que tiene por título Movimientos sociales y educación en Argentina: una aproximación a los estudios recientes (Baraldo, 2009) plantea como punto de partida que la dimensión política pedagógica de los movimientos populares emergentes constituye uno de los aspectos menos analizados en las ciencias sociales. Basada en una revisión documental, Baraldo explora los propósitos y plataformas de trabajo de organizaciones emergentes en la Argentina contemporánea, tales como los piqueteros, movimientos de trabajadores y otros que operan mediante acciones colectivas divergentes (2009, p. 78). Concluye que el componente educativo es fundamental en el devenir de estos movimientos y que, particularmente, es evidente la ampliación de una serie de prácticas de formación y educación impulsadas a partir de los principios y estrategias de la educación popular. Luego de caracterizar este tipo de prácticas, aborda los modos como los investigadores han estudiado los NMS. Al parecer, la dimensión educativa y de la formación no ha sido uno de los temas relevantes para la academia. Otro tema representativo de los NMS es el alusivo a la defensa del consumidor. Al respecto, resulta ilustrativo el trabajo de Liliana Manzano (2008), 101


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Defensa del consumidor, análisis comparado de los casos de Argentina, Brasil, Chile y Uruguay. Aunque puede parecer un problema distante de los intereses clásicos de los movimientos sociales, el tema de las organizaciones de consumidores ha ganado relevancia durante los últimos años. En este caso, la investigación se inscribe en un fenómeno emergente explicado por Manzano como “el despertar de los derechos de los consumidores”. Este núcleo problematizador ha empezado a formar parte de movimientos sociales, organizaciones políticas, medios de comunicación y, en general, de la ciudadanía (Manzano, 2008). Con la consolidación del modelo económico neoliberal, los países del estudio evidencian el desarrollo de marcos normativos e institucionales para el fortalecimiento de la competencia y la defensa del consumidor. Aunque parece un tema simple dado que las ligas de consumidores fueron tempranamente creadas por el Estado, las experiencias exploradas indican que las prácticas políticas de estos NMS priorizan la participación ciudadana a partir de la consolidación progresiva de sistemas de defensa del consumidor. El estudio concluye que los movimientos de consumidores pueden aportar a la construcción de una política global de protección al consumidor, así como favorecer la consolidación democrática (2008, p. 12). Finalmente, han surgido otros objetos de estudio asociados a los NMS que analizan el papel que desempeñan los medios de comunicación y las tecnologías digitales en su consolidación. Como se anotó en tipologías anteriores, la comunicación en el contexto de la globalización ha sido una variable central para el despliegue de muchos movimientos sociales. La comunicación efectuada por el FZLN es un ejemplo que ilustra este fenómeno, pues parte de su consolidación se debe a las estrategias mediáticas que acompañan sus acciones colectivas. Aunque es claro que los apoyos y desaprobaciones de los grandes medios también inciden en su reconocimiento social. Una investigación que resulta pertinente para este eje se denomina Nuevos modos de participación popular o manifestación popular generados en la Argentina a partir de la crisis de diciembre de 2001, su construcción en los medios gráficos masivos (Enacam y Rocca, 2001). A través de la pregunta ¿Cómo construyeron los medios gráficos nacionales a los movimientos sociales generados a partir de la crisis de diciembre de 2001?, las investigadoras plantean una hipótesis de entrada: el apoyo de la sociedad (en sus diversas escalas) a los movimientos sociales depende de la posición que los medios de comunicación tomen con relación a estos. El estudio sostiene que los medios de comunicación representan un referente medular para la sociedad, especialmente en momentos transicionales. El 102


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posicionamiento de los medios ante los movimientos sociales produce efectos persuasivos ante la opinión pública, logrando así incorporar opiniones e intereses. Si los NMS son colectividades que actúan con cierta continuidad para promover o resistir un cambio en la sociedad, la dimensión mediática empieza a ocupar un lugar especial en sus acciones colectivas. La importancia que brindan los medios de comunicación en sus coberturas de los movimientos generan la mejor publicidad, o no, para que estos continúen vigentes. Al parecer, esta investigadora argentina sugiere que es habitual escuchar en la opinión pública de su país que una de las razones de existencia de movimientos tales como los piquetes y las asambleas es mérito o responsabilidad de la cobertura mediática. Sin embargo, aunque no fue tratado en el estudio, el uso de medios digitales alternativos en el tiempo presente plantea nuevos interrogantes a este fenómeno, pues estos favorecen la autonomía comunicativa de los movimientos sociales y otras posibilidades de visibilización.

A modo de cierre No fue incluida en este recorrido ninguna investigación alusiva a los movimientos sociales colombianos en sentido estricto. Algunas aproximaciones fueron desarrolladas en el marco de estudios de carácter regional y/o continental. El propósito de esta primera lectura estriba en reconocer los referentes teóricos y metodológicos empleados por los intelectuales para explicar los tránsitos y transiciones de los movimientos sociales en la región. Las tendencias colombianas serán presentadas en otro informe. Esto no indica que no se puedan hacer correlaciones a partir de lo hallado en este estado de arte y las experiencias propias. En relación con la primera tipología (Movimientos sociales y sistemas políticos), se observa que el funcionamiento de los regímenes políticos y las modificaciones estructurales introducidas en los países de la región después de los años ochenta han sido fundamentales para la incorporación de otros objetivos y acciones en los movimientos sociales. En el caso colombiano, son múltiples los desafíos en el contexto de un Estado de derecho que a la vez es uno de los principales responsables de la vulneración de derechos: ¿El Estado liberal y aperturista ha incidido en el surgimiento de otras expresiones políticas de la sociedad civil? ¿El reformismo combinado con la lucha antiterrorista ha producido nuevas dinámicas y reivindicaciones en la acción colectiva de los movimientos sociales? ¿Qué aproximaciones y distancias se evidencian entre la actual estructura de partidos políticos y los procesos instituyentes de los movimientos sociales?

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La segunda tipología también requiere ser observada con atención. Como se pudo corroborar, son frecuentas las acciones colectivas asociadas con la defensa del territorio, la reforma agraria y el ambiente. En Colombia varios movimientos sociales han asumido estos desafíos desde hace tiempo. Por ejemplo, el tema de la tierra, no solo en términos del evidente aplazamiento de la reforma agraria, sino también en relación con las actuales demandas de restitución en el contexto del conflicto armado, constituye una de los grandes temas que hoy convocan el esfuerzo de varios movimientos sociales en el país. Por su parte, el componente ambiental, que es otro de los grandes temas de la agenda pública, se encuentra ampliamente amenazado por los discursos transnacionales de la responsabilidad ambiental y el desarrollo sostenible. Los movimientos sociales que actualmente han asumido este desafío tienen por delante los avatares del riesgo asociados con el deterioro ambiental y la destrucción de la naturaleza, no solo por el descuido y la falta de conciencia de las personas corrientes, sino también por la arremetida de la explotación minera que hoy tiene a Colombia como el bastión de la confianza inversionista. La tercera y cuarta tipologías son centrales, en tanto la actividad de los movimientos sociales en Colombia está claramente asociada con las dimensiones culturales y sociales que, frecuentemente, se traducen en luchas por la equidad de género, la diversidad sexual, la etnicidad indígena y afrodescendiente, así como una actividad constante de jóvenes en diversas condiciones (estudiantes, trabajadores, culturas juveniles, víctimas de falsos positivos). El carácter de lo nuevo también es otro foco de discusión, pues para algunos ya no hay novedades, sino otras condiciones históricas que demandas nuevas formas de acción colectiva. Finalmente, si bien no era propósito de este recorrido sugerir respuestas a la pregunta de investigación de este proyecto, al ser un estado de arte, es necesario indicar que el conflicto es el vector de cada una de estas tendencias en cualquiera que sea el país o la ciudad analizada. Aunque no todas las experiencias están desarrolladas en el contexto de un conflicto armado interno como el colombiano, sí es claro que el conflicto social se constituye en todos los casos en el acontecimiento que impulsa las acciones colectivas y que orienta formas de participación que escapan de los marcos institucionales e inscritos en la representación.

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Lo anterior sugiere la necesidad de situar el lugar del conflicto en las experiencias que sean analizadas en la siguiente fase del proyecto. Es probable que se requieran marcos interpretativos los cuales permitan establecer la relación entre el conflicto social y armado y las plataformas de acción colectiva de cada una de las experiencias seleccionadas. Seguramente, será necesario establecer tipologías de conflictos y mecanismos de interpretación que permitan develar cómo estos son tramitados en la frontera de lo instituyente y lo instituido.

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Capítulo 2 Intelectuales y política: las Comisiones de Estudio sobre la Violencia en Colombia y la discusión de un campo para su investigación, 1960-2010

Carlos Jilmar Díaz Soler*

El conflicto armado en Colombia corre paralelo con la relativa estabilidad de los regímenes constitucionales. Matrimonio que a pesar de sus incompatibilidades se mantiene. La permanencia en el tiempo de este conflicto evidencia una particularidad que, con mayor fuerza desde la segunda mitad del siglo XX, posibilita hoy su investigación: pese a su dispersión, es un conflicto que está siendo documentado. Es decir, su rastro es posible seguirlo, delimitarlo, especificarlo y, sobre todo, investigarlo, gracias a los documentos que han sido producidos en medio de este, con el propósito, precisamente, de explicarlo, caracterizarlo y tramitarlo institucionalmente. La marcada difusión de escritos sobre la violencia parece ser uno de los rasgos dominantes del fenómeno en nuestro país. Fascinación discursiva constituida en el marco de un importante complejo de relaciones de poder entre instituciones, sujetos y discursos que, percibimos, se mantiene en el tiempo, e incluso, podríamos decir que contribuye a conformar identidades académicas e inspirar géneros literarios. Producción discursiva sobre este fenómeno en nuestro *

Psicólogo de la Universidad Nacional de Colombia. Magíster en Historia de la Educación y la Pedagogía de la Universidad Pedagógica Nacional. Doctor en Educación de la Universidad Estadual de Campinas São Paulo-Brasil. Docente e investigador de la Licenciatura en Pedagogía Infantil y de la Maestría en Investigación Social Interdisciplinaria de la Universidad Distrital Francisco José de Caldas.


Carlos Jilmar Díaz Soler

contexto nacional, que a su vez pone de manifiesto un abanico de preocupaciones y, como acción de múltiples fuerzas producto de un sistema de relaciones sociales, permite asumirla como documentos para la investigación. Entramado discursivo que posibilita, también, vislumbrar las tensiones entre el Estado, los grupos de intelectuales y el compromiso con la esfera pública –espacio concreto para examinar las cuestiones cruciales de la comunidad y que están relacionadas directamente con el conjunto de condiciones para el bien-estar de la vida pública y privada de los ciudadanos–. Entramado discursivo condensado en estos documentos en donde se defienden no solo perspectivas disciplinares, estatus y poder, sino también posturas políticas en torno a la naturaleza del mismo fenómeno. Esta marcada preocupación por la violencia como fenómeno político ha conducido a que desde hace décadas se elaboren tal cantidad y variedad de documentos que Jesús Bejarano sostenía que un “balance historiográfico no puede aspirar más que a situar los temas principales y los más relevantes problemas de investigación”, adicionando, asimismo, “que no sólo la literatura y las diversas explicaciones propuestas son en extremo extensas, sino que van por caminos tan divergentes que es prácticamente imposible y de seguro inocuo pretender abarcar todas las posiciones asumidas” (1987, p. 54). Esta paradójica situación de “perplejidad académica” ha llevado a que Gonzalo Sánchez sugiera que se hace necesario un esfuerzo analítico de síntesis, ya que la inundación de materiales hace casi imposible –incluso para los especialistas– “llevar un registro y realizar un balance de las publicaciones sobre el tema”: “la temática ha sido tan absorbente y con tan pocos progresos en el terreno de la conceptualización” que la avalancha de escritos se ha convertido en otro obstáculo en la búsqueda de enfoques interpretativos; el impulso que reclama la ya apreciable literatura existente requiere, en especial, elaboraciones conceptuales sobre el fenómeno (2007, p. 12). En esta proliferación de escritos, desde hace seis décadas y por iniciativa gubernamental, se realiza un esfuerzo institucional con el anhelo de arrojar luces sobre la Violencia como fenómeno político, conformando para ello periódicamente comisiones investigadoras sobre este fenómeno, con el anhelo de estudiar sus causas y contribuir a elaborar estrategias para mitigar sus efectos en la sociedad. Es así como en algunos momentos críticos de la historia política nacional se instauran “Comisiones de Estudio sobre la violencia” que, convocadas por el Estado y constituidas por expertos formados en los distintos saberes científicos sobre lo social elaboran, como producto de su trabajo, informes sobre la situación política del país.

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Intelectuales y política: las Comisiones de Estudio sobre la Violencia en Colombia y la discusión de un campo para su investigación, 1960-2010

Producidos por un grupo de trabajo en donde confluyen tanto académicos como políticos, estos textos remiten al lugar de su producción: la intersección entre la academia y la política. Lugar en donde la palabra se reviste de poder, es decir, en donde la palabra se convierte en esquemas de pensamiento para la acción política. En este espacio se ubican algunos de los intelectuales, por lo menos aquellos que, al ser convocados por el Estado colombiano para pensar el enojoso asunto de la violencia, cuentan con una cierta autoridad sobre aquellos que detentan el poder. Estos intelectuales deben parte de su reconocimiento y de su autoridad al saber científico que poseen. Para ir delimitando el objeto de investigación, se trata entonces de aquellos intelectuales que como consultores ofician como analistas de la política, en la tentativa de explicar académicamente el fenómeno de la violencia y viabilizar posibilidades de intervención; asimismo, son intelectuales que contribuyen a forjar opinión. Podríamos pensar que son aquellos que se convierten en intermediarios entre dos mundos culturales: el político y el académico. En la compleja superposición de sentidos que genera la agitación social y que, a veces, desemboca en rebelión, revuelta y revolución, no se trata, entonces, de los “intelectuales como víctimas del conflicto” o como instigadores del mismo fenómeno, aunque sabemos que estas delimitaciones son porosas la mayoría de las veces, dado que están atravesadas también por el cúmulo de contradicciones que la sociedad misma acusa.1 Fruto de una sociedad que valora el conocimiento experto y como producto de una perspectiva política que se soporta en los saberes científicos sobre lo social, emergen como documentos académicos los informes, es decir, los documentos elaborados en el seno de dichas Comisiones. Informes que concentran tal variedad de aspectos sobre la guerra y las violencias en nuestro contexto, que para esta investigación son erigidos en documentos. Corpus documental inseparablemente constituido del conjunto de productores y de los específicos lugares de producción de discursos sobre el fenómeno de la violencia, que es posible comprenderlos como discursos de poder destinados a orientar acciones.

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La emergencia de una nueva figura social –el intelectual–, dotada de cierta autonomía y portadora de una razón crítica en relación con los poderes constituidos, es un fenómeno social datado desde el siglo XVIII. El surgimiento de un espacio público y, consecuentemente, de una opinión pública, se configuran como los principales ámbitos de acción de los intelectuales. Con esta figura social surge la crítica social y se configura, también, el destacado papel que pasará a desempeñar en adelante. Como categoría social entran en escena como analistas que, haciendo uso de métodos provenientes del saber científico sobre lo social, ponen en movimiento las potencialidades ofrecidas por el desarrollo de la ciencia y de la razón. Para los siglos XIX y XX se está documentando el complejo vínculo entre intelectuales y política (a manera de ejemplo, cfr. Díaz, 2005; Quiceno, 1993; Sánchez, 1987; Urrego, 2002). 113


Carlos Jilmar Díaz Soler

Como particularidad nacional es importante destacar que estos documentos se produjeron como parte de un complejo engranaje institucional y han tenido como efecto contribuir a organizar el campo académico de la violencia, que preocupa tanto a políticos como a intelectuales. En el seno de cada una de las comisiones de estudio sobre la violencia en Colombia se elaboraron un conjunto de documentos que, para esta investigación, son un potencial, ya que reconocemos que cada uno de estos documentos ha sido posible gracias a particulares formas de conceptualizar el fenómeno y, a su vez, contribuyeron a vehiculizar representaciones sobre él, así como han posibilitado formas de razonamiento para instaurar maneras de proceder en las instituciones. Dado que el conflicto no es marginal al ejercicio de la política y que el ejercicio de la política es realizado teniendo como referente ideales de sujeto y de sociedad, investigar asuntos relacionados con el papel reservado a los intelectuales, así como la manera en que han sido estructurados estos documentos y, en ellos, cómo es asumida la violencia, en el marco de qué referentes conceptuales se la explica, podría contribuir al debate público sobre este fenómeno, ya que como efecto de la legitimidad otorgada a los expertos en cada una de las Comisiones, los productos derivados de ellas han contribuido a instaurar lecturas autorizadas, que se difunden como narrativas legítimas. En este marco, es de mi interés analizar los trabajos realizados en el seno de algunas de las “comisiones de estudio sobre la violencia” y en estos documentos destacar las perspectivas investigativas que han posibilitado dichos análisis, en donde también es posible reconocer recurrencias y rupturas, así como consideraciones sobre los problemas más relevantes de investigación. Es posible considerar las comisiones de estudio sobre la violencia como escenarios relativamente demarcados por los gobiernos de turno, que no solo investigan las causas y consecuencias de las violencias nacionales, sino que al armar unas tramas narrativas contribuyen a nutrir visones de país y a sostener procesos de manufacturación de la historia nacional (Jaramillo, 2011, p. 233). En medio del incesante conflicto que padecemos, las comisiones de estudio sobre la violencia se han convertido en un recurrente dispositivo que genera esperanzas ante el dramático desangre nacional (Arias, 2008). Cada una de estas Comisiones es creada y funciona en medio de una “guerra sin transición clara”, moviéndose entre “escenarios gubernamentales” que, en ciertas coyunturas nacionales críticas, posibilitan “treguas para el recuerdo”. En el marco de estas Comisiones se posibilita la historización parcial de las causas, evolución y consecuencias, en medio de la tentativa de reconciliación nacional y acorde al momento en donde operaron y contribuyeron a decretar funcionales olvidos (Jaramillo, 2010, p. 208).

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Estas Comisiones contribuyen, entonces, a movilizar narrativas y construir marcos representacionales sobre lo ocurrido en coyunturas específicas. Es a través de los documentos elaborados por cada una de ellas, en donde se evidencia el uso de saberes científicos, que contribuyen a elaborar explicaciones sobre las violencias ocurridas; asimismo, se condensan memorias oficiales y, además, como efectos de las perspectivas asumidas, se contribuye a legitimar la exclusión de algunas voces y favorecer la inclusión de otras. Las Comisiones y sus respectivos informes, entonces, no solo condensan y administran saberes, sino también, genealogías narrativas y diferencias de país, al posicionar lecturas explicativas del pasado, realizar diagnósticos del presente y elaborar marcos representacionales para un futuro deseable. Marcos de representación que evocan y omiten responsabilidades, contribuyendo a legitimar lógicas políticas de resolución de los conflictos (Jaramillo, 2011, p. 239). Estas Comisiones se han ocupado del conflicto armado en Colombia. Siguiendo a Palacios, es posible entender la violencia como la confrontación insurreccional en la cual se empeñan las organizaciones guerrilleras con el propósito de transformar revolucionariamente el orden social y al Estado que lo protege, con la respuesta estatal y paramilitar correspondiente. Confrontación de fuerzas que no se libra de manera exclusiva en el plano de las armas. Los contendientes emplean diversas tácticas y estrategias: económicas, sociales, políticas, comunicacionales y psicológicas. La confrontación entre organizaciones guerrilleras y Fuerzas Armadas puede aducirse como originaria, pero en ciertas coyunturas, con mayor o menor visibilidad, aparecen los paramilitares, y lo cierto es que la población civil –que sufre despojo de sus bienes y vecindarios, secuestro, intimidación, tortura, desaparición ONG– queda en medio de la confrontación forzada y el asesinato (Palacios, 2000, pp. 345-346). Confrontación que se realiza a nombre de una no tramitada discusión institucional sobre concretos modelos económicos y políticos que cada contendor defiende con fiereza. Confrontación armada que al producir el fenómeno de la violencia reclama, también, para cada bando, una justificación para el mismo fenómeno. Confrontación que coloca a los intelectuales frente a un reto para el pensamiento: la condición humana. Máxime cuando la figura del intelectual encarna, en el proyecto político de la modernidad, el ideal de una razón crítica en medio de cierta autonomía. Los intelectuales convocados a conformar cada una de estas Comisiones se comprometen en la tarea de realizar un estudio sobre la violencia, lo cual resulta privilegiado a la hora de posicionar perspectivas, temáticas y, como consecuencia política de estos estudios, generar recomendaciones en materia de política

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pública. En este marco, los estratégicos saberes con los cuales se realizan estos análisis son posicionados en el escenario público, siendo de manera paradójica, cuestionados en algunas oportunidades como funcionales al statu quo. Así, los expertos sobre la violencia, mediante el ejercicio de su oficio, son a su vez encargados de la administración de la perspectiva oficial, quienes mediante la producción discursiva investigan causas y consecuencias de las violencias nacionales, “tramas narrativas que devienen en correas transmisoras de visiones de país y nutren procesos de manufacturación de la historia nacional” (Jaramillo, 2011, p. 231). Un aspecto que destacar del análisis de los documentos elaborados a propósito de esas Comisiones, es esa paradójica contradicción, sostenida por más de 150 años, entre una imagen de democracia y de civilismo en América Latina, contrastada con una dinámica cultural en el país, en donde la agitación y el debate político se manifiesta con ardor: después de los catorce años de guerra de independencia en Colombia, se produjeron durante el siglo XIX ocho guerras civiles generales, catorce guerras locales, dos guerras internacionales con Ecuador y tres golpes de cuartel (González, 1998). Jaramillo discute, para el puntual caso de las comisiones de estudio sobre la violencia en Colombia en el siglo XX, cómo los expertos han generado marcos representativos, señalando, en particular, que estos documentos contienen dos conjuntos de ideas: las causas de la violencia y una gama de ideas que van desde los mecanismos de solución, hasta el análisis de las secuelas. En el marco de las diferentes Comisiones de investigación que se han conformado en el país, resultan representativas cuatro, si asumimos como criterios para su selección: primero, la perspectiva de país que encarna y, segundo, la crítica coyuntura política que enmarcó su conformación. Con estos criterios es posible decir que sus informes y los distintos documentos elaborados en el seno de cada una de estas Comisiones contienen elementos para realizar un análisis entre intelectuales y política y que podría contribuir a una discusión sobre el campo investigativo de la violencia.2 Jaramillo sostiene que uno de los antecedentes en la formación de un campo de experticia en violencia lo podemos encontrar en una primera camada de intelectuales que van a ser muy característicos de los inicios de la década de los sesenta del siglo XX (2011, p. 242). El gesto característico que los representa es la crítica al poder, en el marco de un proceso de modernización de la academia

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Jaramillo (2010) sugiere que entre 1958 y 2006 es posible documentar once comisiones de estudio e investigación sobre el conflicto y las violencias. Algunas fueron de alcance nacional y otras de cobertura local. La mayoría de estas fueron conformadas por decretos presidenciales.


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y de la cultura que conlleva el surgimiento de una cohorte de intelectuales profesionales. Se corresponde en el plano nacional con la ampliación de las instituciones educativas, una extensión del mercado simbólico y de públicos lectores y un crecimiento de la demanda de analistas sociales y políticos (Sánchez, 1993). En este marco se creó en Colombia la primera comisión de estudios sobre la violencia, ubicada históricamente en 1958, en el segundo gobierno de Alberto Lleras Camargo (1958-1962) y en los inicios del Frente Nacional. Designada el 21 de mayo de 1958 mediante el Decreto 0165 de la Junta Militar, se la denominó Comisión Nacional Investigadora de las Causas y Situaciones Presentes de la Violencia en el Territorio Nacional. Funcionó hasta enero de 1959 y recibió también el nombre de Comisión de Paz o Comisión Investigadora. Los comisionados que la integraron formaban parte de los partidos Liberal y Conservador, de la Iglesia católica y del Ejército Nacional.3 Esta Comisión, en palabras de Jaramillo, avanzó en el conocimiento de las zonas afectas por la violencia, desnudando la magnitud de la crueldad de la guerra bipartidista, pero también, permitiendo tejer acuerdos parciales de pacificación en algunas regiones (2010, p. 209). Particularidad de esta Comisión fue el no haber generado un informe oficial sobre lo sucedido, a pesar de haber entregado informes parciales al presidente. Algunos de sus hallazgos fueron consignados en el libro La violencia en Colombia (1962) de Germán Guzmán Campos, Orlando Fals Borda y Eduardo Umaña Luna. Ni Fals Borda, ni Umaña Luna hicieron parte de la comisión, pero al compilar el libro evidencian el estrecho vínculo entre la academia y la política (Jaramillo, 2011a). Los intelectuales, por más de una década silenciados, aparecen con la publicación de este libro, “mezcla de diagnóstico y denuncia, lanzado desde la recién creada Facultad de Sociología de la Universidad Nacional”. Durante la “década infame” de la Violencia, la palabra, encadenada y reprimida, volvía a escapar de sus prisiones mentales y políticas, recuperando uno de sus privilegiados espacios públicos: la Universidad. Peculiar forma de intervención de los intelectuales en la sociedad, de cara a un fenómeno político dominante en Colombia durante la segunda mitad del siglo XX (Sánchez, 1987). Acontecimiento tal vez debido a que la libertad siempre se configuró como un valor intrínseco a la Universidad y que la relación entre saber y compromiso con la esfera pública tiene mayor posibilidad de aparecer en estos escenarios.

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Los integrantes de esta comisión fueron: Otto Morales Benítez, Absalón Fernández de Soto, Augusto Ramírez Moreno, Ernesto Caicedo López, Hernando Mora Angueira, Fabio Martínez y Germán Guzmán. 117


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La constitución de esta primera comisión de estudios sobre la violencia va a la par con la institucionalización de los saberes científicos sobre lo social, en donde saberes específicos como la sociología y la psicología aparecen como disciplinas enseñables en las universidades. Lo cual permite decir que, en el marco de esta Comisión, se posibilitó una peculiar relación entre intelectuales y política, mediada por la creencia de que la intervención de los intelectuales podría contribuir de algún modo a la transformación y superación de las problemáticas de la sociedad. Evidenciando con esto la creciente demanda de servicios profesionales y el llamado permanente a que centros de investigación se vinculen, mediante su “condición de pensar”, al apremiante problema de la violencia. Con una evidente mutación de la violencia política en el país, el gobierno de Virgilio Barco (1986-1990) convocó desde el Ministerio de Gobierno a finales de enero de 1987, la Segunda Comisión de Estudios sobre la Violencia. Esta recogió en su informe el incremento de la violencia urbana, la expansión del narcotráfico, el crecimiento del crimen organizado y la emergencia de la “guerra sucia” hacia sectores políticos como la Unión Patriótica, claramente de oposición, evidenciando con esto la inquietud política y militar por el crecimiento de las guerrillas (Jaramillo, 2010, p. 210). Esta Comisión posibilitó consolidar un campo de expertos en violencia.4 El texto publicado en 1987: Colombia: violencia y democracia, coordinado por Gonzalo Sánchez, recoge algunos de sus resultados. En palabras de Jaramillo (2011), esta Comisión fue básicamente un espacio de consejo técnico para el gobierno pragmático de Virgilio Barco, en una época en la que no existía un pacto nacional. Asimismo, este informe fue convertido en la Academia colombiana en el primer gran diagnóstico de las violencias contemporáneas. Con este trabajo investigativo se transita básicamente hacia una “sociología de la violencia”, con una apuesta política por una pedagogía de la democracia, en donde lo primordial se centró en buscar mecanismos para sustituir la cultura de la violencia por una cultura de la paz y la democracia (Jaramillo, 2010, p. 211). Gonzalo Sánchez señala que en el informe Colombia: violencia y democracia, aunque suene trivial decirlo, se puso el “énfasis en la descripción y caracterización de las violencias y este fue su más inmediato aporte, pues se trata ya de ideas completamente interiorizadas en el discurso político cotidiano”. Sus recomendaciones se incorporan al diseño de los planes gubernamentales, como puede apreciarse en la Estrategia Nacional Contra la Violencia de la administración de Cesar Gaviria (1987). 4 118

Esta comisión de 1987 fue integrada por Gonzalo Sánchez, Álvaro Guzmán Barney, Jaime Arocha, Álvaro Camacho, Carlos Eduardo Jaramillo y Carlos Miguel Ortiz.


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Las dos Comisiones anteriormente presentadas dan paso, en los años noventa, a oficiales y significativas experiencias investigativas que se ocupan de algunos diagnósticos locales, de la descripción de casos concretos y de la denuncia a la violación de los Derechos Humanos. Así, en 1991 se crea la Comisión de Superación de la Violencia, promovida por encargo de las Consejerías de Paz y de Derechos Humanos. Al igual que las dos anteriores, tuvo una cobertura nacional. Esta Comisión del año 91 produjo el informe Pacificar la paz. Lo que no se ha negociado en los Acuerdos de Paz, precisamente en cumplimiento de los acuerdos de paz asumidos por el gobierno del presidente Cesar Gaviria (1990-1994), con el Ejército Popular de Liberación (EPL) y el Movimiento Armado Quintín Lame (MAQL). El coordinador de esta Comisión fue Alejandro Reyes, emprendiendo la tarea de generar condiciones para la reinserción, en el marco de estrategias que facilitasen la consolidación del proceso de paz iniciado con los grupos alzados en armas desde 1985. Esta nueva experiencia que se refleja en los documentos elaborados por la Comisión resultó singular, en tanto buscó integrar a la discusión política sectores de la sociedad que no habían estado presentes: excombatientes, autoridades civiles, funcionarios públicos, Fuerzas Armadas, organismos de seguridad, gremios, organizaciones campesinas, indígenas, representantes de ONG, así como voceros de la Iglesia católica, que sí habían participado en anteriores Comisiones. Importante, también, para esta Comisión, fue la elaboración de diagnósticos locales sobre la guerra, visibilizando con esto un mapa de la violencia. La coyuntura política dificultó que las conclusiones emanadas del trabajo de esta Comisión fuesen acogidas por aquel gobierno5 (Jaramillo, 2010, p. 212). Los albores del siglo XXI en Colombia presentan tres signos: marcada desconfianza política, desgaste de las instituciones encargadas de promover la democracia y exacerbado ánimo militar. Bajo la consigna “Seguridad Democrática”, como telón de fondo político, se puso en funcionamiento la cuarta comisión de estudios sobre la violencia en Colombia, seleccionada con los criterios arriba señalados. Tarea emprendida por el Área de Memoria Histórica de la Comisión Nacional de Reparación y Reconciliación (CNRR), nombrada por el gobierno de Álvaro Uribe Vélez (2002-2010), a través de Justicia y Paz; política pública precisamente diseñada y ejecutada en este gobierno, “con el objeto de facilitar la reconciliación nacional”. Experiencia que enfrentó serias dificultades y mayúsculos reparos.

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Formaron parte de esta comisión también: Francisco de Roux Rengifo, Eduardo Díaz Uribe, Gustavo Gallón Giraldo, Eduardo Pizarro Leongómez y Roque Roldán Ortega. 119


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Fruto de nuestra reciente historia nacional, esta singular experiencia se propone buscarle rumbos nuevos a la investigación de las experiencias de las violencias pretéritas y presentes. Desde 2007 y hasta 2012 la subcomisión de Memoria Histórica ha realizado un esfuerzo por “hacer visible la memoria de las víctimas”, sin asumir que ellas contienen una especie de “conciencia ética de la sociedad”. Mejor aún, son el reconocimiento político del conflicto, que se considera constitutivo de la nación y generador de violencias y dolor. Memoria Histórica, entonces, “acomete la labor de reconstrucción de ese mapa, en un nuevo escenario institucional para la activación de políticas de memoria para las víctimas”. En consecuencia, el acento es puesto sobre los nuevos actores de la guerra: las víctimas indefensas y las comunidades victimizadas. Surge por primera vez en Colombia una preocupación institucional oficial por recuperar la memoria de nuestra guerra, priorizando las voces de las víctimas, sus relatos, sus lecturas del país y sus sueños de futuro (Jaramillo, 2012). Para Jaramillo, a diferencia de las anteriores Comisiones, Memoria Histórica es una experiencia que pone el énfasis en ejercicios reconstructivos que recogen otras voces: no exclusivamente las de aquellas personalidades públicas de notables políticos y las de los expertos. Conjuga un diagnóstico de la “macropolítica de la guerra con la biopolítica de las masacres y avanza hacia una macropolítica de las resistencias”. Sus resultados son una serie de informes emblemáticos, que muestran el mapa del terror, otorgándole un peso importante a memorias más plurales y que recoge las voces de las víctimas: sus crudos relatos, sus lecturas críticas del país y sus esperanzadores sueños de futuro, todo esto en medio de un conflicto que no cesa de mutar (Jaramillo, 2012). Como colectivo de trabajo académico, Memoria Histórica combina los acumulados académicos de los expertos (Gonzalo Sánchez, Camacho Guizado, Iván Orozco, María Victoria Uribe y Fernando González), con los activismos teóricos de los consultores (León Valencia y Rodrigo Uprimny), junto con el ímpetu en el trabajo de y las sensibilidades de los novísimos investigadores (Martha Nubia Bello, Andrés Suárez, Pilar Riaño, María Emma Wills y Jesús Abad Colorado) (Jaramillo, 2011). Grupo de trabajo que, además, se empeña por la consolidación de una agenda de investigación donde aparecen preocupaciones que son transversales al fenómeno de la violencia: lo étnico, el género y la infancia. Esta Comisión del 2007 convocó a un intelectual que no solo generó diagnósticos del momento, sino que asumió su labor dentro de un ámbito mayor de proyecciones y de responsabilidad frente a un país en guerra (Jaramillo, 2011, p. 250).

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Como es posible entrever, estas cuatro recientes experiencias de investigación sobre la violencia recogen una perspectiva de país y, dada la particular coyuntura política en la que fueron instaladas, buscan configurar agendas para la construcción de un futuro anhelado. Sus miembros, de una u otra manera, han estado articulados a institutos de investigación y universidades públicas. Situación que se evidencia con más fuerza desde la década de los ochenta, en donde se crean un conjunto de institutos con el encargo de pensar este fenómeno. Ejemplo de ello son: el Instituto de Estudios Políticos y Relaciones Internacionales de la Universidad Nacional de Colombia (IEPRI), creado en 1986; el Centro de Estudios Sociales (CES), creado en 1985 y el Instituto de Estudios Regionales de la Universidad de Antioquia (INER), que nace en 1985. En este marco, ¿Qué relación establecer, entonces, entre universidad y fenómenos sociales, en la tarea de pensar el fenómeno de la violencia? Si la especificidad de la investigación es ser fiel a la conceptualización y, una de las características en cada una de las comisiones de estudio, es la premura para rendir informes, entonces ¿cómo entender estos documentos? Si una de las características del saber científico es la libertad de reflexión ¿cómo entender estos informes que son elaborados en esta intersección entre políticos e intelectuales? Este inicial análisis de las comisiones de estudio sobre la violencia plantea la idea de que, desde la década de los sesenta en Colombia, con la instauración de cada uno de estos grupos de trabajo académico se han buscado tres objetivos: el primero está relacionado con la elaboración de una cartografía de la guerra. El segundo ha buscado generar una gramática mediante la cual se explica el fenómeno, y el tercer objetivo ha estado destinado a proporcionar elementos para subsanar o mitigar el daño social que la violencia produce, en la perspectiva de mitigar las posibles secuelas que el mismo fenómeno genera. Para ello, cada informe elaborado refiere tener un expreso reconocimiento de autoridad científica para realizar un análisis de la realidad nacional, encarnado en el prestigio social de universidades, centros de estudio, e incluso el reconocimiento personal de algunos intelectuales. Cada informe elaborado por estas comisiones de estudio sobre la violencia refleja una alianza entre la política y el saber, dando paso, muchas veces, a acciones gubernamentales. Cada una de estas Comisiones produjo informes disímiles entre sí, en donde son combinados análisis históricos y sociológicos, con análisis de las dinámicas políticas de la confrontación armada. Además, de una u otra forma, con cada informe se ha contribuido a generar cierta “terapéutica social”, para posibilitar una reconstrucción del tejido social en aquellas comunidades afectadas.

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Así, esta creciente producción de estudios sobre el fenómeno de la violencia hace necesario volcar esfuerzos investigativos que posibiliten, siguiendo a Gonzalo Sánchez, su dinamización mediante la elaboración de modelos conceptuales que viabilicen, en el marco de las discusiones propias del campo investigativo, comprender la dinámica de producción, sus características e implicaciones. Como se sabe, la noción de violencia, ya sea que se la trate como positividad, es decir, como realidad con manifestaciones identificables, o como forma de representación del campo social, siempre diverso, ha llegado a designar objetos y relaciones tan heterogéneas que una labor de elucidación en este terreno sigue teniendo una importancia no solo teórica e histórica, sino también práctica (Sánchez, 1987, II). En este marco, la vía para hacer un acercamiento al fenómeno es, entonces, la indagación en torno a las formas de razonamiento, del utillaje conceptual que ha posibilitado a esos intelectuales plasmar en informes elaborados sobre la violencia una manera de entenderla. El lente propuesto para el análisis del fenómeno es la estructura misma que cada comisión de estudios elaboró en cada uno de los informes, lo cual podría permitirnos organizar una discusión sobre el campo investigativo de la violencia en Colombia. La emergencia del campo discursivo sobre la violencia, como lo acabamos de presentar, fue posible gracias a la incorporación del naciente discurso científico sobre lo social en las preocupaciones políticas de la sociedad. Se reitera así que los discursos sobre el fenómeno de la violencia contenidos en cada uno de estos informes se erigen a nombre de la ciencia. Es mi deseo explorar e interrogar las fuerzas profundas inherentes a este campo de estudios, expresadas en categorías de pensamiento que, dada la particularidad de estos documentos, han contribuido a orientar las prácticas. Ante la monumentalidad de la empresa, me resta indicar por ahora la dirección de la reflexión, en la perspectiva de presentar un esquema de trabajo para el debate. La pretensión, entonces, es delinear un esquema que posibilite comprender el horizonte con el cual pensamos la violencia, situándonos ante un abanico de posibilidades que contribuya a asumir una perspectiva que posibilite tomar distancia de aquella constelación que determina de antemano la mirada, surgida de las teorizaciones con las cuales nos es referida. Se hace necesario organizar para ello un esquema para el razonamiento que contribuya a romper con los estereotipos y con lo evidente. Lo primero que es preciso reconocer es que, gracias al análisis realizado hasta el momento, la violencia como fenómeno político y social está inserta en esquemas 122


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de representaciones que la colocan en el marco de un combate por su significado, por instituir marcos interpretativos que contengan prácticas y representaciones desde los cuales, sujetos e instituciones orienten prácticas en torno a ella. Lo cual nos lleva a reconocer que, fruto de este sistemático esfuerzo por instituir marcos de comprensión, posiblemente se ha cristalizado una forma dominante de pensarla. Vislumbrar esta cristalización con la cual el fenómeno se nos presenta hace necesario organizar el campo de estudios sobre la violencia. La noción de campo posibilita organizar discusiones sobre el complejo asunto de la violencia, en la perspectiva de establecer relaciones entre el mundo de los hechos y el de los conceptos. Busco, mediante el análisis de los documentos arrojados por las comisiones de estudio, distinguir el entramado conceptual que le ha sido endilgada. Metafóricamente empleada, la noción de campo permite presentar los contextos discursivos desde los cuales las ciencias humanas y sociales contribuyen a que en las comisiones de estudio, la violencia se vislumbre como un problema para la Academia. Permite, en esta discusión, percibir los silencios y las expectativas que acarrean perspectivas específicas. La discusión sobre este campo investigativo permite vislumbrar el arsenal conceptual con el que se nutrió la discusión en cada una de las Comisiones. En términos analíticos, Bourdieu propone entender un campo como una red o configuración de relaciones objetivas entre posiciones. Posiciones que se definen objetivamente en su existencia y en las determinaciones que imponen a sus ocupantes, ya sean agentes o instituciones, por su estado actual y potencial en la estructura de la distribución de las diferentes especies de poder (o de capital). Posesión que implica el acceso a ganancias específicas que están en juego dentro del campo. Implica, también, posiciones de dominación, subordinación, paridad, etc. (1995). Asimismo, para Bourdieu,

Los campos se presentan a la aprehensión sincrónica como espacios estructurados de posiciones (o de puestos) cuyas propiedades dependen de su posición en esos espacios, y que pueden ser analizadas independientemente de las características de sus ocupantes (que en parte están determinados por las posiciones). Hay leyes generales de los campos […] superando así la antinomia mortal de la monografía idiográfica y la teoría formal y vacía. Cada vez que se estudia un campo nuevo se descubren propiedades específicas, propias de un campo particular, al tiempo que se hace progresar el conocimiento de los mecanismos universales de los campos que se especifican en función de variables secundarias. (Bourdieu, 1976, p. 112) 123


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Un campo es, entonces, un escenario estructurado, caracterizado por las tensiones internas que lo constituyen, enmarcado por la presión externa (económica, política, etc.) que se ejerce sobre él (Bourdieu, 2001, p. 151). En cuanto al específico campo de investigación sobre la violencia, percibimos, gracias al análisis realizado hasta ahora, que este se encuentra fuertemente presionado por la política. Presión externa que ejerce influencia sobre el campo, enrareciendo la tensión interna. El entramado discursivo que se establece entre tensión y presión, contribuye a su vez a que socialmente se configuren los objetos de estudio que enmarcan y a que se resalten disputas por el establecimiento discursivo sobre el fenómeno. Equivale esto a decir que el campo está constituido por la disputa en la que se han trenzado diferentes grupos por establecer una de las perspectivas. Un campo, entonces, requiere objetos en disputa, jugadores que juegan y reglas de juego. En otras palabras:

Un campo, así sea el campo científico, se define entre otras cosas, definiendo objetos en juego [enjeux] e intereses específicos, que son irreductibles a los objetos en juego [enjeux] y a los intereses propios de otros campos y que no son percibidos por nadie que no haya sido construido para entrar en el campo (cada categoría de intereses implica la indiferencia a otros intereses, a otras inversiones, abocados así a ser percibidos como absurdos, insensatos, o sublimes, desinteresados). Para que un campo funcione es preciso que haya objetos en juego [enjeux] y personas dispuestas a jugar el juego, dotadas con los habitus que implican el conocimiento y el reconocimiento de las leyes inmanentes del juego, de los objetos en juego [enjeux], etc. (Bourdieu, 1976, p. 113)

El campo investigativo de la violencia es concebido como estructurado por relaciones de fuerza ejercidas entre las instituciones implicadas en la disputa por el control simbólico, en la perspectiva de establecer referentes para la comprensión del fenómeno. Referentes que a su vez contribuyen a la distribución de discursos e imágenes que acarrean a su vez formas de actuar que pretenden prefigurar ulteriores estrategias. Bourdieu sostiene que las luchas que tienen lugar en un campo tienen por objetivo el monopolio de la violencia legítima, lo cual es otra de las características de los campos. Específicamente, entonces, percibimos tres dimensiones del campo. Es decir, tres subcampos, que se articulan en torno a la violencia como fenómeno.

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El primero, relacionado con la discusión conceptual del fenómeno, estaría gracias a sus axiomáticas en condiciones de producir saber sobre la violencia. Dado que la ciencia no es la descripción de una realidad dada e incontrovertible, sino la realización de una posibilidad formal, se hace necesario el uso de esquemas de pensamiento, categorías de análisis, mathemas que posibiliten organizar la comprensión del objeto abstracto formal. Es decir, el saber es producido en el marco de determinada axiomática. Para ello, el establecimiento de categorías es imprescindible. Categorías que es necesario adquirir, gracias al esfuerzo intelectual y analítico que realiza el investigador que busca situarse en el campo investigativo. Esta característica hace que el campo investigativo esté habitado solo por aquellos que están en disposición de acceder a él. Este subcampo estaría en condiciones de establecer lo que es discernible de la realidad en función de categorías de análisis. Las categorías organizan la «percepción». Este subcampo ni renuncia a las categorías ni las obtiene del corpus establecido (declaraciones, encuestas, entrevistas…). Dado que el fenómeno que circunscribe el campo investigativo de la violencia en gran medida está cargado de las ideas de época, es necesario indagar en y circunscribir la gestación de estas ideas, con la intención de identificar las descripciones que sobre el fenómeno hacemos, cargados precisamente de esas ideas de época, es decir, aquello en contra de lo que sostiene una postura investigativa. El procedimiento analítico propio de este subcampo puede construir esquemas de inteligibilidad para el fenómeno de la violencia. Lo inteligible, entonces, es algo que no está dado. Es necesario construirlo. Este subcampo está caracterizado por el esfuerzo analítico de producir conocimiento, asumiendo una gramática (Bernstein, 1996; Bustamante, 2011). Dado que en la producción del mundo social confluyen también conceptos que provienen de específicos saberes, el segundo subcampo está relacionado con las instituciones encargadas de la reproducción del saber (centros de investigación y universidades, por ejemplo). Una de sus especificidades estaría dada por la contribución a la formación de profesionales en ciertos saberes científicos sobre lo social. Pero también, dada la legitimidad que encarna el saber científico sobre lo social, estos centros del pensamiento experto albergan en su seno a los intelectuales. En estas instituciones se habla a nombre del saber. La existencia de este segundo subcampo obliga a pensar en las particularidades y las especificidades entre, por un lado, la producción simbólica, es decir, la investigación y, por otro, los procesos e instituciones que posibilitan su recontextualización.

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El tercer subcampo está relacionado con esa compleja relación que encontramos entre representación e imagen, característica del papel que contemporáneamente cumplen en la sociedad los medios masivos de comunicación. Para este subcampo sería importante explorar, en la dirección que discute Bustamante (2011), las características que asumen los procesos de recontextualización del saber científico que se expresan en formatos distintos a los escenarios escolares. Para cerrar este ensayo, pienso que un esfuerzo analítico por configurar el campo de estudios sobre la violencia, contribuiría, tal vez, a organizar una discusión que posibilite comprender el fenómeno en el marco de la especificidad de estos tres escenarios, y así, contribuir a ordenar la serie de los acontecimientos que tanto nos agobian. Permitiría, también, proveer de herramientas conceptuales para una valoración que permita comprender la relación entre propósitos y efectos y, descubrir, tal vez que, tercamente, nos empeñamos en establecer buenos y necesarios propósitos, pero sin las adecuadas herramientas conceptuales para distinguir los efectos que se producen de tales propósitos.

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Intelectuales y política: las Comisiones de Estudio sobre la Violencia en Colombia y la discusión de un campo para su investigación, 1960-2010

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Capítulo 3 Medios de comunicación y conflicto armado en Colombia: un acercamiento a los estudios sobre el tema

Introducción

Vladimir Olaya Gualteros*

El objetivo fundamental del presente escrito es hacer una revisión de algunos trabajos investigativos que se acercan a la relación entre medios de comunicación y conflicto armado en Colombia. El interés por este tipo de trabajos tiene que ver con la importancia que han ganado los medios de comunicación en la arena pública, y con la incidencia que tienen los mismos en espacios culturales, políticos y sociales. Desde esta perspectiva, tenemos que decir que la información que se emite a través de los medios de comunicación masiva se debe entender como una serie de visibilidades y discursos que influyen tanto en la arena política como en las configuraciones de sentidos y significados culturales. Así pues, revisar una serie de trabajos que observan la relación medios de comunicación y conflicto armado, significa, de cierta manera, un acercamiento al análisis de los medios y sus repercusiones en lo social.

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Licenciado en Lingüística y Literatura de la Universidad Distrital. Magíster en Educación de la Universidad Pedagógica Nacional. Docente e investigador de la Maestría en Educación de la Universidad Pedagógica Nacional. Integrante del Grupo de Investigación en Educación y Cultura Política. Estudiante del Doctorado Interinstitucional en Educación de la Universidad Pedagógica Nacional, la Universidad Distrital y la Universidad del Valle.


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Sin embargo, es necesario advertir que toda revisión documental es un ejercicio de exclusión e inclusión que reporta una mirada, una forma de entender los trabajos de otros, es decir, la revisión documental de cierto tipo no es otra cosa que una forma de interpretar diversos modos de comprensión. Aun así, lo importante es que dicha mirada coadyuva a la develación de vacíos, aportes, entradas de los trabajos que permiten la construcción de nuevas preguntas y abordajes del campo de investigación estudiado. Ahora bien, este trabajo se centró en aquellas elaboraciones que dan una mirada a la relación medios de comunicación y conflicto armado en Colombia en la última década. Si bien esta mirada es bastante restrictiva, se realiza en tanto hay una significativa masa documental que trata sobre las relación entre medios de comunicación y violencia y que ha sido ampliamente documentada; entre ellos los trabajos de Jorge Iván Bonilla (2007) y Germán Rey (2005), los cuales pueden dar elementos para pensar el conflicto armado y sus relación con los medios de comunicación. Sin embargo, dichos trabajos suponen un panorama bastante amplio, pues hablar de violencia de forma general, significa acercarse a un fenómeno que pasa con aristas y que atañe a elementos de lo estructural, lo simbólico, lo social, lo cual complejiza su estudio y los límites de las conceptualizaciones. En este orden de ideas, para este trabajo, hablar de medios comunicación y conflicto armado significa delimitar la mirada a la violencia política y su relación con los medios; además, supone la identificación de actores permanentes, e incluye una perspectiva que se acerca a lo que hemos llamado en nuestro país, en algunas ocasiones guerra y en otras terrorismo; a su vez, se asume al Estado como un agente que tiene un papel preponderante en el conflicto y que enfrenta una lucha, sobre todo a través de las armas por el poder y la hegemonía de significaciones ideológicas acerca del orden social. Tales enfrentamientos admiten una serie de procesos, agentes y por supuesto efectos de orden social, estructural y simbólico. Desde esta mirada, el escrito se centra en aquellos trabajos que analizan estas confrontaciones y el papel que desempeñan los medios en ellas. El análisis de los trabajos revisados se realiza en dos momentos: el primero de ellos hace referencia a las temáticas trabajadas y los hallazgos encontrados en las elaboraciones investigativas. En un segundo momento se describen algunas posibles entradas de investigación que puedan permitir el estudio de la incidencia de los medios de comunicación en las dinámicas del conflicto armado en Colombia. Un repaso amplio de los textos analizados nos deja ver una serie de acercamientos que se presentan entrelazados e imbricados, pero que pese a ello nos 132


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permiten identificar una serie de focalizaciones o intereses particulares a nivel temático y rutas de análisis. No obstante, es necesario decir que las clasificaciones que se hacen en este escrito son, tan solo, una forma de verlos y que seguramente puede ser objeto de nuevas revisiones. Aun así, es claro que los trabajos revisados no dudan en ningún momento en decir que hoy los medios de comunicación deben ser comprendidos como un actor más del conflicto armado en nuestro país, pese a que, por lo menos directamente, no participen en la confrontación bélica, sino porque ellos, los medios, se convierten en espacios influidos por los actores del conflicto y, a su vez, posibilitan la visibilidad de estos y sus discursos y coadyuvan a la configuración de sentidos, de significados que entran en disputa en la arena social, tanto a nivel de confrontación como en la elaboración de representaciones sociales. De acuerdo con lo anterior, en las investigaciones examinadas se pueden identificar tres líneas temáticas: la primera de ellas corresponde a aquellos que se focalizan en el análisis de la relación entre medios de comunicación y paz. La segunda se refiere a un grupo de estudios en los cuales se indaga acerca del papel del periodismo y las condiciones de información en medio del conflicto. Un tercer tipo de análisis se centra en las narrativas y representaciones del conflicto armado en Colombia. Este último se subdivide en las siguientes temáticas: narrativas y representaciones del conflicto y visibilidades de los actores. En seguida, entonces, nos dedicaremos a describir las líneas temáticas que se han apuntado.

Medios de comunicación, paz y guerra Las investigaciones, análisis y reflexiones que giran en torno a esta relación hacen referencia al papel de los medios de comunicación en la constitución de procesos de paz, al igual que a la concepción de estos. De allí devienen reflexiones que tienen que ver con la injerencia de los medios en diferentes procesos de paz, con la manera en que ellos, los medios de comunicación, los visibilizaron y con la forma en que son entendidos lo público, la democracia y lo privado. Tales trabajos entienden, en términos amplios, que los medios de comunicación son instituciones que además de informar el acontecer social, “desempeñan funciones de mediación cognitiva desde las cuales se ofrecen modelos de representación que circulan en la esfera pública como propuestas para entender lo que sucede en lo social” (Olano, 2008, p. 16). En este orden de ideas, aquello que alude y se dice en torno a la guerra o a la paz se vuelve un marco de referencia para dinamizar lo político, la democracia y la convivencia.

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Sin embargo, como lo plantean algunos de los trabajos, la forma en que se ha comunicado en torno a la paz ha olvidado, en muchas ocasiones, el papel de los medios de comunicación en la construcción de esta y, a su vez, han dejado por fuera, en muchos de los casos, la dimensión de lo público que los mismos medios constituyen como espacio de reconocimiento y práctica de transformación. Esto es, en lugar de informar, han conducido al olvido de la función que poco a poco han adquirido los medios, como la de la representación de la ciudadanía, la protección o acusación justiciera de los ciudadanos.1 Las maneras en que se ha informado acerca de los procesos de paz, según algunos trabajos, han corrido mucho más por un camino de polaridades que el de ser un espacio público. En cambio, han utilizado la violencia como lugar de información y mecanismo político y privado de resolución de los conflictos que se viven en el país. De hecho, se constata cómo la reiterada información sobre la violencia tiende a reforzar los miedos ciudadanos, las desconfianzas hacia el otro y los deseos de castigo. A su vez, la violencia se convierte en lo público como escándalo y drama individual (Bonilla, 1996; Olano, 2008). A pesar de que algunos de estos trabajos develan una mirada crítica de la forma en que se asume la construcción de los procesos de paz, se centran, en variadas ocasiones, en el deber ser de los medios, antes que en un análisis de las actuaciones de estos en los procesos de negociación. Aunque evidencian, en algunos casos, que la manera de informar dio visibilidad a una serie de actores, lo cual provocó la legitimación de una serie de discursos (este elemento será analizado luego, cuando se hable de las visibilidades de los actores). Hoy, quizás, concluyen algunos trabajos, en los medios de comunicación ha ganado más agencia el conflicto que la paz.

… la violencia ha sido lo que más ha democratizado los temores colectivos en este país, y más aún, ha operado como un elemento funcional para obtener beneficios económicos, sociales y políticos por parte de los actores ilegales y sectores dominantes en Colombia, con la paz sucede todo lo contrario: aún no logra un amplio reconocimiento en la agendas publicas ciudadanas y en los universos éticos, culturales y político de muchos colombianos como lógica de convivencia necesaria en la relación con el otro. En este sentido se abre camino a la siguiente pregunta: ¿Puede construirse la paz sin espacios público de comunicación? […] Se resalta entonces la necesidad de comprender la paz en su

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En relación con esta afirmación y temática se pueden revisar trabajos como los de Bonilla (1996), Barón,Valencia y Bedoya (2002) y Olano (2008).


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dimensión de los publico, es decir lo que traduce el papel comunicativo de la paz, es su carácter público, como una realidad que desborda los umbrales de lo íntimo-privado y se convierte en acciones, reacciones proyectos y discursos mediante los cuales se expresa la diversidad conflictiva de la sociedad. (Bonilla, 1996, p. 50).

Periodismo y condiciones de información en medio del conflicto Esta temática hace referencia a los trabajos que dan cuenta de las relaciones entre medios de comunicación, condiciones de información y posibilidades de calidad en medio del conflicto. En otras palabras, se hace alusión a aquellas elaboraciones investigativas en las cuales se estudian las condiciones de la información y del periodismo en medio del conflicto, sus relaciones con agendas políticas y económicas y la posibilidad de una llamada objetividad. Los trabajos que asumen el estudio de esta temática tienen en común ampliar el concepto de medios de comunicación, en procura de comprender la forma en que se constituyen en actores del conflicto. Para muchos de estos acercamientos, los medios de comunicación no son solo lugares en los cuales se representa y se visibilizan discursos; son también empresas que fabrican productos, instituciones de carácter privado y “como tales su principal objetivo es la rentabilidad económica” (Serrano, 2006, p. 112). Dicha situación implica que, en el contexto del conflicto, la publicación de información va más allá de visibilizar una serie de acontecimientos. También está relacionada con la forma en que las empresas de comunicación convierten los fenómenos sociales en productos que generen algún tipo de ganancia. Así pues, las informaciones sobre el conflicto están sesgadas por aquello que se reproduce en beneficios para la empresa, lo cual se traduce, en muchas ocasiones, en lo que se ha dado en llamar la espectacularización del conflicto (Serrano, 2006). La inserción de los medios de comunicación en el mercado lleva, como lo demuestran los estudios, a que se vincule la calidad de la información con criterios como el de la novedad y la rapidez, en una suerte de competencia por ser los primeros en decir algo sobre diversos acontecimientos. Dicho afán se transforma, no pocas veces, en la construcción de información descontextualizada y poco analítica que da prioridad a la visibilidad de los acontecimientos concretos, a crónicas en las que se desligan los fenómenos sociales, como el conflicto armado, de los procesos macrosociales. Sin embargo, como lo afirman algunos periodistas, ello no sería un problema o falta de responsabilidad, pues la tarea de los medios no es analizar ni educar, 135


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es tan solo informar. El proceso de análisis le corresponde, como lo aclaran algunas de las empresas de comunicación más prestigiosas del país, a otras instituciones. En este sentido, como lo expresan algunos trabajos de investigación, entre ellos los de Serrano (2006), Rincón y Ruiz (2002), al igual que Velásquez y Gutiérrez (2002), la información se estructura en referencia a los criterios de calidad del medio de comunicación y su inserción en el mercado. Sumado a esta inmersión de los medios de comunicación en el mercado, otro elemento que incide en el periodismo y su información en medio del conflicto, es la fuerte relación de los medios de comunicación en campos como el político, en el cual existen unas disputas por la hegemonía o pervivencia de formas de capital cultural en torno a la conflictividad social (Abello, 2001). De este modo, algunos de los trabajos de investigación sostienen que informar sobre el conflicto se traduce en el olvido, en muchas ocasiones, de inquirir o preguntarse por la forma en que se ha resuelto o complicado la lucha armada en nuestro país, o ahondar en el análisis del irresuelto conflicto sobre la distribución de tierras y la lucha por estas. Tampoco, los medios de comunicación ni su información tocan el tema de las diferentes aristas de la guerra que ha vivido el país, y, en cambio, se han situado mucho más en la defensa o imposición de una serie de intereses privados en pugna y donde la realidad del contexto político y la violencia “se pierde en un horizonte de medios que distraen la audiencia, desmotivando, en muchas ocasiones, la participación masiva del público al crear un contexto y un sesgo que beneficia la información que se mide por la cantidad de audiencia que se logre con la información, y nunca aclare los intereses que subyacen al conflicto armado” (Serrano, 2006, p. 117). Así, se puede decir que, en muchas ocasiones, las empresas de información son espacios que agencian el mismo conflicto. Ahora bien, lo anterior no quiere decir que las empresas de información no se encuentren en medio de diversas tensiones; una de ellas relacionada con su posición como empresas, por un lado, y por otro, con su constitución como espacios de lo público, lo cual se revierte en las luchas por ser lugares de emisión de diversas posiciones ante la guerra que vive el país o la emisión de informaciones que se constituyan en productos mercadeables. A su vez, otra de las tensiones, relacionada con la anterior tiene que ver con la posición política desde la cual se enuncia y la objetividad ante el conflicto y la manera en que se visibiliza o se habla acerca de cada uno de los actores (Abello, 2001; Rey, 1996). Pese a que muchas investigaciones hacen claridad acerca de la condición de los medios como empresas y actores políticos, no ahondan, por lo menos dentro de

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los trabajos revisados, en cómo dichas tensiones y posiciones de los medios han traducido los fenómenos, han incidido en las percepciones e, incluso, cómo la presencia de dichas tensiones ha determinado la misma dinámica del conflicto. Los trabajos que se dedican a observar las condiciones de información sobre el conflicto, también se acercan al análisis de las prácticas de periodismo y su complejidad en el interior del conflicto, es decir, informar en la coyuntura propia de la guerra. De hecho, varios de los trabajos encuentran, desde la perspectiva de comprensión de los medios de comunicación como espacios de pugna en torno a diversos capitales simbólicos, cómo el periodista también se constituye en un personaje con altísimas responsabilidad, pero a su vez depositario de poder; sin embargo, olvidan que el discurso del periodista está sujeto a unas condiciones de edición de su palabra, a una censura que si bien puede no ser explicita, está dada por las circunstancias en las que actúa el profesional de la información. Pese a ello, es claro que el periodista desempeña un papel importante en la radicalización del conflicto, o en su defecto, es un protagonista en la construcción de procesos de paz (Velásquez y Gutiérrez, 2001; Rincón y Ruiz, 2002). Algunos de los trabajos apuntan, además, que el informar en medio del conflicto, tiene una serie de complejidades las cuales repercuten en la emisión de la información. Una de ellas está relacionada con el saber acerca de informar, aprendido por los periodistas en las instituciones de formación. Se expresa, asimismo, que hay una distancia entre lo aprendido y la práctica en medio del conflicto, lo cual sugiere una serie de reflexiones en torno a que no hay una preparación previa para vivir lo que allí, en el conflicto, sucede y sus implicaciones en la información. En muchos procesos de formación no existe claridad sobre el conocimiento necesario para afrontar la tarea del informar, ni tampoco acerca de sus condiciones en contextos complejos como los de Colombia. No obstante, algunos trabajos, entre ellos el de Rincón y Ruiz (2002), que reconocen que existe un saber construido desde la misma práctica periodística que ha podido ayudar al ejercicio profesional de informar, aun así, las condiciones de formación en el oficio generan la duda sobre el tipo de periodismo que se ejerce. Este, en muchas ocasiones, es esquemático, fragmentado y no correspondería, quizás, a una postura que se acerque a un trabajo investigativo desde donde se intente poner en juego posiciones analíticas o interpretativas y que, a su vez, generen la visibilización de múltiples voces acercándose mucho más a la configuración de un espacio público “como contrapeso al monopolio de una visión multilateral de interpretación del conflicto armado” (Olano, 2008, p. 95).

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Sumado a lo anterior, los trabajos revelan que el hecho de informar en medio del conflicto conlleva la necesaria reflexión de entender que quién emite noticias, tiene una posición privilegiada de interlocución con las diversas partes, lo que le hace un mediador entre intereses públicos y privados, sin dejar de ser un puente de comunicación entre diferentes grupos antagónicos (Olano, 2008). En este sentido, el periodista pasa de tener tan solo un papel de informante, a ser un testigo privilegiado del conflicto armado, lo cual hace que su comportamiento en el ámbito de lo público se vuelva vital para el desarrollo de procesos de paz o la profundización del conflicto. Las condiciones peligrosas y complejas de informar en medio de la violencia hacen que la independencia y el análisis de los hechos se vean fracturados o por lo menos incididos por la misma situación vivida. Ahora bien, como lo sostienen los trabajos que se han dedicado a este tema, los periodistas han reflexionado, a partir de su experiencia, en relación con la credibilidad de la información, el análisis de los hechos, la autonomía, la independencia y cómo lograrlos para informar en medio del conflicto. Lo anterior ha hecho que los periodistas desplieguen una serie de estrategias que intentan, por un lado, producir información veraz acerca del conflicto y, por otro, cuidar su vida y la de sus compañeros (Olano, 2008; Rincón y Ruiz, 2002). Entre las diversas estrategias que han desplegado los periodistas, sobre todo los regionales, para enfrentar la tarea de informar en medio del conflicto, están: 1) convertirse, por una parte, en integrantes de la comunidad que se encuentra en medio de la guerra, como modo de protección, y por otra, plantearse como servidores de esta; 2) declararse neutrales. Se han ido por el medio, para no afectar los intereses de ninguno de los actores, e intentan resaltar la parte humana. La opción entonces es acoger la propuesta de un periodismo de enfoque social y comunitario; 3) concentrarse mucho más en los hechos que en miradas amplias del conflicto, para de esta manera impedir ser manipulados por los actores del conflicto; 4) ser cuidadosos en la presentación de la noticia; 5) crear una suerte de conciencia social, de tal modo que la información sea una forma de dar solución al conflicto; y 6) mantener y propiciar una organización gremial (Rincón y Ruiz, 2002). Lo que evidencian este tipo de análisis es la dificultad de informar en medio del conflicto, e insinúan que lo dicho alrededor de la confrontación bélica vivida en el país no pasa solo por los intereses de las empresas informantes, sino por las condiciones, complejas, por demás, en las cuales se informa. Ante ello, varios trabajos muestran la necesidad de construir una serie de protocolos que respeten los actores de la guerra. Se destaca, además, que no hay claridad por parte de los grupos empresariales de la comunicación de un proyecto de país 138


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que coadyuve a mejorar y respetar la condición del periodista y la de la información, así como el de ser lugares simbólicos para la construcción de escenarios de convivencia. Es claro, entonces, que la forma en que se comunica en medio del conflicto y aquella en que se hace periodismo enturbian la mirada que desde la sociedad civil se pueda realizar, pues el informar parece estar sesgado por una serie de condiciones bastantes problemáticas. En este sentido, habría la urgencia de declarar las condiciones de la información y la tarea que tendría que cumplir los medios, de tal modo que supere la mirada empresarial y política, por una parte, y por otra, plantear la necesidad de construir un periodismo investigativo que vaya más allá de la fuentes únicas y se convierta en un espacio de discusión pública. Como es posible ver, los medios tienen un papel protagónico. Ellos son parte de la dinámica del conflicto, es decir, están en la guerra y son alimentados por ella. En estas circunstancias, el periodismo se convierte en:

… un campo intelectual y profesional en el que existen relaciones de autoridad, dominación, legitimidad, credibilidad, oposición, autonomía y consenso entre sus integrantes, quienes están en una lucha constante por definir los temas importantes y trascendentales para el campo, lo que genera que la guerra se convierte en un tema complejo de difícil conciliación. (Tamayo y Bonilla, 2005, p. 25)

Medios de comunicación y narrativas acerca del conflicto Los medios masivos de comunicación, además de encontrarse rodeados por tensiones políticas y económicas, como se ha sido descrito en párrafos anteriores, constituyen una serie de discursos que tienen determinadas estructuras las cuales coadyuvan a la construcción de significaciones acerca del conflicto. Esto es, las formas en que se estructuran las noticias, la manera en que se organiza el discurso, posibilita la construcción de campos semánticos, sentidos que inciden en las representaciones y posibles significaciones en torno al tema tratado, en este caso el conflicto en Colombia. Es en esta perspectiva, desde el análisis de las narrativas y los discursos, que se construyen marcos comprensivos para acercarse a la relación entre medios de comunicación y conflicto. Desde allí, en el entendido de que las gramáticas discursivas y narrativas permiten una construcción de lo real, se elaboran 139


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diferentes líneas de análisis en las que se pregunta por las representaciones, visibilizaciones y configuraciones estructurales que constituyen los medios de comunicación acerca del conflicto. Desde esta particularidad, se entiende, por una parte, que los medios masivos de comunicación no son neutros, y por otra, que el lenguaje incide en las estructuras cognitivas con base en las cuales aprehendemos la realidad. Allí, entonces, el lenguaje deja de ser tan solo un ejercicio de referencialidad, para ser también un instrumento de mediación entre los sujetos y la constitución de los lazos sociales. La información en cuanto lenguaje configura ángulos de visión, maneras de ver que se sitúan en el espacio de lo público. Es claro, entonces, que hay un enfoque sobre el análisis del lenguaje y el discurso desde diversas vertientes. En este orden de ideas, algunos trabajos se dedican a observar la forma en que se cuenta el delito; esto es, se analiza el tipo de narrativas utilizadas y las estrategias discursivas de las prácticas periodísticas, al tiempo que las representaciones que se construyen con respecto a este. De igual forma, en algunas ocasiones se hace alusión a las relaciones establecidas entre lectores, audiencias, textos y las múltiples miradas posibles sobre las representaciones.2 Diferentes trabajos que se dedican a mirar las formas en que se construye el relato periodístico, permiten insinuar que los relatos o narrativas no adquieren un nivel de significación si no en los entornos y prácticas construidos por los lectores o audiencias que acceden a la información. Lo anterior hace posible pensar que los grados de significación no están dados tan solo en la construcción discursiva del medio, también se encuentran en las significaciones de los participantes del hecho informativo-comunicativo; no obstante, la presencia del otro como espectador hace que las estructuras comunicativas se construyan en marcos de inteligibilidad. Es decir, el lenguaje utilizado, las estructuras construidas por los medios de comunicación entienden o prefiguran una manera de ser de los destinatarios y sus modos de comprensión. En este sentido, las gramáticas discursivas en relación con la violencia del país intentan acceder al otro a partir de una suerte de contrato comunicativo. Aun así, es claro que en dicho ejercicio comunicativo actúan unas representaciones e ideales que se ponen en dinámica con los mundos de vida del receptorperceptor de la información. Con todo, como lo apunta uno de los trabajos, los contextos de los usuarios de la información, en algunas ocasiones, son acotados 2 140

Algunos trabajos en los que se puede identificar esta perspectiva son los de Rey (1996, 2007), Barón,Valencia y Bedoya (2002), Tamayo (2006, 2008), Barón (2001) y Caraballo (2009).


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y no incluyen diversos discursos, o simplemente no conversan o tienen a su disposición la interpelación de voces de colectivos u otros escenarios políticos. Esto limitaría el campo semántico desde el cual construir o ampliar las significaciones de la guerra y la paz emitidas por los medios de comunicación. En este sentido, las empresas de comunicación tendrían un papel muy importante en la configuración y sedimentación de diversos significados sociales (Barón y Bedoya, 2002). Ahora bien, las elaboraciones periodísticas en las cuales se develan representaciones en torno a la violencia en Colombia, como lo evidencia Rey (2007) a través de sus estudios, en muchas ocasiones informan a través de estructuras discursivas que fijan la atención en la sensación y en la exageración y no brindan espacios a la explicación de las causas. En este orden, se separan de una construcción de relato, pues este último, desde la concepción de Rey, en cuanto permite una mirada más profunda y desapasionada de la realidad, posibilita y necesita detenerse frente a los hechos, analizar, desarrollar sensibilidades frente a lo humano, e intenta explicar las complejas causas que circundan los hechos (2007). Desde esta perspectiva, el hecho noticioso cae en el registro del lugar, el espacio, el tiempo y el resultado. Tal gramática invisibiliza los intereses, las motivaciones y las intenciones humanas, políticas y sociales. En este sentido, muchas informaciones discurren por una estructura simple de la noticia, en la cual la comprensión de los hechos no es el objetivo de la información ni, por supuesto, del medio. El registro que elaboran dichas noticias, en muchas ocasiones, no sobrepasa la enunciación de unos hechos, unas cifras y en otros casos, tan solo informan desde la dramatización del mal, es decir, desde el centramiento en el dolor de un individuo, como ejercicio ejemplificador del suceso, sin que ello se conecte con campos amplios de análisis. Tales estructuras narrativas tienen relación, como lo anuncia Rey (2005), con las formas en que están constituidas las empresas informativas. Son ellas las que le dan un privilegio o importancia a dicho tipo de hechos y a la necesidad de que los sucesos contados sean mercadeables. De ello también dependerá su fugacidad o permanencia temporal en la agenda informativa. Es claro que estas estructuras condicionan, no solo una forma de ver el conflicto y la violencia, sino que generan marcos de comprensión, posturas éticas y políticas, pues los eventos descritos a través de narrativas despliegan un accionar de los sujetos desde un tipo de ser y de dar razón del actuar humano que es poco trabajado por las investigaciones que se acercan a mirar la relación entre conflicto y medios. 141


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Aunque es evidente que estas estructuras no tienden a generar lazos relacionales entre unos hechos concretos y unas dinámicas mucho más complejas, dichas gramáticas no se encuentran por fuera de una compleja red de significaciones. En este orden de ideas, las formas simples del contar están inmersas en las dinámicas de lo social. Sería prudente pensar y analizar los medios de comunicación, las estructuras de las narrativas periodísticas y su relación con las dinámicas del conflicto en otras dimensiones de lo social y sus posibles interrelaciones (Cadavid, 1989; Estrada, 2006). Desde otra perspectiva, como lo mencionan algunos trabajos, las formas en que se habla de la violencia tienen una estructura particular, diferente de las maneras como se informa en relación con la política o lo económico. En este sentido, algunos autores afirman que las informaciones sobre la violencia y lo conflictivo están muy cercanas a la narrativa policial, que tienen el carácter de ser más cercanas a la crónica. No obstante, dicha estructura ha cambiado: el crimen (en muchos casos) perdió su crónica y halló su registro, casi como un asunto de epidemiología social. En este sentido, la narrativa, aunque simple, compuso una serie de imaginarios que dinamizan lo político, lo económico y la referencia a la guerra. Contar en números y estadísticas remplaza el contar historias, lo general arrolla a lo particular y la excepcionalidad del delito se diluye en los estándares de la seguridad (Rey, 2005). Lo que evidencia dicho cambio, es una fuerte abstracción de la idea de justicia o de seguridad. Esto es, al referenciar la violencia y el delito en hechos concretos, sin una narrativa más amplia, se configura una generalización del evento, aunque suene paradójico, pues el enumerar las muertes, el nominalizar al victimario, sin una historia que lo constituya, imposibilita entender lo sucedido y genera ideas de justicia que tienen relación con el ajusticiamiento, la captura, sin que se expliquen los posibles móviles, intereses, significados, disputas (Rey, 2007). Podríamos decir, en este sentido, que se trabaja sobre la idea de acciónreacción, lo cual pone a la justicia en un ejercicio de pragmatismo y utilidad y no en el ejercicio de la comprensión. Esta es la diferencia. Se construye un dato, no se narra la experiencia, no se complejizan los hechos (Olaya, 2011). Aunque, como se ha dicho en párrafos anteriores, la forma en que se cuenta la violencia en nuestro país depende de ejes situacionales y en muchos casos es aséptica, también se encuentran otras formas de contar el delito. En algunas ocasiones la narración se amplía al igual que su desarrollo argumental y temporal, lo cual tiene efecto en la trama y en la significación construida (Rey, 2007). En otras oportunidades, tanto la violencia como el delito común son contados a través de varias entregas, pero que pese a ello logran un hilo narrativo mucho

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más amplio y configuran identidad tanto de los personajes como del narrador, posibilitando con ello cargas dramáticas y de suspenso. En otras enunciaciones, el delito se va configurando del tal modo que se acerca a la idea del informe técnico. Pese a ello, a la amplitud o encogimiento de la noticia a través del ejercicio informativo, muchas de estas estructuras se quedan en una profundización del evento mismo. Esto no quiere decir que exista un análisis profundo de las causas y efectos o de las múltiples relaciones que se podría plantear, sino la puesta en primer plano de los detalles, lo cual intenta causar el efecto de espectacularización y la construcción de cargas emocionales en relación con el producto mediático (Abello, 2001; Olaya, 2011). La focalización, el detalle y en suma la dramatización del conflicto conllevan la construcción de representaciones en torno a la dimensión subjetiva y, por qué no, individualizada de la seguridad, según lo argumentan algunos autores. Diversos trabajos denotan que la narración del crimen, la violencia y el conflicto con esta serie de tintes y particularidades, está relacionada con la generación del miedo y la inseguridad, pues el convertir la sensación en el eje argumentativo en el que la humillación, el horror, el padecimiento se vuelven el nodo de la noticia, conlleva que se difumine la línea diferencial entre lo público y lo privado, lo cual genera la exhibición del otro y, por supuesto, del sí mismo como sujeto amenazado. Sumado a ello, la no comprensión de las causas de lo sucedido en torno a la violencia y el conflicto, coadyuva a la generación de incertidumbre y el lugar del no saber, lo que sitúa a los sujetos en condiciones de vulnerabilidad frente a lo acontecido, por una parte, y por otra, la generación de enunciados centrados en los detalles vincula los hechos mucho más cercanos a la experiencia individual que a la posibilidad de comprender los acontecimientos en sus dimensiones políticas, sociales y culturales (Rey, 2007). A su vez, esta estructura limitada de la narración del conflicto conlleva colocar al victimario en el lugar de protagonista y a la víctima como simple sujeto sobre el cual recae una acción. Tal situación construye campos semánticos en los cuales las consecuencias son de tipo emocional y económico particular, lo que puede dar lugar a la construcción de apreciaciones y juicios de tipo moral mucho más que interpretaciones ligadas a lo político. En relación con estas formas de estructurar las narrativas en torno al conflicto, algunos investigadores sustentan que ellas tienen consecuencias que van más allá de la construcción de juicios morales (Barón, 2002). Para algunos

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analistas, la información construida en torno a las dinámicas de la violencia tiene como objeto fundamental la edificación de la alarma general, en donde prima la construcción de la idea del cuidado de sí y todo sujeto es sospechoso. En esa dinámica, las estructuras narrativas privilegian una serie de miradas en las cuales el oponente es cualquiera, desposeído de cualquier tipo de razón ética o moral. Ello a través de la desvinculación de los hechos, de los sujetos, de la historia. En este sentido, actores como la guerrilla son individualizados, es decir, representados a partir de la individualización de la colectividad; un sujeto es toda la guerrilla y el accionar o los eventos que corporizan un individuo son símbolos del terror de un colectivo. Ello hace que este tipo de individuos sean traducidos en bestias humanas, o en sujetos indeseables para la sociedad, cuyo ataque no es a una sociedad sino a la individualidad (Olaya, 2011). Estas estructuras narrativas son incididas, también, por lo que autores como Barón y Bedoya denominan medios de frontera o nómadas, es decir, la información puede ser afectada por diversos contextos gracias a la capacidad que tienen los medios de integrar en las narrativas condiciones nacionales internacionales, o deambular por temporalidades diversas. En este sentido, pueden construir una idea de país en relación con elementos internacionales o, en su defecto, excluirlos. “Así, el medio, traza y desvanece fronteras ayudando a consolidar relatos identitarios que expresan lo similar y lo diferente” (Barón y Bedoya, 2002, p. 88). En la misma línea, pueden permitirse el paso entre el presente, lo actual, la constitución de un sentido de la historia o el horizonte de futuro. De este modo pueden, los medios, a partir de la imbricación de estos elementos, construir noticias en relación con el conflicto con hondas implicaciones en la elaboración histórica. Sin embargo, prevalece en los enunciados del conflicto una mirada cada vez más actual y efímera (2002). Las estructuras narrativas de los medios de comunicación son, entonces, en buena parte, una forma de dar sentido a nuestra conflictividad y a la violencia vivida en nuestro país. Ahora bien, lo que algunos de estos trabajos no expresan, es la relación de estos tipos de estructura con una dimensión histórica del conflicto. En este sentido, sería necesario plantearse preguntas que evidencien las formas narrativas y su relación tanto con unos sectores sociales, políticos, económicas, al tiempo que con la misma dinámica de la guerra vivida en Colombia, en tanto es posible pensar, como lo evidencian algunos autores, que la guerra también acontece en el campo de lo simbólico (Estrada, 2006; Franco, Nieto y Rincón, 2010).

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En este sentido, en el de comprender que las formas narrativas movilizan el conflicto y son parte de este, se hacen importantes aquellos trabajos que aunque observan las tesituras narrativas, entienden que ello implica representaciones y significaciones en torno al conflicto. No obstante, hay trabajos que dan más relevancia en unos casos a la estructura y otros a las representaciones, pero en ninguno de los casos omiten dicha relación. Ahora bien, centrarse en las representaciones tiene una carga fuerte en torno a los campos semánticos que movilizan, mientras que las gramáticas que constituyen los relatos sobre la violencia, se centrarían en las maneras en que se constituye el significado. Partiendo de esta premisa, los trabajos que se ocupan de las representaciones sostienen, en una gran mayoría, que para los medios de comunicación la violencia es objeto de mercado, es decir, la guerra vende. Así, las significaciones construidas, las informaciones creadas y la escenificación de la violencia y el conflicto en nuestro país pasan por la forma en que ella, la violencia, es presentada como un producto de venta, en muchos casos, más que por una preocupación por la información y por la construcción de espacios de lo público (Rey, 2007; Serrano, 2006). Tales dimensiones hacen que la forma en que es presentada y representada la violencia tenga que ver con una doble finalidad: la venta y los intereses políticos. En esta medida, es recurrente encontrar que la violencia se presenta en los medios en una doble dimensión: por una parte, se exponen conflictos sociales que al Estado no le convienen, en tanto hacen visibles su faceta represiva y muchas veces arbitraria, lo cual respondería a la exposición de una supuesta objetividad e independencia por parte de los medios. Sin embargo, la no profundización en estos temas, su mirada rápida y la poca importancia para las agendas, hacen que dichas noticias se pierdan en el tiempo. Por otra parte, se presentan el delito y la violencia de tal forma que erigen y refuerzan la estigmatización social y las políticas de seguridad (Barón, 2001, p. 149). De este modo, los medios de comunicación refuerzan las relaciones institucionales hegemónicas, permitiendo la construcción del pánico y la constitución de una moralidad que profiere juicios contra todo aquel individuo que se presente en contra de los valores instituidos socialmente (Bonilla, 2006). Tal idea es congruente con una criminalización de los actores, en la que todo individuo es sospechoso, profundizando la idea de un otro terrorista que se encuentran entre nosotros, lo que coadyuva a legitimar el control del Estado y sus actos represivos. En este sentido, calificar, en muchos casos, diversos actos como terroristas o no, tiende a legitimar o deslegitimar una serie de actos. Así, por ejemplo, calificar las acciones de movimientos sociales, comunitarios o indígenas como infiltrados

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por el terrorismo, o ser actos terroristas en sí mismos, convierte la pugna política en un escenario de miedo y desconfianza (Bonilla, 2006). Desde otra arista, las representaciones sobre violencia y conflicto armado construidas por los medios, según algunos trabajos, tienden a mostrar que esta no es más que un ataque a la sociedad civil. Idea desde el cual se desprende que la guerra no es sino el resultado del enfrentamiento a los enemigos del país. Consecuencia de ello es que se despolitice y deslegitime el accionar de los diversos actores del conflicto. En este orden, la guerra que sucede en nuestro país parece devenir mucho más de mentes perversas, enfermos y animales que de un enfrentamiento histórico por la tierra y el poder (Cadavid, 1989). Las formas en que se representa y se muestra el conflicto armado, entonces, se constituye desde en una mirada pendular que no admite lugares intermedios. En cambio, sí deja abierta la apuesta sobre la imposibilidad de una salida negociada al conflicto, pues las polaridades nunca pueden tener lazos comunicantes.

Narrativas: representación y visibilidad de los actores del conflicto Algunos trabajos que tienen por objeto la mirada en las narrativas, enfocan sus análisis en revisar la manera en que se da visibilidad a los actores directa o indirectamente implicados en el conflicto armado en Colombia, teniendo en cuenta, en variadas ocasiones, los contextos en los cuales se representa al actor y desde allí poder nombrar la identidad dada a este. Tal identificación le permite a los analistas arriesgar hipótesis sobre el grado de responsabilidad de los medios de comunicación en relación con la comprensión y la construcción de la realidad. Desde esta perspectiva, dichos trabajos, en algunas ocasiones, observan y comparan los discursos de acuerdo al rango, actuación o incidencia de los medios en el ámbito nacional, local o regional. Para algunas investigaciones, se comprende que si bien no hay un estudio que demuestre en su plenitud los efectos negativos de los productos mediáticos violentos sobre los consumidores o espectadores, es claro que ellos desempeñan “un rol clave en la reproducción de los valores que propician la injusticia social y la inseguridad” (Serrano, 2006, p. 153). Sin embargo, también es claro para algunos trabajos que la intensificación de la violencia en nuestros contextos no depende, tan solo, de la visibilidad dada, sino de los estadios y las demostraciones de poder, de la posibilidad de una ciudadanía participativa y de la aceleración de los estados subjetivos de vulnerabilidad” (p. 153). En este orden de ideas, hay una fuerte relación entre la visibilidad de la violencia, su influencia y las condiciones sociales en que viven los individuos. 146


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Las percepciones de las audiencias sobre la violencia en los medios de comunicación manifiestan que la relación entre los grupos sociales y la violencia no depende únicamente de que se vea mucha o poca violencia en la pantalla, sino de lo que una sociedad descubre en la televisión, contrasta y pone en evidencia. […] importan los rituales, las formas y estrategias de uso y de consumo televisivo que tienen las audiencias; interesa lo que la televisión significa como referente de las transformaciones que están ocurriendo en la sensibilidad y el entendimiento. (p. 155) En este contexto, adquiere gran relevancia la forma en que son relatados los eventos, la manera en que son evocados y enunciados sus actores. En esta medida, por ejemplo, algunos trabajos destacan cómo los medios de comunicación pueden dar el papel de informantes o sujetos de la información a diversos actores del conflicto. La forma en que se relatan la conflictividad social y los hechos de violencia en nuestro país surte el efecto de convertirse en contextos en los que se constituyen las relaciones entre actores y acciones. Dicha dimensión permite entender que las discursividades plantean la posibilidad de atribuir a ciertos agentes la condición de actores pasivos o pacientes de los hechos o de invisibilizar a unos u otros. Los discursos, entonces, son muchos más que la puesta en escena de la conflictividad, los sujetos discursivos (léase medios de comunicación) colocan en la arena pública condiciones y valoraciones acerca de la constitución de lazos sociales, de identidades, así como la evidencia de quiénes son las víctimas y quiénes los victimarios. Ahora bien, una de las fórmulas de construcción de sentido acerca de los actores del conflicto tiene que ver con la forma en que estos son nominalizados. La nominalización no se entiende solamente como el nombre dado a alguien, sino la forma en que es enunciado el actor, lo cual supone un papel, una identidad, un tipo de existencia en el mundo y en la dinámica del conflicto. En esta medida, autores como Neyla Pardo Abril (2004) sostienen:

Los diversos recursos de nominación empleados por la prensa aportan rasgos de los actores armados en conflicto que pueden ser empleados para el descubrimiento y estructuración de identidades, desde donde se puede interpretar la responsabilidad social de la prensa […] Al nominar, la prensa emplea mecanismos de asociación que le permiten establecer identidades colectivas para los distintos grupos armados […] En este sentido la identidad se reconstruye en maneras de clasificar los grupos o los individuos, calificarlos, definirlos, 147


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atribuirles acciones, para incluirlos o excluirlos en relación con un grupo o persona de referencia. La construcción de identidades implica aspectos compartidos, construcciones mentales sobre los elementos que delimitan la colectividad y la existencia de grados de pertenencia mientras la identidad colectiva da cuenta de lo idiosincrásico de un grupo social, pero no cobija totalmente la manera como los miembros de las colectividades se apropian y aportan a la construcción de las identidades […] Las formas de nominar en la prensa, a propósito del conflicto armado, indican que al asociar y disociar los distintos actores armados en sus identidades se ocultan tejidos de interacción simbólica y física que definen el ejercicio de poder y de violencia inherente a la existencia de estos actores. (p. 191)

En este sentido, la autora afirma que las diversas identidades y nominaciones dadas a los actores del conflicto armado en Colombia en los medios de comunicación no permiten una mirada compleja y relacional de las situaciones de la guerra, con lo cual se invisibilizan las pugnas, los intereses, los capitales simbólicos en juego, así como toda la trama histórica sobre la cual se han movilizado los diversos enfrentamientos. En cambio, logran colocar el conflicto en el enfrentamiento de dicotomías y polaridades entre bueno y malo, víctimas y victimarios, lo cual impide contextualizaciones amplias o, en su defecto, alternativas diversas de salida o resolución del conflicto. En la misma perspectiva, autores como María Eugenia García Raya y Edward Romero Rodríguez (2001) identifican que las visibilizaciones de los actores en los medios de comunicación dependen en muchos casos de las situaciones históricas y sociales particulares. Señalan, por ejemplo, que en medio del proceso de paz construido en el gobierno Pastrana, las formas en que fueron visibilizados los guerrilleros coadyuvaron a construir una imagen que, en muchas ocasiones, los des-responsabilizaban de hechos atroces, o de ser autores de crímenes de lesa humanidad y los posicionaban en el lugar de actores políticos, lo que permitiría la construcción de un escenario adecuado para los diálogos. En otras palabras, la forma en que son presentados los actores contribuye a generar ciertos ambientes que intentaban posibilitar un escenario propicio para ciertos procesos o acciones. De acuerdo a lo anterior, los autores apuntan que hay una serie de visibilidades e invisibilidades que fragmentan los discursos y las narrativas sobre la violencia, lo cual hace que los medios se conviertan en parte de estrategias militares y políticas. 148


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Sumado a ello, los autores sugieren que la forma en que se ha visibilizado el conflicto y sus actores, ha coadyuvado a constituir un eje narrativo en el que se privilegia la idea de víctima y victimario, a partir de lo cual se reconstruyen, casi cronológicamente, los escenarios del terror. Lo que estaría en concordancia con lo expresado por Pardo (2004); sin embargo, se diferencia en que no es tan solo un ejercicio de nominaciones, sino también que dicha narrativa recompone los escenarios de la guerra, en los cuales además de nominalizar a los actores, se re-edifica la idea de dos Colombias distintas: la rural y la urbana, dos culturas distintas en las que la guerra se enfrenta desde diferentes perspectivas. Tal dicotomía no solo opone a dos tipos de ciudadanos, sino que deja de representar a las víctimas como actores políticos con ideas y posiciones, con propuestas y movilizaciones, pues el campesino organizado no tiene un rostro, no cuenta con una identidad ni mucho menos con un lugar como parte de desarrollos sociales, civiles y ciudadanos. En cambio, la visibilidad de las víctimas, en muchos casos, como cuerpos sufrientes sirve de escenarios para pensar la maldad, la escena del terror y, lógicamente, al otro victimario, lo que excluye la posibilidad de pensar al campesino mucho más que como una víctima, a un sujeto con una voz que devela posiciones, que constituye acciones, las cuales, al ser narradas, podrían ampliar el espectro en torno a la forma de asumir la conflictividad vivida. En este mismo orden, el de la invisibilidad de una serie de actores, se encuentran los desplazados quienes son, mucho más que sujetos, efectos de la violencia. Dicha nominalización o visibilidad invisible, hace que los cuerpos se conviertan en acontecimientos resultado de un accionar de otros, lo cual deja una vía muy estrecha para pensar al desplazado y su accionar como una narrativa y una posición política. Así, por ejemplo, si se piensa el desplazamiento más allá de la acción del violento y se lo comprende como parte de un accionar político, como una forma de emprendimiento en la cual se generan unas dinámicas en las que están inmersos procesos colectivos e individuales, la posición con relación a estos cambiaría. Ello no quiere decir que se niegue el desplazamiento como resultado de la violencia, pero sí que allí, en el desplazamiento, hay un accionar y una posición de la subjetividad que implican consideraciones éticas. Lo anterior nos lleva a pensar que la visibilidad de unos actores debe superar el ejercicio de comprender las nominalizaciones, para pensar las formas en que se establecen los ejercicios de comunicación, en tanto ella condiciona las maneras en que se ejerce la actividad de lo público, se establecen lazos sociales y se posibilita la construcción de culturas políticas y, claro, formas de comprensión de la guerra.

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Los mismos autores (García y Romero, 2001) develan un elemento muy importante en relación con la visibilidad de los actores en medio de los procesos de paz. Si bien este dejó ver a la guerrilla como un actor político, a su vez se olvida a otros actores como los paramilitares. Sin embargo, según los autores, estos tomaron fuerza y visibilidad sin que estuvieran implicados en los procesos de paz, sin que se les leyera como actores políticos o se presentaran como interlocutores. Ahí está la paradoja: aun cuando su invisibilidad responde a su propia naturaleza, su falta de referencia y análisis en los medios de comunicación les salva de ser representados como uno de los principales responsables del conflicto armado y culpables de muchos graves delitos contra la vida (García y Romero, 2001, p. 3). Lo anterior conlleva reflexiones en torno al papel de los medios en el conflicto. Además, pone sobre el tapete la discusión en torno a las formas de la comunicación y a los posibles efectos que sobre la vida pública tienen los medios de comunicación y sus informaciones. En este sentido, se hace necesario pensar que ellos juegan mucho más allá de la visibilidad. Por tanto, es necesario que cobre en ellos importancia tanto la diversidad cultural vivida y que atraviesa la guerra, como la existencia de las múltiples voces, al igual que las dimensiones individuales del conflicto, esto es, generar narrativas en los medios que superen las miradas cuantificadoras del conflicto y den lugar a las experiencias privadas. Se trata, entonces, de constituir espacios que posibiliten la salida de la experiencia privada del dolor a las dimensiones de lo público, ligadas a escenarios históricos y socioculturales amplios (en otras palabras, se trataría de buscar la vinculación del mundo privado a fenómenos sociohistóricos amplios), lo que permitiría construir escenarios en los que se vehiculen elementos éticos y morales que provean sentidos acerca del proyecto de país que se busca. Como es posible evidenciar, los trabajos que intentan mirar las visibilidades dadas a los actores suponen un análisis de las relaciones entre actores y eventos. No obstante, trabajos como El conflicto armado en la pantalla. Noticieros, agendas y visibilidades (Tamayo y Bonilla, 2005) dejan ver que no se trata solamente de a quién se nombra, sino también de quién proviene la información. En este sentido, sostienen que, por una parte, son pocas voces las que hacen presencia en las noticias sobre el conflicto, y por otra, dichas voces no necesariamente significan la presencia de discursos que permitan el debate o la posibilidad de diferentes versiones o puntos de vista. Son, en cambio, las voces oficiales las

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que tienen la posibilidad de aparición y de ser ellas las fuentes de información. Lo que se constituye en una legitimación acerca de las versiones de los hechos. Así, se puede decir, con los autores, que a mayor legalidad, mayor legitimidad del discurso sobre la guerra. Lo que sugiere esta aparición de informantes es la construcción de una pantalla, entendida como perspectiva y campo de significación acerca del conflicto. No obstante la presencia privilegiada de voces oficiales, algunos trabajos afirman que hay matices y pugnas, pero a los que privilegian los medios de información son a aquellos actores que se encuentran del lado de los discursos hegemónicos. Ello hablaría no solamente de dos polaridades en el discurso, de unas víctimas y unos victimarios, sino de los que tienen voz y los que no la tienen, y al tiempo de un alguien que habla y un alguien sobre quien se habla. Esta lógica del fenómeno comunicativo nos dice o interpela acerca de la forma en que se construyen la discursividad acerca del conflicto. El monopolio narrativo de la violencia sugiere que las representaciones que se tienen sobre este inciden en la posibilidad de discusión sobre los acontecimientos, pues se enmarcarían dentro de la construcción discursiva de un otro hegemónico. Tal situación alerta acerca de la real posibilidad de dar alternativas al conflicto, cuando las reflexiones se están construyendo sobre lo que el otro, oficial, dice, alejando a la sociedad civil del fenómeno en sí mismo, o por lo menos de otras versiones. Los diferentes trabajos que enuncian o se focalizan en la manera en que son visibilidades los actores del conflicto nos dejan por lo menos tres elementos importantes que revisar y seguir analizando. El primero de ellos tiene que ver con la idea de que las formas en que son enunciados los actores conducen tanto a inclusiones como a exclusiones, lo cual tiene incidencia en las representaciones que hacemos del conflicto. El segundo elemento hace referencia a que dichos relatos en torno a los actores se mueven en un eje de polaridad entre el bueno y el malo, la víctima y el victimario, lo que sugiere una mirada simple y no relacional del conflicto; y tercero, las voces de los relatos están construidas por fuentes oficiales que enuncian al otro, víctima, es decir, este último es resultado de la discursividad. Estos elementos nos permiten entrever que, por una parte, la visibilización de ciertos actores tiene relación con las presiones sociales y las condiciones de posibilidad de informar en medio del conflicto. Por otra, que la polaridad mostrada es cara a unos intereses, es decir, que tal mirada deviene del papel de los medios en la guerra, lo que coadyuva a entenderlos como un actor más, este de carácter discursivo. Los medios son una voz que habla sobre el conflicto, lo cual los pone en la arena de la guerra. 151


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Algunas nuevas y viejas preguntas Los trabajos analizados nos muestran una mirada seria y diversa de la relación entre conflicto armado y medios de comunicación en nuestro país y, asimismo, sugieren la necesidad de realizar nuevos emprendimientos investigativos que permitan, mucho más que mirar lo que dicen los medios, preguntarnos por la participación de ellos en el conflicto. Esto es, en tanto varios de los trabajos evidencian que los medios son mucho más que lugares donde se transmite información y se convierten en actores que profieren discursos, sería necesario ubicar sus enunciados en la guerra que se vive, es decir, ¿cómo movilizaron o incidieron los discursos en la actuación de los actores tanto políticos, económicos como insurgentes?, ¿cuál fue la dinámica que promovieron? Una mirada a esta temática, en el interior de contextos sociales concretos e históricos, permitiría pensar en las ecologías que constituyen el conflicto y sus múltiples aristas. Sumado a lo anterior, son pocos los trabajos que hacen revisiones comparativas en torno a la manera en que se informa y se constituyen discursos desde diversos medios de comunicación acerca de los hechos del conflicto, en diferentes niveles. Uno de ellos tendría que ver con mirar de forma transversal lo que se enuncia en medios de tipo regional, versus la manera en que se informa en medios de comunicación nacionales, pues es posible encontrar miradas diversas dependiendo del grado de afectación o cercanía que se tiene con los hechos de guerra vividos en nuestro país. Si bien se han encontrado algunos acercamientos a esta temática, profundizar en ella, sobre todo con la pretensión de complejizar los análisis de modo tal que se comparen y se pongan en relación con las actuaciones de los actores, podría ayudar a visibilizar los entramados discursivos que las vivencias del conflicto proveen y desde los cuales se dinamizan una serie de enunciados y relatos que inciden en las maneras en que se constituyen representaciones en torno al conflicto. Otro nivel de análisis que es prudente y necesario realizar tiene que ver con la relación entre la prensa local y los medios de comunicación internacionales sobre el conflicto armado en nuestro país y los discursos políticos que sobre el fenómeno circulan en Colombia. Lo anterior tiene su razón de ser en la efectiva incidencia que tienen los organismos y el contexto internacional en las agendas políticas nacionales y, por supuesto, en las dinámicas del conflicto. No es un secreto que muchas de las estrategias militares que se han llevado a cabo en nuestro país tienen relación con intereses económicos y políticos internacionales. En esta medida, observar la visibilidad y las representaciones que se dan en

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medios de comunicación internacionales a la guerra vivida en Colombia puede ayudar a acceder a análisis que pongan en relación las dinámicas concretas de los hechos de violencia política en nuestro país y la manera en que dichos acontecimientos se vinculan o tienen relación con movimientos y estrategias económicas y políticas a nivel internacional. Una perspectiva de análisis que coadyuvaría a la construcción de miradas comprensivas al conflicto histórico que vive el país, estaría dada por el análisis de la relación medios de comunicación, conflicto armado, formación de subjetividades y cultura política. Es claro, como se ha dicho en apartados anteriores, que los medios de comunicación se constituyen como espacios de fuerte incidencia en la conformación de representaciones y marcos comprensivos sobre el conflicto y diversas dimensiones de lo social. Ahora bien, en cuanto la información es lenguaje que conduce a la visibilidad de los hechos, de los actores y sus identidades, también ayuda a prefigurar sentidos y formaciones ético-políticas, pues los medios muestran y señalan rutas compresivas en las que los sujetos se leen, se narran, se ven, se juzgan, lo que les posibilita construir lazos sociales, participar en las dinámicas democráticas y ciudadanas; en últimas, construir un posicionamiento en el mundo, narrar y narrase en lo social. Por ello, un análisis de la dimensión formativa de los medios en torno al conflicto nos ayudaría a comprender los complejos entramados sociales de la guerra y cómo ella incide en diversas estructuras sociales, políticas y simbólicas. Las preguntas aquí formuladas quieren ser un intento de nuevas rutas que posibiliten ir más de allá de una mirada a los medios como lenguaje. Si bien hay una lucha que se da por la pugna de capitales simbólicos, los hechos de guerra y violencia en nuestro país tienen unos efectos concretos en vidas, en dolor, que no se dan ni se solucionan en el lenguaje, pero el análisis desde este y los discursos debe repercutir en probables soluciones y salidas a dichos hechos, en pro de una arena política más amplia y en la construcción de un espacio público diverso en el que el otro y los otros tengan cabida, reconocimiento y expresión.

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PARTE III TERRITORIO Y CONFLICTO ARMADO



Capítulo1 Territorio y conflicto armado en Colombia. Una propuesta de estado del arte

Introducción

Johan Stephen Antolínez Franco*

El conflicto armado en Colombia ha trasgredido el mapa nacional, modificando la relación entre los colombianos y el territorio por cuenta de la movilidad de actores armados en busca de recursos y el control de diferentes zonas de influencia, en un país cargado de diferencias sociales y recursos energéticos y mineros. Los estudios sobre conflicto armado han ido en aumento desde la década de los años noventa, dándole prioridad a las razones del conflicto, sus causas estructurales y sus efectos económicos y sociales; sin embargo, en algunos documentos se dejan de lado las razones que permiten explicar por qué los actores armados se mueven en el territorio y cómo su movilidad afecta las relaciones de los pobladores con el territorio, su relación económica y su relación simbólica.

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Politólogo de la Universidad Nacional de Colombia. Especialista en Desarrollo y Marketing Territorial de la Universidad Externado de Colombia. Candidato a Magíster en Análisis de Problemas Políticos, Económicos e Internacionales Contemporáneos del Instituto de Altos Estudios para el Desarrollo (IAED), la Universidad Externando de Colombia y el IHEAL de Francia. Profesional Especializado, Oficina de Planeación, Universidad Central. Miembro del Grupo de Investigación Relaciones Internacionales y Asuntos Globales (RIAG) de la Universidad Nacional de Colombia. Docente e investigador de la Fundación Universitaria San Martín.


Johan Stephen Antolínez Franco

Este documento se desarrolla como una investigación cualitativa de carácter argumentativo, orientada a la consecución de un estado del arte sobre conflicto armado y la relación con el territorio en Colombia. El estudio se realiza a partir del recorrido histórico sobre la producción académica de investigadores nacionales y extranjeros, cuyos aportes contribuyen a la identificación de las dinámicas socioespaciales de los actores armados y su evolución territorial en el periodo comprendido entre 1960 y los primeros años del nuevo milenio. Los actores que se toman en consideración son primordialmente las guerrillas, los grupos paramilitares o “autodefensas” y, en menor medida, dada la escasez de fuentes civiles para consulta, las fuerzas militares. Las obras seleccionadas incluyen compilaciones como trabajos monográficos, escogidos en razón de tres criterios: el primero es su relevancia histórica, obras que se constituyen en referentes “obligados” para estudios posteriores; el segundo, su aporte específico al estudio de los elementos territoriales por la introducción de nuevas categorías de análisis, y el tercero, por el uso de herramientas cartográficas o mapas para representar las dinámicas de la violencia en el territorio. Estos trabajos se presentan cronológicamente, dando cuenta de las diferentes rupturas, continuidades y debates entre los autores, provenientes de distintos círculos académicos, y su relación con la institucionalidad por su participación en iniciativas oficiales encaminadas al análisis y a propuestas para la culminación del conflicto armado en el país. Respecto al primer criterio, se hace un recorrido tanto por las obras que han abordado la violencia como fenómeno que afecta la totalidad del territorio nacional, como por aquellos trabajos, generalmente monográficos, sobre casos específicos de regiones o municipios donde la variable geográfica es desarrollada con mayor profundidad. El segundo criterio da cuenta de los usos conceptuales en los estudios de la violencia y el territorio, que varían según las fuentes consultadas, los cuales se refieren a ordenamientos institucionalizados –o que alguna vez lo estuvieron– como departamentos, municipios, intendencias y comisarías; o nuevas categorías creadas en función de los análisis que es necesario realizar, como regiones, macro-regiones, etc. En cuanto al tercer criterio, siguiendo a Pissoat y Gouëset (2002), se enfatiza en la evolución de las herramientas cartográficas, las cuales constituyen el principal insumo para el estudio de los territorios y las violencias que en él se desarrollan, comprendiendo los mapas más que como imágenes objetivas de la realidad, como representaciones personales de realidades observables un momento preciso.

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Marco de interpretación sobre el conflicto armado y el territorio en Colombia La relación entre conflicto armado y territorio se debe entender desde la manera como se organiza el territorio en el país. El establecimiento de fronteras entre las diferentes unidades territoriales permite diferenciar las relaciones entre los actores, la propiedad, los recursos y la manera como se accede a ellos. En el país se establecieron cinco regiones naturales (Andina, Caribe, Orinoquia, Pacífico y Amazonía), con lo cual se buscaba dar cuenta de atributos geográficos similares de los territorios que componen cada región. Sin embargo, esta división no es suficiente para explicar las diferencias en el interior de cada región, sobre todo si se tiene en cuenta la constante movilidad de los actores. Por tal razón, se han propuesto desde la Academia y desde el Estado, a través de la legislación, diferentes maneras de ordenar y dividir el territorio en el país, con el fin de responder a la movilidad de los actores, a las relaciones económicas, sociales y políticas espacialmente circunscritas. Hay que partir del hecho de que la tradición de concebir el ordenamiento territorial en el país no se ha desligado de la tradición española de organizar política y administrativamente el territorio desde un centro político. Sumado a lo anterior, la construcción de identidad de los colombianos se vio influenciada por el hecho de que se conviviera con tantas culturas a la vez, lo que no permitió la generación de una identidad sólida de los habitantes con el territorio desde el inicio. Esto se explica desde la dimensión geográfica, a razón de las distancias entre las regiones; los intereses regionalistas y la desconexión con los inexistentes intereses nacionales que, combinados con el centralismo político, generaron animadversión entre los habitantes, lo que no permitió concebir el país como una unidad de análisis.1

Conceptualización del territorio El territorio, en la acepción juridicista tradicional, constituye junto a la población y la soberanía uno de los elementos constitutivos del Estado-nación. Esta definición de territorio está constituida por tres elementos: un agente (el Estado), una acción (apropiación, control, soberanía, dominio, conquista por la guerra) y una porción de la superficie terrestre (un área delimitada como realidad material) (Benedetti, 2011). El dominio del territorio, entonces, es una condición para que el Estado pueda ejercer el poder político y contribuya a la regulación de las relaciones económicas y sociales, así como a generar el

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Al respecto se puede ver: Álvarez Zárate (2003), Bushnell (2007) y Torres del Río (2010). 163


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ambiente propicio para el desarrollo de los habitantes del territorio. A su vez, el ordenamiento territorial es el mecanismo diseñado desde la institucionalidad para ejercer poder en los diferentes niveles de la administración pública, ya que establece límites y estructuras definidas. La definición del territorio como el espacio institucionalizado donde se acomoda la población, impide abordar las relaciones con otros elementos como la economía, la historia y la cultura. Además, la integración formal de los territorios al Estado mediante la delimitación político-administrativa no garantiza la presencia real y efectiva de la institucionalidad, ni da cuenta de divisiones reales y congruentes de los asentamientos poblacionales (Massiris, 1999). En los estudios de la geografía política contemporánea se entiende el territorio como un espacio físico determinante de las relaciones de poder. Estas relaciones dependen en gran parte de la forma en que se posicionan los actores sociales en el espacio. El ordenamiento y la distribución de la tierra son variables que explican cómo el funcionamiento del poder y el ejercicio del dominio del espacio están dados tanto por la presencia material de los actores sociales (la apropiación), como por la influencia que puedan generar sobre la población y recursos (sin necesidad de apropiárselos), en un lapso dado (Sánchez, 1992). El territorio como elemento determinante para la configuración del dominio, es disputado, no únicamente como propiedad, sino como lugar donde se configura el poder simbólico o la influencia que los actores sociales puedan ejercer. El poder simbólico, articulado a elementos materiales como el monopolio sobre la violencia y el control sobre los recursos naturales, categorizados por los mismos actores como valiosos (tierras, fuentes hídricas, recursos mineroenergéticos, etc.), permite garantizar el dominio y su perpetuación en el tiempo sobre el territorio (Sánchez, 1992). El estudio del territorio como una variable geográfica se realiza a través de herramientas cartográficas como los mapas, que permiten representar relaciones entre diferentes variables económicas, demográficas, políticas y naturales a través del uso de convenciones. El trabajo con mapas acarrea una serie de dificultades que van desde la correspondencia con el territorio real, lo cual era difícil de conseguir hasta hace menos de tres décadas por la inexistencia de tecnología de referenciación geográfica; la representación ponderada de diferentes variables dada la facilidad de hacer generalizaciones; la representación de fenómenos cambiantes en el tiempo; las limitaciones para relacionar más de dos variables simultáneamente, etcétera. De otro lado, la poca producción de académicos con

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enfoques desde la geografía, que den cuenta del fenómeno de la violencia, dificulta en mayor medida el desarrollo de estas herramientas aplicadas a los análisis (Pissoat y Gouëset, 2002). La existencia de estas limitantes no ha impedido intentos de representar la violencia a través de cartografías. La revisión de la literatura, que se detalla a lo largo del texto, permite evidenciar que en un comienzo los mapas se usaron como material de apoyo para validar tesis previamente conocidas; con el tiempo, y con la aparición de software especializado, se han convertido en una herramienta a partir de la cual se generan relaciones y nuevos conocimientos. El mapa no se ve como un reflejo de una realidad, sino como una interpretación que puede orientarse a defender diferentes tesis, cualesquiera que sean. De ahí la necesidad de una lectura cuidadosa de la información que contienen y un posterior uso de esta.

Evolución de la organización territorial La organización del territorio en el país se debe interpretar desde distintas maneras, primero hay que tener en cuenta las disparidades regionales. Un estudio del Banco de la República llama la atención sobre cómo para la primera década del siglo XXI el 48 % del PIB del país lo aportaban tres regiones (Bogotá, Antioquia y Valle del Cauca), mientras que diez departamentos aportaban a este indicador menos del 12 % (Urrutia, 2004). Tanto los intereses de las poblaciones asentadas en los departamentos, como los actores externos, configuran el territorio en función de hacer útil la manera en que se organice para cumplir sus expectativas económicas y políticas. Es importante destacar que en Colombia que se ha intentado materializar muchos intentos de reforma agraria, con el fin de dar solución al problema que para muchos autores es el más grave en el país: la distribución equitativa de la tierra productiva. Lamentablemente, muchos de estos intentos se han quedado en intenciones y no han logrado transformar, como lo dice el papel, la realidad de los territorios agrarios en el país. Se puede destacar la reforma realizada en el gobierno de Alfonso López Pumarejo en la década de los años treinta del siglo pasado, pero desde esa época no ha habido esfuerzos legislativos suficientemente dinamizadores y que logren dar una solución a los campesinos. En la cronología de los intentos legislativos se encuentra la Ley 135 de 1961, que buscaba modificar las condiciones de tenencia y uso de las tierras rurales e introdujo las zonas de colonización.

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En 1978 se promulgó la Ley 61, con su respectivo Decreto Reglamentario el 1306 de 1980. Estos obligaban a los municipios que tuvieran más de 20.000 habitantes a formular planes integrales de desarrollo, destacándose la necesidad de definir los contenidos, etapas y responsabilidades con la participación de la comunidad. De acuerdo con el texto “Ordenamiento territorial: experiencias internacionales y desarrollos conceptuales y legales realizados en Colombia”, escrito por Ángel Massiris Cabeza como parte de un estudio promovido por el Banco de la República, la Constitución de 1991 contempló en varios artículos la importancia del ordenamiento territorial, entre ellos se destacan el artículo 288: Distribución de competencias entre la nación y entidades territoriales; el 297: Formación de nuevos departamentos; el 307: Conversión de regiones en entidades territoriales; el 319: Régimen de áreas metropolitanas; y el 329: Conformación de entidades territoriales. De acuerdo al estudio de Massiris (1999), es importante destacar que en el año 1994 se promulgó la Ley de Organización y Funcionamiento de los Municipios (Ley 136), que ordenó retomar el mandato constitucional de ordenar el desarrollo de los territorios y promueve la creación de asociaciones municipales para el desarrollo integral del territorio municipal. En ese mismo año, la Ley Orgánica del Plan de Desarrollo (Ley 152) estableció la obligatoriedad para los municipios de realizar planes de ordenamiento territorial. Esta ley, junto con la 160, estableció categorías de ordenamiento rural para las áreas baldías nacionales, zonas de colonización y zonas de reserva campesina. En 1995, la Ley de Fronteras (Ley 191) estableció las bases para el ordenamiento de las áreas fronterizas, a partir de dos categorías espaciales: las unidades especiales de desarrollo fronterizo y las zonas de integración fronteriza, que complementan los artículos 289 “por mandato de la ley, los departamentos y municipios ubicados en zonas fronterizas podrán adelantar directamente con la entidad territorial limítrofe del país vecino, de igual nivel, programas de servicios públicos y la preservación del ambiente”, y el artículo 337: “la ley podrá establecer para las zonas de frontera, terrestre y marítimas, normas especiales en materias económicas y sociales tendientes a promover su desarrollo”, de la Constitución Política de Colombia. En la actualidad se mantiene la división territorial de 32 departamentos en el país; sin embargo, desde muchos sectores se sostiene la necesidad de debatir la consolidación de regiones que agrupen territorios, a lo largo y ancho del territorio nacional, que compartan características similares y que puedan promover planes de desarrollo con efectos positivos para el grueso de la población, pero que de una u otra manera se conviertan en estrategias efectivas para resolver las desigualdades sociales y la apropiación de los recursos de manera responsa166


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ble, causas reconocidas en la mayoría de los estudios citados en este documento como urgentes, y que necesitan una solución integral para darle solución al conflicto armado de Colombia.

Conceptualización del conflicto armado colombiano Existe el debate sobre la pertinencia de conceptos como “conflicto armado”, “violencia” y “violencia política” para referirse al enfrentamiento entre grupos armados irregulares, organismos militares y policivos del Estado y organizaciones paraestatales, y sus efectos sobre la sociedad civil. La primera definición de violencia que se puede asumir, entendida como “el uso ilegítimo o ilegal de la fuerza” (Blair, 2009), no distingue las motivaciones ni los fines de quien la ejerce y excluye per se los actos perpetuados por la fuerza pública tanto contra los grupos en contienda como contra la sociedad civil. Esta acepción tampoco comprende nuevas formas de violencia, como la simbólica, que no necesariamente implican una fuerza material, pero que tienen efectos también devastadores sobre la reproducción social. La violencia política se define por sus fines, orientados a la consecución del poder político a nivel de Estado. La dificultad de esta definición radica en si caben o no las actuaciones de actores como los narcotraficantes o paramilitares, que no expresan abiertamente intereses políticos, relacionados con el acceso al poder, sino otros mandatos e intereses aparentemente privados que tienen que ver con la acumulación y concentración de los recursos hallados en los territorios (Cubides, Olaya y Ortiz, 1998). Las críticas a este concepto de violencia política se orientan a la cuestión de otras formas de violencia, como la violencia de género o la violencia étnica, que también tienen un trasfondo político, pero que no tienen como finalidad el acceso al poder de facto. Una última crítica tiene que ver con la dificultad de caracterizar en términos teleológicos la acción armada, dado el creciente interés, para el caso de la guerrilla, en el negocio del narcotráfico que sería su real motivación más que la consecución del poder en sí misma (Cubides, Olaya y Ortiz, 1998). La noción de conflicto es criticada por su ambigüedad, ya que refiere a una situación de enfrentamiento entre dos o más bandos en un territorio, que puede o no tener manifestaciones de violencia. En términos de indicadores para la observación, es más complejo medir el “conflicto”, o su intensidad, que la violencia cuyas acciones están definidas casi por consenso (Blair, 2009). Sin embargo, la noción de conflicto permite integrar al análisis de la variable territorial, las relaciones de poder de los distintos actores presentes en un territorio y los 167


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cambios que las relaciones sociales producen en el territorio, dándole nuevos sentidos y significados. Por ello, ha sido el concepto escogido para la realización de este capítulo.

Evolución histórica de la relación entre territorio y conflicto armado en Colombia En el periodo comprendido entre 1960 y 1990 se desarrollaron gran parte de los trabajos, ahora considerados clásicos, sobre el conflicto armado en Colombia desde una perspectiva territorial. Sin embargo, el protagonismo de las variables específicamente territoriales como determinantes de las dinámicas de la violencia, es más bien reciente, como se mencionó anteriormente, a partir de los avances de las herramientas tecnológicas cartográficas y la transformación de los paradigmas explicativos sobre las causas del conflicto, más allá de las “causas objetivas” o “estructurales”. El trabajo pionero del conflicto armado en Colombia, no solo como hecho histórico sino también como objeto de estudio, que constituye un referente para el posterior desarrollo de estudios tanto en forma de críticas como de reafirmaciones, es La Violencia en Colombia, de Germán Guzmán, Orlando Fals Borda y Eduardo Umaña Luna, publicado en 1962. En el capítulo “Geografía de la Violencia” se intenta distinguir la intensidad de la violencia según las características de las regiones, a través de la cuantificación del número de homicidios. A pesar de las limitaciones técnicas y la inexistencia de mapas a escala municipal, los autores lograron ubicar los epicentros de las formas de violencia, información a partir de la cual los investigadores posteriores apoyaron sus trabajos. Las críticas al trabajo de Guzmán, Fals y Umaña en materia territorial tienen que ver con los intentos de hacer generalizaciones sobre fenómenos particulares, evidenciado ello en el título mismo de la obra, en la medida en que pretenden identificar una misma violencia a lo largo del territorio nacional, sin matizar las diferencias históricas regionales, por no mencionar las municipales. A su vez, la ubicación de los tipos de violencia en el mapa dio lugar a un “efecto sarampión” (Deas, citado en Cubides, 2005), es decir, una suerte de epidemia que afectaba a casi todos los municipios del país, sin ponderar las acciones violentas ni identificar el grado de influencia de los actores armados. No se da cuenta de “en qué medio, con quién, en qué tejido de relaciones, de entornos y de determinaciones” (Pissoat y Gouëset, 2002, p. 2) se dan estas formas de violencia.

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Fig. 1. Historia y geografía de la violencia. Ilustración del libro La Violencia en Colombia (1962) de Guzmán, Fals y Umaña.

Fuente: tomado de Pissoat y Gouëset (2002)

En los años setenta se publicó otra de las obras que hacen parte de la historiografía territorial de la violencia: Violencia, conflicto y política en Colombia, de Paul Oquist (1978). El autor contribuye a hacer la regionalización estructural de la 169


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Violencia (Bolívar, 2003), por medio de la identificación primaria de los departamentos que constituyen el epicentro de las acciones violentas; y los cambios acaecidos en su distribución entre los años cuarenta y cincuenta. Su trabajo se inscribe en la corriente “estructuralista” o “sintética” para la explicación global de la violencia en el país, a partir de elementos objetivos como la distribución de la riqueza y la presencia estatal. Para efectos de la elaboración de este capítulo, es necesario traer a colación los estudios propiamente regionales de carácter monográfico que, apelando a los procesos históricos de poblamiento y colonización específicos, logran, en la mayoría de casos, un mayor grado de profundidad analítica y empírica, además de alejarse, en igual medida, de las generalizaciones y abstracciones teóricas. Entre estos trabajos se encuentra Violencia y desarrollo, de Darío Fajardo, publicado en 1979, en donde el autor realiza un análisis comparativo del surgimiento de la violencia en tres zonas del Tolima donde el cultivo del café había sido de gran importancia. Su aporte a los estudios territoriales radica en la identificación de los ciclos migración-colonización-conflicto-migración, a partir del cual giró el desarrollo territorial agrario en el sur del Tolima y en otras zonas del país (Aprile-Gniset, 2004). Siguiendo los estudios regionales, es importante destacar Estado y subversión en Colombia, la violencia en el Quindío en los años 50, de Carlos Miguel Ortiz, cuyo sustento es una caracterización regional que permite explicar el surgimiento de actores sociales en conflicto. Su principal aporte al componente territorial de los estudios de la violencia es que desarrolla una regionalización que no se restringe a las divisiones político-administrativas, sino que agrupa a los municipios en función de sus características semejantes y no por los departamentos a los que pertenecen. Un trabajo que hizo parte de los estudios regionales de los años ochenta fue Las resistencias campesinas en el sur del Tolima, de Medófilo Medina (1986), cuyo principal aporte fue la realización de análisis comparativos entre el Tolima y las otras regiones cafeteras, para explicar la violencia de los años cincuenta, destacando el papel de la población campesina del departamento y la relación con el territorio que habitaba. Allí puso en evidencia que la violencia significó para los terratenientes la posibilidad de recuperar los territorios conquistados por los colonos y campesinos. La violencia toma forma de “revancha terrateniente” (Medina, 1990). La especificidad geográfica, sin embargo, puede ir en detrimento de una visión general de la violencia a nivel nacional. El predominio de los estudios regionales y “la falta de visiones articuladoras de las distintas dinámicas de 170


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Violencia se sustenta en, al tiempo que afianza, la dificultad social de elaborar colectivamente tales fenómenos y de convertirlos en experiencia compartida” (Bolívar, 2003, p. 7). El reto entonces consiste en hacer lecturas de las dinámicas regionales desde una óptica nacional, sin desconocer las particularidades y las generalidades, no solo geográficas sino también políticas, económicas, culturales, etc. Las obras mencionadas, enfocadas en el periodo de la Violencia, han hecho importantes aportes al desarrollo de la variable territorial en los trabajos sobre conflicto armado, constituyendo las bases sobre las cuales se asientan los trabajos posteriores. Con la segunda generación de trabajos, desde 1987, se empieza a estudiar el surgimiento y asentamiento de los grupos armados de los años sesenta, objeto de interés en esta investigación y de la gran mayoría de la literatura que se produjo en la década de los noventa. La segunda generación de estudios sobre la violencia se inaugura a finales de los años ochenta con la obra Colombia: Violencia y democracia (1987), de los investigadores del Instituto de Estudios Políticos y Relaciones Internacionales (IEPRI) de la Universidad Nacional de Colombia.2 Al igual que el trabajo de Fals, Umaña y Guzmán, esta obra surge de una iniciativa gubernamental3 en el marco de un intento por buscar la resolución del conflicto y el establecimiento de la paz. Colombia: Violencia y democracia, editado por Gonzalo Sánchez, y con artículos de reconocidos autores sobre la materia,4 hizo énfasis en la identificación de las condiciones objetivas que permitieron el surgimiento y la propagación de las diferentes expresiones de violencia en el país. Los autores identifican no solo la violencia política propia del conflicto armado, sino también múltiples violencias sociales, culturales, étnicas y económicas hacia la sociedad civil, cuya resolución se alcanza a partir de reformas en campos como la tenencia de la tierra, las políticas de derechos humanos, la presencia institucional en las zonas de colonización y la existencia de una democracia incluyente (Comisión de Estudios sobre la Violencia, 1987).

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Investigadores que dado el impacto mediático de sus aseveraciones fueron denominados los “violentólogos”. La Comisión de Estudios Sobre la Violencia fue convocada por el gobierno Barco en 1987, momento en el que se empiezan a vislumbrar las posibilidades de una salida negociada al conflicto armado. Participan Jaime Arocha, Álvaro Camacho, Darío Fajardo, Álvaro Guzmán, el general Luis Alberto Andrade, Carlos Eduardo Jaramillo, Carlos Miguel Ortiz, Santiago Peláez y Eduardo Pizarro. 171


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En términos territoriales, si bien hay adelantos con respecto a las formulaciones de La Violencia en Colombia, especialmente por la aparición de herramientas cartográficas más pulidas, no hay mayor despliegue de las variables geográficas. En palabras de Marco Palacios: Si bien este libro [Colombia: violencia y democracia] no tiene ningún propósito enciclopédico, ni se ofrece como una antología de investigaciones sobre la violencia colombiana, pone en evidencia el vacío del análisis geográfico. En ese sentido refleja una situación más general de estos estudios. Aunque es notorio el interés en acotar municipalmente la violencia y de trazar cartografías, […] lo cierto es que la especificidad geográfica (tanto en el sentido convencional como en términos del imaginario geográfico y los lugares de la memoria) es el eslabón perdido de estas violencias (Palacios, en Arocha, Cubides y Jimeno, 1998, p. 18).

En el mismo texto Palacios argumenta que a pesar del mérito de los trabajos regionales –o trabajos monográficos– del Cinep y de la Universidad Nacional de Colombia, como los del Magdalena Medio y las repúblicas independientes, los informes globales –o de síntesis– sobre el estado de cosas a nivel nacional, los análisis son precarios a la hora de articular la variable territorial entre las políticas, económicas y culturales. Entrados los años noventa, en paralelo a la realización de las comisiones gubernamentales de estudios sobre la violencia, se desarrollaron otros estudios de la violencia de carácter monográfico, desde una perspectiva regional, en el grupo de los denominados “violentólogos”. Patrocinados por Colciencias, se encuentran los aportes de Darío Betancur sobre las mafias del norte del Valle (1990), el trabajo de Alfredo Molano sobre La Macarena (1990), el de Javier Guerrero de las zonas esmeraldíferas (1991), el realizado por Carlos Miguel Ortiz sobre el Urabá (1999) y el de Reinaldo Barbosa sobre las guerrillas liberales del llano. Estos trabajos hacen recorridos por los diferentes procesos de población de los territorios y de posterior colonización armada, en razón de disputas entre campesinos y empresarios con sus respectivos ejércitos irregulares por el control tierras para la actividad agrícola o como zonas de extracción minera para exportación, con el fin de explicar el desigual desarrollo de la violencia: Los análisis que tratan de la violencia a una escala regional más detallada han permitido desenmarañar la madeja particularmente compleja del fenómeno en un contexto territorial restringido, mostrando que las estrategias de los actores, fácilmente identificadas a escala nacional, llegaron a ser localmente menos legibles. (Pissoat y Gouëset, 2002, p. 9) 172


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Otra de las razones a las que se atribuye la precariedad del análisis geográfico en los trabajos de los violentólogos, y que constituye tal vez la crítica más fuerte a la producción de esta “escuela”, es el énfasis en las denominadas “condiciones objetivas” del conflicto armado. La tesis sobre la explicación de las manifestaciones de violencia a partir de factores macrosociales como la desigualdad, la ausencia estatal y la exclusión social, desvía la atención de los factores “subjetivos” como la estrategia propia de los grupos armados para la supervivencia, sus intereses económicos y su despliegue territorial (Echandía, 1999a). En la medida en que los factores “objetivos” no son los únicos que operan en la formación de la violencia, empiezan a aparecer trabajos que analizan otro tipo de variables. Bajo el enfoque tradicional, el territorio era un elemento circunstancial y no definitivo en la generación de conflictos, en la medida en que se consideraba que independientemente del lugar, mientras existieran las condiciones objetivas para la formación de la violencia (como la ausencia estatal y altos índices de pobreza), se desencadenaría una confrontación armada (Cubides, Olaya y Ortiz, 1998). En 1988, por medio de la utilización de una representación regional de la violencia a escala nacional, Rodrigo Losada y Eduardo Vélez propusieron una explicación para las altas tasas de homicidios en el país, desafiando aquellas relacionadas con los factores objetivos, a través de la comparación entre el mapa y el registro de las acciones violentas y otro con la información sobre indicadores socioeconómicos. Por primera vez, se usaba el mapa con fines demostrativos y no solo como material de apoyo. Si bien se comprobó la correspondencia entre ambos factores para varias zonas del país, hubo lugares donde quedaba pendiente una investigación más exhaustiva porque las variables relacionadas con la pobreza y la ausencia de intervención estatal no eran totalmente explicativas para la violencia (Pissoat y Gouëset, 2002). Los trabajos de los noventa se caracterizarán por realizar un abordaje de las diferentes variables descuidadas por la violentología, como el aspecto económico, el militar, el cultural o el etnográfico, con un especial interés en la dimensión territorial del conflicto que se hace posible estudiar gracias a los avances logrados en materia cartográfica desde finales de los años ochenta. Los nuevos trabajos nacen de otro tipo de inquietudes sobre las guerrillas, que ya no tienen que ver con sus causas “filantrópicas” y originarias, sino con los intereses específicos que se juegan en cada una de las regiones en las que se ubican, los cuales son de crucial importancia en el marco de las negociaciones para alcanzar la paz.

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En este sentido, y recogiendo varias de las críticas al trabajo de la segunda comisión, se elaboró el informe Pacificar la paz: lo que no se ha negociado en los acuerdos de paz, en el marco de la Comisión de Superación de la Violencia del gobierno Gaviria, que parte de 1985 y se concentra en la reinserción y en la vida postcombatiente (Sánchez, 1993). Este ejercicio, desarrollado en clave regional, propone diferentes tipos de recomendaciones según las problemáticas de las diferentes zonas, pasando de una “tipología de las violencias”, como se hizo en Colombia: Violencia y democracia, a una “tipología de las regiones”: propuesta de reforma agraria como imperativo en unas zonas; el pacto social con los desmovilizados en otras, en donde se requiere sobre todo darle legitimidad a la protesta; y en muchas regiones en donde el principal factor de violencia posterior a la desmovilización es la coca y su impacto corruptor en productores, intermediarios, autoridades, patrocinadores y productores, se propone la reconversión de cultivos. (Sánchez, 1993)

Esta obra constituye el primer intento de elaborar una visión conjunta de la violencia a nivel regional, que si bien no refuta o se contrapone a las tesis de los violentólogos, propone criterios adicionales a los exclusivamente “objetivistas” para realizar acercamientos al problema de la violencia y del conflicto armado. Es de resaltar en este propósito los trabajos de Alejandro Reyes (1996, 1999), quien fue el primer investigador en utilizar sistemáticamente las herramientas cartográficas para poner en evidencia el grado de alcance de las acciones violentas en el país. Sus trabajos, publicados en los diarios más reconocidos, generaron reacción de la opinión pública por la identificación de la violencia de manera extensiva en casi la totalidad del territorio del país, dando lugar a un efecto alarmista y un ejercicio de llamado de atención sobre la “realidad” de la extensión territorial de la violencia en el país. Al igual que con el trabajo de Guzmán, Fals Borda y Umaña, se critica la no ponderación de la intensidad de los actos de violencia, si corresponden a enfrentamientos de guerrillas con la fuerza pública, golpes ocasionales de los grupos armados o control permanente de la región de estos mismos actores (Pissoat y Gouëset, 2002, p. 4). En el año 1996 se editó el libro Colombia contemporánea, del IEPRI, que buscaba ser un trabajo colectivo con el fin de hacer un diagnóstico del país hasta ese momento. En él se incluyó un capítulo titulado “Conflicto armado y derecho internacional humanitario”, donde se hace un recuento de las diferentes 174


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etapas del conflicto armado colombiano y se alude al estancamiento del conflicto armado interno en ese momento y cómo los actores (actores insurgentes y Estado) no encontraban el camino para doblegar al contrincante. Ante esta situación, el autor propone acoger las directrices del derecho internacional humanitario (DIH), pero advierte las dificultades de acogerlo, por el desarrollo del conflicto hasta ese momento (Gómez, 1996). Un grupo de investigadores del CES (Centro de Estudios Sociales de la Universidad Nacional), conscientes de los errores cometidos por los investigadores en cuanto al uso de las herramientas geográficas y la fijación en las causas objetivas de la violencia, cambió el enfoque e inauguró lo que puede denominarse la tercera ola de trabajos en clave territorial. En La violencia y el municipio colombiano 1980-1998, del año 1998, Carlos Miguel Ortiz, Fernando Cubides y Ana Cecilia Olaya presentaron ensayos que recogen los resultados de la comisión de la Consejería de Seguridad Nacional para evaluar la confiabilidad de las estadísticas sobre la violencia existentes hasta ese entonces. En términos metodológicos, su exposición se soporta en la evidencia empírica, con base en estadísticas, antes que en fuentes secundarias, lo cual evidencia una preocupación por la demostración fáctica primero que la presunción o el análisis inductivo. Los autores abordan estadísticas oficiales (Policía Nacional, DANE, DAS, Medicina Legal) y no oficiales (ONG). Respecto al debate planteado por Bejarano, enfatizan en la violencia de carácter organizado –donde está la desplegada por las guerrillas, los grupos paramilitares y la fuerza pública–, que aplican junto al criterio de violencia política para agrupar cualquier organización, independientemente de su orientación ideológica, “relacionados con la distribución del poder, factual o formal, en el ámbito de lo público” (Cubides, Olaya y Ortiz, 1998, p. 19). Con este ejercicio eluden la pregunta –de la violentología– por las causas o los orígenes del conflicto y se alejan de la denominada “delincuencia común” y los crímenes del narcotráfico. También se preocupan por definir la violencia como el asesinato y el secuestro, dejando intencionalmente por fuera la aplicación de violencia simbólica. En este marco analítico, a partir de las cifras de homicidios políticos, según los informes de la revista Justicia y Paz, clasifican los municipios en violentos, relativamente violentos, muy pacíficos, relativamente pacíficos y municipios con presencia de actores organizados de violencia. Analizando la colindancia entre municipios “muy violentos” y “relativamente violentos”, determinan zonas geográficas que no necesariamente coinciden con divisiones político-administrativas vigentes, que son Urabá, Magdalena Medio, Sur de Bolívar, Bajo Cauca Antioqueño, Nordeste antioqueño, Risaralda y norte del Valle, Río Minero y Río Negro, Ariari, región del Caguán y piedemonte casanareño. Para cada una de ellas 175


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exponen de manera historiográfica, las raíces del conflicto: los actores presentes y su relación con recursos escasos en disputa (económicos, estratégicos, etc.). A partir de allí, se analizan las dinámicas de la expansión territorial de las guerrillas, evidenciando que esta no se debe a la ausencia de instituciones ni al alto índice de necesidades básicas insatisfechas, puesto que no se expandieron –ni buscaron expandirse en las negociaciones de paz– exclusivamente hacia zonas marginales, sino hacia regiones económicamente activas. Constataron entonces que se dio un incremento de su presencia en la categoría de municipios de campesinado medio cafetero, también en ciudades secundarias y en los municipios de agricultura comercial con predominio de población urbana (Cubides, Olaya y Ortiz, 1998, p. 190). La aplicación del mismo tipo de análisis al paramilitarismo evidencia que su aparición, reciente para el momento en el que se escribe la obra, se dio en zonas de presencia guerrillera, y su despliegue se realizó emulando las estrategias y las formas de desplazamiento de estas organizaciones. Nacen en Campoalegre, en el Magdalena Medio, con una notable solvencia económica que les permitió acomodarse en el eje Urabá-Córdoba-Bajo Cauca-Magdalena Medio-Meta, con intereses de expandirse hacia el sur por el Meta. Para el año 1994 declaraban estar compuestos por veintitrés frentes en más de 272 municipios, en su mayoría con predominio de agricultura comercial y empresarial, en menor magnitud en donde predomina el campesinado medio acomodado y en ciudades secundarias o centros de relevo: Mientras la guerrilla ha incrementado su presencia en la última etapa en los municipios de campesinado medio cafetero, en las ciudades secundarias y en los municipios de agricultura comercial con predominio de población urbana –en ese orden– las categorías en importancia de presencia de paramilitares responde a una pauta más tradicional: es la periferia y, de manera característica son aquellos municipios en donde la endeblez institucional, la precaria presencia del Estado ha sido un reclamo permanente. (Cubides, Olaya y Ortiz, 1998, p. 208).

Con el propósito de profundizar en el estudio de la violencia en clave territorial, alejándose un poco de las tesis tradicionales, se encuentran los trabajos: Expansión territorial de las guerrillas colombianas: geografía, economía y violencia (1999a) y Geografías del conflicto armado y las manifestaciones de violencia en las regiones de Colombia (1999b) de Camilo Echandía. Estos trabajos profundizan en algunos de los planteamientos en materia geográfica del trabajo de Bejarano, Echandía, Escobedo y León (1997) de la Universidad Externado de Colombia:

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Colombia: inseguridad, violencia y desempeño económico en las áreas rurales, donde se buscaba identificar los efectos de la acción guerrillera y paramilitar sobre la economía rural. El trabajo de Echandía de título “Expansión territorial de las guerrillas colombianas: geografía, economía y violencia” corresponde a un capítulo del libro Reconocer la guerra para construir la paz, editado por Malcolm Deas y María Victoria Llorente, y publicado en 1999. Allí el autor retoma aspectos del trabajo de Cubides et ál., además de consideraciones de su propio trabajo de 1997. El trabajo del autor consiste en que, a partir de la identificación de los factores subjetivos de la violencia, esto es, los aspectos militares, económicos y estratégicos de los grupos armados, analiza su expansión territorial en el paso del tiempo, negando, como lo hacen los autores ya reseñados, la existencia de factores objetivos que movilicen la lucha armada. Este análisis se hace por el mapeo por periodos históricos de la aparición de los frentes o bloques armados en el país. En el caso de las FARC, la expansión se logra a partir de la consolidación del Estado Mayor y el auge de la cocaína en los años ochenta. El análisis de la aparición de los frentes arroja que si bien estos iniciaron en zonas de colonización, pasaron a zonas ganaderas (Meta, Caquetá, Magdalena Medio, Córdoba), después a zonas de agricultura comercial (Urabá, Santander y sur del Cesar), de explotación petrolera (Magdalena Medio, Sararé y Putumayo), y oro (Bajo Cauca antioqueño y sur de Bolívar). Por el contrabando se ubicaron en zonas fronterizas como la Sierra Nevada, el Urabá, y el occidente del Valle (Echandía, 1997, p. 107). Coincide con la obra anteriormente reseñada en que, a partir de los noventa, los nuevos frentes se ubicaron en el centro del país, cerca de los centros urbanos de mayor importancia que a su vez son los sectores más dinámicos de la economía: Cundinamarca, Eje Cafetero y milicias urbanas. Respecto al ELN, ubica su aparición en las zonas de Santander, Antioquia y sur del Bolívar. Su expansión solo se registra hasta 1983, cuando empiezan a crecer significativamente a partir de las extorsiones a las compañías extranjeras encargadas de la construcción del oleoducto Caño Limón-Coveñas. En ese año se despliega una estrategia de “desdoblamiento de frentes” que permite la expansión hacia el sur de Bolívar, Cauca, Huila, Norte de Santander, Boyacá, Valle del Cauca, Cesar, Antioquia, Chocó, Casanare y Córdoba (Echandía, 1997, p. 112). Dado que los frentes y los bloques son móviles, se dificulta hacer el análisis del componente territorial. Por ello el autor decide hacer un rastreo a nivel municipal, valiéndose, al igual que el anterior trabajo, de la clasificación con

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base en estadísticas. Echandía asevera que hay seis tipos de municipios donde la guerrilla ha incursionado entre 1985 y 1995: 1) municipios con campesinado cafetero donde hay desempleo y miseria (foco de descontento social); 2) latifundio ganadero y agrícola en el litoral Caribe, más miseria aún; 3) agricultura comercial del tipo empresarial y alta población rural, altiplanos y valles interandinos, llanos orientales, región Caribe; 4) municipios andinos de minifundio deprimido, campesinado pobre; 5) campesinado medio no cafetero; 6) municipios de estructura urbana. En este punto, tres autores logran realizar un trabajo ilustrativo sobre la violencia en Colombia, no solo haciendo una revisión de la influencia del accionar de los actores armados, sino trazando una metodología de análisis de la violencia en el país. En Violencia política en Colombia. De la nación fragmentada a la construcción del Estado, Fernán González, Ingrid Bolívar y Teófilo Vásquez (2003), se proponen revisar “la manera como los conflictos del país a lo largo de su historia van tejiendo una trama que va articulando gradualmente las poblaciones y territorios en un juego de interrelaciones bastante conflictivas, que van desembocando paulatinamente en un proceso complejo y difícil de construcción del Estado” (González et ál., 2003, p. 11). Para los autores, es la década de los noventa la que cambia la lógica territorial del conflicto en el país, en donde las dinámicas macroterritoriales se combinan con las dinámicas microterritoriales. Esto se traduce en tensiones activas entre los distintos actores en la construcción de Estado, ya que el monopolio de la violencia en manos del Estado, como la plantea Weber, se ve cuestionado en los territorios periféricos por actores como las guerrillas, los paramilitares y los narcotraficantes. Los autores a través de ejercicios estadísticos demuestran un aumento desmesurado en el accionar de los actores armados, especialmente de las FARC, lo que convirtió a este grupo en el actor más dinámico, sobre todo en los años 1996 y 2000 (González et ál., 2003, pp. 104-105). En el capítulo III, “La geografía de la guerra”, los autores analizan las dinámicas macroterritoriales y microterritoriales. En el caso de las primeras, destacan la hegemonía paramilitar en el norte del país y el uso de los corredores surorientales por parte de la guerrilla, especialmente expandiéndose gracias a los cultivos ilícitos. Y en las dinámicas micro, destacan los paros armados y los conflictos por el acceso al poder formal a través del apoyo de candidatos a los cargos uninominales y en los concejos municipales, tratando de controlar el territorio desde los cargos políticos.

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Respecto a los grupos de autodefensa, Echandía en Geografías del conflicto armado y las manifestaciones de violencia en las regiones de Colombia (1999b), afirma que en ese entonces la reciente reactivación obedecía al intento de contener la expansión territorial de la guerrilla para “penetrar las zonas donde tienen sus fuentes de financiamiento más importantes para entrar a disputarles los enormes recursos económicos, que han constituido el factor decisivo en su fortalecimiento” (Echandía, 1999b, p. 28). Esa reactivación les ha significado la pérdida de territorios en el noroccidente del país y una intensificación de los enfrentamientos en el Magdalena Medio y el suroriente. Las críticas a los trabajos de Echandía tienen que ver con el trabajo a nivel de municipios, los cuales no son clasificados según tamaño o población, llegando a ser una representación “engañosa” porque, en general, los municipios más grandes eran los menos poblados, por las dinámicas mismas de la violencia (Pissoat y Gouëset, 2002, p. 3). Por otro lado, la cuantificación exclusiva del número de homicidios no discrimina sus móviles, si refieren realmente a acciones de grupos armados al margen de la ley (Pissoat y Gouëset, 2002, p. 3). Atendiendo a varias de las críticas formuladas a los trabajos de finales de siglo, en 2004 se publica Dimensiones territoriales de la guerra y la paz, a cargo de la Red de Estudios de Espacio y Territorio, bajo el sello editorial de la Universidad Nacional de Colombia. Esta obra es el primer trabajo que como compilación está dedicado a estudiar las dimensiones territoriales del conflicto, estudiando elementos inexplorados del territorio como los recursos naturales y los accidentes geográficos y la regionalización del conflicto armado a nivel internacional. Realiza aproximaciones profundas a las manifestaciones de violencia en el Caribe, el Pacífico y el suroriente colombiano. Respecto a la cuestión específica del territorio y los grupos armados, el capítulo III: “El conflicto armado colombiano y su expresión territorial: la presencia de los actores”, cuyo preludio es escrito por Fernando Cubides, tiene como objetivo el análisis de … la manera en que los actores armados están presentes en el territorio, sus pretensiones de controlarlo, los efectos que su presencia y los planes de expansión que elaboran, surten sobre los flujos de población y la configuración de las regiones. (Cubides, 2005, p. 147).

Añadiendo más adelante que “la intensidad y la diversidad de las violencias, están creando una nueva concepción de territorio” (Cubides, 2005, p. 148). Aquí ya no se trata de las causas o los inicios de la violencia en una región o

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un territorio específico, sino del desenvolvimiento del conflicto y de cómo este reconfigura el espacio y la forma de vida de quienes se ubican allí. En el artículo “Evolución reciente de la geografía del conflicto armado”, de Camilo Echandía, se ponen en evidencia las transformaciones en el modus operandi de la guerrilla. En los noventa se dio el fortalecimiento de las FARC, gracias a la articulación de la cadena de producción de coca y a la zona de distensión, que permitieron la duplicación del número de frentes y la realización de ataques directos contra los puestos de policía de las poblaciones. A partir de 1999 los cambios en la estrategia militar, en especial, los ataques aéreos, generaron la caída en las acciones de la guerrilla y demás dificultades en el campo operacional. Desde el año 2000 la estrategia ya no se basa en lograr la expansión territorial, sino en la preservación de la influencia en las zonas históricamente ocupadas, ante la lógica de acorralamiento de los paramilitares y de la fuerza pública. La intensificación de los enfrentamientos en ciertas zonas del país responde a factores estratégicos relacionados con la supervivencia, la capacidad de respuesta rápida, ataques y repliegues tácticos. En consecuencia, las FARC aumentaron el número de ataques a la población civil y a la infraestructura en grupos pequeños, en la lógica de la “guerra de guerrillas” en lugares donde les era posible volver fácilmente a las zonas de refugio. En la figura 2 se aprecian cuatro de los mapas realizados por Echandía. En ellos se observa la evolución de la intensidad del conflicto armado entre 2000 y 2003. Se advierte una intensificación del conflicto hacia el centro y sur del país, que corresponde a las zonas donde se implantaron los primeros núcleos guerrilleros. Allí predominan los escenarios rurales apartados de las actividades económicas más dinámicas. Respecto a la ubicación geográfica de la guerrilla, Echandía afirma que esta se concentra en las zonas primarias de asentamiento guerrillero, donde el 60 % de los municipios pertenecen a la estructura rural atrasada y de colonización, el 20 % son del tipo campesinado medio, el 10 % se

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caracterizan por el predominio de la agricultura comercial y solo el 10 % pertenece a la estructura urbana. Un gran cambio respecto a lo mencionado anteriormente para principios de los noventa. Por su parte, la geografía de la movilización paramilitar, en los primeros años de la década, responde a una lógica de expansión inscrita en el propósito de crear un corredor que divida al norte del centro del país, uniendo Urabá con el Catatumbo, con el objetivo de iniciar las incursiones y la penetración de las retaguardias de la guerrilla en el sur y oriente, así como las zonas de expansión en el norte del país (Echandía, 2004, p. 164). Se aprecia que la construcción de los mapas y gráficos tiene un mayor grado de rigurosidad respecto al acceso a fuentes primarias (boletines de orden público, diarios del DAS, datos del Observatorio del Programa Presidencial para los DDHH y DIH, Vicepresidencia de la República, DANE), que ahora son más diversas y contienen información relacionada no solo con las cifras sobre homicidios en general, sino también con las estadísticas sobre muertes por grupos ilegales, las cuales permiten que la ubicación geográfica del conflicto y la representación de su intensidad sean más precisas. Uno de los últimos textos que han abordado la dinámica territorial desde otra perspectiva, ha sido el capítulo escrito por Socorro Ramírez, titulado “La ambigua regionalización del conflicto colombiano”, en el libro Nuestra guerra sin nombre. Transformaciones del conflicto en Colombia, en el que se aborda el tema de la exportación del conflicto armado a los vecinos, específicamente Venezuela y Ecuador. La autora destaca cómo los estudios que resaltan la presencia de los actores armados en la zona de frontera, muestran que en las últimas dos décadas el conflicto en Colombia ha sido exportado a los vecinos, a través del desplazamiento de personas víctimas del conflicto, pero sobre todo por la presencia de actores armados, especialmente la guerrilla, en esas zonas. Todo lo anterior se puede apreciar en la figura 2, que se extracta del documento de Echandía (2004).

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Figura 2. Mapas sobre la intensidad del conflicto armado en 2000, 2001, 2002, 2003 y 2004

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Fuente: EchandĂ­a (2004)


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Consideraciones finales. Desafíos sobre la relación entre territorio y violencia en Colombia Los estudios reseñados a lo largo del texto muestran que no hay una lógica lineal en la evolución de los estudios sobre la relación entre conflicto armado y territorio en el país. Los autores proponen categorías de análisis a partir de la lógica de ordenamiento territorial que se presentó al principio del capítulo, teniendo en cuenta la división político-administrativa de 32 departamentos y la existencia de los municipios a lo largo y ancho del territorio nacional, ya que permite establecer por definición geográfica los espacios que ocupan los actores armados en el país, pero que no corresponden en la mayoría de los casos con la movilidad que se explica por la búsqueda de los recursos energéticos vitales para la prolongación del conflicto. El uso de conceptos como municipio, región o macro-región tratan de explicar el espacio que ocupan los protagonistas y su expansión a lo largo del tiempo. El conflicto se menciona como un único suceso y proceso a lo largo del tiempo, sus cambios responden a la entrada de nuevos actores (como el caso de los paramilitares) o la consolidación de otros por regiones. En el caso de la fuerza pública no se encontraron referencias que explicaran sus estrategias a lo largo del tiempo, lo que impide establecer una continuidad y el impacto en la concepción de territorio, ya que su movilidad depende en gran parte de la contención de las FARC, como su principal enemigo, si se ve en esa lógica de contraposición. El territorio no puede ser concebido como un elemento inerte en el análisis. La mayoría de los documentos referenciados, que hacen parte de la última década, reconocen que son los actores los que le dan sentido a los lugares que ocupan; sin embargo, tienen características que en función de los recursos que persiguen los actores armados desempeñan un papel importante cuando se pretende entender la relación que existe entre la violencia política y el territorio en un país como Colombia, donde el conflicto político trasladado al uso de las armas, hace evidente que no ha sido efectiva la interpretación del uso y distribución de la tierra, lo que antes bien se ha convertido en factor y consecuencia del mismo conflicto. Se hace evidente la tensión en el análisis entre lo nacional, lo regional y lo que podría denominarse local. Sassen (2010) destaca que el mundo a través de la historia ha construido y entendido los elementos constitutivos de los EstadosNación modernos en virtud de lo nacional, una lógica que va en contravía de los esfuerzos por reforzar las conexiones y especificidades de lo local. Los ensamblajes en los distintos territorios del mundo y del país, en particular en la actualidad, se caracterizan por algunas veces ir en contravía de los designios 183


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normativos que caracterizan estos Estados modernos a los que se hace referencia, en la lógica del rescate de lo específico de lo local y las interconexiones regionales que en Colombia produce la reproducción del conflicto y que explica como la violencia en el país se reproduce en función de los movimientos de los actores armados a lo largo de la historia del conflicto armado en el país.

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Capítulo 2 Esbozo sobre el estado del arte en la relación conflicto armado y ciudad

Consideraciones previas

Leopoldo Prieto Páez*

Con frecuencia los aspectos fundamentales relacionados con el conflicto armado en Colombia han sido asociados muy estrechamente a problemas en las zonas rurales. Desde el nacimiento de los movimientos insurgentes, caracterizados como guerrillas campesinas, hasta las principales reivindicaciones de los distintos actores en cada una de las décadas que corren desde 1964 hasta el año 2012, pasando por los diagnósticos sobre los principales causas que alimentan el conflicto, una y otra vez se vuelve a mirar aspectos como la ausencia del Estado en amplias zonas de la geografía nacional, la concentración de la tierra, el despojo violento de campesinos, la agudización de la crisis agraria, el impacto de las condiciones macroeconómicas, el desplazamiento forzado, la falta de ejercicio legítimo de la fuerza en el campo y un largo etcétera (González, Bolívar y Vásquez, 2002). Cuando se echa un vistazo a la producción académica concentrada en estudios, hipótesis, análisis, exámenes, reflexiones y explicaciones sobre esta materia, el resultado no puede ser menos que impresionante, no pareciera poder *

Sociólogo de la Universidad Nacional de Colombia. Magíster en Urbanismo de la Universidad Nacional de Colombia. Investigador y coordinador de la línea en Territorios y Desarraigos del Instituto para la Pedagogía, la Paz y el Conflicto Urbano (IPAZUD) de la Universidad Distrital “Francisco José de Caldas”.


Leopoldo Prieto Páez

desligarse ni por un segundo conflicto armado y mundo rural. No ocurre lo mismo con el mundo urbano. La ciudad y los problemas en ella concentrados siempre actuaron como telón de fondo, pero no se reconocía un vínculo muy estrecho con las causas o aspectos promotores del conflicto armado, que parecía escenificarse más allá de los límites de la ciudad, a lo largo y ancho del territorio nacional. Para muchos resultaba ser una amenaza que en ocasiones se insinuaba pero que con la misma rapidez desaparecía. Este texto versa sobre la producción bibliográfica académica a propósito de la manera como se ha entendido la relación –impacto, influjo, consecuencias– entre la ciudad y el conflicto armado. Como se verá, la producción con respecto a este tópico ha sido objeto de interés más bien reciente y el desarrollo teórico sobre él ha sido desigualmente impulsado, dejando por tanto aún muchos aspectos por analizar y con situaciones en mora de ser rigurosamente examinadas. La ciudad o el espacio urbano se entenderá, no solamente en virtud de sus condiciones físicas, es decir, asentamientos amplios, poblados y heterogéneos en su composición (parafraseando la vieja definición de L. Wirth), sino además por la condensación de fenómenos sociales, de prácticas culturales y de generación de riqueza que exista en este tipo de aglomeraciones humanas. Esta definición, sin duda esquemática, tiene la virtud de permitirnos encuadrar el tipo de territorio que interesa indagar en este texto.

Algunas pistas iniciales sobre la relación conflicto armado y ciudad Uno de los aspectos que vale la pena reseñar es que el fenómeno de la violencia de las ciudades, y aún más el impacto, influencia o efecto del conflicto armado en los entornos urbanos, ha sido un tópico de interés para investigadores y estudiosos relativamente reciente en el campo académico colombiano. Hasta comienzos de la década de los noventa del siglo XX, había sido poco atendido y mucho menos estudiado; solo en los años que corren posteriores a 1980, década en la cual el índice de decesos por causa de muertes violentas en las ciudades se disparó y el terrorismo se convirtió en uno de los mecanismos más expeditos para conseguir objetivos criminales, la violencia en la ciudad comenzó a ser tomada como un objeto central de estudio por parte de investigadores y analistas. Esta explosión del fenómeno y del consabido interés por parte de estudiosos del tema contribuyó a que hubiese una producción creciente de investigaciones que buscaban entender el tipo de dinámica que contribuía a que las distintas expresiones de la violencia se hubieran recrudecido en los grandes centros urbanos. El interés además estaba determinado porque, según Álvaro Guzmán, 190


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“la ciudad no solo ilustra mejor la multiplicidad de las violencias de una sociedad, sino que también introduce con más claridad una distribución espacial o geográfica del fenómeno” (Guzmán, 1994, p. 172). La producción intelectual sobre la manera como la violencia se inserta en los entornos urbanos puede rastrearse en una serie de periodos de acuerdo con el postulado de varios autores (Angarita, 2003; Grisales, 2010; Roldan, 2007; Useche, 2007). Estos son claramente discernibles entre sí y puede irse identificando una serie de puntos orientadores que han guiado la reflexión académica y algunas investigaciones realizadas desde la administración pública, cada una de las cuales ha buscado crear argumentos explicativos sobre el incremento de la violencia en las ciudades. El primero de estos periodos está definido por el vínculo estrecho que se establece entre violencia urbana y la miseria, muy típica en las grandes ciudades. Desde ese punto vista, tomó carrera la posición según la cual “en medio de la violencia urbana estaba simplemente la desposesión o las formas injustas de distribución y redistribución de la riqueza, que provoca todo tipo de reacciones entre aquellos más lesionados por las estructuras socioeconómicas y socioproductivas” (Useche, 2007, p. 98). Un punto de vista que comparte Angarita, quien además añadiría que junto a la pobreza debía indicarse el “carácter acelerado del crecimiento urbano” (Angarita, 2003, p. 97), un aspecto que desbordaba la capacidad institucional y enfrentaba a las ciudades y sus administraciones a retos evidentemente difíciles, desnudando una capacidad de respuesta más bien modesta comparada con la explosión del fenómeno. Un segundo periodo es presentado por Grisales y Angarita, quienes sugieren que hacia fines de la década de los ochenta una interpretación que abarca elementos de corte “sociocultural y el mundo de los valores” comienza a influir en las aproximaciones de distintos analistas a los aspectos relacionados con la violencia urbana y el conflicto en estos mismos entornos. La tesis de una crisis de carácter sociocultural tomó fuerza en medio del recrudecimiento de acciones promovidas por los carteles de la droga y la aparente facilidad con que dinámicas propias de economías ilegales se afincaban en amplios sectores de los centros urbanos. Según uno de los autores, ello se relacionó con “pérdida de valores cristianos y ausencia de educación para el tratamiento pacífico de los conflictos y para una cultura de la tolerancia” (Angarita, 2003, p. 100). De ahí la explicación de las amplias campañas y acciones gubernamentales que buscaban formar ciudadanos más tolerantes y consientes de la diferencia. Otro de los periodos se define de manera muy genérica como sociopolítico, en el cual se privilegia un acercamiento según el cual, en las ciudades se 191


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“explica la persistencia de la violencia, por las deficiencias en la construcción de un sólido vínculo por las debilidades en la relación entre Estado y Sociedad” (Angarita, 2003, p. 101). Esta debilidad del vínculo estaba marcada no solo por las dificultades del Estado para ejercer el monopolio de la fuerza en amplias zonas de las ciudades más grandes, sino también por la incapacidad para evitar la impunidad, así como la ineficiencia en la atención de servicios y provisión de necesidades básicas, como por ejemplo, el espacio público. Este último, un elemento no poco importante si se tiene en cuenta que ciertas condiciones urbanísticas benefician el accionar de actores ilegales. Sobre este aspecto se argumenta en uno de los informes del Grupo de Memoria Histórica de la Comisión Nacional de Reparación y Reconciliación que: La alta densidad y el mínimo de espacio público que caracteriza a este sector son resultado, en parte, de este proceso de urbanización no regulado, a su vez, las altas pendientes que marcan la topografía del territorio han llevado a que el acceso a los barrios [de la Comuna 13] sea predominantemente peatonal, de ahí que la llegada a los barrios más poblados y periféricos sólo sea posible a través de cientos de escalas y callejones. Esto ha facilitado el ocultamiento, control, movilidad, (accesibilidad, evacuación, circulación) y permanencia de los actores armados en ese territorio y, según un líder de la comuna, es un elemento central para entender la continuidad de la presencia y el dominio alcanzado por ellos. (Comisión Nacional de Reparación y Reconciliación, 2011, p. 56)

Del mismo modo, Useche menciona que otro de los elementos que se recalcan en este tipo de estudios está relacionado con el hecho que “la violencia generalizada determina la conformación de “para-estados” a lo largo del territorio nacional, que acentúan la debilidad de lo público y la ausencia o precariedad del monopolio de la fuerza por parte del Estado”. Más adelante en el mismo documento, parafraseando a Jorge Orlando Melo, menciona que “la violencia urbana [tiene] el poder de incidir en imaginarios que construyen y reproducen valores anti-civilistas y antidemocráticos, agudizando la precaria relación entre el Estado y la Sociedad” (Useche, 2007, p. 98). De acuerdo con Melo, ante la multitud de riesgos y conflictividades a las cuales se enfrentan los habitantes urbanos, es corriente que la desesperación lleve a los ciudadanos a considerar que “no es tan grave” la pérdida de ciertos derechos cuyo vínculo directo con las libertades democráticas es evidente. De suerte que:

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Las personas piden más y más energías a las autoridades. [...] Como la aplicación de tales medidas heroicas usualmente tampoco producen resultados satisfactorios, domina un clima de desconfianza en las autoridades y la justicia: las personas dejan de creer en la eficacia de las normas e instituciones legales y buscan alternativas por fuera de la ley. (Citado en Useche, 2007, p. 98)

Estas alternativas que están fuera de la ley, son las que han permitido explicar que en ciertos casos grupos armados tengan un diálogo relativamente fluido con las comunidades a las cuales han llegado y de ahí que la caracterización de estos estudios tenga el mote de abordajes sociopolíticos. En medio de estos análisis existe otro acercamiento cuya interpretación sostiene que lo vivido en las ciudades durante el primer lustro del siglo XXI, es una intensificación de las acciones de guerra en los centros urbanos, que puede estar indicando que las acciones bélicas se han trasladado del campo a la ciudad, de manera que el conflicto armado se ha urbanizado y la lógica del conflicto a nivel nacional ha entrado a determinar las relaciones de una violencia armada de tipo político en los barrios y zonas de los centros urbanos. Un enfoque mucho más reciente introduce algunas críticas a la hipótesis de la guerra que se urbaniza y, a través de herramientas metodológicas de carácter cualitativo, cuestiona la manera como con frecuencia se ha querido ver muchos fenómenos de violencia local como un simple reflejo del conflicto armado nacional. Según la perspectiva de estos investigadores, las dinámicas de los espacios locales son tan determinantes que difícilmente pueden ser entendidos como simples receptáculos del fenómeno conflictivo que ha enfrentado a poderosos actores durante casi cincuenta años; para ellos los conflictos, pasiones y enfrentamientos que tienen lugar en escenarios locales pueden llegar a ser tan fuertes que cambiarían la lógica de los conflictos mismos, y de esta manera podría entenderse mejor la forma que adquiere la violencia en espacios urbanos, teniendo en cuenta especialmente las particularidades de cada uno de los entornos. En este escrito se privilegian estos dos últimos enfoques, por dos razones: la primera, porque son las tesis que más desarrollo han tenido y, por tanto, sobre las que más producción bibliográfica hay. La otra razón está vinculada con el hecho de que estos enfoques son los que más claramente tienen en cuenta el papel del conflicto armado como variable que interviene en el desarrollo de la violencia en las ciudades del país.

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Del conflicto armado en los campos a la urbanización de la guerra Una primera mirada global sobre el interés en el análisis de la violencia que se escenifica en las ciudades, ha mostrado una “evolución”, agenciada por la forma como se ejercía la acción armada en las grandes capitales colombianas. Del examen del impacto que producían el terrorismo o el sicariato magnicida, ejercido por grupos armados que circunstancialmente irrumpían en el medio urbano para hacer un tipo de presencia que genera conmoción en la opinión pública, se transitó a abordajes que intentan dilucidar la manera como los distintos actores del conflicto hacen presencia en las ciudades, de manera ya no circunstancial, sino como una estrategia propiamente dicha de guerra, en la cual se busca ganar posiciones, controlar amplias márgenes geográficas y sustituir el aparato institucional del Estado con el fin de ejercer el control sobre la población y por esa vía configurarse en fuerzas de ejercicio de poder basado en el amedrentamiento armado (Valencia, 2002). Esta irrupción, ya no episódica, sino estructural de la violencia armada, sugieren algunos, fue facilitada por la debilidad de la presencia del Estado en amplias zonas de los cinturones de miseria de la ciudad, asentamientos con frecuencia ilegales, deficitariamente atendidos por servicios públicos domiciliarios y con índices dramáticamente altos de pobreza. En el año 2003, un encuentro impulsado por la Secretaría de Gobierno y la administración Distrital convocó a una serie de expertos en temas de conflicto, con el fin de disertar acerca de la violencia y sus implicaciones en la sociedad colombiana, aunque con un fuerte sesgo que orientaba las disertaciones al tema urbano. Las ponencias de los diferentes invitados fueron agrupadas alrededor de un volumen titulado Conflicto armado y violencia cotidiana en Colombia, en el cual se dedicó un apartado específico al conflicto armado en las ciudades. En él, por ejemplo, Mockus lanzaba una hipótesis sobre las estrategias utilizadas por los distintos actores para hacer presencia en las ciudades: “con respecto a la influencia del conflicto armado en la ciudad, se ha observado que cuando surge delincuencia en ciertas zonas suele aparecer una oferta de seguridad de grupos armados ilegales son normalmente grupos de guerrilleros o paramilitares que ofrecen resolver los problemas de seguridad de la comunidad a cambio de ejercer un control sobre el territorio” ( Mockus, 2003, p. 15). Haciéndose eco de esta hipótesis, Hugo Acero –participante del mismo encuentro– sugería que “la concentración [de la fuerza pública] en atacar y combatir sus autores [del terrorismo] generó descuido en la atención a otro tipo de delitos y contravenciones” (2003, p. 37). De esa manera, se entiende el aumento 194


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de los índices de violencia y de contravenciones al Código de Policía, pero también la relativa facilidad con que los grupos armados se instalaron en amplias zonas de la ciudad y ejercieron influencia en barrios y localidades de los grandes centros metropolitanos. Seguramente, el vínculo institucional de los dos autores que acaban de ser citados, hace que los argumentos se concentren de manera particular en la violencia homicida centrada en la violación de normas de convivencia y relacionada con la llamada “delincuencia o violencia común”, para distinguirla de un tipo de violencia asociada al conflicto, o los conflictos armados, que el país ha experimentado por casi medio siglo. Una división que, si bien algunas veces criticada, es muy utilizada por analistas e investigadores que abordan el tema de la violencia en las ciudades. Está división se encuentra, de manera implícita, en el texto de León Valencia publicado en el mismo volumen de las reflexiones que se acaban de citar. Allí en un artículo titulado “Ciudades amenazadas”, Valencia afirmaba que la violencia armada asociada al conflicto mostraba serias evidencias de estar irrumpiendo con fortaleza inusitada en los centros urbanos más grandes del país en los últimos años de la década de los noventa del siglo XX y los primeros años del siglo XXI. Desde el punto de vista de este autor, acciones como el ataque en la posesión de Uribe, el secuestro de los diputados o la retoma de la Comuna 13 en Medellín se convertían en signo inequívoco de que “la guerra se vino a las ciudades”. Más determinante era, en el decir de León Valencia, que comenzaba a evidenciarse en los primeros años de siglo XXI “una presencia y [un] control territorial en grandes ciudades como Bogotá, Medellín y Cali y en ciudades intermedias como Cúcuta, Pereira, Barrancabermeja y Montería” (Valencia, 2002, p. 26). En ese contexto se entendería una serie de acciones como la conformación de un frente guerrillero urbano, la orden de Jorge Briceño de llevar la guerra a las ciudades y la aceptación ciertamente amplia de grupos de clases medias de algunos postulados del discurso paramilitar, visto ello como una oportunidad para irrumpir en los centros urbanos con un cierto ascendente de “apoyo popular”. Valencia sostiene que la necesidad de llevar la confrontación a las ciudades surge a propósito de una suerte de imperativo que sugiere que acercarse a la ciudad es acercarse a la victoria militar. No obstante, lo reconoce este mismo autor, la capacidad operativa y de ofensiva es más restringida en los centros urbanos (2002, p. 27). Esta posición podría dar a entender entonces que la violencia asociada al conflicto armado irrumpiendo en las ciudades, antes que acercar a la victoria militar puede estancarse en un círculo vicioso que alimenta las 195


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lógicas de violencia “común” de los centros urbanos, desdibujando los objetivos militares de los grupos implicados en el conflicto armado. Seguramente, con esta idea en mente, el autor remata su argumento afirmando que en las ciudades, las fronteras entre las distintas formas de violencia comienzan a borrarse, entre otras razones porque la lógica de la guerra resulta ser tan perversa que “los actores armados han subordinado agentes de la violencia (narcos, bandas, pandillas, etc.) y los ponen a su servicio” (Valencia, 2002, p. 28). Este acomodación de la estrategia militar, que implicó la cooptación de los actores que ejercían criminalidad urbana, como combos y bandas, por parte de los actores del conflicto armado, debió alentar un cambio de abordaje analítico, según este autor porque, a diferencia del argumento de los “violentólogos” en el conocido texto titulado Colombia: Violencia y democracia, en el que se identificaba la existencia de tres tipo de violencia, paralelos y sin mucha comunicación entre sí, lo que requería soluciones diferentes para cada una. Ahora las violencias no se diferencian unas de otras, sino que se mezclan en una sola lógica de guerra y la comunicación y retroalimentación entre cada uno de estos tipos de manifestación de violencia es constante (Valencia, 2002, p. 30). Alfredo Rangel en su artículo titulado “Las ciudades: nuevos escenario del conflicto armado”, concuerda con León Valencia en que particularmente en los últimos años del siglo XX y la primera década del siglo XXI existe un interés creciente por urbanizar el conflicto. Rangel centra su análisis en el accionar de las guerrillas y sostiene que existen varias razones para que esto ocurra. Una primera es que, así como lo sostiene Valencia, llegar a la ciudad es acercarse al fin de la guerra, basados en el hecho de que en la lógica del conflicto y los objetivos guerrilleros es posible seguir una suerte de proceso histórico que permite identificar fases o etapas sucesivas en las que se encuentra vinculado el territorio (Rangel, 2002, p. 31). La primera de estas fases se relaciona con el nacimiento y consolidación de las guerrillas de inspiración marxista-leninista, proceso que según este autor se llevó a cabo durante las décadas de los sesenta y setenta, fuertemente ligado a problemas agrarios y de lucha de tierras, en un escenario claramente ligado al entorno rural. A esta fase le siguió una siguiente de consolidación de la estructura militar, que promovió la presencia de carácter regional. Esta se vio determinada por el control efectivo de amplias zonas del país, lo cual tomó forma en los años ochenta y noventa. Hacia finales del siglo XX y durante la primera década del siglo XXI es perceptible una fase de urbanización del conflicto y de avance (o por lo menos de intentos reiterados) de los actores armados por hacer presencia en las ciudades. La fase reviste interés pues ella supondría, en

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la visión de las guerrillas, acercarse al final del conflicto, habida cuenta de la inminencia de la victoria militar; urbanizar el conflicto es “mejorar la capacidad de negociación frente al Estado” (Rangel, 2002, p. 32). Si bien para este autor es evidente que ha habido acciones claramente orientadas en ese sentido, la irrupción del conflicto armado no resulta una tarea fácil para los grupos armados, y en especial para la guerrilla, por aspectos como un discurso nada o muy poco atractivo para las clases medias, una evidente dificultad en términos de capacidad operativo-militar, la relación más estrecha con el entorno rural y el vínculo ideológico con ese tipo de territorio, lo que les lleva a tener una visión de la ciudad como un ente perverso, junto a un aspecto de no poca importancia, como es el relativo mayor apoyo que tienen los paramilitares en la ciudad. De cualquier manera, la importancia de los centros urbanos en una nueva estrategia militar y política de los actores armados ha comenzado a quedar en evidencia. Ello explica los golpes cada vez más frecuentes en los centros urbanos, lo que haría presentir que “el conflicto en las ciudades va a agudizarse” (Rangel, 2002, p. 34). Estas visiones que hemos mencionado, ciertamente han promovido la idea de la ciudad como un escenario en el que se extiende la guerra que varias décadas antes comenzó y se recrudeció en el campo. Parece sugerirse que las lógicas de la guerra se asemejan a una gran bola de nieve que va creciendo conforme avanza y va implicando nuevos escenarios. En esa vía se inscribe, por ejemplo, el argumento que defiende Absalón Jiménez en su artículo “Conflicto y violencia urbana en Bogotá: una mirada histórica” (2007), en donde sugiere que existe un antagonismo histórico que ha enfrentado a la ciudad con el campo, un antagonismo fundado en el ejercicio de poder que lo urbano ha intentado (y no pocas veces ha ejercido) sobre los entornos rurales. El enfoque que Jiménez defiende deja entrever que las lógicas que operan en uno y otro ámbito territorial son diferentes y, de algún modo, reconoce la relevancia de lo urbano al mencionar que en la ciudad “se comienza a constituir en el principal escenario en el que se resuelven las tensiones y conflictos sociales de una gran cantidad de población, cuya incidencia comenzó a tener un carácter nacional” (Jiménez, 2007, p. 107). La evidencia de lo urbano como elemento central para entender no solo el conflicto, sino los conflictos, puede rastrearse a través de aspectos tan significativos, desde el punto de vista de este autor, como las movilizaciones de artesanos en la segunda mitad del siglo XIX, las protestas en contra del gobierno del general Reyes en la primera década del siglo XX o en contra de la hegemonía conservadora al finalizar la década de los veinte.

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Casos paradigmáticos son, a luz de los argumentos de Jiménez, el asesinato del líder liberal Jorge Eliecer Gaitán, el ascenso y caída del general Rojas Pinilla y la aparición del M-19, este último como un actor de primera línea en el conflicto armado colombiano y con un vínculo evidente con los sectores urbanos, mucho más clara y determinante que las que habían tenido otras agrupaciones guerrilleras en el país hasta ese momento, como las FARC y el ELN, por solo mencionar las dos más grandes. Jiménez se ve atraído por el argumento del ya mencionado estudio de la Segunda Comisión de Estudios sobre la Violencia, el cual se defiende la tesis de que en el país existen varios tipos de violencia, que no están muy comunicadas unas con otras y responden a factores distintos. Parafraseando este informe, introduce la afirmación según la cual: “la violencia urbana es una violencia social más que política, en la medida de que, además de los hechos violentos asociados con la lucha del poder y el control del Estado, abarca ámbitos propios de las relaciones interpersonales, tanto en las esferas de la vida pública como en las esferas de la vida privada” (Jiménez, 2007, p. 113). El autor concluye, por tanto, que son formas de conflicto diferentes, cuyos orígenes son desiguales, las dinámicas no son equiparables y las posibles salidas también son disímiles. En un estudio relativamente reciente, un grupo de connotados investigadores recurrió de nueva a la tesis de la guerra en las ciudades. Su argumento lo fundaban en el hecho de que resulta evidente la decisión de los grupos paramilitares de establecer su poder en los centros urbanos (ciudades intermedias y grandes ciudades), y también en el pronunciamiento del “Mono Jojoy” en el año 2002 sobre la intención de parte de las FARC de llevar a cabo acciones bélicas en las ciudades (Comisión Nacional de Reparación y Reconciliación, 2011, p. 76). El Estado, por su parte, contribuyó a que esta idea se generalizara cuando en el año 2002 llevó a cabo la Operación Militar Orión en la Comuna 13 de Medellín. Esta operación causó gran impacto, no solo por su dimensión, por el tipo de armas utilizadas (hasta ahora no muy comunes en la ciudad, ni siquiera en el periodo de guerra frontal contra los carteles), sino también por las “acciones contra la población civil (asesinatos, detenciones arbitrarias, ataques indiscriminados y desapariciones). A raíz de ella la Comuna 13 se hizo visible para toda la ciudad como escenario de una nueva modalidad de conflicto armado en el país y de lo que en ese entonces se caracterizó como una la urbanización de la guerra” (Comisión Nacional de Reparación y Reconciliación, 2011, p. 77). Otra de las investigaciones que construyen un marco analítico para explicar esta irrupción guerrerista en las ciudades, es la de Gustavo Duncan, trabajo titulado Del campo a la ciudad en Colombia. La infiltración urbana de los señores de 198


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la guerra. En este texto, un primer nivel de asociación se encuentra en el papel que se le otorga a los paramilitares como agentes promotores de la irrupción armada en las ciudades. A este respecto, el autor afirma: “la irrupción masiva de las redes mafiosas sólo ha sido posible por el apoyo logístico, militar y financiero recibido por los jefes de las autodefensas desde el campo” (Duncan, 2005, p. 3). Duncan inicia el análisis esbozando el contexto a través del cual se van estructurando las condiciones que permiten ir entendiendo el paso de una violencia política eminentemente rural a la constitución de redes organizadas de criminalidad sustentadas en los entornos urbanos. Una segunda parte del análisis se centra en determinar cuáles son los niveles de ese desarrollo de infiltración de las redes de la mafia en las ciudades, para terminar con un acercamiento a las posibles razones que permitirían explicar la forma cómo esa infiltración ocurre y qué consecuencias tiene para el Estado en general y para el sistema democrático en particular. A través de las acciones examinadas en el capítulo sobre los niveles de infiltración en las ciudades, se puede hacer un balance del tipo de infiltración del que se habla y el papel de lo propiamente urbano en este desarrollo. Duncan resalta que el accionar en las ciudades es diferente del que ocurre en el campo, pues en los territorios rurales los grupos “están compuestos por organismos cohesionados jerárquicamente, visibles para sus miembros, con canales de mando claramente definidos y con unidad de acción” (Duncan, 2005, p. 31). Esta forma de actuar contrasta claramente con el accionar urbano –afirma Duncan– y se organiza a través de una red con células especializadas, conectadas por mandos independientes a un mando superior, lo que convierte las organizaciones en entidades muy fragmentadas y difusas. La especialización de las mencionadas células se mide por el tipo de trabajo que hacen en las ciudades. Estas células son de tres tipos, fundamentalmente: 1) células soldado, encargadas de administrar la violencia que se ejerce contra individuos u organizaciones que se interponen en los objetivos de la infiltración; 2) células operativas, encargadas de la ejecución de actividades legales e ilegales. Son las encargadas de generar las ganancias económicas; y 3) células de intercambio, encargadas de conseguir apoyos e intercambios con el poder político, con la justicia, el sistema financiero o las fuerzas de seguridad del Estado. Los niveles de infiltración se miden, entonces, por la capacidad de operación que tengan estas células y dependen, en gran medida, de la forma como logren apoderarse “de tres tipos de actividades que regulan una ciudad: las transacciones criminales, las actividades legales y las instituciones gubernamentales” (Duncan, 2005, p. 32). El autor mismo reconoce la pertinencia de diferenciar el análisis según el tipo de ciudades. En el ejercicio que él mismo hace distingue 199


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claramente ciudades grandes (Bogotá, Medellín, Barranquilla) de ciudades intermedias (Cúcuta, Riohacha y Barrancabermeja). Señalar estas estrategias y abordar el análisis cuidadoso de estos fenómenos es necesario, en la medida en que más que una tensión entre campo y ciudad, lo que se advierte es un enfrentamiento entre dos tendencias de Estado en medio de las cambiantes condiciones de la década de los noventa. Por una parte, está la tendencia que aboga por “democracias liberales que ampliaron las libertades individuales, el respeto por la sociedad civil, un capitalismo dinámico y los modelos de economía de bienestar”, y por otra, un bando que actúa como contraparte, compuesto por “milicias, señores de la guerra y redes mafiosas que imponen un Estado basado en los intereses individuales de una clase armada” (Duncan, 2005, p. 70). Para finalizar, podría decirse que la idea que guía las afirmaciones de los documentos que se han expuesto hasta aquí, tuvo cierta acogida en la opinión pública, sobre todo por cómo llegó a percibirse la situación de orden público durante el periodo que más conmoción causó por la presencia de una nueva oleada de violencia en las ciudades más importantes del país. Como se mencionó, la tesis fundamental de la que se parte es que el conflicto se ha urbanizado y que una parte de la violencia que ocurre en las ciudades, es reflejo del conflicto armado que vive el país, es decir, que se entiende por la decisión de las FARC y las AUC de llevar “la guerra a las ciudades”. Este punto de vista comenzó a ser criticado, pues según el argumento de algunos, “con este tipo de análisis se obstruyó un sereno y detenido examen de lo que realmente venía sucediendo” y se abrió la oportunidad para otro tipo de planteamientos, que al entender del autor son sumamente inconvenientes, como por ejemplo que “en Colombia no hay conflicto armado, pues de lo que se trata es del accionar de unos terroristas enemigos de toda la sociedad” (Angarita, 2003, p. 102). Los argumentos que fundamentan la crítica a estos puntos de vista deterministas hacen parte del siguiente apartado.

De la guerra urbanizada a las incidencias de lo local Las investigaciones y análisis que han sido reseñados hasta aquí, contribuyeron a crear la imagen de un conflicto armado “todopoderoso”, de cuyas lógicas es imposible escapar, sin considerar que el conflicto es transformado y sus objetivos se vuelven más difusos cuando hacen su irrupción en ámbitos tan complejos como los construidos en los entornos barriales de grandes ciudades o incluso ciudades intermedias. Esa es en último término la reivindicación de quienes defienden la perspectiva que a continuación se reseñará, la cual insiste 200


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en que no resulta fácil separar las manifestaciones del conflicto armado de otras formas de conflicto presentes en los territorios urbanos. Sobre la inconveniencia de referirse a este fenómeno como urbanización de la guerra y la incorrección analítica de una mención en estos términos, se puede encontrar el siguiente apartado, en el que se afirma: ... nuestras ciudades, en diferentes momentos, en los últimos 25 años, han vivido periodos de escalonamiento localizado en algunos barrios –sobre todo en barrios periféricos–, sin que ello signifique que hemos presenciado la urbanización del conflicto, como muchos analistas han pretendido señalarlo, ya que la nuestra sigue siendo una guerra eminentemente rural. (Hincapié, 2006, p. 3)

Estos enfoques, tan abiertamente criticados, no obstante fundamentan su argumentación en algunos postulados que bien vale la pena tener en cuenta, pues toman en consideración aspectos patentes de realidades cotidianas. Es el caso del texto Conflicto, violencia y actores sociales en Medellín, de Jaime Nieto y Luis Javier Robledo. Los autores defienden la preeminencia o el papel determinante del conflicto armado sobre cierto tipo de conflictos y violencias preexistentes en las ciudades colombianas, aunque detienen su análisis en Medellín. Para ellos es evidente que “existe una creciente urbanización del conflicto armado, experimentado en los últimos cinco años –desde el 2001–” (Nieto y Robledo, 2006, p. 59), determinada por aspectos asociados a conflicto armado. Los autores defienden este argumento en los siguientes términos: La conflictividad urbana en la zona [las Comunas 8 y 9], se estructura a partir de las recientes tendencias del conflicto político armado, dada su mayor y progresiva expansión, sobre todo en un corredor geoestratégico como la zona centro oriental, por sus fortalezas económicas y logísticas. A pesar de la presencia de algunas expresiones del Estado en los barrios, los actores armados no dan por culminado su proyecto de “conquista” de microterritorios, pues su objetivo es disputarse los barrios para satisfacer sus intereses de poder. (Nieto y Robledo, 2006, p. 125)

Esta posición, que parece estar más asociada a la idea de urbanización de la guerra, es traída aquí porque los autores reconocen la existencia de formas de violencia relacionadas con conflictividades no necesariamente vinculadas con la confrontación armada y que actúan sobre una base de problemas estructurales presentes en la ciudad desde mucho antes de que aparecieran en los barrios los actores del conflicto bélico. No obstante, para ellos es bastante claro que “en el 201


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trasfondo de la conflictividad y violencia urbanas, desplegado sobre una base amplia de profundas inequidades sociales, económicas, políticas y culturales, que le sirven de conflicto y legitimidad, se despliega y toma cuerpo la guerra” (Nieto y Robledo, 2006, p. 60). No se trata, anticipan, de desconocer la subjetividad y las características particulares de esos microterritorios urbanos que son los barrios, o de esos microcosmos que en sí mismos son las ciudades; pero sí debe reconocerse la complejidad del fenómeno de violencia en la ciudad a partir de la importancia central que ha adquirido tal fenómeno a expensas del enfrentamiento entre paramilitares y guerrilla. Una centralidad que significa: Capacidad demostrada por los actores para imponerse sobre las múltiples y fragmentadas redes de delincuencia y criminalidad organizadas, pervivientes y fortalecidas [...]. Imposición leída en términos de subordinación a los planes y estrategias de los actores armados, o de cooptación de los mismos, o, en el extremo, de aniquilamiento. Se trata de una imposición ganada a sangre y fuego, con altísimos costos en términos de homicidios y de desplazamiento intraurbanos. (Nieto y Robledo, 2006, p. 60)

Abordajes de este estilo que, aunque de forma tímida, buscan incluir un matiz en la hipótesis de la urbanización de la guerra pues reconocen la existencia de formas de conflictividad locales que de algún modo influyen en el desarrollo mismo de la incursiones de los actores armados en los entornos urbanos. Un ejemplo de este tipo de enfoques matizados, es el trabajo de Sandra Hincapié titulado La guerra y las ciudades, que desde el título mismo se intuye que tiene un sesgo hacia la consideración del conflicto armado en el país como un elemento absolutamente relevante que, de un modo u otro, determina las dinámicas de violencia que se desarrollan en las ciudades, particularmente a finales de la década de los noventa del siglo XX y la primera década del siglo XXI. La autora decide incluir dentro de su análisis, las tres grandes ciudades del país (Bogotá, Medellín y Cali), así como una ciudad intermedia (Barrancabermeja) con el fin de, según manifiesta, intentar una diferenciación del tipo de interés estratégico que cada una de ellas tiene para los actores en conflicto. La línea argumental de la que parte su reflexión está sustentada en el supuesto de que el movimiento del campo a la ciudad de las acciones armadas de los diferentes implicados en la guerra, comenzó en los años setenta con el nacimiento de una guerrilla de izquierda evidentemente urbana –el M-19– y la búsqueda de bases de apoyo urbanas de sectores sociales que permitieran hacer una proyección de la insurgencia al país. Luego, con la constitución de redes urbanas, cuyo principal objetivo era: 202


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servir para el reclutamiento, no sólo de posibles combatientes en las zonas rurales, sino también para el crecimiento en las zonas urbanas; [...] cumplen una labor de información clave y táctica de inteligencia militar; ubican y definen posibles blancos operativos para la consecución de recursos económicos; sirve para la coordinación, compra y distribución del aprovisionamiento y abastecimiento de diverso tipo [...] cumplen una tarea de encubrimiento, asistencia y camuflaje en la ciudad de combatientes y líderes rurales y ayudan a la coordinación y ejecución de acciones militares o atentados específicos en la ciudad. (Hincapié, 2006, p. 5)

Como se desprende del anterior párrafo, el interés en términos de redes urbanas, se centraba más en la búsqueda de una estructura que sirviera de apoyo a la guerra que se desarrollaba en el campo, antes que una verdadera estrategia que implicara llevar la confrontación armada a las ciudades. Para esta autora, y en esto habrán otros de acuerdo con el postulado, la llegada de la guerra a las ciudades y su escalamiento coincidirá con el “crecimiento y copamiento del proyecto paramilitar, en disputa con las milicias, redes y comandos urbanos de las diferentes guerrillas” (Hincapié, 2006, p. 6), en parte porque uno de los pilares del modo de operar de los paramilitares es justamente el de contener y desalojar a la guerrilla de zonas que estaban bajo su dominio y control. Para Nieto y Robledo este aspecto resulta del todo evidente, pues “en buena medida, si se habla de urbanización del conflicto armado, es claro que éste es realizado sobre todo, por iniciativa de las mismas fuerzas paramilitares. Esta urbanización del conflicto a manos del paramilitarismo se desarrolla sobre todo hacía Medellín y Barrancabermeja” (Nieto y Robledo, 2006, p. 49), aunque ciertamente se extendería a otras ciudades, como es el caso de Bogotá, en donde varias de las redes y grupos de apoyo de los insurgentes van a enfrentarse con grupos paramilitares, principalmente en localidades como Ciudad Bolívar y la población de Soacha, vecina a Bogotá. A la ya conocida estrategia de “oferta de seguridad” y eliminación de población “indeseable” –consumidores de droga, prostitutas, población LGBT, habitantes de la calle, delincuentes callejeros, etc.–, los paramilitares trazaron una ruta de fortalecimiento económico que implicó el control de amplias zonas de economía informal en el centro de la ciudad y en los llamados “San Andresitos”. De esa manera, comienzan a obtenerse “recursos importantes para el mantenimiento y reproducción de sus ejércitos por medios diferentes al narcotráfico” (Hincapié, 2006, p. 49), lo que contribuyó a que de manera paulatina se fueran legitimando cada vez más formas de accionar desde la ilegalidad, toda vez que el discurso y las acciones criminales van articulándose con actividades 203


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legales o cuya fachada es legal y que, por tanto, no genera rechazo inmediato entre los ciudadanos habitantes de estas zonas. Una virtud de la aproximación que realiza Hincapié, y es justo donde se matiza la idea del tránsito casi automático de las lógicas de la guerra rural a los centros urbanos, es que intenta hacer un trabajo comparativo tratando de reconocer particularidades en cada una de las ciudades objeto de su estudio. Al parecer evitando explicaciones en extremo simplistas y orientando la reflexión a entender lo que existe de similar y de particular en cada uno de los centros urbanos donde los actores armados hacen presencia. Las distintas estrategias no siempre llevan consigo las mismas consecuencias y ello puede significar una transformación evidente en las dinámicas de la guerra. Más contundente en la crítica al argumento de la urbanización de la guerra, que trae implícita la idea de una imposición de lógicas del conflicto sobre escenarios típicos de las ciudades como los barrios, son los puntos de vista de Blair, Grisales y Muñoz. Investigadoras antioqueñas que han recalcado su inconformismo con aquellos análisis que encuentran en la ciudad una réplica simple del conflicto nacional, en términos de dinámicas, causas y consecuencias. Según ellas, las limitaciones de modelos y marcos interpretativos propuestos y utilizados con cierta frecuencia por investigadores, las conminó a abordar un tema que no habían considerado hasta ese momento dentro de su propio ejercicio investigativo. Esta incomodidad la sustentan en los siguientes términos: Creemos que la mayoría de ellos [los marcos interpretativos] carecen de una concepción de lo político que es necesario “replantear” al menos en relación con dos aspectos: primero, que se trata de una concepción muy estatal de lo político, negando otras formas de espacialización y presencia del poder, y segundo, que se trata de una concepción demasiado racional/instrumental de la política (y del poder) que deja al margen, aspectos bastante subjetivos presentes en la vida social (en este caso barrial). (Blair, Grisales y Muñoz, 2009, p. 32)

En el marco de la investigación de estas autoras, se consideró la década que va de 1995 a 2005 como el momento más crítico en relación con el accionar de actores armados en los barrios de la ciudad de Medellín. Fue entonces que las milicias de la guerrilla y los bloques de las AUC o paramilitares desplegaron su accionar en las comunas de la ciudad. Las autoras hacen mención de lo plausible que resultaba en un primer momento las tesis de la urbanización del conflicto político: “creíamos –dicen ellas– que se trataba efectivamente de la guerra urbana, esto es del proceso mediante el cual el conflicto político nacional,

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respondiendo a estrategias trazadas por los actores armados irregulares hacían su ingreso en las ciudades” (Blair, Grisales y Muñoz, 2009, p. 33). El desarrollo metodológico de la investigación realizada por ellas dejó al descubierto algunas inconsistencias de la hipótesis sobre la llegada del conflicto a las ciudades, o por lo menos algunos aspectos que limitaban el análisis global del fenómeno que intentaba explicarse. Ello en parte porque no era totalmente claro que el conflicto político subsumiera dentro de sí otro tipo de violencias como, por ejemplo, las asociadas al narcotráfico o a la delincuencia organizada. Además de ello, no ocurría una mezcla indiferenciada de tipos de violencia, sino más bien una articulación particular entre los conflictos que a la postre “marcan no solo la dinámica de los conflictos, sino también el ‘carácter’ de la confrontación” (Blair, Grisales y Muñoz, 2009, p. 33). El argumento se refuerza con la explicación según la cual, a tenor del fenómeno de pandillas y delincuencia, sicariato, lucha por el territorio, oferta de “seguridad”, “limpieza social”, se encuentran una serie de enfrentamientos cotidianos, típicos de la relaciones de vecindad de los entornos urbanos, que vienen a acompañar, potenciar o alimentar el enfrentamiento que encarnan los actores armados que irrumpen en estos escenarios locales. En palabras de las autoras: “a estos barrios llegan los actores de la guerra pero ellos se insertan en dinámicas barriales preexistentes a su llegada y se articulan con ellos de maneras específicas, determinando el carácter de la confrontación” (Blair, Grisales y Muñoz, 2009, p. 41). Este punto de vista es interesante pues se enfrenta con la visión que consideran en extremo determinista, la cual otorga todo el poder a los actores armados y casi que convierte a la ciudadanía en espectadora inerme sobre la que actúa con dura impronta la voluntad de las fuerzas irregulares. El recrudecimiento de las acciones y el escalamiento de la violencia en las zonas urbanas muy probablemente no se hubiera podido entender sin “las relaciones de estos grupos y actores armados con los pobladores, este ‘tejido social’ que apoya, legitima y contribuye a alimentar los conflictos es muy importante en los contextos barriales y, sin embargo, ha sido escasamente introducidos en los análisis” (Blair, Grisales y Muñoz, 2009, p. 52). La invitación de las autoras apunta por tanto a la necesidad de reconocer e incluir como variable independiente dentro de los análisis sobre el conflicto aquellos aspectos que analistas y estudiosos con frecuencia desechan “por ser motivos ‘menos nobles de la guerra’ (intereses privados, acciones individuales, relaciones personales, venganzas, etc.) y cuya existencia si bien se ha reconocido en algunos análisis, se minimiza a la hora de la explicación de sus 205


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dinámicas” (Blair, Grisales y Muñoz, 2009, p. 52). Una apuesta metodológica que considere estos elementos entiende por tanto que hay una enorme influencia de la subjetividad y la emocionalidad en los conflictos políticos y que se están dejando por fuera “debido a una concepción instrumental racional de lo político” (p. 53). Otro enfoque es el de Vilma Liliana Franco, el cual aunque emparentado con algunos de los puntos de vista que se han mencionado aquí, tiene ciertos elementos puntuales, que podríamos llamar “novedosos”. En ese orden de ideas, resulta pertinente exponer sus argumentos en este apartado. El texto en mención tiene por título Violencia, conflictos urbanos y guerra civil. Su objeto de análisis es la ciudad de Medellín. En la primera parte del trabajo, la autora hace un balance de la reflexión que se ha hecho sobre la violencia y la conflictividad urbana, particularmente en la capital antioqueña, y los periodos que reconoce corresponden con los que otros autores también han señalado sobre el análisis de la violencia urbana, en el que mencionan el énfasis hecho sobre causas relacionadas con el crecimiento poblacional acelerado y la pobreza concomitante, o como parte del resultado de una crisis de valores que condujo a una crisis de carácter sociocultural, o también como consecuencia de una imperfección de la relación entre el Estado y la sociedad civil que contribuyó al avance paulatino de una mirada mutua de sospecha y desconfianza. Pero más allá del reconocimiento de una serie de fases o núcleos temáticos por los que ha pasado la reflexión sobre la violencia en el escenario urbano, específicamente de Medellín, debe resaltarse el ejercicio analítico de la autora de construir un marco conceptual que permite entender la inserción, o más precisamente el escalonamiento de la guerra en las ciudades –como ella lo llama–, dentro de un proceso que se articula –o por lo menos está muy emparentado– con dinámicas económicas, políticas, sociales y culturales de amplio espectro, las cuales rebasan el escenario local y no son parte de una suerte de generación espontánea o irrupción inédita. A este respecto la autora afirma: Considerando las múltiples estrategias utilizadas por las partes en conflicto, la incidencia de la guerra en la ciudad no es una novedad y se está por el contrario ante una fase escalamiento en el escenario urbano que empieza a evidenciarse aproximadamente desde 1999, no por aumento de la tasa general de homicidios o de las acciones bélicas, pero si a partir de un nuevo tipo de presencia de las organizaciones de contrainsurgencia ilegal, sin que ello signifique una disminución o un desplazamiento de la guerra del campo a las urbes. (Franco, 2004, p. 100)

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En este apartado Franco, además de reconocer que las intenciones de grupos armados de llevar ejercicios de guerra a las ciudades no es nuevo, señala de manera abierta la inconveniencia de interpretar el escalonamiento de la guerra en la ciudad como tránsito de una guerra rural a una guerra urbana y coincide con la opinión de otros investigadores, a propósito de señalar que el llamado escalonamiento de finales de la década de los noventa del siglo XX, ocurre a expensas de un objetivo paramilitar que busca en estos escenarios nuevas formas de financiamiento, poder y legitimidad. La pertinencia del texto de Franco, y su relevancia en el contexto de este documento, es que va señalando de manera progresiva una serie de elementos que contribuyen a entender la forma como la conflictividad (o conflictividades) urbana(s) se vuelve funcional al recrudecimiento del enfrentamiento de fuerzas irregulares que actúan en el país, pero ahora en el escenario urbano, así como las forma en que viejos enfrentamientos aparecidos a finales de la década de los sesenta aún tienen eco en litigios que tienen lugar a finales de siglo. Cada una de las formas de conflicto que caracteriza, parece que no precede ni remplaza a otra. De hecho, van tomando forma a medida que hechos circunstanciales de carácter local, nacional e incluso mundial van teniendo lugar y se superponen, articulan o adaptan de acuerdo al reacomodamiento de los poderes que le van dando forma. Estos conflictos típicamente urbanos, que recurren en mayor o menor grado al ejercicio de la violencia ilegal son definidos en cinco modalidades: a) conflictos por los espacios de consumo vinculados específicamente a la lucha por suelo y condiciones de vida urbana; b) conflictos del espacio de gestión, configurados alrededor de dinámicas de exclusión y opresión política; c) conflictos del espacio de producción relacionados, fundamentalmente, con nuevas condiciones económicas de carácter macro; d) conflictos por territorio; y e) escalonamiento de la guerra en la ciudad, sugiriendo el análisis de este como un gran conflicto que en cierto modo engloba a los cuatro anteriores. Los llamados conflictos por espacios de consumo muestran un primer enfrentamiento relacionado con la oferta de suelo urbano. En él los actores fundamentales fueron los ciudadanos y el Estado, pues estas reivindicaciones ocurrieron en el marco de una migración creciente de población rural hacía la urbe y la oferta de tierra a través de invasiones o loteo pirata, con la consecuente demanda por servicios urbanos. Este tipo de conflicto disminuyó con la progresiva atención y legalización de los espacios barriales y con la apertura de instancias de planeación participativa en donde el gran obstáculo ya no era la imposibilidad

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de incidir en la toma de decisiones, sino la falta de formación para incidir en decisiones que con frecuencia estaban determinadas por aspectos de carácter técnico. Este conflicto vivió un nuevo auge en la segunda mitad de la década de los noventa, en atención a dos aspectos fundamentales: en primer lugar, la adecuación de la infraestructura de la ciudad a la llamada economía-mundo, en la cual se redefinen usos del suelo y se configura la construcción de macroproyectos y grandes obras de infraestructura urbana que se articulan con dinámicas guerreristas, al configurarse, por ejemplo, “como un objetivo relevante en la guerra el control de las áreas de construcción de macroproyectos viales, por medio de los cuales se pretende conectar las ciudades con otras regiones económicas” (Franco, 2004, p. 80). El otro aspecto promotor de la reactivación de este tipo de conflictos fue el desplazamiento forzado, que se incrementó por esta misma época como consecuencia del escalamiento de la guerra a un nivel regional. Este hecho promovió al menos dos grandes enfrentamientos de distintos actores: en primer lugar, el Estado, con los desplazados u organizaciones de la sociedad civil que aseguraban defender sus derechos, por motivos tan disimiles como la defensa de los derechos humanos, la necesidad de proveer suelos urbanizables para esta población, la necesidad de una política de integración y estabilización, así como la reivindicación de la garantía de derechos fundamentales. Por otra parte, el otro gran escenario de conflicto fue el que enfrentó a la población desplazada con grupos armados, el cual consistió “en atribuir a los desplazados una relación de complicidad o identificación con las organizaciones insurgentes con lo cual se justifica su consideración como objetivos militares” (Franco, 2004, p. 83). En relación con los conflictos de espacios de gestión, la autora sostiene que existe una confluencia de dos dimensiones del desarrollo espacial: una implicada en un afán modernizador de adecuación de infraestructura y favorecedor de cierta dinámica industrial, y la otra más centrada en un enfoque de desarrollo social, con una preocupación menor por el frenesí constructivo y la adecuación urbanística, y más enfocada en la participación y en la atención a las necesidades de los habitantes de los barrios de la ciudad. En todo caso, el trámite de estos conflictos estuvo atendido por unas formas de interacción que distensionaron a tal punto las contradicciones, que llegó el momento en el cual parecía que estas ya no existían. Un campo despolitizado y en apariencia sin intereses encontrados. El otro escenario de conflicto es el que la autora llama “espacios de producción”, alimentados en gran medida por el proceso de flexibilización laboral 208


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ocurrido en el país a comienzos de los años noventa, teniendo como consecuencias la expulsión de miles de ciudadanos hacía ámbitos no regulados de relaciones de trabajo y “la contención o prevención del conflicto obrero-patronal. Este antagonismo, que ha sido esencial a la estructuración de la sociedad, tiende a su reducción a raíz de la desaparición de la relación contractual patrón-obrero, que se opera a través de la desregulación”. El gran problema es que esto ha operado como una forma de supresión del conflicto en las ciudades, minando la capacidad de reivindicación de los movimientos obreros y, en últimas, derivando en la “anulación de demanda de derechos” (Franco, 2004, p. 93). Los llamados conflictos por el territorio se han configurado alrededor de disputas en escenarios relativamente bien definidos; estos son: Barrios de menor estrato social, donde su construcción cultural y significación ha estado determinada por la segregación y reclusión. Los actores geográficos de tales sectores tienen una escasa experiencia de la escala territorial “ciudad”, en la medida que la precariedad del ingreso no les permite acceder a los beneficios de la vida urbana, sino que les confina en escalas territoriales menores como el barrio la cuadra y la casa (Franco, 2004, p. 95)

En estos espacios se lleva a cabo un ejercicio de territorialidad a través de la violencia, siguiendo una lógica secuencial que podría ser descrita de la siguiente manera, según esta misma autora: delincuencia organizada-autodefensas vecinales- narcotráfico-milicias-grupos de contrainsurgencia ilegal. Cada uno de estos actores aparece y desaparece según una dinámica de opresión-liberación, con un poder transitorio definido siempre por un carácter violento. Todos los conflictos reseñados hasta acá actúan de forma más o menos determinante en el escalamiento de la guerra en las ciudades. Franco analiza el fenómeno mencionando algunos de los objetivos que sustentan este nuevo escenario de conflictividad (decisión racional de llevar la guerra a un escenario de riqueza; las ciudades como centros de poder; elementos geoestratégicos que consideran a las ciudades como ejes de articulación regional, etc.). Se reconocen al tiempo unas etapas que permiten ir definiendo el tipo de presencia del conflicto armado en los centros urbanos. Etapas que inician con la formación de grupos armados urbanos, continúan con el involucramiento de la sociedad civil en actividades bélicas militares, siguen con la movilización y concentración de tropas insurgentes, para finalizar en confrontación y enfrentamientos, en un principio de baja intensidad, pero luego en choque directo y sostenido. La consolidación de poderes militares, la funcionalidad y eficacia de estrategias de coerción, la legitimación como forma de seguridad de estructuras 209


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armadas ilegales, las armas como un referente de prestigio e importancia social, así como una sociedad “delirante, complaciente o apática a la guerra”, son algunas de las consecuencias no tan visibles que –según la autora– se han afincado en los centros urbanos a expensas de la extensión de las lógicas guerreristas. En todo caso, solo una mirada de mediano plazo puede proveer los elementos de juicio necesarios para construir argumentos complejos y plausibles que contribuyan a construir explicaciones que superen las visiones superficiales o deterministas sobre las implicaciones del escalamiento del conflicto armado en las ciudades. En adelante, los diferentes estudios van a volver una y otra vez sobre las líneas argumentales señaladas en los documentos que hasta aquí se han reseñado. Con mayor o menor fortuna, se harán acercamientos que tratarán los mismos temas, identificarán las mismas problemáticas, describirán los mismos actores, mencionarán las mismas lógicas y, en ocasiones, producirán conclusiones similares. Los énfasis, por supuesto, no son los mismos. De hecho ello es lo que diferencia una perspectiva de la otra. Así, mientras algunos estudios se centran en el papel del Estado a través del ejercicio de poder institucional, otros lo harán resaltando el papel de las organizaciones criminales, o con frecuencia de las víctimas. Veamos algunos ejemplos de ello. La mirada puesta en el análisis de las lógicas estatales puede rastrearse, por ejemplo, en la investigación Gobernabilidad local en Medellín: configuración de territorialidades, conflictos y ciudad. En ella se buscó establecer la manera como el territorio, el conflicto y el ejercicio de poder gubernamental han estado presentes en el “comportamiento del Estado colombiano”, particularmente en dos comunas de la ciudad de Medellín que son tomadas como unidades de análisis. El examen de estos aspectos se aborda desde dos perspectivas: una meramente institucional estatal y la otra desde la constatación de un cambio en la esfera de lo público. Así, por ejemplo, en la institucional, la gobernabilidad es rastreada a través de las leyes, disposiciones y planes del gobierno, el territorio desde la división y planeación territorial y el conflicto desde el enfrentamiento entre las disposiciones legales y quienes no están dispuestos a acatarlas. Desde la otra perspectiva: La gobernabilidad es el campo público, en el que los actores sociales se muestra e intervienen según propósitos privados y públicos distintos; por su parte el territorio es el resultado de las tensiones políticas, económicas y sociales que lo redimensionan constantemente y el conflicto en la expresión natural de los desequilibrios sociales que legitiman fuerzas y grupos atraídos en la aplicación de justicia por su propia mano provocando regulaciones sociales sin mediación estatal. (Vélez, 2004, p. 11) 210


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Con todo y esto, el desarrollo del estudio y sus conclusiones no resultan diametralmente opuestos a las conclusiones de otros estudios. Se percibe una debilidad en la presencia y en el ejercicio de poder del Estado, se valora y reconoce la diversidad y la capacidad de organización de sectores sociales en estas zonas, así como una cierta reivindicación de formas alternativas de hábitat y de apropiación del territorio. Otro tanto ocurre con el estudio Conflictos urbanos en las comunas 1, 3 y 13 de la ciudad de Medellín, el cual toma como base el enfoque teórico de Franco, expuesto en extenso más atrás. En este mismo documento, aunque sin duda desarrollando las entradas conceptuales sobre los conflictos por los espacios de consumo, por los espacios gestión, espacios de producción y conflictos por el territorio. A lo largo de todo el libro, se advierte un mayor desarrollo de estas categorías, basado en el abundante material empírico que contribuye a sustentar aquellas afirmaciones que en el artículo de Franco apenas habían quedado esbozadas. Se suma a este el trabajo de Angarita, en el cual se hace una crítica a las tesis que pretenden observar el conflicto urbano de Medellín con la lupa de la confrontación armada a nivel nacional. Como lo hicieran Grisales, Blair y Muñoz, el autor insiste mucho en que el incremento de la violencia entre 1995 y 2005 correspondió a la decisión racional y manifiesta de las FARC y de las AUC de “llevar la guerra a las ciudades”, y con este análisis –independientemente de las intenciones– se obstruyó un sereno y detenido examen de lo que realmente venía sucediendo en nuestras dinámicas internas. A partir de dicha crítica, el autor teje su propuesta de análisis, en la que señala que en realidad lo que se percibe en los últimos años en las ciudades colombianas, y especialmente en Medellín, es un “escalonamiento o intensificación del conflicto armado urbano (“la guerra”), estimulado –mas no determinado– por el conflicto armado de carácter nacional” (Angarita, 2010). Una tesis que comparte con Grisales, quien además sugiere que este tipo de enfoques buscan reivindicar “la cotidianidad y la acción subjetiva [lo que] permite lanzar nuevas interpretaciones sobre la violencia en Colombia” (Grisales, 2010). En todo caso estos acercamientos intentan fijar el punto de reflexión en la importancia que tienen los espacios locales y sus propias lógicas en la configuración de unas nuevas formas de violencia que coinciden con el escalamiento del conflicto armado. A lo largo de este documento se ha buscado delinear una serie de enfoques que buscan dar cuenta de las implicaciones de la irrupción del conflicto armado en las ciudades. Son claramente discernibles dos polos y en medio de ellos 211


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algunos acercamientos que en mayor o menor medida están ligados a estas dos posiciones centrales. A la luz de la urbanización de la guerra, o lo local trasformando el conflicto, se siguen analizando los fenómenos de violencia que con determinación aquejan a los centros urbano. En cualquier caso parece no existir duda de la existencia de una nueva fase del conflicto armado, caracterizada por una creciente influencia de las lógicas, dinámicas y consecuencias de la guerra en las ciudades. Aunque el interés de los investigadores ya ha despertado, existe un desafío por afinar los recursos conceptuales y brindar explicaciones más plausibles, particularmente en aquellos lugares donde el conflicto aún es visto como un elemento marginal.

Anotaciones finales En la década de los cincuenta hubo una fractura en las relaciones entre las bases sociales de los movimientos políticos y sus líderes. Fractura mucho más profunda que un malentendido entre dos protagonistas de la vida política colombiana. Según Herbert Braun, ese diferendo separó a los líderes políticos urbanos de sus seguidores rurales, y esta separación vino a definirse como un abismo insalvable entre el campo y la ciudad, un abismo que a la postre marcaría de manera trágica la segunda mitad del siglo XX colombiano. Al decir de este autor, “durante el pasado medio siglo, los políticos urbanos y los rebeldes rurales de Colombia escasamente alcanzaron la sociabilidad y el honor entre ellos. Los líderes perdieron a sus seguidores; los seguidores a sus líderes. Ni el uno ni el otro buscaban empeorar las cosas cuando la relación entre ellos se deshizo. No hay manera de saber si sus historias habrían resultado mejores en algo, o por lo menos no tan violentas si de algún modo hubieran logrado mantener los lazos recíprocos” (Braun, 2004, s. p.). En cualquier caso, las estrategias de los actores y la forma que adopta el conflicto a finales de la década de los noventa hace presentir que una nueva forma de violencia se cierne sobre las ciudades. Esta presencia de nuevos actores utilizando métodos ya conocidos, los índices de mortalidad ciertamente altos en varias ciudades del país y la radicalización de la lucha contrainsurgente como consecuencia de la implementación de la política de “Seguridad Democrática”, conminan a estudiosos y analistas a lanzar la hipótesis de la urbanización de la guerra o el tránsito del conflicto del campo a la ciudad. Algo que se reconocía como evidente, pues lejos estaban los años en los que había incursiones ocasionales para propinar un golpe y posteriormente buscar de nuevo refugio en el campo o en las selvas. Ahora había una lucha abierta por el control de zonas urbanas enteras, por la vigilancia de los procesos económicos y de las ganancias derivadas tanto de actividades legales como de actividades ilegales,

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así como incluso por la dominación sobre las formas de conducta de los habitantes en las zonas controladas por una u otra fuerza (Duncan, 2005; Hincapié, 2006). Este diagnóstico se antojó apresurado, pues aunque se reconocía una presencia más activa de los grupos al margen de la ley en las urbes grandes y medianas del país, no resultaba tan claro que el conflicto hubiera hecho un tránsito de las selvas y las montañas a las autopistas y los barrios. De esta manera, hacía finales de la primera década del siglo XXI voces cada vez más altisonantes cuestionan este tipo de abordajes y a través de evidencia empírica buscan demostrar cómo la influencia del conflicto armado en amplios espacios de las ciudades colombianas solo podía entenderse teniendo en cuenta los procesos locales que contribuían en gran medida a entender las formas de violencia y las lógicas del conflicto en este nuevo escenario. Dos aspectos en relación con la producción académica y bibliográfica sobre este tema es pertinente que sean señalados. En primer lugar, debe mencionarse que la mayor parte de los estudios que tienen en cuenta material empírico para el análisis de los objetos de investigación recurren a enfoques de investigación cualitativos. Entrevistas, testimonios, análisis de crónicas, talleres de memoria, grupos focales o fotografías son las técnicas a las que más se recurre, bien sea con el fin de auscultar más allá de lo que permiten las frías estadísticas, o por el hecho mismo de que a través de la investigación se busca dignificar el dolor que miles de personas han tenido que sentir como producto de la violencia que se ha enseñoreado en las distintas comunidades. Este enfoque pareciera desnudar la prevención contra el uso de las técnicas cuantitativas, que se sustenta en argumentos como el que se muestra en el siguiente apartado, de uno de los pocos textos que justifican el uso de tal enfoque metodológico. Se afirman allí que “hemos adoptado una metodología cualitativa […] su característica esencial consiste en que opone a la generalización positivista por la cantidad y por la uniformalización de las observaciones, la generalización por la calidad y la ejemplaridad” (Jaramillo, Ceballos y Villa, 1998, p. 21). El otro elemento a todas luces relevante tiene que ver con la concentración de producción académica sobre el análisis y la incidencia de este tema en la ciudad de Medellín, en contraste con una producción más bien exigua con respecto al mismo fenómeno en otras ciudades de Colombia. Una explicación probable puede encontrarse en que el conflicto y las prácticas violentas asociadas a él, durante este periodo adquieren una dimensión de tal orden en la capital

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antioqueña que exceden en mucho las manifestaciones de este mismo fenómeno en otros centros urbanos. Se podría mencionar que también radica en la importancia que esta ciudad tiene para el país. El impacto de las acciones en la segunda ciudad más importante del país tiene mayor repercusión que cuando ocurre en centros urbanos de menor jerarquía en la red de ciudades. Es además cierto que Medellín cuenta con universidades y centros de estudio de trayectoria y con capacidad investigativa que le permiten ejecutar y financiar análisis rigurosos y de largo aliento en este campo, además de tener personal entrenado en la investigación en tópicos relacionados con violencia en la ciudad, como consecuencia de la experiencia heredada de la década de los noventa cuando la violencia criminal del narcotráfico desangraba la ciudad y la necesidad de entender estas lógicas ocupó tiempo importante de investigadores y académicos. Entre tanto, en las otras grandes ciudades del país, el tema de la violencia urbana ha sido preocupación de administradores públicos y de la Academia, aunque más asociada a la violencia homicida vinculada a actos delincuenciales o de infracción de reglas de convivencia (riñas, atracos, pandillas, accidentes de tránsito), dejando en un muy segundo lugar la reflexión sobre el papel de los actores armados o sugiriendo su presencia como una actor más que agrava los problemas de convivencia. Así pues, entre el proceso que va de la explicación de la urbanización de la guerra al cuestionamiento sobre la necesidad de tener en cuenta las condiciones locales para poder entender el tipo de influjo del enfrentamiento de actores armados en la ciudad, está por verse si existe la capacidad de generación de nuevos marcos conceptuales que den cuenta de la evolución, adaptación y transformación de las lógicas conflictivas en nuevos escenarios.

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Capítulo 3 Internacionalización de los conflictos armados internos, una revisión

Introducción

Freddy A. Guerrero Rodríguez*

Una perspectiva reduccionista de la guerra la puede mostrar como una disputa entre dos bandos confrontados por la apropiación de objetos, sean estos territorios, bienes, poblaciones, etc., o bien una disputa dirigida a la imposición de un estado de cosas a partir del uso de la fuerza, sacrificándose y generando incluso rupturas en las condiciones de vida, individualidades y derechos de los participantes en cada uno de los bandos enfrentados. A efectos de plantear una matriz conducente a darle sentido a los procesos de internacionalización de los conflictos armados internos, se sustentará en este artículo una serie de componentes que son importantes para comprender la manera en que diversas perspectivas han configurado la guerra, o en términos modernos, los conflictos armados, acercando estos preliminares a los procesos de internacionalización de los conflictos internos, interés último de la presente revisión. *

Antropólogo de la Universidad Nacional de Colombia. Magíster en Ciencia Política de la Pontificia Universidad Javeriana. Docente del Departamento de Antropología de la Pontificia Universidad Javeriana.


Freddy A. Guerrero Rodríguez

Una búsqueda preliminar antes de observar las perspectivas sobre los procesos de internacionalización de los conflictos internos se dirige a observar las formas en que se aísla, muta y se impermeabiliza el conflicto armado interno del internacional, las características que los diferencian y las figuras que se forman en el orden del derecho internacional para mantener los límites de ambos y concederle en diferentes momentos unos principios que rigen la diferencia, los límites y fronteras de las guerras, sean estos la causa justa, el principio de soberanía o los derechos universales, como veremos. Esta revisión pretende acercarse al papel descrito o interpretado para la sociedad civil en estos procesos que han configurado las guerras o los conflictos bélicos, particularmente sensible en torno a los ejercicios de representación en la dimensión estatal, internacional e interna de los Estados.

Los principios delimitadores de la guerra La causa justa Diversos autores clásicos han delimitado la esencia del fenómeno de la guerra. Entre los más representativos se encuentra Tomas de Aquino, a quien se le atribuye la sistematización de los principios que rigen la guerra, en su obra cumbre Summa Theologica. Así, la configuración de una guerra justa se sustentaría en una causa justa, una autoridad legítima que la declara y la hace a través de rectas intenciones y usando, antes del esfuerzo bélico, unos medios pacíficos que lo antecedan, que incluso lo prevengan (Rigaux, 2003, p. 96). La determinación del porqué de la guerra y por lo tanto su legitimidad y legalidad moral y política, fundamenta ese derecho clásico adquirido y conocido como ius ad bellum. Esto, sobre un referente fundamental y delineador de las guerras preestatales: la causa justa. Esta, por supuesto, no puede ser considerada de forma aislada, pues como lo señala Felipe Castañeda respecto a los principios dados por Aquino (2003): Tomás aclara que no puede haber guerra justa, si la intención de la misma no obedece a la búsqueda de la paz, independientemente de si se dan las otras dos condiciones. En este sentido, la “recta intención” del actuar bélico no sólo se está asumiendo como un aspecto del ius ad bellum sino también como uno de los criterios que definen el ius in bello. (p. 28)

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Sin embargo, la causa justa como principio diferenciador de la guerra es un componente revisado profusamente por la determinación que este ejercía como razón suficiente y primordial emanada del declarador de la guerra, disponiendo imaginarios y acciones perversas sobre los oponentes injuriadores y, a su vez, legitimando en razón de la causa justa las formas posibles de conducir el esfuerzo bélico así como sus limitaciones. Veamos. La guerra justa, cuya determinación de las causas que la hacen posible se pretende objetiva, es en parte un ejercicio hermenéutico fundado en una motivación moral y racionalmente defendible (por agresión e injuria a los principios cristianos, morales, políticos o territoriales…). Las motivaciones son diversas y su fundamento se puede sustentar en interpretaciones dadas por el dogma, el contexto y los discursos dominantes en particulares condiciones históricas. Michael Walzer resalta, por ejemplo, la importancia de una cita en la interpretación de lo justo en la guerra, de acuerdo a su legitimidad, autoridad y forma de conducirla, desde el paradigma bíblico del Éxodo 32, el episodio del becerro: el enfado divino que es transmitido por Moisés a los levitas ordenándoles que a través de las manos de estos últimos, se pase por la espada a los adoradores del ídolo pagano, episodio estudiado y explicado asiduamente por San Agustín, Santo Tomas de Aquino y John Calvino (Walzer, 1968, pp. 1-14). Three basic interpretations of Exodus 32 were offered by political theorists and theologians in the course of more than a thousand years of debate. St. Augustine imagined the slaughter of the idol-worshippers as a public and benevolent act of persecution directed by Moses, a secular magistrate seen in the guise of a Roman consul. St. Thomas Aquinas saw the same event as an act of God (the Levites merely his agents), without significance for the future. Calvin saw it as an example of zealous activity by a band of saints free from earthly and natural law, instruments of the divine will, but voluntary instruments. (p. 14)

En estas interpretaciones, concluye Walzer, se hacen visibles las ansiedades de la época a la que pertenecían los autores. En San Agustín, una justificación de la persecución religiosa −la de los donatistas, los herejes de su época−, pero estableciendo desde su perspectiva y agenciamiento los límites de esa persecución, coincidentes con el imperio cristiano. Tomas de Aquino, plegado a una concepción aristotélica de la vida política, derivada en un naturalismo cuyo principio es la paz como condición humana y, en consecuencia, rechazando en su interpretación la justificación de una guerra de hombres buenos contra hombres malos, pone las bases del derecho de gentes que posteriormente

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desarrollaría la Escuela de Salamanca; por supuesto, una posición que en la época de Aquino debía mucho al contexto de referencia ya pasado pero fresco de las cruzadas. Calvino apostó por una concepción que liberaba a los santos elegidos, a quienes eximía de las reglas naturales y terrenales para poder librar batallas como las que se ilustran en Éxodo 32 (p. 14). En todo caso, el énfasis de estos autores se encuentra entre la universalidad del derecho de gentes y su excepcionalidad en contextos de guerra, haciendo de la representación una clave de interpretación y de legitimidad en la ejecución del orden divino y natural. A pesar de la determinación de la causa justa desde una órbita supraterrenal y defendida por su carácter dogmático, esta tiene un carácter ambiguo y deíctico: lo que es justo para un bando de la guerra, puede no serlo para el otro bando, y viceversa. Representativo para el caso, es el debate que confronta a fray Bartolomé de las Casas (seguidor de las posturas de Santo Tomás) y Ginés de Sepúlveda (lector de Maquiavelo y su razón de Estado) respecto a la existencia o no de una guerra justa contra los indios americanos. Esto, a mediados del siglo XVI en el escenario de la Junta de Valladolid y en el contexto de los procesos de conquista y colonización en el Nuevo Mundo bajo la egida de la corona y la cruz. La influencia del naturalismo jurídico era evidente, así como en los autores clásicos reseñados, no obstante las divergentes interpretaciones que sobre el orden natural prefiguraba las tensiones sobre lo justo y lo injusto. Sepúlveda (1996) sostenía: La ley natural es una participación de la ley eterna en la criatura racional. Y la ley eterna, como San Agustín la definía, es la voluntad de Dios, que quiere que se conserve el orden natural y prohíbe que se perturbe. (p. 67)

Esta cita de Sepúlveda precede su fundamentación de la causa justa de la guerra y el sometimiento por las armas de los indios de las Américas, por cuatro razones fundamentales, en concordancia con la protección del orden natural: a) la inferioridad natural de los indígenas; 2) el deber de extirpar los cultos satánicos, particularmente los sacrificios humanos; 3) el deber de salvar a las futuras víctimas de estos sacrificios; 4) el deber de propagar el Evangelio (Fernández Buey, 1992, p. 323). Lo que se contraponía a la perspectiva del obispo de Chiapas, las Casas, quien citando al mismo santo señala: Concuerda Sant Augustín, en el libro De vita cristiana, donde dice: Dios quiso que su pueblo fuese santo y ajeno a todo contagio de injusticia y de iniquidad, para que las naciones no encontraran en él nada 222


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que replicar, sino que admirar diciendo: feliz nación es el pueblo cuyo Señor su Dios eligió como heredad suya. Acumula allí Sant Augustín muchas palabras que citó el señor obispo para probar que no hay modo más apto para la conversión de los gentiles que la mansedumbre y buen ejemplo de los cristianos, ni manera más inepta que la avaricia, y braveza, y tiranía que muestran en las guerras, con las cuales, escandalizados los gentiles, aborrecen la fe y el Dios de los cristianos.

A pesar de los hechos tomados como fundamento del debate, las Casas contraargumentó y desestimó cada uno de ellos. Además, el centro del asunto estaba comprometido por la forma de conducir la conversión y, paralelamente a ello, sobre los argumentos y principio de autoridad, tratando de consolidar un ejecutor válido de la enunciación imperativa, la de San Agustín para el caso, así como fuese para este su inspiración la palabra y mandato de Dios en el bíblico Éxodo 32, en cualquier caso autoridad que formula y representa desde su potestad sobre lo justo, la oposición con lo injusto y de cuyas interpretaciones se delimita la legitimidad de la guerra y sus alcances.

El principio de soberanía: más allá de la causa justa En instancias más seculares podemos encontrar otros argumentos sobre la guerra justa y las causas que la hacen posible, aunque sobre principios y enunciaciones de otro orden. Hobbes, imbuido y perplejo por el escenario de la guerra civil inglesa del siglo XVII, alude a la guerra justa como aquella determinada por el Estado que, como resultado de un pacto, ejerce soberanía y previene a través de su imposición la guerra civil, o bien el retorno al potencial estado de naturaleza. Es precisamente este reverso presentado por la ausencia del Leviatán el que determina no solo la existencia o no de la guerra justa, sino también su posibilidad de ser. Por supuesto, solo el Estado la hace posible, pues únicamente el pacto que cede derechos y constituye la representación de lo civil hace que haya algo justo, que exista la ley y que el comportamiento entre los hombres pueda ser regulado, pues solo la defensa de la res pública hace que la injuria a esta pueda determinar una causa justa más allá de aquella otra guerra privada que, fundamentada en los impulsos causados en la competencia, la desconfianza y la gloria del hombre particular, no alcanza a determinar algo justo pues sin pactos ni mediaciones no hay principio o bien común que se vulnere (Hobbes, 1984, pp. 104 y 118). Lo anterior predispone, por supuesto, la guerra en el ámbito interno del Estado. No obstante, Estado como ente que rige como principio de las relaciones internas e internacionales luego del histórico Tratado de Westfalia y que daría un aire diferente a la comprensión, legalidad y legitimidad de la guerra. Luego 223


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de la Guerra de los Treinta Años, en Europa se marcarán hitos fundadores de un nuevo orden internacional, a su vez configurados desde los aprendizajes generados por la degradación europea y sus resultados fatales. El observador destacado en este escenario será Hugo Groccio, de filiación calvinista pero con una concepción naturalista que, ante la impiedad cristiana durante la guerra, se permite desdoblar el orden religioso del secular, sublimando el derecho de gentes a principio universal, empinado sobre la razón humana y dando forma así a uno de los referentes constitutivos del derecho internacional (De Lora, 2006, pp. 88-89; Draper, 1990, p. 81). El Estado en la configuración dada desde Westfalia, genera un acto de representación, produce una personificación: la del Leviatán o la de los Estados como “personas morales”. Esto de acuerdo a las tesis de Carl Schmitt a propósito del Ius Publicum Europaeum (1979), la cual señala que esta “personificación” contemplada desde Hobbes hasta Kant, desde Rachel hasta Klüber enfrenta a los Estados como personas soberanas en igualdad de derechos. Una suerte de estado de naturaleza dada la inexistencia de un legislador o juez común por encima de ellos. No obstante, aclara Schmitt, existe en este escenario no una ausencia de derecho, sino una relación de igualdad entre soberanos (pp. 167-168). Esta tesis rompe el carácter deíctico de la causa justa, además de su ambigüedad. Presenta, por otro lado, las guerras preestatales como guerras civiles religiosas de carácter internacional convertidas en “guerras en forma”, que a la luz de las tesis de Schmitt son guerras que no se sustentan en los principios clásicos de la causa justa, pues esta desaparece entre Estados soberanos en pie de igualdad. Por el contrario, se presentan los Estados beligerantes como enemigos mutuos en quienes la causa justa se mantiene como discrecionalidad de cada uno, pues prevalece la condición de Estado para dar a la guerra su característica de ser justa, en la analogía usada por Schmitt y que constituiría el “milagro” de la personificación del duelo entre individuos, no la del castigo o persecución del criminal, pues esta matriz interpretativa desaparece cuando cada parte es portadora del ius belli, que para el caso le resulta indiferente la causa justa que conduce al conflicto (pp. 161-168). El quiebre anterior se da para Schmitt como producto del equilibrio en la reordenación del espacio europeo. Así, ya no será la causa justa la matriz delimitadora de la guerra, ni siquiera el derecho, sino la soberanía producida luego de la reordenación de las fronteras y el espacio europeo. En este orden, ya no natural/divino, sino de un realismo contractual/delegativo que visualiza Hobbes y analiza retrospectivamente Schmitt, se presenta la

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razón de Estado como última razón concedida en su forma soberana al Estado personificado, pero además suprahumano, en tanto el milagro de su condición representativa. Así, el equilibrio europeo no sería producto de voluntades estatales codificadas en tratados vinculantes, sino de la organización espacial europea que delimitó e hizo coincidir en sus fronteras la soberanía estatal (Schmitt, 1974, pp. 168-170). Estos leviatanes como cuerpos estatales marcan así una distinción precisa entre el afuera y el adentro, entre la interioridad del delincuente o el criminal y la exterioridad del enemigo. Para Foucault, este equilibrio de fuerzas se abrirá también con el referente de la razón de Estado. Este pensador francés revisará cómo el mantenimiento del Estado en su integridad (interna y externa) desarrollará un proceso de gubernamentalidad sobre “dos conjuntos tecnológicos”, uno de ellos que intenta mantener el balance de las fuerzas de los Estados europeos desde la instrumentación diplomática y un ejército consolidado, y aquel de la policía, de acuerdo a sus connotaciones del siglo XVII: un conjunto de medios que permite la acumulación de fuerzas y el mantenimiento del orden interno (Foucault, 2006, pp. 293-378). Así, la guerra queda vinculada al principio de soberanía y sus consecuencias. La causa justa desaparece y la autoridad que la declara o pacta su resolución es el Estado. A este punto podríamos preguntar cómo aparece allí la sociedad civil. Para esto es posible inferir que estos “milagros” de la representación la disponen de manera particular. El Estado no solo se personifica de forma suprahumana como lo señalan Hobbes o Schmitt, sino que consume a la población en el complejo ejercicio de representación. Esta queda sometida a la decisión soberana y bajo su protección en el escenario bélico. Esto, incluso para Groccio, que hace lícita la negación de los súbditos de participar en la guerra, pero que también reclama el deber de obediencia como parte del orden natural, “Pero, una vez constituida la sociedad civil para defender la paz, al punto nace a la ciudad, cierto derecho superior sobre nosotros y nuestras cosas, en cuanto es necesario para ese fin” (1925, pp. 209). Lo que más adelante ratifica con la siguiente afirmación: “Y lo principal en las cosas públicas es, sin duda, ese orden que dije de mandar y de obedecer: pero éste no puede coexistir con la libertad privada de resistir” (p. 216). En cualquier caso, la guerra somete a la población a los designios del soberano. Este, al declarar la guerra, hace emerger la excepcionalidad como verdadera potencia de lo político, como lo describe Agamben en su trilogía sobre la nuda vida, destacando la diferencia entre el mundo de la polis, en la cual el lenguaje

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posee la facultad de decir sobre lo conveniente o inconveniente, sobre lo justo y lo injusto,1 y la esfera doméstica, que solo posee la voz como signo del dolor o del placer (2006, p. 17). En efecto, considerando la guerra como una suerte de excepcionalidad, incluso esta suspende la vida del lenguaje en la polis, pues en último término el decisionismo soberano constituye la enunciación absoluta que abre o cierra la belicosidad. Habiendo revisado los principios clásicos definidores de la guerra, y su capacidad delineadora entre el afuera y el adentro de la guerra legítima y/o justa y sus componentes, además de observar cómo se ha interpretado su transformación, podemos acercarnos a las perspectivas sobre esos límites modernos construidos alrededor de los conflictos armados internacionales y los conflicto internos, cuyos principios delimitatorios de la guerra entran en otras tensiones.

Diferencias, exclusiones e impermeabilizaciones entre conflictos armados internacionales y crisis internas El Estado en el orden interno, bajo su principio de soberanía, sufre los embates del orden internacional que mellan ese principio. Lo que para un temprano Schmitt constituyera una legislación común ausente, de tal manera que antes de comenzar a delinear las características delimitatorias de las guerras civiles o los conflictos armados internos con respecto a los internacionales, es necesario observar su constitución y cómo se someten a procesos de visibilización/invisibilización en los poros permeables de la soberanía estatal: La dicotomía entre conflicto armado internacional y aquel no internacional, responde a cálculos geopolíticos e intereses puestos en juego, posturas que más adelante referiremos, y que se autorreferencian bajo la matriz soberana, Víctor Guerrero al respecto argumenta La crucial función de la noción de soberanía, que se despliega en una pluralidad de capas significativas y estratégicas, fue tanto signo distintivo de la condición estatal como don que permitió la racionalización del dominio colonial, la justificación de su expansión allende las fronteras y no menos, la cuasi demonización del rebelde. La separación de la dimensión horizontal de la guerra entre Estados iguales de las restantes dimensiones, externa en los territorios coloniales y doméstica o en la profundidad de su entidad territorial-política, resultaba más una pretensión racionalista, que una evidencia empírica. (Guerrero, 2007, p. 528) 1 226

Aunque para Agamben estos dos conceptos no están referenciados necesariamente al uso que se les daba en la concepciones sobre la guerra justa clásica.


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Soberanía que en la separación de lo interno y lo internacional del conflicto se fisuraba. Fisura innecesaria en la perspectiva humanitaria, abandonándose la incidencia en su anulación −según James Stewart−, no obstante los esfuerzos regulares y continuados de delegados del Comité Internacional de la Cruz Roja (CICR), en particular un año antes de los Cuatro Convenios de Ginebra, recomendando que estos fuesen aplicables a todos los casos de conflicto. Esfuerzos que duraron también durante la década de los Protocolos Adicionales para que se aplicara el derecho internacional humanitario (DIH) en guerras civiles con intervención extranjera (2003, p. 313). De otra parte, existe un elemento fundamental que configura una diferencia entre conflicto armado interno y conflicto armado internacional. Ello es: el esencialismo fundamental dirigido por el principio de soberanía. De acuerdo con ello, los límites entre el afuera y el adentro estatal configurarían estrategias por no socavar tal principio y con el imperativo de mantener el control de los asuntos internos. En consecuencia, las potenciales o reales crisis beligerantes de orden interno se transmutan, re-presentan e invisibilizan. Veamos algunas temáticas criticadas por algunos autores y dónde podemos identificar esa disputa por mantener de forma excluyente la relación del afuera con el adentro.

Beligerancia en tensión La figura de beligerancia ha sido uno de esos nodos de confluencia de las tensiones sobre la caracterización de la guerra y sus agentes. La beligerancia supondría un estatus similar al Estado en los escenarios concretos del contexto bélico y en la responsabilidad de conducirse de acuerdo con las costumbres y el derecho de la guerra. No sucede así cuando la beligerancia se pretende atribuida a grupos disidentes en el interior de los Estados. De acuerdo con Rafael Prieto, el reconocimiento de tal figura ya era lugar común a finales del siglo XIX, tanto así que en 1900 el Instituto de Derecho Internacional asumía que las características que deberían ser consideradas por un tercer Estado respecto al reconocimiento del carácter de beligerancia se debían fundar en tres características: “la posesión efectiva de una parte del territorio del Estado presa del conflicto, el ejercicio de una jurisdicción de hecho, una organización y conducción de lucha conforme a las leyes y costumbres de la guerra” (2006, p. 294). Características que se introducirían en la Convención IV de 1907 en La Haya y que darían cabida a derechos y obligaciones a las partes enfrentadas, como si fuese una guerra clásica entre Estados (pp. 294-295), o como lo refiere Iván Orozco, un derecho internacional público bajo el paradigma interestatal que para nuestra perspectiva incorpora las guerras de carácter interno (2006, pp. 9-33). 227


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Los mismos indicadores de beligerancia aparecerán en el II Protocolo de 1977, Adicional a los IV Convenios de Ginebra. Solo que estos ya no se referirán a la figura de beligerancia, sino a la de insurrección (pp. 296). Así, entre la visibilización internacional y su invisibilización en lo doméstico e internacional, se generan procesos de cuestionamiento sobre el uso del término, particularmente en la formulación del artículo 3 común a los cuatro convenios de Ginebra, donde se obvia la consideración de beligerancia. Si antes (1907) se había exceptuado el dogma de la regularidad, ahora (1949) se exceptuaba el dogma de la internacionalidad de la guerra. En ambos casos en nombre de la humanidad. El artículo 3 de los convenios de Ginebra no decía, en todo caso, en su versión original, absolutamente nada sobre la protección de los combatientes propiamente dichos, ni mucho menos sobre la posibilidad de ampliar hasta ellos el concepto de beligerancia (Orozco, 2006, pp. 27-28). Se reconoce que la definición de conflicto armado no internacional introducida en el artículo 3 común sugiere ampliación del espectro de la noción de conflicto armado, para incluir aquellos conflictos de orden internacional pero además cualquier otro tipo de conflicto, como aquellos relacionados con las guerras de liberación nacional o de autodeterminación. Esto refleja, de forma tácita, la respuesta a un paisaje global en el que cada vez más ascendía luego de la Segunda Guerra Mundial el número de conflictos de carácter no internacional (Estrada, 2006, pp. 51-53). Este artículo generó en el orden del derecho internacional un punto de partida para la regulación de las guerras internas y su inclusión en el derecho público internacional, que se encontraba hasta ese momento atrasada en razón de la preocupación de los Estado por la sostenibilidad de su soberanía (Aljure, 2006, p. 320). En efecto, la figura de beligerancia convierte en porosa la soberanía, aunque no la elimina. En tal sentido, Prieto considera que el reconocimiento de una beligerancia implícita se encuentra tanto en el artículo 3 común como en el II Protocolo Adicional, aunque se reconoce la prevalencia soberana, lo que en el artículo 3 común, durante la conferencia diplomática que lo redactaría, se anuló el reconocimiento de la beligerancia con la siguiente formula: “La aplicación de las anteriores disposiciones no surtirá efectos sobre el estatuto jurídico de las Partes en conflicto”. Esta invisibilización de la figura de beligerancia para algunos es continua luego de la Guerra de Secesión norteamericana, último escenario en que se utilizó, aunque el calificativo de “fuerzas beligerantes” también lo aplicaron México y Francia para reconocer tal carácter en la disidencia dentro del conflicto salvadoreño y en el horizonte de la búsqueda de las negociaciones de paz. En 228


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cualquier caso, el lugar común para el estatus de beligerante fue el peligro para los Estados de dejar pasar que la potestad de iniciar y sustentar la guerra no fuese la declaración soberana, si no la sustentación fáctica de los criterios de beligerancia descritos, pero por otro lado en la consideración de que “la violencia armada interna plantea cuestiones de gobernabilidad soberana y no de reglamentación internacional” a lo que la beligerancia representaría un obstáculo (Steward 2003, pp. 316-317), dado que horizontaliza no solo la relación bélica, sino también la condición en el plano internacional. La invisibilización de la beligerancia y del reconocimiento de la autodeterminación de los pueblos, no solo se enfrenta al aparato jurídico internacional de DIH, sino también a la dimensión de los derechos humanos, es decir, en condiciones de la normalidad liberal. Para el caso es posible observar esto en la Emergencia y la negación de las diferencias en el orden de lo nacional.

Emergencia y negaciones: de la crisis interna al control del caos La figura de la emergencia aparece como mecanismo que se adelanta a procesos que potencialmente podrían desencadenar crisis que quizás se caractericen como de beligerancia interna a los Estados o internacionalizada, si se orientasen fáctica y normativamente como sustentadas desde la autodeterminación. En cualquier caso, como crisis que posibilitan a las disidencias entrar en la esfera internacional y ser plegadas al DIH, o bien permitir el reconocimiento internacional, en cuyo caso se teme por parte de los Estado una suerte de pie de igualdad ante el derecho y la comunidad internacional. La emergencia se antepone desde el PIDCP2 a estos reconocimientos, en el ejercicio de consumir en el orden interno cualquier muestra de porosidad surgida de dinámicas contraestatales y secesionistas. El crítico poscolonial Balakrishnan Rajagopal describe desde esta perspectiva la genealogía del artículo 4 del PIDCP, referido precisamente a la emergencia, es decir, a la suspensión de los derechos del Pacto en situación de emergencia nacional, artículo introducido por Gran Bretaña durante la redacción del Pacto. En el sentido expresado por Rajagopal, este artículo es el resultado de la experiencia británica respecto a los movimientos nacionales anticoloniales, invisibilizando en el orden internacional el desafío político interno al Estado y sumergiendo el fenómeno a la ley y el orden domésticos, evadiendo por consiguiente y como consecuencia del vacío jurídico de la emergencia, la no aplicación del ius in bello ni de los derechos humanos (Rajagopal, 2005, pp. 210-217).

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Adicionalmente a estos límites impuestos por la potestad soberana sobre la “ley y el orden” internos, también en el mismo Pacto otras posiciones estatales y orientadas al desconocimiento de la diferencia y la negación de las minorías nacionales como riesgos potenciales de la homogeneidad nacional, aceptaron el artículo 27 sobre la protección de las minorías nacionales, si en las cláusulas quedaba que tal artículo solo era aplicable en los países con minorías nacionales, lo que consideraban no era el caso de los países del continente americano, de donde provenían tales reservas (Kymllicka, 1996, p. 39).3 Por supuesto, preveían el riesgo de procesos secesionistas o demandas de autodeterminación de los grupos integrados políticamente durante los procesos de colonización en América.

El genocidio Estas ambigüedades en el reconocimiento y la exclusión a título de la defensa del principio soberano, se desarrollan también en el ámbito de la incipiente preocupación por las víctimas no combatientes en el desarrollo y aceptación del crimen, así como en el contexto de la Convención contra el Genocidio en el derecho penal internacional. El jurista y filólogo Raphael Lemkin desarrolló a partir del neologismo del genocidio y su descripción fáctica, una crítica aguda contra la potestad absoluta de los Estados contra la vida de grupos humanos en el interior o allende su territorio. El trabajo de Lemkin y su tanto en el Tribunal de Núremberg como en el marco de los primero años de las Naciones Unidas, apeló a incluir el genocidio como crimen que como el de la “solución final” del Tercer Reich o el dirigido contra los armenios por los turcos durante la primera década del siglo XX, deberían revestir el carácter de responsabilidad y sanción internacional y no discrecionalidad estatal, sin posibilidad de intervención como lo garantizaba el sacro principio soberano (Power, 2005). Durante las sesiones del Tribunal de Núremberg se introdujo por primera vez la imputación por genocidio (Power, 2005, p. 85). Como analiza Raihner Huhle (2005), tanto los crímenes de lesa humanidad como el genocidio imputable a los criminales de guerra nazi, no obstante, eran novedad en el derecho internacional y dado el principio de no retroactividad de las leyes, solo los crímenes de lesa humanidad fueron consignados en los Principios de Núremberg y aplicados en las sentencias si habían sido “cometidos en la ejecución de un crimen o en conexión con un crimen que queda en la competencia del Tribunal”, para el caso, la vigente guerra de agresión (p. 23). Sin embargo, no hubo en las sentencias condenas por el crimen de genocidio (Power, 2005, p. 86) 3

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A partir de la Resolución 1514, adoptada por la XV Asamblea General de las Naciones Unidas el 14 de diciembre de 1960. El riesgo allí se encuentra en la sobreinterpretación de la autodeterminación de los pueblos como un derecho a la secesión y amenaza a la integridad territorial y política.


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Por supuesto la aceptación de la Convención contra el genocidio en los comienzos de la Guerra Fría, disponía nuevamente las tensiones sobre la soberanía, si la Convención configuraba el crimen en razón de los actos cometidos con la intención de destruir total o parcialmente a un grupo por su pertenencia étnica, racial, religiosa o política. Será esta última motivación el punto de quiebre para llevar a buen término la firma de los Estados a la Convención, precisamente porque los grupos políticos para los países comunistas de Europa Oriental o algunos latinoamericanos argumentaban que esto frenaría el derecho a reprimir las revueltas armadas internas (Power, 2005, p. 108). En resumen, las figuras reseñadas presentan avances en la formalización dentro del derecho internacional, pero también exclusiones que permiten someter a la excepcionalidad interna las crisis y, por lo tanto, distanciarlas en lo fáctico de la veeduría internacional y de las posibles demandas de responsabilidad por la constituida comunidad internacional. La primera figura y concepto: la beligerancia, se presenta incorporada de forma explícita en las discusiones y tratados del DIH hasta principios de siglo XX, pero se diluye en una condición de presencia tácita en el derecho internacional humanitario. La segunda: las reservas y la incorporación de la noción de emergencia como matiz condicionante e incluso suspensoria de algunos derechos civiles y políticos, se incorpora en el Pacto correspondiente (PIDCP) a pesar de sus planteamientos de carácter universalista. Por último, la perspectiva de limitar en el orden interno el proceder estatal, además de la posibilidad de perseguirlo y sancionarlo dados los referentes de la Convención contra el genocidio, cuando se intente destruir total y parcialmente a grupos humanos, se presenta como figura que atraviesa las fronteras soberanas, pero además aplicaría tanto en tiempos de paz como en tiempos de guerra. Aun así, la exclusión de la adhesión política como motivo de genocidio de estos grupos excluye gran parte de las prácticas relacionadas con su eliminación, por parte de varios Estados cuyos regímenes autoritarios pulularon durante la Guerra Fría. Por lo tanto, ni ius belli ni causa justa, solamente la búsqueda de encerrar dentro de las fronteras estatales las crisis internas, potencialmente resquebrajadoras de la integridad estatal. En lo que sigue se abordan otras tensiones, pero con rupturas fundamentales que llevan a la transformación de los conflictos armados internos en conflictos armados internacionalizados y a las formas de interpretarlas.

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Referencias sobre la internacionalización de los conflictos armados internos Indudablemente, la diferenciación entre el afuera de la guerra estatalizada y el adentro de las crisis y conflictos internos se presenta fundamental al principio de soberanía y al correlativo deber de no injerencia en los asuntos internos de los Estados. Esta diferencia se soporta en los Convenios de Ginebra de 1949 y los Protocolos Adicionales de 1977, además de los procesos de impermeabilización y diferencia ilustrados en el apartado anterior. Pero si los principios delimitadores y diferenciadores de las guerras estatales y de aquellas sustentadas en la causa justa se han transformado,4 proscribiendo incluso el ius ad bellum como estertor del principio de soberanía, ¿cuáles entonces son los puntos de referencia para la asunción de los conflictos armados como internacionales luego de su diferenciación convencional? A manera de aproximación, desde la literatura consultada serían los siguientes. Primero, la preocupación por el fenómeno de extensión global de los conflictos de carácter interno, inicialmente como nueva dinámica que se sobrepone por su extensión y número a los conflictos de orden interestatal, pero además por la ambigüedad que en el contexto de la Guerra Fría representó la intervención explícita o solapada de las superpotencias en el esfuerzo militar de las partes en combate. En este escenario, la discusión se dispone en torno a la legalidad e ilegalidad de las intervenciones. Segundo, una serie de relaciones y comportamientos internacionales fundamentados en cierta óptica realista, no solo de la imposición de acciones de intervención en Estados con conflictos internos o en ciernes, sino incluso iniciativas estatales de solicitar intervenciones externas en circunstancias particulares, como el debilitamiento económico o militar de los Estados en medio de crisis internas que, enfrentadas real o potencialmente las disidencias y la secesión y, en consecuencia, mellando la capacidad de representación estatal, hacen que los Estados recurran a apoyos externos que pretenden solventar las carencias y llevar a buen término los intereses domésticos. Este escenario despliega las tensiones sobre las políticas en los modos de relación internacional y la interpretación sobre los contextos de intervención.

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Para Francois Rigaux, la desaparición de la doctrina de la guerra justa fue compensada por el desarrollo del ius in bello, encontrando incluso autores prominentes del desarrollo del DIH moderno como del Derecho internacional general, Francis Lieber para el primer caso y Hans Kelsen para el segundo (Rigaux, 2003, pp. 114-123).


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Tercero, la internacionalización, a su vez, resulta de la preocupación por las perspectivas que bajo la égida humanitaria tensan y aflojan la aplicación del cuerpo de derechos del DIH y los enlaces contemporáneos con la responsabilidad internacional sancionada por los mecanismos penales que, enraizados desde Núremberg y pasando por los Tribunales Internacionales ad hoc, se consolidan con el Estatuto de Roma y la Corte Penal Internacional. Aquí el escenario no es de intervención directa, sino de prevención disuasiva desde las potenciales y efectivas sanciones internacionales. Finalmente, la internacionalización se ha transformado, expandiendo sus componentes más allá de los enlaces convencionales y del derecho penal, conduciendo incluso acciones de intervención cuyo horizonte trasciende el esfuerzo militar, las cuales incluyen acciones de prevención y resolución de los conflictos internos, como se presentará particularmente en periodos de posguerra fría. El escenario aquí presenta las nuevas dinámicas de intervención y, en cierto sentido, una reaparición de la causa justa en escalas y dinámicas diferentes a las pre y post westfalianas. Para explicitar más estas circunstancias generadoras de los procesos de internacionalización de los conflictos internos, revisemos las principales perspectivas al respecto y comencemos con la preocupación internacional por los conflictos internos. Michael Brown (1996) junto al Grupo de Trabajo sobre Conflictos Internos, adscrito al Centro de Ciencia y Asuntos Internacionales de la Universidad de Harvard, a mediados de los noventa y aun en el paisaje dejado por la caída del Muro, expone el porqué de la importancia de los conflictos internos: primero, la extensión que han tomado; segundo, los sufrimientos causados; tercero, la afectación e involucramiento de países vecinos, socavando la estabilidad regional, al comprometer los intereses distantes de poderes y organizaciones internacionales; y cuarto, la importancia de reevaluar la forma de enfrentarlos por los hacedores de políticas nacionales, regionales y de organizaciones internacionales (pp. 3-12). Brown identifica en su sistematización de los conflictos internos ocurridos hasta entonces (unos 35 para el año 1995, y de estos 22 iniciados durante el periodo de la Guerra Fría), una suerte de causas para su engendramiento y desarrollo, cuyos factores resume en estructurales, políticos, económico sociales y culturales. En estos el Estado presenta cierta debilidad en torno al mantenimiento de su statu quo, pero además es socavada su representatividad interna (pp. 12-23), lo que conduce o hace posible por decisiones internas o externas, procesos de intervención. 233


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Articulado con esto, Brown desarrolla una hipótesis interesante, según la cual los conflictos internos indiscutiblemente involucran en la mayoría de los casos a fuerzas externas, lo que en la literatura por él indagada sobre los conflictos internos constituye una debilidad, pues el análisis restringe el fenómeno en términos de un efecto de contagio o difusión desde el territorio en crisis hacia el exterior de sus fronteras, sin considerar, por ejemplo, la instigación de la violencia por países vecinos (p. 22). En efecto, la injerencia solapada de las superpotencias y la Doctrina de la Seguridad Nacional, como una suerte de extensión de la Doctrina Monroe, particularmente para el hemisferio americano, podrían persuadirnos de la contundencia de la hipótesis de Brown. El Plan Camelot en Chile, para colocar solo un ejemplo de instigación a la violencia interna, o la intervención militar directa, cuyos casos paradigmáticos son la intervención norteamericana en Nicaragua y Granada, además de la intervención rusa en Afganistán y la multilateral en Kosovo. Como bien lo presenta la experta en derecho internacional Louise DoswaldBeck, las invasiones durante la Guerra Fría de Granada por parte de los Estados Unidos y Afganistán por parte de la Unión Soviética, fueron justificadas como intervenciones legítimas. En el caso de Afganistán, dada la intervención como invitación del Estado afgano, y en Granada, como respuesta a un peligro a la seguridad de ciudadanos norteamericanos. Argumentos parcialmente ciertos y que aun así fueron controvertidos, no tanto desde la figura de la libre autodeterminación de los pueblos, como algunos analistas sugieren debió haber sido, en el marco de los debates en interior de la Asamblea General de las Naciones Unidas, sino que se reprocharon estas intervenciones desde la consideración del principio de no injerencia en los asuntos internos de los Estados5 (Doswald-Beck, 1985, p. 191). Es obvia aquí la preeminencia del principio de soberanía por sobre la autodeterminación que, por el contrario, la coloca en entredicho. Así, la soberanía continúa desempeñando un papel relevante, tal como lo ha hecho desde la era post Westfalia. Al respecto, podríamos ratificar que un punto de referencia fundamental en la internacionalización de los conflictos internos lo constituye la intervención externa, pero no exenta de complejidad su interpretación política y teórica.

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De acuerdo con la Resolución 2131 de 1965 de la Asamblea General de Naciones Unidas.


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James Stewart, quien se desempeñó como jurista en el Consejo de Apelaciones de la Fiscalía del Tribunal Internacional para la ex Yugoslavia, en la Fiscalía del Tribunal Internacional para Ruanda, así como en la División Legal del Comité Internacional de la Cruz Roja, define los conflictos armados internacionalizados como: Internal hostilities that are rendered international. The factual circumstances that can achieve that internationalization are numerous and often complex: the term internationalized armed conflict includes war between two internal factions both of which are backed by different States; direct hostilities between two foreign States that militarily intervene in an internal armed conflict in support of opposing sides; and war involving a foreign intervention in support of an insurgent group fighting against an established government. (2003, p. 315)

En efecto, la definición de conflicto armado internacionalizado es compleja. A diferencia de los principios de las guerras clásicas, declaradas y sustentadas por la motivación de defensa de la injuria o el legítimo derecho de involucrarse en guerras interestatales, los conflictos internos internacionalizados deben moverse en condiciones que muchas veces resultan implícitas, no declaradas y bajo el rigor de someter las circunstancias materiales a la prueba de establecer si el tipo de intervención de un tercer Estado en los conflictos internos son adecuados para categorizar a estos últimos como internacionalizados. La intervención por invitación es una de las temáticas que llaman a discusión, en tanto alienta discusiones de filigrana en torno a la internacionalización de los conflictos domésticos. Esta temática, como los son todas las relacionadas con la soberanía y la autonomía, resulta ambigua y compleja tanto en su interpretación como en su aplicación. Las posturas opuestas se debaten entre la legalidad y la ilegalidad de la intervención por invitación. Los argumentos esgrimidos sobre la primera postura, asimilada por los Estados en el orden internacional, señalan que el Estado en su condición soberana y fundamentado en su autonomía puede demandar por la intervención foránea sin generar por ello la internacionalización de su conflicto, en tanto no se da en estricto sentido una injerencia unilateral en sus asuntos internos. No obstante, para la segunda postura la intervención es ilegal si se considera no la interferencia en los asuntos internos de los Estados, y se parte, por el contrario, del principio de autodeterminación. Estas argumentaciones son contundentes en la afirmación del politólogo Quincy Wright, citado por Geir Lundestad:

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Armed intervention […] is not permissible by invitation of either the recognized or the rebelling faction in the case of civil strife. If it were, the ‘right of revolution’ implicit in the concepts of state sovereignty and self-determination would be denied. In a situation of civil strife, the state is temporarily inhibited from acting. A government beset by civil strife is not in position to invite assistance in the name of state (p. 200)

Perspectiva a contrapelo de las prácticas intervencionistas durante la Guerra Fría, por supuesto, como las referidas arriba. El caso Nicaragua con los contras abrió un debate importante en relación con la forma de asumir que si grupos insurgentes reciben apoyo efectivo de un gobierno extranjero en el marco del conflicto doméstico, este puede ser considerado como un conflicto internacionalizado y, en consecuencia, endilgarse las responsabilidades correspondientes. Doswald-Beck (1985) pone en consideración las perspectivas sobre la representación estatal como parangón diferenciador de la validez o no de la intervención por invitación. Para empezar consideremos que el poder de declarar la guerra en términos clásicos sería análoga a la de pedir intervención foránea en los conflictos internos. No obstante, el predicamento se sustenta en la representación estatal, aquella concebida desde Hobbes y Westfalia, en términos de la personificación moral y en la atribución legítima de conducir una guerra. Para Doswald-Beck, apoyado en William Hall y Quincy Wright, un punto crítico respecto a la capacidad de representación de un Estado por parte de un gobierno que pretende hablar en nombre de él, consiste en el control de facto6 del territorio sobre el que pretende soberanía. No obstante, la invitación de intervención presupondría la anulación de este control de facto y, por el contrario, una incierta definición del conflicto que sin ayuda externa podría colocar en cualquier bando el control y, por lo tanto, la representación del Estado (pp. 195-196). Para el caso, el reconocimiento extranjero de la soberanía estatal sería análogo a la neutralidad condicionada por el reconocimiento de la beligerancia. En cualquiera de los dos casos, la intervención desde esta perspectiva se presentaría como ilegal e ilegítima.

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De otra forma, pero sobre el mismo criterio del control de facto, Doswald-Beck permite poner en cuestión las siguientes preguntas: ¿este [el gobierno que pretende representar al Estado] debe ser legitimado a pesar de que no posea un control de facto? O por el contrario ¿es el control de facto legitimador de la representación estatal, incluso sin la anuencia ciudadana? O popular, si se quiere, pero a su vez ¿Qué es el pueblo? ¿Quién lo representa? ¿El Estado deja de existir en tanto se exalta la libre autodeterminación de los pueblos? (1985, pp. 190-200).


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Aun así, las discusiones sobre el reconocimiento de la internacionalización y las responsabilidades se sospechan ambiguas y, si se quiere, calculadas políticamente, tanto desde las discusiones en el seno de la Asamblea de las Naciones Unidas como en los ámbitos de sentencias y definiciones jurídicas. En la discusión sobre el tipo de intervención y las responsabilidades consecuentes, Rafael Prieto San Juan (2006) describe cómo la Corte Internacional de Justicia (CIJ), en la determinación de la responsabilidad respecto al DIH infringido en el caso Nicaragua vs. Estados Unidos, señaló una suerte de mixtura del conflicto (p. 313): una entre los contras y Nicaragua, cuyo carácter no observó la CIJ como internacionalizado, mientras que paralelamente identificó una responsabilidad diferente de los Estados Unidos con Nicaragua, desestimando a partir de un rasero muy alto las circunstancias de un control efectivo sobre los contras por parte del gobierno estadunidense, sumando a esto la imposibilidad de señalar que los contras actuaran en nombre de la potencia, como si estas fuesen un órgano de su gobierno (p. 314). Diferencia importante con el caso Tadic, en un escenario de posguerra fría. En este se intentaba determinar, de igual forma, el grado de responsabilidad en cuanto si los grupos en el interior de un Estado actuaban en nombre del gobierno serbio y si este ejercía sobre ellos un control efectivo. Para Steward (2003), el test de internacionalización fue menos riguroso que en el caso Nicaragua, considerando para ello la ambigüedad de los tres tipos diferentes de control llamados a prueba: que los grupos o individuos rebeldes actúen como un órgano estatal de facto; el control general de las fuerzas subordinadas, no solo la ayuda de tipo económico, de equipamiento o de instrucción; y tercero, la asimilación de particulares a órganos estatales. Aspectos que para el autor resultan en todo caso confusos en el momento de la aplicación del test de control efectivo (pp. 127-128). Paradójicamente la teoría de wars by proxy durante la Guerra Fría y que pretendía conceder a todos los conflictos internos con intervención extranjera el carácter de internacionalizados (Hoffman, 2009, p. 24), se contrapone al hecho político y jurídico de la demostración del control efectivo (para el caso externo) en los esfuerzos bélicos internos, para el caso los resultados de Nicaragua y Granada. Por otro lado, matizada la intervención extranjera como internacionalizante de los conflictos internos, se presenta una laxitud de la atribución de esta internacionalización y sus responsabilidades como en el caso Tadic. El segundo punto de referencia en la asunción de los conflictos armados en internacionales lo constituye, al margen de la legitimidad o no de las intervenciones, el juego de las relaciones internacionales de orden político respecto 237


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a esta práctica y la centralidad en los problemas de dependencia y autonomía entre los actores intervinientes en las decisiones de internacionalización. En principio, las perspectivas de partida se diferencian entre las realistas y las idealistas, como matriz de análisis de las relaciones internacionales. La teoría realista se inclina por la perspectiva que considera las relaciones internacionales sustentadas en la lucha por el poder y la búsqueda de los intereses estatales. Paradójicamente, la teoría a la cual adhiere la política estadounidense se pliega a una perspectiva idealista donde las relaciones internacionales se sustentarían más que en intereses Estadocéntricos, en el ideal de humanidad y el bien común dentro de la comunidad internacional. La perspectiva realista sugiere unas jerarquías de poder en el orden internacional. Por lo tanto, unas relaciones siempre desiguales o por lo menos de dependencia y autonomía relativas, pero no necesariamente impuestas en intervenciones unilaterales como la de Vietnam en la década de los sesenta y setenta. Hardt y Negri, a su vez, señalaran lo siguiente respecto a su análisis sobre el Imperio: … el Imperio no se forma sobre la base de la fuerza propiamente, sino sobre la base de la capacidad para presentar a la fuerza colocada al servicio del derecho y la paz. Todas las intervenciones de los ejércitos imperiales son solicitadas por una o más de las partes involucradas en un conflicto ya existente. El Imperio no nace por su propia voluntad, sino que es llamado a ser y constituirse sobre la base de su capacidad para resolver conflictos. El Imperio se conforma y sus intervenciones se vuelven jurídicamente legitimadas sólo cuando se ha insertado en la cadena de consenso internacional orientada a resolver conflictos existentes. Retornando a Maquiavelo, la expansión del Imperio está enraizada en la trayectoria interna de los conflictos que se supone que debe resolver. El primer objetivo del Imperio es, por lo tanto, expandir el reino del consenso que sostiene su propio poder. (2000, p. 19)

Sobre el factor de la intervención existe esta postura que aun cuando basada en una perspectiva consensual, presenta un telón de fondo sostenido por la dependencia y la desigualdad. Sin embargo, posturas diferentes como la de Geir Ludestad al describir y analizar el proceso del Imperio por invitación, desarrollado entre Europa y Estados Unidos en el marco de la reconstrucción luego de la Segunda Guerra Mundial, presentan en principio el paso de un aislacionismo norteamericano en materia de relaciones internacionales a un internacionalismo que representaba no solo los valores propios, sino aquellos de justicia y democracia universal (Lundestad, 1986, pp. 264-265). Por lo tanto, un criterio idealista de las relaciones internacionales norteamericanas, sin menoscabo o contradicción con las prácticas realistas de las políticas 238


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en las mismas relaciones, haciendo del primero causa justa contemporánea de las segundas. No obstante, la afirmación final de Ludestad respecto al imperio por invitación, explica cómo aun en condiciones de relacionamiento desigual, los factores dependientes de Europa en relación con Norteamérica fueron mermando con la restauración europea y los intereses de las partes se empezaron a condicionar mutuamente (Lundestad, 1986, pp. 274-275). En efecto, como señala Arlene Tickner, la intervención por invitación se manifiesta como una relación en la que se configura necesariamente un riesgo, superado para el caso europeo, en el que el actor dominante sobrepone sus intereses a aquel debilitado, el cual requiere su apoyo, consolidando con el tiempo un factor de dependencia importante (2007, p. 96). Entre tanto, Brown en una interpretación de posguerra fría y más conducido por la evidencia en los conflictos armados internacionalizados, sugiere que países vecinos en el orden regional poseen intereses específicos en la intervención e incluso motivan los conflictos internos, apoyando una u otra causa de acuerdo a sus intereses (1996, pp. 23-26). Para Carlos Escudé, de acuerdo con Tickner, las premisas racionalistas que se movilizarían en la periferia relativizan la autonomía y sincronizan sus intereses nacionales y posibilidades de decisión a través de la insubordinación y la alineación con las políticas del actor más fuerte, para el caso el estadunidense (Tickner 2007, pp. 94-95). En consecuencia, lo fundamental en estos debates son los intereses en juego y la correlación de poderes entre los actores estatales involucrados. Esto se presenta en diferentes escalas, desde aquellas de tipo transcontinental y bajo el pliegue a un centro hegemónico, como lo refieren Geir Lundestad o Hardt y Negri, pasando por escalas de tipo regional y adyacentes a los conflictos internos como lo desarrolla Michael Brown, hasta relaciones de desigualdad estructural en que aparecen concepciones como las de Carlos Escudé citadas por Tickner (pp. 94-95). Sin embargo, estas perspectivas de dependencia casi natural respecto al hegemon global, pueden colocarse frente a posturas como la de la internacionalista Sandra Borda, quien alude a una mirada no exclusivamente realista (2007). Para detallar un poco más la posición de esta autora, su perspectiva se contextualiza en un mundo post 11 de septiembre y bajo la referencia de un país como Colombia, sumido en un conflicto armado interno de décadas que articula en este primer escenario sus demandas de intervención, lo que implica necesariamente la posibilidad de una retrospectiva diferente sobre la internacionalización de los conflictos armados internos y una perspectiva renovada sobre su análisis. 239


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Borda describe cómo se da la posibilidad de internacionalizar las guerras domésticas, tanto por la decisión de los actores externos (organizaciones internacionales, países poderosos o países vecinos), definida esta forma de internacionalización como intervención, como por la discrecionalidad de los actores internos (gobierno o grupos insurgentes) (p. 68), lo que la separa de perspectivas basadas en la determinación de las decisiones internas como resultado de las coacciones e intereses de actores externos poderosos. Para Borda, la internacionalización del conflicto armado se definiría entonces como un acto político: “es el proceso a través del cual un actor toma una decisión explícita y consciente: la decisión de involucrar actores externos en cualquier fase del conflicto doméstico (durante las hostilidades militares o durante la negociación)” (p. 72). En efecto, para Borda la internacionalización no se restringe al escenario bélico, sino que se observa como condición fáctica que debe ser comprendida en las relaciones mutuas que se configuran entre las partes internas del conflicto y las externas. Borda realiza un excelente resumen de las posturas teóricas respecto a la internacionalización de los conflictos armados internos. Analiza, inicialmente, el campo racionalista, cuyas explicaciones organiza en dos tipos: las que ponen énfasis sobre los intereses de los actores y las que lo hacen sobre la naturaleza del conflicto. En el primer caso se argüiría que los Estados débiles, a partir de la intervención, se permiten aumentar su cuota de poder militar y político ante la inseguridad percibida. Otra variable desde los intereses es la asociada al temor de las élites que se consideran amenazadas, de tal forma que incitan el escalamiento de la guerra civil. Una tercera circunstancia respecto a los intereses es la de la amenaza interna, que conduce a la búsqueda de asesorías externas de diferente tipo, incluido el militar, lo que para algunos autores coloca a estas formas de internacionalización en condiciones de desigualdad, particularmente en el Tercer Mundo (pp. 4-5). En relación con la perspectiva racionalista que resalta la naturaleza del conflicto, Borda afirma que esta presenta las circunstancias de dimensión y duración como factores que explicarían por qué actores internacionales serían invitados a participar en el conflicto interno (p. 76). Un aspecto importante de contribución de la autora es explicar, más allá del cuándo y el porqué se invita a participar a agentes externos de acuerdo con los tipos de explicaciones descritos, el enfocar la mirada sobre el análisis que permite observar el tipo de actores invitados a participar en el conflicto interno, proponiendo una articulación con perspectivas de orden constructivista y explicaciones ideológicas (p. 76). Este es un cierto pliegue a la perspectiva que Alexander Wendt considera un “giro ideacional” respecto a las concepciones realistas heredadas de la Guerra Fría 240


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(2002, p. 4), intentando trascender en algún sentido el mero enfoque dependentista y de imposición unilateral o condicionada respecto a los procesos de internacionalización. El tercer elemento de referencia sobre la internacionalización de los conflictos armados internos se encuentra en la preocupación por los DDHH y el DIH, centrado particularmente en los efectos proscritos en la conducción de las hostilidades y en particular orientado a la protección de los principios humanitarios en general y de las víctimas en particular. Este proceso de internacionalización, en efecto, se desprende de las porosidades abiertas por el Tribunal de Núremberg, no obstante la latencia de su accionar hasta los tribunales ad hoc de los años noventa respecto a Sierra Leona, Ruanda y la ex Yugoslavia y la implementación, a finales de los noventa, de la CPI. Estos mecanismos penales pretenden no tanto la intervención directa en medio de los contextos bélicos, sino que se presentan como ejercicio de disuasión o persecución y sanción internacional respecto al ámbito de la competencia penal enunciado por los principios de Núremberg, pero solo implementados en su conjunto en los posteriores tribunales citados. Ahora bien, la constante demanda por los DDHH y el DIH se revela tras la Guerra Fría como un proceso de internacionalización diferente. En el caso latinoamericano, Chernick señala que incluso la demanda por los DDHH realizada por los Estados Unidos, contrasta con la tolerancia de prácticas violatorias de tales derechos en el contexto de la Guerra Fría, durante las dictaduras y conflictos armados en la región. Otro aspecto que aparece durante la Guerra Fría y en función de antecedentes como el genocidio ruandés y la “limpieza étnica” en Yugoslavia, de los ya no tan esperanzadores años noventa, se da con los procesos sancionatorios de conductas internas violatorias de los DDHH o el DIH, vía la descertificación como en el caso norteamericano, redundantes en consecuencias económicas; o bien ese otro aspecto importante consolidado como el Sistema Penal Internacional, Estatuto de Roma, y la creación de la CPI, orientado a la sanción de crímenes de guerra, de lesa humanidad y genocidio configurados de forma grave, sistemática y generalizada. Sin embargo, los modos de internacionalización penal han sufrido tropiezos, como la misma historia de la CPI lo evidencia, invariablemente, con la vuelta a la discusión del riesgo de vulnerar el principio de soberanía y la seguridad nacional, a lo cual apelarán países como Estados Unidos, Rusia, China e India (Huhle, 2005, pp. 31-33). Corolario de estas contradicciones es el ánimo advertido 241


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por los denegadores de un sistema penal internacional permanente por el de tribunales ad hoc, que resulta para algunos simplemente justicia de victoriosos. Ahora bien, en articulación con lo anterior y como cuarto referente de la internacionalización de los conflictos domésticos, encontramos formas de internacionalización singulares, no formalizadas o institucionalizadas, y con estándares flexibles en su definición y aplicación. Encontramos, por ejemplo, la opacidad de la aplicación de la justicia penal internacional en otros modos estatales de prevenir la persecución internacional, pero localizando las demandas por estándares de justicia internacional, vía los mecanismos conocidos como transicionales, como aquellos representados en algún momento por las amnistías o indultos, ahora proscritos bajo la CPI, que modifica la estrategia en transiciones democráticas o al posconflicto, en las cuales se relativizan las penas o se las conmuta, en aras de garantizar el equilibrio entre la paz o la democracia con la justicia. En este caso la CPI no tendría un papel directo, sino disuasor, ya que se pretende que pueda condicionar a las partes en conflicto en el marco de acuerdos de paz, en donde el cálculo de una posible competencia de dicho tribunal respecto a los actos de los beligerantes determinaría, en parte, la posibilidad de soluciones negociadas, inclinando la balanza por una mayor subordinación a la justicia interna (Rueda, 1999), depositaria inicial de la responsabilidad de investigación, persecución y sanción de los crímenes internacionales sobre sus nacionales. O bien podría la CPI restringir los cálculos sobre el límite de las acciones de los combatientes, so pena de caer en el futuro en la órbita penal de la Corte. Para finalizar y como corolario de una nueva asunción de la causa justa en tiempos del terrorismo y de conflictos internos motivados por razones étnicas, políticas, raciales, religiosas, surgen las concepciones que claman por el derecho de intervención por razones humanitarias, a expensas de la prescripción del ius ad bellum, pero en un ambiente de prevalencia de los DDHH y de organismos internacionales como autorizadores de guerras por motivos excepcionales y en función ulterior del mantenimiento de la paz. Esta nueva dinámica, en la práctica se ha configurado en justificadora de intervenciones pero no consolidadas en el derecho internacional, más allá de la reminiscencia de Groccio, quien avalaba la intervención en caso de que los Estados, incluso con sus propios ciudadanos, actuara de forma tan brutal y a tal escala que afectara la conciencia de la comunidad. El derecho de intervención humanitaria, de acuerdo a Ray Goodman de la Escuela de Derecho de Harvard, parece no tener un aval del derecho

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internacional moderno, ni tampoco de los Estados, ni de los intelectuales, dado el centramiento de la discusión en el hecho de que tales intervenciones pudiesen ser utilizadas por terceros Estados en ulteriores guerras basadas en sus propios intereses (2006). Por supuesto, una concepción realista. Al parecer, los dos términos del concepto se contradecirían de plano y contendrían en sí mismos la oposición de los enfoques realistas e idealistas, que en último término conducirían a la sospecha permanente, no solo como concepción, sino también en la práctica y codificación de la intervención humanitaria. Aun así, Goodman sugiere descentrar el debate sobre la sospecha de los intereses soterrados, para poder discurrir más sobre los procedimientos de este llamado derecho de intervención, de sus estándares y regulaciones, que a la larga constituirían, según el autor, al contrario de las tesis escépticas, un mecanismo de contención a los Estados que pretendieran iniciar conflictos bélicos contra otros o en el interior de otros Estados. En todo caso, parece construirse alrededor de los derechos humanos unos principios, que no solo orientan su realización, sino también la conducción de la guerra e incluso su resolución, contribuyendo a separar enemigos de amigos en función de endilgar la defensa o la violación de los derechos humanos. En último término, los derechos humanos se presentan cada vez más como causa justa moderna, propulsada aún más por la época del terror desplegado desde los eventos del 11 de septiembre. Una suerte de matriz desde la cual interpretar el dolor universal para la construcción de un trauma cultural (Alexander, 2004, pp. 1-30), orbitando en el globo no necesariamente como ruptura de la identidad colectiva global, pero sí como irrupciones en las crisis bélicas internas de los valores o credos universalizados.

Conclusiones La internacionalización de los conflictos armados internos, aunque de tardía conceptualización en el derecho internacional moderno y en las disciplinas orientadas al ámbito de las relaciones internacionales, ha configurado unas definiciones sobre la guerra pública que permiten distinguir como problema fundamental la configuración de las fronteras, entre un afuera y un adentro de la guerra, consideradas estas como superficies excluyentes para escenarios, actores, normas y procedimientos que determinan, en consecuencia, el tipo de guerra que se considera en sí misma legítima y legal, que define al otro en la contienda como enemigo o simple criminal, que dispone el espacio de guerra y, en último término, sustentando desde el principio de soberanía, si la guerra es interestatal, interna o internacionalizada.

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Es claro que los referentes modernos de internacionalización de los conflictos internos pasan por la discusión de las porosidades abiertas al principio de soberanía, haciendo pendular el carácter de internacionalizado o no de los conflictos internos en razón de las intervenciones y de las oposiciones fácticas y conceptuales que contraponen legalidad/ilegalidad, necesidad/ interés, humanidad/ impunidad, autonomía/dependencia. En estas tensiones, precisamente la soberanía como cualidad o principio estatal, se presenta como una representación, la cual a pesar de su legitimidad en gobiernos autoritarios o débiles, permanece como referencia fundamental en la guerra, bajo cuya excepcionalidad parece hacer desaparecer a la sociedad civil, o por lo menos subordinarla a un Estado que declara la guerra y su internacionalización, para continuarla o resolverla, pero en cuya escala política o metodológica, la sociedad civil restringe su papel a receptor de asistencia humanitaria, o bien como víctima, pero no como ente activo o interlocutor en los escenarios domésticos o internacionales. Cabe preguntarse con lo hasta aquí considerado y en perspectiva de futuras indagaciones: ¿es la sociedad civil una variable que considerar en la toma de decisiones relacionadas con la internacionalización de los conflictos internos? ¿Existe en países como Colombia una sociedad civil imprescindible para la resolución de su conflicto en articulación con la comunidad internacional?, o ¿es ineludible el papel subordinado y victimizante de la sociedad civil durante el conflicto o en un posible posconflicto internacionalizado? Finalmente y en relación con las inquietudes expuestas: ¿de qué sociedad civil podríamos estar hablando si esta no resulta homogénea y, por el contrario, no solo es diversa, sino en ocasiones disímil como consecuencia del conflicto?

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Capítulo 4 De la tierra al territorio en Colombia: Reflexiones desde los estudios regionales del sur Presentación

José Jairo González Arias*

Este ensayo presentado al Ipazud es el resultado de las discusiones y la agenda de trabajo con los investigadores regionales del Instituto que, sumados a los esfuerzos y aportes realizados por el Centro de Estudios regionales del Sur (Cersur), de la Plataforma Sur de Organizaciones Sociales, pretenden darle curso a los ejes estratégicos de interacción regional formulados en la Agenda de Interacción Regional del Sur de Plataforma. El recorrido realizado por los territorios del sur, especialmente por el departamento del Huila y parte del Caquetá, y la observación de primera mano de las dinámicas del desarrollo y el conflicto regionales, nos introdujo, sin mayores esfuerzos, en la identificación de los problemas asociados a la estructura, tenencia y dinámica de la propiedad rural, la construcción del territorio, la estructuración del poder regional y el conflicto asociado a estos, como uno de los factores decisivos para la formulación de apuestas de desarrollo sustentable y la construcción de escenarios de paz regionales. Sin duda, el proceso de construcción de la Mesa Tierra, su consolidación y ejecución, constituyen un poderoso instrumento para la discusión, el debate y la construcción colectiva de alternativas de cambio y transformación de las precarias condiciones *

Filósofo de la Universidad Nacional de Colombia. Investigador del Centro de Estudios Regionales del Sur Cersur-Plataforma Sur.


José Jairo González Arias

económicas, sociales, políticas y culturales conocidas en el sur, más específicamente en el departamento del Huila, puerta de entrada a la macrorregión. Durante más de seis meses, se realizaron cerca de diez visitas de campo, interlocuciones, acercamientos con las comunidades y organizaciones de base para intercambiar opiniones, percepciones y sentidos sobre el desarrollo rural, la estructuración de los poderes locales y la naturaleza de los conflictos en las diferentes zonas visitadas, ejercicio que fue simultáneamente desarrollado con una pertinente revisión de archivos de fuentes documentales e información institucional allegada a esta consultoría. Adicionalmente, en el departamento del Huila se configuraron cuatro grupos focales en los municipios de Tello, Algeciras, Gigante y en el corregimiento de Vegalarga, zona rural de Neiva, así como entrevistas con líderes agrarios de la Asociación Municipal de Colonos del Pato (AMCOP), el Pato Guayabal vía Neiva-San Vicente del Caguán, con el acompañamiento de la organización Plataforma Sur de Organizaciones Sociales. En estos encuentros se contó con la participación de líderes campesinos, representantes de las juntas de acción comunal, de la institucionalidad y de organizaciones sociales que aportaron información valiosa para la investigación. También se realizó una visita al eje zonal de Santana del municipio de Colombia, al norte del departamento. De igual manera, se hicieron entrevistas a personalidades conocedoras del tema agrario en la región (académicos, investigadores), así como a representantes de instituciones gubernamentales y no gubernamentales del departamento. Simultáneamente con este estudio, se orientaron los esfuerzos al proceso de construcción de la llamada “Mesa de Tierras Locales y Regional”, considerada en el POA de Plataforma Sur y convenida con el Programa de las Naciones Unidas para el Desarrollo (PNUD), lo que permitió la interacción de los saberes, experiencias y experticias de los campesinos sobre los temas de la tierra, el territorio y el conflicto, en un proceso metodológico caracterizado por la interacción entre diversas fuentes de conocimiento que puso en común los resultados de la consultoría con la necesidad de la organización y movilización por las demandas de los derechos de los campesinos y un desarrollo agrario equitativo y sostenible. El consultor hace un reconocimiento a los equipos de trabajo de la organización social Plataforma Sur de Organizaciones Sociales, con los cuales gracias a su inserción y aceptación en las zonas y a la implementación de su metodología de interacción social, logró acceder a esas ricas y aún inexploradas fuentes 250


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de sabiduría campesina. Así mismo, a quienes desde la Academia, liderazgos sociales y políticos aportaron, ya con la recuperación de la memoria histórica, ya con elementos para el análisis y ubicación de coordenadas y actores sociales necesarios para documentar el estudio.

Introducción La necesidad ineludible de construir una política pública de tierras que sea incluyente, equitativa y confiable, es una de las claves para el fortalecimiento de la democracia colombiana y para avanzar hacia el fin del conflicto armado. Más de cinco décadas de intentos de reforma de la propiedad rural para lograr el desarrollo del agro nos muestran, como también lo podemos señalar de la tan mentada seguridad democrática, que hoy hacen agua estos modelos de desarrollo y seguridad en nuestros campos. Si hablamos de desarrollo en serio, tendríamos que empezar por remover su primer obstáculo: la estructura y tenencia de propiedad de la tierra, acompañada de la construcción de políticas públicas orientadas a proteger el empleo rural, a garantizar la seguridad y la soberanía alimentaria y, sobre todo, a integrar al campesinado a las decisiones de política agropecuaria y de desarrollo rural en un ambiente de convivencia y paz. Por supuesto que la escandalosa concentración de la tierra no desaparece solamente repartiendo la gran propiedad agraria. Como coinciden en señalar la mayoría de los estudiosos de la cuestión agraria en Colombia, de lo que trata es de actuar sobre los factores que conducen a esa concentración y despojo de la tierra: la latifundización y relatifundización, orientadas principalmente hacia la ganadería extensiva y los cultivos agroindustriales y de plantación, junto a la fragmentación antieconómica de la tierra que lleva a la minimicrofundización y al aumento de los campesinos sin tierra, mientras se deteriora la mediana propiedad. Todo lo cual mantiene y estimula la desigualdad, la pobreza y la exclusión y le cierra al campo todo horizonte de desarrollo, prosperidad y paz. Los mismos estudios, que abordan a fondo el problema de la tierra en Colombia, afirman que es necesario un examen de lo que está pasando en el mundo rural, con sus nuevos y viejos actores, las dinámicas recientes y ante todo el rumbo político que debe tomar, con el fin de que contribuyan definitivamente a desencadenar hechos de convivencia y paz cierta para todos los colombianos. Si bien desde distintos ángulos de explicación, se han dado respuestas al evidente retroceso en la formulación de una política agraria consistente y continuada, hoy no cabe duda de que está en manos del Gobierno y de las propias comunidades rurales, la suerte de una nueva política pública para la reforma 251


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rural que retome el problema de la tierra y del territorio como soporte, acompañada del consiguiente reconocimiento político de los campesinos como actores decisivos de un nuevo e ineludible modelo de desarrollo rural. Esto último es tanto o más importante cuanto que persisten explicaciones que atribuyen el incuestionable proceso de desvalorización política del movimiento campesino, no solo a la imposición autoritaria del modelo neoliberal de desarrollo en el campo, sino también a la real o supuesta influencia del movimiento insurgente. Así por ejemplo, Gonzalo Sánchez considera que fueron dos los procesos que obstaculizaron las luchas democráticas por la tierra: por un lado, el autoritarismo estatal, y por otro lado, la pretensión de las guerrillas de suplantar o subordinar a sus lógicas el movimiento campesino, sin mencionar en este punto el papel de los concentradores de tierra que apelaron al paramilitarismo para anular la lucha de los campesinos por la tierra. Alfredo Molano, escritor y conocedor de la problemática de la tierra, en dirección opuesta, señala que la guerrilla fue fortalecida como consecuencia de la represión a los líderes campesinos, que hizo que algunos de ellos optaran por vincularse a esta, mientras otros campesinos, que habían luchado por la reforma agraria, terminaron yéndose para las zonas de colonización a cultivar coca. Para finales de la década de 2000, las cifras de la concentración de la propiedad en manos de narcotraficantes eran inocultables para la comunidad nacional e internacional: más de 5.000.000 de hectáreas concentradas, según los cálculos más conservadores, fueron a parar a manos de paramilitares, narcotraficantes y terratenientes inescrupulosos, operándose de este modo una verdadera contrarreforma agraria, que sepultó de tajo las aspiraciones redistributivas de la tierra de la gran mayoría de los actores rurales. Según un reciente estudio de Planeación Nacional, el Estado fracasó en el intento de atender las necesidades de 385.000 familias campesinas que fueron despojadas de la tierra por motivos del conflicto armado y a las que solo se les ha asignado 15.000 hectáreas de las apenas 100.000 hectáreas confiscadas. Si bien esta cantidad de tierras confiscadas es insignificante, si la comparamos con los más de 5.000.000 de hectáreas que se calcula fueron abandonadas por los pobladores rurales y/o usurpadas por los distintos actores del conflicto, los bienes incautados sí podrían ser un buen punto de partida para comenzar a transformar el campo. Para esto se requiere una política que ayude a desconcentrar la propiedad y busque entregarla a quienes tienen poca o la han 252


De la tierra al territorio en Colombia: Reflexiones desde los estudios regionales del sur

perdido. No obstante, los recientes escándalos suscitados con ocasión de la entrega de muchos de estos predios rurales confiscados, a testaferros de los propios narcotraficantes y a políticos regionales que se beneficiaron de la asignación indebida de estos bienes, se reconoce en la opinión pública y aún en del mismo gobierno, la necesidad de enjuiciar a los responsables como primer paso para emprender el proceso de restitución de tierras a los despojados. Con todo, lo que se revela hasta ahora en la cuestión agraria, tamizada permanentemente por el conflicto, es que este viene siendo funcional a la actual estructura rural y en muchos de los casos no solo ha fortalecido un particular modelo de desarrollo rural, sino que lo ha dinamizado, acentuando los procesos de despojo y usurpación de las tierras de los campesinos. Como bien lo señala Carlos Salgado (2010), en el contexto del conflicto colombiano se combina la promoción de los inversionistas rurales con la coerción, y de este modo se ha hecho “funcional para sí, tanto el conflicto como la política pública, que no se ha hecho preguntas sobre la relación entre economía y conflicto. Lo rural, la tierra en particular no se entienden entonces sin el desarrollo del conflicto colombiano”. En cualquier caso, la conclusión es clara: las élites nacionales y regionales han favorecido los procesos de acumulación de tierra, ya a través del mercado, ya a través de la violencia. Los propios campesinos y sus organizaciones han venido llamando la atención sobre los impactos negativos de la política pública adoptada por el Estado para el sector rural, que solo ha incrementado la concentración y usurpación de sus tierras y territorios, aumentado su desplazamiento, su marginalidad y su pobreza, como lo registra la declaración del año 2001: En Colombia, una vez más constatamos las nefastas consecuencias del modelo neoliberal y sus políticas de ajuste estructural de la economía y desmonte de la inversión social y los institutos de fomento agropecuario del Estado, reflejadas en el incremento del hambre y la miseria de la población rural y urbano marginal, así como el desplazamiento forzado de las comunidades campesinas, indígenas y negras de sus propios territorios, la imposición de planes internacionales orientados a mantener la dominación del imperialismo de las transnacionales, destruyendo nuestros recursos naturales e intentando hacer desaparecer nuestra propia cultura y forma de vida. Es el neoliberalismo el que ha provocado el desplazamiento de la agricultura colombiana hacia los cultivos ilegales y las plantaciones de palma y el país hacia la violencia y la pobreza.1

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Declaración final, Seminario Internacional “Reforma Agraria para la paz en Colombia”, 4 de julio de 2001. 253


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En el mismo contexto de ofensiva contra las comunidades rurales del país y a tono con el modelo de desarrollo rural adoptado por las élites políticas, se expidieron las leyes 791 del 2002, 793 de 2002, 685 o Código de Minas, el Estatuto de Desarrollo Rural y la Ley Forestal. Estos dos últimos declarados inconstitucionales, los cuales fueron denunciados oportunamente por las propias comunidades rurales y consignadas en el Mandato Agrario de agosto 2003, mandato en el cual los campesinos constatan la “gravedad de la crisis económica y social en nuestros territorios y cómo genera el crecimiento acelerado de la pobreza y la violencia del país” (Ilsa, 2010). De hecho, como lo manifiesta el actual asesor del Ministro de Agricultura y Desarrollo Rural, Alejandro Reyes: las instituciones del sector agrario perdieron desde hace varias décadas el espíritu democratizador de la propiedad territorial que inspiró la reforma agraria de la ley 135 de 1961 y se redujeron a la adjudicación de baldíos y al otorgamiento de algunos subsidios para facilitar el acceso de campesinos al mercado de tierras, que inspira la ley 160 de 1994, hoy vigente luego de la caída del Estatuto de Desarrollo Rural por inconstitucional. El resultado de este debilitamiento institucional es que el Estado perdió los instrumentos operativos que tenía para impedir la excesiva concentración de la propiedad, para exigir el uso adecuado del suelo y para proteger los derechos de la población campesina sobre la tierra, justo cuando el conflicto armado y el narcotráfico colapsaron en muchas regiones el régimen de propiedad y lo transformaron en botín de los actores armados e inversión de las ganancias del crimen organizado.

Otro punto medular para la reflexión sobre la cuestión agraria, también introducido por Salgado, es el referente a la constante y sostenida desvalorización del campesinado como sujeto político, lo que explica en gran parte la crisis del campesinado y al tiempo los sucesivos fracasos de cualquier política redistributiva y eventualmente de restitución de tierras. Solo recientemente y sin que estuviera formulado en su programa de campaña, el electo presidente de la República, Juan Manuel Santos, tuvo que reconocer las alarmantes dimensiones de la tragedia producida por los desplazadores y usurpadores de las tierras de los campesinos. Sin referirse al modelo de desarrollo rural, que precisamente provocó y/o facilitó la actual situación, Santos presentó el Proyecto de Ley General de Tierras y de Víctimas, proyecto que según sus palabras debe entenderse como un gran “propósito nacional”, para resarcir esa “gran deuda moral y humanitaria que tenemos todos los colombianos con las víctimas” (Ministerio de Agricultura, 2010).

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Y no era para menos. Según la Comisión de Seguimiento a la Política Pública sobre Desplazamiento Forzado, el despojo de tierras como resultado del conflicto armado es calculado en 6,6 millones de hectáreas de tierras. El gobierno de Juan Manuel Santos busca revertir este proceso con el proyecto ley de restitución de tierras. “La meta es restituir dos millones de hectáreas de tierra a los colombianos que fueron despojados por delincuentes de todos los pelambres”, afirmó su ministro de Agricultura y Desarrollo Rural, Juan Camilo Restrepo. El reconocimiento gubernamental de la estrecha relación entre la tierra, el desarrollo rural, la violencia y la paz en el país, facilita las posibilidades de transformación de la estructura agraria, en la perspectiva de construir un modelo de sociedad rural equitativo, incluyente y sostenible. En el decir del ministro Restrepo: “el gobierno es consciente de que para conseguir la paz los colombianos deben encontrar la lucidez suficiente para darle una solución moderna, equitativa y clara al problema de las tierras” (Ministerio de Agricultura, 2010, p. 17). En el mismo sentido, el Alto Consejero de Seguridad Nacional Sergio Jaramillo afirmó recientemente: “el problema histórico de la violencia en el país se ha producido en las zonas rurales, su solución también se encuentra allí, en la estabilidad del campo y en la restitución de tierras. Por lo tanto, este es un tema prioritario desde el punto de vista de la seguridad y la equidad” (Ministerio de Agricultura, 2010, p. 25). Por otra parte, el Informe Nacional de Desarrollo Humano del PNUD 2010, preparado para Colombia, centró su análisis en la problemática de tierras y el desarrollo rural, soportado en la hipótesis de que “la estructura agraria construida en el país, a través de procesos históricos diversos, se ha convertido en un obstáculo al desarrollo”. Consideró, además, “que existe una alta vulnerabilidad del sector rural, el cual ha sido vulnerado permanentemente por los mercados, la política pública, la política, el narcotráfico y los actores armados ilegales” (Ministerio de Agricultura, 2010, p. 25). Pero si bien, como lo señala el Director del Informe Nacional de Desarrollo Humano del PNUD 2010, la actual política de restitución de tierras y ordenación y legalización de los derechos de propiedad, para no ser limitada, debe estar acompañada de una estrategia orientada simultáneamente a afectar los factores que estimulan la concentración de la tierra en pocas manos, constituye una oportunidad, no solo para apostarle nuevamente a la modificación de la actual estructura agraria, sino también para reflexionar sobre el modelo de democracia vigente en la sociedad colombiana.

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En el departamento del Huila, siguiendo el patrón de desarrollo rural nacional, impuesto sobre todo después de la derrota del movimiento campesino y la consolidación del modelo aperturista agrario, el control sobre la tierra y los territorios pasó paulatinamente a manos de los grandes inversionistas rurales, y más recientemente a la de los agentes de los megaproyectos hídricos, minero-energéticos y agroindustriales para los cuales se orientan los planes y programas de desarrollo rural locales y regionales, al tiempo que se perpetúa el proceso de concentración de la tierra, acompañado del crecimiento del minifundio y de la masa de campesinos sin tierras, como lo registran los datos oficiales y los resultados de los trabajos en terreno. Esta es la base fundamental de la dinámica social agraria, pero también de la configuración del poder y del conflicto en el departamento. En esta dirección, la política pública departamental, en correspondencia con la política nacional, buscó anular esta correlación, soportada en un modelo de desarrollo que contribuyó en gran parte a aumentar la pobreza, la inequidad y los conflictos rurales, mientras la tierra y el poder continuaban concentrándose en unas pocas familias y clientelas políticas, bajo el supuesto modernizante de que la redistribución de la propiedad de la tierra ya no constituye un factor relevante para la transformación y el desarrollo rural (Balcázar et ál., 2001). La dirigencia política regional, algunos de cuyos miembros ocuparon la cartera del Ministerio de Agricultura y la gerencia General del Incora, asumieron finalmente este modelo de desarrollo rural con los resultados previstos y denunciados por las organizaciones campesinas. Después de la aplicación severa del llamado Acuerdo de Chicoral de 1973, el departamento del Huila, que fue uno de los ejes de la reforma agraria de los sesenta y setenta, empezó, siguiendo la orientación nacional, con el “desmonte” de varios de los programas de reforma agraria en curso, cambiándolos por los programas asistidos de mercado de tierras y de incentivos a la producción rural, programas que finalmente beneficiaron a sectores distintos de la comunidades campesinas sin o con poca tierra y de los pequeños y medianos productores. Este proceso contrarreformista, acentuado con la crisis del sector agropecuario de los años 93 y 94, desencadenó sucesivas movilizaciones rurales generalizadas en todo el departamento, como lo veremos adelante. Desde mediados de la década de 2000, esta política contrarreformista se consolidó a través de los planes departamentales de desarrollo, los cuales desaparecieron paulatinamente cualquier vestigio de política pública de distribución de tierras y acceso al capital para los campesinos, mientras se impusieron desde el centro “agendas de productividad y competitividad”, basadas en las llamadas 256


De la tierra al territorio en Colombia: Reflexiones desde los estudios regionales del sur

“apuestas productivas” asignadas a cada región, las cuales garantizarían, según su percepción, el desarrollo rural y con este la seguridad y la paz regionales.2 Contrariamente a lo esperado por la tecnocracia nacional, cuyo recetario fue seguido y aplicado fielmente por la élite política regional, el desarrollo rural del departamento continúa fundamentado en una estructura agraria atrasada, inequitativa e ineficiente, en donde persisten los conflictos asociados a la estructura y tenencia de la propiedad, uso del suelo, orientación del crédito y acceso a la tecnología. Los resultados no pueden ser más desalentadores: concentración y atomización de la propiedad rural; aumento de la pobreza en el campo; bajísimos niveles de representación y reconocimiento político de los campesinos como actores de la transformación democrática del departamento; implementación de megaproyectos de incalculables consecuencias socioambientales y de entrega y desestructuración del territorio, como el denunciado proyecto de El Quimbo;3 pérdida de la seguridad y soberanía alimentaria; de recursos estratégicos como el agua, el bosque y la biodiversidad, todo lo cual viene acompañado de un recurrente proceso de concentración del poder en unas pocas familias y redes clientelares, de la acentuación de la exclusión política, del incremento del malestar rural y urbano y, por supuesto, del conflicto social y armado que desde hace más de cincuenta años se vive en el territorio.

De la tierra al territorio El país ha vivido permanentemente en ciclos distintos de malestar rural, pero con una constante histórica: la lucha del campesinado por la tierra y sus territorios y por la distribución equitativa de los recursos asociados a esta, sumada a la demanda por justicia y democracia. De allí que la demanda de los campesinos por la tierra para trabajar se extienda a garantizar el territorio donde viven, desarrollar su entorno familiar, social y comunitario. Este tránsito de la lucha por la tierra a la defensa del 2

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Para el Huila, la Agenda Interna de Productividad y Competitividad 2004-2007 identificó cinco apuestas productivas, a saber: 1) implantación de la agroindustria de base tecnológica y sostenible de cafés especiales, frutales, cacao y tabaco; 2) turismo ecológico y cultural para el mercado nacional e internacional; 3) consolidación de la cadena piscícola; 4) consolidación del proceso de industrialización sostenible de fosfatos, arcillas y mármoles; 5) generación de energía para su comercialización en Colombia y América Latina. Véase a este respecto la abundante información y denuncia de Asoquimbo, Plataforma Sur y Miller Dussán. 257


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territorio de los campesinos, consecuencia del modelo de desarrollo rural aplicado autoritariamente por los gobiernos durante los últimos treinta años, como en las décadas anteriores, estuvo acompañado de recurrentes oleadas de movilización y protesta rural, las cuales no lograron, sin embargo, evitar la política contrarreformista aplicada a fondo por el Estado desde mediados de la década de los setenta del siglo pasado. Hoy es claro que la imposición del modelo agroexportador, que provocó la quiebra de las economías campesinas y la pérdida creciente de la oferta alimentaria, involucra cada vez más la lucha de los campesinos por la tierra con la defensa del territorio y la demanda de derechos económicos, sociales ambientales y políticos de los pobladores rurales. Pero, como lo veremos, esta trayectoria tiene como trasfondo, como en el pasado, la actual trama de conflictos y violencias rural. De hecho, en el departamento del Huila la sistematización y análisis de la estructura y dinámica social agraria y las demandas de los campesinos por sus derechos, muestra desde sus comienzos los enfrentamientos con el poder político y la generación de múltiples conflictos regionales por el control de la tierra y el territorio, de los cuales el conflicto armado interno no ha estado ausente. En su territorio, como en los bordes departamentales de Tolima, Cauca, Cundinamarca, Putumayo y Caquetá, se incubaron desde las primeras décadas del siglo pasado las más resonantes y masivas movilizaciones y demandas en torno a la reestructuración de la propiedad rural del departamento y la región sur, las cuales en su mayoría no tuvieron una tramitación legal y pacífica, sino que desencadenaron confrontaciones violentas. En consecuencia, las tomas y recuperaciones de tierras; las marchas y paros campesinos, tan frecuentes durante los setenta, ochenta y aún noventa; las movilizaciones de los productores rurales contra la política agropecuaria y el Tratado de Libre Comercio (TLC) de la primera década de este siglo; la implantación de los cultivos de amapola; el desplazamiento forzado; la desaparición; el secuestro; la extorsión; el impacto de los megaproyectos y el conflicto bélico, que no cesa en el territorio, son expresiones asimétricas del acentuado proceso de malformación de la ruralidad huilense. La activación y continuidad del conflicto, aún desde las movilizaciones lideradas por las ligas y sindicatos de agraristas en el norte y el sur del departamento (Legrand, 1998), las reivindicaciones nacionales formuladas desde la Asociación Nacional de Usuarios Campesinos de Colombia (ANUC), a través de las cuales se reivindicó el derecho a la propiedad de la tierra, hasta las movilizaciones rurales desencadenadas por la grave crisis del sector agropecuario, a raíz de la apertura 258


De la tierra al territorio en Colombia: Reflexiones desde los estudios regionales del sur

económica, y la actual resistencia de los pobladores a la entrega de sus territorios para la explotación indiscriminada de sus recursos y apropiación privada de estos, ponen de presente, igualmente, la necesidad de articulación de la tradicional lucha por la tierra y los intereses de los pequeños y medianos productores, a la lucha por la defensa del territorio en el departamento. Son los campesinos sin tierra, los minifundistas, los aparceros, los arrendatarios, los pequeños y en algunos casos los medianos productores independientes del departamento, cuya descomposición, desalojo y expulsión hacia los pequeños y medianos centros urbanos o hacia las nuevas fronteras de colonización, quienes hasta ahora corren con los gastos de la “modernización”, pero también de los conflictos y violencias generadas. Como sucedió en la década de los treinta, el Huila continúa siendo un cruce de caminos de los conflictos agrarios del oriente del Cauca, sobre el territorio de Tierradentro, los del sur y oriente del Tolima, los del Sumapaz y los del piedemonte amazónico caqueteño y putumayense. Tanto por su posición geográfica como por la propia composición de los conflictos en el Huila, la violencia (González, 1996) de los cincuenta se extendió por todo el territorio, aunque con mayor acento en el nororiente y occidente del departamento que en el sur. Fue allí donde posteriormente se establecieron las zonas de autodefensas agrarias, denominadas “repúblicas independientes”, como las del Pato, El Guayabero, El Duda, Marquetalia y Riochiquito, precisamente a lo largo de toda la frontera nororiental y occidental del departamento del Huila (González, 1992). Durante la década de los sesenta, el perfil agrario, social y político del Huila se había alterado sensiblemente como consecuencia del proceso acelerado de transformaciones en la estructura económica productiva regional que no impidieron, sino que incluso facilitaron el paulatino proceso de descampesinización por la vía terrateniente. En primer lugar, se mantenía una extensa franja latifundista-ganadera a lo largo de todo el valle del Alto Magdalena, desde su origen hasta encontrarse en el norte con la llanura tolimense, franja que lateramente se prolongaba hasta las vertientes cordilleranas central y oriental. En segundo lugar, y como resultado del empuje del capitalismo agrario, el cual como lo señala Zamosc, “fue ganando una fuerza incontenible hasta definir en su favor las pautas de evolución agraria en las zonas planas que habían servido de escenario principal a las luchas por la tierra” (1987, p. 371), como en la parte central del valle del Alto Magdalena (Campoalegre, Palermo, Yaguará) donde se desarrolló un área de agricultura comercial de gran dinamismo, 259


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básicamente ligada con el cultivo del arroz. A su vez, el desarrollo de esta área significó un lento proceso de transformación de algunos de aquellos latifundios destinados anteriormente a la ganadería en predios dedicados a los cultivos comerciales. En tercer lugar, sobre la parte centro-sur y norte del departamento, hacia sus áreas cordilleranas central y oriental, predominaba un tipo de economía campesina, de aparcería y de arrendamiento, cuyas pequeñas extensiones estaban dedicadas básicamente a los cultivos temporales de pancoger como yuca, maíz, legumbres, fríjol y, excepcionalmente, plátano, cacao y café. Al tiempo, mientras se cerraba la frontera interior huilense, y como producto de la intensa violencia (1946-1966) que vivió el departamento, se acentuó la colonización opita en dirección al piedemonte amazónico, desde el suroccidente metense hasta el piedemonte putumayense, pasando, desde luego, por todo el piedemonte caqueteño, hacia donde se orientó el mayor flujo de población, según lo indica el cuadro de origen de la población migrante llegada al Caquetá. Así lo registra el Censo Nacional de 1973 sobre el origen de la población migrante al Caquetá, de acuerdo con el cual, el 15,9 % del total de los habitantes del Caquetá procedía del departamento del Huila (González, 1982). El departamento del Huila fue escenario de los planes de rehabilitación y socorro resultado de los acuerdos de la paz pactada durante el Frente Nacional, desde los cuales se generaron inversiones hacia las zonas rurales más afectadas por la violencia, entre las que se encontraban vastas regiones del departamento. Luego con la expedición de la Ley 135 de 1961, de reforma agraria, cuyos objetivos eran, entre otros, modernizar el sector agrario, aumentar su productividad e integrarlo al desarrollo del país y lograr la pacificación de sus zonas rurales, en el departamento se dio impulso a los diferentes planes de reforma agraria que buscaban reorientar las relaciones y la estructura social agraria del departamento, con resultados para el país, como para el caso huilense, bastante deficitarios y explicados por distintos factores, entre ellos la decidida oposición de los grandes propietarios del Huila. Estos, organizados en la poderosa Asociación de Propietarios Rurales del Huila (APRHU) y alentados por la Sociedad de Agricultores de Colombia (SAC) y la Federación Nacional de Ganaderos (Fedegan), consiguieron obstruir la aplicación de lo esencial de la reforma agraria en el departamento,4 liderada en su momento por la ANUC.

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En 1982 el clima era tan adverso a las políticas redistributivas de la Reforma Agraria, que tuvo que intervenir uno de los históricos líderes del conservatismo, Rafael Azuero Manchola para convencerlos de la necesidad de viabilizar la política de tierras puesta en marcha por el gobierno


De la tierra al territorio en Colombia: Reflexiones desde los estudios regionales del sur

La dinámica de la movilización social agraria en el departamento adquirió particular relevancia durante las décadas de los sesenta y setenta, gracias al proceso que se desató a partir de la creación de la ANUC, por parte del presidente Carlos Lleras Restrepo en 1967, como instrumento organizacional nacional de los beneficiarios del Incora, que le permitiera materializar sus programas de desarrollo rural y reforma agraria que no habían podido despegar debido a la dura oposición de los sectores terratenientes del país.5 Este proceso estuvo acompañado de un intenso clima de agitación y controversia entre quienes admitían el proceso de reforma agraria y transformaciones rurales y quienes se oponían decididamente a este. El accionar de la ANUC en el departamento del Huila se dio, de un lado, en el contexto del proceso de modernización por imbricación entre la sucesiva descomposición de la gran hacienda con predominio de la fuerza de trabajo semiservil y la lenta consolidación de la gran propiedad capitalista, y del otro, la consolidación de la mediana propiedad por parte de otros sectores sociales distintos de los hacendados tradicionales, básicamente de procedencia urbana y ligados a la actividad comercial. Esto dio curso en ambos casos a un acelerado proceso de descomposición campesina y al incremento de las relaciones de trabajo asalariado y la migración hacia las fronteras amazónicas, donde también la ANUC encontró un destacado escenario de participación, al frente de las reivindicaciones de los colonos. Como sucedió en el resto del país, en el departamento los campesinos organizados en la ANUC, al observar que el proceso reformista se estaba quedando en el papel, decidieron iniciar un proceso de toma de tierras. En este sentido, en el departamento se activaron protestas y movilizaciones campesinas, algunas de ellas acompañadas de tomas e invasiones de haciendas

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de Belisario Betancourt. En el decir de este dirigente: “Yo no he llegado a este recinto con el ánimo de concurrir a una asamblea de vanidosos propietarios y oligarcas de tierras, que engreídos con lo que tienen o con un criterio egoísta, se sientan sobre sus propiedades a mirar celosamente que nadie se las pise y que no se les desmorone un solo pedazo de tierra y un solo terrón de sus linderos.Yo he venido con la convicción de que ustedes han formado esta Asociación para que colabore en la marcha del país. Que no es antagónica con el interés de los usuarios, también agremiados. Yo no encuentro antagonismo entre las aspiraciones de los usuarios y de las de los terratenientes”, Según el estudio de Silvia Rivera (1987), antes de perder el respaldo gubernamental, “la ANUC, en el año de 1971, estaba constituida por cuarenta y uno por ciento de aparceros o de granjeros vinculados a los latifundios ganaderos o a haciendas tradicionales; treinta y seis por ciento de campesinos, colonos u otros, que querían ocupar tierras públicas o inexplotadas; dieciocho por ciento de jornaleros y cinco por ciento de indígenas, especialmente del Cauca” (p. 15). En el periodo presidencial de Misael Pastrana (1970-1974) empezó su desmantelamiento. 261


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que demandaron la aplicación inmediata de las medidas de reforma agraria contempladas en la Ley 135 del 61. Campoalegre, Algeciras, Tello, Baraya, Gigante y Palermo, entre otros municipios, se convirtieron en los centros de la reforma agraria del departamento. La dirección departamental de la ANUC alentó toda la agitación campesina que se conoció durante el periodo comprendido entre 1967 y 1974. En 1969, la organización contaba con once asociaciones municipales de usuarios campesinos en los municipios de San Agustín, Isnos, Timaná, Pitalito, La Plata, Garzón, Campoalegre, Rivera, Tello, Baraya y Palermo. Asociaciones que dentro de sus funciones estaban las de interlocución y diálogo con las entidades del sector agropecuario correspondiente, en la perspectiva de asegurar la distribución de las tierras y la prestación de los servicios a los campesinos, que, en consecuencia, permitieron a varios de sus representantes, con asiento en los organismos oficiales en esas entidades, convertirse con el tiempo en voceros de la política de gobierno, plegados a las políticas trazadas por la llamada ANUC, línea Armenia. Campoalegre fue el epicentro de la reforma agraria y del movimiento de los usuarios campesinos. Allí existían, además de la ANUC línea Sincelejo, la llamada Asociación de Jornaleros y la ANUC, cada una expresando directrices e intereses propios y en consonancia con el proceso de fragmentación que vivió la Asociación después de 1970. Como sucedió en las demás regiones del país, la ANUC lideró los más importantes procesos de tomas e invasiones masivas de tierras, bajo el presupuesto de que estas se daban ante la inoperancia del Estado y la excesiva lentitud del Incora para acceder a la tierra para los campesinos. En todo el país fueron afectadas durante la oleada de invasiones cerca de novecientos predios durante el periodo de 1970 a 1972 y hasta 1978 hubo un total de 1031 invasiones (Zamosc, 1987, p. 124). Estas invasiones se concentraron en las regiones donde predominaba el latifundio tradicional de ganadería extensiva, pero también en aquellos latifundios que hacían tránsito hacia el capitalismo agrario, como fue principalmente el caso del departamento del Huila. Allí se produjeron 92 invasiones durante los años 70, 71 y 72, y en el periodo comprendido entre 1970 y 1978 se registraron un total de 112, constituyéndose en el segundo con mayor número de invasiones en el país, solo superado por Sucre con 192. Las invasiones tuvieron como foco principal el municipio de Campoalegre, pero el movimiento alcanzó a abarcar la planicie norteña del departamento, incluyendo los municipios de Aipe, Villavieja, Yaguará, Palermo y Villavieja; en el sur y centro del departamento, los municipios de Garzón, 262


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Altamira, Timaná, Acevedo, Gigante, Pitalito y Algeciras; y hacia el occidente los municipios de La Plata, Iquira y Paicol. Los invasores provenían de dos sectores claramente delimitados: de un lado, jornaleros agrícolas, la mayoría de los cuales habían sido aparceros o arrendatarios de los cultivos de arroz, principalmente, hasta bien entrados los años sesenta, y del otro lado, campesinos, peones y partijeros sin tierra, subordinados a las relaciones de producción más atrasadas en las haciendas. Unos y otros habían sido desplazados en su mayoría de las zonas de violencia interandina y/o del mismo departamento. Esta agitación y movilización rural sin precedentes en el departamento provocó duras reacciones entre los latifundistas y el Estado. Estos respondieron con la creación de la Asociación de Propietarios Rurales del Huila en 1976, organización que se encargó de desprestigiar no solo los liderazgos campesinos y el movimiento de la ANUC, sino también a los propios terratenientes que habían cedido sus predios al Incora. Según palabras de uno de sus fundadores, Ramón Alfonso Tovar: Nuestros dirigentes agrarios bajaban la cabeza y se disponían dizque a entregar su patrimonio moral, económico y hasta intelectual en aras de una nueva clase EMERGENTE: La de los investigadores y revoltosos, invasores y delincuentes, parlanchines, que corrompen a la sociedad en busca de canonjías, que más fácil obtienen en río revuelto hasta que salió la Asociación de Propietarios y denunció, expresó, consignó y difundió el absurdo y reclamó contra él. Apareció de inmediato la reacción oficial y el disgusto comunista […] pero la persistencia en el reclamo y la justicia que entrañaban se impusieron hasta permitir que se escuchara a los propietarios y se analizaran sus planteamientos.

Por todos los medios locales, la Asociación de Propietarios Rurales del Huila (ASPRHU) encabezó, incluso a nivel nacional junto con la SAC y Fedegan, una muy agresiva campaña publicitaria contra los partidarios de la reforma agraria en el país y en el departamento, campaña de la que no se escaparon ni sus copartidarios políticos del conservatismo. Por su parte, el Gobierno asustado también por la oleada agrarista que sacudía al país, inició un proceso de reformulación y replanteamiento de la estrategia para el desarrollo rural. Apoyado en el pacto contrarreformista de Chicoral, entendió que había que ir más allá de las modificaciones y ajustes legales al 263


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proceso reformista de Lleras, apelando a dos expedientes muy conocidos: la división de la ANUC y la represión. Mediante el primer mecanismo, separó de la dirigencia nacional y de las departamentales a los líderes radicales y poco afectos a la nueva política contrarreformista. Aquellos radicales habían rechazado en la V Junta Nacional de la ANUC, realizada en Tolú en febrero de 1972, la política contrarreformista del presidente Misael Pastrana Borrero y su ministro de Agricultura Jaramillo Ocampo, denunciando el pacto de Chicoral como “Un proyecto reaccionario a favor de los terratenientes y capitalistas”, mientras que el Gobierno aprovechando la división que se presentó en el evento, apoyó a los sectores minoritarios de campesinos moderados que consideraron inconveniente un rompimiento definitivo con el Ministerio de Agricultura. El Ministerio de Agricultura, a su vez, emitió comunicados denunciando “La infiltración comunista y las actitudes subversivas que dominaban en la ANUC”, mientras que los disidentes moderados enviaban comunicados de apoyo al ministro y organizaron, meses después del mismo año, una reunión en Neiva en la cual rechazaron de nuevo la tendencia comunista dentro de la ANUC, declararon la vacancia de la dirección de esta y nombraron nueva junta provisoria. La división del movimiento se protocolizó con la organización y realización por parte del Gobierno y la disidencia moderada del II Congreso de la ANUC, realizado en la ciudad de Armenia en noviembre de 1972. La directiva departamental de la ANUC Huila, encabezada por José del Carmen Yépez, se adscribió a la Línea Armenia, aunque la mayoría de las direcciones municipales no compartieron esa decisión y prefirieron seguir recibiendo orientación de las directivas no reconocidas por el Gobierno, que además se constituían en el sector mayoritario de la Asociación. En una situación de ilegalidad, el sector mayoritario de la ANUC realizó su II Congreso Nacional en la ciudad de Sincelejo en 1972, con asistencia de delegaciones de casi todas las asociaciones departamentales de usuarios campesinos del país, donde reafirmaron su adhesión a la opositora línea de Sincelejo. Este sector de campesinos, ahora en la Línea Sincelejo, pronto recibieron apoyo de otros compañeros como Luis Santander y Darío Álvarez que vinieron de Sucre a reforzar el trabajo organizativo y lograron la creación de la ANUC Línea Armenia. Igualmente, en 1975 se creó la Asociación de Jornaleros del Huila, acompañados por la Unión Revolucionaria Socialista. En su momento la tendencia colaboracionista de la Línea Armenia fue denunciada por los distintos liderazgos de la izquierda sindical, quienes en 264


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algunos comunicados señalaban que “La actual Junta Directiva de la Asociación de Usuarios, encabezada por José del Carmen Yépez, traiciona los intereses del campesino huilense, pues se ha dedicado a devengar sueldos del Min-agricultura para adelantar su precandidatura presidencial, en lugar de colocarse a la cabeza de la lucha por las verdaderas reivindicaciones de los campesinos”. La ANUC Línea Sincelejo continuó organizando a los parceleros y jornaleros del departamento. En 1974 participó con 137 familias sin vivienda, en la toma de tierras de un conocido terrateniente del municipio de Campoalegre, y después de tres tomas más con sus correspondientes desalojos por la policía, consiguieron la titulación de las tierras y sus respectivas viviendas. Así se construyó el barrio Sincelejo, en homenaje a la lucha de esta tendencia. Igualmente, en Algeciras en 1974 se presentó una movilización campesina reclamando al gobierno la parcelación de la finca San Isidro, solicitud que finalmente fue atendida por el Incora después de fuertes enfrentamientos con la policía. Se conformó allí la ANUC de Algeciras, cuyos primeros presidentes fueron Roger Vásquez, Salomón Arias y Libardo Betancourt (Trilleras, 2006). Con todo el divisionismo fomentado, el Gobierno logró debilitar irreversiblemente la Organización Nacional Campesina, anulándose así la oportunidad histórica de llevar a cabo unificadamente la lucha por la tierra y el territorio, lucha tan cara a los campesinos. El otro componente implementado desde el Gobierno para reforzar la división y acelerar el proceso contrarreformista, fue la represión al movimiento, dirigida principalmente hacia las áreas más afectadas por las invasiones. En este sentido, los violentos desalojos por la policía, los atropellos y golpizas a los invasores y la subsiguiente persecución, encarcelamiento, tortura y muerte de muchos de los dirigentes sindicales de la Línea Sincelejo, indicaban que el Gobierno estaba decidido a aplicar a fondo la fuerza necesaria para impedir las invasiones y la propaganda a favor de los intereses de los campesinos sin tierra. Incluso en ocasiones la fuerza policial fue apoyada por la gendarmería privada de los propios terratenientes. Para 1972 la represión había adquirido el carácter de política oficial e incluso se impidió al Incora ejercer su función mediadora y se le impartieron “órdenes estrictas para que los desalojos se realizaran sin demora y con mano dura y se nombraron Alcaldes militares en muchos de los municipios afectados por las invasiones” (Zamosc, 1987, p. 177). La ofensiva contra los ocupantes de hecho de los predios rurales se hizo cada vez más violenta, involucrando a batallones del Ejército, la militarización de regiones enteras, las detenciones masivas, 265


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el encarcelamientos arbitrarios, al tiempo que se facilitaba el accionar de las bandas de pájaros de los terratenientes, proceso que fue consolidado con la aplicación de la justicia militar y toda la legislación contemplada en el Estatuto de Seguridad expedido por el presidente Turbay Ayala a finales de la década de los setenta. La estrategia combinada de divisionismo y represión dio al traste con las aspiraciones legítimas del campesinado para llevar a cabo la reforma agraria y la democratización del campo.6 La desarticulación y el fraccionalismo de la ANUC impidieron la continuación y consolidación de una única organización campesina nacional que representara los intereses de los campesinos y pequeños productores y llevara las banderas de las reivindicaciones y la resistencia social en el campo. Los efectos parecen perdurables en los departamentos con más fuertes lealtades políticas a partidos tradicionales, como es el caso del Huila. De hecho, las consecuencias de la criminalización de la protesta social a la luz del Estatuto de Seguridad, paralizaron casi completamente la lucha por la tierra. Así lo evidencia el caso del mismo departamento del Huila, donde se dieron 69 invasiones en 1971, 17 en 1972, ninguna en 1973 y solo cuatro en 1974. Comportamientos similares se dieron en otros departamentos donde se produjeron movimientos por tierras, como en los casos de Sucre, Córdoba, Magdalena, Bolívar y Tolima. Como bien lo señala Alejo Suarez, uno de los líderes campesinos luchadores por el derecho a la tierra de los años setenta: “… toda la violencia que se generó en esa región contra las comunidades campesinas, fue una retaliación de las élites terratenientes por la actitud de desafiar el control ideológico, político y social que ejercían sobre ellas […], permitió que esos campesinos comenzaran a tener una relación de iguales con las personas que eran los poseedores de los bienes materiales de esa región. Recuperaron un elemento que yo creo que es esencial dentro de las relaciones humanas: La dignidad” (Comisión Nacional de Reconciliación y Reparación, 2010). Por otra parte, el balance de la aplicación de las políticas de reforma agraria, como es reconocido hoy por la mayoría de los analistas, resultó muy deficitario a la luz de los objetivos trazados en la propia ley, como fueron los de evitar los procesos de concentración de tierras, la generación de empleo y abasteci-

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De acuerdo con algunas fuentes, para 1972 la cifra de campesinos detenidos se elevaba a 2084 y la de muertos a más de medio centenar. En el 2001 fue asesinado Alberto Álvarez Madrigal, presidente de la ANUC Huila.


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miento alimentario, pero sobre todo aquellos orientados a la superación de los conflictos rurales. Lejos de esto, la contrarreforma siguiente, erigida sobre la derrota histórica de los campesinos, facilitó las condiciones para los narcocultivos, el narcotráfico y el paramilitarismo, mientras simultáneamente se producía el crecimiento y expansión sostenida de la insurgencia, especialmente de las FARC, que alcanzó al finalizar el milenio sus mayores desarrollos. En el departamento del Huila esto es particularmente relevante, pues como consecuencia de esta suspendida reforma agraria, continuó el proceso de concentración y de minifundización, se implantaron y extendieron los cultivos de amapola y de coca en sus fronteras territoriales, principalmente amazónicas, y también se dio la expansión y consolidación de las guerrillas en todo el territorio. Ya desde 1981, los colonos del Pato, región limítrofe con el departamento, se hicieron oír en la marcha que hicieron más de 10.000 campesinos hasta Neiva para protestar por la militarización del campo a través de las llamadas “operaciones contrainsurgentes”, desarrolladas en toda la región por el ejército nacional en la “campaña de exterminio y aniquilamiento contra las guerrillas” emprendida por el general Camacho en toda la región nororiental del Huila, y exigir que se garantizara el derecho a la vida y el respeto por los derechos humanos (González, 1992). En los 41 años de existencia del Incora, abolido finalmente por el gobierno de Uribe Vélez en el 2003, el Instituto adquirió 386 predios que beneficiaron a 5062 familias campesinas, incluyendo desplazados, reinsertados, reubicados7 y comunidades indígenas, para un total de 113.000 hectáreas. Complementariamente, el Incora entregó 5000 títulos de propiedad sobre tierras baldías y muy pocos créditos para la financiación de los cultivos. Sumado a estas deficiencias en cuanto al acceso a tierra y capital, la reforma también fue deficitaria en asistencia técnica, capacitación y comercialización (Trilleras, 1986). Como bien lo dice Alejo Suárez, uno de los líderes de la lucha por la tierra: “La reforma agraria era un discurso vacío […] Hablabas de la reforma agraria, pero no había ningún proceso de redistribución de la tierra. Hablabas de facilidades de créditos, pero ¿a quién le ibas a dar créditos, si no tenías tierra para producir?” (Comisión Nacional de Reconciliación y Reparación, 2010). 7

Durante los ochenta y noventa, en el contexto de reactivación de los movimientos campesinos, de los colonos, y de fortalecimiento de organizaciones de base campesina e indígena, junto con los procesos de paz en curso durante esos años, en el Huila se produjeron nuevas adjudicaciones y titulaciones. En Algeciras, por ejemplo, el Incora compró entre 1987 y 1999, quince predios con una extensión total de 3687 hectáreas, lo que benefició a 220 familias (Cfr. Informe final Incora, 2003). 267


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Los intentos de reforma agraria promovidos por Lleras Restrepo, paradójicamente abrieron el camino a la llamada contrarreforma agraria. Primero se firmó el Pacto de Chicoral, enfocado a la explotación agropecuaria moderna y de gran escala. Luego, el programa de Desarrollo Rural Integrado (DRI) orientó su accionar a los pequeños y medianos productores, a quienes les dio asistencia técnica, capacitación y recursos de capital, mientras que los sin tierra no fueron objeto de su atención y se los relegó a la atención del Incora, entidad debilitada financieramente, mientras que muchas empresas comunitarias que se habían beneficiado de la adjudicación de tierras se fragmentaron. Muchos campesinos terminaron vendiendo o abandonando sus parcelas (Trilleras, 1986). Estos casos fueron recurrentes en el departamento del Huila, donde algunos de los parceleros terminaron devorados por el capitalismo agrario. Consumada la derrota del movimiento campesino, la definición por la vía latifundista, así como la creciente descomposición campesina, resultado de las transformaciones introducidas en el Huila por los cultivos comerciales –arroz, ajonjolí, algodón– continuaban arrojando una considerable masa de migrantes del valle central hacia los flancos oriental y occidental de las cordilleras Central y Oriental, y atravesando las fronteras huilenses hacia los frentes de colonización del Putumayo, Caquetá y Meta. Al mismo tiempo, se acentuaba la migración hacia la capital del departamento y sus principales centros urbanos como Pitalito, Garzón y Campoalegre. Esta transformación del perfil agrario huilense condujo, naturalmente, a una nueva definición de los sectores económicos, sociales y políticos dominantes. La tradicional hegemonía de los ganaderos y terratenientes huilenses comenzó a ser socavada por los caficultores, pero sobre todo por los nuevos empresarios arroceros, quienes iniciaron el proceso de conversión de algunas áreas dedicadas a la ganadería tradicional en áreas dedicadas a los cultivos comerciales. Para mediados de los noventa, el país, por efecto de las políticas comerciales aperturistas, entró en una de las peores crisis económicas de su historia reciente. Los impactos sobre la agricultura fueron severos. En este contexto, los productores rurales se vieron abocados a la quiebra o impelidos a tomar el rumbo de las economías ilegales. El gobierno de Samper promulgó la Ley 160 de 1994, mediante la cual se creó el Sistema Nacional de Reforma Agraria y Desarrollo Rural Campesino, se estableció un subsidio para la adquisición de tierras, se reestructuró el Instituto

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Colombiano de la Reforma Agraria y se estableció la creación de las zonas de reserva campesina.8 Esta ley es el fundamento del mercado subsidiado de tierras que pretende sustituir, por la vía del mercado, las políticas de acceso y distribución adecuada de las tierras para los campesinos. Como era previsible, los campesinos difícilmente podían acceder a la tierra por esos mecanismos y abrieron las puertas a los “inversionistas” rurales. Ante el fracaso, el presidente Andrés Pastrana sustituyó este programa por el de alianzas estratégicas entre grandes y pequeños propietarios y empresarios rurales, sobre las cuales posteriormente se montan las llamadas “cadenas productivas” del presidente Uribe Vélez. Paralizadas las apuestas de reservas campesinas hasta su anulación práctica durante los dos periodos del presidente Uribe, campesinos y pequeños y medianos productores quedaron a la suerte del mercado. En el Huila y Caquetá, los efectos de esta apuesta de desarrollo rural que solo beneficiaba al gran capital, no se hicieron esperar. Los noventa comenzaron con una ola de movilizaciones rurales que involucraron a campesinos, colonos del piedemonte y pequeños y medianos productores. En efecto, en Gigante los productores, especialmente cultivadores de café, dirigidos por la Comuna Agropecuaria de Gigante, hicieron un paro cafetero en noviembre de 1994 por reclamaciones en torno a los precios y condiciones del crédito y cosecha del grano. Con el paro nació la Asociación Agropecuaria del Huila y se inició la seccional de la Unidad Cafetera Nacional, que lideró el paro nacional cafetero, movilizado por el vencimiento de los plazos de refinanciación y la baja rentabilidad del sector ante la amenaza de la confiscación y embargo de sus bienes: “Más de 30 mil familias habían caído en la trampa del endeudamiento con intereses usurarios. Obligaciones bancarias de 500 mil y un millón de pesos fueron incrementándose hasta el punto que ni el valor de las propiedades alcanzaba para cubrirlas” (Tribuna Roja, 9 de julio de 1996). En una asamblea que contó con la participación de delegaciones masivas de los 37 municipios del departamento, se definieron los cuatro objetivos del paro campesino: 1) exigir el aval del Gobierno para la creación del Fondo de Solidaridad Agropecuaria, con el compromiso de asignarle 150.000 millones de pesos del Presupuesto Nacional; 2) suspender los procesos judiciales por las deudas

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El capítulo XIII de la Ley, dedicado a la colonización, establece las zonas de reserva campesina (ZRC) como figura destinada a fomentar y estabilizar las economías campesinas de los colonos, así como a evitar la concentración de la propiedad territorial. 269


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vencidas hasta 30.000.000 de pesos; 3) reabrir los créditos de la Caja Agraria y que los viejos deudores sean sujetos de nuevos créditos; 4) suprimir el cobro de valorización en la vía Río Loro-Pitalito, impuesto que afecta a los propietarios rurales del sur del Huila. La enorme presión de los productores hizo que se firmara el acuerdo y con la vigilancia y acompañamiento de la Asociación de Productores se llevó al Congreso de la República donde fue convertido en ley, creándose a través de esta el Fondo de Solidaridad Agropecuaria (FONSA), cuyos términos estipulan: 1) el Fondo contará con al menos 150.000 millones de pesos; 2) el Fondo comprará totalmente las deudas –capital e intereses–, hasta cinco millones de pesos de pagaré inicial y 25 % del capital y la totalidad de los intereses de las deudas entre cinco y diez millones de pesos de pagaré inicial; 3) comprará tierras para readjudicarlas a los campesinos que las hayan perdido en procesos judiciales (Tribuna Roja, 9 de julio de 1996). Sin embargo, ante las dilaciones para el cumplimiento de la ley por parte del Gobierno, los campesinos productores tuvieron que realizar durante los meses siguientes sucesivas marchas, concentraciones, protestas y amenazas de paro. Solo así aseguraban lo pactado y el cumplimiento de la ley. Como muy bien lo sabían sus propios dirigentes: “Ahora tenemos que dar otra pelea para que se nos cumpla, porque con el gobierno colombiano suceden dos cosas: una pelea para que firmen y otra para que cumplan” (Perea, 1996). Por su parte, los campesinos pobres aunque ya aisladamente, algunos persistían en la lucha por la tierra, con los riesgos de no contar con una organización de alcance nacional que los representara y que fuera reconocida como tal, tanto por el Gobierno como por los mismos campesinos, optaron por desarrollar estrategias de resistencia, ya no tanto en la lucha por el derecho a la tierra –al que nunca han renunciado–, sino en la resistencia a vivir en el territorio. Durante los ochenta y los noventa fueron reconocidos como objeto de los programas especiales que se implementaron desde el nivel central, entre ellos unos destinados a reactivar ligeramente los programas de reforma agraria del Incora, de adjudicación, parcelación y titulación de predios, canalizados a través de la Oficina de la Presidencia de la República para la rehabilitación de zonas y programas especiales, donde también fueron beneficiados los amnistiados de la insurgencia, principalmente del M-19, del EPL y del Quintín Lame, en el gobierno de Belisario Betancourt. En el departamento del Huila, el Incora activó las políticas de adjudicación y titulación, como en el caso de Algeciras ya comentado, donde se adquirieron para adjudicación las haciendas Lagunilla, de 970 hectáreas, para 66 familias, 270


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y Bellavista, con 698 hectáreas, para 40 familias. En el mismo municipio, entre 1990 y 1999 se adquirieron trece predios más, los llamados Las Delicias, Santuario, Satía, Palomono, San Francisco, El Oriente, Junín, Vila Ligia, Pinares, La Argelia, Brisas Buenavista, Marisol y Chapinero con una extensión total de 2021 hectáreas, que beneficiaron a 114 familias (Trilleras, 1986). Estos programas de adjudicaciones, titulaciones y parcelaciones se dieron dentro del horizonte de la política pública de paz, primero desde el gobierno del presidente Betancur, luego desde el PNR del Presidente Barco, dirigido por Rafael Pardo, y posteriormente desde la Alta Consejería de Paz del gobierno de Cesar Gaviria, dirigida por Jesús Antonio Bejarano, y otros dentro del esquema de focalización municipal y zonal, como los llamados municipios PNR, entre los que se encontraban más de la mitad de los municipios del Huila. Así mismo, durante el gobierno de Andrés Pastrana y bajo el esquema de asistencia social a comunidades vulnerables, desde la Red de Solidaridad Social se impulsaron estrategias de apoyo a proyectos productivos presentados por las comunidades rurales, de los que se beneficiaron también todos los municipios del departamento. Hasta aquí, mientras palidecían las políticas públicas de reforma agraria y la institucionalidad encargada del desarrollo rural se marchitaba o fue sustituida por las consejerías y asesorías de paz o por las oficinas de asistencia social, el modelo de desarrollo imperante, especialmente acentuado desde la era Gaviria, sumado a la aparición del fenómeno paramilitar, hacía estragos dentro de las comunidades rurales, provocando la expulsión, el desalojo y el despojo de los campesinos de sus tierras y territorios. Una de las consecuencias de este modelo de desarrollo rural adoptado por el Estado, fue la crisis de todo el sector agropecuario, que afectó severamente a los departamentos del Huila y Caquetá y generó la oleada de movilizaciones de productores pequeños y medianos, muchos de los cuales se oponían a las medidas económicas aperturistas y algunos al ALCA y al proyectado TLC con los Estados Unidos. Otros campesinos fueron articulados por las dinámicas de las economías ilegales, dentro de las fronteras del departamento o fuera de este, especialmente con los cultivos de amapola y de coca.

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PARTE IV REFLEXIÓN FINAL



Para seguir comprendiendo las teorías y tramas: Educación e investigación en la construcción de paz Jaime Wilches Tinjacá*

Ricardo García Duarte**

Introducción Este capítulo tiene como objetivo proponer algunos de los retos, desafíos y obstáculos que enfrentan las investigaciones sobre paz y conflicto en Colombia, en un contexto demarcado por la posibilidad de una salida negociada al enfrentamiento que durante más de medio siglo sostienen el Estado colombiano y las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia (FARC).

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Politólogo, comunicador social y magíster en Estudios Políticos. Docente de la Universidad de La Salle. Se desempeñó como coordinador de la Línea de Investigación en Memoria y Conflicto del Instituto para la Pedagogía, la Paz y el Conflicto Urbano (Ipazud). ** Politólogo y abogado. Exrector de la Universidad Distrital Francisco José Caldas. Director del Instituto para la Pedagogía, la Paz y el Conflicto Urbano (Ipazud).


Jaime Wilches Tinajacá, Ricardo García Duarte

Si bien en los textos presentados en este libro no hay ningún trabajo que hable de manera específica de la relación entre educación, investigación y paz en Colombia, es pertinente anotar que el esfuerzo colectivo de esta primera etapa, es producto de investigadores con una amplia experiencia en aulas de clase y trabajo con comunidades afectadas por un conflicto degradado en sus principios ideológicos y exacerbado por los intereses económicos. Un rompecabezas de teorías y tramas que tienen en su diversidad disciplinar y de enfoques, la complejidad de un conflicto que se resiste a las miradas reduccionistas de la guerra vs. la permisividad. En ese sentido, los esfuerzos de la Academia por comprender las racionalidades y emociones de la guerra en Colombia, a pesar de algunos vacíos, no se han caracterizado por la ausencia de interpretaciones. Tal vez, es el momento de buscar cuáles serían esas dinámicas sociales que no han permitido que los aportes brillantes, polémicos y valientes de algunos investigadores hayan tenido la visibilidad que se merecen. De acuerdo con lo expuesto, el texto se divide en tres partes: en un primer momento, se hace una reflexión sobre la omisión del papel de la educación en la solución del conflicto en Colombia. Más adelante, se esbozan algunas líneas que harían posible que el binomio educación-investigación fuera un factor clave en la superación de la guerra. Finalmente, se examina cómo los aportes de la Academia desempeñan un papel protagónico en el hipotético caso de un acuerdo de paz, etapa que a todas luces será la primera de un camino largo por transitar.

Todos hablan de educación, pero pocos se comprometen con ella Hace algunos años en el programa más tradicional de humor de la televisión colombiana se hizo famoso un personaje llamado Pacífico Cabrera. El personaje encarnaba a un campesino desplazado por la violencia armada y recorría todas las instituciones estatales y personajes nacionales, en búsqueda de un certificado que dijera que él era una persona pacífica y que no tenía nada que ver con los grupos armados ilegales, ni con ninguna fuerza armada estatal. En medio de las risas, las mejillas sonrojadas y las respuestas diplomáticas, los entrevistados nunca lograban darle una respuesta certera a Pacífico de por qué no podía vivir en paz o por qué razón existía tanta ineptitud en el momento de dar solución a su petición. Algunos lo tomaban como chiste o como una sección más de un programa que maneja todo tipo de humor. Al final de la sección, Pacífico concluía: ¡Todo el mundo habla de paz, pero nadie se compromete! 278


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Tal vez, y no es broma, es una de las frases más serias si se quiere hablar de paz en Colombia. Los distintos trabajos presentados en este libro hablan de un profundo desconocimiento en el momento de abordar temas complejos como narcotráfico, movimientos sociales, medios de comunicación, región, territorios, intelectuales, variables que quedan reducidas por el simplismo en el que se cae cuando se habla de paz, y que la mayoría de las veces se legitima en una encuesta en la que una buena parte de la población colombiana está de acuerdo en buscar la paz. Pacífico tiene razón: todos hablamos de ella, pero hay muy poco compromiso a la hora de buscar los aportes que se pueden hacer para que esta no quede en un acuerdo firmado por las élites del poder o los líderes de los grupos ilegales. Para reforzar esta situación, nuestra sociedad quiere que otros solucionen el problema, pero no quiere ponerse la camiseta y buscar las alternativas, pues esto implica una tarea desgastante. En el momento de pensar la paz, pensamos, como lo criticaba Estanislao Zuleta (1991), en grandes paraísos, pocos esfuerzos y limitados retos. Pero la paz no es eso, y es el error que nos seguirá condenando como colombianas y colombianos: creer que el conflicto es entre dos bandos y que somos ajenos a las causas y consecuencias de este enfrentamiento. No, el conflicto es un juego complejo de responsabilidades que todavía está desarmado, desordenado, y lo más preocupante, hay muy pocas intenciones de armar este rompecabezas, con la excepción de algunos movimientos sociales y líderes políticos que luchan a diario y arriesgan su integridad por movilizar voces en medio del silencio de la indiferencia. Es el momento clave de buscar algunas explicaciones que nos lleven a debatir por qué la paz a la colombiana, o mejor, de la sociedad colombiana es limitada, pobre de imaginación y alejada de consolidar un proyecto democrático que acabe con tantos años de exclusión política, inequidad e injusticia. La primera etapa de la investigación aquí presentada dibuja unos trazos de estas probables causas, las cuales quedarán en el desconocimiento, pues a juicio de los autores de este texto, en nuestro país la paz seguirá siendo un anhelo vacío mientras no se cualifique nuestro modelo educativo e investigativo, y si quiere ir más allá, las estrategias de divulgación para que este tipo de indagaciones sean leídas, rebatidas, y no administradas por comités de puntaje o de valoración de producción intelectual. Cuando se realizaban los últimos ajustes de este capítulo, aparecía de nuevo la noticia del pobre resultados de Colombia en las pruebas internacionales de educación. En el 2012 se ocupó el puesto 59 y en el 2013 el puesto 62. Esto 279


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provocó los mismos golpes de pecho y una salida en falso de la ministra de Educación, quien dice que los estudiantes son felices con el sistema, acompañando a un grupo de expertos que reducen el problema a la mala preparación de los profesores, aspecto que nadie discute que sea cierto, pero que pone el problema en un solo actor y olvida que hay otros factores que se desenvuelven para que estos profesores no rindan como se espere. ¿Alguno de nosotros se atrevería a decir que es lo mismo la educación en Putumayo que en Bogotá, o en Ciudad Bolívar que en Rosales? Pero más allá de la salida en falso de la funcionaria, la reflexión central venía de la ministra de Educación de Finlandia, quien desde una óptica mucho más crítica (aun cuando no es tan escandaloso bajar del puesto 3 al 12): la solución no es darse golpes de pecho, sino convocar a los distintos sectores de la sociedad a mejorar, para volver a los puestos de vanguardia: Me gustaría contarle algo positivo, pero hoy no es el día […] en el alarmante deterioro de los resultados se observa una desvalorización de la escuela de parte de los alumnos como de la sociedad en su conjunto […] todos los estamentos de Finlandia, tanto políticos, sindicales, sociales, económicos y académicos deben trabajar para el retorno de la motivación al estudio y al aprendizaje. Tenemos que actualizar nuestra escuela. Nuestro punto de partida es que los jóvenes tengan suficiente tiempo libre, la vida también existe fuera del colegio. Creo que nuestros valores siguen vigentes. Por ahora lo importante es acertar con el diagnóstico y ponernos a trabajar. (El País, 3 de diciembre de 2013)

Las palabras son complementadas por la profesora Kirsti Lonka: Para la escuela finlandesa es una buena noticia que hemos perdido posiciones. Hemos pasado muchos años de autocomplacencia, es hora de despertar. (El País, 3 de diciembre de 2013)

La noticia de estos resultados y la diferencia de opiniones y reflexiones dicen mucho de lo poco preparados que estamos en Colombia para recibir la paz. Cuando la ministra de Educación de Finlandia habla de una escuela vigente y articulada a los valores de su país, en Colombia se presenta una escuela que cumple con unos modelos curriculares poco articulados a las realidades de una sociedad que, palabras más, palabras menos, está lejos de tener uno modelo de educación para la administración de los conflictos. La diferencia de criterios en la forma como se evalúan los resultados de una prueba de desempeño, no es definitiva, pero sí marca una tendencia que preocupa, pues estamos formando 280


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ciudadanos y profesionales útiles al sistema laboral, pero con pocas ideas para pensar caminos que fortalezcan la justicia, la reparación y la reconciliación. A veces se piensa, de manera ingenua, que los únicos profesionales que deben estar preparados para la paz son los abogados, los politólogos y los psicólogos, entre otros profesionales de las ciencias humanas. Pero, ¿será que no podemos pensar en el papel de los médicos y la necesidad de motivar más su trabajo e impacto en las regiones?, ¿los ingenieros y sus asociaciones podrían ayudar a que la infraestructura en este país no sea tan precaria?, ¿nuestros cerebros fugados no deberían tener un estímulo que les permita volver a Colombia y asesorar programas de educación en zonas del país donde los recursos naturales han sido subutilizados o capturados para las rentas de algunos grupos de poder legal e ilegal? Es interesante tratar de plantear que la ausencia de criterio en las pruebas de comprensión de lectura no se debe a que el estudiante no sepa leer o interpretar un texto. Puede ser que los textos que dejamos en clase hablan de la filosofía y la política de otros, pero no retratan nuestras experiencias ni la cotidianidad de aquellos individuos que tenemos un par de horas a la semana, o que las pruebas de matemáticas enseñen muchas fórmulas y pocas estrategias para pensar la solución de problemas. Famoso es el documento de Víctor Frankl cuando criticó el exceso de formalidad racionalizadora del modelo educativo de la modernidad, que a la postre terminó siendo instrumentalizado por los nazis. En su reflexión, el autor advertía: Efectivamente: hechos como los campos de concentración y otros muchos hechos que siguen produciéndose obligan a pensar que la educación no hace descender los grados de barbarie de la Humanidad. Que pueden existir monstruos educadísimos. Que un título ni garantiza la felicidad del que lo posee ni la piedad de sus actos. Que no es absolutamente cierto que el aumento de nivel cultural garantice un mayor equilibrio social o un clima más pacífico en las comunidades. Que no es verdad que la barbarie sea hermana gemela de incultura. Que la cultura sin bondad puede engendrar otro tipo monstruosidad más refinada, pero no por ello menos monstruosa. Tal vez más. ¿Estoy, con ello, defendiendo la incultura, incitando a los muchachos a dejar sus estudios, diciéndoles que no pierdan tiempo en una carrera? ¡Dios me libre! Pero sí estoy diciéndoles que me sigue asombrando que en los años escolares se enseñe a los niños y a los jóvenes todo menos lo esencial: el arte de ser felices, la asignatura de amarse y 281


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respetarse los unos a los otros, la carrera de asumir el dolor y no tenerle miedo a la muerte, la milagrosa ciencia de conseguir una vida llena de vida.

La reflexión de Frankl debería motivar a los formuladores de política pública a trabajar de la mano para romper el imaginario de la educación en Colombia como una consecuencia y no un objetivo del progreso económico. Para explicarlo en otras palabras, el problema de la educación no parece estar anclado únicamente en la ausencia de instituciones o cobertura, pues la oferta de colegios y universidades es bastante generosa y diversa en precios y programas. Habría también que mirar cuál es el tipo de educación que se está brindando y qué profesionales le estamos entregando al país. Nussbaum (2010) llama la atención sobre las omisiones que se pueden interiorizar cuando la educación se obsesiona por sostener el aparato administrativo de la institución educativa: La idea de la rentabilidad convence a numerosos dirigentes de que la ciencia y la tecnología son fundamentales para la salud de sus naciones en el futuro. Si bien no hay nada que objetarle a la buena calidad educativa en materia de ciencia y tecnología ni se puede afirmar que los países deban dejar de mejorar esos campos, me preocupa que otras capacidades igualmente fundamentales corran riesgo de perderse en el trajín de la competitividad, pues se trata de capacidades vitales para la salud de cualquier democracia y para la creación de una cultura internacional digna que pueda afrontar de manera constructiva los problemas más acuciantes del mundo. Estas capacidades se vinculan con las artes y con las humanidades. Nos referimos a la capacidad de desarrollar un pensamiento crítico; la capacidad de trascender las lealtades nacionales y de afrontar los problemas internacionales como “ciudadanos del mundo”; y por último, la capacidad de imaginar con compasión las dificultades del prójimo... (p. 25)

Como en el proceso de paz, donde la participación de la sociedad civil es casi nula y el modelo educativo ignora las estrategias innovadoras diseñadas para quitarle combatientes a la guerra; por ejemplo, a través de acciones de prevención del reclutamiento, toda vez que los contenidos y la estructura de este modelo se encuentran diseñados por administradores y técnicos y no por educadores y educandos. Iván Montenegro (2013) ofrece una mirada refrescante e idealista, pero no por ello imposible de pensar en el mediano y largo plazo, siempre y cuando los caprichos de la voluntad política se logren alinear:

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Durante el período de transición –al menos una década–, se requiere elaborar políticas de Estado e instrumentos efectivos que propicien la innovación en las metodologías de reconstrucción del pacto social y los territorios profundamente afectados por la violencia. El tema del desarrollo agrario, justificado además por la amplia protesta social, requiere el diseño y la gestión de una política de Estado en CTeI, incluida una política de IS. Entre las prioridades y oportunidades para el desarrollo rural cabe mencionar, en primer lugar, la garantía de seguridad alimentaria de nuestra población en cuanto a disponibilidad y calidad. En segundo lugar, se debe trabajar en el proyectado crecimiento en el período 2009-2030 del consumo mundial de 3.000 millones de nuevos consumidores de clase media con el que se concreta una demanda creciente de bienes transables con ventajas comparativas y competitivas para nuestro país en un mercado internacional prácticamente ilimitado. Pueden ser múltiples las respuestas, pero un punto que no admite discusión es que el modelo de educación en Colombia no es pertinente con el país que queremos en un futuro, y que se supone, visualizamos, sin la presencia del conflicto armado. Está sobrediagnosticado que la violencia va mucho más allá del fenómeno armado, y que existen otras expresiones que terminan enredando las tramas que van enredando nuestra incapacidad para resolver conflictos.

Sin embargo, la raíz del problema parece no estar en la ausencia de investigación, sino en la precaria divulgación de estos esfuerzos en el momento de romper los imaginarios que se instalan en una población que no tiene grandes oportunidades de acceso a la educación, pero peor aún, refuerza esos imaginarios cuando ingresa a la escuela y ve un modelo que le da poca protagonismo al cumplimiento del currículo. Ante esta situación, Hernando Roa (2004) plantea la urgencia de transformar la visión y vivencia del maestro: La disonancia, entre el desarrollo académico y la dinámica social, ha generado un vacío que es necesario llenar entre todos, no sólo a través del trabajo de los académicos, porque se correría el riesgo de caer nuevamente en los mismos errores cometidos hasta ahora. Si bien es cierto que la academia ha estado presente en las diferentes convocatorias públicas, en favor de un nuevo esquema de convivencia, es tiempo ya que se funde esa intencionalidad en una nueva vocación de servicio: la de repensar y elaborar los procesos de paz simultáneamente. 283


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Como universitarios, no debemos seguir siendo espectadores; la Asociación Colombiana de Universidades (ASCUN) y la Red Universitaria por la Paz (REDUNIPAZ) estamos en la posibilidad de seguir produciendo resultados para facilitar la presentación de alternativas que sean viables de implementación. Los universitarios estamos invitados a intervenir creativamente en el proceso de paz y a no olvidar que hacer no es agitarse; es realizar lo difícil. Nos corresponde intervenir en la más ardua tarea, donde está en juego el destino democrático de nuestra gran nación. El espíritu belicista debe ser confrontado por una muy bien informada y planeada solución política negociada. El cuestionamiento einsteniano tiene vigencia entre nosotros, si se trata de una alternativa creativa (pp. 915-916)

Investigar para publicar o investigar para aprender No hay duda de que buena parte de los investigadores han sido osados en el momento de sacar nuestro conflicto del lente unidimensional del enfrentamiento bélico y han abordado enfoques teóricos arriesgados y programas de investigación que ya han avanzado en la tarea titánica de tomar las tramas del conflicto y dar explicaciones, que incluso han logrado tener el favor inusual de difusión por parte de los medios de comunicación. El reto entonces sería convertir estas voluntades en esfuerzos continuados, sostenibles y reconocidos para la sociedad, como sucede con los países que han logrado aprender a convivir en medio de sus diferencias. Sin embargo, mientras la investigación avanza, tenemos una investigación anquilosada en los mismos referentes bibliográficos, descontextualizada, con una comunidad académica y familiar distanciada y estudiantes que ven al maestro más como una figura de autoridad que cumple con las exigencias de un currículo, que como un formador para la vida cotidiana y profesional. Flaco servicio se les presta a los esfuerzos investigativos de la construcción de la paz en Colombia, sino no hacen parte de una política educativa de Estado, donde más que exigir, se motive a directivos, docentes, estudiantes, administrativos y padres de familia a construir en conjunto una educación para la paz. En un proyecto liderado por Mariana Delgado, Janeth Vargas e Ivonne Ramos (2008) se resalta la necesidad de este trabajo colectivo y comprometido de todos los actores de la sociedad en la discusión de un modelo educativo pertinente. En palabras de las investigadoras: Entender que autonomía universitaria no equivale a “indiferencia universitaria” es abrir el campo para “pensar que su fin social en cuanto institución destinada a reflexionar el conjunto social, ponerlo en 284


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tela de juicio, orientarlo y enriquecerlo en conocimientos y principios éticos de conducta” está más vigente que nunca. Dicho fin social es el que posibilita la reformulación del contrato universidad-sociedad bajo el contexto particular del conflicto armado. La paz, como el referente de un orden social deseado, es el resultado de un esfuerzo conjunto que involucra actores armados, gobierno y sociedad civil. La universidad como agente de formación de ciudadanos es también agente de cambio y transformación social, y como tal, debe constituirse en un punto de referencia necesario para la superación del conflicto. (p. 67)

Ejemplo de la necesidad de una educación para la paz son las paradojas de criticar el individualismo de la sociedad: si la universidad y sus académicos están muchas veces encerrados en sus disputas; criticar las formalidades de la democracia: si en el aula de clase la palabra del profesor es la única que se debe escuchar, si es que se quiere aprobar la materia; o cuestionar a las élites del poder cuando el modelo de las instituciones educativas dista mucho de pregonar la horizontalidad. En este sentido, y puede ser un punto polémico y para el debate, más que seguir formulando proyectos de investigación sobre construcción de paz o resolución de conflictos en Colombia, lo que podríamos hacer desde las universidades y con el apoyo más activo del Estado y la sociedad civil, es fortalecer y divulgar los hitos investigativos que han marcado el estudio de estas temáticas en Colombia. Desde el Estado se ven muchas campañas para promocionar a las Fuerzas Armadas, la Dirección de Impuestos o los logros del Gobierno Nacional, pero en el momento de destacar los avances en las ciencias básicas y sociales de los científicos colombianos, la noticia queda reducida a unas notas marginales, o en el caso más patético a la promoción de escándalos, como sucedió recientemente con los logros del científico Raúl Cuero. Así pues, para evitar que sea la publicidad y los medios los que hagan la divulgación del conocimiento, es necesario que las universidades apoyen a sus investigadores en el momento de difundir sus experiencias, y si se quiere, de tener asesoría para que estos trabajos no se queden en el lenguaje especializado, y sirva para inspirar y construir referentes en los jóvenes, quienes ante la ausencia de estos, terminan validando figuras exacerbadas por los medios de comunicación.

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Uno de los errores de la educación en Colombia fue haber eliminado hace más de veinte años la cátedra de historia arguyendo que podía generar relatos oficialistas. El remedio, peor que la enfermedad, terminó reproduciendo los esquemas tradicionalistas en otras áreas de las ciencias sociales, hasta el punto de que la ignorancia histórica de las nuevas generaciones hace que los procesos de construcción de memoria colectiva sean mucho más difíciles de tejer en las mentes y corazones de los estudiantes. Si este país, sus dirigentes y su sociedad quieren en realidad conseguir la tan anhelada paz, llegó la hora de tomarse en serio la relación investigacióneducación y trabajar en una política nacional de educación, donde los informes de memoria, las voces de distintos y la organización de foros y seminarios sean masivos y, de ser posible, reemplacen algunas de las estructuras rígidas de las sesiones de clase. No hay pruebas científicas contundentes, pero seguramente un estudiante sentirá que le aporta más un foro donde se discuta cuáles son los puntos cruciales en el debate sobre el modelo económico en Colombia, que una clase sobre la política económica del siglo XVIII; o en otro caso, puede haber más posibilidades de inquietud en un estudiante que escuche la experiencia de un empresario que generó empleo para víctimas y victimarios del conflicto armado, que tener una clase donde se explica cuáles fueron las dos guerras mundiales (esto sin decir que no sean importantes estos acontecimientos históricos). A este respecto Susy Bermúdez (2001) señala la importancia de poner el tema de la paz como un asunto transversal y no solo coyuntural en la agenda universitaria, pues es importante considerar que el recurrir a los grupos de investigación, talleres y eventos que permitan crear las redes de contacto entre las universidades, acentúa una cercanía entre la Academia y el conflicto armado. La participación de docentes en encuentros permite prácticas académicas de negociación, en un contexto como el de nuestro país, propendiendo al impulso de políticas públicas. Adicionalmente, abordar el tema del secuestro o amenaza a integrantes de la Academia (docentes y estudiantes), permite una relación directa con la participación creciente en movilizaciones contra la violencia y en aras de conseguir la paz (pp. 210-211). Todavía estamos a tiempo de evitar que la educación siga pensándose como la repetición de fórmulas o las estructura profesor-estudiante en cuatro paredes. Educar e investigar para la paz significa romper los espacios tradicionales, enseñar la importancia de escuchar al otro, diferenciando el miedo a la autoridad del respeto al recorrido del docente, construyendo trabajos que busquen la evaluación cuantitativa, pero transformen las formas de concebir el mundo. 286


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Siguiendo a Papacchini (2009), la Universidad debe aprovechar al máximo la posición de privilegio que tiene en relación con muchos sectores, que distan de ser relevantes para el cambio social –los sindicatos, la Iglesia o el poder de otros gremios– debido al estigma construido a lo largo de los años. Debido a lo anterior, la Universidad por medio de la acción investigativa debe materializar de manera contundente su postura como Academia, logrando así mayor credibilidad ante la sociedad. Asimismo, debe intentar superar la barrera de lo que se creía utópico y generar cambios verdaderos (pp. 18-21). A manera de conclusión, Papacchini sostiene que tanto los conflictos en el interior del país como aquellos en el interior de la Academia retan a la Universidad a asumir una actitud responsable y de empoderamiento, que en muchos sentidos se distancie de las posturas partidistas y de las fuerzas armadas y permita llamar cada vez más la atención de la población civil. El derecho legítimo a la protesta debe ser usado como herramienta de las universidades y de la Academia en general para el planteamiento de un criterio propio y a su vez colectivo (pp. 34-35). En síntesis, publicaciones como las que aquí se presentan se fortalecen en la medida que tienen audiencia. No se trata de un rating masivo y ovacionado, pero sí de una recepción más amplia de la que suele darse cuando se hace el lanzamiento de la publicación. Esta situación no solo sucede con esta iniciativa, sino con múltiples expresiones académicas que se ahogan en la ausencia de interlocutores que debatan, amplíen o aporten al sostenimiento de los proyectos. Hace un par de años, Pablo Arango publicó un artículo en el que critica la pobreza de las publicaciones universitarias, sus errores ortográficos y la obsesión de las universidades por ubicar los textos en una escala de puntajes. Meses después, Nicolás Morales respondió el texto de Arango y, con algo de sarcasmo, cuestionó su excesiva generalización y desconocimiento de la industria editorial, que como todas tiene obras excelentes, buenas, malas y regulares. En medio de esta discusión, un punto en el que se encontraban los dos artículos, era en el aceptar lo lejos que estamos de la sociedad en el momento de cautivar con ideas que se salgan de la lógica del entretenimiento que producen, en palabras de Vargas Llosa (2012), la sociedad del espectáculo, la cual tiende a banalizar las discusiones fundamentales, y en el caso de nuestros conflictos, a convertirlos en productos etiquetados para vender. Para el escritor peruano: La frontera que tradicionalmente separaba al periodismo serio del escandaloso y amarillo ha ido perdiendo nitidez, llenándose de agujeros hasta en muchos casos evaporarse, al extremo de que es difícil en nuestros días establecer aquella diferencia en los distintos medios de 287


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información […] las noticias pasan a ser importantes o secundarias sobre todo, y a veces exclusivamente, no tanto por su significación económica, política, cultural y social como por su carácter novedoso, sorprendente, insólito, escandaloso y espectacular ( p. 54) […] Porque no existe forma más eficaz de entretener y divertir que alimentando las bajas pasiones de los mortales. (p. 56)

Tramas y teorías: desafíos para incidir En el momento de publicar un libro de estas características, no se pretende tanto la novedad como la intención de ser un grano de arena que se articule a las tantas iniciativas que se impulsan a diario desde la Academia y con investigadores que, desde distintas partes del país, han reconocido la necesidad de no abandonar la suerte de nuestras vidas a unas conversaciones que son fundamentales, pero no las recetas mágicas que acabarán los conflictos. Hoy en día se encuentra un amplio espectro de organizaciones no gubernamentales que se han dedicado a estudiar las diversas aristas de la paz en Colombia. Instituciones como el Cinep, Ideas para la Paz, Planeta Paz, Indepaz, Redepaz, Redunipaz, otrora voces que permanecían en el silencio del ruido bélico, ahora se encuentran acompañadas y respaldadas por distintos sectores sociales que han empezado a entender la importancia de un ejercicio ciudadano serio, ético y responsable para pasar de la paz como un anhelo a iniciativas de reconciliación como una acción que requiere la participación colectiva. Nadie dice que es una tarea fácil. Desde la Academia y las organizaciones sociales también se juegan intereses y posiciones ideológicas que necesitan un manejo cuidadoso para sacar adelante procesos sociales. Identificar esta problemática, contrariamente a lo que creen algunos integrantes de este tipo de organizaciones, no debilita estas iniciativas ni fortalece el statu quo. Todo lo contrario, reconocer estas dificultades y tramitar en un ambiente de respeto y tolerancia que se produce por las contradicciones de las formas de vivir y pensar, puede llegar a convertirse en un ejercicio que llegue a demostrar la capacidad que tenemos como sociedad de movilizarnos, a pesar de nuestras diferencias. En este sentido, las instituciones de educación superior están llamadas a desempeñar un papel clave en la opinión pública y, por qué no, en la esfera mediática, lugar donde se concentra buena parte de los formadores de opinión (Habermas, 1997). Aunque se han dado pasos significativos, aún sorprende la escasa presión de las universidades para exigir y dialogar de manera directa con los medios de comunicación para un tratamiento más comprensivo y menos incendiario. 288


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Si las universidades se arriesgan a ver el vaso medio lleno y no medio vacío, podrían incidir en los mass media, como ya lo están haciendo organizaciones sociales, institutos de investigación independientes y valientes investigadores, que después de años de lucha han logrado estar en la agenda mediática, quitando de a poco espacios a las voces unilaterales que abogan por los extremos y la euforia, en detrimento del argumento. En el caso de los medios de comunicación, es cierto que todavía tienen mucho por aportar, en especial desde la televisión, donde el aporte es pobre, monótono y estancado en lugares comunes y reafirmación de estereotipos que refuerzan la intolerancia y el miedo que se tiene al otro. Como lo plantea Pernett (2012): Cómo se puede esperar que surja una cultura del diálogo entre los colombianos si muchos de sus periodistas muestran precisamente lo contrario en las producciones diarias de noticias: un diálogo de sordos en donde el ataque al otro está por encima de la comprensión racional de sus ideas y la creación de estereotipos de las minorías que solo enseñan a temerlas, excluirlas o despreciarlas, reemplaza a la construcción de una idea de Nación que incluya a todos los que vivimos en este país. En nuestra televisión prácticamente han desaparecido los programas de entrevistas, donde nuestros ídolos televisivos se sentaban a conversar sosegadamente sobre temas profundos o mundanos, pero con el tiempo y la tranquilidad que de alguna manera influían en las prácticas de diálogo que se reproducían al interior de los hogares. Ahora lo que se encuentra en la diversión para las masas es el típico locutor deportivo que en medio de su ataque al contrario o a los integrantes del equipo que dice defender destila veneno, rencor y muerte, y los hace pasar como “pasión por la camiseta”.

En un desierto de contenidos adornados con programas de responsabilidad social de corte administrativo, destacan el Proyecto Víctimas y el portal web Verdad Abierta (liderado por la revista Semana), y además la aparición de medios periodísticos como la Silla Vacía y Razón Pública, en los que se demuestra que sí hay un espacio para los intelectuales, siempre y cuando se piense con la constancia para sobrevivir en el tiempo y no desfallecer ante los primeros y predecibles obstáculos de sectores renuentes a dejar las vías de hecho para la solución de controversias.

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Una primera aproximación se plantea en este documento. Se podría reconocer en un principio que si bien en los últimos años la Universidad ha desempeñado un papel fundamental en el momento de pensar la paz en Colombia, esta todavía es una iniciativa incipiente y que tiene el reto de tener más universidades, más perspectivas, alimentando y construyendo desde distintos grupos ese sueño de tener un país en el que existan los conflictos, pero que estos sean solucionados por los mecanismos que ofrece un Estado Social de Derecho, y no por las herramientas informales y represivas de grupos armados ilegales y de un Estado, en ocasiones permisivo y en otras incapaz de responder a las demandas sociales. La situación descrita no es general y se matiza en el momento de resaltar algunos proyectos universitarios que pasan de la queja y el denuncismo a la comprensión y la transformación. En este breve recorrido, no se presentan las iniciativas de las universidades regionales, pues se reconoce la necesidad de hacer un estudio más detallado y profundo. Con el breve panorama que se destaca a continuación, no se quiere decir que sean las únicas o las mejores, sino ejemplos de lo que puede ser un trabajo serio y que demuestra que no es necesario estar en la mesa de diálogo para incidir y cualificar escenarios de participación para la construcción de paz: La Universidad Nacional lidera en estos momentos foros en los que convergen distintos sectores de la sociedad civil en el momento de pensar alternativas y apoyos para dar sustento y observaciones al proceso de La Habana. A pesar de las resistencias de sectores económicos y políticos que niegan toda posibilidad de diálogo por juzgarlas de permisivas y lesiva a sus intereses, los foros han tenido el cubrimiento mediático, no tan amplio como se espera, pero si progresivo ante los escepticismos que rodean el imaginario estático y academicista que rodea a la universidad colombiana. (Sánchez, 1993)

La Universidad de los Andes ha apostado por ver en los empresarios un actor con el que se debe contar si se le quiere abonar a la salida política (Rettberg, 2010). Soluciones reales que se concretan con alternativas económicas viables y sostenibles. El resultado de este proceso ha impactado en un sector que no era habitual espectador y que empieza a pensar en los retos que tendrá que asumir en una etapa de posconflicto, en la que no todos los combatientes tendrán la capacidad ni la intención de dedicarse a la vida política.

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La Universidad Jorge Tadeo Lozano fundó el Observatorio en Construcción de Paz, con un impacto que debe destacarse, no solo por los eventos y publicaciones que ha realizado en tan poco tiempo de constituido, sino por la constancia del equipo de trabajo y la diversificación de temas, que van desde la justicia transicional hasta el posconflicto. Para finalizar, la Universidad Distrital le ha apostado con el IPAZUD a trabajar desde la investigación, la Academia y la extensión en la relación que tiene la construcción de la paz con estrategias pedagógicas que, desde la memoria y el territorio, impacten en sectores que tienen el entusiasmo de reconocer sus historias y transformarlas para frenar los usos y abusos de los que se han arrogado el derecho de hacer la guerra en Colombia. La semilla queda sembrada y con esperanza de seguir cosechando en una segunda etapa más elementos exploratorios que no solo describan y denuncien, sino que también propongan y activen alternativas para pensar la paz en Colombia. Desde las teorías del conflicto hasta el narcotráfico, pasando por los movimientos sociales, los intelectuales y los medios de comunicación, y sin olvidar los espacios urbanos, los territorios rurales, los derechos humanos y la región, este aporte bibliográfico espera que pueda ser tenido en cuenta por la comunidad académica y las organizaciones sociales. Si este aporte tiene críticas, comentarios y sugerencias, el esfuerzo valdrá la pena. El desafío de esta investigación es convertir este esfuerzo en una iniciativa institucional y de largo plazo para un instituto, que en el caso del IPAZUD, ha mantenido durante años la intención de no dejar de hacer aportes respetuosos, en especial a la comunidad de la Universidad Distrital, en la que muchos de sus jóvenes han vivido en contexto de violencia, exclusión e inequidad social. El desafío más grande será no parar en las estrategias de divulgación, buscar los caminos para que este tipo de publicaciones no se queden escondidas y hacer uso de las nuevas tecnologías de la información para llegar a los potenciales lectores del libro, quienes muchas veces están en búsqueda de este tipo de exploraciones, para realizar o reforzar sus proyectos de investigación. No es posible estar en La Habana, pero sí se puede incidir en la realidad educativa y la inquietud investigativa de ciudadanos que pueden contribuir a la paz si, en el espacio y tiempo apropiado, damos el paso y creemos que Colombia no es de unos negociadores, sino de los que hacemos posibles esa negociación.

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Jaime Wilches Tinajacá, Ricardo García Duarte

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Para seguir comprendiendo las teorías y tramas: Educación e investigación en la construcción de paz

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Este libro se termin贸 de imprimir en mayo de 2014 en los talleres de impresi贸n de la Editorial UD Bogot谩, Colombia


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