Michelle Carlos Medina
No dejaba de llorar. Estaba sentada viendo a la ventana y no dejaba de llorar. Acababa de terminar mi último toquín en el vagón. Era sábado, hubo poca gente ese día en la línea B. Me senté justo delante de ella y coloqué la guitarra en el asiento de aun lado, el amplificador lo dejé debajo de mis piernas. Ella no me miró. De esas había un montón. La gente se acostumbra a verlas andar por ahí descalzas, entregando papelitos con frases que nadie lee y después recogiéndolos, o con cajas llenas de cualquier golosina. Pero ella era diferente a las demás. Lloraba. Saqué una bolsa de plástico y comencé a contar mi dinero de diez en diez. Eso atrajo su atención por unos instantes. No me miraba a mí, sólo al dinero. Después de unos minutos se distrajo de nuevo en la ventana. Llovía. Por el reflejo del vidrio se alcanzaban a ver un par de ojos aceitunados. ¿Cómo te llamas? Le dije sin voltearla a ver. No respondió. ¿Dónde está tu mamá? Ella sólo miró a la ventana y comenzó a llorar de nuevo. La gente que estaba a un lado nos observaba. No me gustaba involucrarme en los problemas de los demás, pero esta niña lloraba. Nunca había visto a una llorar tanto, tan despacito, apenas se escuchaba un pequeño sollozo, y las lágrimas caían constantemente por ambos lados de la cara. Probablemente su madre la había abandonado y no tenía a donde ir. O quizá sólo la regañaron por no haber ganado suficiente dinero o por perder alguna mercancía. 13