CUADERNOS DE COYUNTURA No. 3 y 4 Política: Hechos, momentos y procesos
© Universidad Distrital Francisco José de Caldas © Instituto para la Pedagogía, la Paz y el Conflicto Urbano – ipazud
Número 3 y 4: Bogotá, diciembre de 2012
Coordinación editorial Instituto para la Pedagogía, la Paz y el Conflicto Urbano – ipazud correo electrónico: ipazud@udistrital.edu.co
Diseño Gráfico Rocío Paola Neme Neiva
Impresión Taller UD Universidad Distrital Francisco José de Caldas Carrera 19 No. 33 – 39 Piso 2 Teléfono: 3239300 Ext. 6203
Todos los derechos reservados Hecho en Colombia
PRIMERA PARTE: ENERO – JULIO 2012 EL CONFLICTO INTERNO Atentado, terrorismos y contrasentido Terrorismos, hipótesis y oportunismos El Cauca o la nueva guerra de los hostigamientos Identidad y acción en el pueblo nasa RÉGIMEN POLÍTICO Y PARTIDOS Las encuestas y la ecuación de Uribe contra Santos Uribe en la oposición: el síndrome del twitterazo El ideal perdido de la representación parlamentaria Reforma de la justicia: caricatura y tragedia Los efectos del orangután El puro centro democrático: de invocaciones, conjuros y eunucos en el nogal EL MUNDO El triunfo del socialismo en Francia: entre la cólera y la esperanza cauta La suerte del sistema interamericano de derechos
5 8 13 17 21 24 28 31 35 39 43 47
SEGUNDA PARTE: AGOSTO – DICIEMBRE 2012 NEGOCIACIÓN Y PROCESO DE PAZ La Habana connection o el alcance incierto de una negociación con las FARC El regreso a la frágil negociación El camino de la paz: voluntad y correlación de fuerzas en las negociaciones de paz Negociación entre fuegos cruzados Negociaciones: ¿justicia transicional o rendición? ¿Negociaciones de paz; discurso de guerra? RÉGIMEN POLÍTICO Y PARTIDOS Dos años de santos: la política, o el maleficio de Uribe El enorme trozo de mar que se perdió
51 54 57 60 63 66 70 74
EL MUNDO El asilo de Assange y el orden internacional Santos ante la ONU: discurso, conflicto y ambigüedad Venezuela: entre el populismo autoritario y la democracia competitiva Las elecciones en EEUU o la gestión del desencanto
El mosaico electoral de Obama
2
79 83 86 90
94
INTRODUCCIÓN Los Cuadernos de Coyuntura son una iniciativa del Instituto para la Pedagogía, la paz y el Conflicto Urbano de la Universidad Distrital Francisco José de Caldas para el análisis de los hechos sociales, políticos, económicos y culturales que hacen noticia e historia tanto en el orden nacional como internacional. En el tercer y cuarto número de la serie que se compilan en esta oportunidad bajo un ejemplar único, Ricardo García Duarte presenta un conjunto de artículos en el que, trascendiendo los eventos que hicieron noticia y fueron sobresalientes durante el año 2012, ofrece un análisis riguroso desde el punto de vista académico. En este sentido, más allá de presentarse como “columnas de opinión”, los textos aquí dispuestos, en esta oportunidad, ofrecen una variedad de enfoques que le permiten al lector comprender y captar una dimensión mucho más profunda del acontecer nacional e internacional. El tercer número cubre los eventos más característicos del primer semestre de 2012 ordenados bajo las categorías de conflicto interno, Régimen político y partidos y El Mundo. Lo característico de la compilación de este primer semestre tiene que ver con una fuerte dinámica en el ámbito político nacional así como la inestabilidad y el debate sobre la situación de seguridad interna en el marco de situaciones concretas como las protagonizadas por los indígenas del Cauca. El Cuarto número, por su parte, dispone una nueva categoría en el análisis de los hechos noticiosos del segundo semestre de 2012 (negociación y proceso de paz) en donde se presentan una serie de artículos en la que se examina el inicio y la apertura de un eventual proceso de paz entre el gobierno nacional y las FARC; evento este que marcará la agenda mediática y política del país en 2013. Los Cuadernos de Coyuntura continúan manteniendo un formato único, un estilo propio; un sello distinguido que lo convierte en un material de obligada consulta para quienes se encuentren interesados en continuarse formando como ciudadanos críticos y reflexivos de sus realidades cotidianas; propósito éste central trazado por esta serie.
3
e
t
rt
e
p
p
ra
a
a
r
a
ri
m
m
e
e
r
p
p
ir
2012 ENERO – JULIO
4
CONFLICTO INTERNO
Atentado, terrorismos y contrasentido Mayo de 2012
El atentado contra el ex-ministro Fernando Londoño Hoyos – condenable por donde se le mire, pues estuvo dirigido contra un civil por fuera de combate y arrastraba al sacrificio a terceros inocentes, de hecho los únicos que pusieron muertos – es un acto de barbarie que sitúa en un plano de extrema violencia los choques habituales en los que se trenzan los actores de un conflicto, que a menudo suele jugarse a tres bandas. Los coloca, para decirlo de otro modo, en la lógica del terrorismo.
Que es brutal, sorprendente, selectiva y plena de las incertidumbres que se vinculan con el miedo.
La lógica del terror Es la lógica de la bomba y del francotirador, la del asesinato y la del atentado personal. Es una operación que incorpora los mecanismos psicológicos y materiales con los que actúa el criminal, pero dentro de la dimensión más amplia de una causa colectiva; de modo que en vez de ennoblecer al crimen, criminaliza la causa noble. En ella interviene un abanico de acciones que se dirigen contra un lugar físico o contra una figura emblemática, encarnación de un poder o de un discurso o de un imaginario colectivo; en todo caso, personificación del “enemigo”. El autor del bombazo, o el francotirador, es la pieza externa de un aparato
5
secreto que quiere liquidar de una vez a esa personificación, pero no al enemigo mismo, si se tiene en cuenta que este último no es apenas el personaje singular al que se quiere hacer desaparecer, sino una entidad compleja y colectiva; tal como lo es por ejemplo un Estado, una clase social o una élite dirigente. Capaz por cierto de reconstruir de manera más bella y más funcional la edificación destruida o de reemplazar a la personalidad eliminada, con un sujeto, dotado quizá de recursos más eficaces en el discurso o en el mando o en la gestión. La cruel agresión del 15 de mayo contra Londoño Hoyos es una típica acción terrorista, ejecutada bajo la modalidad del atentado personal; modalidad ésta en la que el grupo que se compromete con el operativo criminal, en vez de derrotar al “enemigo”, se contenta con golpearlo simbólicamente por interpuesta persona; solo que para hacerlo mata o intenta matar ya no simbólica sino físicamente a una persona real, a un individuo de carne y hueso; vía esta por la que el ejecutante se convierte en un criminal; político si lo hace bajo la inspiración de una causa que persigue el cambio de régimen, o común, si lo hace bajo la motivación de un simple negocio.
Más violencias que terrorismos En el transcurso del conflicto interno en Colombia, ha habido múltiples violencias; en él, el número de homicidios y
6
asesinatos alcanza dimensiones oceánicas. Los solos paramilitares pudieron cobrarse la cifra de unas doscientas mil víctimas entre 1990 y 2010. El intento de asesinato contra el polémico hombre del uribismo conservador, vehemente anti-santista por otra parte, se inscribe sin embargo en una forma particular de combate en el violento conflicto colombiano. En este último, contra lo que piensa el común de las gentes y el promedio de los opinadores públicos, hay mucha violencia pero no tanto terrorismo. En realidad, éste se aplicó sistemáticamente solo por parte de los carteles de la droga, particularmente de la mano de Pablo Escobar; quien lo puso en práctica como forma fundamental de lucha para ilusoriamente vencer al Estado, doblegando moralmente a la sociedad. Las guerrillas, más apegadas al formato de guerra popular prolongada, con el mundo rural como escenario, lo han asimilado dentro de sus métodos, de un modo quizás secundario y no tan sistemático – no por ello menos salvaje cuandoquiera que lo hayan puesto en ejecución, como lo atestiguan los casos de Machuca o del Club El Nogal. Un tercer agente está constituido por las llamadas, un poco siniestramente un poco eufemísticamente, “fuerzas oscuras”, depósito común en el que se
mezclan presumiblemente elementos del submundo criminal y agentes del Estado; cuyas actuaciones explicarían la realización de algunos atentados o asesinatos precisamente inexplicables; llevados a cabo de cuando en cuando.
La guerrilla y la posible precipitación en el terrorismo De las anteriores fuentes, podría ser en efecto la guerrilla la que estuviera en el origen del atentado contra Londoño Hoyos, lo que sería presumible dado el perfil ideológico del ex-ministro, colocado en el extremo opuesto a las FARC; aunque este tipo de hechos no es una pieza que encaje del todo en las tradiciones de la izquierda armada rural. En tal caso, estaríamos ante la adopción por ésta de un mecanismo sangriento y equivocado, que en vez de provocar terror e inseguridad entre las élites, transmite desasosiego y temor en la población del común. Y que en vez de debilitar a las fuerzas más recalcitrantes, opositoras a eventuales acuerdos de paz; las envalentona, al tiempo que debilita a las organizaciones populares que trabajan en las zonas en donde hace presencia el conflicto armado; expuestas como están siempre a los golpes aleves provenientes de las bandas y de oscuros agentes que con ellas establecen alianzas. El terrorismo político, bajo la ya evocada modalidad del atentado perso-
nal, es no solo un contrasentido ético desde el punto de vista de una perspectiva “revolucionaria”, por la atrocidad de los delitos que comporta; sino además una aberrante infuncionalidad para cualquier causa que se pretenda poseedora de fines nobles, pues eriza de obstáculos la marcha de organizaciones sociales, además de convertir en héroe o mártir a quien por el contrario solo hay que vencer en la lucha pacífica de las ideas.
Es la lógica de la bomba y del francotirador, la del asesinato y la del atentado personal. Es una operación que incorpora los mecanismos psicológicos y materiales con los que actúa el criminal, pero dentro de la dimensión más amplia de una causa colectiva;
7
Terrorismos, hipótesis y oportunismos Mayo 2012
El salvaje atentado de la bomba-lapa no era, es apenas obvio, un simple acto de amedrentamiento contra un antiguo ministro de Uribe Vélez; él mismo, enemigo visceral de la guerrilla. Era un intento de asesinato en toda regla.
8
en las ideas de Londoño Hoyos; y en cuyo universo el terrorista espera hacer cundir la inseguridad.
El terrorismo y el aparente debilitamiento del fuerte Cuando el terrorismo se vierte en los moldes del atentado personal; es decir, en el asesinato selectivo, como ha sido el caso ahora, sus actos cargan con dos elementos; a saber, el sacrificio de quien es atacado y el mensaje de poder, que va simbolizado en ese ejercicio sacrificial, o criminal, que para nuestro asunto da igual.
Quienes ejecutaron el acto y quienes lo ordenaron pretendían literalmente despedazar al personaje junto con el vehículo en el que se movilizaba al lado de sus escoltas. Y lo deseaban hacer bajo una puesta en escena de violencia explosiva en medio de la ciudad congestionada de transeúntes, abierta simultáneamente a la imagen globalizada que emiten los medios de comunicación. Algo así como si se tratara de un hecho que utiliza la violencia como el impacto en el que se integran el “sacrificio” y el “espectáculo”.
El “sacrificio” físico de un personaje, al que se le siega la vida, lleva envuelta una doble posibilidad, impresa en el código de intenciones del atacante: el castigo, como una suerte de ajusticiamiento, contra el enemigo; pero también el auto-sacrificio que, respondiendo a la figura del “chivo expiatorio”, va en la dirección de matar a alguien del mismo campo de solidaridades, de clase, de estamento o de partido. Y ello tiene lugar por el motivo inmediato que sea; pero en todo caso para asegurar la firmeza en los propios rangos, de los que deben enlistarse frente al enemigo.
Pero si a la víctima escogida no se la iba a asustar sino a liquidar físicamente; en cambio, tras el crimen se escondía la deletérea voluntad, así fuera difusa, de atemorizar a otros, a los que están representados por quien ha sido objeto del ataque, a los que se ven retratados
Por otra parte, el terrorismo, cualquiera sea su origen, quiere enviar el mensaje violento de que el débil, militarmente hablando, no es tan débil; ni que el fuerte lo es tanto como para no dejar ver esas vulnerabilidades que su enemigo pequeño se va encargar de poner
al descubierto de una manera descarnada, con sus actos de horror.
La guerra de los terrorismos En el escenario del conflicto armado en Colombia, hay antecedentes; no digamos ya de distintas violencias, lo que es más evidente; sino de varios terrorismos, diferenciados por su origen. Que son: el mafioso, el de la extrema izquierda guerrillera y el de una extrema derecha, menos explícito en su perfil pero real; un submundo, este último, especioso en el que bien pueden darse cita agentes estatales, individuos provenientes del crimen organizado y versiones cambiantes de una “mano negra” de carácter civil, que podría desaparecer o reaparecer, según las exigencias de la época. Terrorismo mafioso fue aquel que en los años 80 hizo explotar una aeronave de Avianca en pleno vuelo; el mismo que asesinó a Luis Carlos Galán y al ministro Lara Bonilla. Terrorismo guerrillero lo hubo muy seguramente cuando un carro bomba destruyó en 2003 el Club El Nogal, con sus víctimas inocentes adentro, y cuando no hace muchos meses otro carro bomba, de menor potencia, fue activado frente a las instalaciones de Caracol Radio. Por su parte, el terrorismo de las llamadas “fuerzas oscuras”, o de la extrema derecha armada, pudo estar detrás del
atentado en 2005 contra el senador Germán Vargas Lleras, y del asesinato del que fuera víctima, del modo más críptico y misterioso, el dirigente conservador Álvaro Gómez Hurtado. Son todos ellos ejercicios violentos en los que se alternan el chantaje, la demostración de fuerza, la generación de temor y la creación de confusión. Siendo todos, la expresión de derivas criminales, unos han tenido un sello ideológico, otros la marca del interés económico. En unos se ha levantado, con la humareda y el fogonazo, el aura maldita del ajusticiamiento, la pretensión del castigo. En otros, sinuosa y retorcidamente, el camino conduciría a esa especie de “auto–sacrificio”, con la víctima expiatoria escogida por la extrema derecha, dentro del propio campo de quienes defienden el statu-quo. En principio, cualquiera de estos terrorismos podría ser, por sus antecedentes, el causante del salvaje acto contra el ex-ministro del Interior; claro, sobre todo los de la guerrilla y de la extrema derecha, pues el de los narcotraficantes ha perdido actualidad con la desorganización de los grandes carteles de la droga. Sin embargo, el escenario que ofrece una relación más clara y directa, menos acomodada a una laberíntica y maquiavélica visión conspirativa, es el de que sea la guerrilla de las FARC por la enemistad rabiosamente mutua entre esta
9
organización y el blanco del ataque, por cierto señalado por aquella como un enemigo.
La pelea de las hipótesis Pero como nadie reivindica el atentado; y nadie lo hace porque seguramente no encaja en los muy positivos imaginarios que cada presunto responsable fabrica de sí mismo; el campo queda abierto para toda suerte de hipótesis. Hipótesis que son portadoras de las marcas de identidad que cada observador – o actor – transmite en sus actitudes. En los observadores de izquierda, por ejemplo, no cabe la idea “absurda” de que las propias FARC arruinen con un acto de barbarie – además, un dislate en el terreno táctico – las posibilidades de un acercamiento para la paz, que ellas mismas han pedido. Es algo que no pareciera casar con su racionalidad estratégica. Solo que la racionalidad que guía al grupo armado – por más de izquierda que se reclame – no es igual a la que orienta al analista. Este dirige su atención a la lógica de la cooperación, a los gestos de aproximación, mientras el actor armado, aun hablando de paz, puede preferir las demostraciones de fuerza, los golpes de ablandamiento. Los cuales conducirán de pronto a efectos contrarios. A los de incrementar la confrontación y no la distensión. De ahí entonces que el analista de izquierda, más confiado en el lenguaje
10
de la paz que en el de la guerra, se incline por pensar que el acto terrorista tenga su origen más probable en alguna innominada fuerza de ultraderecha, interesada en sabotear cualquier gesto de cooperación por parte del gobierno. Lo que no es imposible, pero exige, eso sí, una operación más forzada, con las volteretas que irían envueltas en esa suerte de auto-sacrificio, oficiado sangrientamente en las propias filas del Establecimiento y de quienes lo defienden a toda costa. A su turno, en la derecha; sobre todo, en esa que habla de traiciones sufridas, en la que cada día adopta más el tono y el discurso de una brigada de choque; en ella no hay muchos razonamientos comprehensivos; tampoco prudencia, ni una selección sopesada de alternativas para escoger. Hay, en cambio, solo actitudes reflejas, respuestas pavlovianas. El jefe y sus epígonos declaran al punto: ¡son las FARC! ¡Son esos terroristas! No aspiran a acertar para comprender. Solo les interesa señalar, impugnar, aunque acierten. Y les importa gritar con el dedo índice extendido hacia el enemigo invariable; no necesariamente por un gesto de solidaridad con la víctima o por una voluntad de control comprensivo sobre la situación. No: lo hacen por el aprovechamiento político que brinda la ocasión.
Señalando automáticamente a las FARC -aunque estas efectivamente fueran las autoras, eso no les importaba- encontraban sobre todo la calva oportunidad para atacar al gobierno de Santos, tanto más si este se retenía y escogía, de momento, la prudencia al no señalar al responsable, mientras aparecían las primeras pruebas.
La política de los oportunismos El interés de ligar el señalamiento inmediato contra las FARC con la posibilidad de cuestionar al gobierno quedó plasmado de cuerpo entero en la declaración, el día de los hechos, promulgada por el expresidente Uribe. Al criticar a Santos por clientelista cuando su gobierno daba apoyo en el Congreso a una ley marco para la paz, que en palabras del expresidente traería la impunidad para los guerrilleros y el derecho a que fuesen elegibles después del acuerdo de paz, Uribe Vélez abría así el terreno para todos los oportunismos y desviaciones en el debate político. Sin que se disipara todavía el humo del estallido ni el impacto del atentado, utilizó el ánimo que sobreviene después de un suceso de esa naturaleza para atacar al gobierno por débil y clientelista y para atajar de paso cualquier esquema que permita negociaciones de paz en el futuro. ¡Toda una demostración de un oportunismo sombrío y sin
hígados! ¡Una joya de la política pero al revés! Se trata de una modalidad en la que se exhibe un gran sentido de la oportunidad, pero lastrado por la demagogia con la que arrastra; pues se aprovecha el espíritu apesadumbrado y el repudio natural de la opinión para desviarlos hacia el interés particular del dirigente; en este caso, su animadversión frente a un remoto acuerdo de paz, como si este tuviese por anticipado la culpa de algo que todavía no está en el entramado de su contexto. Esta explotación demagógica de los acontecimientos dolorosos anuncia que en adelante cualquier hecho que, emergiendo del conflicto, afecte a las Fuerzas Armadas o al mundo político o a la sociedad civil, será sometido a las tensiones que provoca la fractura entre el santismo y el uribismo. En tal sentido, se producirá de modo inevitable una retroalimentación entre los ataques de las FARC y el proyecto político de Uribe, quien siempre encontrará allí el apoyo para intentar una disminución del respaldo que tenga Santos en la opinión y en la “clase política”. En medio de esas condiciones, el editorialista de El Tiempo, sermoneaba con elegancia a Santos y a Uribe, pero sobre todo a este último, para que tuviesen un gesto de grandeza y depusieran, en la hora, la pugnacidad de su desencuentro, algo que pareciera fuera de toda discusión.
11
Solo que olvida algo elemental que brota a ojos vista. Que la baza en la partida de cartas que juega Uribe es ahora, más la división que la unidad. Es con la primera que le puede abrir campo a su movimiento. De lo contrario, se condenaría a perecer lentamente, ahogado en el líquido dulce pero viscoso del santismo.
12
En el escenario del conflicto armado en Colombia, hay antecedentes; no digamos ya de distintas violencias, lo que es más evidente; sino de varios terrorismos, diferenciados por su origen. Que son: el mafioso, el de la extrema izquierda guerrillera y el de una extrema derecha, menos explícito en su perfil pero real; un submundo, este último, especioso en el que bien pueden darse cita agentes estatales, individuos provenientes del crimen organizado y versiones cambiantes de una “mano negra” de carácter civil, que podría desaparecer o reaparecer, según las exigencias de la época.
El Cauca o la nueva guerra de los hostigamientos Julio 2012
El Cauca, ése viejo Estado federal habitado por las aristocracias republicanas que en la Colonia fuera santuario de las haciendas esclavistas, y que después se convirtiera en Departamento con enormes desigualdades en el campo es hoy el teatro de una nueva fase militar en el conflicto armado.
no sin alguna razón, que los “actores armados” se retiren de sus territorios. Sin ningún eco receptivo entre ellos naturalmente. Pues en los puros cálculos de la guerra es allí en donde se están definiendo los nuevos términos del equilibrio militar entre la guerrilla comunista y el Estado empeñado en acabarla, pero invadido ya por un síndrome de “saturación ofensiva”; sin haber podido dar el salto definitivo a la etapa en que pudiese desarticular las filas de su enemigo.
Ataques guerrilleros in crescendo
En él se desarrolla con cierta intensidad una guerra de hostigamientos por parte de las FARC contra las unidades militares y policiales o contra las instalaciones que en su zona de influencia hacen parte de las infraestructuras en comunicaciones.
Los avances de guerra traducibles en cambios estratégicos, parecieran quedar registrados en la persistencia de los ataques guerrilleros que, de manera sostenida, han crecido desde mediados de la década pasada en dos zonas del departamento, la del norte que incluye municipios como: Miranda, Corinto, Caloto o Toribio y Jambaló y otra más al sur, la de Argelia.
Con sus ataques, las compañías de guerrilleros han golpeado por supuesto a una población civil que se avecinda por necesidades ineludibles de vida con los cuarteles de la Policía y que ha visto cómo caen víctimas inocentes o como resultan destruidas sus casas y además los inmuebles públicos; algo que ha terminado por despertar el rechazo y la rebeldía pacífica de las comunidades indígenas, a fin de pedir,
Los ataques – numerosos, continuos – se han basado en la colocación criminal de artefactos explosivos o en los asaltos con descargas nutridas de metralla o en los combates frontales, incluso en las emboscadas; todo lo cual constituye un conjunto de acciones, cuyo carácter cabe en la categoría de hostigamientos: por su tamaño, por el peso que representan en las estructuras generales de la guerrilla y por su duración.
13
No son acciones masivas de guerra ni combates prolongados, tampoco son tomas dirigidas contra algún objetivo que impliquen un nuevo control territorial sobre una posición arrebatada al enemigo. Son más bien hostigamientos contra las posiciones militares del Estado en la zona; un tipo de acción que por cierto define la naturaleza de las guerrillas: estas se autoconstruyen como estructuras militares para el hostigamiento de un enemigo mucho más fuerte, antes de que éste experimente una erosión política y material, tan seria que el retador conquiste la franquicia para pasar a una confrontación entre verdaderos ejércitos. Es una pura campaña de acumulación de fuerzas por vía negativa; es decir, por la vía de debilitar al otro, al que se ha declarado como enemigo, determinando su desgaste. Se trata de un desgaste ajeno que se pueda trasformar en recuperación propia. Los múltiples ataques de las FARC en El Cauca engloban una operación de hostigamiento con la que se busca que las fuerzas del Estado se desesperen y pierdan su confianza, al tiempo que las de la guerrilla re-acumulan energías dentro de un escenario regional. Es algo que queda patentado con el nuevo potencial alcanzado por los Frentes sexto y sesenta, y también por los movimientos de la columna móvil Jacobo Arenas.
14
Con el trabajo de desgaste (es un decir puesto que se trata de operativos militares), se pretende desmoralizar al que está en la trinchera de enfrente, mediante la táctica guerrillera de atacar y replegarse, sin ofrecer un blanco fácil, cuando las fuerzas oficiales respondan.
El hostigamiento guerrillero como “defensa activa” El hostigamiento, palabra que también nace de la raíz hostis, la de hostilidad, o enemistad irreconciliable, no da descanso al “enemigo” por más superioridad que éste revele en el terreno. Lo obliga a ocuparse en ejecutar operativos meramente defensivos, con lo que el grupo armado consigue un control negativo de orden territorial, pues no permite que su enemigo – el Estado - consolide el suyo, evidenciando así la porosidad del propio control de carácter local que este último ejerce positivamente en los espacios físicos y sociales. Ahora bien, los ataques de las FARC, vienen desde mediados de la década pasada, cuando el entonces presidente Uribe Vélez tuvo que desplazarse al Cauca a tratar in situ los temas de seguridad y a prometer un número mayor de unidades militares para hacer frente a la crisis de orden público. Desde entonces no han hecho sino crecer los operativos de hostigamiento por parte de las FARC. Lo cual quiere decir que esta táctica (seguramente inscrita en un nuevo plan de guerra) co-
menzó en los momentos más agudos de una ofensiva general por parte de las Fuerzas Armadas, que fuera desplegada al amparo de la Seguridad Democrática y bajo los auspicios del Plan Colombia. Ha sido una ofensiva de enormes proporciones que además de destruir estructuras guerrilleras como la del Bloque Caribe y de desalojar a los Frentes que merodeaban cerca de la Capital de la República, le propinó serios reveses a una Bloque de tanta significación como el Oriental. Y a la propia dirección nacional del grupo ilegal. Una ofensiva que incluso eliminó a Cano comandante superior de la organización armada, quien tenía a su cargo el Bloque Central, otra estructura debilitada. Pero, que a todas luces no pudo hacer lo mismo con el Bloque Occidental, de menor peso específico en el pasado, ahora repotenciado sin embargo como factor de reagrupamiento después de los retrocesos experimentados por la organización en otras partes. Un bloque, implantado por cierto en unos lugares dotados de ventajas estratégicas evidentes desde el punto de vista de la geografía; nudosa, selvática y montañosa; de la narco-economía, por sus cercanías con el Pacífico; y de las conexiones con otros bolsones militares de la guerrilla localizados en el Tolima o el Huila, por corredores explorados desde los tiempos remotos de Tirofijo y su hermano, al mando de un puñado de hombres armados, venidos desde
la Cordillera Central. Es este Bloque el que ha llegado a ser plataforma para la nueva guerra de hostigamientos, respuesta ésta, de orden táctico, que ha surgido en medio de la retirada estratégica del grupo armado ilegal, a raíz de la iniciativa retomada por el Estado en los últimos 10 años. Lo cual enseña que las guerrillas de las FARC nunca perdieron su capacidad de respuesta militar, en medio de su repliegue estratégico. Así mismo, es una demostración de que las élites políticas se creyeron su propio discurso, en el sentido de que ya habían arrinconado a los guerrilleros en unas madrigueras de las que no estaban en condiciones de escapar, forzados como fieras de monte a escasamente sobrevivir. El hostigamiento es la acción bélica por la que el estado defensivo de un aparato armado adquiere visos de ejercicio ofensivo; una especie de defensa activa, según lo expresara Mao Tse Tung, un guerrillero extremoso pero calculador y exitoso, para quien la guerrilla no tendría razón de ser sin poner en práctica esa suerte de plan táctico. El problema consiste en el hecho que el Estado quiso no sólo quebrar la ofensiva estratégica de las FARC, lo que logró, sino también su capacidad de hostilizar tácticamente, lo que definitivamente quedó frustrado como propósito, tal como lo demuestra el potencial de hostigamiento guerrillero
15
en el Cauca. Un departamento desgarrado por la pobreza campesina, ahora convertido en teatro emergente de una “guerra de guerrillas”, capaz de prolongar un conflicto, cuya solución sigue resintiendo la ausencia de unas élites dotadas con la decisión y el empuje suficientes para emprender el proyecto de un arreglo, que no se limite a cifrar sus esperanzas sin término en una derrota militar infringida a unas guerrillas que, por otra parte exhiben una capacidad inverosímil para el reclutamiento de nuevos efectivos.
16
Los ataques – numerosos, continuos – se han basado en la colocación criminal de artefactos explosivos o en los asaltos con descargas nutridas de metralla o en los combates frontales, incluso en las emboscadas; todo lo cual constituye un conjunto de acciones, cuyo carácter cabe en la categoría de hostigamientos: por su tamaño, por el peso que representan en las estructuras generales de la guerrilla y por su duración.
Identidad y acción en el pueblo Nasa Julio 2012
La imagen cien veces ampliada y repetida –como si con ella se quisiera silenciosamente evidenciar un ultraje-, la del sargento Rodrigo García, cargado a la fuerza por un grupo de indios con ruana corta y bastón a la mano, los mismos que buscaban desalojarlo a él y a sus compañeros del cerro Berlín, seguramente consiguió afectar la sensibilidad de una opinión que asocia espontáneamente las armas del Estado con la autoridad de la ley. ¡Un error quizá!, admitió uno de los líderes del movimiento de nativos, el inteligente y muy decidido Feliciano Valencia, presidente de la Asociación de Cabildos Indígenas del Norte del Cauca: Cabildos indígenas, evocación deliciosa esta última en la que se mezclan el criollismo independentista y la afirmación de la comunidad ancestral.
Un entramado de significaciones De todas maneras, se trataba de un error episódico que junto con el coro de lamentos que despertó en la “buena
sociedad”, ocultaría el entramado de significaciones que van envueltas en la movilización del pueblo nasa contra la presencia de los actores armados en su territorio. De significaciones presentes que, además, anticipan exigencias de las que la sociedad tendrá que hacerse cargo, si ella piensa en una democracia enriquecida, a la vez más ciudadana y, paradójicamente, más comunitaria. Todo ello en medio de una complejidad que no se deja desaparecer a golpe de simplezas. Una, la de los comentaristas que, sentenciosos ellos, se admiran de su propio descubrimiento al decir que autoridad solo hay la del Estado soberano. O la otra simpleza, la de este último que –contundencia irrebatible- trona al anunciar que no cederá un solo centímetro de una geografía nacional, en la que por otra parte han coexistido paramilitares, guerrilleros y bandas criminales; agentes todos estos que han mantenido durante épocas la posesión de territorios sociales y disputando su control al Estado. Claro que en el Estado reposa la soberanía y que ésta incluye el monopolio de la violencia legítima, encarnada en las Fuerzas Armadas; y también el control superior sobre el territorio nacional.
Cruce de realidades: minorías étnicas y grupos armados Pero con este reconocimiento no termina el problema; apenas comienza. Pues a pesar de la existencia de estos principios, inscritos por cierto en la Constitu-
17
ción Política, Colombia es un país que también vive la historia de otras dos realidades; a saber, la de las minorías étnicas y la del conflicto armado. Que si no controvierten dichos fundamentos constitucionales, sin duda los matizan. De una manera negativa, si se trata del conflicto, pues la persistencia de actores armados relativiza traumáticamente el monopolio de la fuerza. Y de un modo positivo, si se trata de grupos étnicos que al pervivir como comunidades se hacen acreedores a formas particulares de soberanía, no rivales frente al Estado, sino integrables con la de éste. De esas realidades, separadas pero ahora cruzadas tensamente, se desprende una primera verdad, la de que por más que lo hayan intentado a través de diversos medios, el Estado y las élites políticas han sido incapaces de acabar con el conflicto armado. Este resurge siempre de un modo proteico, alimentado por cambiantes factores de desajuste social, los cuales abren siempre la posibilidad de disputas feroces en torno a la captura de rentas y a la apropiación de toda suerte de recursos, en los escenarios regionales. Lo cierto es que por más dispares que sean las fuerzas del Estado y, por ejemplo, la de la guerrilla; por más asimétrico que sea su enfrentamiento, ambas partes actúan como centros clásicos de poder soberano. Y al hacerlo de ese modo en la perspectiva de consolidarse, desplegando sus energías
18
bajo los imperativos de la guerra, absorben otros aspectos de la vida social, los arrinconan o chocan con ellos. Es el caso de una multitud inasible de espacios en la existencia social que quedan condicionados imperceptiblemente por la lógica del rechazo irreductible al otro; o por la que de allí se deriva, la lógica de la imposición. Algo parecido sucede con los derechos fundamentales, que a menudo son violados por las pulsiones autoritarias de unos u otros.
Los nasas y su resistencia Y, para llegar al punto, ocurre igualmente con los lugares y las gentes que pertenecen a los pueblos indígenas, entre estos especialmente, el de los paeces; organizados desde 1971 en el CRIC, y más tarde en la Asociación de Cabildos, expresión programática de lo que ya de suyo es existencia comunitaria; o sea, etnia dentro de un Estado-nación; que ha sabido labrar su propia identidad, mediante los lazos que definen su tejido cultural, pero también mediante posturas de resistencia frente al atropello o al despojo; los de antes, los de mucho antes o los de ahora. Que en los últimos días se ha levantado, no contra ese Estado-nación del que hace parte ni contra su Constitución Política a la que reconoce, sino contra los “actores armados”; contra todos, no contra uno en particular; contra las guerrillas y contra las Fuerzas Militares. No precisamente porque todos estos actúen a la manera de un Estado o de
un contra-Estado, garantes presuntos de un orden normativo al que el pueblo nasa debiera someterse. Sino porque lo hacen como guerreros. Y es en esa condición en la que proceden a hollar su territorio; lo profanan, si se admite la metáfora. Sus choques violentos, su represión; incluso, su sola presencia en tanto aparatos armados, de la que se derivan las prácticas de control o vigilancia (y no solo de protección, según lo reclaman como misión) son factores todos ellos que representan una herida infligida al territorio; no solo al físico sino sobre todo al imaginario: una herida simbólica, pero al fin de cuentas herida, que lacera una construcción simbólica en la que un pueblo, para validarse como sujeto, liga esencialmente su existencia al territorio. Naturalmente, no todo es simbólico: en los últimos 40 años, los nasa o paeces, han padecido asesinatos y destrucción, algo que sin duda es tangiblemente material y por cierto brutal.
Una cosmovisión en movimiento Solo que su disposición actual a movilizarse con su guardia y sus bastones hasta cuarteles y campamentos para desalojar a militares y guerrilleros, envuelve un alcance mayor. Encierra un propósito de tipo fundamental, el de defender la intangibilidad de su territorio, en tanto componente de una cosmovisión que da sentido a su existencia como sujeto colectivo. Desde
esa perspectiva de territorio que se transporta adherido a la piel simbólica de un pueblo, es comprensible que la presencia no solo del guerrero ilegal (las FARC), sino la del guerrero institucional (las Fuerzas Armadas) resulten ajenas, extrañas; hasta cierto punto invasoras; tanto más si por otra parte ninguna de tales fuerzas se integran en una especie de servicio protector, subsidiario de las autoridades de la comunidad “invadida”, sino como actores autónomos “venidos del exterior”. Así, las movilizaciones de los indios nasa (sus mingas de resistencia), al exigir el retiro de los armados, incluidos los del Estado, en razón de que todos “desarmonizan el territorio”, están constituyendo sobre todo una rebelión pacífica de significados. La rebelión de un sistema simbólico frente a otro: del sistema de la existencia comunitaria contra el sistema reductor de impulsos coercitivos emanados de una soberanía centralizada, la de un Estado-nacional. De ahí que la resistencia de los nasa, en tanto acción colectiva, portadora de un universo de sentido, plantea la prefiguración de una fase nueva de democracia, capaz de resolver el doble estatuto de la igualdad ciudadana y de las minorías provistas de solidaridades míticas; de modo que unos y otros –individuos libres y comunidades inscritas en códigos particulares- enriquezcan por igual la vigencia de los derechos y el vínculo activo con la esfera de lo público. Capaz, así mismo, de resolver la tensión
19
entre el Estado-nación y las instancias globales o infra-nacionales de las decisiones colectivas.
Gramática social incomprendida Con la protesta del pueblo nasa, emerge una gramática social de un alcance mayor que la simple reivindicación de una víctima, por más justificada que sea ella o que la defensa de un trozo de territorio físico, por más legítima que lo parezca. Una gramática en la que, imbricándose estructuras de sentido pertenecientes, unas al pasado y otras sugerentes de futuro, resulta incomprensible para unas élites que se aferran a los formalismos de un republicanismo estatal, mientras toleran, bajo la simulación de la ley, la desigualdad y la discriminación. Limitadas para el trabajo de descodificar su propio discurso, a fin de incorporar en el interior mismo de un proyecto de nación más incluyente, las posibilidades de una democracia equitativa y genuinamente multicultural, terminan por llenar el vacío que deja la ausencia de un discurso innovador de futuro y de paz, con la prevención o la desconfianza frente a la protesta de las comunidades étnicas; o en el mejor de los casos, con la conmiseración frente a ellas. Unas élites prisioneras de la lógica que ellas mismas has impuesto en la interminable solución del conflicto armado y que no encuentran la manera de arti-
20
cular la nueva gramática de los pueblos indígenas con el discurso y las viejas representaciones de un Establecimiento, que de ese modo termina por tropezar con una grieta abierta entre dos mundos de representación simbólica. Grieta cuya expresión más patética la ofrecieron esas imágenes en Toribio, Cauca, en las que el Presidente Juan Manuel Santos ofrecía el oro y el moro mientras el pueblo indígena, allí reunido, lo desoía o lo abucheaba. O como la que antes ofreció otro presidente, Álvaro Uribe Vélez, hace unos años en Palmira, Valle, al tratar de atraer, sin poder hacerlo, a una marcha de indígenas que le daban la espalda a sus llamados en el vacío.
RÉGIMEN POLÍTICO Y PARTIDOS
Las encuestas y la ecuación de Uribe contra Santos Mayo 2012
Los vientos de la opinión, favorables al barco de Juan Manuel Santos, ya no soplan con tanta fuerza como antes. No curvan con la misma intensidad su velamen. Es lo que indican las últimas mediciones de su aceptación por el público. De cuatro encuestadoras que hicieron estudios en los últimos días de abril, tres dejaron ver un descenso.
De ellas, la de Napoleón Franco, que hizo su trabajo para RCN y Semana, señaló una franca disminución en la cota de popularidad del Jefe de Estado. Esta habría bajado del 73% de apoyo registrado en los comienzos de su mandato, al 58%, en la actualidad. Un cambio en las cifras indicativo de una caída en 15 puntos porcentuales; por cierto nada despreciables en las consideraciones que todo Gobierno hace sobre sus necesaria sintonía con la opinión pública. Aunque el 58% es todavía un porcentaje razonablemente satisfactorio, el problema mayor no radicaría tanto en la simple disminución en las preferencias ciudadanas, cuanto más bien en la eventualidad que el bajón esté consolidando una tendencia. Que es en efecto lo que mostrarían las mediciones durante lo que va del
21
mandato de Santos. Una pequeña caída tras otra en la aprobación que los individuos encuestados expresan, estaría configurando una línea de actitudes que va hacia abajo. Se trataría de una curva descendente y no de pasajeros altibajos, de meros cambios de humor de un día para otro. Si los datos que contiene la encuesta fueran fidedignos, el gobierno de Santos estaría enfrentando un ritmo negativo, lento pero inexorable, de erosión popular, cuantificable en casi un 0.8% mensual; no muy lejos del 1% como pérdida cada 30 días. A esa velocidad (se trata apenas de un cálculo muy hipotético), podría estar tocando el piso del 50% dentro de 10 meses. Y todavía con 17 meses por delante antes que concluya su mandato y, lo que es más significativo aún, con unos 14 meses de Gobierno y de retos frente a sus gobernados, antes que se las tenga que ver con el compromiso que supone una segunda vuelta en las elecciones presidenciales de 2014. Naturalmente, la tendencia se puede revertir hacia arriba o, por el contrario, tornarse más pronunciada hacia abajo. No es posible saberlo, sin conocer el futuro. Y cualquier ejercicio adivinatorio al respecto es vano; como no sea para que alguien le dé rienda suelta a sus deseos, cualquiera sea el sentido de estos. Más relevante quizá lo sea el ensayo de poner en relación tales cambios en
22
la reacción de los ciudadanos, con las apuestas que intervienen en la competencia por el poder. Esta última – no hay que olvidarlo – cuenta con dos elementos relativamente nuevos de cara a las próximas elecciones por la presidencia. Uno de esos elementos es del orden institucional y pertenece a una de las últimas reformas referidas a la estructura de poder. El otro corresponde más a la coyuntura y tiene que ver con la composición de la coalición gobernante y con las tensiones que en su interior circulan. El primero está formado por la reelección presidencial, introducida en el orden constitucional. El segundo elemento lo está – qué duda cabe – por la fractura en ciernes entre el santismo y el uribismo. Bajo tales condiciones, el país político está ante una disputa por la Presidencia en 2014 cuyas primeras de cambio comienzan desde ahora a hacerse sentir y que va a contar con el Presidente como uno de los candidatos que toma parte en la carrera presidencial, pero eso sí ya sin el respaldo garantizado de toda su coalición de Unidad Nacional; la que eventualmente se partiría en dos (pero no necesariamente en mitades), a causa de la fuga de un uribismo puro y duro lanzado a la oposición. Vale decir: a una oposición empeñada en hacer fracasar la reelección del candidato – presidente y que podría tomar cuerpo en un movimiento con listas y candi-
dato propio. Aglutinado por cierto en torno a la figura de Álvaro Uribe Vélez. Quien intentará por lo demás capitalizar cualquier fallo, presunto o real, del Gobierno, en aquel campo que constituye el fuerte del expresidente, la llamada Seguridad Nacional. Los riesgos de Santos estriban en que la empresa de Uribe consiga tomar el vuelo suficiente como para forzar al presidente a una segunda vuelta en la elección presidencial, con todas las incertidumbres que esto supondría. Para que las cosas caminen en ese sentido, la suerte de Uribe Vélez y de su movimiento tendría que apoyarse en la siguiente ecuación: que el desgaste de Santos y el trinar infatigable del uribismo – como dos factores que se retroalimentan – resultaren en la conformación de un polo de atracción con posibilidades de atravesársele a la reelección del presidente. Tal es la aventura política del expresidente; o al menos la de sus alfiles; confiados todos como están en el anclaje que el primero ha tenido hasta ahora en la masa de los electores.
se vieran tentados a engrosar las filas del nuevo movimiento retador. Para atajar a estos últimos tiene el poder del Gobierno, los recursos presupuestales y los puestos. El problema es que para frenar el desplazamiento de la opinión, sobre todo la de los estratos 1, 2 y 3, que es en donde más se percibió la caída, hacia la oposición personificada en su antiguo jefe, sólo tiene como baza la decisión de ejecutar una política pública que se traduzca en beneficios dentro del campo de lo social. Pero, la dificultad que se atraviesa en este camino es la duda de si su Gobierno tiene el tiempo, la consecuencia y la firmeza para emprenderla; de modo que su impacto sea real, sin que se diluya en ofertas materializables a medias, únicamente.
En manos de Juan Manuel Santos está, a su turno, una partida con cartas en la que estaría obligado a neutralizar las transferencias de apoyo popular que se desprendan desde su Gobierno hacia el movimiento de Uribe. Es decir: tendría que romper la ecuación que lo perjudica. Aunque también atajar la posible hemorragia de políticos dentro de La U y dentro del conservatismo que
23
Uribe en la oposición: el síndrome del twitterazo Junio 2012
La extraña relación política entre Santos y Uribe acaba de tener un punto de inflexión. El botín en juego: el control del ejecutivo y de la clase política. ¿Para asegurar la reelección de quién?
Amenaza orquestada El personaje se deja pillar por una cámara que lo toma, muy informal él, mientras interrumpe una entrevista para la televisión: es Álvaro Uribe el ex presidente, ahora opositor número uno de Santos, su antiguo protegido, a quien ayudó a elegir. Ufano y lleno de malicia como gato que se relame, advierte a la entrevistadora: “¡espere le pongo otro twitterazo!” El aumentativo, irónico pero aplastante, más el tonito pendenciero, produce cierta resonancia parecida, no digamos ya a balazo, pues no hay que exagerar, pero sí a batazo, es decir, a un golpe sorpresivo que aturde al destinatario. Un “twitterazo” es un neologismo con metáfora incorporada: una crítica feroz
24
aunada a la acción; en este caso, desde la oposición. No era de extrañar entonces que casi en seguida hiciera su entrada en escena la parodia de unos militares retirados incitando a remover al presidente de la República. Y que el propio Londoño Hoyos, apenas repuesto del desgraciado atentado de que fuera víctima, como invocando al más allá, expresara la esperanza de que apareciese pronto un dirigente en condiciones de sustituir a Juan Manuel Santos, ya presuntamente sin el control de las cosas bajo su mando.
Carga de profundidad Un twitterazo mayor fue disparado el propio día del atentado. En caliente. Dentro de una sola cápsula envenenada de 140 caracteres, Uribe había clavado al gobierno puyazos hirientes que equivalieron a lo que en el argot judicial se denomina un auto–cabeza de proceso: •
Implícitamente, lo señaló como indolente frente al terrorismo y como incurso en abuso de autoridad por la presión ejercida contra el Congreso.
•
Explícitamente, lo acusó de clientelista y de propiciar la futura impunidad para los guerrilleros.
¡Casi nada! Por cosas menos graves, la Sala Penal de la Corte ordena encarcelar a los parlamentarios.
Las declaraciones últimas, transmitidas por las redes sociales o expuestas ante los medios, señalan sin más el punto de ruptura entre Uribe y Santos, los dirigentes de mayor influencia en el país y jefes naturales del partido de la U, el grupo parlamentario con mayor representación en el Congreso.
Algo que para Uribe no pasa de ser una flagrante inconsistencia, que atenta contra la Seguridad, de modo que el resultado no podría ser sino el debilitamiento del Estado. En donde Santos ve la posibilidad de una amnistía, para destacar un solo ejemplo, Uribe no ve más que impunidad para los guerrilleros.
El catálogo de sindicaciones señala los posibles campos de enfrentamiento, que no parecen reducirse a diferencias ideológicas. Al revés, son más bien una disputa de intereses entre facciones políticas, que pugnan por el control de los resortes claves del Estado.
Ahora bien, el encono y el tono exagerado de las discrepancias — un tono que desde el uribismo se agudiza más y más con gestos propios de una extrema derecha amiga de la “acción intrépida” o en todo caso de la intención desestabilizadora, como también lo ha hecho notar Salomón Kalmanovitz — no se corresponde paradójicamente con la realidad de unas diferencias que, en su alcance práctico, no son ni tan grandes ni tan sonoras como los gritos que las acompañan.
Las diferencias programáticas La fractura de fondo pasa por el meridiano del conflicto armado, o para decirlo en clave uribista, de la Seguridad Democrática. Simétricamente hablando, todo aquello que el presidente Santos defiende como tenaz conservación de dicha política, el ex presidente Uribe lo critica como abandono y falta de firmeza. De tal núcleo se derivan otras contradicciones colaterales: el fuero militar, el marco para la paz, la ley de víctimas… incluso Venezuela. Son ejes temáticos donde Santos, representante quizá de un centro–derecha moderado, quisiera apostar a una combinación virtuosa de formas de lucha: la militar, pero también la legal y la social, estas últimas referidas al tema de las amnistías, las tierras y los acuerdos de paz.
Ni Santos es tan flojo como dice el uribismo, ni Uribe fue tan irreductiblemente duro en el gobierno, como ahora quiere aparecer desde la oposición. Los ejemplos sobran: el presidente actual acabó efectivamente con el Mono Jojoy y con Alfonso Cano, mientras que las FARC se vienen recargando ya no de ahora, sino desde los tiempos de Uribe. Sin olvidar que fue bajo el gobierno de este último cuando se disminuyó el fuero militar, por el que ahora tanto aboga para granjearse el apoyo de los militares.
25
La pugna por el gobierno y la clase política No siendo materialmente tan profundas las diferencias entre Uribe y Santos, salvo que éste avanzara seriamente en la ejecución de la ley de víctimas y de tierras, la ruptura radical a la que ahora se aventura Uribe es una lucha entre facciones por el control de dos centros de poder y de capital simbólico, a saber: el gobierno, base de decisión y de reclutamiento burocrático; y la clase política, fuente de representación y de intermediación. Sabiéndose Uribe dueño del favor que le dispensa una opinión mayoritaria, presiente sin embargo el riesgo de su propia futilidad, separado como quedaría del poder, por la imposibilidad de llegar otra vez a la presidencia. La reelección que él mismo talló a su medida, ahora favorece paradójicamente a Santos, con lo que éste se vería beneficiado por una especie de imán durante ocho años para atraer a una clase política que Uribe impulsó, pero a la que ahora se dirige “como si fuera a las paredes”, según su propia expresión desolada: lo escuchan, le dan su asentimiento con la cabeza, pero solo le obedecen al presidente. En consecuencia, lo que deja entrever el segundo aniversario ya próximo del gobierno de Santos es el partidor para lanzar la competencia entre dos pesos pesados que van a forcejear por el con-
26
trol de ese indudable capital simbólico y material, que constituyen el gobierno y la clase política.
El nuevo mejor enemigo Un forcejeo que traerá consigo las siguientes consecuencias: 1. Abrirá campos de diferenciación que — aún siendo estrechos ideológicamente hablando — son fabricados sobre todo como referentes de legitimación por parte de cada uno de los contendientes. 2. Posiblemente rompa la coalición gobernante, mediante la aparición de una nueva facción independiente, la del uribismo, situada al extremo de la derecha; si esta última tiene éxito, se reemplazaría la modosidad hegemónica de la Unidad Nacional por un mayor pluralismo en el espectro de los partidos, con una polarización jalonada hacia la derecha, como si se tratara de un agujero negro; 3. Condicionará la agenda nacional; la puja entre ambas facciones, el santismo y el uribismo, se superpondrá a las fronteras partidistas, provocando realinderamientos dentro de los partidos existentes. Todo indica que la estrategia del uribismo estribará en polarizar para crear marcas de identidad y abrir el camino a un movimiento capaz de disputar el
manejo de una amplia bancada parlamentaria en 2014. Muchos congresistas, elegidos hoy con la ayuda de Uribe, comenzarán a temblar ante la posibilidad de ser sustituidos por un nuevo personal político más afín a la empresa de choque del expresidente. Se presentarán desde luego propuestas de lado y lado sobre los temas de la coyuntura. Pero también, desde un extremo seguirá esparciéndose la llamada mermelada del gobierno, o sea, el manejo y distribución de recursos. Mientras tanto, desde el extremo contrario, las proposiciones discursivas se mezclarán con una retórica a veces extremista, tocada por pinceladas de demagogia, las del nuevo mejor enemigo. En forma simplificada e incluso caricaturizada, pero indiscutible, quedan así caracterizadas las dos ofertas políticas. Al vaivén del influjo que desde el poder ejerza Santos y de la atracción del discurso de Uribe, por fuerza ideologizado, se moverá oscilante un sector amplio de la clase política de cara a las próximas elecciones. Del sentido y la amplitud que adopten estas oscilaciones, es decir, de cómo le vaya al uribismo en los comicios, dependerá poco o mucho la suerte de la agenda de Santos en la eventualidad de un segundo mandato. Y sobre todo, la suerte de la paz.
No siendo materialmente tan profundas las diferencias entre Uribe y Santos, salvo que éste avanzara seriamente en la ejecución de la ley de víctimas y de tierras, la ruptura radical a la que ahora se aventura Uribe es una lucha entre facciones por el control de dos centros de poder y de capital simbólico, a saber: el gobierno, base de decisión y de reclutamiento burocrático; y la clase política, fuente de representación y de intermediación.
27
El ideal perdido de la representación parlamentaria Junio 2012
Tentativa de un golpe de Parlamento Golpes de Parlamento; esto es, atentados contra el Estado de Derecho ejecutados, paradójicamente, desde el centro del poder legislativo, no hubo solo uno la semana que pasó. No fue únicamente el de Paraguay, en el que los senadores destituyeron a Fernando Lugo, el Presidente de la República, sin concederle el plazo de dos semanas para la defensa, como era su derecho. También en Colombia tuvo lugar uno, casi de modo simultáneo; aunque ya no en los marcos de una discordia hirsuta y abierta con el Presidente; sino en medio de los trámites torticeros con que se aprobaba una ley; o, más exactamente, una reforma constitucional; con un procedimiento más a la colombiana, quizá. La idea no era la de cambiar al Presidente desde luego; pero sí la de modificar algo más de fondo; eso sí, conservando las apariencias legales. Unas
28
apariencias en cuyos pliegues son metidas de contrabando las ilegalidades con las que se descoyunta alguna vértebra del Estado de Derecho o con las que se asegura algún privilegio. Dicho en el lenguaje coloquial, los micos.
Las trampas de la conciliación La idea, en este caso, era la de convertir en algo inoperante; incluso, en algo inocuo el régimen de controles, amparado por el orden constitucional; y que opera frente al ejercicio de la representación parlamentaria y al de la función pública. Un régimen ciertamente dotado de carácter restrictivo, en el que se contemplan prohibiciones y sanciones, para recortar al centímetro los márgenes de corrupción o de abuso del poder o de la utilización indebida de este último en función de intereses particulares. El hecho de una desinvestidura del título de senador o representante, equivalente a la muerte política, en razón de una eventual violación en el sistema de inhabilidades o de incompatibilidades, es un ejemplo que ilustra la dureza de los controles consagrados en la Constitución del 91. De esta manera, lo que ha existido desde hace 20 años es un conjunto de mecanismos de control, suerte de severidad republicana, encaminados a castigar un abanico amplio de conductas dañinas; que derivándose del clientelismo, el viciomadre, erosionan sin descanso los fundamentos de lo que Maquiavelo lla-
mará la virtud, el verdadero núcleo que le da sentido a la existencia del universo de lo público. Esa virtud que, por igual, garantiza la honestidad frente a los recursos del Estado, la preeminencia del interés público, y la libertad para los ciudadanos, no constreñibles ni seducibles ni comprables por la coerción o por los favoritismos de la autoridad. La Constitución del 91 no introdujo un ambiente institucional que erradicara los intercambios de favores entre el político y sus votantes, esa especie de “soborno democrático” que en Colombia toma curso además en el interior de las empresas electorales, confederadas todas ellas en los partidos políticos. Estableció en cambio el régimen de castigos para las prácticas que, como frutos tentadores y envenenados, cuajan el árbol ramificado del clientelismo. A su sombra crecieron los desvaríos corruptores de los carruseles de la contratación; el aprovechamiento del poder para las campañas electorales; y, lo peor, la asociación punible de la representación política con las más salvajes formas del crimen organizado, fenómeno este último que tomó forma con la parapolítica. Solo que al amparo de los mecanismos consagrados en la Constitución, muchas de estas prácticas fueron perseguidas con el castigo a sus agentes, entre quienes se confundían funcionarios y parlamentarios.
Rebelión clientelista contra la Constitución Lo que hicieron estos últimos, senadores y representantes a la Cámara, todos miembros de la coalición de gobierno, no fue otra cosa que arreglárselas para introducir mañosamente en el texto final de una presunta reforma a la justicia, las fórmulas que de ponerse en práctica harían casi nugatorio el castigo de la desinvestidura como muerte política; y además condenarían a la nulidad los procesos penales en curso contra servidores del Estado y congresistas, a quienes se les creaban nuevas instancias de juzgamiento, al tiempo que se suprimía en el texto legal el parágrafo que contemplaba la consolidación de lo actuado hasta ahora en los procesos judiciales. Con lo cual, estos últimos quedaban en el aire, permitiendo de ese modo que se abrieran las puertas para la impunidad. ¡Todo un golpe a la Constitución! A uno de sus baluartes: el régimen de sanciones a los vicios de la política, en un país de democracia clientelista. Que es terreno fértil para aquellas prácticas que, anclando la representación pública en los particularismos de la sociedad, pervierte los mínimos de una ética política. Si la Constitución del 91 representaba en este terreno una especie de rebelión de una parte de las élites, situada en circunstancias excepcionales contra las prácticas de las élites tradicionales; todo una suerte de auto-limpieza aprovechando la singularidad refundacional
29
de una Constituyente; la reforma constitucional de ahora, la del Congreso actual, representa al revés una contrarebelión favorable a la permisividad en lo público, allí donde hay que implantar la severidad republicana, constitutiva de los imaginarios públicos desde los tiempos de Cicerón, quien en De Legibus lanzaba, como si de anticipar cualquier corporativismo se tratara: legislamos para naciones virtuosas y duraderas. Una contra-rebelión que por otra parte mostró el espíritu defensivo de los congresistas, quienes en su inmensa mayoría, obrando como si se tratara de una reacción de cuerpo, sin fracturas interpartidistas o ideológicas, quisieron romper a la manera de un sindicato con un régimen virtuoso que afectaba sus intereses. La manifestación extrema de este espíritu de gremio que disolvía, con el plumazo de una conciliación de textos y una decisión rápida, el ideal democrático de la representación abstracta y general, fue sin duda, la votación de quienes en principio debían declararse impedidos; aunque ya otra reforma les había allanado el camino para votar sin inhabilitarse por abordar un tema en el que tenían interés particular.
El ideal de la representación disuelto En realidad, todos votaban en interés propio; lo cual significó la configuración de una tendencia perversa en la representación política, en términos
30
tales que la representación nacional quedaba sustituida por la autorepresentación. Los parlamentarios pasaron a representarse a sí mismos, no a la nación; legislando en beneficio propio con lo que quebraban el fundamento interno del ideal democrático de la representación; o sea, el de representar a la comunidad de ciudadanos y legislar para la nación. Con este desaguisado, ya sin importar si el Presidente y su coalición de gobierno terminan por tumbar la reforma y sus micos, las élites parlamentarias pasaron de un vicio al otro. Sin nunca aclimatar la virtud republicana, por más Constitución nueva que hubiese, pasaron del vicio del clientelismo que somete la representación al particularismo de la empresa electoral, al vicio de la auto-representación que solo mira el beneficio de la clase política como cuerpo. Una ruptura de los referentes esenciales en cuyos límites se construye ética y simbólicamente el orden de la representación democrática.
Reforma de la justicia: caricatura y tragedia Julio 2012
Un análisis penetrante de la trama política y jurídica detrás de la aprobación y el entierro apresurado de esta reforma constitucional. La comedia y la tragedia del régimen político. La habilidad de las elites para mantener su legitimidad haciendo trampas y trampitas. Y el clientelismo como telón de fondo.
Los hechos Para comenzar, la denominada reforma de la justicia no era reforma y mucho menos de justicia. Era apenas un ensayo de ajuste en la distribución de poderes y funciones en las cúpulas del órgano judicial y del legislativo. Más bien, una reasignación de premios. Más de un parlamentario, sorprendido por la opinión indignada, reconoció no haber leído lo que acababa de votar, prefiriendo aparecer como negligente y no como incurso en felonía. El gobierno empezó por llamar a la aprobación de la reforma y el ministro
de Justicia nos dio un parte de victoria tras la votación final, para decirnos -unas horas después- que la reforma era “catastrófica”. Y los jefes de las bancadas oficialistas salieron luego a proponer que el Congreso le pidiera perdón al país, como si ni los congresistas, ni sus jefes, ni los ciudadanos fueran personas adultas. Fue una comedia de equivocaciones, que movería a risa si por debajo no reptara la tragedia; la de una ataque mortal contra la Constitución, que consagra un sistema estricto de sanciones contra las malas prácticas de los parlamentarios. La reforma aprobada en el Congreso dejaba sin alcance y sin valor la desinvestidura, bestia negra de los legisladores y talanquera a la hora de violar el régimen de inhabilidades y cometer abusos. Para quebrar esta vértebra de la Constitución, las mayorías parlamentarias (con alguna complacencia del gobierno) esperaron hasta el último minuto para meter en el texto de conciliación dos micos fenomenales: el de desinvestir la desinvestidura, y el de provocar -por rebotes a tres bandas- la nulidad de centenares de procesos penales que cursan contra funcionarios y parlamentarios. Una verdadera auto–amnistía, el universo del ardid en la edición de los incisos, una lección magistral en los oficios que llaman la “ingeniería” y la “técnica legislativa”.
31
Destreza institucional Si la élite parlamentaria exhibió habilidad para colar los micos, el alto gobierno mostró su habilidad institucional para contrarrestar la maniobra, una vez percibió la indignación ciudadana que colmó las redes sociales y los medios de comunicación masiva en la noche del 21 de junio -ya “arreglado”, conciliado y aprobado el texto final de la reforma- la élite política se partió en dos posiciones, o en realidad se desdobló en dos actitudes contradictorias sin necesidad de escindirse en dos facciones. Lo hizo como si fueran dos mentes que habitan dentro de un mismo cuerpo. Una fractura de avances y retrocesos por parte de la misma coalición mayoritaria que acabada de aprobar una reforma de la Constitución mientras el presidente de la República, su jefe, se veía en la obligación de rechazar la decisión tomada, invocando razones fundamentales: nada más y nada menos que la inconstitucionalidad y la inconveniencia del texto aprobado. Un texto frente al cual confesó con dramatismo que “se sintió horrorizado”. De esta manera Santos trataba de atenuar los estragos que sufrirían su imagen y su popularidad, al mismo tiempo que recogía el descontento antes de resentir el golpe. Con una jugada que se pretendía maestra, se atrincheraba del lado de la opinión y de la Constitución.
32
Esa maniobra habría sido completamente exitosa, de no ser porque no pudo tapar la evidencia de que el gobierno se empeñó siempre en sacar adelante una reforma de prebendas mutuas: los micos de última hora no eran más que el acto final de un ejercicio de tentaciones previas, animado por el gobierno y por su coalición mayoritaria. Con todo, la jugada maestra del presidente, al no promulgar y al objetar la (contra) reforma, mostró a las claras la destreza de la élite, en sus esferas más refinadas, para auto-corregirse y salvar los muebles, haciendo gala de su dominio de las tecnologías de poder, las jurídicas y las políticas. Aprovechó los resquicios, o los aparentes vacíos, del ordenamiento jurídico para evitar que un tsunami de opinión la arrinconara, cuando esa misma élite quebrantó la Constitución que le sirve para reproducir su hegemonía, entendida ésta como la dirección sobre la sociedad aceptada por esta misma.
Juegos de rábulas Solo que, aún en la determinación de hundir la reforma, cuando lo ya aprobado no podía desaprobarse sin violentar la Constitución, la élite y algunos juristas preclaros reclutados para el efecto (tecnología de especialistas) dejaron ver las orejas del rabulismo que -quizá desde los tiempos de la Colonia- ha distinguido a nuestra clase dirigente civilista cuando quiera que está de por
medio su auto–legitimación, y así deba torcerle el cuello a sus propias leyes. Sin importar que estas últimas, la Constitución y la jurisprudencia ordenaran que un acto legislativo no puede tratarse por fuera de los dos períodos legislativos consecutivos y nunca en sesiones extraordinarias, el presidente Santos, con el aval de sus consuetas jurídicos —“rábulas de Palacio” los llama sin miramiento alguno el conservador uribista Fernando Londoño Hoyos— se las arregló para convocar las sesiones extras que enterraron la reforma. ¿El argumento “jurídico”? Pues que las normas prohíben reunirse en sesiones extras para discutir y aprobar las reformas constitucionales, pero no para desaprobarlas: una leguleyada de tomo y lomo, por más elegantia juris que le imprimieran los pontífices del constitucionalismo colombiano.
Atajos de una democracia clientelista Claro, la razón política nacía de la urgencia y además era encomiable: eliminar el engendro cuanto antes. Pero no por esto el procedimiento deja de ser resbaloso, si no francamente inconstitucional. Como quien dice, una sucesión de dos trampas. O, si se quiere, de una trampa y de una trampita, en el vaivén de pasos que se avanzan y se desandan en
la reforma que era una contrarreforma al espíritu de la Constitución. Trampa, la de las mayorías parlamentarias; trampita piadosa, pero trampa, la del gobierno. Un juego laberíntico de los atajos a la ley, presentados eso sí como si fueran la ley. Operación esta que tal vez enseña, como ninguna otra, el quid de las tecnologías en las que habitualmente se apoya una hegemonía, aceptada pero poco incluyente: es decir, la de una democracia clientelista de empresas electorales que dominan a unos partidos de fachada. La crudeza indecorosa con la que en esta ocasión afloraron tales tecnologías políticas, al exhibir sus facetas más deleznables, como son los micos legislativos y el rabulismo jurídico, se debió a que al amparo de las transacciones entre los tres poderes, los congresistas encontraron la ocasión tentadora para que las habituales pero disimuladas técnicas de la representación de intereses clientelistas, dieran un giro completo y de ese modo arribaran a la versión más descarada de corporativismo parlamentario y de hegemonía social, que sobreviene cuando una élite parlamentaria no legisla en general para todos, aunque esconda intereses particulares, sino que simplemente legisla para el beneficio de sus miembros. Lo cual no deja de tener un efecto simbólico devastador: la crisis misma del
33
principio interno que sostiene esa hegemonía en el orden democrático; esto es, el de unas élites, en condiciones de construir una representación política, apoyadas en el imaginario ético del interés general. Principio éste, el de la representación nacional, que al ser disuelto, ha sido sustituido por un escenario de instituciones que, coexistiendo con las facciones políticas, solo obedecen a la lógica estamental de cada interés corporativo. El reino de la prebenda en lugar del reino de la ética pública.
Para quebrar esta vértebra de la Constitución, las mayorías parlamentarias (con alguna complacencia del gobierno) esperaron hasta el último minuto para meter en el texto de conciliación dos micos fenomenales: el de desinvestir la desinvestidura, y el de provocar -por rebotes a tres bandas- la nulidad de centenares de procesos penales que cursan contra funcionarios y parlamentarios.
34
Los efectos del orangután
que las sesiones extraordinarias convocadas para echar atrás la reforma y sus micos, se disolviera en el desorden de una noche de resquemores.
Julio 2012
Con los episodios de la denominada Reforma a la Justicia, de cuyos estropicios aún no se reponen las élites políticas – la del Gobierno y la del Congreso-, estas pasaron en un santiamén de la vergüenza al bochorno y de éste al patetismo. Vergonzoso fue el hecho del mico legislativo (auténtico orangután, según algunos) con el que las mayorías parlamentarias quisieron abrir las troneras de la impunidad a los 1.500 procesados por parapolítica, corrupción o tráfico de influencias. Bochornoso lo fue el de apelar al leguleyismo constitucional para deshacer el entuerto; momento de clímax éste, en el que el Congreso (con muy contadas excepciones) parecía sellar un acuerdo con el Ejecutivo, solo para un instante después llegar a una conclusión nada feliz. No la de la pareja que se hizo promesas, se unió, se traicionó y se reconcilió; sino la del arreglo desastrado que se convierte en un final patético; el final, mientras cae el telón, de una bronca fenomenal entre los casados con la silbatina de saboteo que utilizaron los representantes a la Cámara para recibir al Ministro del Interior, quien no pudo subir al estrado de oradores, antes de
Dos o tres días después, fue el Presidente en persona quien sufrió el abucheo de algunos de los visitantes al Campus Party, una feria de tecnologías comunicacionales.
La doble escisión que ronda Una escisión política parecía consumarse. Y por partida doble. La del presidente Santos, primero, con la clase política, y luego con la opinión. Justamente, dos de las bases en las que se apoya el liderazgo y la representación del jefe de gobierno. La escisión, o si no la escisión, al menos el distanciamiento con la opinión, quedaba patentada con el resultado de las encuestas que se dieron a conocer al final de junio. La favorabilidad de Santos, de acuerdo con la firma Gallup, experimentó un descenso abrupto y sensible de 16 puntos porcentuales en los últimos dos meses hasta colocarse en el 48%, lo que a mitad de su recorrido lo coloca muy por debajo de cualquier momento de los ocho años de Gobierno de su antecesor pero también opositor y para su desgracia referente inevitable de comparación. Con la “clase política”, muy desacreditada a su turno como lo muestran sus cotas de favorabilidad – menos del
35
30% -, la fractura nacía del trámite legislativo que se le dio finalmente a la reforma constitucional sobre la justicia. Un trámite lleno de irregularidades que puso en evidencia las artes de mala ley adoptadas por las mayorías parlamentarias para legislar en beneficio propio, sin que el gobierno pudiese impedir que su figura quedase asociada a estas “tecnologías poco limpias” (una especie de anti-ecología institucional), pues el propio Ministro de Justicia había llamado a votarlas positivamente. De modo que cuando el Presidente y percatado de las consecuencias de desastre que el asunto entre manos podría acarrearles a todos, con una protesta ciudadana en marcha; tuvo que conducir sus mayorías a enterrar la contrarreforma que ellas mismas acababan de aprobar y a que lo hicieran por fuera de los términos de ley. Un estrujón doble. En menos de una semana se desdecían y lo hacían con el riesgo de situarse por fuera de la Constitución y de la ley. Duro trance hasta para el hígado del más curtido de los parlamentarios, que no debe tener hígado para nada, según se supone popularmente. Con razón, muchos de ellos explotaron y desataron su furia con gritos y pupitrazos, después de obedecer recatados las indicaciones del gobierno para echar marcha atrás. En un mismo proceso de desatinos éticos y de correctivos inconstitucionales, de avances vergonzosamente inmorales pero legales y de retrocesos convencionalmente morales pero inconsti-
36
tucionales, las mayorías parlamentarias quedaron como defraudadoras o al menos negligentes por aprobar lo antiético; y riesgosamente ilegales por proceder de un modo aparentemente inconstitucional. Y, como si fuera poco, faltas de autonomía por acatar el mensaje del gobierno en aquello que era contrario a lo que ellas mismas habían aprobado. Por poco, una humillación: sin autonomía, sin legalidad y sin moralidad. Casi nada. Como por otra parte el gobierno había acompañado no poco de la operación en que se pusieron en marcha esas tecnologías contaminantes, había ofrecido de alguna manera el margen para cargar también con parte de la responsabilidad. Razón por la cual, más de un congresista terminaba descargando externamente en aquél su propia culpabilidad interna. “¡El gobierno lo sabía todo!”, parecía ser la expresión reveladora, en esa danza de reproches mutuos que surge en medio de las complicidades delatadas. La desazón parlamentaria que aquella expresión escondía, desembocaba en un principio de desencuentro. El que se daba entre muchos congresistas, sobre todo los que más quedaron expuestos a la picota pública, y el gobierno. Un desencuentro entre dos instituciones estatales – legislativo y ejecutivo – al interior de una misma expresión política: la coalición de gobierno; algo que puede traer una alteración en el curso futuro de la agenda legislativa.
¿En entredicho la reelección de Santos? Pero que, más allá de esta circunstancia, podría modificar así mismo los términos de la carrera en pos de la presidencia en el 2014, habida cuenta de que están abiertas las posibilidades constitucionales para una reelección. Reelección que en el caso de Juan Manuel Santos, cuando parecía completamente allanada, podría ahora tropezar con escollos inesperados. Que resultarían de ver cómo se le escapa la opinión, mientras permite que se le indiscipline su coalición de partidos, empresas electorales y caciques políticos, bastión éste indispensable hasta ahora para la conquista del Gobierno. Incluso, estas dos debilidades no serían tan abrumadoras si al mismo tiempo no acechara la sombra amenazante de Uribe Vélez, su enconado opositor. Pues las cotas de favorabilidad de éste permanecen – esas sí – altas; en un 65%, a pesar de sus desafueros verbales y sus deslices demagógicos; o, quizá, gracias a ellos, en un país que cuenta con amplios segmentos de votantes, en los que cala con facilidad el simplismo exclamativo de la lucha contra el “enemigo”; imagen esta – la de la lucha – con la que aparece ligado el expresidente; y de la que él mismo quiere persistentemente disociar al Presidente Santos, como si éste no fuera consecuente con ella.
La sombra de Uribe Por esas razones, al que menos le interesaría que se presentaran deserciones o tendencias centrífugas en la coalición de mayorías parlamentarias, sería un Santos, ocupado al mismo tiempo en lidiar, de cara a la reelección, con un Uribe Vélez cabalgando sobre el desgaste de Santos, mientras agita su “rollo” de la seguridad y del “Frente contra el terrorismo”. Por ventura para Santos, el ex presidente no puede ser elegido por más que clame en favor de una Constituyente en la que sus amigos cifran las esperanzas para un regreso suyo al poder. Sin Uribe Vélez como candidato presidencial, las facciones de la mayoría parlamentaria controlarán sus propios arrebatos de indisciplina y de descontento, no pudiendo ser atraídas por un polo alternativo como el del ex presidente; por lo que Santos respirará tranquilo mientras trata de recomponer la “confianza” con sus parlamentarios. Lo que se hace a través de las concesiones habituales en estos casos. Aunque también es cierto que las bancadas verán disminuida su capacidad de chantaje en razón del descrédito que acosa el Congreso, necesitado más bien de gestos y productos que restauren un tanto la fachada. Santos y las élites parlamentarias se necesitan mutuamente a fin de garantizar
37
la gobernabilidad, útil para ambas partes; lo mismo que para abrirle camino a la reelección. Son circunstancias, en las cuales el Presidente podría desbrozar el camino para reeditar un triunfo; eso sí, sin apoteosis electoral. Lo que en cambio no es muy seguro es que muchos parlamentarios aseguren el suyo frente al desafío que representa una fuerza de derecha recalcitrante (por más que la disfrace con ecos moralistas de “puro centro”) que, encabezada por el ex presidente, se mueva en la dirección de capitalizar el desgaste del gobierno y del Congreso, arrebatándole a Santos y a su coalición, además de la derecha, parte del centro dentro del espectro electoral.
Con la “clase política”, muy desacreditada a su turno como lo muestran sus cotas de favorabilidad – menos del 30% -, la fractura nacía del trámite legislativo que se le dio finalmente a la reforma constitucional sobre la justicia. Un trámite lleno de irregularidades que puso en evidencia las artes de mala ley adoptadas por las mayorías parlamentarias para legislar en beneficio propio, sin que el gobierno pudiese impedir que su figura quedase asociada a estas “tecnologías poco limpias” (una especie de anti-ecología institucional), pues el propio Ministro de Justicia había llamado a votarlas positivamente.
38
El puro centro democrático: de invocaciones, conjuros y eunucos en el nogal Julio 2012
El nuevo partido uribista no es partido, ni es de centro, ni es puro, ni es democrático. Es un instrumento para movilizar voluntades alrededor de un candidato que acepte ser un eventual presidente eunuco.
El mesías El fervor de la pequeña muchedumbre reunida en el club El Nogal de Bogotá creó la atmósfera propicia para que Uribe por fin llamara a la acción, después de meses de hacer oposición a punta de trinos. Adicto a lo que los franceses llaman la politique politicienne (la del control mecánico de gobiernos y partidos), este hombre dominado por un workaholism de la política que no encuentra sosiego si no está combatiendo a
otro, quería formar un partido para pelear contra quien se aprovechó de su potencial electoral y después lo traicionó: una fijación mental propia de su mesiánica “neurosis de destino”, muy propia del concepto de misión que acompaña al salvador.
Extremismo y moderación al tiempo Ahora bien, no siendo ideólogo —lo que no le ha impedido “ideologizar” el conflicto interno y la política exterior— sino apenas un político pragmático, ahora pretende aparecer menos radical o menos polarizador para apelar así a un sector de opinión más amplio que el de sus epígonos purasangre. Quiere polarizar a toda la derecha contra Santos, pero sin aparecer en el extremo, pues esto lo lastraría como la versión rústica, conservadora y rural, de ese universo de inclinaciones políticas que comparte con el Presidente: una suerte de centro derecha, que ha conseguido hechizar a 9 millones de votantes, el 65 por ciento de la masa electoral de un país de suyo conservador y condescendiente con los privilegios. Un hechizo que se difunde como una onda por los distintos estratos sociales, de arriba a abajo, aunque con más presencia en las clases altas. Una onda que cabalga sobre la imagen de “orden y autoridad” —marca registrada del expresidente— y de la cual pretende
39
despojar a quien fuera su ministro de Defensa para desalojarlo del gobierno en los comicios del 2014.
entrega amparándose en la impunidad que le proporciona la adhesión ciega de sus seguidores.
Valiéndose de argumentos de autoridad en lugar de apoyarse en el curso real de los acontecimientos, no ha ahorrado esfuerzo para desenmascarar las debilidades de Santos frente a la guerrilla y el crimen. Incluso, en tono azuzador, ha promovido la idea de que Santos abandona a las Fuerzas Armadas, siendo su comandante supremo.
Por eso en cierto momento el ex presidente convocó a un “Frente contra el Terrorismo”, aunque la revista Semana —con la sonrisa de picardía de quien descubre la maniobra oculta del jugador— decía que el Frente era contra Santos. Mientras tanto María Isabel Rueda afirmaba en El Tiempo que el terrorista (político) era más bien el propio ex presidente, por sus petardos verbales para cavar una zanja entre las Fuerzas Armadas y el gobierno.
La pirueta Como Uribe no pretende exacerbar la polarización, al menos en el sentido de no dejarse ubicar en un extremo de la competencia política, aspira a entrar a la pelea, pero no desde una de las esquinas del cuadrilátero, sino como árbitro, ocupando el lugar central, incluso neutral: toda una pirueta. De piruetas están llenos no solo los espectáculos circenses sino las esquinas de los semáforos, y ahora también la política colombiana: no a imagen de la política ideal —la de Aristóteles— tampoco la del Maquiavelo de la virtud ciudadana, sino de la del otro Maquiavelo, la del poder que es funcional a sí mismo; del que da lugar a intrigas y secretos, a episodios oscuros, a la “razón de Estado” y al Estado de opinión. Incluso a las incoherencias del político profesional, a las que se
40
Con todo y eso, ahora lanza un partido que se autoproclama como el “Puro Centro Democrático”. ¡Vaya sorpresa! Terrorista político y al mismo tiempo representante del Centro: del Centro– Centro, es decir del más puro. No hay duda de que se trata de una maniobra forzada, pero con efectos reales, contra los cuales seguramente Santos tendrá que competir durante los próximos dos años. A punta de las denuncias temerarias del “terrorista político”, Uribe pretenderá desgastar al presidente Santos. En cambio, reinventándose como el Centro–Centro podrá representar la oferta de un estadista competitivo en la gestión del gobierno, con lo que pretenderá atraer a sectores amplios y moderados de las clases medias.
No es lo que dice En realidad, el Puro Centro Democrático no es centro, ni mucho menos puro, ni es derecha pura y menos todavía democrático, si esta palabra se utiliza en su sentido propio. •
No es centro porque expresa un proyecto cuyo discurso y acción giran en torno a la “lucha contra el enemigo”, cuyos ejes conductores son la seguridad y la guerra; vocero de una subcultura autoritaria más familiarizada con las pulsiones de la derecha e incluso de la extrema derecha: nada que ver con el centro, pantano virtuoso, indefinido por definición, terreno para todos los oportunismos, aunque también factor de equilibrio y de moderación, no hay que olvidarlo.
•
Ahora, en la hipótesis de que fuese el centro, es casi imposible que exista un centro puro, porque los intereses y actitudes que concurren en ese espacio de la política son por definición heterogéneos.
•
Pero si no es centro sino derecha, tampoco es una derecha pura, pues en su proyecto se mezclarán no pocas empresas electorales sin una clara cohesión ideológica. En una derecha ideológicamente decantada, solo entraría con mucha dificultad Londoño Hoyos.
•
Y si este centro, que no es centro sino derecha, y que ni siquiera es derecha pura, mereciera la credencial de democrático, lo sería sólo en el sentido del reconocimiento que hace a las reglas del juego electoral, pero no en el sentido de que se apegue a una democracia liberal; una democracia efectivamente limitada por un sistema moderno de frenos y contrapesos.
La democracia de Uribe Por su defensa obsesiva de la reelección sin término, es decir, de la personalización del poder, la democracia del ex presidente Uribe en realidad corresponde a lo que algunos analistas, como Fareed Zakaria, denominan illiberal democracies. Democracias no–liberales o escuetamente antiliberales, asociadas con los regímenes como el de Chávez o tal vez el de Correa, que en la politología norteamericana suelen llamarse “progresistas de América Latina”. Pero que con el Uribismo encontraría su encarnación en la orilla opuesta. Quizá el tipo taxonómico que más encaje con las tendencias que Uribe representa sea el de una democracia populista de derecha. Populista por su discurso sobre el Estado de Opinión, por encima del Estado de Derecho. Y de derecha, por esa subcultura suya de la “seguridad contra el enemigo”. Esta inclinación determina una de las
41
diferencias de fondo con Juan Manuel Santos, en quien Uribe ve al gobernante interesado en reconducir el sistema político hacia un juego convencional de partidos tradicionales. La difícil combinación entre populismo de opinión por una parte y, por la otra, orden y seguridad, constituye la fórmula política de Álvaro Uribe y explica su enfrentamiento con el gobierno actual, más aferrado al orden convencional de las coaliciones mayoritarias de partidos. El único que puede amarrar exitosamente populismo y conservadurismo, esto es, populismo no–liberal y seguridad, es el propio Uribe, pero desde el poder. Como ya no puede volver a ser presidente, solo conseguirá debilitar a la coalición de gobierno desde la oposición, reconfigurando el paisaje en el Centro y en la Derecha. El aliento tal vez no le alcance para reconquistar el gobierno en cuerpo ajeno, pues para todos los efectos prácticos tendría que conseguir un candidato y presidente–eunuco: sin acción propia, según el deseo manifestado por algunos voceros uribistas, lo que constituiría una humillación en toda la línea para las élites y para el sistema político, de hacerse realidad.
42
Como Uribe no pretende exacerbar la polarización, al menos en el sentido de no dejarse ubicar en un extremo de la competencia política, aspira a entrar a la pelea, pero no desde una de las esquinas del cuadrilátero, sino como árbitro, ocupando el lugar central, incluso neutral: toda una pirueta.
El MUNDO
El triunfo del socialismo en Francia: entre la cólera y la esperanza cauta Mayo de 2012
François Hollande –el candidato socialista que acaba de rubricar un triunfo histórico con el 51,7 por ciento– llegará al Elíseo en hombros de tres sentimientos, a saber: la cólera, la decepción y la esperanza.
El voto de la solidaridad reencontrada En primer término, la cólera de los desastrados por la crisis; en segundo lugar, la frustración de los desilusionados con el dinamismo virtuoso, prometido para el quinquenio que termina y que se encontraron apenas con una hiperactividad del presidente a menudo vana. Y claro, en tercer término, la expectativa optimista, aunque moderada, de quienes veían en la alternativa del ganador una morigeración para los que han visto oscurecer su futuro y para los descontentos con la crispación política, la discriminación social y el miedo frente al otro en el orden de las identidades.
El voto de castigo La rabia y la frustración, por igual, se tradujeron en un voto-castigo contra el presidente Nicolás Sarkozy. Por otra
43
parte, la actitud desplegada en términos positivos (más por alguien que contra alguien), la de los más cercanos a la opción del ganador, se expresó en un voto de adhesión programática: en una simpatía reiterada.
castigando al gobierno, sino a todo el sistema, al apoyar a la extrema derecha representada en un “Frente Nacional”, portador de contravalores que por momentos atentan contra los propios fundamentos republicanos.
El voto de castigo recogió el descontento profundo ante la degradación social que se ha manifestado en una enfermedad, cuyos síntomas han sido entre otros:
Por otra parte, una franja de ciudadanos –moderados y quizá más acomodados al perfil de las clases medias– que se ven como el “centro-centro” del espectro político, se desplazó esta vez hacia una opción que no era precisamente la de Sarkozy, por quien había votado hace cinco años, pero a quien acaba de abandonar, decepcionada al verlo superado por una crisis que enfrentó equivocadamente, llevando a la economía a un déficit fiscal record del 7,5 por ciento del PIB en el 2009, cuando el indicador para el 2007 había sido del 2,7 por ciento, y lo que es peor, con una alarmante deuda de 1,7 billones de euros.
•
el cierre de 400 fábricas durante los últimos tres años,
•
un desempleo en ascenso que ha llegado al 10 por ciento,
•
la competencia ruinosa en la agricultura,
•
una pérdida en el poder de compra, o al menos su muy débil incremento, el cual en los últimos años solo ha aumentado en un 0,6 por ciento anual, hechos desde luego los descuentos del caso dentro del ingreso bruto.
Con razón, las mediciones sobre las percepciones de los franceses no han hecho sino mostrar el pesimismo que los acosa y que se extiende como una mancha de aceite, sobre todo por la inseguridad para armonizar sus gastos con los ingresos obtenidos. Por cierto, muchos de ellos votaron con rabia en la primera vuelta, no solo
44
Una economía estancada, las finanzas públicas amenazadas por una deuda peligrosamente alta, más el deterioro social con más de 2,5 millones de desempleados, son todos factores capaces de obrar como fuerzas incontrolables, difusas y fragmentadas que pusieron contra la pared al presidente–candidato y lo derrotaron. De hecho, se convirtieron en un flujo de votos a favor de Hollande, no tanto para que este fuera presidente, sino más bien para que Sarkozy no lo fuera, a cualquier precio.
El poderoso “partido de la crisis” Las cosas suceden como si ahora en Europa, un nuevo partido, oscuro, quizá invisible, tumbara y pusiera gobiernos: el “partido de la crisis”. Desata sus energías de tsunami contra gobiernos de izquierda o de derecha; aunque para hacerlo tenga que encarnar en el cuerpo ajeno de algún partido existente, al que se trasladan la legitimidad y las ilusiones. En este caso, ha tumbado a uno de derecha y ha tenido que obrar por interpuesta persona; esto es, por Hollande y su partido de centro-izquierda, respaldado no solo por sus votantes socialistas, sino por izquierdistas radicales, por centristas y seguramente por más de un conservador, sin descartar algunos segmentos enclavados en la extrema derecha. Lo que esto prueba es que el “partidocrisis”, ha hecho correr los linderos de las identidades partidistas: gran parte del conservatismo fue conquistada por la extrema derecha, adelgazando así los terrenos de la UMP, el partido que ha tenido el poder durante los últimos quince años; y gran parte del centroderecha se movió hacia la izquierda en la segunda vuelta. La “familia” política que se vio más afectada, en consecuencia, fue la de la derecha. Dividida durante mucho tiempo en dos alas, ambas conservadoras pero republicanas, y cuyo eje más ca-
racterizado era el gaullismo (por Charles de Gaulle), vio cómo desde los 80 le surgió por uno de sus costados un partido ultranacionalista, fundado por Jean Marie Le Pen. Posteriormente, hace unos seis o siete años se desprendió por el otro costado, un movimiento de centro, orientado por François Bayrou, candidato que compitió en las elecciones de 2007, tratando de establecer su propio centro de gravedad; y que ahora repitió con la denominación de “Movimiento Democrático”. Lo que ahora vinieron a mostrar los comicios de primera vuelta fue el mantenimiento de este centrismo como opción con identidad propia (con un 9 por ciento de los electores). Pero sobre todo sorprendió una auténtica galopada del ultraderechista Frente Nacional, con avances que lo llevaron de la mano de Marine Le Pen, su nueva candidata, a tocar el impensado techo del 18 por ciento en la votación; esto significa acumular el apoyo de 6,4 millones de sufragantes, fenómeno en el que se incluyen casos casi aberrantes, como el de Alsacia, en donde la hija de Le Pen supo alzarse con la escalofriante cifra de 22 por ciento de la votación. Lo anterior significa que los casi 2,5 millones de votos del nuevo caudal, ganados por Marine Le Pen, quien corrió la cerca en los predios de la derecha convencional, constituyen una franja enorme que le arrebata a esta última,
45
no necesariamente inclinada a votar con disciplina de familia en la segunda y definitiva vuelta. Son sufragios de dispersión, no orientados en una u otra dirección, pues Madame Le Pen dio libertad a sus viejos y nuevos adeptos para que votaran por quien quisieran. Significa también que los casi 4 millones de votantes del centrista Bayrou debieron conducirse, en su mayoría, hacia el socialista Hollande, dado que su propio jefe anunció que votaría a favor de éste, gesto que lo podría catapultar a un puesto de primer orden en el nuevo gobierno. Afectadas de esa manera las fronteras internas en la derecha, la indisciplina por ambos costados, es decir, la deslealtad de los votantes con respecto a su campo natural ha movido también los linderos entre sus dos grandes “familias” políticas. En este caso, ha sido a favor de una izquierda que por mucho logró sumar un 43 por ciento en la primera vuelta, pero que ha visto cómo su candidato terminó siendo premiado con un 9 por ciento suplementario, unos 3,5 o 4 millones de votos nuevos, venidos del lado opuesto en medio del ansia de cambio y bajo el signo de la fuga: la de escapar del miedo. Era el inevitable corolario de dos factores que se integraron: a saber, la rabia contenida en buena parte del voto popular expresado en el Frente Nacional
46
de Le Pen y la decepción experimentada por el voto centrista volcado hace cinco años hacia la derecha conservadora. La identidad y la esperanza en el votante de izquierda constituían la base que podía aportar un 42 o 43 por ciento del apoyo electoral, este 6 de mayo de 2012. Una familia política que había quedado vapuleada en la elección presidencial anterior. Pero había también el flujo proveniente del centro y cierta dispersión de la extrema derecha. Todos ellos fueron los materiales que terminaron armando el triunfo político de François Hollande, un discreto alumno de François Mitterrand, quien fuera el primer presidente socialista de la Quinta República. Pero claro, gracias a la ayuda de ese partido indomable que es la crisis económica. Un partido ubicuo, fantasmal y corrosivo como el ácido nítrico, que en adelante sobrevolará como una sombra los pasos del nuevo presidente, quien tendrá que hacerse cargo de una ímproba tarea: aliviar la austeridad que reduce el gasto oficial y proteger los ingresos del ciudadano, mientras evita al mismo tiempo el déficit y la deuda que nacen de ese mismo gasto.
La suerte del sistema interamericano de derechos Junio 2012
El normalmente insípido y gelatinoso, pero esta vez eficaz, José Miguel Insulza, secretario general de la OEA, consiguió finalmente en Cochabamba, Bolivia; que se aplazara la decisión sobre un dilema, que de otro modo hubiese conducido la última Asamblea General de esta organización a colapsar el Sistema interamericano de Derechos Humanos.
te de los miembros de la OEA, que la suscriban; cosa que por cierto nunca sucedió con los Estados Unidos, una nación que estructurando su orden interno bajo los dictados del constitucionalismo liberal, no suele caracterizarse, sin embargo, por el sometimiento a la justicia liberal de carácter transnacional; como si con ello quisiera poner de presente su inspiración imperial, cuandoquiera que en los asuntos internos o externos se pongan en tensión, de un lado la fuerza; y del otro, la ley. Con todo, la Convención, la Corte y la Comisión; pensadas inicialmente como herramientas encaminadas a enfrentar los atropellos de las dictaduras, pan de cada día en el pasado; empezaron, bien que mal, a construir su camino al andar.
Fortalezas e inconsistencias
Respaldadas por un estatuto de autonomía e independencia, frente a cada Estado en particular y frente a la propia Asamblea en donde toman decisiones los Estados miembros, consiguieron autodeterminarse como instrumentos en los que se recogen las denuncias de violación a los derechos humanos, cuando aquella tiene lugar en el interior de uno de los países pertenecientes al sistema interamericano; sin que antes las instancias de jurisdicción interna hayan aprehendido el caso correspondiente para su resolución.
La Convención, soporte para la existencia de la Corte y de la Comisión, busca fundarse en el compromiso vinculan-
La última Asamblea General con sede en Cochabamba se había convertido en el escenario servido para que la crí-
Un sistema (en realidad un subsistema), cuya plataforma no es otra que la Convención, promulgada en 1969 pero puesta en marcha 10 años después. Y que cuenta entre sus instrumentos fundamentales tanto con la Corte como con la Comisión Interamericana; uno de cuyos mecanismos más visibles es la Relatoría para la libertad de expresión.
47
tica feroz y el descontento de algunos países, se tradujera en la propuesta de reforma al ya reseñado Sistema de Derechos Humanos. Que es, por cierto, el único que funciona y que está dotado del sentido ético de su misión; aún con sus defectos e incoherencias. Es el solo subsistema institucional que cobra algún sentido dentro de un sistema general, el de la OEA, que casi no funciona; y que si lo hace, normalmente no es para algo bueno. La asimetría entre una superpotencia global y el conjunto de países que como satélites han orbitado en sus circuitos hemisféricos, desvirtuó siempre cualquier sentido normativo de igualdad entre los miembros de la OEA o del TIAR, precisamente allí donde la metodología de las decisiones, aparentemente consensuadas, alcanza realmente el pie de apoyo en la fuerza y el interés nacional. Una cosa distinta sucede con el subsistema interamericano de derechos humanos, gracias al ya indicado status de autonomía del que goza, bajo el modelo de la independencia judicial, vigente en los Estados de carácter constitucional.
Populismos progresistas vs. vigilancia globalizada en Derechos Humanos Se trata del mismo status al que ahora se pretende recortar, mediante una
48
reforma orientada a anclar la actuación de la Comisión en la voluntad de los Estados, que concurren a la Asamblea General, concediéndoles a estos un margen mayor para sus derivas autoritarias. La aspiración a una reforma, en el sentido conservador de talanqueras a la justicia y a la vigilancia, globalmente regionalizadas, no proviene ya de las viejas dictaduras militares, sino paradójicamente de las nuevas democracias latinoamericanas. Exactamente, de algunas de ellas; particularmente el Ecuador de Correa, la Venezuela de Chávez y la Bolivia de Evo Morales. Es decir, las nuevas democracias populistas. Cuyos proyectos ponen el acento en el nacionalismo económico, las reformas sociales y la incorporación activa del pueblo en la política; pero bajo una convivencia incómoda, por no decir tortuosa, con la Oposición o con los Medio de Comunicación. A los cuales afectan no propiamente del modo más constitucional y equitativo; aun si ellos representan intereses del pasado que se sienten desplazados por los nuevos fenómenos políticos; a la vez progresistas y semiautoritarios. Así, el destino de un subsistema de Derechos Humanos en el Hemisferio Occidental; necesitado como está de mayor poder, coherencia e independencia; se ve atenazado entre las exigencias globalizadas de justicia, algo que posiblemente afecta el interés estrecho de cada Estado; y las corrientes políticas
del progresismo populista, las cuales probablemente afecten al estado de derecho. La solución al dilema, genuinamente progresista, no puede partir sino del reconocimiento explícito al status de autonomía e independencia, propio del sistema consagrado en la Convención. Es lo que garantiza un principio de vigencia renovada en el campo del estado de derecho; marco indispensable para la transformación social y para la ampliación en la participación democrática. Obrar en otra dirección es condenar a ese subsistema interamericano de derechos humanos a languidecer de anemia o a redondamente colapsar. Los seis meses que consiguió Insulza, son ahora el plazo para conocer su suerte final.
La Convención, soporte para la existencia de la Corte y de la Comisión, busca fundarse en el compromiso vinculante de los miembros de la OEA, que la suscriban; cosa que por cierto nunca sucedió con los Estados Unidos, una nación que estructurando su orden interno bajo los dictados del constitucionalismo liberal, no suele caracterizarse, sin embargo, por el sometimiento a la justicia liberal de carácter transnacional; como si con ello quisiera poner de presente su inspiración imperial, cuandoquiera que en los asuntos internos o externos se pongan en tensión, de un lado la fuerza; y del otro, la ley.
49
e
t
rt
e
p a d n u g
n
e
p
d
g
s
S
a
a
r
a
u
e
AGOSTO – DICIEMBRE
2012 50
NEGOCIACIÓN Y PROCESO DE PAZ
La Habana connection o el alcance incierto de una negociación con las Farc Agosto 2012
Corre un rumor –cuchicheo de voces en el que danzan por igual la ansiedad frente al secreto y la esperanza de que algo está por suceder-; que si no es cierto, de tanto circular, se convierte en la realidad que condiciona el comportamiento de los actores y su discurso; las reacciones de los terceros y sus reflexiones. Es el rumor de los contactos en curso, entre el Gobierno y las FARC; una especie de Habana Connection
para el encuentro discreto entre silenciosos emisarios de los dos bandos en guerra. Que estarían explorando alguna zona común para un acercamiento con vistas a una negociación futura. Una zona común que de conformidad con los mentados rumores estaría dada, al menos desde el punto de vista de los alzados en armas, por el “Acuerdo de San Francisco de la Sombra”, sellado entre el gobierno y las FARC en el año 2001; por allá en Los Pozos, Caquetá; por los lados de El Caguán, un lugar de reunión en el que ambas partes reconocieron explícitamente la necesidad de una solución negociada al conflicto armado.
La cooperación entre enemigos y sus estrategias Los acercamientos entre enemigos, por más fugaces que lo parezcan, entrañan la posibilidad de una fase preliminar para el proceso de “colaboración” entre unos contendientes que, por otra
51
parte, viven encerrados en la lógica de la destrucción mutua. Todo conflicto armado envuelve el germen de su lógica contraria, la de la cooperación; del mismo modo como la guerra lleva aparejada la posibilidad del estado que la sustituye, el de la paz; así esta última se deje diluir durante mucho tiempo por las nieblas de la incertidumbre. Por cargar sobre sus hombros con la condición de ser enemigos, las partes de un conflicto se dejan arrastrar por la prolongación indefinida de su lucha a muerte. Ahora bien, por no poder terminar la guerra en esos términos; es decir, por verse en la imposibilidad cada una de ellas de liquidar a la otra, surge siempre la posibilidad de un margen para el arreglo pacífico, como una alternativa para terminar la guerra sin terminar con el otro. Y mientras haya un margen, existirán las posibilidades para que nazca la tentación de una solución política. El problema consiste en que dicha tentación ha de ser mutua para que abra espacios de cooperación. Si es por el contrario unilateral; si una sola de las partes da demostraciones de querer el arreglo, puede provocar el efecto contrario: el de la prolongación del conflicto en razón de la percepción de la contraparte, que verá en todo ello muestras de debilidad en el enemigo. Además de mutua, la tentación deberá estar asociada con un horizonte de ga-
52
nancias para las dos partes y no apenas para una de ellas. Unas ganancias tales que compensen el costo de abandonar las armas, de dejar la guerra. Y que además sean percibidas como si tuvieran un valor potencialmente comparable al de las ganancias de su enemigo; aunque las concesiones pertenezcan a un orden distinto de cosas. Por ejemplo, un bando puede renunciar a sus pretensiones en el mundo de las reivindicaciones económicas y sociales, si percibe que obtendrá ganancias en el mundo de la representación política. En todo caso, este horizonte de ganancias mutuas debe estar presente desde el comienzo en cualquier eventual negociación. Como lo anotaba, tal vez Elster, en alguna de sus obras, todo actor social mientras goce de una razonable racionalidad va a actuar frente a los demás, obrando como el jugador de ajedrez; es decir, calculando sus futuras jugadas y las de su contrincante; y en ese cuadro quedarán integradas las posibles concesiones que se hagan los enemigos entre sí, antes de firmar la paz.
Entre la cooperación y las concesiones de fondo De las limitaciones que cada uno de ellos exhiba para hacer concesiones finales, depende el alcance de los procesos de cooperación mutua que se abran durante los acercamientos y las probables negociaciones. De si, por
ejemplo, el Establecimiento está en condiciones de hacer concesiones en materia de transformación agraria; o de si las FARC lo están para el abandono serio de prácticas delincuenciales como el secuestro. En otras palabras, un proceso de acercamiento debe contar como base con una ilación de consistencia entre los primeros pasos y las propias expectativas en materia de concesiones de fondo. Cada una de las partes debe tener claro, desde el inicio, cuáles son los límites de su capacidad para ceder a las aspiraciones del otro. Se trata pues de un asunto de estrategias de congruencia entre los pasos dados y las expectativas guardadas. Dicho de otro modo: hacen falta estrategias mutuas de cooperación pero, además, estrategias de congruencia en las expectativas levantadas por cada uno de los contendientes. Quizá la falla esencial en los procesos anteriores de acercamientos entre el Estado y las FARC –desde La Uribe en los años 80 hasta El Caguán, tiempo después, pasando por Tlaxcala y Caracas, no fue otra que la brecha manifiesta entre las estrategias de cooperación y las estrategias de congruencia respecto de las expectativas creadas en materia de concesiones de fondo. Digámoslo así: entre las treguas, las zonas de distensión y las conversaciones (estrategias de
cooperación); y las posibilidades de transformación agraria o redistribución del poder, o también abandono radical de las armas y del narcotráfico (estrategias de concesiones de fondo). El divorcio entre las estrategias de cooperación y las estrategias de congruencia con las expectativas de cada uno de los contendientes, condujo siempre al fracaso estruendoso de las negociaciones de paz y a su desprestigio. Dio lugar, por otra parte, al recrudecimiento de los odios y de la guerra. El retorno probable a un ciclo de acercamientos; es decir, de cooperación, después de una década consagrada al ciclo de la solución militar, tendrá que contar con ajustes de consistencia entre dichos contactos y el nivel de las concesiones que están dispuestos a admitir las dos partes del conflicto. Iniciar procesos de acercamiento con estrategias de cooperación, sin enderezar mutuamente el alcance de las concesiones previsibles, conduce las cosas otra vez al naufragio de cualquier negociación. Las posibilidades de esta última quedarán ahogadas en medio de los juegos de guerra y de sangre, a los que normalmente se entregan los protagonistas del conflicto, empujados por el deseo de conquistar más fuerza sobre el terreno o por la lógica de escalada, tan propia de toda guerra.
53
El regreso a la frágil negociación Septiembre 2012
Ahora que el propio Juan Manuel Santos ha confirmado la veracidad de los rumores que circulaban en torno a contactos directos entre el gobierno y las FARC; que incluso se ha surtido la información según la cual ya está concertada la iniciación de conversaciones formales en Oslo, Noruega, vale la pena preguntarse por qué ahora darían resultados unas negociaciones que en los últimos 30 años (sí: 30 años!) no han hecho más que conducir a desapacibles fracasos para todo el mundo, pero principalmente para la élites en el poder y para el Estado Mayor del grupo armado ilegal.
Las razones del pesimismo En realidad, no hay una razón poderosa que permita pensar en un cambio sustantivo en la voluntad estratégica de una de las partes, o de las dos, para superar el desencuentro estructural que les ha impedido avanzar hacia un acuerdo de paz. Se trata de un inconveniente insoslayable que, claro, mueve a las Casandras
54
de oficio a repetir el pronóstico sombrío de que cualquiera cosa que no sea el combate militar, llevará al desastre de más guerras o – peor – a entregarle la soberanía al terrorismo o a sus aliados vecinos; aunque por otra parte el combate militar – no abandonado en momento alguno- tampoco haya traído la solución del problema. Es más: el propio Presidente, empeñado en el nuevo propósito, y quien debiera disponer de un fino radar para palpar las pulsiones y las reacciones de los actores en juego; una antena para detectar los más leves signos que revelaran alguna reorientación auspiciosa en la dirección de la paz; pareciera confiarlo todo, no al control de la situación y sus alternativas de escogencia, sino al albur de un golpe de suerte: -¡Y si nos sonara la flauta…?! Ha exclamado con esa mezcla de interrogante y exclamación de quien, risueño, espera una alianza secreta con los hados del destino, ya que no es dueño de un proceso social, que por lo demás se le escapó a quienes han intervenido en él; pues desataron la guerra para hacer una política nueva, y en lugar de conquistarla, se extraviaron en los meandros del conflicto sin término. Motivos no le faltarán al Presidente para concederle un buen margen a la suerte, amiga de la incertidumbre, pues los hechos no dan pie, en principio, para las certidumbres de una modificación en la conducta de los actores, base para
una negociación seria: ni las élites se han mostrado dispuestas a ejecutar las transformaciones profundas que necesita el mundo rural, ni la guerrilla tiene decidida la deposición de las armas. No que se sepa, al menos; lo cual hace de una negociación una aventura sin puerto de llegada.
Las razones del optimismo Y, sin embargo…. Y sin embargo, la apertura de conversaciones entre el gobierno y la guerrilla no deja de ser un hecho político de dimensiones, capaz por sí mismo de abrir las condiciones que, afianzadas paso a paso, puedan conspirar en favor de la buena suerte; es decir, de la paz. Toda negociación, por frágil que parezca, puede abrir caminos insospechados de confianza entre las partes, si estas se avienen a enlazarse en una espiral de gestos recíprocos de cooperación. Es lo contrario de la guerra pura que por sí misma arrastra con hechos progresivos de degradación. Por su naturaleza, la negociación genera un espacio de interacción, no reducible a una “suma cero”; es decir, a un simple “pierde/gana”. Por el contrario el “gana/ gana”, es siempre una posibilidad, si se da paso al intercambio de intereses, y se aplaza la confrontación ideológica. Es verdad que a nadie le asiste una razón poderosa para alimentar el optimismo, pero hay en cambio razones varias y pequeñas que podrían enderezar
una orientación convergente entre los actores principales. En primer término, ahora es más claro para todos que las FARC llegaron a un punto de práctica imposibilidad, no ya únicamente de tomarse el poder sino ni siquiera de consolidar el avance estratégico que hace 12 años tenían en su horizonte inmediato. Antes, tal apreciación podía ser consistente para muchos, incluidos algunos responsables del Estado, pero no para los jefes guerrilleros. Hoy podría ser, por el contrario, una percepción compartida por estos últimos, lo que ya es importante para la eventualidad de una solución política. Por otra parte, después de un esfuerzo descomunal del Estado, con la Seguridad Democrática y El Plan Colombia, las FARC no quedaron al borde de la extinción, tampoco acéfalas; por lo que podría haberse modificado la percepción en las élites, en el sentido de no ilusionarse ya con la proximidad de una rendición. En otras palabras: simétricamente hablando, no llegó nunca el “fin del fin” de la guerrilla; pero también ésta última dejo de tener avances estratégicos. Fue debilitada pero no derrotada. Si tanto en las élites gobernantes como en el grupo armado se presenta una auto-percepción acerca de sus respectivas limitaciones para la guerra, habrá siempre la posibilidad de que surjan
55
ofertas positivas de transacción; todo ello en función de un beneficio equivalente y mutuo. En segundo término, ha sobrevenido una postura inédita en las élites que podría modificar las rigideces del pasado en lo que atañe a los temas de orden programático. El gobierno ha impulsado la aprobación de una ley de víctimas y tierras, algo que concierne a un punto muy cercano a una vieja reivindicación por parte de las FARC; esa misma reivindicación, convertida en el lamento por haber perdido la parcela, los cerdos de corral y las gallinas, ese pequeño universo de la vida agraria y familiar, que les fue arrebatado en alguna de las tantas violencias a los campesinos-guerrilleros; y que Manuel Marulanda, el curtido Tirofijo, reclamara con evocación bucólica pero al mismo tiempo feroz en El Caguán. Nuevas percepciones sobre sus avances y limitaciones en el orden estratégico, probablemente compartidas por el grupo armado ilegal y por el gobierno, al igual que la aparente disponibilidad para concesiones programáticas, son factores que podrían contribuir a que le “sonara la flauta” al Presidente y, de paso, a las FARC; pues no hay negociación exitosa si a las partes no les suena la flauta en proporción comparable; es decir, si no sienten que extraen un beneficio sensible, a cambio de lo que conceden.
56
Ahora que el propio Juan Manuel Santos ha confirmado la veracidad de los rumores que circulaban en torno a contactos directos entre el gobierno y las FARC; que incluso se ha surtido la información según la cual ya está concertada la iniciación de conversaciones formales en Oslo, Noruega, vale la pena preguntarse por qué ahora darían resultados unas negociaciones que en los últimos 30 años (sí: 30 años!) no han hecho más que conducir a desapacibles fracasos para todo el mundo, pero principalmente para la élites en el poder y para el Estado Mayor del grupo armado ilegal.
El camino de la paz: voluntad y correlación de fuerzas en las negociaciones de paz Septiembre 2012
Un análisis agudo y breve del Acuerdo, los discursos y el balance militar sugiere que ambas partes concluyeron que la guerra ha llegado a su fase de rendimientos decrecientes y que la vía negociada les conviene.
Sin querer queriendo ¡Prometimos vencer y eso haremos! martilló Timochenko, el jefe de las FARC. Anunciaba con sus aires de guerrillero envejecido y montaraz la negociación con el gobierno, la cuarta en los últimos 30 años; negociación con la que siempre se pretendió poner fin, sin efectivamente quererlo, a una guerra de 48 años. Los ecos de esta proclama recogían un inocultable matiz bélico. Arengar sentenciosamente con la idea de victoria, vestido de camuflado y desde el monte, no podría aportar sino escepticismo con respecto a la voluntad de paz por parte de un grupo
guerrillero que siempre planteó, mientras crecía, la necesidad de conversar con el Estado, aunque nunca pensara en abandonar la lucha armada.
El escenario reconfigurado de la lucha: las negociaciones Otra expresión pronunciada por el híspido subversivo de barba encanecida hablaba de su voluntad para no pararse de la mesa hasta izar las banderas que había defendido. Se trataba de un compromiso –casi otra promesa- por el que se acepta un nuevo marco para esa lucha; precisamente el de la negociación; un escenario en el que obviamente no hay por qué renunciar a las metas que inspiraron una rebelión violenta, pero en el que, ojo, la ley que se impone es la de la transacción, la de las concesiones mutuas; por lo que allí la victoria tendrá que ser compartida con los enemigos de la víspera. Por su parte, el presidente Santos ha anunciado que la etapa que se inicia en Oslo, la de la discusión sobre la agenda, será un ejercicio relativamente breve y sin interrupciones. Lo cual equivale más o menos a lo mismo; a que las partes se amarren a las sillas, sin correr tras los cantos de sirena de la guerra, hasta no terminar con la firma de los acuerdos que las dejen satisfechas. Ya se sabe que el compromiso mutuo en una negociación para no pararse de la mesa pertenece a una metodología, cuya base es la confianza puesta en el hecho de que el conflicto en cuestión
57
ofrece salidas, por más cerrados que sean los impases; y que en todo caso resultan menos onerosas que la prolongación de la guerra. La adopción de ese procedimiento estaría indicando la existencia de una voluntad avanzada en la dirección de la paz, construida probablemente en la etapa de los contactos exploratorios, la cual estaría ratificada por el hecho de que el acuerdo que clausuró tal etapa ha incluido el cierre del enfrentamiento armado, como propósito central de los encuentros.
El fantasma del fracaso Las reservas frente a tal compromiso, sus condicionamientos, no estuvieron sin embargo del todo ausentes en los pronunciamientos. Tanto de parte del Presidente Santos como de Timochenko, el comandante guerrillero. Este último no dijo: nos comprometemos a hacerlo; dijo apenas al modo de un deseo condicionado: “pensamos en no levantarnos de la mesa”. Mientras tanto el jefe de gobierno advirtió que si no había progreso en las conversaciones, éstas simplemente se darían por terminadas, sin muchas dilaciones.
el grupo ilegal saben construir con rapidez un intercambio de concesiones recíprocas, de modo que le puedan abrir el espacio a una “escalada al revés”; es decir, a una lógica de ascenso en la cooperación mutua; que es más o menos, simétricamente hablando, lo contrario de la escalada efectiva en el terreno de las balas; escalada esta última que de esa forma y en esa medida tendría que empezar a disminuir.
Auto-percepciones de poder y la negociación Dependerá eso sí de la decisión de Santos y de Timochenko; terreno este último el de la voluntad política que casi siempre cuenta con un margen de libertad para fortalecer el ánimo de confianza y la lógica de cooperación. Aunque en última instancia se tratará de situaciones sujetas a dos factores de la guerra, y no a simples invocaciones de orden moral o ideológico del tipo “yo soy el bueno y el otro es el malo” o “yo defiendo la verdad y el otro no”; que solo sirven por lo pronto para las pretensiones de legitimación de cada actor social. Uno de tales factores es de orden objetivo; el otro es de carácter subjetivo. •
En consecuencia, el margen para el fracaso –para la reversión de los encuentros- es una verdad instalada en la conciencia de las partes que se van a encontrar para negociar. Es un fantasma que danza en su horizonte inmediato. Se exorcizará solo si el gobierno y
58
El factor objetivo está constituido por la correlación de fuerzas, que vincula y distancia al mismo tiempo a las partes; es decir, su equilibrio de poder, en el sentido de que este último le impida a cada una de ellas alzarse con la victoria total por medio de las armas.
El segundo factor es de orden subjetivo y corresponde a la manera y al grado como cada una de las partes aprecie esa misma correlación de fuerzas. Es fundamental la valoración que cada actor haga de su propia fuerza y de la del enemigo. Un grupo combatiente, por ejemplo, puede disponer de poca fuerza, objetivamente hablando, y sin embargo, percibirse a sí mismo con posibilidades de crecer más de lo que efectivamente puede.
el de la guerrilla, por el otro. Un doble desgaste que se tradujo no en que cada uno de los actores de la guerra haya perdido en términos absolutos capacidad de propinar golpes al otro; sino en lo que podría denominarse un estado de productividad bélica decreciente. Se continúan dando golpes, mediante una enorme inversión humana y material, pero sin romper un punto de equilibrio clave, sin sobrepasar un umbral; ese a partir del cual se acelera la derrota militar del enemigo.
En el pasado el conflicto siempre se desenvolvió en medio de un desequilibrio estructural de poderes en favor del Estado, pero la guerrilla simultáneamente percibía un horizonte de crecimiento para su fuerza; lo que la conducía a arriesgar costos políticos y sociales, a cambio de beneficios económicos y militares. Unos beneficios que la llevaban a presentir la posibilidad de transformar sus avances tácticos y territoriales en nuevas ventajas estratégicas, como la consolidación de lo que Mao Tse Tung llamara en China una guerra de posiciones y una guerra de movimientos.
Desde el punto de vista del Estado, éste no puede traducir su ventaja estratégica evidente en el efecto de desbandada en las FARC. Desde el punto de vista de estas últimas, no hay ya la posibilidad de convertir su recuperación en el orden táctico en una nueva capacidad de iniciativa en el orden estratégico.
•
Hoy ha quedado borrada la posibilidad de alcanzar esas ventajas estratégicas, aunque a la vez las FARC hayan mostrado capacidad de recuperación en materia de reclutamiento y en el poder de hostigamiento bajo la táctica de guerra de guerrillas. En esas condiciones, lo que sobrevino fue un doble desgaste en el conflicto armado. El del Estado, por un lado; y
Si hay una conciencia compartida sobre esta doble productividad decreciente (y el tono de los encuentros exploratorios pareciera indicarlo así) podría operarse en la mesa de negociaciones un intercambio de concesiones en el que una política amplia e incluyente en materia de tierras, más las garantías plenas para el nacimiento de un nuevo partido político, fueran conquistas que pudiesen canjearse por una dejación de las armas de parte de la guerrilla… Aunque, claro está, siempre queda el margen para que cada una de los protagonistas de la guerra piense que puede seguir creciendo en el terreno militar o que al menos puede seguir existiendo ad-aeternum.
59
Negociación entre fuegos cruzados Septiembre 2012
Toda negociación es un enfrentamiento, sólo que sin la presencia de la fuerza; aunque paradójicamente esta última se mantenga a la distancia como si fuera la sombra que proyectan los contendientes. La negociación es precisamente la operación que prescinde de la violencia activa para arreglar un diferendo. Y, sin embargo, no hay otro ejercicio pacifico en el que intervenga de un modo más permanente y decisivo esa misma violencia, pero bajo una forma potencial, no factual. Es ella la que finalmente pone los límites a los alcances del negocio. Este, el hecho de discutir y transar, es el escenario privilegiado para que se pongan en juego la potencia del razonamiento, la convicción en el discurso y la credibilidad de la reivindicación. Aunque naturalmente cada una de las partes, que se sientan en la mesa, sepa, sin necesariamente proclamarlo a los cuatro vientos, que su mejor argumento es la violencia retenida, en la que encuentra respaldo; y que más bien pende como una amenaza que no alcanza a desatarse.
60
La difícil coexistencia entre guerra y negociación Existe sin embargo una situación particular; aquella que consiste en que la violencia, lejos de ser una amenaza latente, se ha desencadenado entre las partes; por lo que la posterior negociación no es otra cosa que la tentativa para sustituir la confrontación violenta por un escenario de intercambios pacíficos desde posiciones contradictorias. Es modificar el campo de la disputa en torno de intereses opuestos; el de las balas por el de las palabras; algo que podría suponer la suspensión del primero para que su ruido salvaje no ensordezca el campo de las segundas. O, dicho de otro modo, para que la acción violenta, desencadenada simultáneamente, no interrumpa desalentadoramente la acción comunicativa que se ensaya en la mesa de negociación. Solo que ésta última es un ejercicio social que también deja el margen, si las partes así lo quieren, para que los dos campos –el de las balas y el de las palabras- en vez de reemplazarse se combinen; en vez de excluirse se desplieguen paralelamente, con todas las interferencias del caso; las “viciosas” del conflicto absoluto o las “virtuosas” de la cooperación. Así, mientras los negociadores se consagran finamente a la diplomacia, los combatientes se destazan a placer o se ametrallan en medio del bombardeo o
la emboscada. Que es la modalidad escogida por el gobierno de Santos y por el secretariado de las FARC para discutir las posibilidades de un “acuerdo para la terminación del conflicto armado en Colombia”. Una modalidad de alto riesgo, sin duda. Nacida de la desconfianza, ella encierra –mezcla explosiva- dos problemas: la tentación y el peligro. La tentación de ejercer presión en la mesa de negociaciones, con la violencia en el frente de batalla; y el peligro de sus efectos perversos; esto es: el retiro de la mesa por parte de quien en esa forma quisiera responder con una presión aun mayor y definitiva: la de la ruptura.
Condiciones estratégicas y negociación sin tregua El ensayo de negociar en medio del fuego emana sin duda de las condiciones ofensivas, tanto estratégicas como políticas que refuerzan la posición del Gobierno; no así de aquellas que acompañan a las FARC, perfiladas estas últimas más bien bajo una posición defensiva. Arrastrado por los impulsos de su propia ofensiva estratégica; el Estado en cabeza del gobierno, encuentra más ajustada a la dinámica de su enorme y aceitado dispositivo militar, la prosecución del fuego. Es casi una cuestión que obedece al peso inercial de una ofensiva militar; que por otra parte trae aparejados éxitos ciertos y la prepara-
ción del ánimo, entre soldados y generales, para el combate contra el “enemigo terrorista”; expresión ésta que ya de suyo sufre un primer debilitamiento con la sola creación de un escenario para negociaciones en el que actúan interlocutores políticos. Hay que recordarlo: por encima de las decisiones del poder, en situaciones como esta, sobrevuela siempre el riesgo de que el gobierno termine por enajenarse el apoyo de sectores volátiles que pueden desprenderse de la coalición gobernante, si aquél llegare a sobrepasar ciertos umbrales en las concesiones hechas al grupo armado; sobre todo si existe al mismo tiempo un grupo con discurso altisonante, como el uribismo, que presiona contra una paz negociada. Son estos los costos políticos con los que podría cargar el gobierno, traducibles en la pérdida de apoyos en la opinión y en los partidos; e incluso en las mismas Fuerzas Armadas. De ahí el tono perentorio del presidente al anunciar la negociación: “….no habrá cese de hostilidades” “…. No cederemos un milímetro del territorio nacional”. Como si se tratara de un inamovible. A las FARC, por el contrario, el repliegue estratégico a que han estado sometidas (pese a una cierta recuperación táctica) y su desconexión con la opinión, las llevarían en principio a preferir el cese al fuego en medio de las
61
negociaciones; aunque ellas mismas no estén muy seguras de que lo cumplirían cabalmente. Por lo demás, las treguas o los ceses al fuego y las conversaciones con su enemigo, el Estado, hacen parte de sus tradiciones políticas y militares.
La eventualidad de una tregua unilateral En cierto modo, esta continuación del choque armado, mientras se negocia, representa una desventaja estratégica para las FARC, incapaz por el momento de conseguir un paréntesis en la ofensiva militar del Estado; pues su relación de fuerzas frente a él no da para estos alcances. Así, tropieza con el hecho que el Estado queda en condiciones de presionarlas (o eso es lo que intentará) mientras no tenga la seguridad de que ese grupo estará ya en disposición de negociar la esperada terminación del conflicto armado. Esta debilidad estratégica en la mesa de negociación comporta el peligro y la tentación de caer en acciones descontroladas para equilibrar la presión en su contra, tales como el terrorismo o los hechos temerarios. O bien, por otro lado, puede dar paso a una táctica que busque convertir la debilidad en fortaleza, profundizando aun más dicha debilidad; es decir, llevándola a un extremo en el que se propicie una modificación en los términos bajo los que se adelanta la negociación.
62
Esa modalidad de atrincherarse en la propia debilidad, adquiriendo paradójicamente una fortaleza en los trámites de la negociación, estaría constituida en cierto momento por una eventual “tregua unilateral” por parte de las FARC…. Así se tratare sólo de una tregua temporal y restringida a las operaciones ofensivas. De ese modo, la iniciativa militar del Estado podría encontrar su cara opuesta en una iniciativa política de su enemigo, la guerrilla, pero en la mesa de discusiones…. Bueno: es lo que, cabria esperar de una táctica de esa naturaleza en la negociación.
Negociaciones: ¿justicia transicional o rendición?
en los años 90 de la Corte Penal Internacional, ha terminado por ser útil no ya únicamente para la transición que precede a la democracia, sino también para un postconflicto interno. Esto es: para que la terminación del conflicto violento sea sellada bajo la inspiración de la no-repetición de todo lo que de execrable tuvo la conflagración bélica.
Octubre 2012
Lo que el Gobierno entiende como un referente positivo para la negociación; en otras palabras, el factor que le allana las condiciones a la paz; para la guerrilla resultó ser el esperpento con el que la quieren someter. Y eso que uno y otra están en vísperas de sentarse a la mesa de conversaciones; y aún más, que el punto en cuestión es uno de los temas medulares de la Agenda.
¿Marco jurídico necesario o “adefesio” político? El marco jurídico para la paz, conjunto de disposiciones constitucionales que contienen el sistema de justicia transicional, acaba de recibir una manifestación de rechazo; la más desapacible que quepa imaginar, de parte de las FARC. Este tipo de justicia, instrumento político y jurídico para la reconciliación y que ha conseguido un desarrollo en su aplicación internacional sobre todo a partir de hitos como los juicios de Nuremberg y el Tratado de Roma creador
Todo conflicto violento – toda guerra interna – envuelve, en la vorágine que desata, crímenes de guerra y delitos de lesa humanidad; hechos todos ellos imperdonables; y sin embargo, susceptibles de resolver mediante una mezcla virtuosa, de enjuiciamientos penales, de perdón y condena, para los inculpados. Con más perdón que condena para estos últimos, o a la inversa, según el grado de proximidad de los hechos delictuosos con respecto a las razones políticas o culturales invocadas por los actores; y así mismo, según la correlación de fuerzas que circule por entre los pliegues del acuerdo. Es la política bullendo bajo las normas jurídicas; presionando su diseño, su aplicación; bajo los dictados de una de sus dos ratio centrales, en este caso la de la paz. Precisamente en esa dirección quiso apuntar el gobierno de Santos al impulsar y hacer aprobar una Reforma de Justicia Transicional. Con buen sentido de la previsión, sin duda. Así, tendría el arsenal de reglas dispuesto para una negociación en cuyo desencadenamiento confiaba; mientras tanto dispondría por otra parte de una herra-
63
mienta para neutralizar cualquiera intervención limitativa que intentaran los tribunales internacionales. Pues bien: es contra ese marco jurídico aprobado por el Congreso, contra el que se han pronunciado las FARC en su declaración de septiembre, suscrita también por el ELN: “No es (…) dando ultimátum a la insurgencia a partir de la idea vana de que la paz sería el producto de una quimérica victoria militar del régimen, que lleve de rodillas a la insurgencia, rendida y desmovilizada, ante ese adefesio llamado marco jurídico para la paz”. Palabras más, palabras menos, el “adefesio” de la justicia transicional tal como quedó en la Constitución no es otra cosa, para las dos guerrillas, que la formalización de esa rendición a la que querría someterlas el Estado; razón suficiente para no admitirla de ningún modo.
¿Callejón sin salida o salidas pragmáticas? Vistas así las cosas, el tratamiento de este tema – el de la justicia y los delitos – crucial hoy en la resolución de los conflictos violentos, conduciría, a un callejón sin salida. Lo cual contribuye muy poco al optimismo y a despejar efectivamente los horizontes de una solución negociada. Incluso, no se entiende cómo las partes sacaron adelante la fase de los contac-
64
tos exploratorios en los que definieron la agenda, cuando simultáneamente el Gobierno y el Congreso sacaban adelante esa misma justicia transicional que para las FARC significaba una inaceptable rendición. Si a los ojos del grupo armado, se trataba de una cuestión que afectaba esencialmente la razón de su lucha, ¿qué ocurrió en su momento para que no se reversaran los contactos, para que nadie se levantara irreversiblemente de la mesa? ¿No se atacaron las partes al fondo del problema y simplemente lo aplazaron, consignándolo formalmente en la agenda, pero con la sombra de una contradicción irreconciliable? O en el fondo: ¿creen ambas que en la fase decisoria por venir se logre modificar el escenario y crear un marco digamos refundacional, para una nueva normatividad aceptable completamente por los grupos subversivos y otorgable libremente por las élites en el poder? La pregunta obligada respecto a esta hipótesis de trabajo, es la siguiente: ¿tienen para ello fuerza suficiente las FARC y disposición adecuada las élites? Ni la fuerza de las unas ni la disposición de las otras parecieran materializar la sinergia y los alcances lo suficientemente avanzados como para provocar por ahora cambios radicales en el marco político y constitucional del país. Por tanto, lo más previsible en las negociaciones que se abren es el atascamiento en el sensible punto de los delitos, pues no es evidente que las amnistías
incondicionales del pasado tengan ahora fácil cabida. Ahora bien, el hecho casi inaprehensible de que la fase exploratoria haya prosperado a pesar de que estuviera viva una contradicción tan decisiva, como la de aceptar o no alguna forma de justicia transicional, podría indicar en otro sentido que las partes tendrían la conciencia de que aun, tratándose de un amenazante diferendo; justamente por serlo, deberían sortearlo en la negociación a fin de evitar el costo mayor que va implicado en la continuación de la guerra; si es que los protagonistas del conflicto ya han llegado a la convicción básica de que dicho costo debe ser conjurado; y puede serlo; lo que obviamente está por verse.
Con todo, habrá un campo de negociación insoslayable. Un acuerdo que impida o limite severamente la transformación del grupo armado en movimiento político; que enrede irreparablemente las posibilidades de que Timochenko y los otros “comandantes” se conviertan en dirigentes políticos, no es tampoco realista, tal como dice el presidente Santos de algunas exigencias de la guerrilla. Y ni siquiera recomendable en la perspectiva de una democracia vigorosamente pluralista.
En tal caso, la discusión de la Agenda constituye eventualmente la oportunidad para que el rechazo a la justicia transicional, en los términos de un certificado de rendición, se mantenga apenas como una retórica del actor que no claudica, mientras pragmáticamente se aviene a un positivo arreglo que rubrique un acuerdo con honor. Los espacios por los que circularía un tal acuerdo podrían encontrarse en la propia justicia transicional del marco jurídico, a pesar de sus manifiestas limitaciones. Son los espacios de la selectividad y la priorización de los delitos; así mismo, son los que abre el régimen de alternatividad y suspensión de penas.
65
¿Negociaciones de paz; discurso de guerra? Octubre 2012
Debió encajarlo como un golpe bajo el pobre Humberto De la Calle; en los límites mismos de lo permitido por el reglamento. Un sabor a metal herrumbroso tuvo que haberle refluido a la garganta. El vocero del Gobierno había trazado con diplomacia y moderación las pautas con las que ambas partes debían proceder para que la negociación fuese “digna, seria y eficaz”; por cierto, sin reclamos ni estigmatizaciones, precisamente por lo ineficaz de tal proceder. No era posible entonces que Iván Márquez, el representante de la contraparte, se propusiera hacer todo lo contrario; a saber: desarticular cualquier conjunto de pautas aconsejables y sensatas, útiles normalmente para la aproximación en una mesa de conversaciones entre los que se juegan la vida como enemigos; ¡ah…! y que al mismo tiempo quisiera modificar el contenido de la agenda previamente acordada. ¡Todo ello de un solo plumazo!
El discurso desafiante El discurso con el que se dejó venir el negociador de las FARC, de tonos afirmativos; eso sí, altivos; sin titubeo alguno ni
66
sesgos en la mirada; aunque ciertamente provisto de un corte muy tradicional; carente de cualquier giro renovador; fue a la vez, una pieza de denuncia, y una reacción defensiva, una oración política elaborada con una notoria carga ideológica, que estuvo además orientada por un sentido de confrontación. Las denuncias y la orientación ideológica se reforzaban mutuamente para un ataque al régimen y al orden económico. El sentido del discurso era el de organizar las ideas y justificar la acción en el enfrentamiento contra un enemigo, lo que apoyaba significativamente con expresiones como oligarquía o como imperio. Al mismo tiempo el orador, exhibió una gama de recursos retóricos para rechazar el juzgamiento del que él o sus compañeros pudiesen ser objeto, bajo la justicia transicional, cuando por el contrario el que debía ser juzgado era el Estado por sus crímenes, según lo espetó, sin ninguna reserva. Esta reacción defensiva la apoyaba simultáneamente en el recurso argumentativo de la simple auto-justificación del proyecto como actor armado: “¡somos una fuerza beligerante!… somos luchadores populares, lo que nos hace acreedores al sagrado derecho natural de no ser juzgados por nuestros actos!” En resumen, se trató de un ataque en regla contra un régimen, al que en ningún instante las FARC rebajaron de enemigo, pero cuyos voceros con los que se aprestaban a negociar perma-
necían a su lado esperanzados en encontrar algunas zonas de convergencia en los temas agendados para intercambiar concesiones.
zaban ya a convencerse de que la paz podría ser mejor negocio que la guerra, en función precisamente de los cambios estructurales por los que hay que luchar.
En sus aposentos presidenciales, Juan Manuel Santos debió sentir frente al aparato de televisión, primero, el sofoco de la irritación y, luego, la corriente fría de la decepción, sin poder evitar el fastidio de los fantasmas burlones del uribismo.
Ese mensaje no apareció, no digamos ya de modo explícito lo que es difícil esperarlo de cualquier grupo, sino ni siquiera de un modo cifrado o recóndito. Es casi imposible adivinarlo por lo pronto.El problema consiste en que la experiencia histórica reciente –la comprobación empírica – enseña que no ha habido acuerdo de paz alguno con una fuerza insurgente, que no haya estado mediado por un cambio de percepción estratégica de esa naturaleza en cabeza del movimiento subversivo. Modificación subjetiva que este último puede hacer perfectamente compatible con la lógica de sus objetivos revolucionarios, los de transformación social o la conquista del poder.
En todo caso, si no era decepción, era algo muy parecido, lo que invadía a la opinión pública y a la conciencia de los responsables políticos, después de escuchar a Iván Márquez. Fue quizá una mezcla de desasosiego y desconcierto la que recorrió al país. La suerte de la paz quedaba cobijada por más incertidumbres de las que la rodeaban cuando Santos anunció la firma del preacuerdo para la terminación del conflicto. Y no era para menos.
¿Y el cambio estratégico a favor de la solución negociada?
Casos como el de El Salvador o Guatemala o incluso el de Irlanda, por no hablar de los precedentes en la propia Colombia, con el M-19, confirman el aserto.
Del largo pronunciamiento del comandante fariano se podía deducir el carácter político de su guerra o la naturaleza ideológica de su identidad, pretensión ésta que tal vez subyacía en el discurso. Todo esto podía ser cierto. Pero lo único que se esperaba con ansiedad, fue lo que no apareció. La sola cosa sobre la que cabía esperar alguna nueva claridad, no tuvo ninguna. Y ella no era otra que la idea de que las FARC comen-
Entiéndase bien: no se trata de que sea imposible firmar una paz sin este requisito, desde el punto de vista de la lógica abstracta de la negociación, pues esta enseña por su parte que si hay lugar a una dinámica inédita de concesiones sustanciosas que se afirman mutuamente entre los contendientes, es dable el hecho de que el impulso autónomo de la negociación le tuerza finalmente el cuello a la guerra; y que la lógica de la
67
cooperación mutua se imponga sobre la del conflicto, más allá de la voluntad inicial de los enemigos que se dan cita en la mesa de conversaciones. Sin embargo, ese no pareciera ser el caso por ahora. Las “líneas rojas” de que habla Santos, los linderos que establecen los límites para ceder por parte del Estado, no parecieran ser tan amplios ni tan extensos como para pensar en dinámicas sorprendentes en tal sentido. La historia de los límites que las élites colombianas se imponen en materia de concesiones y reformas tampoco es tan inédita ni tan llena de audacias como para pensar que de la lógica de la cooperación se pudiese esperar sucesos extraordinarios; una revolución por contrato, por ejemplo, graciosamente entregada por la clase dirigente o algo parecido. De ahí que resulte tan decisivo un cambio subjetivo en las percepciones estratégicas del actor subversivo, una disminución de su animus belli en favor de la libido imperandi; o más exactamente, una disociación de ambos impulsos; en el sentido de que la voluntad del poder esté separada del ánimo de la guerra. Y es eso lo que todavía no apareció en el discurso de Iván Márquez, el discurso del escozor y las incomodidades. En la posición de las FARC, la dificultad para el proceso no estriba en las alusiones al modelo económico o en sus críticas a las estructuras sociales; críticas y alusiones que, al contrario de lo
68
que pudiese pensarse, en vez de ser censuradas o atajadas, debieran ser promovidas, para llevar el contexto de la negociación a los terrenos de un debate político, cuya ausencia es uno de los factores que más estimula la inclinación hacia la confrontación armada.
El discurso del retador y sus componentes internos Los tropiezos eventuales residen más bien en la composición del discurso, en su partitura; es decir, en la lógica que engarza cada uno de sus elementos y en el equilibrio que ellos guardan. Sus componentes básicos son, como en todo ente que se pretenda proyecto armado, 1. El campo de la política, 2. El ideológico, 3. El elemento de la reivindicación social y 4. La justificación de la acción militar. Si la política es la búsqueda de representación y legitimidad para la disputa por el poder; si el factor ideológico está confeccionado por los marcos obligados y superiores de referencia sobre el tipo de sociedad que condicionan las respuestas del actor; y si, por otra parte, el componente social está hecho de la pasión por los pobres y la justicia; mientras el ingrediente militar da cuenta del medio con el que se desarrolla la lucha; si todo ello es así, entonces las inclinaciones de un agente subversivo – del actor que reta a un Estado desde la “insurgencia”– serán tanto más favorables a una solución
negociada del conflicto, cuanto mayor significación y más peso tenga en su discurso el componente político; aquel en donde se dan la representación, la comunicación, el debate y la legitimación. No sucederán las cosas de ese modo, si por el contrario, la fuerza de la justificación ideológica; es decir, la que le permite al actor auto-referenciarse por el marco de concepciones que defiende, tiene un mayor peso específico en el conjunto de su discurso y de su estrategia. En este último caso, la tentación del conflicto puro será mucho más grande que las virtuosas veleidades políticas. La negociación en cambio pasará a ser un accidente más en el curso de la guerra. En otras palabras, si lo ideológico atrapa con mayor intensidad lo social y lo militar; es decir, si la auto—justificación ideológica del actor subversivo incorpora la lucha de clases, enmarcando en ésta la reivindicación social; y si finalmente la acción armada es revestida de legitimidad ideológica; es muy probable que el peso inercial a favor del conflicto sea mucho más inatajable que la tendencia hacia la cooperación mutua; dinámica esta última indispensable para una negociación exitosa.
La contaminación ideológica – militar
políticas contra el sistema; sino la enrarecida polución con la que el componente ideológico-militar contamina la ambición política. Ahora bien, la negociación es la imagen invertida de la guerra; la que se refleja en el espejo de la política. Es el principio de la no-guerra; su insinuación. Ella misma constituye el escenario para que los enemigos dentro del conflicto; en vez de matarse, discutan; y para que en vez de excluirse busquen terrenos de acercamiento. A veces, llega a crear el margen suficiente para un impulso autónomo que acentuando la cooperación mutua, revierta la tendencia del regreso a la guerra total. En otras palabras, puede suceder que se convierta en un proceso en el que el grupo retador – el agente subversivo – llegue a un punto de inflexión en su conducta estratégica, en el que logre encontrar que la acción armada no hace parte de sus fundamentos ideológicos. Que no pasa de ser un instrumento, utilizable o no, según unas circunstancias cambiables, en las que a veces el “adiós a las armas”; lejos de ser una rendición, es un cambio estratégico en la utilización de los medios. Una modificación de esta naturaleza y en este grado es algo difícil de producirse en una negociación; pero no imposible.
En consecuencia, la dificultad que entrañaría el discurso de Iván Márquez no serían precisamente sus denuncias
69
RÉGIMEN POLÍTICO Y PARTIDOS
Dos años de Santos: la política, o el maleficio de Uribe Agosto 2012
“Uribe antiuiribismo” El pueblo eligió dos veces a Uribe para que derrotara a las FARC y lo logró, o eso fue lo que él hizo creer. Santos, por su parte, obtuvo la más copiosa votación imaginable para un propósito más complejo: continuar con el uribismo y al mismo tiempo des–uribizar al país. Eso explica los más de 9 millones de votos: uribismo y des–uribización se amalgamaban fluidamente en la misma
70
marea electoral. Se entiende entonces por qué Santos juraba su lealtad incondicional al expresidente, mientras se convencía de que podía escribir su propia historia: se declaraba continuista a rajatabla, mientras dejaba aflorar cierta ansiedad que daba paso a los primeros gestos de des–uribización.
Primer año: una maroma exitosa Convencido de que tanto la votación como el nuevo gobierno le pertenecían, el expresidente hubiera debido desconfiar desde el primer instante de aquella fidelidad pomposa, cuando en el acto de posesión Santos lo relegó a una silla desangelada para que acompañara la ceremonia de exaltación, como si fuera el fetiche de un poder ausente sin más vida que el reflejo del nuevo poder presente: mudo, lo pusieron a oír lo que no quería escuchar y lo trataron de engañar con la historia escolar de que era el segundo libertador.
Más tarde le llegarían los ecos de que el nuevo presidente escogía como ministros a Germán Vargas Lleras, a María Ángela Holguín y a Juan Camilo Restrepo, figuras emblemáticas de un no disimulado resentimiento de Uribe. En ese momento debió pensar que su protegido de la víspera lo despachaba a un buen retiro forzado, sin que él mismo pudiera —como el patriarca otoñal— deshacerse de un segundón privilegiado empeñado en la vana tarea de remplazarlo. Por otra parte, Santos no tardó en recomponer las deterioradas relaciones con Venezuela y con la Corte Suprema de Justicia; asumió además —como si se tratara de una misión histórica— la aprobación de una ley de víctimas y de restitución de tierras. Estos gestos ubicaron a Santos en una línea de sensatez: la apuesta a descargar la espesa atmósfera creada por el uribismo mediante el ataque anticipado y la descalificación personal. Buscando su propio destino, Santos se reinventaba como el anti-Uribe, sin dejar de envolver con las volutas del incienso, la figura del ídolo, ya de viaje hacia el pasado. Y justo en ese momento, las Fuerzas Armadas le ofrecieron un regalo inmejorable para sus primeros meses —que hasta le hizo soltar una lágrima de emoción en compañía de su esposa, según lo confesó—: detectaron el campamento del Mono Jojoy, a quien dieron
de baja mediante una masiva descarga de bombas. De ahí en adelante, nadie podría poner en duda su condición revalidada de legítimo heredero del expresidente Uribe. Para completar su buena suerte, los indicadores registraban un ritmo rápido de crecimiento económico y una inversión minera que marchaba a tambor batiente. Todo indicaba que la Seguridad, la Inversión y la Cohesión —la pequeña nidada de los “tres huevos” que Uribe defendía como su legado— se mantenían firmes en manos de Juan Manuel Santos. En fin, durante su primer año, Santos logró la proeza de ser él mismo y ser Uribe al mismo tiempo. Y si bien no convencía al uribismo puro y duro, sí lo hacía con una opinión pública, que –según las encuestas– le reconocía niveles de favorabilidad entre el 70 y el 80 por ciento. El primer año del gobierno tuvo como resultado hacer creíble el proyecto de unir uribismo y anti–uribismo, de fundir el uno y el otro en el único molde de una figura de dos caras, enigmática y versátil, como el dios Jano.
Segundo año: resucita el fantasma Pero por otra parte, el fracaso relativo de su segundo año ha quedado signado por una cruz invertida: el signo del maleficio uribista. Resultó inatajable la separación de dos anatomías que pre-
71
tendiendo ser siamesas, realmente no poseen los mismos genes. Hay que reconocerlo. No era fácil la maroma de Santos: ser él mismo y Uribe a la vez. No podía durar mucho tiempo. Para forjar su propio proyecto, Santos estaba obligado a desconfigurar el de Uribe, estrechamente articulado a la Seguridad. Cuando Santos impuso la Prosperidad Democrática como su lema, en realidad estaba reorganizando la agenda nacional: un programa donde la Seguridad es apenas uno de sus capítulos. Esta decisión desestructuró lo que en Uribe pretendió ser una “cruzada” nacional–conservadora, en lugar de un simple programa de realizaciones: una misión definida en clave de orden, con los acentos ideológicos de un mesianismo propio de la lucha contra el terrorismo. Uribe descubrió por el camino que podía transformar el miedo y la indignación legítimos de la gente en contra de las FARC en una cultura autoritaria llena de prejuicios, contraria a cualquier solución al conflicto que no sea la guerra. El programa de Santos busca desarmar la receta uribista desde arriba, desde las propias élites. Queriendo ser listo, Santos tomó literalmente las palabras del expresidente: tras los triunfos inobjetables de la Seguridad Democrática, el país ya podía transitar hacia la fase siguiente, la Prosperidad.
72
Pero a los ojos de Uribe, el miedo y los prejuicios no se deben erradicar: constituyen un recurso invaluable, una mina de oro, en peligro de perderse en manos de este nuevo presidente. Muy seguramente, las fantasías de Uribe suponen la reproducción indefinida de este recurso, así se haya acabado con el enemigo.
La cuota de la guerrilla Pero la terca realidad salta a la vista: el expresidente no derrotó a las FARC, aunque las haya debilitado en el curso de su doble mandato. Desde marzo de 2008, en tiempos de Uribe —precisamente cuando el gobierno pretendía haberlas acorralado— las FARC pudieron reagruparse en su Bloque Occidental y recuperaron la capacidad de hostigamiento en el Cauca. Hoy la resurrección de las FARC —con sus ataques precisamente en el Cauca— constituye el nuevo escenario, que terminó por erosionar la posición sólida del gobierno como centro de decisiones y como núcleo de la representación política. Un escenario que decretó el fracaso relativo del Estado en el conflicto interno, paradójicamente tras sus victorias indiscutibles. Un fracaso que por supuesto salpicaba a Uribe, pero que se traducía en un balance negativo para Santos, no solo por ser el presidente en funciones, sino porque al desenganchar razonablemente la gestión en seguridad de
un discurso intensamente ideológico y autoritario, abría una brecha por donde cualquier revés frente a la guerrilla —es decir, toda reactivación de las FARC— sería inevitablemente asociado con su debilidad o con su negligencia, por no estar a toda hora representando el papel de paladín de una lucha sin cuartel.
Oposición perversa
Acorralado entre el continuismo de una Seguridad Democrática que hace un buen rato alcanzó su techo de productividad bélica y los prejuicios de quienes no ven otra salida, al culminar sus dos primeros años el presidente Santos ha visto elevarse considerablemente el riesgo del fracaso: la gente ya lo está dando por hecho, a pesar de que la realidad todavía deja un amplio margen de acción al gobierno.
El expresidente Uribe se ha entregado sin descanso a reforzar tal asociación de ideas: una oposición perversa, que convierte las debilidades del Estado frente a la guerrilla en una bandera eficaz contra Santos. Y, como en política —al igual que en otros campos de la vida— la razón debe librar una batalla desventajosa contra el prejuicio —esa forma de racionalidad degradada— al presidente Santos le ha resultado imposible contrarrestar los efectos de aluvión por donde se desliza su credibilidad, como garante de la seguridad. Uribe, su ahora opositor enconado y desembozado, se ha reconectado con una parte de la opinión pública que lo considera como el “único salvador”. Por su parte, Santos no ha encontrado una alternativa al libreto que le dejó escrito el propio Uribe, pues lo sigue repitiendo sin imaginación ni entusiasmo, ya desprovisto de la armazón ideológica y discursiva.
73
El enorme trozo de mar que se perdió
Colombia, que ve cómo le arrebatan el derecho a nada más y nada menos que 75.000 Km2; o a 100.000, según lo afirman algunos.
Las nuevas aguas para Nicaragua
Noviembre 2012
…Y Colombia perdió su mar; acaba de ver cómo de un momento a otro le desaparecieron ante sus ojos atónitos un enorme pedazo de Caribe azul; el mismo que había poseído hasta ahora en los linderos al oriente del meridiano 82.
Un mar que se volvió ajeno No se lo llevaron, dejando un desierto lunar como en la metáfora desmesurada de García Márquez. Simplemente corrieron las cercas en el interior de su propia vecindad. Con lo cual convirtieron de golpe sus aguas en un mar ajeno. Solo que lo hicieron legalmente; sin ningún asomo de fuerza. Como si en realidad nunca le hubiese pertenecido, aunque figurase bajo su posesión. Lo ha hecho la Corte Internacional de La Haya. Además, por unanimidad. Como si con ello quisiese sentar jurisprudencia, sin asomo de dudas, con unos nuevos equilibrios marítimos en los que se pondrían a salvo la equidad y las garantías de explotación económica para los países ribereños, en este caso Nicaragua. Claro, a costa del interés de
74
La determinación de la Corte, que resuelve el diferendo territorial y marítimo con Nicaragua extendió la propiedad de las aguas en manos de esta nación hacia el este en dos franjas grandes. La una situada al norte de San Andrés y Providencia; la otra al sur de estas islas mayores. El fallo lo hace sin consideración alguna por el meridiano 82, que antes servía de separación de aguas entre uno y otro. Así ocurría desde la vigencia del Tratado Esguerra – Bárcenas de 1928, el cual establecía que los cayos e islas al oeste de aquel meridiano eran propiedad de Nicaragua, lo mismo que su costa de la Moskitia; mientras los cayos e islas al este le pertenecían a Colombia. El acuerdo, aureolado por el principio de “pacta sunt servanda”; principio este que obliga al respeto de los pactos, parecía ir en apoyo de las pretensiones colombianas para la perpetuación de un statu-quo que favorecía al país en una posesión de aguas y territorios desde los tiempos de la Colonia. De ahí que los derechos de Colombia parecieran absolutamente incontrovertibles. Solo que a los ojos de la Corte
– ¡vean ustedes! – el tal mentado meridiano 82 estaba consignado en el Tratado solo como una línea de referencia para la posesión de los territorios insulares, no como una delimitación para las fronteras marítimas.
La geografía contra la historia En el diferendo limítrofe, Colombia tenía la historia de su lado y lo que de ella se desprende como prolongación jurídica en materia de títulos fronterizos: a) Exhibía la posesión tranquila y pacífica del archipiélago, al menos por dos siglos. b) Gozaba del respaldo que le proporcionaba el uti possidetis iuris de 1810; esto es, el incambiable derecho a la posesión nacido de títulos provenientes de la Colonia; y cuyo origen principal radicaba en la “real orden” de 1803 por la cual el rey le hacía transferencia del litoral de La Moskitia y del archipiélago al Virreinato de Santa Fe. c) Era titular de una propiedad nacida explícitamente de un tratado que le confería la posesión sobre los cayos y las islas del archipiélago; y, por extensión, sobre sus aguas. Con el límite impuesto por el meridiano 82, a lo largo de la línea paralela a la costa nicaragüense. Su posesión estaba revestida entonces por una existencia histórica, jurídica y
política. De ella hacía emanar como un reflejo la posesión geográfica sobre las aguas. La propiedad sobre el mar hasta el meridiano 82 no era otra cosa que la proyección geo-marina de las islas y de los cayos. Pero la geografía parecía tener su propia voz, lo que finalmente daría pábulo a los reclamos de Nicaragua y razones a la Corte para hacerse eco parcial de estos últimos. Las razones geográficas tenían que ver con una geopolítica alternativa de los mares, surgida durante las últimas décadas en el mundo y reforzada por la lógica de las reivindicaciones económicas, lógica de la que se hacían voceros muchos de los países miembros de las Naciones Unidas. Todo ello tuvo expresión en la exigencia de las 200 millas para el aprovechamiento económico de cada país; derecho éste consagrado finalmente en la Convención del Mar de 1982; ratificada por Nicaragua aunque no por Colombia, a la espera de conjurar el peligro del que no pudo escapar. La geografía que surge de la continuidad de un mar frente a las costas del país continental y la reivindicación económica que justifica las 200 millas son los dos factores que sumados se revelan como los fundamentos que darían sentido a la reclamación nicaragüense. Como si se tratara de una nueva geoeconomía de los mares en rebeldía
75
contra la posición política, histórica y política, de la que Colombia era titular hasta antes de la sentencia.
Los nuevos equilibrios a expensas de Colombia En esta última, el Tribunal de la Haya procede mediante una operación jurídica de carácter zigzagueante – con un trazado serpenteante – a conciliar geografía y economía de una parte; con historia y política de la otra. A entregarle a la geografía y a la economía tanto como a la historia y a la política. Es decir, tanto a Nicaragua como a Colombia; cuando según las cosas como estaban, cualquiera concesión que se le confiriera a la primera era una pérdida para la segunda. Cualquier equilibrio buscado era un desequilibrio en perjuicio de la nación colombiana. Finalmente a esta última le correspondieron, como rezaba la letra del Tratado de 1928, los territorios insulares, mientras que a Nicaragua le tocó un trozo de mar del que antes carecía. Así lo hizo la Corte, procediendo a fijar unos límites marinos, antes inexistentes según ella; al tiempo que concedió a Nicaragua la prolongación de sus 200 millas, mientras preservaba la titularidad de Colombia sobre los cayos y las islas y su respectivo mar territorial de las 12 millas. ¿El resultado? Lo ya dicho: las dos bandas anchas de mar para Nicaragua a expensas de Colombia y la nueva condición de enclaves en los casos de
76
Quitasueño y Serrana, ahora rodeados de mar nicaragüense.
¿No tomó la Corte al archipiélago como un bloque unitario? Para el diseño de este nuevo mapa limítrofe, la Corte tenía que sortear una dificultad de orden geográfico y jurídico. Para saber sobre qué línea establecía la frontera marítima en la que se encontraban el mar de Nicaragua y el de Colombia, tenía que establecer las dimensiones bajo las que se proyectaba el conjunto de islas y cayos del archipiélago. Podría tomarlo como un conjunto geográfico inseparable o como una suma de unidades separables y después agregables. De tomarlo como una unidad superior, la línea de su perfil geográfico le daría al archipiélago y por tanto a Colombia una mayor entidad fronteriza lo que le permitiría un más extenso derecho a las aguas marinas frente a Nicaragua. No lo consideró así la Corte, la cual simplemente sumó los pequeños frentes territoriales de cada islote, muy reducidos frente a la línea costera de Nicaragua; razón por la cual abrió la franquicia para una más amplia franja de aguas a favor de este último país. Es la causa por la cual la porción de mar perdida por Colombia fue mucho ma-
yor de la que pudiese ser calculada a partir de las proyecciones que hacia el occidente y hacia el sur ofrecía el archipiélago como bloque unitario.
La estrategia jurídica de Colombia Todo este descalabro pudo evitarse por parte de Colombia solo si además de retirarse de la jurisdicción de la Corte Internacional hubiese con tiempo denunciado la Declaración de Bogotá de 1948, para de ese modo no caer por otra vía dentro de esa misma jurisdicción. A pesar de que algunas voces se hicieron escuchar con advertencias en tal sentido, el conjunto de las élites gubernamentales y los especialistas, todos a una, prefirieron la vía jurídica ante la Corte, ingenuamente seguros de que bastaba la vigencia del Tratado de 1928; sin que hubiese aparecido una mente perspicaz e insistente que hubiera previsto el hecho de que tal tratado no incluía una delimitación precisa de fronteras marítimas. Un vacío por el que finalmente se colaron las pretensiones de Nicaragua y el apoyo jurídico de la Corte.
Interés nacional y gobernanza internacional La sensible pérdida (con la irremediable sensación de derrota y amputación que deja) se enclava, con todo, en medio de la marcha que sigue el dispar orden internacional. Con sus tensiones
y sus asimetrías. Con esa yuxtaposición que lo caracteriza entre el concierto (o des-concierto) de Estados de un lado; y las tendencias trasnacionales del otro; entre el imperio del interés nacional y la gobernanza internacional. En cierto sentido, el desolador fallo de la Corte de la Haya (desolador para Colombia obviamente) representa un punto de avance en las dinámicas propias de la por otra parte fragmentada gobernanza transnacional (Convención del Mar, por ejemplo), mientras significó un retroceso para la lógica del puro interés nacional, representado en la posesión histórica y tradicional del mar y de las islas, por Colombia. El interés nacional suele ir todavía asociado con el espíritu de potencia. Por otra parte, la lógica de la gobernanza internacional, va unas veces a caballo sobre hegemonías y otras veces se estructura como factor que las obstaculiza. En el diferendo, Colombia se apoyó en el interés nacional pero no en el impulso de potencia. Tomó el camino de en medio, el de defender el interés nacional, pero sin desconocer las estructuras de gobernanza internacional, como lo es la Corte de la Haya. En ese terreno, perdió. El avance, a través de este episodio, de una lógica de gobernanza internacional representada por el nuevo derecho del mar y por un tribunal internacional que
77
se arroga la facultad de rediseñar las fronteras entre dos estados, significó una ganancia manifiesta para Nicaragua. Fue un avance que supuso el sacrificio de Colombia. ¡Y qué sacrificio! Consumados los hechos, queda como herencia una situación en la que quizá haya la oportunidad para que paradójicamente los actores geopolíticos y geo-económicos del Caribe – en primer término Colombia y Nicaragua – emprendan y acentúen sistemas de cooperación e integración; es decir, los de una gobernanza regional, más completa y positiva.
78
La determinación de la Corte, que resuelve el diferendo territorial y marítimo con Nicaragua extendió la propiedad de las aguas en manos de esta nación hacia el este en dos franjas grandes. La una situada al norte de San Andrés y Providencia; la otra al sur de estas islas mayores. El fallo lo hace sin consideración alguna por el meridiano 82, que antes servía de separación de aguas entre uno y otro.
EL MUNDO
El asilo de Assange y el orden internacional Agosto 2012
Un asunto complicado El asilo concedido a Julian Assange, director de Wikileaks, por el gobierno de Ecuador es un acto autónomo, soberano y justo: •
Es autónomo porque corresponde a las consideraciones y cálculos que el Estado ecuatoriano haya efectuado en su propio interés.
•
Es soberano porque se trata de una decisión independiente de las reacciones que puedan tener otro Estados, por fuerte que ellos sean o por molestos que se encuentren.
•
Y es justo porque encarna el ideal o la razón de ser del asilo como institución del derecho internacional es decir, porque busca proteger a quien es perseguido por razones posiblemente políticas dentro del país donde se encuentra.
Y sin embargo la decisión ecuatoriana tiene grandes complicaciones diplomáticas y jurídicas cuya resolución – seguramente tortuosa- va a poner en evidencia los límites de un orden internacional que ya no es enteramente estatal, sobre todo en cuanto a la justicia aplicable a los particulares, la extensión de la inmunidad que ampara a una em-
79
bajada, la transparencia y las limitaciones del poder.
Entre el delito común y el delito de opinión Ahora bien, la condición de “perseguido” del señor Assange no es un hecho evidente:
80
to en Estados Unidos haría de él un reo por razones políticas, que sería condenado por un delito de opinión y en contravía del interés mundial en preservar la completa libertad de expresión.
Las razones inglesas
•
Por una parte el fundador de Wikileaks y difusor de miles de mensajes secretos de gobiernos y altos funcionarios de varios países, no ha sido objeto de una demanda o incriminación formal por el “delito” de divulgar aquella información confidencial. Se enfrenta a acusaciones por delitos comunes, incoadas en un tribunal sueco que lo pidió en extradición.
•
Pero por otra parte, si los británicos accedieran a esta solicitud, el procesado podría verse expuesto a los riegos que el mismo ha denunciado, concretamente el de ser enviado luego a Estados Unidos, donde podría ser juzgado por atentar contra la seguridad de la superpotencia. Y en este caso estaríamos ante un delito de opinión a ser juzgado con leyes de un país extranjero y ante jueces decididamente cargados contra el reo.
Sucede, sin embargo, que lo más próximo y directo, como suceso, es la apertura del proceso en Suecia por delitos comunes para lo cual el incriminado es requerido, de cara a una especie de indagatoria. Mientras tanto, la apertura de un encausamiento judicial en Estados Unidos es algo más distante e indirecto; por lo que las circunstancias en apariencia no justificarían en este caso el asilo, tal como lo ha alegado el Reino Unido, para sostener a renglón seguido que no dejará partir al refugiado hacia ningún otro destino que no fuere un centro de detención carcelaria; incluso, para insinuar por momentos que podría revocar la inmunidad diplomática que favorece a la Embajada ecuatoriana, tomándose la dispensa de apresar al asilado, por encima de las leyes internacionales. Algo en realidad muy poco probable, por sus costos políticos. La posibilidad de estos costos es una previsión que se ha traducido poco después en unas declaraciones oficiales más proclives a la solución negociada.
La incriminación judicial en Suecia hace de Assange un reo de delitos comunes, sin justificación alguna para el beneficio del asilo. Pero el eventual encausamien-
Tras descartar así la validez del asilo, el gobierno británico ha llegado a insinuar que podría revocar la inmunidad que favorece a la Embajada ecuatoria-
na, tomándose la dispensa de apresar al asilado por encima de las leyes internacionales. Esta eventualidad es por supuesto remota pero su sola mención subraya la intensidad del dilema.
Alianzas políticas e inseguridad jurídica Más todavía: aunque hoy no exista un proceso judicial contra Assange en Estados Unidos, el riesgo de que se abra es real: ya hay un proceso en curso contra el soldado Bradley Manning, el que robó los 700 mil documentos que divulgó Wiki-leaks, y Assange, su fundador, ha sido señalado en varias ocasiones como el incitador de ese delito. Si se piensa en la política exterior del Reino Unido – de alineamiento estrecho con Estados Unidos-, más aún si se piensa en esa suerte de “no – política exterior” sueca y por tanto, vencida de antemano frente a la superpotencia americana, no es difícil prever lo que ya Julian Assange había previsto: que el Reino Unido lo extraditaría a Suecia y que ésta lo entregaría a Estados Unidos. Y aunque los suecos digan que la extradición a Washington se condicione a no aplicar penas para ellos prohibidas, es posible que un reo de traición en Estados Unidos se vea condenado a la pena de muerte. Por otro lado es muy diciente que Suecia no haya accedido a hacer la “inda-
gatoria” en Gran Bretaña o por la vía de las telecomunicaciones, cuando ello es posible material y jurídicamente; y cuando la autoridad judicial no ha podido armar, que se sepa, un material probatorio contundente. En estas circunstancias, si el riesgo de extradición a Estados Unidos es factible material y políticamente, el asilo se vuelve aceptable a pesar de lo que digan el Reino Unido y Suecia. Y a todas estas no debe olvidarse que un juicio contra Assange en Estados Unidos plantearía la pregunta de qué hacer con el New York Times, Le Monde, El País, The Guardian o El Espectador que divulgaron, igual, aquella información secreta.
Asilo versus poderes arcanos Por las razones anteriores queda claro que el asilo autorizado por Rafael Correa toca un punto sensible del sistema internacional en transición, que ya no está atado de modo tan indisoluble a la noción de los Estados soberanos. Por una parte, si se produce la seguidilla de extradiciones de Gran Bretaña a Suecia y de ésta a Estados Unidos, el sistema internacional habría seguido en el juego convencional de las “razones de Estado”. Pero por otra parte, si el asilo prospera, se habrían reconocido la presencia y el predominio del derecho de una comunidad de voluntarios esparcidos por el mundo
81
que, en ejercicio de la libertad de información, se han expresado a través de Wikileaks. Bajo el manto de argumentos jurídicos, en realidad estamos ante la tensión entre el juego de poderes encarnados en Estados nacionales y los límites al poder de esos estados por parte de nuevos actores que han decidido irrumpir en la escena internacional.
El fenómeno Assange y los nuevos actores internacionales Es evidente que Assange, como un “individuo-fenómeno”, representa la aparición de un nuevo actor internacional, cuya acción –exagerada o no- busca contrapesar los poderes arcanos al impedir que los gobernantes se escondan bajo el pretexto de la soberanía y se sometan en cambio a un estatuto mundial mínimo de ética ciudadana. En el affaire Assange, el Reino Unido, Suecia y Estados Unidos serían los agentes de la reversa, los que convalidan un poder estatal de viejo cuño, amigo de afirmar la soberanía bajo esa dimensión que Hannah Arendt llamaría la potencia. Por su parte, Julian Assange y Rafael Correa, aún si son megalómanos o mesiánicos o caprichosos, simbolizan –el uno por la rebelión contra el poder arcano y el otro por su decisión atrevida
82
desde un Estado pequeño y débil-, el horizonte de posibilidades para una multiplicación más horizontal de poderes, en un orden futuro. Limitaciones y forcejeos que son el nuevo signo de los tiempos.
Santos ante la ONU: discurso, conflicto y ambigüedad Octubre 2012
El presidente elevó la solución del conflicto colombiano a lo más alto de la burocracia internacional, que no ha resuelto ninguno. Pero su discurso deja dudas sobre hasta dónde irían las reformas.
El discurso
contra el régimen de Bashar-Al-Assad; todo ello en medio de una cuasi-guerra civil, obviamente más compleja que la de Libia. Sin embargo el previsible discurso de Santos traía incorporado un elemento diferenciador que — así ya no fuera una chiva periodística ni menos un tema internacional — permitía reafirmar sus credenciales ante el mundo y al mismo tiempo mostrar su forma de entender a Colombia. Se trató por supuesto de las negociaciones que el gobierno está a punto de emprender con las FARC: las resonancias de la palabra “paz” coronan a quien la pronuncie con el aura de la legitimidad, si al mismo tiempo va enlazada con gestos que le proporcionen algún soporte.
Ante la Asamblea General de Naciones Unidas — ese ceremonial de palabreros que se turnan sin fatiga y sin sorpresa — el presidente de Colombia – como los demás- tenía poco qué decir frente a las perplejidades del mundo, como no fuera la invitación repetida, pero poco substanciosa, a la cooperación con Haití, su programa bandera para marcar la presencia transitoria de Colombia en el Consejo de Seguridad.
Expresión, explicación y ejecución
O quizá tenía algo más: un lamento. Que ya es un coro mundial: el de expresar la inconformidad con una etérea comunidad internacional, incapaz de incidir en el desenlace de la resistencia que libran los opositores sirios
Incorporar la paz en el discurso como programa, como propósito explícito, abarca tres facetas o niveles dentro del texto, por más sucinta e insípidamente diplomática que haya sido su forma. Son las facetas de la expre-
Y este es el caso de las negociaciones que comienzan en Oslo: un hecho real, sin duda, cuyo propósito es alcanzar un acuerdo para terminar un conflicto armado, de modo que la paz no es solo una proclama sino además un programa.
83
sión, la explicación y la ejecución. O, para decirlo de otro modo: la constatación exclamativa, la contextualización comprensiva y la factualización o traducción en hechos, que corresponden a la estructura de un discurso político de esa naturaleza: •
En el primer nivel — la faceta expresiva — el presidente da la palabra a uno de sus seguidores por twitter, de cuyo anhelo se hace eco: “¡queremos despertar un día con la noticia de un acuerdo de paz!”.
•
En el segundo nivel – donde concurren explicación y comprensión – acentúa una reorientación que lo separa aún más de las fijaciones de su antecesor Álvaro Uribe: no se trata ya de combatir al enemigo terrorista, inmoral y caprichoso; es decir, no se trata de una cruzada contra el crimen y en ausencia de un conflicto propiamente dicho. Ahora Santos habla de un conflicto interno armado.
Es como si suscribiera una categoría conceptual cuyo tono obligado es neutro, más propio del mundo académico, antes proscrito por el círculo presidencial, inclinado a la censura lingüística y moral. Y, además, cuyas derivaciones contextuales enmarcan la guerra y la violencia en el entramado social; en sus causas y correlaciones, no ya únicamente en la mala voluntad de los “terroristas”. En consecuencia, no habría solo
84
que atacar al enemigo sino a las causas sociales que lo sustentan, de manera que al tiempo de ensayar un acuerdo con el primero se apliquen soluciones para atender las segundas. •
El tercer nivel, donde se funden la palabra y el hecho, encuentra su expresión en que la agenda a discutir comience por el problema agrario. Es una conexión que supondría la voluntad de transformaciones por parte del Estado, como la carta principal para el arreglo del conflicto.
Ambigüedades El discurso deja flotando una ambigüedad, no en el sentido del compromiso reformista del gobierno sino acerca de su alcance. El problema consiste en saber si Santos cree que ya está haciendo los cambios o si aún puede hacer más en materia de reformas. La defensa de la agenda de negociación dejaría suponer que está por la segunda opción. Pero el discurso contiene enunciados que apuntan a lo contrario, a que las reformas ya están diseñadas y programadas. La Ley de Víctimas y de Restitución de Tierras –“la única en el mundo”- ya está en marcha, por ejemplo. Más aún: se trataría de solucionar un conflicto “anacrónico” e “inexplicable” dados el “desarrollo de la democracia y del progreso social”.
Pues bien: el conflicto podrá ser anacrónico, pero no inexplicable, pues Colombia ha tenido un crecimiento con desigualdad, sobre todo en el mundo rural, que abrió las puertas para la disputa más descontrolada por los recursos. De aquí que la solución negociada incluya reformas sociales de alcance considerable -algo que aún no parece estar completamente claro en el ánimo del gobierno ni de las élites sobre las cuales se apoya.
significaría que la expresión y la explicación dentro del discurso se traducirían apenas en el acto de negociación, no así en el de transformación, lo que arrojaría todo tipo de dudas sobre la eficacia de la primera, a riesgo de convertirse solamente en conversación.
En conclusión, el discurso de Santos contiene una parte expresiva provista de una afirmación contundente en favor de la paz; lo cual supone la intervención del elemento moral con un peso considerable. Por otro lado, incorpora en su faceta explicativa un giro fuerte y progresista en la comprensión de la situación; lo cual agrega el elemento de una orientación adecuada en la continuación, ya no de la guerra sino de la paz. Pero contiene también una faceta, digamos pragmática: la de los hechos que siguen a las palabras, todavía llena de ambigüedades, con la cual introduce el elemento del cálculo en el proceso; en este caso a costa de la audacia política y por tanto a costa de los ajustes serios en materia de equidad. Una inconsistencia en ese exigente tránsito de las palabras a los hechos
85
Venezuela: entre el populismo autoritario y la democracia competitiva
86
El triunfo electoral de Chávez
Octubre 2012
Ahora bien, por más ganadores a proclamar, por más triunfos simbólicos que se dieran cita, el vencedor concreto, el que consiguió las mayorías –mecanismo aritmético decisivo dentro del sistema democrático-, fue, qué duda cabe, el señor Hugo Rafael Chávez Frías, quien se alzó con el gobierno, la baza particular que estaba en juego. Lo hizo por un período de seis años adicionales. Y después de haber estado por más de 13 años en el poder; naturalmente luego de triunfar en tres reelecciones consecutivas.
En la Venezuela de los comicios presidenciales del 7 de octubre, ganaron todos. Ganó, como es obvio, el Presidente Chávez, que sigue en el poder. Pero también lo hizo la oposición que unificada incrementó sensiblemente su caudal de votos. Y finalmente, ganó la democracia, al menos la electoral; lo cual quedó plasmado en dos demostraciones simultáneas: la primera, una elevada participación, el 81% -nivel éste que sitúa al país vecino entre los sistemas políticos menos abstencionistas del planeta-; y la segunda, una alta competencia entre las opciones partidistas lanzadas a la arena electoral. Ya se sabe: la competitividad es tanto más alta cuanto menor es la distancia en votos que separa a quienes se enfrentan.
En consecuencia, ha sido elegido y reelegido para una prolongada suma de períodos que totalizan 20 años. Que no son poca cosa, sobre todo si se trata de un régimen presidencialista en el que por contraste con el parlamentario, el jefe del Ejecutivo, enfrenta normalmente menos controles y menos contrapesos por parte del órgano legislativo. Controles y contrapesos, cuya fuerza y calidad disminuyen aun más en el régimen venezolano, tal como éste ha venido siendo moldeado durante los últimos 3 lustros. Tanto por efecto de las disposiciones constitucionales como por el ejercicio práctico de la política. Un ejercicio en el que se combinan, las complacencias de la propia representación parlamentaria y la presencia dominante del Ejecutivo, en manos del Comandante.
Perpetuación en el poder y derivas autoritarias En realidad, bajo la era Chávez, el Estado y la política, sin el abandono en ningún minuto del molde democrático–electoral (Chávez ha participado, directa o indirectamente, en por lo menos 13 elecciones), ha adquirido un sello, bajo la impronta personal del propio presidente, en el que se superponen diversas marcas; a saber: a. El deseo de perpetuación personalista en el poder, algo que inevitablemente comporta un cierta dosis de paternalismo salvador; b. Un discurso, a la vez, populista y retador, con el cual se busca la identidad retórica de clase social al tiempo que se pretende asegurar los factores de movilización, pero con el fomento de una subcultura de la confrontación, sobredimensionada respecto del factor–consenso; c. La entrega de poderes y facultades al Jefe de Estado, más allá del los linderos razonables que imponen unas relaciones entre el congreso y el gobierno dentro de un régimen liberal de derecho. Así mismo, la preeminencia notoria del Ejecutivo sobre los otros poderes públicos, incluidos los altos tribunales de justicia; todo lo cual conduce a la concentración del poder, mediante la influencia directa del gobernante. Son, todas ellas, las marcas que se mezclan en la definición de rasgos no– liberales dentro de una democracia populista, aunque no precisamente plebiscitaria.
Se trata de dos tendencias que se trenzan en esa especie de autoritarismo “progresista”: en primer lugar: un caudillismo de confrontación que, sin embargo, invoca el interés del pueblo desvalido, al que por otra parte consagra una buena porción de los recursos del Estado bajo la forma del gasto social, tal como lo ilustran las llamadas Misiones (en salud, educación y vivienda). Y, en segundo lugar, la transferencia de poderes crecientes al gobierno con el concomitante debilitamiento del poder legislativo; algo parecido a lo que en su momento Guillermo O´Donnell llamara críticamente una “Democracia delegativa”; distorsión política esta que afloraría en la conocida “Ley Habilitante”; mecanismo del que el Presidente Chávez ha hecho un uso inusitadamente amplio y repetido, gracias a las concesiones recibidas de una Asamblea, bajo su control. Seis años más de Hugo Chávez en el poder harían pensar en la intensificación de estos rasgos populistas y autoritarios. La justificación estaría servida: hay necesidad de profundizar el socialismo del Siglo XXI, tal como el mismo presidente re-electo lo fue soltando después de la victoria, al soplo de los efluvios de entusiasmo que subían desde la multitud. Es decir: más programas sociales pero también una mayor concentración del poder. Al fin y al cabo, el pueblo ha conocido ya una disminución de la pobreza en 25 puntos porcentuales durante la última década. Y, por cierto, la renta petrolera es
87
un recurso suficiente para incrementar el gasto social; aunque, claro, también para mantener el mayor control sobre los resortes del poder.
Democracia electoral competitiva Si este es un riesgo, no es menos cierto que el sistema político ha mostrado una evolución en un sentido contrario; sentido este del que las elecciones del domingo 7 son una demostración palmaria; tal vez la más destacable, pero no la única ni la primera, pues las últimas legislativas ya constituían un precedente en el crecimiento de la oposición. Unos comicios presidenciales en los que se enfrentan dos opciones claramente identificadas y diferenciadas, la del presidente y la de la oposición; y en los que el primero gana con el 55% de la votación y la segunda conquista el 44%, materializan un juego político por el poder lo suficientemente competitivo como para hacer pensar en la existencia de un sistema de la representación política, con sus partidos y sus elecciones, vigorosamente pluralista, lo cual constituye la base indispensable para el establecimiento de una democracia electoral. Más allá desde luego del ventajismo, en materia de información, comunicación y recursos materiales, desplegable por quien ostenta el cargo de jefe del Estado. Dicho de otro modo, lo que las elecciones han dejado ver en Venezuela
88
es el desarrollo de dos tendencias que coexisten contradictoriamente dentro de su sistema político; considerado éste en el sentido más amplio posible; es decir, como sistema que cubre a la vez las instituciones del Estado y el juego libre de los partidos por el poder. Mientras en las instituciones del Estado toman curso tendencias favorables a la concentración y a la personalización del poder; en el mundo de la representación y los partidos toman curso las tendencias hacia una mayor competitividad democrática. En las primeras se mueven los desequilibrios no favorables a la democracia liberal; en el segundo, el curso de las cosas es favorable al mayor equilibrio de las fuerzas que cuentan para la disputa por el poder.
Equilibrio y polarización en el sistema político En el cruce de ambas tendencias contradictorias toma cuerpo un sistema político provisto de un formato de competencia interpartidista que tiende al equilibrio, lo que es bueno para la democracia y sus necesarias incertidumbres; aunque también tendiente a la polarización, lo que ya no es tan bueno para la democracia si, sobrepasando la adecuada diferenciación, incursiona en la exclusión, con sus secuelas de autoritarismo. De cómo, en los próximos años, el régimen consiga atenuar creativamente
sus niveles de polarización, dependerá la posibilidad en manos de las nuevas élites para tranquilizar el proceso en el que se han embarcado o, para decirlo en otros términos, para rutinizarlo institucionalmente hablando; sin disminuir la inversión social; propósitos estos, el gasto en favor de los pobres y la despolarización política, para los cuales podrían ensayar el camino de la construcción de consensos. Es una posibilidad que quedaría insinuada en las palabras conciliadoras de Chávez, dirigidas a la oposición, a la que extendió en uno de sus arrebatos emotivos, “sus brazos y su corazón”. El problema es que, por otro lado, él mismo pareciera haber creado la necesidad de la polarización y el ataque, como las formas ineludibles y superiores para ocupar el espacio de lo político. Que camine en una u otra dirección será algo que podrá verse en las próximas elecciones, las regionales de diciembre.
Ha sido elegido y reelegido para una prolongada suma de períodos que totalizan 20 años. Que no son poca cosa, sobre todo si se trata de un régimen presidencialista en el que por contraste con el parlamentario, el jefe del Ejecutivo, enfrenta normalmente menos controles y menos contrapesos por parte del órgano legislativo. Controles y contrapesos, cuya fuerza y calidad disminuyen aun más en el régimen venezolano, tal como éste ha venido siendo moldeado durante los últimos 3 lustros.
89
Las elecciones en eeuu o la gestión del desencanto Noviembre 2012
En las democracias, toda elección es una formidable fábrica de ilusiones: la de que el pueblo es el real depositario del poder, por ejemplo; o la de que este último es capaz de renovarse a sí mismo en una competencia limpia, abierta, incondicionada. Pero por lo mismo que es el ejercicio eficaz para la ilusión, llega a ser también el mecanismo para el trámite de la desilusión. Su clave está en la repetición; en que haya siempre al término de cada período un nuevo evento electoral, el mismo que equivale al hecho de que otra vez se produzca el prodigio de un nacimiento; como si se refundase imaginariamente el poder, a través de la inauguración, esa sí prosaica y real de un gobierno. De esa manera, lo que es la debacle de una administración o su desgaste por las promesas incumplidas o por su incompetencia, algo que está lejos de ser inusual, encuentra su respuesta salutífera, su remedio esperanzador, en la
90
próxima elección; un escenario hecho para que rebroten los ímpetus refundacionales, si la coyuntura se acompasa con el imaginario creíble de un cambio; o simplemente con ese efecto de freno al desencanto, el efecto de domesticar la decepción.
De las ilusiones del 2008 al desencanto del 2012 En las dos últimas elecciones presidenciales de los Estados Unidos de América, las de 2008 y las que se celebran este año de 2012, el martes 6 de noviembre, se aprecia nítidamente la sucesión de estas dos alternativas funcionales y simbólicas en la democracia electoral. La de la fuerza mágica del encanto, dibujada en la sonrisa fresca y luminosa del Barack Obama 2008. Y por otro lado, la de la administración del desencanto, traducida en la mirada baja y el gesto esquivo del Barack Obama 2012, en el primer debate televisivo frente a su oponente Mitt Romney. Por la circunstancia particular del sistema de reelección inmediata, un mismo personaje puede representar ese doble papel que surge de las ilusiones que producen las elecciones; el de quien desata las esperanzas y el de quien maneja los desencantos. El Obama del 2008 era el agente del cambio. El Obama del 2012 es apenas el administrador de las promesas
incumplidas. Si las elecciones de hace 4 años parecían recibir el soplo de la historia, las de ahora parecen caminar, animadas apenas por el espíritu burocrático de la resignación. Y, sin embargo, los retos son igual de comprometedores y la crisis del mismo tamaño. Ninguna de las dificultades internas ha mostrado alguna mejora sustantiva. Y por otra parte, no hay avances visibles o transformación significativa en el papel de un liderazgo mundial que represente algún indicio de progreso en los temas del desarrollo, la paz o el medio ambiente en el mundo. La economía estadounidense ha atravesado un ciclo prolongado de recesión que, antes de instalarse durante los últimos 4 años en el aparato productivo, hizo explosión en sectores del capital especulativo como la finca raíz inflada y los fondos de captación financiera. La recuperación ha sido en todo caso completamente débil sin que haya conjurado del todo la sombra de nuevas recaídas (1,8% de crecimiento en el PIB en el 2011). Y aunque el déficit fiscal ha aumentado, entre otras causas por las operaciones de salvamento en industrias con peligro de ruina y por el gasto en servicios como la salud, los índices de crecimiento han sido mediocres y del todo insatisfactorios, por lo que a la recesión se le agrega el déficit, y a ambos, unos efectos de profunda erosión social como el desempleo, el cual se ha mantenido en niveles que giran alrededor del 8% (incluso del 10% en 2009).
Lo peor es el hecho de que al estancamiento le subyace durante los últimos 30 años, desde los tiempos de Reagan, la ampliación de la brecha entre ricos y pobres; tendencia esta que se ha prolongado bajo la forma de una mayor concentración de la riqueza, tanto en los períodos de estabilidad económica como en los de crisis. De ahí que los desafíos internos no sean de poca monta: impulsar el crecimiento económico pero al mismo tiempo la inclusión social; y si se mirara como proyecto, como visión de futuro, el hacerlo al mismo tiempo con las innovaciones tecnológicas y sociales que permitan la conservación del medio ambiente.
La ausencia de un proyecto renovador Un esfuerzo de esta naturaleza con la restructuración que él requiere en los propios controles del capitalismo financiero, más fuerte aún del que se hizo; y en los sistemas de redistribución; no pareciera estar ya en el horizonte de un segundo mandato del Presidente Obama; resignado más bien a una actitud defensiva, sustituta ella de un verdadero proyecto, al mantenerse el candidato-presidente simplemente como el que “va a defender a las clases medias” de los embates, representados en los posibles favorecimientos que reciban las grandes fortunas.
91
Si Obama, ya sin los trazos de un proyecto de cambio, confía en la continuidad de una política que traiga consigo la recuperación económica y el empleo a cuenta gotas, Mitt Romney, el republicano, propone un énfasis en la disminución del déficit (política contraccionista), con los consiguientes recortes en el gasto público; además de la disminución en los impuestos; manido regreso a un recurso de política económica que busca la reactivación por el lado de la oferta (supply-side), con el resultado ya conocido de que dicha política retarda cualquier proyecto de redistribución, si es que no lo agrava, sin necesariamente provocar un crecimiento significativo de la economía. No hay, pues, mucho campo en estas elecciones para que con ellas fluyan las ilusiones del cambio. No se trata del tipo de eventos en el que se asuman grandes retos, aunque las dificultades, no siendo pocas, lo ameritan de sobra. Son momentos en los que la desilusión se decanta por la vía de la rutinización electoral para conservar apenas las posibilidades de que las cosas no empeoren. Si Obama es el desencanto tranquilo, Mitt Romney es el cambio no suficientemente creíble; atrapado por cierto en el imaginario negativo de ser el protagonista de un regreso a la era Bush. Concurren ambos candidatos como alternativas, sin la posesión de ese aliento de cambio que cautiva la imaginación colectiva. Apenas defensiva
92
la una frente a la otra. La de Obama, frente a los peligros de un Romney favoreciendo a los más ricos. La del candidato republicano, frente a los riesgos de un Obama, en plan de hacer crecer al Estado.
Las opciones electorales En esa simetría de miedos repartidos, de fantasmas negativos, queda cifrada la suerte electoral de cada uno de los candidatos. A la recta final llegan prácticamente empatados. Con un punto porcentual, o menos, a favor de Romney, según las últimas encuestas individualmente consideradas. Y, al contrario, con un punto porcentual o menos, a favor de Obama, según la medición promedio de las encuestas en el último período. En tales condiciones, el buen destino de la candidatura de Obama radicará en el hecho de que hasta el último minuto logre mantener vigente la coalición de base que ya lo apoyó, conformada por los jóvenes, los votantes negros, el voto femenino y los electores de origen hispano. Su riesgo por el contrario estriba en que algunos independientes le den la espalda y en la deserción de un cierto número de votantes que pertenece al segmento de trabajadores blancos, que como en el pasado abandonen transitoriamente la opción demócrata. Correlativamente, las esperanzas de Romney estarán puestas en el hecho
de asegurar votos independientes decepcionados y en conseguir que un eventual deslizamiento del voto blanco demócrata lo favorezca. Como se sabe, estos vaivenes dentro de una votación reñida se definen en el escenario de algunos pocos estados, cuyas mayorías electorales no se han decantado claramente de acuerdo con las tendencias de comportamiento que se revelan previamente a los comicios. Son los llamados swing states; los estados vacilantes.
Los estados indecisos Dos de estos últimos son La Florida y Ohio. El primero con 29 grandes electores; el segundo con 18; que pesarían fuertemente en la decisión final del colegio electoral, después de que se escrute el voto popular, de cuyo resultado depende su composición definitiva, pero que no necesariamente corresponde de modo exacto a este último. Si como enseñan las previsiones electorales Romney conquistara los 29 votos de La Florida, la suerte final de la disputa electoral se jugaría en Ohio, en donde Obama estaría obligado a ganar, pues sin sus 18 electores le sería imposible conseguir los 270 votos del colegio electoral, necesarios para conseguir la presidencia.
media nacional). Es en sus vecindades del norte (Michigan) en donde tuvo lugar el salvamento de la industria automovilística, gracias a las decisiones del gobierno federal. Si estos resultados se tradujeran en un apoyo popular a Obama, el Presidente salvaría su reelección. El problema consiste en que, al parecer, en ese mismo estado podrían presentarse el desdén de algún independientes y la deserción de algún sector del voto blanco, lo que arruinaría las expectativas del primer presidente afrodescendiente. En ese caso, sus esperanzas las fincaría solo en la circunstancia de que en los últimos días alcanzara a tener efectos favorables en el voto blanco de Ohio, e incluso de La Florida, su conducta de estadista acucioso y solidario, puesta de manifiesto durante los acontecimientos desastrosos provocados en la Costa Este por Sandy, la supertormenta. De ser así, podría lograr su segundo mandato, aunque no necesariamente un lugar destacado en la historia. Si dicha conducta, seria y honrosa, no alcanzara a traducirse en votos, solo en respeto y admiración, la suerte electoral del Presidente comenzaría a hacer tradición después de Jimmy Carter, en el sentido de los escollos que se le presentan a un demócrata para repetir en la Casa Blanca.
Es en Ohio, en donde ha disminuido más el desempleo (está en 7%, una unidad porcentual menos que en la
93
El mosaico electoral de Obama Noviembre 2012
Aunque creció la abstención con el desencanto de muchos electores independientes; la apuesta le bastó al presidente Obama para llegar a una mayoría holgada; tanto en el voto popular, en el que superó por mucho más de dos millones a su contrincante, como en el colegio electoral, en el que subió al tope de 303 delegados, menos que los 365 de hace 4 años pero muchos más que los calculados por las encuestas o que los ganados por Romney, el otro candidato quien solo sumó 235 de los 270, el número mágico que lo acosaba como un fantasma. Al parecer, su recuperación en las intenciones de voto durante los últimos 20 días, un efecto al que no fue ajeno su impecable comportamiento frente a los estragos del huracán Sandy, se le convirtió en una ola de opinión, luego del fracaso en su primer debate televisivo; ola que alcanzó su cresta precisamente en el día clave, el de la jornada electoral.
94
Votación y categorías socioculturales Con este empuje final de la candidatura Obama llegaron al vuelo los votos particularmente significativos de los jóvenes, las mujeres, los afroamericanos y los hispanos. Fue el voto aportado por estas categorías sociales el que seguramente añadió la diferencia para que Obama volviese a ganar con una mayoría lo suficientemente amplia como para retener, salvo uno o dos, todos los estados en los que había obtenido el triunfo cuando se enfrentó al senador John McCain. El 60% del voto joven; el 55% del femenino; casi el 70% del voto hispano y mucho más de este último porcentaje entre los afrodescendientes; es un fenómeno que está indicando la afirmación de inclinaciones electorales que nacen manifiestamente de unas líneas de ruptura que a su turno tienen origen en identidades de orden socio-cultural. Se trata de corrientes de mutación social surgidas: a) por los cambios generacionales; b) por las transformaciones sociológicas que trae la vida urbana; c) por los marcos de referencia recién surgidos que rodean la conducta de las mujeres en la constitución de su género; d) por las necesidades de movilidad social y de igualdad de oportunidades en la población negra y en la inmigración latina.
El acceso a los recursos y la afirmación de identidades En las reivindicaciones de unas y otras de estas categorías (mujeres y jóvenes, hispanos y negros) se presenta la mezcla de dos formas de comportamiento; a saber: la búsqueda de acceso a recursos nuevos y la afirmación simbólica de identidades. El empleo, los mecanismos fiscales de redistribución o los subsidios y las normas institucionales a favor de la inmigración, son todos ellos mecanismos que hacen parte de la presión por nuevos recursos en la sociedad. Por otra parte, el derecho de la mujer a disponer de su cuerpo y a interrumpir el embarazo es una de las reivindicaciones que además de traducirse en recursos institucionales mediante nuevas disposiciones jurídicas, hace parte también de las construcciones simbólicas de identidad; lo mismo por ejemplo que el matrimonio de personas del mismo sexo. De esta manera, la presión por nuevos recursos y la afirmación libre de identidades está implicando en la sociedad norteamericana la demanda por ajustes en los esquemas prevalecientes de integración social.
Mutaciones, cohesión social y resistencia conservadora La anterior es una presión social; a veces subterránea, a veces manifiesta; que ha provocado la reacción conser-
vadora de los sectores que, inscritos en las tradiciones bíblicas de la cultura estadounidense, cifran la organización de la vida y de los asuntos públicos en el mandato moral que emana de las inalterables verdades estampadas en las Sagradas Escrituras. Tal reacción cuasi-religiosa contra los cambios espontáneos en la sociedad norteamericana consiguió instalarse en el poder con los ocho años de gobierno de George W Busch y el circulo neoconservador que lo rodeó. Incluso logró trasladarle su impronta ideológica a la política internacional del país, con la doctrina de la guerra preventiva. Después del primer triunfo de Obama, hace cuatro años, dicha tendencia se exacerbó en la oposición, reinscribiendo los temas culturales como el aborto y el matrimonio gay o los temas económicos y sociales como el régimen fiscal o el de la salud, en los marcos de un debate moral acerca de la libertad individual y del papel del Estado; debate no exento por otro lado de ciertos tintes racistas y demagógicos contra el presidente y contra la intervención en el plano social del Estado. Esta tendencia moral, religiosa y cultural; finalmente una reacción contra los cambios en la cohesión social que reclaman las nuevas categorías en la población; tomó forma en el conocido movimiento Tea Party, que impregnó con su retórica compulsivamente bíblica y homogeneizadora a casi todo el
95
partido republicano durante los últimos cuatro años.
Elecciones y enfrentamientos culturales En cierta medida, las elecciones que acaban de realizarse el 6 de noviembre en Estados Unidos de América eran la arena en que se enfrentaban las necesidades de ajuste en la cohesión social, representadas por las categorías emergentes, y la reacción conservadora contra tales ajustes culturales y sociales; ajustes estos que a los ojos de dicha reacción derrotan los fundamentos bíblicos y “libertarianos” de la nación norteamericana. El matrimonio del partido republicano con dicha reacción ha terminado por enajenarle el apoyo de las minorías o de las nuevas categorías emergentes, que de alguna manera se mueven en la dirección de buscar un nuevo status en la sociedad. Por otro lado, el triunfo de Obama es al mismo tiempo el éxito político de los grupos sociales, antes subalternos, y ahora emergentes, cuya influencia crecerá en la sociedad; una influencia que continuará modificando los moldes tradicionales de encasillamiento cultural en los Estados Unidos. Ahora, el problema es si el presidente Obama en los próximos cuatro años hace todo lo que esté a su alcance para impulsar esa línea de cambios exigidos
96
por la integración social. La pregunta es, por ejemplo, si él toma una iniciativa eficaz en la materialización de una ley de inmigración, flexible e incluyente; o si por el contrario regresa al incumplimiento de compromisos de este tenor.