Ficha 10

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FICHA 10: HOSPITAL CLÍNIC. CADÁVER DEL PADRE. MIEDO Y MUERTE. TEXTOS COMPLEMENTARIOS:

1 MAX AUB: LA LLAMADA Lo soñaré, lo soñaré -gritaba espantado-. Y, entonces, ¿quién me salvará? Durante la guerra civil, don Marcos Oñate Ballesteros fue visitado -es un decir- a menudo por la policía. Preso tres veces, puesto en libertad otras tantas por influencias de su cuñado, general de división. No vivía en espera de la cuarta entrada por salida. Detuviéronle por republicano, masón y protestante. Lo último fue cierto durante algunos años de su lejana juventud, por amor hacia una escocesa empleada en casa de don Pedro Domecq, en Jerez, su pueblo. Se le resintió el corazón, no del hacía ya mucho tiempo olvidado desprecio de Pamela, sino de los timbrazos de los polizontes, siempre en la madrugada. Su médico, don Mauricio Ortega, para el que no tenía secretos desde la pubertad, ordenó a doña Consuelo, que había venido a ser, de novia suya de los quince años, esposa de su amigo del alma a los veinticuatro, con consenso de todos, quitar cuantos timbres, aldabas, llamadores, campanas y campanillas habidos y por haber en el cortijo y en la casa de la calle del Gran Capitán. No le valió. Halláronle muerto una mañana, con la cara dando. Clara cuenta "de haber oído el timbrazo". -Lo soñó -decía la viuda-. ¡No abras! –gritó-y se fue. Parece mentira ¡a los veinticinco años! Se acordaba más de eso que de su noche de bodas. 2. RAMÓN J. SENDER: RÉQUIEM POR UN CAMPESINO ESPAÑOL (1953) Cuando no quedaba nadie en la plaza, sacaron a Paco y a otros dos campesinos de la cárcel, y los llevaron al cementerio, a pie. Al llegar era casi de noche. Quedaba detrás, en la aldea, un silencio temeroso. El centurión, al ponerlos contra el muro, recordó que no se habían confesado, y envió a buscar a mosén Millán. Éste se extrañó de ver que lo llevaban en el coche del señor Cástulo. (Él lo había ofrecido a las nuevas autoridades.) El coche pudo avanzar hasta el lugar de la ejecución. No se había atrevido mosén Millán a preguntar nada. Cuando vio a Paco, no sintió sorpresa alguna, sino un gran desaliento. Se confesaron los tres. Uno de ellos era un hombre que había trabajado en casa de Paco. El pobre, sin saber lo que hacía, repetía fuera de sí una vez y otra entre dientes: «Yo me acuso, padre..., yo me acuso, padre...». El mismo coche del señor Cástulo servía de confesionario, con la puerta abierta y el sacerdote sentado dentro. El reo se arrodillaba en el estribo. Cuando mosén Millán decía ego te absolvo, dos hombres arrancaban al penitente y volvían a llevarlo al muro. El último en confesarse fue Paco.


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