Testimonio de una Convicción
En 1936, mi padre, Joaquín Ataz Hernández, trabajaba como fogonero en la compañía de ferrocarriles Madrid-Zaragoza-Alicante (MZA). Era un oficio duro, hoy casi desaparecido, que consistía en alimentar la caldera de la locomotora de vapor con grandes briquetas de carbón mineral (entonces llamado “carbón de piedra”), a base de pala y músculos. Era Secretario del Sindicato ferroviario de UGT de Murcia, un sindicato poderoso porque tenía muchos afiliados, la mayoría personal de tracción y de talleres, gente decidida, y contaba con mayores recursos económicos que los demás sindicatos. Por este puesto, figuraba en la Ejecutiva del PSOE de Murcia. Cuando se crearon los Tribunales Especiales Populares, por Decreto de agosto de 1936 (parto “genial” de mi paisano el Catedrático de Derecho Penal D. Mariano Ruiz-Funes), su partido socialista lo designó miembro del Jurado de este Tribunal que contaba con tres jueces de derecho (Magistrados) y 14 jueces de hecho (los designados por los partidos políticos del Frente Popular). El TP de Murcia, se constituyó el 2 o el 3 de septiembre, y el día 4 ya estaba funcionando porque el Decreto fundacional disponía que los Jueces Especiales de Instrucción (en Murcia, eran dos para toda la provincia) tenían que remitir al TP las causas al quinto día como máximo, desde que hubieran firmado la primera diligencia. Y los juicios también tenían que desarrollarse con la mayor rapidez. Por eso, llamaban a estos procedimientos “sumarísimos”. El 11 de septiembre, el Tribunal dictó sus primeras sentencias: De 27 procesados, condenó a muerte a 10, a 8 les impuso cadena perpetua, y, al resto, penas de muchos años de prisión. Los condenados a muerte fueron fusilados en el patio de la cárcel de Murcia, la mañana del domingo 13 de septiembre de 1.936. Pero este asesinato merece párrafo aparte. Entre los condenados a muerte, estaba el primer Jefe provincial de la Falange murciana, Federico Servet Clemencín, varios falangistas de la provincia, otras personas cuyo delito era tener una posición económica acomodada y el Párroco de la Iglesia de Nuestra Señora del Carmen, D. Sotero González Lerma, en la que yo había sido bautizado. Años después, mi padre me dijo que en el poco tiempo que había actuado en el TP, sólo había votado con bola negra a favor de la pena de muerte solicitada por el Fiscal dos veces: una , la de Federico Servet, por orden expresa, tajante e inexorable de su partido y, otra, en un juicio posterior contra un miliciano de la FAI que había violado a una mujer y matado a un cabo y a un guardia de Asalto, cuando fueron a detenerlo, veredictos que fueron ratificados por la sección de Derecho del Tribunal. Mi padre conocía a Federico desde que eran muchachos, casi niños. No eran amigos, pero se caían bien y se respetaban. Por ello, cuando terminó el juicio, mi padre se acercó al que acababa de votar su muerte y empezó a decirle: “Federico, lo siento mucho...” Sin dejarle terminar, Federico le interrumpió: “No te preocupes, Joaquín, yo hubiera hecho lo mismo contigo, dame un cigarro”