1. La cultura postmoderna a. la matriz cultural: la Posmodernidad o la post-modernidad como reacción a los “dogmas” de la modernidad Postmodernidad y cristianismo La caída de la Razón y de sus grandes mitos, en el movimiento postmodernista, se suma a la labor del cristianismo
Los contornos del postmodernismo se desdibujan fácilmente sobre la pantalla de la cultura actual. El torrente cultural desborda todo límite y ribera, y fluye sin diques ni espigones por la llanura de la mentalidad común, al socaire de pensadores y "opinionmakers" de la ambigüa sociedad en que vivimos. Capaz de increíbles metamorfosis, el postmodernismo se adapta al relieve por donde pasa y adopta su fisonomía y sus accidentes. Convierte en postmoderno todo lo que toca, metamorfosea la superficie de las cosas sin transustanciarlas ni hacerlas fecundas. Convive alegremente con otros ismos de talante bastante parecido: postindustrialismo, postcristianismo, postmarxismo, postracionalismo....... Es como una anguila del pensamiento que, cuando crees tenerla bien cogida, en un instante se te escurre de las manos. Cuando la vuelves a encontrar, pasado un tiempo, cuesta reconocerla por ciertas mutaciones que ha sufrido. En este ensayo pretendo dos cosas: mostrar, primeramente, cómo el postmodernismo, al descalificar los ´éxitos´ y los dogmas de la modernidad, desbroza el camino a lo religioso y a lo sagrado; en un segundo punto, a partir de la ambigüedad de los signos, que en cierta
manera, aunque malamente, lo definen, intentar descubrir las posibilidades de lectura cristiana de los mismos. Ulteriores aspectos de la relación entre postmodernismo y cristianismo, merecedores de atenta consideración, quedan a la espera de un próximo futuro. De la crítica a la modernidad, una vía de salvación Los estudiosos no se ponen de acuerdo sobre si el postmodernismo ha guillotinado la modernidad o es más bien su última y más bella figura. Sin entrar en discusión, asumo la coexistencia de ambas posturas, aunque la primera resulta a ojos vistas con apoyaturas más evidentes. No sin razón se habla de crisis de la modernidad occidental, pero la crisis puede ser pensada como crisis de desarrollo o de muerte por agotamiento. ¿Qué es lo que ha entrado en crisis? Por un lado, el cuadro tradicional de la vida en la sociedad, junto con los instrumentos de análisis con los que el hombre resolvía los problemas que se le presentaban, y por otro, los grandes ´dogmas´ de la modernidad, originaria y abiertamente opuestos y contrapuestos, en la historia, a los dogmas del cristianismo. Porque con la modernidad no murió ni la religión ni la fe, sólo abandonaron el Regnum Dei para acampar en el Regnum hominis. Cambio en los puntos de referencia Según Joblin, en el pasado tres eran los puntos de referencia del hombre en el mundo que, a la vez que limitaban su poder, daban cierta seguridad a su vida: El cuadro espaciotemporal de límites precisos, en que se desenvolvía su existencia; la sacralidad de la vida en cuanto fuera del alcance del hombre; la institución familiar como célula natural, base necesaria de toda sociedad y custodia de la vida. Los descubrimientos científicos, sobre todo los habidos desde mediados de nuestro siglo, han descompuesto el cuadro de referencia, creando en el hombre confusión y desconcierto. En relación al espacio y al tiempo, se descubre que el espacio es ´infinito´ y puede explorarse, y que el mundo cuenta en su haber con millones de años. La antigua convicción cede ante la nueva de que "exista o no el hombre, todo funciona" y de que éste tiene el derecho de explorar sin ningún a priori cultural o religioso las fuerzas que lo circundan y que gobiernan el universo. En cuanto a la vida, se desvelan paso a paso las leyes biológicas, con la esperanza de llegar algún día a dominar totalmente sus mismas fuentes. En la familia, el fragmentarismo tiende a imponerse, desligando sexualidad, familia e infancia en la sociedad del futuro. Se habla de familia monoparental o
de pareja monosexual, porque prima la libre elección de los individuos, y el fragmento sobre el todo de la existencia. La crisis provocada por la pérdida de referente sería, en este caso, crisis de crecimiento de la modernidad en espera de lograr su plena madurez. El progreso de la ciencia, el poder y dominio sobre la naturaleza, la libertad encuentran exploraciones nuevas con posibilidades inimaginables en el futuro. La modernidad dio el paso del Regnum Dei al Regnum hominis; la tardomodernidad, como se usa decir, está haciendo los primeros intentos para saltar del Regnum hominis al Regnum mundi. La ambigüedad del paso reside en que tal exploración puede convertirse en bien del hombre o puede ser el inicio de su ruina y de una catástrofe general. Da la impresión de que el hombre, con su ciencia y su libertad al hombro, es un malabarista que cruza sobre una cuerda de un rascacielo a otro, a 140 metros de altura. Estas "peligrosas" piruetas de la tardomodernidad, a primera vista desprecian la fe y la moral religiosas como opuestas al progreso y a la libertad. En última instancia replantean la urgencia del Regnum Dei, porque sin Dios como referente el hombre mismo se desvanece y sucumbe. Si se quiere ´salvar´ al hombre, habrá primero que ´salvar´ a Dios. ¡A no ser que un nihilismo absoluto y destructor invada la faz de la tierra! ¿Cómo ve todo este asunto la corriente postmoderna? No parece interesarse mucho por ´cómo va el cielo´, sino más bien sobre cómo está la tierra. Tampoco parece mostrar interés por el ´Proyecto Genoma Humano´, mientras que su intención es lograr que el hombre concreto se divierta y sea feliz en el instante fugaz. Prefiere un ´pedacito´ de felicidad ahora, a una felicidad más plena, pero futura. Se ha dicho que el postmoderno es individualista e insolidario, pero quizá habría que decir que ha cambiado el objeto de su solidaridad del macro al microgrupo y del hombre a la naturaleza y al cosmos. La crisis de crecimiento de la tardomodernidad, si de esto se trata, le importa un bledo al hombre postmoderno, que busca satisfactores inmediatos y siente un rechazo visceral por los grandes proyectos en vistas al futuro. Desde esta perspectiva, quizá se pueda hablar del postmodernismo como un aliado del creyente para quien el futuro ya está presente en el hoy de la historia, para quien el fragmento no es despreciable en la recomposición del mosaico cristiano, y para quien el progreso indefinido está pidiendo a gritos diques éticos a la ´omnipotencia´ del hombre contra sí mismo. Los grandes ´dogmas´ de la modernidad Simplificando realidades en sí bastante complejas, presentaré unos cuantos ´dogmas´ de la modernidad, socavados y demolidos por la
piqueta del postmodernismo. Advierto que tales ´dogmas´ sobreviven en otras corrientes de pensamiento que se codean con el postmodernismo. Sin embargo, la ´infalibilidad´ de estos ´dogmas´ modernos se está volviendo falible, incluso para sus mismos secuaces. 1. El primado del hombre: La modernidad efectuó un giro copernicano al pasar de la visión teocéntrica, propia de la cultura medieval, a la antropocéntrica. Al centro de todo, el hombre, autosuficiente, creador de sí mismo y del futuro, cuyo destino no trasciende el horizonte de la historia ni de la sociedad política y económica. La tierra es la residencia única del hombre y la vida no es una peregrinación hacia Dios, sino un aterrizaje sin retorno y una circunscripción a la aquendidad. Desaparece el homo viator y emerge el homo oeconomicus, aherrojado a la tierra y destinado a alimentar el polvo de los siglos. Se apaga la moral ´política´ y se alumbra la política sin moral, por obra y gracia de Maquiavelo. El hombre, visto por L. Feuerbach, arrebata a Dios el título de Ser Supremo, llegando así el ´antropoteísmo´. El humanismo trascendente cede el paso al humanismo inmanentista de las grandes preguntas kantianas: "¿Qué puedo saber? ¿Qué debo hacer? ¿Qué puedo esperar?" . Ruiz de la Peña habla de un "humanismo vibrante y ardientemente militante: La esperanza en la historia descansa sobre la fe en la humanidad. Una fe acreditada por las conquistas logradas hasta ahora, que funcionan como credencial de las que se alcanzarán en adelante". El postmoderno halla muy deficiente el modelo ´económico´ moderno, aunque el homo viator tampoco le queda. Advierte que en siglos pasados se han realizado imponentes estructuras económicas, técnicas y sociales, pero que el hombre sigue siendo muy infeliz, en una tierra cada vez más devastada; no niega que el hombre de hoy es más rico e instruido, pero también más marginado y solitario; hay más libertad y democracia, pero también más guerras destructoras, más estructuras de muerte, más mentira, más injusticia. Aterrorizado por el primado del hombre circula por la vida como un ciego sin lazarillo, que espera en cualquier momento ser víctima de un atropello y pasar de la vida sin sentido al sentido de la nada. O, a lo más, a ser una partícula perdida y anónima en el cosmos impersonal, infinito y divino. ¿No está señalando todo esto que el hombre prometeico moderno no puede ser el centro de la historia? ¿Que hay que reafirmar de nuevo el primado de Dios, porque la "muerte de Dios" trae consigo inexorablemente la muerte del hombre? ¿Estamos los cristianos a la altura de las circunstancias para que la nueva oportunidad del primado de Dios no caiga en el vacío?
2. El primado de la Razón o la revolución cultural El hombre ocupa el centro del universo y la Razón el centro del hombre. Con el Iluminismo la Razón humana constituye la norma única y suprema de la verdad y de la rectitud. No hay alternativa: o se está con la Razón o se está contra ella. Nada existe por encima de la Razón, y el misterio es signo de ignorancia y oscurantismo. El tiempo, con el progreso que comporta, se encargará de que la humanidad madura se libre definitivamente del sarampión del misterio. Por tanto, todo, hasta la misma religión, debe quedar dentro de los límites de la pura Razón. El fundamento de la existencia y de la moral no hay que buscarlo ni ´fuera´ ni ´arriba´, sino ´dentro´ de la misma Razón. Esta Razón suprema ha alimentado las ideologías más diversas, desde el absolutismo ilustrado hasta los totalitarismos de nuestra historia reciente. Con el postmodernismo llega a su cima el proceso secular de desconfianza en la Razón, en el que han desempeñado el importante papel de iniciadores hombres como Kierkegaard, Schleiermacher y Nietsche. Este último, por ejemplo, afirma que "las verdades del hombre son los irrefutables errores del hombre" y que "los valores supremos se degradan. No existe el fin, ni la respuesta a la pregunta sobre para qué...". La Razón yace destronada y rota en el ángulo de los recuerdos, como un resto arqueológico con el que ilustrar las ´imbecilidades´ del pasado. Las certezas absolutas de la razón humana se han deshecho, como un monumento de nieve, ante el calor de la evidencia de las ´verdades relativas´ en el ámbito intrahistórico. Las grandes ideologías totalitarias se han derrumbado como un castillo de naipes, casi con un simple balanceo de la historia. Ha venido a menos la bondad de la Razón que ha creado los ´monstruos´ de las armas y de las guerras. Se ha desmoronado la confianza iluminística en la capacidad de la razón de eliminar el mal de la historia con la ampliación de la cultura, en la suposición de que los hombres eran malos por ser ignorantes; pues, en realidad, el aumento de conocimientos ha traído consigo, aunque no sólo, el aumento de los males del hombre. La caída de la Razón y de sus grandes ´mitos´, en el movimiento postmodernista, se suma a la labor del cristianismo que luchó contra tal endiosamiento, aunque no siempre quizá de la forma más adecuada y pertinente. Al ceder, ante el peso de la historia y de la nueva cultura postmoderna, las estructuras levantadas por la Razón, aparece un vacío por llenar. Esta oquedad no la llena el postmodernismo, porque carece de peso y sustancia. En todo caso, la llenará de frivolidad e intrascendencia, con lo que el vacío en lugar de disminuir aumentará. La alianza parcial del postmodernismo con el cristianismo en la demolición
de la Razón, oferta a éste último la posibilidad inestimable de que Alguien llame al corazón de los hombres para llenar un vacío que jamás debería estar o haber estado vacío. 3. Ciencia-Técnica-Progreso: Esta ´tríada sagrada´ ha revelado al hombre su poder indefinido y le ha producido las mayores satisfacciones en su inmenso esfuerzo por hacer de sí mismo un ser feliz intramundano. La Ciencia es poder. Poder de conocimiento del universo, desde la partícula más ínfima a la mayor de las galaxias, mediante complejas teorías matemáticas inteligibles sólo para los ´sumos sacerdotes´ de la Gran Diosa. Poder de manipulación sobre la materia y sobre las fuentes de la vida, gracias a la tecnología superavanzada, que cada día nos sorprende con nuevas conquistas, hasta que se llegue a una era de bienestar y felicidad, en que desaparezcan los males que todavía afligen al mundo: Pobreza, enfermedad, ignorancia, opresión. Poder ilimitado del Progreso, que la gente común formula en estos términos: "No existe lo desconocido ni el misterio; es cuestión de tiempo". De todo esto se deduce la absoluta confianza en la "racionaldiad científica", verdadera ´cornucopia´ de la humanidad en la era moderna. La modernidad es por esencia optimista, fundándose en las inmensas posibilidades del progreso ofrecidas por la racionalidad científica. Se sostiene como axiomas incontrovertibles primeramente que "sólo lo científico es racional, pues sólo la ciencia produce verdad" y , en segundo lugar, que "la sola realidad genuina es la realidad física y, por tanto, todo lo cognoscible puede y debe ser explanado en términos de leyes físicas". El hombre postmoderno mira la ciencia y la técnica desde otro ángulo, sin la euforia ´idealista´ del pasado, con la experiencia terrificante de los últimos decenios. ¿No se está comenzando a convertir el planeta tierra, en nombre de la ciencia, en un gran ´basurero´, con consecuencias todavía imprevisibles? ¿No se corre el riesgo, a impulsos de la técnica más sofisticada, de hacer del hombre un robot computarizado y del robot computarizado un ser humano? ¿Pueden recibir el nombre de progreso los campos de concentración, las cámaras de gas, los ´gulags´ inhumanos, aunque se hayan construido en beneficio de una raza o de una ideología? El postmodernismo no pone en entredicho el progreso, la técnica o la ciencia, que tantos bienes han aportado al hombre, sino su endiosamiento y su carencia de sentido. La verdadera cuestión es ésta: ¿qué es el progreso? ¿cuál es el para qué y por qué de la ciencia y de la técnica? A estos planteamientos el postmoderno responde en una tesitura diferente a la cristiana, y el cristiano no lo puede ignorar ni puede actuar como si tal diferencia no existiera. Pero el hecho mismo de zapar el carácter absoluto de la
"tríada sagrada" es una rendija abierta en la mentalidad al soplo del Espíritu. Por otra parte, el postmodernismo está contribuyendo a trasvasar tales conceptos del nivel "puramente científico", para resituarlos en el nivel ético y espiritual. 4. Libertad-Democracia: ¡Dos grandes conquistas de la modernidad! No que en tantos siglos pasados jamás hubiese habido democracia o libertad, mas no habían sido utilizadas programáticamente en banderías políticas o socioeconómicas. Al grito de "¡Libertad, fraternidad, igualdad!", a finales del siglo XVIII, se armó la revolución francesa, y todas las revoluciones posteriores hasta el presente han gritado el mismo eslogan, con el deseo de aterrizar definitivamente en el anhelado país de la utopía. Después de dos siglos de revolución moderna, ese país soñado todavía no se divisa en el horizonte; más bien parece que se aleja. ¿No ha desenmascarado el postmodernismo el nominalismo puro y duro de tales términos, símbolo enhiesto de un mundo mejor? En lugar de utópicas, ¿no se han reducido a simples palabras tópicas? Mi propósito no es denigrar la modernidad, como tampoco ensalzarla. Como observador, veo desde la barrera los toros de la libertad y la democracia y los toreros ´modernos´ con sus cuadrillas al quite con ellos. Hay toreros del pasado que han hecho faenas brillantes y han sido galardonados por sus contemporáneos con ´orejas y rabo´; hoy, sin embargo, han quedado ´desfasados´, se les ha tirado del pedestal de la historia y sirven a lo más de cascajo para las nuevas construcciones. ¿No es éste el destino de todas las ideologías y de todos los mitos, incluidos el de la libertad y la democracia? El mundo es más libre, más tolerante. Admitámoslo. El mundo está en posibilidades reales de librarse de la esclavitud del hambre y de la ignorancia. Se han generalizado libertades fundamentales como la libertad política, cultural, económica, religiosa. En cierta manera, el hombre se está liberando de los límites del espacio y del tiempo. La mentalidad común es más tolerante para quienes piensan de distinta manera o pertenecen a otro país o a otra raza. Todo esto hay que ponerlo en el haber de la modernidad. El postmodernismo no niega estos resultados, pero tampoco se deja encantar por las sirenas. La libertad y la democracia, ¿no están preñadas de ambigüedad? ¿Es más libre una sociedad en que el imperialismo de los ´mass-media´ no ha ahorrado ningún rincón del planeta? ¿Es más democrática una sociedad en que la corrupción, en beneficio de unos cuantos y en perjuicio de la mayoría, campa por sus fueros? ¿Es más libre una sociedad en la que el Estado se siente casi
impotente ante el crimen, dejando desprotegida a una buena parte de los ciudadanos? ¿Es más libre una sociedad en que unos se hacen más ricos y la grande mayoría más pobre? ¿Es más democrático un mundo en que las superpotencias se imponen o condicionan, en fuerza de intereses geopolíticos o económicos, a las demás naciones? ¿Es más democrático un país en el que los votos de los ciudadanos son ´comprados´? ¿Es más libre y democrática una sociedad en que la privacy y la intimidad de las personas es fácilmente violada y ´vendida´? ¿Es más libre y democrática una sociedad en que la libertad se convierte en libertinaje y la tolerancia en indiferencia? ¿No habrá que pensar con los postmodernos que hoy por hoy términos sacros como libertad y democracia están vacíos y son insignificantes? La pérdida del sentido y el nihilismo postmodernos, ¿no son una reacción, aunque equivocada, ane una libertad prostituida y una democracia cada vez más apariencial y de fachada? . Entre más se divinizan los logros humanos, más fuerte es el descalabro que sufren en la marcha de la historia y más evidentes sus terribles manipulaciones. Los postmodernos no cuentan con una oferta a la demanda de la sociedad, pero poseen un fascinante poder de demolición de las grandes divinidades modernas. Se ha de conceder que el postmodernismo no ha nacido cristiano, como tampoco ateo. Es innegable, sin embargo, que, al destruir ciertos ídolos de la modernidad, ha removido o hasta eliminado, sin pretenderlo, algunos obstáculos a la fe y a la existencia cristianas, y ha posibilitado una nueva vía de acceso y de diálogo, no fácil ni exenta de peligros, entre cristianismo y sociedad. El postmodernista, en cuanto tal, no es cristiano, pero puede llegar a serlo. ¿No es ésta una de las tareas más urgentes de los cristianos? Lectura cristiana de los rasgos postmodernos No es mi intención caracterizar lo hasta ahora incaracterizable. Se requiere tiempo para que los rasgos postmodernos adquieran perfil y figura. En este ensayo me limito a establecer cinco relaciones de la razón, observando los aspectos positivos y negativos con que el postmoderno considera tales relaciones. Luego, intentaré una lectura cristiana elemental de los aspectos positivos . Es necesario también leer cristianamente los aspectos negativos mediante una justa y acertada corrección de los mismos. Queda como tarea pendiente. Algunos rasgos postmodernos La primera relación es entre razón y voluntad. En esta bipolaridad el postmoderno valora el amor y la dimensión afectiva-sensible del ser humano; presta mucha atención a la dimensión ´pequeña´,
intrahistórica de la existencia personal e irrepetible; le importa más el fragmento con su peculiaridad que el todo, con su volumen y grandiosidad. Negativamente se advierte una fuerte tendencia al irracionalismo e instintivismo, un acentuado subjetivismo con sacrificio de la objetividad, una marcada decadencia del heroísmo y de los nobles ideales. En la relación razón-filosofía se perciben como positivos el abandono de la certeza absoluta, que se funda en la ideología o en la verdad científica, el valor dado al diálogo y al consenso, la urgencia sentida de una filosofía más ´popular´ y cercana a la gente común, una filosofía más para andar por casa. Desde un punto de vista negativo, el postmoderno sufre filosóficamente de relativismo intelectual, de ´democratismo´ epistemológico y de abandono de los grandes y eternos temas del pensamiento. Dionisos amaestra en la academia postmoderna. Pasando a la relación razón-religión, se advierte esperanzadamente una apertura y revival del valor religioso, un amplio sentido del respeto y de la tolerancia, un pluralismo enriquecedor y generalizado. Entre las notas negativas cabe indicar el eclecticismo religioso, en una suerte de "melting pot", en busca del placer religioso o estético; y un nihilismo escatológico, ya que el futuro ha perdido consistencia y sustancia generadora y vital. Considero positivos, al relacionar la razón con la sociedad, la afirmación de la centralidad del individuo, el sentido intenso de la diferencia, el valor dado al microgrupo en general, la fuerza de la imagen (homo mediaticus) y consiguientemente la valoración de los símbolos en la comunicación social. En el lado negativo encontramos aspectos como un exacerbado individualismo insolidario, el racismo creciente y poliédrico, el pasivismo intelectual ante los retos sociales del mundo presente. Finalmente, si pensamos en la relación razón-tiempo, advertimos el valor que se concede al hoy, al presente; advertimos también el ansia de felicidad con que se vive, y el deseo de exprimir al máximo el tiempo que con tanta rapidez se escapa de las manos. Entre los puntos negativos, cabe mencionar la enorme voluntad de placer, el consumismo tan ampliamente extendido, y el no pequeño peligro de perder el sentido ético de la existencia. Lectura cristiana de los rasgos postmodernos 1. Una lectura que no sea parcial
La lectura cristiana de los rasgos postmodernos no puede ser parcial. Ha de tener en cuenta los aspectos negativos para corregirlos y los positivos para aprovecharlos en la realización de la vocación y misión cristianas en el mundo. A mi parecer, no está libre de lectura parcial, unidimensional, un editorial de la Civiltà Cattolica, cuando subraya algunos caracteres de la fe cristiana en contraste con el espíritu postmoderno. Escribe el editorial de la revista: 1. "La fe cristiana, fundada en la revelación de Dios en la persona y obra de Jesucristo, tiene el carácter de certeza absoluta. El espíritu postmoderno es radicalmente escéptico y poco dispuesto a aceptar que la fe cristiana pretenda tener una certeza absoluta". Esta afirmación es verdadera, pero no deja de ser igualmente verdad que la comprensión y la formulación de las certezas absolutas están en estrecha relación con la historia y con la cultura, y, por tanto, sometidas a cierta relatividad. Como cristianos hemos de valorar las certezas absolutas, y a la vez la relatividad de su expresión, abierta siempre a mejoras y perfeccionamientos. Esta relatividad ´histórica´ dará al cristianismo más credibilidad en el núcleo absoluto de sus certezas y le librará del peligro, no raramente en acecho, de absolutizar lo relativo. 2. "La fe cristiana es objetiva, en cuanto fundada sobre la revelación de Dios, y en cuanto que la salvación que trae consigo no es obra humana sino obra de Dios realizada por medio de Jesucristo. Esto está en contraste con el subjetivismo propio del espíritu postmoderno y con la libertad absoluta propugnada por él". No podemos poner en duda la objetividad de la fe cristiana, la fides quae de los antiguos manuales. Pero, ¿no es la fe igualmente subjetiva y personal? ¿No es la fides qua del mismo rango y categoría que la fides quae, aunque de diversa índole, en la visión global de la fe cristiana? ¿No deben ambos aspectos entrecruzarse y mutuamente influirse y completarse en el pensamiento y en la existencia cristianas? La subjetividad de la fe tiene iguales derechos que la objetividad en una auténtica concepción de la fe de la Iglesia. Es legítima la acentuación de una o de otra, pero no la separación y mucho menos la absorción de una por otra. 3. "La fe cristiana es global, en cuanto presenta un conjunto orgánico de verdades doctrinales, de comportamientos morales y de prácticas religiosas, que forman un único indivisible. El espíritu postmoderno desconfía de los sistemas globales y tiende al sincretismo religioso". De ningún modo es posible negar el carácter global y orgánico de la fe y de la moral católicas. Ahora bien, dentro de esta concepción orgánica y
global, ¿no se acentúan acaso unas verdades sobre otras, de modo legítimo, en razón de las circunstancias históricas y, en sí mismas parciales? ¿No está el patrimonio cristiano en un permanente proceso de adaptación e integración de aspectos parciales nuevos o revalorizados? La visión orgánica y global, ¿elimina por sí misma el ímpetu vital de ciertos aspectos parciales de la fe y de la vida cristianas? El equilibrio entre el carácter orgánico de la fe y la moral por un lado y la profunda experiencia religiosa, por otro, de ciertos aspectos parciales en el pueblo de Dios debe caracterizar el modo de vivir cristianamente en nuestro tiempo. 4. "La fe cristiana es razonable, en cuanto tiene motivos racionales para ser libremente acogida, busca el auxilio de la razón para ser aceptada por el hombre, no se pone en contra de la razón sino sobre la razón. En el espíritu postmoderno hay escasa confianza en la razón y en su capacidad de llegar a la verdad". Siendo como es razonable, la fe cristiana no deja de ser también cordial y afectiva; se expresa en toda la persona y con toda la persona. Es todo el hombre quien vive y expresa la fe, no sólo el ens rationale. ¿No será el corazón un camino del hombre actual para llegar a la verdad y dejarse conquistar por ella, al presentarle un rostro más amable y bello? Los caminos de Dios en la manifestación al hombre son numerosos y no hay que excluir ninguno. 5. "La fe cristiana es eclesial y comunitaria, en cuanto fe de la Iglesia y vivida en la Iglesia. El espíritu postmoderno privilegia el individualismo y la elección libre y la espontaneidad en las agregaciones religiosas". La fe cristiana no deja tampoco de ser individual. Es el individuo el que cree en la Iglesia y con la Iglesia; es el individuo el que se salva en la Iglesia y con la Iglesia. Por otra parte, respetando las normas litúrgicas y disciplinares, ¿no se considera muy positiva, en la Iglesia de hoy, la espontaneidad de la fe confesada, celebrada, vivida y orada? Los pequeños grupos existentes en la Iglesia, con los lazos intensos y espontáneos que crean, ¿no están siendo un medio del Espíritu para la vitalidad de la Iglesia y para la nueva evangelización? 2. Una lectura desde los valores En orden a una visión cristiana del postmodernismo, no basta señalar los elementos no cristianos o incluso acristianos de este movimiento cultural. Tampoco es suficiente quedarse en la ambigüedad de muchos de sus rasgos, incluso cuando se destaca su positividad. Habrá que
contemplar además, desde el cristianismo, los valores que dicho movimiento comporta. Recordemos cosas sencillas, de todos conocidas. El Dios cristiano no se define por la Razón, sino por el Amor: "Dios es Amor". La afectividad, incluida su dimensión sensible, es una componente imprescindible de la visión cristiana del hombre. Jesús vivió 30 años la intrahistoria de un pequeño pueblo de la Galilea, sin contar para nada en las grandes gestas de la historia universal. No olvidemos que Jesús se dedicó a socavar ciertas verdades ´absolutas´ de los escribas y fariseos para que brillara el carácter absoluto único de Dios y de su Mesías. Jesús en su predicación y actuación se mostró respetuoso y tolerante con sus interlocutores, apelando a su libertad y responsabilidad, sin que esto fuera óbice, en alguna ocasión, para expresiones audaces y vehementes. La Iglesia desde el primer siglo aceptó la presentación ´pluralista´ de la persona de Jesús en cuatro evangelios, o quizá mejor en un Evangelio ´cuadriforme´. Junto al universalismo de la salvación: "Dios quiere que todos se salven", nunca ha cesado la Iglesia de afirmar el individualismo de la misma: "Me amó y se entregó por mí". Si bien la Iglesia es católica y debe llegar a todos los rincones de la tierra, no sólo en los inicios sino también a lo largo de estos veinte siglos ha valorizado el microgrupo: iglesias domésticas, cenobios, conventos, parroquias, movimientos, comunidades de base...y consiguientemente las relaciones interpersonales intensas. La valoración del "hoy" aparece con frecuencia en la Biblia, con matices de presencia y de actualización. El ansia de felicidad no sólo pertenece a la naturaleza humana, sino que es profundamente cristiana y sobrepasa las fronteras del tiempo. San Pablo nos exhorta a redimir el tiempo porque es breve y, por tanto, a aprovecharlo con ahínco y avaricia. La Sagrada Escritura es una galería de imágenes y símbolos que forman parte de nuestra cultura y de nuestra fe, y que poseen una riqueza doctrinal extraordinaria. El sentido de la diferencia, para definir la propia identidad, es fuertemente señalado por el cristianismo: "estáis en el mundo, pero no sois del mundo"; "el que no está conmigo, está contra mí"; "no seáis como los gentiles..."; "¡cuidado con los falsos profetas!"... Los valores son valores, aunque se puedan ´desvalorizar´ por el modo como se usan o por conjugarlos con extremismos que los convierten en moneda sin valor. El postmodernismo tiene sus valores, que son por igual valores entrañablemente cristianos. Algunos o muchos de estos valores son mal utilizados por los postmodernos. La cuestión no está en negar los valores, que sería reprobable y perjudicial para el cristianismo (la modernidad con sus valores y la postura cristiana ante ellos durante mucho tiempo deben alertarnos y hacernos aprender la lección), sino en ingeniárselas para que sean utilizados de un modo que beneficie al
hombre y que configure la vivencia concreta de la fe y de la moral cristianas en un postmodernismo invasor. b. la cuestión de fondo: la concepción de la razón: o la razón “light” o el “pensamiento débil”, renuncia al encuentro pleno con la realidad (rechazo de la razón analítica para una no-razón) Romano Guardini: El ocaso de la Edad Moderna Para Guardini la "deslealtad " característica de la Época Moderna está en considerar la religión cristiana como una simple "introducción" a los valores naturales Silvano Panunzio, pensador metapolítico italiano, ha enseñado que existen Ciudades Tradicionales, como Roma y Jerusalén, y Ciudades Inspiradoras que propician un influjo positivo, directo y potente, sobre la circulación de las ideas. Entre las ciudades inspiradoras de Italia, Panunzio, ha indicado Florencia y Verona, ambas relacionadas con la odisea de Dante, y que se extienden "tra Feltro e Feltro" (entre fieltro y fieltro), según la profecía dantiana de la "gran restauración". No fue sólo por azar, entonces, que Verona haya sido la ciudad que propició mi encuentro intelectual con Romano Guardini, nacido precisamente en la ciudad escalígera en el lejano 1885, pero luego abandonada a los cinco años de edad, cuando su padre – cónsul en Maguncia del recién proclamado Reino de Italia – se trasladó en Alemania, donde el joven Romano se educó y estudió alcanzando una merecida notoriedad intelectual como eminente pensador católico en la segunda mitad del siglo veinte. En el año 1955, viviendo en Verona yo emprendía la publicación de la revista cultural Carattere que por más de un decenio fue la expresión de un pensamiento católico de orientación papiniana, en el ámbito intelectual de aquella singular derecha italiana que entonces abarcaba el espacio político del Partido Nacional Monárquico y del Movimiento Social Italiano. Mi aproximación a la obra de Romano Guardini empezó entonces, cuando en aquel mismo año encontré casualmente en una librería veronese la traducción italiana de su ensayo Die Macht (El poder); libro en el que el autor –utilizando una muy personal aplicación del análisis
fenomenológico en clave tradicional, enfrentaba el dramático problema del "poder a través de la historia", ofreciendo sugestivos elementos de reflexión sobre cual rostro nuevo – declinada para siempre la época moderna – debería asumir el hombre del mañana para conservar integra o recuperar su dignidad personal de hijo de Dios. Empezó así mi afección cultural para con la obra de Romano Guardini, que sucesivamente influiría en mi formación intelectual y espiritual. Romano Guardini, sacerdote católico Desde el 1910, doctor en teología por la universidad de Friburgo, profesor titular en la universidad de Berlín desde 1923, separado de la cátedra por los nazis en 1939 - terminado el huracán bélico en 1945 - es integrado a la docencia universitaria con una cátedra de filosofía religiosa en Tubinga donde enseña hasta el 1948 cuando se traslada en la universidad de Munich, permaneciendo en ella hasta 1964, año de su jubilación. Es precisamente en el duro invierno postbélico de 1947 que Guardini inicia unas clases concluyéndolas el 1948 en Munich. El texto de aquel ciclo universitario es publicado en 1950 bajo el título "Das ende Der Neuzeit" (traducción española: "El ocaso de la Edad Moderna", ed. Guadarrama, Madrid 1958). El libro, adelantando de treinta años la tesis del agotamiento de la modernidad, impacta a los círculos culturales de Occidente. En efecto aquel libro apareció, a muchos intelectuales, inactual desde el mismo título o, por lo menos, desconcertante en los años de un postguerra dominado por la ilusión de un "renacimiento" de la modernidad bajo el alero de una alianza entre la cultura ilustrada y el cristianismo que superadas viejas rencillas - se habían asociado para anunciar el amanecer de un "mundo nuevo" liberado por completo de las perniciosas sugestiones del totalitarismo. Despejando el optimismo ingenuo de aquellos que celebraban el asomarse de la razón, la cultura y la tolerancia entre los escombros morales y materiales dejados por la guerra, Romano Guardini amonestaba: "No se trata de un renacimiento, sino solo de una ilusoria reacción a los éxitos negativos de una modernidad que ha concluido sin remedio su ciclo. Por lo tanto es necesario analizar la época que termina para vislumbrar los tiempos postmodernos que la siguen y que todavía no tienen nombre". Deslealtad de la época moderna En la diagnosis que Guardini hace de la edad moderna, el totalitarismo pagano nazi, derrotado por la alianza entre las democracias occidentales
y el comunismo estalinista, no aparece - como en la historiografía neoiluminista - una reacción a la modernidad, sino más bien como una consecuencia del proceso de secularización del mundo moderno que ha disuelto el vigor trascendente del cristianismo en un racionalismo radical, dejando en el hombre contemporáneo un deseo de espiritualidad que - después de la revolución francesa - el totalitarismo moderno vuelca en una ideología política elevada a secularización religiosa. El totalitarismo, que con el paganismo nazi incluye - según Guardini también el ateísmo comunista, constituye pero solo un aspecto del proceso moderno de disolución de los valores del humanismo cristiano; disolución que crea las condiciones para encauzar las necesidades religiosas del hombre contemporáneo hacia las ideologías totalizantes. Este proceso se inició con el fin de la representación simbólica del mundo y del universo. Hasta la Edad Media, el hombre - observa Guardini - ocupaba una posición central en la estructura limitada de un mundo en el cual la tierra era el planeta céntrico; pero los descubrimientos astronómicos posteriores han modificado la expresión cosmosmológica del Universo, donde la tierra ahora es uno de los tantos planetas del sistema solar. Por consiguiente, el desplazamiento de la tierra fuera de su anterior posición céntrica, ha provocado también el desplazamiento del hombre fuera de su centro constantemente iluminado por Dios.
Hoy en día, no siendo el hombre más considerado como el eje central de la creación, su mismo lugar existencial, junto al planeta Tierra, se ha desplazado en la inmensidad del cosmo infinito: lanzado hacia el umbral de una experiencia cósmica del infinito que tiene algo de extraordinario y de aterrador, al mismo tiempo. En la Edad Media la naturaleza había sido considerada como "creación de Dios" y la Antigüedad como una forma de "revelación anticipada"; pero por la Época Moderna, la una y la otra se vuelcan en simples medios para separar la vida terrenal de la revelación divina, considerada ésta no real y aún más hostil a la vida misma. ¡Ahora bien!, aquí consiste -para Guardini- la "deslealtad " característica de la Época Moderna hacia el cristianismo: considerar la religión cristiana como una simple "introducción" a los valores naturales que cada hombre puede cultivar sin la necesidad de profesar su adhesión a la trascendencia divina, que es el elemento específico de la fe cristiana. Esa actitud moderna mutila al cristianismo de la revelación trascendente que alumbra toda la creación y el destino sobrenatural del ser humano.
Se cortan de este modo todas raíces cristianas a los proyectos humanistas de la sociedad moderna; por consiguiente esos mismos proyectos, vaciados de la fe cristiana, se esterilizan, pierden su vigor esencial y se reducen a simples utopías, proyectos sin contenidos. El agotamiento irreversible de la modernidad Adelantándose a la escuela de Francfort - que criticará a la modernidad por no haber sabido acabar con el proyecto sociocultural de los filósofos del iluminismo - Guardini describe a la modernidad no como un trastorno de la razón existencial y social, sino como un "desorden" de la imagen del mundo vaciado de la trascendencia cristiana; desorden que abarca la existencia del ser humano y causa el agotamiento irreversible de la modernidad misma. Entre las causas del agotamiento de la Época Moderna, Guardini destaca que la cultura de la modernidad en sus variadas expresiones - ciencia, filosofía, pedagogía, sociología, literatura, etc. - ha considerado al hombre, en la totalidad de su ser, bajo perspectivas falaces, sean ellas las del positivismo o del materialismo, del idealismo o del Existencialismo. Los tiempos modernos han buscado de enmarcar a la persona humana en categorías, pedagógicas, sociológicas a las que ella no pertenece; tal persona humana no existe como ha sido concebida por la modernidad, porque - observa Guardini - el hombre en cuanto persona autentica es: dotado de una naturaleza no eliminable, de una responsabilidad no sustituible y de una dignidad de hijo de Dios inalienable. Por ende la historia misma no se desarrolla según los preceptos de la lógica del mundo (como preponderantemente se ha creído en la Edad Moderna), sino según las modalidades que el hombre mismo determina. Aquí está el punto crucial de la modernidad: el haber aceptado el determinismo histórico como un producto de la lógica moderna y a la vez haber atribuido al hombre una razón calculadora finalizada hacia la búsqueda de un poder inmanente y omnímodo para dominar el mundo tanto en lo material como en lo espiritual. En este doblez contradictoria reside la debilidad de la Edad Moderna y el motivo principal de su fracaso; porque si el hombre moderno ha logrado dominar en gran parte los efectos inmediatos de la naturaleza y ha gobernado las cosas, todavía no ha logrado dominar su propio poder, por tratarse de un poder amputado de toda obediencia divina, ajeno a toda sacralidad: un poder ingobernable.
Por consiguiente, sea por la manipulación de la instrumentación practica del poder omnímodo de moderno se ha hundido en la alienación, mientras poder se ha volcado en una carrera desenfrenada desprecio y la violencia.
técnica, sea por la la razón, el hombre que la búsqueda del hacia la soberbia, el
¿El agotamiento de la Época Moderna desemboca entonces en un éxito pesimista sin remedio? Romano Guardini aclara, al respeto, que el hombre contemporáneo puede evitar el pesimismo implícito en el agotamiento de la Edad Moderna retirándose en la fortaleza espiritual del "estoicismo cristiano" sin lugar y sin refugio, donde el creyente puede e debe experimentar la "tremenda soledad de la fe". Un mensaje para la postmodernidad El mensaje explícito de Romano Guardini sobre el ocaso de la Edad Moderna, en la segunda mitad del siglo veinte se quedó sellado por palabras cargadas de una fuerte tensión escatológica que aparecía francamente "inactual" para una época en la que extensos estratos de la sociedad occidental, supuestamente imbuidos de valores cristianos, miraban al "Humanismo Integral" de Jacques Maritain como a un posible proyecto viable para la civilización del futuro. Solo quince años después (1965) en "El Campesino de la Garona", el mismo Maritain confesaba, desconsolado: "La esperanza de arraigo de una política cristiana (correspondiente en el orden práctico a una filosofía cristiana en el orden especulativo) ha sido completamente defraudada". Aun más, el optimismo que fue el signo distintivo de la época moderna, se fue paulatinamente volcando en desencanto y desilusión para el presente, pesimismo para el progreso, miedo para el futuro, induciendo al escritor Milán Kundera a comentar al respeto: "Hasta el presente, el progreso ha sido concebido como la promesa de lo mejor; hoy sabemos que es también portador del anuncio de un fin". Pero detrás del fin de una época marcada por el dramático divorcio entre la realidad y su utópico disfraz ideológico, ha ido recobrando – de mano en mano - una impresionante actualidad la visión conclusiva de Guardini, donde el fin de una época conlleva consigo un implícito mensaje de esperanza. El fin de la modernidad ha determinado, en los tiempos inciertos y sombríos de nuestra postmodernidad, el desplazamiento general de la
problemática sociocultural desde el ámbito de la razón, de las instituciones racionales de la sociedad y de la política, hacia el ámbito de la existencia, de la experiencia, de la estética y de la expresión, en busca de una nueva vivencia del cristianismo. Se trata, pues, de una búsqueda solicitada por la doble actitud de la postmodernidad actual: ecléctica, indecisa, sombría y, al mismo tiempo, faustica y aventurera, dispuesta - según una plástica expresión literaria de Ernst Jünger – "a fundir pasado y futuro en un presente ardiente". Agotadas las falaces certezas del ciclo moderno del racionalismo y del optimismo ilustrado, entre las utópicas tentaciones del nihilismo se asoma la vigorosa elección de rescatar el fundamento genuinamente cristiano de nuestra cultura, cuidadosamente guardado – en tiempos de crisis – por "la tremenda soledad de la fe". De este modo, adelantándose de treinta años a los filósofos y sociólogos de la postmodernidad, partidarios del "pensamiento débil" en las postrimerías del siglo XX°, Romano Guardini se ha perfilado como el confesor de principios firmes y valores fuertes, afirmando en ellos una esperanzada visión del mundo y de la vida. c. Conclusión: necesidad de “devolver a la razón su amplitud”: o La razón necesita recobrar su amplitud VIAJE APOSTÓLICO DE SU SANTIDAD BENEDICTO XVI A MUNICH, ALTÖTTING Y RATISBONA (9-14 DE SEPTIEMBRE DE 2006) ENCUENTRO CON EL MUNDO DE LA CULTURA DISCURSO DEL SANTO PADRE EN LA UNIVERSIDAD DE RATISBONA Martes 12 de septiembre de 2006 Fe, razón y universidad. Recuerdos y reflexiones Eminencias, Rectores Magníficos, Excelencias, Ilustres señoras y señores:
Para mí es un momento emocionante encontrarme de nuevo en la universidad y poder impartir una vez más una lección magistral. Me hace pensar en aquellos años en los que, tras un hermoso período en el Instituto Superior de Freising, inicié mi actividad como profesor en la universidad de Bonn. Era el año 1959, cuando la antigua universidad tenía todavía profesores ordinarios. No había auxiliares ni dactilógrafos para las cátedras, pero se daba en cambio un contacto muy directo con los alumnos y, sobre todo, entre los profesores. Nos reuníamos antes y después de las clases en las salas de profesores. Los contactos con los historiadores, los filósofos, los filólogos y naturalmente también entre las dos facultades teológicas eran muy estrechos. Una vez cada semestre había un dies academicus, en el que los profesores de todas las facultades se presentaban ante los estudiantes de la universidad, haciendo posible así una experiencia de Universitas —algo a lo que hace poco ha aludido también usted, Señor Rector—; es decir, la experiencia de que, no obstante todas las especializaciones que a veces nos impiden comunicarnos entre nosotros, formamos un todo y trabajamos en el todo de la única razón con sus diferentes dimensiones, colaborando así también en la común responsabilidad respecto al recto uso de la razón: era algo que se experimentaba vivamente. Además, la universidad se sentía orgullosa de sus dos facultades teológicas. Estaba claro que también ellas, interrogándose sobre la racionabilidad de la fe, realizan un trabajo que forma parte necesariamente del conjunto de la Universitas scientiarum, aunque no todos podían compartir la fe, a cuya correlación con la razón común se dedican los teólogos. Esta cohesión interior en el cosmos de la razón no se alteró ni siquiera cuando, en cierta ocasión, se supo que uno de los profesores había dicho que en nuestra universidad había algo extraño: dos facultades que se ocupaban de algo que no existía: Dios. En el conjunto de la universidad estaba fuera de discusión que, incluso ante un escepticismo tan radical, seguía siendo necesario y razonable interrogarse sobre Dios por medio de la razón y que esto debía hacerse en el contexto de la tradición de la fe cristiana. Recordé todo esto recientemente cuando leí la parte, publicada por el profesor Theodore Khoury (Münster), del diálogo que el docto emperador bizantino Manuel II Paleólogo, tal vez en los cuarteles de invierno del año 1391 en Ankara, mantuvo con un persa culto sobre el cristianismo y el islam, y sobre la verdad de ambos. Probablemente fue el mismo emperador quien anotó ese diálogo durante el asedio de Constantinopla entre 1394 y 1402. Así se explica que sus razonamientos se recojan con mucho más detalle que las respuestas de su interlocutor persa. El diálogo abarca todo el ámbito de las estructuras de la fe contenidas en la Biblia y en el Corán, y se detiene sobre todo en la
imagen de Dios y del hombre, pero también, cada vez más y necesariamente, en la relación entre las «tres Leyes», como se decía, o «tres órdenes de vida»: Antiguo Testamento, Nuevo Testamento y Corán. No quiero hablar ahora de ello en este discurso; sólo quisiera aludir a un aspecto —más bien marginal en la estructura de todo el diálogo— que, en el contexto del tema «fe y razón», me ha fascinado y que servirá como punto de partida para mis reflexiones sobre esta materia. En el séptimo coloquio (διάλεξις, controversia), editado por el profesor Khoury, el emperador toca el tema de la yihad, la guerra santa. Seguramente el emperador sabía que en la sura 2, 256 está escrito: «Ninguna constricción en las cosas de fe». Según dice una parte de los expertos, es probablemente una de las suras del período inicial, en el que Mahoma mismo aún no tenía poder y estaba amenazado. Pero, naturalmente, el emperador conocía también las disposiciones, desarrolladas sucesivamente y fijadas en el Corán, acerca de la guerra santa. Sin detenerse en detalles, como la diferencia de trato entre los que poseen el «Libro» y los «incrédulos», con una brusquedad que nos sorprende, brusquedad que para nosotros resulta inaceptable, se dirige a su interlocutor llanamente con la pregunta central sobre la relación entre religión y violencia en general, diciendo: «Muéstrame también lo que Mahoma ha traído de nuevo, y encontrarás solamente cosas malas e inhumanas, como su disposición de difundir por medio de la espada la fe que predicaba». El emperador, después de pronunciarse de un modo tan duro, explica luego minuciosamente las razones por las cuales la difusión de la fe mediante la violencia es algo insensato. La violencia está en contraste con la naturaleza de Dios y la naturaleza del alma. «Dios no se complace con la sangre —dice—; no ν λόγω) es contrario a la naturaleza de Dios. La fe es actuar según la razón (συ fruto del alma, no del cuerpo. Por tanto, quien quiere llevar a otra persona a la fe necesita la capacidad de hablar bien y de razonar correctamente, y no recurrir a la violencia ni a las amenazas... Para convencer a un alma racional no hay que recurrir al propio brazo ni a instrumentos contundentes ni a ningún otro medio con el que se pueda amenazar de muerte a una persona». En esta argumentación contra la conversión mediante la violencia, la afirmación decisiva es: no actuar según la razón es contrario a la naturaleza de Dios. El editor, Theodore Khoury, comenta: para el emperador, como bizantino educado en la filosofía griega, esta afirmación es evidente. En cambio, para la doctrina musulmana, Dios es absolutamente trascendente. Su voluntad no está vinculada a ninguna de nuestras categorías, ni siquiera a la de la racionabilidad. En este
contexto, Khoury cita una obra del conocido islamista francés R. Arnaldez, quien observa que Ibn Hazm llega a decir que Dios no estaría vinculado ni siquiera por su propia palabra y que nada le obligaría a revelarnos la verdad. Si él quisiera, el hombre debería practicar incluso la idolatría. A este propósito se presenta un dilema en la comprensión de Dios, y por tanto en la realización concreta de la religión, que hoy nos plantea un desafío muy directo. La convicción de que actuar contra la razón está en contradicción con la naturaleza de Dios, ¿es solamente un pensamiento griego o vale siempre y por sí mismo? Pienso que en este punto se manifiesta la profunda consonancia entre lo griego en su mejor sentido y lo que es fe en Dios según la Biblia. Modificando el primer versículo del libro del Génesis, el primer versículo de toda la sagrada Escritura, san Juan comienza el prólogo de su Evangelio con las palabras: «En el principio ya existía el Logos». Ésta es exactamente la palabra ν λόγω», con que usa el emperador: Dios actúa «συ logos. Logos significa tanto razón como palabra, una razón que es creadora y capaz de comunicarse, pero precisamente como razón. De este modo, san Juan nos ha brindado la palabra conclusiva sobre el concepto bíblico de Dios, la palabra con la que todos los caminos de la fe bíblica, a menudo arduos y tortuosos, alcanzan su meta, encuentran su síntesis. En el principio existía el logos, y el logos es Dios, nos dice el evangelista. El encuentro entre el mensaje bíblico y el pensamiento griego no era una simple casualidad. La visión de san Pablo, ante quien se habían cerrado los caminos de Asia y que en sueños vio un macedonio que le suplicaba: «Ven a Macedonia y ayúdanos» (cf. Hch 16, 6-10), puede interpretarse como una expresión condensada de la necesidad intrínseca de un acercamiento entre la fe bíblica y el filosofar griego. En realidad, este acercamiento había comenzado desde hacía mucho tiempo. Ya el nombre misterioso de Dios pronunciado en la zarza ardiente, que distingue a este Dios del conjunto de las divinidades con múltiples nombres, y que afirma de él simplemente «Yo soy», su ser, es una contraposición al mito, que tiene una estrecha analogía con el intento de Sócrates de batir y superar el mito mismo. El proceso iniciado en la zarza llega a un nuevo desarrollo, dentro del Antiguo Testamento, durante el destierro, donde el Dios de Israel, entonces privado de la tierra y del culto, se proclama como el Dios del cielo y de la tierra, presentándose con una simple fórmula que prolonga aquellas palabras oídas desde la zarza: «Yo soy». Juntamente con este nuevo conocimiento de Dios se da una especie de Ilustración, que se expresa drásticamente con la burla de las divinidades que no son sino obra de las manos del hombre (cf. Sal 115). De este modo, a pesar de toda la
dureza del desacuerdo con los soberanos helenísticos, que querían obtener con la fuerza la adecuación al estilo de vida griego y a su culto idolátrico, la fe bíblica, durante la época helenística, salía desde sí misma al encuentro de lo mejor del pensamiento griego, hasta llegar a un contacto recíproco que después tuvo lugar especialmente en la literatura sapiencial tardía. Hoy sabemos que la traducción griega del Antiguo Testamento —la de «los Setenta»—, que se hizo en Alejandría, es algo más que una simple traducción del texto hebreo (la cual tal vez podría juzgarse poco positivamente); en efecto, es en sí mismo un testimonio textual y un importante paso específico de la historia de la Revelación, en el cual se realizó este encuentro de un modo que tuvo un significado decisivo para el nacimiento y difusión del cristianismo. En el fondo, se trata del encuentro entre fe y razón, entre auténtica ilustración y religión. Partiendo verdaderamente de la íntima naturaleza de la fe cristiana y, al mismo tiempo, de la naturaleza del pensamiento griego ya fusionado con la fe, Manuel II podía decir: No actuar «con el logos» es contrario a la naturaleza de Dios. Por honradez, sobre este punto es preciso señalar que, en la Baja Edad Media, hubo en la teología tendencias que rompen esta síntesis entre espíritu griego y espíritu cristiano. En contraste con el llamado intelectualismo agustiniano y tomista, Juan Duns Escoto introdujo un planteamiento voluntarista que, tras sucesivos desarrollos, llevó finalmente a afirmar que sólo conocemos de Dios la voluntas ordinata. Más allá de ésta existiría la libertad de Dios, en virtud de la cual habría podido crear y hacer incluso lo contrario de todo lo que efectivamente ha hecho. Aquí se perfilan posiciones que pueden acercarse a las de Ibn Hazm y podrían llevar incluso a una imagen de Dios-Arbitrio, que no está vinculado ni siquiera con la verdad y el bien. La trascendencia y la diversidad de Dios se acentúan de una manera tan exagerada, que incluso nuestra razón, nuestro sentido de la verdad y del bien, dejan de ser un auténtico espejo de Dios, cuyas posibilidades abismales permanecen para nosotros eternamente inaccesibles y escondidas tras sus decisiones efectivas. En contraste con esto, la fe de la Iglesia se ha atenido siempre a la convicción de que entre Dios y nosotros, entre su eterno Espíritu creador y nuestra razón creada, existe una verdadera analogía, en la que ciertamente —como dice el IV concilio de Letrán en 1215— las diferencias son infinitamente más grandes que las semejanzas, pero sin llegar por ello a abolir la analogía y su lenguaje. Dios no se hace más divino por el hecho de que lo alejemos de nosotros con un voluntarismo puro e impenetrable, sino que, más bien, el Dios verdaderamente divino es el Dios que se ha manifestado como logos y ha actuado y actúa como logos lleno de amor por nosotros. Ciertamente el amor, como dice san Pablo, «rebasa» el conocimiento y por eso es
capaz de percibir más que el simple pensamiento (cf. Ef 3, 19); sin embargo, sigue siendo el amor del Dios-Logos, por lo cual el culto cristiano, como dice también san Pablo, es «λογικη λατρεία», un culto que concuerda con el Verbo eterno y con nuestra razón (cf. Rm 12, 1). Este acercamiento interior recíproco que se ha dado entre la fe bíblica y el planteamiento filosófico del pensamiento griego es un dato de importancia decisiva, no sólo desde el punto de vista de la historia de las religiones, sino también del de la historia universal, que también hoy hemos de considerar. Teniendo en cuenta este encuentro, no sorprende que el cristianismo, no obstante haber tenido su origen y un importante desarrollo en Oriente, haya encontrado finalmente su impronta decisiva en Europa. Y podemos decirlo también a la inversa: este encuentro, al que se une sucesivamente el patrimonio de Roma, creó a Europa y permanece como fundamento de lo que, con razón, se puede llamar Europa. A la tesis según la cual el patrimonio griego, críticamente purificado, forma parte integrante de la fe cristiana se opone la pretensión de la deshelenización del cristianismo, la cual domina cada vez más las discusiones teológicas desde el inicio de la época moderna. Si se analiza con atención, en el programa de la deshelenización pueden observarse tres etapas que, aunque vinculadas entre sí, se distinguen claramente una de otra por sus motivaciones y sus objetivos. La deshelenización surge inicialmente en conexión con los postulados de la Reforma del siglo XVI. Respecto a la tradición teológica escolástica, los reformadores se vieron ante una sistematización de la teología totalmente dominada por la filosofía, es decir, por una articulación de la fe basada en un pensamiento ajeno a la fe misma. Así, la fe ya no aparecía como palabra histórica viva, sino como un elemento insertado en la estructura de un sistema filosófico. El principio de la sola Scriptura, en cambio, busca la forma pura primordial de la fe, tal como se encuentra originariamente en la Palabra bíblica. La metafísica se presenta como un presupuesto que proviene de otra fuente y del cual se debe liberar a la fe para que ésta vuelva a ser totalmente ella misma. Kant, con su afirmación de que había tenido que renunciar a pensar para dejar espacio a la fe, desarrolló este programa con un radicalismo no previsto por los reformadores. De este modo, ancló la fe exclusivamente en la razón práctica, negándole el acceso a la realidad plena. La teología liberal de los siglos XIX y XX supuso una segunda etapa en el programa de la deshelenización, cuyo representante más destacado
es Adolf von Harnack. En mis años de estudiante y en los primeros de mi actividad académica, este programa ejercía un gran influjo también en la teología católica. Se utilizaba como punto de partida la distinción de Pascal entre el Dios de los filósofos y el Dios de Abraham, Isaac y Jacob. En mi discurso inaugural en Bonn, en 1959, traté de afrontar este asunto y no quiero repetir aquí todo lo que dije en aquella ocasión. Sin embargo, me gustaría tratar de poner de relieve, al menos brevemente, la novedad que caracterizaba esta segunda etapa de deshelenización respecto a la primera. La idea central de Harnack era simplemente volver al hombre Jesús y a su mero mensaje, previo a todas las elucubraciones de la teología y, precisamente, también de las helenizaciones: este mensaje sin añadidos constituiría la verdadera culminación del desarrollo religioso de la humanidad. Jesús habría acabado con el culto sustituyéndolo con la moral. En definitiva, se presentaba a Jesús como padre de un mensaje moral humanitario. En el fondo, el objetivo de Harnack era hacer que el cristianismo estuviera en armonía con la razón moderna, librándolo precisamente de elementos aparentemente filosóficos y teológicos, como por ejemplo la fe en la divinidad de Cristo y en la trinidad de Dios. En este sentido, la exégesis histórico-crítica del Nuevo Testamento, según su punto di vista, vuelve a dar a la teología un puesto en el cosmos de la universidad: para Harnack, la teología es algo esencialmente histórico y, por tanto, estrictamente científico. Lo que investiga sobre Jesús mediante la crítica es, por decirlo así, expresión de la razón práctica y, por consiguiente, puede estar presente también en el conjunto de la universidad. En el trasfondo de todo esto subyace la autolimitación moderna de la razón, clásicamente expresada en las «críticas» de Kant, aunque radicalizada ulteriormente entre tanto por el pensamiento de las ciencias naturales. Este concepto moderno de la razón se basa, por decirlo brevemente, en una síntesis entre platonismo (cartesianismo) y empirismo, una síntesis corroborada por el éxito de la técnica. Por una parte, se presupone la estructura matemática de la materia, su racionalidad intrínseca, por decirlo así, que hace posible comprender cómo funciona y puede ser utilizada: este presupuesto de fondo es en cierto modo el elemento platónico en la comprensión moderna de la naturaleza. Por otra, se trata de la posibilidad de explotar la naturaleza para nuestros propósitos, en cuyo caso sólo la posibilidad de verificar la verdad o falsedad mediante la experimentación ofrece la certeza decisiva. El peso entre los dos polos puede ser mayor o menor entre ellos, según las circunstancias. Un pensador tan drásticamente positivista como J. Monod se declaró platónico convencido. Esto implica dos orientaciones fundamentales decisivas para nuestra cuestión. Sólo el tipo de certeza que deriva de la sinergia entre
matemática y método empírico puede considerarse científica. Todo lo que pretenda ser ciencia ha de atenerse a este criterio. También las ciencias humanas, como la historia, la psicología, la sociología y la filosofía, han tratado de aproximarse a este canon de valor científico. Además, es importante para nuestras reflexiones constatar que este método en cuanto tal excluye el problema de Dios, presentándolo como un problema a-científico o pre-científico. Pero de este modo nos encontramos ante una reducción del ámbito de la ciencia y de la razón que es preciso poner en discusión. Volveré más tarde sobre este argumento. Por el momento basta tener presente que, desde esta perspectiva, cualquier intento de mantener la teología como disciplina «científica» dejaría del cristianismo únicamente un minúsculo fragmento. Pero hemos de añadir más: si la ciencia en su conjunto es sólo esto, entonces el hombre mismo sufriría una reducción, pues los interrogantes propiamente humanos, es decir, de dónde viene y a dónde va, los interrogantes de la religión y de la ética, no pueden encontrar lugar en el espacio de la razón común descrita por la «ciencia» entendida de este modo y tienen que desplazarse al ámbito de lo subjetivo. El sujeto, basándose en su experiencia, decide lo que considera admisible en el ámbito religioso y la «conciencia» subjetiva se convierte, en definitiva, en la única instancia ética. Pero, de este modo, el ethos y la religión pierden su poder de crear una comunidad y se convierten en un asunto totalmente personal. La situación que se crea es peligrosa para la humanidad, como se puede constatar en las patologías que amenazan a la religión y a la razón, patologías que irrumpen por necesidad cuando la razón se reduce hasta el punto de que ya no le interesan las cuestiones de la religión y de la ética. Lo que queda de esos intentos de construir una ética partiendo de las reglas de la evolución, de la psicología o de la sociología, es simplemente insuficiente. Antes de llegar a las conclusiones a las que conduce todo este razonamiento, quiero referirme brevemente a la tercera etapa de la deshelenización, que se está difundiendo actualmente. Teniendo en cuenta el encuentro entre múltiples culturas, se suele decir hoy que la síntesis con el helenismo en la Iglesia antigua fue una primera inculturación, que no debería ser vinculante para las demás culturas. Éstas deberían tener derecho a volver atrás, hasta el momento previo a dicha inculturación, para descubrir el mensaje puro del Nuevo Testamento e inculturarlo de nuevo en sus ambientes respectivos. Esta tesis no es del todo falsa, pero sí rudimentaria e imprecisa. En efecto, el Nuevo Testamento fue escrito en griego e implica el contacto con el espíritu griego, un contacto que había madurado en el desarrollo
precedente del Antiguo Testamento. Ciertamente, en el proceso de formación de la Iglesia antigua hay elementos que no deben integrarse en todas las culturas. Sin embargo, las opciones fundamentales que atañen precisamente a la relación entre la fe y la búsqueda de la razón humana forman parte de la fe misma, y son un desarrollo acorde con su propia naturaleza. Llego así a la conclusión. Este intento de crítica de la razón moderna desde su interior, expuesto sólo a grandes rasgos, no comporta de manera alguna la opinión de que hay que regresar al período anterior a la Ilustración, rechazando de plano las convicciones de la época moderna. Se debe reconocer sin reservas lo que tiene de positivo el desarrollo moderno del espíritu: todos nos sentimos agradecidos por las maravillosas posibilidades que ha abierto al hombre y por los progresos que se han logrado en la humanidad. Por lo demás, la ética de la investigación científica —como ha aludido usted, Señor Rector Magnífico—, debe implicar una voluntad de obediencia a la verdad y, por tanto, expresar una actitud que forma parte de los rasgos esenciales del espíritu cristiano. La intención no es retroceder o hacer una crítica negativa, sino ampliar nuestro concepto de razón y de su uso. Porque, a la vez que nos alegramos por las nuevas posibilidades abiertas a la humanidad, vemos también los peligros que surgen de estas posibilidades y debemos preguntarnos cómo podemos evitarlos. Sólo lo lograremos si la razón y la fe se reencuentran de un modo nuevo, si superamos la limitación que la razón se impone a sí misma de reducirse a lo que se puede verificar con la experimentación, y le volvemos a abrir sus horizonte en toda su amplitud. En este sentido, la teología, no sólo como disciplina histórica y ciencia humana, sino como teología auténtica, es decir, como ciencia que se interroga sobre la razón de la fe, debe encontrar espacio en la universidad y en el amplio diálogo de las ciencias. Sólo así seremos capaces de entablar un auténtico diálogo entre las culturas y las religiones, del cual tenemos urgente necesidad. En el mundo occidental está muy difundida la opinión según la cual sólo la razón positivista y las formas de la filosofía derivadas de ella son universales. Pero las culturas profundamente religiosas del mundo consideran que precisamente esta exclusión de lo divino de la universalidad de la razón constituye un ataque a sus convicciones más íntimas. Una razón que sea sorda a lo divino y relegue la religión al ámbito de las subculturas, es incapaz de entrar en el diálogo de las culturas. Con todo, como he tratado de demostrar, la razón moderna propia de las ciencias naturales, con su elemento platónico intrínseco, conlleva un interrogante que va más allá de sí misma y que trasciende
las posibilidades de su método. La razón científica moderna ha de aceptar simplemente la estructura racional de la materia y la correspondencia entre nuestro espíritu y las estructuras racionales que actúan en la naturaleza como un dato de hecho, en el cual se basa su método. Ahora bien, la pregunta sobre el por qué existe este dato de hecho, la deben plantear las ciencias naturales a otros ámbitos más amplios y altos del pensamiento, como son la filosofía y la teología. Para la filosofía y, de modo diferente, para la teología, escuchar las grandes experiencias y convicciones de las tradiciones religiosas de la humanidad, especialmente las de la fe cristiana, constituye una fuente de conocimiento; oponerse a ella sería una grave limitación de nuestra escucha y de nuestra respuesta. Aquí me vienen a la mente unas palabras que Sócrates dijo a Fedón. En los diálogos anteriores se habían expuesto muchas opiniones filosóficas erróneas; y entonces Sócrates dice: «Sería fácilmente comprensible que alguien, a quien le molestaran todas estas opiniones erróneas, desdeñara durante el resto de su vida y se burlara de toda conversación sobre el ser; pero de esta forma renunciaría a la verdad de la existencia y sufriría una gran pérdida». Occidente, desde hace mucho, está amenazado por esta aversión a los interrogantes fundamentales de su razón, y así sólo puede sufrir una gran pérdida. La valentía para abrirse a la amplitud de la razón, y no la negación de su grandeza, es el programa con el que una teología comprometida en la reflexión sobre la fe bíblica entra en el debate de nuestro tiempo. «No actuar según la razón, no actuar con el logos es contrario a la naturaleza de Dios», dijo Manuel II partiendo de su imagen cristiana de Dios, respondiendo a su interlocutor persa. En el diálogo de las culturas invitamos a nuestros interlocutores a este gran logos, a esta amplitud de la razón. Redescubrirla constantemente por nosotros mismos es la gran tarea de la universidad. Notas [1] De los 26 coloquios (διάλεξις. Khoury traduce «controversia») del diálogo («Entretien»), Th. Khoury ha publicado la 7ª «controversia» con notas y una amplia introducción sobre el origen del texto, la tradición manuscrita y la estructura del diálogo, junto con breves resúmenes de las «controversias» no editadas; el texto griego va acompañado de una traducción francesa: Manuel II Paleólogo, Entretiens avec un Musulman. 7e controverse, Sources chrétiennesn. 115, París 1966. Mientras tanto, Karl Förstel ha publicado en el Corpus Islamico-Christianum (Series Graeca. Redacción de A. Th. Khoury – R. Glei) una edición comentada greco-alemana del texto: Manuel II. Palaiologus, Dialoge mit einem Muslim, 3 vols., Würzburg-Altenberge 1993-1996. Ya en 1966 E. Trapp había publicado el texto griego con una introducción como volumen II
de los Wiener byzantinische Studien. Citaré a continuación según Khoury. [2] Sobre el origen y la redacción del diálogo puede consultarse Khoury, pp. 22-29; amplios comentarios a este respecto pueden verse también en las ediciones de Förstel y Trapp. [3] Controversia VII 2c: Khoury, pp. 142-143; Förstel, vol. I, VII. Dialog 1.5, pp. 240-241. Lamentablemente, esta cita ha sido considerada en el mundo musulmán como expresión de mi posición personal, suscitando así una comprensible indignación. Espero que el lector de mi texto comprenda inmediatamente que esta frase no expresa mi valoración personal con respecto al Corán, hacia el cual siento el respeto que se debe al libro sagrado de una gran religión. Al citar el texto del emperador Manuel II sólo quería poner de relieve la relación esencial que existe entre la fe y la razón. En este punto estoy de acuerdo con Manuel II, pero sin hacer mía su polémica. [4] Controversia VII 3 b-c: Khoury, pp. 144-145; Förstel vol. I, VII. Dialog 1.6, pp. 240-243. [5] Solamente por esta afirmación cité el diálogo entre Manuel II y su interlocutor persa. Ella nos ofrece el tema de mis reflexiones sucesivas. [6] Cf. Khoury, o.c., p. 144, nota 1. [7] R. Arnaldez, Grammaire et théologie chez Ibn Hazm de Cordoue, París 1956, p. 13; cf. Khoury, p. 144. En el desarrollo ulterior de mi discurso se pondrá de manifiesto cómo en la teología de la Baja Edad Media existen posiciones semejantes. [8] Para la interpretación ampliamente discutida del episodio de la zarza que ardía sin consumirse, quisiera remitir a mi libro Einführung in das Christentum, Munich 1968, pp. 84-102. Creo que las afirmaciones que hago en ese libro, no obstante del desarrollo ulterior de la discusión, siguen siendo válidas. [9] Cf. A. Schenker, “L'Écriture sainte subsiste en plusieurs formes canoniques simultanées”, en: L'interpretazione della Bibbia nella Chiesa. Atti del Simposio promosso dalla Congregazione per la Dottrina della Fede, Ciudad del Vaticano 2001, pp. 178-186. [10] Este tema lo he tratado más detalladamente en mi libro Der Geist der Liturgie. Eine Einführung, Friburgo 2000, pp. 38-42.
[11] De la abundante bibliografía sobre el tema de la deshelenización, quisiera mencionar especialmente: A. Grillmeier, “Hellenisierung – Judaisierung des Christentums als Deuteprinzipien der Geschichte des kirchlichen Dogmas”, en: Id., Mit ihm und in ihm. Christologische Forschungen und Perspecktiven, Friburgo 1975, pp. 423-488. [12] Publicada y comentada de nuevo por Heino Sonnemanns (ed.): Joseph Ratzinger-Benedikt XVI, Der Gott des Glaubens und der Gott der Philosophen. Ein Beitrag zum Problem der theologia naturalis, JohannesVerlag Leutesdorf, 2. ergänzte Auflage 2005. [13] 90 c-d. Para este texto se puede ver también R. Guardini, Der Tod des Sokrates, Maguncia-Paderborn 19875, pp. 218-221. o el método supremo del conocimiento es el impacto con un hecho. QUE ES UN ACONTECIMIENTO Si la salvación del hombre tiene lugar conforme al método que Dios ha elegido, como hemos visto en el caso de Juan y Andres, y ya que este método consiste en un acontecimiento, es necesario entonces que aclaremos más todavía esta palabra. ¿Cuán es la ontología de un acontecimiento? ¿Qué consistencia y que significado tiene? Imaginemos una situación corriente: dos jóvenes se casan y nueve meses después tienen un niño. ¿Se puede decir que ha ocurrido un acontecimiento? Sí. Por mucho que lo hayan concebido y esperado, es evidente que ese hijo no lo han fabricado, ellos empezando por el hecho de que los dos se conocieron casualmente y luego decidieron unir sus vidas y casarse. Podríamos, por tanto, decir que, en ese sentido, el niño es como una casualidad. Boecio, recordado a Aristóteles, define la casualidad como un efecto superior a la suma de las causas conocida. Pone a propósito de ello el ejemplo de un campesino que esta labrando el campo y encuentra un tesoro enterrado. El campesino quería labrar la tierra, encontrar un tesoro era el último de sus pensamientos; haberlo encontrado es una casualidad, esto es , un efecto superior a la suma de las causas conocida. Efectivamente, las causas antecedentes que conocía el campesino no llevan necesariamente al descubrimiento; la frase excavando el campo encontraré un tesoro no tiene, por consiguiente, sentido, carece de razón de ser. Y, sin embargo , una vez descubierto el
tesoro aparece otro orden de causas, no ya sólo una tierra que labrar, sino además, un hombre rico que, al tener que huir, había enterrado allí un tesoro. Se trata de otro orden de causas que antes era desconocido, del que el campesino no sabia nada. Entonces se puede decir que la frase excavando el campo encontraré un tesoro, no es racional según el orden de causa conocidas, pero es perfectamente racional conforme al orden de causas que luego se viene a descubrir. Por ello, concluye Beocio, la casualidad puede definirse como un evento imprevisible. Casualidad remite a acontecer, la palabra casualidad designa el acontecimiento expresado de la manera las cercana al lenguaje normal, en el modo más corriente. Casualidad indica, pues algo no previsto, no previsible, no deducible del análisis de los antecedentes. La palabra más cercana a acontecimientos, cuyo sinónimo perfecto es la palabra evento es, por lo tanto , la palabra casualidad. Evento significa venir de acontecimiento o advenimiento significa venir a evento y advenimiento, remiten mas a la casualidad que a la necesidad, son palabras que rozan el Misterio. También la creación es un acontecimiento; más aun, es el acontecimiento primero y fundamental. La dinámica del acontecimiento describe cada instante de la vida. La flor del campo que el Padre viste mejor que Salomón es un acontecimiento; el pajarillo que cae, y el Padre celestial lo sabe, es un acontecimiento. También los cielos y la tierra que están ahí desde hace millones de siglos son un acontecimiento, un acontecimiento que esta sucediendo de nuevo hoy todavía, en cuanto que su
o La experiencia elemental
‘El cristianismo tiene, en la postmodernidad, muchas posibilidades’. Entrevista al Patriarca nov 27, 2009 in Entrevistas and tagged Benedicto, Benedicto XVI, cristianismo, emergencia educativa, humanidad, Juan Pablo II, proyecto cultural, sociedad postmoderna
En esta entrevista, el patriarca de Venecia, cardenal Angelo Scola, habla de la situación “precaria e inestable” en que se encuentra el hombre postmoderno y de las posibilidades del cristianismo. El desafío educativo, la experiencia elemental, la neurociencia, el crucifijo y el “reacontecer” del hecho cristiano dentro de todos los ambientes de la existencia humana. En Brescia, Benedicto XVI ha hablado de “emergencia educativa… como en el 68”. ¿De qué naturaleza es esta emergencia? Esta emergencia se debe, sobre todo en Europa, al hecho de que en cierto sentido se ha interrumpido la cadena de cuidados entre generaciones. Es como cuando, en una cadena, se rompe un eslabón. Este dato nos obliga a replantearnos de forma global los estilos de vida propios del hombre europeo, porque el cuidado de las generaciones pasa a través de la “tradición” de un estilo de vida buena. Y la tradición favorece, como decía Juan Pablo II, el descubrimiento de que el nacimiento de cada uno de nosotros no se puede reducir a un puro inicio (biología), sino que implica siempre también un origen (genealogía). Pone en juego la cadena de generaciones que garantiza la experiencia completa de paternidad-filiación, sin la cual no acontece la persona con su capacidad de experiencia y de cultura. Esta dimensión integral del hecho de nacer es minusvalorada por el hombre contemporáneo, sobre todo en nuestra región europea y atlántica. En el informe “El reto educativo”, con el que el Comité del Proyecto cultural de los Obispos italianos ha sintetizado las preocupaciones de la Iglesia, podemos leer que “para la sociedad del pasado la educación era una tarea ampliamente compartida; para la nuestra se está convirtiendo sobre todo en un desafío”. ¿En qué consiste este desafío? Evidentemente, no es posible resumir en pocas líneas el conjunto de factores que ha conducido a esta amarga conclusión. Se pueden destacar ciertas limitaciones y preguntas abiertas por la modernidad a las que la “postmodernidad” todavía no es capaz de responder. Pero también hay que contar con las transformaciones del todo inéditas que, desde hace treinta años, se han producido en la esfera de la afectividad, del nacimiento, de la vida y de la muerte, producidas sobre todo por obra de la biotecnología y la neurociencia. A menudo comparo al hombre postmoderno con un boxeador casi noqueado que, al encajar un derechazo, sigue su combate en el ring, pero en una situación precaria, inestable. ¿De qué modo nos desafía esta situación? ¿Qué tipo de
desafío supone? Se trata de reencontrar modos adecuados para educar, para descubrir, a través de unas costumbres buenas, un estilo de vida capaz de responder al deseo de felicidad y libertad que caracteriza al hombre de hoy. La primera modalidad es sencilla, aunque sin duda también ardua: consiste en la exposición del propio educador. Una vez más, la atención se centra en el adulto, como aquél que testimonia la verdad que propone. ¿El cristianismo tiene alguna posibilidad frente a una situación que parece dominada por la indiferencia en la que parece que nada es capaz de suscitar interés por la realidad o por el futuro, especialmente entre los jóvenes? Yo creo que el cristianismo posee, hoy más que nunca, las mayores oportunidades. En el lenguaje actual, en el lenguaje más común, las dos palabras dominantes son felicidad y libertad. Del mismo modo que en la época de las ideologías eran verdad y justicia. Obviamente, no se trata de quitar valor a estas últimas, sino de partir de aquello que al hombre postmoderno le parece más interesante, o sea, la felicidad y la libertad. Ahora bien, si leemos atentamente la experiencia de los amigos de Jesús, tal como la testimonia el Evangelio, nos encontramos con estas palabras del Señor: “Si queréis una vida cumplida –o sea, ser felices-, venid y seguidme”. Y añade: “El que me siga, será realmente libre”. Jesús se propone como el camino a la libertad y a la vida porqque tiene el poder de donar la felicidad y es capaz de un amor apasionado e infinito por la libertad del hombre. Asistimos hoy a una disolución de lo humano sin precedentes. No parece posible encontrar un principio unificador del yo. ¿Cómo responder a esta situación? Construyendo –a través de comunidades educativas adecuadas, a partir de la familia, y los colegios, pasando por la iniciativas económicas hasta llegar a la comunidad cristiana- hombres y mujeres que vuelvan a proponer esta experiencia en términos personales y comunitarios. El gran recurso a este respecto es el encuentro con Cristo. Como decía Luigi Giussani, el encuentro con una hipótesis existencial explicativa de la realidad que permite que todo concurra para el bien. Un encuentro que genera en el yo una capacidad crítica extraordinaria: “Examinadlo todo y quedaos con lo bueno”. En concreto, se trata de construir ámbitos en los que cada persona pueda hacer esta experiencia.
Gracias a las enormes posibilidades que ofrece la tecnociencia, se abre camino el proyecto de reconstruir al hombre como si sólo fuera un aglomerado de materia. ¿Esto basta para explicar la naturaleza del hombre y el nacimiento de la conciencia? El inquietante proyecto citado es objeto del trabajo de no pocos estudiosos de la tecnociencia, y se refiere a los asombrosos descubrimientos que se están haciendo en el campo de la física, la biología, las neurociencias, pero vuelve a plantear una pregunta: ¿cómo es posible que partes de materia sin conciencia produzcan conciencia? Personalmente, creo que una práctica rigurosa de las ciencias experimentales no puede negar la experiencia elemental del hombre que, por mucho que pueda estar enraizada en lo biológico y en el cerebro, conduce inexorablemente a una dimensión que podemos llamar espiritual y que, aun estando en profunda unidad con lo anterior, lo supera. Es una prueba, a mi parecer, de que la unidad dual de cuerpo y alma, sostenida durante más de dos mil años de pensamiento, es insuperable. En la conferencia inaugural del año académico del Instituto Juan Pablo II, usted lanzó la pregunta: “¿Existe un terreno común del que partir, con riguroso respeto hacia la fe y la teología, así como hacia aquello que es objeto del saber de la neurociencias para verificar hasta dónde podemos caminar juntos?”. ¿Cuál es su respuesta? Mi respuesta es afirmativa: es el terreno de la experiencia moral elemental. Los mismos estudiosos de neurociencia hablan de “moral antes de la moral”, y dicen que –como sostiene uno de los más famosos, Gazzaniga- “nuestro cerebro quiere creer”. No sé si mañana se podrá demostrar que la mente se reconduce al cerebro, pero sé que, en todo caso, la experiencia moral elemental, por mucho que pueda tener su origen en mecanismos neuronales del cerebro, en último término los trasciende. Los trasciende precisamente porque entra en juego el sentido religioso. Muchos cristianos sufren un dualismo entre su fe y su vida, como si la fe no fuese capaz de mostrar toda su carga de verdad y de bien en la realidad cotidiana (estudio, trabajo, relaciones). ¿Qué puede vencer este dualismo? ¿De dónde partir para reconstruir un sujeto cristiano unido? Volvemos a lo que he señalado antes: dado que nadie se educa por sí solo –el discurso sobre la autoeducación es un discurso banal-, es necesario que
otro que ya vive esta experiencia de unidad se haga cargo del educando que le ha sido confiado. Y esto generalmente sólo puede suceder dentro de una comunidad vital. Para nosotros cristianos, la unidad no es un objetivo que conquistar, sino el don de un Origen (volvemos a la primera respuesta) que reconocer. ¿Por qué, según usted, el camino de regreso a la “experiencia elemental”, la de cualquier persona cuando afronta las preguntas fundamentales de la vida, debería ser un recurso para afrontar la situación del hombre de hoy? Porque la experiencia elemental supera cualquier complejidad. Esto es muy importante. Como bien mostraron Giussani en Educar es un riesgo, o Wojtyła en Persona y acto, o Von Balthasar en Gloria, la experiencia elemental es absolutamente indestructible. Yo la comparo con lo que a veces se puede ver en primavera en la ciudad, al pasar cerca de una zona abandonada donde alguna construcción vieja haya sido demolida y no se haya reconstruido nada todavía, cuando despuntan aquí y allá, entre los escombros, hilos de hierba. La experiencia elemental es como esos hilos de hierba: aunque pueda ser sofocada, es irreductible, despunta siempre, no la puedes erradicar. La reciente sentencia sobre los crucifijos en las escuelas ha suscitado la reacción escandalizada de la mayor parte del pueblo italiano, hasta del 84%, según un sondeo del Corriere della Sera. ¿Este dato significa algo para usted? Significa mucho. No estoy de acuerdo con quienes lo subestiman, pues no reconocen con objetividad una clara voluntad del pueblo que debe ser respetada. Pero es demasiado obvio que este dato aislado está destinado a disminuir. No nos podemos limitar a este episodio, aún cuando constituye una gran ocasión para redescubrir el potente significado del Crucificado para la cultura mundial, sino que debemos preguntarnos sobre la necesidad de testigos vitales del Crucifijo resucitado y vivo como Salvador, como Redentor, como compañía guiada al destino del hombre. Es la necesidad del testimonio cristiano. Muchos de los que se han pronunciado a favor del crucifijo han hablado de defensa de nuestra tradición cultural y social, de símbolo universal de fraternidad. Pocos han hablado de la cuestión a otro nivel. ¿Qué es hoy el cristianismo? El de siempre: el acontecimiento inaudito de Dios que sale al encuentro del hombre, haciéndose uno como nosotros, con una humildad tan
potente que permite a nuestra presuntuosa libertad finita crucificarlo. Alguien que nos acompaña en el camino porque nos ha dicho: “Donde dos o tres se reúnen en mi nombre, yo estoy en medio de ellos”. Alguien que hace posible verificar, en la propia y frágil humanidad, la potente afirmación de San Pablo: “Todo es vuestro, vosotros sois de Cristo y Cristo es de Dios”. Es una cualidad de vida diferente en esta tierra, porque hunde sus raíces en la paternidad amante del Dios Uno y Trino que nos ha donado a Su Hijo y que, por la potencia del Espíritu Santo, genera la Iglesia y las comunidades cristianas, en las que se puede hacer experiencia concreta de todo esto, viviendo intensamente desde ahora los afectos, el trabajo y el descanso. ¿En qué condiciones se puede dar hoy el nacimiento de esa “criatura nueva” que es el cristiano –es decir, un protagonista nuevo en la escena del mundo-, del que habló Giussani en la larga entrevista que le concedió en 1987? Me limito a añadir un aspecto a todo lo que ya he dicho: lo primero que hace falta es que se pueda revivir la experiencia de Andrés y Juan. Un día, mientras estaban con el Bautista, fueron invitados por él a conocer a Jesús, que pasaba por la otra orilla del Jordán. Los dos lo siguieron e hicieron el potente descubrimiento que describe el dinamismo de la experiencia cristiana: encontrar, seguir, ver, convivir, comunicar. Estos verbos pueden traducir prácticamente la fisonomía de la criatura nueva. ¿Qué posibilidades tiene el anuncio cristiano en un mundo que, como decía T. S. Eliot, después de dar la espalda a la Iglesia, “avanza hacia atrás, progresivamente”? Dicho en otras palabras: ¿cómo un cristiano de hoy puede comunicar a los demás su identidad? Puede hacerlo si está en la realidad hasta el fondo y a 360 grados, dentro de todos los ambientes de la existencia humana, como uno que, habiendo recibido la gracia extraordinaria de encontrar lo que le permite decir tú a Cristo, lo comunica con toda sencillez. El resto son consecuencias. No sirven las estrategias ni los proyectos. Alberto Savorana