IDENTIDAD SACERDOTAL A. Configuración con Cristo PARTICIPACIÓN EN EL SACERDOCIO DE CRISTO, CABEZA Y PASTOR Este Sagrado Concilio nos ha recordado ya repetidas veces la excelencia del Orden de los presbíteros en la Iglesia. Y como a este orden le corresponde en la renovación de la Iglesia una tarea de suma trascendencia y más difícil cada día, ha parecido muy útil tratar más amplia y profundamente de los presbíteros, en especial a los que se dedican a la cura de almas, haciendo las salvedades debidas con relación a los presbíteros religiosos. Pues los presbíteros, por la ordenación sagrada y por la unión que reciben de los Obispos, son promovidos para servir a Cristo Maestro, Sacerdote y Rey, de cuyo ministerio participan, por el que la Iglesia se constituye constantemente en este mundo, Pueblo de Dios de Cristo y Templo del Espíritu Santo. Por lo cual, para que el ministerio de los presbíteros se mantenga con más eficacia en las circunstancias pastorales y humanas, cambiadas radicalmente, y se atienda mejor a su vida, este Sagrado Concilio declara y ordena lo que sigue:…….(PO1). Por participar en su grado del ministerio de los Apóstoles, Dios concede a los presbíteros la gracia de ser entre las gentes ministros de Jesucristo, desempeñando el sagrado ministerio del Evangelio, para que sea grata la oblación de los pueblos, santificada por el Espíritu Santo. Pues, por el mensaje apostólico del Evangelio se convoca y congrega el Pueblo de Dios, de forma que santificados por el Espíritu Santo todos los que pertenecen a este Pueblo, se ofrecen a sí mismos "como hostia viva, santa, agradable a Dios" (Rom., 12,1) (PO2). Por el ministerio de los presbíteros se consuma el sacrificio espiritual de los fieles en unión del sacrificio de Cristo, Mediador único, que se ofrece por sus manos, en nombre de toda la Iglesia, incruenta y sacramentalmente en la Eucaristía, hasta que venga el mismo Señor. A este sacrificio se ordena y en él culmina el ministerio de los presbíteros (PO2). Por consiguiente, el fin que buscan los presbíteros con su ministerio y con su vida es procurar la gloria de Dios Padre en cristo. Esta gloria consiste en que los hombres reciben consciente, libremente y con gratitud la obra divina realizada en cristo y la manifiestan en toda su vida. En consecuencia, los presbíteros, ya se entreguen a la oración y a la adoración, ya prediquen la palabra, ya ofrezcan el sacrificio eucarístico, ya administren los demás sacramentos, ya se dediquen a
otros ministerios para el bien de los hombres, contribuyen a un tiempo al incremento de la gloria de Dios y al crecimiento de los hombres en la vida divina. Todo ello, procediendo de la Pascua de Cristo, se consumará en la venida gloriosa del mismo Señor, cuando El haya entregado el Reino a Dios Padre (PO2). Los presbíteros, tomados de entre los hombres y constituidos en favor de los mismos en las cosas que miran a Dios para ofrecer ofrendas y sacrificios por los pecados, viven con los demás hombres como hermanos (PO3). Los presbíteros del Nuevo Testamento, por su vocación y su ordenación, son segregados en cierta manera en el seno del Pueblo de Dios, no de forma que se separen de él, ni de hombre alguno, sino a fin de que se consagren totalmente a la obra para la que el Señor los llama (PO3). Su mismo ministerio les exige de una forma especial que no se conformen a este mundo; pero, al mismo tiempo, requiere que vivan en este mundo entre los hombres y, como buenos pastores, conozcan a sus ovejas y busquen incluso atraer a las que no pertenecen todavía a este redil, para que también ellas oigan la voz de Cristo y se forme un solo rebaño y un solo Pastor. Mucho ayudan para conseguir esto las virtudes que con razón se aprecian en el trato social, como son la bondad de corazón, la sinceridad, la fortaleza de alma y la constancia, la asidua preocupación de la justicia, la urbanidad y otras cualidades que recomienda el Apóstol Pablo cuando escribe "Pensad en cuánto hay de verdadero, de puro, de justo, de santo, de amable, de laudable, de virtuoso, de digno de alabanza" (Fil., 4,8) (PO3). CONFIGURACIÓN CON CRISTO SACERDOTE, CABEZA, PASTOR, SIERVO Y ESPOSO "Por el sacramento del Orden se configuran los presbíteros con Cristo sacerdote, como ministros de la Cabeza, para construir y edificar todo su Cuerpo, que es la Iglesia, como cooperadores del Orden episcopal Cierto que ya en la consagración del bautismo —al igual que todos los fieles de Cristo— recibieron el signo y don de tan gran vocación y gracia, a fin de que, aun con la flaqueza humana, puedan y deban aspirar a la perfección, según la palabra del Señor: "Vosotros, pues, sed perfectos, como es perfecto vuestro Padre celestial" (Mt 5, 48). Ahora bien, los sacerdotes están obligados de manera especial a alcanzar esa perfección, ya que, consagrados de manera nueva a Dios por la recepción del Orden, se convierten en instrumentos vivos de Cristo, Sacerdote eterno, para proseguir en el tiempo la obra admirable del que, con celeste eficacia, reintegró a todo el género humano. Por tanto, puesto que todo sacerdote personifica de modo específico al mismo Cristo, es también enriquecido de gracia
particular para que pueda alcanzar mejor, por el servicio de los fieles que se le han confiado y de todo el Pueblo de Dios, la perfección de Aquel a quien representa, y cure la flaqueza humana de la carne la santidad de Aquel que fue hecho para nosotros pontífice "santo, inocente, incontaminado, apartado de los pecadores" (Heb 7, 26)"(PDV 20). Con la misma claridad el texto conciliar habla de una vocación "específica" a la santidad, y más precisamente de una vocación que se basa en el sacramento del Orden, como sacramento propio y específico del sacerdote, en virtud pues de una nueva consagración a Dios mediante la ordenación (PDV 20). Mediante la consagración sacramental, el sacerdote se configura con Jesucristo, en cuanto Cabeza y Pastor de la Iglesia, y recibe como don una "potestad espiritual", que es participación de la autoridad con la cual Jesucristo, mediante su Espíritu, guía la Iglesia. Gracias a esta consagración obrada por el Espíritu Santo en la efusión sacramental del Orden, la vida espiritual del sacerdote queda caracterizada, plasmada y definida por aquellas actitudes y comportamientos que son propios de Jesucristo, Cabeza y Pastor de la Iglesia y que se compendian en su caridad pastoral. Jesucristo es Cabeza de la Iglesia, su Cuerpo. Es "Cabeza" en el sentido nuevo y original de ser "Siervo", según sus mismas palabras: "Tampoco el Hijo del hombre ha venido a ser servido, sino a servir y a dar su vida como rescate por muchos" (Mc 10, 45). El servicio de Jesús llega a su plenitud con la muerte en cruz, o sea, con el don total de sí mismo, en la humildad y el amor: "se despojó de sí mismo tomando condición de siervo haciéndose semejante a los hombres y apareciendo en su porte como hombre; y se humilló a sí mismo, obedeciendo hasta la muerte y muerte de cruz ..." (Flp 2, 78). La autoridad de Jesucristo Cabeza coincide pues con su servicio, con su don, con su entrega total, humilde y amorosa a la Iglesia. Y esto en obediencia perfecta al Padre: él es el único y verdadero Siervo doliente del Señor, Sacerdote y Víctima a la vez. Este tipo concreto de autoridad, o sea, el servicio a la Iglesia, debe animar y vivificar la existencia espiritual de todo sacerdote, precisamente como exigencia de su configuración con Jesucristo, Cabeza y Siervo de la Iglesia. San Agustín exhortaba de esta forma a un obispo en el día de su ordenación: "El que es cabeza del pueblo debe, antes que nada, darse cuenta de que es servidor de muchos. Y no se desdeñe de serlo, repito, no se desdeñe de ser el servidor de muchos, porque el Señor de los señores no se desdeñó de hacerse nuestro siervo".
La vida espiritual de los ministros del Nuevo Testamento deberá estar caracterizada, pues, por esta actitud esencial de servicio al Pueblo de Dios (cf. Mt 20, 24ss,; Mc 10, 43-44), ajena a toda presunción y a todo deseo de "tiranizar" la grey confiada (cf. 1 Pe 5, 2-3). Un servicio llevado como Dios espera y con buen espíritu. De este modo los ministros, los "ancianos" de la comunidad, o sea, los presbíteros, podrán ser "modelo" de la grey del Señor que, a su vez, está llamada a asumir ante el mundo entero esta actitud sacerdotal de servicio a la plenitud de la vida del hombre y a su liberación integral. (PDV 21). La imagen de Jesucristo, Pastor de la Iglesia, su grey, vuelve a proponer, con matices nuevos y más sugestivos, los mismos contenidos de la imagen de Jesucristo, Cabeza y Siervo. Verificándose el anuncio profético del Mesías Salvador, cantado gozosamente por el salmista y por el profeta Ezequiel (cf. Sal 22-23; Ez 34, 11ss), Jesús se presenta a sí mismo como "el buen Pastor" (Jn 10, 11.14), no sólo de Israel, sino de todos los hombres (cf. Jn 10, 16). Y su vida es una manifestación ininterrumpida, es más, una realización diaria de su "caridad pastoral". Él siente compasión de las gentes, porque están cansadas y abatidas, como ovejas sin pastor (cf. Mt 9, 35-36); él busca las dispersas y las descarriadas (cf. Mt 18, 12-14) y hace fiesta al encontrarlas, las recoge y defiende, las conoce y llama una a una (cf. Jn 10, 3), las conduce a los pastos frescos y a las aguas tranquilas (cf. Sal 22-23), para ellas prepara una mesa, alimentándolas con su propia vida. Esta vida la ofrece el buen Pastor con su muerte y resurrección. En virtud de su consagración, los presbíteros están configurados con Jesús, buen Pastor, y llamados a imitar y revivir su misma caridad pastoral. La entrega de Cristo a la Iglesia, fruto de su amor, se caracteriza por aquella entrega originaria que es propia del esposo hacia su esposa, como tantas veces sugieren los textos sagrados. Jesús es el verdadero esposo, que ofrece el vino de la salvación a la Iglesia (cf. Jn 2, 11). Él, que es "Cabeza de la Iglesia, el salvador del Cuerpo" (Ef 5, 23), "amó a la Iglesia y se entregó a sí mismo por ella, para santificarla, purificándola mediante el baño del agua, en virtud de la palabra, y presentársela a sí mismo resplandeciente; sin que tenga mancha ni arruga ni cosa parecida, sino que sea santa e inmaculada" (Ef 5, 25-27). El sacerdote está llamado a ser imagen viva de Jesucristo Esposo de la Iglesia.(49) Ciertamente es siempre parte de la comunidad a la que pertenece como creyente, junto con los otros hermanos y hermanas convocados por el Espíritu, pero en virtud de su configuración con Cristo, Cabeza y Pastor, se encuentra en esta situación esponsal ante la comunidad. "En cuanto representa a Cristo,
Cabeza, Pastor y Esposo de la Iglesia, el sacerdote está no sólo en la Iglesia, sino también al frente de la Iglesia".(50) Por tanto, está llamado a revivir en su vida espiritual el amor de Cristo Esposo con la Iglesia esposa (PDV 22). CONSAGRADO EN EL ESPÍRITU SANTO "El Espíritu del Señor sobre mí" (Lc 4, 18). El Espíritu Santo recibido en el sacramento del Orden es fuente de santidad y llamada a la santificación, no sólo porque configura al sacerdote con Cristo, Cabeza y Pastor de la Iglesia, y le confía la misión profética, sacerdotal y real para que la lleve a cabo personificando a Cristo, sino también porque anima y vivifica su existencia de cada día, enriqueciéndola con dones y exigencias, con virtudes y fuerzas, que se compendian en la caridad pastoral. Esta caridad es síntesis unificante de los valores y de las virtudes evangélicas y, a la vez, fuerza que sostiene su desarrollo hasta la perfección cristiana (PDV 27). Ciertamente, el Espíritu del Señor es el gran protagonista de nuestra vida espiritual. Él crea el "corazón nuevo", lo anima y lo guía con la "ley nueva" de la caridad, de la caridad pastoral. Para el desarrollo de la vida espiritual es decisiva la certeza de que no faltará nunca al sacerdote la gracia del Espíritu Santo, como don totalmente gratuito y como mandato de responsabilidad. La conciencia del don infunde y sostiene la confianza indestructible del sacerdote en las dificultades, en las tentaciones, en las debilidades con que puede encontrarse en el camino espiritual. Vuelvo a proponer a todos los sacerdotes lo que, en otra ocasión, dije a un numeroso grupo de ellos, "La vocación sacerdotal es esencialmente una llamada a la santidad, que nace del sacramento del Orden. La santidad es intimidad con Dios, es imitación de Cristo, pobre, casto, humilde; es amor sin reservas a las almas y donación a su verdadero bien; es amor a la Iglesia que es santa y nos quiere santos, porque ésta es la misión que Cristo le ha encomendado. Cada uno de vosotros debe ser santo, también para ayudar a los hermanos a seguir su vocación a la santidad... "¿Cómo no reflexionar... sobre la función esencial que el Espíritu Santo ejerce en la específica llamada a la santidad, propia del ministerio sacerdotal? Recordemos las palabras del rito de la Ordenación sacerdotal, que se consideran centrales en la fórmula sacramental: "Te pedimos, Padre todopoderoso, que confieras a estos siervos tuyos la dignidad del presbiterado; renueva en sus corazones el Espíritu de santidad; reciban de Ti el sacerdocio de segundo grado y sean, con su conducta, ejemplo de vida".
"Mediante la Ordenación, amadísimos hermanos, habéis recibido el mismo Espíritu de Cristo, que os hace semejantes a Él, para que podáis actuar en su nombre y vivir en vosotros sus mismos sentimientos. Esta íntima comunión con el Espíritu de Cristo, a la vez que garantiza la eficacia de la acción sacramental que realizáis "in persona Christi", debe expresarse también en el fervor de la oración, en la coherencia de vida, en la caridad pastoral de un ministerio dirigido incansablemente a la salvación de los hermanos. Requiere, en una palabra, vuestra santificación personal (PDV 33). Ciertamente también el futuro sacerdote —él el primero— debe crecer en la conciencia de que el Protagonista por antonomasia de su formación es el Espíritu Santo, que, con el don de un corazón nuevo, configura y hace semejante a Jesucristo, el buen Pastor; en este sentido, el aspirante fortalecerá de una manera más radical su libertad acogiendo la acción formativa del Espíritu. Pero acoger esta acción significa también, por parte del aspirante al sacerdocio, acoger las "mediaciones" humanas de las que el Espíritu se sirve. Por esto la acción de los varios educadores resulta verdadera y plenamente eficaz sólo si el futuro sacerdote ofrece su colaboración personal, convencida y cordial (PDV 69). IDENTIDAD El sacerdocio ministerial encuentra su razón de ser en esta perspectiva de la unión vital y operativa de la Iglesia con Cristo. En efecto, mediante tal ministerio, el Señor continúa ejercitando, en medio de su Pueblo, aquella actividad que sólo a Él pertenece en cuanto Cabeza de su Cuerpo. Por lo tanto, el sacerdocio ministerial hace palpable la acción propia de Cristo Cabeza y testimonia que Cristo no se ha alejado de su Iglesia, sino que continúa vivificándola con su sacerdocio permanente. Por este motivo, la Iglesia considera el sacerdocio ministerial como un don a Ella otorgado en el ministerio de algunos de sus fieles. Tal don, instituido por Cristo para continuar su misión salvadora, fue conferido inicialmente a los Apóstoles y continúa en la Iglesia, a través de los Obispos, sus sucesores (D 1). Mediante la ordenación sacramental hecha por medio de la imposición de las manos y de la oración consacratoria del Obispo, se determina en el presbítero " un vínculo ontológico especifico, que une al sacerdote con Cristo, Sumo Sacerdote y Buen Pastor " La identidad del sacerdote, entonces, deriva de la participación especifica en el Sacerdocio de Cristo, por lo que el ordenado se transforma en la Iglesia y para la Iglesia—en imagen real, viva y transparente de Cristo Sacerdote: " una representación sacramental de Jesucristo Cabeza y Pastor ".(7) Por medio de la consagración, el sacerdote " recibe como don un poder espiritual, que es participación de la
autoridad con que Jesús, mediante su Espíritu, guía a la Iglesia " (D 2). Dimensión trinitaria La vida y el ministerio del sacerdote son continuación de la vida y de la acción del mismo Cristo. Ésta es nuestra identidad, nuestra verdadera dignidad, la fuente de nuestra alegría, la certeza de nuestra vida”. La identidad, el ministerio y la existencia del presbítero están, por lo tanto, relacionadas esencialmente con las Tres Personas Divinas, en orden al servicio sacerdotal de la Iglesia (D3) La gracia y el carácter indeleble conferidos con la unción sacramental del Espíritu Santo (13) ponen al sacerdote en una relación personal con la Trinidad, ya que constituye la fuente del ser y del obrar sacerdotal; tal relación, por tanto, debe ser necesariamente vivida por el sacerdote de modo íntimo y personal, en un diálogo de adoración y de amor con las Tres Personas divinas, sabiendo que el don recibido le fue otorgado para el servicio de todos (D 5). La dimensión cristológica — al igual que la trinitaria — surge directamente del sacramento, que configura ontológicamente con Cristo Sacerdote, Maestro, Santificador y Pastor de su Pueblo. A aquellos fieles, que — permaneciendo injertados en el sacerdocio común — son elegidos y constituidos en el sacerdocio ministerial, les es dada una participación indeleble al mismo y único sacerdocio de Cristo, en la dimensión pública de la mediación y de la autoridad, en lo que se refiere a la santificación, a la enseñanza y a la guía de todo el Pueblo de Dios. De este modo, si por un lado, el sacerdocio común de los fieles y el sacerdocio ministerial o jerárquico están ordenados necesariamente el uno al otro — pues uno y otro, cada uno a su modo, participan del único sacerdocio de Cristo —, por otra parte, ambos difieren esencialmente entre sí. Dimensión cristológica En este sentido, la identidad del sacerdote es nueva respecto a la de todos los cristianos que, mediante el Bautismo, participan, en conjunto, del único sacerdocio de Cristo y están llamados a darle testimonio en toda la tierra.(16) La especificidad del sacerdocio ministerial se sitúa frente a la necesidad, que tienen todos los fieles de adherir a la mediación y al señorío de Cristo, visibles por el ejercicio del sacerdocio ministerial. En su peculiar identidad cristológica, el sacerdote ha de tener conciencia de que su vida es un misterio insertado totalmente en el
misterio de Cristo de un modo nuevo y específico, y esto lo compromete totalmente en la actividad pastoral y lo gratifica.( D 6). Cristo asocia a los Apóstoles a su misma misión. “Como el Padre me ha enviado, así os envío yo a vosotros " (Jn 20, 21). En la misma sagrada Ordenación está ontológicamente presente la dimensión misionera. El sacerdote es elegido, consagrado y enviado para hacer eficazmente actual la misión eterna de Cristo, de quien se convierte en auténtico representante y mensajero: " Quien a vosotros oye, a Mí me oye; quien os desprecia, a Mí me desprecia y, quien me desprecia, desprecia a Aquél, que me ha enviado"( Lc 10, 16) (D 7). Dimensión pneumatólogica (carácter sacramental). En la ordenación presbiteral, el sacerdote ha recibido el sello del Espíritu Santo, que ha hecho de él un hombre signado por el carácter sacramental para ser, para siempre, ministro de Cristo y de la Iglesia. Asegurado por la promesa de que el Consolador permanecerá " con él para siempre " (Jn 14, 16-17), el sacerdote sabe que nunca perderá la presencia ni el poder eficaz del Espíritu Santo, para poder ejercitar su ministerio y vivir la caridad pastoral como don total de sí mismo para la salvación de los propios hermanos (D8). Es también el Espíritu Santo, quien en la Ordenación confiere al sacerdote la misión profética de anunciar y explicar, con autoridad, la Palabra de Dios. Insertado en la comunión de la Iglesia con todo el orden sacerdotal, el presbítero será guiado por el Espíritu de Verdad, que el Padre ha enviado por medio de Cristo, y que le enseña todas las cosas recordando todo aquello, que Jesús ha dicho a los Apóstoles. Por tanto, el presbítero — con la ayuda del Espíritu Santo y con el estudio de la Palabra de Dios en las Escrituras —, a la luz de la Tradición y del Magisterio,(20) descubre la riqueza de la Palabra, que ha de anunciar a la comunidad, que le ha sido confiada (D 9). B. Esposo de la Iglesia Dimensión eclesiológica 12. "En" la Iglesia y "ante" la Iglesia Cristo, origen permanente y siempre nuevo de la salvación, es el misterio principal del que deriva el misterio de la Iglesia, su Cuerpo y su Esposa, llamada por el Esposo a ser signo e instrumento de redención. Cristo sigue dando vida a su Iglesia por medio de la obra confiada a los Apóstoles y a sus Sucesores. A través del misterio de Cristo, el sacerdote, ejercitando su múltiple ministerio, está insertado también en el misterio de la Iglesia, la cual
" toma conciencia, en la fe, de que no proviene de sí misma, sino por la gracia de Cristo en el Espíritu Santo " (23) De tal manera, el sacerdote, a la vez que está en la Iglesia, se encuentra también ante ella.(24) 13. Partícipe en cierto modo, de la esponsalidad de Cristo El sacramento del Orden, en efecto, no sólo hace partícipe al sacerdote del misterio de Cristo a Sacerdote, Maestro, Cabeza y Pastor, sino — en cierto modo — también de Cristo " Siervo y Esposo de la Iglesia " (25) Ésta es el " Cuerpo " de Cristo, que Él ha amado y la ama hasta el extremo de entregarse a Sí mismo por Ella (cfr. Ef 5, 25); Cristo regenera y purifica continuamente a su Iglesia por medio de la palabra de Dios y de los sacramentos (cfr. ibid. 5, 26); se ocupa el Señor de hacer siempre más bella (cfr. ibid. 5, 26) a su Esposa y, finalmente, la nutre y la cuida con solicitud (cfr. ibid. 5, 29). Los presbíteros — colaboradores del Orden Episcopal —, que constituyen con su Obispo un único presbiterio (26) y participan, en grado subordinado, del único sacerdocio de Cristo, también participan, en cierto modo, — a semejanza del Obispo — de aquella dimensión esponsal con respecto a la Iglesia, que está bien significada en el rito de la ordenación episcopal con la entrega del anillo.(27) Los presbíteros, que " de alguna manera hacen presente — por así decir — al Obispo, a quien están unidos con confianza y grandeza de ánimo, en cada una de las comunidades locales " (28) deberán ser fieles a la Esposa y, como viva imagen que son de Cristo Esposo, han de hacer operativa la multiforme donación de Cristo a su Iglesia. Por esta comunión con Cristo Esposo, también el sacerdocio ministerial es constituido — como Cristo, con Cristo y en Cristo — en ese misterio de amor salvífico trascendente, del que es figura y participación el matrimonio entre cristianos. Llamado por un acto de amor sobrenatural absolutamente gratuito, el sacerdote debe amar a la Iglesia como Cristo la ha amado, consagrando a ella todas sus energías y donándose con caridad pastoral hasta dar cotidianamente la propia vida. 14. Universalidad del sacerdocio El mandamiento del Señor de ir a todas las gentes (Mt 28, 18-20) constituye otra modalidad del estar el sacerdote ante la Iglesia.(29) Enviado — missus — por el Padre por medio de Cristo, el sacerdote pertenece " de modo inmediato " a la Iglesia universal,(30) que tiene
la misión de anunciar la Buena Noticia hasta los " extremos confines de la tierra " (Hch 1, 8).(31) " El don espiritual, que los presbíteros han recibido en la ordenación, los prepara a una vastísima y universal misión de salvación "(32) En efecto, por el Orden y el ministerio recibidos, todos los sacerdotes han sido asociados al Cuerpo Episcopal y — en comunión jerárquica con él según la propia vocación y gracia —, sirven al bien de toda la Iglesia.(33) Por lo tanto, la pertenencia — mediante la incardinación — a una concreta Iglesia particular,(34) no debe encerrar al sacerdote en una mentalidad estrecha y particularista sino abrirlo también al servicio de otras Iglesias, puesto que cada Iglesia es la realización particular de la única Iglesia de Jesucristo, de forma que la Iglesia universal vive y cumple su misión en y desde las Iglesias particulares en comunión efectiva con ella. Por lo tanto, todos los sacerdotes deben tener corazón y mentalidad misioneros, estando abiertos a las necesidades de la Iglesia y del mundo.(35) 15. Índole misionera del sacerdocio Es importante que el presbítero tenga plena conciencia y viva profundamente esta realidad misionera de su sacerdocio, en plena sintonía con la Iglesia que, hoy como ayer, siente la necesidad de enviar a sus ministros a los lugares donde es más urgente la misión sacerdotal y de esforzarse por realizar una más equitativa distribución del clero.(36) Esta exigencia de la vida de la Iglesia en el mundo contemporáneo debe ser sentida y vivida por cada sacerdote, sobre todo y esencialmente, como el don, que debe ser vivido dentro de su institución y a su servicio. No son, por tanto, admisibles todas aquellas opiniones que, en nombre de un mal entendido respeto a las culturas particulares, tienden a desnaturalizar la acción misionera de la Iglesia, llamada a realizar el mismo misterio universal de salvación, que trasciende y debe vivificar todas las culturas.(37) Hay que decir también que la expansión universal del ministerio sacerdotal se encuentra hoy en correspondencia con las características socioculturales del mundo contemporáneo, en el cual se siente la exigencia de eliminar todas las barreras, que dividen pueblos y naciones y que, sobre todo, a través de las comunicaciones entre las culturas, quiere hermanar a las gentes, no obstante las distancias geográficas, que las dividen.
Nunca como hoy, por tanto, el clero debe sentirse apostólicamente comprometido en la unión de todos los hombres en Cristo, en su Iglesia. 16. La autoridad como "amoris officium" Una manifestación ulterior de ponerse el sacerdote frente a la Iglesia, está en el hecho de ser guía, que conduce a la santificación de los fieles confiados a su ministerio, que es esencialmente pastoral. Esta realidad, que ha de vivirse con humildad y coherencia, puede estar sujeta a dos tentaciones opuestas. La primera consiste en ejercer el propio ministerio tiranizando a su grey (cfr. Lc 22, 24-27; 1 Ped 5, 1-4), mientras la segunda es la que lleva a hacer inútil — en nombre de una incorrecta noción de comunidad — la propia configuración con Cristo Cabeza y Pastor. La primera tentación ha sido fuerte también para los mismos discípulos, y recibió de Jesús una puntual y reiterada corrección: toda autoridad ha de ejercitarse con espíritu de servicio, como " amoris officium " (38) y dedicación desinteresada al bien del rebaño (cfr. Jn 13, 14; 10, 11). El sacerdote deberá siempre recordar que el Señor y Maestro " no ha venido para ser servido sino para servir " (cfr. Mc 10, 45); que se inclinó para lavar los pies a sus discípulos (cfr. Jn 13, 5) antes de morir en la Cruz y de enviarlos por todo el mundo (cfr. Jn 20, 21). Los sacerdotes darán testimonio auténtico del Señor Resucitado, a Quien se ha dado " todo poder en el cielo y en la tierra " (cfr. Mt 28, 18), si ejercitan el propio " poder " empleándolo en el servicio — tan humilde como lleno de autoridad — al propio rebaño,(39) y en el profundo respeto a la misión, que Cristo y la Iglesia confían a los fieles laicos (40) Y a los fieles consagrados por la profesión de los consejos evangélicos.(41) 17. Tentación del democraticismo A menudo sucede que para evitar esta primera desviación se cae en la segunda, y se tiende a eliminar toda diferencia de función entre los miembros del Cuerpo Místico de Cristo — que es la Iglesia —, negando en la práctica la doctrina cierta de la Iglesia acerca de la distinción entre el sacerdocio común y el ministerial (42) Entre las diversas insidias, que hoy se notan, se encuentra el así llamado "democraticismo". A propósito de esto, hay que recordar que la Iglesia reconoce todos los méritos y valores, que la cultura
democrática ha aportado a la sociedad civil. Por otra parte, la Iglesia ha luchado siempre, con todos los medios a su disposición, por el reconocimiento de la igual dignidad de todos los hombres. De acuerdo con esta tradición eclesial, el Concilio Vaticano II se ha expresado abiertamente acerca de la común dignidad de todos los bautizados en la Iglesia.(43) Sin embargo, también es necesario afirmar que no son transferibles automáticamente a la Iglesia la mentalidad y la praxis, que se dan en algunas corrientes culturales sociopolíticas de nuestro tiempo. La Iglesia, de hecho, debe su existencia y su estructura al designio salvífico de Dios. Ella se contempla a sí misma como don de la benevolencia de un Padre que la ha liberado mediante la humillación de su Hijo en la cruz. La Iglesia, por tanto, quiere ser con el Espíritu Santo — totalmente conforme y fiel a la voluntad libre y liberadora de su Señor Jesucristo. Este misterio de salvación hace que la Iglesia sea, por su propia naturaleza, una realidad diversa de las sociedades solamente humanas. El así llamado " democraticismo " constituye una tentación gravísima, pues lleva a no reconocer la autoridad y la gracia capital de Cristo y a desnaturalizar la Iglesia, como si ésta no fuese más que una sociedad humana. Una concepción así acaba con la misma constitución jerárquica, tal como ha sido querida por su Divino Fundador, como ha siempre enseñado claramente el Magisterio, y como la misma Iglesia ha vivido ininterrumpidamente. La participación en la Iglesia está basada en el misterio de la comunión, que por su propia naturaleza contempla en si misma la presencia y la acción de la Jerarquía eclesiástica. En consecuencia, no es admisible en la Iglesia cierta mentalidad, que a veces se manifiesta especialmente en algunos organismos de participación eclesial — y que tiende a confundir las tareas de los presbíteros y de los fieles laicos, o a no distinguir la autoridad propia del Obispo de las funciones de los presbíteros como colaboradores de los Obispos, o a negar la especificidad del ministerio petrino en el Colegio Episcopal. En este sentido es necesario recordar que el presbiterio y el Consejo Presbiteral no son expresión del derecho de asociación de los clérigos, ni mucho menos pueden ser entendidos desde una perspectiva sindicalista, que comportan reivindicaciones e intereses de parte, ajenos a la comunión eclesial.(44) 18. Distinción entre sacerdocio común y sacerdocio ministerial
La distinción entre sacerdocio común y sacerdocio ministerial, lejos de llevar a la separación o a la división entre los miembros de la comunidad cristiana, armoniza y unifica la vida de la Iglesia. En efecto, en cuanto Cuerpo de Cristo, la Iglesia es comunión orgánica entre todos los miembros, en la que cada uno de los cristianos sirve realmente a la vida del conjunto si vive plenamente la propia función peculiar y la propia vocación específica (1 cor 12, 12 ss.).(45) Por lo tanto, a nadie le es lícito cambiar lo que Cristo ha querido para su Iglesia. Ella está íntimamente ligada a su Fundador y Cabeza, que es el único que le da — a través del poder del Espíritu Santo — ministros al servicio de sus fieles. Al Cristo que llama, consagra y envía a través de los legítimos Pastores, no puede sustraerse ninguna comunidad ni siquiera en situaciones de particular necesidad, situaciones en las que quisiera darse sus propios sacerdotes de modo diverso a las disposiciones de la Iglesia.(46) La respuesta para resolver los casos de necesidad es la oración de Jesús: " rogad al dueño de la mies que envíe trabajadores a su mies " (Mt 9, 38). Si a esta oración — hecha con fe — se une la vida de caridad intensa de la comunidad, entonces tendremos la seguridad de que el Señor no dejará de enviar pastores según su corazón (cfr. Jer 3, 15 ) .(47) 19. Solo los sacerdotes son pastores Un modo de no caer en la tentación " democraticista" consiste en evitar la así llamada " clericalización " del laicado: (48) esta actitud tiende a disminuir el sacerdocio ministerial del presbítero; de hecho, sólo al presbítero, después del Obispo, se puede atribuir de manera propia y unívoca el término " pastor ", y esto en virtud del ministerio sacerdotal recibido con la ordenación. El adjetivo " pastoral ", pues, se refiere tanto a la " potestas docendi et sanctificandi " como a la " potestas regendi ". (49) Por lo demás, hay que decir que tales tendencias no favorecen la verdadera promoción del laicado, pues a menudo ese " clericalismo " lleva a olvidar la auténtica vocación y misión eclesial de los laicos en el mundo. *El sacerdocio de Cristo, expresión de su absoluta "novedad" en la historia de la salvación, constituye la única fuente y el paradigma insustituible del sacerdocio cristiano y, en particular, del presbítero. La referencia a Cristo es, pues, la clave absolutamente necesaria para la comprensión de las realidades sacerdotales (PDV 12).
LECTURA PERSONAL Ser sacerdote hoy. Identidad sacerdotal
Todo cristiano está llamado a compartir la vida con Cristo, que se prolonga en la Iglesia y que está presente, resucitado en la vida de cada persona, en cada comunidad eclesial y en cada época histórica. El sacerdote ministro (consagrado por el sacramento del orden) es signo del Buen Pastor: comparte de modo especial su ser sacerdotal, prolonga su obrar y sintoniza con sus vivencias de caridad pastoral.
El sacerdote es signo del Buen Pastor en las circunstancias sociológicas e históricas, también en el hoy de un tiempo de gracia y de un mundo que cambia (cf. n. 1), formando parte de una Iglesia solidaria de los gozos y esperanzas de la sociedad actual (n.2), comprometido en una nueva evangelización (n. 3). La espiritualidad o estilo de vida (n. 5) corresponderá a estas realidades concretas.
En una sociedad más estática del pasado, el sacerdote ministro, como todo seguidor de Cristo corría el riesgo de anquilosar las virtualidades de su carisma y vocación en unos cuadros sociológicos hechos y más o menos estables y rutinarios. Una época de cambios ideológicos y sociológicos ha cuestionado su vida sacerdotal preguntando por su razón de ser, por la validez de su metodología de acción pastoral y por su autenticidad de vida.
La propia historia está sometida a un proceso tal de aceleración, que apenas es posible al hombre seguirla. El género humano corre una misma suerte y no se diversifica ya en varias historias dispersas. La humanidad pasa así de una concepción más bien estática de la realidad a otra más dinámica y evolutiva, de donde surge un nuevo conjunto de problemas que exige nuevos análisis y nuevas síntesis (GS 5).
Estos cuestionamientos produjeron una crisis (alrededor de los años setenta) cuyos efectos fueron con frecuencia negativos: dudas sobre el sacerdocio, secularizaciones, descenso de vocaciones, desánimo... En realidad, toda situación sociológica nueva cuestiona al creyente para que sea más coherente con el evangelio. El cansancio, el desánimo, el abandono, así como la angustia o el entregarse a ideologías al margen del evangelio, son reacciones caducas y estériles. El análisis cristiano de la realidad (también sacerdotal) hace profundizar en el mensaje evangélico de las bienaventuranzas y del mandato del amor. De una situación sociológica nueva debe salir un cristiano y un sacerdote renovado, gracias a la profundización de los datos evangélicos como encuentro con Cristo. El análisis de la realidad está bien hecho cuando deja traslucir Un nuevo modo de transformar la vida en donación a ejemplo del Buen Pastor (cf. GS 24)17.
Ahondar en el evangelio para iluminar unos acontecimientos nuevos significa, para el llamado a ser signo del Buen Pastor, reestrenar la vocación como declaración de amor: «llamó a be que quiso» (Mc 3,13); cf. Jn 13,18; 15,16). El «sígueme» es una llamada siempre reciente, renovada en cada circunstancia histórica personal y comunitaria (Jn 1,43; Mt 4,19; 9,9; Mc 10,21).
La vocación sacerdotal se renueva en toda circunstancia histórica si se vive como encuentro con Cristo y como misión: «los llamó para estar con Él y para enviarlos a predicar» (Mc 3,1314). Sin esta renovación los acontecimientos y las situaciones sociológicas (que son también hechos indicativos de gracia) se convierten en ocasiones de deserción, de rutina, de ruptura o de desviación. Ningún acontecimiento y ninguna circunstancia sociológica puede disminuir las exigencias evangélicas del seguimiento radical de Cristo para ser signo personal de cómo ama Él.
El hoy de una etapa histórica nueva es un hecho de gracia (kairós) sólo cuando se respetan las nuevas luces que el Espíritu Santo comunica a su Iglesia, para comprender mejor el contenido
maravilloso de la palabra evangélica (cf. Lc 24,45; Jn 16,13). No es el hecho sociológico el que debe condicionar a la palabra de Dios, sino que es ésta la que ilumina el acontecimiento para convertir en «signo de los tiempos» (cf. n. 1). Si lo sociológico prevaleciera sobre las exigencias evangélicas, se produciría un proceso de secularismo que no sería más que un nuevo clericalismo camuflado.
Profundizando en la propia razón de ser como sacerdote, sin admitir dudas enfermizas, se entra en sintonía con las exigencias evangélicas, se renuevan métodos pastorales, se abren nuevos campos a la evangelización y se redescubre que la propia vida debe ser un trasunto más claro y auténtico de la caridad del Buen Pastor. Sólo así se puede responder evangélicamente a una nueva época de gracia y de cambios. «El sacerdocio, que tiene su principio en la última cena, nos permite participar en esta transformación esencial de la historia espiritual del hombre» (Juan Pablo II, Carta del Jueves Santo, 1988, n. 7).
En cada época se plantean tensiones y antimonias que quieren oponer, según los casos, el apostolado a la espiritualidad, la inmanencia a la trascendencia, el carisma a la institución, la gracia a la naturaleza... Las rupturas se producen al faltar la referencia al misterio de Cristo, el Verbo encarnado. Los temas cristianos (como el tema del sacerdocio o del reino) tienen propiamente tres niveles que se postulan mutuamente: nivel de interioridad y carisma, nivel de institución y acción, nivel de plenitud y encuentro final en el más allá (escatológica). El sacerdote se ve siempre zarandeado por estas tensiones; su referencia a Cristo Sacerdote y Buen Pastor le ayuda a situarse en «unidad de vida» (PO 14), que es principio de unidad para la comunidad eclesial y humana de cada época. Espiritualidad e identidad sacerdotal para una nueva evangelización La identidad sacerdotal está en la línea de sentirse amado y capacitado para amar. Esta identidad se reencuentra cuando se quiere vivir el sacerdocio en todas sus perspectivas o dimensiones. «Una visión de síntesis, en la que aparezca la convergencia de elementos, a veces presentados como contrapuestos, cobra gran interés» (Puebla 660):
- Consagración o dimensión sagrada: el sacerdote en su ser, en su obrar y en su vivencia, pertenece totalmente a Cristo y participa en su unción y misión. - Misión o dimensión apostólica: el sacerdote ejerce una misión recibida de Cristo para servir incondicionalmente a los hermanos. - Comunión o dimensión eclesial: el sacerdote ha sido enviado a servir a la comunidad eclesial construyéndola según el amor. - Espiritualidad o dimensión ascético-mística: el sacerdote está llamado a vivir en sintonía con los amores de Cristo y a ser signo personal suyo como Buen Pastor. La clarificación sobre la identidad sacerdotal conduce «a una nueva afirmación de la vida espiritual del ministerio jerárquico y a un servicio preferencial por los pobres» (Puebla 670).
Las líneas espirituales y vivénciales del Buen Pastor serán siempre válidas. En nuestra época se requiere que estas líneas sean realidad y transparencia en quienes son su signo personal.
Recuerden todos los pastores que son ellos los que con su trato y su trabajo pastoral diario exponen al mundo el rostro de la Iglesia, que es el que sitve a los hombres para juzgar la verdadera eficiencia del mensaje cristiano. Con su vida y con sus palabras, ayudados por los religiosos y por sus fieles, demuestran que la Iglesia, aun por su sola presencia, portadora de todos sus dones, es fuente inagotable de las virtudes de qué tan necesitado anda el mundo de hoy (GS 43).
El ministerio jerárquico, signo sacramental de Cristo Pastor y Cabeza de la Iglesia, es el principal responsable de la edificación de la Iglesia en la comunión y de la dinamización de su acción evangelizadora (Puebla 659).
La respuesta de la Iglesia a los desafíos de nuestra época depende en gran parte de la espiritualidad o fidelidad generosa de los sacerdotes. Por tanto, para conseguir sus fines pastorales de renovación interna de la Iglesia, de difusión del evangelio por el mundo entero, así como el diálogo con el mundo actual, este sacrosanto Concilio exhorta vehementemente a todos los sacerdotes a que, empleando los medios recomendados por la Iglesia, se esfuercen por alcanzar una santidad cada vez mayor, para convertirse, día a día, en más aptos instrumentos en servicio de todo el pueblo de Dios (PO 12). Para vivir esta identidad sacerdotal se necesita una formación adecuada, es decir, una «formación de verdaderos pastores de almas» (OT 4), que incluye el estudio y la meditación de la palabra, así como la celebración del misterio pascual para vivirlo y anunciarlo. De este modo se preparan «para el ministerio del culto y de la santificación».
El sacerdote está llamado, hoy más que nunca, a ser: - Signo del Buen Pastor en la Iglesia y en el mundo, participando de su ser sacerdotal (PO 1-3). - Prolongación del actuar del Buen Pastor, obrando en su nombre en el anuncio del evangelio, en la celebración de los signos salvíficos (especialmente la Eucaristía) y en los servicios de caridad (PO 4-6). - Transparencia de las actitudes y virtudes del Buen Pastor, presente en la Iglesia «comunión» y «misión» (PO 7-22). Se trata, pues, de unas actitudes (o espiritualidad) de servicio, consagración, misión, comunión, autenticidad... En una palabra, ser signo transparente de Cristo Buen Pastor y de su evangelio, para un mundo que necesita testigos y que pide experiencias y coherencia. JUAN ESQUERDA BIFET