Ficha 17

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FICHA 17: DETENCIÓN DE SOL Y CRISTIÁN. SERVICIO DE INTELIGENCIA MILITAR. CÁRCEL EN VIA LAYETANA. (PÁGS. 267-271) TEXTOS COMPLEMENTARIOS

1. MANUEL VÁZQUEZ MONTALBÁN: LA SOLEDAD DEL MÁNAGER (1977) -Siéntese y espere. Una luz que parece ensuciar los ojos, o es que los ojos se preparan para la realidad que temen. Muebles de oficina que acumulan tres épocas: desde el neoclásico de madera barnizada al metálico lleno de ruidos huecos pasando por aquel intento inútil de que todas las oficinas se parecieran a las de las películas de Hollywood en los años cuarenta. Máquinas de escribir sobre portadoras metálicas y rodantes. Sobre todo gente, gente que pasa, gente que se queda con la sensación de que es para siempre. Los policías de paisano parecen estar de acuerdo históricamente con los muebles. Los hay al borde de la jubilación, barnizados de la opaca luminosidad de años y años, con un bigotillo que aprendieron a recortarse durante la guerra y que aún ahora vigilan pelo a pelo cano hasta conseguir ese extraño insecto de alas rectangulares clavado en un morro coriáceo. Luego los cuarentones, casi todos atléticos con barriga, policías ideologizados en el culto al orden franquista, el único que conocieron. Pluriempleados, malencarados, molestos por las horas que se les van cada día entre humanidad perdedora y vencida. Finalmente los jóvenes, expresamente jóvenes, melenudos o con aspecto de jóvenes burócratas de Banco, metálica su supuesta naturalidad, licenciados en Derecho de provincias que no velaron lo suficiente las oposiciones a inspectores de esto o aquello, o bien ex niños falangistas que convirtieron en profesión la mística de que la vida es un acto de servicio. También se da el que todo lo aprendió en los telefilms norteamericanos o el que ha seguido la estela de los agentes del FBI como los niños de Hamelin siguieron al sagaz flautista. Gestos de oficinistas, agresividad mecánica, como mecánica es la habilidad del fontanero o el carpintero, facilidad para pasar del golpe al olvido del golpe, en la confianza de que el golpeado no tiene otro remedio que seguir el juego. Jóvenes ladrones de coches, descuideros, mecheras, putas, maricones depilados y con pestañas postizas, vecinas en riña con los ojos llorosos y huellas de arañazos en las mejillas, un viejo apuñalador de su sobrina en flor, el cazador que disparó contra su mujer sin esperar el levantamiento de la veda. No todos vuelven de poner su firma en el libro donde todo estaba escrito. Los hay que permanecen al fondo del pasillo y por el resquicio de alguna puerta no cerrada a tiempo se escapa el grito, la protesta, la amenaza a la medida de una habitación sin ventanas, sin otra luz que la que cuelga sobre el perdedor como una soga. Cuando vuelven del final del pasillo contusionados o no, con las manos juntas por las esposas y el gesto contrito, diríase que vuelven de hacer la comunión a la fuerza. Calvalho los acompaña con la mirada hasta la última puerta de cristal opaco a que alcanza su vista. Pero conoce el camino que continúa. La brusca desaparición del laberinto de oficinas y el brote del ámbito de cemento, las escaleras que precipitan a un infierno frío y húmedo abierto o cerrado por una puerta de rejas y más allá el pasillo con los calabozos a uno y otro lado, el retrete final


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