JESUS DE NAZARET I Y II

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Papa Benedicto XVI

Jesús de Nazaret

Primera parte Desde el Bautismo a la Transfiguración....................................................... 3 PROLOGO ...................................................................................................................... 4 INTRODUCCIÓN: UNA PRIMERA MIRADA AL MISTERIO DE JESÚS............... 9 1 EL BAUTISMO DE JESÚS ...................................................................................... 12 2 LAS TENTACIONES DE JESÚS ............................................................................. 18 3 EL EVANGELIO DEL REINO DE DIOS ................................................................ 26 4 EL SERMÓN DE LA MONTAÑA ........................................................................... 32 1. LAS BIENAVENTURANZAS............................................................................. 34 2. LA TORÁ DEL MESÍAS ..................................................................................... 44 5 LA ORACIÓN DEL SEÑOR .................................................................................... 56 Padre nuestro, que estás en el cielo ........................................................................... 58 Santificado sea tu nombre ......................................................................................... 61 Venga a nosotros tu reino.......................................................................................... 62 Hágase tu voluntad en la tierra como en el cielo....................................................... 63 Danos hoy nuestro pan de cada día ........................................................................... 64 Perdona nuestras ofensas, como también nosotros perdonamos a los que nos ofenden ............................................................................................................................... 66 No nos dejes caer en la tentación .............................................................................. 68 Y líbranos del mal ..................................................................................................... 69 6 LOS DISCÍPULOS .................................................................................................... 71 7 EL MENSAJE DE LAS PARÁBOLAS .................................................................... 76 1. NATURALEZA Y FINALIDAD DE LAS PARÁBOLAS.................................. 76 2. TRES GRANDES RELATOS DE PARÁBOLAS DE LUCAS........................... 80 8 LAS GRANDES IMÁGENES DEL EVANGELIO DE JUAN ................................ 89 1. INTRODUCCIÓN: LA CUESTIÓN JOÁNICA .................................................. 89 2. LAS GRANDES IMÁGENES DEL EVANGELIO DE JUAN ........................... 96 9 DOS HITOS IMPORTANTES EN EL CAMINO DE JESÚS: LA CONFESIÓN DE PEDRO Y LA TRANSFIGURACIÓN.......................................................................... 115 1. LA CONFESIÓN DE PEDRO............................................................................ 115 2. LA TRANSFIGURACIÓN................................................................................. 121 10 NOMBRES CON LOS QUE JESÚS SE DESIGNA A SÍ MISMO...................... 127 1. EL HIJO DEL HOMBRE ................................................................................... 128 2. EL HIJO .............................................................................................................. 133 3. «YO SOY» .......................................................................................................... 136

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Primera
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Desde
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PROLOGO Este libro sobre Jesús, cuya primera parte se publica ahora, es fruto de un largo camino interior. En mis tiempos de juventud—años treinta y cuarenta— había toda una serie de obras fascinantes sobre Jesús: las de Karl Adam, Romano Guardini, Franz Michel Willam, Giovanni Vapini, Daniel-Rops, por mencionar sólo algunas. En ellas se presentaba la figura de Jesús a partir de los Evangelios: cómo vivió en la tierra y cómo —aun siendo verdaderamente hombre— llevó al mismo tiempo a los hombres a Dios, con el cual era uno en cuanto Hijo. Así, Dios se hizo visible a través del hombre Jesús y, desde Dios, se pudo ver la imagen del auténtico hombre. En los años cincuenta comenzó a cambiar la situación, ha grieta entre el «Jesús histórico» y el «Cristo de la fe» se hizo cada vez más profunda; a ojos vistas se alejaban uno de otro. Vero, ¿qué puede significar la fe en Jesús el Cristo, en Jesús Hijo del Dios vivo, si resulta que el hombre Jesús era tan diferente de como lo presentan los evangelistas y como, partiendo de los Evangelios, lo anuncia la Iglesia? Los avances de la investigación histórico-crítica llevaron a distinciones cada vez más sutiles entre los diversos estratos de la tradición. Detrás de éstos la figura de Jesús, en la que se basa la fe, era cada vez más nebulosa, iba perdiendo su perfil. Al mismo tiempo, las reconstrucciones de este Jesús, que había que buscar a partir de las tradiciones de los evangelistas y sus fuentes, se hicieron cada vez más contrastantes: desde el revolucionario antirromano que luchaba por derrocar a los poderes establecidos y, naturalmente, fracasa, hasta el moralista benigno que todo lo aprueba y que, incomprensiblemente, termina por causar su propia ruina. Quien lee una tras otra algunas de estas reconstrucciones puede comprobar enseguida que son más una fotografía de sus autores y de sus propios ideales que un poner al descubierto un icono que se había desdibujado. Por eso ha ido aumentando entretanto la desconfianza ante estas imágenes de Jesús; pero también la figura misma de Jesús se ha alejado todavía más de nosotros. Como resultado común de todas estas tentativas, ha quedado la impresión de que, en cualquier caso, sabemos pocas cosas ciertas sobre Jesús, y que ha sido sólo la fe en su divinidad la que ha plasmado posteriormente su imagen. Entretanto, esta impresión ha calado hondamente en la conciencia general de la cristiandad. Semejante situación es dramática para la fe, pues deja incierto su auténtico punto de referencia: la íntima amistad con Jesús, de la que todo depende, corre el riesgo de moverse en el vacío. El exegeta católico de habla alemana quizás más importante de la segunda mitad del siglo XX, Rudolf Schnackenburg, percibió en sus últimos años, fuertemente impresionado, el peligro que de esta situación se derivaba para la fe y, ante lo poco adecuadas que eran todas las imágenes «históricas» de Jesús elaboradas mientras tanto por la exégesis, se embarcó en su última gran obra: Die Person Jesu Christ im Spiegel der vier Evangelien [La persona de Jesucristo reflejada en los cuatro Evangelios]. El libro se pone al servicio de los creyentes «a los que hoy la investigación científica... hace sentirse inseguros, para que conserven su fe en la persona de Jesucristo como redentor y salvador del mundo» (p. 6). Al final del libro, tras toda una vida de investigación, Schnackenburg llega a la conclusión «de que mediante los esfuerzos de la investigación con métodos histórico-críticos no se logra, o se logra de modo insuficiente, una visión fiable de la figura histórica de Jesús de Nazaret» (p. 348); «el esfuerzo de la investigación exegética... por identificar estas tradiciones y llevarlas a lo históricamente digno de crédito, nos somete a una discusión continua de la historia de las tradiciones y de la redacciones que nunca se acaba» (p. 349). Las exigencias del método, que él considera a la vez necesario e insuficiente, hacen que en su representación de la figura de Jesús haya una cierta discrepancia: Schnackenburg nos muestra la imagen del Cristo de los Evangelios, pero la considera formada por distintas capas de tradición superpuestas, a través de las cuales sólo se puede divisar de lejos al «verdadero» Jesús. «Se presupone el fundamento histórico, pero éste queda rebasado en la visión de fe de los Evangelios», escribe (p. 353). Nadie duda de ello, pero no queda claro hasta dónde llega el «fundamento histórico». Sin embargo, Schnackenburg ha dejado claro como dato verdaderamente histórico el punto decisivo: el ser de Jesús relativo a Dios y su 4


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unión con Él (p. 353). «Sin su enraizamiento en Dios, la persona de Jesús resulta vaga, irreal e inexplicable» (p. 354). Éste es también el punto de apoyo sobre el que se basa mi libro: considera a Jesús a partir de su comunión con el Padre. Éste es el verdadero centro de su personalidad. Sin esta comunión no se puede entender nada y partiendo de ella Él se nos hace presente también hoy. Naturalmente, en la descripción concreta de la figura de Jesús he tratado con decisión de ir más allá de Schnackenburg. El elemento problemático de su definición de la relación entre las tradiciones y la historia realmente acontecida se encuentra claramente, a mi modo de ver, en la frase: Los Evangelios «quieren, por así decirlo, revestir de carne al misterioso hijo de Dios aparecido sobre la tierra.» (p. 354). Quisiera decir al respecto: no necesitaban «revestirle» de carne, Él se había hecho carne realmente. Vero, ¿se puede encontrar esta carne a través de la espesura de las tradiciones? En el prólogo de su libro, Schnackenburg nos dice que se siente vinculado al método históricocrítico, al que la encíclica Divino afilante Spiritu en 1943 había abierto las puertas para ser utilizado en la teología católica (p. 5). Esta Encíclica fue verdaderamente un hito importante para la exégesis católica. No obstante, el debate sobre los métodos ha dado nuevos pasos desde entonces, tanto dentro de la Iglesia católica como fuera de ella; se han desarrollado nuevas y esenciales visiones metodológicas, tanto en lo que concierne al trabajo rigurosamente histórico, como a la colaboración entre teología y método histórico en la interpretación de la Sagrada Escritura. Un paso decisivo lo dio la Constitución conciliar Dei Verbum, sobre la divina revelación. También aportan importantes perspectivas, maduradas en el ámbito de la afanosa investigación exegética, dos documentos de la Pontificia Comisión Bíblica: La interpretación de la Biblia en la Iglesia (Ciudad del Vaticano, 1993) y El pueblo judío y sus Sagradas Escrituras en la Biblia cristiana (ibíd., 2001). Me gustaría mencionar, al menos a grandes rasgos, las orientaciones metodológicas resultantes de estos documentos que me han guiado en la elaboración de este libro. Hay que decir, ante todo, que el método histórico —precisamente por la naturaleza intrínseca de la teología y de la fe— es y sigue siendo una dimensión del trabajo exegético a la que no se puede renunciar. En efecto, para la fe bíblica es fundamental referirse a hechos históricos reales. Ella no cuenta leyendas como símbolos de verdades que van más allá de la historia, sino que se basa en la historia ocurrida sobre la faz de esta tierra. El factum historicum no es para ella una clave simbólica que se puede sustituir, sino un fundamento constitutivo; et incarnatus est: con estas palabras profesamos la entrada efectiva de Dios en la historia real. Si dejamos de lado esta historia, la fe cristiana como tal queda eliminada y transformada en otra religión. Así pues, si la historia, lo fáctico, forma parte esencial de la fe cristiana en este sentido, ésta debe afrontar el método histórico. La fe misma lo exige. La Constitución conciliar sobre la divina revelación, antes mencionada, lo afirma claramente en el número 12, indicando también los elementos metodológicos concretos que se han de tener presentes en la interpretación de las Escrituras. Mucho más detallado es el documento de la Pontificia Comisión Bíblica sobre la interpretación de la Sagrada Escritura en la Iglesia, en el capítulo «Métodos y criterios para la interpretación». El método histórico-crítico —repetimos— sigue siendo indispensable a partir de la estructura de la fe cristiana. No obstante, hemos de añadir dos consideraciones: se trata de una de las dimensiones fundamentales de la exégesis, pero no agota el cometido de la interpretación para quien ve en los textos bíblicos la única Sagrada Escritura y la cree inspirada por Dios. Volveremos sobre ello con más detalle. Por ahora, como segunda consideración, es importante que se reconozcan los límites del método histórico-crítico mismo. Para quien se siente hoy interpelado por la Biblia, el primer límite consiste en que, por su naturaleza, debe dejar la palabra en el pasado. En cuanto método histórico, busca los diversos hechos desde el contexto del tiempo en que se formaron los textos. Intenta conocer y entender con la mayor exactitud posible el pasado —tal como era en sí mismo—para descubrir asilo que el autor quiso y pudo decir en ese momento, considerando el contexto de su pensamiento y los acontecimientos de entonces. En la medida en que el método histórico es fiel a sí mismo, no sólo debe estudiar la palabra como algo que pertenece al pasado, sino dejarla además en el pasado. Puede vislumbrar puntos de contacto con el presente, semejanzas con la actualidad; puede intentar encontrar aplicaciones para el 5


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presente, pero no puede hacerla actual, «de hoy», porque ello sobrepasaría lo que le es propio. Efectivamente, en la precisión de la explicación de lo que pasó reside tanto su fuerza como su limitación. Con esto se relaciona otro elemento. Como método histórico, presupone la uniformidad del contexto en el que se insertan los acontecimientos de la historia y, por tanto, debe tratar las palabras ante las que se encuentra como palabras humanas. Si reflexiona cuidadosamente puede entrever quizás el «valor añadido» que encierra la palabra; percibir, por así decirlo, una dimensión más alta e iniciar así el autotrascenderse del método, pero su objeto propio es la palabra humana en cuanto humana. Finalmente, considera cada uno de los libros de la Escritura en su momento histórico y luego los subdivide ulteriormente según sus fuentes, pero la unidad de todos estos escritos como «Biblia» no le resulta como un dato histórico inmediato. Naturalmente, puede observar las líneas de desarrollo, el crecimiento de las tradiciones y percibir de ese modo, más allá de cada uno de los libros, el proceso hacia una única «Escritura». Vero el método histórico deberá primero remontarse necesariamente al origen de los diversos textos y, en ese sentido, colocarlos antes en su pasado, para luego completar este camino hacia atrás con un movimiento hacia adelante, siguiendo la formación de las unidades textuales a través del tiempo. Por último, todo intento de conocer el pasado debe ser consciente de que no puede superar el nivel de hipótesis, ya que no podemos recuperar el pasado en el presente. Ciertamente, hay hipótesis con un alto grado de probabilidad, pero en general hemos de ser conscientes del límite de nuestras certezas. También la historia de la exégesis moderna pone precisamente de manifiesto dichos límites. Con todo esto se ha señalado, por un lado, la importancia del método histórico-crítico y, por otro, se han descrito también sus limitaciones. Junto a estos límites se ha visto —así lo espero— que el método, por su propia naturaleza, remite a algo que lo supera y lleva en sí una apertura intrínseca a métodos complementarios. En la palabra pasada se puede percibir la pregunta sobre su hoy; en la palabra humana resuena algo más grande; los diversos textos bíblicos remiten de algún modo al proceso vital de la única Escritura que se verifica en ellos. Precisamente a partir de esta última observación se ha desarrollado hace unos treinta años en América el proyecto de la «exégesis canónica», que se propone leer los diversos textos bíblicos en el conjunto de la única Escritura, haciéndolos ver así bajo una nueva luz. La Constitución sobre la divina revelación del Concilio Vaticano II había destacado claramente este aspecto como un principio fundamental de la exégesis teológica: quien quiera entender la Escritura en el espíritu en que ha sido escrita debe considerar el contenido y la unidad de toda ella. El Concilio añade que se han de tener muy en cuenta también la Tradición viva de toda la Iglesia y la analogía de la fe, las correlaciones internas de la fe (cf. Dei Verbum, 12). Detengámonos en primer lugar en la unidad de la Escritura. Es un dato teológico, pero que no se aplica simplemente desde fuera a un conjunto de escritos en sí mismos heterogéneos, ha exégesis moderna ha mostrado que las palabras transmitidas en la Biblia se convierten en Escritura a través de un proceso de relecturas cada vez nuevas: los textos antiguos se retoman en una situación nueva, leídos y entendidos de manera nueva. En la relectura, en la lectura progresiva, mediante correcciones, profundizaciones y ampliaciones tácitas, la formación de la Escritura se configura como un proceso de la palabra que abre poco a poco sus potencialidades interiores, que de algún modo estaban ya como semillas y que sólo se abren ante el desafío de situaciones nuevas, nuevas experiencias y nuevos sufrimientos. Quien observa este proceso —sin duda no lineal, a menudo dramático pero siempre en marcha— a partir de Jesucristo, puede reconocer que en su conjunto sigue una dirección, que el Antiguo y el Nuevo Testamento están íntimamente relacionados entre sí. Ciertamente, la hermenéutica cristológica, que ve en Cristo Jesús la clave de todo el conjunto y, a partir de Él, aprende a entender la Biblia como unidad, presupone una decisión de fe y no puede surgir del mero método histórico. Pero esta decisión de fe tiene su razón —una razón histórica— y permite ver la unidad interna de la Escritura y entender de un modo nuevo los diversos tramos de su camino sin quitarles su originalidad histórica. La «exégesis canónica» —la lectura de los diversos textos de la Biblia en el marco de su totalidad— es una dimensión esencial de la interpretación que no se opone al método histórico-crítico, sino que lo desarrolla de un modo orgánico y lo convierte en verdadera teología. 6


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Me gustaría destacar otros dos aspectos de la exégesis teológica, ha interpretación histórico-crítica del texto trata de averiguar el sentido original exacto de las palabras, tal como se las entendía en su lugar y en su momento. Esto es bueno e importante. Pero —prescindiendo de la certeza sólo relativa de tales reconstrucciones— se ha de tener presente que toda palabra humana de cierto peso encierra en sí un relieve mayor de lo que el autor, en su momento, podía ser consciente. Este valor añadido intrínseco de la palabra, que trasciende su instante histórico, resulta más válido todavía para las palabras que han madurado en el proceso de la historia de la fe. Con ellas, el autor no habla simplemente por sí mismo y para sí mismo. Habla a partir de una historia común en la que está inmerso y en la cual están ya silenciosamente presentes las posibilidades de su futuro, de su camino posterior. El proceso de seguir leyendo y desarrollando las palabras no habría sido posible si en las palabras mismas no hubieran estado ya presentes esas aperturas intrínsecas. En este punto podemos intuir también desde una perspectiva histórica, por así decirlo, lo que significa inspiración: el autor no habla como un sujeto privado, encerrado en sí mismo. Habla en una comunidad viva y por tanto en un movimiento histórico vivo que ni él ni la colectividad han construido, sino en el que actúa una fuerza directriz superior. Existen dimensiones de la palabra que la antigua doctrina de los cuatro sentidos de la Escritura ha explicado de manera apropiada en lo esencial. Los cuatro sentidos de la Escritura no son significados individuales independientes que se superponen, sino precisamente dimensiones de la palabra única, que va más allá del momento. Con esto se alude ya al segundo aspecto del que quisiera hablar. Los distintos libros de la Sagrada Escritura, como ésta en su conjunto, no son simple literatura. La Escritura ha surgido en y del sujeto vivo del pueblo de Dios en camino y vive en él. Se podría decir que los libros de la Escritura remiten a tres sujetos que interactúan entre sí. En primer lugar al autor o grupo de autores a los que debemos un libro de la Escritura. Vero estos autores no son escritores autónomos en el sentido moderno del término, sino que forman parte del sujeto común «pueblo de Dios»: hablan a partir de él y a él se dirigen, hasta el punto de que el pueblo es el verdadero y más profundo «autor» de las Escrituras. Y, aún más: este pueblo no es autosuficiente, sino que se sabe guiado y llamado por Dios mismo que, en el fondo, es quien habla a través de los hombres y su humanidad. La relación con el sujeto «pueblo de Dios» es vital para la Escritura. Por un lado, este libro —la Escritura— es la pauta que viene de Dios y la fuerza que indica el camino al pueblo, pero por otro, vive sólo en ese pueblo, el cual se trasciende a sí mismo en la Escritura, y así—en la profundidad definitiva en virtud de la Palabra hecha carne— se convierte precisamente en pueblo de Dios. El pueblo de Dios —la Iglesia— es el sujeto vivo de la Escritura; en él, las palabras de la Biblia son siempre una presencia. Naturalmente, esto exige que este pueblo reciba de Dios su propio ser, en último término, del Cristo hecho carne, y se deje ordenar, conducir y guiar por El. Creo que debía al lector estas indicaciones metodológicas porque determinan el camino seguido en mi interpretación de la figura de Jesús en el Nuevo Testamento (puede verse lo que he escrito a este respecto al introducir la bibliografía). Yara mi presentación de Jesús esto significa, sobre todo, que confío en los Evangelios. Naturalmente, doy por descontado todo lo que el Concilio y la exegesis moderna dicen sobre los géneros literarios, sobre la intencionalidad de las afirmaciones, el contexto comunitario de los Evangelios y su modo de hablar en este contexto vivo. Aun aceptando todo esto, en cuanto me era posible, he intentado presentar al Jesús de los Evangelios como el Jesús real, como el «Jesús histórico» en sentido propio y verdadero. Estoy convencido, y confío en que el lector también pueda verlo, de que esta figura resulta más lógica y, desde el punto de vista histórico, también más comprensible que las reconstrucciones que hemos conocido en las últimas décadas. Pienso que precisamente este Jesús —el de los Evangelios— es una figura históricamente sensata y convincente. Sólo si ocurrió algo realmente extraordinario, si la figura y las palabras de Jesús superaban radicalmente todas las esperanzas y expectativas de la época, se explica su crucifixión y su eficacia. Apenas veinte años después de la muerte de Jesús encontramos en el gran himno a Cristo de la Carta a los Filipenses (cf. 2, 6-11) una cristología de Jesús totalmente desarrollada, en la que se dice que Jesús era 7


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igual a Dios, pero que se despojó de su rango, se hizo hombre, se humilló hasta la muerte en la cruz, y que a El corresponde ser honrado por el cosmos, la adoración que Dios había anunciado en el profeta Isaías (cf. 45, 23) y que sólo El merece. La investigación crítica se plantea con razón la pregunta: ¿Qué ha ocurrido en esos veinte años desde la crucifixión de Jesús? ¿Cómo se llegó a esta cristología? En realidad, el hecho de que se formaran comunidades anónimas, cuyos representantes se intenta descubrir, no explica nada. ¿Cómo colectividades desconocidas pudieron ser tan creativas, convincentes y, así, imponerse? ¿No es más lógico, también desde el punto de vista histórico, pensar que su grandeza resida en su origen, y que la figura de Jesús haya hecho saltar en la práctica todas las categorías disponibles y sólo se la haya podido entender a partir del misterio de Dios? Naturalmente, creer que precisamente como hombre El era Dios, y que dio a conocer esto veladamente en las parábolas, pero cada vez de manera más inequívoca, es algo que supera las posibilidades del método histórico. Por el contrario, si a la luz de esta convicción de fe se leen los textos con el método histórico y con su apertura a lo que lo sobrepasa, éstos se abren de par en par para manifestar un camino y una figura dignos de fe. Así queda también clara la compleja búsqueda que hay en los escritos del Nuevo Testamento en torno a la figura de Jesús y, no obstante todas las diversidades, la profunda cohesión de estos escritos. Es obvio que con esta visión de la figura de Jesús voy más allá de lo que dice, por ejemplo, Schnackenburg, en representación de un amplio sector de la exégesis contemporánea. No obstante, confío en que el lector comprenda que este libro no está escrito en contra de la exégesis moderna, sino con sumo agradecimiento por lo mucho que nos ha aportado y nos aporta. Nos ha proporcionado una gran cantidad de material y conocimientos a través de los cuales la figura de Jesús se nos puede hacer presente con una vivacidad y profundidad que hace unas décadas no podíamos ni siquiera imaginar. Yo sólo he intentado, más allá de la interpretación meramente histórico-crítica, aplicar los nuevos criterios metodológicos, que nos permiten hacer una interpretación propiamente teológica de la biblia, que exigen la fe, sin por ello querer ni poder en modo alguno renunciar a la seriedad histórica. Sin duda, no necesito decir expresamente que este libro no es en modo alguno un acto magisterial, sino únicamente expresión de mi búsqueda personal «del rostro del Señor» (cf. Sal 27, 8). Por eso, cualquiera es libre de contradecirme. Pido sólo a los lectores y lectoras esa benevolencia inicial, sin la cual no hay comprensión posible. Como he dicho al comienzo de este prólogo, el camino interior que me ha llevado a este libro ha sido largo. Pude trabajar en él durante las vacaciones del verano de 2003. En agosto de 2004 tomaron su forma definitiva los capítulos 1-4. Tras mi elección para ocupar la sede episcopal de Roma, he aprovechado todos los momentos libres para avanzar en la obra. Dado que no sé hasta cuándo dispondré de tiempo y fuerzas, he decidido publicar esta primera parte con los diez primeros capítulos, que abarcan desde el bautismo en el Jordán hasta la confesión de Pedro y la transfiguración. Con la segunda parte espero poder ofrecer también el capítulo sobre los relatos de la infancia, que he aplazado por ahora porque me parecía urgente presentar sobre todo la figura y el mensaje de Jesús en su vida pública, con el fin de favorecer en el lector un crecimiento de su relación viva con ti. Roma, fiesta de San Jerónimo, 30 de septiembre de 2006. Joseph Ratzinger - Benedicto XVI.

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INTRODUCCIÓN: UNA PRIMERA MIRADA AL MISTERIO DE JESÚS En el Libro del Deuteronomio se encuentra una promesa muy diferente de la esperanza mesiánica de otros libros del Antiguo Testamento, pero que tiene una importancia decisiva para entender la figura de Jesús. No se promete un rey de Israel y del mundo, un nuevo David, sino un nuevo Moisés; pero a Moisés mismo se le considera un profeta. En contraste con el mundo de las religiones del entorno, la calificación de «profeta» entraña aquí algo peculiar y diverso que, como tal, sólo existe en Israel. Esta novedad y diferencia se deriva de la singularidad de la fe en Dios que le fue concedida al pueblo de Israel. En todos los tiempos, el hombre no se ha preguntado sólo por su proveniencia originaria; más que la oscuridad de su origen, al hombre le preocupa lo impenetrable del futuro hacia el que se encamina. Quiere rasgar el velo que lo cubre; quiere saber qué pasará, para poder evitar las desventuras e ir al encuentro de la salvación. También las religiones se preocupan no sólo de responder a la pregunta sobre el origen; todas ellas intentan desvelar de algún modo el futuro. Son importantes precisamente porque proponen un saber sobre lo venidero y pueden mostrar así al hombre el camino que debe tomar para no fracasar. Por ello, prácticamente todas las religiones han desarrollado formas de predecir el futuro. El Libro del Deuteronomio, en el texto al que aludimos, recuerda las diversas formas de «apertura» del futuro que se practicaban en el entorno de Israel: «Cuando entres en la tierra que va a darte el Señor tu Dios, no imites las abominaciones de esos pueblos. No haya entre los tuyos quien queme a sus hijos o hijas, ni vaticinadores, ni astrólogos, ni agoreros, ni hechiceros, ni encantadores, ni espiritistas, ni adivinos, ni nigromantes. Porque el que practica eso es abominable para el Señor.» (18, 9-12). Lo difícil que resultaba aceptar una tal renuncia, lo difícil que era soportarla, se observa en la historia del final de Saúl. Él mismo había intentado imponer esta prohibición y acabar con toda forma de magia, pero ante la inminente y peligrosa batalla contra los filisteos, le resultaba insoportable el silencio de Dios y cabalga hasta Endor para pedir a una nigromante que invocara al espíritu de Samuel para que le mostrara el futuro: si el Señor no habla, otro debe rasgar el velo del mañana... (cf. 1S 28). El capítulo 18 del Deuteronomio, que califica todas estas formas de apoderarse del futuro como «abominaciones» a los ojos de Dios, contrapone a estas artes adivinatorias el otro camino de Israel —el camino de la fe—, y lo hace en forma de una promesa: «El Señor, tu Dios, te suscitará un profeta como yo de entre tus hermanos. A él le escucharéis» (18, 15). En principio parece que esto es sólo el anuncio de la institución profética en Israel y que con ello se confía al profeta la interpretación del presente y el futuro. Pero la crítica a los falsos profetas que aparece reiteradamente con gran dureza en los libros proféticos señala el peligro de que asuman en la práctica el papel de adivinos, de que se comporten y se les pregunte como a ellos. De este modo, Israel volvería a caer exactamente en la situación que los profetas tenían el cometido de evitar. La conclusión del Libro del Deuteronomio vuelve otra vez sobre la promesa y le da un giro sorprendente que va mucho más allá de la institución profética y que otorga a la figura del profeta su verdadero sentido. Allí se dice: «Pero no surgió en Israel otro profeta como Moisés, con quien el Señor trataba cara a cara.» (34, 10). Sobre esta conclusión del quinto libro de Moisés se cierne una singular melancolía: la promesa de «un profeta como yo.» no se ha cumplido todavía. Y entonces se ve claro que con esas palabras no se hacía referencia sólo a la institución profética, que ya existía, sino a algo distinto y de mayor alcance: eran el anuncio de un nuevo Moisés. Se había comprobado que la llegada a Palestina no había coincidido con el ingreso en la salvación, que Israel todavía esperaba su verdadera liberación, que era necesario un éxodo más radical y que para ello se necesitaba un nuevo Moisés. Se dice también lo que caracterizaba a ese Moisés, lo peculiar y esencial de esa figura: él había tratado con el Señor «cara a cara»; había hablado con el Señor como el amigo con el amigo (cf. Ex 33, 11). Lo decisivo de la figura de Moisés no son todos los hechos prodigiosos que se cuentan de él, ni tampoco todo lo que ha hecho o las penalidades sufridas en el camino desde la «condición de esclavitud» en Egipto, a través del desierto, hasta las puertas de la tierra prometida. El punto decisivo es que ha 9


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hablado con Dios como con un amigo: sólo de ahí podían provenir sus obras, sólo de esto podía proceder la Ley que debía mostrar a Israel el camino a través de la historia. Y se ve finalmente muy claro que el profeta no es la variante israelita del adivino, como de hecho muchos lo consideraban hasta entonces y como se consideraron a sí mismos muchos presuntos profetas. Su significado es completamente diverso: no tiene el cometido de anunciar los acontecimientos de mañana o pasado mañana, poniéndose así al servicio de la curiosidad o de la necesidad de seguridad de los hombres. Nos muestra el rostro de Dios y, con ello, el camino que debemos tomar. El futuro de que se trata en sus indicaciones va mucho más allá de lo que se intenta conocer a través de los adivinos. Es la indicación del camino que lleva al auténtico «éxodo», que consiste en que en todos los avatares de la historia hay que buscar y encontrar el camino que lleva a Dios como la verdadera orientación. En este sentido, la profecía está en total correspondencia con la fe de Israel en un solo Dios, es su transformación en la vida concreta de una comunidad ante Dios y en camino hacia El. «No surgió en Israel otro profeta como Moisés...». Esta afirmación da un giro escatológico a la promesa de que «el Señor, tu Dios, te suscitará... un profeta como yo». Israel puede esperar en un nuevo Moisés, que todavía no ha aparecido, pero que surgirá en el momento oportuno. Y la verdadera característica de este «profeta» será que tratará a Dios cara a cara como un amigo habla con el amigo. Su rasgo distintivo es el acceso inmediato a Dios, de modo que puede transmitir la voluntad y la palabra de Dios de primera mano, sin falsearla. Y esto es lo que salva, lo que Israel y la humanidad están esperando. Pero en este punto debemos recordar otra historia digna de mención sobre la relación de Moisés con Dios que se relata en el Libro del Éxodo. Allí se nos narra la petición que Moisés hace a Dios: «Déjame ver tu gloria» (Ex 33, 18). La petición no es atendida: «Mi rostro no lo puedes ver» (33, 20). A Moisés se le pone en un lugar cercano a Dios, en la hendidura de una roca, sobre la que pasará Dios con su gloria. Mientras pasa Dios le cubre con su mano y sólo al final la retira: «Podrás ver mi espalda, pero mi rostro no lo verás» (33, 23). Este misterioso texto ha desempeñado un papel fundamental en la historia de la mística judía y cristiana; a partir de él se intentó establecer hasta qué punto puede llegar el contacto con Dios en esta vida y dónde se sitúan los límites de la visión mística. En la cuestión que nos ocupa queda claro que el acceso inmediato de Moisés a Dios, que le convierte en el gran mediador de la revelación, en el mediador de la Alianza, tiene sus límites. No puede ver el rostro de Dios, aunque se le permite entrar en la nube de su cercanía y hablar con Él como con un amigo. Así, la promesa de «un profeta como yo» lleva en sí una expectativa mayor todavía no explícita: al último profeta, al nuevo Moisés, se le otorgará el don que se niega al primero: ver real e inmediatamente el rostro de Dios y, por ello, poder hablar basándose en que lo ve plenamente y no sólo después de haberlo visto de espaldas. Este hecho se relaciona de por sí con la expectativa de que el nuevo Moisés será el mediador de una Alianza superior a la que Moisés podía traer del Sinaí (cf. Hb 9, 11-24). En este contexto hay que leer el final del Prólogo del Evangelio de Juan: «A Dios nadie lo ha visto jamás; el Hijo único, que está en el seno del Padre, es quien lo ha dado a conocer» (1,18). En Jesús se cumple la promesa del nuevo profeta. En Él se ha hecho plenamente realidad lo que en Moisés era sólo imperfecto: Él vive ante el rostro de Dios no sólo como amigo, sino como Hijo; vive en la más íntima unidad con el Padre. Sólo partiendo de esta afirmación se puede entender verdaderamente la figura de Jesús, tal como se nos muestra en el Nuevo Testamento; en ella se fundamenta todo lo que se nos dice sobre las palabras, las obras, los sufrimientos y la gloria de Jesús. Si se prescinde de este auténtico baricentro, no se percibe lo específico de la figura de Jesús, que se hace entonces contradictoria y, en última instancia, incomprensible. La pregunta que debe plantearse todo lector del Nuevo Testamento sobre la procedencia de la doctrina de Jesús, sobre la clave para explicar su comportamiento, sólo puede responderse a partir de este punto. La reacción de sus oyentes fue clara: esa doctrina no procede de ninguna escuela; es radicalmente diferente a lo que se puede aprender en las escuelas. No se trata de una explicación según el método interpretativo transmitido. Es diferente: es una explicación «con autoridad». Al reflexionar sobre las palabras de Jesús tendremos que volver sobre este diagnóstico de sus oyentes y profundizar más en su significado. 10


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La doctrina de Jesús no procede de enseñanzas humanas, sean del tipo que sean, sino del contacto inmediato con el Padre, del diálogo «cara a cara», de la visión de Aquel que descansa «en el seno del Padre». Es la palabra del Hijo. Sin este fundamento interior sería una temeridad. Así la consideraron los eruditos de los tiempos de Jesús, precisamente porque no quisieron aceptar este fundamento interior: el ver y conocer cara a cara. Para entender a Jesús resultan fundamentales las repetidas indicaciones de que se retiraba «al monte» y allí oraba noches enteras, «a solas» con el Padre. Estas breves anotaciones descorren un poco el velo del misterio, nos permiten asomarnos a la existencia filial de Jesús, entrever el origen último de sus acciones, de sus enseñanzas y de su sufrimiento. Este «orar» de Jesús es la conversación del Hijo con el Padre, en la que están implicadas la conciencia y la voluntad humanas, el alma humana de Jesús, de forma que la «oración» del hombre pueda llegar a ser una participación en la comunión del Hijo con el Padre. La famosa tesis de Adolf von Harnack, según la cual el anuncio de Jesús sería un anuncio del Padre, del que el Hijo no formaría parte —y por tanto la cristología no pertenecería al anuncio de Jesús—, es una tesis que se desmiente por sí sola. Jesús puede hablar del Padre como lo hace sólo porque es el Hijo y está en comunión filial con El. La dimensión cristológica, esto es, el misterio del Hijo como revelador del Padre, la «cristología», está presente en todas las palabras y obras de Jesús. Aquí resalta otro punto importante: hemos dicho que la comunión de Jesús con el Padre comprende el alma humana de Jesús en el acto de la oración. Quien ve a Jesús, ve al Padre (cf. Jn 14,9). De este modo, el discípulo que camina con Jesús se verá implicado con Él en la comunión con Dios. Y esto es lo que realmente salva: el trascender los límites del ser humano, algo para lo cual está ya predispuesto desde la creación, como esperanza y posibilidad, por su semejanza con Dios.

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1 EL BAUTISMO DE JESÚS La vida pública de Jesús comienza con su bautismo en el Jordán por Juan el Bautista. Mientras Mateo fecha este acontecimiento sólo con una fórmula convencional —«en aquellos días»—, Lucas lo enmarca intencionalmente en el gran contexto de la historia universal, permitiendo así una datación bien precisa. A decir verdad, Mateo ofrece también una especie de datación, al comenzar su Evangelio con el árbol genealógico de Jesús, formado por la estirpe de Abraham y la estirpe de David: presenta a Jesús como el heredero tanto de la promesa a Abraham como del compromiso de Dios con David, al cual había prometido un reinado eterno, no obstante todos los pecados de Israel y todos los castigos de Dios. Según esta genealogía, la historia se divide en tres periodos de catorce generaciones —catorce es el valor numérico del nombre de David—: de Abraham a David, de David al exilio babilónico y después otro nuevo periodo de catorce generaciones. Precisamente el hecho de que hayan transcurrido catorce generaciones indica que por fin ha llegado la hora del David definitivo, del renovado reinado davídico, entendido como instauración del reinado de Dios. Como corresponde al evangelista judeocristiano Mateo, se trata de un árbol genealógico judío en la perspectiva de la historia de la salvación, que piensa en la historia universal a lo sumo de forma indirecta, es decir, en la medida en que el reino del David definitivo, como reinado de Dios, interesa obviamente al mundo entero. Con ello, también la datación concreta resulta vaga, ya que el cálculo de las generaciones está modelado más por las tres fases de la promesa que por una estructura histórica, y no se propone establecer referencias temporales precisas. A este respecto, se ha de notar que Lucas no sitúa la genealogía de Jesús al comienzo del Evangelio, sino que la pone en relación con la narración del bautismo, que sería su final. Nos dice que Jesús tenía en ese momento unos treinta años de edad, es decir, que había alcanzado la edad que le autorizaba para una actividad pública. En su genealogía, Lucas —a diferencia de Mateo— retrocede desde Jesús hacia la historia pasada. No se da un relieve particular a Abraham y David; la genealogía retrocede hasta Adán, incluso hasta la creación, pues después del nombre de Adán Lucas añade: de Dios. De este modo se resalta la misión universal de Jesús: es el hijo de Adán, hijo del hombre. Por su ser hombre, todos le pertenecemos, y El a nosotros; en Él la humanidad tiene un nuevo inicio y llega también a su cumplimiento. Volvamos a la historia del Bautista. En los relatos de la infancia, Lucas ya había dado dos datos temporales importantes. Sobre el comienzo de la vida del Bautista nos dice que habría que datarlo «en tiempos de Herodes, rey de Judea» (1, 5). Mientras que el dato temporal sobre el Bautista queda así dentro de la historia judía, el relato de la infancia de Jesús comienza con las palabras: «Por entonces salió un decreto del emperador Augusto.» (2,1). Aparece como trasfondo, pues, la gran historia universal representada por el imperio romano. Este hilo conductor lo retoma Lucas en la introducción a la historia del Bautista, en el comienzo de la vida pública de Jesús. Nos dice en tono solemne y con precisión: «El año quince del reinado del emperador Tiberio, siendo Poncio Pilato gobernador de Judea, Herodes virrey de Galilea, su hermano Felipe virrey de Iturea y Traconítide, y Lisanio virrey de Abilene, bajo el sumo sacerdocio de Anas y Caifas...»(3, ls). Con la mención del emperador romano se indica de nuevo la colocación temporal de Jesús en la historia universal: no hay que ver la aparición pública de Jesús como un mítico antes o después, que puede significar al mismo tiempo siempre y nunca; es un acontecimiento histórico que se puede datar con toda la seriedad de la historia humana ocurrida realmente; con su unicidad, cuya contemporaneidad con todos los tiempos es diferente a la intemporalidad del mito. No se trata sin embargo sólo de la datación: el emperador y Jesús representan dos órdenes diferentes de la realidad, que no tienen por qué excluirse mutuamente, pero cuya confrontación comporta la amenaza de un conflicto que afecta a las cuestiones fundamentales de la humanidad y de la existencia humana. «Lo que es del César, pagádselo al César, y lo que es de Dios, a Dios» (Mc 12,17), dirá más tarde Jesús, expresando así la compatibilidad esencial de ambas esferas. Pero si el imperio se considera a sí mismo divino, como se da a entender cuando Augusto se presenta a sí mismo como portador de la paz 12


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mundial y salvador de la humanidad, entonces el cristiano debe «obedecer antes a Dios que a los hombres» (Hch 5, 29); en ese caso, los cristianos se convierten en «mártires», en testigos del Cristo que ha muerto bajo el reinado de Poncio Pilato en la cruz como «el testigo fiel» (Ap 1,5). Con la mención del nombre de Poncio Pilato se proyecta ya desde el inicio de la actividad de Jesús la sombra de la cruz. La cruz se anuncia también en los nombres de Herodes, Anas y Caifas. Pero, al poner al emperador y a los príncipes entre los que se dividía la Tierra Santa unos junto a otros, se manifiesta algo más. Todos estos principados dependen de la Roma pagana. El reino de David se ha derrumbado, su «casa» ha caído (cf. Am 9, lis); el descendiente, que según la Ley es el padre de Jesús, es un artesano de la provincia de Galilea, poblada predominantemente por paganos. Una vez más, Israel vive en la oscuridad de Dios, las promesas hechas a Abraham y David parecen sumidas en el silencio de Dios. Una vez más puede oírse el lamento: ya no tenemos un profeta, parece que Dios ha abandonado a su pueblo. Pero precisamente por eso el país bullía de inquietudes. Movimientos, esperanzas y expectativas contrastantes determinaban el clima religioso y político. En torno al tiempo del nacimiento de Jesús, Judas el Galileo había incitado a un levantamiento que fue sangrientamente sofocado por los romanos. Su partido, los zelotes, seguía existiendo, dispuesto a utilizar el terror y la violencia para restablecer la libertad de Israel; es posible que uno o dos de los doce Apóstoles de Jesús —Simón el Zelote y quizás también Judas Iscariote— procedieran de aquella corriente. Los fariseos, a los que encontramos reiteradamente en los Evangelios, intentaban vivir siguiendo con suma precisión las prescripciones de la Torá y evitar la adaptación a la cultura helenísticoromana uniformadora, que se estaba imponiendo por sí misma en los territorios del imperio romano y amenazaba con someter a Israel al estilo de vida de los pueblos paganos del resto del mundo. Los saduceos, que en su mayoría pertenecían a la aristocracia y a la clase sacerdotal, intentaban vivir un judaísmo ilustrado, acorde con el estándar intelectual de la época, y llegar así a un compromiso también con el poder romano. Desaparecieron tras la destrucción de Jerusalén (70 d.C), mientras que el estilo de vida de los fariseos encontró una forma duradera en el judaísmo plasmado por la Misná y el Talmud. Si observamos en los Evangelios las enconadas divergencias entre Jesús y los fariseos y cómo su muerte en la cruz era diametralmente lo opuesto al programa de los zelotes, no debemos olvidar sin embargo que muchas personas de diversas corrientes encontraron el camino de Cristo y que en la comunidad cristiana primitiva había también bastantes sacerdotes y antiguos fariseos. En los años sucesivos a la Segunda Guerra Mundial, un hallazgo casual dio pie a unas excavaciones en Qumrán que ha sacado a la luz textos relacionados por algunos expertos con un movimiento más amplio, el de los esenios, conocido hasta entonces sólo por fuentes literarias. Era un grupo que se había alejado del templo herodiano y de su culto, fundando en el desierto de Judea comunidades monásticas, pero estableciendo también una convivencia de familias basada en la religión, y que había logrado un rico patrimonio de escritos y de rituales propios, particularmente con abluciones litúrgicas y rezos en común. La seria piedad reflejada en estos escritos nos conmueve: parece que Juan el Bautista, y quizás también Jesús y su familia, fueran cercanos a este ambiente. En cualquier caso, en los escritos de Qumrán hay numerosos puntos de contacto con el mensaje cristiano. No es de excluir que Juan el Bautista hubiera vivido algún tiempo en esta comunidad y recibido de ella parte de su formación religiosa. Con todo, la aparición del Bautista llevaba consigo algo totalmente nuevo. El bautismo al que invita se distingue de las acostumbradas abluciones religiosas. No es repetible y debe ser la consumación concreta de un cambio que determina de modo nuevo y para siempre toda la vida. Está vinculado a un llamamiento ardiente a una nueva forma de pensar y actuar, está vinculado sobre todo al anuncio del juicio de Dios y al anuncio de alguien más Grande que ha de venir después de Juan. El cuarto Evangelio nos dice que el Bautista «no conocía» a ese más Grande a quien quería preparar el camino (cf. Jn 1, 3033). Pero sabe que ha sido enviado para preparar el camino a ese misterioso Otro, sabe que toda su misión está orientada a Él. En los cuatro Evangelios se describe esa misión con un pasaje de Isaías: «Una voz clama en el desierto: " ¡Preparad el camino al Señor! ¡Allanadle los caminos!"» (Is 40, 3). Marcos añade una frase 13


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compuesta de Malaquías 3, 1 y Éxodo 23, 20 que, en otro contexto, encontramos también en Mateo (11, 10) y en Lucas (1, 76; 7, 27): «Yo envío a mi mensajero delante de ti para que te prepare el camino» (Mc 1,2). Todos estos textos del Antiguo Testamento hablan de la intervención salvadora de Dios, que sale de lo inescrutable para juzgar y salvar; a Él hay que abrirle la puerta, prepararle el camino. Con la predicación del Bautista se hicieron realidad todas estas antiguas palabras de esperanza: se anunciaba algo realmente grande. Podemos imaginar la extraordinaria impresión que tuvo que causar la figura y el mensaje del Bautista en la efervescente atmósfera de aquel momento de la historia de Jerusalén. Por fin había de nuevo un profeta cuya vida también le acreditaba como tal. Por fin se anunciaba de nuevo la acción de Dios en la historia. Juan bautiza con agua, pero el más Grande, Aquel que bautizará con el Espíritu Santo y con el fuego, está al llegar. Por eso, no hay que ver las palabras de san Marcos como una exageración: «Acudía la gente de Judea y de Jerusalén, confesaban sus pecados y él los bautizaba en el Jordán» (1,5). El bautismo de Juan incluye la confesión: el reconocimiento de los pecados. El judaísmo de aquellos tiempos conocía confesiones genéricas y formales, pero también el reconocimiento personal de los pecados, en el que se debían enumerar las diversas acciones pecaminosas (Gnilka I, p. 68). Se trata realmente de superar la existencia pecaminosa llevada hasta entonces, de empezar una vida nueva, diferente. Esto se simboliza en las diversas fases del bautismo. Por un lado, en la inmersión se simboliza la muerte y hace pensar en el diluvio que destruye y aniquila. En el pensamiento antiguo el océano se veía como la amenaza continua del cosmos, de la tierra; las aguas primordiales que podían sumergir toda vida. En la inmersión, también el río podía representar este simbolismo. Pero, al ser agua que fluye, es sobre todo símbolo de vida: los grandes ríos —Nilo, Eufrates, Tigris— son los grandes dispensadores de vida. También el Jordán es fuente de vida para su tierra, hasta hoy. Se trata de una purificación, de una liberación de la suciedad del pasado que pesa sobre la vida y la adultera, y de un nuevo comienzo, es decir, de muerte y resurrección, de reiniciar la vida desde el principio y de un modo nuevo. Se podría decir que se trata de un renacer. Todo esto se desarrollará expresamente sólo en la teología bautismal cristiana, pero está ya incoado en la inmersión en el Jordán y en el salir después de las aguas. Toda Judea y Jerusalén acudía para bautizarse, como acabamos de escuchar. Pero ahora hay algo nuevo: «Por entonces llegó Jesús desde Nazaret de Galilea a que Juan lo bautizara en el Jordán» (Mc 1, 9). Hasta entonces, no se había hablado de peregrinos venidos de Galilea; todo parecía restringirse al territorio judío. Pero lo realmente nuevo no es que Jesús venga de otra zona geográfica, de lejos, por así decirlo. Lo realmente nuevo es que Él —Jesús— quiere ser bautizado, que se mezcla entre la multitud gris de los pecadores que esperan a orillas del Jordán. El bautismo comportaba la confesión de las culpas (ya lo hemos oído). Era realmente un reconocimiento de los pecados y el propósito de poner fin a una vida anterior malgastada para recibir una nueva. ¿Podía hacerlo Jesús? ¿Cómo podía reconocer sus pecados? ¿Cómo podía desprenderse de su vida anterior para entrar en otra vida nueva? Los cristianos tuvieron que plantearse estas cuestiones. La discusión entre el Bautista y Jesús, de la que nos habla Mateo, expresa también la pregunta que él hace a Jesús: «Soy yo el que necesito que me bautices, ¿y tú acudes a mí?» (3, 14). Mateo nos cuenta además: «Jesús le contestó: "Déjalo ahora. Está bien que cumplamos así toda justicia. Entonces Juan lo permitió» (3, 15). No es fácil llegar a descifrar el sentido de esta enigmática respuesta. En cualquier caso, la palabra árti —por ahora— encierra una cierta reserva: en una determinada situación provisional vale una determinada forma de actuación. Para interpretar la respuesta de Jesús, resulta decisivo el sentido que se dé a la palabra «justicia»: debe cumplirse toda «justicia». En el mundo en que vive Jesús, «justicia» es la respuesta del hombre a la Torá, la aceptación plena de la voluntad de Dios, la aceptación del «yugo del Reino de Dios», según la formulación judía. El bautismo de Juan no está previsto en la Torá, pero Jesús, con su respuesta, lo reconoce como expresión de un sí incondicional a la voluntad de Dios, como obediente aceptación de su yugo. Puesto que este bautismo comporta un reconocimiento de la culpa y una petición de perdón para poder empezar de nuevo, este sí a la plena voluntad de Dios encierra también, en un mundo marcado por el pecado, una expresión de solidaridad con los hombres, que se han hecho culpables, pero que tienden a la justicia. Sólo a partir de la cruz y la resurrección se clarifica todo el significado de este acontecimiento. 14


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Al entrar en el agua, los bautizandos reconocen sus pecados y tratan de liberarse del peso de sus culpas. ¿Qué hizo Jesús? Lucas, que en todo su Evangelio presta una viva atención a la oración de Jesús, y lo presenta constantemente como Aquel que ora —en diálogo con el Padre—, nos dice que Jesús recibió el bautismo mientras oraba (cf. 3, 21). A partir de la cruz y la resurrección se hizo claro para los cristianos lo que había ocurrido: Jesús había cargado con la culpa de toda la humanidad; entró con ella en el Jordán. Inicia su vida pública tomando el puesto de los pecadores. La inicia con la anticipación de la cruz. Es, por así decirlo, el verdadero Jonás que dijo a los marineros: «Tomadme y lanzadme al mar» (cf. Jon 1, 12). El significado pleno del bautismo de Jesús, que comporta cumplir «toda justicia», se manifiesta sólo en la cruz: el bautismo es la aceptación de la muerte por los pecados de la humanidad, y la voz del cielo — «Este es mi Hijo amado» (Mc 3,17)— es una referencia anticipada a la resurrección. Así se entiende también por qué en las palabras de Jesús el término bautismo designa su muerte (cf. Mc 10, 38; Lc 12, 50). Sólo a partir de aquí se puede entender el bautismo cristiano. La anticipación de la muerte en la cruz que tiene lugar en el bautismo de Jesús, y la anticipación de la resurrección, anunciada en la voz del cielo, se han hecho ahora realidad. Así, el bautismo con agua de Juan recibe su pleno significado del bautismo de vida y de muerte de Jesús. Aceptar la invitación al bautismo significa ahora trasladarse al lugar del bautismo de Jesús y, así, recibir en su identificación con nosotros nuestra identificación con Él. El punto de su anticipación de la muerte es ahora para nosotros el punto de nuestra anticipación de la resurrección con Él. En su teología del bautismo (cf. Rm 6), Pablo ha desarrollado esta conexión interna sin hablar expresamente del bautismo de Jesús en el Jordán. Mediante su liturgia y teología del icono, la Iglesia oriental ha desarrollado y profundizado esta forma de entender el bautismo de Jesús. Ve una profunda relación entre el contenido de la fiesta de la Epifanía (proclamación de la filiación divina por la voz del cielo; en Oriente, la Epifanía es el día del bautismo) y la Pascua. En las palabras de Jesús a Juan: «Está bien que cumplamos así toda justicia» (Mt 3, 15), ve una anticipación de las palabras pronunciadas en Getsemaní: «Padre. .. no se haga mi voluntad, sino la tuya» (Mt 26,39); los cantos litúrgicos del 3 de enero corresponden a los del Miércoles Santo, los del 4 de enero a los del Jueves Santo, los del 5 de enero a los del Viernes Santo y el Sábado Santo. La iconografía recoge estos paralelismos. El icono del bautismo de Jesús muestra el agua como un sepulcro líquido que tiene la forma de una cueva oscura, que a su vez es la representación iconográfica del Hades, el inframundo, el infierno. El descenso de Jesús a este sepulcro líquido, a este infierno que le envuelve por completo, es la representación del descenso al infierno: «Sumergido en el agua, ha vencido al poderoso» (cf. Lc 11, 22), dice Cirilo de Jerusalén. Juan Crisóstomo escribe: «La entrada y la salida del agua son representación del descenso al infierno y de la resurrección». Los troparios de la liturgia bizantina añaden otro aspecto simbólico más: «El Jordán se retiró ante el manto de Elíseo, las aguas se dividieron y se abrió un camino seco como imagen auténtica del bautismo, por el que avanzamos por el camino de la vida» (Evdokimov, p. 246). El bautismo de Jesús se entiende así como compendio de toda la historia, en el que se retoma el pasado y se anticipa el futuro: el ingreso en los pecados de los demás es el descenso al «infierno», no sólo como espectador, como ocurre en Dante, sino con-padeciendo y, con un sufrimiento transformador, convirtiendo los infiernos, abriendo y derribando las puertas del abismo. Es el descenso a la casa del mal, la lucha con el poderoso que tiene prisionero al hombre (y ¡ cómo es cierto que todos somos prisioneros de los poderes sin nombre que nos manipulan!). Este poderoso, invencible con las meras fuerzas de la historia universal, es vencido y subyugado por el más poderoso que, siendo de la misma naturaleza de Dios, puede asumir toda la culpa del mundo sufriéndola hasta el fondo, sin dejar nada al descender en la identidad de quienes han caído. Esta lucha es la «vuelta» del ser, que produce una nueva calidad del ser, prepara un nuevo cielo y una nueva tierra. El sacramento —el Bautismo— aparece así como una participación en la lucha transformadora del mundo emprendida por Jesús en el cambio de vida que se ha producido en su descenso y ascenso. Con esta interpretación y asimilación eclesial del bautismo de Jesús, ¿nos hemos alejado demasiado de la Biblia? Conviene escuchar en este contexto el cuarto Evangelio, según el cual Juan el Bautista, al ver a Jesús, pronunció estas palabras: «Éste es el Cordero de Dios, que quita el pecado del mundo» (1, 15


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29). Mucho se ha hablado sobre estas palabras, que en la liturgia romana se pronuncian antes de comulgar. ¿Qué significa «cordero de Dios»? ¿Cómo es que se denomina a Jesús «cordero» y cómo quita este «cordero» los pecados del mundo, los vence hasta dejarlos sin sustancia ni realidad? Joachim Jeremías ha aportado elementos decisivos para entender correctamente esta palabra y poder considerarla —también desde el punto de vista histórico— como verdadera palabra del Bautista. En primer lugar, se puede reconocer en ella dos alusiones veterotestamentarias. El canto del siervo de Dios en Isaías 53,7 compara al siervo que sufre con un cordero al que se lleva al matadero: «Como oveja ante el esquilador, enmudecía y no abría la boca». Más importante aún es que Jesús fue crucificado durante una fiesta de Pascua y debía aparecer por tanto como el verdadero cordero pascual, en el que se cumplía lo que había significado el cordero pascual en la salida de Egipto: liberación de la tiranía mortal de Egipto y vía libre para el éxodo, el camino hacia la libertad de la promesa. A partir de la Pascua, el simbolismo del cordero ha sido fundamental para entender a Cristo. Lo encontramos en Pablo (cf. 1 Co 5, 7), en Juan (cf. 19, 36), en la Primera Carta de Pedro (cf. 1,19) y en el Apocalipsis (cf. por ejemplo, 5,6). Jeremías llama también la atención sobre el hecho de que la palabra hebrea talja significa tanto «cordero» como «mozo», «siervo» (ThWNT I 343). Así, las palabras del Bautista pueden haber hecho referencia ante todo al siervo de Dios que, con sus penitencias vicarias, «carga» con los pecados del mundo; pero en ellas también se le podría reconocer como el verdadero cordero pascual, que con su expiación borra los pecados del mundo. «Paciente como un cordero ofrecido en sacrificio, el Salvador se ha encaminado hacia la muerte por nosotros en la cruz; con la fuerza expiatoria de su muerte inocente ha borrado la culpa de toda la humanidad» (ThWNT 1343s). Si en las penurias de la opresión egipcia la sangre del cordero pascual había sido decisiva para la liberación de Israel, Él, el Hijo que se ha hecho siervo —el pastor que se ha convertido en cordero— se ha hecho garantía ya no sólo para Israel, sino para la liberación del «mundo», para toda la humanidad. Con ello se introduce el gran tema de la universalidad de la misión de Jesús. Israel no existe sólo para sí mismo: su elección es el camino por el que Dios quiere llegar a todos. Encontraremos repetidamente el tema de la universalidad como verdadero centro de la misión de Jesús. Aparece ya al comienzo del camino de Jesús, en el cuarto Evangelio, con la frase del cordero de Dios que quita el pecado del mundo. La expresión «cordero de Dios» interpreta, si podemos decirlo así, la teología de la cruz que hay en el bautismo de Jesús, de su descenso a las profundidades de la muerte. Los cuatro Evangelios indican, aunque de formas diversas, que al salir Jesús de las aguas el cielo se «rasgó» (Mc), se «abrió» (Mt y Lc), que el espíritu bajó sobre Él «como una paloma» y que se oyó una voz del cielo que, según Marcos y Lucas, se dirige a Jesús: «Tú eres...», y según Mateo, dijo de él: «Éste es mi hijo, el amado, mi predilecto» (3, 17). La imagen de la paloma puede recordar al Espíritu que aleteaba sobre las aguas del que habla el relato de la creación (cf. Gn 1, 2); mediante la partícula «como» (como una paloma) ésta funciona como «imagen de lo que en sustancia no se puede describir.» (Gnilka, I, p. 78). Por lo que se refiere a la «voz», la volveremos a encontrar con ocasión de la transfiguración de Jesús, cuando se añade sin embargo el imperativo: «Escuchadle». En su momento trataré sobre el significado de estas palabras con más detalle. Aquí deseo sólo subrayar brevemente tres aspectos. En primer lugar, la imagen del cielo que se abre: sobre Jesús el cielo está abierto. Su comunión con la voluntad del Padre, la «toda justicia» que cumple, abre el cielo, que por su propia esencia es precisamente allí donde se cumple la voluntad de Dios. A ello se añade la proclamación por parte de Dios, el Padre, de la misión de Cristo, pero que no supone un hacer, sino su ser: Él es el Hijo predilecto, sobre el cual descansa el beneplácito de Dios. Finalmente, quisiera señalar que aquí encontramos, junto con el Hijo, también al Padre y al Espíritu Santo: se preanuncia el misterio del Dios trino, que naturalmente sólo se puede manifestar en profundidad en el transcurso del camino completo de Jesús. En este sentido, se perfila un arco que enlaza este comienzo del camino de Jesús con las palabras con las que el Resucitado enviará a sus discípulos a recorrer el «mundo»: «Id y haced discípulos de todos los pueblos, bautizándolos en el nombre del Padre, y del Hijo, y del Espíritu Santo» (Mt 28, 19). El bautismo que desde entonces administran los discípulos de Jesús es 16


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el ingreso en el bautismo de Jesús, el ingreso en la realidad que El ha anticipado con su bautismo. Así se llega a ser cristiano. Una amplia corriente de la teología liberal ha interpretado el bautismo de Jesús como una experiencia vocacional: Jesús, que hasta entonces había llevado una vida del todo normal en la provincia de Galilea, habría tenido una experiencia estremecedora; en ella habría tomado conciencia de una relación especial con Dios y de su misión religiosa, conciencia madurada sobre la base de las expectativas entonces reinantes en Israel, a las que Juan había dado una nueva forma, y a causa también de la conmoción personal provocada en El por el acontecimiento del bautismo. Pero nada de esto se encuentra en los textos. Por mucha erudición con que se quiera presentar esta tesis, corresponde más al género de las novelas sobre Jesús que a la verdadera interpretación de los textos. Éstos no nos permiten mirar la intimidad de Jesús. Él está por encima de nuestras psicologías (Romano Guardini). Pero nos dejan apreciar en qué relación está Jesús con «Moisés y los Profetas»; nos dejan conocer la íntima unidad de su camino desde el primer momento de su vida hasta la cruz y la resurrección. Jesús no aparece como un hombre genial con sus emociones, sus fracasos y sus éxitos, con lo que, como personaje de una época pasada, quedaría a una distancia insalvable de nosotros. Se presenta ante nosotros más bien como «el Hijo predilecto», que si por un lado es totalmente Otro, precisamente por ello puede ser contemporáneo de todos nosotros, «más interior en cada uno de nosotros que lo más íntimo nuestro» (cf. San Agustín, Confesiones, III, 6,11).

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2 LAS TENTACIONES DE JESÚS El descenso del Espíritu sobre Jesús con que termina la escena del bautismo significa algo así como la investidura formal de su misión. Por ese motivo, los Padres no están desencaminados cuando ven en este hecho una analogía con la unción de los reyes y sacerdotes de Israel al ocupar su cargo. La palabra «Cristo-Mesías» significa «el Ungido»: en la Antigua Alianza, la unción era el signo visible de la concesión de los dones requeridos para su tarea, del Espíritu de Dios para su misión. Por ello, en Isaías 11,2 se desarrolla la esperanza de un verdadero «Ungido», cuya «unción» consiste precisamente en que el Espíritu del Señor desciende sobre él, «espíritu de ciencia y discernimiento, espíritu de consejo y valor, espíritu de piedad y temor del Señor». Según el relato de san Lucas, Jesús se presentó a sí mismo y su misión en la Sinagoga de Nazaret con una frase similar de Isaías: «El Espíritu del Señor está sobre mí, porque él me ha ungido» (Lc 4,18; cf. Is 61,1). La conclusión de la escena del bautismo nos dice que Jesús ha recibido esta «unción» verdadera, que El es el Ungido esperado, que en aquella hora se le concedió formalmente la dignidad como rey y como sacerdote para la historia y ante Israel. Desde aquel momento, Jesús queda investido de esa misión. Los tres Evangelios sinópticos nos cuentan, para sorpresa nuestra, que la primera disposición del Espíritu lo lleva al desierto «para ser tentado por el diablo» (Mt 4, 1). La acción está precedida por el recogimiento, y este recogimiento es necesariamente también una lucha interior por la misión, una lucha contra sus desviaciones, que se presentan con la apariencia de ser su verdadero cumplimiento. Es un descenso a los peligros que amenazan al hombre, porque sólo así se puede levantar al hombre que ha caído. Jesús tiene que entrar en el drama de la existencia humana —esto forma parte del núcleo de su misión—, recorrerla hasta el fondo, para encontrar así a «la oveja descarriada», cargarla sobre sus hombros y devolverla al redil. El descenso de Jesús «a los infiernos» del que habla el Credo (el Símbolo de los Apóstoles) no sólo se realiza en su muerte y tras su muerte, sino que siempre forma parte de su camino: debe recoger toda la historia desde sus comienzos —desde «Adán»—, recorrerla y sufrirla hasta el fondo, para poder transformarla. La Carta a los Hebreos, sobre todo, destaca con insistencia que la misión de Jesús, su solidaridad con todos nosotros prefigurada en el bautismo, implica también exponerse a los peligros y amenazas que comporta el ser hombre: «Por eso tenía que parecerse en todo a sus hermanos, para ser compasivo y pontífice fiel en lo que a Dios se refiere, y expiar así los pecados del pueblo. Como él había pasado por la prueba del dolor, puede auxiliar a los que ahora pasan por ella» (2,17s). «No tenemos un sumo sacerdote incapaz de compadecerse de nuestras debilidades, sino que ha sido probado en todo exactamente como nosotros, menos en el pecado» (4, 15). Así pues, el relato de las tentaciones guarda una estrecha relación con el relato del bautismo, en el que Jesús se hace solidario con los pecadores. Junto a eso, aparece la lucha del monte de los Olivos, otra gran lucha interior de Jesús por su misión. Pero las «tentaciones» acompañan todo el camino de Jesús, y el relato de las mismas aparece así —igual que el bautismo— como una anticipación en la que se condensa la lucha de todo su recorrido. En su breve relato de las tentaciones, Marcos (cf. 1,13) pone de relieve un paralelismo con Adán, con la aceptación sufrida del drama humano como tal: Jesús «vivía entre fieras salvajes, y los ángeles le servían». El desierto —imagen opuesta al Edén— se convierte en lugar de la reconciliación y de la salvación; las fieras salvajes, que representan la imagen más concreta de la amenaza que comporta para los hombres la rebelión de la creación y el poder de la muerte, se convierten en amigas como en el Paraíso. Se restablece la paz que Isaías anuncia para los tiempos del Mesías: «Habitará el lobo con el cordero, la pantera se tumbará con el cabrito.» (11, 6). Donde el pecado es vencido, donde se restablece la armonía del hombre con Dios, se produce la reconciliación de la creación; la creación desgarrada vuelve a ser un lugar de paz, como dirá Pablo, que habla de los gemidos de la creación que, «expectante, está aguardando la plena manifestación de los hijos de Dios» (Km 8, 19). Los oasis de la creación que surgen, por ejemplo, en torno a los monasterios benedictinos de Occidente, ¿no son acaso una anticipación de esta reconciliación de la creación que viene de los hijos de Dios?; mientras que por el contrario, Chernóbil, por poner un caso, ¿no es una expresión estremecedora de la creación sumida en la oscuridad de Dios? Marcos concluye su breve relato de las tentaciones con 18


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una frase que se puede interpretar como una alusión al Salmo 91, lis: «y los ángeles le servían». La frase se encuentra también al final del relato más extenso de las tentaciones que hace Mateo, y sólo allí resulta completamente comprensible, gracias a que se engloba en un contexto más amplio. Mateo y Lucas hablan de tres tentaciones de Jesús en las que se refleja su lucha interior por cumplir su misión, pero al mismo tiempo surge la pregunta sobre qué es lo que cuenta verdaderamente en la vida humana. Aquí aparece claro el núcleo de toda tentación: apartar a Dios que, ante todo lo que parece más urgente en nuestra vida, pasa a ser algo secundario, o incluso superfluo y molesto. Poner orden en nuestro mundo por nosotros solos, sin Dios, contando únicamente con nuestras propias capacidades, reconocer como verdaderas sólo las realidades políticas y materiales, y dejar a Dios de lado como algo ilusorio, ésta es la tentación que nos amenaza de muchas maneras. Es propio de la tentación adoptar una apariencia moral: no nos invita directamente a hacer el mal, eso sería muy burdo. Finge mostrarnos lo mejor: abandonar por fin lo ilusorio y emplear eficazmente nuestras fuerzas en mejorar el mundo. Además, se presenta con la pretensión del verdadero realismo. Lo real es lo que se constata: poder y pan. Ante ello, las cosas de Dios aparecen irreales, un mundo secundario que realmente no se necesita. La cuestión es Dios: ¿es verdad o no que El es el real, la realidad misma? ¿Es El mismo el Bueno, o debemos inventar nosotros mismos lo que es bueno? La cuestión de Dios es el interrogante fundamental que nos pone ante la encrucijada de la existencia humana. ¿Qué debe hacer el Salvador del mundo o qué no debe hacer?: ésta es la cuestión de fondo en las tentaciones de Jesús. Las tres tentaciones son idénticas en Mateo y Lucas, sólo varía el orden. Sigamos el orden que nos ofrece Mateo por la coherencia en el grado ascendente con que está construida. Jesús, «después de ayunar cuarenta días con sus cuarenta noches, al final sintió hambre» (Mt 4,2). En tiempos de Jesús, el número 40 era ya rico de simbolismos en Israel. En primer lugar, nos recuerda los cuarenta años que el pueblo de Israel pasó en el desierto, que fueron tanto los años de su tentación como los años de una especial cercanía de Dios. También nos hace pensar en los cuarenta días que Moisés pasó en el monte Sinaí, antes de que pudiera recibir la palabra de Dios, las Tablas sagradas de la Alianza. Se puede recordar, además, el relato rabínico según el cual Abraham, en el camino hacia el monte Horeb, donde debía sacrificar a su hijo, no comió ni bebió durante cuarenta días y cuarenta noches, alimentándose de la mirada y las palabras del ángel que le acompañaba. Los Padres, jugando un poco a ensanchar la simbología numérica, han visto también en el 40 el número cósmico, el número de este mundo en absoluto: los cuatro confines de la tierra engloban el todo, y diez es el número de los mandamientos. El número cósmico multiplicado por el número de los mandamientos se convierte en una expresión simbólica de la historia de este mundo. Jesús recorre de nuevo, por así decirlo, el éxodo de Israel, y así, también los errores y desórdenes de toda la historia. Los cuarenta días de ayuno abrazan el drama de la historia que Jesús asume en sí y lleva consigo hasta el fondo. «Si eres Hijo de Dios, di que estas piedras se conviertan en panes» (Mt 4, 3). Así dice la primera tentación: «Si eres Hijo de Dios...»; volveremos a escuchar estas palabras a los que se burlaban de Jesús al pie de la cruz: «Si eres Hijo de Dios, baja de la cruz» (Mt 27, 40). El Libro de la Sabiduría había previsto ya esta situación: «Si es justo, Hijo de Dios, lo auxiliará.» (2, 18). Aquí se superponen la burla y la tentación: para ser creíble, Cristo debe dar una prueba de lo que dice ser. Esta petición de pruebas acompaña a Jesús durante toda su vida, a lo largo de la cual se le echa en cara repetidas veces que no dé pruebas suficientes de sí; que no haga el gran milagro que, acabando con toda ambigüedad u oposición, deje indiscutiblemente claro para cualquiera qué es o no es. Y esta petición se la dirigimos también nosotros a Dios, a Cristo y a su Iglesia a lo largo de la historia: si existes, Dios, tienes que mostrarte. Debes despejar las nubes que te ocultan y darnos la claridad que nos corresponde. Si tú, Cristo, eres realmente el Hijo y no uno de tantos iluminados que han aparecido continuamente en la historia, debes demostrarlo con mayor claridad de lo que lo haces. Y, así, 19


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tienes que dar a tu Iglesia, si debe ser realmente la tuya, un grado de evidencia distinto del que en realidad posee. Volveremos sobre este punto cuando hablemos de la segunda tentación, de la que constituye su auténtico núcleo. La prueba de la existencia de Dios que el tentador propone en la primera tentación consiste en convertir las piedras del desierto en pan. En principio se trata del hambre de Jesús mismo; así lo ve Lucas: «Díle a esta piedra que se convierta en pan» (Lc 4, 3). Pero Mateo interpreta la tentación de un modo más amplio, tal como se le presentó ya en la vida terrena de Jesús y, después, se le proponía y propone constantemente a lo largo de toda la historia. ¿Qué es más trágico, qué se opone más a la fe en un Dios bueno y a la fe en un redentor de los hombres que el hambre de la humanidad? El primer criterio para identificar al redentor ante el mundo y por el mundo, ¿no debe ser que le dé pan y acabe con el hambre de todos? Cuando el pueblo de Israel vagaba por el desierto, Dios lo alimentó con el pan del cielo, el maná. Se creía poder reconocer en eso una imagen del tiempo mesiánico: ¿no debería y debe el salvador del mundo demostrar su identidad dando de comer a todos? ¿No es el problema de la alimentación del mundo y, más general, los problemas sociales, el primero y más auténtico criterio con el cual debe confrontarse la redención? ¿Puede llamarse redentor alguien que no responde a este criterio? El marxismo ha hecho precisamente de este ideal —muy comprensiblemente— el centro de su promesa de salvación: habría hecho que toda hambre fuera saciada y que «el desierto se convirtiera en pan». «Si eres Hijo de Dios...»: ¡qué desafío! ¿No se deberá decir lo mismo a la Iglesia? Si quieres ser la Iglesia de Dios, preocúpate ante todo del pan para el mundo, lo demás viene después. Resulta difícil responder a este reto, precisamente porque el grito de los hambrientos nos interpela y nos debe calar muy hondo en los oídos y en el alma. La respuesta de Jesús no se puede entender sólo a la luz del relato de las tentaciones. El tema del pan aparece en todo el Evangelio y hay que verlo en toda su amplitud. Hay otros dos grandes relatos relacionados con el pan en la vida de Jesús. Uno es la multiplicación de los panes para los miles de personas que habían seguido al Señor en un lugar desértico. ¿Por qué se hace en ese momento lo que antes se había rechazado como tentación? La gente había llegado para escuchar la palabra de Dios y, para ello, habían dejado todo lo demás. Y así, como personas que han abierto su corazón a Dios y a los demás en reciprocidad, pueden recibir el pan del modo adecuado. Este milagro de los panes supone tres elementos: le precede la búsqueda de Dios, de su palabra, de una recta orientación de toda la vida. Además, el pan se pide a Dios. Y, por último, un elemento fundamental del milagro es la mutua disposición a compartir. Escuchar a Dios se convierte en vivir con Dios, y lleva de la fe al amor, al descubrimiento del otro. Jesús no es indiferente al hambre de los hombres, a sus necesidades materiales, pero las sitúa en el contexto adecuado y les concede la prioridad debida. Este segundo relato sobre el pan remite anticipadamente a un tercer relato y es su preparación: la Ultima Cena, que se convierte en la Eucaristía de la Iglesia y el milagro permanente de Jesús sobre el pan. Jesús mismo se ha convertido en grano de trigo que, muriendo, da mucho fruto (cf. Jn 12, 24). El mismo se ha hecho pan para nosotros, y esta multiplicación del pan durará inagotablemente hasta el fin de los tiempos. De este modo entendemos ahora las palabras de Jesús, que toma del Antiguo Testamento (cf. Dt 8,3), para rechazar al tentador: «No sólo de pan vive el hombre, sino de toda palabra que sale de la boca de Dios» (Mt 4, 4). Hay una frase al respecto del jesuíta alemán Alfred Delp, ejecutado por los nacionalsocialistas: «El pan es importante, la libertad es más importante, pero lo más importante de todo es la fidelidad constante y la adoración jamás traicionada». Cuando no se respeta esta jerarquía de los bienes, sino que se invierte, ya no hay justicia, ya no hay preocupación por el hombre que sufre, sino que se crea desajuste y destrucción también en el ámbito de los bienes materiales. Cuando a Dios se le da una importancia secundaria, que se puede dejar de lado temporal o permanentemente en nombre de asuntos más importantes, entonces fracasan precisamente estas cosas presuntamente más importantes. No sólo lo demuestra el fracaso de la experiencia marxista. Las ayudas de Occidente a los países en vías de desarrollo, basadas en principios puramente técnico-materiales, que no sólo han dejado de lado a Dios, sino que, además, han apartado a los hombres 20


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de Él con su orgullo del sabelotodo, han hecho del Tercer Mundo el Tercer Mundo en sentido actual. Estas ayudas han dejado de lado las estructuras religiosas, morales y sociales existentes y han introducido su mentalidad tecnicista en el vacío. Creían poder transformar las piedras en pan, pero han dado piedras en vez de pan. Está en juego la primacía de Dios. Se trata de reconocerlo como realidad, una realidad sin la cual ninguna otra cosa puede ser buena. No se puede gobernar la historia con meras estructuras materiales, prescindiendo de Dios. Si el corazón del hombre no es bueno, ninguna otra cosa puede llegar a ser buena. Y la bondad de corazón sólo puede venir de Aquel que es la Bondad misma, el Bien. Naturalmente, se puede preguntar por qué Dios no ha creado un mundo en el que su presencia fuera más evidente; por qué Cristo no ha dejado un rastro más brillante de su presencia, que impresionara a cualquiera de manera irresistible. Éste es el misterio de Dios y del hombre que no podemos penetrar. Vivimos en este mundo, en el que Dios no tiene la evidencia de lo palpable, y sólo se le puede buscar y encontrar con el impulso del corazón, a través del «éxodo» de «Egipto». En este mundo hemos de oponernos a las ilusiones de falsas filosofías y reconocer que no sólo vivimos de pan, sino ante todo de la obediencia a la palabra de Dios. Y sólo donde se vive esta obediencia nacen y crecen esos sentimientos que permiten proporcionar también pan para todos. Pasemos a la segunda tentación de Jesús, cuyo significado ejemplar es el más difícil de entender en ciertos aspectos. Hay que considerar la tentación como una especie de visión, pero que entraña una realidad, una especial amenaza para el hombre Jesús y su misión. En primer lugar, hay algo llamativo. El diablo cita la Sagrada Escritura para hacer caer a Jesús en la trampa. Cita el Salmo 91, lis, que habla de la protección que Dios ofrece al hombre fiel: «Porque a sus ángeles ha dado órdenes para que te guarden en tus caminos; te llevarán en sus palmas, para que tu pie no tropiece en la piedra». Estas palabras tienen un peso aún mayor por el hecho de que son pronunciadas en la Ciudad Santa, en el lugar sagrado. De hecho, el Salmo citado está relacionado con el templo; quien lo recita espera protección en el templo, pues la morada de Dios debe ser un lugar de especial protección divina. ¿Dónde va a sentirse más seguro el creyente que en el recinto sagrado del templo? (más detalles en Gnilka, pp. 88s). El diablo muestra ser un gran conocedor de las Escrituras, sabe citar el Salmo con exactitud; todo el diálogo de la segunda tentación aparece formalmente como un debate entre dos expertos de las Escrituras: el diablo se presenta como teólogo, añade Joachim Gnilka. Vladimir Soloviev toma este motivo en su Breve relato del Anticristo: el Anticristo recibe el doctorado honoris causa en teología por la Universidad de Tubinga; es un gran experto en la Biblia. Soloviev expresa drásticamente con este relato su escepticismo frente a un cierto tipo de erudición exegética de su época. No se trata de un no a la interpretación científica de la Biblia como tal, sino de una advertencia sumamente útil y necesaria ante sus posibles extravíos. La interpretación de la Biblia puede convertirse, de hecho, en un instrumento del Anticristo. No lo dice solamente Soloviev, es lo que afirma implícitamente el relato mismo de la tentación. A partir de resultados aparentes de la exégesis científica se han escrito los peores y más destructivos libros de la figura de Jesús, que desmantelan la fe. Hoy en día se somete la Biblia a la norma de la denominada visión moderna del mundo, cuyo dogma fundamental es que Dios no puede actuar en la historia y, que, por tanto, todo lo que hace referencia a Dios debe estar circunscrito al ámbito de lo subjetivo. Entonces la Biblia ya no habla de Dios, del Dios vivo, sino que hablamos sólo nosotros mismos y decidimos lo que Dios puede hacer y lo que nosotros queremos o debemos hacer. Y el Anticristo nos dice entonces, con gran erudición, que una exégesis que lee la Biblia en la perspectiva de la fe en el Dios vivo y, al hacerlo, le escucha, es fundamentalismo; sólo su exégesis, la exégesis considerada auténticamente científica, en la que Dios mismo no dice nada ni tiene nada que decir, está a la altura de los tiempos. El debate teológico entre Jesús y el diablo es una disputa válida en todos los tiempos y versa sobre la correcta interpretación bíblica, cuya cuestión hermenéutica fundamental es la pregunta por la imagen de Dios. El debate acerca de la interpretación es, al fin y al cabo, un debate sobre quién es Dios. Esta discusión sobre la imagen de Dios en que consiste la disputa sobre la interpretación correcta de la Escritura se decide de un modo concreto en la imagen de Cristo: Él, que se ha quedado sin poder mundano, ¿es realmente el Hijo del Dios vivo? 21


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Así, el interrogante sobre la estructura del curioso diálogo escriturístico entre Cristo y el tentador lleva directamente al centro de la cuestión del contenido. ¿De qué se trata? Se ha relacionado esta tentación con la máxima del panem et circenses: después del pan hay que ofrecer algo sensacional. Dado que, evidentemente, al hombre no le basta la mera satisfacción del hambre corporal, quien no quiere dejar entrar a Dios en el mundo y en los hombres tiene que ofrecer el placer de emociones excitantes cuya intensidad suplante y acalle la conmoción religiosa. Pero no se habla de esto en este pasaje, puesto que, al parecer, en la tentación no se presupone la existencia de espectadores. El punto fundamental de la cuestión aparece en la respuesta de Jesús, que de nuevo está tomada del Deuteronomio (6, 16): «¡No tentaréis al Señor, vuestro Dios!». En el Deuteronomio, esto alude a las vicisitudes de Israel que corría peligro de morir de sed en el desierto. Se llega a la rebelión contra Moisés, que se convierte en una rebelión contra Dios. Dios tiene que demostrar que es Dios. Esta rebelión contra Dios se describe en la Biblia de la siguiente manera: «Tentaron al Señor diciendo: "¿Está o no está el Señor en medio de nosotros?"» (Ex 17, 7). Se trata, por tanto, de lo que hemos indicado antes: Dios debe someterse a una prueba. Es «probado» del mismo modo que se prueba una mercancía. Debe someterse a las condiciones que nosotros consideramos necesarias para llegar a una certeza. Si no proporciona la protección prometida en el Salmo 91, entonces no es Dios. Ha desmentido su palabra y, haciendo así, se ha desmentido a sí mismo. Nos encontramos de lleno ante el gran interrogante de cómo se puede conocer a Dios y cómo se puede desconocerlo, de cómo el hombre puede relacionarse con Dios y cómo puede perderlo. La arrogancia que quiere convertir a Dios en un objeto e imponerle nuestras condiciones experimentales de laboratorio no puede encontrar a Dios. Pues, de entrada, presupone ya que nosotros negamos a Dios en cuanto Dios, pues nos ponemos por encima de El. Porque dejamos de lado toda dimensión del amor, de la escucha interior, y sólo reconocemos como real lo que se puede experimentar, lo que podemos tener en nuestras manos. Quien piensa de este modo se convierte a sí mismo en Dios y, con ello, no sólo degrada a Dios, sino también al mundo y a sí mismo. Esta escena sobre el pináculo del templo hace dirigir la mirada también hacia la cruz. Cristo no se arroja desde el pináculo del templo. No salta al abismo. No tienta a Dios. Pero ha descendido al abismo de la muerte, a la noche del abandono, al desamparo propio de los indefensos. Se ha atrevido a dar este salto como acto del amor de Dios por los hombres. Y por eso sabía que, saltando, sólo podía caer en las manos bondadosas del Padre. Así se revela el verdadero sentido del Salmo 91, el derecho a esa confianza última e ilimitada de la que allí se habla: quien sigue la voluntad de Dios sabe que en todos los horrores que le ocurran nunca perderá una última protección. Sabe que el fundamento del mundo es el amor y que, por ello, incluso cuando ningún hombre pueda o quiera ayudarle, él puede seguir adelante poniendo su confianza en Aquel que le ama. Pero esta confianza a la que la Escritura nos autoriza y a la que nos invita el Señor, el Resucitado, es algo completamente diverso del desafío aventurero de quien quiere convertir a Dios en nuestro siervo. Llegamos a la tercera y última tentación, al punto culminante de todo el relato. El diablo conduce al Señor en una visión a un monte alto. Lc muestra todos los reinos de la tierra y su esplendor, y le ofrece dominar sobre el mundo. ¿No es justamente ésta la misión del Mesías? ¿No debe ser El precisamente el rey del mundo que reúne toda la tierra en un gran reino de paz y bienestar? Al igual que en la tentación del pan, hay otras dos notables escenas equivalentes en la vida de Jesús: la multiplicación de los panes y la Última Cena; lo mismo ocurre también aquí. El Señor resucitado reúne a los suyos «en el monte» (cf. Mt 28, 16) y dice: «Se me ha dado pleno poner en el cielo y en la tierra» (28, 18). Aquí hay dos aspectos nuevos y diferentes: el Señor tiene poder en el cielo y en la tierra. Y sólo quien tiene todo este poder posee el auténtico poder, el poder salvador. Sin el cielo, el poder terreno queda siempre ambiguo y frágil. Sólo el poder que se pone bajo el criterio y el juicio del cielo, es decir, de Dios, puede ser un poder para el bien. Y sólo el poder que está bajo la bendición de Dios puede ser digno de confianza. 22


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A ello se añade otro aspecto: Jesús tiene este poder en cuanto resucitado, es decir: este poder presupone la cruz, presupone su muerte. Presupone el otro monte, el Gólgota, donde murió clavado en la cruz, escarnecido por los hombres y abandonado por los suyos. El reino de Cristo es distinto de los reinos de la tierra y de su esplendor, que Satanás le muestra. Este esplendor, como indica la palabra griega doxa, es apariencia que se disipa. El reino de Cristo no tiene este tipo de esplendor. Crece a través de la humildad de la predicación en aquellos que aceptan ser sus discípulos, que son bautizados en el nombre del Dios trino y cumplen sus mandamientos (cf. Mt 28, 19s). Pero volvamos a la tentación. Su auténtico contenido se hace visible cuando constatamos cómo va adoptando siempre nueva forma a lo largo de la historia. El imperio cristiano intentó muy pronto convertir la fe en un factor político de unificación imperial. El reino de Cristo debía, pues, tomar la forma de un reino político y de su esplendor. La debilidad de la fe, la debilidad terrena de Jesucristo, debía ser sostenida por el poder político y militar. En el curso de los siglos, bajo distintas formas, ha existido esta tentación de asegurar la fe a través del poder, y la fe ha corrido siempre el riesgo de ser sofocada precisamente por el abrazo del poder. La lucha por la libertad de la Iglesia, la lucha para que el reino de Jesús no pueda ser identificado con ninguna estructura política, hay que librarla en todos los siglos. En efecto, la fusión entre fe y poder político siempre tiene un precio: la fe se pone al servicio del poder y debe doblegarse a sus criterios. La alternativa que aquí se plantea adquiere una forma provocadora en el relato de la pasión del Señor. En el punto culminante del proceso, Pilato plantea la elección entre Jesús y Barrabás. Uno de los dos será liberado. Pero, ¿quién era Barrabás? Normalmente pensamos sólo en las palabras del Evangelio de Juan: «Barrabás era un bandido» (18, 40). Pero la palabra griega que corresponde a «bandido» podía tener un significado específico en la situación política de entonces en Palestina. Quería decir algo así como «combatiente de la resistencia». Barrabás había participado en un levantamiento (cf. Mt 15, 7) y — en ese contexto— había sido acusado además de asesinato (cf. Lc 23, 19.25). Cuando Mateo dice que Barrabás era un «preso famoso», demuestra que fue uno de los más destacados combatientes de la resistencia, probablemente el verdadero líder de ese levantamiento (cf. 27, 16). En otras palabras, Barrabás era una figura mesiánica. La elección entre Jesús y Barrabás no es casual: dos figuras mesiánicas, dos formas de mesianismo frente a frente. Ello resulta más evidente si consideramos que «Bar-Abbas» significa «hijo del padre»: una denominación típicamente mesiánica, el nombre religioso de un destacado líder del movimiento mesiánico. La última gran guerra mesiánica de los judíos en el año 132 fue acaudillada por Bar-Kokebá, «hijo de la estrella». Es la misma composición nominal; representa la misma intención. Orígenes nos presenta otro detalle interesante: en muchos manuscritos de los Evangelios hasta el siglo III el hombre en cuestión se llamaba «Jesús Barrabás», Jesús hijo del padre. Se manifiesta como una especie de doble de Jesús, que reivindica la misma misión, pero de una manera muy diferente. Así, la elección se establece entre un Mesías que acaudilla una lucha, que promete libertad y su propio reino, y este misterioso Jesús que anuncia la negación de sí mismo como camino hacia la vida. ¿Cabe sorprenderse de que las masas prefirieran a Barrabás? (para más detalles, cf. Vittorio Messori, Pati sotto Ponzio Pilato?, Turín, 1992, pp. 52-62). Si hoy nosotros tuviéramos que elegir, ¿tendría alguna oportunidad Jesús de Nazaret, el Hijo de María, el Hijo del Padre? ¿Conocemos a Jesús realmente? ¿Lo comprendemos? ¿No debemos tal vez esforzarnos por conocerlo de un modo renovado tanto ayer como hoy? El tentador no es tan burdo como para proponernos directamente adorar al diablo. Sólo nos propone decidirnos por lo racional, preferir un mundo planificado y organizado, en el que Dios puede ocupar un lugar, pero como asunto privado, sin interferir en nuestros propósitos esenciales. Soloviev atribuye un libro al Anticristo, El camino abierto para la paz y el bienestar del mundo, que se convierte, por así decirlo, en la nueva Biblia y que tiene como contenido esencial la adoración del bienestar y la planificación racional. Por tanto, la tercera tentación de Jesús resulta ser la tentación fundamental, se refiere a la pregunta sobre qué debe hacer un salvador del mundo. Esta se plantea durante todo el transcurso de la vida de Jesús. Aparece abiertamente de nuevo en uno de los momentos decisivos de su camino. Pedro había 23


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pronunciado en nombre de los discípulos su confesión de fe en Jesús Mesías-Cristo, el Hijo del Dios vivo, y con ello formula esa fe en la que se basa la Iglesia y que crea la nueva comunidad de fe fundada en Cristo. Pero precisamente en este momento crucial, en el que frente a la «opinión de la gente» se manifiesta el conocimiento diferenciador y decisivo de Jesús, y comienza así a formarse su nueva familia, he aquí que se presenta el tentador, el peligro de ponerlo todo al revés. El Señor explica inmediatamente que el concepto de Mesías debe entenderse desde la totalidad del mensaje profético: no significa poder mundano, sino la cruz y la nueva comunidad completamente diversa que nace de la cruz. Pero Pedro no lo había entendido en estos términos: «Pedro se lo llevó aparte y se puso a increparle: " ¡ No lo permita Dios, Señor! Eso no puede pasarte"». Sólo leyendo estas palabras sobre el trasfondo el relato de las tentaciones, como su reaparición en el momento decisivo, entenderemos la respuesta increíblemente dura de Jesús: «¡Quítate de mi vista, Satanás, que me haces tropezar; tú piensas como los hombres, no como Dios!» (Mt 16, 22s). Pero, ¿no decimos una y otra vez a Jesús que su mensaje lleva a contradecir las opiniones predominantes, y así corre el peligro del fracaso, el sufrimiento, la persecución? El imperio cristiano o el papado mundano ya no son hoy una tentación, pero interpretar el cristianismo como una receta para el progreso y reconocer el bienestar común como la auténtica finalidad de todas las religiones, también de la cristiana, es la nueva forma de la misma tentación. Ésta se encubre hoy tras la pregunta: ¿Qué ha traído Jesús, si no ha conseguido un mundo mejor? ¿No debe ser éste acaso el contenido de la esperanza mesiánica? En el Antiguo Testamento se sobreponen aún dos líneas de esperanza: la esperanza de que llegue un mundo salvado, en el que el lobo y el cordero estén juntos (cf. Is 11, 6), en el que los pueblos del mundo se pongan en marcha hacia el monte de Sión y para el cual valga la profecía: «Forjarán de sus espadas azadones y de sus lanzas podaderas» (Is2,4; Mi 4,3). Pero junto a esta esperanza, también se encuentra la perspectiva del siervo de Dios que sufre, de un Mesías que salva mediante el desprecio y el sufrimiento. Durante todo su camino y de nuevo en sus conversaciones después de la Pascua, Jesús tuvo que mostrar a sus discípulos que Moisés y los Profetas hablaban de Él, el privado de poder exterior, el que sufre, el crucificado, el resucitado; tuvo que mostrar que precisamente así se cumplían las promesas. «¡Qué necios y torpes sois para creer lo que anunciaron los profetas!» (Lc 24,25), dijo el Señor a los discípulos de Emaús, y lo mismo debe repetirnos continuamente también a nosotros a lo largo de los siglos, pues también pensamos siempre que, si quería ser el Mesías, debería haber traído la edad de oro. Pero Jesús nos dice también lo que objetó a Satanás, lo que dijo a Pedro y lo que explicó de nuevo a los discípulos de Emaús: ningún reino de este mundo es el Reino de Dios, ninguno asegura la salvación de la humanidad en absoluto. El reino humano permanece humano, y el que afirme que puede edificar el mundo según el engaño de Satanás, hace caer el mundo en sus manos. Aquí surge la gran pregunta que nos acompañará a lo largo de todo este libro: ¿qué ha traído Jesús realmente, si no ha traído la paz al mundo, el bienestar para todos, un mundo mejor? ¿Qué ha traído? La respuesta es muy sencilla: a Dios. Ha traído a Dios. Aquel Dios cuyo rostro se había ido revelando primero poco a poco, desde Abraham hasta la literatura sapiencial, pasando por Moisés y los Profetas; el Dios que sólo había mostrado su rostro en Israel y que, si bien entre muchas sombras, había sido honrado en el mundo de los pueblos; ese Dios, el Dios de Abraham, Isaac y Jacob, el Dios verdadero, Él lo ha traído a los pueblos de la tierra. Ha traído a Dios: ahora conocemos su rostro, ahora podemos invocarlo. Ahora conocemos el camino que debemos seguir como hombres en este mundo. Jesús ha traído a Dios y, con Él, la verdad sobre nuestro origen y nuestro destino; la fe, la esperanza y el amor. Sólo nuestra dureza de corazón nos hace pensar que esto es poco. Sí, el poder de Dios en este mundo es un poder silencioso, pero constituye el poder verdadero, duradero. La causa de Dios parece estar siempre como en agonía. Sin embargo, se demuestra siempre como lo que verdaderamente permanece y salva. Los reinos de la tierra, que Satanás puso en su momento ante el Señor, se han ido derrumbando todos. Su gloria, su doxa, ha resultado ser 24


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apariencia. Pero la gloria de Cristo, la gloria humilde y dispuesta a sufrir, la gloria de su amor, no ha desaparecido ni desaparecerá. En la lucha contra Satanás ha vencido Jesús: frente a la divinización fraudulenta del poder y del bienestar, frente a la promesa mentirosa de un futuro que, a través del poder y la economía, garantiza todo a todos, Él contrapone la naturaleza divina de Dios, Dios como auténtico bien del hombre. Frente a la invitación a adorar el poder, el Señor pronuncia unas palabras del Deuteronomio, el mismo libro que había citado también el diablo: «Al Señor tu Dios, adorarás y a él sólo darás culto» (Mt 4, 10; cf. Dt 6, 13). El precepto fundamental de Israel es también el principal precepto para los cristianos: adorar sólo a Dios. Al hablar del Sermón de la Montaña veremos que precisamente este sí incondicional a la primera tabla del Decálogo encierra también el sí a la segunda tabla: el respeto al hombre, el amor al prójimo. Como Marcos, también Mateo concluye el relato de las tentaciones con las palabras: «Y se acercaron los ángeles y le servían» (Mt 4,11; Mc 1,13). Ahora se cumple el Salmo 91, 11: los ángeles le sirven; se ha revelado como Hijo y por eso se abre el cielo sobre El, el nuevo Jacob, el tronco fundador de un Israel que se ha hecho universal (cf. Jn 1,51; Gn 28, 12).

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3 EL EVANGELIO DEL REINO DE DIOS «Cuando arrestaron a Juan, Jesús se marchó a Galilea a proclamar el Evangelio de Dios. Decía: "Se ha cumplido el plazo, está cerca el Reino de Dios; convertíos y creed la Buena Noticia"». Con estas palabras describe el evangelista Marcos el comienzo de la vida pública de Jesús y, al mismo tiempo, recoge el contenido fundamental de su mensaje (1,4s). También Mateo resume la actividad de Jesús de este modo: «Recorría toda Galilea, enseñando en las sinagogas y proclamando el Evangelio del reino, curando las enfermedades y las dolencias del pueblo» (4, 23; cf. 9, 35). Ambos evangelistas definen el anuncio de Jesús como «Evangelio». Pero, ¿qué es realmente el Evangelio? Recientemente se ha traducido como «Buena Noticia»; sin embargo, aunque suena bien, queda muy por debajo de la grandeza que encierra realmente la palabra «evangelio». Este término forma parte del lenguaje de los emperadores romanos, que se consideraban señores del mundo, sus salvadores, sus libertadores. Las proclamas que procedían del emperador se llamaban «evangelios», independientemente de que su contenido fuera especialmente alegre y agradable. Lo que procede del emperador —ésa era la idea de fondo— es mensaje salvador, no simplemente una noticia, sino transformación del mundo hacia el bien. Cuando los evangelistas toman esta palabra —que desde entonces se convierte en el término habitual pa ra definir el género de sus escritos—, quieren decir que aquello que los emperadores, que se tenían por dioses, reclamaban sin derecho, aquí ocurre realmente: se trata de un mensaje con autoridad que no es sólo palabra, sino también realidad. En el vocabulario que utiliza hoy la teoría del lenguaje se diría así: el Evangelio no es un discurso meramente informativo, sino operativo; no es simple comunicación, sino acción, fuerza eficaz que penetra en el mundo salvándolo y transformándolo. Marcos habla del «Evangelio de Dios»: no son los emperadores los que pueden salvar al mundo, sino Dios. Y aquí se manifiesta la palabra de Dios, que es palabra eficaz; aquí se cumple realmente lo que los emperadores pretendían sin poder cumplirlo. Aquí, en cambio, entra en acción el verdadero Señor del mundo, el Dios vivo. . El contenido central del «Evangelio» es que el Reino de Dios está cerca. Se pone un hito en el tiempo, sucede algo nuevo. Y se pide a los hombres una respuesta a este don: conversión y fe. El centro de esta proclamación es el anuncio de la proximidad del Reino de Dios; anuncio que constituye realmente el centro de las palabras y la actividad de Jesús. Un dato estadístico puede confirmarlo: la expresión «Reino de Dios» aparece en el Nuevo Testamento 122 veces; de ellas, 99 se encuentran en los tres Evangelios sinópticos y 90 están en boca de Jesús. En el Evangelio de Juan y en los demás escritos del Nuevo Testamento el término tiene sólo un papel marginal. Se puede decir que, mientras el eje de la predicación de Jesús antes de la Pascua es el anuncio de Dios, la cristología es el centro de la predicación apostólica después de la Pascua. ¿Significa esto un alejamiento del verdadero anuncio de Jesús? ¿Es cierto lo que dice Rudolf Bultmann de que el Jesús histórico no tiene cabida en la teología del Nuevo Testamento, sino que por el contrario debe ser tenido aún como un maestro judío que, aunque deba ser considerado como uno de los presupuestos esenciales del Nuevo Testamento, no forma parte personalmente de él? Otra variante de estas concepciones que abren una fosa entre Jesús y el anuncio de los apóstoles se encuentra en la afirmación, que se ha hecho famosa, del modernista católico Alfred Loisy: «Jesús anunció el Reino de Dios y ha venido la Iglesia». Son palabras que dejan transparentar ciertamente ironía, pero también tristeza: en lugar del tan esperado Reino de Dios, del mundo nuevo transformado por Dios mismo, ha llegado algo que es completamente diferente —¡y qué mi seria!—: la Iglesia. ¿Es esto cierto? La formación del cristianismo en el anuncio apostólico, en la Iglesia edificada por él, ¿significa en realidad que se pasa de una esperanza frustrada a otra cosa diversa? El cambio de sujeto «Reino de Dios» por el de Cristo (y, con ello, el surgir de la Iglesia) ¿supone verdaderamente el derrumbamiento de una promesa, la aparición de algo distinto? Todo depende de cómo entendamos las palabras «Reino de Dios» pronunciadas por Jesús, y qué relación tenga el anuncio con Él, que es quien anuncia: ¿Es tan sólo un mensajero que debe batirse por 26


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una causa que en último término nada tiene que ver con El, o el mensajero es El mismo el mensaje? La pregunta sobre la Iglesia no es la cuestión primaria; la pregunta fundamental se refiere en realidad a la relación entre el Reino de Dios y Cristo. De ello depende después cómo hemos de entender la Iglesia. Antes de profundizar en las palabras de Jesús para comprender su anuncio —sus acciones y su sufrimiento— puede ser útil considerar brevemente cómo se ha interpretado la palabra «reino» en la historia de la Iglesia. En la interpretación que los Santos Padres hacen de esta palabra clave podemos observar tres dimensiones. En primer lugar la dimensión cristológica. Orígenes ha descrito a Jesús —a partir de la lectura de sus palabras— como autobasileía, es decir, como el reino en persona. Jesús mismo es el «reino»; el reino no es una cosa, no es un espacio de dominio como los reinos terrenales. Es persona, es Él. La expresión «Reino de Dios», pues, sería en sí misma una cristología encubierta. Con el modo en que habla del «Reino de Dios», Él conduce a los hombres al hecho grandioso de que, en Él, Dios mismo está presente en medio de los hombres, que Él es la presencia de Dios. Una segunda línea interpretativa del significado del «Reino de Dios», que podríamos definir como «idealista» o también mística, considera que el Reino de Dios se encuentra esencialmente en el interior del hombre. Esta corriente fue iniciada también por Orígenes, que en su tratado Sobre la oración dice: «Quien pide en la oración la llegada del Reino de Dios, ora sin duda por el Reino de Dios que lleva en sí mismo, y ora para que ese reino dé fruto y llegue a su plenitud... Puesto que en las personas santas reina Dios [es decir, está el reinado, el Reino de Dios]... Así, si queremos que Dios reine en nosotros [que su reino esté en nosotros], en modo alguno debe reinar el pecado en nuestro cuerpo mortal [Rm 6, 12]... Entonces Dios se paseará en nosotros como en un paraíso espiritual [Gn 3,8] y, junto con su Cristo, será el único que reinará en nosotros.» (n. 25: PG 11,495s). La idea de fondo es clara: el «Reino de Dios» no se encuentra en ningún mapa. No es un reino como los de este mundo; su lugar está en el interior del hombre. Allí crece, y desde allí actúa. La tercera dimensión en la interpretación del Reino de Dios podríamos denominarla eclesiástica: en ella el Reino de Dios y la Iglesia se relacionan entre sí de diversas maneras y estableciendo entre ellos una mayor o menor identificación. Esta última tendencia, por lo que puedo apreciar, se ha ido imponiendo cada vez más sobre todo en la teología católica de la época moderna, aunque nunca se ha perdido de vista totalmente la interpretación centrada en la interioridad del hombre y en la conexión con Cristo. Pero en la teología del siglo XIX y comienzos del XX se hablaba predominantemente de la Iglesia como el Reino de Dios en la tierra; era vista como la realización del Reino de Dios en la historia. Pero, entretanto, la Ilustración había suscitado en la teología protestante un cambio en la exégesis que comportaba, en particular, una nueva interpretación del mensaje de Jesús sobre el Reino de Dios. Sin embargo, esta nueva interpretación se subdividió enseguida en corrientes muy diferentes entre sí. El representante de la teología liberal en los comienzos del siglo XX es Adolf von Harnack, que veía en el mensaje de Jesús sobre el Reino de Dios una doble revolución frente al judaísmo de su época. Mientras que en el judaísmo todo está centrado en la colectividad, en el pueblo elegido, el mensaje de Jesús era sumamente individualista: El se habría dirigido a la persona individual, reconociendo su valor infinito y convirtiéndolo en el fundamento de su doctrina. Para Harnack hay un segundo contraste fundamental. A su entender, en el judaísmo era dominante el aspecto cultual (y, con él, la clase sacerdotal); Jesús, en cambio, dejando de lado el aspecto cultual, habría orientado todo su mensaje en un sentido estrictamente moral. Él no habría apuntado a la purificación y a la santificación cultuales, sino al alma del hombre: el obrar moral de cada uno, sus obras basadas en el amor, serían entonces lo decisivo para entrar a formar parte del reino o quedar fuera de él. Esta contraposición entre culto y moral, entre colectividad e individuo, ha influido durante mucho tiempo y, a partir de los años treinta, más o menos, fue adoptada también por buena parte de la exégesis católica. 27


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En Harnack, sin embargo, esto estaba relacionado también con la contraposición entre las tres grandes formas del cristianismo: la católico-romana, la greco-eslava y la germano-protestante. Según Harnack, esta última habría devuelto al mensaje de Cristo toda su pureza. Pero precisamente en el ámbito protestante hubo también posiciones netamente antitéticas: el destinatario de la promesa no sería el individuo como tal, sino la comunidad, y sólo en cuanto miembro de ella el individuo alcanzaría la salvación. El mérito ético del hombre no importaría; el Reino de Dios estaría «más allá de la ética» y sería pura gracia, como se muestra especialmente en el hecho de que Jesús comía con los pecadores (cf. por ejemplo, K. L. Schmidt, ThWNT I 587ss). La época de esplendor de la teología liberal finalizó con la Primera Guerra Mundial y con el cambio radical del clima intelectual que le siguió. Pero mucho antes ya se vislumbraba una transformación. La primera señal clara fue el libro de Johannes Weiss Die Predigtjesu vom Reiche Gottes (1892) [La predicación de Jesús sobre el Reino de Dios]. En la misma línea iban los primeros trabajos exegéticos de Albert Schweitzer: se decía entonces que el mensaje de Jesús habría sido radicalmente escatológico; que su proclamación de la cercanía del Reino de Dios habría sido el anuncio de que el fin del mundo estaba próximo, de la irrupción del nuevo mundo de Dios, de su soberanía. El Reino de Dios se debía entender, por tanto, en sentido estrictamente escatológico. Incluso se forzaron algo algunos textos que evidentemente contradecían esta tesis para interpretarlos en este sentido, como por ejemplo la parábola del sembrador (cf. Mc4,3-9), la del grano de mostaza (cf. Mc 4, 30-32), la de la levadura (cf. Mt 13, 33; Lc 13,20) o la de la semilla que crece por sí sola (cf. Mc 4,26-29). En estos casos se decía: lo importante no es el crecimiento; lo que Jesús quería decir en cambio era: ahora hay una realidad humilde, pero pronto —de repente— aparecerá otra realidad. Es evidente que la teoría prevalecía sobre la escucha del texto. Fueron muchos los esfuerzos que se hicieron para trasladar a la vida cristiana contemporánea la visión de la escatología inminente, que para nosotros no es fácilmente comprensible. Bultmann, por ejemplo, lo intentó mediante la filosofía de Martin Heidegger: lo que cuenta es una actitud existencial, una «disposición permanente»; Jürgen Moltmann, enlazando con Ernst Bloch, desarrolló una «Teología de la esperanza» que pretendía interpretar la fe como una participación activa en la construcción del futuro. Entretanto se ha extendido en amplios círculos de la teología, particularmente en el ámbito católico, una reinterpretación secularista del concepto de «reino» que da lugar a una nueva visión del cristianismo, de las religiones y de la historia en general, pretendiendo lograr así con esta profunda transformación que el supuesto mensaje de Jesús sea de nuevo aceptable. Se dice que antes del Concilio dominaba el eclesiocentrismo: se proponía a la Iglesia como el centro del cristianismo. Más tarde se pasó al cristocentrismo, presentando a Cristo como el centro de todo. Pero no es sólo la Iglesia la que separa, se dice, también Cristo pertenece sólo a los cristianos. Así que del cristocentrismo se pasó al teocentrismo y, con ello, se avanzaba un poco más en la comunión con las religiones. Pero tampoco así se habría alcanzado la meta, pues también Dios puede ser un factor de división entre las religiones y entre los hombres. Por eso es necesario dar el paso hacia el reinocentrismo, hacia la centralidad del reino. Éste sería, al fin y al cabo, el corazón del mensaje de Jesús, y ésta sería la vía correcta para unir por fin las fuerzas positivas de la humanidad en su camino hacia el futuro del mundo; «reino» significaría simplemente un mundo en el que reinan la paz, la justicia y la salvaguardia de la creación. No se trataría de otra cosa. Este «reino» debería ser considerado como el destino final de la historia. Y el auténtico cometido de las religiones sería entonces el de colaborar todas juntas en la llegada del «reino»... Por otra parte, todas ellas podrían conservar sus tradiciones, vivir su identidad, pero, aun conservando sus diversas identidades, deberían trabajar por un mundo en el que lo primordial sea la paz, la justicia y el respeto de la creación. Esto suena bien: por este camino parece posible que el mensaje de Cristo sea aceptado finalmente por todos sin tener que evangelizar las otras religiones. Su palabra parece haber adquirido, por fin, un contenido práctico y, de este modo, da la impresión de que la construcción del «reino» se ha convertido en una tarea común y, según parece, más cercana. Pero, examinando más atentamente la cuestión, uno queda perplejo: ¿Quién nos dice lo que es propiamente la justicia? ¿Qué es lo que sirve concretamente a la justicia? ¿Cómo se construye la paz? A decir verdad, si se analiza con detenimiento el razonamiento en su conjunto, se manifiesta como una serie de habladurías utópicas, carentes de contenido real, a menos 28


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que el contenido de estos conceptos sean en realidad una cobertura de doctrinas de partido que todos deben aceptar. Pero lo más importante es que por encima de todo destaca un punto: Dios ha desaparecido, quien actúa ahora es solamente el hombre. El respeto por las «tradiciones» religiosas es sólo aparente. En realidad, se las considera como una serie de costumbres que hay que dejar a la gente, aunque en el fondo no cuenten para nada. La fe, las religiones, son utilizadas para fines políticos. Cuenta sólo la organización del mundo. La religión interesa sólo en la medida en que puede ayudar a esto. La semejanza entre esta visión postcristiana de la fe y de la religión con la tercera tentación resulta inquietante. Volvamos, pues, al Evangelio, al auténtico Jesús. Nuestra crítica principal a esta idea secularutópica del reino era: Dios ha desaparecido. Ya no se le necesita e incluso estorba. Pero Jesús ha anunciado el Reino de Dios, no otro reino cualquiera. Es verdad que Mateo habla del «reino de los cielos», pero la palabra «cielo» es otro modo de nombrar a «Dios», palabra que en el judaísmo se trataba de evitar por respeto al misterio de Dios, en conformidad con el segundo mandamiento. Por tanto, con la expresión «reino de los cielos» no se anuncia sólo algo ultraterreno, sino que se habla de Dios, que está tanto aquí como allá, que trasciende infinitamente nuestro mundo, pero que también es íntimo a él. Hay que tener en cuenta también una importante observación lingüística: la raíz hebrea malkut «es un nomen actionis y significa —como también la palabra griega basileía— el ejercicio de la soberanía, el ser soberano (del rey)» (Stuhlmacher I, p. 67). No se habla de un «reino» futuro o todavía por instaurar, sino de la soberanía de Dios sobre el mundo, que de un modo nuevo se hace realidad en la historia. Podemos decirlo de un modo más explícito: hablando del Reino de Dios, Jesús anuncia simplemente a Dios, es decir, al Dios vivo, que es capaz de actuar en el mundo y en la historia de un modo concreto, y precisamente ahora lo está haciendo. Nos dice: Dios existe. Y además: Dios es realmente Dios, es decir, tiene en sus manos los hilos del mundo. En este sentido, el mensaje de Jesús resulta muy sencillo, enteramente teocéntrico. El aspecto nuevo y totalmente específico de su mensaje consiste en que Él nos dice: Dios actúa ahora; ésta es la hora en que Dios, de una manera que supera cualquier modalidad precedente, se manifiesta en la historia como su verdadero Señor, como el Dios vivo. En este sentido, la traducción «Reino de Dios» es inadecuada, sería mejor hablar del «ser soberano de Dios» o del reinado de Dios. Pero ahora debemos intentar precisar algo más el contenido del mensaje de Jesús sobre el «reino» desde el punto de vista de su contexto histórico. El anuncio de la soberanía de Dios se funda —como todo el mensaje de Jesús— en el Antiguo Testamento, que Él lee en su movimiento progresivo que va desde los comienzos con Abraham hasta su hora como una totalidad, y que —precisamente cuando se capta la globalidad de este movimiento— lleva directamente a Jesús. Tenemos en primer lugar los llamados Salmos de entronización, que proclaman la soberanía de Dios (YHWH), una soberanía entendida en sentido cósmico-universal y que Israel acepta con actitud de adoración (cf. Sal 47; 93; 96; 97; 98; 99). A partir del siglo VI, dadas las catástrofes de la historia de Israel, la realeza de Dios se convierte en expresión de la esperanza en el futuro. En el Libro de Daniel — estamos en el siglo II antes de Cristo— se habla del ser soberano de Dios en el presente, pero sobre todo nos anuncia una esperanza para el futuro, para la cual resulta ahora importante la figura del «hijo del hombre», que es quien debe establecer la soberanía. En el judaísmo de la época de Jesús encontramos el concepto de soberanía de Dios en el culto del templo de Jerusalén y en la liturgia de las sinagogas; lo encontramos en los escritos rabínicos y también en los manuscritos de Qumrán. El judío devoto reza diariamente el Shemá Israel: «Escucha, Israel: El Señor nuestro Dios es solamente uno. Amarás al Señor tu Dios con todo el corazón, con toda el alma y con todas las fuerzas.» (Dt 6, 4; 11, 13; cf. Nm 15, 37-41). El rezo de esta oración se interpretaba como el cargar con el yugo de la soberanía de Dios: no se trata sólo de palabras; quien la recita acepta el señorío de Dios que, de este modo, a través de la acción del orante, entra en el mundo, llevado también por él y determinando a través de la oración su modo de vivir, su vida diaria; es decir, se hace presente en ese lugar del mundo. Vemos así que la señoría de Dios, su soberanía sobre el mundo y la historia, sobrepasa el momento, va más allá de la historia entera y la trasciende; su dinámica intrínseca lleva a la historia más allá de sí misma. Pero al mismo tiempo es algo absolutamente 29


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presente, presente en la liturgia, en el templo y en la sinagoga como anticipación del mundo venidero; presente como fuerza que da forma a la vida mediante la oración y la existencia del creyente, que carga con el yugo de Dios y así participa anticipadamente en el mundo futuro. Precisamente en este punto se puede comprobar que Jesús fue un «israelita de verdad» (cf. Jn 1,47) y, al mismo tiempo, que fue más allá del judaísmo, en el sentido de la dinámica interna de sus promesas. Nada se ha perdido de los contenidos que acabamos de ver. Sin embargo, hay algo nuevo que se expresa sobre todo en las palabras «está cerca el Reino de Dios» (Mc 1, 15), «ha llegado a vosotros» (Mt 12, 28), está «dentro de vosotros» (Lc 17, 21). Se hace referencia aquí a un proceso de «llegar» que se está actuando ahora y afecta a toda la historia. Son estas palabras las que inspiraron la tesis de la venida inminente, presentándola como lo específico de Jesús. Pero esta interpretación no es en modo alguno concluyente; más aún, si se considera todo el conjunto de las palabras de Jesús, hay incluso que descartarla de plano. Eso se ve ya en el hecho de que los defensores de la interpretación apocalíptica del anuncio del reino por parte dejesús (en el sentido de una expectativa inminente) pasan por alto, siguiendo su propio criterio, una gran parte de sus palabras sobre este tema, mientras que en otras tienen que forzar su sentido para adaptarlas. , . . . El mensaje de Jesús acerca del reino recoge —ya lo hemos visto— afirmaciones que expresan la escasa importancia de este reino en la historia: es como un grano de mostaza, la más pequeña de todas las semillas. Es como la levadura, una parte muy pequeña en comparación con toda la masa, pero determinante para el resultado final. Se compara repetidamente con la simiente que se echa en la tierra y allí sufre distintas suertes: la picotean los pájaros, la ahogan las zarzas o madura y da mucho fruto. Otra parábola habla de que la semilla del reino crece, pero un enemigo sembró en medio de ella cizaña que creció junto al trigo y sólo al final se la aparta (cf. Mt 13, 24-30). Otro aspecto de esta misteriosa realidad de la «soberanía de Dios» aparece cuando Jesús la compara con un tesoro enterrado en el campo. Quien lo encuentra lo vuelve a enterrar y vende todo lo que tiene para poder comprar el campo, y así quedarse con el tesoro que puede satisfacer todos sus deseos. Una parábola paralela es la de la perla preciosa: quien la encuentra también vende todo para hacerse con ese bien, que vale más que todos los demás (cf. Mt 13, 44ss). Otro aspecto de la realidad de la «soberanía de Dios» (reino) se observa cuando Jesús, en unas palabras difíciles de explicar, dice que el «reino de los cielos» sufre violencia y que «los violentos pretenden apoderarse de él» (Mt 11,12). Metodológicamente es inadmisible reconocer como «propio de Jesús» sólo un aspecto del todo y, partiendo de una semejante afirmación arbitraria, doblegar a ella todo lo demás. Tenemos que decir más bien: lo que Jesús llama «Reino de Dios, reinado de Dios», es sumamente complejo y sólo aceptando todo el conjunto podemos acercarnos a su mensaje y dejarnos guiar por él. Veamos con más detalle al menos un texto como ejemplo de la dificultad de entender el mensaje de Jesús, siempre tan lleno de claves secretas. Lucas 17, 20s nos dice: «A unos fariseos que le preguntaban cuándo iba a llegar el Reino de Dios, Jesús les contestó: "El Reino de Dios vendrá sin dejarse ver (¡como espectador neutral!), ni anunciarán que está aquí o está allí; porque mirad, el Reino de Dios está entre vosotros». En las interpretaciones de este texto encontramos nuevamente las diversas corrientes según las cuales se ha interpretado generalmente el «Reino de Dios», desde el punto de vista y la visión de fondo de la realidad propia de cada exegeta. Hay una interpretación «idealista» que nos dice: el Reino de Dios no es una realidad exterior, sino algo que se encuentra en el interior del hombre. Pensemos en lo que antes oímos decir a Orígenes. En ello hay mucho de cierto, pero también desde el punto de vista lingüístico esta interpretación resulta insuficiente. Existe, además, la interpretación en el sentido de la venida inminente, que afirma: el Reino de Dios no llega lentamente, de forma que se le pueda observar, sino que irrumpe de pronto. Pero esta interpretación no tiene fundamento alguno en la literalidad del texto. Por ello ahora se tiende cada vez más a entender que con estas palabras Cristo se refiere a sí mismo: Él, que está entre nosotros, es el «Reino de Dios», sólo que no lo conocemos (cf. Jn 1, 31.33). Otra afirmación de Jesús apunta en esta misma dirección, si bien con un matiz algo distinto: «Si yo echo a los demonios con el dedo de Dios, entonces es que el Reino de Dios ha llegado a vosotros» (Lc 11, 20). Aquí (como en el 30


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texto anterior), el «reino» no consiste simplemente en la presencia física de Jesús, sino en su obrar en el Espíritu Santo. En este sentido, el Reino de Dios se hace presente aquí y ahora, «se acerca», en Él y a través de Él. De un modo todavía provisional, y que habrá que desarrollar a lo largo de nuestro itinerario de escucha de la Escritura, se impone la respuesta: la nueva proximidad del reino de la que habla Jesús, y cuya proclamación es lo distintivo de su mensaje, esa proximidad del todo nueva reside en Él mismo. A través de su presencia y su actividad, Dios entra en la historia aquí y ahora de un modo totalmente nuevo, como Aquel que obra. Por eso ahora «se ha cumplido el plazo» (Mc 1,15); por eso ahora es, de modo singular, el tiempo de la conversión y el arrepentimiento, pero también el tiempo del júbilo, pues en Jesús Dios viene a nuestro encuentro. En Él ahora es Dios quien actúa y reina, reina al modo divino, es decir, sin poder terrenal, a través del amor que llega «hasta el extremo» (Jn 13, 1), hasta la cruz. A partir de este punto central se engarzan los diversos aspectos, aparentemente contradictorios. A partir de aquí entendemos las afirmaciones sobre la humildad y sobre el reino que está oculto; de ahí la imagen de fondo de la semilla, de la que nos volveremos a ocupar; de ahí también la invitación al valor del seguimiento, que abandona todo lo demás. Él mismo es el tesoro, y la comunión con Él, la perla preciosa. Así se aclara también la tensión entre ethos y gracia, entre el más estricto personalismo y la llamada a entrar en una nueva familia. Al reflexionar sobre la Torá del Mesías en el Sermón de la Montaña veremos cómo se enlazan ahora la libertad de la Ley, el don de la gracia, la «mayor justicia» exigida por Jesús a los discípulos y la «sobreabundancia» de justicia frente a la justicia de los fariseos y los escribas (cf. Mt 5,20). Tomemos de momento un ejemplo: el relato del fariseo y el publicano que rezan ambos en el templo, pero de un modo muy diferente (cf. Lc 18, 9-14). El fariseo se jacta de sus muchas virtudes; le habla a Dios tan sólo de sí mismo y, al alabarse a sí mismo, cree alabar a Dios. El publicano conoce sus pecados, sabe que no puede vanagloriarse ante Dios y, consciente de su culpa, pide gracia. ¿Significa esto que uno representa el ethos y el otro la gracia sin ethos o contra el ethos? En realidad no se trata de la cuestión ethos sí o ethos no, sino de dos modos de situarse ante Dios y ante sí mismo. Uno, en el fondo, ni siquiera mira a Dios, sino sólo a sí mismo; realmente no necesita a Dios, porque lo hace todo bien por sí mismo. No hay ninguna relación real con Dios, que a fin de cuentas resulta superfluo; basta con las propias obras. Aquel hombre se justifica por sí solo. El otro, en cambio, se ve en relación con Dios. Ha puesto su mirada en Dios y, con ello, se le abre la mirada hacia sí mismo. Sabe que tiene necesidad de Dios y que ha de vivir de su bondad, la cual no puede alcanzar por sí solo ni darla por descontada. Sabe que necesita misericordia, y así aprenderá de la misericordia de Dios a ser él mismo misericordioso y, por tanto, semejante a Dios. El vive gracias a la relación con Dios, de ser agraciado con el don de Dios; siempre necesitará el don de la bondad, del perdón, pero también aprenderá con ello a transmitirlo a los demás. La gracia que implora no le exime del ethos. Sólo ella le capacita para hacer realmente el bien. Necesita a Dios, y como lo reconoce, gracias a la bondad de Dios comienza él mismo a ser bueno. No se niega el ethos, sólo se le libera de la estrechez del moralismo y se le sitúa en el contexto de una relación de amor, de la relación con Dios; así el ethos llega a ser verdaderamente él mismo. El tema del «Reino de Dios» impregna toda la predicación de Jesús. Por eso sólo podemos entenderlo desde la totalidad de su mensaje. Al ocuparnos de uno de los pasajes centrales del anuncio de Jesús —el Sermón de la Montaña— podremos encontrar más profundamente desarrollados los temas que aquí sólo se han tratado de pasada. Veremos sobre todo que Jesús habla siempre como el Hijo, que en el fondo de su mensaje está siempre la relación entre Padre e Hijo. En este sentido, Dios ocupa siempre el centro de su predicación; pero precisamente porque el mismo Jesús es Dios, el Hijo, toda su predicación es un anuncio de su misterio, es cristología; es decir, es un discurso sobre la presencia de Dios en su obrar y en su ser. Veremos cómo éste es el aspecto que exige una decisión y cómo, por ello, el que conduce a la cruz y a la resurrección.

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4 EL SERMÓN DE LA MONTAÑA Después de la narración de las tentaciones de Jesús el Evangelio de Mateo ofrece un breve relato sobre la primera actuación de Jesús en la vida pública, en el que se habla expresamente de Galilea como «la Galilea de los paganos», como el lugar anunciado por los profetas (cf. Is 8, 23; 9, 1) en el que aparecerá una «gran luz» (cf. Mt 4, 15s). Mateo responde así a la sorpresa de que el Salvador no viniera de Jerusalén y Judea, sino de una región que ya se consideraba medio pagana: precisamente esto, que para muchos habla en contra del envío mesiánico de Jesús —su procedencia de Nazaret, de Galilea—, es en realidad la prueba de su misión divina. Desde el principio, Mateo recurre al Antiguo Testamento para conocer hasta los detalles aparentemente más insignificantes en favor de Jesús. Lo que el relato de Lucas dice sobre el camino de Jesús con los discípulos de Emaús, aunque en línea de principio sin descender a detalles (Lc 24, 25ss) —es decir, que todas las Escrituras se referían a Él—, Mateo intenta demostrarlo en cada uno de los pormenores de la vida de Jesús. Más adelante tendremos que volver sobre tres elementos del primer sumario de Mateo acerca de la actividad de Jesús (cf. 4, 12-25). En primer lugar, está el resumen del contenido esencial de la predicación de Jesús, que quiere dar una indicación sintética de su mensaje: «Convertíos porque está cerca el reino (soberanía) de los cielos» (4, 17). Después viene la elección de los Doce, con la cual Jesús, en un gesto simbólico y al mismo tiempo con una acción muy concreta, anuncia y pone en marcha la renovación del pueblo de las doce tribus, la nueva convocación de Israel. Por último, ya aquí se aclara que Jesús no es sólo maestro, sino redentor del hombre en su totalidad: el Jesús que enseña es a la vez el Jesús que salva. De este modo, Mateo en muy pocas líneas —catorce versículos (4,12-25)— perfila ante sus oyentes una primera imagen de la figura y la obra de Jesús. Sigue después, en tres capítulos, el Sermón de la Montaña. ¿De qué se trata? Con esta gran composición en forma de sermón, Mateo nos presenta a Jesús como el nuevo Moisés, en el sentido profundo que precedentemente hemos visto a propósito de la promesa de un profeta que relata el Libro del Deuteronomio. El versículo introductorio (Mt 5, 1) es mucho más que una ambientación más o menos casual: «Al ver Jesús el gentío, subió a la montaña, se sentó y se acercaron sus discípulos; y él se puso a hablar, enseñándoles.». Jesús se sienta: un gesto propio de la autoridad del maestro; se sienta en la «cátedra» del monte. Más adelante hablará de los rabinos que se sientan en la cátedra de Moisés y, por ello, tienen autoridad; por eso sus enseñanzas deben ser escuchadas y acogidas, aunque su vida las contradiga (cf. Mt 23, 2), y aunque ellos mismos no sean autoridad, sino que la reciben de otro. Jesús se sienta en la «cátedra» como maestro de Israel y como maestro de los hombres en general. Como veremos al examinar el texto, con la palabra «discípulos» Mateo no restringe el círculo de los destinatarios de la predicación, sino que lo amplía. Todo el que escucha y acoge la palabra puede ser «discípulo». En el futuro, lo decisivo será la escucha y el seguimiento, no la procedencia. Cualquiera puede llegar a ser discípulo, todos están llamados a serlo: así, la actitud de ponerse a la escucha de la Palabra da lugar a un Israel más amplio, un Israel renovado que no excluye o anula al antiguo, sino que lo supera abriéndolo a lo universal. Jesús se sienta en la «cátedra» de Moisés, pero no como los maestros que se forman para ello en las escuelas; se sienta allí como el Moisés más grande, que extiende la Alianza a todos los pueblos. De este modo se aclara también el significado del monte. El evangelista no nos dice de qué monte de Galilea se trata, pero como se refiere al lugar de la predicación de Jesús, es sencillamente «la montaña», el nuevo Sinaí. «La montaña» es el lugar de oración de Jesús, donde se encuentra cara a cara con el Padre; por eso es precisamente también el lugar en el que enseña su doctrina, que procede de su íntima relación con el Padre. «La montaña», por tanto, muestra por sí misma que es el nuevo, el definitivo Sinaí. ¡Qué diferente es este «monte» del macizo rocoso en el desierto! La tradición ha señalado una loma al norte del lago de Genesaret como el monte de las Bienaventuranzas: quien ha estado allí y tiene grabada en el espíritu la amplia vista sobre el agua del lago, el cielo y el sol, los árboles y los prados, las 32


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flores y el canto de los pájaros, no puede olvidar la maravillosa atmósfera de paz, de belleza de la creación, que encuentra en una tierra por desgracia tan atormentada. Sea cual sea el lugar donde se encuentra el «monte de las Bienaventuranzas», éste se distingue por esta paz y esta belleza. La vivencia de Elías en el Sinaí, que no vio la presencia de Dios en el huracán, el fuego o el terremoto, sino en una brisa suave y silenciosa (cf. 1 Re 19, 1-13), se cumple aquí. El poder de Dios se manifiesta ahora en su mansedumbre, su grandeza en su sencillez y cercanía. Pero no por ello resulta menos abismal. Lo que antes se expresaba en forma de huracán, fuego o terremoto, ahora toma la forma de la cruz, del Dios que sufre, que nos llama a entrar en ese fuego misterioso, en el fuego del amor crucificado: «Dichosos vosotros cuando os insulten, y os persigan.» (Mt 5, 11). El pueblo estaba tan asustado ante la fuerza de la revelación del Sinaí que dijo a Moisés: «Háblanos tú y te escucharemos. Pues si nos habla el Señor moriremos» (Ex 20, 19). Ahora Dios habla muy de cerca, como hombre a los hombres. Ahora desciende a la profundidad de su sufrimiento, pero precisamente eso llevará y lleva siempre de nuevo a decir a quienes le escuchan, a los que, con todo, creen ser sus discípulos: «Es duro este lenguaje. ¿Quién puede escucharlo?» (Jn 6, 60). Tampoco la nueva bondad del Señor es agua almibarada. Para muchos el escándalo de la cruz es más insoportable aún que el trueno del Sinaí para los israelitas. Sí, tenían razón cuando decían: Si Dios nos habla «moriremos» (Ex 20, 19). Sin un «morir», sin que naufrague lo que es sólo nuestro, no hay comunión con Dios ni redención. La meditación sobre el bautismo ya nos lo ha mostrado; el bautismo no se puede reducir a un simple rito. Hemos anticipado lo que sólo cuando se reflexione sobre el texto se verá completamente. Debería haber quedado claro que el «Sermón de la Montaña» es la nueva Torá que Jesús trae. Moisés sólo había podido traer su Torá sumiéndose en la oscuridad de Dios en la montaña; también para la Torá de Jesús se requiere previamente la inmersión en la comunión con el Padre, la elevación íntima de su vida, que se continúa en el descenso en la comunión de vida y sufrimiento con los hombres. El evangelista Lucas nos ha dejado una versión más breve del Sermón de la Montaña con otros matices. El, que escribe para cristianos provenientes del paganismo, no tiene tanto interés en presentar a Jesús como el nuevo Moisés ni su palabra como la Torá definitiva. Así, ya el marco exterior se configura de otro modo. En Lucas, el Sermón de la Montaña está inmediatamente precedido por la elección de los doce Apóstoles, presentada como el fruto de una noche pasada en oración, y que Lucas sitúa en el monte, lugar habitual de oración de Jesús. Tras este suceso tan decisivo para el camino de Jesús, el Señor desciende de la montaña con los Doce recién elegidos y presentados con su nombre, y se detiene en pie en un llano. Para Lucas, el estar en pie expresa la majestad y la autoridad de Jesús; el lugar llano da a entender el dilatado horizonte al que Jesús dirige su palabra, algo que Lucas subraya luego cuando nos dice que, además de los Doce con los que había descendido del monte, «un grupo grande de discípulos y de pueblo, procedente de toda Judea, de Jerusalén y de la costa de Tiro y Sidón, venían a oírlo y a que los curara.» (6, 17s). Dentro del significado universal de la predicación que se aprecia en este escenario aparece, sin embargo, como un hecho específico el que Lucas —al igual que Mateo— diga luego: «Levantando los ojos hacia sus discípulos, les dijo.» (Lc 6,20). Ambas cosas son ciertas: el Sermón de la Montaña está dirigido a todo el mundo, en el presente y en el futuro, pero exige ser discípulo y sólo se puede entender y vivir siguiendo a Jesús, caminando con El. Ciertamente, las siguientes reflexiones no tienen como objetivo interpretar el Sermón de la Montaña versículo por versículo; deseo escoger sólo tres elementos en los que, a mi parecer, el mensaje de Jesús y su figura se nos presentan con mayor claridad. En primer lugar las Bienaventuranzas. En segundo lugar quisiera reflexionar sobre la nueva versión de la Torá que Jesús nos ofrece; aquí Jesús entra en diálogo con Moisés y con las tradiciones de Israel. En un importante libro titulado A Rabbi Talks with Jesús [Un rabino habla con Jesús], el gran erudito judío Jacob Neusner se introduce, por así decirlo, entre los oyentes del Sermón de la Montaña e intenta entrar en conversación con Jesús. Este debate respetuoso y sincero del judío practicante con Jesús, el hijo de Abraham, me ha hecho ver, de un modo mucho más claro que otras interpretaciones del Sermón de la Montaña que conozco, la grandeza de la palabra de Jesús y la opción ante la que nos pone el Evangelio. Así, en un parágrafo me gustaría intervenir también yo como cristiano en la conversación del rabino con Jesús para entender mejor lo que es auténticamente 33


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judío y lo que constituye el misterio de Jesús. Por último, una parte importante del Sermón de la Montaña se dedica a la oración —no podía ser de otro modo— y culmina en el Padrenuestro, con el que Jesús quiere enseñar a los discípulos de todos los tiempos a rezar, a ponerlos ante el rostro de Dios, y así guiarlos por el camino de la vida.

1. LAS BIENAVENTURANZAS Las Bienaventuranzas han sido consideradas con frecuencia como la antítesis neotestamentaria del Decálogo, como la ética superior de los cristianos, por así decirlo, frente a los mandamientos del Antiguo Testamento. Esta interpretación confunde por completo el sentido de las palabras de Jesús. Jesús ha dado siempre por descontada la validez del Decálogo (cf. p. ej. Mc 10, 19; Lc 16, 17); en el Sermón de la Montaña se recogen y profundizan los mandamientos de la segunda tabla de la Ley, pero no son abolidos (cf. Mt 5,21-48); esto estaría en total contradicción con la afirmación fundamental que inicia esta enseñanza sobre el Decálogo: «No creáis que he venido a abolir la Ley o los profetas; no he venido a abolir, sino a dar plenitud. Os aseguro que antes pasarán el cielo y la tierra que deje de cumplirse hasta la última letra o tilde de la Ley» (Mt 5, 17s). Sobre esta frase, que sólo aparentemente parece contradecir el mensaje de Pablo, tendremos que volver tras el diálogo entre Jesús y el rabino. Por ahora baste notar que Jesús no piensa abolir el Decálogo, sino que, por el contrario, lo refuerza. Pero entonces, ¿qué son las Bienaventuranzas? En primer lugar se insertan en una larga tradición de mensajes del Antiguo Testamento como los que encontramos, por ejemplo, en el Salmo 1 y en el texto paralelo de Jeremías 17, 7s: «Dichoso el hombre que confía en el Señor...». Son palabras de promesa que sirven al mismo tiempo como discernimiento de espíritus y que se convierten así en palabras orientadoras. El marco en el que Lucas sitúa el Sermón de la Montaña ilustra claramente a quién van destinadas en modo particular las Bienaventuranzas de Jesús: «Levantando los ojos hacia sus discípulos...». Cada una de las afirmaciones de las Bienaventuranzas nacen de la mirada dirigida a los discípulos; describen, por así decirlo, su situación fáctica: son pobres, están hambrientos, lloran, son odiados y perseguidos (cf. Lc 6, 20ss). Han de ser entendidas como calificaciones prácticas, pero también teológicas, de los discípulos, de aquellos que siguen a Jesús y se han convertido en su familia. A pesar de la situación concreta de amenaza inminente en que Jesús ve a los suyos, ésta se convierte en promesa cuando se la mira con la luz que viene del Padre. Referidas a la comunidad de los discípulos de Jesús, las Bienaventuranzas son una paradoja: se invierten los criterios del mundo apenas se ven las cosas en la perspectiva correcta, esto es, desde la escala de valores de Dios, que es distinta de la del mundo. Precisamente los que según los criterios del mundo son considerados pobres y perdidos son los realmente felices, los bendecidos, y pueden alegrarse y regocijarse, no obstante todos sus sufrimientos. Las Bienaventuranzas son promesas en las que resplandece la nueva imagen del mundo y del hombre que Jesús inaugura, y en las que «se invierten los valores». Son promesas escatológicas, pero no debe entenderse como si el júbilo que anuncian deba trasladarse a un futuro infinitamente lejano o sólo al más allá. Cuando el hombre empieza a mirar y a vivir a través de Dios, cuando camina con Jesús, entonces vive con nuevos criterios y, por tanto, ya ahora algo del éschaton, de lo que está por venir, está presente. Con Jesús, entra alegría en la tribulación. Las paradojas que Jesús presenta en las Bienaventuranzas expresan la auténtica situación del creyente en el mundo, tal como las ha descrito Pablo repetidas veces a la luz de su experiencia de vida y sufrimiento como apóstol: «Somos los impostores que dicen la verdad, los desconocidos conocidos de sobra, los moribundos que están bien vivos, los sentenciados nunca ajusticiados, los afligidos siempre alegres, los pobres que enriquecen a muchos, los necesitados que todo lo poseen» (2 Co 6, 8-10). «Nos aprietan por todos los lados, pero no nos aplastan; estamos apurados, pero no desesperados; acosados pero no abandonados; nos derriban pero no nos rematan.» (2 Co 4, 8-10). Lo que en las Bienaventuranzas del Evangelio de Lucas es consuelo y promesa, en Pablo es experiencia viva del Apóstol. Se siente «el último», como un condenado a muerte y convertido en espectáculo para el mundo, sin patria, insultado, denostado (cf. 1 Co 4, 9-13). Y a pesar de todo experimenta una alegría sin límites; precisamente como quien se ha entregado, quien se ha dado a sí mismo para llevar a Cristo a los hombres, experimenta la íntima relación entre cruz y resurrección: estamos expuestos a la muerte «para que también la vida de 34


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Jesús se manifieste en nuestro cuerpo» (2 Co 4,11). Cristo sigue sufriendo en sus enviados, su lugar sigue siendo la cruz. Sin embargo, Él es de manera definitiva el Resucitado. Y si el enviado de Jesús en este mundo está aún inmerso en la pasión de Jesús, ahí se puede percibir también la gloria de la resurrección, que da una alegría, una «beatitud» mayor que toda la dicha que se haya podido experimentar antes en el mundo. Sólo ahora sabe lo que es realmente la «felicidad», la auténtica «bienaventuranza», y al mismo tiempo se da cuenta de lo mísero que era lo que, según los criterios habituales, se consideraba como satisfacción y felicidad. En las paradojas vividas por san Pablo, que se corresponden con las paradojas de las Bienaventuranzas, se manifiesta lo mismo que Juan había expresado de otro modo al describir la cruz del Señor como «elevación», como entronización en las alturas de Dios. Juan reúne en una palabra cruz y resurrección, cruz y elevación, pues para él lo uno es inseparable de lo otro. La cruz es el acto del «éxodo», el acto del amor que se toma en serio y llega «hasta el extremo» (Jn 13, 1), y por ello es el lugar de la gloria, del auténtico contacto y unión con Dios, que es Amor (cf. 1 Jn 4, 7.16). Así, esta visión de Juan condensa y nos hace comprensible en definitiva lo que significan las paradojas del Sermón de la Montaña. Estas observaciones sobre Pablo y Juan nos han permitido ver dos cosas: las Bienaventuranzas expresan lo que significa ser discípulo. Se hacen más concretas y reales cuanto más se entregan los discípulos a su misión, como hemos podido comprobar de un modo ejemplar en Pablo. Lo que significan no se puede explicar de un modo puramente teórico; se proclama en la vida, en el sufrimiento y en la misteriosa alegría del discípulo que sigue plenamente al Señor. Esto deja claro un segundo aspecto: el carácter cristológico de las Bienaventuranzas. El discípulo está unido al misterio de Cristo y su vida está inmersa en la comunión con Él: «Vivo yo, pero no soy yo, es Cristo quien vive en mí (Ga 2, 20). Las Bienaventuranzas son la transposición de la cruz y la resurrección a la existencia del discípulo. Pero son válidas para los discípulos porque primero se han hecho realidad en Cristo como prototipo. Esto resulta más claro si analizamos la versión de las Bienaventuranzas en Mateo (cf. Mt 5,3-12). Quien lee atentamente el texto descubre que las Bienaventuranzas son como una velada biografía interior de Jesús, como un retrato de su figura. Él, que no tiene donde reclinar la cabeza (cf. Mt 8, 20), es el auténtico pobre; El, que puede decir de sí mismo: Venid a mí, porque soy sencillo y humilde de corazón (cf. Mt 11, 29), es el realmente humilde; Él es verdaderamente puro de corazón y por eso contempla a Dios sin cesar. Es constructor de paz, es aquel que sufre por amor de Dios: en las Bienaventuranzas se manifiesta el misterio de Cristo mismo, y nos llaman a entrar en comunión con El. Pero precisamente por su oculto carácter cristológico las Bienaventuranzas son señales que indican el camino también a la Iglesia, que debe reconocer en ellas su modelo; orientaciones para el seguimiento que afectan a cada fiel, si bien de modo diferente, según las diversas vocaciones. Analicemos más detenidamente las distintas partes de la serie de las Bienaventuranzas. Encontramos en primer lugar la expresión enigmática, de los «pobres de espíritu», que tantos han intentado descifrar. Esta expresión aparece en los rollos de Qumrán como autodefinición de los piadosos. Éstos se llamaban también «los pobres de la gracia», «los pobres de tu redención» o simplemente «los pobres» (Gnilka I, p. 121). Con estos nombres expresan su conciencia de ser el verdadero Israel; de hecho recogen con ello tradiciones profundamente enraizadas en la fe de Israel. En los tiempos de la conquista de Judea por los babilonios, el 90 por ciento de los habitantes de la región podía contarse entre los pobres; dada la política fiscal persa tras el exilio, se volvió a crear una dramática situación de pobreza. La antigua concepción de que al justo le va bien y que la pobreza es consecuencia de una mala vida (relación entre la conducta y la calidad de vida) ya no se podía sostener. Ahora, precisamente en su pobreza, Israel se siente cercano a Dios; reconoce que precisamente los pobres, en su humildad, están cerca del corazón de Dios, al contrario de los ricos con su arrogancia, que sólo confían en sí mismos. En muchos Salmos se expresa la devoción de los pobres que de este modo fue madurando; ellos se reconocen como el verdadero Israel. En la piedad de estos Salmos, en ese profundo dirigirse a la bondad de Dios, en la bondad y en la humildad humanas que así se iban formando, en la vigilante espera del amor 35


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salvador de Dios, se desarrolla esa apertura del corazón que ha abierto las puertas a Cristo. María y José, Simeón y Ana, Zacarías e Isabel, los pastores de Belén, los Doce llamados por el Señor a formar el círculo más estrecho de los discípulos, todos pertenecen a estos ambientes que se distancian de los fariseos y saduceos, y también de Qumrán, no obstante una cierta proximidad espiritual; en ellos comienza el Nuevo Testamento, que se sabe en total armonía con la fe de Israel, y que se orienta hacia una pureza cada vez mayor. Aquí también ha madurado calladamente esa actitud ante Dios que Pablo desarrolló después en su teología de la justificación: son hombres que no alardean de sus méritos ante Dios. No se presentan ante Él como si fueran socios en pie de igualdad, que reclaman la compensación correspondiente a su aportación. Son hombres que se saben pobres también en su interior, personas que aman, que aceptan con sencillez lo que Dios les da, y precisamente por eso viven en íntima conformidad con la esencia y la palabra de Dios. Las palabras de santa Teresa de Lisíeux de que un día se presentaría ante Dios con las manos vacías y las tendería abiertas hacia El, describen el espíritu de estos pobres de Dios: llegan con las manos vacías, no con manos que agarran y sujetan, sino con manos que se abren y dan, y así están preparadas para la bondad de Dios que da. Estando así las cosas, no hay contradicción alguna entre Mateo —que habla de los pobres en espíritu— y Lucas, según el cual el Señor se dirige simplemente a los «pobres». Se ha dicho que Mateo ha espiritualizado el concepto de pobreza, entendido por Lucas originalmente en sentido exclusivamente material y real, y que de ese modo lo ha privado de su radicalidad. Quien lee el Evangelio de Lucas sabe perfectamente que es él precisamente quien nos presenta a los «pobres en espíritu», que eran, por así decirlo, el grupo sociológico en el que pudo comenzar el camino terreno de Jesús y de su mensaje. Y, al contrario, está claro que Mateo se mantiene totalmente en la tradición de la piedad de los Salmos y, por tanto, en la visión del verdadero Israel que en ellos había hallado expresión. La pobreza de que se habla nunca es un simple fenómeno material. La pobreza puramente material no salva, aun cuando sea cierto que los más perjudicados de este mundo pueden contar de un modo especial con la bondad de Dios. Pero el corazón de los que no poseen nada puede endurecerse, envenenarse, ser malvado, estar por dentro lleno de afán de poseer, olvidando a Dios y codiciando sólo bienes materiales. Por otro lado, la pobreza de que se habla aquí tampoco es simplemente una actitud espiritual. Ciertamente, la radicalidad que se nos propone en la vida de tantos cristianos auténticos, desde el padre del monacato Antonio hasta Francisco de Asís y los pobres ejemplares de nuestro siglo, no es para todos. Pero la Iglesia, para ser comunidad de los pobres de Jesús, necesita siempre figuras capaces de grandes renuncias; necesita comunidades que le sigan, que vivan la pobreza y la sencillez, y con ello muestren la verdad de las Bienaventuranzas para despertar la conciencia de todos, a fin de que entiendan el poseer sólo como servicio y, frente a la cultura del tener, contrapongan la cultura de la libertad interior, creando así las condiciones de la justicia social. El Sermón de la Montaña como tal no es un programa social, eso es cierto. Pero sólo donde la gran orientación que nos da se mantiene viva en el sentimiento y en la acción, sólo donde la fuerza de la renuncia y la responsabilidad por el prójimo y por toda la sociedad surge como fruto de la fe, sólo allí puede crecer también la justicia social. Y la Iglesia en su conjunto debe ser consciente de que ha de seguir siendo reconocible como la comunidad de los pobres de Dios. Igual que el Antiguo Testamento se ha abierto a la renovación con respecto a la Nueva Alianza a partir de los pobres de Dios, toda nueva renovación de la Iglesia puede partir sólo de aquellos en los que vive la misma humildad decidida y la misma bondad dispuesta al servicio. Con todo, hasta ahora sólo nos hemos ocupado de la primera mitad de la primera Bienaventuranza: «Bienaventurados los pobres de espíritu»; tanto en Lucas como en Mateo la correspondiente promesa es: «Vuestro (de ellos) es el Reino de Dios (el reino de los cielos)» (Lc 6, 20; Mt 5, 3). El «Reino de Dios» es la categoría fundamental del mensaje de Jesús; aquí se introduce en las Bienaventuranzas: este contexto resulta importante para entender correctamente una expresión tan debatida. Lo hemos visto ya al 36


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examinar más de cerca el significado de la expresión «Reino de Dios», y tendremos que recordarlo alguna vez más en las reflexiones siguientes. Pero quizás sea bueno que, antes de avanzar en la meditación del texto, nos centremos un momento en esa figura de la historia de la fe que de manera intensa ha traducido esta Bienaventuranza en la existencia humana: Francisco de Asís. Los santos son los verdaderos intérpretes de la Sagrada Escritura. El significado de una expresión resulta mucho más comprensible en aquellas personas que se han dejado ganar por ella y la han puesto en práctica en su vida. La interpretación de la Escritura no puede ser un asunto meramente académico ni se puede relegar a un ámbito exclusivamente histórico. Cada paso de la Escritura lleva en sí un potencial de futuro que se abre sólo cuando se viven y se sufren a fondo sus palabras. Francisco de Asís entendió la promesa de esta bienaventuranza en su máxima radicalidad; hasta el punto de despojarse de sus vestiduras y hacerse proporcionar otra por el obispo como representante de la bondad paterna de Dios, que viste a los lirios del campo con más esplendor que Salomón con todas sus galas (cf. Mt 6, 28s). Esta humildad extrema era para Francisco sobre todo libertad para servir, libertad para la misión, confianza extrema en Dios, que se ocupa no sólo de las flores del campo, sino sobre todo de sus hijos; significaba un correctivo para la Iglesia de su tiempo, que con el sistema feudal había perdido la libertad y el dinamismo del impulso misionero; significaba una íntima apertura a Cristo, con quien, mediante la llaga de los estigmas, se identifica plenamente, de modo que ya no vivía para sí mismo, sino que como persona renacida vivía totalmente por Cristo y en Cristo. Francisco no tenía intención de fundar ninguna orden religiosa, sino simplemente reunir de nuevo al pueblo de Dios para escuchar la Palabra sin que los comentarios eruditos quitaran rigor a la llamada. No obstante, con la fundación de la Tercera Orden aceptó luego la distinción entre el compromiso radical y la necesidad de vivir en el mundo. Tercera Orden significa aceptar en humildad la propia tarea de la profesión secular y sus exigencias, allí donde cada uno se encuentre, pero aspirando al mismo tiempo a la más íntima comunión con Cristo, como la que el santo de Asís alcanzó. «Tener como si no se tuviera» (cf. 1 Co 7, 29ss): aprender esta tensión interior como la exigencia quizás más difícil y poder revivirla siempre, apoyándose en quienes han decidido seguir a Cristo de manera radical, éste es el sentido de la Tercera Orden, y ahí se descubre lo que la Bienaventuranza puede significar para todos. En Francisco se ve claramente también lo que «Reino de Dios» significa. Francisco pertenecía de lleno a la Iglesia y, al mismo tiempo, figuras como él despiertan en ella la tensión hacia su meta futura, aunque ya presente: el Reino de Dios está cerca... Pasemos por alto, de momento, la segunda Bienaventuranza del Evangelio de Mateo y vayamos directamente a la tercera [según el orden de la Vulgata], que está estrechamente relacionada con la primera: «Dichosos los sufridos (mansos) porque heredarán la tierra» (5,4). La traducción alemana de la Sagrada Escritura de la palabra griega praeis (de prays) es: «los que no utilizan la violencia». Se trata de una restricción del término griego, que encierra una rica carga de tradición. Esta afirmación es prácticamente la cita de un Salmo: «Los humildes (mansos) heredarán la tierra» (Sal37, 11). La expresión «los humildes», en la Biblia griega, traduce la palabra hebrea anawim, con la que se designaba a los pobres de Dios, de los que hemos hablado en la primera Bienaventuranza. Así pues, la primera y la tercera Bienaventuranza en gran medida coinciden; la tercera vuelve a poner de manifiesto un aspecto esencial de lo que significa vivir la pobreza a partir de Dios y en la perspectiva de Dios. Sin embargo, el espectro se amplía más si consideramos otros textos en los que aparece la misma palabra. En el Libro de los Números se dice: «Moisés era un hombre muy humilde, el hombre más humilde sobre la tierra» (12, 3). ¿Cómo no pensar a este respecto en las palabras de Jesús: «Cargad con mi yugo y aprended de mí, que soy manso y humilde de corazón»? (Mt 11,29). Cristo es el nuevo, el verdadero Moisés (ésta es la idea fundamental que recorre todo el Sermón de la Montaña); en El se hace presente esa bondad pura que corresponde precisamente a Aquel que es grande, al que tiene el dominio. Podemos profundizar todavía un poco más considerando una ulterior relación entre el Antiguo y el Nuevo Testamento basada en la palabra prays, humilde, manso. En el profeta Zacarías encontramos la siguiente promesa de salvación: «Alégrate, hija de Sión; canta, hija de Jerusalén; mira a tu rey que viene a ti justo y victorioso, modesto y cabalgando en un asno, en un pollino de borrica. Destruirá los carros... 37


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Romperá los arcos guerreros, dictará la paz a las naciones. Dominará de mar a mar.» (9, 9s). Se anuncia un rey pobre, un rey que no gobierna con poder político y militar. Su naturaleza más íntima es la humildad, la mansedumbre ante Dios y ante los hombres. Esa esencia, que lo contrapone a los grandes reyes del mundo, se manifiesta en el hecho de que llega montado en un asno, la cabalgadura de los pobres, imagen que contrasta con los carros de guerra que él rechaza. Es el rey de la paz, y lo es gracias al poder de Dios, no al suyo propio. Y hay que añadir otro aspecto: su reinado es universal, abarca toda la tierra. «De mar a mar»: detrás de esta expresión está la imagen del disco terrestre circundado por las aguas, que nos hace intuir la extensión universal de su reinado. Con razón, pues, afirma Karl Elliger que para nosotros «a través de la niebla se hace visible con sorprendente nitidez la figura de Aquel... que ha traído realmente la paz a todo el mundo, de Aquel que está por encima de toda razón, al renunciar en su obediencia filial a todo uso de la violencia y padeciendo hasta que fue rescatado del sufrimiento por el Padre, y que ahora construye continuamente su reino solamente mediante la palabra de la paz.» (ATD 25, 151). Sólo así comprendemos todo el alcance del relato del Domingo de Ramos, entendemos a Lucas cuando nos dice (cf. 19, 30) —de modo parecido a Juan— que Jesús mandó a sus discípulos que le llevaran una borrica con su pollino: «Eso ocurrió para que se cumpliera lo que los profetas habían anunciado. Decid a la hija Sión: "Mira a tu rey que viene a ti, humilde, montado en un asno..."» (Mt 21, 5; cf. Jn 12, 15). Por desgracia, la traducción alemana de estos pasajes ha oscurecido esta conexión al utilizar diferentes palabras para el término prays. En un amplio arco de textos —que van desde el Libro de los Números (cap. 12), pasando por Zacarías (cap. 9), hasta las Bienaventuranzas y el relato del Domingo de Ramos— se puede reconocer esta visión de Jesús como rey de la paz que rompe las fronteras que separan a los pueblos y crea un espacio de paz «de mar a mar». Con su obediencia nos llama a entrar en esa paz, la establece en nosotros. Por un lado la palabra «manso, humilde» forma parte del vocabulario del pueblo de Dios, del Israel que en Cristo se ha hecho universal, pero al mismo tiempo es una palabra regia, que nos descubre la esencia de la nueva realeza de Cristo. En este sentido, podríamos decir que es una palabra tanto cristológica como eclesiológica; en cualquier caso, nos llama a seguir a Aquel que en su entrada en Jerusalén a lomos de una borrica nos manifiesta toda la esencia de su remado. En el texto del Evangelio de Mateo, esta tercera Bienaventuranza va unida a la promesa de la tierra: «Dichosos los humildes porque heredarán la tierra». ¿Qué quiere decir? La esperanza de una tierra es parte del núcleo original de la promesa a Abraham. Cuando el pueblo de Israel peregrina por el desierto, tiene como meta la tierra prometida. En el exilio, Israel espera regresar a su tierra. Pero no debemos pasar por alto ni por un instante que la promesa de la tierra va claramente más allá de la simple idea de poseer un trozo de tierra o un territorio nacional, como corresponde a todo pueblo. En la lucha de liberación del pueblo de Israel para salir de Egipto aparece en primer plano sobre todo el derecho a la libertad de adorar, a la libertad de un culto propio y, a medida que avanza la historia del pueblo elegido, la promesa de la tierra adquiere de un modo cada vez más claro el siguiente sentido: la tierra se concede para que ésta sea un lugar de obediencia, un espacio abierto a Dios y para que el país se libere de la abominación de la idolatría. Un contenido esencial del concepto de libertad y de tierra es la idea de la obediencia a Dios y del modo correcto de tratar el mundo. En esta perspectiva se puede también entender el exilio, la privación de la tierra: se había convertido en un espacio de culto a los ídolos, de desobediencia y, así, la posesión de la tierra contradecía su razón de ser. A partir de aquí se pudo ir desarrollando un modo nuevo, positivo, de entender la diáspora: Israel estaba diseminada por el mundo para crear por doquier espacio para Dios y, con ello, dar a la creación el sentido indicado en el primer relato del Génesis (cf. Gn 1,1-2,4). El sábado es el fin de la creación, indica su razón de ser: ésta existe porque Dios quería crear un espacio de respuesta a su amor, un lugar de obediencia y libertad. Así, de esta manera, en la sufrida aceptación de la historia de Israel con Dios se ha ido desarrollando gradualmente una ampliación y profundización de la idea de la tierra relacionada cada vez menos con la posesión nacional y cada vez más con el derecho universal de Dios sobre el mundo. Naturalmente, en un primer momento, se puede ver en la relación entre «humildad» y promesa de la tierra una normalísima sabiduría histórica: los conquistadores van y vienen. Quedan los sencillos, los 38


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humildes, los que cultivan la tierra y continúan con la siembra y la cosecha entre penas y alegrías. Los humildes, los sencillos, son también desde el punto de vista puramente histórico más estables que los que usan la violencia. Pero hay algo más. La progresiva universalización del concepto de tierra a partir de los fundamentos teológicos de la esperanza se corresponde también con el horizonte universal que hemos encontrado en la promesa de Zacarías: la tierra del Rey de la paz no es un Estado nacional, se extiende «de mar a mar». La paz tiende a la superación de las fronteras y a un mundo nuevo, renovado por la paz que procede de Dios. El mundo pertenece al final a los «humildes», a los pacíficos, nos dice el Señor. Debe ser la «tierra del rey de la paz». La tercera Bienaventuranza nos invita a vivir en esta perspectiva. Para nosotros los cristianos, cada reunión eucarística es un lugar donde reina el Rey de la paz. De este modo, la comunidad universal de la Iglesia de Jesucristo es un proyecto anticipador de la «tierra» de mañana, que deberá llegar a ser una tierra en la que reina la paz de Jesucristo. También aquí se ve la gran consonancia entre la tercera Bienaventuranza y la primera: nos permite ver algo mejor lo que significa el «Reino de Dios», aun cuando esta expresión va más allá de la promesa de la tierra. Con esto hemos anticipado ya la séptima Bienaventuranza: «Dichosos los que trabajan por la paz, porque ellos serán llamados hijos de Dios» (Mt 5,9). Un par de breves indicaciones bastarán para explicar estas palabras fundamentales de Jesús. Ante todo, permiten entrever el trasfondo de la historia universal. En el relato de la infancia de Jesús, Lucas había dejado ver el contraste entre este niño y el todopoderoso emperador Augusto, ensalzado como «salvador de todo el género humano» y el gran portador de paz. César ya había pretendido antes el título de «pacificador de la ecumene». En los creyentes de Israel salta a la memoria Salomón, cuyo nombre incluye el vocablo shalom, «paz». El Señor había prometido a David: «En sus días concederé paz y tranquilidad a Israel... Será para mí un hijo y yo seré para él un padre» (1 Cro 22, 9s). Con ello se pone en evidencia la relación entre filiación divina y realeza de la paz: Jesús es el Hijo, y lo es realmente. Por eso sólo El es el verdadero «Salomón», el que trae la paz. Establecer la paz es inherente a la naturaleza del ser Hijo. La séptima Bienaventuranza, pues, invita a ser y a realizar lo que el Hijo hace, para así llegar a ser «hijos de Dios». Esto vale en primer lugar en el ámbito restringido de la vida de cada uno. Comienza con esa decisión fundamental que Pablo apasionadamente nos pide en nombre de Dios: «En nombre de Cristo os pedimos que os reconciliéis con Dios» (2 Co 5, 20). La enemistad con Dios es el punto de partida de toda corrupción del hombre; superarla, es el presupuesto fundamental para la paz en el mundo. Sólo el hombre reconciliado con Dios puede estar también reconciliado y en armonía consigo mismo, y sólo el hombre reconciliado con Dios y consigo mismo puede crear paz a su alrededor y en todo el mundo. Pero la resonancia política que se percibe tanto en el relato lucano de la infancia de Jesús como aquí, en las Bienaventuranzas de Mateo, muestra todo el alcance de esta palabra. Que haya paz en la tierra (cf. Lc 2, 14) es voluntad de Dios y, por tanto, también una tarea encomendada al hombre. El cristiano sabe que el perdurar de la paz va unido a que el hombre se mantenga en la eudokía de Dios, en su «beneplácito». El empeño de estar en paz con Dios es una parte esencial del propósito por alcanzar la «paz en la tierra»; de ahí proceden los criterios y las fuerzas necesarias para realizar este compromiso. Cuando el hombre pierde de vista a Dios fracasa la paz y predomina la violencia, con atrocidades antes impensables, como lo vemos hoy de manera sobradamente clara. Volvamos a la segunda Bienaventuranza: «Dichosos los afligidos, porque ellos serán consolados». ¿Es bueno estar afligidos y llamar bienaventurada a la aflicción? Hay dos tipos de aflicción: una, que ha perdido la esperanza, que ya no confía en el amor y la verdad, y por ello abate y destruye al hombre por dentro; pero también existe la aflicción provocada por la conmoción ante la verdad y que lleva al hombre a la conversión, a oponerse al mal. Esta tristeza regenera, porque enseña a los hombres a esperar y amar de nuevo. Un ejemplo de la primera aflicción es Judas, quien —profundamente abatido por su caída— pierde la esperanza y lleno de desesperación se ahorca. Un ejemplo del segundo tipo de aflicción es Pedro que, conmovido ante la mirada del Señor, prorrumpe en un llanto salvador: las lágrimas labran la tierra de su alma. Comienza de nuevo y se transforma en un hombre nuevo.

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Este tipo positivo de aflicción, que se convierte en fuerza para combatir el poder del mal, queda reflejado de modo impresionante en Ezequiel 9,4. Seis hombres reciben el encargo de castigar a Jerusalén, el país que estaba cubierto de sangre, la ciudad llena de violencia (cf. 9, 9). Pero antes, un hombre vestido de lino debe trazar una «tau» (una especie de cruz) en la frente de los «hombres que gimen y lloran por todas las abominaciones que se cometen en la ciudad» (9, 4), y los marcados quedan excluidos del castigo. Son personas que no siguen la manada, que no se dejan llevar por el espíritu gregario para participar en una injusticia que se ha convertido en algo normal, sino que sufren por ello. Aunque no está en sus manos cambiar la situación en su conjunto, se enfrentan al dominio del mal mediante la resistencia pasiva del sufrimiento: la aflicción que pone límites al poder del mal. La tradición nos ha dejado otro ejemplo de aflicción salvadora: María, al pie de la cruz junto con su hermana, la esposa de Cleofás, y con María Magdalena y Juan. En un mundo plagado de crueldad, de cinismo o de connivencia provocada por el miedo, encontramos de nuevo —como en la visión de Ezequiel— un pequeño grupo de personas que se mantienen fieles; no pueden cambiar la desgracia, pero compartiendo el sufrimiento se ponen del lado del condenado, y con su amor compartido se ponen del lado de Dios, que es Amor. Este sufrimiento compartido nos hace pensar en las palabras sublimes de san Bernardo de Claraval en su comentario al Cantar de los Cantares (Serm. 26, n.5): «impassibilis est Deus, sed non incompassibilis», Dios no puede padecer, pero puede compadecerse. A los pies de la cruz de Jesús es donde mejor se entienden estas palabras: «Dichosos los afligidos, porque ellos serán consolados». Quien no endurece su corazón ante el dolor, ante la necesidad de los demás, quien no abre su alma al mal, sino que sufre bajo su opresión, dando razón así a la verdad, a Dios, ése abre la ventana del mundo de par en par para que entre la luz. A estos afligidos se les promete la gran consolación. En este sentido, la segunda Bienaventuranza guarda una estrecha relación con la octava: «Dichosos los perseguidos a causa de la justicia, porque de ellos es el reino de los cielos». La aflicción de la que habla el Señor es el inconformismo con el mal, una forma de oponerse a lo que hacen todos y que se le impone al individuo como pauta de comportamiento. El mundo no soporta este tipo de resistencia, exige colaboracionismo. Esta aflicción le parece como una denuncia que se opone al aturdimiento de las conciencias, y lo es realmente. Por eso los afligidos son perseguidos a causa de la justicia. A los afligidos se les promete consuelo, a los perseguidos, el Reino de Dios; es la misma promesa que se hace a los pobres de espíritu. Las dos promesas son muy afines: el Reino de Dios, vivir bajo la protección del poder de Dios y cobijado en su amor, éste es el verdadero consuelo. Y a la inversa: sólo entonces será consolado el que sufre; cuando ninguna violencia homicida pueda ya amenazar a los hombres de este mundo que no tienen poder, sólo entonces se secarán sus lágrimas completamente; el consuelo será total sólo cuando también el sufrimiento incomprendido del pasado reciba la luz de Dios y adquiera por su bondad un significado de reconciliación; el verdadero consuelo se manifestará sólo cuando «el último enemigo», la muerte (cf. 1 Co 15, 26), sea aniquilado con todos sus cómplices. Así, la palabra sobre el consuelo nos ayuda a entender lo que significa el «Reino de Dios» (de los cielos) y, viceversa, el «Reino de Dios» nos da una idea del tipo de consuelo que el Señor tiene reservado a todos los que están afligidos o sufren en este mundo. Llegados hasta aquí, debemos añadir algo más: para Mateo, para sus lectores y oyentes, la expresión «los perseguidos a causa de la justicia» tenía un significado profético. Para ellos se trataba de una alusión previa que el Señor hizo sobre la situación de la Iglesia en que estaban viviendo. Se había convertido en una Iglesia perseguida, perseguida «a causa de la justicia». En el lenguaje del Antiguo Testamento «justicia» expresa la fidelidad a la Torá, la fidelidad a la palabra de Dios, como habían reclamado siempre los profetas. Se trata del perseverar en la vía recta indicada por Dios, cuyo núcleo esta formado por los Diez Mandamientos. En el Nuevo Testamento, el concepto equivalente al de justicia en el Antiguo Testamento es el de la «fe»: el creyente es el «justo», el que sigue los caminos de Dios (cf. Sal 1; Jr 17, 58). Pues la fe es caminar con Cristo, en el cual se cumple toda la Ley; ella nos une a la justicia de Cristo mismo.

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Los hombres perseguidos a causa de la justicia son los que viven de la justicia de Dios, de la fe. Como la aspiración del hombre tiende siempre a emanciparse de la voluntad de Dios y a seguirse sólo a sí mismo, la fe aparecerá siempre como algo que se contrapone al «mundo» —a los poderes dominantes en cada momento—, y por eso habrá persecución a causa de la justicia en todos los periodos de la historia. A la Iglesia perseguida de todos los tiempos se le dirige esta palabra de consuelo. En su falta de poder y en su sufrimiento, la Iglesia es consciente de que se encuentra allí donde llega el Reino de Dios. Si, como ocurrió antes con las Bienaventuranzas precedentes, podemos encontrar en la promesa una dimensión eclesiológica, una explicación de la naturaleza de la Iglesia, también aquí nos podemos encontrar de nuevo con el fundamento cristológico de estas palabras: Cristo crucificado es el justo perseguido del que hablan las profecías del Antiguo Testamento, especialmente los cantos del siervo de Dios, y del que también Platón había tenido ya una vaga intuición (La república, II 361e-362a). Y así, Cristo mismo es la llegada del Reíno de Dios. La Bienaventuranza supone una invitación a seguir al Crucificado, dirigida tanto al individuo como a la Iglesia en su conjunto. La Bienaventuranza de los perseguidos contiene en la frase con que se concluyen los macarismos una variante que nos permite entrever algo nuevo. Jesús promete alegría, júbilo, una gran recompensa a los que por causa suya sean insultados, perseguidos o calumniados de cualquier modo (cf. Mt 5,11). Entonces su Yo, el estar de su parte, se convierte en criterio de la justicia y de la salvación. Si bien en las otras Bienaventuranzas la cristología está presente de un modo velado, por así decirlo, aquí el anuncio de Cristo aparece claramente como el punto central del relato. Jesús da a su Yo un carácter normativo que ningún maestro de Israel ni ningún doctor de la Iglesia puede pretender para sí. El que habla así ya no es un profeta en el sentido hasta entonces conocido, mensajero y representante de otro; Él mismo es el punto de referencia de la vida recta, Él mismo es el fin y el centro. A lo largo de las próximas meditaciones podremos apreciar cómo esta cristología directa es un elemento constitutivo del Sermón de la Montaña en su conjunto. Lo que hasta ahora sólo se ha insinuado, se irá desarrollando a medida que avancemos. Escuchemos ahora la penúltima Bienaventuranza, que no hemos tratado todavía: «Dichosos los que tienen hambre y sed de justicia porque ellos serán saciados» (Mt 5, 6). Esta palabra es profundamente afín a la que se refiere a los afligidos que serán consolados: de la misma manera que en aquella reciben una promesa los que no se doblegan a la dictadura de las opiniones y costumbres dominantes, sino que se resisten en el sufrimiento, también aquí se trata de personas que miran en torno a sí en busca de lo que es grande, de la verdadera justicia, del bien verdadero. Para la tradición, esta actitud se encuentra resumida en una expresión que se halla en un estrato del Libro de Daniel. Allí se describe a Daniel como vir desideriorum, el hombre de deseos (9,23 Vlg). La mirada se dirige a las personas que no se conforman con la realidad existente ni sofocan la inquietud del corazón, esa inquietud que remite al hombre a algo más grande y lo impulsa a emprender un camino interior, como los Magos de Oriente que buscan a Jesús, la estrella que muestra el camino hacia la verdad, hacia el amor, hacia Dios. Son personas con una sensibilidad interior que les permite oír y ver las señales sutiles que Dios envía al mundo y que así quebrantan la dictadura de lo acostumbrado. ¿Quién no pensaría aquí en los santos humildes en los que la Antigua Alianza se abre hacia la Nueva y se transforma en ella? ¿En Zacarías e Isabel, en María y José, en Simeón y Ana, quienes, cada uno a su modo, esperan con espíritu vigilante la salvación de Israel y, con su piedad humilde, con la paciencia de su espera y de su deseo, «preparan los caminos» al Señor? Pero, ¿cómo no pensar también en los doce Apóstoles, en hombres (como ya veremos) de procedencias espirituales y sociales muy distintas, que sin embargo en medio de su trabajo y su vida cotidiana mantuvieron el corazón abierto, dispuesto a escuchar la llamada de Aquel que es más grande? ¿O en el celo apasionado de san Pablo por la justicia, que aunque mal encaminado lo prepara para ser derribado por Dios y llevado hacia una nueva clarividencia? Podríamos recorrer así toda la historia. Edith Stein dijo en cierta ocasión que quien busca con sinceridad y apasionadamente la verdad está en el camino de Cristo. De esas personas habla la Bienaventuranza, de esa hambre y esa sed que son dichosas porque llevan a los hombres a Dios, a Cristo, y por eso abren el mundo al Reino de Dios. 41


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Mc parece que éste es el punto en el que habría que decir algo, a partir del Nuevo Testamento, sobre la salvación de los que no conocen a Cristo. El pensamiento contemporáneo tiende a sostener que cada uno debe vivir su religión, o quizás también el ateísmo en que se encuentra. De ese modo alcanzará la salvación. Semejante opinión presupone una imagen de Dios muy extraña y una extraña idea sobre el hombre y el modo correcto de ser hombre. Intentemos explicarlo mediante un par de preguntas prácticas. ¿Se salvará alguien y será reconocido por Dios como un hombre recto, porque ha respetado en conciencia el deber de la venganza sangrienta? ¿Porque se ha comprometido firmemente con y en la «guerra santa»? ¿O porque ha ofrecido en sacrificio determinados animales? ¿O porque ha respetado las abluciones rituales u otras observancias religiosas? ¿Porque ha convertido sus opiniones y deseos en norma de su conciencia y se ha erigido a sí mismo en el criterio a seguir? No, Dios pide lo contrario: exige mantener nuestro espíritu despierto para poder escuchar su hablarnos silencioso, que está en nosotros y nos rescata de la simple rutina conduciéndonos por el camino de la verdad; exige personas que tengan «hambre y sed de justicia»: ése es el camino que se abre para todos; es el camino que finaliza en Jesucristo. Queda aún el Macarismo: «Dichosos los limpios de corazón, porque ellos verán a Dios» (Mt 5, 8). A Dios se le puede ver con el corazón: la simple razón no basta. Para que el hombre sea capaz de percibir a Dios han de estar en armonía todas las fuerzas de su existencia. La voluntad debe ser pura y, ya antes, debe serlo también la base afectiva del alma, que indica a la razón y a la voluntad la dirección a seguir. La palabra «corazón» se refiere precisamente a esta interrelación interna de las capacidades perceptivas del hombre, en la que también entra en juego la correcta unión de cuerpo y alma, como corresponde a la totalidad de la criatura llamada «hombre». La disposición afectiva fundamental del hombre depende precisamente también de esta unidad de alma y cuerpo, así como del hecho de que acepte a la vez su ser cuerpo y su ser espíritu; de que someta el cuerpo a la disciplina del espíritu, pero sin aislar la razón o la voluntad sino que, aceptando de Dios su propio ser, reconozca y viva también la corporeidad de su existencia como riqueza para el espíritu. El corazón, la totalidad del hombre, ha de ser pura, profundamente abierta y libre para que pueda ver a Dios. Teófilo de Antioquía (t c. 180) lo expresó del siguiente modo en un debate: «Si tú me dices: "muéstrame a tu Dios", yo te diré a mi vez: "muéstrame tú al hombre que hay en ti"... En efecto, ven a Dios los que son capaces de mirarlo, porque tienen abiertos los ojos del espíritu... El alma del hombre tiene que ser pura, como un espejo reluciente.» (Ad Autolycum, I, 2.7: PG, VI, 1025.1028). Así surge la pregunta: ¿cómo se vuelve puro el ojo interior del hombre? ¿Cómo se puede retirar la catarata que nubla su mirada o al final la ciega por completo? La tradición mística del «camino de purificación», que asciende hasta la «unión», ha intentado dar una respuesta a esta pregunta. Ante todo, debemos leer las Bienaventuranzas en el contexto bíblico. Allí encontramos el tema, sobre todo en el Salmo 24, expresión de una antigua liturgia de entrada en el santuario: «¿Quién puede subir al monte del Señor? ¿Quién puede estar en su recinto sacro? El hombre de manos inocentes y puro corazón, que no confía en los ídolos, ni jura contra el prójimo en falso» (v. 3s). Ante la puerta del templo surge la pregunta de quién puede estar allí, cerca del Dios vivo: las condiciones son «manos inocentes y puro corazón». El Salmo explica de varios modos el contenido de estas condiciones para entrar en la morada de Dios. Una condición indispensable es que las personas que quieran llegar a la casa de Dios pregunten por Él, busquen su rostro (v. 6): por tanto, como requisito fundamental vuelve a aparecer la misma actitud que hemos encontrado descrita antes en las palabras «hambre y sed de justicia». Preguntar por Dios, buscar su rostro: ésa es la primera condición para subir al encuentro con Dios. Pero ya antes, como contenido del concepto de manos inocentes y puro corazón, se ha indicado la exigencia de que el hombre no jure en falso contra el prójimo: esto es, la honradez, la sinceridad, la justicia con el prójimo y con la sociedad, eso que podríamos denominar el ethos social, pero que en realidad llega hasta lo más hondo del corazón. El Salmo 15 lo desarrolla aún más, de forma que se puede decir que la condición para llegar a Dios es simplemente el contenido esencial del Decálogo, poniendo el acento en la búsqueda interior de Dios, en el caminar hacia Él (primera tabla) y en el amor al prójimo, en la justicia para con el individuo y la 42


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comunidad (segunda tabla). No se mencionan condiciones basadas específicamente en el conocimiento que procede de la revelación, sino el «preguntar por Dios» y los fundamentos de la justicia que una conciencia atenta —despierta precisamente gracias a la búsqueda de Dios— le dice a cada uno. Las consideraciones que hemos hecho precedentemente sobre la cuestión de la salvación tienen aquí una ulterior confirmación. Sin embargo, en boca de Jesús la palabra adquiere una nueva profundidad. Es propio de su naturaleza específica el ver a Dios, el estar cara a cara delante de El, en un continuo intercambio interior con El, viviendo su existencia como Hijo. Así la expresión adquiere un valor profundamente cristológico. Veremos a Dios cuando entremos en los mismos «sentimientos de Cristo» (Flp 2,5). La purificación del corazón se produce al seguir a Cristo, al ser uno con El. «Vivo yo, pero no soy yo, es Cristo quien vive en mí» (Ga 2, 20). Y aquí surge algo nuevo: el ascenso a Dios se produce precisamente en el descenso del servicio humilde, en el descenso del amor, que es la esencia de Dios y, por eso, la verdadera fuerza purificadora que capacita al hombre para percibir y ver a Dios. En Jesucristo Dios mismo se manifiesta en ese descenso: «El cual, a pesar de su condición divina, no hizo alarde de su categoría de Dios; al contrario, se despojó de su rango y tomó la condición de esclavo, pasando por uno de tantos... se rebajó hasta someterse incluso a la muerte, y una muerte de cruz. Por eso Dios lo exaltó.» (Flp 2, 6-9). Estas palabras marcan un cambio decisivo en la historia de la mística. Muestran la novedad de la mística cristiana, que procede de la novedad de la revelación en Cristo Jesús. Dios desciende hasta la muerte en la cruz. Y precisamente así se revela en su verdadero carácter divino. El ascenso a Dios se produce cuando se le acompaña en ese descenso. La liturgia de entrada en el santuario del Salmo 24 adquiere así un nuevo significado: el corazón puro es el corazón que ama, que entra en comunión de servicio y de obediencia con Jesucristo. El amor es el fuego que purifica y une razón, voluntad y sentimiento, que unifica al hombre en sí mismo gracias a la acción unificadora de Dios, de forma que se convierte en siervo de la unificación de quienes estaban divididos: así entra el hombre en la morada de Dios y puede verlo. Y eso significa precisamente ser bienaventurado. Tras este intento de profundizar algo más en la visión interior de las Bienaventuranzas —no tratamos aquí el tema de los «misericordiosos» del que nos ocuparemos en el contexto de la parábola del buen samaritano— hemos de plantearnos todavía brevemente un par de preguntas más con el fin de entender el conjunto. En Lucas, tras las Bienaventuranzas siguen cuatro invectivas: «Ay de vosotros, los ricos... Ay de vosotros, los que estáis saciados... Ay de los que ahora reís... Ay si todo el mundo habla bien de vosotros...»(Lc 6,24-26). Estas palabras nos asustan. ¿Qué debemos pensar? En primer lugar, se puede constatar que de esta manera Jesús sigue el esquema que encontramos también en Jeremías 17 y en el Salmo 1: a la descripción del recto camino, que lleva al hombre a la salvación, se contrapone la señal de peligro que desenmascara las promesas y ofertas falsas, con el fin de evitar que el hombre tome un camino que le llevaría fatalmente a un precipicio mortal. Esto mismo lo volveremos a encontrar en la parábola del rico epulón y del pobre Lázaro. Quien comprende correctamente los signos de esperanza que se nos ofrecen en las Bienaventuranzas, reconoce aquí fácilmente las actitudes contrarias que atan al hombre a lo aparente, lo provisional, y que llevándolo a la pérdida de su grandeza y profundidad, y con esto a la pérdida de Dios y del prójimo, lo encaminan a la ruina. De esta manera, sin embargo, se hace comprensible también la verdadera intención de estas señales de peligro: las invectivas no son condenas, no son expresión de odio, envidia o enemistad. No se trata de una condena, sino de una advertencia que quiere salvar. Pero ahora se plantea la cuestión fundamental: ¿es correcta la orientación que el Señor nos da en las Bienaventuranzas y en las advertencias contrarias? ¿Es realmente malo ser rico, estar satisfecho, reír, que hablen bien de nosotros? Friedrich Nietzsche se apoyó precisamente en este punto para su iracunda crítica al cristianismo. No sería la doctrina cristiana lo que habría que criticar: se debería censurar la moral del cristianismo como un «crimen capital contra la vida». Y con «moral del cristianismo» quería referirse exactamente al camino que nos señala el Sermón de la Montaña. 43


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«¿Cuál había sido hasta hoy el mayor pecado sobre la tierra? ¿No había sido quizás la palabra de quien dijo: "Ay de los que ríen"?». Y contra las promesas de Cristo dice: no queremos en absoluto el reino de los cielos. «Nosotros hemos llegado a ser hombres, y por tanto queremos el reino de la tierra». La visión del Sermón de la Montaña aparece como una religión del resentimiento, como la envidia de los cobardes e incapaces, que no están a la altura de la vida, y quieren vengarse con las Bienaventuranzas, exaltando su fracaso e injuriando a los fuertes, a los que tienen éxito, a los que son afortunados. A la amplitud de miras de Jesús se le opone una concentración angosta en las realidades de aquí abajo, la voluntad de aprovechar ahora el mundo y lo que la vida ofrece, de buscar el cielo aquí abajo y no dejarse inhibir por ningún tipo de escrúpulo. Muchas de estas ideas han penetrado en la conciencia moderna y determinan en gran medida el modo actual de ver la vida. De esta manera, el Sermón de la Montaña plantea la cuestión de la opción de fondo del cristianismo, y como hijos de este tiempo sentimos la resistencia interior contra esta opción, aunque a pesar de todo nos haga mella el elogio de los mansos, de los compasivos, de quienes trabajan por la paz, de las personas íntegras. Después de las experiencias de los regímenes totalitarios, del modo brutal en que han pisoteado a los hombres, humillado, avasallado, golpeado a los débiles, comprendemos también de nuevo a los que tienen hambre y sed de justicia; redescubrimos el alma de los afligidos y su derecho a ser consolados. Ante el abuso del poder económico, de las crueldades del capitalismo que degrada al hombre a la categoría de mercancía, hemos comenzado a comprender mejor el peligro que supone la riqueza y entendemos de manera nueva lo que Jesús quería decir al prevenirnos ante ella, ante el dios Mammón que destruye al hombre, estrangulando despiadadamente con sus manos una gran parte del mundo. Sí, las Bienaventuranzas se oponen a nuestro gusto espontáneo por la vida, a nuestra hambre y sed de vida. Exigen «conversión», un cambio de marcha interior respecto a la dirección que tomaríamos espontáneamente. Pero esta conversión saca a la luz lo que es puro y más elevado, dispone nuestra existencia de manera correcta. El mundo griego, cuya alegría de vivir se refleja tan maravillosamente en las epopeyas de Homero, sabía muy bien que el verdadero pecado del hombre, su mayor peligro, es la hybris, la arrogante autosuficiencia con la que el hombre se erige en divinidad: quiere ser él mismo su propio dios, para ser dueño absoluto de su vida y sacar provecho así de todo lo que ella le puede ofrecer. Esta conciencia de que la verdadera amenaza para el hombre es la conciencia de autosuficiencia de la que se ufana, que en principio parece tan evidente, se desarrolla con toda profundidad en el Sermón de la Montaña a partir de la figura de Cristo. Hemos visto que el Sermón de la Montaña es una cristología encubierta. Tras ella está la figura de Cristo, de ese hombre que es Dios, pero que precisamente por eso desciende, se despoja de su grandeza hasta la muerte en la cruz. Los santos, desde Pablo hasta la madre Teresa pasando por Francisco de Asís, han vivido esta opción y con ello nos han mostrado la imagen correcta del hombre y de su felicidad. En una palabra: la verdadera «moral» del cristianismo es el amor. Y éste, obviamente, se opone al egoísmo; es un salir de uno mismo, pero es precisamente de este modo como el hombre se encuentra consigo mismo. Frente al tentador brillo de la imagen del hombre que da Nietzsche, este camino parece en principio miserable, incluso poco razonable. Pero es el verdadero «camino de alta montaña» de la vida; sólo por la vía del amor, cuyas sendas se describen en el Sermón de la Montaña, se descubre la riqueza de la vida, la grandiosidad de la vocación del hombre.

2. LA TORÁ DEL MESÍAS

Se ha dicho - pero yo os digo Del Mesías se esperaba que trajera una nueva Torá, su Torá. Es posible que Pablo aluda precisamente a esto cuando en la Carta a los Gálatas habla de la «ley de Cristo» (6, 2): su apasionada y gran defensa de la libertad de la Ley culmina en el quinto capítulo con las palabras siguientes: «Para que seamos libres nos ha liberado Cristo. Permaneced, pues, firmes y no os dejéis someter de nuevo al yugo de la esclavitud» (5, ls). Pero luego, cuando en 5, 13, repite de nuevo la idea «Habéis sido llamados a la libertad», añade: «Pero no toméis la libertad como pretexto para vuestros apetitos desordenados, antes 44


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bien, haceos esclavos los unos de los otros por amor». Y entonces explica qué es la libertad: es libertad para el bien, libertad que se deja guiar por el espíritu de Dios, y es precisamente dejándose guiar por el espíritu de Dios como se encuentra la forma de liberarse de la Ley. Inmediatamente después Pablo nos explica el contenido de la libertad del Espíritu y lo que es incompatible con ella. La «ley de Cristo» es la libertad: ésa es la paradoja del mensaje de la Carta a los Gálatas. Esa libertad, por tanto, tiene un contenido, una orientación, y por ello está en contradicción con todo lo que aparentemente libera al hombre, mientras que en realidad lo esclaviza. La «Torá del Mesías» es totalmente nueva, diferente, pero precisamente por eso «da cumplimiento» a la Torá de Moisés. La mayor parte del Sermón de la Montaña (cf. Mt 5, 17-7, 27) está dedicada al mismo tema: tras una introducción programática, que son las Bienaventuranzas, nos presenta, por así decirlo, la Torá del Mesías. También si tenemos en cuenta los destinatarios y los propósitos, hay una analogía con la Carta a los Gálatas: Pablo escribe a judeocristianos que habían comenzado a dudar sobre si no sería una obligación seguir observando toda la Torá, tal como ésta se había comprendido hasta entonces. Esta incertidumbre se refería sobre todo a la circuncisión, a los preceptos sobre los alimentos, a todo lo concerniente a la purificación y a la forma de observar el sábado. Pablo ve en esto un retroceso respecto a la novedad mesiánica, con el cual se pierde lo fundamental del cambio que se ha producido: la universalización del pueblo de Dios, en virtud de la cual Israel puede abarcar ahora a todos los pueblos del mundo y el Dios de Israel ha sido llevado realmente —según las promesas— a todos los pueblos, se manifiesta como el Dios de todos ellos, como el único Dios. Ya no es decisiva la «carne» —la descendencia física de Abraham—, sino el «espíritu»: el participar en la herencia de fe y de vida de Israel mediante la comunión con Jesucristo, el cual «espiritualiza» la Ley convirtiéndola así en camino de vida abierto a todos. En el Sermón de la Montaña Jesús habla a su pueblo, a Israel, en cuanto primer portador de la promesa. Pero al entregarle la nueva Torá lo amplía, de modo que ahora, tanto de Israel como de los demás pueblos, pueda nacer una nueva gran familia de Dios. Mateo escribió su Evangelio para judeocristianos y pensando en el mundo judío, para dar nuevo vigor al gran impulso que había llegado con Jesús. A través de su Evangelio, Jesús habla de modo nuevo y de continuo a Israel. En el momento histórico de Mateo, habla muy especialmente a los judeocristianos, que reconocen así la novedad y la continuidad de la historia de Dios con la humanidad, comenzada con Abraham, y del cambio profundo introducido en ella por Jesús; así deben encontrar el camino de la vida. Pero, ¿cómo es esa Torá del Mesías? Al comienzo, y como encabezamiento y clave de interpretación, nos encontramos, por así decirlo, con unas palabras siempre sorprendentes y que aclaran de modo inequívoco la fidelidad de Dios a sí mismo y la lealtad de Jesús a la fe de Israel: «No creáis que he venido a abolir la Ley o los Profetas: no he venido a abolir, sino a dar plenitud. Os aseguro que antes pasarán el cielo y la tierra que deje de cumplirse hasta la última letra o tilde de la Ley. El que se salte uno solo de los preceptos menos importantes, y se lo enseñe así a los hombres, será el menos importante en el reino de los cielos. Pero quien los cumpla y enseñe será grande en el reino de los cielos» (Mi 5, 17-19). No se trata de abolir, sino de llevar a cumplimiento, y este cumplimiento exige algo más y no algo menos de justicia, como Jesús dice a continuación: «Os lo aseguro: si no sois mejores que los letrados y los fariseos, no entraréis en el reino de los cielos» (5, 20). ¿Se trata, pues, tan sólo de un mayor rigorismo en la obediencia de la Ley? ¿Qué es si no esta justicia mayor? Si al comienzo de la «relecture» —de la nueva lectura de partes esenciales de la Torá— se pone el acento en la máxima fidelidad, en la continuidad inquebrantable, al seguir leyendo llama la atención que Jesús presenta la relación de la Torá de Moisés con la Torá del Mesías mediante una serie de antítesis: a los antiguos se les ha dicho, pero yo os digo. El Yo de Jesús destaca de un modo como ningún maestro de la Ley se lo puede permitir. La multitud lo nota; Mateo nos dice claramente que el pueblo «estaba espantado» de su forma de enseñar. No enseñaba como lo hacen los rabinos, sino como alguien que tiene «autoridad» (7, 28; cf. Mc 1, 22; Lc 4, 32). Naturalmente, con estas expresiones no se hace referencia a la calidad retórica de las palabras de Jesús, sino a la reivindicación evidente de estar al mismo nivel que el Legislador, a la misma altura que Dios. El «espanto» (término que normalmente se ha suavizado 45


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traduciéndolo por «asombro») es precisamente el miedo ante una persona que se atreve a hablar con la autoridad de Dios. De esta manera, o bien atenta contra la majestad de Dios, lo que sería terrible, o bien —lo que parece prácticamente inconcebible— está realmente a la misma altura de Dios. ¿Cómo debemos entender entonces esta Torá del Mesías? ¿Qué camino nos indica? ¿Qué nos dice sobre Jesús, sobre Israel, sobre la Iglesia, sobre nosotros mismos y a nosotros mismos? En la búsqueda de una respuesta a estas preguntas me ha sido de gran ayuda el libro ya citado del erudito judío Jacob Neusner: A Rabbi talks with jesús [Un rabino habla con Jesús]. Neusner, judío observante y rabino, creció siendo amigo de cristianos católicos y evangélicos, enseña junto a teólogos cristianos en la Universidad y siente un profundo respeto por la fe de sus colegas cristianos, aunque por supuesto está totalmente convencido de la validez de la interpretación judía de las Sagradas Escrituras. Su profundo respeto hacia la fe cristiana y su fidelidad al judaísmo le han llevado a buscar el diálogo con Jesús. En este libro, el autor se mezcla con el grupo de los discípulos en el «monte» de Galilea. Escucha a Jesús, compara sus palabras con las del Antiguo Testamento y con las tradiciones rabínicas fijadas en la Misná y el Talmud. Ve en estas obras la presencia de tradiciones orales que se remontan a los comienzos y que le dan la clave para interpretar la Torá. Escucha, compara y habla con el mismo Jesús. Está emocionado por la grandeza y la pureza de sus palabras pero, al mismo tiempo, inquieto ante esa incompatibilidad que en definitiva encuentra en el núcleo del Sermón de la Montaña. Luego acompaña a Jesús en su camino hacia Jerusalén, se percata de que en sus palabras vuelve a aparecer el mismo tema y que va poco a poco desarrollándolo. Intenta continuamente comprender, continuamente le conmueve la grandeza de Jesús, y vuelve siempre a hablar con El. Pero al final decide no seguirle. Permanece fiel a lo que él llama el «Israel eterno» (p. 143). El diálogo del rabino con Jesús muestra cómo la fe en la palabra de Dios que se encuentra en las Sagradas Escrituras resulta actual en todos los tiempos: a través de la Escritura el rabino puede penetrar en el hoy de Jesús y, a partir de la Escritura Jesús llega a nuestro hoy. Este diálogo se produce con gran sinceridad y deja ver toda la dureza de las diferencias; pero también transcurre en un clima de gran amor: el rabino acepta que el mensaje de Jesús es otro y se despide con una separación que no conoce el odio y, no obstante todo el rigor de la verdad, tiene presente siempre la fuerza conciliadora del amor. . Intentemos retomar lo esencial de esta conversación para comprender mejor a Jesús y entender más a fondo a nuestros hermanos judíos. El punto central se ve claramente —a mi parecer— en una de las escenas más impresionantes que Neusner imagina en su libro. En su diálogo interior, Neusner había seguido todo el día a Jesús; por fin se retira a orar y a estudiar la Torá con los judíos de una pequeña ciudad, para después comentar lo escuchado con el rabino de allí, siempre en la idea de la contemporaneidad a través de los siglos. El rabino toma una cita del Talmud babilónico: «El rabino Simlaj expuso: 613 (prescripciones) fueron dadas a Moisés; 365 prohibiciones corresponden a los días del año solar, y 248 preceptos corresponden a las partes del cuerpo humano. Entonces vino David y los redujo a 11... Luego vino Isaías y los redujo a 6... Luego vino Isaías de nuevo y los redujo a dos... Más aún: vino luego Habacuc y los redujo a uno sólo, pues se dice: "El justo vivirá por su fe" (Ha 2, 4)» (p. 95s). En el libro de Neusner se incluye a continuación la siguiente conversación: «"¿Y así —pregunta el maestro— es esto todo lo que ha dicho el sabio Jesús?". Yo: "No exactamente, pero aproximadamente sí". El: "¿Qué ha dejado fuera?". Yo: "Nada". Él: "¿Qué ha añadido?". Yo: "A sí mismo"» (p. 96). Éste es el núcleo del «espanto» del judío observante Neusner ante el mensaje de Jesús, y el motivo central por el que no quiere seguir a Jesús y permanece fiel al «Israel eterno»: la centralidad del Yo de Jesús en su mensaje, que da a todo una nueva orientación. Neusner, como prueba de esta «añadidura», cita aquí las palabras de Jesús al joven rico: «Si quieres ser perfecto, ve, vende lo que tienes y sígueme» (cf. Mt 19, 21; p. 97). La perfección, el ser santo como lo es Dios, exigida por la Torá (cf. Lv 19, 2; 11, 44), consiste ahora en seguir a Jesús. Neusner, con gran respeto y temor, se limita a tratar esta misteriosa equiparación de Jesús con Dios como se refleja en las palabras del Sermón de la Montaña, pero sus análisis muestran que éste es el punto 46


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en el que el mensaje de Jesús se diferencia fundamentalmente de la fe del «Israel eterno». Lo hace a partir de tres preceptos esenciales, examinando el comportamiento de Jesús respecto a ellos: el cuarto mandamiento, el amor a los padres; el tercer mandamiento, la observancia del sábado; y, por último, el precepto de ser santo del que ya hemos hablado. Llega así a la conclusión, para él inquietante, de que evidentemente Jesús no quiere que se sigan estos tres preceptos fundamentales de Dios, sino que se le siga a El.

La disputa sobre el sábado Sigamos el diálogo de Neusner, el judío creyente, con Jesús y comencemos con el sábado, cuya observancia escrupulosa es para Israel la expresión central de su existencia como vida en la Alianza con Dios. Incluso quien lee los Evangelios superficialmente sabe que el debate sobre lo que es o no propio del sábado está en el centro del contraste de Jesús con el pueblo de Israel de su tiempo. La interpretación habitual dice que Jesús acabó con una práctica legalista restrictiva introduciendo en su lugar una visión más generosa y liberal, que abría las puertas a una forma de actuar razonable, adaptada a cada situación. Como prueba se utiliza la frase: «El sábado ha sido hecho para el hombre, y no el hombre para el sábado» (Mc 2, 27), y que muestra una visión antropocéntrica de toda la realidad, de la cual resultaría obvia una interpretación «liberal» de los mandamientos. Así, precisamente del conflicto en torno al sábado, se ha sacado la imagen del Jesús liberal. Su crítica al judaísmo de su tiempo sería la crítica del hombre de sentimientos liberales y razonables a un legalísmo anquilosado, en el fondo hipócrita, que degradaba la religión a un sistema servil de preceptos a fin de cuentas poco razonables, que serían un impedimento para el desarrollo de la actuación del hombre y de su libertad. Es obvio que una concepción semejante no podía generar una imagen muy atrayente del judaísmo; sin embargo, la crítica moderna —a partir de la Reforma— ha visto representado en el catolicismo este elemento «judío», así concebido. En cualquier caso, aquí se plantea la cuestión de Jesús —quién era realmente y qué es lo que de verdad quería— y también toda la cuestión sobre judaísmo y el cristianismo: ¿fue Jesús en realidad un rabino liberal, un precursor del liberalismo cristiano? ¿Es el Cristo de la fe y, por consiguiente, toda la fe de la Iglesia, un gran error? Con sorprendente rapidez, Neusner deja a un lado este tipo de interpretación; puede hacerlo porque pone al descubierto de un modo convincente el verdadero punto central de la controversia. Con respecto a la discusión con los discípulos que arrancaban las espigas tan sólo afirma: «Lo que me inquieta no es que los discípulos incumplan el precepto de respetar el sábado. Eso sería irrelevante y pasaría por alto el núcleo de la cuestión» (p. 69). Sin duda, cuando leemos la controversia sobre las curaciones en el sábado, y los relatos sobre el dolor lleno de indignación del Señor por la dureza de corazón de los partidarios de la interpretación dominante del sábado, podemos ver que en estos conflictos están en juego las preguntas más profundas sobre el hombre y el modo correcto de honrar a Dios. Por tanto, tampoco este aspecto del conflicto es algo simplemente «trivial». Pero Neusner tiene razón cuando ve el núcleo de la controversia en la respuesta de Jesús a quien le reprochaba que los discípulos recogieran las espigas en sábado. Jesús defiende el modo con el cual sus discípulos sacian su hambre, primero con la referencia a David, que con sus compañeros comió en la casa del Señor los panes de la ofrenda «que ni a él ni a los suyos les estaba permitido comer, sino sólo a los sacerdotes». Luego añade: «¿Y no habéis leído en la Ley que los sacerdotes pueden violar el sábado en el templo sin incurrir en culpa? Pues os digo que aquí hay uno que es más grande que el templo. Si comprendierais lo que significa "quiero misericordia y no sacrificio" (cf. Os 6, 6; 1 S 15, 22), no condenaríais a los que no tienen culpa. Porque el hijo del hombre es señor del sábado» (Mt 12, 4-8). Neusner añade: «Él [Jesús] y sus discípulos pueden hacer en sábado lo que hacen, porque se han puesto en el lugar de los sacerdotes en el templo: el lugar sagrado se ha trasladado. Ahora está en el círculo del maestro con sus discípulos» (p. 68s). Aquí nos tenemos que detener un momento para ver lo que significaba el sábado para Israel y entender así lo que está en juego en esta disputa. En el relato de la creación, se dice que Dios descansó el séptimo día. «En ese día celebramos la creación», deduce Neusner con razón (p. 59). Y continúa: «No trabajar en sábado significa algo más que cumplir escrupulosamente un rito. Es un modo de imitar a 47


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Dios» (p. 60). Por tanto, del sábado forma parte no sólo el aspecto negativo de no realizar actividades externas, sino también lo positivo del «descanso», que implica además una dimensión espacial: «Para respetar el sábado hay que quedarse en casa. No basta con abstenerse de realizar cualquier tipo de trabajo, también hay que descansar, restablecer en un día de la semana el círculo de la familia y el hogar, cada uno en su casa y en su sitio» (p. 66). El sábado no es sólo un asunto de religiosidad individual, sino el núcleo de un orden social: «Ese día convierte al Israel eterno en lo que es, en el pueblo que, al igual que Dios después de la creación, descansa al séptimo día de su creación» (p. 59). Aquí podríamos reflexionar sobre lo saludable que sería también para nuestra sociedad actual que las familias pasaran un día juntas, que la casa se convirtiera en hogar y realización de la comunión en el descanso de Dios. Pero dejemos esta idea de momento y sigamos en el diálogo entre Jesús e Israel, que es también inevitablemente un diálogo entre Jesús y nosotros, así como nuestro diálogo con el pueblo judío de hoy. El tema del «descanso» como elemento constitutivo del sábado permite a Neusner ponerse en relación con el grito de júbilo de Jesús, que en el Evangelio de Mateo precede a la narración de la recogida de espigas por parte de los discípulos. Es el llamado grito de júbilo mesiánico, que comienza: «Te doy gracias, Padre, Señor del cielo y de la tierra, porque has escondido estas cosas a los sabios y entendidos, y se las has revelado a la gente sencilla...»(Mt 11,25 -3 0). En nuestra interpretación habitual, éstos aparecen como dos textos evangélicos muy diferentes entre sí: uno habla de la divinidad de Jesús, el otro de la disputa en torno al sábado. Neusner deja claro que ambos textos están estrechamente relacionados, pues en los dos casos se trata del misterio de Jesús, del «Hijo del hombre», del «Hijo» por excelencia. Las frases inmediatamente precedentes a la narración sobre el sábado son: «Venid a mí todos los que estáis cansados y agobiados y yo os aliviaré. Cargad con mi yugo y aprended de mí, que soy manso y humilde de corazón, y encontraréis vuestro descanso. Porque mi yugo es llevadero y mi carga ligera» (Mt 11,28-30). Generalmente estas palabras son interpretadas desde la idea del Jesús liberal, es decir, desde un punto de vista moralista: la interpretación liberal de la Ley que hace Jesús facilita la vida frente al «legalismo judío». Sin embargo, en la práctica, esta lectura no resulta muy convincente, pues seguir a Jesús no resulta cómodo, y además Jesús nunca dijo nada parecido. ¿Pero entonces qué? Neusner nos muestra que no se trata de una forma de moralismo, sino de un texto de alto contenido teológico, o digámoslo con mayor exactitud, de un texto cristológico. A través del tema del descanso, y el que está relacionado con el de la fatiga y la opresión, el texto se conecta con la cuestión del sábado. El descanso del que se trata ahora tiene que ver con Jesús. Las enseñanzas de Jesús sobre el sábado aparecen ahora en perfecta consonancia con este grito de júbilo y con las palabras del Hijo del hombre como señor del sábado. Neusner resume del siguiente modo el contenido de toda la cuestión: «Mi yugo es ligero, yo os doy descanso. El Hijo del hombre es el verdadero señor del sábado. Pues el Hijo del hombre es ahora el sábado de Israel; es nuestro modo de comportarnos como Dios» (p. 72). Ahora Neusner puede decir con más claridad que antes: «¡No es de extrañar, por tanto, que el Hijo del hombre sea señor del sábado! No es porque haya interpretado de un modo liberal las restricciones del sábado... Jesús no fue simplemente un rabino reformador que quería hacer la vida "más fácil" a los hombres... No, aquí no se trata de aligerar una carga... Está en juego la reivindicación de autoridad por parte de Jesús.»(p. 71). «Ahora Jesús está en la montaña y ocupa el lugar de la Torá» (p. 73). El diálogo del judío observante con Jesús llega aquí al punto decisivo. Ahora, desde su exquisito respeto, el rabino no pregunta directamente a Jesús, sino que se dirige al discípulo de Jesús: «"¿Es realmente cierto que tu maestro, el Hijo del hombre, es el señor del sábado?". Y como lo hacía antes, vuelvo a preguntar: "Tu maestro ¿es Dios?"» (p. 74). Con ello se pone al descubierto el auténtico núcleo del conflicto. Jesús se ve a sí mismo como la Torá, como la palabra de Dios en persona. El grandioso Prólogo del Evangelio de Juan —«En el principio ya existía la Palabra, y la Palabra estaba junto a Dios, y la Palabra era Dios»— no dice otra cosa que lo que dice el Jesús del Sermón de la Montaña y el Jesús de los Evangelios sinópticos. El Jesús del cuarto 48


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Evangelio y el Jesús de los Evangelios sinópticos es la misma e idéntica persona: el verdadero Jesús «histórico». El núcleo de las disputas sobre el sábado es la cuestión sobre el Hijo del hombre, la cuestión referente a Jesucristo mismo. Volvemos a ver cuánto se equivocaban Harnack y la exégesis liberal que le siguió con la idea de que en el Evangelio de Jesús no tiene cabida el Hijo, no tiene cabida Cristo: en realidad, Él es siempre su centro. Pero ahora tenemos que fijarnos en otro aspecto de la cuestión que encontraremos más claramente al tratar el cuarto mandamiento: lo que al rabino Neusner le inquieta del mensaje de Jesús sobre el sábado no es sólo la centralidad de Jesús mismo; la expone claramente pero, con todo, no es eso lo que objeta, sino sus consecuencias para la vida concreta de Israel: el sábado pierde su gran función social. Es uno de los elementos primordiales que mantienen unido al pueblo de Israel como tal. El hacer de Jesús el centro rompe esta estructura sacra y pone en peligro un elemento esencial para la cohesión del pueblo. La reivindicación de Jesús comporta que la comunidad de los discípulos de Jesús es el nuevo Israel. ¿Acaso no debe inquietar esto a quien lleva en el corazón al «Israel eterno»? También se encuentra relacionada con la cuestión sobre la pretensión de Jesús de ser Él mismo la Torá y el templo en persona, el tema de Israel, la cuestión de la comunidad viva del pueblo, en el cual se realiza la palabra de Dios. Neusner ha destacado precisamente este segundo aspecto en la parte más extensa de su libro, como veremos a continuación. Ahora se plantea también para el cristiano la siguiente cuestión: ¿era justo poner en peligro la gran función social del sábado, romper el orden sacro de Israel en favor de una comunidad de discípulos que sólo se pueden definir, por así decirlo, a partir de la figura de Jesús? Esta cuestión se podría y se puede aclarar sólo en la comunidad de discípulos que se ha ido formando: la Iglesia. Pero no podemos seguir aquí su desarrollo. La resurrección de Jesús «el primer día de la semana» hizo que, para los cristianos, ese «primer día» —el comienzo de la creación— se convirtiera en el «día del Señor», en el cual confluyeron por sí mismos —mediante la comunión de la mesa con Jesús— los elementos esenciales del sábado veterotes-tamentario. Que en el curso de este proceso la Iglesia haya asumido así de modo nuevo la función social del sábado —orientada siempre al «Hijo del hombre»— se vio claramente cuando Constantino, en su reforma jurídica de inspiración cristiana, asoció también a este día algunas libertades para los esclavos e introdujo así en el sistema legal basado en principios cristianos el día del Señor como el día de la libertad y el descanso. A mí me parece sumamente preocupante que los modernos liturgistas quieran dejar de nuevo a un lado esta función social del domingo, que está en continuidad con la Torá de Israel, considerándola una desviación de Constantino. Pero aquí se plantea todo el problema de las relaciones entre fe y orden social, entre fe y política. A esto prestaremos atención en el próximo parágrafo.

El cuarto mandamiento: la familia, el pueblo y la comunidad de los discípulos de Jesús «Honra a tu padre y a tu madre: así se prolongarán tus días en la tierra, que el Señor, tu Dios, te va a dar». Así reza el cuarto mandamiento en la versión del Libro del Éxodo (20, 12). El precepto va dirigido a los hijos y habla de los padres; refuerza, por tanto, la relación entre generaciones y la comunión de la familia como un orden querido y protegido por Dios. Habla del país y de la continuidad de la vida en el país, es decir, establece una relación estrecha entre el país, como espacio vital del pueblo, y el orden fundamental de la familia, y vincula la existencia de pueblo y de país a la comunión de generaciones que se crea en la estructura familiar. Tiene razón el rabino Neusner cuando ve en este mandamiento el núcleo más íntimo del orden social, la cohesión del «Israel eterno», esta familia real, viva y presente, de Abraham y Sara, Isaac y Rebeca, Jacob, Lea y Raquel (pp. 42s; 55). Precisamente esta familia de Israel es la que Neusner ye amenazada por el mensaje de Jesús, ve que la primacía de su persona comporta dejar a un lado los fundamentos del orden social: «Rezamos al Dios que conocemos ante todo a través del testimonio de nuestra familia, al Dios de Abraham y Sara, de Isaac y Rebeca, de Jacob, de Lea y de Raquel. Para 49


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explicar quiénes somos, el Israel eterno, los sabios recurren a la metáfora de la genealogía..., a los lazos de la carne, a la familia como fundamento lógico de la existencia social de Israel» (p. 42). Jesús pone en cuestión precisamente esta relación. Cuando le dicen que su madre y sus hermanos están fuera y quieren hablarle, El responde: «¿"Quién es mi madre, y quiénes son mis hermanos?". Y señalando con la mano a los discípulos, dijo: "Estos son mi madre y mis hermanos. El que cumple la voluntad de mi Padre del cielo, ése es mi hermano, mi hermana y mi madre"» (Mt 12, 46-50). A la vista de este texto Neusner pregunta: «¿Acaso no me enseña Jesús a violar uno de los dos preceptos que se refieren al orden social?» (cf. p. 43). El reproche es doble: en primer lugar, se trata del aparente individualismo del mensaje de Jesús. Mientras que la Torá presenta un orden social preciso, y le da al pueblo su forma jurídica y social, válida para los tiempos de paz o de guerra, para la política justa y para la vida diaria, nada de eso en cambio encontramos en Jesús. El seguir a Jesús no comporta una estructura social que se pueda realizar concretamente en el plano político. A partir del Sermón de la Montaña, se repite siempre con razón, no se puede construir ningún Estado u orden social. Su mensaje parece estar a otro nivel. Se dejan a un lado los ordenamientos de Israel, que han garantizado su existencia a lo largo de milenios y a través de todos los avatares de la historia. Esta nueva interpretación del cuarto mandamiento no afecta sólo a la relación padres- hijos, sino a todo el conjunto de la estructura social del pueblo de Israel. Esta subversión en el ámbito social tiene su fundamento y su justificación en la pretensión de Jesús de ser, junto con la comunidad de sus discípulos, origen y centro de un nuevo Israel: estamos de nuevo ante el Yo de Jesús, que habla al mismo nivel que la Torá, al mismo nivel de Dios. Ambas esferas —el cambio de la estructura social, es decir, la transformación del «Israel eterno» en una nueva comunidad y la reivindicación de Jesús de ser Dios— están directamente relacionadas entre sí. Neusner no elige el camino fácil para su crítica. Recuerda que también los discípulos de la Torá eran invitados por sus maestros a dejar su casa y su familia, y durante largos periodos de tiempo debían volver la espalda a su mujer y a sus hijos para dedicarse por entero al estudio de la Torá (cf. p. 44). «La Torá se pone entonces en el puesto de la genealogía y el maestro de la Torá adquiere un nuevo linaje» (p. 48). Así, la exigencia de Jesús de fundar una nueva familia parece moverse absolutamente en el marco de lo que es posible en las escuelas de la Torá, dentro del «Israel eterno». Sin embargo, hay una diferencia fundamental. En el caso de Jesús no es la adhesión a la Torá la que, uniendo a todos, forma una nueva familia, sino que se trata de la adhesión a Jesús mismo, a su Torá. En el caso de los rabinos, todos quedan vinculados por las mismas relaciones a un orden social duradero; mediante la sumisión a la Torá, todos permanecen en la igualdad de todo Israel. Así constata Neusner al final: «... ahora me doy cuenta de que lo que Jesús me exige, sólo me lo puede pedir Dios» (p. 53). Aparece aquí el mismo resultado al que habíamos llegado antes al analizar el precepto del sábado. El tema cristológico (teológico) y el social están indisolublemente relacionados entre sí. Si Jesús es Dios, tiene el poder y el título para tratar la Torá como Él lo hace. Sólo en este caso puede reinterpretar el ordenamiento mosaico de los mandamientos de Dios de un modo tan radical, como sólo Dios mismo, el Legislador, puede hacerlo. Pero entonces se plantea la pregunta: ¿Fue bueno y justo crear una nueva comunidad de discípulos fundada totalmente en El? ¿Era justo dejar de lado el orden social del «Israel eterno» que desde Abraham, Isaac y Jacob se funda sobre los lazos de la carne y existe gracias a ellos, declarándolo —como dirá Pablo— «el Israel según la carne»? ¿Qué sentido se podría reconocer en todo esto? Ahora bien, si leemos la Torá junto con todo el canon del Antiguo Testamento, los Profetas, los Salmos y los Libros Sapienciales, resulta muy claro algo que objetivamente ya se anuncia en la Torá: Israel no existe simplemente para sí mismo, para vivir en las disposiciones «eternas» de la Ley, existe para ser luz de los pueblos: tanto en los Salmos como en los Libros proféticos oímos cada vez con mayor claridad la promesa de que la salvación de Dios llegará a todos los pueblos. Oímos cada vez más claramente que el Dios de Israel, que es el mismo único Dios, el verdadero Dios, el creador del cielo y de la tierra, el Dios de todos los pueblos y de todos los hombres, en cuyas manos está su destino, en definitiva que ese Dios no quiere abandonar a los pueblos a su suerte. Oímos que todos lo reconocerán, 50


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que Egipto y Babilonia —las dos potencias mundiales opuestas a Israel— tenderán la mano a Israel y con él adorarán a un solo Dios. Oímos que caerán las fronteras y que el Dios de Israel será reconocido y adorado por todos los pueblos como su Dios, como el único Dios. Precisamente por parte judía, y con buenas razones, se pregunta una y otra vez: ¿Qué es lo que ha traído Jesús vuestro «Mesías»? No ha traído la paz universal ni ha acabado con la miseria en el mundo. Por eso no puede ser el verdadero Mesías del que se esperaba todo esto. Entonces, ¿qué ha traído Jesús? Nos hemos encontrado ya antes con esta pregunta y conocemos también la respuesta: ha llevado el Dios de Israel a los pueblos, de forma que ahora todos los pueblos lo invocan a Él y reconocen en las Escrituras de Israel su palabra, la palabra del Dios vivo. Ha traído la universalidad, que es la grande y característica promesa para Israel y para el mundo. La universalidad, la fe en el único Dios de Abraham, Isaac y Jacob, acogida en la nueva familia de Jesús que se expande por todos los pueblos superando los lazos carnales de la descendencia: éste es el fruto de la obra de Jesús. Esto es lo que le acredita como el «Mesías» y da a la promesa mesiánica una explicación, que se fundamenta en Moisés y los profetas, pero que da también a éstos una apertura completamente nueva. El vehículo de esta universalización es la nueva familia, cuya única condición previa es la comunión con Jesús, la comunión en la voluntad de Dios. Pues el Yo de Jesús no es un ego caprichoso que gira en torno a sí mismo. «El que cumple la voluntad de mi padre, ése es mi hermano y mi hermana y mi madre» (Mc 3, 35): el Yo de Jesús personifica la comunión de voluntad del Hijo con el Padre. Es un Yo que escucha y obedece. La comunión con El es comunión filial con el Padre, es un decir sí al cuarto mandamiento sobre una nueva base y a un nivel más elevado. Es entrar en la familia de los que llaman Padre a Dios y pueden decírselo en el nosotros de quienes con Jesús, y mediante la escucha a Él están unidos a la voluntad del Padre y se encuentran así en el núcleo de esa obediencia a la que tiende la Torá. Esta unidad con la voluntad de Dios Padre a través de la comunión con Jesús, cuyo alimento es hacer la voluntad del Padre (cf. Jn 4,34), abre también ahora una nueva perspectiva a cada una de las disposiciones de la Torá. En efecto, la Torá tenía el cometido de dar un ordenamiento jurídico y social concreto a Israel, a este pueblo específico que, por un lado, es un pueblo bien definido, íntimamente unido por la genealogía y la sucesión de generaciones, pero que, por otro lado, es desde el principio y por su misma naturaleza, portador de una promesa universal. En la nueva familia de Jesús, a la que más tarde se llamará «Iglesia», estas disposiciones sociales y jurídicas concretas no pueden ser universalmente válidas en su literalidad histórica: ésta fue precisamente la cuestión al comienzo de «la Iglesia de los gentiles» y el objeto de la disputa entre Pablo y los denominados judaizantes. Aplicar literalmente el orden social de Israel a los hombres de todos los pueblos habría significado negar de hecho la universalidad de la creciente comunidad de Dios. Pablo lo vio con toda claridad. Ésa no podía ser la Torá del Mesías. Y no lo es, como nos lo demuestran el Sermón de la Montaña y todo el diálogo del rabino observante Neusner, que escucha a Jesús con verdadera atención. Aquí se produce un proceso muy importante que ha sido captado en todo su alcance sólo en la edad moderna, aunque poco después se ha entendido también de un modo unilateral y falseado. Las formas jurídicas y sociales concretas, los ordenamientos políticos, ya no se fijan literalmente como un derecho sagrado para todos los tiempos y, por tanto, para todos los pueblos. Resulta decisiva la fundamental comunión de voluntad con Dios, que se nos da por medio de Jesús. A partir de ella, los hombres y los pueblos son ahora libres de reconocer lo que, en el ordenamiento político y social, se ajusta a esa comunión de voluntad, para que ellos mismos den forma a los ordenamientos jurídicos. La ausencia de toda la dimensión social en la predicación de Jesús —una carencia que, desde el punto de vista judío, Neusner critica de manera totalmente comprensible— entraña y al mismo tiempo esconde un proceso que afecta a la historia universal y que, como tal, no se ha producido en ningún otro ámbito cultural: los ordenamientos políticos y sociales concretos se liberan de la sacralidad inmediata, de la legislación basada en el derecho divino, y se confían a la libertad del hombre, que a través de Jesús está enraizado en la voluntad del Padre y, a partir de Él, aprende a discernir lo justo y lo bueno.

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Y así llegamos de nuevo a la Torá del Mesías, a la Carta a los Gálatas: «Habéis sido llamados a la libertad» (Ga 5, 13), no a una libertad ciega y arbitraria, a una «libertad según la carne», como diría Pablo, sino a una libertad iluminada, que tiene su fundamento en la comunión de voluntad con Jesús y, por tanto, con Dios mismo; a una libertad, pues, que partiendo de un nuevo modo de ver edifica precisamente aquello que es la intención más profunda de la Torá, con Jesús la universaliza desde su interior, y así, verdaderamente, la «lleva a su cumplimiento». Mientras tanto, sin embargo, esta libertad se ha ido sustrayendo totalmente a la mirada de Dios y a la comunión con Jesús. La libertad para la universalidad y, con ello, la justa laicidad del Estado se ha transformado en algo absolutamente profano —en «laicismo»— cuyos elementos constitutivos parecen ser el olvido de Dios y la búsqueda en exclusiva del éxito. Para el cristiano creyente las disposiciones de la Torá siguen siendo un punto decisivo de referencia hacia el que siempre dirige la mirada; para él la búsqueda de la voluntad de Dios en la comunión con Jesús sigue siendo como una señal de orientación para su razón, sin la cual corre siempre el peligro de quedar ofuscado, ciego. Hay todavía otra observación esencial. La universalización de la fe y de la esperanza de Israel, la consiguiente liberación de la letra hacia la nueva comunión con Jesús, está vinculada a la autoridad de Jesús y a su reivindicación como Hijo. Esta liberación pierde su importancia histórica y la base que la sustenta si se interpreta a Jesús simplemente como un rabino reformista liberal. Una interpretación liberal de la Torá sería una opinión meramente personal de un maestro, no podría tener un valor determinante para la historia. Con ello, además, se daría un carácter relativo también a la Torá, a su procedencia de la voluntad de Dios; como fundamento de todo lo que se dice sólo quedaría una autoridad humana: la autoridad de un erudito. De esto no surge una nueva comunidad de fe. El salto a la universalidad, la nueva libertad necesaria para llevarlo a cabo, sólo es posible a través de una mayor obediencia. Sólo puede ser eficaz como fuerza capaz de transformar la historia si la autoridad de esta nueva interpretación no es inferior a la del texto original: ha de ser una autoridad divina. La familia nueva, universal, es el objetivo de la misión de Jesús, pero su autoridad divina —su ser Hijo en la comunión con el Padre— es el presupuesto para que ese salto hacia la novedad y la mayor amplitud sea posible sin traición ni arbitrariedad. Hemos oído que Neusner pregunta a Jesús: ¿Quieres inducirme a que incumpla dos o tres mandamientos de Dios? Si Jesús no habla con la autoridad del Hijo, si su interpretación no es el comienzo de una nueva comunidad fundada en una nueva y libre obediencia, no cabe otra conclusión: en este caso, Jesús induciría a desobedecer el precepto de Dios. Para el cristianismo de todos los tiempos es fundamental tener muy presente la relación entre la superación (Überschreitung) —que no es transgresión (Übertretung)— y el cumplimiento. Neusner critica con determinación, si bien con gran respeto por Jesús —ya lo hemos visto—, la disolución de la familia que ve presente en la exigencia de Jesús de «violar» el cuarto mandamiento; lo mismo vale para la amenaza al sábado, que representa un eje del ordenamiento social de Israel. Ahora bien, Jesús no quiere suprimir la familia ni la finalidad del sábado de acuerdo con la creación, pero tiene que establecer para ambos un espacio nuevo, más amplio. Es cierto que, con su invitación a ser junto a El, a través de la obediencia común al Padre, miembros de una familia nueva, universal, rompe en un primer momento el orden social de Israel. Pero tanto para la Iglesia naciente, como para la Iglesia sucesiva, ha sido esencial desde el principio defender la familia como corazón de todo ordenamiento social, y comprometerse por la puesta en práctica del cuarto mandamiento en toda la extensión de su significado: vemos cómo en la actualidad la lucha de la Iglesia sigue también centrada sobre este punto. Y de la misma manera, se vio también enseguida con claridad que el contenido esencial del sábado debía ser valorado de nuevo en el día del Señor. También la lucha en defensa del domingo es uno de los grandes retos de la Iglesia en el momento actual, caracterizado por tantas disgregaciones del ritmo del tiempo por el que se rige la comunidad. La correcta conexión entre el Antiguo y el Nuevo Testamento ha sido y es un elemento constitutivo para la Iglesia: precisamente las palabras del Resucitado dan importancia al hecho de que Jesús sólo puede ser entendido en el contexto de «la Ley y los Profetas» y de que su comunidad sólo puede vivir en este contexto que ha de ser comprendido de modo adecuado. Con respecto a esto, dos peligros 52


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contrapuestos han amenazado a la Iglesia desde el principio y la amenazarán siempre. Por una parte, un falso legalismo contra el que lucha Pablo y que en toda la historia aparece por desgracia bajo el desafortunado nombre de «judaísmo». Por otro lado, está el rechazo de Moisés y los Profetas, del «Antiguo Testamento», formulado por primera vez por Marción en el siglo II; es una de las grandes tentaciones de la época moderna. No es casual que Harnack, como principal representante de la teología liberal, exigiera que diera cumplimiento finalmente a la herencia de Marción para liberar así al cristianismo del lastre del Antiguo Testamento. También va en esa dirección la tentación, tan extendida hoy en día, de interpretar el Nuevo Testamento de un modo puramente espiritual, privándolo de toda relevancia social y política. Por el contrario, las teologías políticas de todo tipo constituyen la teologización de una única solución política oponiéndose de este modo a la novedad y a la amplitud del mensaje de Jesús. No obstante, sería erróneo considerar estas tendencias como una «judaización» del cristianismo, pues Israel relaciona su obediencia a las disposiciones concretas de orden social de la Torá con la pertenencia a la comunidad genealógica del «Israel eterno» y no la proclama como receta política universal. En síntesis, será bueno para el cristianismo considerar con respeto esa obediencia de Israel para entender así mejor los grandes imperativos del Decálogo, que el cristianismo debe traducir en el ámbito de la familia universal de Dios y que Jesús, como el «nuevo Moisés», nos ha dado. En Él vemos realizada la promesa hecha por Moisés: «El Señor tu Dios suscitará en medio de tus hermanos un profeta como yo.» (Dt 18, 15).

Compromiso y radicalidad profética Participando con nuestras reflexiones y argumentaciones en el diálogo del rabino judío con Jesús hemos ido más allá del Sermón de la Montaña acompañando a Jesús en su camino hacia Jerusalén; pero debemos volver a las antítesis del Sermón de la Montaña, en las que Jesús retoma algunas cuestiones pertenecientes al ámbito de la segunda tabla del Decálogo, contraponiendo a las antiguas disposiciones de la Torá una nueva radicalidad de la justicia ante Dios: no sólo no matar, sino salir al encuentro del hermano con el que se está enfrentado para buscar la reconciliación. No más divorcios; no sólo igualdad en el derecho (ojo por ojo, diente por diente), sino dejarse pegar sin devolver el golpe; amar no sólo al prójimo, sino también al enemigo. Lo sublime del ethos que aquí se manifiesta seguirá conmoviendo siempre a hombres de cualquier procedencia, impresionándolos como el culmen de la grandeza moral; pensemos sólo en la simpatía por Jesús del Mahatma Gandhi, basada precisamente en estos textos. Pero todo lo que se ha dicho, ¿es realista? ¿Se debe, más aún, es legítimo actuar realmente así? Ciertos aspectos particulares de cuanto se ha dicho, ¿acaso no destruyen —como alega Neusner— cualquier orden social concreto? ¿Se puede crear así una comunidad, un pueblo? La investigación exegética reciente ha conseguido importantes avances sobre esta cuestión al estudiar minuciosamente la estructura interna de la Torá y los preceptos que contiene. Para nuestra cuestión resulta especialmente importante el análisis del denominado Código de la Alianza de Éxodo 20, 22-23, 19. En este código de leyes pueden distinguirse dos tipos de derecho: el denominado derecho casuístico y el apodíctico. El derecho casuístico comporta normas que regulan cuestiones muy concretas: disposiciones jurídicas sobre la posesión y liberación de esclavos, lesiones físicas producidas por hombres o animales, reparaciones en caso de robo, etc. Aquí no se dan motivaciones teológicas, sino que se establecen sanciones concretas, proporcionadas al daño causado. Estas normas jurídicas constituyen un derecho basado en la praxis y referido a ella, que sirve para la constitución de un ordenamiento social realista y se adapta a las posibilidades concretas de una sociedad en una situación histórica y cultural concreta. En este sentido, es también un derecho históricamente condicionado, sin duda susceptible de crítica e incluso —desde nuestra concepción ética— necesitado frecuentemente de ser sometido a crítica. Más aún, en el ámbito mismo de la legislación veterotestamentaria se ha ido desarrollando ulteriormente: normas más recientes se oponen a otras más antiguas sobre la misma materia. Las disposiciones de este tipo, aun permaneciendo en el contexto fundamental de la fe en el Dios que se revela hablando en el 53


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Sinaí, no son directamente derecho divino, sino un derecho elaborado a partir del criterio fundamental del derecho divino y que, por ello, es susceptible de ulterior desarrollo y de correcciones. En efecto, un ordenamiento social también puede evolucionar: tiene que adaptarse a distintas situaciones históricas y orientarse a lo que es posible, aunque sin perder de vista el criterio ético como tal, que da al derecho su carácter de derecho. La crítica profética de Isaías, Oseas, Amos, Miqueas, concierne también en cierto sentido —como ha mostrado por ejemplo Olivier Artus— al derecho casuístico que aparece en la Torá, pero que en la práctica se ha convertido en injusto, y en situaciones económicas concretas de Israel ya no sirve para proteger a los pobres, a las viudas y a los huérfanos: una defensa que los profetas consideraban el objetivo más elevado de la legislación proveniente de Dios. Pero esta crítica profética coincide también con algunas partes del Código de la Alianza que son calificadas como «derecho apodíctico» (Ex22,20; 23,9-12). Este derecho apodíctico se pronuncia en nombre de Dios mismo; en él no hay sanciones concretas. «No maltrates ni oprimas al forastero, porque vosotros también fuisteis forasteros en Egipto. No maltrates a la viuda y al huérfano» (Ex 22, 20s). La crítica de los profetas se ha apoyado en estas grandes normas y a partir de ellas ha puesto repetidamente en discusión prácticas jurídicas concretas para hacer valer el núcleo divino esencial del derecho como criterio y línea de orientación de cualquier desarrollo del derecho y de todo orden social. Frank Crüsemann, a quien debemos nociones fundamentales en esta materia, ha dado a las disposiciones del derecho apodíctico el nombre de «metanormas», que representan una instancia crítica frente a las normas del derecho casuístico. La relación entre derecho casuístico y derecho apodíctico podría definirse, según Crüsemann, con el concepto de «reglas» y «principios». Así, dentro de la Torá hay diferentes niveles de autoridad netamente diferenciados; en ella se da — como dice Artus— un diálogo continuo entre normas condicionadas por la historia y metanormas. Estas últimas expresan lo que la Alianza exige permanentemente. La opción fundamental de las metanormas es la garantía que Dios ofrece en favor de los pobres, a los que fácilmente se les priva de sus derechos y que no pueden hacerse justicia por sí mismos. Hay otro aspecto relacionado con todo esto: en la Torá aparece en primer lugar como norma fundamental, de la que todo depende, la proclamación de la fe en el único Dios: sólo Él, YHWH, puede ser adorado. Pero después, en la evolución profética, la responsabilidad por los pobres, las viudas y los huérfanos se eleva cada vez más al mismo rango que la exclusividad de la adoración al único Dios: se funde con la imagen de Dios, la define de un modo concreto. La guía social es una guía teológica, y la guía teológica tiene carácter social. El amor a Dios y el amor al prójimo son inseparables, y el amor al prójimo adquiere aquí, como percepción de la presencia directa de Dios en los pobres y los débiles, una definición muy práctica. Todo esto es fundamental para entender correctamente el Sermón de la Montaña. En el interior de la Torá misma y después, en el diálogo entre Ley y Profetas, vemos ya la contraposición entre un derecho casuístico susceptible de cambio, que forma a su vez la correspondiente estructura social en cada caso, y los principios esenciales del derecho divino mismo, con los que las normas prácticas deben confrontarse, desarrollarse y corregirse. Jesús no hace nada inaudito o totalmente nuevo cuando contrapone las normas casuísticas prácticas desarrolladas en la Torá a la pura voluntad de Dios como la «mayor justicia» (Mt 5, 20) que cabe esperar de los hijos de Dios. Él retoma la dinámica intrínseca de la misma Torá desarrollada ulteriormente por los profetas y, como el Elegido, como el profeta que se encuentra con Dios mismo «cara a cara» (Dt 18,15), le da su forma radical. Así, se comprende por sí mismo que en estas palabras no se formula un ordenamiento social, pero se da ciertamente a los ordenamientos sociales los criterios fundamentales que, sin embargo, no pueden realizarse plenamente como tales en ningún ordenamiento social. La dinamización de los ordenamientos jurídicos y sociales concretos que Jesús aporta, el arrancarlos del inmediato ámbito divino y trasladar la responsabilidad a una razón capaz de discernir, forma parte de la estructura intrínseca de la Torá misma. 54


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En las antítesis del Sermón de la Montaña Jesús se nos presenta no como un rebelde ni como un liberal, sino como el intérprete profético de la Torá, que Él no suprime, sino que le da cumplimiento, y la cumple precisamente dando a la razón que actúa en la historia el espacio de su responsabilidad. Así, también el cristianismo deberá reelaborar y reformular constantemente los ordenamientos sociales, una «doctrina social cristiana». Ante nuevas situaciones, corregirá lo que se había propuesto anteriormente. En la estructura intrínseca de la Torá, en su evolución a través de la crítica profética y en el mensaje de Jesús que engloba a ambos, ella encuentra al mismo tiempo el espacio para los desarrollos históricos necesarios y la base estable que garantiza la dignidad del hombre a partir de la dignidad de Dios.

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5 LA ORACIÓN DEL SEÑOR Como hemos visto, el Sermón de la Montaña traza un cuadro completo de la humanidad auténtica. Nos quiere mostrar cómo se llega a ser hombre. Sus ideas fundamentales se podrían resumir en la afirmación: el hombre sólo se puede comprender a partir de Dios, y sólo viviendo en relación con Dios su vida será verdadera. Sin embargo, Dios no es alguien desconocido y lejano. Nos muestra su rostro en Jesús; en su obrar y en su voluntad reconocemos los pensamientos y la voluntad de Dios mismo. Puesto que ser hombre significa esencialmente relación con Dios, está claro que incluye también el hablar con Dios y el escuchar a Dios. Por ello, el Sermón de la Montaña comprende también una enseñanza sobre la oración; el Señor nos dice cómo hemos de orar. En Mateo, la oración del Señor está precedida por una breve catequesis sobre la oración que, ante todo, nos quiere prevenir contra las formas erróneas de rezar. La oración no ha de ser una exhibición ante los hombres; requiere esa discreción que es esencial en una relación de amor. Nos dice la Escritura que Dios se dirige a cada uno llamándolo por su nombre, que ningún otro conoce (cf. Ap 2, 17). El amor de Dios por cada uno de nosotros es totalmente personal y lleva en sí ese misterio de lo que es único y no se puede divulgar ante los hombres. Esta discreción esencial de la oración no excluye la dimensión comunitaria: el mismo Padrenuestro es una oración en primera persona del plural, y sólo entrando a formar parte del «nosotros» de los hijos de Dios podemos traspasar los límites de este mundo y elevarnos hasta Dios. No obstante, este «nosotros» reaviva lo más íntimo de mí persona; al rezar, siempre han de compenetrarse el aspecto exclusivamente personal y el comunitario, como veremos más de cerca en la explicación del Padrenuestro. Así como en la relación entre hombre y mujer existe la esfera totalmente personal, que necesita el abrigo protector de la discreción, pero que en la relación matrimonial y familiar comporta también por su naturaleza una responsabilidad pública, lo mismo sucede en la relación con Dios: el «nosotros» de la comunidad que ora y la dimensión personalísima de lo que sólo se comparte con Dios se compenetran mutuamente. Otra forma equivocada de rezar ante la cual el Señor nos pone en guardia es la palabrería, la verborrea con la que se ahoga el espíritu. Todos nosotros conocemos el peligro de recitar fórmulas resabidas mientras el espíritu parece estar ocupado en otras cosas. Estamos mucho más atentos cuando pedimos algo a Dios aquejados por una pena interior o cuando le agradecemos con corazón jubiloso un bien recibido. Pero lo más importante, por encima de tales situaciones momentáneas, es que la relación con Dios permanezca en el fondo de nuestra alma. Para que esto ocurra, hay que avivar continuamente dicha relación y referir siempre a ella los asuntos de la vida cotidiana. Rezaremos tanto mejor cuanto más profundamente esté enraizada en nuestra alma la orientación hacia Dios. Cuanto más sea ésta el fundamento de nuestra existencia, más seremos hombres de paz. Seremos más capaces de soportar el dolor, de comprender a los demás y de abrirnos a ellos. Esta orientación que impregna toda nuestra conciencia, a la presencia silenciosa de Dios en el fondo de nuestro pensar, meditar y ser, nosotros la llamamos «oración continua». Al fin y al cabo, esto es también lo que queremos decir cuando hablamos de «amor de Dios»; al mismo tiempo, es la condición más profunda y la fuerza motriz del amor al prójimo. Esta oración verdadera, este estar interiormente con Dios de manera silenciosa, necesita un sustento y para ello, sirve la oración que se expresa con palabras, imágenes y pensamientos. Cuanto más presente está Dios en nosotros, más podemos estar verdaderamente con El en la oración vocal. Pero puede decirse también a la inversa: la oración activa hace realidad y profundiza nuestro estar con Dios. Esta oración puede y debe brotar sobre todo de nuestro corazón, de nuestras penas, esperanzas, alegrías, sufrimientos; de la vergüenza por el pecado, así como de la gratitud por el bien, siendo así una oración totalmente personal. Pero nosotros siempre necesitamos también el apoyo de esas plegarias en las que ha tomado forma el encuentro con Dios de toda la Iglesia, y de cada persona dentro de ella. En efecto, sin estas ayudas para la oración, nuestra plegaria personal y nuestra imagen de Dios se hacen subjetivas y terminan por reflejar más a nosotros que al Dios vivo. En las fórmulas de oración que han surgido primero de la fe de Israel y después de la fe de los que oran como miembros de la Iglesia, aprendemos a conocer a Dios y 56


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a conocernos a nosotros mismos. Son una escuela de oración y, por tanto, un estímulo para cambiar y abrir nuestra vida. San Benito lo formuló en su Regla: «Mens riostra concordet voci nostrae», que nuestro espíritu concuerde con nuestra voz (Reg., 19, 7). Normalmente, el pensamiento se adelanta a la palabra, busca y conforma la palabra. Pero en la oración de los Salmos, en la oración litúrgica en general, sucede al revés: la palabra, la voz, nos precede, y nuestro espíritu tiene que adaptarse a ella. En efecto, los hombres, por nosotros mismos, no sabemos «pedir lo que nos conviene» (Rm 8, 26): estamos muy distantes de Dios y El es demasiado grande y misterioso para nosotros. Por eso Dios ha venido en nuestra ayuda: Él mismo nos sugiere las palabras para la oración y nos enseña a rezar; con las palabras de oración que nos ha dejado, nos permite ponernos en camino hacia Él, conocerlo poco a poco a través de la oración con los hermanos que nos ha dado y, en definitiva, acercarnos a Él. En Benito, la frase antes citada se refiere directamente a los Salmos, el gran libro de oración del pueblo de Dios en la Antigua y en la Nueva Alianza: éstas son palabras que el Espíritu Santo ha dado a los hombres, son Espíritu de Dios que se ha hecho palabra. De esta manera, rezamos «en el Espíritu», con el Espíritu San to. Naturalmente, esto se puede decir con mayor razón aún del Padrenuestro: san Cipriano dice que, cuando lo rezamos, rezamos a Dios con las palabras que Dios mismo nos ha transmitido. Y añade: cuando recitamos el Padrenuestro se cumple en nosotros la promesa de Jesús respecto a los verdaderos adoradores, a los que adoran al Padre «en espíritu y en verdad» (Jn 4, 23). Cristo, que es la Verdad, nos ha dado estas palabras y en ellas nos da el Espíritu Santo (De dom. or., 2). De esta manera se destaca un elemento propio de la mística cristiana. Esta no es en primer lugar un sumergirse en sí mismo, sino un encuentro con el Espíritu de Dios en la palabra que nos precede, un encuentro con el Hijo y con el Espíritu Santo y, así, un entrar en unión con el Dios vivo, que está siempre tanto en nosotros como por encima de nosotros. . Mientras Mateo introduce el Padrenuestro con una pequeña catequesis sobre la oración en general, en Lucas lo encontramos en otro contexto: en el camino de Jesús hacia Jerusalén. Lucas presenta la oración del Señor con la siguiente observación: «Un día estaba Jesús orando en cierto lugar. Cuando terminó, uno de sus discípulos le dijo: "Señor, enséñanos a orar..."» (11, 1). El contexto, pues, es el encuentro con la oración de Jesús, que despierta en los discípulos el deseo de aprender de El cómo se debe orar. Esto es bastante característico de Lucas, que reserva un lugar muy destacado en su Evangelio a la oración de Jesús. Toda la obra de Jesús brota de su oración, es su soporte. Así, acontecimientos esenciales de su vida, en los que se va desvelando poco a poco su misterio, aparecen como acontecimientos de oración. La confesión en la que Pedro reconoce a Jesús como el Mesías de Dios está relacionada con el encuentro con Jesús en oración (cf. Lc 9, 19ss); la transfiguración de Jesús es un acontecimiento de oración (cf. Lc 9, 28s). Resulta significativo, pues, que Lucas ponga el Padrenuestro en relación con la oración personal de Jesús mismo. Él nos hace partícipes de su propia oración, nos introduce en el diálogo interior del Amor trinitario, eleva, por así decirlo, nuestras necesidades humanas hasta el corazón de Dios. Pero esto significa también que las palabras del Padrenuestro indican la vía hacia la oración interior, son orientaciones fundamentales para nuestra existencia, pretenden conformarnos a imagen del Hijo. El significado del Padrenuestro va más allá de la comunicación de palabras para rezar. Quiere formar nuestro ser, quiere ejercitarnos en los mismos sentimientos de Jesús (cf. Flp 2, 5). Para la interpretación del Padrenuestro esto tiene un doble significado. Por un lado, es muy importante escuchar lo más atentamente posible la palabra de Jesús tal como se nos ha transmitido a través de las Escrituras. Debemos intentar descubrir realmente, lo mejor que podamos, lo que Jesús pensaba, lo que nos quería transmitir con esas palabras. Pero debemos tener presente también que el Padrenuestro procede de su oración personal, del diálogo del Hijo con el Padre. Esto quiere decir que tiene una profundidad que va mucho más allá de las palabras. Comprende la existencia humana de todos los tiempos en toda su amplitud y, por tanto, no se puede sopesar con una interpretación meramente histórica, por más importante que sea.

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Por su íntima unión con el Señor, los grandes orantes de todos los tiempos han llegado hasta profundidades que están más allá de la palabra, siendo así capaces de desvelar ulteriormente las ocultas riquezas de la oración. Y cada uno de nosotros, en su relación totalmente personal con Dios, puede sentirse acogido y resguardado en esa oración. Ha de ir siempre de nuevo con su mens, con su propio espíritu, al encuentro de la vox, de la palabra que nos llega desde el Hijo, abrirse a ella y dejarse guiar por ella. De este modo se abrirá también su propio corazón y hará conocer a cada uno cómo el Señor desea orar precisamente con él. Mientras Mateo nos ha transmitido el Padrenuestro en la forma con que la Iglesia lo ha aceptado y utilizado en su oración, Lucas nos ha dejado una versión más breve. La discusión sobre cuál sea el texto más original no es superflua, pero tampoco decisiva. Tanto en una como en otra versión oramos con Jesús, y estamos agradecidos de que en la forma de las siete peticiones de Mateo esté más claramente desarrollado lo que en Lucas parece estar sólo bosquejado. Antes de entrar en la explicación de cada parte, veamos brevemente la estructura del Padrenuestro tal como nos lo ha transmitido Mateo. Consta de una invocación inicial y siete peticiones. Tres de éstas se articulan en torno al «Tú» y cuatro en torno al «nosotros». Las tres primeras se refieren a la causa misma de Dios en la tierra; las cuatro siguientes tratan de nuestras esperanzas, necesidades y dificultades. Se podría comparar la relación entre los dos tipos de peticiones del Padrenuestro con la relación entre las dos tablas del Decálogo, que en el fondo son explicaciones de las dos partes del mandamiento principal —el amor a Dios y el amor al prójimo—, palabras clave que nos guían por el camino del amor. De este modo, también en el Padrenuestro se afirma en primer lugar la primacía de Dios, de la que se deriva por sí misma la preocupación por el modo recto de ser hombre. También aquí se trata ante todo del camino del amor, que es al mismo tiempo un camino de conversión. Para que el hombre pueda presentar sus peticiones adecuadamente tiene que estar en la verdad. Y la verdad es: «Primero Dios, el Reino de Dios» (cf. Mt 6, 33). Antes de nada hemos de salir de nosotros mismos y abrirnos a Dios. Nada puede llegar a ser correcto si no estamos en el recto orden con Dios. Por eso, el Padrenuestro comienza con Dios y, a partir de El, nos lleva por los caminos del ser hombres. Finalmente, llegamos hasta la última amenaza con la cual el Maligno acecha al hombre: se nos puede hacer presente la imagen del dragón apocalíptico, que lucha contra los hombres «que guardan los mandatos de Dios y mantienen el testimonio de Jesús» (Ap 12, 17). Pero siempre permanece la invocación inicial: Padrenuestro. Sabemos que Él está con nosotros, que nos lleva de la mano y nos salva. En su libro de Ejercicios espirituales, el padre Hans-Peter Kolvenbach habla de un staretz ortodoxo que insistía en «hacer entonar el Padrenuestro siempre con las últimas palabras, para ser dignos de finalizar la oración con las palabras del comienzo: "Padre nuestro"». De este modo —explicaba el staretz—, se recorre el camino pascual: «Se comienza en el desierto con las tentaciones, se vuelve a Egipto, luego se recorre la vía del éxodo con las estaciones del perdón y del maná de Dios y, gracias a la voluntad de Dios, se llega a la tierra prometida, el Reino de Dios, donde El nos comunica el misterio de su Nombre: «Padre nuestro» (p. 65s). Ojalá que ambos caminos, el ascendente y el descendente, nos recuerden que el Padrenuestro es siempre una oración de Jesús, que se entiende a partir de la comunión con El. Rezamos al Padre celestial, que conocemos a través del Hijo; y así, en el trasfondo de las peticiones aparece siempre Jesús, como veremos al comentarlas en detalle. Por último, dado que el Padrenuestro es una oración de Jesús, se trata de una oración trinitaria: con Cristo mediante el Espíritu Santo oramos al Padre.

Padre nuestro, que estás en el cielo Comenzamos con la invocación «Padre». Reinhold Schneider escribe a este propósito en su explicación del Padrenuestro: «El Padrenuestro comienza con un gran consuelo; podemos decir Padre. En una sola palabra como ésta se contiene toda la historia de la redención. Podemos decir Padre porque el Hijo es nuestro hermano y nos ha revelado al Padre; porque gracias a Cristo hemos vuelto a ser hijos de Dios» (p. 10). Pero el hombre de hoy no percibe inmediatamente el gran consuelo de la palabra «padre», 58


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pues muchas veces la experiencia del padre o no se tiene, o se ve oscurecida por las deficiencias de los padres. Por eso, a partir de Jesús, lo primero que tenemos que aprender es qué significa precisamente la palabra «padre». En la predicación de Jesús el Padre aparece como fuente de todo bien, como la medida del hombre recto («perfecto»): «Pero yo os digo: Amad a vuestros enemigos, haced el bien a los que os aborrecen. Así seréis hijos de vuestro Padre que está en cielo, que hace salir el sol sobre buenos y malos.» (Mt 5, 44s). El «amor que llega hasta el extremo» (cf. Jn 13, 1), que el Señor ha consumado en la cruz orando por sus enemigos, nos muestra la naturaleza del Padre: este amor es Él. Puesto que Jesús lo pone en práctica, El es totalmente «Hijo» y, a partir de este criterio, nos invita a que también nosotros seamos «hijos». Veamos otro texto más. El Señor recuerda que los padres no dan una piedra a sus hijos que piden pan, y prosigue: «Pues si vosotros, que sois malos, sabéis dar cosas buenas a vuestros hijos, ¿cuánto más vuestro Padre del cielo dará cosas buenas a los que le piden?» (Mt 7, 11). Lucas especifica las «cosas buenas» que da el Padre cuando dice: «... ¿cuánto más vuestro Padre celestial dará el Espíritu Santo a quienes se lo piden?» (Lc 11, 13). Esto quiere decir: el don de Dios es Dios mismo. La «cosa buena» que nos da es Él mismo. En este punto resulta sorprendentemente claro que lo verdaderamente importante en la oración no es esto o aquello, sino que Dios se nos quiere dar. Este es el don de todos los dones, lo «único necesario» (cf. Lc 10,42). La oración es un camino para purificar poco a poco nuestros deseos, corregirlos e ir sabiendo lo que necesitamos de verdad: a Dios y a su Espíritu. Cuando el Señor enseña a conocer la naturaleza de Dios Padre a partir del amor a los enemigos y a encontrar en eso la propia «perfección», para así convertirnos también nosotros en «hijos», entonces resulta perfectamente manifiesta la relación entre Padre e Hijo. Se hace patente que en el espejo de la figura de Jesús reconocemos quién es y cómo es Dios: a través del Hijo encontramos al Padre. «El que me ve a mí, ve al Padre», dice Jesús en el Cenáculo ante la petición de Felipe: «Muéstranos al Padre» (Jn 14, 8s). «Señor, muéstranos al Padre», le decimos constantemente a Jesús, y la respuesta, una y otra vez, es el Hijo: a través de El, sólo a través de Él, aprendemos a conocer al Padre. Y así resulta evidente el criterio de la verdadera paternidad. El Padrenuestro no proyecta una imagen humana en el cielo, sino que nos muestra a partir del cielo —desde Jesús— cómo deberíamos y cómo podemos llegar a ser hombres. Pero ahora debemos observar aún mejor para darnos cuenta de que, según el mensaje de Jesús, el hecho de que Dios sea Padre tiene para nosotros dos dimensiones: por un lado, Dios es ante todo nuestro Padre puesto que es nuestro Creador. Y, si nos ha creado, le pertenecemos: el ser como tal procede de Él y, por ello, es bueno, porque es participación de Dios. Esto vale especialmente para el ser humano. El Salmo 33, 15 dice en su traducción latina: «Él modeló cada corazón y comprende todas sus acciones». La idea de que Dios ha creado a cada ser humano forma parte de la imagen bíblica del hombre. Cada hombre, individualmente y por sí mismo, es querido por Dios. Él conoce a cada uno. En este sentido, en virtud de la creación, el ser humano es ya de un modo especial «hijo» de Dios. Dios es su verdadero Padre: que el hombre sea imagen de Dios es otra forma de expresar esta idea. Esto nos lleva a la segunda dimensión de Dios como Padre. Cristo es de modo único «imagen de Dios» (cf. 2 Co 4, 4; Col 1, 15). Basándose en esto, los Padres de la Iglesia dicen que Dios, cuando creó al hombre «a su imagen», estaba prefigurando a Cristo y creó al hombre según la imagen del «nuevo Adán», del Hombre que es la medida de la humanidad. Pero, sobre todo, Jesús es «el Hijo» en sentido propio, es de la misma sustancia del Padre. Nos quiere acoger a todos en su ser hombre y, de este modo, en su ser Hijo, en la total pertenencia a Dios. Así, la filiación se convierte en un concepto dinámico: todavía no somos plenamente hijos de Dios, sino que hemos de llegar a serlo más y más mediante nuestra comunión cada vez más profunda con Cristo. Ser hijos equivale a seguir a Jesús. La palabra Padre aplicada a Dios comporta un llamamiento para nosotros: a vivir como «hijo» e «hija». «Todo lo mío es tuyo», dice Jesús al Padre en la oración sacerdotal (Jn 17, 10), y lo mismo le dice el padre al hermano mayor en la parábola del hijo pródigo (cf. Lc 15, 31). La palabra «Padre» nos invita a vivir siendo conscientes de esto. Así se supera también el afán de la falsa emancipación que había al comienzo de la historia del pecado de la humanidad. Adán, en efecto, ante las palabras de la serpiente, quería él mismo ser dios y no necesitar más de Dios. Es evidente 59


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que «ser hijo» no significa dependencia, sino permanecer en esa relación de amor que sustenta la existencia humana y le da sentido y grandeza. Por último queda aún una pregunta: ¿es Dios también madre? Se ha comparado el amor de Dios con el amor de una madre: «Como a un niño a quien su madre consuela, así os consolaré yo» (Is 66,13). «¿Puede una madre olvidarse de su criatura, no conmoverse por el hijo de sus entrañas? Pues aunque ella se olvide, yo no te olvidaré» (Is 49, 15). El misterio del amor maternal de Dios aparece reflejado de un modo especialmente conmovedor en el término hebreo rahamim, que originalmente significa «seno materno», pero después se usará para designar el con-padecer de Dios con el hombre, la misericordia de Dios. En el Antiguo Testamento se hace referencia con frecuencia a órganos del cuerpo humano para designar actitudes fundamentales del hombre o sentimientos de Dios, como aún hoy en día se dice «corazón» o «cerebro» para expresar algún aspecto de nuestra existencia. De este modo, el Antiguo Testamento no describe las actitudes fundamentales de la existencia de un modo abstracto, sino con el lenguaje de imágenes tomadas del cuerpo. El seno materno es la expresión más concreta del íntimo entrelazarse de dos existencias y de las atenciones a la criatura débil y dependiente que, en cuerpo y alma, vive totalmente custodiada en el seno de la madre. El lenguaje figurado del cuerpo nos permite comprender los sentimientos de Dios hacia el hombre de un modo más profundo de lo que permitiría cualquier lenguaje conceptual. No obstante, aunque en el lenguaje plasmado a partir del cuerpo el amor de madre se aplique a la imagen de Dios, hay que decir también que nunca, ni en el Antiguo ni en el Nuevo Testamento, se califica o se invoca a Dios como madre. En la Biblia, «Madre» es una imagen, pero no un título para Dios. ¿Por qué? Sólo podemos intentar comprenderlo a tientas. Naturalmente, Dios no es ni hombre ni mujer, sino justamente eso, Dios, el Creador del hombre y de la mujer. Las deidades femeninas que rodeaban al pueblo de Israel y a la Iglesia del Nuevo Testamento mostraban una imagen de la relación entre Dios y el mundo claramente antitética a la imagen de Dios en la Biblia. Contenían siempre, y tal vez inevitablemente, concepciones panteístas, en las que desaparece la diferencia entre Creador y criatura. Partiendo de este presupuesto, la esencia de las cosas y los hombres aparece necesariamente como una emanación del seno materno del Ser que, al entrar en contacto con la dimensión del tiempo, se concreta en la multiplicidad de lo existente. Por el contrario, la imagen del padre era y es más adecuada para expresar la alteridad entre Creador y criatura, la soberanía de su acto creativo. Sólo dejando aparte las deidades femeninas podía el Antiguo Testamento llegar a madurar su imagen de Dios, es decir, la pura trascendencia de Dios. Pero aunque no podemos dar razonamientos absolutamente concluyentes, la norma para nosotros sigue siendo el lenguaje de oración de toda la Biblia, en la que, como hemos dicho, a pesar de las grandes imágenes del amor maternal, «madre» no es un título de Dios, no es un apelativo con el que podamos dirigirnos a Dios. Rezamos como Jesús nos ha enseñado a orar, sobre la base de las Sagradas Escrituras, no como a nosotros se nos ocurra o nos guste. Sólo así oramos de modo correcto. Por último, hemos de ocuparnos aún de la palabra «nuestro». Sólo Jesús podía decir con pleno derecho «Padre mío», porque realmente sólo El es el Hijo unigénito de Dios, de la misma sustancia del Padre. En cambio, todos nosotros tenemos que decir: «Padre nuestro». Sólo en el «nosotros» de los discípulos podemos llamar «Padre» a Dios, pues sólo en la comunión con Cristo Jesús nos convertimos verdaderamente en «hijos de Dios». Así, la palabra «nuestro» resulta muy exigente: nos exige salir del recinto cerrado de nuestro «yo». Nos exige entrar en la comunidad de los demás hijos de Dios. Nos exige abandonar lo meramente propio, lo que separa. Nos exige aceptar al otro, a los otros, abrirles nuestros oídos y nuestro corazón. Con la palabra «nosotros» decimos «sí» a la Iglesia viva, en la que el Señor quiso reunir a su nueva familia. Así, el Padrenuestro es una oración muy personal y al mismo tiempo plenamente eclesial. Al rezar el Padrenuestro rezamos con todo nuestro corazón, pero a la vez en comunión con toda la familia de Dios, con los vivos y con los difuntos, con personas de toda condición, cultura o raza. El Padrenuestro nos convierte en una familia más allá de todo confín. A partir de este «nuestro» entendemos también la segunda parte de la invocación: «... que estás en el cielo». Con estas palabras no situamos a Dios Padre en una lejana galaxia, sino que afirmamos que nosotros, aun teniendo padres terrenos diversos, procedemos todos de un único Padre, que es la medida y 60


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el origen de toda paternidad. «Por eso doblo las rodillas ante el Padre, de quien toma nombre toda familia en el cielo y en la tierra», dice san Pablo (E/3, 14s). Como trasfondo, escuchamos las palabras del Señor: «No llaméis padre vuestro a nadie en la tierra, porque uno solo es vuestro Padre, el del cielo» (Mt 23, 9). La paternidad de Dios es más real que la paternidad humana, porque en última instancia nuestro ser viene de El; porque El nos ha pensado y querido desde la eternidad; porque es Él quien nos da la auténtica, la eterna casa del Padre. Y si la paternidad terrenal separa, la celestial une: cielo significa, pues, esa otra altura de Dios de la que todos venimos y hacia la que todos debemos encaminarnos. La paternidad «en los cielos» nos remite a ese «nosotros» más grande que supera toda frontera, derriba todos los muros y crea la paz.

Santificado sea tu nombre La primera petición del Padrenuestro nos recuerda el segundo mandamiento del Decálogo: «No pronunciaras el nombre del Señor, tu Dios, en falso» (Ex 20, 7; cf. Dt 5,11). Pero, ¿qué es el «nombre de Dios»? Cuando hablamos de ello pensamos en la imagen de Moisés viendo en el desierto una zarza que ardía sin consumirse. En un primer momento, llevado por la curiosidad se acerca para ver ese misterioso fenómeno, pero he aquí que una voz le llama desde la zarza y le dice: «Yo soy el Dios de tus padres, el Dios de Abraham, el Dios de Isaac, el Dios de Jacob» (Ex 3, 6). Este Dios le manda de vuelta a Egipto con el encargo de sacar de allí al pueblo de Israel y llevarlo a la tierra prometida. Moisés deberá pedir al faraón la liberación de Israel en nombre de Dios. Pero en el mundo de entonces había muchos dioses; así pues, Moisés pregunta a Dios cuál es su nombre, el nombre con el que este Dios demuestra su mayor autoridad frente a los otros dioses. En este sentido, la idea del nombre de Dios pertenece en principio al mundo politeísta; en él, este Dios ha de tener también un nombre. Pero el Dios que llama a Moisés es realmente Dios. Dios en sentido propio y verdadero no existe en pluralidad con otros dioses. Dios es, por definición, uno solo. Por eso no puede entrar en el mundo de los dioses como uno de tantos, no puede tener un nombre entre los demás. Así, la respuesta de Dios es al mismo tiempo negación y afirmación. Dice simplemente de sí: «Yo soy el que soy», El es, y basta. Esta afirmación es al mismo tiempo nombre y no-nombre. Por eso, era del todo correcto que en Israel no se pronunciara esta autodefinición de Dios que se percibe en la palabra YHWH, que no la degradaran a una especie de nombre idolátrico. Y por ello no es del todo correcto que en las nuevas traducciones de la Biblia se escriba como un nombre más este nombre, que para Israel es siempre misterioso e impronunciable, rebajando así el misterio de Dios, del que no existen ni imágenes ni nombres pronunciables, al nivel ordinario de una historia genérica de las religiones. No obstante, sigue siendo cierto que Dios no rechazó simplemente la petición de Moisés y, para entender este singular entrelazarse de nombre y no-nombre, hemos de tener claro lo que significa realmente un nombre. Podríamos decir sencillamente: el nombre crea la posibilidad de dirigirse a alguien, de invocarle. Establece una relación. Cuando Adán da nombre a los animales no significa que describa su naturaleza, sino que los incluye en su mundo humano, les da la posibilidad que ser llamados por él. A partir de ahí podemos entender de manera positiva lo que se quiere decir al hablar del nombre de Dios: Dios establece una relación entre El y nosotros. Hace que lo podamos invocar. El entra en relación con nosotros y da la posibilidad de que nosotros nos relacionemos con Él. Pero eso comporta que de algún modo se entrega a nuestro mundo humano. Se ha hecho accesible y, por ello, también vulnerable. Asume el riesgo de la relación, del estar con nosotros. Lo que llega a su cumplimiento con la encarnación ha comenzado con la entrega del nombre. De hecho, al reflexionar sobre la oración sacerdotal de Jesús veremos que allí Él se presenta como el nuevo Moisés: «He manifestado tu nombre a los hombres.» (Jn 17, 6). Lo que comenzó en la zarza que ardía en el desierto del Sinaí se cumple en la zarza ardiente de la cruz. Ahora Dios se ha hecho verdaderamente accesible en su Hijo hecho hombre. El forma parte de nuestro mundo, se ha puesto, por decirlo así, en nuestras manos. De esto podemos entender lo que significa la exigencia de santificar el nombre de Dios. Ahora se puede abusar del nombre de Dios y, con ello, manchar a Dios mismo. Podemos apoderarnos del nombre 61


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de Dios para nuestros fines y desfigurar así la imagen de Dios. Cuanto más se entrega Él en nuestras manos, tanto más podemos oscurecer nosotros su luz; cuanto más cercano sea, tanto más nuestro abuso puede hacerlo irreconocible. Martin Buber dijo en cierta ocasión que, con tanto abuso infame como se ha hecho del nombre de Dios, podríamos perder el valor de pronunciarlo. Pero silenciarlo sería un rechazo todavía mayor del amor que viene a nuestro encuentro. Buber dice entonces que sólo con gran respeto se podrían recoger de nuevo los fragmentos del nombre enfangado e intentar limpiarlos. Pero no podemos hacerlo solos. Únicamente podemos pedirle a Él mismo que no deje que la luz de su nombre se apague en este mundo. Y esta súplica de que sea Él mismo quien tome en sus manos la santificación de su nombre, de que proteja el maravilloso misterio de ser accesible para nosotros y de que, una y otra vez, aparezca en su verdadera identidad librándose de las deformaciones que le causamos, es una súplica que comporta siempre para nosotros un gran examen de conciencia: ¿cómo trato yo el santo nombre de Dios? ¿Mc sitúo con respeto ante el misterio de la zarza que arde, ante lo inexplicable de su cercanía y ante su presencia en la Eucaristía, en la que se entrega totalmente en nuestras manos? ¿Mc preocupo de que la santa cohabitación de Dios con nosotros no lo arrastre a la inmundicia, sino que nos eleve a su pureza y santidad?

Venga a nosotros tu reino Al reflexionar sobre esta petición acerca del Reino de Dios, recordaremos lo que hemos considerado antes acerca de la expresión «Reino de Dios». Con esta petición reconocemos en primer lugar la primacía de Dios: donde El no está, nada puede ser bueno. Donde no se ve a Dios, el hombre decae y decae también el mundo. En este sentido, el Señor nos dice: «Buscad ante todo el Reino de Dios y su justicia; lo demás se os dará por añadidura» (Mt 6,33). Con estas palabras se establece un orden de prioridades para el obrar humano, para nuestra actitud en la vida diaria. En modo alguno se nos promete un mundo utópico en el caso de que seamos devotos y de algún modo deseosos del Reino de Dios. No se nos presenta automáticamente un mundo que funciona como lo propuso la utopía de la sociedad sin clases, en la que todo debía salir bien sólo porque no existía la propiedad privada. Jesús no nos da recetas tan simples, pero establece —como se ha dicho— una prioridad determinante para todo: «Reino de Dios» quiere decir «soberanía de Dios», y eso significa asumir su voluntad como criterio. Esa voluntad crea justicia, lo que implica que reconocemos a Dios su derecho y en él encontramos el criterio para medir el derecho entre los hombres. El orden de prioridades que Jesús nos indica aquí nos recuerda el relato veterotestamentario de la primera oración de Salomón tras ser entronizado. En él se narra que el Señor se apareció al joven rey en sueños, asegurándole que le concedería lo que le pidiera. ¡Un tema clásico en los sueños de la humanidad! ¿Qué pidió Salomón? «Da a tu siervo un corazón dócil para gobernar a tu pueblo, para discernir el bien y el mal» (1 R 3, 9). Dios lo alaba porque no ha pedido —como hubiera sido más natural— riqueza, bienes, honores o la muerte de sus enemigos, ni siquiera una vida más larga (cf. 2 Cr 1, 11), sino algo verdaderamente esencial: un corazón dócil, la capacidad de distinguir entre el bien y el mal. Y por eso Salomón recibió también todo lo demás como añadidura. Con la petición «venga tu reino» (¡no el nuestro!), el Señor nos quiere llevar precisamente a este modo de orar y de establecer las prioridades de nuestro obrar. Lo primero y esencial es un corazón dócil, para que sea Dios quien reine y no nosotros. El Reino de Dios llega a través del corazón que escucha. Ese es su camino. Y por eso nosotros hemos de rezar siempre. A partir del encuentro con Cristo esta petición asume un valor aún más profundo, se hace aún más concreta. Hemos visto que Jesús es el Reino de Dios en persona; donde El está, está el «Reino de Dios». Así, la petición de un corazón dócil se ha convertido en petición de la comunión con Jesucristo, la petición de que cada vez seamos más «uno» con Él (cf. Ga 3, 28). Es la petición del seguimiento verdadero, que se convierte en comunión y nos hace un solo cuerpo con Él. Reinhold Schneider lo ha expresado de modo penetrante: «La vida en este reino es la continuación de la vida de Cristo en los suyos; en el corazón que ya no es alimentado por la fuerza vital de Cristo se acaba el reino; en el corazón tocado 62


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y transformado por esa fuerza, comienza... Las raíces del árbol que no se puede arrancar buscan penetrar en cada corazón. El reino es uno; subsiste sólo por el Señor, que es su vida, su fuerza, su centro.» (pp. 31s). Rezar por el Reino de Dios significa decir a Jesús: ¡Déjanos ser tuyos, Señor! Empápanos, vive en nosotros; reúne en tu cuerpo a la humanidad dispersa para que en ti todo quede sometido a Dios y Tú puedas entregar el universo al Padre, para que «Dios sea todo para todos» (2 Co 15, 28).

Hágase tu voluntad en la tierra como en el cielo En las palabras de esta petición aparecen inmediatamente claras dos cosas: existe una voluntad de Dios con nosotros y para nosotros que debe convertirse en el criterio de nuestro querer y de nuestro ser. Y también: la característica del «cielo» es que allí se cumple indefectiblemente la voluntad de Dios o, con otras palabras, que allí donde se cumple la voluntad de Dios, está el cielo. La esencia del cielo es ser una sola cosa con la voluntad de Dios, la unión entre voluntad y verdad. La tierra se convierte en «cielo» si y en la medida en que en ella se cumple la voluntad de Dios, mientras que es solamente «tierra», polo opuesto del cielo, si y en la medida en que se sustrae a la voluntad de Dios. Por eso pedimos que las cosas vayan en la tierra como van en el cielo, que la tierra se convierta en «cielo». Pero, ¿qué significa «voluntad de Dios»? ¿Cómo la reconocemos? ¿Cómo podemos cumplirla? Las Sagradas Escrituras parten del presupuesto de que el hombre, en lo más íntimo, conoce la voluntad de Dios, que hay una comunión de saber con Dios profundamente inscrita en nosotros, que llamamos conciencia (cf. p. ej., Rm 2, 15). Pero las Escrituras saben también que esta comunión en el saber con el Creador, que Él mismo nos ha dado al crearnos «a su imagen», ha sido enterrada en el curso de la historia; que aunque nunca se ha extinguido del todo, ha quedado cubierta de muchos modos; que ha quedado como una débil llama tremulante, con demasiada frecuencia amenazada de ser sofocada bajo las cenizas de todos los prejuicios que han entrado en nosotros. Y por eso Dios nos ha hablado de nuevo en la historia con palabras que nos llegan desde el exterior, ayudando a nuestro conocimiento interior que se había nublado demasiado. El núcleo de estas «clases de apoyo» de la historia, en la revelación bíblica, es el Decálogo del monte Sinaí que, como hemos visto en el Sermón de la Montaña, no queda abolido o convertido en «ley vieja», sino que, ulteriormente desarrollado, resplandece con mayor claridad en toda su profundidad y grandeza. Estas palabras, como hemos visto, no son algo impuesto al hombre desde fuera. Son —en la medida en que somos capaces de percibirlas— la revelación de la naturaleza misma de Dios y, con ello, la explicación de la verdad de nuestro ser: se nos revelan las claves de nuestra existencia, de modo que podamos entenderlas y convertirlas en vida. La voluntad de Dios se deriva del ser de Dios y, por tanto, nos introduce en la verdad de nuestro ser, nos salva de la autodestrucción producida por la mentira. Como nuestro ser proviene de Dios, podemos ponernos en camino hacia la voluntad de Dios a pesar de todas las inmundicias que nos lo impiden. Esto es precisamente lo que indicaba el Antiguo Testamento con el concepto de «justo»: vivir de la palabra de Dios y, así, de la voluntad de Dios, entrando progresivamente en sintonía con esta voluntad. Pero cuando Jesús nos habla de la voluntad de Dios y del cielo, en el que se cumple la voluntad de Dios, todo esto tiene que ver con algo central de su misión personal. En el pozo de Jacob dice a los discípulos que le llevan de comer: «Mi alimento es hacer la voluntad del que me envió» (Jn 4, 34). Eso significa: ser una sola cosa con la voluntad del Padre es la fuente de la vida de Jesús. La unidad de voluntad con el Padre es el núcleo de su ser en absoluto. En la petición del Padrenuestro percibimos en el fondo, sobre todo, la apasionada lucha interior de Jesús durante su diálogo en el monte de los Olivos: «Padre mío, si es posible, que pase de mí este cáliz; pero no sea como yo quiero, sino como quieres tú». «Padre, si no es posible que pase sin que yo lo beba, hágase tu voluntad» (Mt 26, 39.42). Sobre esta oración de Jesús, en la que El nos deja mirar en su alma humana y en su hacerse «una» con la voluntad de Dios, tendremos que volver todavía cuando tratemos de la pasión de Jesús. Para el autor de la Carta a los Hebreos, en la lucha interior en el monte de los Olivos se desvela el núcleo del misterio de Jesús (cf. 5,7) y —partiendo de esta mirada sobre el alma de Jesús— interpreta este misterio a la luz del Salmo 40. Lee el Salmo de la siguiente manera: «"No quieres ni aceptas sacrificios ni 63


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ofrendas, pero me has formado un cuerpo"... Después añade: "Aquí estoy para hacer tu voluntad", como está escrito en mi libro» (Hb 10,5ss; cf. Sal40,7-9). Toda la existencia de Jesús se resume en las palabras: «Aquí estoy para hacer tu voluntad». Sólo así entendemos plenamente la expresión: «Mi alimento es hacer la voluntad del que me envió». Si tenemos esto en cuenta, entendemos por qué Jesús mismo es «el cielo» en el sentido más profundo y más auténtico; Él es precisamente en quien, y a través de quien, se cumple plenamente la voluntad de Dios. Mirándole a Él, aprendemos que por nosotros mismos no podemos ser enteramente «justos»: nuestra voluntad nos arrastra continuamente como una fuerza de gravedad lejos de la voluntad de Dios, para convertirnos en mera «tierra». Él, en cambio, nos eleva hacia sí, nos acoge dentro de Él y, en la comunión con Él, aprendemos también la voluntad de Dios. Así, en esta tercera petición del Padrenuestro pedimos en última instancia acercarnos cada vez más a Él, a fin de que la voluntad de Dios prevalezca sobre la fuerza de nuestro egoísmo y nos haga capaces de alcanzar la altura a la que hemos sido llamados.

Danos hoy nuestro pan de cada día La cuarta petición del Padrenuestro nos parece la más «humana» de todas: el Señor, que orienta nuestra mirada hacia lo esencial, a lo «único necesario», sabe también de nuestras necesidades terrenales y las tiene en cuenta. Él, que dice a sus Apóstoles: «No estéis agobiados por la vida pensando qué vais a comer» (Mt 6, 25), nos invita no obstante a pedir nuestra comida y a transmitir a Dios esta preocupación nuestra. El pan es «fruto de la tierra y del trabajo del hombre», pero la tierra no da fruto si no recibe desde arriba el sol y la lluvia. Esta combinación de las fuerzas cósmicas que escapa de nuestras manos se contrapone a la tentación de nuestro orgullo, de pensar que podemos darnos la vida por nosotros mismos o sólo con nuestras fuerzas. Este orgullo nos hace violentos y fríos. Termina por destruir la tierra; no puede ser de otro modo, pues contrasta con la verdad, es decir, que los seres humanos estamos llamados a superarnos y que sólo abriéndonos a Dios nos hacemos grandes y libres, llegamos a ser nosotros mismos. Podemos y debemos pedir. Ya lo sabemos: si los padres terrenales dan cosas buenas a los hijos cuando las piden, Dios no nos va a negar los bienes que sólo Él puede dar (cf. Lc 11, 9-13). En su explicación de la oración del Señor, san Cipriano llama la atención sobre dos aspectos importantes de esta petición. Así como en la invocación «Padre nuestro» había subrayado la palabra «nuestro» en todo su alcance, también aquí destaca que se habla de «nuestro» pan. También aquí oramos en la comunión de los discípulos, en la comunión de los hijos de Dios, y por eso nadie puede pensar sólo en sí mismo. De esto se deriva un segundo aspecto: nosotros pedimos nuestro pan, es decir, también el pan de los demás. El que tiene pan abundante está llamado a compartir. San Juan Crisóstomo, en su comentario a la Primera Carta a los Corintios —a propósito del escándalo que daban los cristianos en Corinto—, subraya «que cada pedazo de pan es de algún modo un trozo del pan que es de todos, del pan del mundo». El padre Kolvenbach añade: «¿Cómo puede alguien, invocando al Padre nuestro en la mesa del Señor, y durante la celebración eucarística en su conjunto, eximirse de manifestar su firme voluntad de ayudar a todos los hombres, sus hermanos, a obtener el pan de cada día?» (p. 98). Cuando pedimos «nuestro» pan, el Señor nos dice también: «Dadles vosotros de comer» (Mc 6, 37). También es importante una segunda observación de Cipriano. El que pide el pan para hoy es pobre. La oración presupone la pobreza de los discípulos. Da por sentado que son personas que a causa de la fe han renunciado al mundo, a sus riquezas y a sus halagos, y ya sólo piden lo necesario para vivir. «Con razón pide el discípulo lo necesario para vivir un solo día, pues le está prohibido preocuparse por el mañana. Para él sería una contradicción querer vivir mucho tiempo en este mundo, pues nosotros pedimos precisamente que el Reino de Dios llegue pronto» (De dom. or., 19). En la Iglesia ha de haber siempre personas que lo abandonan todo para seguir al Señor; personas que confían radicalmente en Dios, en su bondad que nos alimenta; personas que de esta manera ofrecen un testimonio de fe que nos rescata de la frivolidad y de la debilidad de nuestro modo de creer.

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Las personas que confían en Dios hasta el punto de no buscar ninguna otra seguridad también nos interpelan. Nos alientan a confiar en Dios, a contar con Él en los grandes retos de la vida. Al mismo tiempo, esa pobreza motivada totalmente por la dedicación a Dios y a su reino es un gesto de solidaridad con los pobres del mundo, un gesto que ha creado en la historia nuevos modos de valorar las cosas y una nueva disposición para servir y para comprometerse en favor de los demás. Pero la petición de pan, del pan sólo para hoy, nos recuerda también los cuarenta años de marcha por el desierto, en los que el pueblo de Israel vivió del maná, del pan que Dios le mandaba del cielo. Cada uno podía recoger sólo lo que necesitaba para cada día; sólo al sexto día podía acumular una cantidad suficiente para dos días, para respetar así el precepto del sábado (cf. Ex 16, 16-22). La comunidad de discípulos, que vive cada día de la bondad del Señor, renueva la experiencia del pueblo de Dios en camino, que era alimentado por Dios también en el desierto. De este modo, la petición de pan sólo para hoy abre nuevas perspectivas que van más allá del horizonte del necesario alimento cotidiano. Presupone el seguimiento radical de la comunidad más restringida de los discípulos, que renuncia a los bienes de este mundo y se une al camino de quienes estimaban «el oprobio de Cristo como una riqueza mayor que todos los tesoros de Egipto» (Hb 11, 26). Aparece el horizonte escatológico, las realidades futuras, que son más importantes y reales que las presentes. Con esto llegamos ahora a una expresión de esta petición que en nuestras traducciones habituales parece inocua: danos hoy nuestro pan «de cada día». El «cada día» traduce la palabra griega epioúsios que, según uno de los grandes maestros de la lengua griega —el teólogo Orígenes (t c. 254)—, no existía antes en el griego, sino que fue creada por los evangelistas. Es cierto que, entretanto, se ha encontrado un testimonio de esta palabra en un papiro del s. V d.C. Pero por sí solo tampoco puede explicar con certeza el significado de esta palabra, en cualquier caso extraña y poco habitual. Por tanto, hay que recurrir a las etimologías y al estudio del contexto. Hoy existen dos interpretaciones principales. Una sostiene que la palabra significa «[el pan] necesario para la existencia», con lo que la petición diría: Danos hoy el pan que necesitamos para poder vivir. La otra interpretación defiende que la traducción correcta sería «[el pan] futuro», el del día siguiente. Pero la petición de recibir hoy el pan para mañana no parece tener mucho sentido, dado el modo de vivir de los discípulos. La referencia al futuro sería más comprensible si se pidiera el pan realmente futuro: el verdadero maná de Dios. Entonces sería una petición escatológica, la petición de una anticipación del mundo que va a venir, es decir, que el Señor nos dé «hoy» el pan futuro, el pan del mundo nuevo, El mismo. Entonces la petición tendría un sentido escatológico. Algunas traducciones antiguas apuntan en esta dirección, como la Vulgata de san Jerónimo, por ejemplo, que traduce la misteriosa palabra con super-substantialis, interpretándola en el sentido de la «sustancia» nueva, superior, que el Señor nos da en el santísimo Sacramento como verdadero pan de nuestra vida. De hecho, los Padres de la Iglesia han interpretado casi unánimemente la cuarta petición del Padrenuestro como la petición de la Eucaristía; en este sentido, la oración del Señor aparece en la liturgia de la santa Misa como si fuera en cierto modo la bendición de la mesa eucarística. Esto no quiere decir que con ello se reduzca en la petición de los discípulos el sentido simplemente terrenal, que antes hemos explicado como el significado inmediato del texto. Los Padres piensan en las diversas dimensiones de una expresión que parte de la petición de los pobres del pan para ese día, pero precisamente de ese modo — mirando al Padre celestial que nos alimenta— recuerda al pueblo de Dios errante, al que Dios mismo alimentaba. El milagro del maná, a la luz del gran sermón de Jesús sobre el pan, remitía a los cristianos casi automáticamente más allá, al nuevo mundo en el que el Logos —la palabra eterna de Dios— será nuestro pan, el alimento del banquete de bodas eterno. ¿Se puede pensar en estas dimensiones o es una «teologización» errónea de una palabra que tan sólo tiene un sentido terrenal? Estas «teologizaciones» provocan hoy un cierto temor que no resulta del todo infundado, aunque tampoco se debe exagerar. Pienso que en la interpretación de la petición del pan hay 65


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que tener en cuenta todo el contexto de las palabras y obras de Jesús, en el que desempeñan un papel muy importante ciertos contenidos esenciales de la vida humana: el agua, el pan y —como signo del júbilo y belleza del mundo— la vid y el vino. El tema del pan ocupa un lugar importante en el mensaje de Jesús, desde la tentación en el desierto, pasando por la multiplicación de los panes, hasta la Ultima Cena. El gran sermón sobre el pan, en el sexto capítulo del Evangelio de Juan, revela el amplio espectro del significado de este tema. Inicialmente se describe el hambre de las gentes que han escuchado a Jesús y a las que no despide sin darles antes de comer, esto es, sin el «pan necesario» para vivir. Pero Jesús no permite que todo se quede en esto, no permite que la necesidad del hombre se reduzca al pan, a las necesidades biológicas y materiales. «No sólo de pan vive el hombre, sino de toda palabra que sale de la boca de Dios» (Mt 4,4; Dt 8,3). El pan multiplicado milagrosamente recuerda de nuevo el milagro del maná en el desierto y, rebasándolo, señala al mismo tiempo que el verdadero alimento del hombre es el Logos, la Palabra eterna, el sentido eterno del que provenimos y en espera del cual vivimos. Si esta primera superación del mero ámbito físico se refiere inicialmente a lo que también ha descubierto y puede descubrir la gran filosofía, inmediatamente después llega la siguiente superación: el Logos eterno se convierte concretamente en pan para el hombre sólo porque Él «se ha hecho carne» y nos habla con palabras humanas. A esto se añade la tercera y esencial superación, pero que ahora constituye un escándalo para la gente de Cafarnaún: Aquel que se ha hecho hombre se nos da en el Sacramento, y sólo así la Palabra eterna se convierte plenamente en maná, el don ya hoy del pan futuro. Después, el Señor reúne todos los aspectos una vez más: esta extrema materialización es precisamente la verdadera espiritualización: «El Espíritu es quien da vida: la carne no sirve de nada» (Jn 6, 63). ¿Habría que suponer que en la petición del pan Jesús ha excluido todo lo que nos dice sobre el pan y lo que quería darnos como pan? Si tomamos el mensaje de Jesús en su totalidad, no se puede descartar la dimensión eucarística de la cuarta petición del Padrenuestro. La petición del pan de cada día para todos es fundamental precisamente en su concreción terrenal. Pero nos ayuda igualmente a superar también el aspecto meramente material y a pedir ya ahora lo que pertenece al «mañana», el nuevo pan. Y, rogando hoy por las cosas del «mañana», se nos exhorta a vivir ya ahora del «mañana», del amor de Dios que nos llama a todos a ser responsables unos de otros. Llegados a este punto, quisiera volver a dar la palabra una vez más a Cipriano, el cual subraya el doble sentido de la petición. Sin embargo, él relaciona la palabra «nuestro», de la que hablábamos antes, precisamente también con la Eucaristía, que en un sentido especial es pan «nuestro», el pan de los discípulos de Jesucristo. Dice: nosotros, que podemos recibir la Eucaristía como pan nuestro, tenemos que pedir también que nadie quede fuera, excluido del Cuerpo de Cristo. «Por eso pedimos que "nuestro" pan, es decir, Cristo, nos sea dado cada día, para que quienes permanecemos y vivimos en Cristo no nos alejemos de su fuerza santificadora de su Cuerpo» (De dom. or, 18).

Perdona nuestras ofensas, como también nosotros perdonamos a los que nos ofenden La quinta petición del Padrenuestro presupone un mundo en el que existen ofensas: ofensas entre los hombres, ofensas a Dios. Toda ofensa entre los hombres encierra de algún modo una vulneración de la verdad y del amor y así se opone a Dios, que es la Verdad y el Amor. La superación de la culpa es una cuestión central de toda existencia humana; la historia de las religiones gira en torno a ella. La ofensa provoca represalia; se forma así una cadena de agravios en la que el mal de la culpa crece de continuo y se hace cada vez más difícil superar. Con esta petición el Señor nos dice: la ofensa sólo se puede superar mediante el perdón, no a través de la venganza. Dios es un Dios que perdona porque ama a sus criaturas; pero el perdón sólo puede penetrar, sólo puede ser efectivo, en quien a su vez perdona. El tema del «perdón» aparece continuamente en todo el Evangelio. Lo encontramos al comienzo del Sermón de la Montaña, en la nueva interpretación del quinto mandamiento, cuando el Señor nos dice: «Si cuando vas a poner tu ofrenda sobre el altar te acuerdas allí mismo de que tu hermano tiene quejas contra ti, deja allí tu ofrenda ante el altar y vete primero a reconciliarte con tu hermano, y entonces vuelve a presentar tu ofrenda» (Mt 5, 23 s). No se puede presentar ante Dios quien no se ha reconciliado con el 66


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hermano; adelantarse con un gesto de reconciliación, salir a su encuentro, es una condición previa para dar culto a Dios correctamente. A este respecto, podemos pensar que Dios mismo, sabiendo que los hombres estábamos enfrentados con El como rebeldes, se ha puesto en camino desde su divinidad para venir a nuestro encuentro, para reconciliarnos. Recordaremos que, antes del don de la Eucaristía, se arrodilló ante sus discípulos y les lavó los pies sucios, los purificó con su amor humilde. A mitad del Evangelio de Mateo (cf. 18,23-35) se encuentra la parábola del siervo despiadado: a él, que era un alto mandatario del rey, le había sido perdonada la increíble deuda de diez mil talentos; pero luego él no estuvo dispuesto a perdonar la deuda, ridícula en comparación, de cien denarios que le debían: cualquier cosa que debamos perdonarnos mutuamente es siempre bien poco comparado con la bondad de Dios que perdona a todos. Y finalmente escuchamos la petición de Jesús desde la cruz: «Padre, perdónalos, porque no saben lo que hacen» (Lc 23, 34). Si queremos entenderla a fondo y hacer nuestra la petición del Padrenuestro, hemos de dar todavía un paso más y preguntarnos: ¿Qué es realmente el perdón? ¿Qué ocurre en él? La ofensa es una realidad, una fuerza objetiva que ha causado una destrucción que se ha de remediar. Por eso el perdón debe ser algo más que ignorar, que tratar de olvidar. La ofensa tiene que ser subsanada, reparada y, así, superada. El perdón cuesta algo, ante todo al que perdona: tiene que superar en su interior el daño recibido, debe como cauterizarlo dentro de sí, y con ello renovarse a sí mismo, de modo que luego este proceso de transformación, de purificación interior, alcance también al otro, al culpable, y así ambos, sufriendo hasta el fondo el mal y superándolo, salgan renovados. En este punto nos encontramos con el misterio de la cruz de Cristo. Pero antes de nada nos encontramos con los límites de nuestra fuerza para curar, para superar el mal. Nos encontramos con la prepotencia del mal, a la que no conseguimos dominar sólo con nuestras fuerzas. Reinhold Schneider comenta a este respecto: «El mal vive de mil formas; ocupa la cúspide del poder...; brota del abismo. El amor sólo tiene una forma: es tu Hijo» (p. 68). La idea de que el perdón de las ofensas, la salvación de los hombres desde su interior, haya costado a Dios el precio de la muerte de su Hijo se ha hecho hoy muy extraña: recodar que el Señor «soportó nuestros sufrimientos, cargó con nuestros dolores», que fue «traspasado por nuestras rebeliones, triturado por nuestros crímenes» y que «sus cicatrices nos curaron» (Is 53,4-6), hoy ya no nos cabe en la cabeza. A esta idea se opone por un lado la banalización del mal en que nos refugiamos, mientras que, por otro, utilizamos los horrores de la historia humana, precisamente también de la más reciente, como pretexto concluyente para negar la existencia de un Dios bueno y difamar a su criatura, el hombre. Pero también la imagen individualista del hombre nos impide entender el gran misterio de la expiación: ya no somos capaces de comprender el significado de la forma vicaria de la existencia, porque según nuestro modo de pensar cada hombre vive encerrado en sí mismo; ya no vemos la profunda relación que hay entre todas nuestras vidas y su estar abrazadas en la existencia del Uno, del Hijo hecho hombre. Cuando hablemos de la crucifixión de Cristo tendremos que volver sobre estas ideas. De momento bastará con un pensamiento del cardenal John Henry Newman, quien en cierta ocasión dijo que Dios pudo crear el mundo de la nada con una sola palabra, pero que sólo pudo superar la culpa y el sufrimiento de los hombres interviniendo personalmente, sufriendo Él mismo en su Hijo, que ha llevado esa carga y la ha superado mediante la entrega de sí mismo. Superar la culpa exige el precio de comprometer el corazón, y aún más, entregar toda nuestra existencia. Y ni siquiera basta esto: sólo se puede conseguir mediante la comunión con Aquel que ha cargado con todas nuestras culpas. La petición del perdón supone algo más que una exhortación moral, que también lo es y, como tal, representa un desafío nuevo cada día. Pero en el fondo es —como las demás peticiones— una oración cristológica. Nos recuerda a Aquel que por el perdón ha pagado el precio de descender a las miserias de la existencia humana y a la muerte en la cruz. Por eso nos invita ante todo al agradecimiento, y después también a enmendar con El el mal mediante el amor, a consumirlo sufriendo. Y al reconocer cada día que para ello no bastan nuestras fuerzas, que frecuentemente volvemos a ser culpables, entonces esta petición 67


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nos brinda el gran consuelo de que nuestra oración es asumida en la fuerza de su amor y, con él, por él y en él, puede convertirse a pesar de todo en fuerza de salvación.

No nos dejes caer en la tentación La formulación de esta petición es un escándalo para muchos: ciertamente, Dios no nos tienta. De hecho Santiago nos dice: «Cuando alguien se ve tentado, no diga que Dios lo tienta; Dios no conoce la tentación al mal y él no tienta a nadie» (1, 13). Nos ayuda a dar un paso adelante el recuerdo de las palabras del Evangelio: «Entonces, Jesús fue llevado al desierto por el Espíritu para ser tentado por el diablo» (Mt 4, 1). La tentación viene del diablo, pero la misión mesiánica de Jesús incluye la superación de las grandes tentaciones que han alejado a los hombres de Dios y los siguen alejando. Como ya hemos visto, debe experimentar en sí mismo estas tentaciones hasta la muerte en la cruz y abrirnos de este modo el camino de la salvación. Así, no sólo después de su muerte, sino en ella y a lo largo de toda su vida, debe en cierto modo «descender a los infiernos», al ámbito de nuestras tentaciones y fracasos, para tomarnos de la mano y llevarnos hacia arriba. La Carta a los Hebreos da una gran importancia a este aspecto, destacándolo como parte fundamental del camino de Jesús: «Como él ha pasado por la prueba del dolor, puede auxiliar a los que ahora pasan por ella» (2, 18). «No tenemos un sumo sacerdote incapaz de compadecerse de nuestras debilidades, sino que ha sido probado en todo exactamente como nosotros, menos en el pecado» (4, 15). Una mirada al Libro de Job, en el que ya se perfila en muchos aspectos el misterio de Cristo, nos puede proporcionar más aclaraciones. Satanás ultraja al hombre, para así ofender a Dios: su criatura, que El ha formado a su imagen, es una criatura miserable. Todo lo que en ella parece bueno es más bien pura fachada; en realidad, al hombre —a cada uno— sólo le importa su bienestar. Éste es el diagnóstico de Satanás, al que el Apocalipsis describe como el «acusador de nuestros hermanos, el que los acusaba día y noche ante nuestro Dios» (Ap 12, 10). La difamación del hombre y de la creación es, en definitiva, una difamación de Dios, una justificación para rehusarlo. Satanás quiere demostrar su tesis con el justo Job: si le despoja de todo, acabará renunciando muy pronto también a su religiosidad. Así, Dios le da a Satanás la libertad de someterlo a la prueba, aunque dentro de límites bien definidos: Dios deja que el hombre sea probado, pero no que caiga. Aquí aparece de forma velada y todavía no explícita el misterio de la forma vicaria que se desarrolla de manera grandiosa en Isaías 53: los sufrimientos de Job sirven para justificar al hombre. A través de su fe puesta a prueba en el sufrimiento, él restablece el honor del hombre. Así, los sufrimientos de Job anticipan los sufrimientos en comunión con Cristo, que restablece el honor de todos nosotros ante Dios y nos muestra el camino para no perder la fe en Dios ni siquiera en la más profunda oscuridad. El Libro de Job nos puede ayudar también a distinguir entre prueba y tentación. Para madurar, para pasar cada vez más de una religiosidad de apariencia a una profunda unión con la voluntad de Dios, el hombre necesita la prueba. Igual que el zumo de la uva tiene que fermentar para convertirse en vino de calidad, el hombre necesita pasar por purificaciones, transformaciones, que son peligrosas para él y en las que puede caer, pero que son el camino indispensable para llegar a sí mismo y a Dios. El amor es siempre un proceso de purificación, de renuncias, de transformaciones dolorosas en nosotros mismos y, así, un camino hacia la madurez. Cuando Francisco Javier pudo orar a Dios diciendo: «Te amo no porque puedes darme el cielo o el infierno, sino simplemente porque eres lo que eres, mi rey y mi Dios», es evidente que antes había tenido que recorrer un largo camino de purificación interior hasta llegar a esta máxima libertad; un camino de maduración en el que acechaba la tentación, el peligro de caer, pero, no obstante, un camino necesario. Ahora podemos explicar de un modo más concreto la sexta petición del Padrenuestro. Con ella decimos a Dios: «Sé que necesito pruebas para que mi ser se purifique. Si dispones esas pruebas sobre mí, si —como en el caso de Job— das una cierta libertad al Maligno, entonces piensa, por favor, en lo limitado de mis fuerzas. No me creas demasiado capaz. Establece unos límites que no sean excesivos, dentro de los cuales puedo ser tentado, y mantente cerca con tu mano protectora cuando la prueba sea 68


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desmedidamente ardua para mí». En este sentido ha interpretado san Cipriano la petición. Dice: cuando pedimos «no nos dejes caer en la tentación» expresamos la convicción de que «el enemigo no puede hacer nada contra nosotros si antes no se lo ha permitido Dios; de modo que todo nuestro temor, devoción y culto se dirija a Dios, puesto que en nuestras tentaciones el Maligno no puede hacer nada si antes no se le ha concedido facultad para ello» (De dom. or., 25). Y luego concluye, sopesando el perfil psicológico de la tentación, que pueden existir dos motivos por los que Dios concede al Maligno un poder limitado. Puede suceder como penitencia para nosotros, para atenuar nuestra soberbia, con el fin de que experimentemos de nuevo la pobreza de nuestra fe, esperanza y amor, y no presumamos de ser grandes por nosotros mismos: pensemos en el fariseo que le cuenta a Dios sus grandezas y no cree tener necesidad alguna de la gracia. Lamentablemente, Cipriano no especifica después en qué consiste el otro tipo de prueba, la tentación a la que Dios nos somete ad gloriam, para su gloria. Pero, ¿no deberíamos recordar que Dios impone una carga especialmente pesada de tentaciones a las personas particularmente cercanas a Él, a los grandes santos, desde Antonio en el desierto hasta Teresa de Lisieux en el piadoso mundo de su Carmelo? Siguen, por así decirlo, las huellas de Job, son como la apología del hombre, que es al mismo tiempo la defensa de Dios. Más aún: están de un modo muy especial en comunión con Jesucristo, que ha sufrido hasta el fondo nuestras tentaciones. Están llamados, por así decirlo, a superar en su cuerpo, en su alma, las tentaciones de una época, a soportarlas por nosotros, almas comunes, y a ayudarnos en el camino hacia Aquel que ha tomado sobre sí el peso de todos nosotros. Así, en nuestra oración de la sexta petición del Padrenuestro debe estar incluida, por un lado, la disponibilidad para aceptar la carga de la prueba proporcionada a nuestras fuerzas; por otro lado, se trata precisamente de la petición de que Dios no nos imponga más de lo que podemos soportar; que no nos suelte de la mano. Pronunciamos esta petición con la confiada certeza que san Pablo nos ofrece en sus palabras: «Dios es fiel y no permitirá que seáis tentados por encima de vuestras fuerzas; al contrario, con la tentación os dará fuerzas suficientes para resistir a ella» (2 Co 10, 13).

Y líbranos del mal La última petición del Padrenuestro retoma otra vez la penúltima y la pone en positivo; en este sentido, hay una estrecha relación entre ambas. Si en la penúltima petición predominaba el «no» (no dar al Maligno más fuerza de lo soportable), en la última petición nos presentamos al Padre con la esperanza fundamental de nuestra fe. «¡Sálvanos, redímenos, líbranos!». Es, al fin y al cabo, la petición de la redención. ¿De qué queremos ser redimidos? En las traducciones recientes del Padrenuestro, «el mal» del que se habla puede referirse al «mal» impersonal o bien al «Maligno». En el fondo, ambos significados son inseparables. A este respecto, podemos tener presente el dragón del que habla el Apocalipsis (cf. capítulos 12 y 13). Juan caracteriza a la «bestia» que vio «salir del mar», de los oscuros abismos del mal, con los distintivos del poder político romano, dando así una forma muy concreta a la amenaza que los cristianos de aquel tiempo veían venir sobre ellos: el derecho total sobre la persona que era reivindicado mediante el culto al emperador, y que llevaba al poder político-militar-económico al sumo grado de un poder ilimitado y exclusivo, a la expresión del mal que amenaza con devorarnos. A esto se unía una disgregación del orden moral mediante una forma cínica de escepticismo y de racionalismo. Ante esta amenaza, el cristiano en tiempo de la persecución invoca al Señor, la única fuerza que puede salvarlo: redímenos, líbranos del mal. Aunque ya no existen el imperio romano y sus ideologías, ¡qué actual resulta todo esto! También hoy aparecen, por un lado, los poderes del mercado, del tráfico de armas, de drogas y de personas, que son un lastre para el mundo y arrastran a la humanidad hacia ataduras de las que no nos podemos librar. Por otro lado, también se presenta hoy la ideología del éxito, del bienestar, que nos dice: Dios es tan sólo una ficción, sólo nos hace perder tiempo y nos quita el placer de vivir. ¡No te ocupes de Él! ¡Intenta sólo disfrutar de la vida todo lo que puedas! También estas tentaciones parecen irresistibles. El Padrenuestro en su conjunto, y esta petición en concreto, nos quieren decir: cuando hayas perdido a Dios, te habrás perdido a ti mismo; entonces serás tan sólo un producto casual de la evolución, entonces habrá triunfado realmente el «dragón». Pero mientras éste no te pueda arrancar a Dios, a pesar de todas las desventuras 69


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que te amenazan, permanecerás aún íntimamente sano. Es correcto, pues, que la traducción diga: líbranos del mal. Los males pueden ser necesarios para nuestra purificación, pero el mal destruye. Por eso pedimos desde lo más hondo que no se nos arranque la fe que nos permite ver a Dios, que nos une a Cristo. Pedimos que, por los bienes, no perdamos el Bien mismo; y que tampoco en la pérdida de bienes se pierda para nosotros el Bien, Dios; que no nos perdamos nosotros: ¡líbranos del mal! De nuevo Cipriano, el obispo mártir que tuvo que sufrir en su carne la situación descrita en el Apocalipsis, dice con palabras espléndidas: «Cuando decimos "líbranos del mal" no queda nada más que pudiéramos pedir. Una vez que hemos obtenido la protección pedida contra el mal, estamos seguros y protegidos de todo lo que el mundo y el demonio puedan hacernos. ¿Qué temor puede acechar en el mundo a aquel cuyo protector en el mundo es Dios mismo?» (De dom. or.,21). Los mártires poseían esa certeza, que les sostenía, les hacía estar alegres y sentirse seguros en un mundo lleno de calamidades; los ha «librado» en lo más profundo, les ha liberado para la verdadera libertad. Es la misma confianza que san Pablo expresó tan maravillosamente con las palabras: «Si Dios está con nosotros, ¿quién estará contra nosotros?... ¿Quién podrá apartarnos del amor de Cristo? ¿La aflicción, la angustia, la persecución, el hambre, la desnudez, el peligro, la espada?... Pero en todo esto venceremos fácilmente por aquel que nos ha amado. Pues estoy convencido de que ni muerte, ni vida, ni ángeles, ni principados, ni presente, ni futuro, ni potencias, ni altura, ni profundidad, ni criatura alguna, podrá apartarnos del amor de Dios, manifestado en Cristo Jesús, Señor nuestro» (Rm 8, 31-39). Por tanto, con la última petición volvemos a las tres primeras: al pedir que se nos libere del poder del mal, pedimos en última instancia el Reino de Dios, identificarnos con su voluntad, la santificación de su nombre. Pero los orantes de todos los tiempos han interpretado la petición en sentido más amplio. En las tribulaciones del mundo pedían también a Dios que pusiera límites a los «males» que asolan el mundo y nuestra vida. Esta forma tan humana de interpretar la petición se ha introducido en la liturgia: en todas las liturgias, a excepción de la bizantina, se amplía la última petición del Padrenuestro con una oración particular que en la liturgia romana antigua rezaba: «Líbranos, Señor, de todos los males, pasados, presentes y futuros. Por la intercesión. .. de todos los santos danos la paz en nuestros días, para que, ayudados por tu misericordia, vivamos siempre libres de pecado y protegidos de toda perturbación...». Se percibe el eco de las penurias de los tiempos agitados, el grito pidiendo salvación completa. Este «embolismo» con el que se refuerza en la liturgia la última petición del Padrenuestro muestra el aspecto humano de la Iglesia. Sí, podemos, debemos pedir al Señor que libere también al mundo, a nosotros mismos y a muchos hombres y pueblos que sufren, de todos los males que hacen la vida casi insoportable. También podemos y debemos aplicar esta ampliación de la última petición del Padrenuestro a nosotros mismos como examen de conciencia, como exhortación a colaborar para que se ponga fin a la prepotencia del «mal». Pero con ello no debemos perder de vista la auténtica jerarquía de los bienes y la relación de los males con el Mal por excelencia; nuestra petición no puede caer en la superficialidad: también en esta interpretación de la petición del Padrenuestro sigue siendo crucial «que seamos liberados de los pecados», que reconozcamos «el Mal» como la verdadera adversidad y que nunca se nos impida mirar al Dios vivo.

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6 LOS DISCÍPULOS En todas las etapas de la actividad de Jesús sobre las que hemos reflexionado hasta ahora se ha puesto en relieve la estrecha relación entre Jesús y el «nosotros» de la nueva familia que Él reúne a través de su mensaje y su actuación. También ha aparecido claramente que este «nosotros», según su planteamiento de fondo, es concebido como universal: no se basa ya en la estirpe, sino en la comunión con Jesús, que es El mismo la Torá viva de Dios. Este «nosotros» de la nueva familia no es algo informe. Jesús llama a un núcleo de íntimos particularmente elegidos por El, que continúan su misión y dan orden y forma a esa familia. En este sentido, Jesús ha dado origen al círculo de los Doce. En sus orígenes, el título de apóstoles iba más allá de este círculo, pero después se fue restringiendo cada vez más estrictamente a él: en Lucas, que habla siempre de los doce Apóstoles, la expresión es prácticamente un sinónimo de los Doce. No necesitamos tratar aquí las cuestiones tan discutidas sobre la evolución que ha tenido el uso de la palabra «apóstol»; sólo queremos prestar atención a los textos más importantes, en los que podemos ver la formación de la comunidad más restringida de los discípulos de Jesús. El texto central para ello se encuentra en el Evangelio de Marcos (cf. 3, 13-19). En él se dice: «Jesús subió al monte, llamó a los que quiso y se fueron con él» (v.13). Los acontecimientos anteriores se habían desarrollado a orillas del mar, y ahora Jesús sube al «monte», que indica el lugar de su comunión con Dios: un lugar en lo alto, por encima del ajetreo y la actividad cotidianos. Lucas refuerza más este aspecto en su relato paralelo: «Por entonces subió Jesús a la montaña a orar, y pasó la noche orando a Dios. Cuando se hizo de día llamó a sus discípulos, escogió a doce de ellos, y los nombró apóstoles.» (Lc 6, 12s). La elección de los discípulos es un acontecimiento de oración; ellos son, por así decirlo, engendrados en la oración, en la familiaridad con el Padre. Así, la llamada de los Doce tiene, muy por encima de cualquier otro aspecto funcional, un profundo sentido teológico: su elección nace del diálogo del Hijo con el Padre y está anclada en él. También se debe partir de ahí para entender las palabras de Jesús: «Rogad, pues, al Señor de la mies que mande trabajadores a su mies» (Mt 9, 38): a quienes trabajan en la cosecha de Dios no se les puede escoger simplemente como un patrón busca a sus obreros; siempre deben ser pedidos a Dios y elegidos por Él mismo para este servicio. Este carácter teológico se refuerza aún más cuando el texto de Marcos dice: «Llamó a los que quiso». Uno no puede hacerse discípulo por sí mismo, sino que es el resultado de una elección, una decisión de la voluntad del Señor basada, a su vez, en su unidad de voluntad con el Padre. Luego el evangelista sigue diciendo: «Hizo a doce para que estuvieran con él y para enviarlos.» (v.14). Aquí hay que considerar en primer lugar la expresión «hizo a doce», que no resulta habitual para nosotros. El evangelista recurre a la terminología que utiliza el Antiguo Testamento para indicar el nombramiento de los sacerdotes (cf. 1R 12,31; 13,33), calificando así el apostolado como un ministerio sacerdotal. Pero el hecho de que los elegidos sean nombrados uno a uno los relaciona también con los profetas de Israel, a los que Dios llama por su nombre, de modo que el ministerio apostólico aparece como una fusión de la misión sacerdotal y la misión profética (Feuillet, p. 178). «Hizo a doce»: doce era el número simbólico de Israel, el número de los hijos de Jacob. De ellos salieron las doce tribus de Israel, de las cuales después del exilio sólo quedó prácticamente la tribu de Judá. Así, el número doce es un retorno a los orígenes de Israel, pero al mismo tiempo es un símbolo de esperanza: Israel en su totalidad queda restablecido, las doce tribus son reunidas de nuevo. Doce, el número de las tribus, es al mismo tiempo un número cósmico, en el que se expresa la universalidad del pueblo de Dios que renace. Los Doce son presentados como los padres fundadores de este pueblo universal que tiene su fundamento en los Apóstoles. En el Apocalipsis, en la visión de la nueva Jerusalén, el simbolismo de los Doce adquiere una imagen gloriosa (cf. Ap 21,9-14), que ayuda al pueblo de Dios en camino a entender su presente a partir de su futuro y lo ilumina con espíritu de esperanza: pasado, presente y futuro se entrelazan a través de la figura de los Doce. En este contexto se sitúa también la profecía en la que Jesús deja entrever su naturaleza a Natanael: «Veréis el cielo abierto y a los ángeles de Dios subir y bajar sobre el Hijo del hombre» (Jn 1, 51). Jesús se 71


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manifiesta aquí como el nuevo Jacob. El sueño del Patriarca, en el que vio apoyada junto a su cabeza una escalera que llegaba hasta el cielo, por la que subían y bajaban ángeles de Dios, ése sueño se ha hecho realidad en Jesús. Él mismo es la «puerta del cielo» (cf. Gn 28,10-22), Él es el verdadero Jacob, el «Hijo del hombre», el padre fundador del Israel definitivo. Volvamos a nuestro texto de Marcos. Jesús instituye a los Doce con una doble misión; «para que estuvieran con Él y para enviarlos». Tienen que estar con Él para conocerlo, para tener ese conocimiento de Él que las «gentes» no podían alcanzar porque lo veían desde el exterior y lo tenían por un profeta, un gran personaje de la historia de las religiones, pero sin percibir su carácter único (cf. Mt 16, 13s). Los Doce tienen que estar con Él para conocer a Jesús en su ser uno con el Padre y así poder ser testigos de su misterio. Tenían que haber estado con Él —como dirá Pedro antes de la elección de Matías— cuando «el Señor Jesús estuvo con nosotros» (cf. Hch 1, 8.21). Se podría decir que tienen que pasar de la comunión exterior con Jesús a la interior. Pero al mismo tiempo están ahí para ser los enviados de Jesús — «Apóstoles», precisamente—, los que llevan su mensaje al mundo, primero a las ovejas descarriadas de la casa de Israel, pero luego «hasta los con fines de la tierra». Estar con Jesús y ser enviados pare cen a primera vista excluirse recíprocamente, pero ambos aspectos están íntimamente unidos. Los Doce tienen que aprender a vivir con Él de tal modo que puedan estar con Él incluso cuando vayan hasta los confines de la tierra. El estar con Jesús conlleva por sí mismo la dinámica de la misión, pues, en efecto, todo el ser de Jesús es misión. Según este texto, ¿a qué se les envía? «A predicar con poder para expulsar a los demonios» (cf. Mc 3, 14s). Mateo explica el contenido de la misión con algún detalle más: «Y les dio poder para expulsar los espíritus inmundos y curar toda clase de enfermedades y dolencias» (10, 1). El primer encargo es el de predicar: dar a los hombres la luz de la palabra, el mensaje de Jesús. Los Apóstoles son ante todo evangelistas: al igual que Jesús, anuncian el Reino de Dios y reúnen así a los hombres en la nueva familia de Dios. Pero el anuncio del Reino de Dios nunca es mera palabra, mera enseñanza. Es acontecimiento, del mismo modo que también Jesús es acontecimiento, Palabra de Dios en persona. Anunciándolo, llevan al encuentro con Él. Dado que el mundo está dominado por las fuerzas del mal, este anuncio es al mismo tiempo una lucha contra esas fuerzas. «Los mensajeros de Jesús, siguiendo sus pasos, tienden a exorcizar el mundo, a la fundación de una nueva forma de vida en el Espíritu Santo, que libere de la obsesión diabólica» (Pesch, Das Markusevangelium I, p. 205). De hecho, el mundo antiguo —según ha mostrado, sobre todo, Henri de Lubac— ha vivido la aparición de la fe cristiana como una liberación del temor a los demonios que, a pesar del escepticismo y el racionalismo ilustrado, lo invadía todo; y lo mismo sucede también hoy en día en los lugares donde el cristianismo ocupa el lugar de las religiones tribales y, recogiendo lo positivo que hay en ellas, las asume en sí. Se siente todo el ímpetu de esta irrupción en las palabras de Pablo, cuando dice: «No hay más que un Dios; pues aunque hay los llamados dioses en el cielo y en la tierra —y numerosos son los dioses y numerosos los señores—, para nosotros no hay más que un Dios, el Padre, de quien procede el universo y a quien estamos destinados nosotros; y un solo Señor, Jesucristo, por quien existe el universo y por quien nosotros vamos al Padre» (1 Co 8, 4ss). En estas palabras hay una fuerza liberadora, el gran exorcismo que purifica el mundo. Por muchos dioses que fluctúen en el mundo, sólo uno es Dios y sólo uno es el Señor. Si pertenecemos a Él, todo lo demás no tiene ningún poder, pierde el esplendor de la divinidad. El mundo es presentado ahora en su racionalidad: procede de la Razón eterna, y sólo esa Razón creadora es el verdadero poder sobre el mundo y en el mundo. Sólo la fe en el Dios único libera y «racionaliza» realmente el mundo. Donde, en cambio, desaparece, el mundo es más racional sólo en apariencia. En realidad hay que admitir entonces a las fuerzas del azar, que no se pueden definir; la «teoría del caos» se pone a la par del conocimiento de la estructura racional del mundo y deja al hombre ante incógnitas que no puede resolver y que limitan el aspecto racional del mundo. «Exorcizar», iluminar el mundo con la luz de la ratio que procede de la eterna Razón creadora, así como de su bondad salvadora: ésa es una tarea central y permanente de los mensajeros de Cristo Jesús. En su Carta a los Efesios, san Pablo describe este carácter exorcista del cristianismo desde otra perspectiva: «Buscad vuestra fuerza en el Señor y en su invencible poder. Poneos las armas que Dios os da para poder resistir a las estratagemas del diablo, porque nuestra lucha no es contra los hombres de 72


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carne y hueso, sino contra las fuerzas sobrehumanas y supremas del mal, que dominan este mundo de tinieblas» (E/6, 10-12). Heinrich Schlier explica del siguiente modo esta representación de la lucha del cristiano que hoy nos puede resultar sorprendente o quizás extraña: «Los enemigos no son éste o aquél, tampoco yo mismo, nadie de carne y hueso... El conflicto va más al fondo. Se dirige contra un sinnúmero de enemigos que atacan incansablemente, enemigos no bien definidos que no tienen verdaderos nombres, sino sólo denominaciones colectivas; también son a priori superiores al hombre, y esto por su posición superior, por su posición "en los cielos" de la existencia; superiores también porque su posición es impenetrable e inatacable. Su posición constituye precisamente la "atmósfera" de la existencia, una atmósfera que ellos mismos difunden a su alrededor, estando todos ellos, en fin, repletos de una maldad sustancial y mortal» (p. 291). ¿Quién no ve aquí descrito también precisamente nuestro mundo, en el que el cristiano está amenazado por una atmósfera anónima, por «lo que está en el aire», que quiere hacerle ver su fe como ridícula e in sensata? ¿Quién no ve que existen contaminaciones del clima espiritual a escala universal que amenazan a la humanidad en su dignidad, incluso en su existencia? Los hombres, y también las comunidades humanas, parecen estar irremediablemente abandonadas a la acción de estos poderes. El cristiano sabe que tampoco puede hacer frente por sí solo a esa amenaza. Pero en la fe, en la comunión con el único verdadero Señor del mundo, se le han dado las «armas de Dios», con las que —en comunión con todo el cuerpo de Cristo— puede enfrentarse a esos poderes, sabiendo que el Señor nos vuelve a dar en la fe el aire limpio para respirar, el aliento del Creador, el aliento del Espíritu Santo, solamente en el cual el mundo puede ser sanado. . . Junto al encargo del exorcismo, Mateo añade también la misión de curar: los Doce son enviados «para curar toda clase de enfermedades y dolencias» (10, 1). Curar es una dimensión fundamental de la misión apostólica, de la fe cristiana en general. Eugen Biser define el cristianismo incluso como una «religión terapéutica», una religión de la curación. Cuando se entiende con la profundidad necesaria se ve expresado en esto todo el contenido de la «redención». El poder de expulsar a los demonios y liberar al mundo de su oscura amenaza en relación al único y verdadero Dios excluye al mismo tiempo la idea mágica de la curación, que intenta servirse precisamente de esas fuerzas misteriosas. La curación mágica está unida siempre al arte de dirigir el mal contra el otro y poner a los «demonios» en su contra. Reinado de Dios, Reino de Dios, significa precisamente la desautorización de estas fuerzas por el advenimiento del único Dios, que es bueno, el Bien en persona. El poder curador de los enviados de Cristo Jesús se opone a los devaneos de la magia; exorciza también el mundo en el ámbito de la medicina. En las curaciones milagrosas del Señor y los Doce, Dios se revela con su poder benigno sobre el mundo. Son en esencia «señales» que remiten a Dios mismo y quieren poner a los hombres en camino hacia Dios. Sólo el camino de unión progresiva con Él puede ser el verdadero proceso de curación del hombre. Así, las curaciones milagrosas son para Jesús y los suyos un elemento subordinado en el conjunto de su actividad, en la que está en juego lo más importante, el «Reino de Dios» justamente, que Dios sea Señor en nosotros y en el mundo. Del mismo modo que el exorcismo ahuyenta el temor a los demonios y confía el mundo, que proviene de la Razón de Dios, a la razón del hombre, así también el curar por medio del poder de Dios es al mismo tiempo una invitación a creer en Él y a utilizar las fuerzas de la razón para el servicio de curar. Con ello se entiende siempre una razón abierta, que percibe a Dios y por tanto reconoce también a los hombres como unidad de cuerpo y alma. Quien quiera curar realmente al hombre, ha de verlo en su integridad y debe saber que su última curación sólo puede ser el amor de Dios. Volvamos ahora al texto de Marcos. Tras ser especificada su misión, los Doce son nombrados uno por uno. Ya hemos visto que con ello se alude a la dimensión profética de su misión: Dios nos conoce por el nombre, nos llama por nuestro nombre. No es éste el lugar para perfilar cada una las distintas figuras del círculo de los Doce según la Biblia y la Tradición. Para nosotros lo importante es la composición del conjunto, y ésta es sumamente heterogénea. 73


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Dos de ellos procedían del partido de los zelotes: Simón, al que Lucas (cf. 6, 15) llama «el Zelotes» y Mateo y Marcos, en cambio, «el Cananeo», pero que según los hallazgos de la investigación más reciente significa lo mismo; y Judas: la palabra «Iscariote» puede significar simplemente «el hombre de Queriyot», aunque también puede designarlo como sicario, una variante radical de los zelotes. El «celo por la Ley», que daba nombre a este movimiento, tomaba como modelo a los grandes «celantes» de la historia de Israel, empezando por Pinjás, quien mató delante de toda la comunidad a un israelita idólatra (cf. Nm 25,6-13), pasando por Elías, que hizo matar en el monte Carmelo a los profetas de Baal (cf. 1 Re 18), hasta Matatías, padre de la familia de los macabeos, que inició la rebelión contra el intento helenístico de Antíoco de acabar con la fe de Israel asesinando a un conformista que, siguiendo el mandato del rey, quería ofrecer públicamente un sacrificio a los dioses (cf. 1 M2, 17-28). Los zelotes consideraban esta cadena histórica de grandes «celantes» como una heredad vinculante, que ahora debía aplicarse también frente a las fuerzas de ocupación romanas. Al otro lado del círculo de los Doce encontramos a Levi-Mateo, estrecho colaborador del poder dominante como recaudador de impuestos; debido a su posición social, se le debía considerar como un pecador público. El grupo central de los Doce lo forman los pescadores del lago de Genesaret: Simón, al que el Señor denominaría Cefas —Pedro—, era evidentemente el jefe de una cooperativa de pesca (cf. Lc 5, 10), en la que trabajaba junto con su hermano mayor, Andrés, y con los zebedeos Juan y Santiago, a los que el Señor llamó «Boanerges», hijos del trueno: un nombre que algunos investigadores han querido relacionar con los zelotes, aunque tal vez sin razón. Con ello, el Señor hace alusión a su temperamento impetuoso, bien visible también en el Evangelio de Juan. Por último hay otros dos hombres con nombres griegos, Felipe y Andrés, a quienes precisamente los visitantes de habla griega venidos para la Pascua el Domingo de Ramos se dirigirán para tratar de entrar en contacto con Jesús (cf. Jn 12, 21ss). Podemos suponer que los Doce eran judíos creyentes y observantes, que esperaban la salvación de Israel. Pero, en lo que respecta a sus posiciones concretas, a su modo de concebir la salvación, eran sumamente diferentes. Cabe imaginar, pues, lo difícil que fue introducirlos paso a paso en el misterioso nuevo camino de Jesús, así como las tensiones que tuvieron que superar; cuánta purificación necesitó, por ejemplo, el ardor de los zelotes para uniformarse finalmente al «celo» de Jesús, del cual nos habla el Evangelio de Juan (cf. 2,17): su celo se consuma en la cruz. Precisamente en esta diversidad de orígenes, de temperamentos y maneras de pensar, los Doce representan a la Iglesia de todos los tiempos y la dificultad de su tarea de purificar a los hombres y unirlos en el celo de Jesús. Sólo Lucas nos narra que Jesús formó además un segundo grupo que constaba de setenta (o setenta y dos) discípulos, que fueron enviados con una tarea similar a la de los Doce (cf. 10, 1-2). Como el doce, también el setenta (o setenta y dos, los manuscritos varían entre ambos datos) es un número simbólico. A partir de una combinación entre Deuteronomio 32,8 y Éxodo 1,5, setenta se consideraba el número de los pueblos del mundo. Según Éxodo 1,5, fueron setenta las personas que entraron en Egipto con Jacob: todos eran «descendientes de Jacob». La versión, que generalmente se acepta como más reciente, de Deuteronomio 32, 8 dice: «Cuando el Altísimo... distribuyó a los hijos de Adán, fijó las fronteras de los pueblos según el número de los hijos de Dios», refiriéndose con ello a los setenta miembros de la casa de Jacob en el momento de su llegada a Egipto. Junto a los doce hijos que prefiguran a Israel, están los setenta, que representan a todo el mundo y así se los considera de algún modo en relación con Jacob, con Israel. Esta tradición hace de trasfondo a la historia transmitida por la denominada Carta de Aristeas, según la cual la traducción del Antiguo Testamento al griego realizada en el siglo III a.C. habría corrido a cargo de setenta sabios (o setenta y dos, seis representantes por cada una de las doce tribus de Israel) gracias a una particular inspiración del Espíritu Santo. Con la historia, esta obra es interpretada como apertura de la fe de Israel a todos los pueblos. De hecho, la Biblia de los Setenta desempeñó un papel decisivo, al final de la antigüedad, para que muchos hombres en búsqueda se acercaran al Dios de Israel. Los mitos de la edad arcaica habían perdido su credibilidad; el monoteísmo filosófico ya no era suficiente para llevar a los hombres a una relación 74


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viva con Dios. Así, en el monoteísmo de Israel, no construido por el pensamiento filosófico, sino entregado en una historia de fe, muchas personas cultas encontraron una nueva forma de llegar a Dios. En numerosas ciudades se formaron círculos de «temerosos de Dios», «paganos» devotos, que no podían ni querían ser totalmente judíos, pero que participaban en celebraciones de la sinagoga y de este modo en la fe de Israel. En este ámbito encontró su primer punto de referencia y su difusión el anuncio misionero del cristianismo incipiente: ahora, estas personas podían pertenecer completamente al Dios de Israel, pues a través de Jesús —como Pablo lo anunció— ese Dios se había convertido en el Dios de todos los hombres; ahora, mediante la fe en Jesús como Hijo de Dios, podían formar parte plenamente del pueblo de Dios. Cuando Lucas habla de un grupo de setenta, además de los Doce, el sentido está claro: en ellos se anuncia el carácter universal del Evangelio, pensado para todos los pueblos de la tierra. Sería conveniente en este punto mencionar todavía algún otro elemento más, propio del evangelista Lucas. En los versículos 8, 1-3 nos relata que Jesús, que caminaba junto con los Doce predicando, también iba acompañado de algunas mujeres. Menciona tres nombres y añade: «Y muchas otras que lo ayudaban con sus bienes» (8,3). La diferencia entre el discipulado de los Doce y el de las mujeres es evidente: el cometido de ambos es completamente diferente. No obstante, Lucas deja claro algo que también consta de muchos modos en los otros Evangelios: que «muchas» mujeres formaban parte de la comunidad restringida de creyentes, y que su acompañar a Jesús en la fe era esencial para pertenecer a esa comunidad, como se demostraría luego claramente al pie de la cruz y en el contexto de la resurrección. Quizás sea oportuno a este respecto llamar la atención sobre algunos detalles particulares del evangelista Lucas: así como subraya de un modo especial la importancia de las mujeres, de la misma manera también es el evangelista de los pobres, y no se puede dejar de reconocer en él una «opción preferencial por los pobres». También muestra una especial comprensión por los judíos: en él no aparecen las pasiones que se desataron desde el comienzo con la separación entre la sinagoga y la Iglesia naciente, y que también han dejado huella en Mateo y Juan. Mc parece muy significativo cómo concluye la historia del vino nuevo y de los odres viejos o nuevos. En Marcos leemos: «Nadie echa vino nuevo en odres viejos; porque revienta los odres, y se pierde el vino y los odres; a vino nuevo, odres nuevos» (Mc 2, 22). El texto de Mateo es similar (9, 17). Lucas nos relata la misma conversación, pero añade al final: «Nadie que pruebe el vino añejo quiere del nuevo, pues dirá: "Está bueno el añejo"» (5, 39), una añadidura que tal vez sea lícito interpretar como una señal de comprensión respecto a los que querían quedarse con «el vino añejo». Por último —siguiendo con el material específico de Lucas—, hemos visto en distintas ocasiones que este evangelista da una gran importancia a la oración de Jesús como fuente de su predicación y de su actuación: nos muestra que todo el obrar y el hablar de Jesús brotan de su ser íntimamente uno con el Padre, del diálogo entre Padre e Hijo. Si estamos convencidos de que las Sagradas Escrituras están «inspiradas», maduradas de modo particular bajo la guía del Espíritu Santo, entonces también podemos estar convencidos de que en estos aspectos específicos de la tradición que Lucas nos ha transmitido se encierran aspectos esenciales de la figura original de Jesús.

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7 EL MENSAJE DE LAS PARÁBOLAS 1. NATURALEZA Y FINALIDAD DE LAS PARÁBOLAS Las parábolas son indudablemente el corazón de la predicación de Jesús. No obstante el cambio de civilizaciones nos llegan siempre al corazón con su frescura y humanidad. Joachim Jeremias, al que hemos de agradecer un libro fundamental sobre las parábolas, ha hecho notar justamente que la comparación de las parábolas de Jesús con el lenguaje figurado del apóstol Pablo o con las semejanzas utilizadas por los rabinos deja ver una «marcada originalidad personal, una claridad y sencillez singular, una inaudita maestría de la forma» (p. 6). En las parábolas —teniendo en cuenta también la singularidad lingüística, que deja traslucir el texto arameo— sentimos inmediatamente la cercanía de Jesús, cómo vivía y enseñaba. Pero al mismo tiempo nos ocurre lo mismo que a sus contemporáneos y a sus discípulos: debemos preguntarle una y otra vez qué nos quiere decir con cada una de las parábolas (cf. Mc 4, 10). El esfuerzo por entender correctamente las parábolas ha sido constante en toda la historia de la Iglesia; también la exégesis histórico-crítica ha tenido que corregirse a sí misma en repetidas ocasiones, y no es capaz de ofrecernos informaciones definitivas. Uno de los grandes maestros de la exégesis crítica, Adolf Jülicher, inició con su obra en dos volúmenes sobre las parábolas de Jesús (Die Gleichnisreden Jesu, I y II, 1899, 19102) una nueva fase de interpretación de las mismas, en la que parecía haberse encontrado, por así decirlo, la fórmula definitiva para su explicación. Jülicher destaca, en primer lugar, la diferencia radical entre alegoría y parábola: la alegoría se habría desarrollado en el ámbito de la cultura helenística como forma de interpretación de antiguos textos religiosos autoritativos que, tal como estaban, ya no se podían asimilar. Sus afirmaciones se explicaron entonces como formas que encerraban un contenido misterioso oculto tras el sentido de las palabras; así se podía entender el lenguaje de estos textos como una exposición en metáforas que, interpretadas luego parte por parte, poco a poco, daban como resultado la manifestación figurada de una visión filosófica que, por fin, desvelaba su contenido verdadero. En el entorno de Jesús, la alegoría era la forma habitual del lenguaje en imágenes y, por tanto, era obvio que se interpretaran las parábolas como alegorías, siguiendo este modelo. En los Evangelios mismos encontramos a menudo interpretaciones alegóricas de las parábolas puestas en boca de Jesús; por ejemplo, la parábola del sembrador, cuya semilla cae parte en el camino, parte en terreno pedregoso, parte entre espinas y parte en suelo fértil (cf. Mc 4, 120). Jülicher establece una clara distinción entre las parábolas de Jesús y las alegorías. Las parábolas no son alegorías, sino un fragmento de vida real en el que se trata de reflejar sólo una idea —y aun ésta entendida en su forma más común—, un único «punto dominante». Así, las interpretaciones alegóricas puestas en boca de Jesús se consideran como añadidos posteriores, ya debidas a malentendidos. La idea fundamental de Jülicher, la distinción entre alegoría y parábola, es correcta en sí misma y pronto fue aceptada por los exegetas. Pero poco a poco se han ido poniendo de manifiesto sus limitaciones. Aunque la distinción entre parábolas y alegorías está justificada, la separación radical entre ambas no tiene fundamento ni en el plano histórico ni en el textual. El judaísmo también conocía el lenguaje alegórico, de modo especial en la literatura apocalíptica; por tanto, parábola y alegoría se pueden entremezclar. Jeremías ha demostrado que la palabra hebrea mashal (parábola, dicho enigmático) abarca los más diversos géneros: la parábola, la comparación, la alegoría, la fábula, el proverbio, el discurso apocalíptico, el enigma, el seudónimo, el símbolo, la figura ficticia, el ejemplo (el modelo), el motivo, la justificación, la disculpa, la objeción, la broma (p. 14). Con anterioridad, la historia de las formas (Formgeschichte) ya había intentado progresar dividiendo las parábolas en categorías. «Se distinguió entre metáfora, imagen, comparación, semejanza, parábola, alegoría, relato ejemplar» (p. 13). Si ya resultaba desacertado adscribir la parábola a un solo tipo literario, más superado está aún el modo en que Jülicher creyó poder establecer el «punto dominante», como el único que cuenta en la parábola. Dos ejemplos bastarán. La parábola del rico necio (cf. Lc 12,16ss) querría decir: «El hombre, incluso el más rico, depende por completo en cada instante del poder y de la gracia de Dios». El punto dominante en la parábola del administrador infiel (cf. Lc 16, lss) sería: «Aprovechar con decisión el presente para lograr así un futuro satisfactorio». Jeremías comenta con razón al respecto: «Las parábolas 76


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anuncian un verdadero humanismo religioso; nada queda de su ímpetu escatológico. Inadvertidamente Jesús se convierte en el "apóstol del progreso" (Jülicher, II 483), en sabio maestro que expone máximas éticas y una teología simplificada con imágenes e historias fáciles de retener. ¡Pero Jesús no era así!» (p. 13). Charles W. F. Smith lo expresa de un modo más drástico: «Nadie crucificaría a un maestro que relata historias amenas para reforzar la inteligencia moral» (The Jesús of the Parables, p. 17; Jeremías, p. 15). Cuento todo esto con tanto detalle porque nos permite hacernos una idea de los límites de la exégesis liberal, que en su tiempo fue considerada como el culmen insuperable de rigor científico y de fiabilidad histórica, y hacia la que también los exegetas católicos miraban con envidia y admiración. Ya hemos visto a propósito del Sermón de la Montaña que este tipo de interpretación, que hace de Jesús un moralista, el maestro de una moral ilustrada e individualista, no obstante la importancia de las perspectivas históricas, resulta insuficiente desde el punto de vista teológico y no se acerca en absoluto a la figura real de Jesús. Si Jülicher, según el espíritu de su tiempo, había considerado el «punto dominante» desde una perspectiva completamente humanista en la práctica, más tarde se lo identificó con la escatología inminente: en último término, todas las parábolas anunciarían la inminencia en el tiempo del éschaton, del «Reino de Dios». Pero con esta interpretación también se fuerza la variedad de los textos; esta interpretación escatológica sólo de modo artificial puede encajar en muchas de las parábolas. Jeremías, por el contrario, ha subrayado acertadamente que cada parábola tiene su propio contexto y, así, también su propio mensaje. En este sentido, ha puesto de relieve en su libro nueve ejes temáticos, pero buscando siempre un hilo conductor, el baricentro interno del mensaje de Jesús. Jeremías sabe que en esto debe mucho al exegeta inglés Charles H. Dodd, aunque al mismo tiempo se distancia de él en un punto fundamental. Dodd establece como punto central de su exégesis la orientación de las parábolas hacia el tema del Reino de Dios, hacia la soberanía de Dios, pero rechazando la concepción de la escatología inminente de los exegetas alemanes y vinculando escatología con cristología: el Reino de Dios llega en la persona de Cristo. En la medida en que las parábolas hacen alusión al reino, señalan a Cristo como a la auténtica forma del reino. Jeremías sostiene que no puede aceptar este planteamiento de la «escatología realizada», como Dodd la llama, y, en su lugar, habla de «escatología que se realiza», conservando así—aunque algo rebajada—la idea de fondo de la exégesis alemana, según la cual Jesús habría anunciado la proximidad (temporal) de la llegada del Reino de Dios y la habría presentado a sus oyentes de diferentes maneras en las parábolas. Esto debilita nuevamente la conexión entre cristología y escatología; queda la pregunta sobre qué pueda pensar un oyente dos mil años después: en todo caso, debe considerar un error la perspectiva de una escatología inminente en aquel tiempo, pues el Reino de Dios, entendido como el cambio radical del mundo por obra de Dios, no ha llegado todavía; y tampoco puede adoptar esa concepción para el momento actual. Todas nuestras reflexiones anteriores nos han llevado por una parte a reconocer la espera de la llegada inmediata del fin del mundo como un aspecto de la primitiva recepción del mensaje de Jesús, pero al mismo tiempo se ha visto que esto no puede aplicarse en modo alguno a todas las palabras de Jesús ni erigirse en el contenido auténtico de su mensaje. Aquí Dodd captaba mucho mejor el efectivo tenor de los textos. Precisamente en el Sermón de la Montaña, pero también en la explicación del Padrenuestro, hemos visto que el tema más profundo del anuncio de Jesús era su propio misterio, el misterio del Hijo, en el que Dios está entre nosotros y cumple fielmente su promesa; hemos visto también que el Reino de Dios está por venir y que ha llegado en su persona. En este sentido, hay que dar la razón a Dodd en lo esencial: sí, el Sermón de la Montaña es «escatológico», si se quiere, pero escatológico en el sentido de que el Reino de Dios se «realiza» en la venida de Jesús. Por tanto, podemos hablar verdaderamente de una «escatología que se realiza»: Jesús, el que ha llegado, es también a lo largo de toda la historia el que llega; es de esta «llegada» de la que, en el fondo, nos habla. Por tanto, podemos estar plenamente de acuerdo con las palabras conclusivas del libro de Jeremías: «Ha empezado el año de gracia de Dios, puesto que ha aparecido Aquél, el Salvador, cuya majestad oculta resplandece tras cada palabra y cada parábola» (p. 194). 77


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Si bien podemos interpretar todas las parábolas como invitaciones ocultas y multiformes a creer en El como al «Reino de Dios en persona», nos encontramos con unas palabras de Jesús a propósito de las parábolas que nos desconciertan. Los tres sinópticos nos cuentan que Jesús, cuando los discípulos le preguntaron por el significado de la parábola del sembrador, dio inicialmente una respuesta general sobre el sentido de su modo de hablar en parábolas. En el centro de esta respuesta se encuentran unas palabras de Isaías (cf. 6, 9s) que los sinópticos reproducen con diversas variantes. El texto de Marcos dice, según la cuidada traducción de Jeremías: «A vosotros (al círculo de los discípulos) os ha concedido Dios el secreto del Reino de Dios: pero para los de fuera todo resulta misterioso, para que (como está escrito) "miren y no vean, oigan y no entiendan, a no ser que se conviertan y Dios los perdone"» (Mc 4, 12; Jeremías, p. 11). ¿Qué significa esto? ¿Sirven las parábolas del Señor para hacer su mensaje inaccesible y reservarlo sólo a un pequeño grupo de elegidos, a los que Él mismo se las explica? ¿Acaso las parábolas no quieren abrir, sino cerrar? ¿Es Dios partidista, que no quiere la totalidad, a todos, sino sólo a una élite? Si queremos entender estas misteriosas palabras del Señor, hemos de leerlas a partir del texto de Isaías que cita, y leerlas en la perspectiva de su vida personal, cuyo final Él conoce. Con esta frase, Jesús se sitúa en la línea de los profetas; su destino es el de los profetas. Las palabras de Isaías, en su conjunto, resultan mucho más severas e impresionantes que el resumen que Jesús cita. El Libro de Isaías dice: «Endurece el corazón de este pueblo, tapa sus oídos, ciega sus ojos, no sea que vea con sus ojos, y oiga con sus oídos, y entienda con su corazón, y se convierta y se cure» (6, 10). El profeta fracasa: su mensaje contradice demasiado la opinión general, las costumbres corrientes. Sólo a través de su fracaso las palabras resultan eficaces. Este fracaso del profeta se cierne como una oscura pregunta sobre toda la historia de Israel, y en cierto sentido se repite continuamente en la historia de la humanidad. Y también es sobre todo, siempre de nuevo, el destino de Jesucristo: la cruz. Pero precisamente de la cruz se deriva una gran fecundidad. Y aquí se desvela de forma inesperada la relación con la parábola del sembrador, en cuyo contexto aparecen las palabras de Jesús en los sinópticos. Llama la atención la importancia que adquiere la imagen de la semilla en el conjunto del mensaje de Jesús. El tiempo de Jesús, el tiempo de los discípulos, es el de la siembra y de la semilla. El «Reino de Dios» está presente como una semilla. Vista desde fuera, la semilla es algo muy pequeño. A veces, ni se la ve. El grano de mostaza —imagen del Reino de Dios— es el más pequeño de los granos y, sin embargo, contiene en sí un árbol entero. La semilla es presencia del futuro. En ella está escondido lo que va a venir. Es promesa ya presente en el hoy. El Domingo de Ramos, el Señor ha resumido las diversas parábolas sobre las semillas y desvelado su pleno significado: «Os aseguro que si el grano de trigo no cae en tierra y muere, queda infecundo; pero, si muere, da mucho fruto» (Jn 12,24). Él mismo es el grano. Su «fracaso» en la cruz supone precisamente el camino que va de los pocos a los muchos, a todos: «Y cuando sea elevado sobre la tierra, atraeré a todos hacia mí» (Jn 12, 32). El fracaso de los profetas, su fracaso, aparece ahora bajo otra luz. Es precisamente el camino para lograr «que se conviertan y Dios los perdone». Es el modo de conseguir, por fin, que todos los ojos y oídos se abran. En la cruz se descifran las parábolas. En los sermones de despedida dice el Señor: «Os he hablado de esto en comparaciones: viene la hora en que ya no hablaré en comparaciones, sino que os hablaré del Padre claramente» (Jn 16,25). Así, las parábolas hablan de manera escondida del misterio de la cruz; no sólo hablan de él: ellas mismas forman parte de él. Pues precisamente porque dejan traslucir el misterio divino de Jesús, suscitan contradicción. Precisamente cuando alcanzan máxima claridad, como en la parábola de los trabajadores homicidas de la viña (cf. Mc 12, 1-12), se transforman en estaciones de la vía hacia la cruz. En las parábolas, Jesús no es sólo el sembrador que siembra la semilla de la palabra de Dios, sino que es semilla que cae en la tierra para morir y así poder dar fruto. De este modo, la inquietante explicación de Jesús sobre el sentido de sus parábolas nos lleva a la comprensión de su significado más profundo cuando —como requiere la naturaleza de la palabra de Dios escrita— leemos la Biblia, y especialmente los Evangelios, como una unidad y una totalidad que, aun con todos sus estratos históricos, expresa un mensaje intrínsecamente consecuente. Pero quizás merezca la pena, tras esta explicación muy teológica, que proviene del interior de la Biblia misma, considerar las parábolas también desde una perspectiva específicamente humana. ¿Qué es realmente una parábola? ¿Qué 78


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busca quien la narra? Pues bien: cada educador, cada maestro que quiere transmitir nuevos conocimientos a sus oyentes, recurrirá alguna vez al ejemplo, a la parábola. Mediante el ejemplo, acerca al pensamiento de aquellos a los que se dirige una realidad que hasta entonces estaba fuera de su alcance. Mostrará cómo, en una realidad que forma parte de su ámbito de experiencias, hay algo que antes no habían percibido. Mediante la comparación, acerca lo que se encuentra lejos, de forma que a través del puente de la parábola lleguen a lo que hasta entonces les era desconocido. Se trata de un movimiento doble: por un lado, la parábola acerca lo que está lejos a los que la escuchan y meditan sobre ella; por otro, pone en camino al oyente mismo. La dinámica interna de la parábola, la autosuperación de la imagen elegida, le invita a encomendarse a esta dinámica e ir más allá de su horizonte actual, hasta lo antes desconocido y aprender a comprenderlo. Pero eso significa que la parábola requiere la colaboración de quien aprende, que no sólo recibe una enseñanza, sino que debe adoptar él mismo el movimiento de la parábola, ponerse en camino con ella. En este punto se plantea lo problemático de la parábola: puede darse la incapacidad de descubrir su dinámica y de dejarse guiar por ella; puede que, sobre todo cuando se trata de parábolas que afectan a la propia existencia y la modifican, no haya voluntad de dejarse llevar por el movimiento que la parábola exige. Con esto hemos vuelto a las palabras del Señor sobre el mirar y no ver, el oír y no entender. Jesús no quiere transmitir unos conocimientos abstractos que nada tendrían que ver con nosotros en lo más hondo. Nos debe guiar hacia el misterio de Dios, hacia esa luz que nuestros ojos no pueden soportar y que por ello evitamos. Para hacérnosla más accesible, nos muestra cómo se refleja la luz divina en las cosas de este mundo y en las realidades de nuestra vida diaria. A través de lo cotidiano quiere indicarnos el verdadero fundamento de todas las cosas y así la verdadera dirección que hemos de tomar en la vida de cada día para seguir el recto camino. Nos muestra a Dios, no un Dios abstracto, sino el Dios que actúa, que entra en nuestras vidas y nos quiere tomar de la mano. A través de las cosas ordinarias nos muestra quiénes somos y qué debemos hacer en consecuencia; nos transmite un conocimiento que nos compromete, que no sólo nos trae nuevos conocimientos, sino que cambia nuestras vidas. Es un conocimiento que nos trae un regalo: Dios está en camino hacia ti. Pero es también un conocimiento que plantea una exigencia: cree y déjate guiar por la fe. Así, la posibilidad del rechazo es muy real, pues la parábola no contiene una fuerza coercitiva. Se podrían plantear miles de objeciones razonables, y no sólo en la generación de Jesús, sino también en todas las generaciones y, tal vez, hoy más que nunca. Nos hemos formado un concepto de realidad que excluye la transparencia de lo que, en ella, nos lleva a Dios. Sólo se considera real lo que se puede probar experimentalmente. Pero Dios no se deja someter a experimentos. Esto es precisamente lo que Él reprocha a la generación del desierto: «Cuando vuestros padres me pusieron a prueba y me tentaron, aunque habían visto mis obras» (Sal 95, 9). Dios no puede transparentarse en modo alguno, dice el concepto moderno de realidad. Y, por tanto, menos aún se puede aceptar la exigencia que nos plantea: creer en Él como Dios y vivir en consecuencia parece una pretensión inaceptable. En esta situación, las parábolas llevan de hecho a no ver y no entender, al «endurecimiento del corazón». Así, por último, las parábolas son expresión del carácter oculto de Dios en este mundo y del hecho de que el conocimiento de Dios requiere la implicación del hombre en su totalidad; es un conocimiento que forma un todo único con la vida misma, un conocimiento que no puede darse sin «conversión». En el mundo marcado por el pecado, el baricentro sobre el que gravita nuestra vida se caracteriza por estar aferrado al yo y al «se» impersonal. Se debe romper este lazo para abrirse a un nuevo amor que nos lleve a otro campo de gravitación y nos haga vivir así de un modo nuevo. En este sentido, el conocimiento de Dios no es posible sin el don de su amor hecho visible; pero también el don debe ser aceptado. Así pues, en las parábolas se manifiesta la esencia misma del mensaje de Jesús y en el interior de las parábolas está inscrito el misterio de la cruz.

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2. TRES GRANDES RELATOS DE PARÁBOLAS DE LUCAS Intentar explicar aunque sólo fuera una buena parte de las parábolas de Jesús superaría el alcance de este libro. Deseo por tanto limitarme a los tres grandes relatos en parábolas que aparecen en el Evangelio de Lucas, cuya belleza y profundidad conmueven de forma espontánea incluso al no creyente: la historia del buen samaritano, la parábola de los dos hermanos y el relato del rico epulón y el pobre Lázaro.

La parábola del buen samaritano (Lc 10, 25-37) En el centro de la historia del buen samaritano se plantea la pregunta fundamental del hombre. Es un doctor de la Ley, por tanto un maestro de la exégesis quien se la plantea al Señor: «Maestro, ¿qué tengo que hacer para heredar la vida eterna?» (10,25). Lucas añade que el doctor le hace la pregunta a Jesús para ponerlo a prueba. Él mismo, como doctor de la Ley, conoce la respuesta que da la Biblia, pero quiere ver qué dice al respecto este profeta sin estudios bíblicos. El Señor le remite simplemente a la Escritura, que el doctor, naturalmente, conoce, y deja que sea él quien responda. El doctor de la Ley lo hace acertadamente, con una combinación de Deuteronomio 6, 5 y Levítico 19, 18: «Amarás al Señor tu Dios con todo tu corazón, y con toda tu alma, y con todas tus fuerzas y con todo tu ser. Y al prójimo como a ti mismo» (Lc 10, 27). Sobre esta cuestión Jesús enseña lo mismo que la Torá, cuyo significado pleno se recoge en este doble precepto. Ahora bien, este hombre docto, que sabía perfectamente cuál era la respuesta, debe justificarse: la palabra de la Escritura es indiscutible, pero su aplicación en la práctica de la vida suscitaba cuestiones que se discutían mucho en las escuelas (y en la vida misma). La pregunta, en concreto, es: ¿Quién es «el prójimo»? La respuesta habitual, que podía apoyarse también en textos de la Escritura, era que el «prójimo» significaba «connacional». El pueblo formaba una comunidad solidaria en la que cada uno tenía responsabilidades para con el otro, en la que cada uno era sostenido por el conjunto y, así, debía considerar al otro «como a sí mismo», como parte de ese conjunto que le asignaba su espacio vital. Entonces, los extranjeros, las gentes pertenecientes a otro pueblo, ¿no eran «prójimos»? Esto iba en contra de la Escritura, que exhortaba a amar precisamente también a los extranjeros, recordando que Israel mismo había vivido en Egipto como forastero. No obstante, se discutía hasta qué límites se podía llegar; en general, se consideraba perteneciente a una comunidad solidaria, y por tanto «prójimo», sólo al extranjero asentado en la tierra de Israel. Había también otras limitaciones bastante extendidas del concepto de «prójimo»; una sentencia rabínica enseñaba que no había que considerar como prójimo a los herejes, delatores y apóstatas (Jeremías, p. 170). Además, se daba por descontado que tampoco eran «prójimos» los samaritanos que, pocos años antes (entre el 6 y el 9 d.C.) habían contaminado la plaza del templo de Jerusalén al esparcir huesos humanos en los días de Pascua (Jeremías, P. 171). A una pregunta tan concreta, Jesús respondió con la parábola del hombre que, yendo por el camino de Jerusalén a Jericó, cayó en manos de unos bandidos que lo saquearon y golpearon, abandonándolo medio muerto al borde del camino. Es una historia totalmente realista, pues en ese camino se producían con regularidad este tipo de asaltos. Un sacerdote y un levita —conocedores de la Ley, expertos en la gran cuestión sobre la salvación, y que por profesión estaban a su servicio— se acercan por el camino, pero pasan de largo. No es que fueran necesariamente personas insensibles; tal vez tuvieron miedo e intentaban llegar lo antes posible a la ciudad; quizás no eran muy diestros y no sabían qué hacer para ayudar, teniendo en cuenta, además, que al parecer no había mucho que hacer. Por fin llega un samaritano, probablemente un comerciante que hacía esa ruta a menudo y conocía evidentemente al propietario del mesón cercano; un samaritano, esto es, alguien que no pertenecía a la comunidad solidaria de Israel y que no estaba obligado a ver en la persona asaltada por los bandidos a su «prójimo». Aquí hay que recordar cómo, unos párrafos antes, el evangelista había contado que Jesús, de camino hacia Jerusalén, mandó por delante a unos mensajeros que llegaron a una aldea samaritana e intentaron buscarle allí alojamiento. «Pero no lo recibieron, porque se dirigía a Jerusalén» (9, 52s). Enfurecidos, los hijos del trueno —Santiago y Juan— habían dicho al Señor: «Señor, ¿quieres que mandemos bajar fuego del cielo y acabe con ellos?». Jesús los reprendió. Después se encontró alojamiento en otra aldea. 80


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Entonces aparece aquí el samaritano. ¿Qué es lo que hace? No se pregunta hasta dónde llega su obligación de solidaridad ni tampoco cuáles son los méritos necesarios para alcanzar la vida eterna. Ocurre algo muy diferente: se le rompe el corazón. El Evangelio utiliza la palabra que en hebreo hacía referencia originalmente al seno materno y la dedicación materna. Se le conmovieron las «entrañas», en lo profundo del alma, al ver el estado en que había quedado ese hombre. «Lc dio lástima», traducimos hoy en día, suavizando la vivacidad original del texto. En virtud del rayo de compasión que le llegó al alma, él mismo se convirtió en prójimo, por encima de cualquier consideración o peligro. Por tanto, aquí la pregunta cambia: no se trata de establecer quién sea o no mi prójimo entre los demás. Se trata de mí mismo. Yo tengo que convertirme en prójimo, de forma que el otro cuente para mí tanto como «yo mismo». Si la pregunta hubiera sido: «¿Es también el samaritano mi prójimo?», dada la situación, la respuesta habría sido un «no» más bien rotundo. Pero Jesús da la vuelta a la pregunta: el samaritano, el forastero, se hace él mismo prójimo y me muestra que yo, en lo íntimo de mí mismo, debo aprender desde dentro a ser prójimo y que la respuesta se encuentra ya dentro de mí. Tengo que llegar a ser una persona que ama, una persona de corazón abierto que se conmueve ante la necesidad del otro. Entonces encontraré a mi prójimo, o mejor dicho, será él quien me encuentre. En su interpretación de la parábola, Helmut Kuhn va más allá del sentido literal del texto y señala la radicalidad de su mensaje cuando escribe: «El amor político del amigo se basa en la igualdad de las partes. La parábola simbólica del samaritano, en cambio, destaca la desigualdad radical: el samaritano, un forastero en Israel, está ante el otro, un individuo anónimo, como el que presta ayuda a la desvalida víctima del atraco de los bandidos. La parábola nos da a entender que el agapé traspasa todo tipo de orden político con su principio del do ut des, superándolo y caracterizándose de este modo como sobrenatural. Por principio, no sólo va más allá de ese orden, sino que lo transforma al entenderlo en sentido inverso: los últimos serán los primeros (cf. Mt 19, 30). Y los humildes heredarán la tierra (cf. Mt 5, 5)» (p. 88s). Una cosa está clara: se manifiesta una nueva universalidad basada en el hecho de que, en mi interior, ya soy hermano de todo aquel que me encuentro y que necesita mi ayuda. La actualidad de la parábola resulta evidente. Si la aplicamos a las dimensiones de la sociedad mundial, vemos cómo los pueblos explotados y saqueados de África nos conciernen. Vemos hasta qué punto son nuestros «próximos»; vemos que también nuestro estilo de vida, nuestra historia, en la que estamos implicados, los ha explotado y los explota. Un aspecto de esto es sobre todo el daño espiritual que les hemos causado. En lugar de darles a Dios, el Dios cercano a nosotros en Cristo, y aceptar de sus propias tradiciones lo que tiene valor y grandeza, y perfeccionarlo, les hemos llevado el cinismo de un mundo sin Dios, en el que sólo importa el poder y las ganancias; hemos destruido los criterios morales, con lo que la corrupción y la falta de escrúpulos en el poder se han convertido en algo natural. Y esto no sólo ocurre con África. Ciertamente, tenemos que dar ayuda material y revisar nuestras propias formas de vida. Pero damos siempre demasiado poco si sólo damos lo material. ¿Y no encontramos también a nuestro alrededor personas explotadas y maltratadas? Las víctimas de la droga, del tráfico de personas, del turismo sexual; personas destrozadas interiormente, vacías en medio de la riqueza material. Todo esto nos afecta y nos llama a tener los ojos y el corazón de quien es prójimo, y también el valor de amar al prójimo. Pues — como se ha dicho— quizás el sacerdote y el levita pasaron de largo más por miedo que por indiferencia. Tenemos que aprender de nuevo, desde lo más íntimo, la valentía de la bondad; sólo lo conseguiremos si nosotros mismos nos hacemos «buenos» interiormente, si somos «prójimos» desde dentro y cada uno percibe qué tipo de servicio se necesita en mi entorno y en el radio más amplio de mi existencia, y cómo puedo prestarlo yo. Los Padres de la Iglesia han leído la parábola desde un punto de vista cristológico. Alguno podría decir: eso es alegoría, es decir, una interpretación que se aleja del texto. Pero si consideramos que el Señor nos quiere invitar en todas las parábolas, de diversas maneras, a creer en el Reino de Dios, que es Él mismo, entonces no resulta tan equivocada la interpretación cristológica. Corresponde de algún modo a una potencialidad intrínseca del texto y puede ser un fruto que nace de su semilla. Los Padres vieron la parábola en la perspectiva de la historia universal: el hombre que yace medio muerto y saqueado al borde 81


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del camino, ¿no es una imagen de «Adán», del hombre en general, que «ha caído en manos de unos ladrones»? ¿No es cierto que el hombre, la criatura hombre, ha sido alienado, maltratado, explotado, a lo largo de toda su historia? La gran mayoría de la humanidad ha vivido casi siempre en la opresión; y desde otro punto de vista: los opresores, ¿son realmente la verdadera imagen del hombre?, ¿acaso no son más bien los primeros deformados, una degradación del hombre? Karl Marx describió drásticamente la «alienación» del hombre; aunque no llegó a la verdadera profundidad de la alienación, pues pensaba sólo en lo material, aportó una imagen clara del hombre que había caído en manos de los bandidos. La teología medieval interpretó las dos indicaciones de la parábola sobre el estado del hombre herido como afirmaciones antropológicas fundamentales. De la víctima del asalto se dice, por un lado, que había sido despojado (spoliatus) y, por otro, que había sido golpeado hasta quedar medio muerto (vulneratus: cf. Lc 10, 30). Los escolásticos lo relacionaron con la doble dimensión de la alienación del hombre. Decían que fue spoliatus supernaturalibus y vulneratus in naturalibus: despojado del esplendor de la gracia sobrenatural, recibida como don, y herido en su naturaleza. Ahora bien, esto es una alegoría que sin duda va mucho más allá del sentido de la palabra, pero en cualquier caso constituye un intento de precisar los dos tipos de daño que pesan sobre la humanidad. El camino de Jerusalén a Jericó aparece, pues, como imagen de la historia universal; el hombre que yace medio muerto al borde del camino es imagen de la humanidad. El sacerdote y el levita pasan de largo: de aquello que es propio de la historia, de sus culturas y religiones, no viene salvación alguna. Si el hombre atracado es por antonomasia la imagen de la humanidad, entonces el samaritano sólo puede ser la imagen de Jesucristo. Dios mismo, que para nosotros es el extranjero y el lejano, se ha puesto en camino para venir a hacerse cargo de su criatura maltratada. Dios, el lejano, en Jesucristo se convierte en prójimo. Cura con aceite y vino nuestras heridas —en lo que se ha visto una imagen del don salvífico de los sacramentos— y nos lleva a la posada, la Iglesia, en la que dispone que nos cuiden y donde anticipa lo necesario para costear esos cuidados. Podemos dejar tranquilamente a un lado los diversos aspectos de la alegoría, que varían según los distintos Padres. Pero la gran visión del hombre que yace alienado e inerme en el camino de la historia, y de Dios mismo que se ha hecho su prójimo en Jesucristo, podemos contemplarla como una dimensión profunda de la parábola que nos afecta, pues no mitiga el gran imperativo que encierra la parábola, sino que le da toda su grandeza. El gran tema del amor, que es el verdadero punto central del texto, adquiere así toda su amplitud. En efecto, ahora nos damos cuenta de que todos estamos «alienados», que necesitamos ser salvados. Por fin descubrimos que, para que también nosotros podamos amar, necesitamos recibir el amor salvador que Dios nos regala. Necesitamos siempre a Dios, que se convierte en nuestro prójimo, para que nosotros podamos a su vez ser prójimos. Las dos figuras de que hemos hablado afectan a todo hombre: cada uno está «alienado», alejado precisamente del amor (que es la esencia del «esplendor sobrenatural» del cual hemos sido despojados); toda persona debe ser ante todo sanada y agraciada. Pero, acto seguido, cada uno debe convertirse en samaritano: seguir a Cristo y hacerse como Él. Entonces viviremos rectamente. Entonces amaremos de modo apropiado, cuando seamos semejantes a Él, que nos amó primero (cf. 1 Jn 4, 19).

La parábola de los dos hermanos (el hijo pródigo y el hijo que se quedó en casa) y del padre bueno (Lc 15, 11-32) Esta parábola de Jesús, quizás la más bella, se conoce también como la «parábola del hijo pródigo». En ella, la figura del hijo pródigo está tan admirablemente descrita, y su desenlace —en lo bueno y en lo malo— nos toca de tal manera el corazón que aparece sin duda como el verdadero centro de la narración. Pero la parábola tiene en realidad tres protagonistas. Joachim Jeremías y otros autores han propuesto llamarla mejor la «parábola del padre bueno», ya que él sería el auténtico centro del texto. Pierre Grelot, en cambio, destaca como elemento esencial la figura del segundo hijo y opina —a mi modo de ver con razón— que lo más acertado sería llamarla «parábola de los dos hermanos». Esto se desprende ante todo de la situación que ha dado lugar a la parábola y que Lucas presenta del siguiente modo (15, ls): «Se acercaban a Jesús los publícanos y pecadores a escucharle. Y los fariseos y los letrados 82


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murmuraban entre ellos: "Ése acoge a los pecadores y come con ellos"». Aquí encontramos dos grupos, dos «hermanos»: los publícanos y los pecadores; los fariseos y los letrados. Jesús les responde con tres parábolas: la de la oveja descarriada y las noventa y nueve que se quedan en casa; después la de la dracma perdida; y, finalmente, comienza de nuevo y dice: «Un hombre tenía dos hijos» (15, 11). Así pues, se trata de los dos. El Señor retoma así una tradición que viene de muy atrás: la temática de los dos hermanos recorre todo el Antiguo Testamento, comenzando por Caín y Abel, pasando por Ismael e Isaac, hasta llegar a Esaú y Jacob, y se refleja otra vez, de modo diferente, en el comportamiento de los once hijos de Jacob con José. En los casos de elección domina una sorprendente dialéctica entre los dos hermanos, que en el Antiguo Testamento queda como una cuestión abierta. Jesús retoma esta temática en un nuevo momento de la actuación histórica de Dios y le da una nueva orientación. En el Evangelio de Mateo aparece un texto sobre dos hermanos similar al de nuestra parábola: uno asegura querer cumplir la voluntad del padre, pero no lo hace; el segundo se niega a la petición del padre, pero luego se arrepiente y cumple su voluntad (cf. Mt 21,28-32). También aquí se trata de la relación entre pecadores y fariseos; también aquí el texto se convierte en una llamada a dar un nuevo sí al Dios que nos llama. Pero tratemos ahora de seguir la parábola paso a paso. Aparece ante todo la figura del hijo pródigo, pero ya inmediatamente, desde el principio, vemos también la magnanimidad del padre. Accede al deseo del hijo menor de recibir su parte de la herencia y reparte la heredad. Da libertad. Puede imaginarse lo que el hijo menor hará, pero le deja seguir su camino. El hijo se marcha «a un país lejano». Los Padres han visto aquí sobre todo el alejamiento interior del mundo del padre —del mundo de Dios—, la ruptura interna de la relación, la magnitud de la separación de lo que es propio y de lo que es auténtico. El hijo derrocha su herencia. Sólo quiere disfrutar. Quiere aprovechar la vida al máximo, tener lo que considera una «vida en plenitud». No desea someterse ya a ningún precepto, a ninguna autoridad: busca la libertad radical; quiere vivir sólo para sí mismo, sin ninguna exigencia. Disfruta de la vida; se siente totalmente autónomo. ¿Acaso nos es difícil ver precisamente en eso el espíritu de la rebelión moderna contra Dios y contra la Ley de Dios? ¿El abandono de todo lo que hasta ahora era el fundamento básico, así como la búsqueda de una libertad sin límites? La palabra griega usada en la parábola para designar la herencia derrochada significa en el lenguaje de los filósofos griegos «sustancia», naturaleza. El hijo perdido desperdicia su «naturaleza», se desperdicia a sí mismo. Al final ha gastado todo. El que era totalmente libre ahora se convierte realmente en siervo, en un cuidador de cerdos que sería feliz si pudiera llenar su estómago con lo que ellos comían. El hombre que entiende la libertad como puro arbitrio, el simple hacer lo que quiere e ir donde se le antoja, vive en la mentira, pues por su propia naturaleza forma parte de una reciprocidad, su libertad es una libertad que debe compartir con los otros; su misma esencia lleva consigo disciplina y normas; identificarse íntimamente con ellas, eso sería libertad. Así, una falsa autonomía conduce a la esclavitud: la historia, entretanto, nos lo ha demostrado de sobra. Para los judíos, el cerdo es un animal impuro; ser cuidador de cerdos es, por tanto, la expresión de la máxima alienación y el mayor empobrecimiento del hombre. El que era totalmente libre se convierte en un esclavo miserable. Al llegar a este punto se produce la «vuelta atrás». El hijo pródigo se da cuenta de que está perdido. Comprende que en su casa era un hombre libre y que los esclavos de su padre son más libres que él, que había creído ser absolutamente libre. «Entonces recapacitó», dice el Evangelio (15, 17), y esta expresión, como ocurrió con la del país lejano, repropone la reflexión filosófica de los Padres: viviendo lejos de casa, de sus orígenes, dicen, este hombre se había alejado también de sí mismo, vivía alejado de la verdad de su existencia. Su retorno, su «conversión», consiste en que reconoce todo esto, que se ve a sí mismo alienado; se da cuenta de que se ha ido realmente «a un país lejano» y que ahora vuelve hacia sí mismo. Pero en sí mismo encuentra la indicación del camino hacia el padre, hacia la verdadera libertad de «hijo». Las palabras que prepara para cuando llegue a casa nos permiten apreciar la dimensión de la peregrinación interior que ahora emprende. Son la expresión de una existencia en camino que ahora —a través de todos los desiertos— vuelve «a casa», a sí mismo y al padre. Camina hacia la verdad de su 83


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existencia y, por tanto, «a casa». Con esta interpretación «existencial» del regreso a casa, los Padres nos explican al mismo tiempo lo que es la «conversión», el sufrimiento y la purificación interna que implica, y podemos decir tranquilamente que, con ello, han entendido correctamente la esencia de la parábola y nos ayudan a reconocer su actualidad. El padre ve al hijo «cuando todavía estaba lejos», sale a su encuentro. Escucha su confesión y reconoce en ella el camino interior que ha recorrido, ve que ha encontrado el camino hacia la verdadera libertad. Así, ni siquiera le deja terminar, lo abraza y lo besa, y manda preparar un gran banquete. Reina la alegría porque el hijo «que estaba muerto» cuando se marchó de la casa paterna con su fortuna, ahora ha vuelto a la vida, ha revivido; «estaba perdido y lo hemos encontrado» (15, 32). Los Padres han puesto todo su amor en la interpretación de esta escena. El hijo perdido se convierte para ellos en la imagen del hombre, el «Adán» que todos somos, ese Adán al que Dios le sale al encuentro y le recibe de nuevo en su casa. En la parábola, el padre encarga a los criados que traigan enseguida «el mejor traje». Para los Padres, ese «mejor traje» es una alusión al vestido de la gracia, que tenía originalmente el hombre y que después perdió con el pecado. Ahora, este «mejor traje» se le da de nuevo, es el vestido del hijo. En la fiesta que se prepara, ellos ven una imagen de la fiesta de la fe, la Eucaristía festiva, en la que se anticipa el banquete eterno. En el texto griego se dice literalmente que el hermano mayor, al regresar a casa, oye «sinfonías y coros»: para los Padres es una imagen de la sinfonía de la fe, que hace del ser cristiano una alegría y una fiesta. Pero lo esencial del texto no está ciertamente en estos detalles; lo esencial es, sin duda, la figura del padre. ¿Resulta comprensible? ¿Puede y debe actuar así un padre? Pierre Grelot ha hecho notar que Jesús se expresa aquí tomando como punto de referencia el Antiguo Testamento: la imagen original de esta visión de Dios Padre se encuentra en Oseas (cf. 11, 1-9). Allí se habla de la elección de Israel y de su traición: «Cuanto más los llamaba, más se alejaban de mí; sacrificaban a los Baales, e incensaban a los ídolos» (11,2). Dios ve también cómo este pueblo es destruido, cómo la espada hace estragos en sus ciudades (cf. 11, 6). Y entonces el profeta describe bien lo que sucede en nuestra parábola: «¿Cómo te trataré, Efraín? ¿Acaso puedo abandonarte, Israel?... Se me revuelve el corazón, se me conmueven las entrañas. No cederé al ardor de mi cólera, no volveré a destruir a Efraín; que soy Dios y no hombre, santo en medio de ti.» (11, 8ss). Puesto que Dios es Dios, el Santo, actúa como ningún hombre podría actuar. Dios tiene un corazón, y ese corazón se revuelve, por así decirlo, contra sí mismo: aquí encontramos de nuevo, tanto en el profeta como en el Evangelio, la palabra sobre la «compasión» expresada con la imagen del seno materno. El corazón de Dios transforma la ira y cambia el castigo por el perdón. Para el cristiano surge aquí la pregunta: ¿dónde está aquí el puesto de Jesucristo? En la parábola sólo aparece el Padre. ¿Falta quizás la cristología en esta parábola? Agustín ha intentado introducir la cristología, descubriéndola donde se dice que el padre abrazó al hijo (cf. 15, 20). «El brazo del Padre es el Hijo», dice. Y habría podido remitirse a Ireneo, que describió al Hijo y al Espíritu como las dos manos del Padre. «El brazo del Padre es el Hijo»: cuando pone su brazo sobre nuestro hombro, como «su yugo suave», no se trata de un peso que nos carga, sino del gesto de aceptación lleno de amor. El «yugo» de este brazo no es un peso que debamos soportar, sino el regalo del amor que nos sostiene y nos convierte en hijos. Se trata de una explicación muy sugestiva, pero es más bien una «alegoría» que va claramente más allá del texto. Grelot ha encontrado una interpretación más conforme al texto y que va más a fondo. Hace notar que, con esta parábola, con la actitud del padre de la parábola, como con las anteriores, Jesús justifica su bondad para con los pecadores, su acogida de los pecadores. Con su actitud, Jesús «se convierte en revelación viviente de quien El llamaba su Padre». La consideración del contexto histórico de la parábola, pues, delinea de por sí una «cristología implícita». «Su pasión y su resurrección han acentuado aún más este aspecto: ¿cómo ha mostrado Dios su amor misericordioso por los pecadores? Haciendo morir a Cristo por nosotros "cuando todavía éramos pecadores" (Rm 5,8). Jesús no puede entrar en el marco narrativo de su parábola porque vive identificándose con el Padre celestial, recalcando la actitud del Padre en la suya. Cristo resucitado está hoy, en este punto, en la misma situación que Jesús de Nazaret durante el tiempo de su ministerio en la tierra» (pp. 228s). De hecho, Jesús justifica en esta parábola su 84


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comportamiento remitiéndolo al del Padre, identificándolo con Él. Así, precisamente a través de la figura del Padre, Cristo aparece en el centro de esta parábola como la realización concreta del obrar paterno. Y he aquí que aparece el hermano mayor. Regresa a casa tras el trabajo en el campo, oye la fiesta en la casa, se entera del motivo y se enoja. Simplemente, no considera justo que a ese haragán, que ha malgastado con prostitutas toda su fortuna —el patrimonio del padre—, se le obsequie con una fiesta espléndida sin pasar antes por una prueba, sin un tiempo de penitencia. Esto se contrapone a su idea de la justicia: una vida de trabajo como la suya parece insignificante frente al sucio pasado del otro. La amargura lo invade: «En tantos años como te sirvo, sin desobedecer nunca una orden tuya, a mí nunca me has dado un cabrito para tener un banquete con mis amigos» (15,29). El padre trata también de complacerle y le habla con benevolencia. El hermano mayor no sabe de los avatares y andaduras más recónditos del otro, del camino que le llevó tan lejos, de su caída y de su reencuentro consigo mismo. Sólo ve la injusticia. Y ahí se demuestra que él, en silencio, también había soñado con una libertad sin límites, que había un rescoldo interior de amargura en su obediencia, y que no conoce la gracia que supone estar en casa, la auténtica libertad que tiene como hijo. «Hijo, tú estás siempre conmigo —le dice el padre—, y todo lo mío es tuyo» (15, 31). Con eso le explica la grandeza de ser hijo. Son las mismas palabras con las que Jesús describe su relación con el Padre en la oración sacerdotal: «Todo lo mío es tuyo, y todo lo tuyo es mío» (Jn 17, 10). La parábola se interrumpe aquí; nada nos dice de la reacción del hermano mayor. Tampoco podría hacerlo, pues en este punto la parábola pasa directamente a la situación real que tiene ante sus ojos: con estas palabras del padre, Jesús habla al corazón de los fariseos y de los letrados que murmuraban y se indignaban de su bondad con los pecadores (cf. 15, 2). Ahora se ve totalmente claro que Jesús identifica su bondad hacia los pecadores con la bondad del padre de la parábola, y que todas las palabras que se ponen en boca del padre las dice El mismo a las personas piadosas. La parábola no narra algo remoto, sino lo que ocurre aquí y ahora a través de El. Trata de conquistar el corazón de sus adversarios. Les pide entrar y participar en el júbilo de este momento de vuelta a casa y de reconciliación. Estas palabras permanecen en el Evangelio como una invitación implorante. Pablo recoge esta invitación cuando escribe: «En nombre de Cristo os pedimos que os reconciliéis con Dios» (2 Co5, 20). Así, la parábola se sitúa, por un lado, de un modo muy realista en el punto histórico en que Jesús la relata; pero al mismo tiempo va más allá de ese momento histórico, pues la invitación suplicante de Dios continúa. Pero, ¿a quién se dirige ahora? Los Padres, muy en general, han vinculado el tema de los dos hermanos con la relación entre judíos y paganos. No les ha resultado muy difícil ver en el hijo disoluto, alejado de Dios y de sí mismo, un reflejo del mundo del paganismo, al que Jesús abre las puertas a la comunión de Dios en la gracia y para el que celebra ahora la fiesta de su amor. Así, tampoco resulta difícil reconocer en el hermano que se había quedado en casa al pueblo de Israel, que con razón podría decir: «En tantos años como te sirvo, sin desobedecer nunca una orden tuya». Precisamente en la fidelidad a la Torá se manifiesta la fidelidad de Israel y también su imagen de Dios. Esta aplicación a los judíos no es injustificada si se la considera tal como la encontramos en el texto: como una delicada tentativa de Dios de persuadir a Israel, tentativa que está totalmente en las manos de Dios. Tengamos en cuenta que, ciertamente, el padre de la parábola no sólo no pone en duda la fidelidad del hijo mayor, sino que confirma expresamente su posición como hijo suyo: «Hijo, tú estás siempre conmigo, y todo lo mío es tuyo». Sería más bien una interpretación errónea si se quisiera transformar esto en una condena de los judíos, algo de lo no se habla para nada en el texto. Si bien es lícito considerar la aplicación de la parábola de los dos hermanos a Israel y los paganos como una dimensión implícita en el texto, quedan todavía otras dimensiones. Las palabras de Jesús sobre el hermano mayor no aluden sólo a Israel (también los pecadores que se acercaban a Él eran judíos), sino al peligro específico de los piadosos, de los que estaban limpios, «en regle» con Dios como lo expresa Grelot (p. 229). Grelot subraya así la breve frase: «Sin desobedecer nunca una orden tuya». Para ellos, Dios es sobre todo Ley; se ven en relación jurídica con Dios y, bajo este aspecto, a la par con Él. Pero Dios es algo más: han de convertirse del Dios-Ley al Dios más grande, al Dios del amor. Entonces no abandonarán su obediencia, pero ésta brotará de fuentes más profundas y será, por ello, mayor, más sincera y pura, pero sobre todo también más humilde. 85


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Añadamos ahora otro punto de vista que ya hemos mencionado antes: en la amargura frente a la bondad de Dios se aprecia una amargura interior por la obediencia prestada que muestra los límites de esa sumisión: en su interior, también les habría gustado escapar hacia la gran libertad. Se aprecia una envidia solapada de lo que el otro se ha podido permitir. No han recorrido el camino que ha purificado al hermano menor y le ha hecho comprender lo que significa realmente la libertad, lo que significa ser hijo. Ven su libertad como una servidumbre y no están maduros para ser verdaderamente hijos. También ellos necesitan todavía un camino; pueden encontrarlo sencillamente si le dan la razón a Dios, si aceptan la fiesta de Dios como si fuera también la suya. Así, en la parábola, el Padre nos habla a través de Cristo a los que nos hemos quedado en casa, para que también nosotros nos convirtamos verdaderamente y estemos contentos de nuestra fe.

La parábola del rico epulón y el pobre Lázaro (Lc 16, 19-31) De nuevo nos encontramos en esta historia dos figuras contrastantes: el rico, que lleva una vida disipada llena de placeres, y el pobre, que ni siquiera puede tomar las migajas que los comensales tiran de la mesa, siguiendo la costumbre de la época de limpiarse las manos con trozos de pan y luego arrojarlos al suelo. En parte, los Padres han aplicado a esta parábola el esquema de los dos hermanos, refiriéndolo a la relación entre Israel (el rico) y la Iglesia (el pobre Lázaro), pero con ello han perdido la tipología completamente diversa que aquí se plantea. Esto se ve ya en el distinto desenlace. Mientras los textos precedentes sobre los dos hermanos quedan abiertos, terminan con una pregunta y una invitación, aquí se describe el destino irrevocable tanto de uno como del otro protagonista. Como trasfondo que nos permite entender este relato hay que considerar la serie de Salmos en los que se eleva a Dios la queja del pobre que vive en la fe en Dios y obedece a sus preceptos, pero sólo conoce desgracias, mientras los cínicos que desprecian a Dios van de éxito en éxito y disfrutan de toda la felicidad en la tierra. Lázaro forma parte de aquellos pobres cuya voz escuchamos, por ejemplo, en el Salmo 44: «Nos haces el escarnio de nuestros vecinos, irrisión y burla de los que nos rodean... Por tu causa nos degüellan cada día, nos tratan como ovejas de matanza» (vv. 14.23; cf. Rm 8, 36). La antigua sabiduría de Israel se fundaba sobre el presupuesto de que Dios premia a los justos y castiga a los pecadores, de que, por tanto, al pecado le corresponde la infelicidad y a la justicia la felicidad. Esta sabiduría había entrado en crisis al menos desde el exilio. No era sólo el hecho de que Israel como pueblo sufriera más en conjunto que los pueblos de su alrededor, sino que lo expulsaron al exilio y lo oprimieron; también en el ámbito privado se mostraba cada vez más claro que el cinismo es ventajoso y que, en este mundo, el justo está destinado a sufrir. En los Salmos y en la literatura sapiencial tardía vemos la búsqueda afanosa para resolver esta contradicción, un nuevo intento de convertirse en «sabio», de entender correctamente la vida, de encontrar y comprender de un modo nuevo a Dios, que parece injusto o incluso del todo ausente. Uno de los textos más penetrantes de esta búsqueda, el Salmo 73, puede considerarse en este sentido como el trasfondo espiritual de nuestra parábola. Allí vemos como cincelada la figura del rico que lleva una vida regalada, ante el cual el orante —Lázaro— se lamenta: «Envidiaba a los perversos, viendo prosperar a los malvados. Para ellos no hay sinsabores, están sanos y orondos; no pasan las fatigas humanas ni sufren como los demás. Por eso su collar es el orgullo... De las carnes les rezuma la maldad... su boca se atreve con el cielo... Por eso mi pueblo se vuelve a ellos y se bebe sus palabras. Ellos dicen: "¿Es que Dios lo va a saber, se va a enterar el Altísimo?"» (Sal 73, 3-11). El justo que sufre, y que ve todo esto, corre el peligro de extraviarse en su fe. ¿Es que realmente Dios no ve? ¿No oye? ¿No le preocupa el destino de los hombres? «¿Para qué he purificado yo mi corazón... ? ¿Para qué aguanto yo todo el día y me corrijo cada mañana...? Mi corazón se agriaba.» (Sal 73, 13s.21). El cambio llega de repente, cuando el justo que sufre mira a Dios en el santuario y, mirándolo, ensancha su horizonte. Ahora ve que la aparente inteligencia de los cínicos ricos y exitosos, puesta a la luz, es estupidez: este tipo de sabiduría significa ser «necio e ignorante», ser «como un animal» (cf. Sal73, 22). Se quedan en la perspectiva del animal y pierden la perspectiva del hombre que va más allá de lo material: hacia Dios y la vida eterna. 86


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En este punto podemos recurrir a otro Salmo, en el que uno que es perseguido dice al final: «De tu despensa les llenarás el vientre, se saciarán sus hijos... Pero yo con mi apelación vengo a tu presencia, y al despertar me saciaré de tu semblante» (Sal 17, 14s). Aquí se contraponen dos tipos de saciedad: el hartarse de bienes materiales y el llenarse «de tu semblante», la saciedad del corazón mediante el encuentro con el amor infinito. «Al despertar» hace referencia en definitiva al despertar a una vida nueva, eterna; pero también se refiere a un «despertar» más profundo ya en este mundo: despertar a la verdad, que ya ahora da al hombre una nueva forma de saciedad. El Salmo 73 habla de este despertar en la oración. En efecto, ahora el orante ve que la felicidad del cínico, tan envidiada, es sólo «como un sueño al despertar»; ve que el Señor, al despertar, «desprecia sus sombras» (cf. Sal 73, 20). Y entonces el orante reconoce la verdadera felicidad: «Pero yo siempre estaré contigo, tú agarras mi mano derecha... ¿No te tengo a ti en el cielo?; y contigo, ¿qué me importa la tierra?... Para mí lo bueno es estar junto a Dios.» (Sal 73, 23.25.28). No se trata de una vaga esperanza en el más allá, sino del despertar a la percepción de la auténtica grandeza del ser humano, de la que forma parte también naturalmente la llamada a la vida eterna. Con esto nos hemos alejado de la parábola sólo en apariencia. En realidad, con este relato el Señor nos quiere introducir en ese proceso del «despertar» que los Salmos describen. No se trata de una condena mezquina de la riqueza y de los ricos nacida de la envidia. En los Salmos que hemos considerado brevemente está superada la envidia; más aún, para el orante es obvio que la envidia por este tipo de riqueza es necia, porque él ha conocido el verdadero bien. Tras la crucifixión de Jesús, nos encontramos a dos hombres acaudalados —Nicodemo y José de Arimatea— que han encontrado al Señor y se están «despertando». El Señor nos quiere hacer pasar de un ingenio necio a la verdadera sabiduría, enseñarnos a reconocer el bien verdadero. Así, aunque no aparezca en el texto, a partir de los Salmos podemos decir que el rico de vida licenciosa era ya en este mundo un hombre de corazón fatuo, que con su despilfarro sólo quería ahogar el vacío en el que se encontraba: en el más allá aparece sólo la verdad que ya existía en este mundo. Naturalmente, esta parábola, al despertarnos, es al mismo tiempo una exhortación al amor que ahora debemos dar a nuestros hermanos pobres y a la responsabilidad que debemos tener respecto a ellos, tanto a gran escala, en la sociedad mundial, como en el ámbito más reducido de nuestra vida diaria. En la descripción del más allá que sigue después en la parábola, Jesús se atiene a las ideas corrientes en el judaísmo de su tiempo. En este sentido no se puede forzar esta parte del texto: Jesús toma representaciones ya existentes sin por ello incorporarlas formalmente a su doctrina sobre el más allá. No obstante, aprueba claramente lo esencial de las imágenes usadas. Por eso no carece de importancia que Jesús recurra aquí a las ideas sobre el estado intermedio entre muerte y resurrección, que ya se habían generalizado en la fe judía. El rico se encuentra en el Hades como un lugar provisional, no en la «Gehenna» (el infierno), que es el nombre del estado final (Jeremías, p. 152). Jesús no conoce una «resurrección en la muerte», pero, como se ha dicho, esto no es lo que el Señor nos quiere enseñar con esta parábola. Se trata más bien, como Jeremías ha explicado de modo convincente, de la petición de signos, que aparece en un segundo punto de la parábola. El hombre rico dice a Abraham desde el Hades lo que muchos hombres, entonces como ahora, dicen o les gustaría decir a Dios: si quieres que te creamos y que nuestras vidas se rijan por la palabra de revelación de la Biblia, entonces debes ser más claro. Mándanos a alguien desde el más allá que nos pueda decir que eso es realmente así. El problema de la petición de pruebas, la exigencia de una mayor evidencia de la revelación, aparece a lo largo de todo el Evangelio. La respuesta de Abraham, así como, al margen de la parábola, la que da Jesús a la petición de pruebas por parte de sus contemporáneos, es clara: quien no crea en la palabra de la Escritura tampoco creerá a uno que venga del más allá. Las verdades supremas no pueden someterse a la misma evidencia empírica que, por definición, es propia sólo de las cosas materiales. Abraham no puede enviar a Lázaro a la casa paterna del rico epulón. Pero hay algo que nos llama la atención. Pensemos en la resurrección de Lázaro de Betania que nos narra el Evangelio de Juan. ¿Qué 87


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ocurre? «Muchos judíos... creyeron en él», nos dice el evangelista. Van a los fariseos y les cuentan lo ocurrido, tras lo cual se reúne el Sanedrín para deliberar. Allí se ve la cuestión desde el punto de vista político: se podía producir un movimiento popular que alertaría a los romanos y provocar una situación peligrosa. Entonces se decide matar a Jesús: el milagro no conduce a la fe, sino al endurecimiento (cf. Jn 11, 45-53). Pero nuestros pensamientos van más allá. ¿Acaso no reconocemos tras la figura de Lázaro, que yace cubierto de llagas a la puerta del rico, el misterio de Jesús, que «padeció fuera de la ciudad» (Hb 13, 12) y, desnudo y clavado en la cruz, su cuerpo cubierto de sangre y heridas, fue expuesto a la burla y al desprecio de la multitud?: «Pero yo soy un gusano, no un hombre, vergüenza de la gente, desprecio del pueblo» (Sal 22, 7). Este Lázaro auténtico ha resucitado, ha venido para decírnoslo. Así pues, si en la historia de Lázaro vemos la respuesta de Jesús a la petición de signos por parte de sus contemporáneos, estamos de acuerdo con la respuesta central que Jesús da a esta exigencia. En Mateo se dice: «Esta generación perversa y adúltera exige una señal; pues no se le dará más signo que el del profeta Jonás. Tres días y tres noches estuvo Jonás en el vientre del cetáceo, pues tres días y tres noches estará el Hijo del hombre en el seno de la tierra» (Mt 12, 39s). En Lucas leemos: «Esta generación es una generación perversa. Pide un signo, pero no se le dará más signo que el signo de Jonás. Como Jonás fue un signo para los habitantes de Nínive, lo mismo será el Hijo del hombre para esta generación» (Lc 11, 29s). No necesitamos analizar aquí las diferencias entre estas dos versiones. Una cosa está clara: la señal de Dios para los hombres es el Hijo del hombre, Jesús mismo. Y lo es de manera profunda en su misterio pascual, en el misterio de muerte y resurrección. Él mismo es el «signo de Jonás». Él, el crucificado y resucitado, es el verdadero Lázaro: creer en Él y seguirlo, es el gran signo de Dios, es la invitación de la parábola, que es más que una parábola. Ella habla de la realidad, de la realidad decisiva de la historia por excelencia.

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8 LAS GRANDES IMÁGENES DEL EVANGELIO DE JUAN 1. INTRODUCCIÓN: LA CUESTIÓN JOÁNICA En nuestro intento de escuchar a Jesús y así poder conocerlo, nos hemos ceñido en gran parte hasta ahora al testimonio de los Evangelios sinópticos (Mateo, Marcos y Lucas) y echando sólo ocasionalmente alguna ojeada a Juan. Es el momento de centrar nuestra atención en la imagen que de Jesús nos da el cuarto evangelista, que en varios aspectos resulta muy distinta de la que ofrecen los sinópticos. La atención que hemos prestado al Jesús de los sinópticos nos ha mostrado que el misterio de su unidad con el Padre está siempre presente y lo determina todo, pero que también permanece oculto bajo su humanidad; de esto se han percatado, observando con atención, por una parte sus adversarios y, por otra, sus discípulos, que veían a Jesús cuando estaba en oración y pudieron acercarse interiormente a El. A pesar de todas las incomprensiones, éstos comenzaron a reconocer esta realidad inaudita de manera progresiva y, en momentos importantes, también de forma inesperada. En Juan la divinidad de Jesús aparece sin tapujos. Sus disputas con las autoridades judías del templo constituyen ya en su conjunto, por así decirlo, el futuro proceso de Jesús ante el Sanedrín, un episodio éste que Juan, contrariamente a los sinópticos, ya no lo considera después como un juicio propiamente dicho. Esta diversidad del Evangelio de Juan, en el que no oímos parábolas sino grandes sermones centrados en imágenes y en los que el escenario principal de la actuación de Jesús se ha trasladado de Galilea a Jerusalén, ha llevado a la investigación crítica moderna a negar la historicidad del texto —a excepción del relato de la pasión y algunos detalles aislados— y a considerarlo una reconstrucción teológica posterior. Según esto, nos transmitiría una situación en la cual la cristología estaba muy desarrollada, pero que no puede constituir una fuente para el conocimiento del Jesús histórico. Las dataciones radicalmente tardías que se propusieron siguiendo esta tendencia, debieron ser abandonadas porque algunos papiros hallados en Egipto, que datan de comienzos del siglo II, demostraron que el Evangelio debió haberse escrito ya en el siglo I, aunque fuera a finales; sin embargo, esto no evitó que se siguiera negando el carácter histórico del Evangelio. Para la interpretación del cuarto Evangelio en la segunda mitad del siglo XX fue determinante el comentario escrito por Rudolf Bultmann, cuya primera edición se publicó en 1941. Según este autor, resulta muy claro que las líneas maestras del Evangelio de Juan no se han de buscar ni en el Antiguo Testamento ni en el judaísmo de la época de Jesús, sino en el gnosticismo. Es muy significativa esta frase: «La idea de la encarnación del Redentor no ha entrado en el gnosticismo desde el cristianismo, sino que originalmente es gnóstica; más bien fue asumida muy pronto por el cristianismo y ha resultado provechosa para la cristología» (Das Evangelium desjohannes, pp. lOs). Y también: «El Logos absoluto sólo puede proceder del gnosticismo» (RGG3 III 846). El lector se pregunta: ¿cómo llega Bultmann a saber esto? Su respuesta es desconcertante: «Si bien se ha de reconstruir el conjunto de esta visión a partir esencialmente de fuentes posteriores a Juan, no puede haber dudas sobre su mayor antigüedad» (Das Evangelium desjohannes, p. 11). Bultmann se equivoca en este punto decisivo. Martin Hengel, en la conferencia inaugural de su docencia académica en Tubinga, titulada Der Sohn Gottes y publicada en 1975 en versión ampliada, ha calificado «el supuesto mito de la venida del Hijo de Dios al mundo» como la «construcción pseudocientífica de un mito», afirmando además: «En realidad no existe ningún mito gnóstico sobre el Redentor, cronológicamente precristiano, que esté atestiguado por las fuentes» (pp. 53s). «La gnosis misma apareció como movimiento espiritual no antes de finales del siglo I después de Cristo y se despliega plenamente sólo en el siglo II» (pp. 54s). En la generación posterior a Bultmann, la investigación sobre Juan dio un giro radical, cuyos resultados se pueden ver, cuidadosamente discutidos y explicados, en la obra de Martin Hengel Die jobanneische Frage (1993). Si desde el estado actual de la investigación volvemos la vista hacia la interpretación de Bultmann sobre Juan, se percibe nuevamente la escasa protección que la alta cientificidad proporciona contra errores de fondo. Pero ¿qué nos dice la investigación actual? 89


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Pues bien, ha confirmado definitivamente y ha profundizado lo que también Bultmann en el fondo ya sabía: que el cuarto Evangelio se basa en un conocimiento extraordinariamente preciso de lugares y tiempos, que solamente pueden proceder de alguien perfectamente familiarizado con la Palestina del tiempo de Jesús. Además, se ha visto con claridad que el Evangelio piensa y argumenta totalmente a partir del Antiguo Testamento, desde la Torá (Rudolf Pesch), y que toda su forma de argumentar está profundamente enraizada en el judaísmo de la época de Jesús. El lenguaje del Evangelio muestra de manera inconfundible este enraizamiento interno del libro, por más que Bultmann lo considerara «gnóstico». «La obra está escrita en un griego koiné no literario, sencillo, impregnado del lenguaje de la piedad judía, tal como era hablado en Jerusalén también por las clases medias y altas..., pero donde al mismo tiempo también se discutía, se rezaba y se leía la Escritura en la "lengua sagrada"» (Hengel, Die johanneische Frage, p. 286). Hengel hace notar que también «en la época de Herodes» se había formado «en Jerusalén una clase alta judía más o menos helenizada, con una cultura particular» (p. 287) y por tanto vislumbra el origen del Evangelio en la aristocracia sacerdotal de Jerusalén (pp. 306-313). Esto puede verse confirmado en la concisa información que encontramos en Jn 18,15s. En ella se narra cómo Jesús, después de que lo prendieran, fue llevado ante los sumos sacerdotes para interrogarlo, y cómo, entretanto, Simón Pedro «y otro discípulo» seguían a Jesús para enterarse de lo que iba a ocurrir. Sobre el «otro discípulo» se dice: «Este discípulo era conocido del sumo sacerdote y entró con Jesús en el palacio del sumo sacerdote». Sus contactos en la casa del sumo sacerdote eran tales que le permitieron facilitar el acceso también a Pedro, dando lugar a la situación que acabó con la negación de conocer a Jesús. En consecuencia, el círculo de los discípulos se extendía de hecho hasta la aristocracia sacerdotal, cuyo lenguaje resulta ser en buena parte también el del Evangelio. De esta manera hemos llegado a dos preguntas decisivas en torno a las cuales gira la cuestión «joánica»: ¿quién es el autor de este Evangelio? ¿Cuál es su fiabilidad histórica? Intentemos aproximarnos a la primera pregunta. El mismo Evangelio, en el relato de la pasión, hace una afirmación clara al respecto. Se cuenta que uno de los soldados le traspasó a Jesús el costado con una lanza «y al punto salió sangre y agua». Y después vienen unas palabras decisivas: «El que lo vio da testimonio, y su testimonio es verdadero, y él sabe que dice verdad, para que también vosotros creáis» (Jn 19, 35). El Evangelio afirma que se remonta a un testigo ocular, y está claro que este testigo ocular es precisamente aquel discípulo del que antes se cuenta que estaba junto a la cruz, el discípulo al que Jesús tanto quería (cf. 19, 26). En Jn 21, 24 se menciona nuevamente a este discípulo como autor del Evangelio. Su figura aparece además en Jn 13, 23; 20, 2-10; 21, 7 y tal vez también en/» 1, 35.40; 18, 15-16. En el relato del lavatorio de los pies, estas afirmaciones sobre el origen externo del Evangelio se profundizan hasta convertirse en una alusión a su fuente interna. Allí se dice que, durante la Cena, este discípulo estaba sentado al lado de Jesús y, «apoyándose en el pecho de Jesús» (13, 25), preguntó quién era el traidor. Estas palabras están formuladas en un paralelismo intencionado con el final del Prólogo de Juan, donde se dice sobre Jesús: «A Dios nadie lo ha visto jamás: El Hijo único, que está en el seno del Padre, es quien lo ha dado a conocer» (1, 18). Como Jesús, el Hijo, conoce el misterio del Padre porque descansa en su corazón, de la misma manera el evangelista, por decirlo así, adquiere también su conocimiento del corazón de Jesús, al apoyarse en su pecho. Pero entonces ¿quién es este discípulo? El Evangelio nunca lo identifica directamente con el nombre. Confrontando la vocación de Pedro y la elección de los otros discípulos, el texto nos guía a la figura de Juan Zebedeo, pero no lo indica explícitamente. Es obvio que mantiene el secreto a propósito. Es cierto que el Apocalipsis menciona expresamente a Juan como su autor (cf. 1, 1.4), pero a pesar de la estrecha relación entre el Apocalipsis, el Evangelio y las Cartas, queda abierta la pregunta de si el autor es el mismo. Recientemente, en su voluminosa Theologie des Neuen Testaments, Ulrich Wückens ha formulado de nuevo la tesis de que el «discípulo amado» no ha de ser considerado como una figura histórica, sino que representa básicamente una estructura de la fe: «La "Escritura sola" no existe sin la "voz viva" del Evangelio, ésta última no existe sin el testimonio personal de un cristiano con la función y la autoridad del "discípulo amado", en el que la función y el espíritu se unen y se presuponen mutuamente» (I 4, p. 90


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158). Esta afirmación estructural es tan correcta como insuficiente. Si en el Evangelio el discípulo amado asume expresamente la función de testigo de la verdad de lo ocurrido, entonces se presenta como una persona viva: responde como testigo de los hechos históricos y, con ello, reivindica para sí la condición de figura histórica; en caso contrario, quedarían vacías de significado estas frases que determinan el objetivo y la cualidad de todo el Evangelio. Desde Ireneo de Lyon (t c. 202), la tradición de la Iglesia reconoce unánimemente a Juan, el Zebedeo, como el discípulo predilecto y el autor del Evangelio. Esto se ajusta a los indicios de identificación del Evangelio que, en cualquier caso, remiten a un apóstol y compañero de camino de Jesús desde el bautismo en el Jordán hasta la Ultima Cena, la cruz y la resurrección. Pero en la época moderna han surgido serias dudas sobre esta identificación. ¿Pudo el pescador del lago de Genesaret haber escrito este sublime Evangelio de las visiones que penetran hasta lo más profundo del misterio de Dios? ¿Pudo él, galileo y artesano, haber estado tan vinculado con la aristocracia sacerdotal de Jerusalén, a su lenguaje, a su pensamiento, como de hecho lo está el evangelista? ¿Pudo haber estado emparentado con la familia del sumo sacerdote, tal y como parece sugerir el texto (cf. Jn 18, 15)? Tras los estudios de Jean Colson, Jacques Winandy y Marie-Emile Boismard, el exegeta francés Henri Cazelles ha demostrado, con un estudio sociológico sobre el sacerdocio del templo antes de su destrucción, que una identificación de este tipo es sin duda plausible. Los sacerdotes ejercían su servicio por turnos semanales dos veces al año. Al finalizar dicho servicio el sacerdote regresaba a su tierra; por ello, no era inusual que ejerciera otra profesión para ganarse la vida. Además, del Evangelio se desprende que Zebedeo no era un simple pescador, sino que daba trabajo a diversos jornaleros, lo que hacía posible el que sus hijos pudieran dejarlo. «Zebedeo, pues, puede ser muy bien un sacerdote, pero al mismo tiempo tener también una propiedad en Galilea, mientras la pesca en el lago le ayuda a ganarse la vida. Tal vez tenía sólo una casa de paso en el barrio de Jerusalén habitado por esenios o en sus cercanías.» (Communio 2002, p. 481). «Precisamente, esa cena durante la cual este discípulo se apoya en el pecho de Jesús tuvo lugar, con toda probabilidad, en un sector de la ciudad habitado por esenios», en la «casa de paso» del sacerdote Zebedeo, que «cedió el cuarto superior a Jesús y los Doce» (pp. 480s). En este contexto, resulta interesante otro dato de la obra de Cazelles: según la costumbre judía, el dueño de la casa o en su ausencia, como en este caso, «su hijo primogénito se sentaba a la derecha del invitado, apoyando la cabeza en su pecho» (p. 480). No obstante, aunque en el estado actual de la investigación, y precisamente gracias a ella, es posible ver en Juan el Zebedeo al testigo que defiende solemnemente su testimonio ocular (cf. 19, 35), identificándose de este modo como el verdadero autor del Evangelio, la complejidad en la redacción del Evangelio plantea otras preguntas. A este respecto es importante un dato que aporta el historiador de la Iglesia Eusebio de Cesárea (t c. 338). Eusebio nos informa sobre una obra en cinco volúmenes del obispo Papías de Hierápolis, fallecido hacia el año 120, en la que habría mencionado que él no había llegado a ver o a conocer a los santos apóstoles, pero que había recibido la doctrina de aquellos que habían estado próximos a ellos. Habla de otros que también habían sido discípulos del Señor y cita los nombres de Aristión y un «presbítero Juan». Lo que importa es que distingue entre el apóstol y evangelista Juan, por un lado, y el «presbítero Juan», por otro. Mientras que al primero no llegó a conocerlo personalmente, sí tuvo algún encuentro con el segundo (Eusebio, Historia de la Iglesia, III, 39). Esta información es verdaderamente digna de atención; de ella y de otros indicios afines, se desprende que en Éfeso hubo una especie de escuela joánica, que hacía remontar su origen al discípulo predilecto de Jesús, y en la cual había, además, un «presbítero Juan», que era la autoridad decisiva. Este «presbítero» Juan aparece en la Segunda y en la Tercera Carta de Juan (en ambas, 1,1) como remitente y autor, y sólo con el título de «el presbítero» (sin mencionar el nombre de Juan). Es evidente que él mismo no es el apóstol, de manera que aquí, en este paso del texto canónico, encontramos explícitamente la enigmática figura del presbítero. Tiene que haber estado estrechamente relacionado con él, quizá llegó a 91


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conocer incluso a Jesús. A la muerte del apóstol se le consideró el depositario de su legado; y en el recuerdo, ambas figuras se han entremezclado finalmente cada vez más. En cualquier caso, podemos atribuir al «presbítero Juan» una función esencial en la redacción definitiva del texto evangélico, durante la cual él se consideró indudablemente siempre como administrador de la tradición recibida del hijo de Zebedeo. Puedo suscribir la conclusión final que Peter Stuhlmacher ha sacado de los datos aquí expuestos. Para él, «los contenidos del Evangelio se remontan al discípulo a quien Jesús (de modo especial) amaba. Al presbítero hay que verlo como su transmisor y su portavoz» (II, p. 206). En el mismo sentido se expresan Eugen Ruckstuhl y Peter Dschulnigg: «El autor del Evangelio de Juan es, por así decirlo, el administrador de la herencia del discípulo predilecto» (ibíd. p. 207). Con estas observaciones hemos dado ya un paso decisivo respecto a la pregunta sobre la fiabilidad histórica del cuarto Evangelio. Tras él se encuentra un testigo ocular, y también la redacción concreta tuvo lugar en el vigoroso círculo de sus discípulos, con la aportación determinante de un discípulo suyo de toda confianza. Razonando en esta línea, Stuhlmacher sostiene que se podría suponer cómo «en la escuela joánica se ha continuado el estilo de enseñanza y pensamiento que antes de la Pascua caracterizó las íntimas conversaciones didácticas de Jesús con Pedro, Santiago y Juan (y con todo el grupo de los Doce)... Mientras que la tradición sinóptica nos deja entrever cómo hablaban de Jesús los apóstoles y sus alumnos durante la enseñanza misionera o comunitaria de la Iglesia, el círculo de Juan, sobre la base y en línea con esta enseñanza, ha desarrollado la reflexión y, discutiendo, ha profundizado el misterio de la revelación, de la automanifestación de Dios "en el Hijo"» (p. 207). Ante esta afirmación habría que objetar, no obstante, que en el texto mismo del Evangelio no encontramos tanto coloquios didácticos internos de Jesús, sino más bien su confrontación con la aristocracia del templo, en la que, por así decirlo, ha anticipado ya su proceso. En efecto, la pregunta: «¿Eres tú el Mesías, el Hijo del Bendito?» (Mc 14, 61), formulada de varias maneras, se convierte paulatina y necesariamente en el centro de todo el debate, en el cual la reivindicación de Jesús de ser el Hijo aparece y debe aparecer de por sí cada vez más dramática. Resulta sorprendente que Hengel, del que tanto hemos aprendido sobre el enraizamiento histórico del Evangelio en la aristocracia sacerdotal de Jerusalén, y con ello, en el contexto real de la vida de Jesús, se muestre tan negativo o —dicho con mayor delicadeza— tan extremadamente prudente en su diagnóstico sobre el carácter histórico del texto. Dice: «El cuarto Evangelio es una obra en buena parte poética sobre Jesús pero no del todo inventada... Aquí, tanto un escepticismo radical como una ingenua confianza pueden llevar a error. Por una parte, lo que no se puede demostrar como histórico no tiene por qué ser sólo pura ficción; por otra parte, para los evangelistas (y su escuela) la última palabra no la tiene el banal recuerdo "histórico" de los acontecimientos pasados, sino el Espíritu Paráclito que interpreta y guía hacia la verdad» (Die johanneische Frage, p. 322). Frente a esto surge una pregunta: ¿qué significa esta contraposición? ¿Qué convierte en banal la memoria histórica? ¿Es o no importante la verdad de lo recordado? Y ¿a qué verdad puede conducir el Paráclito cuando deja tras de sí lo histórico por considerarlo banal? Todavía más drástica aparece la problemática de tales contraposiciones en el diagnóstico de Ingo Broer: «El Evangelio de Juan se presenta así ante nuestros ojos como una obra literaria que da testimonio de la fe y que quiere reforzar la fe, y no como informe histórico» (p. 197). ¿De qué fe «da testimonio» cuando se ha dejado atrás, por así decirlo, la historia? ¿Cómo puede reforzar la fe si, a pesar de presentarse como testimonio histórico —y lo hace con gran énfasis—, no ofrece después informaciones históricas? Yo creo que nos encontramos aquí ante un concepto erróneo de lo que es histórico, así como ante un concepto equivocado de lo que es fe y de lo que es el Paráclito mismo: una fe que deja de lado lo histórico se convierte en realidad en «gnosticismo». Se prescinde de la carne, de la encarnación, precisamente de la historia verdadera. Si por «histórico» se entiende que las palabras que se nos han transmitido de Jesús deben tener, digámoslo así, el carácter de una grabación magnetofónica para poder ser reconocidas como «históricamente» auténticas, entonces las palabras del Evangelio de Juan no son «históricas». Pero el 92


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hecho de que no pretendan llegar a este tipo de literalidad no significa en modo alguno que sean, por así decirlo, composiciones poéticas sobre Jesús que se habrían ido creando poco a poco en el ámbito de la «escuela joánica», para lo cual se habría requerido además la dirección del Paráclito. La verdadera pretensión del Evangelio es la de haber transmitido correctamente el contenido de las palabras, el testimonio personal de Jesús mismo con respecto a los grandes acontecimientos vividos en Jerusalén, de manera que el lector reciba realmente los contenidos decisivos de este mensaje y encuentre en ellos la figura auténtica de Jesús. Nos acercamos a la sustancia y podemos definir con más precisión el tipo particular de historicidad de que se trata en el cuarto Evangelio si tenemos en cuenta los distintos factores que Hengel considera determinantes para la composición del texto. Según él, en este Evangelio confluyen «el pretendido enfoque teológico del autor y su memoria personal», «la tradición eclesiástica y, junto con ello, también la realidad histórica», que Hengel, sorprendentemente, considera «modificada, más aún, digámoslo claro, forzada» por el evangelista; finalmente —lo hemos visto antes—, quien tiene «la última palabra» no es «el recuerdo... de los acontecimientos pasados, sino el Espíritu Paráclito, que interpreta y guía hacia la verdad» (Die johanneische Frage, p. 322). Tal como Hengel yuxtapone y en cierta medida contrapone estos cinco elementos, su composición no muestra un verdadero sentido. Pues, ¿cómo va a tener el Paráclito la última palabra cuando previamente el evangelista ha forzado la realidad histórica? ¿Cómo se armonizan el enfoque que pretende el evangelista, su mensaje personal y la tradición de la Iglesia? ¿Es el enfoque pretendido más determinante que la memoria, hasta el punto de que, en su nombre, se puede forzar la realidad? ¿Cómo se legitima entonces la pretensión de su enfoque? ¿Cómo interactúa con el Paráclito? A mi parecer, los cinco elementos presentados por Hengel son efectivamente las fuerzas esenciales que han determinado la composición del Evangelio, pero han de ser vistos con una diferente correlación interna y, consecuentemente, también con una importancia diversa cada uno. En primer lugar, el segundo y el cuarto elemento —la memoria personal y la realidad histórica— van unidos. Los dos juntos son lo que los Padres designan como el factum historicum que determina el «sentido literal» de un texto: la cara externa de los sucesos que el evangelista conoce en parte por su propia memoria y, en parte, por la tradición eclesial (sin duda conocía bien los Evangelios sinópticos en una u otra versión). El quiere informar como «testigo» de lo sucedido. Nadie como Juan ha puesto de relieve precisamente esta dimensión de lo que verdaderamente ha sucedido —la «carne» de la historia—: «Lo que existía desde el principio, lo que nosotros hemos oído, lo que hemos visto con nuestros propios ojos, lo que contemplamos y palparon nuestras manos: la Palabra de la Vida (pues la Vida se hizo visible); nosotros la hemos visto, os damos testimonio y os anunciamos la vida eterna que estaba con el Padre y se nos manifestó» (1 Jn 1, ls). Estos dos factores —realidad histórica y recuerdo— llevan por sí mismos al tercero y al quinto elemento que menciona Hengel: la tradición eclesiástica y la guía por el Paráclito. En efecto, por un lado, en el autor del Evangelio su recuerdo tiene un acento muy personal, como nos muestran las palabras al final de la escena de la crucifixión (cf. Jn 19,35); pero, por otro lado, nunca es un simple recuerdo privado, sino un recuerdo en y con el «nosotros» de la Iglesia: «Lo que nosotros hemos oído, lo que hemos visto con nuestros propios ojos, lo que contemplamos y palparon nuestras manos...». En Juan el sujeto del recuerdo es siempre el «nosotros»; recuerda en y con la comunidad de los discípulos, en y con la Iglesia. Si bien el autor se presenta como individuo en el papel de testigo, el sujeto del recuerdo que aquí habla es siempre el «nosotros» de la comunidad de los discípulos, el «nosotros» de la Iglesia. Porque el recuerdo, que forma la base del Evangelio, es purificado y profundizado mediante su inserción en la memoria de la Iglesia, con lo que se supera efectivamente la simple memoria banal de los hechos. Juan utiliza la palabra «recordarse» en tres momentos importantes de su Evangelio y nos brinda así la clave para entender lo que en él significa la palabra «memoria». En el relato de la purificación del templo encontramos la anotación: «Sus discípulos se acordaron de lo que está escrito: "El celo de tu casa me devora" [Sal 69, 10]» (Jn 2, 17). El suceso evoca el recuerdo de una palabra de la Escritura, haciendo 93


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así que sea inteligible por encima de su facticidad. La memoria permite descubrir el sentido del hecho y sólo de esta manera hace que el hecho mismo sea significativo. Aparece como un hecho en el cual está el Logos, un hecho que proviene del Logos y conduce a él. Se muestra la relación de la actividad y de la pasión de Jesús con la palabra de Dios, y así se hace comprensible el misterio de Jesús mismo. El relato sobre la purificación del templo continúa con el anuncio de Jesús de que en tres días volverá a levantar el templo destruido. El evangelista dice al respecto: «Y cuando resucitó de entre los muertos, los discípulos se acordaron de lo que había dicho, y dieron fe a la Escritura y a la palabra que había dicho Jesús» (Jn 2, 22). La resurrección despierta el recuerdo, y el recuerdo, a la luz de la resurrección, deja aparecer el sentido de la palabra que hasta entonces permanecía incomprendida, volviéndola a poner en relación con el contexto de toda la Escritura. La meta a la que tiende el Evangelio es la unidad de Logos y hecho. La palabra «acordarse» vuelve a aparecer el Domingo de Ramos. Allí se relata que Jesús encontró un borriquillo y se montó en él, «como estaba escrito: "No temas, Sión, mira a tu rey que llega, montado en un borrico"» (Jn 12, 14s; cf. Za 9, 9). El evangelista comenta: «Esto no lo comprendieron sus discípulos de momento, pero cuando se manifestó la gloria de Jesús se acordaron de que se había hecho con él lo que estaba escrito» (Jn 12, 16). Una vez más se relata un acontecimiento que en principio aparece como un simple episodio. Y nuevamente nos dice el evangelista que después de la resurrección los discípulos reciben como un destello que les hace entender lo acontecido. Entonces ellos «se acuerdan». Una palabra de la Escritura, que antes no había significado nada para ellos, ahora resulta totalmente comprensible en el sentido previsto por Dios, confiriendo al acontecimiento externo su significado. La resurrección enseña una nueva forma de ver; descubre la relación entre las palabras de los profetas y el destino de Jesús. Despierta el «recuerdo», esto es, hace posible el acceso al interior de los acontecimientos, a la relación entre el hablar y el obrar de Dios. Con estos textos, es el evangelista mismo quien nos ofrece indicaciones decisivas sobre cómo está compuesto su Evangelio, es decir, sobre la visión de la cual procede. Se basa en los recuerdos del discípulo que, no obstante, consisten en un recordar juntos en el «nosotros» de la Iglesia. Este recordar es una comprensión guiada por el Espíritu Santo; recordando, el creyente entra en la dimensión profunda de lo sucedido y ve lo que no era visible desde una perspectiva meramente externa. De esta forma no se aleja de la realidad, sino que la percibe más profundamente, descubriendo así la verdad que se oculta en el hecho. En este recordar de la Iglesia ocurre lo que el Señor había anticipado a los suyos en el Cenáculo: «Cuando venga él, el Espíritu de la Verdad, os guiará hasta la verdad plena.» (Jn 16, 13). Lo que Juan dice en su Evangelio sobre el recordar, que se convierte en un comprender y en un encaminarse hacia la «verdad plena», se acerca mucho a lo que Lucas dice sobre el recuerdo de la Madre de Jesús. Lucas describe este proceso del «recordar» en tres momentos de la historia de la infancia de Jesús. En primer lugar, en el relato de la Anunciación, cuando el arcángel Gabriel anuncia la concepción de Jesús. Allí Lucas nos dice que María se turbó ante el saludo y mantuvo un «diálogo» interior, preguntándose qué podría significar esto. Pero el pasaje más importante se encuentra en el relato de la adoración de los pastores. El evangelista nos dice al respecto: «María conservaba todas estas cosas, meditándolas en su corazón» (Lc 2, 19). Al final del relato sobre Jesús a sus doce años, leemos de nuevo: «Su madre conservaba todo esto en su corazón» (Lc 2,51). La memoria de María es, ante todo, un fijar en la mente los acontecimientos, pero es más que eso: es una confrontación interior con lo acontecido. De esta manera penetra en su interior, ve los hechos en su contexto y aprende a comprenderlos. Precisamente en este tipo de «recuerdo» se basa el Evangelio de Juan, que sigue profundizando en el concepto del recuerdo como memoria del «nosotros» de los discípulos, de la Iglesia. Este recordar no es un simple proceso psicológico o intelectual, sino un acontecimiento pneumático. El recordar de la Iglesia, en efecto, no es sólo algo privado; sobrepasa la esfera de nuestra comprensión y nuestro conocimiento humanos. Es un ser guiado por el Espíritu Santo, que nos muestra la cohesión de la Escritura, la cohesión entre palabra y realidad, guiándonos así «a la verdad plena». 94


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En el fondo, aquí se expresa también algo esencial sobre el concepto de inspiración: el Evangelio procede del recordar humano y presupone la comunidad de los que recuerdan, que en este caso concreto es la «escuela joánica» y, antes aún, la comunidad de los discípulos. Pero como el autor piensa y escribe con la memoria de la Iglesia, el «nosotros» al que pertenece está abierto, supera la dimensión personal y en lo más profundo es guiado por el Espíritu de Dios, que es el Espíritu de la verdad. En este sentido, el Evangelio, por su parte, abre también un camino de comprensión, un camino que permanece siempre unido a esta palabra y que, sin embargo, puede y debe guiar de generación en generación, de manera siempre nueva, hasta las profundidades de la «verdad plena». Esto significa que, como «Evangelio pneumático», el Evangelio de Juan no sólo proporciona una especie de transcripción taquigráfica de las palabras y del camino de Jesús, sino que, en virtud de la comprensión que se obtiene en el recordar, nos acompaña más allá del aspecto exterior hasta la profundidad de la palabra y de los acontecimientos, esa profundidad que viene de Dios y nos conduce a Él. El Evangelio es, como tal, «recuerdo», y eso significa: se atiene a la realidad que ha sucedido y no es una composición épica sobre Jesús, una alteración de los sucesos históricos. Más bien nos muestra verdaderamente a Jesús, tal como era y, precisamente de este modo, nos muestra a Aquel que no sólo era, sino que es; Aquel que en todos los tiempos puede decir en presente: «Yo soy». «Os aseguro que antes de que Abraham naciera, Yo soy» (Jn 8, 58). Este Evangelio nos muestra al verdadero Jesús, y lo podemos utilizar tranquilamente como fuente sobre Jesús. Antes de dedicarnos a los grandes relatos de Juan centrados en imágenes, pueden ser útiles dos indicadones generales sobre la singularidad de su Evangelio. Mientras Bultmann fijaba las raíces del cuarto Evangelio en el gnosticismo y, por tanto, alejado de la matriz veterotestamentaria y judía, las investigaciones más recientes han vuelto a comprender con claridad que Juan se basa totalmente en el Antiguo Testamento. «[Moisés] escribió de mí», dice Jesús a sus adversarios (Jn 5, 46); ya al principio — en los relatos de las vocaciones— Felipe dice a Natanael: «Aquel de quien escribieron Moisés en el libro de la Ley y los Profetas lo hemos encontrado.» (Jn 1, 45). El contenido último de las palabras de Jesús está orientado a exponer esto y a justificarlo. Él no quebranta la Torá, sino que desvela su sentido pleno y la cumple enteramente. Pero la relación entre Jesús y Moisés aparece de un modo programático sobre todo al final del Prólogo; en él se nos proporciona la clave de lectura intrínseca del cuarto Evangelio: «Pues de su plenitud hemos recibido gracia tras gracia: porque la ley se dio por medio de Moisés, la gracia y la verdad vinieron por Cristo Jesús. A Dios nadie lo vio jamás: el Hijo único, que está en el seno del Padre, es quien lo ha dado a conocer» (Jn 1, 16-18). Hemos comenzado este libro con la profecía de Moisés: «El Señor tu Dios suscitará en medio de tus hermanos un profeta como yo; a él lo escucharéis» (Dt 18, 15). Hemos visto que el Libro del Deuteronomio, en el que aparece esta profecía, finaliza con la observación: «No surgió en Israel otro profeta como Moisés, con quien el Señor trataba cara a cara» (34, 10). La gran promesa había permanecido hasta el momento sin cumplirse. Ahora Él ya está aquí; Él, que está verdaderamente en el seno del Padre, el único que lo ha visto y que lo ve, y que habla a partir de esta visión; Él, de quien se dijo: «Escuchadle» (Mc 9,7; Dt 18,15). La promesa de Moisés se ha cumplido con creces, en la manera desbordante en que Dios acostumbra a regalar: Quien ha venido es más que Moisés, es más que un profeta. Es el Hijo. Y por eso se manifiestan la gracia y la verdad, no como destrucción, sino como cumplimiento de la Ley. La segunda indicación tiene que ver con el carácter litúrgico del Evangelio de Juan. Éste toma su ritmo del calendario de fiestas de Israel. Las grandes fiestas del pueblo de Dios marcan la disposición interna del camino de Jesús y, al mismo tiempo, desvelan la base fundamental sobre la cual se apoya el mensaje de Jesús. Justo al comienzo de la actividad de Jesús se encuentra la «Pascua de los judíos», de la cual se deriva el tema del templo verdadero y con ello el tema de la cruz y la resurrección (cf. 2, 13-25). La curación del paralítico, que ofrece la ocasión para la primera gran predicación pública de Jesús en Jerusalén, aparece de nuevo relacionada con «una fiesta de los judíos» (5,1), probablemente la «fiesta de las Semanas»: Pentecostés. La multiplicación de los panes y su explicación en el sermón sobre el pan —la gran predicación eucarística del Evangelio de Juan— están en relación con la fiesta de la Pascua (cf. 6, 4). 95


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El gran sermón sucesivo de Jesús con la promesa de los «ríos de agua viva» se pone en el contexto de la fiesta de las Tiendas (cf. 7, 38s). Finalmente volvemos a encontrar a Jesús en Jerusalén durante el invierno, en la fiesta de la Dedicación del templo (Janukká) (cf 10, 22). El camino de Jesús culmina en su última fiesta de Pascua (cf. 12, 1), en la que El mismo, como verdadero cordero pascual, derramará su sangre en la cruz. Además, veremos que la oración sacerdotal de Jesús, que contiene una sutil teología eucarística como teología de su sacrificio en la cruz, se desarrolla completamente a partir del contenido teológico de la fiesta de la Expiación, de forma que también esta fiesta fundamental de Israel incide de manera determinante en la formación de la palabra y la obra de Jesús. En el próximo capítulo veremos que también el acontecimiento de la transfiguración de Jesús, transmitido en los sinópticos, está dentro del marco de las fiestas de la Expiación y de las Tiendas, y así remite al mismo trasfondo teológico. Sólo cuando tenemos presente este arraigo litúrgico de las predicaciones de Jesús, más aún, de toda la estructura del Evangelio de Juan, podemos entender su vitalidad y su profundidad. Como se verá con más detenimiento, todas las fiestas judías tienen un triple fundamento: en un principio están las fiestas de las religiones naturales, la vinculación con la creación y con la búsqueda de Dios por parte de la humanidad a través de la creación; de ellas se derivan las fiestas del recuerdo, de la conmemoración y representación de las acciones salvadoras de Dios; y, finalmente, el recuerdo se transforma cada vez más en esperanza de la futura acción salvífica perfecta, que aún está por venir. De esta manera se ve claro que las palabras de Jesús en el Evangelio de Juan no son debates sobre altas elucubraciones metafísicas, sino que llevan en sí toda la dinámica de la historia de la salvación y, al mismo tiempo, se encuentran enraizadas en la creación. Remiten en último término a Aquel que puede decir sencillamente de sí mismo: «Yo soy». Resulta evidente que las predicaciones de Jesús nos remiten al culto y, con ello, al «sacramento», abrazando simultáneamente la pregunta y la búsqueda de todos los pueblos. Tras estas reflexiones introductorias ha llegado el momento de tratar con más detenimiento las grandes imágenes que encontramos en el cuarto Evangelio.

2. LAS GRANDES IMÁGENES DEL EVANGELIO DE JUAN

El agua El agua es un elemento primordial de la vida y, por ello, también uno de los símbolos originarios de la humanidad. El hombre la encuentra en distintas formas y, por tanto, con diversas interpretaciones. La primera forma es el manantial, el agua fresca que brota de las entrañas de la tierra. El manantial es origen, principio, con su pureza todavía no enturbiada ni alterada. Así, aparece como verdadero elemento creador, también como símbolo de la fertilidad, de la maternidad. La segunda es el río. Los grandes ríos —Nilo, Eufrates y Tigris— son los grandes portadores de vida en las vastas tierras que rodean a Israel, que aparecen incluso con un carácter casi divino. En Israel es el Jordán el que asegura la vida a la tierra. Durante el bautismo de Jesús hemos visto que el simbolismo del curso de agua muestra también otra cara: con su profundidad representa también el peligro; el descenso a la profundidad puede significar por eso el descenso a la muerte, y el salir de ella puede simbolizar un renacer. Finalmente está el mar como fuerza que causa admiración y que se contempla con asombro en su majestuosidad, pero al que se teme sobre todo como opuesto a la tierra, el espacio vital del hombre. El Creador ha impuesto al mar los límites que no puede traspasar: no puede tragarse la tierra. El paso del mar Rojo se ha convertido para Israel sobre todo en el símbolo de la salvación, pero naturalmente remite también a la amenaza que resultó fatal para los egipcios. Si los cristianos consideraban el paso del mar Rojo como una prefiguración del bautismo, entonces aparece en primer plano, ante todo, la idea del mar como símbolo de la muerte: el atravesar el mar se convierte en imagen del misterio de la cruz. Para volver a nacer, el hombre tiene que entrar primero con Cristo en el «mar Rojo», descender con El hasta la muerte, para luego volver de nuevo a la vida con el Resucitado. 96


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Pero tras estos apuntes generales sobre el simbolismo del agua en la historia de las religiones, pasemos ahora al Evangelio de Juan. El simbolismo del agua recorre el cuarto Evangelio de principio a fin. Nos lo encontramos por primera vez en la conversación con Nicodemo del capítulo 3: para poder entrar en el Reino de Dios, el hombre tiene que nacer de nuevo, convertirse en otro, renacer del agua y del Espíritu (cf. 3,5). ¿Qué significa esto? El bautismo como ingreso en la comunidad de Cristo es interpretado como un renacer que —en analogía con el nacimiento natural a partir de la inseminación masculina y la concepción femenina— responde a un doble principio: el Espíritu divino y el «agua como "madre universal de la vida natural, elevada en el sacramento mediante la gracia a imagen gemela de la Theotokos virginal"» (Photina Rech, vol. 2, p. 303). Dicho de otro modo, para renacer se requiere la fuerza creadora del Espíritu de Dios, pero con el sacramento se necesita también el seno materno de la Iglesia que acoge y acepta. Photina Rech cita a Tertuliano: «Nunca había Cristo sin el agua» (De bapt., IX 4), e interpreta correctamente esta palabra algo enigmática del escritor eclesiástico: «Nunca estuvo ni está Cristo sin la Iglesia» (vol. 2, p. 304). Espíritu y agua, cielo y tierra, Cristo e Iglesia van unidos: de esta manera se produce el «renacer». En el sacramento, el agua simboliza la tierra materna, la santa Iglesia que acoge en sí la creación y la representa. Inmediatamente después, en el capítulo 4, encontramos a Jesús junto al pozo de Jacob: el Señor promete a la Samaritana un agua que será, para quien beba de ella, fuente que salta para la vida eterna (cf. 4,14), de tal manera que quien la beba no volverá a tener sed. Aquí, el simbolismo del pozo está relacionado con la historia salvífica de Israel. Ya cuando llama a Natanael, Jesús se da a conocer como el nuevo y más grande Jacob: Jacob había visto, durante una visión nocturna, cómo por encima de una piedra que utilizaba como almohada para dormir subían y bajaban los ángeles de Dios. Jesús anuncia a Natanael que sus discípulos verán el cielo abierto y a los ángeles de Dios subir y bajar sobre Él (cf. 1,51). Aquí, junto al pozo, encontramos a Jacob como el gran patriarca que, precisamente con el pozo, ha dado el agua, el elemento esencial para la vida. Pero el hombre tiene una sed mucho mayor aún, una sed que va más allá del agua del pozo, pues busca una vida que sobrepase el ámbito de lo biológico. Volveremos a encontrar esta misma tensión inherente al ser del hombre en el capítulo dedicado al pan: Moisés ha dado el maná, pan bajado del cielo. Pero sigue siendo «pan» terrenal. El maná es una promesa: el nuevo Moisés volverá a ofrecer pan. Pero también en este caso se debe dar algo que sea más de lo que era el maná. Nuevamente aparece la tensión del hombre hacia lo infinito, hacia otro «pan», que sea verdaderamente «pan del cielo». De este modo, la promesa del agua nueva y del nuevo pan se corresponden. Corresponden a esa otra dimensión de la vida que el hombre desea ardientemente de manera ineludible. Juan distingue entre bíos y zoé, la vida biológica y esa vida completa que, siendo manantial ella misma, no está sometida al principio de muerte y transformación que caracteriza a toda la creación. Así, en la conversación con la Samaritana, el agua —si bien ahora de otra forma— se convierte en símbolo del Pneuma, de la verdadera fuerza vital que apaga la sed más profunda del hombre y le da la vida plena, que él espera aun sin conocerla. En el siguiente capítulo, el 5, el agua aparece más bien de soslayo. Se trata de la historia del hombre que yace enfermo desde hace treinta y ocho años, y espera curarse al entrar en la piscina de Betesda, pero no encuentra a nadie que le ayude a entrar en ella. Jesús lo cura con su poder ilimitado; El realiza en el enfermo lo que éste esperaba que ocurriera al entrar en contacto con el agua curativa. En el capítulo 7, que según una convincente hipótesis de los exegetas modernos iba originalmente a continuación del quinto, encontramos a Jesús en la fiesta de las Tiendas, en la que tiene lugar el rito solemne de la ofrenda del agua; sobre esto volveremos enseguida con más detalle. El simbolismo del agua aparece de nuevo en el capítulo 9: Jesús cura a un ciego de nacimiento. El proceso de curación lleva a que el enfermo, siguiendo el mandato de Jesús, se lave en la piscina de Siloé: 97


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así logra recuperar la vista. «Siloé, que significa el Enviado», comenta el evangelista para sus lectores que no conocen el hebreo (9, 7). Sin embargo, se trata de algo más que de una simple aclaración filológica. Nos indica el verdadero sentido del milagro. En efecto, el «Enviado» es Jesús. En definitiva, es en Jesús y mediante El en donde el ciego se limpia para poder ver. Todo el capítulo se muestra como una explicación del bautismo, que nos hace capaces de ver. Cristo es quien nos da la luz, quien nos abre los ojos mediante el sacramento. Con un significado similar, pero a la vez diferente, en el capítulo 13 —durante la Última Cena— aparece el agua con el lavatorio de los pies: antes de cenar Jesús se levanta, se quita el manto, se ciñe una toalla a la cintura, vierte agua en una jofaina y empieza a lavar los pies a los discípulos (cf. 13, 4s). La humildad de Jesús, que se hace esclavo de los suyos, es el baño purificador de los pies que hace a los hombres dignos de participar en la mesa de Dios. Finalmente, el agua vuelve a aparecer ante nosotros, llena de misterio, al final de la pasión: puesto que Jesús ya había muerto, no le quiebran las piernas, sino que uno de los soldados «con una lanza le traspasó el costado, y al punto salió sangre y agua» (19, 34). No cabe duda de que aquí Juan quiere referirse a los dos principales sacramentos de la Iglesia —Bautismo y Eucaristía—, que proceden del corazón abierto de Jesús y con los que, de este modo, la Iglesia nace de su costado. Juan retoma una vez más el tema de la sangre y el agua en su Primera Carta, pero dándole una nueva connotación: «Este es el que vino por el agua y por la sangre, Jesucristo; no por agua únicamente, sino por agua y sangre... Son tres los que dan testimonio: el Espíritu, el agua y la sangre; y los tres están de acuerdo» (1 Jn 5, 6-8). Aquí hay claramente una implicación polémica dirigida a un cristianismo que, si bien reconoce el bautismo de Jesús como un acontecimiento de salvación, no hace lo mismo con su muerte en la cruz. Se trata de un cristianismo que, por así decirlo, sólo quiere la palabra, pero no la carne y la sangre. El cuerpo de Jesús y su muerte no desempeñan ningún papel. Así, lo que queda del cristianismo es sólo «agua»: la palabra sin la corporeidad de Jesús pierde toda su fuerza. El cristianismo se convierte entonces en pura doctrina, puro moralismo y una simple cuestión intelectual, pero le faltan la carne y la sangre. Ya no se acepta el carácter redentor de la sangre de Jesús. Incomoda a la armonía intelectual. ¿Quién puede dejar de ver en esto algunas de las amenazas que sufre nuestro cristianismo actual? El agua y la sangre van unidas; encarnación y cruz, bautismo, palabra y sacramento son inseparables. Y a esta tríada del testimonio hay que añadir el Pneuma. Schnackenburg (Die johannesbriefe, p. 260) hace notar justamente que, en este contexto, «el testimonio del Espíritu en la Iglesia y a través de la Iglesia se entiende en el sentido de Jn 15, 26; 16, 10». Volvamos a las palabras sobre la revelación de Jesús con ocasión de la fiesta de las Tiendas que nos relata Juan en 7, 37ss. «El último día, el más solemne de la fiesta, Jesús en pie gritaba: "El que tenga sed, que venga a mí; el que cree en mí que beba"; como dice la Escritura: "De sus entrañas manarán torrentes de agua viva"...». Estas palabras se encuentran en el marco del rito de la fiesta, consistente en tomar agua de la fuente de Siloé para llevar una ofrenda de agua al templo en los siete días que dura la fiesta. El séptimo día los sacerdotes daban siete vueltas en torno al altar con la vasija de oro antes de derramar el agua sobre él. Estos ritos del agua se remontan, de una parte, al origen de la fiesta en el contexto de las religiones naturales: en un principio la fiesta era una súplica para implorar la lluvia, tan necesaria en una tierra amenazada por la sequía; pero más tarde el rito se convirtió en una evocación histórico-salvífica del agua que Dios hizo brotar de la roca para los judíos durante su travesía del desierto, no obstante todas sus dudas y temores (cí.Nm 20, 1-13). El agua que brota de la roca, en fin, se fue transformando cada vez más en uno de los temas que formaban parte del contenido de la esperanza mesiánica: Moisés había dado a Israel, durante la travesía del desierto, pan del cielo y agua de la roca. En consecuencia, también se esperaban del nuevo Moisés, del Mesías, estos dos dones básicos para la vida. Esta interpretación mesiánica del don del agua aparece reflejada en la Primera Carta de san Pablo a los Corintios: «Todos comieron el mismo alimento espiritual; 98


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y todos bebieron la misma bebida espiritual, pues bebieron de la roca espiritual que los seguía; y la roca era Cristo» (10, 3s). Jesús responde a esa esperanza con las palabras que pronuncia casi como insertándolas en el rito del agua: Él es el nuevo Moisés. Él mismo es la roca que da la vida. Al igual que en el sermón sobre el pan se presenta a sí mismo como el verdadero pan venido del cielo, aquí se presenta —de modo similar a lo que ha hecho ante la Samaritana— como el agua viva a la que tiende la sed más profunda del hombre, la sed de vida, de «vida... en abundancia» (Jn 10, 10); una vida no condicionada ya por la necesidad que ha de ser continuamente satisfecha, sino que brota por sí misma desde el interior. Jesús responde también a la pregunta: ¿cómo se bebe esta agua de vida? ¿Cómo se llega hasta la fuente y se toma el agua? «El que cree en mí...». La fe en Jesús es el modo en que se bebe el agua viva, en que se bebe la vida que ya no está amenazada por la muerte. Pero tenemos que escuchar con más atención el texto, que continúa así: «Como dice la Escritura: De sus entrañas manarán torrentes de agua viva» (Jn 7,38). ¿De qué entrañas? Desde los tiempos más remotos existen dos respuestas diferentes a esta pregunta. La tradición alejandrina fundada por Orígenes (t c. 254), al que se suman también los grandes Padres latinos Jerónimo y Agustín, dice así: «El que cree... de sus entrañas manarán...». El hombre que cree se convierte él mismo en un manantial, en un oasis del que brota agua fresca y cristalina, la fuerza dispensadora de vida del Espíritu creador. Pero junto a ella aparece —aunque con menor difusión— la tradición de Asia Menor, que por su origen está más próxima a Juan y está documentada por Justino (t 165), Ireneo, Hipólito, Cipriano y Efrén. Poniendo los signos de puntuación de otro modo, lee así: «Quien tenga sed que venga a mí, y beba quien cree en mí. Como dice la Escritura, de su seno manarán ríos». «Su seno» hace referencia ahora a Cristo: El es la fuente, la roca viva, de la que brota el agua nueva. Desde un punto de vista puramente lingüístico es más convincente la primera interpretación, y por eso se han sumado a ella —además de los grandes Padres de la Iglesia— la mayoría de los exegetas modernos. Desde el punto de vista del contenido, sin embargo, hay más elementos a favor de la segunda interpretación, la «de Asia Menor», a la que por ejemplo se une Schnackenburg, sin que ello suponga necesariamente una contraposición excluyente a la lectura «alejandrina». Una clave importante para la interpretación se encuentra en el inciso «como dice la Escritura». Jesús hace hincapié en el hecho de estar en continuidad con la Escritura, en continuidad con la historia de Dios con los hombres. Todo el Evangelio de Juan, como también los Evangelios sinópticos y toda la literatura del Nuevo Testamento, legitiman la fe en Jesús sosteniendo que en El confluyen todos los ríos de la Escritura, que a partir de Él se muestra el sentido coherente de la Escritura, de todo lo que se espera, de todo a lo que se tiende. Pero ¿dónde habla la Escritura de esta fuente viva? Obviamente, Juan no piensa en un único pasaje, sino precisamente en «la Escritura», una visión que abarca todos sus textos. Anteriormente hemos encontrado una pista importante: la historia de la roca que surte de agua y que en Israel se había convertido en una imagen de esperanza. La segunda gran pista nos la ofrece Ezequiel 47, 1-12, la visión del nuevo templo: «Por debajo del umbral del templo manaba agua hacia Levante» (47, 1). Unos cincuenta años más tarde, Zacarías retoma de nuevo la imagen: «Aquel día brotará un manantial contra los pecados e impurezas para la dinastía de David y los habitantes de Jerusalén» (13, 1). «Aquel día brotará un manantial en Jerusalén.» (14, 8). El último capítulo de la Sagrada Escritura reinterpreta estas imágenes y al mismo tiempo les confiere toda su grandeza: «Mc mostró a mí, Juan, el río de agua viva, luciente como el cristal, que salía del trono de Dios y del Cordero» (Ap 22, 1). Ya en la breve referencia al episodio de la purificación del templo hemos visto que Juan considera al Señor resucitado, su cuerpo, como el nuevo templo que ansiaban no sólo el Antiguo Testamento, sino todos los pueblos (cf. 2, 21). Por eso, en las palabras sobre los ríos de agua viva podemos percibir también una alusión al nuevo templo: sí, existe ese templo. Existe esa corriente de vida prometida que purifica la tierra salina, que hace madurar una vida abundante y que da frutos. Él es quien, con un amor «hasta el extremo», ha pasado por la cruz y ahora vive en una vida que ya no puede ser amenazada por muerte alguna. Es Cristo vivo. Así, la frase pronunciada durante la fiesta de las Tiendas no sólo anticipa la nueva Terusalén, en la que Dios mismo habita y es fuente de vida, sino que inmediatamente indica con antelación el cuerpo del Crucificado, del que brota sangre y agua (cf. 19,34). Lo muestra como el 99


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verdadero templo, que no está hecho de piedra ni construido por mano de hombre y, precisamente por eso, porque significa la presencia viva de Dios en el mundo, es y será también fuente de vida para todos los tiempos. Quien mire con atención la historia puede llegar a ver este río que, desde el Gólgota, desde el Jesús crucificado y resucitado, discurre a través de los tiempos. Puede ver cómo allí donde llega este río la tierra se purifica, crecen árboles llenos de frutos; cómo de esta fuente de amor que se nos ha dado y se nos da fluye la vida, la vida verdadera. Esta interpretación fundamental sobre Cristo —como ya se ha señalado— no excluye que estas palabras se puedan aplicar, por derivación, también a los creyentes. Una frase del evangelio apócrifo de Tomás (108) apunta en una dirección semejante a la del Evangelio de Juan: «El que bebe de mi boca, se volverá como yo» (Barrett, p. 334). El creyente se hace uno con Cristo y participa de su fecundidad. El hombre creyente y que ama con Cristo se convierte en un pozo que da vida. Esto se puede ver perfectamente también en la historia: los santos son como un oasis en torno a los cuales surge la vida, en torno a los cuales vuelve algo del paraíso perdido. Y, en definitiva, es siempre Cristo mismo la fuente que se da en abundancia.

La vid y el vino Mientras el agua es un elemento fundamental para la vida de todas las criaturas de la tierra, el pan de trigo, el vino y el aceite de oliva son dones típicos de la cultura mediterránea. El canto solemne de la creación, el Salmo f 04, habla en primer lugar de la hierba, que Dios ha pensado para el ganado, y después menciona lo que Dios regala al hombre a través de la tierra: el pan que se obtiene de la tierra, el vino que le alegra el corazón y, finalmente, el aceite, que da brillo a su rostro. Luego habla otra vez del pan que lo fortalece (cf. vv. 14s). Los tres grandes dones de la tierra se han convertido, junto con el agua, en los elementos sacramentales fundamentales de la Iglesia, en los cuales los frutos de la creación se convierten en vehículos de la acción de Dios en la historia, en «signos» mediante los cuales Él nos muestra su especial cercanía. Los tres dones presentan características distintas entre sí y, por ello, cada uno tiene una función diferente de signo. El pan, preparado en su forma más sencilla con agua y harina de trigo molida —a lo que se añade naturalmente el fuego y el trabajo del hombre— es el alimento básico. Es propio tanto de los pobres como de los ricos, pero sobre todo de los pobres. Representa la bondad de la creación y del Creador, pero al mismo tiempo la humildad de la sencillez de la vida cotidiana. En cambio, el vino representa la fiesta; permite al hombre sentir la magnificencia de la creación. Así, es propio de los ritos del sábado, de la Pascua, de las bodas. Y nos deja vislumbrar algo de la fiesta definitiva de Dios con la humanidad, a la que tienden todas las esperanzas de Israel. «El Señor todopoderoso preparará en este monte [Sión] para todos los pueblos un festín... un festín de vinos de solera... de vinos refinados.» (Is 25, 6). Finalmente, el aceite proporciona al hombre fuerza y belleza, posee una fuerza curativa y nutritiva. En la unción de profetas, reyes y sacerdotes, es signo de una exigencia más elevada. El aceite de oliva —por lo que he podido apreciar— no aparece en el Evangelio de Juan. El costoso «aceite de nardo», con el que el Señor fue ungido por María en Betania antes de su pasión (cf. Jn 12, 3), era considerado de origen oriental. En esta escena aparece, por una parte, como signo de la santa prodigalidad del amor y, por otra, como referencia a la muerte y a la resurrección. El pan lo encontramos en la escena de la multiplicación de los panes, ampliamente documentada también por los sinópticos, e inmediatamente después en el gran sermón eucarístico del Evangelio de Juan. El don del vino nuevo se encuentra en el centro de la boda de Caná (cf. 2, 1-12), mientras que, en sus sermones de despedida, Jesús se presenta como la verdadera vid (cf. 15, 1-10). Centrémonos ahora en estos dos últimos textos. A primera vista, el milagro de Caná parece que se separa un poco de los otros signos empleados por Jesús. ¿Qué sentido puede tener que Jesús proporcione una gran cantidad de vino —unos 520 litros— para una fiesta privada? Debemos, pues, analizar el asunto con más detalle, para comprender que en modo alguno se trata de un lujo privado, sino de algo con mucho más alcance. Para empezar, es importante la datación: «Tres días después había una boda en Caná de 100


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Galilea» (2,1). No está muy claro a qué fecha anterior hace referencia con la indicación del tercer día; pero precisamente por eso parece evidente que el evangelista otorga una gran importancia a esta indicación temporal simbólica que él nos ofrece como clave para entender el episodio. En el Antiguo Testamento, el tercer día hace referencia al día de la teofanía como, por ejemplo, en el relato central del encuentro entre Dios e Israel en el Sinaí: «Al amanecer del tercer día, hubo truenos y relámpagos... El Señor había bajado sobre él en medio del fuego» (Ex 19,16-18). Al mismo tiempo, es posible percibir aquí una referencia anticipada a la teofanía final y decisiva de la historia: la resurrección de Cristo al tercer día, en la cual los anteriores encuentros con Dios dejan paso a la irrupción definitiva de Dios en la tierra; la resurrección en la cual se rasga la tierra de una vez por todas, sumida en la vida misma de Dios. Se encuentra aquí una alusión a que se trata de una primera manifestación de Dios que está en continuidad con los acontecimientos del Antiguo Testamento, los cuales llevan consigo un carácter de promesa y tienden a su cumplimiento. Los exegetas han contado los días precedentes en los que, según el Evangelio de Juan, había tenido lugar la elección de los discípulos (p. ej. Barrett, p. 213); concluyen que este «tercer día» sería al mismo tiempo el sexto o séptimo desde el comienzo de las llamadas; como séptimo día sería, por así decirlo, el día de la fiesta de Dios para la humanidad, anticipo del sábado definitivo descrito, por ejemplo, en la profecía de Isaías que se cita poco antes en el texto. Hay otro elemento fundamental del relato relacionado con esta datación. Jesús dice a María, su madre, que todavía no le ha llegado su «hora». Eso significa, en primer lugar, que Él no actúa ni decide simplemente por iniciativa suya, sino en consonancia con la voluntad del Padre, siempre a partir del designio del Padre. De modo más preciso, la «hora» hace referencia a su «glorificación», en que cruz y resurrección, así como su presencia universal a través de la palabra y el sacramento, se ven como un todo único. La hora de Jesús, la hora de su «gloría», comienza en el momento de la cruz y tiene su exacta localización histórica: cuando los corderos de la Pascua son sacrificados, Jesús derrama su sangre como el verdadero Cordero. Su hora procede de Dios, pero está fijada con extrema precisión en el contexto de la historia, unida a una fecha litúrgica y, precisamente por ello, es el comienzo de la nueva liturgia en «espíritu y verdad». Cuando en aquel instante Jesús habla a María de su hora, está relacionando precisamente ese momento con el del misterio de la cruz concebido como su glorificación. Esa hora no había llegado todavía, esto se debía precisar antes de nada. Y, no obstante, Jesús tiene el poder de anticipar esta «hora» misteriosamente con signos. Por tanto, el milagro de Caná se caracteriza como una anticipación de la hora y está interiormente relacionado con ella. ¿Cómo podríamos olvidar que este conmovedor misterio de la anticipación de la hora se sigue produciendo todavía? Así como Jesús, ante el ruego de su madre, anticipa simbólicamente su hora y, al mismo tiempo, se remite a ella, lo mismo ocurre siempre de nuevo en la Eucaristía: ante la oración de la Iglesia, el Señor anticipa en ella su segunda venida, viene ya, celebra ahora la boda con nosotros, nos hace salir de nuestro tiempo lanzándonos hacia aquella «hora». De esta manera comenzamos a entender lo sucedido en Caná. La señal de Dios es la sobreabundancia. Lo vemos en la multiplicación de los panes, lo volvemos a ver siempre, pero sobre todo en el centro de la historia de la salvación: en el hecho de que se derrocha a sí mismo por la mísera criatura que es el hombre. Este exceso es su «gloria». La sobreabundancia de Caná es, por ello, un signo de que ha comenzado la fiesta de Dios con la humanidad, su entregarse a sí mismo por los hombres. El marco del episodio —la boda— se convierte así en la imagen que, más allá de sí misma, señala la hora mesiánica: la hora de las nupcias de Dios con su pueblo ha comenzado con la venida de Jesús. La promesa escatológica irrumpe en el presente. En esto, la historia de Caná tiene un punto en común con el relato de san Marcos sobre la pregunta que los discípulos de Juan y los fariseos hacen a Jesús: «¿Por qué tus discípulos no guardan el ayuno?». La respuesta de Jesús dice así: «¿Es que pueden ayunar los amigos del novio, mientras el novio está con ellos?» (cf. Mc 2, 18s). Jesús se presenta aquí como el «novio» de las nupcias prometidas de Dios con su pueblo, introduciendo así misteriosamente su existencia, El mismo, en el misterio de Dios. En Jesús, de manera insospechada, Dios y el hombre se hacen uno, se celebran las «bodas», las cuales, sin embargo — y esto es lo que Jesús subraya en su respuesta—, pasan por la cruz, por el momento en que el novio «será arrebatado». 101


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Hay que considerar todavía otros dos aspectos del relato de Caná para sondear en cierta medida su profundidad cristológica: la autorrevelación de Jesús y su «gloria», que se nos ofrece. El agua, que sirve para la purificación ritual, se convierte en vino, en signo y don de la alegría nupcial. Aquí aparece algo del cumplimiento de la Ley, que llega a su culminación en el ser y actuar de Jesús. No se niega la Ley, no se deja a un lado, sino que se lleva a cumplimiento su intrínseca expectativa. La purificación ritual queda al fin y al cabo como un rito, como un gesto de esperanza. Sigue siendo «agua», al igual que lo sigue siendo ante Dios todo lo que el hombre hace sólo con sus fuerzas humanas. La pureza ritual nunca es suficiente para hacer al hombre «capaz» de Dios, para dejarlo realmente «puro» ante Dios. El agua se convierte en vino. El don de Dios, que se entrega a sí mismo, viene ahora en ayuda de los esfuerzos del hombre, y con ello crea la fiesta de la alegría, una fiesta que solamente la presencia de Dios y de su don pueden instituir. La investigación de la historia de las religiones cita como paralelismo precristiano del relato de Cana el mito de Dionisos, el dios que habría descubierto la vid y a quien se atribuye la transformación del agua en vino, un suceso mítico que se celebraba también litúrgicamente. El gran teólogo judío Filón de Alejandría (c. 13 a.C. hasta c. 45/50 d.C.) dio a este relato una nueva interpretación desmitificándolo: el verdadero dispensador del vino —afirma— es el Logos divino; Él es quien nos proporciona la alegría, la dulzura, el regocijo del vino verdadero. Pero además, Filón relaciona esta teología del Logos, en la perspectiva de la historia de la salvación, con Melquisedec, que presentó pan y vino para ofrecerlos en sacrificio. En Melquisedec el Logos es quien actúa y nos ofrece los dones esenciales para el ser humano; así, aparece al mismo tiempo como el sacerdote de una liturgia cósmica (Barrett, pp. 21 ls). Es más que dudoso que Juan pensara en antecedentes de este tipo. Pero dado que Jesús mismo al explicar su misión hace referencia al Salmo 110, en el que aparece el sacerdocio de Melquisedec (cf. Mc 12, 35-37); dado que la Carta a los Hebreos —relacionada teológicamente con el Evangelio de Juan— revela de forma precisa la teología de Melquisedec; dado que Juan presenta a Jesús como el Logos de Dios y Dios mismo; dado, en fin, que el Señor nos ha dado el pan y el vino como vehículos de la Nueva Alianza, seguramente también es lícito razonar basándose en tales relaciones, y ver reflejado así en el relato de Caná el misterio del Logos y su liturgia cósmica, en la cual el mito de Dionisos es radicalmente transformado, pero también llevado a la verdad que encierra. Mientras la historia de Caná trata del fruto de la vid con su rico simbolismo, en Juan 15 —en el contexto de los sermones de despedida— Jesús retoma la antiquísima imagen de la vid y lleva a término la visión que hay en ella. Para entender este sermón de Jesús es necesario considerar al menos un texto fundamental del Antiguo Testamento que contiene el tema de la vid y reflexionar brevemente sobre una parábola sinóptica afín, que recoge el texto veterotestamentario y lo transforma. En Isaías 5, 1-7 nos encontramos una canción de la viña. Probablemente el profeta la ha cantado con ocasión de la fiesta de las Tiendas, en el marco de la alegre atmósfera que caracterizaba su celebración, que duraba ocho días (cf. Dt 16, 14). Uno se puede imaginar cómo en las plazas, entre las chozas de ramas y hojas, se ofrecía todo tipo de representaciones, y cómo el profeta apareció entre los que celebraban la fiesta anunciándoles un canto de amor: el canto de su amigo y su viña. Todos sabían que la «viña» era la imagen de la esposa (cf. Q 2, 15; 7, 13); así, esperaban algo ameno que correspondiera al clima de la fiesta. Y, en efecto, el canto empezaba bien: el amigo tenía una viña en un suelo fértil, en el que plantó cepas selectas, y hacía todo lo imaginable para su buen desarrollo. Pero después cambió la situación: la viña le decepcionó y en vez de fruto apetitoso no dio sino pequeños agracejos que no se podían comer. Los oyentes entienden lo que eso significa: la esposa había sido infiel, había defraudado la confianza y la esperanza, el amor que había esperado el amigo. ¿Cómo continuará la historia? El amigo abandona la viña al pillaje, repudia a la esposa dejándola en la deshonra que ella misma se había ganado. Ahora está claro: la viña, la esposa, es Israel, son los mismos espectadores, a los que Dios ha mostrado el camino de la justicia en la Torá; estos hombres a los que había amado y por los que había 102


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hecho de todo, y que le han correspondido quebrantando la Ley y con un régimen de injusticias. El canto de amor se convierte en amenaza de juicio, finaliza con un horizonte sombrío, con la imagen del abandono de Israel por parte de Dios, tras el cual no se ve en ese momento promesa alguna. Se hace alusión a la situación que, en la hora angustiosa en que se verifique, se describe en el lamento ante Dios del Salmo 80: «Sacaste una vid de Egipto, expulsaste a los gentiles, y la trasplantaste; le preparaste el terreno... ¿Por qué has derribado su cerca para que la saqueen los viandantes...?» (vv. 9-13). En el Salmo, el lamento se convierte en súplica: «Cuida esta cepa que tu diestra plantó..., Dios de los ejércitos, restáuranos, que brille tu rostro y nos salve» (v. 16-20). Tras los profundos cambios históricos que tuvieron lugar a partir del exilio, todavía era ésta fundamentalmente la situación antigua y nueva que Jesús se encontró en Israel, y habló al corazón de su pueblo. En una parábola posterior, ya cercano a su pasión, retoma el canto de Isaías modificándolo (cf. Mc 12, 1-12). Sin embargo, en sus palabras ya no aparece la vid como imagen de Israel; Israel está ahora representado más bien por los arrendatarios de una viña, cuyo dueño ha marchado y reclama desde lejos los frutos que le corresponden. La historia de la lucha siempre nueva de Dios por y con Israel se muestra en una sucesión de «criados» que, por encargo del dueño, llegan para recoger la renta, su parte de la vendimia. En el relato, que habla del maltrato, más aún, del asesinato de los criados, aparece reflejada la historia de los profetas, su sufrimiento y lo infructuoso de sus esfuerzos. Finalmente, en un último intento, el dueño envía a su «hijo querido», el heredero, quien como tal también puede reclamar la renta ante los jueces y, por ello, cabe esperar que le presten atención. Pero ocurre lo contrario: los viñadores matan al hijo precisamente por ser el heredero; de esta manera, pretenden adueñarse definitivamente de la viña. En la parábola, Jesús continúa: «¿Qué hará el dueño de la viña? Acabará con los labradores y arrendará la viña a otros» (Mc 12, 9). En este punto la parábola, como ocurre también en el canto de Isaías, pasa de ser un aparente relato de acontecimientos pasados a referirse a la situación de los oyentes. La historia se convierte de repente en actualidad. Los oyentes lo saben: Él habla de nosotros (cf. v. 12). Al igual que los profetas fueron maltratados y asesinados, así vosotros me queréis matar: hablo de vosotros y de mí. La exégesis moderna acaba aquí, trasladando así de nuevo la parábola al pasado. Aparentemente habla sólo de lo que sucedió entonces, del rechazo del mensaje de Jesús por parte de sus contemporáneos; de su muerte en la cruz. Pero el Señor habla siempre en el presente y en vista del futuro. Habla precisamente también con nosotros y de nosotros. Si abrimos los ojos, todo lo que se dice ¿no es de hecho una descripción de nuestro presente? ¿No es ésta la lógica de los tiempos modernos, de nuestra época? Declaramos que Dios ha muerto y, de esta manera, ¡nosotros mismos seremos dios! Por fin dejamos de ser propiedad de otro y nos convertimos en los únicos dueños de nosotros mismos y los propietarios del mundo. Por fin podemos hacer lo que nos apetezca. Nos desembarazamos de Dios; ya no hay normas por encima de nosotros, nosotros mismos somos la norma. La «viña» es nuestra. Empezamos a descubrir ahora las consecuencias que está teniendo todo esto para el hombre y para el mundo... Regresemos al texto de la parábola. En Isaías no había en este punto promesa alguna en perspectiva; en el Salmo, en el momento en que se cumple la amenaza, el dolor se convierte en oración. Ésta es la situación de Israel, de la Iglesia y de la humanidad que se repite siempre. Una y otra vez volvemos a estar en la oscuridad de la prueba, pudiendo clamar a Dios: «¡Restáuranos!». En las palabras de Jesús, sin embargo, hay una promesa, una primera respuesta a la plegaria: «¡Cuida esta cepa!». El reino se traspasa a otros siervos: esta afirmación es tanto una amenaza de juicio como una promesa. Significa que el Señor mantiene firmemente en sus manos su viña, y que ya no está supeditado a los criados actuales. Esta amenaza-promesa afecta no sólo a los círculos dominantes de los que y con los que habla Jesús. Es válida también en el nuevo pueblo de Dios. No afecta a la Iglesia en su conjunto, es cierto, pero sí a las Iglesias locales, siempre de nuevo, tal como muestra la palabra del Resucitado a la Iglesia de Efeso: «Arrepiéntete y vuelve a tu conducta primera. Si no te arrepientes, vendré a ti y arrancaré tu candelabro de su puesto.» (Ap 2,5). Pero a la amenaza y la promesa del traspaso de la viña a otros criados sigue una promesa mucho más importante. El Señor cita el Salmo 118,22: «La piedra que desecharon los arquitectos es ahora la 103


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piedra angular». La muerte del Hijo no es la última palabra. Aquel que han matado no permanece en la muerte, no queda «desechado». Se convierte en un nuevo comienzo. Jesús da a entender que El mismo será el Hijo ejecutado; predice su crucifixión y su resurrección, y anuncia que de El, muerto y resucitado, Dios levantará una nueva edificación, un nuevo templo en el mundo. Se abandona la imagen de la cepa y se reemplaza por la imagen del edificio vivo de Dios. La cruz no es el final, sino un nuevo comienzo. El canto de la viña no termina con el homicidio del hijo. Abre el horizonte para una nueva acción de Dios. La relación con Juan 2, con las palabras sobre la destrucción del templo y su nueva construcción, es innegable. Dios no fracasa; cuando nosotros somos infieles, El sigue siendo fiel (cf. 2 Tm 2,13). El encuentra vías nuevas y más anchas para su amor. La cristología indirecta de las primeras parábolas queda superada aquí gracias a una afirmación cristológica muy clara. La parábola de la viña en los sermones de despedida de Jesús continúa toda la historia del pensamiento y de la reflexión bíblica sobre la vid, dándole una mayor profundidad. «Yo soy la verdadera la vid» (Jn 15,1), dice el Señor. En estas palabras resulta importante sobre todo el adjetivo «verdadera». Con mucho acierto dice Charles K. Barrett: «Fragmentos de significado a los que se alude veladamente mediante otras vides, aparecen aquí recogidos y explicitados a través de Él. Él es la verdadera vid» (p. 461). Pero el elemento esencial y de mayor relieve en esta frase es el «Yo soy»: el Hijo mismo se identifica con la vid, Él mismo se ha convertido en vid. Se ha dejado plantar en la tierra. Ha entrado en la vid: el misterio de la encarnación, del que Juan habla en el Prólogo, se retoma aquí de una manera sorprendentemente nueva. La vid ya no es una criatura a la que Dios mira con amor, pero que no obstante puede también arrancar y rechazar. El mismo se ha hecho vid en el Hijo, se ha identificado para siempre y ontológicamente con la vid. Esta vid ya nunca podrá ser arrancada, no podrá ser abandonada al pillaje: pertenece definitivamente a Dios, a través del Hijo Dios mismo vive en ella. La promesa se ha hecho irrevocable, la unidad indestructible. Éste es el nuevo y gran paso histórico de Dios, que constituye el significado más profundo de la parábola: encarnación, muerte y resurrección se manifiestan en toda su magnitud. «Cristo Jesús, el Hijo de Dios... no fue primero "sí" y luego "no"; en Él todo se ha convertido en un "sí"; en Él todas las promesas de Dios han recibido un "sí"» (2 Co 1, 19s): así es como lo expresa san Pablo. El hecho es que la vid, mediante Cristo, es el Hijo mismo, es una realidad nueva, aunque, una vez más, ya se encontraba preparada en la tradición bíblica. El Salmo 80, 18 había relacionado estrechamente al «Hijo del hombre» con la vid. Pero, puesto que ahora el Hijo se ha convertido Él mismo en la vid, esto comporta que precisamente de este modo sigue siendo una cosa sola con los suyos, con todos los hijos de Dios dispersos, que El ha venido a reunir (cf. Jn 11, 52). La vid como atributo cristológico contiene también en sí misma toda una eclesiología. Significa la unión indisoluble de Jesús con los suyos que, por medio de El y con Él, se convierten todos en «vid», y que su vocación es «permanecer» en la vid. Juan no conoce la imagen de Pablo del «cuerpo de Cristo». Sin embargo, la imagen de la vid expresa objetivamente lo mismo: la imposibilidad de separar a Jesús de los suyos, su ser uno con Él y en Él. Así, las palabras sobre la vid muestran el carácter irrevocable del don concedido por Dios, que nunca será retirado. En la encarnación Dios se ha comprometido a sí mismo; pero al mismo tiempo estas palabras nos hablan de la exigencia de este don, que siempre se dirige de nuevo a nosotros reclamando nuestra respuesta. Como hemos dicho antes, la vid ya no puede ser arrancada, ya no puede ser abandonada al pillaje. Pero en cambio hay que purificarla constantemente. Purificación, fruto, permanencia, mandamiento, amor, unidad: éstas son las grandes palabras clave de este drama del ser en y con el Hijo en la vid, un drama que el Señor con sus palabras nos pone ante nuestra alma. Purificación: la Iglesia y el individuo siempre necesitan purificarse. Los actos de purificación, tan dolorosos como necesarios, aparecen a lo largo de toda la historia, a lo largo de toda la vida de los hombres que se han entregado a Cristo. En estas purificaciones está siempre presente el misterio de la muerte y la resurrección. Hay que recortar la autoexaltación del hombre y de las instituciones; todo lo que se ha vuelto demasiado grande debe volver de nuevo a la sencillez y a la pobreza del Señor mismo. Solamente a través de tales actos de mortificación la fecundidad permanece y se renueva. 104


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La purificación tiende al fruto, nos dice el Señor. ¿Cuál es el fruto que Él espera? Veamos en primer lugar el fruto que Él mismo ha producido con su muerte y resurrección. Isaías y toda la tradición profética habían dicho que Dios esperaba uvas de su viña y, con ello, un buen vino: una imagen para indicar la justicia, la rectitud, que se alcanza viviendo en la palabra de Dios, en la voluntad de Dios; la misma tradición habla de que Dios, en lugar de eso, no encuentra más que agracejos inútiles y para tirar: una imagen de la vida alejada de la justicia de Dios y que tiende a la injusticia, la corrupción y la violencia. La vid debe dar uva de calidad de la que se pueda obtener, una vez recogida, prensada y fermentada, un vino de calidad. Recordemos que la imagen de la vid aparece también en el contexto de la Última Cena. Tras la multiplicación de los panes Jesús había hablado del verdadero pan del cielo que Él iba a dar, ofreciendo así una interpretación anticipada y profunda del Pan eucarístico. Resulta difícil imaginar que con las palabras sobre la vid no aluda tácitamente al nuevo vino selecto, al que ya se había referido en Caná y que Él ahora nos regala: el vino que vendría de su pasión, de su amor «hasta el extremo» (/« 13, 1). En este sentido, también la imagen de la vid tiene un trasfondo eucarístico; hace alusión al fruto que Jesús trae: su amor que se entrega en la cruz, que es el vino nuevo y selecto reservado para el banquete nupcial de Dios con los hombres. Aunque sin citarla expresamente, la Eucaristía resulta así comprensible en toda su grandeza y profundidad. Nos señala el fruto que nosotros, como sarmientos, podemos y debemos producir con Cristo y gracias a Cristo: el fruto que el Señor espera de nosotros es el amor —el amor que acepta con Él el misterio de la cruz y se convierte en participación de la entrega que hace de sí mismo— y también la verdadera justicia que prepara al mundo en vista del Reino de Dios. Purificación y fruto van unidos; sólo a través de las purificaciones de Dios podemos producir un fruto que desemboque en el misterio eucarístico, llevando así a las nupcias, que es el proyecto de Dios para la historia. Fruto y amor van unidos: el fruto verdadero es el amor que ha pasado por la cruz, por las purificaciones de Dios. También el «permanecer» es parte de ello. En Juan 15,1-10 aparece diez veces el verbo griego ménein (permanecer). Lo que los Padres llaman perseverantia —el perseverar pacientemente en la comunión con el Señor a través de todas las vicisitudes de la vida— aquí se destaca en primer plano. Resulta fácil un primer entusiasmo, pero después viene la constancia también en los caminos monótonos del desierto que se han de atravesar a lo largo de la vida, la paciencia de proseguir siempre igual aun cuando disminuye el romanticismo de la primera hora y sólo queda el «sí» profundo y puro de la fe. Así es como se obtiene precisamente un buen vino. Agustín vivió profundamente la fatiga de esta paciencia después de la luz radiante del comienzo, después del momento de la conversión, y precisamente de este modo conoció el amor por el Señor y la inmensa alegría de haberlo encontrado. Si el fruto que debemos producir es el amor, una condición previa es precisamente este «permanecer», que tiene que ver profundamente con esa fe que no se aparta del Señor. En el versículo 7 se habla de la oración como un factor esencial de este permanecer: a quien ora se le promete que será escuchado. Rezar en nombre de Jesús no es pedir cualquier cosa, sino el don fundamental que, en sus sermones de despedida, Él denomina como «la alegría», mientras que Lucas lo llama Espíritu Santo (cf. Lc 11, 13), lo que en el fondo significa lo mismo. Las palabras sobre el permanecer en el amor remiten al último versículo de la oración sacerdotal de Jesús (cf. Jn 17, 26), vinculando así también el relato de la vid al gran tema de la unidad, que allí el Señor presenta como una súplica al Padre.

El pan El tema del pan ya lo hemos abordado detalladamente al tratar las tentaciones de Jesús; hemos visto que la tentación de convertir las piedras del desierto en pan plantea toda la problemática de la misión del Mesías; además, en la deformación de esta misión por el demonio, aparece ya de forma velada la respuesta positiva de Jesús, que luego se esclarecerá definitivamente con la entrega de su cuerpo como pan para la vida del mundo en la noche anterior a la pasión. También hemos encontrado la temática del pan en la explicación de la cuarta petición del Padrenuestro, donde hemos intentado considerar las distintas dimensiones de esta petición y, con ello, llegar a una visión de conjunto del tema del pan en todo su alcance. Al final de la vida pública de Jesús en Galilea, la multiplicación de los panes se convierte, por un lado, en el signo eminente de la misión mesiánica de Jesús, pero al mismo tiempo en una encrucijada 105


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de su actuación, que a partir de entonces se convierte claramente en un camino hacia la cruz. Los tres Evangelios sinópticos relatan que dio de comer milagrosamente a cinco mil hombres (cf. Mt 14,33-21; Mc 6, 32-44; Lc 9, 10b-17); Mateo y Marcos narran, además, que también dio de comer a cuatro mil personas (cf.Mt 5,32-38; Mc 8, 1-9). No podemos adentrarnos aquí en el rico contenido teológico de ambos relatos. Mc limitaré a la multiplicación de los panes narrada por Juan (cf. Jn 6, 1-15); tampoco se la puede analizar aquí en detalle; así que nuestra atención se centrará directamente en la interpretación del acontecimiento que Jesús propone en su gran sermón sobre el pan al día siguiente en la sinagoga, al otro lado del lago. Hay que añadir una limitación más: no podemos considerar en todos sus pormenores este gran sermón que ha sido muy estudiado, y frecuentemente desmenuzado con meticulosidad por los exegetas. Sólo quisiera intentar poner de relieve sus grandes líneas y, sobre todo, ponerlo en su lugar dentro de todo el contexto de la tradición a la que pertenece y a partir del cual hay que entenderlo. El contexto fundamental en que se sitúa todo el capí-'" tulo es la comparación entre Moisés y Jesús: Jesús es el Moisés definitivo y más grande, el «profeta» que Moisés anunció a las puertas de la tierra santa y del que dijo Dios: «Pondré mis palabras en su boca y les dirá lo que yo le mande» (Dt 18, 18). Por eso no es casual que al final de la multiplicación de los panes, y antes de que intentaran proclamar rey a Jesús, aparezca la siguiente frase: «Éste sí que es el profeta que tenía que venir al mundo» (Jn 6, 14); del mismo modo que tras el anuncio del agua de la vida, en la fiesta de las Tiendas, las gentes decían: «Éste es de verdad el profeta» (7,40). Teniendo, pues, a Moisés como trasfondo, aparecen los requisitos que debía tener Jesús. En el desierto, Moisés había hecho brotar agua de la roca, Jesús promete el agua de la vida, como hemos visto. Pero el gran don que se perfilaba en el recuerdo era sobre todo el maná: Moisés había regalado el pan del cielo, Dios mismo había alimentado con pan del cielo al pueblo errante de Israel. Para un pueblo en el que muchos sufrían el hambre y la fatiga de buscar el pan cada día, ésta era la promesa de las promesas, que en cierto modo lo resumía todo: la eliminación de toda necesidad, el don que habría saciado el hambre de todos y para siempre. Antes de retomar esta idea, a partir de la cual se ha de entender el capítulo 6 del Evangelio de Juan, debemos completar la imagen de Moisés, pues sólo así se precisa también la imagen que Juan tiene de Jesús. El punto central del que hemos partido en este libro, y al que siempre volvemos, es que Moisés hablaba cara a cara con Dios, «como un hombre habla con su amigo» (Ex 33, 11; cf. Dt 34, 10). Sólo porque hablaba con Dios mismo podía llevar la Palabra de Dios a los hombres. Pero sobre esta cercanía con Dios, que se encuentra en el núcleo de la misión de Moisés y es su fundamento interno, se cierne una sombra. Pues a la petición de Moisés: «¡Déjame ver tu gloria!» —en el mismo instante en que se habla de su amistad con Dios, de su acceso directo a Dios—, sigue la respuesta: «Cuando pase mi gloria te pondré en una hendidura de la roca y te cubriré con mi palma hasta que yo haya pasado, y cuando retire la mano, verás mis espaldas, porque mi rostro no se puede ver» (Ex 33, 18.22s). Así pues, Moisés ve sólo la espalda de Dios, porque su rostro «no se puede ver». Se percibe claramente la limitación impuesta también a Moisés. La clave decisiva para la imagen de Jesús en el Evangelio de Juan se encuentra en la afirmación conclusiva del Prólogo: «A Dios nadie lo ha visto jamás; el Hijo único, que está en el seno del Padre, es quien lo ha dado a conocer» (Jn 1, 18). Sólo quien es Dios, ve a Dios: Jesús. Él habla realmente a partir de la visión del Padre, a partir del diálogo permanente con el Padre, un diálogo que es su vida. Si Moisés nos ha mostrado y nos ha podido mostrar sólo la espalda de Dios, Jesús en cambio es la Palabra que procede de Dios, de la contemplación viva, de la unidad con El. Relacionados con esto hay otros dos dones de Moisés que en Cristo adquieren su forma definitiva: Dios ha comunicado su nombre a Moisés, haciendo posible así la relación entre El y los hombres; a través de la transmisión del nombre que le ha sido manifestado, Moisés se convierte en mediador de una verdadera relación de los hombres con el Dios vivo; sobre esto ya hemos reflexionado al tratar la primera petición del Padrenuestro. En su oración sacerdotal Jesús acentúa que Él manifiesta el nombre de Dios, llevando a su fin también en este punto la obra iniciada por Moisés. Cuando tratemos la oración sacerdotal de Jesús tendremos que analizar con más detalle esta afirmación: ¿en qué sentido revela Jesús el «nombre» de Dios más allá de lo que lo hizo Moisés? El otro don de Moisés, estrechamente relacionado tanto con la contemplación de Dios y la 106


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manifestación de su nombre como con el maná, y a través del cual el pueblo de Israel se convierte en pueblo de Dios, es la Torá; la palabra de Dios, que muestra el camino y lleva a la vida. Israel ha reconocido cada vez con mayor claridad que éste es el don fundamental y duradero de Moisés; que lo que realmente distingue a Israel es que conoce la voluntad de Dios y, así, el recto camino de la vida. El gran Salmo 119 es toda una explosión de alegría y agradecimiento por este don. Una visión unilateral de la Ley, que resulta de una interpretación unilateral de la teología paulina, nos impide ver esta alegría de Israel: la alegría de conocer la voluntad de Dios y, así, poder y tener el privilegio de vivir esa voluntad. Con esta idea hemos vuelto —aunque parezca de modo inesperado— al sermón sobre el pan. En el desarrollo interno del pensamiento judío ha ido aclarándose cada vez más que el verdadero pan del cielo, que alimentó y alimenta a Israel, es precisamente la Ley, la palabra de Dios. En la literatura sapiencial, la sabiduría, que se hace presente y accesible en la Ley, aparece como «pan» (Pr 9, 5); la literatura rabínica ha desarrollado más esta idea (Barrett, p. 301). Desde esta perspectiva hemos de entender el debate de Jesús con los judíos reunidos en la sinagoga de Cafarnaún. Jesús llama la atención sobre el hecho de que no han entendido la multiplicación de los panes como un «signo» —como era en realidad—, sino que todo su interés se centraba en lo referente al comer y saciarse (cf. Jn 6, 26). Entendían la salvación desde un punto de vista puramente material, el del bienestar general, y con ello rebajaban al hombre y, en realidad, excluían a Dios. Pero si veían el maná sólo desde el punto de vista del saciarse, hay que considerar que éste no era pan del cielo, sino sólo pan de la tierra. Aunque viniera del «cielo» era alimento terrenal; más aún, un sucedáneo que se acabaría en cuanto salieran del desierto y llegaran a tierra habitada. Pero el hombre tiene hambre de algo más, necesita algo más. El don que alimente al hombre en cuanto hombre debe ser superior, estar a otro nivel. ¿Es la Torá ese otro alimento? En ella, a través de ella, el hombre puede de algún modo hacer de la voluntad de Dios su alimento (cf. Jn 4, 34). Sí, la Torá es «pan» que viene de Dios; pero sólo nos muestra, por así decirlo, la espalda de Dios, es una «sombra». «El pan de Dios es el que baja del cielo y da la vida al mundo» (Jn 6, 33). Como los que le escuchaban seguían sin entenderlo, Jesús lo repite de un modo inequívoco: «Yo soy el pan de vida. El que viene a mí no pasará hambre, y el que cree en mí no pasará nunca sed» (Jn 6, 35). La Ley se ha hecho Persona. En el encuentro con Jesús nos alimentamos, por así decirlo, del Dios vivo, comemos realmente el «pan del cielo». De acuerdo con esto, Jesús ya había dejado claro antes que lo único que Dios exige es creer en Él. Los oyentes le habían preguntado: «¿Cómo podremos ocuparnos del trabajo que Dios quiere?» (Jn 6, 28). La palabra griega aquí utilizada, ergázesthai, significa «obtener a través del trabajo» (Barrett, p. 298). Los que escuchan están dispuestos a trabajar, a actuar, a hacer «obras» para recibir ese pan; pero no se puede «ganar» sólo mediante el trabajo humano, mediante el propio esfuerzo. Únicamente puede llegar a nosotros como don de Dios, como obra de Dios: toda la teología paulina está presente en este diálogo. La realidad más alta y esencial no la podemos conseguir por nosotros mismos; tenemos que dejar que se nos conceda y, por así decirlo, entrar en la dinámica de los dones que se nos conceden. Esto ocurre en la fe en Jesús, que es diálogo y relación viva con el Padre, y que en nosotros quiere convertirse de nuevo en palabra y amor. Pero con ello no se responde todavía del todo a la pregunta de cómo podemos nosotros «alimentarnos» de Dios, vivir de Él de tal forma que Él mismo se convierta en nuestro pan. Dios se hace «pan» para nosotros ante todo en la encarnación del Logos: la Palabra se hace carne. El Logos se hace uno de nosotros y entra así en nuestro ámbito, en aquello que nos resulta accesible. Pero por encima de la encarnación de la Palabra, es necesario todavía un paso más, que Jesús menciona en las palabras finales de su sermón: su carne es vida «para» el mundo (6,51). Con esto se alude, más allá del acto de la encarnación, al objetivo interior y a su última realización: la entrega que Jesús hace de sí mismo hasta la muerte y el misterio de la cruz. Esto se ve más claramente en el versículo 53, donde el Señor menciona además su sangre, que Él nos da a «beber». Aquí no sólo resulta evidente la referencia a la Eucaristía, sino que además se perfila aquello en que se basa: el sacrificio de Jesús que derrama su sangre por nosotros y, de este modo, sale de sí mismo, por así decirlo, se derrama, se entrega a nosotros. 107


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Así pues, en este capítulo, la teología de la encarnación y la teología de la cruz se entrecruzan; ambas son inseparables. No se puede oponer la teología pascual de los sinópticos y de san Pablo a una teología supuestamente pura de la encarnación en san Juan. La encarnación de la Palabra de la que habla el Prólogo apunta precisamente a la entrega del cuerpo en la cruz que se nos hace accesible en el sacramento. Juan sigue aquí la misma línea que desarrolla la Carta a los Hebreos partiendo del Salmo 40, 6-8: «Tú no quieres sacrificios ni ofrendas, pero me has preparado un cuerpo» (Hb 10, 5). Jesús se hace hombre para entregarse y ocupar el lugar del sacrificio de los animales, que sólo podían ser el gesto de un anhelo, pero no una respuesta. Las palabras de Jesús sobre el pan, por un lado, orientan el gran movimiento de la encarnación y del camino pascual hacia el sacramento en el que encarnación y Pascua siempre coexisten, pero por otra parte, introduce también el sacramento, la sagrada Eucaristía, en el gran contexto del descenso de Dios hacia nosotros y por nosotros. Así, por un lado se acentúa expresamente el puesto de la Eucaristía en el centro de la vida cristiana: aquí Dios nos regala realmente el maná que la humanidad espera, el verdadero «pan del cielo», aquello con lo que podemos vivir en lo más hondo como hombres. Pero al mismo tiempo se ve la Eucaristía como el gran encuentro permanente de Dios con los hombres, en el que el Señor se entrega como «carne» para que en Él, y en la participación en su camino, nos convirtamos en «espíritu». Del mismo modo que El, a través de la cruz, se transformó en una nueva forma de corporeidad y humanidad que se compenetra con la naturaleza de Dios, esa comida debe ser para nosotros una apertura de la existencia, un paso a través de la cruz y una anticipación de la nueva existencia, de la vida en Dios y con Dios. Por ello, al final del discurso, donde se hace hincapié en la encarnación de Jesús y el comer y beber «la carne y la sangre del Señor», aparece la frase: «El Espíritu es quien da la vida; la carne no sirve de nada» (Jn 6, 63). Esto nos recuerda las palabras de san Pablo: «El primer hombre, Adán, se convirtió en ser vivo. El último Adán, en espíritu que da vida» (1 Co 15, 45). No se anula nada del realismo de la encarnación, pero se subraya la perspectiva pascual del sacramento: sólo a través de la cruz y de la transformación que ésta produce se nos hace accesible esa carne, arrastrándonos también a nosotros en el proceso de dicha transformación. La devoción eucarística tiene que aprender siempre de esta gran dinámica cristológica, más aún, cósmica. Para entender en toda su profundidad el sermón de Jesús sobre el pan debemos considerar, finalmente, una de las palabras clave del Evangelio de Juan, que Jesús pronuncia el Domingo de Ramos en previsión de la futura Iglesia universal, que incluirá a judíos y griegos —a todos los pueblos del mundo—: «Os aseguro que, si el grano de trigo no cae en tierra y muere, queda infecundo; pero, si muere, da mucho fruto» (12,24). En lo que denominamos «pan» se contiene el misterio de la pasión. El pan presupone que la semilla —el grano de trigo— ha caído en la tierra, «ha muerto», y que de su muerte ha crecido después la nueva espiga. El pan terrenal puede llegar a ser portador de la presencia de Cristo porque lleva en sí mismo el misterio de la pasión, reúne en sí muerte y resurrección. Así, en las religiones del mundo el pan se había convertido en el punto de partida de los mitos de muerte y resurrección de la divinidad, en los que el hombre expresaba su esperanza en una vida después de la muerte. A este respecto, el cardenal Schónborn recuerda el proceso de conversión del gran escritor británico Clive Staples Lewis, que leyendo una obra en doce volúmenes sobre esos mitos llegó a la conclusión de que también ese Jesús que tomó el pan en sus manos y dijo «Este es mi cuerpo», era sólo «otra divinidad del grano, un rey del grano que ofrece su vida por la vida del mundo». Pero un día oyó decir en una conversación «a un ateo convencido... que las pruebas de la historicidad de los Evangelios eran sorprendentemente persuasivas» (Schónborn, pp. 23s). Y a él se le ocurrió: «Qué extraño. Toda esta historia del Dios que muere, parece como si realmente hubiera sucedido una vez» (G. Kranz, cit. en Schónborn, pp. 23s). Sí, ha ocurrido realmente. Jesús no es un mito, es un hombre de carne y hueso, una presencia del todo real en la historia. Podemos visitar los lugares donde estuvo y andar por los caminos que Él recorrió, podemos oír sus palabras a través de testigos. Ha muerto y ha resucitado. El misterio de la pasión que 108


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encierra el pan, por así decirlo, le ha esperado, se ha dirigido hacia El; y los mitos lo han esperado a El, en quien el deseo se ha hecho realidad. Lo mismo puede decirse del vino. También él comporta una pasión: ha sido prensado, y así la uva se ha convertido en vino. Los Padres han ido más lejos en su interpretación de este lenguaje oculto de los dones eucarísticos. Mc gustaría mencionar aquí sólo un ejemplo. En la denominada Didaché (tal vez en torno al año 100) se implora sobre el pan destinado a la Eucaristía: «Como este pan partido estaba esparcido por las montañas y al ser reunido se hizo uno, que también tu Iglesia sea reunida de los extremos de la tierra en tu reino» (IX, 4).

El pastor La imagen del pastor, con la cual Jesús explica su misión tanto en los sinópticos como en el Evangelio de Juan, cuenta con una larga historia precedente. En el antiguo Oriente, tanto en las inscripciones de los reyes sumerios como en el ámbito asirio y babilónico, el rey se considera como el pastor establecido por Dios; el «apacentar» es una imagen de su tarea de gobierno. La preocupación por los débiles es, a partir de esta imagen, uno de los cometidos del soberano justo. Así, se podría decir que, desde sus orígenes, la imagen de Cristo buen pastor es un evangelio de Cristo rey, que deja traslucir la realeza de Cristo. Los precedentes inmediatos de la exposición en figuras de Jesús se encuentran naturalmente en el Antiguo Testamento, en el que Dios mismo aparece como el pastor de Israel. Esta imagen ha marcado profundamente la piedad de Israel y, sobre todo en los tiempos de calamidad, se ha convertido en un mensaje de consuelo y confianza. Esta piedad confiada tiene tal vez su expresión más bella en el Salmo 23: El Señor es mi pastor. «Aunque camine por cañadas oscuras nada temo, porque tú vas conmigo.» (v. 4). La imagen de Dios pastor se desarrolla más en los capítulos 34-37 de Ezequiel, cuya visión, recuperada con detalle en el presente, se retoma en las parábolas sobre los pastores de los sinópticos y en el sermón de Juan sobre el pastor, como profecía de la actuación de Jesús. Ante los pastores egoístas que Ezequiel encuentra en su tiempo y a los que recrimina, el profeta anuncia la promesa de que Dios mismo buscará a sus ovejas y cuidará de ellas. «Las sacaré de entre los pueblos, las congregaré de los países, las traeré a la tierra... Yo mismo apacentaré a mis ovejas, yo mismo las haré sestear... Buscaré las ovejas perdidas, haré volver a las descarriadas, vendaré a las heridas, curaré a las enfermas; a las gordas y fuertes las guardaré» (34, 13.15-16). Ante las murmuraciones de los fariseos y de los escribas porque Jesús compartía mesa con los pecadores, el Señor relata la parábola de las noventa y nueve ovejas que están en el redil, mientras una anda descarriada, y a la que el pastor sale a buscar, para después llevarla a hombros todo contento y devolverla al redil. Con esta parábola Jesús les dice a sus adversarios: ¿no habéis leído la palabra de Dios en Ezequiel? Yo sólo hago lo que Dios como verdadero pastor ha anunciado: buscaré las ovejas perdidas, traeré al redil a las descarriadas. En un momento tardío de las profecías veterotestamentarias se produce un nuevo giro sorprendente y profundo en la representación de la imagen del pastor, que lleva directamente al misterio de Jesucristo. Mateo nos narra que Jesús, de camino hacia el monte de los Olivos después de la Ultima Cena, predice a sus discípulos que pronto iba a ocurrir lo que estaba anunciado en Zacarías 13, 7: «Heriré al pastor y se dispersarán las ovejas del rebaño» (Mt 26,31). En efecto, aparece aquí, en Zacarías, la visión de un pastor «que, según el designio de Dios, sufre la muerte, dando inicio al último gran cambio de rumbo de la historia» (Jeremías, ThWNT Vl 487). Esta sorprendente visión del pastor asesinado, que a través de la muerte se convierte en salvador, está estrechamente unida a otra imagen del Libro de Zacarías: «Derramaré sobre la dinastía de David y sobre los hahitantes de Jerusalén un espíritu de gracia y de clemencia. Mc mirarán a mí, a quien traspasaron; harán llanto como llanto por el hijo único... Aquel día será grande el duelo de Jerusalén, como el luto de Hadad-Rimón en el valle de Megido... Aquel día manará una fuente para que en ella puedan lavar su pecado y su impureza la dinastía de David y los habitantes de Jerusalén» (12, 10.11; 13, 1). Hadad-Rimón era una de las divinidades de la vegetación, muerta y resucitada, como ya hemos visto antes en relación con el pan que presupone la muerte y la resurrección del grano. Su muerte, a la que le 109


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seguía luego la resurrección, se celebraba con lamentos rituales desenfrenados; para quienes participaban —el profeta y sus lectores forman parte también de este grupo—, estos ritos se convertían en la imagen primordial por excelencia del luto y del lamento. Para Zacarías, Hadad-Rimón es una de las vanas divinidades que Israel despreciaba, que desenmascara como un sueño mítico. A pesar de todo, esta divinidad se convierte a través del rito del lamento en la misteriosa prefiguración de Alguien que existe verdaderamente. Se aprecia una relación interna con el siervo de Dios del Deutero-Isaías. Los últimos profetas de Israel vislumbran, sin poder explicar mejor la figura, al Redentor que sufre y muere, al pastor que se convierte en cordero. Karl Elliger comenta al respecto: «Pero por otro lado su mirada [de Zacarías] se dirige con gran seguridad a una nueva lejanía y gira en torno a la figura del que ha sido traspasado con una lanza en la cruz en la cima del Gólgota, pero sin distinguir claramente la figura del Cristo, aunque con la mención de Hadad-Rimón se haga una alusión también al misterio de la Resurrección, aunque se trate sólo de una alusión... sobre todo sin ver claramente la relación verdadera entre la cruz y la fuente contra todo pecado e impureza» (ATD vol. 25, 19645, p. 72). Mientras que en Mateo, al comienzo de la historia de la pasión, Jesús cita a Zacarías 13, 7 —la imagen del pastor asesinado—, Juan cierra el relato de la crucifixión del Señor con una referencia a Zacarías 12, 10: «Mirarán al que atravesaron» (19,37). Ahora ya está claro: el asesinado y el salvador es Jesucristo, el Crucificado. Juan relaciona todo esto con la visión de Zacarías de la fuente que limpia los pecados y las impurezas: del costado abierto de Jesús brotó sangre y agua (cf. Jn 19,34). El mismo Jesús, el que fue traspasado en la cruz, es la fuente de la purificación y de la salvación para todo el mundo. Juan lo relaciona además con la imagen del cordero pascual, cuya sangre tiene una fuerza purificadora: «No le quebrantarán un hueso» (Jn 19, 36; cf. Ex 12, 46). Así se cierra al final el círculo enlazando con el comienzo del Evangelio, cuando el Bautista, al ver a Jesús, dice: «Éste es el cordero de Dios, que quita el pecado del mundo» (1, 29). La imagen del cordero, que en el Apocalipsis resulta determinante aunque de un modo diferente, recorre así todo el Evangelio e interpreta a fondo también el sermón sobre el pastor, cuyo punto central es precisamente la entrega de la vida por parte de Jesús. Sorprendentemente, el discurso del pastor no comienza con la afirmación «Yo soy el buen pastor» sino con otra imagen: «Os aseguro que yo soy la puerta de las ovejas» (Jn 10, 7). Jesús había dicho antes: «Os aseguro que el que no entra por la puerta en el aprisco de las ovejas, sino que salta por otra parte, ése es ladrón y bandido; pero el que entra por la puerta es pastor de las ovejas» (10, ls). Este paso tal vez se puede entender sólo en el sentido de que Jesús da aquí la pauta para los pastores de su rebaño tras su ascensión al Padre. Se comprueba que alguien es un buen pastor cuando entra a través de Jesús, entendido como la puerta. De este modo, Jesús sigue siendo, en sustancia, el pastor: el rebaño le «pertenece» sólo a El. Cómo se realiza concretamente este entrar a través de Jesús como puerta nos lo muestra el apéndice del Evangelio en el capítulo 21, cuando se confía a Pedro la misma tarea de pastor que pertenece a Jesús. Tres veces dice el Señor a Pedro: «Apacienta mis corderos» (respectivamente «mis ovejas»: 21, 15-17). Pedro es designado claramente pastor de las ovejas de Jesús, investido del oficio pastoral propio de Jesús. Sin embargo, para poder desempeñarlo debe entrar por la «puerta». A este entrar —o mejor dicho, ese dejarle entrar por la puerta (cf. 10, 3)— se refiere la pregunta repetida tres veces: «Simón, hijo de Juan, ¿me amas?». Ahí está lo más personal de la llamada: se dirige a Simón por su nombre propio, «Simón», y se menciona su origen. Se le pregunta por el amor que le hace ser una sola cosa con Jesús. Así llega a las ovejas «a través de Jesús»; no las considera suyas —de Simón Pedro—, sino como el «rebaño» de Jesús. Puesto que llega a ellas por la «puerta» que es Jesús, como llega unido a Jesús en el amor, las ovejas escuchan su voz, la voz de Jesús mismo; no siguen a Simón, sino a Jesús, por el cual y a través del cual llega a ellas, de forma que, en su guía, es Jesús mismo quien guía. Toda esta escena acaba con las palabras de Jesús a Pedro: «Sígueme» (21, 19). El episodio nos hace pensar en la escena que sigue a la primera confesión de Pedro, en la que éste había intentado apartar al Señor del camino de la cruz, a lo que el Señor respondió: «Detrás de mí», exhortando después a todos a cargar con la cruz y a «seguirlo» (cf. Mc 8, 33s) También el discípulo que ahora precede a los otros como pastor debe «seguir» a Jesús. Ello comporta —como el Señor anuncia a Pedro tras confiarle el oficio 110


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pastoral— la aceptación de la cruz, la disposición a dar la propia vida. Precisamente así se hacen concretas las palabras: «Yo soy la puerta». De este modo Jesús mismo sigue siendo el pastor. Volvamos al sermón sobre el pastor del capítulo 10. Sólo en el segundo párrafo aparece la afirmación: «Yo soy el buen pastor» (10, 11). Toda la carga histórica de la imagen del pastor se recoge aquí, purificada y llevada a su pleno significado. Destacan sobre todo cuatro elementos fundamentales. El ladrón viene «para robar, matar y hacer estragos» (10, 10). Ve las ovejas como algo de su propiedad, que posee y aprovecha para sí. Sólo le importa él mismo, todo existe sólo para él. Al contrario, el verdadero pastor no quita la vida, sino que la da: «Yo he venido para que tengan vida y la tengan en abundancia» (10, 10). Esta es la gran promesa de Jesús: dar vida en abundancia. Todo hombre desea la vida en abundancia. Pero, ¿qué es, en qué consiste la vida? ¿Dónde la encontramos? ¿Cuándo y cómo tenemos «vida en abundancia»? ¿Es cuando vivimos como el hijo pródigo, derrochando toda la dote de Dios? ¿Cuando vivimos como el ladrón y el salteador, tomando todo para nosotros? Jesús promete que mostrará a las ovejas los «pastos», aquello de lo que viven, que las conducirá realmente a las fuentes de la vida. Podemos escuchar aquí como un eco las palabras del Salmo 23: «En verdes praderas me hace recostar; me conduce hacia fuentes tranquilas... preparas una mesa ante mí... tu bondad y tu misericordia me acompañan todos los días de mi vida.» (2.5s). Resuenan más directas las palabras del pastor en Ezequiel: «Las apacentaré en pastizales escogidos, tendrán su dehesa en lo alto de los montes de Israel.» (34, 14). Ahora bien, ¿qué significa todo esto? Ya sabemos de qué viven las ovejas, pero, ¿de qué vive el hombre? Los Padres han visto en los montes altos de Israel y en los pastizales de sus camperas, donde hay sombra y agua, una imagen de las alturas de la Sagrada Escritura, del alimento que da la vida, que es la palabra de Dios. Y aunque éste no sea el sentido histórico del texto, en el fondo lo han visto adecuadamente y, sobre todo, han entendido correctamente a Jesús. El hombre vive de la verdad y de ser amado, de ser amado por la Verdad. Necesita a Dios, al Dios que se le acerca y que le muestra el sentido de su vida, indicándole así el camino de la vida. Ciertamente, el hombre necesita pan, necesita el alimento del cuerpo, pero en lo más profundo necesita sobre todo la Palabra, el Amor, a Dios mismo. Quien le da todo esto, le da «vida en abundancia». Y así libera también las fuerzas mediante las cuales el hombre puede plasmar sensatamente la tierra, encontrando para sí y para los demás los bienes que sólo podemos tener en la reciprocidad. En este sentido, hay una relación interna entre el sermón sobre el pan del capítulo 6 y el del pastor: siempre se trata de aquello de lo que vive el hombre. Filón, el gran filósofo judío contemporáneo de Jesús, dijo que Dios, el verdadero pastor de su pueblo, había establecido como pastor a su «hijo primogénito», al Logos (Barrett, p. 374). El sermón sobre el pastor en Juan no está en relación directa con la idea de Jesús como Logos; y sin embargo —precisamente en el contexto del Evangelio de Juan— es éste su sentido: que Jesús, como palabra de Dios hecha carne, no es sólo el pastor, sino también el alimento, el verdadero «pasto»; nos da la vida entregándose a sí mismo, a El, que es la Vida (cf. 1, 4; 3, 36; 11, 25). Con esto hemos llegado al segundo motivo del sermón sobre el pastor, en el que aparece el nuevo elemento que lleva más allá de Filón, no mediante nuevas ideas, sino por un acontecimiento nuevo: la encarnación y la pasión del Hijo. «El buen pastor da la vida por las ovejas» (10, 11). Igual que el sermón sobre el pan no se queda en una referencia a la palabra, sino que se refiere a la Palabra que se ha hecho carne y don «para la vida del mundo» (6, 51), así, en el sermón sobre el pastor es central la entrega de la vida por las «ovejas». La cruz es el punto central del sermón sobre el pastor, y no como un acto de violencia que encuentra desprevenido a Jesús y se le inflige desde fuera, sino como una entrega libre por parte de Él mismo: «Yo entrego mi vida para poder recuperarla. Nadie me la quita, sino que yo la entrego libremente» (10, 17s). Aquí se explica lo que ocurre en la institución de la Eucaristía: Jesús transforma el acto de violencia externa de la crucifixión en un acto de entrega voluntaria de sí mismo por los demás. Jesús no entrega algo, sino que se entrega a sí mismo. Así, El da la vida. Tendremos que volver de nuevo sobre este tema y profundizar más en él cuando hablemos de la Eucaristía y del acontecimiento de la Pascua. 111


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Un tercer motivo esencial del sermón sobre el pastor es el conocimiento mutuo entre el pastor y el rebaño: «El va llamando a sus ovejas por el nombre y las saca fuera... y las ovejas lo siguen, porque conocen su voz» (10, 3s). «Yo soy el buen Pastor, que conozco a las mías y las mías me conocen, igual que el Padre me conoce y yo conozco al Padre; yo doy mi vida por las ovejas» (10, 14s). En estos versículos saltan a la vista dos interrelaciones que debemos examinar para entender lo que significa ese «conocer». En primer lugar, conocimiento y pertenencia están entrelazados. El pastor conoce a las ovejas porque éstas le pertenecen, y ellas lo conocen precisamente porque son suyas. Conocer y pertenecer (en el texto griego, ser «propio de»: ta ídiá) son básicamente lo mismo. El verdadero pastor no «posee» las ovejas como un objeto cualquiera que se usa y se consume; ellas le «pertenecen» precisamente en ese conocerse mutuamente, y ese «conocimiento» es una aceptación interior. Indica una pertenencia interior, que es mucho más profunda que la posesión de las cosas. Lo veremos claramente con un ejemplo tomado de nuestra vida. Ninguna persona «pertenece» a otra del mismo modo que le puede pertenecer un objeto. Los hijos no son «propiedad» de los padres; los esposos no son «propiedad» uno del otro. Pero se «pertenecen» de un modo mucho más profundo de lo que pueda pertenecer a uno, por ejemplo, un trozo de madera, un terreno o cualquier otra cosa llamada «propiedad». Los hijos «pertenecen» a los padres y son a la vez criaturas libres de Dios, cada uno con su vocación, con su novedad y su singularidad ante Dios. No se pertenecen como una posesión, sino en la responsabilidad. Se pertenecen precisamente por el hecho de que aceptan la libertad del otro y se sostienen el uno al otro en el conocerse y amarse; son libres y al mismo tiempo una sola cosa para siempre en esta comunión. De este modo, tampoco las «ovejas», que justamente son personas creadas por Dios, imágenes de Dios, pertenecen al pastor como objetos; en cambio, es así como se apropian de ellas el ladrón o el salteador. Ésta es precisamente la diferencia entre el propietario, el verdadero pastor y el ladrón: para el ladrón, para los ideólogos y dictadores, las personas son sólo cosas que se poseen. Pero para el verdadero pastor, por el contrario, son seres libres en vista de alcanzar la verdad y el amor; el pastor se muestra como su propietario precisamente por el hecho de que las conoce y las ama, quiere que vivan en la libertad de la verdad. Lc pertenecen mediante la unidad del «conocerse», en la comunión de la Verdad, que es Él mismo. Precisamente por eso no se aprovecha de ellas, sino que entrega su vida por ellas. Del mismo modo que van unidos Logos y encarnación, Logos y pasión, también conocerse y entregarse son en el fondo una misma cosa. Escuchemos de nuevo la frase decisiva: «Yo soy el buen Pastor, que conozco a las mías y las mías me conocen, igual que el Padre me conoce y yo conozco al Padre; yo doy mi vida por las ovejas» (10, 14s). En esta frase hay una segunda interrelación que debemos tener en cuenta. El conocimiento mutuo entre el Padre y el Hijo se entrecruza con el conocimiento mutuo entre el pastor y las ovejas. El conocimiento que une a Jesús con los suyos se encuentra dentro de su unión cognoscitiva con el Padre. Los suyos están entretejidos en el diálogo trinitario; volveremos a tratar esto al reflexionar sobre la oración sacerdotal de Jesús. Entonces podremos comprender cómo la Iglesia y la Trinidad están enlazadas entre sí. La compenetración de estos dos niveles del conocer resulta de suma importancia para entender la naturaleza del «conocimiento» de la que habla el Evangelio de Juan. Trasladando esto a nuestra experiencia vital, podemos decir: sólo en Dios y a través de Dios se conoce verdaderamente al hombre. Un conocer que reduzca al hombre a la dimensión empírica y tangible no llega a lo más profundo de su ser. El hombre sólo se conoce a sí mismo cuando aprende a conocerse a partir de Dios, y sólo conoce al otro cuando ve en él el misterio de Dios. Para el pastor al servicio de Jesús eso significa que no debe sujetar a los hombres a él mismo, a su pequeño yo. El conocimiento recíproco que le une a las «ovejas» que le han sido confiadas debe tender a introducirse juntos en Dios y dirigirse hacia Él; debe ser, por tanto, un encontrarse en la comunión del conocimiento y del amor de Dios. El pastor al servicio de Jesús debe llevar siempre más allá de sí mismo para que el otro encuentre toda su libertad; y por ello, él mismo debe ir también siempre más allá de sí mismo hacia la unión con Jesús y con el Dios trinitario. El Yo propio de Jesús está siempre abierto al Padre, en íntima comunión con El; nunca está solo, sino que existe en el recibirse y en el donarse de nuevo al Padre. «Mi doctrina no es mía», su Yo es el Yo 112


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sumido en la Trinidad. Quien lo conoce, «ve» al Padre, entra en esa su comunión con el Padre. Precisamente esta superación dialógica que hay en el encuentro con Jesús nos muestra de nuevo al verdadero pastor, que no se apodera de nosotros, sino que nos conduce a la libertad de nuestro ser, adentrándonos en la comunión con Dios y dando Él mismo su propia vida. Llegamos al último gran tema del sermón sobre el pastor: el tema de la unidad. Aparece con gran relieve en la profecía de Ezequiel. «Recibí esta palabra del Señor: "hijo de hombre, toma una vara y escribe en ella 'Judá' y su pueblo; toma luego otra vara y escribe 'José', vara de Efraín, y su pueblo. Empálmalas después de modo que formen en tu mano una sola vara". Esto dice el Señor: "Voy a recoger a los israelitas de las naciones a las que se marcharon, voy a congregarlos de todas partes... Los haré un solo pueblo en mi tierra, en los montes de Israel... No volverán ya a ser dos naciones ni volverán a desmembrarse en dos reinos"» (Ez 37, 15-17.21s). El pastor Dios reúne de nuevo en un solo pueblo al Israel dividido y disperso. El sermón de Jesús sobre el pastor retoma esta visión, pero ampliando de un modo decisivo el alcance de la promesa: «Tengo además otras ovejas que no son de este redil; también a ésas las tengo que traer, y escucharán mi voz, y habrá un solo rebaño y un solo pastor» (10, 16). La misión de Jesús como pastor no sólo tiene que ver con las ovejas dispersas de la casa de Israel, sino que tiende, en general, «a reunir a todos los hijos de Dios que estaban dispersos» (11, 52). Por tanto, la promesa de un solo pastor y un solo rebaño dice lo mismo que aparece en Mateo, en el envío misionero del Resucitado: «Haced discípulos de todos los pueblos» (28, 19); y que además se reitera otra vez en los Hechos de los Apóstoles como palabra del Resucitado: «Recibiréis fuerza para ser mis testigos en Jerusalén, en toda Judea, en Samaría y hasta los confines del mundo» (1, 8). Aquí se nos muestra con claridad la razón interna de esta misión universal: hay un solo pastor. El Logos, que se ha hecho hombre en Jesús, es el pastor de todos los hombres, pues todos han sido creados mediante aquel único Verbo; aunque estén dispersos, todos son uno a partir de Él y en vista de El. La humanidad, más allá de su dispersión, puede alcanzar la unidad a partir del Pastor verdadero, del Logos, que se ha hecho hombre para entregar su vida y dar, así, vida en abundancia (10, 10). La figura del pastor se convirtió muy pronto —está documentado ya desde el siglo III— en una imagen característica del cristianismo primitivo. Existía ya la figura bucólica del pastor que carga con la oveja y que, en la ajetreada sociedad urbana, representaba y era estimada como el sueño de una vida tranquila. Pero el cristianismo interpretó enseguida la figura de un modo nuevo basándose en la Escritura; sobre todo a la luz del Salmo 23: «El Señor es mi pastor, nada me falta: en verdes praderas me hace recostar... Aunque camine por cañadas oscuras, nada temo... Tu bondad y tu misericordia me acompañan todos los días de mi vida, y habitaré en la casa del Señor por días sin término». En Cristo reconocieron al buen pastor que guía a través de los valles oscuros de la vida; el pastor que ha atravesado personalmente el tenebroso valle de la muerte; el pastor que conoce incluso el camino que atraviesa la noche de la muerte, y que no me abandona ni siquiera en esta última soledad, sacándome de ese valle hacia los verdes pastos de la vida, al «lugar del consuelo, de la luz y de la paz» (Canon romano). Clemente de Alejandría describió esta confianza en la guía del pastor en unos versos que dejan ver algo de esa esperanza y seguridad de la Iglesia primitiva, que frecuentemente sufría y era perseguida: «Guía, pastor santo, a tus ovejas espirituales: guía, rey, a tus hijos incontaminados. Las huellas de Cristo son el camino hacia el cielo» (Paed., III 12, 101; van der Meer, 23). Pero, naturalmente, a los cristianos también les recordaba la parábola tanto del pastor que sale en busca de la oveja perdida, la carga sobre sus hombros y la trae de vuelta a casa, como el sermón sobre el pastor del Evangelio de Juan. Para los Padres estos dos elementos confluyen uno en el otro: el pastor que sale a buscar a la oveja perdida es el mismo Verbo eterno, y la oveja que carga sobre sus hombros y lleva de vuelta a casa con todo su amor es la humanidad, la naturaleza humana que Él ha asumido. En su encarnación y en su cruz conduce a la oveja perdida —la humanidad— a casa, y me lleva también a mí. El Logos que se ha hecho hombre es el verdadero «portador de la oveja», el Pastor que nos sigue por las 113


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zarzas y los desiertos de nuestra vida. Llevados en sus hombros llegamos a casa. Ha dado la vida por nosotros. Él mismo es la vida.

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9 DOS HITOS IMPORTANTES EN EL CAMINO DE JESÚS: LA CONFESIÓN DE PEDRO Y LA TRANSFIGURACIÓN 1. LA CONFESIÓN DE PEDRO En los tres Evangelios sinópticos, aparece como un hito importante en el camino de Jesús el momento en que pregunta a los discípulos acerca de lo que la gente dice y lo que ellos mismos piensan de Él (cf. Mc 8, 27-30; Mt 16, 13-20; Lc 9, 18-21). En los tres Evangelios Pedro contesta en nombre de los Doce con una declaración que se aleja claramente de la opinión de la «gente». En los tres Evangelios, Jesús anuncia inmediatamente después su pasión y resurrección, y añade a este anuncio de su destino personal una enseñanza sobre el camino de los discípulos, que es un seguirle a Él, al Crucificado. Pero en los tres Evangelios, este seguirle en el signo de la cruz se explica también de un modo esencialmente antropológico, como el camino del «perderse a sí mismo», que es necesario para el hombre y sin el cual le resulta imposible encontrarse a sí mismo (cf. Mc 8, 31-9.1; Mt 16, 21-28; Lc 9, 22-27). Y, finalmente, en los tres Evangelios sigue el relato de la transfiguración de Jesús, que explica de nuevo la confesión de Pedro profundizándola y poniéndola al mismo tiempo en relación con el misterio de la muerte y resurrección de Jesús (cf. Mc 9,2-13; Mt 17, 1-13; Le 9, 28-36). Sólo en Mateo aparece, inmediatamente después de la confesión de Pedro, la concesión del poder de las llaves del reino —el poder de atar y desatar— unida a la promesa de que Jesús edificará sobre él — Pedro— su Iglesia como sobre una piedra. Relatos de contenido paralelo a este encargo y a esta promesa se encuentran también en Lucas 22,3 ls, en el contexto de la Ultima Cena, y en Juan 21, 15-19, después de la resurrección de Jesús. Por lo demás, en Juan se encuentra también una confesión de Pedro que se coloca igualmente en un hito importante del camino de Jesús, y que sólo entonces le da al círculo de los Doce toda su importancia y su fisonomía (cf. Jn 6, 68s). Al tratar la confesión de Pedro según los sinópticos tendremos que considerar también este texto que, a pesar de todas las diferencias, muestra elementos fundamentales comunes con la tradición sinóptica. Estas explicaciones un tanto esquemáticas deberían haber dejado claro que la confesión de Pedro sólo se puede entender correctamente en el contexto en que aparece, en relación con el anuncio de la pasión y las palabras sobre el seguimiento: estos tres elementos —las palabras de Pedro y la doble respuesta de Jesús— van indisolublemente unidos. Para comprender dicha confesión es igualmente indispensable tener en cuenta la confirmación por parte del Padre mismo, y a través de la Ley y los Profetas, después de la escena de la transfiguración. En Marcos, el relato de la transfiguración es precedido de una promesa —aparente— de la Parusía, que por un lado enlaza con las palabras sobre el seguimiento, pero por otro introduce la transfiguración de Jesús y de este modo explica a su manera tanto el seguimiento como la promesa de la Parusía. Las palabras sobre el seguimiento, que en Marcos y Lucas están dirigidas a todos —al contrario que el anuncio de la pasión, que se hace sólo a los testigos—, introducen el factor eclesiológico en el contexto general; abren el horizonte del conjunto a todos, más allá del camino recién emprendido por Jesús hacia Jerusalén (cf. Lc 9,23), del mismo modo que su explicación del seguimiento del Crucificado hace referencia a aspectos fundamentales de la existencia humana en general. Juan sitúa estas palabras en el contexto del Domingo de Ramos y las relaciona con la pregunta de los griegos que buscan a Jesús; de este modo, destaca claramente el carácter universal de dichas afirmaciones. Al mismo tiempo están aquí relacionadas con el destino de Jesús en la cruz, que pierde así todo carácter casual y aparece en su necesidad intrínseca (cf. Jn 12, 24s). Con sus palabras sobre el grano de trigo que muere, Juan relaciona además el mensaje del perderse y encontrarse con el misterio eucarístico, que en su Evangelio, al final de la historia de la multiplicación de los panes y su explicación en el sermón eucarístico de Jesús, determina también el contexto de la confesión de Pedro. Centrémonos ahora en las distintas partes de este gran entramado de sucesos y palabras. Mateo y Marcos mencionan como escenario del acontecimiento la zona de Cesárea de Felipe (hoy Banyás), el 115


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santuario de Pan erigido por Herodes el Grande junto a las fuentes del Jordán. Herodes hijo convirtió este lugar en capital de su reino, dándole el nombre en honor a César Augusto y a sí mismo. La tradición ha ambientado la escena en un lugar en el que un empinado risco sobre las aguas del Jordán simboliza de forma sugestiva las palabras acerca de la roca. Marcos y Lucas, cada uno a su modo, nos introducen, por así decirlo, en la ambientación interior del suceso. Marcos dice que Jesús había planteado su pregunta «por el camino»; está claro que el camino de que habla conducía a Jerusalén: ir de camino hacia las «aldeas de Cesárea de Felipe» (Mc 8, 27) quiere decir que se está al inicio de la subida a Jerusalén, hacia el centro de la historia de la salvación, hacia el lugar en el que debía cumplirse el destino de Jesús en la cruz y en la resurrección, pero en el que también tuvo su origen la Iglesia después de estos acontecimientos. La confesión de Pedro y por tanto las siguientes palabras de Jesús se sitúan al comienzo de este camino. Tras la gran época de la predicación en Galilea, éste es un momento decisivo: tanto el encaminarse hacia la cruz como la invitación a la decisión que ahora distingue netamente a los discípulos de la gente que sólo escucha a Jesús pero no le sigue, hace claramente de los discípulos el núcleo inicial de la nueva familia de Jesús: la futura Iglesia. Una característica de esta comunidad es estar «en camino» con Jesús; de qué camino se trata quedará claro precisamente en este contexto. Otra característica de esta comunidad es que su decisión de acompañar al Señor se basa en un conocimiento, en un «conocer» a Jesús que al mismo tiempo les obsequia con un nuevo conocimiento de Dios, del Dios único en el que, como israelitas, creen. En Lucas —de acuerdo con el sentido de su visión de la figura de Jesús— la confesión de Pedro va unida a un momento de oración. Lucas comienza el relato de la historia con una paradoja intencionada: «Una vez que Jesús estaba orando solo, en presencia de sus discípulos» (9, 18). Los discípulos quedan incluidos en ese «estar solo», en su reservadísimo estar con el Padre. Se les concede verlo como Aquel que habla con el Padre cara a cara, de tú a tú, como hemos visto al comienzo de este libro. Pueden verlo en lo íntimo de su ser, en su ser Hijo, en ese punto del que provienen todas sus palabras, sus acciones, su autoridad. Ellos pueden ver lo que la «gente» no ve, y esta visión les permite tener un conocimiento que va más allá de la «opinión» de la «gente». De esta forma de ver a Jesús se deriva su fe, su confesión; sobre esto se podrá edificar después la Iglesia. Aquí es donde encuentra su colocación interior la doble pregunta de Jesús. Esta doble pregunta sobre la opinión de la gente y la convicción de los discípulos presupone que existe, por un lado, un conocimiento exterior de Jesús que no es necesariamente equivocado aunque resulta ciertamente insuficiente, y por otro lado, frente a él, un conocimiento más profundo vinculado al discipulado, al acompañar en el camino, y que sólo puede crecer en él. Los tres sinópticos coinciden en afirmar que, según la gente, Jesús era Juan el Bautista, o Elías o uno de los profetas que había resucitado; Lucas había contado con anterioridad que Herodes había oído tales interpretaciones sobre la persona y la actividad de Jesús, sintiendo por eso deseos de verlo. Mateo añade como variante la idea manifestada por algunos de que Jesús era Jeremías. Todas estas opiniones tienen algo en común: sitúan a Jesús en la categoría de los profetas, una categoría que estaba disponible como clave interpretativa a partir de la tradición de Israel. En todos los nombres que se mencionan para explicar la figura de Jesús se refleja de algún modo la dimensión escatológica, la expectativa de un cambio que puede ir acompañada tanto de esperanza como de temor. Mientras Elías personifica más bien la esperanza en la restauración de Israel, Jeremías es una figura de pasión, el que anuncia el fracaso de la forma de la Alianza hasta entonces vigente y del santuario, y que era, por así decirlo, la garantía concreta de la Alianza; no obstante, es también portador de la promesa de una Nueva Alianza que surgirá después de la caída. Jeremías, en su padecimiento, en su desaparición en la oscuridad de la contradicción, es portador vivo de ese doble destino de caída y de renovación. Todas estas opiniones no es que sean erróneas; en mayor o menor medida constituyen aproximaciones al misterio de Jesús a partir de las cuales se puede ciertamente encontrar el camino hacia el núcleo esencial. Sin embargo, no llegan a la verdadera naturaleza de Jesús ni a su novedad. Se aproximan a él desde el pasado, o desde lo que generalmente ocurre y es posible; no desde sí mismo, no 116


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desde su ser único, que impide el que se le pueda incluir en cualquier otra categoría. En este sentido, también hoy existe evidentemente la opinión de la «gente», que ha conocido a Cristo de algún modo, que quizás hasta lo ha estudiado científicamente, pero que no lo ha encontrado personalmente en su especificidad ni en su total alteridad. Karl Jaspers ha considerado a Jesús como una de las cuatro personas determinantes, junto a Sócrates, Buda y Confucio, reconociéndole así una importancia fundamental en la búsqueda del modo recto de ser hombres; pero de esa manera resulta que Jesús es uno entre tantos, dentro de una categoría común a partir de la cual se les puede explicar, pero también delimitar. Hoy es habitual considerar a Jesús como uno de los grandes fundadores de una religión en el mundo, a los que se les ha concedido una profunda experiencia de Dios. Por tanto, pueden hablar de Dios a otras personas a las que esa «disposición religiosa» les ha sido negada, haciéndoles así partícipes, por así decirlo, de su experiencia de Dios. Sin embargo, en esta concepción queda claro que se trata de una experiencia humana de Dios, que refleja la realidad infinita de Dios en lo finito y limitado de una mente humana, y que por eso se trata sólo de una traducción parcial de lo divino, limitada además por el contexto del tiempo y del espacio. Así, la palabra «experiencia» hace referencia, por un lado, a un contacto real con lo divino, pero al mismo tiempo comporta la limitación del sujeto que la recibe. Cada sujeto humano puede captar sólo un fragmento determinado de la realidad perceptible, y que además necesita después ser interpretado. Con esta opinión, uno puede sin duda amar a Jesús, convertirlo incluso en guía de su vida. Pero la «experiencia de Dios» vivida por Jesús a la que nos aficionamos de este modo se queda al final en algo relativo, que debe ser completado con los fragmentos percibidos por otros grandes. Por tanto, a fin de cuentas, el criterio sigue siendo el hombre mismo, cada individuo: cada uno decide lo que acepta de las distintas «experiencias», lo que le ayuda o lo que le resulta extraño. En esto no se da un compromiso definitivo. A la opinión de la gente se contrapone el conocimiento de los discípulos, manifestado en la confesión de fe. ¿Cómo se expresa? En cada uno de los tres sinópticos está formulado de manera distinta, y de manera aún más diversa en Juan. Según Marcos, Pedro le dice simplemente a Jesús: «Tú eres [el Cristo] el Mesías» (8, 29). Según Lucas, Pedro lo llama «el Cristo [el Ungido] de Dios» (9,20) y, según Mateo, dice: «Tú eres Cristo [el Mesías], el Hijo de Dios vivo» (16,16). Finalmente, en Juan la confesión de Pedro reza así: «Tú eres el Santo de Dios» (6, 69). Puede surgir la tentación de elaborar una historia de la evolución de la confesión de fe cristiana a partir de estas diferentes versiones. Sin duda, la diversidad de los textos refleja también un proceso de desarrollo en el que poco a poco se clarifica plenamente lo que al principio, en los primeros intentos, como a tientas, se indicaba de un modo todavía vago. En el ámbito católico, Pierre Grelot ha ofrecido recientemente la interpretación más radical de la contraposición de estos textos: no ve una evolución, sino una contradicción. La simple confesión mesiánica de Pedro que relata Marcos refleja sin duda correctamente el momento histórico; pero se trata todavía de una confesión puramente «judía», que interpreta a Jesús como un Mesías político según las ideas de la época. Sólo la exposición de Marcos manifestaría una lógica clara, pues sólo un mesianismo político explicaría la oposición de Pedro al anuncio de la pasión, una intervención a la que Jesús —como hiciera cuando Satanás le ofreció el poder— responde con un brusco rechazo: «¡Quítate de mi vista, Satanás! ¡Tú piensas como los hombres, no como Dios!» (Mc 8, 33). Esta áspera reacción sólo sería coherente si con ella se hiciera referencia también a la confesión anterior y se la rechazara como falsa; no tendría lógica en cambio en la confesión madura, desde el punto de vista teológico, que aparece en la versión de Mateo. En sus conclusiones, Grelot concuerda también con aquellos exegetas que no comparten su interpretación totalmente negativa del texto de Marcos: en la confesión de Mateo se trataría de una palabra posterior a la Pascua; una confesión así sólo se podía formular —como piensa la mayoría de los exegetas— después de la resurrección. Grelot, además, relaciona este aspecto con una particular teoría sobre una aparición pascual del Resucitado a Pedro, que él pone en paralelo al encuentro con el Resucitado en el que Pablo vio el inicio de su apostolado. Las palabras de Jesús: «¡Dichoso tú, Simón, hijo de Jonás!, porque esto no te lo ha revelado ni la carne ni la sangre, sino mi Padre que está en el cielo» (Mí 16, 17), tienen un paralelismo sorprendente en la Carta a los Gálatas: «Pero cuando Dios me escogió desde el seno de mi madre y me llamó a su gracia, se dignó revelar a su Hijo en mí, para que yo lo 117


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anunciara a los gentiles, en seguida, sin pedir consejo ni a la carne ni a la sangre» (Ga 1,15s; cf. 1, lis: «El Evangelio anunciado por mí no es de origen humano; yo no he recibido ni aprendido de ningún hombre, sino por revelación de Jesucristo»). El texto de Pablo y la alabanza a Pedro por parte de Jesús tienen en común la referencia a una revelación y, con ello, también a la afirmación de que ese conocimiento no procede de «carne y sangre». De todo esto, Grelot concluye que tanto Pedro como Pablo habrían sido distinguidos con una aparición especial del Resucitado —de lo que de hecho hablan varios textos del Nuevo Testamento— y que Pedro, al igual que Pablo, al que se le concedió una aparición de este tipo, habría recibido su encargo específico en aquella ocasión. La misión de Pedro se referiría a la Iglesia de procedencia judía; la de Pablo a la Iglesia proveniente de los gentiles (cf. Ga 2, 7). La promesa a Pedro habría que situarla en el contexto de la aparición del Resucitado y considerarla objetivamente en claro paralelo con el encargo que Pablo recibió del Señor resucitado. No necesitamos entrar aquí en una discusión detallada de esta teoría, sobre todo cuando este libro, que trata de Jesús, se pregunta ante todo por el Señor y se ocupa del tema eclesiológico sólo en la medida necesaria para entender correctamente su figura. Quien lee con atención Gálatas 1,11-17 puede apreciar fácilmente no sólo los paralelismos, sino también las diferencias entre ambos textos. Está claro que Pablo quiere destacar la autonomía de su encargo apostólico, que no se deriva de la autoridad de otros, sino que le ha sido otorgado por el Señor mismo; a él le importan la universalidad de su misión y la particularidad de su camino en la construcción de una Iglesia con gentes provenientes del paganismo. Pero Pablo sabe también que, para que su servicio sea válido, necesita la communio (koinoníá) con los Apóstoles precedentes (cf. Ga 2, 9), y que sin ésta todo sería inútil (cf. Ga 2, 2). Por eso, tres años después de la conversión, durante los cuales estuvo en Arabia y Damasco, fue a Jerusalén para ver a Pedro (Cefas); vio también a Santiago, el hermano del Señor (cf. Ga 1, 18s) También por eso viajó catorce años más tarde a Jerusalén, esta vez con Bernabé y Tito, y pudo estrechar la mano de las «columnas» Santiago, Cefas y Juan, en señal de comunión (cf. Ga 2, 9). De este modo, aparece en primer lugar Pedro y luego las tres columnas como garantes de la communio, como sus puntos de referencia indispensables que aseguran la autenticidad y la unidad del Evangelio y, con ello, de la Iglesia naciente. En todo esto, sin embargo, se puede apreciar el significado irrenunciable del Jesús histórico, de su anuncio y de sus decisiones: el Resucitado ha llamado a Pablo y le confiere su misma autoridad y su mismo encargo; pero el Resucitado es el mismo que antes había elegido a los Doce, que había confiado a Pedro una misión especial, que había marchado con ellos hasta Jerusalén, que había sufrido allí la muerte en la cruz y había resucitado al tercer día. De este conjunto de acontecimientos son garantes los primeros Apóstoles (cf. Hch 1, 21s), y precisamente teniendo en cuenta este contexto el encargo que le confía a Pedro difiere fundamentalmente del que Pablo recibe. Este encargo especial de Pedro aparece no sólo en Mateo, sino —de un modo diferente, aunque análogo en lo sustancial— también en Lucas y Juan, e incluso en Pablo mismo. Precisamente en la apasionada apología de la Carta a los Gálatas se presupone muy claramente el encargo especial de Pedro; este primado está documentado realmente mediante la tradición en toda su amplitud y en todos sus más diversos filones. Reducirlo a una aparición pascual personal y ponerla así en perfecto paralelo con la misión de Pablo resulta imposible a la vista de los textos neotestamentarios. Pero es el momento de volver a la confesión que Pedro hace de Cristo y, con ello, a nuestro tema principal. Hemos visto que Grelot considera la confesión de Pedro narrada por Marcos como totalmente «judía» y, por ello, rechazada por Jesús. Pero este rechazo no aparece en el texto, en el que Jesús sólo prohibe la divulgación pública de esta confesión, que la gente de Israel podría efectivamente malinterpretar, conduciendo, por un lado, a una serie de falsas esperanzas en Él y, por otro, a un proceso político contra Él. Sólo después de esta prohibición sigue la explicación de lo que significa realmente «Mesías»: el verdadero Mesías es el «Hijo del hombre», que es condenado a muerte y que sólo así entra en su gloria como el Resucitado a los tres días de su muerte. La investigación habla, en relación con el cristianismo de los orígenes, de dos tipos de fórmulas de confesión: la «sustantiva» y la «verbal»; para entenderlo mejor podríamos hablar de tipos de confesión de orientación «ontológica» y otros orientados a la historia de la salvación. Las tres formas de la confesión de Pedro que nos transmiten los sinópticos son 118


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«sustantivas»: Tú eres el Cristo; el Cristo de Dios; el Cristo, el Hijo del Dios vivo. El Señor pone siempre al lado de estas afirmaciones sustantivas la confesión «verbal»: el anuncio anticipado del misterio pascual de cruz y resurrección. Ambos tipos de confesión van unidos, y cada uno queda incompleto y en el fondo incomprensible sin el otro. Sin la historia concreta de la salvación, los títulos resultan ambiguos: no sólo la palabra «Mesías», sino también la expresión «Hijo del Dios vivo». También este título se puede entender como totalmente opuesto al misterio de la cruz. Y viceversa, la mera afirmación de lo que ha ocurrido en la historia de la salvación queda sin su profunda esencia, si no queda claro que Aquel que allí ha sufrido es el Hijo del Dios vivo, es igual a Dios (cf. Flp 2, 6), pero que se despojó a sí mismo y tomó la condición de siervo rebajándose hasta la muerte, y una muerte de cruz (cf. Flp 2, 7s). En este sentido, sólo la estrecha relación de la confesión de Pedro y de las enseñanzas de Jesús a los discípulos nos ofrece la totalidad y lo esencial de la fe cristiana. Por eso, también los grandes símbolos de fe de la Iglesia han unido siempre entre sí estos dos elementos. Y sabemos que los cristianos —en posesión de la confesión justa— tienen que ser instruidos continuamente, a lo largo de los siglos, y también hoy, por el Señor, para que sean conscientes de que su camino a lo largo de todas las generaciones no es el camino de la gloria y el poder terrenales, sino el camino de la cruz. Sabemos y vemos que, también hoy, los cristianos —nosotros mismos—llevan aparte al Señor para decirle: «¡No lo permita Dios, Señor! Eso no puede pasarte» (Mi 16,22). Y como dudamos de que Dios lo quiera impedir, tratamos de evitarlo nosotros mismos con todas nuestras artes. Y así, el Señor tiene que decirnos siempre de nuevo también a nosotros: «¡Quítate de mi vista, Satanás!» (Mc 8, 33). En este sentido, toda la escena muestra una inquietante actualidad. Ya que, en definitiva, seguimos pensando según «la carne y la sangre» y no según la revelación que podemos recibir en la fe. Hemos de volver una vez más a los títulos de Cristo que se encuentran en las confesiones. Ante todo, es importante ver que la forma específica del título hay que comprenderla cada vez dentro del conjunto de cada uno de los Evangelios y de su particular forma de tradición. Siempre es importante la relación con el proceso de Jesús, durante el cual vuelve a aparecer la confesión de los discípulos como pregunta y acusación. En Marcos, la pregunta del sumo sacerdote retoma el título de Cristo (Mesías) y lo amplía: «¿Eres tú el Mesías, el Hijo del Bendito?» (14, 61). Esta pregunta presupone que tales interpretaciones de la figura de Jesús se habían hecho de dominio público a través de los grupos de discípulos. El poner en relación los títulos de Cristo (Mesías) e Hijo procedía de la tradición bíblica (cf. Sal2, 7; Sal 110). Desde este punto de vista, la diferencia entre las versiones de Marcos y Mateo se reíativiza y resulta menos profunda que en la exégesis de Grelot y otros. En Lucas, Pedro reconoce a Jesús —según hemos visto— como «el Ungido (Cristo, Mesías) de Dios». Aquí nos volvemos a encontrar con lo que el anciano Simeón sabía sobre el Niño Jesús, al que preanunció como el Ungido (Cristo) del Señor (cf. Lc 2,26). Como contraste, a los pies de la cruz, «las autoridades» se burlan de Jesús diciéndole: «A otros ha salvado; que se salve a sí mismo, si él es el Mesías de Dios, el Elegido» (Lc 23, 35). Así, el arco se extiende desde la infancia de Jesús, pasando por la confesión de Cesárea de Felipe, hasta la cruz: los tres textos juntos manifiestan la singular pertenencia del «Ungido» a Dios. Pero en el Evangelio de Lucas hay que mencionar otro acontecimiento importante para la fe de los discípulos en Jesús: la historia de la pesca milagrosa, que termina con la elección de Simón Pedro y de sus compañeros para que sean discípulos. Los experimentados pescadores habían pasado toda la noche sin conseguir nada, y entonces Jesús les dice que salgan de nuevo, a plena luz del día, y echen las redes al agua. Para los conocimientos prácticos de estos hombres resultaba una sugerencia poco sensata, pero Simón responde: «Maestro... por tu palabra, echaré las redes» (Lc 5,5). Luego viene la pesca abundantísima, que sobrecoge a Pedro profundamente. Cae a los pies del Señor en actitud de adoración y dice: «Apártate de mí, Señor, que soy un pecador» (5, 8). Reconoce en lo ocurrido el poder de Dios, que actúa a través de la palabra de Jesús, y este encuentro directo con el Dios vivo en Jesús le impresiona profundamente. A la luz y bajo el poder de esta presencia, el hombre reconoce su miserable condición. No consigue soportar la tremenda potencia de Dios, es demasiado imponente para él. Desde el punto de vista de la historia de las religiones, éste es también uno de los textos más impresionantes para explicar lo que ocurre cuando el hombre se siente repentinamente ante la presencia directa de Dios. En ese momento el hombre sólo puede estremecerse por lo que él es y rogar ser liberado de la grandeza de esta presencia. Esta percepción repentina de Dios en 119


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Jesús se expresa en el título que Pedro utiliza ahora para Jesús: Kyrios, Señor. Es la denominación de Dios utilizada en el Antiguo Testamento para reemplazar el nombre de Dios revelado en la zarza ardiente que no se podía pronunciar. Si antes de hacerse a la mar Jesús era para Pedro el «epistáta» —que significa maestro, profesor, rabino—, ahora lo reconoce como el Kyrios. Una situación similar la encontramos en el relato de Jesús que camina sobre las aguas del lago encrespadas por la tempestad para llegar a la barca de los discípulos. Pedro le pide que le permita también a él andar sobre las aguas para ir a su encuentro. Como empezaba a hundirse, la mano tendida de Jesús lo salva, subiendo después los dos a la barca. En ese instante el viento se calma. Entonces ocurre lo mismo que había sucedido en la historia de la pesca milagrosa: los discípulos de la barca se postran ante Jesús, un gesto que expresa a la vez sobrecogimiento y adoración. Y reconocen: «Realmente eres el Hijo de Dios» (cf. Mt 14,22-33). La confesión de Pedro narrada en Mateo 16, 16 encuentra claramente su fundamento en esta y en otras experiencias análogas que se relatan en el Evangelio. En Jesús, los discípulos sintieron muchas veces y de distintas formas la presencia misma del Dios vivo. Antes de intentar componer una imagen con todas estas piezas del mosaico, debemos examinar brevemente aún la confesión de Pedro que aparece en Juan. El sermón eucarístico de Jesús, que en Juan sigue a la multiplicación de los panes, retoma públicamente, por así decirlo, el «no» de Jesús al tentador, que le había invitado a convertir las piedras en panes, es decir, a ver su misión reducida a proporcionar bienestar material. En lugar de esto, Jesús hace referencia a la relación con el Dios vivo y al amor que procede de Él, que es la verdadera fuerza creadora, dadora de sentido, y después también de pan: así explica su misterio personal, se explica a sí mismo, a través de su entrega como el pan vivo. Esto no gusta a los hombres; muchos se alejan de Él. Jesús les pregunta a los Doce: «¿También vosotros queréis marcharos?». Pedro responde: «Señor, ¿a quién vamos a acudir? Tú tienes palabras de vida eterna: nosotros creemos. Y sabemos que tú eres el Santo, consagrado por Dios» (Jn 6, 68s). Hemos de reflexionar con más detalle sobre esta versión de la confesión de Pedro en el contexto de la Última Cena. En dicha confesión se perfila el misterio sacerdotal de Jesús: en el Salmo 106,16 se llama a Aarón «el santo de Dios». El título remite retrospectivamente al discurso eucarístico y, con ello, se proyecta hacia el misterio de la cruz de Jesús; está por tanto enraizado en el misterio pascual, en el centro de la misión de Jesús, y alude a la total diferencia de su figura respecto a las formas usuales de esperanza mesiánica. El Santo de Dios: estas palabras nos recuerdan también el abatimiento de Pedro ante la cercanía del Santo después de la pesca milagrosa, que le hace experimentar dramáticamente la miseria de su condición de pecador. Así pues, nos encontramos absolutamente en el contexto de la experiencia de Jesús que tuvieron los discípulos, y que hemos intentado conocer a partir de algunos momentos destacados de su camino de comunión con Jesús. ¿Qué conclusiones podemos sacar de todo esto? En primer lugar hay que decir que el intento de reconstruir históricamente las palabras originales de Pedro, considerando todo lo demás como desarrollos posteriores, tal vez incluso a la fe postpascual, induce a error. ¿De dónde podría haber surgido realmente la fe postpascual si el Jesús prepascual no hubiera aportado fundamento alguno para ello? Con tales reconstrucciones, la ciencia pretende demasiado. Precisamente el proceso de Jesús ante el Sanedrín pone al descubierto lo que de verdad resultaba escandaloso en Él: no se trataba de un mesianismo político; éste se daba en cambio en Barrabás y más tarde en BarKokebá. Ambos tuvieron sus seguidores, y ambos movimientos fueron reprimidos por los romanos. Lo que causaba escándalo de Jesús era precisamente lo mismo que ya vimos en la conversación del rabino Neusner con el Jesús del Sermón de la Montaña: el hecho de que parecía ponerse al mismo nivel que el Dios vivo. Éste era el aspecto que no podía aceptar la fe estrictamente monoteísta de los judíos; eso era lo que incluso Jesús sólo podía preparar lenta y gradualmente. Eso era también lo que — dejando firmemente a salvo la continuidad ininterrumpida con la fe en un único Dios— impregnaba todo su mensaje y constituía su carácter novedoso, singular, único. El hecho de que el proceso ante los romanos se convirtiera en un proceso contra un mesianismo político respondía al pragmatismo de los 120


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saduceos. Pero también Pilato sintió que se trataba en realidad de algo muy diferente, que a un verdadero «rey» políticamente prometedor nunca lo habrían entregado para que lo condenara. Con esto nos hemos anticipado. Volvamos a las confesiones de los discípulos. ¿Qué vemos, si juntamos todo este mosaico de textos? Pues bien, los discípulos reconocen que Jesús no tiene cabida en ninguna de las categorías habituales, que El era mucho más que «uno de los profetas», alguien diferente. Que era más que uno de los profetas lo reconocieron a partir del Sermón de la Montaña y a la vista de sus acciones portentosas, de su potestad para perdonar los pecados, de la autoridad de su mensaje y de su modo de tratar las tradiciones de la Ley. Era ese «profeta» que, al igual que Moisés, hablaba con Dios como con un amigo, cara a cara; era el Mesías, pero no en el sentido de un simple encargado de Dios. En Él se cumplían las grandes palabras mesiánicas de un modo sorprendente e inesperado: «Tú eres mi Hijo, yo te he engendrado hoy» (Sal2, 7). En los momentos significativos, los discípulos percibían atónitos: «Éste es Dios mismo». Pero no conseguían articular todos los aspectos en una respuesta perfecta. Utilizaron —justamente— las palabras de promesa de la Antigua Alianza: Cristo, Ungido, Hijo de Dios, Señor. Son las palabras clave en las que se concentró su confesión que, sin embargo, estaba todavía en fase de búsqueda, como a tientas. Sólo adquirió su forma completa en el momento en el que Tomás tocó las heridas del Resucitado y exclamó conmovido: «¡Señor mío y Dios mío!» (Jn 20, 28). Pero, en definitiva, siempre estaremos intentando comprender estas palabras. Son tan sublimes que nunca conseguiremos entenderlas del todo, siempre nos sobrepasarán. Durante toda su historia, la Iglesia está siempre en peregrinación intentando penetrar en estas palabras, que sólo se nos pueden hacer comprensibles en el contacto con las heridas de Jesús y en el encuentro con su resurrección, convirtiéndose después para nosotros en una misión.

2. LA TRANSFIGURACIÓN En los tres sinópticos la confesión de Pedro y el relato de la transfiguración de Jesús están enlazados entre sí por una referencia temporal. Mateo y Marcos dicen: «Seis días después tomó Jesús consigo a Pedro, a Santiago y a su hermano Juan» (Mt 17, 1; Mc 9, 2). Lucas escribe: «Unos ocho días después.» (Lc 9, 28). Esto indica ante todo que los dos acontecimientos en los que Pedro desempeña un papel destacado están relacionados uno con otro. En un primer momento podríamos decir que, en ambos casos, se trata de la divinidad de Jesús, el Hijo; pero en las dos ocasiones la aparición de su gloria está relacionada también con el tema de la pasión. La divinidad de Jesús va unida a la cruz; sólo en esa interrelación reconocemos a Jesús correctamente. Juan ha expresado con palabras esta conexión interna de cruz y gloria al decir que la cruz es la «exaltación» de Jesús y que su exaltación no tiene lugar más que en la cruz. Pero ahora debemos analizar más a fondo esa singular indicación temporal. Existen dos interpretaciones diferentes, pero que no se excluyen una a otra. Jean-Marie van Cangh y Michel van Esbroeck han analizado minuciosamente la relación del pasaje con el calendario de fiestas judías. Llaman la atención sobre el hecho de que sólo cinco días separan dos grandes fiestas judías en otoño: primero el Yom Hakkippurim, la gran fiesta de la expiación; seis días más tarde, la fiesta de las Tiendas (Sukkoí), que dura una semana. Esto significaría que la confesión de Pedro tuvo lugar en el gran día de la expiación y que, desde el punto de vista teológico, se la debería interpretar en el trasfondo de esta fiesta, única ocasión del año en la que el sumo sacerdote pronuncia solemnemente el nombre de YHWH en el sancta sanctórum del templo. La confesión de Pedro en Jesús como Hijo del Dios vivo tendría en este contexto una dimensión más profunda. Jean Daniélou, en cambio, relaciona exclusivamente la datación que ofrecen los evangelistas con la fiesta de la Tiendas, que —como ya se ha dicho— duraba una semana. En definitiva, pues, las indicaciones temporales de Mateo, Marcos y Lucas coincidirían. Los seis o cerca de ocho días harían referencia entonces a la semana de la fiesta de las Tiendas; por tanto, la transfiguración de Jesús habría tenido lugar el último día de esta fiesta, que al mismo tiempo era su punto culminante y su síntesis interna. 121


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Ambas interpretaciones tienen en común que relacionan la transfiguración de Jesús con la fiesta de las Tiendas. Veremos que, de hecho, esta relación se manifiesta en el texto mismo, lo que nos permite entender mejor todo el acontecimiento. Aparte de la singularidad de estos relatos, se muestra aquí un rasgo fundamental de la vida de Jesús, puesto de relieve sobre todo por Juan, como hemos visto en el capítulo precedente: los grandes acontecimientos de la vida de Jesús guardan una relación intrínseca con el calendario de fiestas judías; son, por así decirlo, acontecimientos litúrgicos en los que la liturgia, con su conmemoración y su esperanza, se hace realidad, se hace vida que a su vez lleva a la liturgia y que, desde ella, quisiera volver a convertirse en vida. Precisamente al analizar las relaciones entre la historia de la transfiguración y la fiesta de las Tiendas veremos que todas las fiestas judías tienen tres dimensiones. Proceden de celebraciones de la religión natural, es decir, hablan del Creador y de la creación; luego se convierten en conmemoraciones de la acción de Dios en la historia y finalmente, basándose en esto, en fiestas de la esperanza que salen al encuentro del Señor que viene, en el cual la acción salvadora de Dios en la historia alcanza su plenitud, y se llega a la vez a la reconciliación de toda la creación. Veremos que estas tres dimensiones de las fiestas profundizan más y adquieren un carácter nuevo mediante su realización en la vida y la pasión de Jesús. A esta interpretación litúrgica de la fecha se contrapone otra, defendida insistentemente sobre todo por Hartmut Gese, que no cree suficientemente fundada la relación con la fiesta de las Tiendas y, en su lugar, lee todo el texto sobre el trasfondo de Éxodo 24, la subida de Moisés al monte Sinaí. En efecto, este capítulo, en el que se describe la ratificación de la alianza de Dios con Israel, es una clave esencial para la interpretación del acontecimiento de la transfiguración. En él se dice: «La nube lo cubría y la gloria del Señor descansaba sobre el monte Sinaí y la nube lo cubrió durante seis días. Al séptimo día llamó a Moisés desde la nube» (Ex 24, 16). El hecho de que aquí —a diferencia de lo que ocurre en los Evangelios— se hable del séptimo día no impide una relación entre Éxodo 24 y el acontecimiento de la transfiguración; en cualquier caso, a mí me parece más convincente la datación basada en el calendario de fiestas judías. Por lo demás, nada tiene de extraño que en los acontecimientos de la vida de Jesús confluyan relaciones tipológicas diferentes, demostrando así que tanto Moisés como los Profetas hablan todos de Jesús. Pasemos a tratar ahora del relato de la transfiguración. Allí se dice que Jesús tomó consigo a Pedro, a Santiago y a Juan, y los llevó a un monte alto, a solas (cf. Mc 9,2). Volveremos a encontrar a los tres juntos en el monte de los Olivos (cf. Mc 14, 33), en la extrema angustia de Jesús, como imagen que contrasta con la de la transfiguración, aunque ambas están inseparablemente relacionadas entre sí. No podemos dejar de ver la relación con Éxodo 24, donde Moisés lleva consigo en su ascensión a Aarón, Nadab y Abihú, además de los setenta ancianos de Israel. De nuevo nos encontramos —como en el Sermón de la Montaña y en las noches que Jesús pasaba en oración— con el monte como lugar de máxima cercanía de Dios; de nuevo tenemos que pensar en los diversos montes de la vida de Jesús como en un todo único: el monte de la tentación, el monte de su gran predicación, el monte de la oración, el monte de la transfiguración, el monte de la angustia, el monte de la cruz y, por último, el monte de la ascensión, en el que el Señor —en contraposición a la oferta de dominio sobre el mundo en virtud del poder del demonio— dice: «Se me ha dado pleno poder en el cielo y en la tierra» (Mt 28, 18). Pero resaltan en el fondo también el Sinaí, el Horeb, el Moria, los montes de la revelación del Antiguo Testamento, que son todos ellos al mismo tiempo montes de la pasión y montes de la revelación y, a su vez, señalan al monte del templo, en el que la revelación se hace liturgia. En la búsqueda de una interpretación, se perfila sin duda en primer lugar sobre el fondo el simbolismo general del monte: el monte como lugar de la subida, no sólo externa, sino sobre todo interior; el monte como liberación del peso de la vida cotidiana, como un respirar en el aire puro de la creación; el monte que permite contemplar la inmensidad de la creación y su belleza; el monte que me da altura interior y me hace intuir al Creador. La historia añade a estas consideraciones la experiencia del Dios que habla y la experiencia de la pasión, que culmina con el sacrificio de Isaac, con el sacrificio del cordero, prefiguración del Cordero definitivo sacrificado en el monte Calvario. Moisés y Elías recibieron 122


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en el monte la revelación de Dios; ahora están en coloquio con Aquel que es la revelación de Dios en persona. «Y se transfiguró delante de ellos», dice simplemente Marcos, y añade, con un poco de torpeza y casi balbuciendo ante el misterio: «Sus vestidos se volvieron de un blanco deslumbrador, como no puede dejarlos ningún batanero del mundo» (9, 2s). Mateo utiliza ya palabras de mayor aplomo: «Su rostro resplandecía como el sol y sus vestidos se volvieron blancos como la luz» (17, 2). Lucas es el único que había mencionado antes el motivo de la subida: subió «a lo alto de una montaña, para orar»; y, a partir de ahí, explica el acontecimiento del que son testigos los tres discípulos: «Mientras oraba, el aspecto de su rostro cambió, sus vestidos brillaban de blanco» (9, 29). La transfiguración es un acontecimiento de oración; se ve claramente lo que sucede en la conversación de Jesús con el Padre: la íntima compenetración de su ser con Dios, que se convierte en luz pura. En su ser uno con el Padre, Jesús mismo es Luz de Luz. En ese momento se percibe también por los sentidos lo que es Jesús en lo más íntimo de sí y lo que Pedro trata de decir en su confesión: el ser de Jesús en la luz de Dios, su propio ser luz como Hijo. Aquí se puede ver tanto la referencia a la figura de Moisés como su diferencia: «Cuando Moisés bajó del monte Sinaí... no sabía que tenía radiante la piel de la cara, de haber hablado con el Señor» (Ex 34, 29). Al hablar con Dios su luz resplandece en él y al mismo tiempo, le hace resplandecer. Pero es, por así decirlo, una luz que le llega desde fuera, y que ahora le hace brillar también a él. Por el contrario, Jesús resplandece desde el interior, no sólo recibe la luz, sino que Él mismo es Luz de Luz. Al mismo tiempo, las vestiduras de Jesús, blancas como la luz durante la transfiguración, hablan también de nuestro futuro. En la literatura apocalíptica, los vestidos blancos son expresión de criatura celestial, de los ángeles y de los elegidos. Así, el Apocalipsis de Juan habla de los vestidos blancos que llevarán los que serán salvados (cf. sobre todo 7, 9.13; 19, 14). Y esto nos dice algo más: las vestiduras de los elegidos son blancas porque han sido lavadas en la sangre del Cordero (cf. Ap 7, 14). Es decir, porque a través del bautismo se unieron a la pasión de Jesús y su pasión es la purificación que nos devuelve la vestidura original que habíamos perdido por el pecado (cf. Lc 15, 22). A través del bautismo nos revestimos de luz con Jesús y nos convertimos nosotros mismos en luz. Ahora aparecen Moisés y Elías hablando con Jesús. Lo que el Resucitado explicará a los discípulos en el camino hacia Emaús es aquí una aparición visible. La Ley y los Profetas hablan con Jesús, hablan de Jesús. Sólo Lucas nos cuenta —al menos en una breve indicación— de qué hablaban los dos grandes testigos de Dios con Jesús: «Aparecieron con gloria; hablaban de su muerte, que iba a consumar en Jerusalén» (9, 31). Su tema de conversación es la cruz, pero entendida en un sentido más amplio, como el éxodo de Jesús que debía cumplirse en Jerusalén. La cruz de Jesús es éxodo, un salir de esta vida, un atravesar el «mar Rojo» de la pasión y un llegar a su gloria, en la cual, no obstante, quedan siempre impresos los estigmas. Con ello aparece claro que el tema fundamental de la Ley y los Profetas es la «esperanza de Israel», el éxodo que libera definitivamente; que, además, el contenido de esta esperanza es el Hijo del hombre que sufre y el siervo de Dios que, padeciendo, abre la puerta a la novedad y a la libertad. Moisés y Elías se convierten ellos mismos en figuras y testimonios de la pasión. Con el Transfigurado hablan de lo que han dicho en la tierra, de la pasión de Jesús; pero mientras hablan de ello con el Transfigurado aparece evidente que esta pasión trae la salvación; que está impregnada de la gloria de Dios, que la pasión se transforma en luz, en libertad y alegría. En este punto hemos de anticipar la conversación que los tres discípulos mantienen con Jesús mientras bajan del «monte alto». Jesús habla con ellos de su futura resurrección de entre los muertos, lo que presupone obviamente pasar primero por la cruz. Los discípulos, en cambio, le preguntan por el regreso de Elías anunciado por los escribas. Jesús les dice al respecto: «Elías vendrá primero y lo restablecerá todo. Ahora, ¿por qué está escrito que el Hijo del hombre tiene que padecer mucho y ser despreciado? Os digo que Elías ya ha venido y han hecho con él lo que han querido, como estaba escrito de él» (Mc 9, 9-13). Jesús confirma así, por una parte, la esperanza en la venida de Elías, pero al mismo 123


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tiempo corrige y completa la imagen que se habían hecho de todo ello. Identifica al Elías que esperan con Juan el Bautista, aun sin decirlo: en la actividad del Bautista ha tenido lugar la venida de Elías. Juan había venido para reunir a Israel y prepararlo para la llegada del Mesías. Pero si el Mesías mismo es el Hijo del hombre que padece, y sólo así abre el camino hacia la salvación, entonces también la actividad preparatoria de Elías ha de estar de algún modo bajo el signo de la pasión. Y, en efecto: «Han hecho con él lo que han querido, como estaba escrito de él» (Mc 9, 13). Jesús recuerda aquí, por un lado, el destino efectivo del Bautista, pero con la referencia a la Escritura hace alusión también a las tradiciones existentes, que predecían un martirio de Elías: Elías era considerado «como el único que se había librado del martirio durante la persecución; a su regreso... también él debe sufrir la muerte» (Pesch, Markusevangelium II, p. 80). De este modo, la esperanza en la salvación y la pasión son asociadas entre sí, desarrollando una imagen de la redención que, en el fondo, se ajusta a la Escritura, pero que comporta una novedad revolucionaria respecto a las esperanzas que se tenían: con el Cristo que padece, la Escritura debía y debe ser releída continuamente. Siempre tenemos que dejar que el Señor nos introduzca de nuevo en su conversación con Moisés y Elías; tenemos que aprender continuamente a comprender la Escritura de nuevo a partir de Él, el Resucitado. Volvamos a la narración de la transfiguración. Los tres discípulos están impresionados por la grandiosidad de la aparición. El «temor de Dios» se apodera de ellos, como hemos visto que sucede en otros momentos en los que sienten la proximidad de Dios en Jesús, perciben su propia miseria y quedan casi paralizados por el miedo. «Estaban asustados», dice Marcos (9, 6). Y entonces toma Pedro la palabra, aunque en su aturdimiento «... no sabía lo que decía» (9, 6): «Maestro. ¡Qué bien se está aquí! Vamos a hacer tres chozas: una para ti, otra para Moisés y otra para Elías» (9, 5). Se ha debatido mucho sobre estas palabras pronunciadas, por así decirlo, en éxtasis, en el temor, pero también en la alegría por la proximidad de Dios. ¿Tienen que ver con la fiesta de las Tiendas, en cuyo día final tuvo lugar la aparición? Hartmut Gese lo discute y opina que el auténtico punto de referencia en el Antiguo Testamento es Éxodo 33, 7ss, donde se describe la «ritualización del episodio del Sinaí»: según este texto, Moisés montó «fuera del campamento» la tienda del encuentro, sobre la que descendió después la columna de nube. Allí el Señor y Moisés hablaron «cara a cara, como habla un hombre con su amigo» (33, 11). Por tanto, Pedro querría aquí dar un carácter estable al evento de la aparición levantando también tiendas del encuentro; el detalle de la nube que cubrió a los discípulos podría confirmarlo. Podría tratarse de una reminiscencia del texto de la Escritura antes citado; tanto la exégesis judía como la paleocristiana conocen una encrucijada en la que confluyen diversas referencias a la revelación, complementándose unas a otras. Sin embargo, el hecho de que debían construirse tres tiendas contrasta con una referencia de semejante tipo o, al menos, la hace parecer secundaria. La relación con la fiesta de las Tiendas resulta plausible cuando se considera la interpretación mesiánica de esta fiesta en el judaísmo de la época de Jesús. Jean Daniélou ha profundizado en este aspecto de manera convincente y lo ha relacionado con el testimonio de los Padres, en los que las tradiciones judías eran sin duda todavía conocidas y se las reinterpretaba en el contexto cristiano. La fiesta de las Tiendas presenta el mismo carácter tridimensional que caracteriza —como ya hemos visto— a las grandes fiestas judías en general: una fiesta procedente originariamente de la religión natural se convierte en una fiesta de conmemoración histórica de las intervenciones salvíficas de Dios, y el recuerdo se convierte en esperanza de la salvación definitiva. Creación, historia y esperanza se unen entre sí. Si en la fiesta de las Tiendas, con la ofrenda del agua, se imploraba la lluvia tan necesaria en una tierra árida, la fiesta se convierte muy pronto en recuerdo de la marcha de Israel por el desierto, donde los judíos vivían en tiendas (chozas, sukkot) (cf. Lv 23,43). Daniélou cita primero a Riesenfeld: «Las Tiendas no eran sólo el recuerdo de la protección divina en el desierto, sino lo que es más importante, una prefiguración de los sukkot [divinos] en los que los justos vivirían al llegar el mundo futuro. Parece, pues, que el rito más característico de la fiesta de las Tiendas, tal como se celebraba en los tiempos del judaísmo, tenía relación con un significado escatológico muy preciso» (p. 451). En el Nuevo Testamento encontramos en Lucas 124


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las palabras sobre la morada eterna de los justos en la vida futura (16, 9). «La epifanía de la gloria de Jesús —dice Daniélou— es interpretada por Pedro como el signo de que ha llegado el tiempo mesiánico. Y una de las características de los tiempos mesiánicos era que los justos morarían en las tiendas, cuya figura era la fiesta de las Tiendas» (p. 459). La vivencia de la transfiguración durante la fiesta de las Tiendas hizo que Pedro reconociera en su éxtasis «que las realidades prefiguradas en los ritos de la fiesta se habían hecho realidad... La escena de la transfiguración indica la llegada del tiempo mesiánico» (p. 459). Al bajar del monte Pedro debe aprender a comprender de un modo nuevo que el tiempo mesiánico es, en primer lugar, el tiempo de la cruz y que la transfiguración —ser luz en virtud del Señor y con Él— comporta nuestro ser abrasados por la luz de la pasión. A partir de estas conexiones adquiere también un nuevo sentido la frase fundamental del Prólogo de Juan, en la que el evangelista sintetiza el misterio de Jesús: «Y la Palabra se hizo carne, y acampó entre nosotros» (Jn 1, 14). Efectivamente, el Señor ha puesto la tienda de su cuerpo entre nosotros inaugurando así el tiempo mesiánico. Siguiendo esta idea, Gregorio de Nisa analiza en un texto magnífico la relación entre la fiesta de las Tiendas y la Encarnación. Dice que la fiesta de las Tiendas siempre se había celebrado, pero no se había hecho realidad. «Pues la verdadera fiesta de las Tiendas, en efecto, no había llegado aún. Pero precisamente por eso, según las palabras proféticas [en alusión al Salmo 118, 27] Dios, el Señor del universo, se nos ha revelado para realizar la construcción de la tienda destruida de la naturaleza humana» (De anima, PG 46,132 B; cf. Daniélou, pp. 464-466). Teniendo en cuenta esta panorámica, volvamos de nuevo al relato de la transfiguración. «Se formó una nube que los cubrió y una voz salió de la nube: Éste es mi Hijo amado; escuchadlo» (Mc 9, 7). La nube sagrada, es el signo de la presencia de Dios mismo, la shekiná. La nube sobre la tienda del encuentro indicaba la presencia de Dios. Jesús es la tienda sagrada sobre la que está la nube de la presencia de Dios y desde la cual cubre ahora «con su sombra» también a los demás. Se repite la escena del bautismo de Jesús, cuando el Padre mismo proclama desde la nube a Jesús como Hijo: «Tú eres mi Hijo amado, mi preferido» (Mc 1, 11). Pero a esta proclamación solemne de la dignidad filial se añade ahora el imperativo: «Escuchadlo». Aquí se aprecia de nuevo claramente la relación con la subida de Moisés al Sinaí que hemos visto al principio como trasfondo de la historia de la transfiguración. Moisés recibió en el monte la Torá, la palabra con la enseñanza de Dios. Ahora se nos dice, con referencia a Jesús: «Escuchadlo». Hartmut Gese comenta esta escena de un modo bastante acertado: «Jesús se ha convertido en la misma Palabra divina de la revelación. Los Evangelios no pueden expresarlo más claro y con mayor autoridad: Jesús es la Torá misma» (p. 81). Con esto concluye la aparición: su sentido más profundo queda recogido en esta única palabra. Los discípulos tienen que volver a descender con Jesús y aprender siempre de nuevo: «Escuchadlo». Si aprendemos a interpretar así el contenido del relato de la transfiguración —como irrupción y comienzo del tiempo mesiánico—, podemos entender también las oscuras palabras que Marcos incluye entre la confesión de Pedro y la instrucción sobre el discipulado, por un lado, y el relato de la transfiguración, por otro: «Y añadió: "Os aseguro que algunos de los aquí presentes no morirán hasta que vean venir con poder el Reino de Dios"» (9, 1). ¿Qué significa esto? ¿Anuncia Jesús quizás que algunos de los presentes seguirán con vida en su Parusía, en la irrupción definitiva del Reino de Dios? ¿O acaso preanuncia otra cosa? Rudolf Pesch (II 2, p. 66s) ha mostrado convincentemente que la posición de estas palabras justo antes de la transfiguración indica claramente que se refieren a este acontecimiento. Se promete a algunos —los tres que acompañan a Jesús en la ascensión al monte— que vivirán una experiencia de la llegada del Reino de Dios «con poder». En el monte, los tres ven resplandecer en Jesús la gloria del Reino de Dios. En el monte los cubre con su sombra la nube sagrada de Dios. En el monte —en la conversación de Jesús transfigurado con la Ley y los Profetas— reconocen que ha llegado la verdadera fiesta de las Tiendas. En el monte experimentan que Jesús mismo es la Torá viviente, toda la Palabra de Dios. En el monte ven el «poder» (dynamis) del reino que llega en Cristo.

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Pero precisamente en el encuentro aterrador con la gloria de Dios en Jesús tienen que aprender lo que Pablo dice a los discípulos de todos los tiempos en la Primera Carta a los Corintios: «Nosotros predicamos a Cristo crucificado: escándalo para los judíos, necedad para los griegos; pero para los llamados a Cristo —judíos o griegos—, poder (dynamis) de Dios y sabiduría de Dios» (1, 23s) Este «poder» (dynamis) del reino futuro se les muestra en Jesús transfigurado, que con los testigos de la Antigua Alianza habla de la «necesidad» de su pasión como camino hacia la gloria (cf. Lc 24, 26s). Así viven la Parusía anticipada; se les va introduciendo así poco a poco en toda la profundidad del misterio de Jesús.

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10 NOMBRES CON LOS QUE JESÚS SE DESIGNA A SÍ MISMO Ya durante la vida de Jesús, los hombres procuraron interpretar su misteriosa figura según las categorías que les eran familiares y que deberían servir para descifrar su misterio: se le consideró un profeta, como Elías o Jeremías que había vuelto, o como Juan el Bautista (cf. Mc 8, 28). Pedro utilizó en su confesión —como hemos visto— títulos diferentes, superiores: Mesías, Hijo del Dios vivo. El intento de condensar el misterio de Jesús en títulos que interpretaran su misión, más aún, su propio ser, prosiguió después de la Pascua. Cada vez más se fueron cristalizando tres títulos fundamentales: Cristo (Mesías), Kyrios (Señor) e Hijo de Dios. El primero apenas era comprensible fuera del ámbito semita: desapareció muy pronto como título único y se fundió con el nombre de Jesús: Jesucristo. La palabra que debía servir de explicación se convirtió en nombre, y esto encierra un mensaje muy profundo: Él es una sola cosa con su misión; su cometido y su ser son inseparables. Por tanto, con razón su misión se convirtió en parte de su nombre. En cuanto a los títulos de Kyrios y de Hijo, ambos apuntaban en la misma dirección. La palabra «Señor» había pasado a ser, en el curso de la evolución del Antiguo Testamento y del judaísmo temprano, un sinónimo del nombre de Dios y, por tanto, incorporaba ahora a Jesús en su comunión ontológica con Dios, lo declaraba como el Dios vivo que se nos hace presente. También la expresión Hijo de Dios lo unía al ser mismo de Dios. No obstante, para determinar el tipo de vinculación ontológica de que se trataba fueron necesarias discusiones extenuantes desde el momento en que la fe quiso demostrar también su propia racionalidad y reconocerla claramente. ¿Se trata del Hijo en un sentido traslaticio —en el sentido de una especial cercanía a Dios—, o la palabra indicaba que en Dios se daban realmente Padre e Hijo? ¿Supone que El era realmente «igual a Dios», Dios verdadero de Dios verdadero? El primer Concilio de Nicea (325) solventó esta discusión con el término homooúsios («consustancial», de la misma sustancia), el único término filosófico que ha entrado en el Credo. Pero es un término que sirve para preservar la habilidad de la palabra bíblica; nos quiere decir: cuando los testigos de Jesús nos dicen que Jesús es «el Hijo», no lo hacen en un sentido mitológico ni político, que eran los dos significados más familiares en el contexto de la época. Es una afirmación que ha de entenderse literalmente: sí, en Dios mismo hay desde la eternidad un diálogo entre Padre e Hijo que, en el Espíritu Santo, son verdaderamente el mismo y único Dios. Existe una amplia bibliografía sobre los títulos cristológicos que encontramos en el Nuevo Testamento, pero el debate sobre este argumento no corresponde a este libro, que intenta comprender el camino de Jesús en la tierra y su mensaje, y no hacer un estudio teológico de la fe y del pensamiento de la Iglesia primitiva. En cambio, debemos prestar una atención más detallada a las denominaciones con las que Jesús se designa a sí mismo en los Evangelios. Son dos. Por un lado, se llama preferentemente «Hijo del hombre»; por otro, hay textos —sobre todo en el Evangelio de Juan— en los que se refiere a sí mismo simplemente como el «Hijo». Jesús nunca utiliza el título «Mesías» para referirse a sí mismo; el de «Hijo de Dios» lo encontramos en su boca en algunos pasajes del Evangelio de Juan. Cuando se le ha llamado Mesías o con designaciones similares —como en el caso de los demonios expulsados y en el de la confesión de Pedro—, Él ordena guardar silencio. Sobre la cruz queda plasmado, esta vez de manera pública, el título del Mesías, Rey de los judíos. Y aquí puede tranquilamente aparecer escrito en las tres lenguas del mundo de entonces (cf. Jn 19, 19s), pues por fin se le ha quitado toda ambigüedad. El tener la cruz por trono le da al título su interpretación correcta. Regnavit a ligno Deus: Dios reina desde «el madero»; así es como la Iglesia antigua ha celebrado este nuevo reinado. Analicemos ahora los dos «títulos» que, según los Evangelios, Jesús utiliza para referirse a sí mismo.

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1. EL HIJO DEL HOMBRE Hijo del hombre: esta misteriosa expresión es el título que Jesús emplea con mayor frecuencia cuando habla de sí mismo. Sólo en el Evangelio de Marcos aparece catorce veces en boca de Jesús. Más aún, en todo el Nuevo Testamento la expresión «Hijo del hombre» la encontramos sólo en boca de Jesús, con la única excepción de la visión de Esteban, a quien antes de morir se le concedió ver el cielo abierto: «Veo el cielo abierto y al Hijo del hombre de pie a la derecha de Dios» (Hch 7,56). Esteban ve en el momento de su muerte lo que Jesús había anunciado durante el proceso ante el Sanedrín: «Veréis al Hijo del hombre sentado a la derecha del Todopoderoso y venir entre las nubes del cielo» (Mc 14, 62). En este sentido, Esteban «cita» unas palabras de Jesús cuya realidad pudo contemplar precisamente en el momento del martirio. Esta constatación es importante. La cristología de los autores del Nuevo Testamento, también la de los evangelistas, no se basa en el título de Hijo del hombre, sino en los títulos de Mesías (Cristo), Kyrios (Señor) e Hijo de Dios, que comenzaron a ser usados inicialmente ya durante la vida de Jesús. La expresión «Hijo del hombre» es característica de las palabras de Jesús mismo; después, en la predicación apostólica, su contenido se traslada a otros títulos, pero ya no se adopta el título como tal. Se trata de una cuestión bien comprobada, pero en la exégesis moderna se ha desarrollado un amplio debate en torno a ella; quien intenta entrar en tal debate se encuentra en un cementerio de hipótesis contradictorias. Discutirlas no forma parte de los objetivos de este libro, aunque debemos considerar al menos sus líneas principales. Se distinguen en general tres grupos de palabras referentes al Hijo del hombre. El primero estaría compuesto por las que aluden al Hijo del hombre que ha de venir. Con ellas, sin embargo, Jesús no se designa a sí mismo, sino que precisamente se distingue del que ha de venir. El segundo grupo estaría formado por palabras que se refieren a la actuación terrena del Hijo del hombre y, el tercero, hablaría de su pasión y resurrección. La mayoría de los exegetas tienden a considerar sólo los términos del primer grupo como verdaderas palabras de Jesús; esto responde a la explicación tan extendida del mensaje de Jesús en el sentido de la escatología inminente. El segundo grupo, al que pertenecen las palabras referentes al poder del Hijo del hombre para perdonar los pecados, a su autoridad sobre el sábado, a su carencia de bienes y de patria, se habría formado —según una de las principales corrientes de estas teorías— en la tradición palestina y, en este sentido, tendría un origen muy antiguo, aunque no se podría atribuir directamente a Jesús. Las más recientes serían las afirmaciones sobre la pasión y la resurrección del Hijo del hombre, que en el Evangelio de Marcos van marcando el paso del camino de Jesús hacia Jerusalén y que sólo podrían haber sido concebidas —quizás incluso por el propio evangelista Marcos— tras estos acontecimientos. Este desmenuzamiento de las expresiones sobre el Hijo del hombre responde a una lógica que subdivide con extrema precisión los distintos aspectos de una calificación es propia del rígido modelo del pensamiento académico, pero no a la multiplicidad de lo vivo, en lo que se requiere poder expresar una totalidad formada de múltiples capas. El criterio fundamental para este tipo de exégesis se basa en la pregunta: ¿qué se podía esperar verdaderamente de Jesús dadas las circunstancias de su vida y su horizonte cultural? Evidentemente, ¡muy poco! Las expresiones comunes de soberanía y de pasión no se ajustan a Él. Se le puede considerar ciertamente «capaz» de una especie de esperanza apocalíptica atenuada, como la que era habitual entonces, pero, al parecer, nada más. Ahora bien, de este modo no se hace justicia a la fuerza del acontecimiento que supuso Jesús. Al analizar la interpretación de las parábolas de Jülicher ya decíamos que no se habría condenado a nadie a la cruz a causa de un moralismo tan modesto. Para llegar a un conflicto tan radical, para que se recurriera a aquel gesto extremo —la entrega a los romanos— tuvo que haber ocurrido o haberse dicho algo dramático. Lo grandioso y provocativo aparece precisamente en los comienzos; la Iglesia naciente tuvo que ir reconociéndolo en toda su grandeza sólo lentamente, comprendiéndolo poco a poco y profundizando en ello con el recuerdo y la reflexión. A la comunidad anónima se le atribuye una sorprendente genialidad teológica: ¿quiénes fueron las grandes 128


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figuras que concibieron esto? Pero no es así: lo grande, lo novedoso, lo impresionante, procede precisamente de Jesús; en la fe y la vida de la comunidad se desarrolla, pero no se crea. Más aún, la «comunidad» no se habría siquiera formado ni habría sobrevivido si no le hubiera precedido una realidad extraordinaria. La expresión Hijo del hombre, con la cual Jesús ocultó su misterio y al mismo fue haciéndolo accesible poco a poco, era nueva y sorprendente. No era un título habitual de la esperanza mesiánica, pero responde perfectamente al modo de la predicación de Jesús, que se expresa mediante palabras enigmáticas y parábolas, intentando conducir paulatinamente hacia el misterio, que solamente puede descubrirse verdaderamente siguiéndole a Él. «Hijo del hombre» significa en principio, tanto en hebreo como en arameo, simplemente «hombre». El paso de una a otra, de la simple palabra «hombre» a la expresión «Hijo del hombre» y viceversa —con la misteriosa alusión a una nueva conciencia de la misión— puede verse en unas palabras sobre el sábado que encontramos en los sinópticos. En Marcos se lee: «El sábado se hizo para el hombre, y no el hombre para el sábado; así que el Hijo del hombre es señor también del sábado» (2, 27s). En Mateo y Lucas falta la primera frase; en ellos, Jesús dice solamente: «El Hijo del hombre es señor del sábado» (Mt 12, 8; Lc 6, 5). Quizás se podría pensar que Mateo y Lucas omiten la primera frase porque temían que diera lugar a abusos. Sea como fuere, está claro que en Marcos las dos frases van juntas y se interpretan mutuamente. Que el sábado está hecho para el hombre y no el hombre para el sábado no es simplemente la expresión de una postura moderno -liberal, como podríamos pensar a primera vista. Ya hemos visto, al tratar el Sermón de la Montaña, que no se pueden entender así las palabras de Jesús. En el «Hijo del hombre» se pone de manifiesto el hombre, tal como debería ser en realidad. Según el «Hijo del hombre», según el criterio de Jesús, el hombre es libre y sabe usar rectamente el sábado como día de la libertad a partir de Dios y para Dios. «El Hijo del hombre es el señor del sábado»: se aprecia aquí toda la grandeza de la reivindicación de Jesús, que interpreta la Ley con plena autoridad porque El mismo es la Palabra originaria de Dios. Y se aprecia en consecuencia qué tipo de nueva libertad le corresponde al hombre en general: una libertad que nada tiene que ver con la simple arbitrariedad. En las palabras sobre el sábado es importante el enlace entre «hombre» e «Hijo del hombre»; vemos cómo esta palabra, de por sí genérica, se convierte en expresión de la dignidad especial de Jesús. En tiempos de Jesús, «Hijo del hombre» no existía como título. No obstante, hay una primera alusión a él en la visión sobre la historia universal contenida en el Libro de Daniel basada en las cuatro fieras y el «Hijo del hombre». El vidente contempla cómo se suceden los poderes dominantes del mundo en figura de cuatro grandes fieras que salen del mar, que vienen «de abajo», y representan así un poder que se basa sobre todo en la violencia, un poder «animal». De este modo, Daniel traza una imagen sombría y muy inquietante de la historia del mundo. Aunque la visión no se queda sólo en los aspectos negativos: a la primera fiera, un león con alas de águila, le arrancaron las alas; «la alzaron del suelo, la pusieron de pie como un hombre y le dieron una mente humana» (7,4). La humanización del poder es posible, incluso en nuestro tiempo: el poder puede adquirir un semblante humano. Pero esta salvación es relativa; la historia continúa y en su desarrollo se va haciendo todavía más oscura. Sin embargo, luego —tras la máxima exaltación del poder del malvado— ocurre algo totalmente diverso. El vidente ve como en lejanía al verdadero Señor del mundo en la figura de un anciano que pone fin a toda la visión: «Vi venir una especie de hombre entre las nubes del cielo... A él se le dio poder, honor y reino. Y todos los pueblos, naciones y lenguas le sirvieron. Su poder es eterno... Su reino no acabará» (7, 13s). El hombre venido de lo alto se contrapone a las fieras que salen del abismo. Así como aquellas bestias abismales personifican los reinos del mundo habidos hasta ahora, la imagen del «hijo del hombre» que «viene entre las nubes», preanuncia un reino totalmente nuevo, un reino de «humanidad», un reino de ese poder verdadero que proviene de Dios mismo. Con este reino aparece la auténtica universalidad, la positiva, la definitiva y siempre calladamente deseada forma de la historia. El «hijo del 129


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hombre» que llega desde arriba es, pues, lo opuesto a las fieras que salen del fondo del mar; como tal, no es propiamente una figura individual, sino la representación del «reino» en el que el mundo alcanzará su meta final. En la exégesis está muy extendida la hipótesis de que tras este texto podría esconderse una versión según la cual «el hijo del hombre» indicaba también una figura individual; pero, en todo caso, no conocemos esta variante; se trata sólo de una mera conjetura. Los textos tantas veces citados de 4 Esdras 13 y de Enoc el etíope, en los que se representa al hijo del hombre como una figura individual, son más recientes que el Nuevo Testamento y, por ello, no pueden considerarse como una fuente de éste. Naturalmente, resultaba fácil relacionar la visión del hijo del hombre con la esperanza mesiánica y con la figura del Mesías mismo, pero no tenemos textos anteriores a la actividad de Jesús que demuestren un proceso de este tipo. Así pues, la imagen del Hijo del hombre sigue representando aquí el futuro reino de la salvación, una visión en la que Jesús pudo haberse inspirado, pero a la que dio nueva forma, poniendo esta expectativa en relación consigo mismo y con su actividad. Centrémonos ahora en las palabras de Jesús. Ya hemos visto que un primer grupo de afirmaciones sobre el Hijo del hombre se refieren a su llegada futura. La mayor parte de éstas se encuentran en las palabras de Jesús sobre el fin del mundo (cf. Mc 13, 24-27) y en su proceso ante el Sanedrín (cf. Mc 14, 62). Las trataremos, por ello, en el segundo volumen de esta obra. Quisiera señalar aquí sólo un punto importante: se trata de palabras que se refieren a la gloria futura de Jesús, a su venida para juzgar y para reunir a los justos, los «elegidos». Pero no podemos pasar por alto que son palabras pronunciadas por Aquel que se encuentra ante sus jueces como acusado y escarnecido y que, precisamente en estas palabras, se entrelazan inseparablemente la gloria y la pasión. De la pasión no se habla, es cierto, pero es la realidad en que Jesús se encuentra y desde la que habla. Un resumen muy peculiar de esta relación lo encontramos en la parábola del juicio final transmitida por Mateo (cf. 25, 31-46), en la que el «Hijo del hombre», en el momento del juicio, se identifica con los hambrientos y los sedientos, con los forasteros, los desnudos, los enfermos y los encarcelados, con todos los que sufren en este mundo, y considera el comportamiento que se ha tenido con ellos como si se hubiera tenido con Él mismo. Esta no es una ficción posterior del juez universal. Al hacerse hombre, Él ha efectuado esta identificación de manera extremadamente concreta. Él es quien no tiene posesiones ni patria, quien no tiene dónde reclinar la cabeza (cf. Mt 8,19; Lc 9,58). Él es el prisionero, el acusado y el que muere desnudo en la cruz. La identificación del Hijo del hombre, que juzga al mundo, con los que sufren de cualquier modo presupone la identidad del juez con el Jesús terrenal y muestra la unión interna de cruz y gloria, de existencia terrena en la humildad y de plena potestad futura para juzgar al mundo. El Hijo del hombre es uno solo: Jesús. Esta identidad nos indica el camino, nos manifiesta el criterio por el que se juzgará nuestra vida en su momento. Naturalmente, la crítica no considera estas palabras sobre el Hijo del hombre futuro como auténticamente jesuánicas. Sólo dos textos de este grupo, en la versión de Lucas, se aceptan —en cualquier caso sólo por una parte de la exégesis crítica—como auténticas palabras de Jesús, porque se las considera como palabras que con toda probabilidad «podían» haber sido pronunciadas por Él. En primer lugar Lucas 12, 8s: «Y os digo que, si uno se pone de mi parte ante los hombres, también el Hijo del hombre se pondrá de su parte ante los ángeles de Dios. Y si uno me reniega ante los hombres, lo renegarán a él ante los ángeles de Dios...». El segundo texto es Lucas 17, 24s: «Como el fulgor del relámpago brilla de un horizonte a otro, así será el Hijo del hombre en su día. Pero antes tiene que padecer mucho y ser reprobado por esta generación...». El motivo por el que se aceptan estos textos estriba en que en ellos, aparentemente, se distingue entre el Hijo del hombre y Jesús; sobre todo en la primera cita parece evidente que el Hijo del hombre no coincide con el Jesús que está hablando. A este respecto, se ha de notar ante todo que al menos la tradición más antigua no lo ha entendido así. En el texto paralelo de Marcos 8,38 («Quien se avergüence de mí y de mis palabras en esta época descreída y malvada, también el Hijo del hombre se avergonzará de él cuando venga con la gloria de su Padre entre sus santos ángeles») la identificación no se expresa claramente, pero es innegable a la luz de la estructura de la frase. En la versión que nos da Mateo del mismo texto falta la expresión «Hijo del hombre». Mucho más evidente resulta la identificación del Jesús terrenal con el juez que ha de venir: «Si 130


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uno me niega ante los hombres, yo también lo negaré ante mi Padre del cielo» (Mt 10, 33). Pero también en el texto de Lucas vemos perfectamente claro la identidad a partir del contenido en su conjunto. Es cierto que Jesús habla de esa forma enigmática que le caracteriza, dejando al oyente el último paso para comprender. Sin embargo, la identificación funcional que hay en el paralelismo entre reconocimiento y negación, ahora y en el juicio, ante Jesús y ante el Hijo del hombre, sólo tiene sentido sobre la base de la identidad ontológica. Los jueces del Sanedrín entendieron correctamente a Jesús, y Él tampoco los corrigió diciendo, por ejemplo: «Mc entendéis mal; el Hijo del hombre que ha de venir es otro». La unidad interna entre la kénosis vivida por Jesús (cf. Flp 2, 5-10) y su venida gloriosa es el motivo permanente de la actuación y la predicación de Jesús, es precisamente lo novedoso, lo «auténticamente jesuánico» que no ha sido inventado, sino que constituye más bien el aspecto esencial de su figura y de sus palabras. Los distintos textos tienen su puesto dentro de un contexto y no se entienden mejor cuando se los aisla de él. A diferencia de Lucas 12, 8s, donde una operación semejante podría encontrar más fácilmente un punto de apoyo, este hecho resulta todavía más evidente en el segundo texto: Lucas 17,24s. En efecto, aquí la conexión se efectúa con claridad. El Hijo del hombre no vendrá aquí o allá, sino que brillará para todos como un relámpago de horizonte a horizonte, de modo que todos lo verán a El, al que han atravesado (cf. Ap 1, 7); pero antes El —precisamente este Hijo del hombre— tiene que sufrir mucho y ser repudiado. La profecía de la pasión y el anuncio de la gloria están inseparablemente unidos. Los textos se refieren claramente a la misma e idéntica persona: precisamente a Aquel que, cuando pronuncia estas palabras, estaba ya en camino hacia la pasión. También encontramos estos dos aspectos en las palabras con que Jesús habla en presente de su actuación. Ya hemos comentado brevemente la afirmación que El hace, según la cual, como Hijo del hombre, El es señor del sábado (cf. Mc 2,28). En este punto se aprecia precisamente lo que Marcos describe en otro lugar del siguiente modo: «Se quedaron asombrados de su enseñanza, porque no enseñaba como los letrados, sino con autoridad» (Mc 1, 22). Jesús se pone en la parte del legislador, de Dios; no es intérprete, sino Señor. Esto se ve más claramente aún en el relato del paralítico, al que sus amigos deslizaron en su camilla desde la techumbre hasta los pies del Señor. En lugar de pronunciar unas palabras para curarlo, como esperaban tanto el paralítico como sus amigos, lo primero que le dijo Jesús fue: «Hijo, tus pecados te son perdonados» (Mc 2, 5). Perdonar los pecados es algo que sólo corresponde a Dios, objetaron indignados los escribas. Si Jesús atribuye este poder al «Hijo del hombre» es porque da a entender que tiene la misma dignidad que Dios y que actúa a partir de ella. Sólo tras perdonarle los pecados llegan las palabras esperadas: «"Pues para que veáis que el Hijo del hombre tiene potestad en la tierra para perdonar los pecados"..., entonces dijo al paralítico: "Contigo hablo, levántate, toma tu camilla y vete a tu casa"» (Mc 2, lOs). Es precisamente esta reivindicación de divinidad lo que le lleva a la pasión. En este sentido, las palabras de autoridad de Jesús se orientan hacia su pasión. Llegamos al tercer tipo de palabras sobre el Hijo del hombre: los preanuncios de la pasión. Ya hemos visto que los tres anuncios de la pasión del Evangelio de Marcos, que estructuran tanto el texto como el camino de Jesús mismo, indican cada vez con mayor nitidez su destino próximo y la necesidad intrínseca del mismo. Encuentran su punto central y su culminación en la frase que sigue al tercer anuncio de la pasión y su aclaración, estrechamente unida a ella, sobre el servir y el mandar: «Porque el Hijo del hombre no ha venido para que le sirvan, sino para servir y dar su vida en rescate por todos» (Mc 10, 45). Con la citación de una palabra tomada de los cantos del siervo de Dios sufriente (cf. Is 53), aparece en la imagen del Hijo del hombre otro filón de la tradición del Antiguo Testamento. Jesús, que por un lado se identifica con el futuro juez del mundo, por otro lado se identifica aquí con el siervo de Dios que padece y muere, y que el profeta había previsto en sus cantos. De este modo se aprecia la unión de sufrimiento y «exaltación», de abajamiento y elevación. El servir es la verdadera forma de reinar y nos deja presentir algo de cómo Dios es Señor, del «reinado de Dios». En la pasión y en la muerte, la vida del Hijo del hombre se convierte también en «pro-existencia» (existir para los demás); se convierte en liberador y salvador para «todos»: no sólo para los hijos de Israel dispersos, sino para todos los hijos de 131


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Dios dispersos (cf. Jn 11, 52), para la humanidad. En su muerte «por todos» traspasa los límites de tiempo y de lugar, se hace realidad la universalidad de su misión. La exégesis más antigua ha considerado que lo realmente novedoso y especial de la idea que Jesús tenía del Hijo del hombre, más aún, la base de su autoconciencia, es la fusión de la visión de Daniel sobre el «hijo del hombre» que ha de venir con las imágenes del «siervo de Dios» que sufre transmitidas por Isaías. Y esto con toda la razón. Debemos añadir, sin embargo, que la síntesis de las tradiciones del Antiguo Testamento que hace Jesús en su imagen del Hijo del hombre es aún más amplia e incluye además otros filones y veneros pertenecientes a estas tradiciones. Así, en la respuesta de Jesús a la pregunta de si era el Mesías, el Hijo del Bendito, se funden Daniel 7 y el Salmo 110: Jesús se ve a sí mismo como el que está sentado «a la derecha de Dios», como dice el salmo sobre el futuro rey y sacerdote. Por otro lado, en el tercer anuncio de la pasión, en las palabras de rechazo de los letrados, los sumos sacerdotes y los escribas (cf. Mc 8, 31) se inserta el Salmo 118 con la alusión a la piedra que desecharon los arquitectos y se convierte en la piedra angular (v. 22); se advierte también una relación con la parábola de los viñadores infieles, en la que el Señor usa esta expresión para anunciar su rechazo y su resurrección, así como la nueva comunidad futura. A través de esta referencia a la parábola se perfila también la identificación entre el «Hijo del hombre» y el «Hijo predilecto» (cf. Mc 12, 1-12). Por último, también está presente la corriente de la literatura sapiencial: el segundo capítulo del Libro de la Sabiduría describe la hostilidad de los «impíos» frente al justo: «Se gloría de tener por Padre a Dios... Si es justo, el hijo de Dios, él lo auxiliará... Lo condenaremos a muerte ignominiosa» (vv. 16-20). Según Volker Hampel las palabras acerca del rescate de Jesús no se han de interpretar a la luz de Isaías 53, 10-12, sino de Proverbios 21, 18 e Isaías 43, 3, lo que me parece harto improbable (en Schnackenburg, Die Personjesu Christi, p. 74). El auténtico punto de referencia sigue siendo Isaías 53; lo que nos muestran otros textos es sólo que existe un amplio campo de referencias para esta visión fundamental. Jesús vivió conforme a la Ley y a los Profetas en su conjunto, como decía siempre a sus discípulos. Consideró su propia existencia y su obra como la unión y el sentido de este conjunto. Juan lo expresa en su Prólogo diciendo que Jesús mismo es «la Palabra»; «en él todas las promesas han recibido un "sí"», escribe Pablo (2 Co 1, 20). En la enigmática expresión «Hijo del hombre» descubrimos con claridad la esencia propia de la figura de Jesús, de su misión y de su ser. Proviene de Dios, es Dios. Pero precisamente así —asumiendo la naturaleza humana— es portador de la verdadera humanidad. «Mc has preparado un cuerpo», dice a su Padre según la Carta a los Hebreos (10, 5), transformando así las palabras de un Salmo en las que se dice: «Mc abriste el oído» (Sal 40, 7). En el Salmo significa que la vida viene de la obediencia, del sí a la palabra de Dios, no de los sacrificios expiatorios y los holocaustos. Ahora, el que es la Palabra asume Él mismo un cuerpo; viene de Dios como hombre y atrae a sí toda la existencia humana, la lleva al interior de la palabra de Dios, la transforma en «oído» para escuchar a Dios y, por tanto, en «obediencia», en «reconciliación» entre Dios y los hombres (cf. 2 Co 5, 18-20). El mismo se convierte en el verdadero «sacrificio» al entregarse por completo en obediencia y amor, amando «hasta el extremo» (Jn 13, 1). Viene de Dios y fundamenta así el verdadero ser del hombre. Como dice Pablo, contrariamente al primer hombre, que era y es de tierra, Él es el segundo hombre, el hombre definitivo (el último), el «celestial», y es «espíritu dador de vida» (1 Co 15,45-49). Viene, y a la vez es el nuevo «reino». No es solamente una persona, sino que nos hace a todos «uno» en El (cf. Ga 3, 28), nos transforma en una nueva humanidad. El colectivo que Daniel descubre en lontananza («una especie de hombre») se convierte en una persona, pero en su «por muchos» la persona supera los límites del individuo y abarca a «muchos», se hace con todos «un cuerpo y un espíritu» (cf. 1 Co 6,17). Este es el «seguimiento» al que Jesús nos llama: dejarnos conducir dentro de su nueva humanidad y, con ello, a la comunión con Dios. Escuchemos de nuevo lo que dice Pablo al respecto: «Igual que el terreno [el primer hombre, Adán] son los hombres terrenos; igual que el celestial, son los celestiales» (1 Co 15, 48). La expresión «Hijo del hombre» ha quedado reservada a Jesús, pero la nueva visión de la unión de Dios y hombre que se expresa en ella se encuentra presente e impregna todo el Nuevo Testamento. A lo que tiende el seguimiento de Jesucristo es a esa humanidad nueva que viene de Dios. 132


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2. EL HIJO Al comienzo de este capítulo hemos visto brevemente cómo los dos títulos, «Hijo de Dios» e «Hijo» (sin añadiduras), son distintos entre sí; se diferencian en su origen y en su significado, si bien luego en la configuración de la fe cristiana ambos significados se sobreponen y se entremezclan. Dado que ya he tratado toda la cuestión con cierto detalle en mi obra Introducción al cristianismo, me ocuparé aquí sólo brevemente del análisis del título «Hijo de Dios». La expresión «Hijo de Dios» se deriva de la teología política del antiguo Oriente. Tanto en Egipto como en Babilonia, el rey recibía el título de «hijo de Dios»; el ritual de entronización era considerado como «ser engendrado» como hijo de Dios, que en Egipto se entendía tal vez en sentido real, como un origen divino misterioso, mientras que en Babilonia, de un modo más modesto, parecer ser, como una especie de acto jurídico, una adopción divina. Estos conceptos se adoptaron en Israel en un doble sentido, al mismo tiempo que fueron transformados por la fe de Israel. Dios mismo encarga a Moisés decirle al faraón: «Así dice el Señor: Israel es mi primogénito, y te ordeno que dejes salir a mi hijo, y yo te ordeno que dejes salir a mi hijo para que me sirva» (Ex 4, 22s). Los pueblos son la gran familia de Dios, Israel es el «hijo primogénito» y, como tal, pertenece de modo especial a Dios con todo lo que la «primogenitura» significaba en el antiguo Oriente. Durante la consolidación del reino davídico la ideología monárquica del antiguo Oriente se traslada al rey en el monte de Sión. En las palabras de Dios con las que Natán anuncia a David la promesa de la permanencia eterna de su casa, se dice: «Estableceré después de ti a un descendiente tuyo, un hijo de tus entrañas y consolidaré su reino... Yo seré para él un padre y él será para mí un hijo; si se tuerce, lo corregiré... Pero no le retiraré mi lealtad.» (2 S 7, 12ss; cf. Sal 89, 27s y 37s). Sobre esto se basa después el ritual de entronización de los reyes de Israel que encontramos en el Salmo 2, 7s: «Voy a proclamar el decreto del Señor; él me ha dicho: "tú eres mi hijo, yo te he engendrado hoy. Pídemelo: te daré en herencia las naciones, en posesión los confines de la tierra...». Aquí hay tres cosas claras. El privilegio de Israel de ser el primogénito de Dios se concreta en el rey; él personifica la dignidad de Israel. Esto significa, en segundo lugar, que la antigua ideología monárquica, el engendramiento mítico por obra de Dios, se deja de lado y se sustituye por la teología de la elección. El «ser engendrado» consiste en la elección; en el hoy del acto de entronización toma cuerpo la acción electiva de Dios, que convierte a Israel y al rey que lo representa en su «hijo». En tercer lugar, también se ve claramente que la promesa del dominio sobre los pueblos — tomada de los grandes reyes de Oriente— resulta muy desproporcionada comparada con la concreta realidad del rey del monte de Sión. Este es sólo un pequeño soberano con un poder frágil, que al final termina en el exilio y cuyo reino sólo se pudo restaurar por un breve periodo de tiempo y siempre en dependencia de las grandes potencias. Así, el oráculo sobre el rey de Sión fue desde el principio una palabra de esperanza en el rey que habría de venir, una expresión que apunta más allá del instante presente, del «hoy» del entronizado. El cristianismo de los orígenes adoptó enseguida este término, reconociendo que se hizo realidad en la resurrección de Jesús. Según Hechos 13, 32s, en su grandiosa exposición de la historia de la salvación que desemboca en Cristo, Pablo dice a los judíos reunidos en la sinagoga de Antioquía de Pisidia: «La promesa que Dios hizo a nuestros padres, nos la ha cumplido a los hijos resucitando a Jesús. Así está escrito en el salmo segundo: "Tú eres mi hijo, yo te he engendrado hoy"». Podemos considerar seguramente estas palabras como una muestra de la incipiente predicación misionera a los judíos, en la que encontramos la lectura cristológica del Antiguo Testamento por parte de la Iglesia primitiva. Por tanto, encontramos aquí una tercera fase de la transformación de la teología política del antiguo Oriente: si en Israel y en el reinado de David ésta se había mezclado con la teología de la elección de la Antigua Alianza, y a medida que se desarrollaba el reinado davídico se había convertido cada vez más en expresión de la esperanza en el rey futuro, ahora se cree que la resurrección de Jesús es ese mismo «hoy» que esperaba el Salmo. Ahora Dios ha constituido a su rey, al que de hecho le da en herencia los pueblos. Pero esta «soberanía» sobre los pueblos de la tierra ya no tiene un carácter político. Este rey no subyugará a sus pueblos con su cetro de hierro (cf. Sal 2,9); reina desde la cruz, de un modo totalmente nuevo. La universalidad se realiza en la forma humilde de la comunión en la fe; este rey reina a través de 133


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la fe y el amor, no de otro modo. Esto nos permite entender de una manera nueva y definitiva las palabras de Dios: «Tú eres mi hijo, yo te he engendrado hoy». La expresión «Hijo de Dios» se distancia de la esfera del poder político y se convierte en expresión de una unión especial con Dios que se manifiesta en la cruz y en la resurrección. Sin embargo, a partir de este contexto del Antiguo Testamento no se puede comprender la profundidad a la que llega esta unión, este ser Hijo de Dios. Para descubrir el significado completo de esta expresión se necesita la confluencia de otras corrientes de la fe bíblica, así como del testimonio personal de Jesús. Antes de pasar al simple título de «el Hijo» que Jesús se da a sí mismo, confiriendo un significado definitivo y «cristiano» al título de «Hijo de Dios», que proviene originalmente del ámbito político, hemos de concluir el desarrollo histórico de la expresión misma. En efecto, de ella forma parte el hecho de que el emperador Augusto, bajo cuyo reinado nació Jesús, aplicó en Roma la teología monárquica del antiguo Oriente proclamándose a sí mismo «hijo del divino» (César), hijo de Dios (cf. P. Wülfing v. Martitz, ThWNT VIII, pp. 334-340. espec. 336). Si bien en Augusto sucedió todavía con gran cautela, el culto al emperador romano que comenzó poco después significará la plena pretensión de la condición de hijo de Dios y, con ello, se introdujo la adoración divina del emperador en Roma, convirtiéndose entonces en vinculante para todo el Imperio. Así pues, en este momento de la historia se encuentran por un lado la pretensión de la realeza divina por parte del emperador romano y, por otro, la convicción cristiana de que Cristo resucitado es el verdadero Hijo de Dios, al que pertenecen los pueblos de la tierra y el único al que, en la unidad de Padre, Hijo y Espíritu Santo, le corresponde la adoración debida a Dios. La fe de por sí apolítica de los cristianos, que no pretende poder político alguno, sino que reconoce a la autoridad legítima (cf. Km 13, 1-7), en el título de «Hijo de Dios» choca inevitablemente con la exigencia totalitaria del poder político imperial, y chocará siempre con los poderes políticos totalitarios, viéndose forzada a ir al encuentro del martirio, en comunión con el Crucificado, que sólo reina «desde el madero». Hay que hacer una neta distinción entre la expresión «Hijo de Dios», con toda su compleja historia, y la simple palabra «Hijo», que encontramos fundamentalmente sólo en boca de Jesús. Fuera de los Evangelios aparece cinco veces en la Carta a los Hebreos (cf. 1, 2.8; 3, 6; 5, 8; 7, 28), un texto muy cercano al Evangelio de Juan, y una vez en Pablo (cf. 1 Co 15,28); como denominación que Jesús se da a sí mismo en Juan, aparece cinco veces en la Primera Carta de Juan y una en la Segunda Carta. Resulta decisivo el testimonio del Evangelio de Juan (allí encontramos la palabra dieciocho veces) y la exclamación de júbilo mesiánico recogida por Mateo (cf. 11, 25ss) y Lucas (cf. 10,21s), que se considera frecuentemente —y con razón— como un texto de Juan puesto en el marco de la tradición sinóptica. Analicemos en primer lugar esta exclamación de júbilo mesiánico: «En aquel tiempo, Jesús exclamó: "Te doy gracias, Padre, Señor de cielo y tierra, porque has escondido estas cosas a los sabios y entendidos, y se las has revelado a la gente sencilla. Sí, Padre, así te ha parecido mejor. Todo me lo ha entregado mi Padre, y nadie conoce al Hijo más que el Padre; y nadie conoce al Padre sino el Hijo y aquel a quien el Hijo se lo quiera revelar"» (Mt 11, 25s; cf. Lc 10, 21s). Comencemos por esta última frase, a partir de la cual se esclarece el conjunto. Sólo el Hijo «conoce» realmente al Padre: el conocer comporta siempre de algún modo la igualdad. «Si el ojo no fuera como el sol, no podría reconocer el sol», ha escrito Goethe comentando unas palabras de Plotino. Todo proceso cognoscitivo encierra de algún modo un proceso de equiparación, una especie de unificación interna de quien conoce con lo conocido, que varía según el nivel ontológico del sujeto que conoce y del objeto conocido. Conocer realmente a Dios exige como condición previa la comunión con Dios, más aún, la unidad ontológica con Dios. Así, en su oración de alabanza, el Señor dice lo mismo que leemos en las palabras finales del Prólogo de Juan, ya comentadas otras veces: «A Dios nadie lo ha visto jamás. El Hijo único, que está en el seno del Padre, es quien lo ha dado a conocer» (1,18). Estas palabras fundamentales —como se muestra ahora— son la explicación de lo que se desprende de la oración de Jesús, de su diálogo filial. Al mismo tiempo, queda claro qué es «el Hijo», lo que significa esta expresión: significa perfecta comunión en el conocer, que es a la vez perfecta comunión en el ser. La unidad del conocer sólo es posible porque hay unidad en el ser. 134


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Sólo el «Hijo» conoce al Padre, y todo verdadero conocimiento del Padre es participación en el conocimiento del Hijo, una revelación que es un don (Él «lo ha dado a conocer», dice Juan). Sólo conoce al Padre aquel a quien el Hijo «se lo quiera revelar». Pero, ¿a quién se lo quiere revelar el Hijo? La voluntad del Hijo no es arbitraria. Las palabras que se refieren a la voluntad de revelación del Hijo en Mateo 11, 27, remiten al versículo inicial 25, donde el Señor dice al Padre: «Se las has revelado a la gente sencilla». Si ya antes hemos visto la unidad del conocimiento entre el Padre y el Hijo, en la conexión entre los versículos 25 y 21 podemos apreciar la unidad de ambos en la voluntad. La voluntad del Hijo es una sola cosa con la voluntad del Padre. Este es un motivo recurrente en los Evangelios. El Evangelio de Juan pone de relieve con especial énfasis que Jesús concuerda totalmente con la voluntad del Padre. Este proceso para llegar al con-sentimiento se presenta de modo dramático en el monte de los Olivos, cuando Jesús toma la voluntad humana y la introduce en su voluntad filial y, de esta manera, la incluye dentro de la unidad de voluntad con el Padre. Aquí es donde habría que situar la tercera petición del Padrenuestro: en ella pedimos que se cumpla en nosotros el drama del monte de los Olivos, la lucha interna de toda la vida y la obra de Jesús; pedimos que, unidos a El, el Hijo, con-sintamos con la voluntad del Padre y seamos, así, hijos también nosotros: en la unidad de voluntad, que se hace unidad de conocimiento. Con esto se puede entender el comienzo de la exclamación de júbilo, que en un primer momento puede parecer desconcertante. El Hijo quiere implicar en su conocimiento de Hijo a todos los que el Padre quiere que participen de él: «Nadie puede venir a mí si no lo atrae el Padre que me ha enviado», dice Jesús en este sentido durante el sermón sobre el pan en Cafarnaún (Jn 6, 44). Pero, ¿a quién atrae el Padre? «No a los sabios y entendidos», nos dice el Señor, sino a la gente sencilla. Esta es ante todo simplemente la experiencia concreta de Jesús: no lo conocen los escribas, los que por profesión se ocupan de Dios; ellos se enredan en la maraña de su conocimiento de los detalles. Todo su saber les ciega a la sencilla visión del conjunto, de la realidad de Dios mismo que se revela; en efecto, esto no resulta muy fácil para uno que sabe tanto de los problemas complejos. Pablo expresa la misma experiencia añadiendo más: «El mensaje de la cruz es necedad para los que están en vías de perdición; pero para los que están en vías de salvación —para nosotros— es fuerza de Dios. Dice la Escritura: "destruiré la sabiduría de los sabios, frustraré la sagacidad de los sagaces" [cf. Is 29, 14]... Y si no, hermanos, fijaos en vuestra asamblea: no hay en ella muchos sabios en lo humano, ni muchos poderosos, ni muchos aristócratas; todo lo contrario, lo necio del mundo lo ha escogido Dios para humillar a los sabios; lo débil del mundo lo ha escogido Dios para humillar a los fuertes... De modo que nadie pueda gloriarse en presencia del Señor» (1 Co 1,18.26-29). «Que nadie se engañe. Si alguno de vosotros se cree sabio en este mundo, que se haga necio para llegar a ser sabio» (1 Co 3, 18). Pero ¿qué se quiere decir con este «hacerse necio», con este «hacerse débil» que permite al hombre acoger la voluntad de Dios y, en consecuencia, conocerlo? El Sermón de la Montaña nos da la clave para descubrir el fundamento interno de esa singular experiencia y, con ello, también el camino de la conversión, de ese estar abiertos a la participación en el conocimiento del Hijo: «Dichosos los limpios de corazón, porque ellos verán a Dios», leemos en Mateo 5, 8. La pureza de corazón es lo que nos permite ver. Consiste en esa sencillez última que abre nuestra vida a la voluntad reveladora de Jesús. Se podría decir también: nuestra voluntad tiene que ser la voluntad del Hijo. Entonces conseguiremos ver. Pero ser hijo significa existir en una relación; es un concepto de relación. Comporta abandonar la autonomía que se encierra en sí misma e incluye lo que Jesús quería decir con sus palabras sobre el hacerse niño. De este modo podemos comprender también la paradoja que se desarrolla ulteriormente en el Evangelio de Juan: que Jesús, estando sometido totalmente al Padre como Hijo, está precisamente por ello en total igualdad con el Padre, es verdaderamente igual a El, es uno con El. Volvamos a la exclamación de júbilo. Este ser uno con el Padre que, como hemos visto en los versículos 25 y 27, se puede entender como ser uno en la voluntad y el conocimiento, enlaza en la primera mitad del versículo 27 con la misión universal de Jesús y, por tanto, en relación con la historia universal: «Todo me lo ha entregado mi Padre». Si analizamos en toda su profundidad la exclamación de júbilo de los sinópticos, podemos apreciar cómo en ella está contenida toda la teología del Hijo que encontramos en 135


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Juan. También allí el ser Hijo consiste en un conocimiento mutuo y una unidad en la voluntad; también allí el Padre es el dador, pero que ha confiado «todo» al Hijo, convirtiéndole precisamente por ello en Hijo, en igual a Él: «Todo lo mío es tuyo, y todo lo tuyo es mío» (Jn 17, 10). Y también allí este «dar» del Padre llega hasta la creación, al «mundo»: «Tanto amó Dios al mundo, que entregó a su Hijo unigénito» (Jn 3, 16). La palabra «unigénito» remite, por un lado, al Prólogo, donde el Logos es definido como el «unigénito Dios»: monogenes theos» (1, 18). Pero, por otro, recuerda a Abraham, que no le negó a Dios a su hijo, a su «único hijo» (Gn 22, 2.12). El «dar» del Padre se consuma en el amor del Hijo «hasta el extremo» (Jn 13, 1), esto es, hasta la cruz. El misterio de amor trinitario que se perfila en la palabra «Hijo» es uno con el misterio de amor en la historia que se cumple en la Pascua de Jesús. En Juan, la expresión «el Hijo» encuentra también su lugar en la oración de Jesús, que sin embargo es diferente a la oración de las criaturas: es el diálogo de amor en Dios mismo, el diálogo que es Dios. Así, a la palabra «Hijo» le corresponde el simple apelativo de «Padre», que el evangelista Marcos ha conservado para nosotros en su forma aramea primitiva, «Abbá», en la escena del monte de los Olivos. En diversos estudios minuciosos, Joachim Jeremías ha demostrado la singularidad de esta forma que tiene Jesús de llamar a Dios que, dada su intimidad, era impensable en el ambiente en que Jesús se movía. En ella se expresa la «unicidad» del «Hijo». Pablo nos dice que los cristianos, gracias a la participación en el Espíritu de Hijo que Jesús les ha dado, están autorizados a decir: «Abbá, Padre» (cf. Rm 8,15; Ga 4,6). Con ello queda claro que este nuevo modo de rezar de los cristianos sólo es posible a partir de Jesús, a partir de El, el Unigénito. La palabra Hijo, con su correspondiente de Padre-Abbá, nos permite asomarnos al interior de Jesús, más aún, al interior de Dios mismo. La oración de Jesús es el verdadero origen de la expresión «el Hijo». No tiene antecedentes en la historia, de la misma manera que el Hijo mismo «es nuevo», aunque en él confluyan Moisés y los Profetas. El intento de reconstruir, a partir de la literatura postbíblica, como las Odas de Salomón (siglo II d.C), por ejemplo, unos antecedentes precristianos, «gnósticos», de los cuales dependería el mismo Juan, carece de sentido si se respetan las posibilidades y los límites del método histórico. Existe la originalidad de Jesús. Sólo El es «el Hijo».

3. «YO SOY» En las palabras de Jesús que nos llegan a través de los Evangelios existe —sobre todo en Juan, pero también (si bien no tan claramente expresado y en menor proporción) en los sinópticos— el grupo de las expresiones «Yo soy» enunciadas en dos formas. Unas veces Jesús dice simplemente, sin más: «Yo soy», «que yo soy»; en el segundo grupo el «Yo soy» se ve completado en su contenido por una serie de imágenes: Yo soy la luz del mundo, la vid verdadera, el buen pastor... Este segundo grupo parece en principio más fácilmente comprensible, mientras que el primero resulta mucho más enigmático. Quisiera concentrarme sólo en tres pasajes de Juan, en los cuales la fórmula aparece en su forma más simple y a la vez más rigurosa, para pasar después a una palabra sinóptica que tiene un claro paralelo en Juan. Las dos afirmaciones más importantes se encuentran en la disputa que sigue a las palabras de Jesús durante la fiesta de las Tiendas, y en las que se presenta a sí mismo como fuente de agua viva (cf. Jn 7, 37s). Esto había provocado una división en el pueblo: algunos se preguntaban si no sería Él realmente el profeta esperado; otros opinaban que de Galilea no podía salir ningún profeta (cf. 7, 40.52). Entonces Jesús les dice: «Vosotros no sabéis de dónde vengo ni adonde voy... No me conocéis a mí ni a mi Padre» (8, 14.19). Y aclara: «Vosotros sois de aquí abajo, yo soy de allá arriba; vosotros sois de este mundo, yo no soy de este mundo» (8,23). Y en ese momento llega la frase decisiva: «Si no creéis que yo soy, moriréis en vuestros pecados» (8, 24). ¿Qué significa esto? Cómo nos gustaría preguntarle: «¿Qué eres?, ¿Quién eres?». De hecho, es ésta la réplica de los judíos: «¿Quién eres tú?» (8, 25). ¿Qué quiere decir «que Yo soy»? Resulta comprensible que la exégesis haya intentado buscar los orígenes de esta expresión para poder entenderla, y también nosotros debemos hacer algo semejante. Se han indicado diversos orígenes: los discursos de revelación 136


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típicos de Oriente (E. Norden), los escritos mándeos (E. Schweizer), que, sin embargo, son mucho más recientes que los Libros del Nuevo Testamento. Entretanto se ha extendido ampliamente la idea de que no debemos buscar las raíces espirituales de estas palabras en cualquier parte, sino en el mundo que era familiar a Jesús, en el Antiguo Testamento y en el judaísmo de su época. No necesitamos analizar aquí el amplio abanico de textos del Antiguo Testamento que los investigadores han barajado hasta ahora. Quisiera señalar sólo los dos textos esenciales que en realidad cuentan. Uno es Éxodo 3, 14: la escena de la zarza ardiente desde la que Dios llama a Moisés, quien, a su vez, pregunta a ese Dios que le llama: «¿Cómo te llamas?». Se le da como respuesta el enigmático nombre de YHWH, cuyo significado lo explica con una frase igualmente enigmática el mismo Dios que habla: «Soy el que soy». No vamos a ocuparnos aquí de las múltiples interpretaciones que se han hecho de esta frase; es suficiente recordar que este Dios se denomina a sí mismo «Yo soy». Simplemente es. Y, por tanto, esto significa también que El está siempre presente para los hombres, ayer, hoy y mañana. El segundo texto se sitúa en el gran momento de la esperanza en un nuevo éxodo, al final del exilio babilónico. El Deutero-Isaías ha retomado y desarrollado el mensaje de la zarza ardiente. «Vosotros sois mis testigos, oráculo del Señor, y mis siervos, a quienes escogí, para que supierais y me creyerais, para que comprendierais quién soy yo. Antes de mí no fue formado ningún dios ni habrá alguno después de mí. Yo soy YHWH, fuera de mí no hay salvador» (Is 43,1 Os). «Para que supierais y me creyerais, para que comprendierais quién soy yo»: la antigua fórmula «'ani, YHWH» se hace más breve en la expresión << ani hu'»\ yo, ése, soy yo. El «Yo soy» se ha hecho más enérgico y, aunque permanece el misterio, también es más claro. En el tiempo en que Israel estaba sin tierra y sin templo, Dios —según los criterios tradicionales— estaba excluido de la competencia con otras divinidades, por- que un Dios sin tierra y que no podía ser adorado, ni siquiera era un Dios. En ese tiempo Israel había aprendido a entender verdaderamente la novedad y la diferencia de su Dios: El no era simplemente «su» Dios, el Dios de una tierra, de un pueblo o nación, sino el Dios por excelencia, el Dios del universo, al que pertenecen todos los pueblos, el cielo y la tierra; el Dios que dispone todo; el Dios que no necesita que le adoren ofreciéndole carneros o becerros, sino al que sólo se le adora de verdad obrando rectamente. Digámoslo de nuevo: Israel había reconocido que su Dios era «Dios» por excelencia. Y así encontró su nuevo sentido el «Yo soy» de la zarza ardiente: ese Dios simplemente es. Al presentarse con la expresión «Yo soy», precisamente como el que es, se presenta en su unicidad. Esto representa, por un lado, una diferenciación respecto a las numerosas divinidades que existían, pero también, de una forma totalmente positiva, la manifestación de su unicidad y singularidad inefable. Cuando Jesús dice «Yo soy» retoma toda esta historia y la refiere a sí mismo. Muestra su unicidad: en El está presente personalmente el misterio del único Dios. «El Padre y yo somos uno». Heinrich Zimmermann ha destacado con razón que con este «Yo soy» Jesús no se pone junto al Yo del Padre (TThZ 69 [1960] 6), sino que remite al Padre. Pero precisamente así habla también de sí mismo. Se trata de la inseparabilidad entre Padre e Hijo. Como es el Hijo, Jesús puede poner en su boca la presentación que el Padre hace de sí mismo. «Quien me ha visto a mí, ha visto al Padre» (Jn 14, 9). Y viceversa, estando así las cosas, en cuanto Hijo puede pronunciar la palabra que revela al Padre. En el debate en el que se encuentra este versículo se trata precisamente de la unidad entre Padre e Hijo. Para entenderlo correctamente debemos recordar sobre todo lo que dijimos sobre la expresión «el Hijo», su enraizamiento en el diálogo entre Padre e Hijo. Entonces vimos que Jesús es totalmente «relacional», que todo su ser no es otra cosa que pura relación con el Padre. A partir de ello hay que entender el uso de la fórmula en la escena de la zarza ardiente y en Isaías; su «Yo soy» se sitúa totalmente en la relación entre Padre e Hijo.

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Tras la pregunta de los judíos —que es también nuestra pregunta— «¿Quién eres tú?», Jesús se remite en primer lugar a Aquel que lo ha enviado y en nombre del cual Él habla al mundo. Repite de nuevo la fórmula de la revelación, el «Yo soy», pero la extiende ahora a la historia futura. «Cuando levantéis al Hijo del hombre sabréis que Yo soy» (Jn 8, 28). En la cruz se hace perceptible su condición de Hijo, su ser uno con el Padre. La cruz es la verdadera «altura», la altura del amor «hasta el extremo» (Jn 13, 1); en la cruz, Jesús se encuentra a la «altura» de Dios, que es Amor. Allí se le puede «reconocer», se puede comprender el «Yo soy». La zarza ardiente es la cruz. La suprema instancia de revelación, el «Yo soy» y la cruz de Jesús son inseparables. No encontramos aquí una especulación metafísica, sino la realidad de Dios que se manifiesta aquí por nosotros en el centro de la historia. «Entonces sabréis que Yo soy». ¿Cuándo se hace realidad ese «entonces»? Se hace realidad constantemente en la historia, empezando por el día de Pentecostés, en el que las palabras de Pedro «traspasaron el corazón» de los judíos (Hch 2, 37) y, según el relato de los Hechos de los Apóstoles, tres mil se bautizaron, uniéndose así a la comunidad de los Apóstoles (cf. 2, 41). Se hará plenamente realidad al final de la historia, del cual el vidente del Apocalipsis nos dice: «Todo ojo lo verá; también los que lo atravesaron.» (Ap 1,7). Al final de las discusiones del capítulo 8 aparece de nuevo el «Yo soy» de Jesús, esta vez ampliado y explicado de otra manera. Sigue aún en el aire la pregunta «¿Quién eres tú?», que encierra al mismo tiempo la pregunta: «¿De dónde vienes?». Con ello se introduce el tema de los judíos como descendientes de Abraham y, en última instancia, de la paternidad de Dios mismo: «Nuestro padre es Abraham... Nosotros no somos hijos de prostituta; tenemos un solo padre: Dios» (Jn 8, 39.41). La referencia que hacen los interlocutores de Jesús a Dios como Padre, más allá de Abraham, le da al Señor la oportunidad de explicar una vez más con claridad su origen, en el que de hecho se consuma plenamente el misterio de Israel, al que los judíos mismos habían aludido sobrepasando su descendencia de Abraham y poniendo su origen en Dios mismo. Como nos enseña Jesús, Abraham no sólo remite, por encima de él mismo, a Dios Padre; sino sobre todo hacia el futuro, a Jesús, al Hijo: «Abraham, vuestro padre, saltaba de gozo pensando ver mi día: lo vio y se llenó de alegría» (Jn 8, 56). A la objeción de los judíos de que Jesús no podía haber visto a Abraham, les responde del siguiente modo: «Os aseguro que antes de que naciera Abraham, Yo soy» (Jn 8,58). «Yo soy»: otra vez aparece misteriosamente realzado el simple «Yo soy», pero ahora definido en contraste con el «era» de Abraham. Ante el mundo del llegar y del pasar, del surgir y del perecer, se contrapone el «Yo soy» de Jesús. Rudolf Schnackenburg señala con razón que aquí no se trata sólo de una categoría temporal, sino «de una fundamental diferencia ontológica... La pretensión de Jesús de un modo de ser absolutamente único, que supera todas las categorías humanas», queda formulada con claridad (Johanne-sevangelium II, p. 61). Pasemos al relato de Marcos sobre Jesús que camina sobre las aguas después de la primera multiplicación de los panes (cf. 6, 45-52), del que hay paralelo muy concordante en el Evangelio de Juan (cf. 6, 16-21). Seguiremos fundamentalmente a Zimmermann, que ha analizado el texto con minuciosidad (TThZ [1960] 12s). Tras la multiplicación de los panes, Jesús dice a los discípulos que suban a la barca y se dirijan hacia Betsaida; pero El se retira «al monte» a orar. Cuando la barca se encuentra en medio del lago, se levanta una fuerte tempestad que impide a los discípulos avanzar. El Señor, en oración, los ve y se acerca a ellos caminando sobre las aguas. Se puede comprender el susto de los discípulos al ver a Jesús caminando sobre las aguas; «se habían sobresaltado» y se pusieron a gritar. Pero Jesús les dice sosegadamente: «Ánimo, soy yo, no tengáis miedo» (Mc 6, 50). A primera vista, este «Soy yo» parece una simple fórmula de identificación con la que Jesús se da a conocer intentando aplacar el miedo de los suyos. Pero esta explicación es solamente parcial. En efecto, Jesús sube después a la barca y el viento se calma; Juan añade que enseguida llegaron a la orilla. El detalle curioso es que entonces los discípulos se asustaron de verdad: «Estaban en el colmo del estupor», dice Marcos drásticamente (6,51). ¿Por qué? En todo caso, el miedo de los discípulos provocado 138


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inicialmente por la visión de un fantasma no aplaca todo su temor, sino que aumenta y llega a su culmen precisamente en el instante en que Jesús sube a la barca y el viento se calma repentinamente. Se trata, evidentemente, del típico temor «teofánico», el temor que invade al hombre cuando se ve ante la presencia directa de Dios. Ya lo hemos encontrado al final de la pesca milagrosa, cuando Pedro, en vez de dar gracias jubiloso por el portento, se asusta hasta el fondo del alma y, postrándose a los pies de Jesús, dice: «Apártate de mí, Señor, que soy un pecador» (Lc 5, 8). Es el «temor de Dios» lo que invade a los discípulos. Andar sobre las aguas es ciertamente algo propio de Dios: «El solo despliega los cielos y camina sobre la espalda del mar», se dice de Dios en el Libro de Job (9, 8; cf. Sal 76, 20 según los Setenta; Is 43, 16). El Jesús que camina sobre las aguas no es simplemente la persona que les resulta familiar; en Él los discípulos reconocen de pronto la presencia de Dios mismo. Y, del mismo modo, el calmar la tempestad sobrepasa los límites de la capacidad humana y remite al poder de Dios. Así, en el clásico episodio de la tempestad calmada, los discípulos se dicen unos a otros: «¿Quién es éste? ¡Hasta el viento y las aguas le obedecen!» (Mc 4, 41). En este contexto también el «Yo soy» tiene otro sonido: es más que el simple identificarse de Jesús; aquí parece resonar también el misterioso «Yo soy» de los escritos de Juan. En cualquier caso, no cabe duda de que todo el acontecimiento se presenta como una teofanía, como un encuentro con el misterio divino de Jesús, por lo que Mateo, con gran lógica, concluye con la adoración (proskynesis) y las palabras de los discípulos: «Realmente eres el Hijo de Dios» (Mt 14, 33). Veamos ahora las expresiones en las que el contenido del «Yo soy» se especifica con una imagen; en Juan hay siete de estas imágenes; y el que sean precisamente siete no puede considerarse una simple casualidad: Yo soy el pan de vida, la luz del mundo, la puerta, el buen pastor, la resurrección y la vida, el camino y la verdad y la vida, la vid verdadera. Schnackenburg subraya justamente que se puede añadir a estas grandes imágenes la del manantial de agua que, si bien no guarda relación directa con el típico «Yo soy», se encuentra en expresiones de Jesús en las que El mismo se presenta como este manantial (cf.Jn 4,14; 6,35; 7,38; también 19,34). Algunas de estas imágenes ya las hemos tratado con detalle en el capítulo dedicado a Juan. Aquí bastará con señalar sintéticamente el significado común que tienen estas palabras de Jesús en Juan. Schnackenburg llama la atención sobre el hecho de que todas estas imágenes son como «variaciones sobre un mismo tema: Jesús ha venido al mundo para que los hombres tengan vida y la tengan en abundancia (10, 10). El nos concede el don único de la vida, y puede concederlo porque en El está presente con una abundancia originaria e inagotable, la vida divina» (Johan-nesevangelium II, pp. 69s). El hombre, a fin de cuentas, sólo necesita y ansia una cosa: la vida, la vida plena, la «felicidad». En un paso del Evangelio de Juan, Jesús denomina a esta realidad única y sencilla que esperamos la «alegría completa» (cf. 16, 24). Esta única realidad, que contiene los múltiples deseos y esperanzas del ser humano, se expresa también en la segunda petición del Padrenuestro: «Venga a nosotros tu reino». El «Reino de Dios» es la vida en plenitud, y lo es precisamente porque no se trata de una «felicidad» privada, una alegría individual, sino el mundo en su forma más justa, la unidad de Dios y el mundo. En el fondo, el hombre sólo necesita una cosa en la que está contenido todo lo demás; pero antes tiene que aprender a reconocer, a través de sus deseos y anhelos superficiales, lo que necesita realmente y lo que quiere realmente. Necesita a Dios. Y así podemos ver ahora que detrás de todas las imágenes se encuentra en definitiva esto: Jesús nos da la «vida», porque nos da a Dios. Puede dárnoslo, porque Él es uno con Dios. Porque es el Hijo. Él mismo es el don, Él es «la vida». Precisamente por eso toda su esencia es comunicación, «pro-existencia». Esto es precisamente lo que aparece en la cruz como su verdadera exaltación. Recapitulemos. Hemos encontrado tres expresiones en las que Jesús oculta y desvela al mismo tiempo el misterio de su propia persona: Hijo del hombre, Hijo, Yo soy. Las tres están profundamente 139


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enraizadas en la Palabra de Dios, la Biblia de Israel, el Antiguo Testamento; pero estas expresiones adquieren su pleno significado sólo en Él; por así decirlo, le han estado esperando. En las tres se presenta la originalidad de Jesús, su novedad, lo que es exclusivamente suyo y que a nadie más se puede aplicar. Por ello, las tres expresiones sólo pueden salir de su boca, sobre todo la palabra «Hijo», a la que corresponde el apelativo de oración Abbá-Padre. Por eso, ninguna de las tres podría ser, tal como eran, una simple fórmula de confesión de la «comunidad», de la Iglesia naciente. Ésta ha reunido el contenido de las tres expresiones centradas en el «Hijo» en la locución «Hijo de Dios», apartándola así definitivamente de sus antecedentes mitológicos y políticos. Sobre la base de la teología de la elección de Israel adquiere ahora un significado totalmente nuevo, delineado en los textos en los que Jesús habla como el «Hijo» y como «Yo soy». Pero fue necesario esclarecer completamente este nuevo significado en múltiples y difíciles procesos de diferenciación, así como de ardua investigación, para protegerlo de las interpretaciones mítico-politeístas y políticas. El primer Concilio de Nicea (325 d.C.) utilizó para ello el término «consustancial» (homooúsios). Este término no ha helenizado la fe, no la sobrecarga con una filosofía ajena, sino que ha permitido fijar lo incomparablemente nuevo y diferente que había aparecido en los diálogos de Jesús con el Padre. En el Credo de Nicea, la Iglesia dice siempre de nuevo a Jesús, con Pedro: «Tú eres Cristo, el Hijo de Dios vivo» (Mt 16, 16).

FIN DE LA PRIMERA PARTE.

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Jesús de Nazaret Parte II

ÍNDICE
 
 1.
ENTRADA
EN
JERUSALÉN
Y
PURIFICACIÓN
DEL
TEMPLO
 
 
 
 1.
ENTRADA
EN
JERUSALÉN
 
 
 
 2.
LA
PURIFICACIÓN
DEL
TEMPLO
 
 
 2.
DISCURSO
ESCATOLÓGICO
DE
JESÚS
 
 
 
 1.
EL
FIN
DEL
TEMPLO
 
 
 
 2.
EL
TIEMPO
DE
LOS
PAGANOS
 
 
 
 3.
PROFECÍA
Y
APOCALÍPTICA
 
 
 3.
EL
LAVATORIO
DE
LOS
PIES
 
 
 La
hora
de
Jesús
 
 
 «Vosotros
estáis
limpios»
 
 
 Sacramentum
y
exemplum
 
 
 El
misterio
del
traidor
 
 
 Dos
coloquios
con
Pedro
 
 
 Lavatorio
de
los
pies
y
confesión
de
los
pecados
 
 
 4.
LA
ORACIÓN
SACERDOTAL
DE
JESÚS
 
 
 
 1.
LA
FIESTA
JUDÍA
DE
LA
EXPIACIÓN
 
 
 
 2.
CUATRO
GRANDES
TEMAS
 
 
 
 
 «Ésta
es
la
vida
eterna»
 
 
 
 
 «Santifícalos
en
la
verdad»
 
 
 
 
 «Les
he
dado
a
conocer
tu
nombre»
 
 
 
 
 «Para
que
todos
sean
uno...»
 
 
 5.
LA
ÚLTIMA
CENA
 
 
 
 1.
LA
FECHA
DE
LA
ÚLTIMA
CENA
 
 
 
 2.
LA
INSTITUCIÓN
DE
LA
EUCARISTÍA
 
 
 
 3.
LA
TEOLOGÍA
DE
LAS
PALABRAS
DE
LA
INSTITUCIÓN
 
 
 
 4.
DE
LA
CENA
A
LA
EUCARISTÍA
DEL
DOMINGO
POR
LA
MAÑANA
 
 
 6.
GETSEMANÍ
 
 
 
 1.
EN
CAMINO
HACIA
EL
MONTE
DE
LOS
OLIVOS
 
 
 
 2.
LA
ORACIÓN
DELSEÑOR
 
 
 
 3.
LA
VOLUNTAD
DEJESÚS
Y
LA
VOLUNTAD
DEL
PADRE
 
 
 
 4.
LA
ORACIÓN
DE
JESÚS
EN
EL
MONTE
DE
LOS
OLIVOS
 
 
 7.
EL
PROCESO
DE
JESÚS
 
 
 
 1.
DEBATE
PREVIO
EN
EL
SANEDRÍN
 
 
 2.
JESÚS
ANTE
EL
SANEDRÍN.
 
 
 3.
JESÚS
ANTE
PILATO.

8.
CRUCIFIXIÓN
Y
SEPULTURA
DE
JESÚS.
 
 
 1.
REFLEXIÓN
PRELIMINAR.
 
 
 2.
JESÚS
EN
LA
CRUZ


La
primera
palabra
de
Jesús
en
la
cruz:
 
 
 
 
 Las
burlas
a
Jesús
 
 
 
 
 El
grito
de
abandono
de
Jesús
 
 
 
 
 Echan
a
suertes
sus
vestidos
 
 
 
 
 «Tengo
sed»
 
 
 
 
 Las
mujeres
junto
a
la
cruz
–
la
Madre
de
Jesús
 
 
 
 
 Jesús
muere
en
la
cruz
 
 
 
 
 La
sepultura
de
Jesús
 
 
 
 3.
LA
MUERTE
DE
JESÚS
COMO
RECONCILIACIÓN
 
 
 9.
LA
RESURRECCIÓN
DE
JESÚS
 
 
 
 1.
QUÉ
SUCEDE
EN
LA
RESURRECCIÓN
 
 
 
 2.
LOS
DOS
TIPOS
DIFERENTES
DE
TESTIMONIOS
 
 
 
 
 2.1.
LA
TRADICIÓN
EN
FORMA
DE
CONFESIÓN
 
 
 
 
 
 La
muerte
de
Jesús
 
 
 
 
 
 La
cuestión
del
sepulcro
vacío
 
 
 
 
 
 El
tercer
día
 
 
 
 
 
 Los
testigos
 
 
 
 
 2.2.
LA
TRADICIÓN
EN
FORMA
DE
NARRACIÓN
 
 
 
 
 Las
apariciones
de
Jesús
a
Pablo
 
 
 
 
 Las
apariciones
de
Jesús
en
los
Evangelios
 
 
 
 3.
RESUMEN:
LA
NATURALEZA
DE
LA
RESURRECCIÓN
 
 
 
 PERSPECTIVA:
 
 BIBLIOGRAFÍA
 
 
 
 1.
ENTRADA
EN
JERUSALÉN
 
 
 
 2.
DISCURSO
ESCATOLÓGICO
DE
JESÚS
 
 
 
 3.
EL
LAVATORIO
DE
LOS
PIES
 
 
 
 4.
LA
ORACIÓN
SACERDOTAL
DE
JESÚS
 
 
 
 5.
LA
ÚLTIMA
CENA
 
 
 
 6.
GETSEMANÍ
 
 
 
 7.
EL
PROCESO
DE
JESÚS
 
 
 
 8.
CRUCIFIXIÓN
Y
SEPULTURA
DE
JESÚS
 
 
 
 9.
LA
RESURRECCIÓN
DE
JESÚS
 
 
 CITAS
BÍBLICAS
 
 Antiguo
Testamento
 
 Nuevo
Testamento

PRÓLOGO

Puedo
presentar
finalmente
al
público
la
segunda
parte
de
mi
libro
sobre
 Jesús
 de
 Nazaret.
 Dadas
 las
 numerosas
 reacciones
 a
 la
 primera
 parte,
 que
 ciertamente
eran
de
esperar,
me
ha
animado
mucho
el
que
grandes
maestros
de
 la
 exégesis,
 como
 Martin
 Hengel,
 lamentablemente
 fallecido
 entretanto,
 así
 como
Peter
Stuhlmacher
y
Franz
Mußner,
me
hayan
confirmado
explícitamente
 en
el
proyecto
de
continuar
este
trabajo
y
llevar
a
término
la
obra


iniciada. Aunque no se identifican con todos los detalles de mi libro, lo han considerado, tanto desde el punto de vista del método como del contenido, una contribución importante que debería ser completada. También ha sido para mí un motivo de alegría que el libro haya ganado en este tiempo, por decirlo así, un hermano ecuménico en la voluminosa obra Jesus (2008), del teólogo protestante Joachim Ringleben. Quien lea los dos libros notará, por un lado, la gran diferencia en el modo de pensar y en los planteamientos teológicos determinantes, en los que se manifiesta concretamente la distinta procedencia confesional de los dos autores. Pero, al mismo tiempo, se observa la profunda unidad en la comprensión esencial de la persona de Jesús y de su mensaje. Si bien con enfoques dispares, es la misma fe la que actúa, produciendo un encuentro con el mismo Señor Jesús. Espero que ambos libros, en su diversidad y en su esencial sintonía, sean un testimonio ecuménico que, a su modo, pueda servir en este tiempo a la misión fundamental común de los cristianos. He podido comprobar también con gratitud que la discusión sobre el método y la hermenéutica de la exégesis, y sobre la exégesis como disciplina histórica y teológica a la vez, se está haciendo más vivaz, no obstante ciertas resistencias hacia los nuevos pasos. Me parece de particular interés el libro de Marius Reiser, Bibelkritik und Auslegung der Heiligen Schrift, publicado en 2007, en el que se recoge un conjunto de ensayos publicados precedentemente, dotándoles de una unidad interna y ofreciendo indicaciones relevantes para las nuevas vías de la exégesis, sin abandonar la importancia que siempre tiene el método histórico-crítico. Una cosa me parece obvia: en doscientos años de trabajo exegético la interpretación históricocrítica ha dado ya lo que tenía que dar de esencial. Si la exégesis bíblica científica no quiere seguir agotándose en formular siempre hipótesis distintas, haciéndose teológicamente insignificante, ha de dar un paso metodológicamente nuevo volviendo a reconocerse como disciplina teológica, sin renunciar a su carácter histórico. Debe aprender que la hermenéutica positivista, de la que toma su punto de partida, no es expresión de la única razón válida, que se ha encontrado definitivamente a sí misma, sino que constituye una determinada especie de racionabilidad históricamente condicionada, capaz de correcciones e integraciones, y necesitada de ellas. Dicha exégesis ha de reconocer que una hermenéutica de la fe, desarrollada de manera correcta, es conforme al texto y puede unirse con una hermenéutica histórica consciente de sus propios límites para formar una totalidad metodológica. Naturalmente, esta articulación entre dos géneros de hermenéutica muy diferentes entre sí es una tarea que ha de realizarse siempre de nuevo. Pero dicha articulación es posible, y por medio de ella las grandes intuiciones de la exégesis patrística podrán volver a dar fruto en un contexto nuevo, como demuestra precisamente el libro de Reiser. No pretendo afirmar que en mi libro esté ya totalmente acabada esta integración de las dos hermenéuticas. Pero espero haber dado un buen paso en dicha dirección. En el fondo, se trata de retomar finalmente los principios metodológicos para la exégesis formulados por el Concilio Vaticano II (cf. Dei Verbum 12), una tarea en la que, desgraciadamente, poco o nada se ha hecho hasta ahora. Llegados a este punto, quizás sea útil poner de relieve una vez más la intención que guía mi libro. No creo que sea necesario decir expresamente que no he querido escribir una «Vida de Jesús». Por lo que a esto se refiere, hay ya obras excelentes sobre las cuestiones cronológicas y topográficas; me remito en particular a Joachim Gnilka, Jesus von Nazareth. Botschaft und Geschichte, y a la obra fundamental de John P. Meier, A Marginal Jew (3 volúmenes, Nueva York 1991, 1994, 2001). Un teólogo católico ha calificado mi libro, junto a la obra maestra de Romano Guardini, El Señor, como «cristología desde arriba», poniendo en guardia sobre los peligros que ello comporta. En realidad, no he intentado escribir una cristología. En el ámbito de lengua alemana tenemos un grupo importante de cristologías, desde las de Wolfhart Pannenberg y Walter Kasper hasta la de Christoph Schönborn, a las que ahora debe añadirse la gran obra de Karl-Heinz Menke, Jesus ist Gott der Sohn (2008).


Mi intención se ve más claramente si se compara con el tratado teológico sobre los misterios de la vida de Jesús, al que Tomás de Aquino ha dado una forma clásica en su Suma Teológica (S. Theol., III, qq. 27-59). Si bien mi libro tiene muchos puntos de convergencia con este género de tratado, se coloca sin embargo en un contexto histórico-espiritual diferente, y por eso tiene también una orientación intrínseca distinta, que condiciona de manera esencial la estructura del texto. En el Prólogo a la primera parte de esta obra decía que mi deseo era presentar «la figura y el mensaje de Jesús». Tal vez hubiera sido acertado poner estas dos palabras —figura y mensaje— como subtítulo al libro con el fin de aclarar su intención de fondo. Podría decirse, exagerando un poco, que quería encontrar al Jesús real, sólo a partir del cual es posible algo así como una «cristología desde abajo». El «Jesús histórico», como aparece en la corriente principal de la exégesis crítica, basada en sus presupuestos hermenéuticos, es demasiado insignificante en su contenido como para ejercer una gran eficacia histórica; está excesivamente ambientado en el pasado para dar buenas posibilidades de una relación personal con Él. Conjugando las dos hermenéuticas de las que he hablado antes, he tratado de desarrollar una mirada al Jesús de los Evangelios, un escucharle a Él que pudiera convertirse en un encuentro; pero también, en la escucha en comunión con los discípulos de Jesús de todos los tiempos, llegar a la certeza de la figura realmente histórica de Jesús. Este cometido era aún más difícil en esta segunda parte del libro, porque es aquí donde se encuentran las palabras y los acontecimientos decisivos de la vida de Jesús. He tratado de mantenerme al margen de posibles controversias sobre muchos elementos particulares y reflexionar únicamente sobre las palabras y las acciones esenciales de Jesús. Y esto guiado por la hermenéutica de la fe, pero teniendo en cuenta al mismo tiempo con responsabilidad la razón histórica, necesariamente incluida en esta misma fe. Aunque siempre quedarán naturalmente detalles que discutir, espero sin embargo que haya podido acercarme a la figura de Nuestro Señor de una manera que pueda ser útil a todos los lectores que desean encontrarse con Jesús y creerle. Al presentar así el objetivo de fondo del libro, es decir, comprender la figura de Jesús, su obra y su palabra, es obvio que los relatos de la infancia no podían estar comprendidos directamente en la intención esencial de esta obra. No obstante, deseo intentar ser fiel a mi promesa (cf. primera parte, p. 20) y presentar también un pequeño fascículo sobre dicho argumento, si se me conceden las fuerzas necesarias para ello. Roma, en la fiesta de San Marcos, 25 de abril de 2010 Joseph Ratzinger — Benedicto XVI 1. ENTRADA EN JERUSALÉN Y PURIFICACIÓN DEL TEMPLO 1. ENTRADA EN JERUSALÉN El Evangelio de Juan refiere que Jesús celebró tres fiestas de Pascua durante el tiempo de su vida pública: una primera en relación con la purificación del templo (2,13-25); otra con ocasión de la multiplicación de los panes (6,4); y, finalmente, la Pascua de la muerte y resurrección (p. ej. 12,1; 13,1), que se ha convertido en «su» gran Pascua, en la cual se funda la fiesta cristiana, la Pascua de los cristianos. Los Sinópticos han transmitido información solamente de una Pascua: la de la cruz y la resurrección; para Lucas, el camino de Jesús se describe casi como un único subir en peregrinación desde Galilea hasta Jerusalén. Es ante todo una «subida» en sentido geográfico: el Mar de Galilea está aproximadamente a 200 metros bajo el nivel del mar, mientras que la altura media de Jerusalén es de 760 metros sobre el nivel del mar. Como peldaños de esta subida, cada uno de los Sinópticos nos ha transmitido tres profecías de Jesús sobre su Pasión, aludiendo con ello también a la subida interior, que se va desarrollando a lo largo del camino exterior: el ir caminando hacia el templo como el lugar donde Dios quiso «establecer» su nombre, como se describe en el Libro del Deuteronomio (12,11; 14,23).


La última meta de esta «subida» de Jesús es la entrega de sí mismo en la cruz, una entrega que reemplaza los sacrificios antiguos; es la subida que la Carta a los Hebreos califica como un ascender, no ya a una tienda hecha por mano de hombre, sino al cielo mismo, es decir, a la presencia de Dios (9,24). Esta ascensión hasta la presencia de Dios pasa por la cruz, es la subida hacia el «amor hasta el extremo» (cf.Jn 13,1), que es el verdadero monte de Dios. Naturalmente, la meta inmediata de la peregrinación de Jesús es Jerusalén, la Ciudad Santa con su templo y la «Pascua de los judíos», como la llama Juan (2,13). Jesús se había puesto en camino junto con los Doce, pero poco a poco se fue uniendo a ellos un grupo creciente de peregrinos; Mateo y Marcos nos dicen que, ya al salir de Jericó, había una «gran muchedumbre» que seguía a Jesús (Mt 20,29; cf. Mc 10,46). En este último tramo del recorrido hay un episodio que aumenta la expectación por lo que está a punto de ocurrir, y que pone a Jesús de un modo nuevo en el centro de atención de quienes lo acompañan. Un mendigo ciego, llamado Bartimeo, está sentado junto al camino. Se entera de que entre los peregrinos está Jesús y entonces se pone a gritar sin cesar: «Hijo de David, Jesús, ten compasión de mí» (Mc10,47). En vano tratan de tranquilizarlo y, al final, Jesús le invita a que se acerque. A su súplica —«Rabbuní, ¡que pueda ver!»—, Jesús le contesta: «Anda, tu fe te ha curado». Bartimeo recobró la vista «y le seguía por el camino» (Mc10,48-52). Una vez que ya podía ver, se unió a la peregrinación hacia Jerusalén. De repente, el tema «David», con su intrínseca esperanza mesiánica, se apoderó de la muchedumbre: este Jesús con el que iban de camino ¿no será acaso verdaderamente el nuevo David? Con su entrada en la Ciudad Santa, ¿no habrá llegado la hora en que Él restablezca el reino de David? Los preparativos que Jesús dispone con sus discípulos hacen crecer esta expectativa. Jesús llega al Monte de los Olivos desde Betfagé y Betania, por donde se esperaba la entrada del Mesías. Manda por delante a dos discípulos, diciéndoles que encontrarían un borrico atado, un pollino, que nadie había montado. Tienen que desatarlo y llevárselo; si alguien les pregunta el porqué, han de responder: «El Señor lo necesita» (Mc 11,3; Lc 19,31). Los discípulos encuentran el borrico, se les pregunta —como estaba previsto— por el derecho que tienen para llevárselo, responden como se les había ordenado y cumplen con el encargo recibido. Así, Jesús entra en la ciudad montado en un borrico prestado, que inmediatamente después devolverá a su dueño. Todo esto puede parecer más bien irrelevante para el lector de hoy, pero para los judíos contemporáneos de Jesús está cargado de referencias misteriosas. En cada uno de los detalles está presente el tema de la realeza y sus promesas. Jesús reivindica el derecho del rey a requisar medios de transporte, un derecho conocido en toda la antigüedad (cf. Pesch, Markusevangelium, II, p. 180). El hecho de que se trate de un animal sobre el que nadie ha montado todavía remite también a un derecho real. Y, sobre todo, se hace alusión a ciertas palabras del Antiguo Testamento que dan a todo el episodio un sentido más profundo. En primer lugar, las palabras de Génesis 49,10s,la bendición de Jacob, en las que se asigna a Judá el cetro, el bastón de mando, que no le será quitado de sus rodillas «hasta que llegue aquel a quien le pertenece y a quien los pueblos deben obediencia». Sc dice de Él que ata su borriquillo a la vid (49,11).Por tanto, el borrico atado hace referencia al que tiene que venir, al cual «los pueblos deben obediencia». Más importante aún es Zacarías 9,9, el texto que Mateo y Juan citan explícitamente para hacer comprender el «Domingo de Ramos»: «Decid a la hija de Sión: mira a tu rey, que viene a ti humilde, montado en un asno, en un pollino, hijo de acémila» (Mt 21,5;cf. Za 9,9; Jn 12,15).Ya hemos reflexionado ampliamente sobre el sentido de estas palabras del profeta para comprender la figura de Jesús al comentar la bienaventuranza de los humildes, de los mansos (cf. primera parte, pp. 108-112). Él es un rey que rompe los arcos de guerra, un rey de la paz y un rey de la sencillez, un rey de los pobres. Y hemos visto, en fin, que gobierna un reino que se extiende demar a mar y abarca toda la tierra (cf. ibíd., p. 109); esto nos ha recordado el nuevo reino universal de Jesús que, en las comunidades de la fracción del pan, es decir, en la


comunión con Jesucristo, se extiende de mar a mar como reino de su paz (cf. ibíd., p. 112). Todo esto no podía verse entonces, pero lo que, oculto en la visión profética, había sido apenas vislumbrado desde lejos, resulta evidente en retrospectiva. Por ahora retengamos esto: Jesús reivindica, de hecho, un derecho regio. Quiere que se entienda su camino y su actuación sobre la base de las promesas del Antiguo Testamento, que se hacen realidad en Él. El Antiguo Testamento habla de Él, y viceversa: Él actúa y vive de la Palabra de Dios, no según sus propios programas y deseos. Su exigencia se funda en la obediencia a los mandatos del Padre. Sus pasos son un caminar por la senda de la Palabra de Dios. Al mismo tiempo, la referencia a Zacarías 9,9excluye una interpretación «zelote» de la realeza: Jesús no se apoya en la violencia, no emprende una insurrección militar contra Roma. Su poder es de carácter diferente: reside en la pobreza de Dios, en la paz de Dios, que Él considera el único poder salvador. Volvamos al desarrollo de la narración. Cuando se lleva el borrico a Jesús, ocurre algo inesperado: los discípulos echan sus mantos encima del borrico; mientras Mateo (21,7) y Marcos (11,7) dicen simplemente que «Jesús se montó», Lucas escribe: «Y le ayudaron a montar» (19,35). Ésta es la expresión usada en el Primer Libro de los Reyes cuando narra el acceso de Salomón al trono de David, su padre. Allí se lee que el rey David ordena al sacerdote Zadoc, al profeta Natán y a Benaías: «Tomad con vosotros los veteranos de vuestro señor, montad a mi hijo Salomón sobre mi propia mula y bajadle a Guijón. El sacerdote Zadoc y el profeta Natán lo ungirán allí como rey de Israel...» (1,33s). También el echar los mantos tiene su sentido en la realeza de Israel (cf. 2 R 9,13). Lo que hacen los discípulos es un gesto de entronización en la tradición de la realeza davídica y, así, también en la esperanza mesiánica que se ha desarrollado a partir de ella. Los peregrinos que han venido con Jesús a Jerusalén se dejan contagiar por el entusiasmo de los discípulos; ahora alfombran con sus mantos el camino por donde pasa. Cortan ramas de los árboles y gritan palabras del Salmo 118, palabras de oración de la liturgia de los peregrinos de Israel que en sus labios se convierten en una proclamación mesiánica: «¡Hosanna, bendito el que viene en el nombre del Señor! ¡Bendito el Reino que llega, el de nuestro padre David! ¡Hosanna en las alturas!» (Mc 11,9s; cf. Sal 118,25s). Esta aclamación la han transmitido los cuatro evangelistas, aunque con sus variantes específicas. Estas diferencias no son irrelevantes para la historia de la transmisión y la visión teológica de cada uno de los evangelistas, pero no es necesario que nos ocupemos aquí de ellas. Tratamos solamente de comprender las líneas esenciales de fondo, teniendo en cuenta, además, que la liturgia cristiana ha acogido este saludo, interpretándolo a la luz de la fe pascual de la Iglesia. Ante todo, aparece la exclamación: «¡Hosanna!». Originalmente, ésta era una expresión de súplica, como: «¡Ayúdanos!». En el séptimo día de la fiesta de las Tiendas, los sacerdotes, dando siete vueltas en torno al altar del incienso, la repetían monótonamente para implorar la lluvia. Pero, así como la fiesta de las Tiendas se transformó de fiesta de súplica en una fiesta de alegría, la súplica se convirtió cada vez más en una exclamación de júbilo (cf. Lohse, ThWNT, IX, p. 682). La palabra había probablemente asumido también un sentido mesiánico ya en los tiempos de Jesús. Así, podemos reconocer en la exclamación «¡Hosanna!» una expresión de múltiples sentimientos, tanto de los peregrinos que venían con Jesús como de sus discípulos: una alabanza jubilosa a Dios en el momento de aquella entrada; la esperanza de que hubiera llegado la hora del Mesías, y al mismo tiempo la petición de que fuera instaurado de nuevo el reino de David y, con ello, el reinado de Dios sobre Israel. La palabra siguiente del Salmo 118, «bendito el que viene en el nombre del Señor», perteneció en un primer tiempo, como se ha dicho, a la liturgia de Israel para los peregrinos y con ella se los saludaba a la entrada de la ciudad o del templo. Lo demuestra también la segunda parte del versículo: «Os bendecimos desde la casa del Señor». Era una bendición que los sacerdotes dirigían y casi imponían sobre los peregrinos a su llegada. Pero con el tiempo la expresión «que


viene en el nombre del Señor» había adquirido un sentido mesiánico. Más aún, se había convertido incluso en la denominación de Aquel que había sido prometido por Dios. De este modo, de una bendición para los peregrinos la expresión se transformó en una alabanza a Jesús, al que se saluda como al que viene en nombre de Dios, como el Esperado y el Anunciado por todas las promesas. La referencia específicamente davídica, que se encuentra solamente en el texto de Marcos, nos presenta tal vez en su modo más originario la expectativa de los peregrinos en aquellos momentos. Lucas, que escribe para los cristianos procedentes del paganismo, ha omitido completamente el «Hosanna» y la referencia a David, reemplazándola con una exclamación que alude a la Navidad: «¡Paz en el cielo y gloria en las alturas!» (19,38; cf. 2,14). De los tres Evangelios sinópticos, pero también de Juan, se deduce claramente que la escena del homenaje mesiánico a Jesús tuvo lugar al entrar en la ciudad, y que sus protagonistas no fueron los habitantes de Jerusalén, sino los que acompañaban a Jesús entrando con Él en la Ciudad Santa. Mateo lo da a entender de la manera más explícita, añadiendo después de la narración del Hosanna dirigido a Jesús, hijo de David, el comentario: «Al entrar en Jerusalén, toda la ciudad preguntaba alborotada: "¿Quién es éste?". La gente que venía con él decía: "Es Jesús, el profeta de Nazaret de Galilea"» (21,10s). El paralelismo con el relato de los Magos de Oriente es evidente. Tampoco entonces se sabía nada en la ciudad de Jerusalén sobre el rey de los judíos que acababa de nacer; esta noticia había dejado a Jerusalén «trastornada» (Mt 2,3). Ahora se «alborota»: Mateo usa la palabra eseísthe (seíö), que expresa el estremecimiento causado por un terremoto. Algo se había oído hablar del profeta que venía de Nazaret, pero no parecía tener ninguna relevancia para Jerusalén, no era conocido. La multitud que homenajeaba a Jesús en la periferia de la ciudad no es la misma que pediría después su crucifixión. En esta doble noticia sobre el no reconocimiento de Jesús —una actitud de indiferencia y de inquietud a la vez—, hay ya una cierta alusión a la tragedia de la ciudad, que Jesús había anunciado repetidamente, y de modo más explícito en su discurso escatológico. Pero en Mateo hay también otro texto importante, exclusivamente suyo, sobre la acogida de Jesús en la Ciudad Santa. Después de la purificación del templo, algunos niños repiten en el templo las palabras del homenaje a Jesús: «¡Hosanna al hijo de David!» (21,15). Jesús defiende la aclamación de los niños ante los «sumos sacerdotes y los escribas» haciendo referencia al Salmo 8,3: «De la boca de los niños y de los que aún maman has sacado una alabanza». Volveremos de nuevo sobre esta escena en la reflexión sobre la purificación del templo. Tratemos aquí de comprender lo que Jesús ha querido decir con la referencia al Salmo 8, una alusión con la cual ha abierto una vasta perspectiva histórico-salvífica. Lo que quería decir resulta muy claro si recordamos el episodio sobre los niños presentados a Jesús «para que los tocara», descrito por todos los evangelistas sinópticos. Contra la resistencia de los discípulos, que quieren defenderlo frente a esta intromisión, Jesús llama a los niños, les impone las manos y los bendice. Y explica luego este gesto diciendo: «Dejad que los niños se acerquen a mí: no se lo impidáis; de los que son como ellos es el Reino de Dios. Os aseguro que el que no acepte el Reino de Dios como un niño, no entrará en él» (Mc10,13-15). Los niños son para Jesús el ejemplo por excelencia de ese ser pequeño ante Dios que esnecesario para poder pasar por el «ojo de una aguja», a lo que hace referencia el relato del joven rico en el pasaje que sigue inmediatamente después (Mc 10,17-27). Poco antes había ocurrido el episodio en el que Jesús reaccionó a la discusión sobre quién era el más importante entre los discípulos poniendo en medio a un niño, y abrazándole dijo: «El que acoge a un niño como éste en mi nombre, me acoge a mí» (Mc 9,33-37). Jesús se identifica con el niño, Él mismo se ha hecho pequeño. Como Hijo, no hace nada por sí mismo, sino que actúa totalmente a partir del Padre y de cara a Él. Si se tiene en cuenta esto, se entiende también la perícopa siguiente, en la cual ya no se habla de niños, sino de los «pequeños»; y la expresión «los pequeños» se convierte incluso en la


denominación de los creyentes, de la comunidad de los discípulos de Jesús (cf. Mc 9,42). Han encontrado este auténtico ser pequeño en la fe, que reconduce al hombre a su verdad. Volvemos con esto al «Hosanna» de los niños. A la luz del Salmo 8, la alabanza de los niños aparece como una anticipación de la alabanza que sus «pequeños» entonarán en su honor mucho más allá de esta hora. En este sentido, con buenas razones, la Iglesia naciente pudo ver en dicha escena la representación anticipada de lo que ella misma hace en la liturgia. Ya en el texto litúrgico postpascual más antiguo que conocemos —en la Didaché, en torno al año 100—, antes de la distribución de los sagrados dones aparece el «Hosanna» junto con el «Maranatha»: «¡Venga la gracia y pase este mundo! ¡Hosanna al Dios de David! ¡Si alguno es santo, venga!; el que no lo es, se convierta. ¡Maranatha! Amén» (10,6). También el Benedictusfue incluido muy pronto en la liturgia: para la Iglesia naciente el «Domingo de Ramos» no era una cosa del pasado. Así como entonces el Señor entró en la Ciudad Santa a lomos del asno, así también la Iglesia lo veía llegar siempre nuevamente bajo la humilde apariencia del pan y el vino. La Iglesia saluda al Señor en la Sagrada Eucaristía como el que ahora viene, el que ha hecho su entrada en ella. Y lo saluda al mismo tiempo como Aquel que sigue siendo el que ha de venir y nos prepara para su venida. Como peregrinos, vamos hacia Él; como peregrino, Él sale a nuestro encuentro y nos incorpora a su «subida» hacia la cruz y la resurrección, hacia la Jerusalén definitiva que, en la comunión con su Cuerpo, ya se está desarrollando en medio de este mundo. 2. LA PURIFICACIÓN DEL TEMPLO Marcos nos dice que Jesús, después de este recibimiento, fue al templo, lo estuvo observando todo y, siendo ya tarde, se fue a Betania, donde se alojaba aquella semana. Al día siguiente volvió al templo y empezó a echar fuera a los que vendían y compraban, «volcó las mesas de los cambistas y lospuestos de los que vendían palomas» (11,15). Justifica su modo de obrar con una palabra del profeta Isaías, que Él integra con otra de Jeremías: «Mi casa se llama casa de oración para todos los pueblos. Vosotros, en cambio, la habéis convertido en cueva de bandidos» (Mc 11,17; cf. Is 56,7; Jr 7,11). ¿Qué es lo que hizo Jesús? ¿Qué quiso dar a entender con ello? En la literatura exegética se pueden reconocer tres grandes líneas de interpretación que hemos de considerar brevemente. En primer lugar, la tesis según la cual la purificación del templo no significaba un ataque contra el templo como tal, sino que se refería sólo a los abusos. Ciertamente, los mercaderes tenían permiso de la autoridad judía, que sacaba de eso pingües beneficios. En este sentido, la actividad de los cambistas y de los comerciantes de ganado era legítima según las normas vigentes; también es comprensible que estuviera previsto el cambio de las monedas romanas en uso por la moneda del templo, precisamente en el patio de los gentiles, dado que las primeras debían considerarse idolátricas por llevar la imagen del emperador; y también que allí se vendieran los animales para el sacrificio. Pero esta mezcla entre templo y negocios no se correspondía con el planteamiento arquitectónico del templo, con el destino propio del patio de los gentiles. Con su intervención Jesús atacaba la normativa en vigor dispuesta por la aristocracia del templo, pero no violaba la Ley y los Profetas; al revés: contra una praxis profundamente corrupta que se había convertido en «derecho», reivindicaba el derecho esencial y verdadero, el derecho divino de Israel. Sólo así se explica por qué no intervino la policía del templo ni la cohorte romana que había en la fortaleza Antonia. Las autoridades del templo se limitaron a preguntar a Jesús qué autorización tenía para hacer lo que hizo. En este sentido, es justa la tesis, argumentada minuciosamente sobre todo por Vittorio Messori, según la cual Jesús actuó conforme a la ley en la purificación del templo, impidiendo un abuso respecto al templo. Pero, si de eso se quisiera sacar la conclusión de que Jesús


«aparece como un simple reformador que defiende los preceptos judíos de santidad» (así Eduard Schweizer; cit. según Pesch, Markusevangelium, II, p. 200), no se valoraría bien el verdadero sentido del acontecimiento. Las palabras de Jesús demuestran que su reivindicación ibamás al fondo, precisamente porque con su actuación pretendía dar cumplimiento a la Ley y los Profetas. Llegamos así a una segunda explicación, que contrasta con la primera: la interpretación político-revolucionaria del acontecimiento. Ya en la Ilustración se habían producido intentos de interpretar a Jesús como un revolucionario político. Pero sólo la obra de Robert Eisler, lesous Basileus ou Basileusas, publicada en dos volúmenes (Heidelberg 1929-1930), trató de demostrar coherentemente, basándose en el conjunto de los datos neotestamentarios, que «Jesús habría sido un revolucionario político de carácter apocalíptico: habría sido arrestado y ejecutado por los romanos por haber provocado una insurrección en Jerusalén» (Hengel, War Jesus Revolutionär?,p. 7). El libro causó una enorme sensación, pero, dada la situación particular de los años treinta no obtuvo en aquel tiempo un efecto duradero. Sólo en los años sesenta se formó el clima espiritual y político en el que una visión como ésta pudo desarrollar una fuerza explosiva. Entonces fue Samuel George Frederick Brandon, en su obra Jesus and the Zealots (Nueva York 1967), quien dio a la interpretación de Jesús como revolucionario político una aparente legitimación científica. Con eso, Jesús fue colocado en la línea del movimiento de los zelotes, que veía su fundamento bíblico en el sacerdote Pinjás, un nieto de Aarón: Pinjás traspasó con la lanza a un judío que se había juntado con una mujer idólatra. En aquel momento fue considerado como modelo de los «celantes» de la Ley, del culto ofrecido únicamente a Dios (cf. Nm 25). El movimiento zelote reconocía su origen concreto en la iniciativa del padre de los hermanos macabeos, Matatías, que, frente al intento de uniformar a Israel totalmente según el modelo de la cultura unitaria helenística, privándolo con eso también de su identidad religiosa, había afirmado: «No obedeceremos las órdenes del rey, desviándonos de nuestra religión a derecha ni a izquierda» (1 M 2,22). Esta palabra inició la insurrección contrala dictadura helenística. Matatías llevó a la práctica su palabra: mató al hombre que, siguiendo los decretos de las autoridades helenísticas, quería ofrecer públicamente sacrificios a los ídolos. «Al verlo, Matatías se indignó..., corrió a degollar a aquel hombre sobre el ara... en su celo por la Ley» (1 M 2, 24ss). De allí en adelante, la palabra «celo» (zélos, en griego) fue el término clave para expresar la disponibilidad a comprometerse con la fuerza en favor de la fe de Israel, a defender el derecho y la libertad de Israel mediante la violencia. Según la tesis de Eisler y Brandon habría que colocar a Jesús en esta línea del «zélos», de los zelotes, una tesis que en los años sesenta suscitó una oleada de teologías políticas y teologías de la revolución. Como prueba central de esta teoría se aducía entonces la purificación del templo, que habría sido evidentemente un acto de violencia, porque sin violencia ni siquiera habría podido ocurrir, aunque los evangelistas hayan tratado de ocultarlo. También el saludo a Jesús como hijo de David y fundador del reino davídico habría sido un acto político, y la crucifixión de Jesús por los romanos bajo la acusación de «rey de los judíos» demostraría plenamente que Él había sido un revolucionario —un zelote—, y como tal habría sido ajusticiado. Con el tiempo se ha calmado la oleada de las teologías de la revolución que, basándose en un Jesús interpretado como zelote, trataron de legitimar la violencia como medio para establecer un mundo mejor, el «Reino». Los terribles resultados de una violencia motivada religiosamente están a la vista de todos nosotros de manera más que sobradamente rotunda. La violencia no instaura el Reino de Dios, el reino del humanismo. Por el contrario, es un instrumento preferido por el anticristo, por más que invoque motivos religiosos e idealistas. No sirve a al humanidad, sino a la inhumanidad. Pero entonces, ¿cuál es la verdad acerca de Jesús? ¿Fue tal vez un zelote? La purificación del templo ¿fue quizás el principio de una revolución política? Toda la actividad y el mensaje de Jesús —desde las tentaciones en el desierto, su bautismo en el Jordán, el Sermón de la


Montaña, hasta la parábola del Juicio final (cf. Mt 25) y su respuesta a la confesión de Pedro— se oponen decididamente a ello, como hemos visto en la primera parte de esta obra. No. La insurrección violenta, el matar a otros en nombre de Dios no se corresponde con su modo de ser. Su «celo» por el Reino de Dios fue completamente diferente. No sabemos precisamente lo que se imaginaron los peregrinos cuando, en la «entronización» de Jesús, hablaban de «el Reino que llega, el de nuestro padre David». Pero lo que Jesús mismo pensaba y pretendía lo ha mostrado muy a las claras con sus gestos y con las palabras proféticas en cuyo contexto se puso Él mismo. Ciertamente, en los tiempos de David el burro había sido la expresión de su majestad y, siguiendo la estela de esta tradición, Zacarías presenta al nuevo rey de la paz que cabalga en un borrico cuando entra en la Ciudad Santa. Pero ya en los tiempos de Zacarías, y todavía más en los de Jesús, el caballo se había convertido en la expresión del poder y de los poderosos, mientras que el burro era el animal de los pobres y, por tanto, la imagen de una majestad bien diferente. Es verdad que Zacarías anuncia un reino «de mar a mar». Pero precisamente con ello abandona el cuadro nacional e indica una nueva universalidad, en la que el mundo encuentra la paz de Dios y, en la adoración del único Dios, permanece unido por encima de todas las fronteras. En ese reino del que habla el profeta se rompen los arcos guerreros. Lo que en él es todavía una visión misteriosa, cuya configuración concreta no se puede percibir con nitidez cuando se avista en lontananza su llegada, se irá desvelando poco a poco en el obrar de Jesús, aunque sólo podrá adquirir su plena forma después de la resurrección y en la progresión del Evangelio hacia los paganos. Pero también en el momento de la entrada de Jesús en Jerusalén, la conexión con la profecía tardía, en la cual Jesús enmarca su acción, daba a su gesto una orientación en contraste radical con la interpretación de los zelotes. Jesús no sólo encontró en Zacarías la imagen del rey de la paz que llega sobre un borrico, sino también la del pastor herido que, con su muerte, trae la salvación, y la imagen del traspasado hacia el que todos habrían vuelto la mirada. Otro gran punto de referencia en el cual Jesús enmarcaba su actuación era la visión del siervo de Dios que sufre y que sirviendo ofrece la vida por la multitud y trae así la salvación (cf.Is 52,13-53,12). Esta profecía tardía es la clave de interpretación con la que Jesús abre el Antiguo Testamento; a partir de ella, Él mismo se convierte más tarde, después de la Pascua, en la clave para leer de modo nuevo la Ley y los Profetas. Vengamos ahora a las palabras de interpretación con las que Jesús mismo explica el gesto de la purificación del templo. Escuchemos ante todo a Marcos, con el que coinciden Mateo y Lucas, prescindiendo de pequeñas variantes. Después de la purificación, Jesús «enseñaba», nos dice Marcos. El evangelista ve resumido lo esencial de esta «enseñanza» en las palabras de Jesús: «¿No estáquizás escrito: mi casa se llama casa de oración para todos los pueblos? Vosotros, en cambio, la habéis convertido en cueva de bandidos» (11,17). En esta síntesis de la «doctrina» de Jesús sobre el templo —como ya hemos visto— están como fundidas dos palabras proféticas. Ante todo, la visión universalista del profeta Isaías (56,7), de un futuro en el que, en la casa de Dios, todos los pueblos adorarán al Señor como único Dios. En la estructura del templo, el patio de los gentiles donde se desarrolla la escena es el espacio abierto que invita a todo el mundo a rezar allí al único Dios. La acción de Jesús subraya esta apertura interior de la esperanza que estaba viva en la fe de Israel. Aunque Jesús limita conscientemente su intervención a Israel, está sin embargo movido siempre por la tendencia universalista de abrir a Israel, de manera que todos puedan reconocer en el Dios de este pueblo al único Dios común a todo el mundo. A la pregunta sobre lo que Jesús ha traído realmente a los hombres, respondíamos en la primera parte de esta obra que Él ha traído a Dios a los pueblos de la tierra (cf. pp. 69-70). Según su palabra, en la purificación del templo se trata precisamente de esta intención fundamental: quitar aquello que es contrario al conocimiento y a la adoración común de Dios, despejar por tanto el espacio para la adoración de todos.


En la misma dirección apunta un pequeño episodio que Juan incluye en el «Domingo de Ramos». A este propósito debemos tener presente que, según Juan, la purificación del templo tuvo lugar durante la primera Pascua de Jesús, al principio de su actividad pública. Los Sinópticos, en cambio —como ya hemos visto—, sólo relatan una única Pascua de Jesús y, así, la purificación del templo se sitúa necesariamente en los últimos días de toda su actividad. Mientras que hasta hace algún tiempo la exégesis partía predominantemente de la tesis de que la datación de san Juan era «teológica», y no exacta en el sentido biográfico-cronológico, hoy se ven cada vez más claramente las razones que abogan por una datación exacta, también desde el punto de vista cronológico, del cuarto evangelistaque, no obstante toda la impregnación teológica del contenido, se revela también aquí, como en otros casos, informado con mucha precisión sobre tiempos, lugares y desarrollo de los hechos. Pero no debemos entrar aquí en esta discusión, a fin decuentas secundaria. Detengámonos sencillamente a examinar ese pequeño episodio que, para Juan, no está relacionado temporalmente con la purificación del templo, pero que aclara ulteriormente su sentido intrínseco. El evangelista dice que había también entre los peregrinos algunos griegos «que habían subido para adorar en la fiesta» (Jn 12,20). Estos griegos se acercan a «Felipe, el de Betsaida de Galilea», y le ruegan: «Señor, queremos ver a Jesús» (12,21). En el discípulo con nombre griego procedente de la Galilea medio pagana ven obviamente a un intermediario que puede facilitarles el acceso a Jesús. Esta palabra de los griegos —«Señor, queremos ver a Jesús»— nos recuerda en cierto modo la visión que san Pablo tuvo de aquel Macedonio que le dijo: «Ven a Macedonia y ayúdanos» (Hch 16,9). El Evangelio prosigue comentando que Felipe habló con Andrés y ambos expusieron la petición a Jesús. Como sucede a menudo en el Evangelio de Juan, Jesús responde de una manera misteriosa y, en aquel momento, enigmática: «Ha llegado la hora en que sea glorificado el Hijo del hombre. En verdad os digo que, si el grano de trigo no cae en tierra y muere, queda infecundo; pero, si muere, da mucho fruto» (12,23s). A la solicitud de un grupo de peregrinos griegos de obtener un encuentro, Jesús contesta con una profecía de la Pasión, en la cual interpreta su muerte inminente como «glorificación», una glorificación que se demostrará en la gran fecundidad obtenida. ¿Qué significa esto? Lo que cuenta no es un encuentro inmediato y externo entre Jesús y los griegos. Habrá otro encuentro que irá mucho más al fondo. Sí, los griegos lo «verán»: irá a ellos a través de la cruz. Irá como grano de trigo muerto y dará fruto para ellos. Ellos verán su «gloria»: encontrarán en el Jesús crucificado al verdadero Dios que estaban buscando en sus mitos y en su filosofía. La universalidad de la que habla la profecía de Isaías (cf. 56,7)se manifiesta a la luz de la cruz: a partir de la cruz, el único Dios se hace reconocible para los pueblos; en el Hijo conocerán al Padre y, de este modo, al único Dios que se ha revelado en la zarza ardiente. Pero volvamos a la purificación del templo, donde la promesa universalista de Isaías se entrelaza también con aquella otra palabra de Jeremías: «Habéis hecho de mi casa una cueva de bandidos» (cf. 7,11). En el contexto de la explicación del discurso escatológico de Jesús retornaremos aún brevemente a lalucha del profeta Jeremías a propósito y en favor del templo. Anticipamos aquí lo esencial: Jeremías se bate apasionadamente por la unidad entre culto y vida en la justicia delante de Dios; lucha contra una politización de la fe, según la cual Dios debería defender en cualquier caso su templo para no perder el culto. Sin embargo, un templo que se ha convertido en una «cueva de bandidos» no tiene la protección de Dios. En la convivencia entre culto y negocios que Jesús combate, Él ve obviamente que se produce de nuevo la situación de los tiempos de Jeremías. En este sentido, tanto su palabra como su gesto son una advertencia en la que, sobre la base de Jeremías, se podía percibir también la alusión a la destrucción de este templo. Pero, como Jeremías, tampoco Jesús es el destructor del templo: ambos indican con su pasión quién y qué es lo que destruirá realmente el templo. Esta explicación de la purificación del templo resulta más clara aún a la luz de una palabra de Jesús que, en este contexto, es transmitida sólo por Juan, pero que de una manera deformada


se encuentra también en labios de los falsos testigos durante el proceso de Jesús, según el relato de Mateo y Marcos. No cabe duda de que dicha palabra se remonta a Jesús mismo, y es igualmente obvio que se la debe situar en el contexto de la purificación del templo. En Marcos, el falso testigo dice que Jesús habría declarado: «Yo destruiré este templo, edificado por hombres, y en tres días construiré otro no edificado por hombres» (14,58). Con eso el «testigo» se aproxima mucho quizás a la palabra de Jesús, pero se equivoca en un punto decisivo: no es Jesús quien destruye el templo; lo abandonan a la destrucción quienes lo convierten en una cueva de ladrones, como había ocurrido en los tiempos de Jeremías. En Juan, la verdadera palabra de Jesús se presenta así: «Destruid este templo y yo en tres días lo levantaré» (2,19). Con esto Jesús responde a la petición de la autoridad judía de una señal que probara su legitimación para un acto como la purificación del templo. Su «señal» es la cruz y la resurrección. La cruz y la resurrección lo legitiman como Aquel que establece el culto verdadero. Jesús se justifica a través de su Pasión; éste es el signo de Jonás, que Él ofrece a Israel y al mundo. Pero la palabra va todavía más al fondo. Con razón dice Juan que los discípulos sólo comprendieron esa palabra en toda su profundidad al recordarla después de la resurrección, rememorándola a la luz del Espíritu Santo como comunidad de los discípulos, como Iglesia. El rechazo a Jesús, su crucifixión, significa al mismo tiempo el fin de este templo. La época del templo ha pasado. Llega un nuevo culto en un templo no construido por hombres. Este templo es su Cuerpo, el Resucitado que congrega a los pueblos y los une en el sacramento de su Cuerpo y de su Sangre. Él mismo es el nuevo templo de la humanidad. La crucifixión de Jesús es al mismo tiempo la destrucción del antiguo templo. Con su resurrección comienza un modo nuevo de venerar a Dios, no ya en un monte o en otro, sino «en espíritu y en verdad» (In 4,23). ¿Qué hay entonces acerca del «zélos» de Jesús? Sobre esta pregunta Juan —precisamente en el contexto de la purificación del templo— nos ha dejado una palabra preciosa que representa una respuesta precisa y profunda a la cuestión. Nos dice que, con ocasión de la purificación del templo, los discípulos se acordaron de lo que está escrito: «El celo de tu casa me devora» (2,17). Es una palabra tomada del gran Salmo 69, aplicable a la Pasión. A causa de su vida conforme a la Palabra de Dios, el orante es relegado al aislamiento; la palabra se convierte para él en una fuente de sufrimiento que le causan quienes lo circundan y lo odian. «Dios mío, sálvame, que me llega el agua al cuello... Por ti he aguantado afrentas... me devora el celo de tu templo...» (Sal69,2.8.10). Los discípulos han reconocido a Jesús al recordar al justo que sufre: el celo por la casa de Dios lo lleva a la Pasión, a la cruz. Este es el vuelco fundamental que Jesús ha dado al tema del celo. Ha transformado el «celo» de servir a Dios mediante la violencia en el celo de la cruz. De este modo ha establecido definitivamente el criterio para el verdadero celo, el celo del amor que se entrega. El cristiano ha de orientarse por este celo; en eso reside la respuesta auténtica a la cuestión sobre el «zelotismo» de Jesús. Esta interpretación encuentra confirmación nuevamente en dos pequeños episodios con los que Mateo concluye el relato de la purificación del templo. «En el templo se acercaron a Él ciegos y tullidos, y los curó» (21,14). Al comercio de animales y al negocio con los dineros, Jesús contrapone subondad sanadora. Ésta es la verdadera purificación del templo. Jesús no viene como destructor; no viene con la espada del revolucionario. Viene con el don de la curación. Se dedica a quienes son relegados al margen de la propia vida y de la sociedad a causa de su enfermedad. Muestra a Dios como Aquel que ama, y a su poder como la fuerza del amor. En total armonía con todo esto, además, aparece el comportamiento de los niños, que repiten la aclamación del Hosanna que los adultos le niegan (cf. Mt 21,15). De estos «pequeños» recibirá siempre la alabanza (cf. Sal 8,3), de los que son capaces de ver con un corazón puro y simple, y que están abiertos a su bondad. Así, en estos pequeños episodios se apunta ya al nuevo templo que Él ha venido a edificar.


2. DISCURSO ESCATOLÓGICO DE JESÚS San Mateo, al final de las recriminaciones de Jesús a los escribas y fariseos, y por tanto en el contexto de las enseñanzas que siguieron a su entrada en Jerusalén, nos transmite unas palabras misteriosas de Jesús, que en Lucas se encuentran durante su camino hacia la Ciudad Santa: «¡Jerusalén, Jerusalén, que matas a los profetas y lapidas a los que te son enviados! ¡Cuántas veces he querido reunir a tus hijos, como la gallina reúne a sus pollitos bajo las alas! Pero no habéis querido. Pues bien, vuestra casa quedará vacía» (Mt 23,37s; cf. Lc 13,34s). En estas frases se manifiesta ante todo el amor profundo de Jesús por Jerusalén, su lucha apasionada para lograr el «sí» de la Ciudad Santa al mensaje que Él ha de transmitir, y con el cual se pone en la gran línea de los mensajeros de Dios en la historia precedente de la salvación. La imagen de la gallina protectora y preocupada proviene del Antiguo Testamento: Dios «encontró [a su pueblo] en tierra desierta... Y le envuelve, le sustenta, le cuida como a la niña de sus ojos. Como uno que vela por su nidada, revolotea sobre sus polluelos, así despliega él sus alas y le toma, lo lleva sobre sus plumas» (Dt 32,10s). Al lado de este texto puede ponerse la hermosa expresión del Salmo 36,8: «¡Qué inapreciable es tu misericordia, oh Dios! Los hombres se acogen a la sombra de tus alas». Jesús aplica aquí la bondad poderosa de Dios mismo a su propio obrar y a su intento de atraer a la gente. No obstante, esta bondad que protege a Jerusalén con las alas desplegadas (cf. Is 31,5) se dirige al libre albedrío de los polluelos, y éstos la rechazan: «Pero no habéis querido» (Mt 23,37). La desdicha que se sigue de esto la indica Jesús de manera misteriosa, pero inequívoca, con una palabra que retorna una antigua tradición profética. Jeremías, ante el mal comportamiento en el templo, había proferido un oráculo de Dios: «Dejé mi casa, abandoné mi heredad» (12,7). Precisamente lo mismo que anuncia Jesús: «Vuestra casa quedará vacía» (Mt 23,38). Dios se marcha. El templo ya no es aquel lugar donde Él ha puesto su nombre. Quedará vacío; ahora es solamente «vuestra casa». Estas palabras de Jesús encuentran un paralelismo sorprendente en Flavio Josefo, el historiógrafo de la guerra judía; también Tácito ha recogido esta noticia en su obra histórica (cf. Hist., 5,13). Flavio Josefo habla de acontecimientos extraños ocurridos en los últimos años antes de que estallara la guerra judía: todos anunciaban de modo diferente y preocupante el fin del templo. El historiador menciona siete de estos signos. Quisiera citar aquí sólo el que más se acerca a la palabra amenazadora de Jesús antes mencionada. El acontecimiento tiene lugar en Pentecostés del año 66 después de Cristo: «Cuando en la fiesta llamada Pentecostés llegaron los sacerdotes al patio interior del templo para desempeñar su ministerio sagrado, siguiendo la costumbre, habrían notado en un primer momento, según dicen, un movimiento y un estruendo, y a continuación unos gritos: "¡Vamos fuera de aquí!"» (De bello Judaico, VI, 299s). Sea lo que fuere lo que ocurrió en concreto, una cosa está clara: en los últimos años antes del drama del año 70 aleteaba en torno al templo una misteriosa percepción de que se acercaba su fin. «Vuestra casa quedará vacía». «¡Vamos fuera de aquí!»: en la forma de la primera persona del plural, típica del hablar bíblico de Dios (cf. p. ej. Gn 1,26), Él mismo anuncia que se irá del templo, dejándolo «vacío». Había en el aire un cambio de alcance universal y de sentido imprevisible. En Mateo, a la palabra de la «casa vacía» —palabra que no anuncia todavía directamente la destrucción del templo, pero sí ciertamente su fin intrínseco, el cese de su significado como lugar de encuentro entre Dios y el hombre— sigue inmediatamente el gran discurso escatológico de Jesús, con los temas centrales de la destrucción del templo, de la destrucción de Jerusalén, del Juicio final y del fin del mundo. Este discurso, transmitido por los tres Sinópticos con distintas variantes, ha de considerarse tal vez como el texto más difícil de los Evangelios. Ello depende, por un lado, de la complejidad del contenido, que en parte se refiere a acontecimientos históricos que ya han sucedido con el paso del tiempo, pero que en gran


parte mira también hacia un futuro que va más allá de las realidades temporales y que podemos percibir, y que más bien las lleva a su cumplimiento. Se anuncia un porvenir que supera nuestras categorías y que, no obstante, puede representarse sólo mediante modelos tomados de nuestra experiencia, modelos que son necesariamente insuficientes frente al contenido que se ha de expresar. Así se comprende por qué Jesús, que habla siempre sustancialmente en continuidad con la Ley y los Profetas, explica el conjunto con una trama de palabras de la Escritura en la cual inserta la novedad de su misión, de la misión del Hijo del hombre. Así, la visión del futuro se puede expresar en buena medida con imágenes de la tradición que quieren llevarnos más cerca de lo indescriptible; pero a estas dificultades del contenido se añaden también todos los problemas de la historia redaccional: precisamente porque las palabras de Jesús pretenden en este caso ser un desarrollo en continuidad con la tradición, y no descripciones del futuro, quienes las transmitieron han podido elaborar ulteriormente estos desarrollos según las circunstancias y las capacidades de entender de sus oyentes, teniendo cuidado en conservar fielmente el contenido esencial del auténtico mensaje de Jesús. Este libro no tiene la pretensión de entrar en los múltiples problemas particulares de la historia de la redacción y de la tradición del texto. Quisiera limitarme a destacar tres elementos del discurso escatológico de Jesús en los que se muestran con claridad las intenciones esenciales de esta composición. 1. EL FIN DEL TEMPLO Antes de poner nuevamente nuestra atención en las palabras de Jesús, hemos de echar una mirada a los acontecimientos históricos del año 70. Con la expulsión del procurador Gesio Floro y la defensa eficaz frente al contraataque romano, en el año 66comenzó la guerra judía que, sin embargo, no era solamente una guerra de los judíos contra los romanos, sino periódicamente también una guerra en buena parte civil entre corrientes judías rivales bajo la guía de sus cabecillas. Esto fue lo primero que dio a la batalla por Jerusalén tanta atrocidad. Eusebio de Cesarea († ca. 339) y —con valoraciones diferentes— Epifanio de Salamina († 403), nos dicen que, ya antes de comenzar el asedio de Jerusalén, los cristianos se habían refugiado en la región al este del Jordán, en la ciudad de Pella. Según Eusebio, se decidieron a huir después de que les fuera impartida por revelación a sus «responsables» una orden precisa (cf. Hist. eccl., IlI, 5). Epifanio, en cambio, escribe: «Cristo les había dicho que abandonaran Jerusalén y se trasladaran a otro lugar, porque la ciudad sería asediada» (Haer., 29,8). De hecho, leemos en el discurso escatológico de Jesús una apremiante invitación a la fuga: «Cuando veáis la abominación de la desolación erigida donde no debe... entonces, los que estén en Judea, huyan a los montes» (Mc 13,14). No se puede precisar en qué situación o vicisitud los cristianos vieran verificarse este signo de «abominación de la desolación» y decidieran marcharse. Pero en aquellos años de la guerra judía hubo suficientes acontecimientos que podían ser interpretados como este signo anunciado por Jesús, cuya formulación verbal está tomada del Libro de Daniel (9,27; 11,31; 12,11), donde se alude a la profanación helenista del templo. Esta expresión simbólica, tomada de la historia de Israel en cuanto anuncio del futuro, permitía diferentes interpretaciones. Así, el texto de Eusebio puede resultar ciertamente razonable en el sentido de que, por ejemplo, algunos miembros destacados de la comunidad paleocristiana reconocieran «por una revelación» en un cierto acontecimiento el signo del que habían oído hablar y lo interpretaran como la orden de iniciar inmediatamente la fuga. Alexander Mittelstaedt hace notar que, en el verano del año 66, junto a José ben Gurion, fue elegido el ex sumo sacerdote Anán (Anás II) como estratega para conducir la guerra: aquel Anán que el año 62 d. C. había decretado la condena a muerte del «hermano del Señor», Santiago, cabeza de la comunidad judeocristiana (Lukas als Historiker, p. 68). Esta elección podía ser interpretada sin duda por los judeocristianos como la señal para la salida, aunque, ciertamente, ésta es sólo una entre muchas hipótesis. En todo caso, la fuga de los


judeocristianos demuestra una vez más con toda evidencia el «no» de los cristianos a la interpretación zelote del mensaje bíblico y de la figura de Jesús: su esperanza es de naturaleza diferente. Volvamos al desarrollo de la guerra judía. Vespasiano, que fue encargado por Nerón de la operación, suspendió todas las acciones militares cuando, el año 68, fue anunciada la muerte del emperador. Después de un breve intermedio, el mismo Vespasiano fue proclamado nuevo emperador el 1 de julio de 69. Por eso confió el encargo de la conquista de Jerusalén a su hijo Tito. Este, según Flavio Josefo, debió de llegar ante la Ciudad Santa presumiblemente justo en el periodo de las festividades de la Pascua, el 14 del mes de Nisán, por tanto en el 40aniversario de la crucifixión de Jesús. Miles de peregrinos afluían a Jerusalén. Juan de Giscala, uno de los jefes de la insurrección, en lucha entre ellos, consiguió hacer entrar a escondidas en el templo a combatientes armados, disfrazados de peregrinos, que iniciaron allí una matanza de los seguidores de su rival Eleazar ben Simón, contaminando así una vez más el santuario con la sangre de inocentes (Mittelstaedt, p. 72). Esto, sin embargo, no era más que una primera demostración de las crueldades inimaginables que se desencadenarían después con creciente brutalidad, y en la que el fanatismo de los unos y la furia creciente de los otros se azuzaban mutuamente. No es preciso tratar aquí los detalles de la conquista y la destrucción de la ciudad y del templo. No obstante, puede ser útil citar el texto en el que Mittelstaedt resume el desarrollo terrible del drama: «El fin del templo se desarrolla en tres etapas: en un primer momento se produce la suspensión del sacrificio regular, por lo cual el santuario queda reducido a una fortaleza; sigue luego el incendio, que a su vez se desarrolla en tres etapas... Y, en fin, se procede al desmantelamiento de las ruinas después de la caída de la ciudad. Las destrucciones decisivas... se producen por el fuego; los desmantelamientos sucesivos fueron ya sólo un colofón. Los que no murieron y pudieron sobrevivir incluso a la carestía o las epidemias, tenían ante sí la perspectiva del circo, del trabajo en las minas o de la esclavitud» (pp. 84s). Según Flavio Josefo, el número de muertos llegó a 1.100.000 (De bello Jud., VI, 420). Orosio (Hist.adv. pag., VII, 9, 7) y, de modo similar, Tácito (Hist.,V, 13) hablan de 600.000 muertos. Mittelstaedt opina que estas cifras son exageradas, y que siendo realistas se debería suponer un número aproximado de 80.000 muertos (p. 83). Quien lee por entero los informes y toma conciencia de la cantidad de homicidios, matanzas, saqueos, incendios, hambre, ensañamiento con los cadáveres y la destrucción del entorno (deforestación total en un radio de 18 kilómetros alrededor de la ciudad), puede entender que Jesús —retomando una palabra del Libro de Daniel (12,1)- comente el acontecimiento diciendo: «Aquellos días habrá una tribulación como no la hubo igual desde el principio de la creación que hizo Dios hasta el presente, ni la volverá a haber» (Mc 13,19). En Daniel, a esta palabra de amenaza sigue una promesa: «Entonces se salvará tu pueblo: todos los que se encuentren inscritos en el libro» (12,1). También en el discurso de Jesús el horror no tiene la última palabra: los días serán abreviados y los elegidos salvados. Dios deja una medida grande —supergrande según nuestra impresión— de libertad al mal y a los malos; pero, no obstante, la historia no se le va de las manos. En todo este drama, que por desgracia es sólo un ejemplo de tantas otras tragedias de la historia, hay un acontecimiento central para la historia de la salvación, un acontecimiento que significa un corte neto de grandes consecuencias para toda la historia de las religiones y, en general, para la historia de la humanidad: el 5 de agosto del año 70, «a causa de la carestía y la falta de los elementos necesarios, se tuvo que suspender el sacrificio cotidiano en el templo» (Mittelstaedt, p. 78). Es verdad que, después de la destrucción del templo por Nabucodonosor en 587 a. C., el fuego para el sacrificio quedó apagado durante setenta años aproximadamente, y que una segunda vez, entre los años 166 y 164 a. C., bajo la dominación helenista de Antíoco IV, el templo había


sido profanado y el ministerio sacrificial al único Dios fue sustituido por sacrificios a Zeus. Pero en ambos casos el templo resurgió y se reanudó el culto prescrito por la Torá. La destrucción del año 70, en cambio, fue definitiva: los intentos de una reconstrucción del templo bajo los emperadores Adriano, durante la insurrección de Bar-Kokebá (132-135 d. C.), y Juliano (361) fracasaron. La revuelta de Bar-Kokebá tuvo incluso como consecuencia el que Adriano prohibiera al pueblo judío el acceso al territorio de Jerusalén y sus alrededores. En el lugar de la Ciudad Santa, el emperador construyó una nueva, que después se llamó «Aelia Capitolina», donde se celebraba el culto a Júpiter Capitolino. «Sólo en el siglo IV, el emperador Constantino permitió a los judíos visitar la ciudad una vez al año en la conmemoración de la destrucción de Jerusalén para hacer luto ante el muro del templo» (Gnilka,Nazarener, p. 72). Para el judaísmo, el cese del sacrificio y la destrucción del templo tuvo que ser una conmoción terrible. Templo y sacrificio estaban en el centro de la Torá. Pero ahora ya no había ninguna expiación en el mundo, nada que pudiera hacer de contrapeso a su creciente contaminación a causa del mal. Y todavía más: Dios, que había puesto su nombre en este templo y que, por tanto, habitaba en él de modo misterioso, ahora había perdido esta su morada sobre la tierra. ¿Dónde estaba la alianza? ¿Dónde la promesa? Una cosa está clara: la Biblia —el Antiguo Testamento— debía leerse de un modo nuevo. El judaísmo de los saduceos, que estaba totalmente vinculado al templo, no ha sobrevivido a esta catástrofe, y también Qumrán, que en realidad se oponía al templo herodiano, pero que esperaba un templo nuevo, ha desaparecido de la historia. Existen dos respuestas a esta situación, dos maneras de leer de modo nuevo el Antiguo Testamento después del año 70: la lectura a la luz de Cristo, basándose en los profetas, y la lectura rabínica. De las corrientes judías del tiempo de Jesús sólo ha sobrevivido el fariseísmo, que encontró una nueva guía en la escuela rabínica de Yabne y elaboró un modo particular de leer e interpretar —en la época ya sin templo— el Antiguo Testamento poniendo en su centro la Torá.Sólo a partir de este momento hablamos de «judaísmo» en el sentido propio del término, como modo de considerar y leer el canon de los escritos bíblicos en cuanto revelación de Dios sin el mundo concreto del culto en el templo. Este culto ya no existe. A este respecto, después del año 70, también la fe de Israel ha asumido una forma nueva. Después de siglos de contraposición, reconocemos como tarea nuestra el esfuerzo para que estos dos modos de la nueva lectura de los escritos bíblicos —la cristiana y la judía— entren en diálogo entre sí, para comprender rectamente la voluntad y la Palabra de Dios. Gregorio Nacianceno († ca. 390) ha tratado de establecer retrospectivamente una especie de periodos de la historia de la religión a partir del fin del templo jerosolimitano. El habla de la paciencia de Dios, que no impone al hombre nada incomprensible: Dios actúa como un buen pedagogo o un médico. Abroga lentamente ciertas costumbres, tolera otras y así lleva al hombre a hacer progresos. «No es fácil cambiar costumbres vigentes y veneradas desde hace mucho tiempo... ¿Qué quiero decir? El primer Testamento suprimió los ídolos, pero toleraba los sacrificios. El segundo puso fin a los sacrificios, pero no prohibió la circuncisión. Una vez aceptada la abolición [de dicha costumbre, los hombres] renunciaron a lo que solamente estaba tolerado» (cit. en Barbel, pp. 261-263). En la visión de este Padre de la Iglesia también los sacrificios, aunque previstos por la Torcí, aparecen como una cosa solamente tolerada — como una etapa en el recorrido hacia un culto más verdadero—, como algo provisional, que durante el camino debía superarse y que Cristo ha superado. Pero ahora se plantea decididamente la cuestión: ¿Cómo ha visto Jesús mismo todo esto? Y ¿cómo ha sido entendido Él por los cristianos? No es necesario examinar aquí en qué medida los detalles particulares del discurso escatológico de Jesús se remontan a su palabra personal. Que Él haya anunciado el fin del templo —y precisamente su fin teológico, histórico-salvífico— está fuera de dudas. Lo confirman sobre todo, además del discurso escatológico, la expresión sobre la casa que quedaría vacía, de la que hemos partido (cf. Mt 23,37s; Lc 13,34s), y la palabra de los falsos testigos en el proceso a Jesús (cf. Mt 26,61; 27,40; Mc 14,58; 15,29; Hch 6,14), que vuelve a aparecer bajo la cruz como


palabra de escarnio y es citada por Juan como palabra en labios de Jesús mismo y en su correcta formulación (cf. 2,19). Jesús había amado el templo como propiedad del Padre (cf. Lc 2,49) y se había complacido en enseñar en él. Lo había defendido como casa de oración para todas las naciones y trató de prepararlo para esta finalidad. Pero sabía también que la época de este templo estaba acabada y que llegaría algo nuevo que estaba relacionado con su muerte y resurrección. La Iglesia naciente tenía que reunir y leer juntos estos fragmentos en gran parte misteriosos de las palabras de Jesús —sus afirmaciones sobre el templo y, especialmente, sobre la cruz y la resurrección— para reconocer al final en dichos fragmentos todo el conjunto de lo que Jesús quiso expresar. Esto era una tarea nada fácil, pero fue afrontada a partir de Pentecostés, y podemos decir que, antes del fin material del templo, todos los elementos esenciales de la nueva síntesis se encontraban ya en la teología paulina. Sobre la relación de la comunidad primitiva con el templo los Hechos de los Apóstoles nos dicen que «a diario acudían al templo todos unidos, celebraban la fracción del pan en las casas y comían juntos alabando a Dios con alegría y de todo corazón» (2,46). Se mencionan, pues, dos lugares de la vida de la Iglesia naciente: para la predicación y la oración, se reúnen en el templo, que sigue siendo considerado y aceptado como la casa de la Palabra de Dios y de la oración; el partir el pan —el nuevo centro «cultual» de la existencia de los fieles— tiene lugar sin embargo en las casas, como lugares de la asamblea y de la comunión, gracias al Señorresucitado. Aunque no se han tomado todavía explícitamente las distancias respecto de los sacrificios según la Ley, ya se perfila sin embargo una distinción esencial. Lo que hasta aquel momento habían sido los sacrificios es reemplazado por el «partir el pan». Pero, tras esta simple expresión, se esconde una referencia al legado de la Última Cena, a la comunión en el Cuerpo del Señor; a su muerte y su resurrección. En la nueva síntesis teológica, que ve el fin histórico-salvífico del templo como ya cumplido en la muerte y resurrección de Jesús, antes aún de su destrucción material, destacan dos grandes nombres: Esteban y Pablo. Esteban pertenece al grupo de los «helenistas» de la comunidad primitiva de Jerusalén, un grupo de judeocristianos de lengua griega que, con su nuevo modo de interpretar la Ley, prepararon el cristianismo paulino. El gran discurso con el que Esteban, según el relato de los Hechos de los Apóstoles, trata de explicar su nueva visión de la historia de la salvación es interrumpido en el punto decisivo. La indignación de sus adversarios ha llegado ya al colmo y se desahoga con la lapidación del orador. Pero el verdadero punto del desacuerdo queda expresado de manera absolutamente clara en la exposición de la acusación que se presenta ante el Sanedrín: «Le hemos oído decir que ese Jesús de Nazaret destruirá el templo y cambiará las tradiciones que recibimos de Moisés» (Hch 6,14). Se trata de las palabras de Jesús sobre el fin del templo de piedra y sobre el nuevo templo, del todo diferente; palabras que evidentemente Esteban ha hecho suyas y las ha puesto en el centro de su predicación. Aunque no podemos reconstruir en todos los pormenores la visión teológica de san Esteban, resulta claro el punto esencial: se ha acabado la época del templo de piedra con su culto sacrificial. En efecto, Dios mismo ha dicho: «Mi trono es el cielo, la tierra el estrado de mis pies. ¿Qué templo podéis construirme —dice el Señor— o qué lugar para que descanse? ¿No ha hecho mi mano todo esto?» (Hch 7,49s; cf. Is 66,1s). Esteban conoce la crítica de los profetas al culto. Para él, con Jesús ha pasado el periodo del sacrificio en el templo y, con ello, también la época del templo mismo; las palabras del profeta adquieren ahora su plena razón. Algo nuevo ha comenzado, algo donde se lleva a cumplimiento lo que, en realidad, era lo originario. La vida y el mensaje de san Esteban se han quedado en un fragmento que se interrumpe de improviso con su lapidación, pero que, al mismo tiempo, lleva a cumplimiento su vida y su mensaje: él, en su pasión, se ha hecho uno con Cristo. Tanto el proceso como la muerte se asemejan a la Pasión de Jesús. Como hizo el Señor crucificado, también él implora: «Señor, no


les tengas en cuenta este pecado» (Hch 7,60). Correspondería a otro completar la visión teológica y edificar sobre esta base la Iglesia de los gentiles: a Pablo, quien, cuando era llamado Saulo, aprobó la muerte de Esteban (cf. Hch 8,1). No es tarea de este libro trazar las líneas fundamentales de la teología de Pablo y ni siquiera tan sólo de su concepción del culto y del templo. Aquí se trata únicamente de subrayar que el cristianismo naciente, mucho antes de la destrucción material del templo, estaba convencido de que su papel en la historia había llegado a su fin, como Jesús había afirmado con la palabra sobre la «casa que quedará vacía» y con el discurso sobre el nuevo templo. A decir verdad, la gran lucha de san Pablo en la edificación de la Iglesia de los gentiles, del cristianismo «libre de la Ley», no se refiere al templo. El contraste con los distintos grupos del judeocristianismo gira en torno a las «costumbres» de fondo, en las que se expresaba la identidad judía: la circuncisión, el sábado, las prescripciones alimentarias y las normas de pureza. Mientras que sobre la cuestión de la necesidad de estas «costumbres» para alcanzar la salvación se desencadenó una lucha dramática también entre los cristianos —lucha que al final llevó al arresto del Apóstol en Jerusalén—, parece extraño no encontrar por ningún lado huellas de un conflicto sobre el templo y sobre la necesidad de sus sacrificios; y esto a pesar de que, según el relato de los Hechos ele los Apóstoles, «incluso muchos sacerdotes aceptaban la fe» (6,7). Sin embargo, Pablo no ha omitido este problema: por el contrario, el centro de su enseñanza es el mensaje de que todos los sacrificios se llevan a cumplimiento en la cruz de Cristo; en Él se ha realizado lo que intentaban todos los sacrificios la expiación— y, así, Jesús mismo se ha puesto en lugar del templo: el nuevo templo es Él. Baste una breve indicación. El texto más importante se encuentra en la Carta a los Romanos 3,23ss: «Todos pecaron y todos están privados de la gloria de Dios, y son justificados gratuitamente por su gracia, mediante la redención de Cristo Jesús, a quien constituyó sacrificio de propiciación mediante la fe en su sangre. Así quería Dios demostrar que no fue injusto dejando impunes con su tolerancia los pecados del pasado». La palabra traducida aquí como «sacrificio de propiciación» en griego se dice «hilastérion», «kapporet»en hebreo. Así se llamaba la cubierta del Arca de la Alianza. Es el lugar sobre el que aparece JHWH en una nube, el lugar de la misteriosa presencia de Dios. En el Día de la Expiación —Yom Hakkippurim(cf. Lv 16)—, este lugar sagrado es rociado con la sangre del novillo inmolado como víctima de expiación, «cuya vida se ofrece así a Dios en lugar de la de los hombres pecadores merecedores de la muerte» (Wilckens, II, 1, p. 235). La idea de fondo es que la sangre del sacrificio, en la que han sido puestos todos los pecados de los hombres, es purificada al tocar la divinidad misma y, así, mediante el contacto con Dios, también los hombres, representados por esta sangre, vuelven a ser puros: un concepto que, en su grandeza e insuficiencia a la vez, es conmovedor; una concepción que no podía ser la última palabra de la historia de las religiones, ni la última palabra en la historia de la fe de Israel. Si Pablo aplica la palabra hilastérion a Jesús, designándolo de la misma manera que la cubierta del Arca de la Alianza, y por tanto como el lugar de la presencia del Dios vivo, entonces toda la teología veterotestamentaria del culto (y con ella las teologías del culto de toda la historia de las religiones) queda «abolida», y elevada al mismo tiempo a una altura totalmente nueva. Jesús mismo es la presencia del Dios vivo. En Él, Dios y el hombre, Dios y el mundo, están en contacto. En Él se cumple lo que el rito del Día de la Expiación quería expresar: en la entrega de sí mismo en la cruz, Jesús deposita, por decirlo así, todo el pecado del mundo en el amor de Dios, y en él lo limpia. Unirse a la cruz, entrar en comunión con Cristo, significa entrar en el ámbito de la transformación y la expiación. Todo esto es difícil de entender hoy para nosotros; cuando reflexionemos sobre la Última Cena y la muerte en cruz de Jesús, hemos de volver con mayor amplitud sobre esto y esforzarnos por comprenderlo con más detalle. Aquí se ha tratado sólo de mostrar cómo Pablo ha previsto plenamente la abolición del templo e introducido su teología sacrificial en la cristología. Para Pablo, el templo, con su culto, ha sido «demolido» en la crucifixión de Cristo; en su lugar está


ahora el Arca de la Alianza viva de Cristo crucificado y resucitado. Si, con Ulrich Wilckens, podemos suponer que el pasaje de Romanos 3,25 es una «fórmula de la fe de los judeocristianos» (I, 3, p. 182), entonces vemos qué pronto había madurado esta convicción en el cristianismo; es decir, que éste sabía desde el principio que el Resucitado es el nuevo templo, el verdadero lugar de contacto entre Dios y el hombre. Por eso Wilckens puede decir también con razón: «Simplemente, quizás los cristianos no han participado desde el principio en el culto del templo... Por tanto, la destrucción del templo en el año 70 d. C. no era un problema religioso que les afectara» (II, 1, p. 31). Pero así se pone de manifiesto claramente que la gran visión teológica de la Carta a los Hebreos selimita a desarrollar en detalle lo que, en su núcleo, está expresado ya en Pablo, y que Pablo mismo, a su vez, había ya encontrado como contenido esencial en la tradición preexistente de la Iglesia. Más tarde veremos que, a su modo, la oración sacerdotal de Jesús reinterpreta en el mismo sentido el desarrollo del gran Día de la Expiación y, por tanto, el centro de la teología veterotestamentaria de la redención, considerándola cumplida en la cruz. 2. EL TIEMPO DE LOS PAGANOS Una lectura o una escucha superficial del discurso escatológico de Jesús da necesariamente la impresión de que, desde el punto de vista cronológico, Jesús vinculó directamente el fin de Jerusalén con el fin del mundo, particularmente cuando se lee en Mateo: «Después de la tribulación de aquellos días, el sol se oscurecerá... Entonces aparecerá en el cielo la señal del Hijo del hombre» (24,29s). Esta concatenación cronológicamente directa entre el fin de Jerusalén y el fin del mundo entero parece confirmarse más aún cuando, unos versículos después, se encuentran estas palabras: «Os aseguro que no pasará esta generación sin que todo esto suceda» (24,34). A primera vista, parece que sólo Lucas haya atenuado esta relación. En él se lee: «Caerán a filo de espada, los llevarán cautivos a todas las naciones, Jerusalén será pisoteada por los gentiles, hasta que a los gentiles les llegue su hora» (21,24). Entre la destrucción de Jerusalén y el fin del mundo se intercala «la hora de los gentiles». Se ha reprochado a Lucas el haber desplazado así el eje cronológico de los Evangelios y el mensaje originario de Jesús, de haber transformado el fin de los tiempos en el tiempo intermedio, inventando así el tiempo de la Iglesia como nueva fase de la historia de la salvación. Pero, mirando con atención, se descubre que esta «hora de los paganos» también se anuncia en Mateo y en Marcos con palabras diferentes en otros puntos de la predicación de Jesús. En Mateo encontramos estas palabras del Señor: «Se proclamará esta Buena Nueva del Reino en el mundo entero, para dar testimonio a todas la naciones. Y entonces vendrá el fin» (24,14). En Marcos se lee: «Y es preciso que antes [del fin] sea proclamada la Buena Nueva a todas las naciones» (13,10). Esto nos demuestra ante todo que hay que ser muy cautos con el entramado interno de este discurso de Jesús; el discurso ha sido compuesto con piezas sueltas que se habían transmitido, que no constituyen un desarrollo lineal, sino que se han de leer como si estuvieran juntas. Volveremos de modo más detallado en el curso del tercer subcapítulo («Profecía y apocalíptica...») sobre este problema redaccional, que tiene gran importancia para la comprensión correcta del texto. Desde el punto de vista del contenido se ve claramente que los tres Sinópticos saben algo de un tiempo de los paganos: el fin del mundo sólo puede llegar cuando se haya llevado el Evangelio a todos los pueblos. El tiempo de los paganos —el tiempo de la Iglesia de los pueblos del mundo— no es una invención de san Lucas; es patrimonio común de la tradición de todos los Evangelios. Aquí encontramos de nuevo el enlace entre la tradición de los Evangelios y los motivos fundamentales de la teología paulina. Si Jesús dice en el discurso escatológico que primero tiene que ser anunciado el Evangelio a las naciones, y sólo después puede llegar el fin, en Pablo encontramos una afirmación prácticamente idéntica en la Carta a los Romanos: «El


endurecimiento de una parte de Israel durará hasta que entren todos los pueblos; entonces todo Israel se salvará...» (11,25s). Todos los paganos e Israel entero: aparece en esta fórmula el universalismo de la voluntad divina de salvación. Pero, en nuestro contexto, es importante que también Pablo conozca el tiempo de los paganos que tiene lugar ahora, y que tiene que cumplirse para que el plan de Dios alcance su propósito. El hecho de que el cristianismo primitivo no pudiera hacerse una idea cronológicamente adecuada de la duración de estos kairoí (tiempos) de los paganos, suponiéndolos seguramente bastante breves, es a fin de cuentas secundario. Lo esencial está en la afirmación fundamental y en la indicación de dicho tiempo, que debía ser entendido y fue entendido por los discípulos, sin cálculos sobre su duración, ante todo como tarea: realizar ahora lo que ha sido anunciado y exigido, es decir, llevar el Evangelio a todas las gentes. El caminar incansable de san Pablo hacia los pueblos para llevar el mensaje a todos y cumplir así la tarea, posiblemente ya durante su vida, muestra precisamente una tenacidad que sólo se explica por su convencimiento del significado histórico y escatológico del anuncio: «No tengo más remedio, y ¡ay de mí si no anuncio el Evangelio!» (1 Co 9,16). En este sentido, la urgencia de la evangelización en la generación apostólica no está motivada tanto por la cuestión sobre la necesidad de conocer el Evangelio para la salvación individual de cada persona, cuanto más bien por esta gran concepción de la historia: para que el mundo alcance su meta, el Evangelio tiene que llegar a todos los pueblos. En algunos periodos de la historia la percepción de esta urgencia se ha debilitado mucho, pero siempre se ha vuelto a reavivar después, suscitando un nuevo dinamismo en la evangelización. A este respecto queda siempre en el trasfondo también la cuestión sobre la misión de Israel. Hoy vemos desconcertados cuántos malentendidos cargados de consecuencias han pesado en los siglos sobre este punto. Sin embargo, una nueva reflexión puede hacer ver que en todo momento de ofuscación pueden hallarse siempre posibilidades de una comprensión correcta. Quisiera hacer aquí una referencia a lo que Bernardo de Claraval aconsejaba sobre esta cuestión a su discípulo, el papa Eugenio III. Le recuerda al Papa que no sólo se le ha confiado el cuidado de los cristianos: «Tú eres deudor también respecto alos infieles, los judíos, los griegos y los paganos» (De cons., III, I, 2). Sin embargo, enseguida se corrige, precisando: «Admito que, por lo que se refiere a los judíos, quedas excusado por el tiempo;para ellos se ha establecido un determinado momento, que no se puede anticipar. Deben preceder los paganos en su totalidad. Pero ¿qué dices acerca de los paganos mismos?... ¿En qué pensaban tus predecesores para... interrumpir la evangelización, mientras la incredulidad sigue siendo todavía tan extendida? ¿Por qué motivo... la palabra que corre veloz se ha detenido?...» (III, I, 3). Hildegard Brem comenta así este pasaje: «Según Romanos 11,25, la Iglesia no tiene que preocuparse por la conversión de los judíos, porque hay que esperar el momento establecido por Dios, "hasta que entren todos los pueblos" (Rm 11,25). Por el contrario, los judíos mismos son una predicación viviente, a la que la Iglesia se debe remitir porque hacen pensar en la Pasión de Cristo (cf. Ep 363)...» (Winkler I, p. 834). El anuncio del tiempo de los paganos, y la tarea que se deriva de él, es un punto central del mensaje escatológico de Jesús. El cometido particular de evangelizar a los paganos, que Pablo recibió del Resucitado, está firmemente unido al mensaje que Jesús dirigió a los discípulos antes de su pasión. El tiempo de los paganos —«el tiempo de la Iglesia»— que, como hemos visto, ha sido transmitido por todos los Evangelios, constituye un elemento esencial del mensaje escatológico de Jesús. 3. PROFECÍA Y APOCALÍPTICA EN EL DISCURSO ESCATOLÓGICO


Antes de ocuparnos de lo que es la parte apocalíptica del discurso de Jesús en su sentido más estricto, tratemos de llegar a una visión de conjunto de todo lo que hemos encontrado hasta ahora. Encontramos en primer lugar el anuncio de la destrucción del templo y, en Lucas de manera explícita, también de la destrucción de Jerusalén. No obstante, ha quedado claro que el núcleo de las palabras de Jesús no apunta a las acciones exteriores de la guerra y la destrucción, sino al final en el sentido histórico-salvífico del templo, que se convierte en la casa que «queda vacía»: deja de ser el lugar de la presencia de Dios y de la expiación para Israel, más aún, para el mundo. Ha pasado el tiempo de los sacrificios según la Ley de Moisés. Hemos visto que la Iglesia naciente, mucho antes del fin material del templo, era consciente de este profundo viraje de la historia; y que, a pesar de tantas discusiones difíciles sobre lo que se debía conservar y declarar obligatorio de las costumbres judías, incluso para los paganos, sobre este punto obviamente no hubo ningún disenso: con la cruz de Cristo la época de los sacrificios llegó a su fin. Hemos comprobado, además, que el anuncio de un tiempo de los gentiles forma parte del núcleo del mensaje escatológico de Jesús, un tiempo durante el cual se debe llevar el Evangelio a todo el mundo y a todos los hombres: sólo después la historia puede alcanzar su meta. Entretanto, Israel conserva su propia misión. Está en las manos de Dios, que lo salvará «por entero» en el tiempo apropiado, una vez que el número de los paganos esté completo. Es obvio y nada sorprendente que no se pudiera calcular la duración histórica de este periodo. Pero se hizo cada vez más claro que la evangelización de los paganos se había convertido ahora en la tarea por excelencia de los discípulos, sobre todo merced al encargo particular que Pablo era consciente de haber asumido como carga y a la vez como gracia. Según esto, también se comprende ahora que este «tiempo de los paganos» no es todavía verdadero tiempo mesiánico en el sentido de las grandes promesas de salvación, sino precisamente siempre tiempo de esta historia y de sus sufrimientos y, sin embargo, de modo nuevo, también tiempo de esperanza: «La noche está avanzada, el día se echa encima» (Rm 13,12). Me parece obvio que algunas parábolas de Jesús —la parábola de la red con peces buenos y malos (Mt 13,47-50), la parábola de la cizaña en el campo (Mt 13,24-30)— se refieren a este tiempo de la Iglesia. En la pura perspectiva de la escatología inminente no tienen ningún sentido. Como tema secundario hemos encontrado la invitación dirigida a los cristianos de huir de Jerusalén en el momento de una profanación del templo de la que no se dan más detalles. La historicidad de esta fuga en la ciudad transjordana de Pella no se puede poner seriamente en duda. Este detalle, bastante marginal para nosotros, tiene, sin embargo, un sentido teológico que no se debe infravalorar: el no participar en la defensa armada del templo, en aquella campaña que convirtió el mismo lugar sagrado en una fortaleza y en escenario de crueles acciones militares, correspondía exactamente a la línea adoptada por Jeremías durante el asedio de Jerusalén por parte de los babilonios (cf. p. ej. Jr 7,1-15; 38,14-28). Joachim Gnilka, no obstante, hace notar sobre todo la conexión de esta actitud con el núcleo del mensaje de Jesús: «Es sumamente improbable que los creyentes en Cristo residentes en Jerusalén participaran en la guerra. El cristianismo palestino ha transmitido el Sermón de la Montaña. Por tanto, deben haber conocido los mandamientos de Jesús sobre el amor a los enemigos y la renuncia a la violencia. Sabemos, además, que no tomaron parte en la revuelta en tiempos del emperador Adriano» (Nazarener, p. 69). Otro elemento esencial del discurso escatológico de Jesús es la advertencia contra los pseudomesías y contra las fantasías apocalípticas. Con esto se relaciona también la invitación a la sobriedad y a la vigilancia, que Jesús ha desarrollado ulteriormente en algunas parábolas, particularmente en la de las vírgenes sabias y necias (Mt 25,1-13), así como en las palabras sobre el portero vigilante (cf. Mc 13,33-36).Estas palabras muestran precisamente cómo ha de entenderse el término «vigilancia». No es un salir del presente, un especular sobre el futuro,


un olvidar el cometido actual; muy al contrario, vigilancia significa hacer aquí y ahora lo que es justo, tal como se debería obrar ante los ojos de Dios. Mateo y Lucas transmiten la parábola del siervo que, al ver el retraso del retorno del dueño y contando con su ausencia, se yergue ahora él mismo como dueño, golpea a los siervos y a las siervas y se da a la buena vida. El siervo bueno, en cambio, permanece siervo, sabe que debe rendir cuentas. Da a cada uno lo que le corresponde y recibe alabanzas del dueño por haber actuado así: la verdadera vigilancia es practicar la justicia (cf. Mt 24,45-51; Lc 12,41-46). Ser vigilante significa saberse ante la mirada de Dios y obrar como suele hacerse ante sus ojos. En la Segunda Carta a los Tesalonicenses, Pablo ha explicado a los destinatarios de manera tajante y concreta en qué consiste la vigilancia: «Cuando viví con vosotros os lo dije: el que no trabaja, que no coma. Porque me he enterado de que algunos viven sin trabajar, muy ocupados en no hacer nada. Pues a ésos les digo y les recomiendo, por el Señor Jesucristo, que trabajen con tranquilidad para ganarse el pan» (3,10ss). Otro elemento importante del discurso escatológico de Jesús es la referencia a las futuras persecuciones de los suyos. También aquí se presupone el tiempo de los paganos, porque el Señor no dice solamente que sus discípulos serán entregados a tribunales y a sinagogas, sino que serán llevados también ante gobernadores y reyes (cf. Mc 13,9); el anuncio del Evangelio estará siempre bajo el signo de la cruz: esto es lo que los discípulos de Jesús han de aprender una y otra vez en cada generación. La cruz es y sigue siendo el signo del «Hijo del hombre»: a fin de cuentas, la verdad y el amor no tienen otra arma en su lucha contra la mentira y la violencia que el testimonio del sufrimiento. Vengamos ahora a la parte propiamente apocalíptica del discurso escatológico de Jesús: al anuncio del fin del mundo, del retorno del Hijo del hombre y del Juicio universal (cf. Mc 13,2427). Llama la atención que este texto esté en gran parte entretejido con palabras del Antiguo Testamento, en particular del Libro de Daniel, pero también de Ezequiel, de Isaías y de otros pasajes de la Escritura. Estos textos están a su vez relacionados entre sí: en situaciones difíciles, las imágenes antiguas son reinterpretadas y desarrolladas ulteriormente; dentro del mismo Libro de Daniel puede observarse un proceso de este estilo, de re- lectura de las mismas palabras en la progresión de la historia. Jesús se adentra en esta forma de «relecture»y, basándose en ello, se puede entender también que la comunidad de los fieles — como hemos ya señalado brevemente— leyera a su vez las palabras de Jesús actualizándolas según las propias situaciones nuevas, conservando naturalmente el mensaje de fondo. Sin embargo, el hecho de que Jesús no hable de las cosas futuras con palabras propias, sino que se refiera a ellas de manera nueva con antiguas palabras proféticas, tiene un sentido más profundo. Pero primero debemos prestar atención a lo que hay de novedad: el futuro Hijo del hombre, del que había hablado Daniel sin poderle dar un perfil personal (cf. 7,13s), se identifica ahora con el Hijo del hombre que está hablándoles en el presente a los discípulos. Las palabras apocalípticas de antaño adquieren un carácter personalista: en su centro entra la persona misma de Jesús, que une íntimamente el presente vivido con el futuro misterioso. El verdadero «acontecimiento» es la persona que, a pesar del transcurso del tiempo, sigue estando realmente presente. En esta persona el porvenir está ahora aquí. El futuro, a fin de cuentas, no nos pondrá en una situación distinta de la que ya se ha creado en el encuentro con Jesús. Así, al centrar las imágenes cósmicas en una persona, en una persona actualmente presente y conocida, el contexto cósmico se convierte en algo secundario, y también la cuestión cronológica pierde importancia: en el desarrollo de las cosas físicamente mensurables, la persona «es», tiene su «tiempo» propio, «permanece». Esta relativización de lo cósmico, o mejor, su concentración en lo personal, se muestra con especial claridad en la palabra final de la parte apocalíptica: «El cielo y la tierra pasarán, mis palabras no pasarán» (Mc 13,31). La palabra, casi nada en comparación con el enorme poder del inmenso cosmos material, un soplo del momento en la magnitud silenciosa del universo, es


más real y más duradera que todo el mundo material. Es la realidad verdadera y fiable, el terreno sólido sobre el que podemos apoyarnos y que resiste incluso al oscurecerse del sol y al derrumbe del firmamento. Los elementos cósmicos pasan; la palabra de Jesús es el verdadero «firmamento» bajo el cual el hombre puede estar y permanecer. Esta concentración personalista, más aún, esta transformación de las visiones apocalípticas, que se corresponde sin embargo con la orientación interior de las imágenes veterotestamentarias, es la verdadera especificidad en las palabras de Jesús sobre el fin del mundo: esto es lo que cuenta en este asunto. Con esto podemos comprender también por qué Jesús no describe el fin del mundo, sino que lo anuncia con palabras ya existentes del Antiguo Testamento. El hablar del futuro con palabras del pasado pone este discurso a resguardo de cualquier vinculación cronológica. No se trata de una nueva formulación de la descripción del porvenir, como sería de esperar de los adivinos, sino de insertar la visión del futuro en la Palabra de Dios, que ya se nos ha dado, y cuya estabilidad por un lado, y sus potencialidades abiertas por otro, resultan de este modo evidentes. Queda claro que la Palabra de Dios de entonces ilumina el futuro en su significado esencial. No ofrece, sin embargo, una descripción del futuro, sino que nos muestra solamente el camino recto para ahora y para el mañana. Las palabras apocalípticas de Jesús nada tienen que ver con la adivinación. Quieren precisamente apartarnos de la curiosidad superficial por las cosas visibles (cf. Lc 17,20) y llevarnos a lo esencial: a la vida que tiene su fundamento en la Palabra de Diosque Jesús nos ha dado; al encuentro con Él, la Palabra viva; a la responsabilidad ante el Juez de vivos y muertos. 3. EL LAVATORIO DE LOS PIES Después de las enseñanzas de Jesús que siguen al relato de su entrada en Jerusalén, los Evangelios sinópticos reanudan la narración con una datación precisa que lleva hasta la Última Cena. Al comienzo del capítulo 14, Marcos empieza diciendo: «Faltaban dos días para la Pascua de los Ácimos» (14,1); después habla de la unción en Betania y de la traición de Judas y, retomando el hilo, continúa: «El primer día de los Ácimos, cuando se sacrificaba el cordero pascual, le dijeron a Jesús sus discípulos: "¿Dónde quieres que vayamos a prepararte la cena de Pascua"» (14,12). Juan, en cambio, dice simplemente: «Antes de la fiesta de Pascua... Estaban cenando» (13,1s). La cena de la cual habla Juan tiene lugar «antes de la Pascua», mientras que los Sinópticos presentan la Última Cena como la cena pascual, comenzando así aparentemente con un día de diferencia respecto a Juan. Volveremos luego a las cuestiones tan controvertidas sobre estas diferencias de cronología y su sentido teológico cuando reflexionemos sobre la Última Cena de Jesús y la institución de la Eucaristía. La hora de Jesús Detengámonos por el momento en Juan, que, en su narración sobre la última tarde de Jesús con sus discípulos antes de la Pasión, subraya dos hechos del todo particulares. Nos relata primero cómo Jesús prestó a sus discípulos un servicio propio de esclavos en el lavatorio de los pies; en este contexto refiere también el anuncio de la traición de Judas y la negación de Pedro. Después se refiere a los sermones de despedida de Jesús, que llegan a su culmen en la gran oración sacerdotal. Pongamos ahora la atención en estos dos puntos capitales. «Antes de la fiesta de la Pascua, sabiendo Jesús que había llegado la hora de pasar de este mundo al Padre, habiendo amado a los suyos que estaban en el mundo, los amó hasta el extremo» (13,1). Con la Última Cena ha llegado «la hora» de Jesús,hacia la que se había encaminado desde el principio con todas sus obras (cf. 2,4). Lo esencial de esta hora queda


perfilado por Juan con dos palabras fundamentales: es la hora del «paso» (metabaínein — metábasis); es la hora del amor (agápé) «hasta el extremo». Los dos términos se explican recíprocamente, son inseparables. El amor mismo es el proceso del paso, de la transformación, del salir de los límites de la condición humana destinada a la muerte, en la cual todos estamos separados unos de otros, en una alteridad que no podemos sobrepasar. Es el amor hasta el extremo el que produce la «metábasis» aparentemente imposible: salir de las barreras de la individualidad cerrada, eso es precisamente el agápé, la irrupción en la esfera divina. La «hora» de Jesús es la hora del gran «paso más allá», de la transformación, y esta metamorfosis del ser se produce mediante el agápé. Es un agápé «hasta el extremo», expresión con la cual Juan se refiere en este punto anticipadamente a la última palabra del Crucificado: «Todo está cumplido (tetélestai)» (19,30). Este fin (télos), esta totalidad del entregarse, de la metamorfosis de todo el ser, es precisamente el entregarse a sí mismo hasta la muerte. El que aquí, como también en otras ocasiones en el Evangelio de Juan, Jesús hable de que ha salido del Padre y de su retorno a Él, podría suscitar el recuerdo del antiguo esquema del exitus y del reditus, de la salida y del retorno, como ha sido elaborado especialmente en la filosofía de Plotino. Sin embargo, el salir y volver dcl que habla Juan es totalmente diferente de lo que se piensa en el esquema filosófico. En efecto, tanto en Plotino como en sus seguidores el «salir», que para ellos tiene lugar en el acto divino de la creación, es un descenso que, al final, se convierte en un decaer: desde la altura del «único» hacia abajo, hacia zonas cada vez más bajas del ser. El retorno consiste después en la purificación de la esfera material, en un gradual ascenso y en purificaciones, que van eliminando lo que es inferior y, finalmente, reconducen a la unidad de lo divino. El salir de Jesús, por el contrario, presupone ante todo una creación, pero no entendida como decadencia, sino como acto positivo de la voluntad de Dios. Es también un proceso del amor, que demuestra su verdadera naturaleza precisamente en el descenso —por amor a la criatura, por amor a la oveja extraviada—, revelando así en el descender lo que es verdaderamente propio de Dios. Y el Jesús que retorna no se despoja en modo alguno de su humanidad, como si ésta fuera una contaminación. El descenso tenía la finalidad de aceptar y acoger la humanidad entera y el retorno junto con todos, la vuelta de «toda carne». En esta vuelta se produce una novedad: Jesús no vuelve solo. No abandona la carne, sino que atrae a todos hacia sí (cf. Jn 12,32). La metábasis vale para la totalidad. Aunque en el primer capítulo del Evangelio de Juan se dice que los «suyos» (ídioi) no recibieron a Jesús (cf. 1,11), ahora oímos que Él ha amado a los «suyos» hasta el extremo (cf. 13,1).En el descenso, El ha recogido de nuevo a los «suyos» —la gran familia de Dios—, haciendo que, de forasteros, se conviertan en «suyos». Escuchemos ahora cómo prosigue el evangelista: Jesús «se levanta de la mesa, se quita el manto y, tomando una toalla, se la ciñe; luego echa agua en la jofaina y comienza a lavarles los pies a los discípulos, secándoselos con la toalla que se había ceñido» (Jn 13,4s). Jesús presta a sus discípulos un servicio propio de esclavos, «se despojó de su rango» (Flp 2,7). Lo que dice la Carta a los Filipenses en su gran himno cristológico —es decir, que en un gesto opuesto al de Adán, que intentó alargar la mano hacia lo divino con sus propias fuerzas, mientras que Cristo descendió de su divinidad hasta hacerse hombre, «tomando la condición de esclavo» y haciéndose obediente hasta la muerte de cruz (cf. Flp 2,7-8)—, puede verse aquí en toda su amplitud en un solo gesto. Con un acto simbólico, Jesús aclara el conjunto de su servicio salvífico. Se despoja de su esplendor divino, se arrodilla, por decirlo así, ante nosotros, lava y enjuga nuestros pies sucios para hacernos dignos de participar en el banquete nupcial de Dios. Cuando encontramos en el Apocalipsis la formulación paradójica según la cual los salvados «han lavado y blanqueado sus mantos en la sangre del Cordero» (7,14), se nos está diciendo que el amor de Jesús hasta el extremo es lo que nos purifica, nos lava. El gesto de lavar los pies


expresa precisamente esto: el amor servicial de Jesús es lo que nos saca de nuestra soberbia y nos hace capaces de Dios, nos hace «puros». «Vosotros estáis limpios» En el pasaje del lavatorio de los pies aparece por tres veces la palabra «puro», limpio. Con eso Juan retorna un concepto fundamental de la tradición del Antiguo Testamento, como también del mundo de las religiones en general. Para poder comparecer ante Dios, entrar en comunión con Dios, el hombre ha de ser «puro». Pero cuanto más se adentra en la luz, tanto más se siente sucio y necesitado de purificación. Por eso las religiones han creado sistemas de «purificación» con el fin de dar al hombre la posibilidad de acceder a Dios. En las prescripciones cultuales de todas las religiones los ritos de purificación tienen un papel importante: dan al hombre una idea de la santidad de Dios, y también de la propia oscuridad, de la cual ha de ser liberado para poder acercarse a Él. En el judaísmo observante de los tiempos de Jesús, el sistema de las purificaciones cultuales dominaba toda la vida. En el capítulo 7 del Evangelio de Marcos encontramos la toma de posición fundamental de Jesús ante este concepto de pureza cultual que se obtiene mediante prácticas rituales; Pablo ha tenido que afrontar repetidamente en sus cartas dicha cuestión sobre la «pureza» ante Dios. En Marcos vemos el cambio radical que Jesús ha dado al concepto de pureza ante Dios: no son las prácticas rituales lo que purifica. La pureza y la impureza tienen lugar en el corazón del hombre y dependen de la condición de su corazón (cf. Mc 7,14-23). Pero surge inmediatamente una pregunta: ¿Cómo se hace puro el corazón? ¿Quiénes son los hombres de corazón puro, los que pueden ver a Dios (cf. Mt 5,8)? La exégesis liberal ha dicho que Jesús habría reemplazado la concepción ritual de la pureza por una de orden moral: en el lugar del culto y su mundo se pondría ahora la moral. Consiguientemente, el cristianismo sería esencialmente una moral, una especie de «rearme» ético. Pero así no se hace justicia a la novedad del Nuevo Testamento. La verdadera novedad se comienza a entrever cuando, en los Hechos de los Apóstoles, Pedro toma posición frente a la objeción de los fariseos convertidos a la fe en Cristo, que pretendían la circuncisión de los cristianos procedentes del paganismo y «exigirles guardar la Ley de Moisés». A esto Pedro replica: Dios mismo ha tomado la decisión de que «los gentiles oyeran de mi boca el mensaje del Evangelio y creyeran... No hizo distinción entre ellos y nosotros, pues ha purificado sus corazones con la fe» (15,5-11). La fe purifica el corazón. Y la fe se debe a que Dios sale al encuentro del hombre. No es simplemente una decisión autónoma de los hombres. Nace porque las personas son tocadas interiormente por el Espíritu de Dios, que abre su corazón y lo purifica. Juan ha retomado y profundizado este gran tema de la purificación, mencionado sólo brevemente en las palabras de Pedro, en el relato del lavatorio de los pies y, bajo la palabra clave de «santificación», en la oración sacerdotal de Jesús. «Vosotros ya estáis limpios por las palabras que os he hablado., dice Jesús a sus discípulos en el discurso sobre la vid (15,3). Su palabra es lo que penetra en ellos, transforma su pensamiento y su voluntad, su «corazón», y lo abre de tal modo que se convierte en un corazón que ve. En la reflexión sobre la oración sacerdotal encontraremos nuevamente la misma visión, aunque desde una perspectiva ligeramente diferente, cuando veamos la petición de Jesús: «Santifícalos en la verdad» (17,17). En la terminología sacerdotal, «santificar», consagrar, quiere decir habilitar para el culto. La palabra designa las acciones rituales que el sacerdote debe cumplir antes de presentarse ante Dios. «Santifícalos en la verdad». La verdad es ahora el «lavatorio» que hace a los hombres dignos de Dios. Esto nos permite comprender aquí a Jesús. El hombre debe estar inmerso en la verdad para que sea liberado de la suciedad que losepara de Dios. A este respecto no podemos olvidar que Juan no toma en consideración un concepto abstracto de verdad; él sabe que Jesús es la verdad en persona. En el capítulo 13 del Evangelio, el gesto de Jesús de lavar los pies aparece como la vía de purificación. Se expone una vez más lo mismo, pero desde otro punto vista. El lavatorio que


nos purifica es el amor de Jesús, el amor que llega hasta la muerte. La palabra de Jesús no es solamente palabra, sino Él mismo. Y su palabra es la verdad y es el amor. En el fondo es absolutamente lo mismo que Pablo expresa de un modo más difícil de entender para nosotros, cuando dice que somos «justificados por su sangre» (Rm 5,9; cf. Rm 3,25; Ef 1,7; etc.). Y es también lo mismo que explica la Cartaa los Hebreos en su gran visión del sumo sacerdocio de Jesús. En el lugar de la pureza ritual no ha entrado simplemente la moral, sino el don del encuentro con Dios en Jesucristo. Se impone aquí de nuevo la confrontación con las filosofías platónicas de la antigüedad tardía que giran en torno al tema de la purificación, como por ejemplo, una vez más, en Plotino. Esta purificación se alcanza, por un lado, a través de los ritos y, por otro, y sobre todo, a través de la ascensión gradual del hombre hacia las alturas de Dios. De este modo, el hombre se purifica de lo material, se convierte en espíritu y, por tanto, en puro. Por el contrario, en la fe cristiana es precisamente el Dios encarnado quien nos purifica verdaderamente y atrae la creación hacia la unidad con Dios. La espiritualidad del siglo XIX ha vuelto a convertir en unilateral el concepto de pureza, reduciéndolo cada vez más a la cuestión del orden en el ámbito sexual, contaminándolo también nuevamente con la desconfianza respecto a la esfera material y al cuerpo. En la gran aspiración de la humanidad a la pureza, el Evangelio de Juan —Jesúsmismo— nos indica el rumbo: Él, que es Dios y Hombre al mismo tiempo, nos hace capaces de Dios. Lo esencial es estar en su Cuerpo, el estar penetrados por su presencia. Quizás sea útil hacer notar ahora que la transformación del concepto de pureza en el mensaje de Jesús demuestra una vez más lo que hemos visto en el capítulo segundo sobre el final de los sacrificios de animales respecto al culto y al nuevo templo. Así como los antiguos sacrificios eran un tender hacia el futuro en actitud de espera, y recibieron su luz y su dignidad de ese porvenir hacia el que estaban orientados, también los usos rituales de purificación, que pertenecían a este culto, eran igual que aquéllos —como dirían los Padres— «sacramentum futuri»: una etapa en la historia de Dios con los hombres o de los hombres con Dios; una etapa que quería crear una apertura hacia el futuro, pero que tuvo que ceder el puesto al haber llegado la hora de la novedad. Sacramentum y exemplum, don y tarea: el «mandamiento nuevo» Retornemos al capítulo 13 del Evangelio de Juan. «Vosotros estáis limpios», dice Jesús a sus discípulos. El don de la pureza es un acto de Dios. El hombre por sí mismo no puede hacerse digno de Dios, por más que se someta a cualquier proceso de purificación. «Vosotros estáis limpios». En esta palabra maravillosamente simple de Jesús se expresa de manera prácticamente sintética lo sublime del misterio de Cristo. El Dios que desciende hacia nosotros nos hace puros. La pureza es un don. Pero surge entonces una objeción. Pocos versículos después dice Jesús: «Pues si yo, el Maestro y el Señor, os he lavado los pies, también vosotros debéis lavaros los pies unos a otros: os he dado ejemplo para que lo que yo he hecho con vosotros, vosotros también lo hagáis» (Jn 13,14s).Con esto, ¿no hemos llegado quizás, de hecho, a una concepción meramente moral del cristianismo? En realidad, Rudolf Schnackenburg, por ejemplo, habla de dos interpretaciones que contrastan entre sí del lavatorio de los pies en el mismo capítulo 13: una primera, «teológicamente más profunda... entiende el lavatorio de los pies como un acontecimiento simbólico que indica la muerte de Jesús; la segunda es de carácter puramente paradigmático y se queda en el servicio de humildad de Jesús que representa el lavatorio de los pies» (Johannesevangelium, III, p. 7). Schnackenburg sostiene que esta última interpretación sería una «creación de la redacción», sobre todo teniendo en cuenta que, según él, «la segunda interpretación parece ignorar la primera» (p. 12; cf. p. 28). Pero eso es una manera de pensar demasiado limitada, demasiado


ceñida al esquema de nuestra lógica occidental. Para Juan, la entrega de Jesús y su acción continuada en sus discípulos van juntas. Los Padres han resumido la diferencia de los dos aspectos, así como sus relaciones recíprocas, en las categorías de sacramentum y exemplum: con sacramentum no entienden aquí un determinado sacramento aislado, sino todo el misterio de Cristo en su conjunto —de su vida y de su muerte—, en el que Él se acerca a nosotros los hombres y entra en nosotros mediante su Espíritu y nos transforma. Pero, precisamente porque este sacramentum «purifica» verdaderamente al hombre, lo renueva desde dentro, se convierte también en la dinámica de una nueva existencia. La exigencia de hacer lo que Jesús hizo no es un apéndice moral al misterio y, menos aún, algo en contraste con él. Es una consecuencia de la dinámica intrínseca del don con el cual el Señor nos convierte en hombres nuevos y nos acoge en lo suyo. Esta dinámica esencial del don, por la cual Él mismo obra en nosotros ahora y nuestro obrar se hace una sola cosa con el suyo, aparece de modo particularmente claro en estas palabras de Jesús: «El que cree en mí, también él hará las obras que yo hago, y aun mayores. Porque yo me voy al Padre» (In 14,12). Con ellas se expresa precisamente lo que se quiere decir en el lavatorio de los pies con las palabras «os he dado ejemplo». El obrar de Jesús se convierte en el nuestro, porque Él mismo es quien actúa en nosotros. A partir de esto se entiende también el discurso sobre el «mandamiento nuevo» con el que, tras las palabras sobre la traición de Judas, Jesús vuelve a retomar la invitación a lavar los pies unos a otros, elevándolo a rango de principio (cf. 13,14s). ¿En qué consiste la novedad del mandamiento nuevo? Puesto que, a fin de cuentas, aquí entra en juego la novedad del Nuevo Testamento y, por tanto, la cuestión sobre «la esencia del cristianismo», es muy importante escuchar con especial atención. Se ha dicho que la novedad, más allá del mandamiento ya existente del amor al prójimo, se manifiesta en la expresión «amar como yo os he amado», es decir, en amar hasta estar dispuestos a sacrificar la propia vida por el otro. Si consistiera en esto la esencia y la totalidad del «mandamiento nuevo» entonces habría que definir el cristianismo como una especie de esfuerzo moral extremo. Así interpretan muchos también el Sermón de la Montaña. Respecto al antiguo camino de los Diez Mandamientos, que indicaría algo así como la senda normal para el hombre común, el cristianismo habría inaugurado con el Sermón de la Montaña el camino más elevado de una exigencia radical, en la cual se habría manifestado en la humanidad un grado superior de humanismo. Pero, en realidad, ¿quién puede decir de sí mismo que se ha elevado por encima de la «mediocridad» del camino de los Diez Mandamientos, que los ha dejado atrás como algo que se da por descontado, por decirlo así, y que ahora camina por vías más elevadas en la «nueva Ley»? No, la verdadera novedad del mandamiento nuevo no puede consistir en la elevación de la exigencia moral. Lo esencial también en estas palabras no es precisamente la llamada a una exigencia suprema, sino al nuevo fundamento del ser que se nos ha dado. La novedad solamente puede venir del don de la comunión con Cristo, del vivir en Él. De hecho, Agustín había comenzado su exposición del Sermón de la Montaña —su primer ciclo de homilías tras su ordenación sacerdotal— con la idea del ethos superior, de las normas más elevadas y más puras. Pero, en el transcurso de sus homilías, el centro de gravedad se va desplazando cada vez más. Tiene que admitir repetidamente que la antigua exigencia significaba ya una verdadera perfección. Y, en lugar de una pretendida exigencia superior, aparece cada vez más claramente la disposición del corazón (cf. De serm. Dom. in monte, I, 19, 59); el «corazón puro» (cf. Mt 5,8) se convierte progresivamente en el centro de la interpretación. Más de la mitad de todo el ciclo de homilías se desarrolla con la idea de fondo del corazón purificado. Así, sorprendentemente, puede verse la conexión con el lavatorio de los pies: sólo si nos dejamos lavar una y otra vez, si nos dejamos «purificar» por el Señor mismo, podemos aprender a hacer, junto con Él, lo que Él ha hecho.


La inserción de nuestro yo en el suyo —«vivo yo, pero no soy yo, es Cristo quien vive en mí» (Ga2,20)— es lo que verdaderamente cuenta. Por eso la segunda palabra clave que aparece frecuentemente en la interpretación que hace Agustín del Sermón de la Montaña es «misericordia». Debemos dejarnos sumergir en la misericordia del Señor; entonces también nuestro «corazón» encontrará el camino recto. El «mandamiento nuevo» no es simplemente una exigencia nueva y superior. Está unido a la novedad de Jesucristo, al sumergirse progresivamente en Él. Siguiendo en esta línea, Tomás de Aquino pudo decir: «La nueva ley es la misma gracia del Espíritu Santo» (S. Theol., I-II, q. 106, a. 1), no una norma nueva, sino la nueva interioridad dada por el mismo Espíritu de Dios. Agustín pudo resumir al final esta experiencia espiritual de la verdadera novedad en el cristianismo en la famosa fórmula: «Da quod iubes et iube quod vis», «dame lo que mandas y manda lo que quieras» (Conf., X, 29, 40). El don —el sacramentum— se convierte en exemplum, ejemplo que, sin embargo, sigue siendo don. Ser cristiano es ante todo un don, pero que luego se desarrolla en la dinámica del vivir y poner en práctica este don. El misterio del traidor La perícopa del lavatorio de los pies nos pone ante dos formas diferentes de reaccionar a este don por parte del hombre: Judas y Pedro. Inmediatamente después de haberse referido al ejemplo que da a los suyos, Jesús comienza a hablar del caso de Judas. Juan nos dice a este respecto que Jesús, profundamente conmovido, declaró: «Os aseguro que uno de vosotros me va a entregar» (13,21). Juan habla tres veces de la «turbación» o «conmoción» de Jesús: junto al sepulcro de Lázaro (cf. 11,33.38); el «Domingo de Ramos», después delas palabras sobre el grano de trigo que muere, en una escena que remite muy de cerca a la hora en el Monte de los Olivos (cf. 12,2427) y, por último, aquí. Son momentos en los que Jesús se encuentra con la majestad de la muerte y es tocado por el poder de las tinieblas, un poder que Él tiene la misión de combatir y vencer. Volveremos sobre esta «conmoción» del alma de Jesús cuando reflexionemos sobre la noche en el Monte de los Olivos. Volvamos a nuestro texto. El anuncio de la traición suscita comprensiblemente al mismo tiempo agitación y curiosidad entre los discípulos. «Uno de ellos, al que Jesús tanto amaba, estaba en la mesa a su derecha. Simón Pedro le hizo señas para que averiguase por quién lo decía. Entonces él, apoyándose en el pecho de Jesús, le preguntó: "Señor, ¿quién es?". Jesús le contestó: "Aquel a quien yo le dé este trozo de pan untado"» (13,23ss). Para comprender este texto hay que tener en cuenta primero que en la cena pascual estaba prescrito cómo acomodarse a la mesa. Charles K. Barrett explica el versículo que acabamos de citar de la siguiente manera: «Los participantes en una cena estaban recostados sobre su izquierda; el brazo izquierdo servía para sujetar el cuerpo; el derecho quedaba libre para poderlo usar. Por tanto, el discípulo que estaba a la derecha de Jesús tenía su cabeza inmediatamente delante de Jesús y, consiguientemente, se podía decir que estaba acomodado frente a su pecho. Como es obvio, podía hablar confidencialmente con Jesús, pero el suyo no era el puesto de honor; éste estaba a la izquierda del anfitrión. No obstante, el puesto ocupado por el discípulo amado era el de un íntimo amigo.; Barrett hace notar en este contexto que existe una descripción paralela en Plinio (p. 437). Tal como está aquí, la respuesta de Jesús es totalmente clara. Pero el evangelista nos hace saber que, a pesar de ello, los discípulos no entendieron a quién se refería. Podemos suponer por tanto que Juan, repensando lo acontecido, haya dado a la respuesta una claridad que no tenía para los presentes en aquel momento. En 13,18 nos pone sobre la buena pista. En él Jesús dice: «Tiene que cumplirse la Escritura: "El que compartía mi pan me ha traicionado"» (Sal 41,10; cf. Sal 55,14). Éste es el modo de hablar característico de Jesús: con palabras de la Escritura, Él alude a su destino, insertándolo al mismo tiempo en la lógica de Dios, en la lógica de la historia de la salvación.


Estas palabras se hacen totalmente transparentes después; queda claro que la Escritura describe verdaderamente su camino, aunque, por el momento, permanece el enigma. Inicialmente se alcanza a entender únicamente que quien traicionará a Jesús es uno de los comensales; pero posteriormente se va clarificando que el Señor tiene que padecer hasta el final y seguir hasta en los más mínimos detalles el destino de sufrimiento del justo, un destino que aparece de muchas maneras sobre todo en los Salmos. Jesús debe experimentar la incomprensión, la infidelidad incluso den- ro del círculo más íntimo de los amigos y, de este [nodo, «cumplir la Escritura». Él se revela como el verdadero sujeto de los Salmos, como el «David» del que provienen, y a través del cual adquieren sentido. En lugar de la expresión usada por la Biblia griega para decir «comer», Juan utiliza el término trógein —con el cual Jesús indica en su gran sermón sobre el pan el «comer» su cuerpo y su sangre, es decir, recibir el Sacramento eucarístico (cf. Jn 6,54-58)— y, de este modo, añade una nueva dimensión a la palabra del Salmo retomada por Jesús como profecía sobre su propio camino. Así, la palabra del Salmo proyecta anticipadamente su sombra sobre la Iglesia que celebra la Eucaristía, tanto en el tiempo del evangelista como en todos los tiempos: con la traición de Judas, el sufrimiento por la deslealtad no se ha terminado. «Incluso miamigo, de quien yo me fiaba, el que compartía mi pan, me ha traicionado» (Sal 41,10). La ruptura de la amistad llega hasta la fraternidad de comunión de la Iglesia, donde una y otra vez se encuentran personas que toman «su pan» y lo traicionan. El sufrimiento de Jesús, su agonía, perdura hasta el fin del mundo, ha escrito Pascal basándose en estas consideraciones (cf. Pensées, VII, 553). Podemos expresarlo también desde el punto de vista opuesto: en aquella hora, Jesús ha tomado sobre sus hombros la traición de todos los tiempos, el sufrimiento de todas las épocas por el ser traicionado, soportando así hasta el fondo las miserias de la historia. Juan no da ninguna interpretación psicológica del comportamiento de Judas; el único punto de referencia que nos ofrece es la alusión al hecho de que, como tesorero del grupo de los discípulos, ,Judas les habría sustraído su dinero (cf. 12,6). Porlo que se refiere al contexto que nos interesa, el evangelista dice sólo lacónicamente: «Entonces, tras el bocado, entró en él Satanás» (13,27). Lo que sucedió con Judas, para Juan, ya no es explicable psicológicamente. Ha caído bajo el dominio de otro: quien rompe la amistad con Jesús, quien se sacude de encima su «yugo ligero», no alcanza la libertad, no se hace libre, sino que, por el contrario, se convierte en esclavo de otros poderes; o más bien: el hecho de que traicione esta amistad proviene ya de la intervención de otro poder, al que ha abierto sus puertas. Y, sin embargo, la luz que se había proyectado desde Jesús en el alma de Judas no se oscureció completamente. Hay un primer paso hacia la conversión: «He pecado», dice a sus mandantes. Trata de salvar a Jesús y devuelve el dinero (cf. Mt 27,3ss). Todo lo puro y grande que había recibido de Jesús seguía grabado en su alma, no podía olvidarlo. Su segunda tragedia, después de la traición, es que ya no logra creer en el perdón. Su arrepentimiento se convierte en desesperación. Ya no ve más que a sí mismo y sus tinieblas, ya no ve la luz de Jesús, esa luz que puede iluminar y superar incluso las tinieblas. De este modo, nos hace ver el modo equivocado del arrepentimiento: un arrepentimiento que ya no es capaz de esperar, sino que ve únicamente la propia oscuridad, es destructivo y no es un verdadero arrepentimiento. La certeza de la esperanza forma parte del verdadero arrepentimiento, una certeza que nace de la fe en que la Luz tiene mayor poder y se ha hecho carne en Jesús. Juan concluye el pasaje sobre Judas de una manera dramática con las palabras: «En cuanto Judas tomó el bocado, salió. Era de noche» (13,30). Judas sale fuera, y en un sentido más profundo: sale para entrar en la noche, se marcha de la luz hacia la oscuridad; el «poder de las tinieblas» se ha apoderado de él (cf. Jn 3,19; Lc 22,53). Dos coloquios con Pedro


En Judas encontramos el peligro que atraviesa todos los tiempos, es decir, el peligro de que también los que «fueron una vez iluminados, gustaron el don celestial y fueron partícipes del Espíritu Santo» (Hb 6,4), a través de múltiples formas de infidelidad en apariencia intrascendentes, decaigan anímicamente y así, al final, saliendo de la luz, entren en la noche y ya no sean capaces de conversión. En Pedro vemos otro tipo de amenaza, de caída más bien, pero que no se convierte en deserción y, por tanto, puede ser rescatada mediante la conversión. Juan 13 nos relata dos coloquios entre Jesús y Pedro en los que aparecen ambos aspectos de este peligro. En el primer coloquio, Pedro, el Apóstol, no quiere al principio dejarse lavar los pies por Jesús. Eso contrasta con su idea de la relación entre maestro y discípulo, contrasta con su imagen del Mesías, que él ha reconocido en Jesús. En el fondo, su resistencia a dejarse lavar los pies tiene el mismo sentido que su objeción contra el anuncio que Jesús hace de su pasión después de la confesión del Apóstol en Cesarea de Felipe: «¡No lo permita Dios, Señor! Eso no puede pasarte» (Mt 16,22), dijo entonces. Y ahora, fundándose en la misma idea, dice: «No me lavarás los pies jamás» (In 13,8). Es la objeción a Jesús que recorre toda la historia, como diciendo: «Tú eres el triunfador. Tú tienes el poder. Tu abajamiento, tu humildad es inadmisible». Y es siempre Jesús quien tiene que ayudarnos a entender una y otra vez que el poder de Dios es diferente, que el Mesías tiene que entrar en la gloria y llevar a la gloria a través del sufrimiento. En el segundo coloquio, después de que Judas ha salido y se ha proclamado el mandamiento nuevo, se pasa al tema del martirio. Esto aparece bajo la palabra clave «irse», «ir hacia» (hypágó). Según Juan, Jesús habló en dos ocasiones de su «irse» donde los judíos no podían ir (cf. 7,34ss; 8,21s). Quienes lo escuchaban trataron de adivinar el sentido de esto y avanzaron dos suposiciones. En un caso dijeron: «¿Se irá a los que viven dispersos entre los griegos para enseñar a los griegos?» (7,35). En otro, comentaron: «Será que va a suicidarse?» (8,22). En ambas suposiciones se barrunta algo verdadero y, sin embargo, fallan radicalmente en la verdad fundamental. Sí, su irse es un ir a la muerte, pero no en el sentido de darse muerte a sí mismo, sino de transformar su muerte violenta en la libre entrega de su propia vida (cf. 10,18). Y así es como Jesús, aunque no fue personalmente a Grecia, ha llegado efectivamente a los griegos y ha manifestado el Padre, el Dios vivo, al mundo pagano mediante la cruz y la resurrección. En la hora del lavatorio de los pies, en la atmósfera de la despedida que caracteriza la situación, Pedro pregunta abiertamente al Maestro: «Señor, ¿adónde vas?». Y, una vez más, recibe una respuesta cifrada: «A donde yo voy, no me puedes acompañar ahora, me acompañarás más tarde» (13,36). Pedro entiende que Jesús habla de su muerte inminente e intenta subrayar su fidelidad radical hasta la muerte con su pregunta: «Por qué no puedo acompañarte ahora? Daré mi vida por ti» (13,37). De hecho, después, en el Monte de los Olivos, decidido a poner en práctica su propósito, se comprometerá desenvainando la espada. Pero tiene que aprender que el martirio tampoco es un acto heroico, sino un don gratuito de la disponibilidad para sufrir por Jesús. Tiene que olvidarse de la heroicidad de sus propias acciones y aprender la humildad del discípulo. Su voluntad de llegar a las manos en la reyerta, su heroísmo, termina en su renegar de Jesús. Para lograr un puesto cercano al fuego en el patio del palacio del sumo sacerdote, y obtener posiblemente información de las últimas novedades sobre lo que ocurría con Jesús, dice que no lo conoce. Su heroísmo se ha derrumbado en una mezquina forma de táctica. Tieneque aprender a esperar su hora; tiene que aprender la espera, la perseverancia. Tiene que aprender el camino del seguimiento, para ser llevado después, a su hora, donde él no quiere (cf. in 21,18), y recibir la gracia del martirio. En el fondo, en ambos coloquios se trata de lo mismo: no prescribir a Dios lo que Dios tiene que hacer, sino aprender a aceptarlo tal como Él mismo se nos manifiesta; no querer ponerse a la altura de Dios, sino dejarse plasmar poco a poco, en la humildad del servicio, según la verdadera imagen de Dios.


Lavatorio de los pies y confesión de los pecados Finalmente hemos de prestar atención todavía a un último detalle del relato del lavatorio de los pies. Después de que el Señor explica a Pedro la necesidad de lavarle los pies, éste replica que, siendo así las cosas, Jesús le debería lavar no sólo los pies, sino también las manos y la cabeza. La respuesta de Jesús, una vez más, resulta enigmática: «Uno que se ha bañado no necesita lavarse más que los pies, porque todo él está limpio» (13,10). ¿Qué significa esto? Las palabras de Jesús suponen obviamente que los discípulos, antes de ir a la cena, habían tomado un baño completo y que ahora, ya a la mesa, sólo hacía falta lavarles los pies. Está claro que Juan ve en estaspalabras un sentido simbólico más profundo, que no es fácil de identificar. Tengamos presente ante todo que el lavatorio de los pies —como ya hemos visto— no es un sacramento particular, sino que significa la totalidad del servicio salvador de Jesús: el sacramentum de su amor, en el cual Él nos sumerge en la fe y que es el verdadero lavatorio de purificación para el hombre. Pero el lavatorio de los pies adquiere en este contexto, más allá de su simbolismo esencial, también un significado más concreto que nos remite a la praxis de la vida de la Iglesia primitiva. ¿De qué se trata? El «baño completo» que se da por supuesto no puede ser otro que el Bautismo, con el cual el hombre queda inmerso en Cristo de una vez por todas y recibe su nueva identidad del ser en Cristo. Este proceso fundamental, mediante el cual no nos hacemos cristianos por nosotros mismos, sino que nos convertimos en cristianos gracias a la acción del Señor en su Iglesia, es irrepetible. No obstante, en la vida de los cristianos, para permanecer en una comunión de mesa con el Señor, este proceso necesita siempre un complemento: el lavatorio de los pies. ¿Qué significa esto? No hay una respuesta absolutamente segura. Pero me parece que la Primera Carta de Juan indica el buen camino y nos señala cuál es su significado. En ella se lee: «Si decimos que no hemos pecado, nos engañamos y no somos sinceros. Pero si confesamos nuestros pecados, él, que es fiel y justo, nos perdonará los pecados y nos lavará de nuestros delitos. Si decimos que no hemos pecado, le hacemos mentiroso y no poseemos su palabra» (1,8ss). Puesto que también los bautizados siguen siendo pecadores, tienen necesidad de la confesión de los pecados, que «nos lava de todos nuestros delitos». La palabra «purificar» establece la conexión interior con la perícopa del lavatorio de los pies. La práctica misma de la confesión de los pecados, que procede del judaísmo, está atestiguada también en la Carta de Santiago (5,16), así como en la Didaché. En ésta leemos: «En la asamblea confesarás tus faltas» (4,14); y vuelve a decir más adelante: «En cuanto al domingo del Señor, una vez reunidos, partid el pan y dad gracias después de haber confesado vuestros pecados» (14,1). Franz Mußner, siguiendo a Rudolf Knopf, comenta: «En ambos textos se piensa en una confesión pública del individuo» (Jakobusbrief, p. 226, nota 5). En esta confesión de los pecados, que ciertamente formaba parte de las primeras comunidades cristianas en el ámbito de influjo judeocristiano, no se puede identificar seguramente el sacramento de la Penitencia tal como se ha desarrollado en el curso de la historia de la Iglesia, pero es ciertamente «una etapa hacia él» (ibid., p. 226). De lo que se trata en el fondo es de que la culpa no debe seguir supurando ocultamente en el alma, envenenándola así desde dentro. Necesita la confesión. Por la confesión la sacamos a la luz, la exponemos al amor purificador de Cristo (cf.Jn 3,20s).En la confesión el Señor vuelve a lavar siempre nuestros pies sucios y nos prepara para la comunión de mesa con Él. Al mirar en retrospectiva al conjunto del capítulo sobre el lavatorio de los pies, podemos decir que en este gesto de humildad, en el cual se hace visible la totalidad del servicio de Jesús en la vida y la muerte, el Señor está ante nosotros como el siervo de Dios; como Aquel que se ha hecho siervo por nosotros, que carga con nuestro peso, dándonos así la verdadera pureza, la capacidad de acercarnos a Dios. En el segundo «canto del siervo de Dios», en el profeta Isaías, se encuentra una frase que en cierto modo anticipa la línea de fondo de la teología joánica de la Pasión: «El Señor me dijo: "Tú eres mi siervo y en ti seré glorificado" (LXX: doxasthésomai)»(cf. 49,3).


Esta conexión entre el servicio humilde y la gloria (dóxa) es el núcleo de todo el relato de la Pasión en san Juan: precisamente en el abajamiento de Jesús, en su humillación hasta la cruz, se transparenta la gloria de Dios; Dios Padre es glorificado, y Jesús en Él. Un pequeño inciso en el «Domingo de Ramos» —que podría considerarse como la versión joánica de la narración del Monte de los Olivos— resume todo esto: «Ahora mi alma está agitada, y ¿qué diré?: Padre, líbrame de esta hora. Pero si para eso he venido, para esta hora. Padre, glorifica tu nombre. Entonces vino una voz del cielo: Le he glorificado y volveré a glorificarle» (12,27s). La hora de la cruz es la hora de la verdadera gloria de Dios Padre y de Jesús. 4. LA ORACIÓN SACERDOTAL DE JESÚS En el Evangelio de Juan, después del lavatorio de los pies, siguen las palabras de despedida de Jesús (caps. 14-16), que al final, en el capítulo 17, desembocan en una gran oración, para la que el teólogo luterano David Chytraeus (1530-1600) acuñó la expresión oración sacerdotal. El carácter sacerdotal de esta oración fue subrayado en los tiempos de los Padres de la Iglesia sobre todo por Cirilo de Alejandría (t 444). André Feuillet cita en su monografía sobre Juan 17 un texto de Ruperto de Deutz (1 entre 1129 y 1130) en el que se resume el carácter esencial de la plegaria de una manera muy bella: «Haec pontifex summus propitiator ipse et propitiatorium, sacerdos et sacrificium, pro nobis oravit. Así ha orado por nosotros el Sumo Sacerdote, que era Él mismo quien ofrecía el sacrificio y la víctima propiciatoria sacrificada, sacerdote y sacrificio» (Joan., en: PL 169, 764B; cf. Feuillet, p. 35). 1. LA FIESTA JUDÍA DE LA EXPIACIÓN COMO TRASFONDO BÍBLICO DE LA ORACIÓN SACERDOTAL He encontrado la clave para la comprensión justa de este gran texto en el libro citado de Feuillet. Él hace ver que esta oración sólo puede entenderse teniendo como telón de fondo la liturgia de la fiesta judía de la Expiación (Yom Hakkippurim).El rito de la fiesta, con su rico contenido teológico, tiene su cumplimiento en la oración de Jesús, se «realiza» en el más estricto sentido de la palabra: el rito se convierte en la realidad que significa. Lo que allí se representaba con acciones rituales, ahora sucede de manera real y se cumple definitivamente. Para entender esto hemos de fijarnos ante todo en el ritual de la fiesta de la Expiación descrito en Levítico16 y 23,26-32. En aquel día, mediante los sacrificios prescritos (dos machos cabríos, un carnero para el holocausto, un novillo: 16,5s), el sumo sacerdote ha de ofrecer primero la expiación por sí mismo, después por «su casa», es decir; por la clase sacerdotal de Israel en general, y, finalmente, por toda la comunidad de Israel (cf. 16,17). «Así purificará el santuario de las impurezas de los hijos de Israel y de todas sus transgresiones con que hayan pecado. Lo mismo hará con la Tienda de Reunión, que mora con ellos, en medio de sus impurezas» (16,16). Únicamente durante estos ritos, una sola vez al año, el sumo sacerdote pronuncia en presencia de Dios el santo Nombre, que normalmente no se podía nombrar, y que Dios había revelado desde la zarza ardiente: aquel nombre por el cual, por decirlo así, Él se había hecho tangible para Israel. La Finalidad del gran día de la Expiación, por tanto, es volver a dar a Israel su carácter de «pueblo santo» tras las transgresiones de todo un año, de encauzarlo de nuevo hacia su destino de ser el pueblo de Dios en medio del mundo (cf. Feuillet, pp. 56 y 78). En este sentido, se trata de lo que constituye el fin más íntimo de la creación en su conjunto: crear un espacio para dar respuesta al .1 mor de Dios, a su voluntad santa. En efecto, según la teología rabínica, la idea de la alianza, de crear un pueblo santo que esté ante Dios y en unión con Él, es anterior a la idea de la creación del mundo; más aún, es su más honda razón de ser. El cosmos no fue creado para que hubiera multitud de astros y tantas otras cosas más, sino para que hubiera un espacio para la «alianza», para el «sí» del amor entre Dios y el hombre que le responde. La fiesta de la Expiación restablece una y otra vez esta


armonía, este sentido del mundo reiteradamente perturbado por el pecado, y por eso representa la cumbre del año litúrgico. La estructura del rito descrito en Levítico 16 es retomada precisamente en la oración de Jesús: así como el sumo sacerdote hace la expiación por sí mismo, por la clase sacerdotal y por toda la comunidad de Israel, también Jesús ruega por sí mismo, por los Apóstoles y, finalmente, por todos los que después, por medio de su palabra, creerán en Él: por la Iglesia de todos los tiempos (cf. Jn 17,20). Él se santifica a «sí mismo» y ofrece santidad a los suyos. El que aquí se trate a fin de cuentas de la salvación de todos, de la «vida del mundo» en su totalidad (cf. 6,51) —no obstante los límites que se establecen respecto al «mundo» (cf. 17,9)—, será objeto de ulteriores reflexiones. La oración de Jesús lo presenta como el sumo sacerdote del gran día de la Expiación. Su cruz y su exaltación son el día de la Expiación para todos, en el que la historia entera del mundo, frente a todas las culpas humanas con todos sus destrozos, encuentra su sentido, y se la introduce en su auténtica «razón de ser» y su «adonde». A este respecto, la teología de Juan 17 se corresponde perfectamente con lo que la Carta a los Hebreos desarrolla con detalle. La interpretación que ésta expone del culto veterotestamentario en la perspectiva de Jesucristo es también el alma de la oración de Juan 17. Pero también la teología de san Pablo se orienta hacia este centro que, en la SegundaCarta a los Corintios, aparece en forma de una imploración dramática: «En nombre de Cristo os pedimos que os reconciliéis con Dios» (5,20). Y ¿acaso no es verdad que el problema esencial de toda la historia del mundo es el ser hombres no reconciliados con Dios, con el Dios silencioso, misterioso, aparentemente ausente y sin embargo omnipresente? La oración sacerdotal de Jesús es la puesta en práctica del día de la Expiación, es, por decirlo así, la fiesta siempre accesible de la reconciliación de Dios con los hombres. Llegados a este punto, se impone la cuestión sobre la relación entre la oración sacerdotal de Jesús y la Eucaristía. Hay intentos de interpretar esta oración como una especie de «plegaria eucarística», de presentarla de alguna manera como la versión joánica de la institución del Sacramento. Estos intentos no se pueden sostener. Sin embargo, existe una relación más profunda. En el coloquio de Jesús con el Padre, el rito del día de la Expiación se transforma en plegaria: aquí se hace concreta aquella renovación del culto a la que apuntaban la purificación del templo y las palabras de Jesús para explicar aquel episodio. Los sacrificios de animales quedan superados. En su lugar se pone lo que los Padres griegos llamaban thysía logike, sacrificio en modo de palabra, y que Pablo califica de manera muy parecida como logiké latreía, como culto modelado por la palabra, correspondiente a la razón (cf. Rm 12,1). Ciertamente, esta «palabra», que ocupa el lugar de los sacrificios, no es mera palabra. Ante todo, 110 es sólo un hablar humano, sino palabra de Aquel que es «la Palabra» y que, por tanto, arrastra todas las palabras humanas dentro del diálogo interior de Dios, en su razón y en su amor. Pero, además, es más que palabra, porque esta Palabra eterna ha dicho: «Tú no quieres sacrificios ni ofrendas, pero me has preparado un cuerpo» (Hb 10,5; cf. Sal 40,7). La Palabra es carne; más aún: es un cuerpo entregado, es sangre derramada. Con la institución de la Eucaristía Jesús transforma su padecer la muerte en «palabra», en la radicalidad de su amor que se entrega hasta la muerte. De este modo, Él mismo se convierte en «templo». En la medida en que la oración sacerdotal es una forma de poner en práctica la autoentrega de Jesús, constituye el nuevo culto y está internamente unida con la Eucaristía. Deberemos volver sobre todo esto cuando tratemos de la institución de este sacramento. Antes de centrar nuestra atención en cada uno de los temas de la oración sacerdotal, hay que mencionar aún otra referencia al Antiguo Testamento, resaltada también por André Feuillet. El autor advierte que la profundización espiritual y la renovación de la idea del sacerdocio que se encuentran en Juan 17 ya se habían desarrollado con antelación en los cantos de Isaías sobre el siervo de Dios, especialmente en Isaías 53. El siervo de Dios, que carga con la iniquidad de


todos (53,6), que se ofrece a sí mismo como expiación (53,10), que lleva el pecado de muchos (53,12), desempeña con todo eso el ministerio del sumo sacerdote, cumple la figura del sacerdocio desde dentro. Es sacerdote y víctima a la vez, y de este modo realiza la reconciliación. Con ello, los cantos del siervo de Dios continúan en la línea de ahondar en la idea del sacerdocio y el culto, como ya se había hecho en la tradición profética, especialmente en Ezequiel. Aunque en Juan 17 no se encuentra ninguna referencia directa a los cantos del siervo de Dios, la visión de Isaías 53 resulta fundamental para el nuevo concepto de sacerdocio y culto que aparece en todo el Evangelio de Juan y, de modo particular, en la oración sacerdotal. Hemos encontrado dicha relación de manera manifiesta en el capítulo sobre el lavatorio de los pies; aparece claramente perceptible también en el sermón del Buen Pastor, en el cual Jesús dice cinco veces que este Pastor ofrece la vida por sus ovejas (cf. Jn 10,11.15.17.18ss), retomando así de manera evidente Isaías53. En la novedad de la figura de Jesucristo —visible en la ruptura externa con el templo y sus sacrificios— se conserva no obstante la íntima unidad con la historia de la salvación de la Antigua Alianza. Si pensamos en la figura de Moisés que, intercediendo por la salvación de Israel, ofrece su vida a Dios, se puede ver claramente una vez más esta unidad, cuya demostración es precisamente un objetivo esencial del Evangelio de Juan. 2. CUATRO GRANDES TEMAS DE LA ORACIÓN SACERDOTAL Quisiera entresacar ahora cuatro temas principales dela gran riqueza de Juan 17, en los que aparecen aspectos esenciales de este importante texto y, con ello, del mensaje joánico en general. «Ésta es la vida eterna» El primer tema lo encontramos el versículo 3: «Ésta es la vida eterna: que te conozcan a ti, único el )ios verdadero, y a tu enviado, Jesucristo». El tema «vida» (zóe), que ya desde el Prólogo (1,4) impregna todo el Evangelio, aparece necesariamente también en la nueva liturgia de la expiación, que se realiza en la oración sacerdotal. La tesis de Rudolf Schnackenburg y otros, según los cuales este versículo sería una glosa añadida posteriormente, puesto que la palabra «vida» no vuelve a aparecer en lo sucesivo en Juan 17, nace a mi parecer —como ocurre en la distinción de las fuentes en el capítulo sobre el lavatorio de los pies— de esa lógica académica que adopta como criterio la forma de composición de un texto elaborado hoy por los estudiosos para valorar un modo de hablar y de pensar tan diferente del que encontramos en el Evangelio de Juan. La expresión «vida eterna» no significa la vida que viene después de la muerte —como tal vez piensa de inmediato el lector moderno—, en contraposición a la vida actual, que es ciertamente pasajera y no una vida eterna. «Vida eterna» significa la vida misma, la vida verdadera, que puede ser vivida también en este tiempo y que después ya no puede ser rebatida por la muerte física. Esto es lo que realmente interesa: abrazar ya desde ahora «la vida», la vida verdadera, que ya nada ni nadie puede destruir. Este significado de «vida eterna» aparece muy claramente en el capítulo sobre la resurrección de Lázaro: «El que cree en mí, aunque haya muerto, vivirá; el que está vivo y cree en mí, no morirá para siempre» (In 11,25s). «Viviréis, porque yo sigo viviendo», dice Jesús a sus discípulos durante la Última Cena Un 14,19), enseñando con ello una vez más que lo característico del discípulo de Jesús es que «vive»; que él, mucho más allá del simple existir, ha encontrado y abrazado la verdadera vida que todos andan buscando. Basándose en estos textos, los primeros cristianos se han denominado sencillamente como «los vivientes» (hoi zóntes). Elloshabían encontrado lo que todos buscan: la vida misma, la vida plena y, por tanto, indestructible. Mas, ¿cómo se puede llegar a eso? La oración sacerdotal da una respuesta quizás sorprendente, pero que ya estaba preparada en el contexto del pensamiento bíblico: el


hombre encuentra la «vida eterna» a través del «conocimiento». No obstante, ha de tenerse en cuenta que el concepto veterotestamentario de «conocer» presupone un conocimiento que crea comunión, es hacerse una sola cosa con lo conocido. Por eso, la clave de la vida no es un conocimiento cualquiera, sino el hecho de «que te conozcan a ti, único Dios verdadero, y a tu enviado Jesucristo» (17,3). Ésta es una especie de fórmula sintética de la fe en la que aparece el contenido esencial de la decisión de ser cristianos: el conocimiento que se nos ha dado por la fe. El cristiano no cree una multiplicidad de cosas. En el fondo cree simplemente en Dios, cree que hay realmente un único Dios. Pero este Dios se le hace accesible en quien ha enviado, Jesucristo: en el encuentro con Él se produce ese conocimiento de Dios que se hace comunión y, con ello, llega a ser «vida». En la doble fórmula —«Dios y su enviado»— se puede percibir el eco de lo que aparece muchas veces en el Libro del Éxodo, especialmente en los oráculos del Señor: han de creer en «mí» — en Dios— y en Moisés, su enviado. Dios muestra su rostro en el enviado, y definitivamente en su Hijo. La «vida eterna» es por tanto un acontecimiento relacional. El hombre no la ha adquirido por sí mismo, ni sólo para sí. Mediante la relación con quien es Él mismo la vida, también el hombre llega a ser un viviente. Se pueden encontrar estadios preparatorios de este pensamiento hondamente bíblico también en Platón, que ha incorporado a su obra tradiciones y reflexiones muy diferentes sobre el tema de la inmortalidad. Así encontramos en él la idea según la cual el hombre puede hacerse inmortal uniéndose a lo que es inmortal. Cuanto más acoge en sí la verdad, se une a la verdad y se adhiere a ella, tanto más vive en función de ella y se ve colmado de lo que no puede ser destruido. En la medida en que, por decirlo así, se adhiere a la verdad, en la medida en que está sujeto a lo que permanece, puede estar seguro de la vida después de la muerte, de una vida plena de salvación. Lo que en este caso se busca a tientas, aparece con espléndida claridad en la palabra de Jesús. El hombre ha encontrado la vida cuando se sustenta en Él, que es la vida misma. Entonces, muchas cosas en el hombre pueden ser abandonadas. La muerte puede sacarlo de la biosfera, pero la vida que la transciende, la vida verdadera, ésa perdura. El hombre tiene que insertarse en esa vida que Juan, distinguiéndola del bios,llama zóé. Lo que da esa vida que ninguna muerte puede quitar es la relación con Dios en Jesucristo. Es obvio que con este «vivir en relación» se entiende un modo de existencia bien concreta; se entiende que fe y conocimiento no son un saber cualquiera que tiene el hombre entre otros saberes más, sino que constituyen la forma de su existencia. Aunque en este punto no se habla del amor, es evidente sin embargo que el «conocimiento» de Aquel que es el amor mismo se convierte en amor en toda la magnitud de su don y su exigencia. «Santifícalos en la verdad» En segundo lugar quisiera escoger el tema de la consagración y del consagrar, santificar, el tema que indica de la manera más neta la conexión con el acontecimiento de la reconciliación y con el sumo sacerdocio. En la plegaria por los discípulos, Jesús dice: «Santifícalos en la verdad; tu palabra es verdad... Y por ellos me consagro yo para que también se consagren ellos en verdad» (Jn 17,17.19). Tomemos otro pasaje de los discursos en que se relatan polémicas con los adversarios, pero que entra dentro de este contexto. En él, Jesús se identifica como «quien el Padre consagró y envió al mundo» (10,36). Se trata por tanto de una triple «consagración»: el Padre ha consagrado al Hijo y lo ha enviado al mundo; el Hijo se consagra a sí mismo y ruega que, por su consagración, los discípulos sean consagrados en la verdad. ¿Qué significa «consagrar»? «Consagrado», es decir, «santo» (fiados en la Biblia hebrea), en su pleno sentido según la concepción bíblica, es sólo Dios mismo. Santidad es el término usado para expresar su particular modo de ser, el ser divino como tal. Así, la palabra «santificar, consagrar»,significa traspasar algo —persona o cosa— a la propiedad de Dios, y especialmente su destinación para el culto. Esto puede consistir, por un lado, en la consagración para el


sacrificio (cf. Ex 13,2; Dt15,19); por otro, puede significar la consagración al sacerdocio (cf. Ex 28,41), destinar a un hombre a Dios y al culto divino. El proceso de consagración, de «santificación», comprende dos aspectos aparentemente opuestos entre sí, pero que, en realidad, van interiormente unidos. Por una parte, «consagración», en el sentido de «santificación», es una segregación del resto del entorno propio de la vida personal del hombre. Lo consagrado es elevado a una nueva esfera que ya no está a disposición del hombre. Pero esta segregación incluye esencialmente al mismo tiempo el «para»: precisamente porque se entrega totalmente a Dios, esta realidad existe ahora para el mundo, para los hombres, los representa y los debe sanar. Podemos decir también: segregación y misión forman una única realidad completa. Esta interrelación resulta muy clara si pensamos en la vocación especial de Israel: por un lado, el pueblo es segregado de todos los demás pueblos, pero, por otro, lo es precisamente para desempeñar un cometido para con todos ellos, para con todo el mundo. Esto es lo que se entiende con el título de Israel como «pueblo santo». Volvamos al Evangelio de Juan. ¿Qué significan las tres santificaciones (consagraciones) de las que habla? Primero se nos dice que el Padre ha enviado al Hijo al mundo y lo ha consagrado (cf. 10,36). ¿Qué se quiere decir? Los exegetas nos hacen notar que se puede encontrar un cierto paralelismo con esta frase en las palabras sobre la vocación del profeta Jeremías:«Antes de formarte en el vientre te escogí; antes de que salieras del seno materno, te consagré. Te nombré profeta de los gentiles» (Jr 1,5). Consagración significa que Dios reivindica para sí al hombre en su totalidad, que sea «segregado» para Él, lo que, no obstante, comporta al mismo tiempo una misión para los pueblos. También en las palabras de Jesús, consagración y misión están entrelazadas estrechamente una con otra. Por tanto, se puede decir que esta consagración de Jesús por el Padre es idéntica a la Encarnación: expresa a la vez la plena unidad con el Padre y su ser enteramente para el mundo. Jesús pertenece por entero a Dios y, precisamente por eso, está totalmente a disposición «de todos». «Tú eres el Santo de Dios», le había dicho Pedro en la sinagoga de Cafarnaún, formulando así una gran confesión cristológica (Jn 6,69). Pero si el Padre le «ha consagrado., ¿qué significa entonces «me consagro yo (hagiázó )» (17,19)? La respuesta de Rudolf Bultmann a esta pregunta en su comentario a Juan es convincente: «Aquí, en la oración de despedida antes de la Pasión, y en relación con el enlace con el hyper autón (por ellos), hagiázó significa un "consagrar" en el sentido de"consagrar para el sacrificio"». En este contexto, Bultmann cita unas palabras de san Juan Crisóstomo con las que está de acuerdo: «Me consagro, me entrego a mí mismo como sacrificio» (Das Evangelium des Johannes, p. 391, nota 3; cf. también Feuillet, pp. 31 y 38). Mientras la primera «consagración» se refiere a la Encarnación, aquí se trata de la Pasión como sacrificio. Bultmann ha explicado muy bellamente la íntima conexión entre las dos «consagraciones». La consagración de Jesús por el Padre, su «santidad», es un «ser para el mundo, o sea, para los suyos». Esta santidad «no es un ser diferente del mundo de modo estático, sustancial, sino una santidad que Él adquiere paulatinamente en el cumplimiento de su compromiso en favor de Dios y contra el mundo. Pero este cumplimiento significa sacrificio. En el sacrificio, Jesús está así, en ese modo que sólo es propio de Dios, tanto contra el mundo como a la vez en favor suyo» (ibid., p. 391). En esta afirmación se puede criticar la distinción radical entre el ser sustancial y el cumplimiento del sacrificio: el ser «sustancial» de Jesús, en cuanto tal, es totalmente una dinámica del ser para; ambos son inseparables. Pero quizás también Bultmann quiso decir precisamente esto. Hay que darle además la razón cuando dice que, en este versículo de Jn 17,19, «la alusión a las palabras en la Última Cena es incontestable (ibíd., p. 391, nota 3). Con estas pocas palabras estamos ante la nueva liturgia de la expiación de Jesucristo, la liturgia de la Nueva Alianza en toda su grandeza y pureza. Jesús mismo es el sacerdote enviado al mundo por el Padre; Él mismo es el sacrificio que se hace presente en la Eucaristía de todos los tiempos. Filón de Alejandría había intuido ya en cierto modo el significado correcto cuando


habló del Logos como sacerdote y sumo sacerdote (cf. Leg. all. III, 82; De somn., I, 215; II, 183; una alusión también en Bultmann, ibid.). El sentido de la fiesta de la Expiación se ha cumplido plenamente en el «Verbo» que se ha hecho carne «para la vida del mundo» (Jn6,51). Llegamos ahora a la tercera consagración de la que se habla en la oración de Jesús: «Santifícalos en la verdad» (17,17). «Me consagro yo para que también se consagren ellos en verdad» (17,19). Los discípulos han de estar implicados en la consagración de Jesús; también en ellos se debe cumplir este traspaso de propiedad, este traslado a la esfera de Dios y, con ello, hacerse realidad su envío al mundo. «Me consagro yo para que también se consagren ellos en verdad»: su pasar a ser propiedad de Dios, su «consagración», está unida a la consagración de Jesucristo, es participar en su ser consagrado. Entre los dos versículos, el 17 y el 19, que hablan de la consagración de los discípulos hay una ligera pero importante diferencia. En el versículo 19 se dice que ellos han de ser consagrados «en verdad»: no sólo de manera ritual, sino realmente, en todo su ser. Así creo que se debe traducir este versículo. En el versículo 17, en cambio, se dice: «Santifícalos en la verdad». Aquí, la verdad es considerada como fuerza de la santificación, como «su consagración». Según el Libro del Éxodo, la consagración sacerdotal de los hijos de Aarón tiene lugar mediante su revestimiento con las vestiduras sagradas y con la unción (cf. 29,1-9); en el ritual del día de la Expiación se habla también de un baño completo antes de ponerse las vestiduras sagradas (cf. Lv 16,4). Los discípulos de Jesús son santificados, consagrados «en la verdad». La verdad es el baño que los purifica, la verdad es la vestidura y la unción que necesitan. Esta «verdad» purificadora y santificadora es, en último análisis, Cristo mismo. Han de ser sumergidos en Él, han de ser como «revestidos» de Él y, de este modo, hacerse partícipes de su consagración, de su cometido sacerdotal, de su sacrificio. Tras el fin del templo, también el judaísmo ha tenido que buscar por su parte una nueva interpretación de las prescripciones cultuales. Éste veía ahora la «santificación en el cumplimiento de los mandamientos: en la inmersión en la palabra sagrada de Dios y en la voluntad de Dios que en ella se manifiesta (cf. Schnackenburg, Johannesevangelium, III, p. 211). En la fe de los cristianos, Jesús es la Torá en persona, y la santificación se realiza por tanto en la comunión del querer y del ser con Él. Y, si con la consagración de los discípulos en la verdad se trata en último análisis de la participación en la misión sacerdotal de Jesús, podemos vislumbrar entonces en estas palabras del Evangelio de Juanla institución del sacerdocio de los Apóstoles, del sacerdocio neotestamentario que, en lo más hondo, es un servicio a la verdad. «Les he dado a conocer tu nombre» Otro tema fundamental de la oración sacerdotal es la revelación del nombre de Dios: «He manifestado tu nombre a los hombres que me diste de en medio del mundo» Un 17,6). «Les he dado a conocer y les daré a conocer tu nombre, para que el amor que me tenías esté con ellos, como también yo estoy con ellos» (17,26). Es obvio que con estas palabras Jesús se presenta como el nuevo Moisés que lleva a término lo que antaño había comenzado junto a la zarza ardiente. Dios había revelado su «nombre» a Moisés. Este «nombre» era más que una palabra. Significaba que Dios se dejaba invocar, que había entrado en comunión con Israel. Así, en el curso de la historia de la fe de Israel, se hacía cada vez más nítido que con la expresión «nombre de Dios» se quería aludir a su «inmanencia»: a su presencia actual en medio de los hombres, una presencia porla cual Él está totalmente aquí y, no obstante, trasciende infinitamente todo lo que es humano y mundano. «Nombre de Dios» significa: Dios como el que está presente entre los hombres. Así se dice que el templo en Jerusalén ha sido elegido por Dios como «morada de su Nombre» (Dt 12,11 passim). Israeljamás habría osado decir sencillamente: «Allí habita Dios». Sabía que Dios es infinitamente grande, que transciende y abarca el universo. Y, sin embargo, estaba realmente presente: Él mismo. Esto es lo que se entiende cuando se dice: «Allí Él ha establecido su nombre». Está realmente presente y, no obstante, sigue siendo inmensamente más grande e inaprensible. El «nombre de Dios» es Dios mismo como Aquel que se nos entrega; a pesar de


toda la certeza de su cercanía y todo el regocijo por ello, Él sigue siendo siempre infinitamente más grande. Jesús habla del nombre de Dios partiendo de este concepto. Cuando dice haber dado a conocer el nombre de Dios y de querer hacerlo conocer aún, no se refiere a una palabra nueva que Él habría enseñado a los hombres como un término particularmente adecuado para designar a Dios. La revelación del nombre es un modo nuevo de la presencia de Dios entre los hombres, un modo nuevo y radical en el que Dios se hace presente entre los hombres. En Jesús, Dios entra totalmente en el mundo de los hombres: quien ve a Jesús, ve al Padre (cf. Jn 14,9). Si podemos decir que en el Antiguo Testamento la inmanencia de Dios estaba en la dimensión de la palabra y en el cumplimiento de los actos litúrgicos, ahora esta inmanencia se ha hecho ontológica: en Jesús, Dios se ha hecho hombre. Dios ha entrado en nuestro mismo ser. En Él, Dios es realmente el «Dios-con-nosotros». La Encarnación, por la que se ha realizado esta nueva forma de ser de Dios como hombre, se convierte mediante su sacrificio en un acontecimiento para toda la humanidad: como el Resucitado, viene de nuevo para hacer de todos su Cuerpo, el templo nuevo. La «revelación del nombre» tiende a que «el amor queme tenías esté con ellos, como también yo estoy con ellos» (17,26). Tiende a la transformación del cosmos, para que, en unidad con Cristo, se convierta de manera completamente nueva en la verdadera morada de Dios. Basil Studer ha hecho notar que, en los comienzos del cristianismo, ciertos «ambientes de influencia judía» habrían «desarrollado una cristología particular del nombre». «Nombre, Ley, Alianza, Principio, Día», se convirtieron entonces en títulos de Cristo (Gott und unsere Erlösung... , pp. 56 y 61).Ya se sabe: Cristo mismo como persona es «el nombre» de Dios, la accesibilidad de Dios para nosotros. «Les he dado a conocer y les daré a conocer tu nombre». La autoentrega de Dios en Cristo no es algo del pasado: «les daré a conocer». En Cristo, Dios sale continuamente al encuentro de los hombres para que ellos puedan ir hacia Él. Dar a conocer a Cristo significa dar a conocer a Dios. Mediante el encuentro con Cristo, Dios viene hacia nosotros, nos atrae dentro de sí (cf. Jn 12,32),para llevarnos, por decirlo así, más allá de nosotros mismos hacia la inmensidad infinita de su grandeza y su amor. «Para que todos sean uno...» El cuarto gran tema de la oración sacerdotal es la futura unidad de los discípulos de Jesús. Con él, la mirada de Jesús —de manera única en los Evangelios— va más allá de la comunidad de los discípulos de aquel momento y se dirige hacia todos aquellos que «crean en mí por su palabra» (Jn 17,20): el vasto horizonte de la comunidad futura de los creyentes se abre para todas las generaciones; la Iglesia futura está incluida en la plegaria de Jesús. Él invoca la unidad para los futuros discípulos. El Señor repite por cuatro veces esta petición; en dos de ellas, la razón que se indica para dicha unidad es que el mundo crea, más aún, que «reconozca» que Jesús ha sido enviado por el Padre: «Padre santo, guárdalos en tu nombre a los que mehas dado, para que sean uno, como nosotros» (v. 11). «Que todos sean uno, como tú, Padre, en mí, y yo en ti, que ellos también lo sean en nosotros, para que el mundo crea que tú me has enviado» (v. 21). «Que sean uno, como nosotros somos uno;... para que sean completamente uno, de modo que el mundo sepa que tú me has enviado» (vv. 21 s). Cuando se habla de ecumenismo nunca falta la referencia a este «testamento» de Jesús: al hecho de que, antes de ir a la cruz, haya implorado suplicante al Padre por la unidad de los futuros discípulos y de la Iglesia de todos los tiempos. Y eso está bien. Pero es más urgente aún la pregunta: ¿Por qué unidad ha rogado Jesús? ¿Cuál es su petición para la comunidad de los creyentes a lo largo de la historia? A propósito de esta pregunta es instructivo escuchar de nuevo a Rudolf Bultmann. En primer lugar dice que esta unidad —como está escrito en el Evangelio— se funda en la unidad entre el


Padre y el Hijo. Y prosigue después: «Se funda, por tanto, no en datos de hecho, naturales o de carácter histórico-universal, y tampoco puede ser establecida por organizaciones, instituciones y dogmas... La unidad puede crearse únicamente mediante la palabra del anuncio, en la que el Revelador —en su unidad con el Padre— está cada vez presente. Y, aunque el anuncio necesite de instituciones y dogmas para su realización en el mundo, éstos no pueden garantizar la unidad de un anuncio auténtico. Por otro lado, la unidad del anuncio no se frustra necesariamente por el fraccionamiento efectivo de la Iglesia que, por lo demás, es precisamente consecuencia de sus instituciones y sus dogmas. La Palabra puede resonar de modo auténtico en cualquier lugar en que se mantenga la tradición. Y, puesto que la autenticidad del anuncio no es... controlable, y dado que la fe que responde a la Palabra es invisible, también la unidad auténtica de la comunidad es invisible... Es invisible porque no es en absoluto un fenómeno mundano» (Das Evangelium des Johannes, pp. 393s). Estas frases son sorprendentes. Habría que discutir en ellas muchas cosas; ante todo el concepto de «instituciones» y de «dogmas», pero después, y más aún, el concepto de «anuncio», que obviamente sería el artífice de la unidad. ¿Es verdad que en el anuncio está presente el Revelador en su unidad con el Padre? ¿Acaso no está con frecuencia sorprendentemente ausente? Pues bien, Bultmann nos da un cierto criterio sobre el ambiente donde la Palabra resuena «de modo auténtico»: allí donde «se mantiene la tradición». ¿Qué tradición?, habría que preguntar. ¿De dónde proviene, en qué consiste? Además, se dice, no cualquier modo es «auténtico», pero ¿cómo podemos reconocerlo? El «anuncio auténtico» crearía él mismo la unidad. El «fraccionamiento de hecho» de la Iglesia no sería capaz de obstaculizar la unidad que proviene del Señor, nos dice Bultmann. Por tanto, ¿qué necesidad hay del ecumenismo, puesto que la unidad se crea en el anuncio y no se ve obstaculizada por las divisiones de la historia? Quizá sea significativo también que Bultmann use la palabra «Iglesia» donde habla de fraccionamiento y, en cambio, de «comunidad» donde trata de la unidad. La unidad del anuncio no es controlable, nos dice. Por eso la unidad de la comunidad sería invisible como lo es la fe. La unidad sería invisible porque «no es en absoluto un fenómeno mundano». Pero entonces, ¿es ésta la interpretación correcta de la súplica de Jesús? Ciertamente es verdad que la unidad de los discípulos —de la futura Iglesia— que Jesús pide «no es un fenómeno mundano». Esto lo dice el Señor muy claramente: la unidad no viene del mundo; no es posible lograrla con las fuerzas que son propias del mundo. Las mismas fuerzas del mundo conducen a la división: eso lo vemos. En la medida en que el mundo actúa en la Iglesia, en el cristianismo, se producen divisiones. La unidad sólo puede venir del Padre a través del Hijo. Está relacionada con la «gloria» que da el Hijo: con su presencia que se nos da por el Espíritu Santo; una presencia que es fruto de la cruz, de la transformación del Hijo en la muerte y la resurrección. Pero la fuerza de Dios actúa entrando en medio del mundo, en el cual viven los discípulos. Y lo ha de hacer de tal manera que permita al mundo «reconocerla», y llegar así a la fe. Lo que no proviene del mundo puede y debe ser absolutamente algo que sea eficaz en y para el mundo, y que éste lo pueda percibir. La oración de Jesús por la unidad apunta precisamente a eso: que a través de la unidad de los discípulos se haga visible a los hombres la verdad de su misión. La unidad ha de aparecer, ser reconocible, y reconocible precisamente como algo que no existe en ninguna otra parte en el mundo; como algo inexplicable desde las fuerzas propias de la humanidad y que, por tanto, deja ver la acción de una fuerza diferente. Jesús mismo queda legitimado mediante la unidad humanamente inexplicable de sus discípulos a lo largo de todos los tiempos. Se hace patente que Él es realmente el «Hijo». Dios se hace reconocible así como creador de una unidad que supera la tendencia del mundo a la disgregación. El Señor ha pedido por esto: por una unidad que sólo es posible a partir de Dios y a través de Cristo, pero una unidad que aparece de una manera tan concreta que deja ver la presencia y la acción de la fuerza de Dios. Por eso, los esfuerzos por una unidad visible de los discípulos de


Cristo siguen siendo una tarea urgente para los cristianos de todo tiempo y lugar. No basta la unidad invisible de la «comunidad». ¿Podemos conocer algo más aún sobre la naturaleza y el contenido de la unidad por la que implora Jesús? Un primer elemento esencial de dicha unidad ha surgido ya en nuestras consideraciones precedentes: se funda en la fe en Dios y en su enviado, Jesucristo. La unidad de la Iglesia futura se basa, pues, en la fe que Pedro, tras la deserción de los discípulos, profesó en nombre de los Doce en la sinagoga de Cafarnaún: «Nosotros creemos. Y sabemos que tú eres el Santo, consagrado por Dios» (Jn 6,69). Por lo que se refiere al contenido, esta confesión de fe es muy cercana a la oración sacerdotal. Aquí encontramos a Jesús como quien el Padre ha consagrado, santificado, que se consagra para los discípulos y que consagra a los mismos discípulos en la verdad. La fe es más que una palabra, más que una idea: significa entrar en comunión con Jesucristo y, a través de Él, con el Padre. Él es el verdadero fundamento de la comunidad de los discípulos, la base para la unidad de la Iglesia. En su núcleo, esta fe es «invisible». Pero, puesto que los discípulos se unen al único Cristo, la fe se convierte en «carne» e incorpora a cada uno en un verdadero «cuerpo». La Encarnación del Logos continúa hasta la plenitud de Cristo (cf. Ef 4,13). En la fe en Cristo como enviado del Padre se incluye, como segundo elemento, la estructura de la misión. Hemos visto que santidad, es decir, pertenencia al Dios vivo, significa misión. Así, en todo el Evangelio de Juan, y precisamente también en el capítulo 17, Jesús, como el Santo de Dios, es el enviado de Dios. Todo su ser es «ser enviado». El significado de esto se ve en una expresión del capítulo 7, donde el Señor dice: «Mi doctrina no es mía» (v. 16). Él vive enteramente del Padre y no se le opone en nada, nada que sea meramente suyo. En los sermones de despedida, este ser característico del Hijo se extiende y se aplica también al Espíritu Santo: «No hablará por su cuenta, sino que hablará lo que oiga» (16,13). El Padre envía el Espíritu en nombre de Jesús (cf. 14,26); Jesús lo envía desde el Padre (cf. 15,26). Después de la resurrección, Jesús atrae a los discípulos dentro de esta corriente de la misión: «Como el Padre me ha enviado, así también os envío yo» (20,21). Para la comunidad de los discípulos de todos los tiempos, la condición de ser enviada por Jesús ha de ser un signo característico. Esto significa siempre para ella: «Mi doctrina no es mía»; los discípulos no se anuncian a sí mismos, sino que dicen lo que han oído. Ellos representan a Cristo, como Cristo representa al Padre. Se dejan guiar por el Espíritu Santo, sabiendo que en esta fidelidad absoluta está operando al mismo tiempo un dinamismo de maduración: «El Espíritu de la Verdad os guiará hasta la verdad plena» (16,13). Para expresar esta característica esencial de los discípulos de Cristo de ser enviados, y su vinculación a su palabra y a la fuerza de su Espíritu, la Iglesia antigua ha encontrado la forma de la «sucesión apostólica». El perdurar de la misión es «sacramento», es decir, no una facultad administrada autónomamente ni tampoco una institución hecha por los hombres, sino un estar incluidos en el «Verbo desde el principio» (1 Jn 1,1), en la comunidad de los testigos creada por el Espíritu. La palabra griega «sucesión» —diadoche— tiene un sentido estructural y de contenido a la vez: significa el perdurar de la misión en los testigos. Pero también indica el contenido: la palabra transmitida, a la cual el testigo está vinculado por el sacramento. Junto con la «sucesión apostólica», la Iglesia antigua ha encontrado (no inventado) otros dos elementos fundamentales para su unidad: el Canon de la Escritura y la llamada regla de fe. Esta última es un breve sumario de los contenidos esenciales de la fe todavía no fijado literalmente en cada uno de sus enunciados; un sumario que ha encontrado una forma elaborada según criterios litúrgicos en las distintas confesiones de fe bautismales de la Iglesia primitiva. Esta regla de fe o confesión de fe es la verdadera «hermenéutica» de la Escritura, la clave tomada de ella misma para interpretarla según su espíritu. La unidad de estos tres elementos constitutivos de la Iglesia —el sacramento de la sucesión, la Escritura y la regla de fe (confesión)— es la verdadera garantía de que «la Palabra» pueda


«resonar de modo auténtico» y «se mantenga la tradición» (cf. Bultmann). Naturalmente, en el Evangelio de Juan no se habla de este modo de los tres pilares de la comunidad de los discípulos, de la Iglesia, pero con la referencia a la fe trinitaria y al ser enviados se han puesto sus fundamentos. Volvamos una vez más al hecho de que Jesús ruega para que, mediante la unidad de los discípulos, el mundo pueda reconocerlo como el enviado del Padre. Este reconocer y creer no es una cuestión meramente intelectual; es el ser tocado por el amor de Dios, algo, pues, que transforma, el don de la vida verdadera. Se puede ver así la universalidad de la misión de Jesús: no concierne solamente a un círculo limitado de elegidos; su meta es el cosmos, el mundo en su totalidad. A través de los discípulos y su misión, el mundo en su conjunto ha de ser rescatado de su alienación, debe hallar la unidad con Dios. Este horizonte universal de la misión de Jesús aparece también en otros dos textos importantes del cuarto Evangelio; primero en el coloquio nocturno de Jesús con Nicodemo: «Tanto amó Dios al mundo que entregó a su hijo único» (3,16); y después —ahora poniendo el acento en el sacrificio de la vida— en el sermón sobre el pan en Gafarnaún: «El pan que yo daré es mi carne para la vida del mundo» (6,51). Pero ¿cómo se relaciona este universalismo con las duras palabras del versículo 9 de la oración sacerdotal: «Te ruego por ellos; no ruego por el mundo»? Para comprender la unidad interior de las dos peticiones aparentemente opuestas, hemos de tener en cuenta que Juan usa la palabra «cosmos» —mundo— en un doble sentido. Por un lado, toda la creación de Dios, que es buena, especialmente los hombres como criaturas suyas, que Él ama hasta entregarse a sí mismo en el Hijo. Por otro, el término designa el mundo humano tal como se ha desarrollado históricamente: en él, lacorrupción, la mentira, la violencia, se han convertido, por decirlo así, en algo «natural». Blaise Pascal habla de una segunda naturaleza que se habría superpuesto en el curso de la historia a la primera.Algunos filósofos modernos han explicado esta situación histórica del hombre de muchas maneras; Martin Heidegger, por ejemplo, cuando habla del ser condicionado por el «se» impersonal, del existir en la «no-autenticidad». La misma problemática aparece de forma muy diferente cuando Karl Marx explica la alienación del hombre. En el fondo, la filosofía describe con esto precisamente lo que la fe llama «pecado original». Esta especie de «mundo» tiene que desaparecer; debe ser transformado en el mundo de Dios. Ésta es propiamente la misión de Jesús, en la que se implica a los discípulos: llevar al «mundo» fuera de la alienación del hombre respecto de Dios y de sí mismo, para que el mundo vuelva a ser de Dios y el hombre, al hacerse una sola cosa con Dios, torne a ser totalmente él mismo. Esta transformación, sin embargo, tiene el precio de la cruz y, para los testigos de Cristo, el de la disponibilidad al martirio. Si miramos finalmente en retrospectiva el conjunto de la petición por la unidad, podemos decir que en ella se cumple la institución de la Iglesia, aunque no se use la palabra «Iglesia». En efecto, ¿qué es la Iglesia sino la comunidad de los discípulos que, mediante la fe en Jesucristo como enviado del Padre, recibe su unidad y se ve implicada en la misión de Jesús de salvar el mundo llevándolo al conocimiento de Dios? La Iglesia nace de la oración de Jesús. Pero esta oración no es solamente palabra: es el acto en que Él se «consagra» a sí mismo, es decir, «se sacrifica» por la vida del mundo. También podemos decir, dándole la vuelta a la afirmación: en la oración, el acontecimiento cruel de la cruz se hace «palabra», se convierte en fiesta de la expiación entre Dios y el mundo. De eso brota la Iglesia como la comunidad de los que, por la palabra de los Apóstoles, creen en Cristo (cf. 17,20). 5. LA ÚLTIMA CENA Las narraciones sobre la Última Cena de Jesús y la institución de la Eucaristía —más aún que el discurso escatológico de Jesús del que hemos hablado en el capítulo segundo de este libro—


están cubiertas por una maraña de hipótesis discrepantes entre sí, y esto parece impedir el acceso a lo realmente acontecido, haciendo inútil cualquier esfuerzo. Pero esto no sorprende, tratándose de un texto que se refiere al núcleo esencial del cristianismo y que, de hecho, plantea cuestiones históricas difíciles. Intentaré seguir el mismo procedimiento ya aplicado al caso del discurso escatológico. El cometido de este libro, que intenta reconstruir la figura de Jesús dejando a los especialistas los problemas específicos, no es el de abordar las numerosas cuestiones particulares, absolutamente justas, sobre cada uno de los detalles de las palabras y de la historia. Pero no podemos eximirnos ciertamente de afrontar la cuestión de la historicidad real de los acontecimientos históricos esenciales. El mensaje neotestamentario no es sólo una idea; pertenece a su esencia precisamente el que se haya producido en la historia real de este mundo: la fe bíblica no relata historias como símbolos de verdades metahistóricas, sino que se funda en la historia que ha sucedido sobre la faz de esta tierra (cf. primera parte, p. 11). Si Jesús no dio a sus discípulos su cuerpo y su sangre bajo las especies del pan y del vino, la celebración eucarística quedaría vacía, sería una ficción piadosa, no una realidad que establece la comunión con Dios y de los hombres entre sí. En este contexto se plantea ciertamente una vez más la cuestión sobre el modo posible y adecuado de una constatación histórica. Pero hemos de tener claramente en cuenta que una investigación histórica siempre puede llegar sólo a un alto grado de probabilidad, no a una certeza definitiva y absoluta sobre todos los detalles. Si la certeza de la fe se basara únicamente en una comprobación histórica y científica, sería continuamente revisable. Tomemos un ejemplo de la historia reciente de la investigación exegética. El gran estudioso alemán Joachim Jeremias, dada la confusión cada vez mayor de hipótesis exegéticas, históricas y filológicas, ha tratado de filtrar con la máxima precisión metodológica las ipsissima verba Jesu —las palabras auténticas de Jesús— de la gran cantidad del material transmitido, con el fin de encontrar en ellas la roca segura de la fe: sobre lo que Jesús mismo ha dicho realmente podemos basarnos. Aunque los resultados de Jeremias son siempre relevantes, y, desde una perspectiva científica, de gran importancia, quedan sin embargo preguntas críticas bien fundadas que demuestran, al menos, cómo la certeza lograda tiene sus límites. Entonces, ¿qué podemos esperar? Y, por el contrario, ¿qué es lo que no cabe esperar? Desde el punto de vista teológico se debe decir que, si fuera realmente imposible demostrar de manera científica la historicidad de las palabras y de los acontecimientos esenciales, la fe perdería su fundamento. Pero, por otra parte, como ya se ha dicho, dada la naturaleza misma del conocimiento histórico, no se pueden esperar pruebas de una certeza absoluta en todos los pormenores. Por eso es importante para nosotros determinar si las convicciones de fondo de la fe son históricamente posibles y creíbles, incluso frente a la seriedad de los actuales conocimientos exegéticos. Así pues, muchos detalles pueden permanecer abiertos. Pero el «factum est» del Prólogo de Juan (1,14) sigue siendo una categoría cristiana fundamental, no sólo por lo que se refiere a la Encarnación, sino que se requiere también para la Última Cena, la Cruz y la Resurrección: la Encarnación de Jesús está ordenada a la entrega de sí mismo por los hombres, y ésta a la Resurrección. De otro modo, el cristianismo no sería verdadero. Podemos examinar la verdad de este «factum est» —como se ha dicho—, no a la manera de una certeza histórica absoluta, pero sí reconociendo su seriedad al leer correctamente la Escritura como tal. La última certeza sobre la que basamos toda nuestra existencia nos viene dada por la fe, por el creer humilde con la Iglesia de todos los siglos guiada por el Espíritu Santo. A partir de ahí, en lo demás podemos observar confiadamente las diversas hipótesis exegéticas que, por su parte, se presentan con demasiada frecuencia con un énfasis de certeza que se pone en entredicho ya por el mero hecho de que posturas contrapuestas se proponen de continuo con la misma actitud de presentarse como certeza científica. A partir de estos principios metodológicos quisiera intentar seleccionar del conjunto de los debates las cuestiones esenciales para la fe. Se hará en cuatro secciones. En primer lugar, se ha


de reflexionar sobre el problema de la fecha de la celebración de la Última Cena de Jesús, un problema en el que se trata esencialmente de aclarar si ésta fue una cena pascual o no. En segundo lugar, se deberán examinar los textos que nos hablan de la Última Cena de Jesús. Con ello habrá que abordar la cuestión sobre la credibilidad histórica de dichas narraciones. En tercer lugar quisiera intentar una interpretación de los contenidos esenciales de la tradición teológica sobre la Última Cena. Finalmente, en la cuarta sección deberemos echar una mirada más allá de la tradición del Nuevo Testamento y reflexionar sobre la formación de la celebración eucarística de la Iglesia, ese proceso que Agustín describe como la transición del sacrificio vespertino al «don matutino» (cf. En. in Ps., 140, 5). 1. LA FECHA DE LA ÚLTIMA CENA El problema de la datación de la Última Cena de Jesús se basa en las divergencias sobre este punto entre los Evangelios sinópticos, por un lado, y elEvangelio de Juan, por otro. Marcos, al que Mateo y Lucas siguen en lo esencial, da una datación precisa al respecto. «El primer día de los ácimos, cuando se sacrificaba el cordero pascual, le dijeron a Jesús sus discípulos: "¿Dónde quieres que vayamos a prepararte la cena de Pascua?"... Y al atardecer, llega él con los Doce» (Mc 14,12.17). La tarde del primer día de los ácimos, en la que se inmolaban en el templo los corderos pascuales, es la víspera de Pascua. Según la cronología de los Sinópticos es un jueves. La Pascua comenzaba tras la puesta de sol, y entonces se tenía la cena pascual, como hizo Jesús con sus discípulos, y como hacían todos los peregrinos que llegaban a Jerusalén. En la noche del jueves al viernes —según la cronología sinóptica— arrestaron a Jesús y lo llevaron ante el tribunal; el viernes por la mañana fue condenado a muerte por Pilato y, seguidamente, a la «hora tercia» (sobre las nueve de la mañana), le llevaron a crucificar. La muerte de Jesús es datada en la hora nona (sobre las tres de la tarde). «Al anochecer, como era el día de la preparación, víspera del sábado, vino José de Arimatea..., se presentó decidido ante Pilato y le pidió el cuerpo de Jesús» (Mc 15,42s). El entierro debía tener lugar antes de la puesta del sol, porque después comenzaba el sábado. El sábado es el día de reposo sepulcral de Jesús. La resurrección tiene lugar la mañana del «primer día de la semana», el domingo. Esta cronología se ve comprometida por el hecho de que el proceso y la crucifixión de Jesús habrían tenido lugar en la fiesta de la Pascua, que en aquel año cayó en viernes. Es cierto que muchos estudiosos han tratado de demostrar que el juicio y la crucifixión eran compatibles con las prescripciones de la Pascua. Pero, no obstante tanta erudición, parece problemático que en ese día de fiesta tan importante para los judíos fuera lícito y posible el proceso ante Pilato y la crucifixión. Por otra parte, esta hipótesis encuentra un obstáculo también en un detalle que Marcos nos ha transmitido. Nos dice que, dos días antes de la Fiesta de los Ácimos, los sumos sacerdotes y los escribas buscaban cómo apresar a Jesús con engaño para matarlo, pero decían: «No durante las fiestas; podría amotinarse el pueblo» (14,1s). Sin embargo, según la cronología sinóptica, la ejecución de Jesús habría tenido lugar precisamente el mismo día de la fiesta. Pasemos ahora a la cronología de Juan. El evangelista pone mucho cuidado en no presentar la Última Cena como cena pascual. Todo lo contrario. Las autoridades judías que llevan a Jesús ante el tribunal de Pilato evitan entrar en el pretorio «para no incurrir en impureza y poder así comer la Pascua» (18,28). Por tanto, la Pascua no comienza hasta el atardecer; durante el proceso se tiene todavía por delante la cena pascual; el juicio y la crucifixión tienen lugar el día antes de la Pascua, en la «Parasceve», no el mismo día de la fiesta. Por tanto, la Pascua de aquel año va desde la tarde del viernes hasta la tarde del sábado, y no desde la tarde del jueves hasta la tarde del viernes. Por lo demás, el curso de los acontecimientos es el mismo. El jueves por la noche, la Última Cena de Jesús con sus discípulos, pero que no es una cena pascual; el viernes —vigilia de la fiesta y no la fiesta misma—, el proceso y la ejecución. El sábado, reposo en el sepulcro. El domingo, la resurrección. Según esta cronología, Jesús muere en el momento en que se


sacrifican los corderos pascuales en el templo. El muere como el verdadero Cordero, del que los corderos pascuales eran mero indicio. Esta coincidencia teológicamente importante de que Jesús muriera al mismo tiempo en que tenía lugar la inmolación de los corderos pascuales ha llevado a muchos estudiosos a descartar la cronología de la versión joánica, porque se trataría de una cronología teológica. Juan habría cambiado la datación de los hechos para crear esta conexión teológica que, sin embargo, no se manifiesta explícitamente en el Evangelio. Con todo, hoy se ve cada vez más claramente que la cronología de Juan es históricamente más probable que la de los Sinópticos, porque —como ya se ha dicho— el proceso y la ejecución en el día de la fiesta parecen difícilmente imaginables. Por otra parte, la Última Cena de Jesús está tan estrechamente vinculada a la tradición de la Pascua que negar su carácter pascual resulta problemático. Por eso, siempre se han dado intentos de conciliar entre sí ambas cronologías. El más importante de ellos —y fascinante en numerosos detalles particulares— para lograr una compatibilidad entre las dos tradiciones proviene de la estudiosa francesa Annie Jaubert, que desde 1953 ha desarrollado su tesis en una serie de publicaciones. Sin entrar aquí en los detalles de esta propuesta, nos limitaremos a lo esencial. La señora Jaubert se basa principalmente en dos textos antiguos que parecen llevar a una solución del problema. El primero es un antiguo calendario sacerdotal transmitido por el Libro de los Jubileos, redactado en hebreo en la segunda mitad del siglo II antes de Cristo. Este calendario no tiene en cuenta la revolución de la Luna, y prevé un añode 364 días, dividido en cuatro estaciones de tres meses, dos de los cuales tienen 30 días y uno 31. Cada trimestre, siempre con 91 días, tiene exactamente 13 semanas y, por tanto, hay sólo 52 semanas por año. En consecuencia, las celebraciones litúrgicas caen cada año el mismo día de la semana. Esto significa, por lo que se refiere a la Pascua, que el 15 de Nisán es siempre un miércoles, y que la cena de Pascua tiene lugar tras la puesta del sol en la tarde del martes. Jaubert sostiene que Jesús habría celebrado la Pascua de acuerdo con este calendario, es decir, la noche del martes, y habría sido arrestado la noche del miércoles. La investigadora ve resueltos con esto dos problemas: en primer lugar, Jesús habría celebrado una verdadera cena pascual, como dicen los Sinópticos; por otro lado, Juan tendría razón en que las autoridades judías, que se atenían a su propio calendario, habrían celebrado la Pascua sólo después del proceso de Jesús, quien, por tanto, habría sido ejecutado la víspera de la verdadera Pascua y no en la fiesta misma. De este modo, la tradición sinóptica y la joánica aparecen igualmente correctas, basadas en la diferencia entre dos calendarios diferentes. La segunda ventaja destacada por Annie Jaubert muestra al mismo tiempo el punto débil de este intento de encontrar una solución. La estudiosa francesa hace notar que las cronologías transmitidas (en los Sinópticos y en Juan) deben concentrar una serie de acontecimientos en el estrecho espacio de pocas horas: el interrogatorio ante el Sanedrín, el traslado ante Pilato, el sueño de la mujer de PiIato, el envío a Herodes, el retorno a Pilato, la flagelación, la condena a muerte, el via crucis y la crucifixión. Encajar todo esto en unas pocas horas parece —según Jaubert— casi imposible. A este respecto, su solución ofrece un espacio de tiempo que va desde la noche entre martes y miércoles hasta el viernes por la mañana. En este contexto, la investigadora hace notar que en Marcos hay una precisa secuencia de acontecimientos por lo que se refiere a los días del «Domingo de Ramos», lunes y martes, pero que después salta directamente a la cena pascual. Por tanto, según la datación transmitida, quedarían dos días de los que no relata nada. Finalmente, Jaubert recuerda que, de este modo, el proyecto de las autoridades judías de matar a Jesús precisamente antes de la fiesta habría podido funcionar. Sin embargo, Pilato, con sus titubeos, habría pospuesto la crucifixión hasta el viernes. A este cambio de la fecha de la Última Cena del jueves al martes se opone sin embargo la antigua tradición del jueves, que, en todo caso, encontramos claramente ya en el siglo II. Pero la señora Jaubert aduce un segundo texto sobre el que basa su tesis: la llamada Didascalia de los Apóstoles, un escrito de comienzos del siglo III donde se establece el martes como fecha de


la Cena de Jesús. La estudiosa trata de demostrar que este libro habría recogido una antigua tradición cuyas huellas podrían detectarse también en otras fuentes. Sin embargo, a todo esto se debe responder que lashuellas de la tradición que se manifiestan en este sentido son demasiado débiles como para resultar convincentes. Otra dificultad es que el uso por parte de Jesús de un calendario difundido principalmente en Qumrán es poco verosímil. Jesús acudía al templo para las grandes fiestas. Aunque predijo su fin, y lo confirmó con un dramático gesto simbólico, Él observó el calendario judío de las festividades, como lo demuestra sobre todo el Evangelio de Juan. Ciertamente se podrá estar de acuerdo con la estudiosa francesa sobre el hecho de que el Calendario de los Jubileos no se limitaba estrictamente a Qumrán y los esenios. Pero esto no es razón suficiente como para poder aplicarlo a la Pascua de Jesús. Esto explica por qué la tesis de Annie Jaubert, fascinante a primera vista, es rechazada por la mayoría de los exegetas. He presentado de manera tan detallada dicha tesis porque nos da una idea de lo variado y complejo que era el mundo judío en tiempos de Jesús;un mundo que, a pesar de nuestro creciente conocimiento de las fuentes, sólo podemos reconstruir de manera precaria. Por tanto, no negaría a esta tesis una cierta probabilidad, aunque, considerando sus problemas, no se la pueda aceptar sin más. Entonces, ¿qué diremos? La evaluación más precisa detodas las soluciones ideadas hasta ahora la he encontrado en el libro sobre Jesús de John P. Meier, quien, al final de su primer volumen, ha presentado un amplio estudio sobre la cronología de la vida de Jesús. Él llega a la conclusión de que hemos de elegir entre la cronología de los Sinópticos y la de Juan, demostrando que, ateniéndonos al conjunto de las fuentes, la decisión debe ser en favor de Juan. Juan tiene razón: en el momento del proceso de Jesús ante Pilato las autoridades judías aún no habían comido la Pascua, y por eso debían mantenerse todavía cultualmente puras. Él tiene razón: la crucifixión no tuvo lugar el día de la fiesta, sino la víspera. Esto significa que Jesús murió a la hora en que se sacrificaban en el templo los corderos pascuales. Que los cristianos vieran después en esto algo más que una mera casualidad, que reconocieran a Jesús como el verdadero Cordero y que precisamente por eso consideraran que el rito de los corderos había llegado a su verdadero significado, todo esto es simplemente normal. Pero queda en pie la pregunta: ¿Por qué entonces los Sinópticos han hablado de una cena de Pascua? ¿Sobre qué se basa esta línea de la tradición? Una respuesta realmente convincente a esta pregunta ni siquiera Meier la puede dar. No obstante, lo intenta —al igual que otros muchos exegetas— por medio de la crítica redaccional y literaria. Trata de demostrar que los pasajes de Mc 14,1 y 14,12-16 —los únicos en los que Marcos habla de la Pascua— habrían sido añadidos más tarde. En el propio y verdadero relato de la Última Cena no se habría mencionado la Pascua. Esta propuesta —por más que la sostengan muchos nombres importantes— es artificial. Pero sigue siendo justa la indicación de Meier de que en la narración de la Última Cena como tal el rito pascual aparece en los Sinópticos tan poco como en Juan. Así, aunque sea con alguna reserva, se puede aceptar esta afirmación: «El conjunto de la tradición joánica... está totalmente de acuerdo con la que proviene de los Sinópticos por lo que se refiere al carácter de la Cena, que no corresponde a la Pascua» (A Marginal Jew, I, p. 398). Pero, entonces, ¿qué fue realmente la Última Cenade Jesús? Y, ¿cómo se ha llegado a la idea, sin duda muy antigua, de su carácter pascual? La respuesta de Meier es sorprendentemente simple y en muchos aspectos convincente. Jesús era consciente de su muerte inminente. Sabía que ya no podría comer la Pascua. En esta clara toma de conciencia invita a los suyos a una Última Cena particular, una cena que no obedecía a ningún determinado rito judío, sino que era su despedida, en la cual daba algo nuevo, se entregaba a sí mismo como el verdadero Cordero, instituyendo así su Pascua. En todos los Evangelios sinópticos la profecía de Jesús de su muerte y resurrección forma parte de esta cena. En Lucas adopta un tono particularmente solemne y misterioso: «He deseado ardientemente comer esta comida pascual con vosotros antes de padecer, porque os digo que


ya no la volveré a comer hasta que se cumpla en el Reino de Dios» (22,15s). Estas palabras siguen siendo equívocas: pueden significar que Jesús, por una última vez, come la Pascua acostumbrada con sus discípulos. Pero pueden significar también que ya no la come más, sino que se encamina hacia la nueva Pascua. Una cosa resulta evidente en toda la tradición: la esencia de esta cena de despedida no era la antigua Pascua, sino la novedad que Jesús ha realizado en este contexto. Aunque este convite de Jesús con los Doce no haya sido una cena de Pascua según las prescripciones rituales del judaísmo, se ha puesto de relieve claramente en retrospectiva su conexión interna con la muerte y resurrección de Jesús: era la Pascua de Jesús. Y, en este sentido, É1 ha celebrado la Pascua y no la ha celebrado: no se podían practicar los ritos antiguos; cuando llegó el momento para ello Jesús ya había muerto. Pero Él se había entregado a sí mismo, y así había celebrado verdaderamente la Pascua con aquellos ritos. De esta manera no se negaba lo antiguo, sino que lo antiguo adquiría su sentido pleno. El primer testimonio de esta visión unificadora de lo nuevo y lo antiguo, que da la nueva interpretación de la Ultima Cena de Jesús en relación con la Pascua en el contexto de su muerte y resurrección, se encuentra en Pablo, en 1 Corintios 5,7:«Barred la levadura vieja para ser una masa nueva, ya que sois panes ácimos. Porque ha sido inmolada nuestra víctima pascual: Cristo» (cf. Meier, A Marginal Jew, I, p. 429s). Como en Marcos 14,1, la Pascua sigue aquí al primer día de los Ácimos, pero el sentido del rito de entonces se transforma en un sentido cristológico y existencial. Ahora, los «ácimos» han de ser los cristianos mismos, liberados de la levadura del pecado. El cordero inmolado, sin embargo, es Cristo. En este sentido, Pablo concuerda perfectamente con la descripción joánica de los acontecimientos. Para él, la muerte y resurrección de Cristo se han convertido así en la Pascua que perdura. Podemos entender con todo esto cómo la Última Cena de Jesús, que no sólo era un anuncio, sino que incluía en los dones eucarísticos también una anticipación de la cruz y la resurrección, fuera considerada muy pronto como Pascua, su Pascua.Y lo era verdaderamente. 2. LA INSTITUCIÓN DE LA EUCARISTÍA El llamado relato de la institución, es decir, de las palabras y los gestos con los que Jesús se entregó a sí mismo a sus discípulos en el pan y el vino, es el núcleo de la tradición de la Última Cena. Este relato se encuentra en los Evangelios sinópticos —Mateo, Marcos y Lucas—, pero, además, también en la Primera Carta de san Pablo a los Corintios (cf. 11,23-26). Las cuatro narraciones son muy parecidas en su núcleo, pero muestran algunas diferencias en los detalles que se han convertido comprensiblemente en objeto deamplios debates exegéticos. Se pueden distinguir dos modelos de fondo: por un lado la narración de Marcos, con el cual concuerda en gran parte el texto de Mateo; por otro, el texto de Pablo, que se asemeja al de Lucas. El relato paulino es el texto literariamente más antiguo: la Primera Carta a los Corintios fue escrita en torno al año 56. El periodo de redacción del Evangelio de Marcos es posterior, pero es indiscutible que su texto recoge una tradición muy anterior. La controversia entre los exegetas versa ahora sobre cuál de los dos modelos —el de Marcos o el de Pablo— es el más antiguo. Rudolf Pesch se ha pronunciado con argumentos dignos de consideración en favor de la mayor antigüedad de la tradición de Marcos, que se debería datar en los años treinta. Pero también el relato de Pablo se remonta a la misma década. Pablo dice que transmite lo que él mismo ha recibido como tradición que se remonta al Señor. El relato de la institución y la tradición de la resurrección (cf. 1 Co 15,3-8) ocupan un lugar especial en las cartas de Pablo: son textos ya fijados que el Apóstol ha «recibido» así, y que transmite literalmente con todo cuidado. Las dos veces dice que transmite lo que ha recibido. En 1 Corintios 15 insiste explícitamente en el tenor literal, cuya conservación es necesaria para la salvación. De esto se deduce que Pablo recibió las palabras de la Última Cena en el seno de la comunidad primitiva, y de un modo que le hacía estar seguro de que provenían del Señor mismo.


Pesch considera probada la precedencia histórica de la narración de Marcos por el hecho de que ésta sería aún un simple relato, mientras que considera 1 Corintios 11 como una «etiología cultual» y, por tanto, como un texto ya formulado litúrgicamente y adaptado a la liturgia (cf. Markusevangelium, II, pp. 364-377, especialmente p. 369). Esto es seguramente cierto. Pero no me parece que haya una diferencia tan decisiva entre el carácter histórico y el teológico de los dos textos. Es verdad que Pablo quiere hablar de manera normativa con vistas a la celebración de la liturgia cristiana; si éste es el verdadero significado de la expresión «etiología cultual», entonces puedo estar de acuerdo. Sin embargo, según la convicción del Apóstol, el texto es normativo precisamente porque reproduce exactamente el testamento del Señor. En ese sentido, orientación cultual y formulación ya existente para el culto no representan contradicción alguna con la transmisión estricta de lo que el Señor ha dicho y querido. Por el contrario, la formulación es normativa precisamente porque es verdadera y originaria. Esta precisión en el transmitir no excluye una concentración y una selección. Pero la formulación y la selección —ésta es la convicción de Pablo— no debe tergiversar lo que aquella noche fue confiado a los discípulos por el Señor. Pero una selección análoga y una formulación referida a la liturgia se encuentra también en el Evangelio de Marcos. En efecto, tampoco este «relato» puede prescindir de su significado normativo para la liturgia de la Iglesia, y presupone ya a su vez una tradición litúrgica vigente. Ambos modelos de la tradición intentan transmitirnos el verdadero testamento del Señor. Entre los dos hacen ver la riqueza de perspectivas teológicas del acontecimiento y, al mismo tiempo, nos muestran la novedad inaudita que Jesús instituyó aquella noche. Ante un acontecimiento tan imponente y único desde el punto de vista teológico y de la historia de las religiones como el que manifiestan los relatos de la Ultima Cena, no podía faltar el cuestionamiento por parte de la teología moderna: con la imagen del rabino afable que muchos exegetas han trazado de Jesús no es compatible algo tan inaudito. No se puede creer que «fuera capaz» de tanto. Y, naturalmente, tampoco se armoniza con la idea de Jesús como un agitador político. Así las cosas, una buena parte de la exégesis actual cuestiona que las palabras de la institución se remonten realmente a las palabras de Jesús. Dado que lo queaquí está en juego es el núcleo del cristianismo y el aspecto central de la figura de Jesús, hemos de examinar la cuestión más detenidamente. La principal objeción contra la originalidad histórica de las palabras y los gestos de la Última Cena puede resumirse así: habría una contradicción insalvable entre el mensaje de Jesús sobre el Reino de Dios y la idea de su muerte expiatoria en función vicaria. El núcleo íntimo de las palabras de la Última Cena, sin embargo, es el «por vosotros-por muchos», la autoentrega vicaria de Jesús y, con ello, también la idea de la expiación. Si Juan el Bautista había llamado a la conversión ante el juicio inminente, Jesús, como mensajero de alegría, habría anunciado la cercanía del reinado de Dios y la voluntad incondicional de perdón, el régimen de la bondad y la misericordia de Dios. «La última palabra que Dios pronuncia a través de su último mensajero (el mensajero de la alegría después de Juan, el último mensajero del juicio) es una palabra de salvación. El anuncio de Jesús está caracterizado por su orientación claramente prioritaria a la promesa de salvación por parte de Dios, así como por la superación del Dios del juicio inminente por el Dios actual de la bondad». Pesch resume con estas palabras el contenido esencial del razonamiento que apoya la incompatibilidad de la tradición sobre la Última Cena con la novedad y la peculiaridad del anuncio de Jesús (Abendmahl, p. 104). Peter Fiedler ha desarrollado de manera drástica la lógica de esta visón cuando escribe: «Jesús había anunciado al Padre que quiere perdonar incondicionalmente»; y después se pregunta: «Pero ¿acaso no resulta ser menos generoso en su gracia, o incluso totalmente soberano, desde el momento que insiste en una expiación?» (op. cit., p. 569; cf. Pesch, Abendmahl, pp. 16 y 106). Explica así la idea de una expiación como incompatible con la imagen que Jesús tiene de Dios y, en esto, ya son muchos los exegetas y representantes de la teología sistemática que están de acuerdo con él.


En efecto, aquí reside el verdadero motivo por el que una buena parte de los teólogos modernos (y no sólo los exegetas) no admiten que las palabras de la Última Cena provengan de Jesús. La razón no radica en los datos históricos: como hemos visto, los textos eucarísticos pertenecen a la más antigua tradición. Según los datos históricos no hay nada más originario precisamente que la tradición de la Última Cena. Pero la idea de expiación es inconcebible para la sensibilidad moderna. Jesús, en su anuncio del Reino de Dios, debe situarse en el polo opuesto. Aquí está en juego nuestra imagen de Dios y del hombre. Por eso toda esta discusión es sólo aparentemente un debate histórico. La verdadera cuestión es más bien: ¿Qué es la expiación? ¿Es compatible con una imagen limpia de Dios? ¿Acaso no se trata de un grado del desarrollo religioso de la humanidad que ha de ser superado? Jesús, para ser el nuevo mensajero de Dios, ¿no debería quizás oponerse a esta idea? La verdadera discusión deberá versar, pues, sobre si los textos neotestamentarios —leídos correctamente— nos revelan un concepto de expiación aceptable también para nosotros, siempre que estemos dispuestos a escuchar en su integridad el mensaje que nos llega de ellos. Hemos de reflexionar definitivamente sobre esta cuestión en el capítulo sobre la muerte de Jesús en la cruz. Esto requiere, sin embargo, la disponibilidad a no limitarse simplemente a contraponer el Nuevo Testamento de manera «crítico-racional» a nuestra propia presuntuosidad, sino aprender a dejarnos guiar: la voluntad de no tergiversar los textos según nuestros criterios, sino dejar que su Palabra purifique y profundice nuestros conceptos. Tratemos mientras tanto de acercarnos a tientas a la comprensión mediante una escucha como ésta. En primer lugar, hagamos una pregunta: ¿Existe realmente una contradicción entre el mensaje de Galilea del Reino de Dios y el último pronunciamiento de Jesús en Jerusalén? Ciertos exegetas notables —Rudolf Pesch, Gerhard Lohfink, Ulrich Wilckens— ven, sí, una diferencia profunda entre las dos posiciones, pero no un conflicto insoluble. Suponen que Jesús, en un primer momento, hizo la generosa oferta del mensaje del Reino de Dios y del perdón sin condiciones, pero, cuando se dio cuenta del fracaso de este ofrecimiento, identificó su misión con la del siervo de Dios. Reconoció que tras el rechazo de su oferta sólo quedaba el camino de la expiación vicaria: debía tomar sobre sí la desgracia que se cernía sobre Israel para que muchos lograran llegar a la salvación. ¿Qué podemos decir a este propósito? De por sí, una evolución similar, es decir, el emprender un nuevo camino del amor después de un primer ofrecimiento fallido, es ciertamente posible según toda la estructura de la imagen bíblica de Dios y la historia de la salvación. Precisamente esa «flexibilidad» de Dios, que espera la libre decisión del hombre y que, de cada «no», hace brotar una nueva vía del amor, forma parte del camino de la historia de Dios con los hombres, como nos lo describe el Antiguo Testamento. Al «no» de Adán responde con una nueva preocupación por los hombres. Ante el «no» de Babel inaugura una nueva perspectiva de la historia con la elección de Abraham. La petición de un rey para los israelitas representa en un primer momento una obstinación contra Dios, que quisiera reinar sobre su pueblo de manera inmediata. Pero en la profecía dirigida a David transforma esta terquedad en tina vía que lleva luego directamente hacia Cristo, el Hijo de David. Así pues, una evolución parecida en dos etapas en el obrar de Jesús es ciertamente posible. El capítulo 6 del Evangelio de Juan parece aludir a un punto de inflexión similar en el camino de Jesús con los hombres. Después de su sermón eucarístico, el pueblo y muchos de sus discípulos le dan la espalda. Sólo los Doce permanecen. Encontramos un cambio análogo en el Evangelio de Marcos, cuandoJesús, después de la segunda multiplicación de los panes y la confesión de Pedro (cf. 8,27-30), comienza con el anuncio de la Pasión y se pone en camino hacia Jerusalén y su última Pascua. En 1929, Erik Peterson, en su artículo sobre la Iglesia —un artículo que todavía hoy bien vale la pena leer—, sostenía que la Iglesia existe sólo bajo el supuesto de que «los judíos, como pueblo elegido de Dios no han aceptado la fe en el Señor». Si hubieran aceptado a Jesús, «el Hijo del hombre habría vuelto y el Reino mesiánico, en el que los judíos habrían ocupado el


puesto más importante, habría tenido su inicio» (Theologische Trakt., p. 247). Romano Guardini ha acogido y modificado esta tesis en sus obras sobre Jesús. Para él, el mensaje de Jesús comienza claramente con la oferta del Reino; el «no» de Israel habría provocado una nueva etapa en la historia de la salvación, a la cual pertenecen la muerte y resurrección del Señor, así como la Iglesia de los gentiles. ¿Qué decir sobre todo esto? Ante todo, que un cierto desarrollo en el mensaje de Jesús con nuevas decisiones es ciertamente posible. El mismo Peterson, sin embargo, no sitúa la ruptura durante el mensaje de Jesús mismo, sino en la época posterior a la Pascua, cuando los discípulos, de hecho, luchaban inicialmente todavía por un «sí» de Israel. Sólo en la medida en que se manifestó el fracaso de este intento se dirigieron a los paganos. Esta segunda fase la podemos percibir claramente en los textos del Nuevo Testamento. Por el contrario, una evolución en el camino de Jesús la podemos entrever siempre y sólo con mayor o menor grado de probabilidad, pero nunca establecerla con claridad. Ciertamente no se da ese contraste neto entre el anuncio del Reino de Dios y el mensaje de Jerusalén, tal como se encuentra en las tesis de algunos exegetas modernos. Ya hemos hablado de algunos indicios sobre un cierto desarrollo en el camino de Jesús. Pero debemos decir ahora (como ha subrayado claramente, por ejemplo, John P. Meier) que la estructura de los Evangelios sinópticos no nos permite establecer una cronología del anuncio de Jesús. Ciertamente, el énfasis sobre la necesidad de la muerte y resurrección se hace más claro a medida que progresa el camino de Jesús. Pero el conjunto del material no está ordenado cronológicamente de tal manera que podamos distinguir claramente un antes y un después. Basten algunas indicaciones. Ya en el segundo capítulo de Marcos, en la discusión sobre el ayuno de los discípulos, se encuentra el anuncio de Jesús: «Llegará un día en que se lleven al novio; aquel día sí que ayunarán» (2,20). Mucho más importante aún es la definición de su misión que se esconde tras su hablar en parábolas, en las parábolas que explican a los hombres su mensaje sobre el Reino de Dios. Jesús identifica su misión con la que se confió a Isaías tras el encuentro con el Dios vivo en el templo: se dijo al profeta que, en un primer momento, su misión sólo contribuiría a una mayor obstinación y que únicamente a través de ella podría llegar después la salvación. En la primera fase de su anuncio, Jesús dice a los discípulos que ésta sería precisamente la estructura de su camino (cf. Mc 4,10ss; Is 6,9s). Pero de este modo todas las parábolas —todo el mensaje sobre el Reino de Dios— se ponen bajo el signo de la cruz. Partiendo de la Ultima Cena y de la resurrección, podemos afirmar que la cruz es la extrema radicalización del amor incondicional de Dios, amor en el que, a pesar de todas las negaciones por parte de los hombres, Él se entrega, toma sobre sí el «no» de los hombres, para atraerlo de este modo a su «sí» (cf. 2 Co 1,19). Esta interpretación teológica de las parábolas según la teología de la cruz y su mensaje sobre el Reino de Dios se encuentra también en los textos paralelos de los otros dos Sinópticos (cf. Mt 13,10-17, Lc 8,9s). La orientación del mensaje de Jesús según la perspectiva de la cruz, válida ya desde el comienzo, aparece en los Evangelios sinópticos todavía de otro modo. Me limito a dos breves observaciones. En Mateo, al comienzo del camino de Jesús se encuentra el Sermón de la Montaña con la solemne apertura de las Bienaventuranzas. En su conjunto, éstas se caracterizan por la perspectiva de la cruz, que en la última bienaventuranza aparece con toda claridad: «Dichosos los perseguidos por causa de la justicia, porque de ellos es el Reino de los cielos. Dichosos vosotros cuando os insulten, y os persigan, y os calumnien de cualquier modo por mi causa. Estad alegres y contentos, porque vuestra recompensa será grande en el cielo, que de la misma manera persiguieron a los profetas anteriores a vosotros» (Mt 5,10ss). En segundo lugar hemos de recordar también que Lucas pone al comienzo de su descripción del camino de Jesús el rechazo que sufrió en Nazaret (cf. 4,16-29). Jesús anuncia que la promesa de Isaías de un año de gracia del Señor se ha cumplido: «Me ha enviado para dar la Buena Noticia alos pobres, para anunciar a los cautivos la libertad, y a los ciegos la vista. Para dar libertad a los oprimidos...» (4,18). Pero a causa de su pretensión, sus conciudadanos se


pusieron furiosos enseguida y loexpulsaron fuera de la ciudad: «Lo empujaron fuera del pueblo hasta un barranco del monte en donde se alzaba su pueblo, con intención de despeñarlo» (4,29). Precisamente con el mensaje de gracia que Jesús trae se inaugura la perspectiva de la cruz. Lucas, que ha redactado con gran cuidado su Evangelio, ha puesto muy conscientemente esta escena como una especie de título para toda la obra de Jesús. No hay contradicción entre el jubiloso mensaje deJesús y su aceptación de la cruz como muerte por muchos; al contrario: sólo en la aceptación y la transformación de la muerte alcanza el mensaje de la gracia toda su profundidad. Por otra parte, la idea de que la Eucaristía se habría formado en la «comunidad» es completamente absurda también desde el punto de vista histórico. ¿Quién podría haberse permitido pensar una cosa así, crear una realidad semejante? ¿Cómo podría haber ocurrido que los primeros cristianos —claramente ya en los años 30— aceptaran una invención como ésa sin oponer ningún tipo de objeción? A este respecto Pesch dice con razón que «hasta ahora no se ha podido presentar ninguna explicación crítica convincente de la tradición de la Cena» (Abendmahl, p. 21). No existe. Todo esto sólo podía nacer de la peculiaridad de la conciencia personal de Jesús. Únicamente Él era capaz de entrelazar tan soberanamente en la unidad los hilos de la Ley y los Profetas, en total fidelidad a la Escritura y en la novedad total de su ser de Hijo. Sólo porque Él mismo lo había dicho y lo había hecho, la Iglesia en sus diferentes corrientes y desde elprincipio podía «partir el pan», como Jesús había hecho la noche en que fue traicionado. 3. LA TEOLOGÍA DE LAS PALABRAS DE LA INSTITUCIÓN Después de todas estas reflexiones sobre el marcohistórico y la fiabilidad histórica de las palabras de la institución pronunciadas por Jesús, ha llegado el momento de prestar atención al contenido de su mensaje. Hay que recordar ante todo, una vez más, que en los cuatro relatos sobre la Eucaristía encontramos dos tipos de tradición con características peculiares que aquí no debemos examinar en sus pormenores, aunque sí mencionar brevemente las diferencias más importantes. Mientras en Marcos (14,22) y Mateo (26,26) las palabras sobre el pan son sólo: «Tomad, esto es mi cuerpo», en Pablo se lee: «Esto es mi cuerpo, que se entrega por vosotros» (1 Co 11,24), y Lucas completa con pleno sentido: «Esto es mi cuerpo, que será entregado por vosotros» (22,19). En Lucas y Pablo sigue inmediatamente el mandato de repetir lo que hizo Jesús: «Haced esto en conmemoración mía», que falta en Mateo y Marcos. Las palabras sobre el cáliz en Marcos rezan: «Éstaes mi sangre, sangre de la alianza, derramada por muchos» (14,24); Mateo añade aún: «... por muchos para el perdón de los pecados» (26,28). Según Pablo, sin embargo, Jesús dijo: «Este cáliz es la nueva alianza sellada con mi sangre; haced esto cada vez que lo bebáis, en memoria mía» (1 Co 11,25). Lucas lo formula de modo similar, pero con pequeñas diferencias: «Este cáliz es la nueva alianza sellada con mi sangre, que se derrama por vosotros» (22,20). Aquí falta la segunda orden de repetir la acción. Pero hay dos claras diferencias importantes entre Pablo y Lucas, por un lado, y Marcos y Mateo por otro. En Marcos y Mateo, «sangre» es el sujeto: Ésta «es mi sangre». Pablo y Lucas, sinembargo, dicen: «Ésta es la nueva alianza sellada con mi sangre». Muchos ven aquí un respeto por la aversión de los judíos a ingerir sangre: como contenido directo de lo que se da a beber no se indica «la sangre», sino «la nueva alianza». Con esto hemos llegado ya a la segunda diferencia: mientras Marcos y Mateo hablan simplemente de la «sangre de la alianza», aludiendo así a Éxodo 24,8, que es la estipulación de la Alianza en el Sinaí, Pablo y Lucas hablan de la Nueva Alianza, remitiéndose con ello a Jeremías 31,31. Aparece, pues, en cada caso un trasfondo veterotestamentario diferente. Además, Marcos y Mateo hablan de la sangre derramada «por muchos», aludiendo con ello a Isaías 53,12, mientras que Pablo y Lucas dicen «por vosotros», haciendo pensar así inmediatamente en la comunidad de los discípulos. Es comprensible por tanto que haya en la exégesis un amplio debate sobre cuáles sean las palabras originarias de Jesús. Rudolf Pesch ha mostrado que, en un primer momento, surgen aquí cuarenta y seis posibilidades que, intercambiandocada una de las respectivas


introducciones, pueden ser el doble (cf. Das Evangelium in Jerusalem, p. 134s). Estos esfuerzos tienen su importancia, pero no entran en el cometido de este libro. Nosotros partimos del presupuesto de que la transmisión de las palabras de Jesús no existe sin su recepción por parte de la Iglesia naciente, que se sabía rigurosamente comprometida en la fidelidad en lo esencial, pero que también era consciente de que el ámbito de resonancia de las palabras de Jesús, con sus correspondientes alusiones sutiles a textos de la Escritura, permitía algún retoque en los matices. Así se podía percibir en las palabras de Jesús tanto el eco de Éxodo 24 como de Jeremías 31, y acentuar más un contenido u otro, sin por ello faltar a la fidelidad a aquellas palabras que, casi de manera imperceptible, pero inequívoca, acogían en sí la Ley y los Profetas. Pero con esto hemos pasado ya a la interpretación de las palabras del Señor. La narración de la institución comienza en los cuatro textos con dos afirmaciones sobre el obrar de Jesús que han adquirido un significado esencial para la recepción en la Iglesia de todo el conjunto. Se nos dice que Jesús tomó pan, pronunció la bendición y la acción de gracias, y lo partió. Al comienzo se pone la eucharistia (Pablo y Lucas) o bien la eulogia (Marcos y Mateo): ambos términos indican la berakha,la gran oración de acción de gracias y bendición de la tradición judía, que forma parte tanto del rito pascual como de otros convites. No se come sin dar las gracias a Dios por el don que Él ofrece: por el pan que nace y crece en la tierra, y también por el fruto de la vid. Las dos palabras distintas que usan Marcos y Mateo, por una parte, y Pablo y Lucas, por otra, indican las dos direcciones intrínsecas de esta oración: es acción de gracias y de alabanza por el don de Dios. Pero esta alabanza se torna en bendición sobre el don, como se lee en 1 Tm 4,4s: «Todo lo que Dios ha creado es bueno y no se ha de rechazar ningún alimento que se coma con acción de gracias (eucharistia); pues está santificado por la Palabra de Dios y por la oración». En la Última Cena (como en la multiplicación de los panes, Jn 6,11), Jesús ha acogido esta tradición. Las palabras de la institución están en este contexto de oración; en ellas, el agradecimiento se convierte en bendición y transformación. Desde los primeros momentos, la Iglesia ha comprendido las palabras de la consagración no simplemente como una especie de mandato casi mágico, sino como parte de la oración hecha junto con Jesús; como parte central de la alabanza impregnada de gratitud, mediante la cual el don terrenal se nos da nuevamente por Dios como cuerpo y sangre de Jesús, como autodonación de Dios en el amor acogedor del Hijo. Louis Bouyer ha tratado de trazar el desarrollo de la eucharistia cristiana —el «canon»— a partir de la berakha judía. Se puede comprender así que «Eucaristía» se haya convertido en la denominación del conjunto del nuevo acontecimiento cultual dispensado por Jesús. Sobre este tema hemos de volver todavía en la cuarta sección de este capítulo. Lo segundo que se nos dice es que Jesús «partió el pan». Partir el pan para todos es principalmente la función del padre de familia, que en cierto modo representa con ello también a Dios Padre que, a través de la fertilidad de la tierra, distribuye a todos nosotros lo necesario para vivir. Es también el gesto de hospitalidad con la que se hace partícipe de lo propio al extraño, acogiéndolo en la comunión de mesa. Partir y compartir: precisamente el compartir crea comunión. Este gesto humano primordial de dar, de compartir y unir, adquiere en la Última Cena de Jesús una profundidad del todo nueva: Él se entrega a sí mismo. La bondad de Dios, que se manifiesta en el repartir, se convierte de manera totalmente radical en el momento en que el Hijo se comunica y se reparte a sí mismo en el pan. El gesto de Jesús se ha transformado así en el símbolo de todo el misterio de la Eucaristía: en los Hechos de los Apóstoles, y en el cristianismo primitivo en general, «partir el pan» designa la Eucaristía. En ella nos beneficiamos de la hospitalidad de Dios, que se nos da en Jesucristo crucificado y resucitado. La fracción del pan y el repartir —el acto de atención amorosa por aquel que necesita de mí— es por tanto una dimensión intrínseca de la Eucaristía misma. «Caritas», la preocupación por el otro, no es un segundo sector del cristianismo junto al culto, sino que está enraizada precisamente en el culto y forma parte de él. En la Eucaristía, en la


«fracción del pan», la dimensión horizontal y la vertical están inseparablemente unidas. En ambas afirmaciones sobre el dar gracias y el compartir, que se encuentran al comienzo de la narración de la institución, queda clara la naturaleza del nuevo culto fundado por Cristo en la Última Cena, en la cruz y en la resurrección: con ello, el antiguo culto del templo queda abolido y, al mismo tiempo, es llevado a su cumplimiento. Volvamos a las palabras pronunciadas sobre el pan. Según Marcos y Mateo rezan escuetamente: «Esto es mi cuerpo». Pablo y Lucas añaden: «Que será entregado por vosotros». De este modo ponen de manifiesto lo que, de por sí, está incluido en el acto de repartir. Cuando Jesús habla de su cuerpo, no se refiere obviamente al cuerpo como distinto del alma y del espíritu, sino a la persona en su totalidad, en carne y hueso. En este sentido, Rudolf Pesch comenta acertadamente: Jesús «en su interpretación del pan presupone el significado particular de su persona. Los discípulos podían entender: Esto soy yo, el Mesías» (Markusevangelium, II, p. 357). Pero ¿cómo puede suceder esto? Jesús se encuentra ciertamente en medio de sus discípulos. ¿Qué está haciendo? Cumple lo que había dicho en el discurso del Buen Pastor: «Nadie me quita la vida, sino que yo la entrego libremente» (cf. Jn 10,18). Se le quitará la vida en la cruz, pero ya ahora la ofrece por sí mismo. Transforma su muerte violenta en un acto libre de entrega por otros y a los otros. Y Él lo sabe: «Tengo poder para entregar mi vida y tengo poder para recuperarla» (cf. ibíd.). Él da la vida sabiendo que precisamente así la recupera. En el acto de dar la vida está incluida laresurrección. Por eso puede repartirse ya anticipadamente, porque ya ahora ofrece la vida, se ofrece a sí mismo y, con ello, la obtiene de nuevo ya ahora. Por ello puede instituir ahora el Sacramento, en el que se hace grano que muere y en el que, a través de los tiempos, se da a sí mismo a los hombres en la verdadera multiplicación de los panes. La frase que se refiere al cáliz, a la que ahora dedicamos nuestra atención, es de una densidad teológica extraordinaria. Como ya se ha indicado antes, en las pocas palabras de esa frase se entrecruzan a la vez tres textos del Antiguo Testamento, de manera que toda la historia de la salvación queda reasumida y se hace presente de nuevo. Encontramos en primer lugar Éxodo 24,8, la estipulación de la Alianza del Sinaí;después Jeremías 31,31,la promesa de la Nueva Alianza en medio de la crisis en la historia de la Alianza, una crisis cuyas manifestaciones más relevantes fueron la destrucción del templo y el exilio en Babilonia; y finalmente Isaías 53,12, la promesa misteriosa del siervo de Dios que carga con el pecado de muchos, y así obtiene la salvación para ellos. Tratemos ahora de entender estos tres textos, cadauno en su significado propio y en su nuevo contexto. La Alianza del Sinaí, según la descripción de Éxodo 24, se fundaba en dos elementos. Por un lado, en la «sangre de la alianza», la sangre de animales sacrificados, con la cual se rociaba el altar —como símbolo de Dios— y el pueblo; y, en segundo lugar, en la palabra de Dios y la promesa de obediencia de Israel: «Ésta es la sangre de la alianza que hace el Señor con vosotros, sobre todos estos mandatos», había dicho solemnemente Moisés después del rito de la aspersión. Inmediatamente antes el pueblo había respondido a la lectura del libro de la alianza: «Haremos todo lo que manda el Señor y le obedeceremos» (Ex 24,7). Esta promesa de obediencia, que era constitutiva de la alianza, se rompía inmediatamente después con la adoración del becerro de oro mientras Moisés estaba en la montaña. Toda la historia que sigue es una historia de reiteradas violaciones de la promesa de obediencia, como muestran tanto los libros históricos del Antiguo Testamento como los libros de los profetas. La ruptura parece irremediable en el momento en que Dios abandona a su pueblo al exilio y el templo a la destrucción. En aquellos momentos surge la esperanza de la «nueva alianza», no basada ya en la fidelidad siempre frágil de la voluntad humana, sino grabada indestructiblemente en el corazón mismo (cf. Jr 31,33). En otras palabras, el nuevo pacto debe basarse en una obediencia que sea irrevocable e inviolable. Esta obediencia, fundada ahora en la raíz de la humanidad, es la


obediencia del Hijo que se ha hecho siervo y asume en su obediencia hasta la muerte toda desobediencia humana, la sufre hasta el fondo y la vence. Dios no puede simplemente ignorar toda la desobediencia de los hombres, todo el mal de la historia, no puede tratarlo como algo irrelevante e insignificante. Esta especie de «misericordia» y «perdón incondicional» sería esa «gracia a bajo precio» contra la que protestó con razón Dietrich Bonhoeffer ante el abismo del mal de su tiempo. La injusticia, el mal como realidad concreta, no sepuede ignorar sin más, dejarlo estar. Se debe acabar con él, vencerlo. Sólo esto es verdadera misericordia. Y que ahora lo haga Dios, puesto que los hombres no son capaces de hacerlo, muestra la bondad«incondicional» divina, una bondad que no puede estar en contradicción con la verdad y la correspondiente justicia. «Si somos infieles, él permanece fiel, porque no puede negarse a sí mismo», escribe Pablo a Timoteo (2 Tm 2,13). Esta fidelidad suya consiste en que Él no sólo actúa como Dios respecto a los hombres, sino también como hombre respecto a Dios, fundando así la alianza de modo irrevocablemente estable. Por eso, la figura del siervo de Dios que carga con el pecado de muchos (cf. Is 53,12), va unida a la promesa de la nueva alianza fundada de manera indestructible. Este injerto ya inconmovible de la alianza en el corazón del hombre, de la humanidad misma, tiene lugar en el sufrimiento vicario del Hijo que se hahecho siervo. Desde entonces, a toda la marea sucia del mal se contrapone la obediencia del Hijo, en el cual Dios mismo ha sufrido y cuya obediencia es, por tanto, siempre infinitamente mayor que la masa creciente del mal (cf. Rm 5,16-20). La sangre de los animales no podía ni «expiar» el pecado ni unir a los hombres con Dios. Sólo podía ser un signo de la esperanza y de la perspectiva de una obediencia más grande y verdaderamente salvadora. En las palabras de Jesús sobre el cáliz, todo esto se ha reasumido y convertido en realidad: Él da la «nueva alianza sellada con su sangre». «Su sangre», es decir, el don total de sí mismo en que El sufre todos los males de la humanidad hasta el fondo, elimina toda traición asumiéndola en su fidelidad incondicional. Éste es el culto nuevo, que Él instituyó en la Última Cena: atraer a la humanidad a su obediencia vicaria. Participar en el cuerpo y la sangre de Cristo significa que Él responde «por muchos» —por nosotros— y, en el Sacramento, nos acoge entre estos «muchos». Queda por explicar ahora una expresión en las palabras de la institución que ha suscitado recientemente muchas discusiones. Según Marcos y Mateo, Jesús dice que su sangre fue derramada «por muchos», aludiendo con ello precisamente a Isaías53, mientras en Pablo y Lucas se habla de darla o derramarla «por vosotros». La teología reciente ha destacado con razón la palabra «por», común a los cuatro relatos; una palabra que puede ser considerada palabra clave no sólo de la narración de la Última Cena, sino de la figura misma de Jesús. Su significado general se define como «pro-existencia»: no un ser para sí mismo, sino para los demás; y esto no sólo como una dimensión cualquiera de esta existencia, sino como aquello que constituye su aspecto más íntimo e integral. Su ser es, en cuanto ser, un «ser para». Si alcanzamos a entender esto,entonces estaremos muy cercanos al misterio de Jesús y sabremos también lo que significa seguir a Jesús. Pero ¿qué significa «derramada por muchos»? En su obra fundamental, Die Abendmahlsworte Jesu (1935), Joachim Jeremías ha tratado de mostrar que, en los relatos sobre la institución, la palabra «muchos» sería un semitismo y que, por tanto, no ha de leerse partiendo del significado de la palabra griega, sino según los textos correspondientes del Antiguo Testamento. Trata de probar que la palabra «muchos» significa en el Antiguo Testamento «la totalidad» y, por tanto, se debería traducir por «todos». Esta tesis se impuso rápidamente por entonces y se ha convertido en una convicción teológica común. Basándose en ella, en las palabras de la consagración, el «muchos» se ha traducido en distintas lenguas por «todos».«Derramada por vosotros y por todos». Así oyen hoy los fieles en muchos países las palabras de Jesús durante la celebración eucarística. Con el tiempo, sin embargo, el consenso entre los exegetas se ha roto de nuevo. La opinión predominante tiende hoy a explicar el «muchos» de Isaías 53, y también de otros lugares, en el


sentido de que, si bien significa una totalidad, no puede simplemente equipararse al «todos». Ahora, teniendo en cuenta también el lenguaje de Qumrán, se supone predominantemente que «muchos», en Isaías y en Jesús, se refiere a la «totalidad de Israel» (cf. Pesch, Abendmahl, p. 99s; Wilckens, I, 2, p. 84). Sólo con la llegada del Evangelio a los paganos se habría puesto de manifiesto el horizonte universal de la muerte de Jesús y su expiación, que abarca tanto a los judíos como a los paganos. Últimamente, el jesuita vienés Norbert Baumert, junto con María Irma Seewann, ha presentado una interpretación del «por muchos» que en líneas generales había desarrollado ya Joseph Pascher en sulibro Eucharistia de 1947.El núcleo de la tesis es el siguiente: según la estructura lingüística del texto, el «ser derramado» no se refiere a la sangre, sino al cáliz; «se trataría, pues, de un "derramar" efectivamente la sangre del cáliz, un gesto en el que la vida divina misma se da en abundancia, sin hacer referencia alguna a la acción de los verdugos» (Gregorianum 89, p. 507). Así, las palabras sobre el cáliz no aludirían al acontecimiento de la muerte en la cruz y sus consecuencias, sino a la acción sacramental. De este modo se clarificaría también la palabra «muchos»: mientras que la muerte de Jesús vale «para todos», el alcance del Sacramento es más limitado. Llega a muchos pero no a todos (cf. especialmente p. 511). Desde el punto de vista estrictamente filológico, esta solución puede ser verdadera en el texto de Marcos 14,24. Si no se atribuye originalidad alguna al texto de Mateo respecto a Marcos, la solución sobre las palabras de la Ultima Cena podría considerarse convincente. El énfasis en la distinción entre el ámbito de la Eucaristía y el alcance universal de la muerte de Jesús en la cruz es válido en cualquier caso, y permite proseguir la investigación. Pero con ello el problema de la palabra «muchos» queda explicado sólo en parte. En efecto, falta la interpretación fundamental que da Jesús de su misión en Marcos 10,45, donde también aparece la palabra «muchos». «El Hijo del Hombre no ha venido para que le sirvan, sino paraservir y dar su vida en rescate por muchos». Aquí se habla claramente de la entrega de la vida en cuanto tal, y queda claro con ello que Jesús retoma la profecía sobre el siervo de Dios de Isaías 53, y la pone en relación con la misión del Hijo del hombre que, consiguientemente, adquiere así un nuevo significado. Así pues, ¿qué podemos decir? Me parece presuntuoso, y al mismo tiempo insensato, querer indagar en la conciencia de Jesús e intentar explicarla basándonos en lo que él pudo o no pudo haber pensado, según nuestro conocimiento de aquellos tiempos y de sus concepciones teológicas. Sólo podemos decir que Él sabía que en su persona se cumplía la misión del siervo de Dios y la del Hijo del hombre, por lo que la conexión entre los dos motivos comporta al mismo tiempo la superación de la limitación de la misión del siervo de Dios, una universalización que indica una nueva amplitud y profundidad. Podemos observar también cómo crece lenta y simultáneamente la comprensión de la misión de Jesús en el camino de la Iglesia naciente, y cómo el «recordar» de los discípulos bajo la guía del Espíritu de Dios (cf. Jn 14,26) comienza poco a poco a percibir todo el misterio escondido tras las palabras de Jesús. 1 Tm 2,6 habla de Jesús como el único mediador entre Dios y los hombres, «que se entregó en rescate por todos». El significado salvífico universal de la muerte de Jesús se manifiesta aquí con claridad cristalina. Podemos encontrar además respuestas históricamente diferenciadas, pero totalmente concordes en lo esencial, a la cuestión sobre el alcance de la obra salvífica de Jesús — respuestas indirectas al problema «muchos-todos»—, tanto en Pablo como en Juan. Pablo escribe a los Romanos que los paganos deben alcanzar la salvación «en su totalidad» (pléró ma), y que, entonces, todo Israel se salvará (cf. 11,25s). Juan dice que Jesús murió «por el pueblo» (judío), pero «no solamente por el pueblo, sino también para reunir a los hijos de Dios dispersos» (11,50ss). La muerte de Jesús vale para judíos y paganos, para la humanidad en su conjunto.


Si en Isaías «muchos» podía significar esencialmente la totalidad de Israel, en la respuesta creyente que da la Iglesia al nuevo uso de la palabra por parte de Jesús queda cada vez más claro que El, de hecho, murió por todos. El teólogo protestante Ferdinand Kattenbusch trató de demostrar en 1921 que las palabras de Jesús en la Última Cena serían el acto fundacional propiamente dicho de la Iglesia. Jesús habría dado con ello a sus discípulos la novedad que los unía y hacía de ellos una comunidad. Kattenbusch tenía razón: con la Eucaristía quedó instituida la Iglesia misma. Se convierte en una unidad, llega a serella misma a partir del cuerpo de Cristo y, desde su muerte, queda abierta a la vez a la inmensidad del mundo y de la historia. La Eucaristía es el acontecimiento visible de reunión que —en un lugar y más allá de todos los lugares— es un entrar en comunión con el Dios vivo, que acerca desde dentro a los hombres unos a otros. La Iglesia nace de la Eucaristía. De ella recibe su unidad y su misión. La Iglesia proviene de la Última Cena, pero precisamente por eso se deriva de la muerte y resurrección de Cristo, anticipadas por Él en el don de su cuerpo y su sangre. 4. DE LA CENA A LA EUCARISTÍA DEL DOMINGO POR LA MAÑANA En Pablo y Lucas, a las palabras «Esto es mi cuerpo, que será entregado por vosotros» sigue el mandato de repetir el gesto: «Haced esto en conmemoración mía». Pablo lo dice también y de manera todavía más amplia después de las palabras sobre el cáliz. Marcos y Mateo no transmiten este mandato. Pero, puesto que la forma concreta de sus relatos lleva el sello de la práctica litúrgica, es evidente que también ellos han interpretado estas palabras como una institución: lo que había acontecido allí por vez primera debía continuar en lacomunidad de los discípulos. Pero surge todavía una pregunta: ¿Qué es exactamente lo que el Señor ha mandado repetir? Ciertamente no la cena pascual (en el caso de que la Última Cena de Jesús fuera una cena pascual). La Pascua era una fiesta anual, cuya celebración recurrente en Israel estaba claramente regulada por la tradición sagrada y vinculada a una determinada fecha. Y, aunque en aquella noche no se hubiera tratado de una verdadera cena pascual según la ley judía, sino de una última comida en la tierra antes de su muerte, éste no es el propósito del mandato de repetir. Así pues, el mandato se refiere sólo a aquello que constituía una novedad en los gestos de Jesús de aquella noche: la fracción del pan, la oración de bendición y de acción de gracias y, con ella, las palabras de la transubstanciación del pan y del vino. Podríamos decir: mediante aquellas palabras, nuestro momento actual es introducido en el momento de Jesús. Se verifica lo que Jesús anunció en Juan12,32: desde la cruz, Él atrae a todos hacia sí, dentro de sí. Con las palabras y gestos de Jesús se había dado ciertamente el elemento esencial del nuevo «culto», pero aún no se había establecido una forma litúrgica definitiva. Ésta debía desarrollarse todavía en la vida de la Iglesia. Según el modelo de la Última Cena, era obvio que antes se cenaba juntos, y que luego se añadía la Eucaristía. Rudolf Pesch ha demostrado que, dada la estructura social de la Iglesia naciente y los hábitos de vida, esta comida consistía probablemente sólo en pan, sin otros alimentos. En la Primera Carta a los Corintios (11,20ss.34) vemos cómo las cosas podían hacerse de modo diferente en una sociedad distinta: los acomodados llevaban consigo su comida y se servían con abundancia, mientras que para los pobres que estaban allí sólo había pan. Experiencias de este tipo llevaron muy pronto a la separación entre la Cena del Señor y la comida normal, y aceleraron al mismo tiempo la formación de una estructura litúrgica específica. En ningún caso hemos de pensar que la «Cena del Señor» consistiera sólo en recitar las palabras de la consagración. A partir de Jesús mismo, éstas aparecen como una parte de su berakha, de su oración de acción de gracias y de bendición. ¿Por qué dio gracias Jesús? Por haber sido «escuchado» (cf. Hb 5,7). Dio gracias anticipadamente porque el Padre no le abandonaría a la muerte (cf. Sal 16,10). Dio gracias por


el don de la resurrección y, fundándose en ella, podía ya en aquel momento dar su cuerpo y su sangre en el pan y en el vino, como prenda de la resurrección y la vida eterna (cf. Jn 6,53-58). Podemos pensar en el esquema de los Salmos que expresan promesas y votos, en los que el oprimido anuncia que, una vez salvado, dará gracias a Dios y proclamará su acción salvífica ante la gran asamblea. El Salmo 22, aplicable a la Pasión, que comienza con las palabras «Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado?», termina con una promesa que anticipa el cumplimiento: «Él es mi alabanza en la gran asamblea, cumpliré mis votos delante de sus fieles. Los desvalidos comerán hasta saciarse, alabarán al Señor los que lo buscan» (vv. 26s). En efecto —y esto se cumple ahora: «Los desvalidos comerán»—, ellos reciben más que el alimento terreno; reciben el verdadero maná, la comunión con Dios en Cristo resucitado. Naturalmente, estas interconexiones se fueron haciendo claras a los discípulos sólo paulatinamente. Pero, partiendo de las palabras de acción de gracias de Jesús, que dan a la berakha judía un nuevo centro, la oración de acción de gracias, la eucharistia, se manifiesta cada vez más como el verdadero modelo de referencia, como la forma litúrgica en la que las palabras de la institución poseen su propio sentido y se presenta el culto nuevo en sustitución de los sacrificios del templo: la glorificación de Dios en la palabra, pero en una palabra que se ha hecho carne en Jesús y que ahora, a partir de este cuerpo de Jesús que ha atravesado la muerte, abarca al hombre por entero, a toda la humanidad, y se convierte en el comienzo de una nueva creación. Josef Andreas Jungmann, el gran estudioso de la historia de la celebración eucarística y uno de los arquitectos de la reforma litúrgica, resume todo esto cuando dice: «La forma fundamental es la oración de acción de gracias sobre el pan y sobre el vino. La liturgia de la Misa se ha originado a partir de la oración de acción de gracias después del banquete de la última noche, no del convite mismo. Este último fue considerado tan poco esencial y tan fácilmente separable que fue omitido ya en la Iglesia primitiva. La liturgia, y todas las liturgias, por el contrario, han desarrollado la oración de acción de gracias sobre el pan y sobre el vino... Lo que la Iglesia celebra en la Misa no es la Última Cena, sino lo que el Señor ha instituido durante la Última Cena, confiándolo a la Iglesia: el memorial de su muerte sacrificial» (Messe im Gottesvolk, p. 24). Esto concuerda con la constatación histórica, según la cual «en toda la tradición del cristianismo, tras la separación de la Eucaristía de un verdadero convite (donde aparece el "partir el pan" y "la Cena del Señor") hasta la Reforma del siglo XVI, nunca se utiliza ningún término que signifique «convite para indicar la celebración de la Eucaristía» (p. 23, nota 73). Pero hay todavía otro elemento determinante en la formación de la liturgia cristiana. Basándose en su certeza de haber sido escuchado, el Señor dio a sus discípulos ya en la Última Cena su cuerpo y su sangre como don de la resurrección: cruz y resurrección forman parte de la Eucaristía, y sin ellas no es ella misma. Pero como el don de Jesús es esencialmente un don radicado en la resurrección, la celebración del sacramento debía estar vinculada necesariamente con la memoria de la resurrección. El primer encuentro con el Resucitado se produjo la mañana del primer día de la semana —el tercer día después de la muerte de Jesús— , por tanto, la mañana del domingo. Por eso, la mañana del primer día se convirtió espontáneamente en el momento de la liturgia cristiana, en el domingo, el «día del Señor». Esta fijación cronológica de la liturgia cristiana, que define su naturaleza íntima y al mismo tiempo su forma, tuvo lugar muy pronto. En efecto, el relato de un testigo ocular recogido en Hechos 20,6-11 habla del viaje de san Pablo y sus compañeros hacia Tróada y dice: «El primer día de la semana,estando nosotros reunidos para la fracción del pan...» (20,7). Esto significa que, ya durante la época de los Apóstoles, el «partir el pan» estaba fijado en la mañana del día de la resurrección: la Eucaristía se celebraba como un encuentro con el Resucitado. En este contexto se inserta también la disposición de Pablo de que el «primer día de la semana» se haga la colecta para Jerusalén (cf. 1 Co 16,2). Es cierto que allí no habla de la celebración eucarística, pero, obviamente, el domingo es el día de la comunidad de Corinto y, por tanto, también claramente el día de su culto. En Apocalipsis 1,10, en fin, encontramos por


primera vez la expresión «día delSeñor» para denominar el domingo. La nueva articulación cristiana de la semana queda claramente perfilada. El día de la resurrección es el día del Señor y, por ello, también el día de sus discípulos, de la Iglesia. Al final del siglo I, la tradición está ya netamente establecida, cuando, por ejemplo, la Didaché (ca. 100) dice con toda naturalidad: «En cuanto al domingo del Señor, una vez reunidos, partid el pan y dad gracias después de haber confesado vuestros pecados» (14,1). Para Ignacio de Antioquía († ca. 110), vivir «según el día del Señor» se ha convertido en la característica distintiva de los cristianos contra los que celebran el sábado (Ad Magn. 9,1). Era lógico que la celebración eucarística se relacionara con la Liturgia de la Palabra —lectura de la Escritura, explicación y oración—, que inicialmente tenía lugar aún en la sinagoga. Consiguientemente, la formación del culto cristiano estaba concluida en sus partes esenciales ya a comienzosdel siglo II. Este proceso de desarrollo forma parte de la institución misma. La institución presupone —como se ha dicho— la resurrección y, con ello, también la comunidad viva que, bajo la guía del Espíritu de Dios, da al don del Señor su forma enla vida de los fieles. Un arcaísmo que pretendiera volver a un momento anterior a la resurrección y a su dinámica, e imitar solamente la Última Cena, no se correspondería en absoluto con la naturaleza del don que elSeñor ha dejado a sus discípulos. El día de la resurrección es el lugar exterior e interior del culto cristiano, y la acción de gracias como anticipación creativa de la resurrección por medio de Jesús es el modo en que el Señor hace de nosotros personas que dan gracias con Él, la manera en la que Él, en el don, nos bendice y nos hace participar en la transformación, que nos llega por sus dones y que ha de extenderse por el mundo: «hasta que Él venga» (cf. 1 Co 11,26). 6. GETSEMANÍ 1. EN CAMINO HACIA EL MONTE DE LOS OLIVOS «Cantados los himnos, salieron para el Monte de los Olivos». Mateo y Marcos concluyen con estas palabras su narración de la Última Cena (Mt 26,30; Mc 14,26). La última comida de Jesús —fuera cena pascual o no— es sobre todo un acontecimiento cultual. En su centro está la oración de acción de gracias y de bendición, y desemboca al final de nuevo en la oración. Jesús sale con los suyos para orar en la noche, que recuerda aquella noche en la que mataron a los primogénitos de Egipto, e Israel fue salvado por la sangre del cordero (cf. Ex 12), la noche en la que Él debe asumir el destino del cordero. Se supone que Jesús, en el contexto de la Pascua que había celebrado a su propio modo, haya cantado quizás algunos Salmos del Hallel (113-118 y 136),en los cuales se da gracias a Dios por la liberación de Israel de Egipto, pero en los que se habla 173 también de la piedra que desecharon los constructores, convertida ahora prodigiosamente en piedra angular. En estos Salmos la historia pasada se convierte siempre en momento presente. La acción de gracias por la liberación es al mismo tiempo un grito de socorro en medio de las pruebas y las amenazas siempre nuevas; y, en las palabras sobre la piedra descartada, se hacen presentes tanto la oscuridad como la promesa de aquella noche. Jesús recita con sus discípulos los Salmos de Israel: éste es un dato fundamental para comprender, por una parte, la figura de Jesús, pero, por otra, también los Salmos mismos, que en cierto aspecto adquieren en Él un nuevo sujeto, un nuevo modo de presencia y a la vez una expansión más allá de Israel hacia la universalidad. Veremos que con esto surge también una nueva visión de la figura de David: en el Salterio canónico se considera a David como el autor principal de los Salmos. Aparece así como quien guía e inspira la oración de Israel, quien resume todos sus sufrimientos y esperanzas, los lleva consigo y los transforma en oración. Por eso, Israel puede rezar continuamente con él y expresarse en los Salmos, de los que siempre recibe también nuevas esperanzas en cualquier oscuridad. En la Iglesia naciente, Jesús fue considerado muy pronto como el nuevo, el


auténtico David, y por eso, sin rupturas pero de modo nuevo, los Salmos podían ser recitados como una oración en comunión con Jesucristo. Agustín ha explicado perfectamente este modo 174 cristiano de orar con los Salmos —un modo desarrollado muy tempranamente— diciendo que, en los Salmos, es siempre Cristo quien habla, a veces como Cabeza, a veces como Cuerpo (cf. p. ej. En. in Ps., 60,1s; 61,4; 85,1.5). Pero por El, Jesucristo, nosotros somos ahora un único sujeto y podemos por tanto, junto con Él, hablar realmente con Dios. Este proceso de asumir y trasponer que comienza cuando Jesús recita los Salmos caracteriza la unidad de ambos Testamentos, tal como Él nos la enseña. Jesús oró en perfecta comunión con Israel y, sin embargo, Él mismo es Israel de un modo nuevo: la antigua Pascua aparece ahora como el anticipo de un gran boceto. La nueva Pascua, sin embargo, es Jesús mismo, y la verdadera «liberación» se realiza ahora mediante su amor que abarca a toda la humanidad. Esta compenetración entre fidelidad y novedad, que hemos podido ver en la figura de Jesús a lo largo de todos los capítulos de este libro, se manifiesta también en otro detalle del relato del Monte de los Olivos. En otras noches Jesús se había retirado a Betania. En ésta, que celebra como su noche de Pascua, sigue la prescripción de no salir del territorio de la ciudad de Jerusalén, cuyos confines habían sido ampliados para aquella ocasión con el fin de dar la posibilidad a todos los peregrinos de ser fieles a esta ley. Jesús observa la norma, y precisamente por eso va conscientemente al encuentro del traidor y de la hora de la Pasión. Si en este momento miramos retrospectivamente el camino de Jesús en su conjunto, podemos comprobar también aquí el mismo trenzado entre fidelidad y novedad total: Jesús es «observante». Celebra con los demás las fiestas judías. Ora en el templo. Se atiene a Moisés y los Profetas. Pero, al mismo tiempo, todo se hace nuevo: desde su explicación del sábado (cf. Mc 2,27; a este respecto, cf. también la primera parte, pp. 136-144), pasando por las prescripciones sobre pureza ritual (cf. Mc 7) y la nueva interpretación del Decálogo en el Sermón de la Montaña (cf. Mt 5,17-48), hasta la purificación del templo (cf. Mt 21,12s par.), que anticipa el fin del templo de piedra y anuncia el nuevo templo, la nueva adoración «en espíritu y en verdad» (jn 4,24). Hemos visto cómo todo esto está en profunda continuidad con la voluntad originaria de Dios, a la vez que supone un cambio decisivo en la historia de las religiones, que se hace realidad en la cruz. Precisamente esta intervención —la purificación del templo— ha contribuido decisivamente a su condena a muerte en la cruz, y justamente así se ha cumplido su profecía, ha comenzado el culto nuevo. «Fueron a una finca, que llaman Getsemaní, y dijo a sus discípulos: "Sentaos aquí mientras voy a orar"» (Mc 14,32). A este respecto, Gerhard Kroll observa: «En los tiempos de Jesús, en este terreno en la ladera del Monte de los Olivos había una finca con una almazara en la que se prensaban las aceitunas... ésta daba a la finca el nombre de Getsemaní... Muy cerca de allí había una gran cueva natural, que podía ofrecer a Jesús y sus discípulos un alojamiento seguro, aunque no precisamente cómodo para la noche» (p. 404). Ya a finales del siglo IV, la peregrina Eteria encontró aquí una «iglesia magnífica», que en los tiempos turbulentos que sobrevinieron después quedó en estado ruinoso, pero que fue redescubierta en el siglo XX por losfranciscanos. «La iglesia actual de la agonía de Jesús, completada en 1924,abarca de nuevo, además del espacio de la "ecclesia elegans" [la iglesia de la peregrina Eteria], la roca sobre la que, según la tradición... oró Jesús» (Kroll, p. 410). Éste es uno de los lugares más venerados del cristianismo. Ciertamente, los árboles no se remontan a la época de Jesús; durante el asedio de Jerusalén, Tito hizo talar todos los árboles en los vastos alrededores de la ciudad. El Monte de los Olivos, sin embargo, es el mismo de entonces. Quien se detiene en él, se encuentra aquí ante un dramático punto culminante del misterio de nuestro Redentor: Jesús ha experimentado aquí la última soledad, toda la tribulación del ser hombre. Aquí, el abismo del pecado y del mal le ha llegado hasta el fondo del alma. Aquí se estremeció ante la muerte inminente. Aquí le besó el traidor. Aquí todos los discípulos lo abandonaron. Aquí Él ha luchado también por mí.


San Juan recoge todas estas experiencias y da una interpretación teológica del lugar, diciendo: Fueron «al otro lado del torrente Cedrón, donde había un huerto» (18,1). La misma palabra clave retorna de nuevo al final del relato de la Pasión: «Había un huerto en el sitio donde lo crucificaron, y en el huerto un sepulcro nuevo donde nadie había sido enterrado todavía» (19,41). Es evidenteque con la palabra «huerto» Juan alude a la narración del Paraíso y del pecado original. Nos quiere decir que aquí se retoma aquella historia. En aquel huerto, en el «jardín» del Edén, se produce una traición, pero el huerto es también el lugar de la resurrección. En efecto, en el huerto Jesús ha aceptado hasta el fondo la voluntad del Padre, la ha hecho suya, y así ha dado un vuelco a la historia. Después de la oración habitual de los Salmos, todavía en camino hacia el lugar del reposo, Jesús hace tres profecías. Se aplica a sí mismo la profecía de Zacarías, cuando dijo que se heriría al «pastor» —que sería asesinado— y que, consiguientemente, se dispersarían las ovejas (cf. Za 13,7; Mt 26,31). Zacarías había aludido en una misteriosa visión a un Mesías que sufre la muerte y, por tanto, a una nueva dispersión de Israel. Sólo esperaba la salvación de Dios a través de estas tribulaciones extremas. Jesús da una forma concreta a esta visión, en sí misma sombría y dirigida hacia un futuro desconocido: sí, se hiere al pastor. Jesús mismo es el Pastor de Israel, Pastor de la humanidad. Y toma sobre sí lainjusticia, la carga destructiva de la culpa. Se deja golpear. Se pone de parte de los vencidos de la historia. Ahora, en esta hora, eso significa también que la comunidad de los discípulos se dispersa, que esta nueva familia incipiente de Dios se disgrega antes incluso de haber comenzado a establecerse verdaderamente. «El pastor da la vida por las ovejas» Un 10,11). Estas palabras de Jesús, basándose en Zacarías, aparecen bajo una nueva luz: ha llegado el momento en que se cumplen. Sin embargo, a la profecía de adversidad sigue inmediatamente la promesa de salvación: «Pero cuando resucite, iré delante de vosotros a Galilea» (Mc 14,28). «Ir delante» es una expresión típica en el lenguaje de los pastores. Jesús, pasando a través de la muerte, vivirá de nuevo. Como el Resucitado, es plenamente ese Pastor que en la travesía de la muerte guía por el camino de la vida. Ambas dimensiones forman parte del Buen Pastor: dar la propia vida e ir por delante. Más aún, el dar la vida es ya un preceder. Él guía precisamente por este dar la vida. Justamente mediante este «dar», Él abre la puerta hacia la inmensidad de la realidad. A través de la dispersión se produce la reunión definitiva de las ovejas. Al comienzo de la noche en el Monte de los Olivos aparece la palabra sombría del golpear y del dispersar, pero también la promesa de que precisamente así Jesús se manifestará como el verdadero Pastor, reunirá a los dispersos y los guiará hacia Dios, introduciéndolos en la vida. La tercera profecía es una ulterior modificación de las conversaciones con Pedro en la Última Cena. Pedro no se fija en la profecía de la resurrección. Percibe sólo el anuncio de muerte y dispersión, y esto le ofrece la oportunidad de ostentar su valorinquebrantable y su fidelidad radical a Jesús. Al ser contrario a la cruz, no puede entender la palabra resurrección y quisiera —como ya en Cesarea de Felipe— el éxito sin la cruz. Él confía en sus propias fuerzas. ¿Quién puede negar que su actitud refleja la tentación constante de los cristianos, e incluso también de la Iglesia, de llegar al éxito sin la cruz? Por eso se le ha de anunciar su debilidad, su triple negación. Nadie es por sí mismo tan fuerte como para recorrer hasta el final el camino de la salvación. Todos han pecado, todos necesitan la misericordia del Señor, el amor del Crucificado (cf. Rm 3,23s). 2. LA ORACIÓN DEL SEÑOR De la oración en el Huerto de los Olivos, que viene a continuación, tenemos cinco relatos: en primer lugar los tres de los Evangelios sinópticos (cf. Mt 26,36-46; Mc 14,32-42; Lc 22,39-46); a los que se han de añadir un breve texto en el Evangelio de Juan, pero que el autor ha colocado en el conjunto de las palabras pronunciadas el «Domingo de Ramos» (cf. 12,27s); y, finalmente, un texto de la Carta a los Hebreos, basado en una tradición particular (cf. Hb


5,7ss). Tratemos ahora de acercarnos en lo posible al misterio de aquella hora de Jesús atendiendo al conjunto de los textos. Después del rezo ritual en común de los Salmos, Jesús oraba solo, como había hecho antes tantas otras noches. Pero deja cerca al grupo de los tres, conocido también en otras ocasiones, y particularmente en el relato de la Transfiguración: Pedro, Santiago y Juan. Así, aunque vencidos continuamente por el sueño, éstos se convierten en testigos de su lucha nocturna. Marcos nos dice que Jesús comenzó a «entristecerse y angustiarse». El Señor dice a sus discípulos: «Me muero de tristeza: quedaos aquí y velad conmigo» (14,33s). El llamamiento a la vigilancia había sido ya un tema central en el anuncio en Jerusalén, y ahora aparece con una urgencia muy inmediata. Pero aunque se refiere a aquella hora precisa, este llamamiento apunta anticipadamente a la historia futura del cristianismo. La somnolencia de los discípulos sigue siendo a lo largo de los siglos una ocasión favorable para el poder del mal. Esta somnolencia es un embotamiento del alma, que no se deja inquietar por el poder del mal en el mundo, por toda la injusticia y el sufrimiento que devastan la tierra. Es una insensibilidad que prefiere ignorar todo eso; se tranquiliza pensando que, en el fondo, no es tan grave, para poder permanecer así en la autocomplacencia de la propia existencia satisfecha. Peroesta falta de sensibilidad de las almas, esta falta de vigilancia, tanto por lo que se refiere a la cercanía de Dios como al poder amenazador del mal, otorga un poder en el mundo al maligno. Ante los discípulos adormecidos y no dispuestos a inquietarse, el Señor dice de sí mismo: «Me muero de tristeza». Estas son palabras del Salmo 43,5, en las que resuenan también expresiones de otros salmos. También en su pasión —tanto en el Monte de los Olivos como en la cruz— Jesús habla de sí mismo a Dios Padre usando las palabras de los Salmos. Pero estas palabras tomadas de los Salmos se han hecho del todo personales, palabras absolutamente propias de Jesús en su tribulación; en efecto, Él es en realidad el verdadero orante de estos Salmos, su auténtico sujeto. La plegaria totalmente personal y el rezar con las palabras de invocación del Israel creyente y afligido son aquí una misma cosa. Después de esta exhortación a la vigilancia Jesús se aleja un poco. Comienza propiamente la verdadera oración del Monte de los Olivos. Mateo y Marcos nos dicen que Jesús cayó rostro en tierra: la postura de oración que expresa la extrema sumisión a la voluntad de Dios, el abandono más radical a Él; una postura que la liturgia occidental incluye aún en el Viernes Santo y en la profesión monástica, así como en la Ordenación de diáconos, presbíteros y obispos. Sin embargo, Lucas dice que Jesús oró de rodillas. Introduce así, basándose en la postura de oración, esta lucha nocturna de Jesús en el contexto de la historia de la oración cristiana: mientras le lapidaban, Esteban dobla las rodillas y ora (cf. Hch 7,60); Pedro se arrodilla antes de resucitar a Tabita de la muerte (cf. Hch 9,40); se arrodilla Pablo cuando se despide de los presbíteros de Leso (cf. Hch 20,36), y también en otra ocasión, cuando los discípulos le dicen que no suba a Jerusalén (cf. Hch 21,5). Alois Stöger dice al respecto: «Todos éstos, de cara a la muerte, rezan de rodillas; el martirio sólo puede ser superado por la oración. Jesús es el modelo de los mártires» (Das Evangelium nach Lukas, p. 247). Sigue después la oración propiamente dicha, en la que aparece todo el drama de nuestra redención. Marcos dice primero de modo sucinto que Jesús oró para que, «si era posible, se alejase de él aquella hora» (14,35). Después refiere la frase esencial de la oración de Jesús de la siguiente manera: «¡Abbá! (Padre): Tú lo puedes todo, aparta de mí este cáliz. Pero no lo que yo quiero, sino lo que tú quieres» (14,36). En esta plegaria de Jesús podemos distinguir tres elementos. En primer lugar la experiencia primordial del miedo, el estremecimiento ante el poder de la muerte, el pavor frente al abismo de la nada, que le hace temblar e incluso, según Lucas, le hace sudar como gotas de sangre (cf. 22,44). En Juan (cf. 12,27), este estremecimiento se expresa, como en los Sinópticos, en referencia al Salmo 43,5, pero con una palabra que destaca de manera especialmente clara la dimensión abismal de temor de Jesús: tetáraktai, que es la misma palabra, tarássein, usada por


Juan para describir la profunda turbación de Jesús ante la tumba de Lázaro (cf. 11,33), así como su conmoción interior al referirse a la traición de Judas en el Cenáculo (cf. 13,21). Juan expresa sin duda con ello la angustia primordial de la criatura frente a la cercanía de la muerte, pero hay todavía algo más: el estremecimiento particular de quien es la Vida misma ante el abismo de todo el poder de destrucción, del mal, de lo que se opone a Dios, y que ahora se abate directamente sobre Él, que ahora debe tomar de modo inmediato sobre sí, más aún, lo debe acoger dentro de sí hasta el punto de llegar a ser él mismo «hecho pecado» (cf. 2 Co 5,21). Precisamente porque es el Hijo, ve con extrema claridad toda la marea sucia del mal, todo el poder de la mentira y la soberbia, toda la astucia y la atrocidad del mal, que se enmascara de vida pero que está continuamente al servicio de la destrucción del ser, de la desfiguración y la aniquilación de la vida. Precisamente porque es el Hijo, siente profundamente el horror, toda la suciedad y la perfidia que debe beber en aquel «cáliz» destinado a Él: todo elpoder del pecado y de la muerte. Todo esto lo debe acoger dentro de sí, para que en Él quede superado y privado de poder. Bultmann dice con razón: Jesús es aquí «no sólo el prototipo en el que se hace visible de manera ejemplar la actitud que se requiere del hombre..., sino que Él es también y sobre todo el Revelador, cuya decisión es la única que hace posible la opción humana por Dios en una hora como ésta» (p. 328). La angustia de Jesús es algo mucho más radical que la angustia que asalta a cada hombre ante la muerte: es el choque frontal entre la luz y las tinieblas, entre la vida y la muerte, el verdadero drama de la decisión que caracteriza a la historia humana. En este sentido podemos aplicarnos a nosotros mismos, como hace Pascal, de manera totalmente personal, el acontecimiento del Monte de los Olivos: también mi pecado estaba en aquel cáliz pavoroso. Pascal oye al Señor en agonía en el Monte delos Olivos que le dice: «Aquellas gotas de sangre, las he derramado por ti» (cf. Pensées, VII, 553). Las dos partes de la oración de Jesús aparecen como una contraposición entre dos voluntades: una es la «voluntad natural» del hombre Jesús, que se resiste ante el aspecto monstruoso y destructivo de aquello a lo que se enfrenta, y quisiera pedir que el «cáliz se aleje de él»; la otra es la «voluntad del Hijo» que se abandona totalmente a la voluntad del Padre. Si queremos tratar de entender en lo posible este misterio de las «dos voluntades», es útil volver la mirada una vez más a la versión de Juan de aquella oración. También en Juan encontramos las dos peticiones de Jesús: «Padre, líbrame de esta hora»; «Padre, glorifica tu nombre» (12,27s). En el fondo, la articulación entre las dos peticiones no es diferente en Juan de la que se ve en los Sinópticos. La aflicción del alma humana de Jesús («Mi alma está agitada», que Bultmann traduce como «tengo miedo», p. 327) impulsa a Jesús a pedir ser salvado de aquella hora. Pero la conciencia de su misión, de que Él ha venido precisamente para esa hora, le hace pronunciar la segunda petición, la petición de que Dios glorifique su nombre: justamente la cruz, la aceptación de algo terrible, el entrar en la ignominia del exterminio de la propia dignidad, en la ignominia de una muerte infamante, se convierte en la glorificación del nombre de Dios. En efecto, Dios hace ver claramente así precisamente lo que es: el Dios que, en el abismo de su amor, en la entrega de sí mismo, opone a todos los poderes del mal el verdadero poder del bien. Jesús pronunció las dos peticiones, pero la primera, la de ser «librado» se funde con la segunda, en la que ruega por la glorificación de Dios en la realización de su voluntad; así, el conflicto en lo más íntimo de la existencia humana deJesús se recompone en la unidad. 3. LA VOLUNTAD DE JESÚS Y LA VOLUNTAD DEL PADRE Pero ¿qué significa esto? ¿Qué significa «mi» voluntad contrapuesta a «tu» voluntad? ¿Quiénes son los que se confrontan? ¿El Padre y el Hijo o el hombre Jesús y Dios, el Dios trinitario? En ningún otro lugar de las Escrituras podemos asomarnos tan profundamente al misterio interior de Jesús como en la oración del Monte de los Olivos. Por eso no es una casualidad que la búsqueda apasionada de la Iglesia antigua para comprender la figura de Jesucristo haya encontrado su forma conclusiva en la meditación creyente de esta oración.


En este punto quizás sea necesario echar una rápida mirada a la cristología de la Iglesia antigua, para entender su idea del entramado entre la voluntad divina y humana en la figura de Jesucristo. El Concilio de Nicea (325) había aclarado el concepto cristiano de Dios. Las tres personas —Padre, Hijo y Espíritu Santo— son uno en la única «substancia» de Dios. Más de cien años después, el Concilio de Calcedonia (451) trató de entender conceptualmente la unión de la divinidad y la humanidad en Jesucristo con la fórmula de que, en Él, la única Persona del Hijo de Dios lleva consigo y comprende las dos naturalezas —la humana y la divina— «sin confusión ni división». Se preserva de este modo la diferencia infinita entre Dios y hombre: la humanidad permanece humanidad y la divinidad sigue siendo divinidad. La humanidad en Jesús no queda absorbida o reducida por la divinidad. Existe por completo como tal y, sin embargo, está sostenida por la Persona divina del Logos. Al mismo tiempo, en la diversidad no anulada de las naturalezas, con la palabra «única Persona» se expresa la unidad radical en la que Dios, en Cristo, ha entrado con el hombre. Esta fórmula —dos naturalezas, una única Persona— fue acuñada por el papa León Magno con una intuición que iba mucho más allá de aquel momento histórico, y que inmediatamente encontró el asentimiento entusiasta de los padres conciliares. Pero se trataba de una anticipación: su significado concreto no había sido todavía sondeado a fondo. ¿Qué quiere decir «naturaleza? Pero, sobre todo: ¿Qué significa «persona»? Como esto no se había aclarado en modo alguno, muchos obispos decían después de Calcedonia que preferían pensar como pescadores y no como Aristóteles; la fórmula seguía siendo oscura. Ésta es la razón por la que la recepción de Calcedonia ha avanzado de un modo muy complicado y entre enconadas discusiones. Finalmente ha quedado la división: sólo las Iglesias de Roma y Bizancio han aceptado definitivamente el Concilio y su fórmula. Alejandría (Egipto) ha preferido mantener la fórmula de «una naturaleza divinizada» (monofisismo); en Oriente, Siria permaneció escéptica ante el concepto de «una única persona», en cuanto parecía comprometer precisamente la humanidad real de Jesús (nestorianismo). Pero más que los conceptos, influían ciertos tipos de devoción, que se oponían entre sí y hacían crecer el contraste con el ímpetu propio de los sentimientos religiosos, haciéndolo así insoluble. El Concilio ecuménico de Calcedonia sigue siendo para la Iglesia de todos los tiempos la indicación vinculante de la vía que introduce en el misterio de Jesucristo. Pero debe ser adquirida de nuevo en el contexto de nuestro pensamiento, en el que los conceptos de naturaleza y persona han asumido un significado distinto del que tenían entonces. Este esfuerzo por adquirirlo de nuevo debe ir acompañado por el diálogo ecuménico con las Iglesias pre-calcedonenses, para reencontrar la unidad perdida precisamente en el centro de la fe, en la confesión del Dios hecho hombre en Jesucristo. En la gran lucha que se desarrolló después de Calcedonia, especialmente en el ambiente bizantino, se trataba esencialmente de la siguiente cuestión: si en Jesús hay una sola persona divina que comprende las dos naturalezas, ¿cómo quedan las cosas respecto a la naturaleza humana? ¿Puede subsistir ésta como tal, en su particularidad y su esencia propia, si está sostenida por la persona divina? ¿No debe acaso ser absorbida necesariamente por lo divino, al menos en su componente superior, la voluntad? Y así, la última de las grandes herejías cristológicas se llama «monotelismo». Dada la unidad de la persona —afirma— sólo puede existir una única voluntad: una persona con dos voluntades sería esquizofrénica; la persona, en última instancia, se manifiesta en la voluntad, y si hay una sola persona, no puede haber más que una sola voluntad. Pero contra esto surge la pregunta: ¿Qué hombre es el que no tiene su propia voluntadhumana? Un hombre sin voluntad, ¿es verdaderamente hombre? ¿Se ha hecho Dios verdaderamente hombre en Jesús si este hombre resulta que no tenía una voluntad? El gran teólogo bizantino Máximo el Confesor (t 662) ha elaborado la respuesta a esta pregunta en su esfuerzo por comprender la oración de Jesúsen el Monte de los Olivos. Máximo es ante todo y sobre todo un decidido adversario del monotelismo: la naturaleza humana de Jesús no queda amputada por su unidad con el Logos, sino que permanece completa. Y la


voluntad es parte de la naturaleza humana. Esta incontestable dualidad dela voluntad humana y divina en Jesús no debe, sin embargo, llevar a la esquizofrenia de una doble personalidad. Por tanto, se ha de ver naturaleza y persona cada una en su propio modo de ser. Esto significa que hay en Jesús la «voluntad natural» propia de la naturaleza humana, pero hay una sola «voluntad de la persona», que acoge en sí la «voluntad natural». Y esto es posible sin destruir el elemento esencialmente humano, porque, partiendo de la creación, la voluntad humana está orientada a la divina. Al asumir la voluntad divina, la voluntad humana alcanza su cumplimiento, y no su destrucción. Máximo dice a este propósito que la voluntad humana, según la creación, tiende a la sinergia (a la cooperación) con la voluntad de Dios, pero, a causa del pecado, la sinergia se ha convertido en contraposición. El hombre, cuya voluntad se cumple en la adhesión a la voluntad de Dios, siente ahora comprometida su libertad por la voluntad de Dios. No ve en el «sí» a la voluntad de Dios la posibilidad de ser plenamente él mismo, sino la amenaza a su libertad, contra la cual opone resistencia. El drama del Monte de los Olivos consiste en que Jesús restaura la voluntad natural del hombre de la oposición a la sinergia, y restablece así al hombre en su grandeza. En la voluntad natural humana de Jesús está, por decirlo así, toda la resistencia de la naturaleza humana contra Dios. La obstinación de todos nosotros, toda la oposición contra Dios está presente, y Jesús, luchando, arrastra a la naturaleza recalcitrante hacia su verdadera esencia. Christoph Schönborn dice que «la transición de la oposición a la comunión de ambas voluntades pasa por la cruz de la obediencia. En la agonía deGetsemaní se cumple este paso» (El icono de Cristo, p. 114). Así, la petición: «No se haga mi voluntad sino la tuya» (Le 22,42), es realmente una oración del Hijo al Padre, en la que la voluntad natural humana ha sido llevada por entero dentro del Yo del Hijo, cuya esencia se expresa precisamente en el «no yo, sino tú», en el abandono totaldel Yo al Tú de Dios Padre. Pero este «Yo» ha acogido en sí la oposición de la humanidad y la ha transformado, de modo que, ahora, todos nosotros estamos presentes en la obediencia del Hijo, hemos sido incluidos dentro de la condición de hijos. Con esto llegamos a un último punto de esta oración, la verdadera clave para comprenderla, al apelativo «Abbá, Padre» (Mc 14,36). Joachim Jeremías escribió en 1966 un libro importante sobre esta palabra de la oración de Jesús, un libro del que quisiera citar dos ideas esenciales: «Mientras que en la literatura judía de la plegaria no hay prueba alguna del apelativo Abbá dirigido a Dios, Jesús (exceptuada la exclamación en la cruz, Mc 15,34 par.) lo ha llamado siempre así. Por tanto, estamos ante un signo absolutamente evidente de la ipsissima vox Jesu» (Abbá, p. 59). Jeremías demuestra además que esta palabra, Abbá, pertenece al lenguaje de los niños. Es la forma con la que el niño se dirige a su padre en familia. «Para la sensibilidad judía habría sido irreverente, y por tanto impensable, dirigirse a Dios con esta expresión familiar. Era algo nuevo e inaudito que Jesús osara dar este paso. Él hablaba con Dios como un niño habla con su padre... El Abbá usado por Jesús para dirigirse a Dios revela la íntima esencia de su relación con Dios» (p. 63). Por tanto, es del todo absurdo que algunos teólogos sostengan que, en la oración en el Monte de los Olivos, el hombre Jesús haya invocado al Dios trinitario. No, precisamente aquí habla el Hijo, que ha tomado sobre sí toda voluntad humana y la ha transformado en voluntad del Hijo. 4. LA ORACIÓN DE JESÚS EN EL MONTE DE LOS OLIVOS EN LA CARTA A LOS HEBREOS Finalmente debemos ocuparnos del texto de la Carta a los Hebreos que se refiere a la oración en el Monte de los Olivos. En él leemos: «Cristo, en los días de su vida mortal, a gritos y con lágrimas, presentó oraciones y súplicas al que podía salvarlo de la muerte, y por su actitud reverente fue escuchado» (5,7). En este texto se puede reconocer una tradición autónoma del acontecimiento en Getsemaní, pues los Evangelios no hablan de gritos y lágrimas. Ciertamente hemos de tener presente que el autor no se refiere, como es obvio, sólo a la noche de Getsemaní, sino a todo el recorrido de la Pasión de Jesús hasta la crucifixión, hasta el momento, por tanto, en el que Mateo y Marcos nos dicen que Jesús pronunció «con gran voz»


las palabras iniciales del Salmo 22. Ambos dicen también que Jesús expiró con un fuerte grito; Mateo utiliza explícitamente la palabra «grito» (27,50). Juan habla de las lágrimas de Jesús con ocasión de la muerte de Lázaro, y esto en relación con la «turbación» de Jesús, expresada con la misma palabra utilizada en la narración del Monte de los Olivos para describir su angustia, de la cual habla Juan en el contexto del «Domingo de Ramos». Se trata siempre del encuentro de Jesús con el poder de la muerte, cuyo abismo, como el Santo de Dios, percibe en toda su profundidad y terror. La Carta a los Hebreos ve así toda la Pasión de Jesús, desde el Monte de los Olivos hasta el último grito en la cruz, impregnada de la oración, como una única súplica ardiente a Dios por la vida, en contra del poder de la muerte. La Carta a los Hebreos, al considerar el conjunto de la Pasión de Jesús como un forcejeo en la oración, con Dios Padre y al mismo tiempo con la naturaleza humana, manifiesta con ello de un modo nuevo la profundidad teológica de la oración en el Monte de los Olivos. Para la Carta, este gritar y suplicar es el ejercicio del sumo sacerdocio de Jesús. Precisamente en su gritar, llorar y orar, Jesús hace lo que es propio del sumo sacerdote: Él lleva la zozobra del ser hombre hacia lo alto, hacia Dios. Lleva al hombre ante Dios. El autor de la Carta a los Hebreos ha puesto de manifiesto este aspecto de la oración de Jesús con dos palabras. La palabra «llevar» (prosphérein: llevar ante Dios, llevar hacia lo alto; cf. Hb 5,1) es una expresión de la terminología del culto sacrificial. Con esto, Jesús hace lo que en lo más hondo acontece en el acto del sacrificio. «Él se ofreció para hacer la voluntad del Padre», dice Albert Vanhoye (Accogliamo Cristo, p. 71). La segunda palabra importante aquí dice que Jesús aprendió la obediencia con lo que sufrió, y así ha sido hecho «perfecto» (cf. Hb5,8s). Vanhoye hace notar que la expresión «hacer perfecto» (teleioún) es utilizada en el Pentateuco, en los cinco libros de Moisés, exclusivamente con el significado de «consagrar sacerdote» (p. 75). La Carta a los Hebreos hace suya esta terminología (cf. 7,11.19.28). Así pues, este pasaje dice que la obediencia de Cristo, el extremo «sí» al Padre, al que llega combatiendo interiormente en el Monte de los Olivos, por decirlo así, lo ha «consagrado sacerdote»; precisamente en esto, en su auto-donación, en el llevar a la humanidad hacia lo alto, a Dios, Cristo se ha convertido en sacerdote en el verdadero sentido, «según el rito de Melquisedec» (cf. Hb 5,9s; Vanhoye, p. 74s). Pero ahora tenemos que adentrarnos aún en la afirmación central de la Carta a los Hebreos en lo que se refiere a la oración del Señor afligido. El texto dice que Jesús suplicó a quien podía salvarlo de la muerte y, «por su actitud reverente fue escuchado» (5,7). Más ¿fue realmente escuchado? De hecho, ¡murió en la cruz! Por eso, Harnack ha sostenido que en este caso debería haberse puesto un «no» —no fue escuchado—, y Bultmann dice lo mismo. Pero una explicación que convierte el texto en su contrario no es una explicación. Debemos tratar más bien de entender esta forma misteriosa de «ser escuchado» para acercarnos así también al misterio de nuestra salvación. Se pueden identificar distintas dimensiones de esta escucha. Una posible traducción de este texto es: «Fue escuchado y liberado de su angustia». Esto se correspondería con el texto de Lucas, según el cual vino un ángel que le confortaba (cf.22,43). En ese caso, se trataría de la fuerza interior que se había dado a Jesús en la oración, de modo que fuera capaz de afrontar con decisión el arresto y la Pasión. Pero el texto significa claramente algo más: el Padre lo ha levantado de la noche de la muerte; en la resurrección lo ha salvado definitivamente y para siempre de la muerte: Jesús ya no muere más (cf. Vanhoye, p. 71s). Y, probablemente, el texto significa todavía más. La resurrección no es sólo un salvar personalmente a Jesús de la muerte. En efecto, esta muerte no le incumbía solamente a Él. La suya fue una muerte «por los otros», fue la superación de la muerte en cuanto tal. Así puede entenderse ciertamente este ser escuchado partiendo también del texto paralelo en Juan 12,27s, en el que a la oración de Jesús —«Padre, glorifica tu nombre»—, responde la voz del cielo, que dice: «Lo he glorificado y volveré a glorificarlo». La cruz misma se ha convertido en la glorificación de Dios, una manifestación de la gloria de Dios en el Hijo. Esta gloria va más allá del momento e impregna toda la amplitud de la historia. Esta gloria es vida. En la cruz


misma aparece, de manera velada y sin embargo insistente, la gloria de Dios, la transformación de la muerte en vida. Desde la cruz viene a los hombres una vida nueva. En la cruz, Jesús se convierte en fuente de vida para sí y para todos. En la cruz, la muerte queda vencida. El que Jesús fuera escuchado afecta a la humanidad en su conjunto: su obediencia se convierte en vida para todos. Y, así, este pasaje de la Carta a los Hebreos concluye coherentemente con las palabras: «Se ha convertido para todos los que le obedecen en autor de salvación eterna, proclamado por Dios Sumo Sacerdote según el rito de Melquisedec» (5,9; cf. Sal 110,4). 7 7. EL PROCESO DE JESÚS Según la narración de los cuatro Evangelios, la oración nocturna de Jesús terminó cuando llegó el grupo armado dependiente de las autoridades del templo, guiado por Judas, y prendió a Jesús, sin encausar a los discípulos. ¿Cómo se llegó a este arresto, obviamente ordenado por las autoridades del templo, y en último término por el sumo sacerdote Caifás? ¿Cómo se llegó a la entrega de Jesús al tribunal del gobernador romano Pilato y a la condena a muerte en la cruz? Los Evangelios nos permiten distinguir tres etapas en el camino hacia la sentencia jurídica de condena a muerte: una reunión del Consejo en la casa de Caifás, el interrogatorio ante el Sanedrín y, finalmente, el proceso ante Pilato. 1. DEBATE PREVIO EN EL SANEDRÍN En un primer momento la aparición de Jesús y del movimiento que se estaba formando en torno a Él había despertado obviamente escaso interés en las autoridades del templo; todo parecía indicar que se trataba más bien de un episodio provinciano, uno de esos movimientos que de vez en cuando surgían en Galilea y que no merecían una especial atención. La situación cambió con el «Domingo de Ramos»: el homenaje mesiánico a Jesús durante su entrada en Jerusalén; la purificación del templo con las palabras que interpretaban este gesto, que parecían anunciar el fin del templo como tal y un cambio radical del culto contrario a las prescripciones de Moisés; las intervenciones de Jesús en el templo, en las que se podía percibir una reivindicación de plena autoridad que podría dar a la esperanza mesiánica de Israel una forma nueva que amenazaba su monoteísmo; los milagros que hacía Jesús en público y la creciente afluencia del pueblo hacia él, eran hechos que ya no se podían ignorar. Durante los días en torno a la Pascua, en los quela ciudad estaba abarrotada de peregrinos y las esperanzas mesiánicas se podían transformar fácilmente en una mezcla explosiva de carácter político, la autoridad del templo debía tener en cuenta sus propias responsabilidades y, antes de nada, aclarar cómo se debía valorar el conjunto de la situación y de qué modo se debería reaccionar. Sólo Juan habla con más detalle de una reunión del Sanedrín para dilucidar el asunto en un intercambio de ideas y deliberar sobre el «caso» Jesús (cf. 11,47-53). Seha de notar, por lo demás, que Juan sitúa esta reunión antes del «Domingo de Ramos», y considera que el motivo inmediato fue el movimiento popular surgido después de la resurrección de Lázaro. Sin una deliberación precedente como ésta, resulta impensable el arresto de Jesús la noche de Getsemaní. Evidentemente, Juan ha conservado aquí un recuerdo histórico del que, de manera más breve, hablan también los Sinópticos (Mc 14,1 par.). Según Juan, se reunieron conjuntamente los jefes de los sacerdotes y los fariseos, los dos grupos dominantes en el judaísmo en tiempos de Jesús, aunque hubiera discrepancias entre ellos sobre muchos puntos. Su preocupación común era: «Vendrán los romanos y nos destruirán "el lugar" (es decir, el templo, el lugar sagrado de la veneración de Dios) y la nación» (11,48). Uno estaría tentado de decir que el motivo para proceder contra Jesús era una preocupación política, en la cual concordaban tanto la aristocracia sacerdotal como los fariseos, aunque por razones diferentes; pero con este modo de considerar la figura y la obra de Jesús desde una óptica política, se ignoraría precisamente lo que era esencial y nuevo en Él. En efecto, Jesús ha creado con su anuncio una separación entre la dimensión religiosa y la


política, una separación que ha cambiado el mundo y pertenece realmente a la esencia de su nuevo camino. Con todo, hay que ser cautelosos a la hora de condenar a la ligera la perspectiva «puramente política» propia de los adversarios de Jesús. En efecto, en el ordenamiento hasta entonces vigente,las dos dimensiones —la política y la religiosa— eran de hecho absolutamente inseparables una de otra. No existía ni «sólo» lo político ni «sólo» lo religioso. El templo, la Ciudad Santa y la Tierra Santa, con su pueblo, no eran realidades puramente políticas, pero tampoco eran meramente religiosas. Cuando se trataba del templo, del puebloy de la Tierra, estaba en juego el fundamento religioso de la política y sus consecuencias religiosas. Defender «el lugar» y «la nación» era en última instancia una cuestión religiosa, porque estaba de por medio la casa de Dios y el pueblo de Dios. Se debe distinguir sin embargo entre esta motivación, religiosa y política a la vez, fundamental para los responsables de Israel, y el interés específicode la dinastía de Anás y Caifás por el poder; un interés que, de hecho, condujo después a la catástrofe del año 70, provocando así precisamente aquello que, según su verdadero cometido, ellos habrían debido evitar. En este sentido, en la decisión de dar muerte a Jesús se produce una extraña superposición de dos aspectos: por un lado, la legítima preocupación de proteger el templo y el pueblo y, por otro, el desmedido afán egoísta de poder por parte del grupo dominante. Es una superposición que se corresponde con lo que encontramos en la purificación del templo. Como vimos, Jesús combate allí, por un lado, contra el abuso egoísta en el ambiente sacro, pero el gesto profético, y la interpretación que ofrece con sus palabras, va mucho más al fondo: el antiguo culto del templo de piedra se ha acabado. Ha llegado el momento de adorar a Dios «en espíritu y en verdad». El templo de piedra debe ser derribado para que sea sustituido por la novedad, la Nueva Alianza, con su modo nuevo de adorar a Dios. Pero eso significa al mismo tiempo que Jesús mismo debe pasar por la crucifixión para convertirse, como el Resucitado, en el nuevo templo. Volvamos ahora otra vez a la cuestión sobre la vinculación y desvinculación entre religión y política. Hemos dicho que Jesús, en su anuncio y en toda su obra, había inaugurado un reino no político del Mesías y comenzado a deslindar los dos ámbitos hasta ahora inseparables. Pero esta separación entre política y fe, entre pueblo de Dios y política, que forma parte esencial de su mensaje, sólo era posible en última instancia a través de la cruz: sólo mediante la pérdida verdaderamente absoluta de todo poder externo, del ser despojadoradicalmente en la cruz, la novedad se hacía realidad. Sólo mediante la fe en el Crucificado, en Aquel que es desposeído de todo poder terrenal, y por eso enaltecido, aparece también la nueva comunidad, el modo nuevo en que Dios domina en el mundo. Pero eso significa que la cruz respondía a una «necesidad» divina y que Caifás, con su decisión, fue en último análisis el ejecutor de la voluntad de Dios, aun cuando su motivación personal fuera impura y no respondiera a la voluntad de Dios, sino a sus propias miras egoístas. Juan ha expresado muy claramente esta extraña combinación entre la ejecución de la voluntad de Dios y la ceguera egoísta de Caifás. En medio de la perplejidad de los miembros del Sanedrín sobre lo que convenía hacer ante el peligro que suponía el movimiento creado en torno a Jesús, fue él quien pronunció las palabras decisivas: «No comprendéis que os conviene que uno muera por el pueblo, y que no perezca la nación entera» (11,50). Juan califica explícitamente dicha afirmación como de «inspiración profética», que Caifás habría proferido en virtud del carisma vinculado a su cargo desumo sacerdote, y no por sí mismo. De estas palabras resulta ante todo que, hasta aquel momento, el Sanedrín reunido se echaba atrás, asustado ante la perspectiva de una condena a muerte, y que buscaba otras vías de salida a la crisis, aunque sin encontrar una solución. Sólo una palabra del sumo sacerdote, teológicamente motivada y expresada basándose en la autoridad de su cargo, podía disipar sus dudas y obtener en principio su disponibilidad para una decisión tangrave. El hecho de que Juan reconozca explícitamente como punto decisivo en la historia de la salvación el carisma vinculado al cargo de quien lo desempeña indignamente, se corresponde


con las palabras de Jesús transmitidas por Mateo: «En la cátedra de Moisés se han sentado los escribas y los fariseos: haced y cumplid lo que os digan; pero no hagáis lo que ellos hacen» (23,2s). Tanto Mateo como Juan han querido ciertamente recordar a la Iglesia de su tiempo esta distinción, porque también en ella existía la contradicción entre la autoridad que corresponde a un cargo y su forma de vida, entre lo que «dicen» y lo que «hacen». El contenido de la «profecía» de Caifás es ante todo de naturaleza absolutamente pragmática y, desde este punto de vista, le parece razonable en lo inmediato: si por la muerte de uno (y sólo en un caso así) se puede salvar el pueblo, su muerte es un mal menor y la solución es políticamente correcta. Pero esto, que aparece y se entiende enprimer lugar en sentido meramente pragmático, alcanza sin embargo una profundidad muy diferente visto desde la inspiración «profética». Jesús, ese«uno», muere por el pueblo: se vislumbra así el misterio de la función vicaria, que es el contenido más profundo de la misión de Jesús. La idea de la función vicaria impregna toda la historia de las religiones. Se intenta liberar de diferentes maneras al rey, al pueblo o a la propia vida de la calamidad que le aflige, transfiriéndola a sustitutos. El mal debe ser expiado, restableciendo así la justicia. Pero se descarga sobre otros el castigo, la desgracia ineluctable, y se trata de este modo de liberarse a sí mismos. Sin embargo, esta sustitución mediante sacrificios animales o incluso humanos sigue en última instancia sin convencer. Lo que en estos casos se ofrece sustitutivamente es solamente un sucedáneo de lo que es propiamente personal y en modo alguno puede reemplazar debidamente a quien debe ser redimido. El sucedáneo no es representante en el sentido de una función vicaria y, sin embargo, toda la historia está en busca de Aquel que pueda intervenir realmente en nuestro lugar; que sea verdaderamente capaz de asumirnos en sí mismo y llevarnos así a la salvación. En el Antiguo Testamento la idea de la función vicaria aparece de manera del todo central cuando Moisés, tras la idolatría del pueblo en el Sinaí, dice al Dios encolerizado: «Pero ahora, o perdonas su pecado o me borras del libro de tu registro» (Ex 32,32). Es verdad que se le contesta: «Al que haya pecado contra mí lo borraré» (Ex 32,33); pero Moisés sigue siendo de alguna manera el sustituto, el que lleva la carga sobre sí, y por cuya intercesión cambia una y otra vez la suerte del pueblo. En el Deuteronomio, en fin, se traza la imagen del Moisés apenado, que padece en lugar de Israel y, en función vicaria, por Israel, debiendo morir fuera de Tierra Santa (cf. von Rad, I, 293). En Isaías 53 aparece totalmente desarrollada la idea dela función vicaria en la imagen del siervo de Dios que sufre, que carga con la culpa de muchos, convirtiéndolos así en justos (cf. 53,11). En Isaías, esta figura permanece llena de misterio; el canto del siervo de Dios es como un avizorar a lo lejos para ver a Aquel que ha de venir. Uno muere por muchos: esta palabra profética del sumo sacerdote Caifás une a la vez las aspiraciones de la historia de las religiones del mundo y las grandes tradiciones de la fe de Israel, aplicándolas a Jesús. Todo su vivir y morir queda sintetizado en la palabra «por»; es, como ha subrayado repetidamente sobre todo Heinz Schürmann, una «pro-existencia». A las palabras de Caifás, que equivalían prácticamente a una condena a muerte, Juan ha añadido un comentario en la perspectiva de fe de los discípulos. Primero subraya —como ya hemos observado— que las palabras sobre el morir por el pueblo habían tenido su origen en una inspiraciónprofética, y prosigue: «Jesús iba a morir por la nación; y no sólo por la nación, sino también para reunir a los hijos de Dios dispersos» (11,52). Efectivamente, esto se corresponde ante todo con el modo de hablar judío. Expresa la esperanza de que en el tiempo del Mesías los israelitas dispersos por el mundo serían reunidos en su propio país (cf. Barrett, p. 403). Pero en labios del evangelista estas palabras adquieren un nuevo significado. El reencuentro ya no se orienta a un país geográficamente determinado, sino a la unificación de los hijos de Dios; aquí resuena ya la palabra clave de la oración sacerdotal de Jesús. La reunión mira a la unidad de todos los creyentes y, por tanto, alude a la comunidad de la Iglesia y, ciertamente, más allá de ella, a la unidad escatológica definitiva.


Los hijos de Dios dispersos no son únicamente los judíos, sino los hijos de Abraham en el sentido profundo desarrollado por Pablo: aquellos que, como Abraham, están en busca de Dios; quienes están dispuestos a escucharlo y a seguir su llamada; personas, podríamos decir, en actitud de «Adviento». Se pone así de manifiesto la nueva comunidad de judíos y gentiles (cf. Jn10,16). De este modo se abre desde aquí un nuevo acceso a las palabras de la Última Cena sobre los «muchos» por los que el Señor da la vida: se trata de la congregación de los «hijos de Dios», es decir, de todos aquellos que se dejan llamar por Él. 2. JESÚS ANTE EL SANEDRÍN La decisión fundamental tomada en la reunión del Sanedrín de proceder en contra de Jesús se llevó a cabo con su arresto en la noche entre el jueves y el viernes en el Monte de los Olivos. Jesús fue llevado al palacio del sumo sacerdote siendo aún de noche, donde el Sanedrín (Sanhedrín-synedrium),con sus tres fracciones —sacerdotes, ancianos, escribas— estaba obviamente ya reunido. Ambos «procesos» contra Jesús, ante el Sanedrín y ante el gobernador romano Pilato, han sido objeto de discusión hasta en sus más mínimos detalles por los historiadores del derecho y los exegetas. No tenemos por qué entrar aquí en estas sutiles cuestiones históricas, sobre todo porque no conocemos —como ha hecho notar Martin Hengel— los pormenores del derecho penal saduceo, y no es lícito sacar conclusiones partiendo del tratado «Sanhedrín», de la Misná, que es posterior, y aplicarlas a las normas del tiempo de Jesús (cf. Hengel Schwemer, p. 592). Hoy puede considerarse verosímil que, en el caso del juicio contra Jesús ante el Sanedrín, no se haya tratado de un verdadero proceso, sino de un interrogatorio a fondo que concluyó con la decisión de entregar a Jesús al gobernador romano para la condena. Examinemos ahora más de cerca la narración de los Evangelios, siempre con el objeto de comprender mejor la figura de Jesús mismo. Ya hemos vistoque, tras el episodio de la purificación del templo, quedaban en el aire dos acusaciones contra Jesús: la primera se refería a las palabras que interpretaban el gesto simbólico de expulsar del templo a los comerciantes y a los animales, que parecía ser un ataque contra el lugar sagrado mismo y, por tanto, contra la Torá, sobre la que se basaba la vida de Israel. Considero importante que el objeto de la discusión no es tanto el gesto de la purificación del templo en sí mismo, cuanto únicamente el sentido de las palabras con las que el Señor había explicado e interpretado su comportamiento. De esto puede deducirse que el acto simbólico se haya mantenido dentro de ciertos límites y no diera lugar a una agitación pública, que habría dado motivos para una intervención judicial. El peligro consistía más bien en la interpretación que se daba, en el aparente ataque al templo que suponía y en la reivindicación de la plena autoridad por parte de Jesúsmismo. Sabemos por los Hechos de los Apóstoles que se presentó la misma acusación contra Esteban, que asumió la profecía de Jesús sobre el templo, lo que provocó su muerte por lapidación al ser considerada una blasfemia. En el proceso de Jesús se presentaron testigos que querían referir las palabras de Jesús. Pero no había una versión unánime: no era posible establecer de manera inequívoca lo que Jesús había dicho realmente. En consecuencia, el hecho de que este elemento de acusación fuera descartado demuestra que se estaba haciendo un esfuerzo por seguir un procedimiento legalmente correcto. A propósito de las palabras de Jesús en el templo quedaba en el aire una segunda acusación: que Jesús habría avanzado una pretensión mesiánica, con la cual se ponía en cierto modo a la misma altura de Dios, y así parecía entrar en conflicto con el fundamento de la fe de Israel, con la profesión de fe en el uno y único Dios. Vale la pena subrayar que ambas acusaciones son de naturaleza puramente teológica. Pero, dada la imposibilidad de la que antes hemos hablado de separar una cosa de la otra, el ámbito religioso y el político, dichas acusaciones tienen también una dimensión política: el templo como lugar del sacrificio de Israel, hacia el que se dirige en peregrinación todo el pueblo en las grandes fiestas, es la base de la unidad interior de Israel. La


pretensión mesiánica es la reivindicación de la realeza de Israel. Por eso se pondrá después en la cruz la expresión «Rey de los judíos» para señalar el motivo de la ejecución de Jesús. Como demuestran los acontecimientos de la guerra judía, había seguramente en el Sanedrín círculos favorables a la liberación de Israel con medios políticos y militares. Pero la manera en que Jesús presentaba su reivindicación les parecía obviamente poco apta para ayudar verdaderamente a conseguir dicho objetivo. Y, en este caso, era preferible más bien el statu quo, en el que Roma respetaba después de todo los fundamentos religiosos de Israel y, por tanto, el templo y el pueblo podían considerarse bastante seguros de su permanencia. Tras el fallido intento de presentar una acusación clara contra Jesús basada en su declaración sobre la destrucción y renovación del templo, se llega a la dramática confrontación entre el sumo sacerdote de Israel en cargo, la autoridad suprema del pueblo elegido, y Jesús, en quien los cristianos reconocerán al «Sumo Sacerdote de los bienes definitivos» (Hb9,11), el Sumo Sacerdote definitivo «según el rito de Melquisedec» (Sal 110,4; Hb 5,6, etc.). Este momento de la historia del mundo se presenta en los cuatro Evangelios como un drama en el que se entrecruzan tres planos, que han de verse juntos para entender el acontecimiento en toda su complejidad (cf. Mt 26,57-75; Mc 14,53-72; Lc 22,54-71; Jn 18,12-27). En el mismo momento en que Caifás interroga a Jesús y le hace finalmente la pregunta sobre su identidad mesiánica, Pedro está sentado en el patio del palacio y reniega de Jesús. Juan, de modo especial, ha explicado la trabazón cronológica de ambos eventos de manera impresionante; Mateo, en su versión de la pregunta sobre la identidad mesiánica, hace ver sobre todo la relación interior entre la confesión de Jesús y la negación de Pedro. Pero el interrogatorio de Jesús se encuentra inmediatamente relacionado también con la burla de los sirvientes del templo (e o de los mismos miembros del Sanedrín?), burla a la que se añadiría la de los soldados romanos en el proceso ante Pilato. Llegamos al punto decisivo: la pregunta de Caifás y la respuesta de Jesús. Al referir su formulación, Mateo, Marcos y Lucas difieren en los detalles; su composición del texto está determinada, entre otras razones, por el contexto global de cada Evangelio y su atención a las posibilidades de comprensión de sus destinatarios. Como en el caso de las palabras de la Última Cena, tampoco aquí es posible una reconstrucción estricta de la pregunta de Caifás y de la respuesta de Jesús. No obstante, lo esencial del acontecimiento aparece en los tres relatos diferentes de manera absolutamente inequívoca. Hay buenas razones para suponer que la versión de san Marcos nos haya hecho llegar mejor el tenor original de este diálogo dramático. Pero en las versiones diferentes de Mateo y Lucas aparecen aspectos importantes que nos ayudan a entender más en profundidad el conjunto. Según Marcos, la pregunta del sumo sacerdote reza así: «¿Eres tú el Mesías, el Hijo del Bendito?». Jesús responde: «Sí, lo soy. Y veréis que el Hijo del hombre está sentado a la derecha del Todopoderoso y que viene entre las nubes del cielo» (14,62). Que se evite el nombre de Dios y la palabra «Dios», y se sustituyan por términos como «el Bendito» y «el Todopoderoso» es un signo de que el texto refleja las palabras originarias. El sumo sacerdote interroga a Jesús sobre si es el Mesías, y lo define según el Salmo 2,7 (cf. Sal 110,3) con el término «Hijo del Bendito», Hijo de Dios. En la perspectiva de la pregunta, esta denominación pertenece a la tradición mesiánica, pero deja abierto el tipo de filiación. Se puede suponer que, al hacer esta pregunta, Caifás no se haya basado solamente en las tradiciones teológicas, sino que la ha formulado en función de lo que había llegado a sus oídos sobre el anuncio de Jesús. Mateo pone un acento particular en la formulación de la pregunta. Según él, Caifás dice: «¿Eres tú el Mesías, el Hijo de Dios?» (cf. 26,63). De este modo, reproduce directamente la confesión de fe de Pedro en Cesarea de Felipe: «Tú eres el Mesías, el Hijo del Dios vivo» (16,16). En el mismo momento en que el sumo sacerdote dirige a Jesús en forma de pregunta las palabras de la confesión de fe de Pedro, Pedro mismo, separado de Jesús apenas por una puerta, asegura no conocerlo. Mientras Jesús emite «la noble confesión de fe» (cf. 1 Tm 6,13),


el primero en haberla pronunciado niega aquello que entonces había recibido del «Padre que está en el cielo»; ahora sus palabras son dictadas sólo por «la carne y la sangre» (cf. Mt16,17). Según Marcos, ante la pregunta de la cual dependía su destino, Jesús responde de manera muy simple y clara: «Sí lo soy» (¿no resuena aquí acaso Éxodo 3,14: «Soy el que soy»?). Sin embargo, con una palabra tomada del Salmo 110,1 y del Libro de Daniel 7,13, Jesús define después con mayor precisión cómo se han de entender Mesías y filiación. Mateo expresa la respuesta de Jesús de modo más expeditivo: «Tú lo has dicho. Más aún, yo os digo...» (26,64). Así, Jesús no contradice a Caifás, pero contrapone a su formulación el modo en que Él mismo quiere que se entienda su misión, y lo hace con palabras de la Escritura. Por último, Lucas distingue dos intervenciones diferentes (cf. 22,67-70). A la primera intimación del Sanedrín — «Si tú eres el Mesías, dínoslo»—, el Señor responde con una afirmación enigmática, sin asentir abiertamente, pero tampoco negando. Después sigue su propia declaración personal, formulada con el Salmo 110 y Daniel 7 entrelazados. Después, a la segunda pregunta planteada insistentemente por el Sanedrín —«Entonces, ¿tú eres el Hijo de Dios?»—, Jesús responde al fin: «Vosotros lo decís, yo lo soy». De todo esto se desprende lo siguiente: Jesús asume el título de Mesías, que para la tradición tenía significados diferentes, pero al mismo tiempo lo precisa de tal manera que provoca una condena, que podría haber evitado con un rechazo o una interpretación atenuada del mesianismo. No deja margen alguno para ideas que pudieran dar lugar a una comprensión política o beligerante de la actividad del Mesías. No, el Mesías —Él mismo— vendrá como el Hijo del hombre sobre las nubes del cielo. Esto significa objetivamente más o menos lo mismo que la afirmación que encontramos en Juan: «Mi reino no es de este mundo» (18,36). Él reivindica el derecho a sentarse a la diestra del Poder, es decir, de venir del mismo modo que el Hijo del hombre del que habla el Libro de Daniel, de venir de Dios para instaurar a partir de Él el Reino definitivo. Esto debió parecer a los miembros del Sanedrín políticamente carente de sentido y teológicamente inaceptable, porque, de hecho, ya había expresadoahora una cercanía al «Poder», una participación en la naturaleza misma de Dios, lo que se consideraba una blasfemia. En todo caso, Jesús solamente había puesto en relación algunas palabras de la Escritura y expresado su misión «según la Escritura», con las mismas palabras de la Escritura. Pero la aplicación de las excelsas palabras de la Escritura a Jesús pareció obviamente a los miembros del Sanedrín un atentado insoportable para la altura de Dios, para su unicidad. Para el sumo sacerdote y los demás allí reunidos la respuesta de Jesús cumplía en cualquier caso los requisitos para la blasfemia, y Caifás «rasgó sus vestiduras, diciendo: "Ha blasfemado"» (Mt 26,65). «El gesto del sumo sacerdote de rasgarse las vestiduras no es fruto de su propia irritación, sino que está prescrito al juez en funciones como signo de indignación cuando oye una blasfemia» (Gnilka, Matthäusevangelium, II, p. 429). Ahora se abate sobre Jesús, que había predicho su venida gloriosa, la burla brutal de los que se saben más fuertes y le hacen sentir su poder y todo su desprecio. Aquel del que habían tenido miedo días antes, ahora está en sus manos. El vil conformismo de espíritus débiles se siente fuerte ensañándose con Aquel que en estos momentos parece ser ya sólo impotencia. No se dan cuenta de que, precisamente burlándose de él y golpeándolo, cumplen literalmente en Jesús el destino del siervo de Dios (cf. Gnilka, p. 430): la humillación y la exaltación se entrecruzan de modo misterioso. Justamente en cuanto maltratado, Él es el Hijo del hombre, viene de Dios en la nube que le oculta e instaura el Reino del Hijo del hombre, el Reino de la humanidad que proviene de Dios. Según Mateo, Jesús había dicho en una paradoja irritante: «Desde ahora veréis...» (26,64). De ahora en adelante comienza algo nuevo. A lo largo de la historia, los hombres miran el rostro desfigurado de Jesús y reconocen precisamente en Él la gloria de Dios. En aquel mismo instante, Pedro reitera por tercera vez que no tenía nada que ver con Jesús. «Y enseguida, por segunda vez, cantó el gallo. Y Pedro se acordó...» (Mc 14,72). El canto del gallo se consideraba como el final de la noche y el comienzo del día. Con el canto del gallo termina


también para Pedro la noche del alma en la que se había hundido. Las palabras de Jesús de que le negaría antes de que el gallo cantara reaparecen de repente ante él, y ahora en su terrible verdad. Lucas añade la noticia de que, en aquel mismo momento, se llevaron a Jesús, condenado y atado, para comparecer ante el tribunal de Pilato. Jesús y Pedro se encuentran. La mirada de Jesús llega a los ojos y al alma del discípulo infiel. Y Pedro, «saliendo afuera, lloró amargamente» (Lc 22,62). 3. JESÚS ANTE PILATO El interrogatorio de Jesús ante el Sanedrín concluyó como Caifás había previsto: Jesús había sido declarado culpable de blasfemia, un crimen para el que estaba previsto la pena de muerte. Pero como la facultad de sancionar con la pena capital estaba reservada a los romanos, se debía transferir el proceso ante Pilato, con lo cual pasaba a primer plano el aspecto político de la sentencia de culpabilidad. Jesús se había declarado a sí mismo Mesías, había, pues, reclamado para sí la dignidad regia, aunque entendida de una manera del todo singular. La reivindicación de la realeza mesiánica era un delito político que debía ser castigado por la justicia romana. Con el canto del gallo había comenzado el día. El gobernador romano acostumbraba a despachar los juicios por la mañana temprano. Así, Jesús fue llevado por sus acusadores al pre-torio y presentado a Pilato como un malhechor merecedor de la muerte. Es el día de la «Parasceve» de la fiesta de la Pascua: por la tarde se preparaban los corderos para la cena de la noche. Para ello se requiere la pureza ritual; por tanto, los sacerdotes acusadores no pueden entrar en el Pretorio pagano y tratan con el gobernador romano a las puertas del palacio. Juan, que nos transmite esta información (cf. 18,28s), deja entrever de este modo la contradicción entre la observancia correcta de las prescripciones cultuales de pureza y la cuestión de la pureza verdadera e interior del hombre: a los acusadores no les cabe en la cabeza que lo que contamina no es entrar en la casa pagana, sino el sentimiento íntimo del corazón. Al mismo tiempo, el evangelista subraya con esto que la cena pascual aún no ha tenido lugar y debe hacerse todavía la matanza de los corderos. En la descripción del desarrollo del proceso los cuatro evangelistas concuerdan en todos los puntos esenciales. Juan es el único que relata el coloquio entre Jesús y Pilato, en el que la cuestión de la realeza de Jesús, del motivo de su muerte, se resalta en toda su profundidad (cf. 18,33-38). Obviamente, entre los exegetas se discute el problema del valor histórico de esta tradición. Mientras Charles H. Dodd y también E. Raymond Brown la valoran en sentido positivo, Charles K. Barrett se manifiesta extremamente crítico: «Las añadiduras y modificaciones que hace Juan no inspiran confianza en su fiabilidad histórica» (op. cit.,p. 511). Sin duda, nadie espera que Juan haya querido ofrecer algo así como un acta del proceso. Pero se puede suponer ciertamente que haya sabido interpretar con gran precisión la cuestión central de la que se trataba y que, por tanto, nos ponga ante la verdad esencial de este proceso. Así, Barrett dice también que «Juan ha identificado en la realeza de Jesús con la mayor sagacidad la clave para interpretar la historia de la Pasión, y ha resaltado su significado tal vez más claramente que ningún otro autor neotestamentario» (p. 512). Pero preguntémonos antes de nada: ¿Quiénes eran exactamente los acusadores? ¿Quién ha insistido en que Jesús fuera condenado a muerte? En las respuestas que dan los Evangelios hay diferencias sobre las que hemos de reflexionar. Según Juan, son simplemente «los judíos». Pero esta expresión de Juan no indica en modo alguno el pueblo de Israel como tal —como quizás podría pensar el lector moderno—, y mucho menos aún comporta un tono «racista». A fin de cuentas, Juan mismo pertenecía al pueblo israelita, como Jesús y todos los suyos. La comunidad cristiana primitiva estaba formada enteramente por judíos. Esta expresión tiene en Juan un significado bien preciso y rigurosamente delimitado: con ella designa la aristocracia del templo. En el cuarto Evangelio, pues, el círculo de los acusadores que buscan la muerte de Jesús está descrito con precisión y claramente delimitado: designa justamente la aristocracia del templo e, incluso en ella, puede haber excepciones, como da a entender la alusión a Nicodemo (cf. 7,50ss).


En Marcos, en el contexto de la amnistía pascual (Barrabás o Jesús), el círculo de los acusadores se amplía: aparece el «ochlos», que opta por dejar libre a Barrabás. «Ochlos» significa ante todo simplemente un montón de gente, la «masa». No es raro que la palabra tenga una connotación negativa, en el sentido de «chusma». En cualquier caso, no indica el «pueblo» de los judíos propiamente dicho. En la amnistía de Pascua (que en realidad no conocemos por otras fuentes, pero de la cual no hay razón alguna para dudar), la gente — como es usual en amnistías de este tipo— tiene derecho a presentar una propuesta manifestada por«aclamación»: en este caso, la aclamación del pueblo tiene un carácter jurídico (cf. Pesch, Markusevangelium, II, p. 466). En cuanto a esta «masa», se trata en realidad de partidarios de Barrabás, movilizados para la amnistía; naturalmente, como rebelde al poder romano podía contar con cierto número de simpatizantes. Por tanto, estaban presentes los secuaces de Barrabás, la «masa», mientras que los seguidores de Jesús permanecían ocultos por miedo; por eso la voz del pueblo con la que contaba el derecho romano se presentaba demodo unilateral. Así, en Marcos, aparecen los «judíos», es decir, los círculos sacerdotales distinguidos, y también el ochlos, el grupo de partidarios de Barrabás, pero no el pueblo judío propiamente dicho. El ochlos de Marcos se amplía en Mateo con fatales consecuencias, pues habla del «pueblo entero» (27,25), atribuyéndole la petición de que se crucificara a Jesús. Con ello Mateo no expresa seguramente un hecho histórico: ¿cómo podría haber estado presente en ese momento todo el pueblo y pedir la muerte de Jesús? La realidad histórica aparece de manera notoriamente correcta en Juan y Marcos. El verdadero grupo de los acusadores son los círculos del templo de aquellos momentos, a los que, en el contexto de la amnistía pascual, se asocia la «masa» de los partidarios de Barrabás. Tal vez se puede dar la razón en esto a Joachim Gnilka, según el cual Mateo —yendo más allá de los hechos históricos— ha querido formular una etiología teológica para explicar con ella el terrible destino de Israel en la guerra judeo-romana, en laque se quitó al pueblo el país, la ciudad y el templo (cf. Matthäusevangelium,II, p. 459). En este contexto, Mateo piensa quizás en las palabras de Jesús en las que predice el fin del templo: «¡Jerusalén, Jerusalén, que matas a los profetas y lapidas a los que te son enviados! ¡Cuántas veces he querido reunir a tus hijos, como la gallina reúne a sus pollitos bajo las alas! Pero no habéis querido. Pues bien, vuestra casa quedará vacía» (Mt 23,37s; cf. en Gnilka, el parágrafo completo «Gerichtsworte», pp. 295-308). A propósito de estas palabras —como ya se indicó en la reflexión sobre el discurso escatológico de Jesús— es preciso recordar la estrecha analogía entre el mensaje del profeta Jeremías y el de Jesús. Jeremías —contra la ceguera de los círculos dominantes de entonces— anuncia la destrucción del templo y el exilio de Israel. Pero también habla de una «nueva alianza»: el castigo no es la última palabra, sino que sirve para la curación. De manera análoga, Jesús anuncia la «casa vacía» y ofrece ya desde ahora la Nueva Alianza «sellada con su sangre»: en última instancia, se trata de curación, node destrucción ni repudio. En caso de que el «pueblo entero» hubiera dicho, según Mateo: «Su sangre caiga sobre nosotros y nuestros hijos» (27,25), entonces el cristiano recordará que la sangre de Jesús habla una lengua muy distinta de la de Abel (cf. Hb 12,24); no clama venganza y castigo, sino que es reconciliación. No se derrama contra alguien, sino que es sangre derramada por muchos, por todos. Como dice Pablo: «Pues todos pecaron y todos están privados de la gloria de Dios... Cristo Jesús, a quien [Dios] constituyó sacrificio de propiciación mediante la fe en su sangre» (Rm 3,23.25). De la misma manera que, basándose en la fe, se debe leer de modo totalmente nuevo la afirmación de Caifás sobre la necesidad de la muerte de Jesús, también debe hacerse así con las palabras de Mateo sobre la sangre: leídas en la perspectiva de la fe, significan que todos necesitamos del poder purificador del amor, que esta fuerza está en su sangre. No es maldición, sino redención, salvación. Sólo sobre la base de la teología de la Última Cena y de la cruz, que recorre todo el Nuevo Testamento, las palabras de Mateo sobre la sangre adquieren su verdadero sentido.


Pasemos de los acusadores al juez, el gobernador romano Poncio Pilato. Aunque Flavio Josefo y especialmente Filón de Alejandría trazan de él un perfil del todo negativo, en otros testimonios aparece como resolutivo, pragmático y realista. A menudo se dice que los Evangelios, siguiendo una tendencia pro romana por motivos políticos, lo habrían presentado cada vez más positivamente, cargando progresivamente la responsabilidad de la muerte de Jesús sobre los judíos. Sin embargo, en la situación histórica de los evangelistas no había razón alguna en favor de esta tendencia: cuando se redactaron los Evangelios, la persecución de Nerón había mostrado ya el perfil cruel del Estadoromano y toda la arbitrariedad del poder imperial. Si podemos datar el Apocalipsismás o menos en el periodo en que se compuso el Evangelio de Juan, resulta evidente que el cuarto Evangelio no se ha formado en un contexto que pudiera haber dado motivos para un planteamiento simpatizante con los romanos. La imagen de Pilato en los Evangelios nos muestra muy realísticamente al prefecto romano como un hombre que sabía intervenir de manera brutal, si eso le parecía oportuno para el orden público. Pero era consciente de que Roma debía su dominio en el mundo también, y no en último lugar, a su tolerancia ante las divinidades extranjeras y a la fuerza pacificadora del derecho romano. Así se nos presenta a Pilato en el proceso a Jesús. La acusación de que Jesús se habría declarado rey de los judíos era muy grave. Es cierto que Roma podía reconocer efectivamente reyes regionales, como Herodes, pero debían ser legitimados por Roma y obtener de Roma la circunscripción y delimitación de sus derechos de soberanía. Un rey sin esa legitimación era un rebelde que amenazaba la Pax romana y, por consiguiente, se convertía en reo de muerte. Pero Pilato sabía que Jesús no había dado lugar a un movimiento revolucionario. Después de todo lo que él había oído, Jesús debe haberle parecido un visionario religioso, que tal vez transgredía el ordenamiento judío sobre el derecho y la fe, pero eso no le interesaba. Era un asunto del que debían juzgar los judíos mismos. Desde el aspecto del ordenamiento romano sobre la jurisdicción y el poder, que entraban dentro de su competencia, no había nada serio contra Jesús. Llegados a este punto hemos de pasar de las consideraciones sobre la persona de Pilato al proceso en sí mismo. En Juan 18,34s se dice claramente que Pilato, según la información de que disponía, no tenía nada contra Jesús. No había llegado a las autoridades romanas ninguna información sobre algo que pudiera amenazar la paz legal. La acusación provenía de los mismos connacionales de Jesús, de las autoridades del templo. Para Pilato tuvo que ser una sorpresa que los compatriotas de Jesús se presentaran ante él como defensores de Roma, desde el momento que, por lo que conocía personalmente, no tenía la impresión de que fuera necesaria una intervención. Pero he aquí que, de improviso, surge algo en el interrogatorio que le inquieta: la declaración de Jesús. A la pregunta de Pilato: «Conque ¿tú eres rey?», Él responde: «Tú lo dices, soy rey. Yo para esto he nacido y para esto he venido al mundo, para ser testigo de la verdad. Todo el que es de la verdad, escucha mi voz» (In 18,37). Ya antes Jesús había dicho: «Mi reino no es de este mundo. Si mi reino fuera de este mundo, mi guardia habría luchado para que no cayera en manos de los judíos. Pero mi reino no es de aquí» (18,36). Esta «confesión» de Jesús pone a Pilato ante una situación extraña: el acusado reivindica realeza y reino (basileia). Pero hace hincapié en la total diversidad de esta realeza, y esto con una observación concreta que para el juez romano debería serdecisiva: nadie combate por este reinado. Si el poder, y precisamente el poder militar, es característico de la realeza y del reinado, nada de esto se encuentra en Jesús. Por eso tampoco hay una amenaza para el ordenamiento romano. Este reino no es violento. No dispone de una legión. Con estas palabras Jesús ha creado un concepto absolutamente nuevo de realeza y de reino, y lo expone ante Pilato, representante del poder clásico en la tierra. ¿Qué debe pensar Pilato? ¿Qué debemos pensar nosotros de este concepto de reino y realeza? ¿Es algo irreal, un ensueño del cual podemos prescindir? ¿O tal vez nos afecta de alguna manera?


Junto con la clara delimitación de la idea de reino (nadie lucha, impotencia terrenal), Jesús haintroducido un concepto positivo para hacer comprensible la esencia y el carácter particular del poder de este reinado: la verdad. A lo largo del interrogatorio Pilato introduce otro término proveniente de su mundo y que normalmente está vinculado con el vocablo «reinado»: el poder, la autoridad (exousía). El dominio requiere un poder; más aún, lo define. Jesús, sin embargo, caracteriza la esencia de su reinado como el testimonio de la verdad. Pero la verdad, ¿es acaso una categoría política? O bien, ¿acaso el «reino» de Jesús nada tiene que ver con la política? Entonces, ¿a qué orden pertenece? Si Jesús basa su concepto de reinado y de reino en laverdad como categoría fundamental, resulta muy comprensible que el pragmático Pilato preguntara: «¿Qué es la verdad?» (18,38). Es la cuestión que se plantea también en la doctrina moderna del Estado: ¿Puede asumir la política la verdad como categoría para su estructura? ¿O debe dejar la verdad, como dimensión inaccesible, a la subjetividad y tratar más bien de lograr establecer la paz y la justicia con los instrumentos disponibles en el ámbito del poder? Y la política, en vista de la imposibilidad de poder contar con un consenso sobre la verdad y apoyándose en esto, ¿no se convierte acaso en instrumento de ciertas tradiciones que, en realidad, son sólo formas de conservación del poder? Pero, por otro lado, ¿qué ocurre si la verdad no cuenta nada? ¿Qué justicia será entonces posible?¿No debe haber quizás criterios comunes que garanticen verdaderamente la justicia para todos, criterios fuera del alcance de las opiniones cambiantes y de las concentraciones de poder? ¿No es cierto que las grandes dictaduras han vivido a causa de la mentira ideológica y que sólo la verdad ha podido llevar a la liberación? ¿Qué es la verdad? La pregunta del pragmático, hecha superficialmente con cierto escepticismo, es una cuestión muy seria, en la cual se juega efectivamente el destino de la humanidad. Entonces, ¿qué es la verdad? ¿La podemos reconocer? ¿Puede entrar a formar parte como criterio en nuestro pensar y querer, tanto en la vida del individuo como en la de la comunidad? La definición clásica de la filosofía escolástica dice que la verdad es «adaequatio intellectus et rei, adecuación entre el entendimiento y la realidad» (Tomás de Aquino, S. Theol. I, q. 21, 2 c). Si la razón de una persona refleja una cosa tal como es en sí misma, entonces esa persona ha encontrado laverdad. Pero sólo una pequeña parte de lo que realmente existe, no la verdad en toda su grandeza y plenitud. Con otra afirmación de santo Tomás ya nos acercamos más a las intenciones de Jesús: «La verdad está en el intelecto de Dios en sentido propio y verdadero, y en primer lugar (primo et proprie); en el intelecto humano, sin embargo, está en sentido propio y derivado (proprie quidem et secundario)» (De verit. q. 1, a. 4 c). Y se llega así finalmente a la fórmula lapidaria: Dios es «ipsasumma et prima veritas, la primera y suma verdad» (S. Theol. I,q. 16, a. 5 c). Con esta fórmula estamos cerca de lo que Jesús quiere decir cuando habla de la verdad, para cuyotestimonio ha venido al mundo. Verdad y opinión errónea, verdad y mentira, están continuamente mezcladas en el mundo de manera casi inseparable. La verdad, en toda su grandeza y pureza, no aparece. El mundo es «verdadero» en la medida en que refleja a Dios, el sentido de la creación, la Razón eterna de la cual ha surgido. Y se hace tanto más verdadero cuanto más se acerca a Dios. El hombre se hace verdadero, se convierte en sí mismo, si llega a ser conforme a Dios. Entonces alcanza su verdadera naturaleza. Dios es la realidad que da el ser y el sentido. «Dar testimonio de la verdad» significa dar valor a Dios y su voluntad frente a los intereses del mundo y sus poderes. Dios es la medida del ser. En este sentido, la verdad es el verdadero «Rey» que da a todas las cosas su luz y su grandeza. Podemos decir también que dar testimonio de la verdad significa hacer legible la creación y accesiblesu verdad a partir de Dios, de la Razón creadora, para que dicha verdad pueda ser la medida y el criterio de orientación en el mundo del hombre; y que se haga presente también a los grandes y poderosos el poder de la verdad, el derecho común, el derecho de la verdad.


Digámoslo tranquilamente: la irredención del mundo consiste precisamente en la ilegibilidad de la creación, en la irreconocibilidad de la verdad; una situación que lleva necesariamente al dominio del pragmatismo y, de este modo, hace que el poder de los fuertes se convierta en el dios de este mundo. Ahora, como hombres modernos, uno siente la tentación de decir: «Gracias a la ciencia, la creación se nos ha hecho descifrable». De hecho, Francis S. Collins, por ejemplo, que dirigió el Human Genome Project, dice con grata sorpresa: «El lenguaje de Dios ha sido descifrado» (The Language of God, p. 99). Sí, es cierto: en la gran matemática de la creación, que hoy podemos leer en el código genético humano, percibimos el lenguaje de Dios. Pero no el lenguaje entero, por desgracia. La verdad funcional sobre el hombre se ha hecho visible. Pero la verdad acerca de sí mismo —sobre quién es, de dónde viene, cuál el objeto de su existencia, qué es el bien o el mal— no se la puede leer desgraciadamente de esta manera. El aumento del conocimiento de la verdad funcional parece más bien ir acompañado por una progresiva ceguera para la «verdad» misma, para la cuestión sobre lo que realmente somos y lo que de verdad debemos ser. ¿Qué es la verdad? Pilato no ha sido el único que ha dejado al margen esta cuestión como insoluble y, para sus propósitos, impracticable. También hoy se la considera molesta, tanto en la contienda política como en la discusión sobre la formación del derecho. Pero sin la verdad el hombre pierde en definitiva el sentido de su vida para dejar el campo libre a los más fuertes. «Redención», en el pleno sentido de la palabra, sólo puede consistir en que la verdad sea reconocible. Y llega a ser reconocible si Dios es reconocible. Él se da a conocer en Jesucristo. En Cristo, ha entrado en el mundo y, con ello, ha plantado el criterio de la verdad en medio de la historia. Externamente, la verdad resulta impotente en el mundo, del mismo modo que Cristo está sin poder según los criterios del mundo: no tiene legiones. Es crucificado. Pero precisamente así, en la falta total de poder, Él es poderoso, y sólo así la verdad se convierte siempre de nuevo en poder. En el diálogo entre Jesús y Pilato se trata de la realeza de Jesús y, por tanto, del reinado, del «reino» de Dios. Precisamente en este coloquio se ve claramente que no hay ruptura alguna entre el mensaje de Jesús en Galilea —el Reino de Dios— y sus discursos en Jerusalén. El centro del mensaje hasta la cruz —hasta la inscripción en la cruz— es el Reino de Dios, la nueva realeza que Jesús representa. La raíz de esto, sin embargo, es la verdad. La realeza anunciada por Jesús en las parábolas y,finalmente, de manera completamente abierta ante el juez terreno, es precisamente el reinado de la verdad. Lo que importa es el establecimiento de este reinado como verdadera liberación del hombre. Queda claro al mismo tiempo que no hay contradicción alguna entre el planteamiento prepascual centrado en el Reino de Dios y el post-pascual, centrado en la fe en Jesucristo como Hijo de Dios. En Cristo, Dios ha entrado en el mundo, ha entrado la verdad. La cristología es el anuncio del Reino de Dios que se ha hecho concreto. Después del interrogatorio, Pilato tuvo claro lo que en principio ya sabía antes. Este Jesús no es un revolucionario político, su mensaje y su comportamiento no representa una amenaza para la dominación romana. Si tal vez ha violado la Torá, a él, que es romano, no le interesa. Pero parece que Pilato sintió también un cierto temor supersticioso ante esta figura extraña. Pilato era ciertamente un escéptico. Pero como hombre de la Antigüedad tampoco excluía que los dioses, o en todo caso seres parecidos, pudieran aparecer bajo el aspecto de seres humanos. Juan dice que los «judíos» acusaron a Jesús de haberse declarado Hijo de Dios, y añade: «Cuando Pilato oyó estas palabras, se asustó aún más» (19,8). Pienso que se debe tener en cuenta este miedo de Pilato: ¿acaso había realmente algo de divino en este hombre? Al condenarlo, ¿no atentaba tal vez contra un poder divino? ¿Debía esperarse quizás la ira de estos poderes? Pienso que su actitud en este proceso no se explica únicamente en función de un cierto compromiso por la justicia, sino precisamente también por estas cuestiones.


Obviamente, los acusadores se percatan muy bien de ello y, a un temor, oponen ahora otro temor. Contra el miedo supersticioso por una posible presencia divina, ponen ante sus ojos la amenaza muy concreta de perder el favor del emperador, de perder su puesto y caer así en una situación delicada. La advertencia: «Si sueltas a ése, no eres amigo del César» Un 19,12), es una intimidación. Al final, la preocupación por su carrera es más fuerte que el miedo por los poderes divinos. Pero antes de la decisión final hay todavía un intermedio dramático y doloroso en tres actos, que al menos brevemente hemos de considerar. El primer acto consiste en que Pilato presenta a Jesús como candidato a la amnistía pascual, tratando así de liberarlo. Sin embargo, con ello se expone a una situación fatal. Quien es propuesto como candidato para una amnistía ya está condenado de por sí. Sólo en este caso tiene sentido la amnistía. Si corresponde a la gente el derecho a decidir por aclamación, después de ésta quien no ha sido elegido ha de considerarse condenado. En estesentido la propuesta para la liberación mediante la amnistía incluye ya implícitamente una condena. Sobre la contraposición entre Jesús y Barrabás, así como sobre el significado teológico de esta alternativa, he escrito detalladamente en la primera parte de esta obra (cf. pp. 65s). Por tanto, baste recordar aquí brevemente lo esencial. Juan denomina a Barrabás, según nuestras traducciones, simplemente como «bandido» (18,40). Pero, en el contexto político de entonces, la palabra griega que usa había adquirido también el significado de «terrorista» o «combatiente de la resistencia». Que éste era el significado que se quería dar resulta claro en la narración de Marcos: «Estaba en la cárcel un tal Barrabás, con los revoltosos que habían cometido un homicidio en la revuelta» (15,7). Barrabás («hijo del padre») es una especie de figura mesiánica; en la propuesta de amnistía pascual están frente a frente dos interpretaciones de la esperanza mesiánica. Se trata de dos delincuentes acusados según la ley romana de un delito idéntico: sublevación contra la Pax romana. Está claro que Pilato prefiere el «exaltado» no violento, quepara él era Jesús. Pero las categorías de la multitud y también de las autoridades del templo son diferentes. La aristocracia del templo llega a decir como mucho: «No tenemos más rey que al César» (In 19,15); pero esto es sólo en apariencia una renuncia a la esperanza mesiánica de Israel: a esterey no le queremos. Ellos quieren otro tipo de solución al problema. La humanidad se encontrará siempre frente a esta alternativa: decir «sí» a ese Dios que actúa sólo con el poder de la verdad y el amor o contar con algo concreto, algo que esté al alcance de la mano, con la violencia. Los seguidores de Jesús no están en el lugar del proceso. Están ausentes por miedo. Pero faltan también porque no se presentan como masa. Su voz se hará oír en Pentecostés, en el sermón de Pedro, que entonces «traspasará el corazón» de aquellos hombres que anteriormente habían preferido a Barrabás. Cuando éstos preguntan: «¿Qué tenemos que hacer, hermanos?», se les responde: «Convertíos»; renovad y transformad vuestra forma de pensar, vuestro ser (cf. Hch 2,37s). Éste es el grito que, ante la escena de Barrabás, como en todas sus representaciones sucesivas, debe desgarrarnos el corazón y llevarnos al cambio de vida. El segundo acto está sintetizado lacónicamente en la frase de Juan: «Entonces Pilato tomó a Jesús y lo mandó azotar» (19,1). La flagelación era el castigo que, según el derecho romano, se infligía como pena concomitante a la condena a muerte (cf. HengelSchwemer, p. 609). En Juan aparece sin embargo como algo que tiene lugar en el contexto del interrogatorio, una medida que el prefecto estaba autorizado a tomar en virtud de su poder policial. Era un castigo extremadamente bárbaro; el condenado «eragolpeado por varios guardias hasta que se cansaban y la carne del delincuente colgaba en jirones sanguinolentos» (Blinzler, p. 321). Rudolf Pesch comenta: «El hecho de que Simón de Cirene tuviera que llevar a Jesús el travesaño de la cruz y que Jesús muriera tan rápidamente tal vez tiene que ver, razonablemente, con la tortura de la flagelación, durante la cual otros delincuentes ya perdían la vida» (Markusevangelium, II, p. 467).


El tercer acto es la coronación de espinas. Los soldados juegan cruelmente con Jesús. Saben que dice ser rey. Pero ahora está en sus manos, y disfrutan humillándolo, demostrando su fuerza en Él, tal vez descargando de manera sustitutiva su propia rabia contra los grandes. Lo revisten —a un hombre golpeado y herido por todo el cuerpo— con signos caricaturescos de la majestad imperial: el manto de color púrpura, la corona tejida de espinas y el cetro de caña. Le rinden honores: «¡Salve, rey de los judíos!»; su homenaje consiste en bofetadas con las que manifiestan una vez más todo su desprecio por él (cf. Mt 27,28ss; Mc 15,17ss; Jn 19,2s). La historia de las religiones conoce la figura delrey-pantomima, similar al fenómeno del «chivo expiatorio». Sobre él se carga todo lo que aflige a los hombres: se pretende así alejar del mundo todo eso. Sin saberlo, los soldados hacen lo que no conseguían aquellos ritos y costumbres: «Él soportó el castigo que nos trae la paz, y con sus cardenales hemos sido curados» (Is 53,5). Jesús es llevado con este aspecto caricaturesco a Pilato, y Pilato lo presenta al gentío, ala humanidad: Ecce horno, «¡Aquí tenéis al hombre!» (In 19,5). Probablemente el juez romano está conmocionado por la figura llena de burlas y heridas de este acusado misterioso. Y cuenta con la compasión de quienes lo ven. «Ecce homo»: esta palabra adquiere espontáneamente una profundidad que va más allá de aquel momento. En Jesús aparece lo que es propiamente el hombre. En Él se manifiesta la miseria de todos los golpeados y abatidos. En su miseria se refleja la inhumanidad del poder humano, que aplasta de esta manera al impotente. En Él se refleja lo que llamamos «pecado»: en lo que se convierte el hombre cuando da la espalda a Dios y toma en sus manos por cuenta propia el gobierno del mundo. Pero también es cierto el otro aspecto: a Jesús no se le puede quitar su íntima dignidad. En Él sigue presente el Dios oculto. También el hombre maltratado y humillado continúa siendo imagen de Dios. Desde que Jesús se ha dejado azotar, los golpeados y heridos son precisamente imagen del Dios que ha querido sufrir por nosotros. Así, en medio de su pasión, Jesús es imagen de esperanza: Dios está del lado de los que sufren. Al final, Pilato vuelve a su puesto de juez. Dice una vez más: «Aquí tenéis a vuestro Rey» (Jn 19,14). Después pronuncia la sentencia de muerte. Ciertamente, la gran verdad de la que había hablado Jesús le había quedado inaccesible, pero la verdad concreta de este caso Pilato la conocía bien. Sabía que este Jesús no era un delincuente político y que la realeza que pretendía no constituía peligro político alguno. Sabía, pues, que debería ser absuelto. Como prefecto representaba el derecho romano sobre el que se fundaba la Pax romana, la paz del imperio que abarcaba el mundo. Por un lado, esta paz estaba asegurada por el poder militar de Roma.Pero con el poder militar por sí solo no se puede establecer ninguna paz. La paz se funda en la justicia. La fuerza de Roma era su sistema jurídico, un orden jurídico con el que los hombres podían contar. Pilato —repetimos— conocía la verdad de la que se trataba en este caso y sabía lo que la justicia exigía de él. Pero al final ganó en él la interpretación pragmática del derecho: la fuerza pacificadora del derecho es más importante que la verdad del caso; esto fue tal vez lo que pensó y así se justificó ante sí mismo. Una absolución del inocente podía perjudicarle personalmente —el miedo a eso fue ciertamente un motivo determinante de lo que hizo—, pero, además, podía provocar también otros trastornos y desórdenes que, precisamente en los días de Pascua, había que evitar. La paz fue para él en esta ocasión más importante que la justicia. Debía dejar de lado no sólo la grande e inaccesible verdad, sino también la del caso concreto: creía cumplir de este modo con el verdadero significado del derecho, su función pacificadora. Así calmó tal vez su conciencia. Por el momento, todo parecía ir bien. Jerusalén permaneció tranquila. Pero que, en último término, la paz no se puede establecer contra la verdad es algo que se manifestaría más tarde. 8. CRUCIFIXIÓN Y SEPULTURA DE JESÚS


1. REFLEXIÓN PRELIMINAR: PALABRA Y ACONTECIMIENTO EN EL RELATO DE LA PASIÓN Los cuatro evangelistas nos hablan de las horas en las que Jesús sufre y muere en la cruz. Concuerdan en lo esencial del acontecimiento, pero con matices diferentes en los detalles. Lo singular en estas narraciones es que están llenas de alusiones y citas del Antiguo Testamento: la Palabra de Dios y el acontecimiento se compenetran mutuamente. Los hechos, por decirlo así, están repletos de palabra, de sentido; y también viceversa: lo que hasta ahora había sido sólo palabra —a veces palabra incomprensible— se hace realidad, y sólo así se abre a la comprensión. Tras este modo particular de narrar hay un proceso de aprendizaje de la Iglesia naciente, y que ha sido determinante para que ésta llegara a formarse. En un primer momento, el que Jesús acabara en la cruz era sencillamente un hecho irracional que ponía en cuestión todo su anuncio y el conjunto de su propia figura. El relato sobre los discípulos de Emaús (cf. Lc 24,1335) describe el camino quehicieron juntos, su conversación en la búsqueda común, como un proceso en el que la oscuridad de las almas se va aclarando poco a poco gracias al acompañamiento de Jesús (cf. v. 15). Aparece con claridad que Moisés y los Profetas, que «toda la Escritura», habían hablado de los acontecimientos de esta Pasión (cf. v. 26s): lo «absurdo» manifiesta ahora su más profundo significado. En el acontecimiento aparentemente sin sentido se ha abierto en realidad el verdadero sentido del camino humano; el sentido ha conseguido la victoria sobre el poder de la destrucción y del mal. Lo que aquí se resume, en un largo coloquio de Jesús con dos discípulos, fue para la Iglesia naciente todo un proceso de búsqueda y maduración. A la luz de la resurrección, a la luz del don de un nuevo caminar en comunión con el Señor, se tuvo que aprender a leer el Antiguo Testamento de modo nuevo: «En efecto, nadie se había esperado un final del Mesías en cruz. O quizás, ¿se habían solamente ignorado hasta aquel momento las correspondientes alusiones en la Sagrada Escritura?» (Reiser, Bibelkritik, p. 332). No fueron las palabras dela Escritura lo que suscitó la narración de los hechos, sino que los hechos, en un primer momento incomprensibles, llevaron a una nueva comprensión de la Escritura. Así, la concordancia que se encuentra entre hecho y palabra no solamente determina la estructura de los relatos del acontecimiento de la Pasión (y de los evangelios en general), sino que es constitutiva para la misma fe cristiana. Sin ella no se puede entender el desarrollo de la Iglesia, cuyo mensaje recibió, y recibe todavía, su credibilidad y su relevancia histórica precisamente de esta trabazón entre sentido e historia: donde este lazo se deshace, se disipa la misma estructura básica de la fe cristiana. En la narración de la Pasión se encuentran intercaladas múltiples alusiones a textos veterotestamentarios. Dos de ellos son de fundamental importancia, porque abrazan e iluminan teológicamente, por decirlo así, todo el arco del acontecimiento de la Pasión: son el Salmo 22 e Isaías 53. Echemos por tanto ya desde ahora una rápida mirada sobre estos dos textos, que son básicos para la unidad entre palabra de la Escritura (Antiguo Testamento) y acontecimiento de Cristo (Nuevo Testamento). El Salmo 22 es el gran grito angustiado del Israelque sufre al Dios que aparentemente permanece en silencio. La palabra «gritar», que después tiene una importancia central en el relato sobre Jesús en la cruz, sobre todo en Marcos, caracteriza, por decirlo así, el tono de este Salmo. Comienza inmediatamente diciendo: «A pesar de mis gritos, mi oración no te alcanza». En los versículos 3 y 6 se sigue hablando de este gritar. Se deja oír toda la pena de quien sufre ante el Dios aparentemente ausente. Aquí ya no basta un simple llamar o implorar. En la extrema angustia, la oración se convierte necesariamente en un clamor. Los versículos 7-9 hablan del escarnio que circunda al orante. Este escarnio se convierte en un desafío a Dios y, así, en una afrenta todavía mayor al desdichado: «Acudió al Señor, que lo ponga a salvo; que lo libre, si tanto lo quiere». El sufrimiento indefenso es interpretado como


prueba de que Dios no ama verdaderamente al afligido. El versículo 19habla del echar a suertes sus vestidos, como ocurrió de hecho a los pies de la cruz. Pero el grito de angustia se transforma después en una profesión de confianza, más aún, en tres versículos se anticipa y se celebra la gran acogida que ha obtenido. Ante todo: «Él es mi alabanza en la gran asamblea, cumpliré mis votos delante de sus fieles» (v. 26). La Iglesia naciente es consciente de ser la gran asamblea en la que se celebra la acogida de quien implora, su salvación: la resurrección. Siguen después otros dos elementos sorprendentes. La salvación no se limita solamente al orante, sino que se convierte en un «saciar a los desvalidos» (v. 27). Y, más aún: «Volverán al Señor hasta de los confines del orbe; en su presencia se postrarán las familias de los pueblos» (v. 28). ¿Cómo podía la Iglesia naciente dejar de intuir en estos versículos, por un lado, el misterioso banquete nuevo, el «saciar a los desvalidos», que el Señor lc había dado en la Eucaristía? Y, por otro, ¿cómo no ver allí el acontecimiento insospechado de la conversión de los pueblos del mundo al Dios de Israel, al Dios de Jesucristo; es decir, que la Iglesia se formaba con gentes de todos los pueblos? La Eucaristía (la alabanza: v. 26; el saciar: v. 27) y el universalismo de la salvación (v. 28) aparecen como la gran acogida de Dios, que responde al grito de Jesús. Es importante tener siempre presente la amplia gama de acontecimientos contenidos en este Salmo para entender por qué tiene un papel tan central en la narración de la cruz. Del segundo texto fundamental —Isaías 53— ya hemos tratado en el contexto de la oración sacerdotal de Jesús. Marius Reiser ha presentado un análisis minucioso de este texto misterioso, en cuya lectura se puede percibir de nuevo el asombro del primer cristianismo al ir comprobando que el camino de Jesucristo ya se había ido anunciando paso a paso. El profeta —leído ahora con todos los medios modernos del análisis crítico del texto— habla como si fuera un evangelista. Pasemos ahora a una breve consideración sobre los elementos esenciales del relato de la crucifixión. 2. JESÚS EN LA CRUZ La primera palabra de Jesús en la cruz: «Padre, perdónalos» La primera palabra de Jesús en la cruz, pronunciada casi mientras lo crucificaban, es la petición de perdón para quienes le tratan así: «Padre, perdónalos, porque no saben lo que hacen» (Lc 23,34). Lo que el Señor había predicado en el Sermón de la Montaña, lo cumple aquí personalmente. Él no conoce odio alguno. No grita venganza. Suplica el perdón para todos los que lo ponen en la cruz y da la razón de esta súplica: «No saben lo que hacen». Esta palabra sobre la ignorancia vuelve después en el discurso de san Pedro en los Hechos de los Apóstoles. En él se comienza recordándole a la muchedumbre que se había reunido en el pórtico de Salomón tras la curación de un lisiado: «Rechazasteis al santo, al justo, y pedisteis el indulto de un asesino; matasteis al autor de la vida; pero Dios lo resucitó de entre los muertos» (3,14s). Pedro, después de este doloroso recuerdo, que ya había incluido en su discurso de Pentecostés y que traspasó entonces el corazón de la gente (cf. 2,37),prosigue: «Sin embargo, hermanos, yo sé que lo hicisteis por ignorancia, y vuestras autoridades lo mismo» (3,17). El motivo de la ignorancia aparece una vez más en una nota autobiográfica del pasado de san Pablo. Recuerda que él mismo había sido anteriormente «un blasfemo, un perseguidor y un violento»; y añade a continuación: «Pero Dios tuvo compasión de mí, porque yo no era creyente y no sabía lo que hacía» (1 Tm 1,13). Si se tiene en cuenta su anterior orgullo de perfecto discípulo de la Ley, que conocía y cumplía la Escritura, ésta es una palabra dura: él, que había estudiado con los mejores maestros y podía considerarse a sí mismo como un verdadero escriba, ahora, mirando hacia atrás, debe reconocer que había sido un ignorante.


Pero es precisamente la ignorancia lo que le ha salvado, haciéndole capaz de conversión y de perdón. Ciertamente, esta combinación entre docta erudición y profunda ignorancia debe hacer reflexionar. Revela lo problemático de un saber que se cree autosuficiente, y por eso no alcanza la verdad misma que debería transformar al hombre. Esta relación entre saber e ignorancia aparece también de otra manera en la narración de los Magos de Oriente. Los sumos sacerdotes y los escribas saben exactamente dónde debía nacer el Mesías. Pero no lo reconocen. Siendo sabios, permanecen ciegos (cf. Mt 2,4-6). Es obvio que esta coexistencia entre saber e ignorancia, de conocimiento material y profunda incomprensión, existe en todos los tiempos. Por eso la palabra de Jesús sobre la ignorancia, con sus aplicaciones en las distintas situaciones de la Escritura, debe sacudir también, precisamente hoy, a los presuntos sabios. ¿Acaso no somos ciegos precisamente en cuanto sabios? ¿No somos quizás, justo por nuestro saber, incapaces de reconocer laverdad misma, que quiere venir a nuestro encuentro en aquello mismo que sabemos? ¿Acaso no esquivamos el dolor provocado por la verdad que traspasa el corazón, esa verdad de la que habló Pedro en su discurso de Pentecostés? La ignorancia atenúa la culpa, deja abierta la vía hacia la conversión. Pero no es simplemente una causa eximente, porque revela al mismo tiempo una dureza de corazón, una torpeza que resiste a la llamada de la verdad. Por eso es más consolador aún para todos los hombres y en todos los tiempos que el Señor, tanto respecto a los que verdaderamente no sabían —los verdugos— como a los que sabían y lo condenaron, haya puesto la ignorancia como motivo para pedir que se les perdone: la ve como una puerta que puede llevarnos a la conversión. Las burlas a Jesús En el Evangelio aparecen tres grupos de gente que se burlan de Jesús. Primero, el de los que pasaban por allí. Repiten al Señor las palabras con las que se refería a la destrucción del templo: «¡Anda!, tú que destruías el templo y lo reconstruías en tres días, sálvate a ti mismo bajando de la cruz» (Mc 15,29s). Quienes se mofan así del Señor expresan con ello su desprecio por el impotente, le hacen sentir una vez más su debilidad. Al mismo tiempo, le quieren hacer caer en tentación, como ya intentó el diablo: «Sálvate a ti mismo. Utiliza tu poder». No saben que justamente en este momento se está cumpliendo la destrucción del templo y que, así, se está formando el nuevo templo. Al final de la Pasión, con la muerte de Jesús, el velo del templo se rasgó en dos, de arriba abajo, como narran los Sinópticos (cf. Mt 27,51; Mc 15,38; Lc 23,45). En el templo había dos velos y, probablemente, se refieren al velo interior, que impedía a la gente acceder al Santo de los Santos. Una sola vez al año, el sumo sacerdote podía atravesar este velo, comparecer ante el Altísimo y pronunciar su santo Nombre. Ahora, en el momento de la muerte de Jesús, este velo se desgarra de arriba abajo. Con eso se alude a dos cosas: por un lado, se pone de relieve que la época del antiguo templo y sus sacrificios se ha acabado; en lugar de los símbolos y los ritos, que apuntaban al futuro, ahora se hace presente la realidad misma, el Jesús crucificado que nos reconcilia a todos con el Padre. Pero, al mismo tiempo, el velo rasgado del templo significa que ahora se ha abierto el acceso a Dios. Hasta aquel momento el rostro de Dios había estado velado. Sólo mediante signos y una vez al año, el sumo sacerdote podía comparecer ante él. Ahora, Dios mismo ha quitado el velo, en el Crucificado se ha manifestado como el que ama hasta la muerte. El acceso a Dios está libre. El segundo grupo de los que se burlan está formado por los miembros del Sanedrín. Mateo menciona las tres categorías de sus componentes: sacerdotes, escribas y ancianos. Éstos formulan sus palabras de escarnio refiriéndose al Libro de la Sabiduría que, en el capítulo 2, habla del justo que estorba la vida malvada de otros, se llama a sí mismo hijo de Dios y es condenado a la desventura(cf. Sb 2,10-20). Los miembros del Sanedrín, remitiéndose a aquellas palabras, dicen ahora de Jesús, el crucificado: «¿No es el rey de Israel?; que baje


ahora de la cruz y le creeremos. ¿No ha confiado en Dios? Si tanto lo quiere Dios, que lo libre ahora. ¿No decía que era Hijo de Dios?» (Mt27,42s; cf. Sb 2,18). Sin percatarse de ello, quienes se mofan así reconocen con su actitud que Jesús es realmente Aquel del que se habla en el Libro de la Sabiduría. Precisamente en la situación de impotencia exterior, Él se revela como el verdadero Hijo de Dios. Podemos añadir que el Libro de la Sabiduría conocía quizás la hipótesis teórica de Platón, que en su obra sobre el Estado intenta imaginarse cuál hubiera sido el destino del justo perfecto en este mundo, llegando a la conclusión de que habría sidocrucificado (cf. Politeia II, 361e-362a). Tal vez el Libro de la Sabiduría ha tomado esta idea del filósofo, la ha introducido en el Antiguo Testamento y, ahora, esta idea apunta directamente a Jesús. Precisamente en el escarnio, el misterio de Jesucristo se demuestra verdadero. Así como no se había dejado seducir por el diablo para que se tirase desde el pináculo del templo (cf. Mt 4,5-7;Lc 4,9-13), tampoco cede ahora a esta tentación. Él lo sabe: Dios mismo le salvará, pero de mododiferente al que esta gente se imagina aquí. La resurrección será el momento en el que Dios lo librará de la muerte y lo confirmará como el Hijo. El tercer grupo de los que se mofan lo forman quienes fueron crucificados con Él, y que Mateo y Marcos caracterizan con la misma palabra lestes (bandido), con la que Juan describe a Barrabás (cf. Mt27,38; Mc 15,27; in 18,40). Queda claro así que se les califica como combatientes de la resistencia, a los cuales, para criminalizarlos, los romanos dieron simplemente el apelativo de «bandidos». Son crucificados junto con Jesús porque se les había declarado culpables del mismo crimen: resistencia contra el poder romano. En Jesús, sin embargo, el tipo de delito es diferente al de los otros dos, que tal vez habían participado con Barrabás en su insurrección. Pilato sabe muy bien que Jesús no había pensado en algo como eso y, por ello, en la inscripción para la cruz define el «delito» de manera singular: «Jesús el Nazareno, el rey de los judíos» (In 19,19). Hasta aquel momento Jesús había evitado el título de Mesías o de rey, o bien lo había puesto inmediatamente en relación con su Pasión (cf. Mc 8,27-31), para impedir interpretaciones erróneas. Ahora, el título de rey puede aparecer delante de todos. En las tres grandes lenguas de entonces, Jesús es proclamado rey públicamente. Es comprensible que los miembros del Sanedrín se vieran contrariados por este título, con el que Pilato quiere seguramente expresar también su cinismo contra las autoridades judías y, aunque con retraso, vengarse de ellos. Pero esta inscripción, que equivale a una proclamación como rey, está ahora ante la historia del mundo. Jesús ha sido «elevado». La cruz es su trono desde el que atrae el mundo hacia sí. Desde este lugar de la extrema entrega de sí, desde este lugar de un amor verdaderamente divino, Él domina como el verdadero rey, domina a su modo; de una manera que ni Pi- lato ni los miembros del Sanedrín habían podido entender. Pero a las burlas no se unen los dos crucificados con Él. Uno de ellos intuye el misterio de Jesús. Sabe y ve que el «delito» de Jesús era de un tipo completamente diferente; que Jesús no era un vio-lento. Y ahora se da cuenta de que este hombre crucificado a su lado hace realmente visible el ros-tro de Dios, es el Hijo de Dios. Y, entonces, le im-plora: «Jesús, acuérdate de mí cuando llegues a tu reino» (Lc 23,42). Cómo haya imaginado exacta-mente el buen ladrón la entrada de Jesús en su reino y, por tanto, en qué sentido haya pedido que Jesús se recordara de él, no lo sabemos. Pero, ob-viamente, ha entendido precisamente en la cruz que este hombre sin poder alguno es el verdadero rey; Aquel que Israel estaba esperando, y junto al cual no quiere estar solamente ahora en la cruz, sino también en la gloria. La respuesta de Jesús va más allá de la petición. En lugar de un futuro indeterminado habla de un «hoy»: «Hoy estarás conmigo en el paraíso» (23,43). También estas palabras están llenas de mis-terio, pero nos enseñan ciertamente una cosa: Jesús sabía que entraba directamente en comunión con el Padre, que podía prometer el paraíso ya para «hoy». Sabía que reconduciría


al hombre al paraíso del cual había sido privado: a esa comunión con Dios en la cual reside la verdadera salvación del hombre. Así, en la historia de la espiritualidad cristiana, el buen ladrón se ha convertido en la imagen de la esperanza, en la certeza consoladora de que la mi-sericordia de Dios puede llegarnos también en el último instante; la certeza de que, incluso después de una vida equivocada, la plegaria que implora su bondad no es vana. «Tú que escuchaste al ladrón, también a mí me diste esperanza», reza, por ejem-plo, el Dies irae. El grito de abandono de Jesús Mateo y Marcos concuerdan en decir que, a la hora nona, Jesús exclamó con voz potente: «Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado?» (Mt 27,46; Mc 15,34). Transmiten el grito de Jesús en una mezcla de hebreo y arameo y lo traducen después al griego. Esta plegaria de Jesús ha llevado una y otra vez a los cristianos a preguntarse y a reflexionar: ¿Cómo pudo el Hijo de Dios ser abandonado por Dios? ¿Qué significa este grito? Rudolf Bultmann, por ejemplo, observa a este res-pecto: La ejecución de Jesús tuvo lugar «a causa de una interpretación errónea sobre su modo de obrar, entendido como el de un agitador político. Habría sido entonces —hablando desde el punto de visto histórico— un destino carente de sentido.Si o cómo Jesús haya visto en esto un sentido, no lo podemos saber. No debemos descartar la posi-bilidad que se haya derrumbado» (Das Venhältnis, p. 12). ¿Qué debemos decir frente a todo eso? Ante todo hay que considerar el hecho de que, según el relato de ambos evangelistas, los que pa-saban por allí no comprendieron la exclamación de Jesús, pero la interpretaron como un grito dirigido a Elías. En estudios eruditos se ha tratado de reconstruir precisamente la exclamación de Jesús de modo que, por un lado, pudiera ser malentendida como un grito hacia Elías y, por otro, fuera la exclamación de abandono del Salmo 22 (cf. Rudolf Pesch, Markusevangelium, II, p. 495). Como quiera que sea, sólo la comunidad creyente ha comprendido la exclamación de Jesús —que los que estaban por allí no entendieron o malentendieron— como el inicio del Salmo 22 y, sobre esta base, la ha podido comprender como un grito verdaderamente mesiánico. No es un grito cualquiera de abandono. Jesús recita el gran Salmo del Israel afligido y asume de este modo en sí todo el tormento, no sólo de Israel, sino de todos los hombres que sufren en este mundo por el ocultamiento de Dios. Lleva ante el corazón de Dios mismo el grito de angustia del mundo atormentado por la ausencia de Dios. Se identifica con el Israel dolorido, con la humanidad que sufre a causa de la «oscuridad de Dios», asume en sí su clamor, su tormento, todo su desamparo y, con ello, al mismo tiempo los transforma. Como hemos visto, el Salmo 22 impregna la narración de la Pasión y va más allá. La humillación pública, el escarnio y los golpes en la cabeza de los que se mofan, los dolores, la sed terrible, el traspasarle las manos y los pies, el echar a suertes sus vestidos: la Pasión entera está como narrada anticipadamente en este Salmo. Pero, mientras Jesús pronuncia las primeras palabras del Salmo, se cumple ya en último análisis la totalidad de esta magnífica oración, incluida también la certeza de que será escuchada, y que se manifestará en la resurrección, en la formación de la «gran asamblea» y en el saciar el hambre de los pobres (cf. vv. 25ss). El grito en el extremo tormento es al mismo tiempo certeza de la respuesta divina, certeza de la salvación, no solamente para Jesús mismo, sino para «muchos». En la teología más reciente se han hecho muchos intentos perspicaces para escudriñar, basándose en este grito de angustia de Jesús, en los abismos de su alma y comprender el misterio de su persona en el extremo tormento. Todos estos esfuerzos, a fin de cuentas, se caracterizan por un planteamiento demasiado limitado e individualista. Pienso que los Padres de la Iglesia, con su modo de comprender la oración de Jesús, se han acercado mucho más a la realidad. Ya para los orantes del Antiguo Testamento las palabras de los Salmos no corresponden a un sujeto individual cerrado en sí mismo. Ciertamente, son palabras muy personales, que han ido surgiendo en el forcejeo con Dios, pero palabras a las


que, sin embargo, están asociados a la vez en la oración todos los justos que sufren, todo Israel, más aún, la humanidad entera en lucha; por eso estos Salmos abrazan siempre el pasado, el presente y el futuro. Están en el presente del dolor y, sin embargo, llevan ya en sí el don de ser escuchados, de la transformación. Esta figura básica, que en la investigación más reciente se describe como «personalidad corporativa», los Padres la han acogido y profundizado a partir de su fe en Cristo: en los Salmos —nos dice Agustín— Cristo ora a la vez como Cabeza y como Cuerpo (cf. p. ej. En. in Ps., 60,1s; 61,4; 85,1.5). Ruega como «Cabeza», como Aquel que nos une a todos en un sujeto común y nos acoge a todos en sí. Y ora como «Cuerpo», en el sentido de que tiene presente la lucha de todos nosotros, nuestras propias voces, nuestra tribulación y nuestra esperanza. Nosotros mismos somos orantes de este Salmo, pero ahora de manera nueva en la comunión con Cristo. Y, a partir de Él, pasado, presente y futuro van siempre unidos. Una y otra vez nos encontramos en el hoy saturado de sufrimiento. Pero, siempre también, la resurrección y la saciedad de los pobres ocurren ya «hoy». En una perspectiva como ésta, nada se quita al horror de la Pasión de Jesús. Por el contrario, aumenta, porque no es solamente individual, sino que lleva realmente en sí la tribulación de todos nosotros. Al mismo tiempo, sin embargo, el sufrimiento de Jesús es una pasión mesiánica, un sufrir en comunión con nosotros, por nosotros; un ser-con que proviene del amor, y lleva consigo así la redención, la victoria del amor. Echan a suertes sus vestidos Los evangelistas nos dicen que los cuatro soldados encargados de la ejecución de Jesús se repartieron sus vestidos echándolos a suerte. Eso respondía a la costumbre romana, según la cual las ropas del ejecutado correspondían al pelotón de ejecución. Juan cita explícitamente el Salmo 22,19 con estas palabras: «Se repartieron mis ropas y echaron a suertes mi túnica» (19,24). Siguiendo el paralelismo típico de la poesía judía, en la que una sola acción se expresa en dos tiempos, Juan distingue dos momentos: primero, los soldados hacen cuatro partes con los vestidos de Jesús y las distribuyen entre ellos. Luego toman también «la túnica». Pero aquella túnica era sin costuras, tejida toda ella de una sola pieza. Por eso dicen entre ellos: «No la rasguemos, sino echemos a suertes a ver a quién toca» (19,23s). Este pormenor sobre la túnica sin costuras (chitón) se narra con tanto detalle porque Juan ha querido obviamente recordar con ello algo más que un detalle casual. Algunos exegetas, en este contexto, hacen referencia a una información de Flavio Josefo según la cual la túnica del sumo sacerdote (chitón) se tejía con un solo hilo continuo (cf. Ant. iud., III, 7, 4). Por tanto, en esta tenue alusión del evangelista se puede ver tal vez una referencia a la dignidad de Jesús como sumo sacerdote, una dignidad que Juan había expuesto más extensamente desde el punto de vista teológico en la oración sacerdotal de Jesús. El que allí muere no es solamente el verdadero Rey de Israel. Es también el Sumo Sacerdote que, precisamente en esta hora de su extrema deshonra, cumple su ministerio sacerdotal. Los Padres, al reflexionar sobre este texto, han acentuado un aspecto diferente: ven en la túnica sin costuras, que los soldados tampoco quieren romper, una imagen de la unidad indestructible de la Iglesia. La túnica inconsútil es expresión de la unidad que el Sumo Sacerdote Jesús había implorado para los suyos la víspera de la Pasión. En efecto, en la oración sacerdotal se entrelazan inseparablemente el sacerdocio de Jesús y la unidad de los suyos. A los pies de la cruz, percibimos una vez más de manera penetrante el mensaje que Jesús nos ha mostrado y grabado en nuestros corazones en su oración antes de ir al encuentro de la muerte. «Tengo sed» Al inicio de la crucifixión, como era costumbre, se ofreció a Jesús una bebida calmante para atenuar los dolores insoportables. Jesús la rechazó. Quiso soportar totalmente consciente su


sufrimiento (cf. Mc 15,23). Al término de la Pasión, bajo el sol abrasador del mediodía, colgado en la cruz, Jesús gritó: «Tengo sed» Un 19,28). Como solía hacerse, se le ofreció un vino agriado, muy común entre los pobres, que también se podía considerar vinagre; se la tenía como una bebida para calmar la sed. Aquí encontramos de nuevo esa compenetración entre palabra bíblica y acontecimiento sobre la que hemos reflexionado a comienzos de este capítulo. Por un lado, la escena es del todo realista: la sed del Crucificado y la bebida agria que los soldados solían dar en aquellos casos. Por otro, oímos enseguida en el trasfondo el Salmo 69, aplicable a la Pasión, en el que el sufriente exclama: «En la sed me dieron vinagre» (v. 22). Jesús es el justo que sufre. En Él se cumple la Pasión del justo descrita por la Escritura en las grandes experiencias de los orantes afligidos. Pero, con esto, ¿cómo no pensar también en el canto de la viña del capítulo 5 del profeta Isaías, ese canto sobre el que hemos reflexionado en el contexto de la parábola de la viña? (cf. primera parte, pp. 302-306). En ella, Dios presentó su queja a Israel. Dios había plantado una viña en una fértil colina, y la cuidó con mimo. «Esperaba que diera uvas, pero produjo agraces» (Is 5,2). La viña de Israel no lleva a Dios el fruto noble de la justicia, que se funda en el amor. Da los granos agrios del hombre que se preocupa solamente de sí mismo. Produce vinagre en vez de vino. El lamento de Dios, que oímos en el canto profético, se concreta en esta hora en que al Redentor sediento se le ofrece vinagre. Así como el canto de Isaías manifiesta el sufrimiento de Dios por su pueblo, más allá de su momento histórico, así también la escena de la cruz sobrepasa la hora de la muerte de Jesús. No sólo Israel, sino también la Iglesia, nosotros, respondemos una y otra vez al amor solícito de Dios con vinagre, con un corazón agrio que no quiere hacer caso del amor de Dios. «Tengo sed»: este grito de Jesús se dirige a cada uno de nosotros. Las mujeres junto a la cruz– la Madre de Jesús Los cuatro evangelistas nos hablan —cada uno a su modo— de mujeres junto a la cruz. Marcos nos dice: «Había también unas mujeres que miraban desde lejos; entre ellas María Magdalena, María la madre de Santiago el Menor y de José, y Salomé, que, cuando estaba en Galilea, lo seguían para atenderlo; y otras muchas que habían subido con éla Jerusalén» (15,40s). Aunque los evangelistas no dicen nada directamente, en el simple hecho de que se mencione su presencia se puede percibir el desconcierto y la aflicción de estas mujeres ante lo ocurrido. Juan cita al final de su relato de la crucifixión unas palabras del profeta Zacarías: «Mirarán al que traspasaron» (19,37; cf. Za 2,10). Al principio del Apocalipsis, estas palabras que aquí esclarecen la escena ante la cruz se aplicarán de manera profética al tiempo final: al momento del retorno del Señor, cuando todos mirarán al que viene con las nubes —el Traspasado— y se darán golpes de pecho (cf. Ap 1,7). Las mujeres miran al Traspasado. Podemos pensar también en las otras palabras del profeta Zacarías: «Harán llanto como el llanto por el hijo único, y llorarán como se llora al primogénito» (12,10). Mientras que hasta la muerte de Jesús sólo había habido escarnio y crueldad en torno al Señor, los Evangelios presentan ahora un epílogo reparador que lleva a su puesta en el sepulcro y a la resurrección. Las mujeres que le habían sido fieles están presentes. Su compasión y su amor son para el Redentor muerto. Podemos, pues, añadir también tranquilamente la conclusión del texto de Zacarías: «Aquel día habrá una fuente abierta para la casa de David y para los habitantes de Jerusalén, para lavar el pecado y la impureza» (13,1). El mirar al Traspasado y el compadecerse se convierten ya de por sí en fuente de purificación. Da comienzo la fuerza transformadora de la Pasión de Jesús. Juan no sólo nos dice que las mujeres estaban junto a la cruz —«su madre, la hermana de su madre, María la de Cleofás y María la Magdalena» (19,25)—, sino que prosigue: «Jesús, al ver a su madre y cerca al discípulo que tanto quería, dijo a su madre: "Mujer, ahí tienes a tu hijo". Luego dijo al discípulo: "Ahí tienes a tu madre"». Y desde aquella hora, el discípulo la recibió en su casa» (19,26s). Ésta es la última disposición, casi un acto de adopción. Él es el único hijo de


su madre, la cual, tras su muerte, quedaría sola en el mundo. Ahora pone a su lado al discípulo amado, lo pone, por decirlo así, en lugar suyo, como su propio hijo, y desde aquel momento él se hace cargo de ella, la acoge consigo. La traducción literal es aún más fuerte; se podría expresar más o menos así: la acogió entre sus propias cosas, la acogió en su más íntimo contexto de vida. Así pues, esto es ante todo un gesto totalmente humano del Redentor que está a punto de morir. No deja sola a su madre, la confía a los cuidados del discípulo que le había sido tan cercano. De este modo se da también al discípulo un nuevo hogar: la madre que cuida de él y de la que él se hace cargo. Cuando Juan habla de hechos humanos como éste, quiere recordar ciertamente acontecimientos ocurridos. Sin embargo, lo que le interesa es siempre algo más que los hechos concretos del pasado. El acontecimiento se proyecta más allá de sí mismo hacia lo que permanece. Así pues, ¿qué quiere decirnos con esto? Un primer aspecto nos lo ofrece con la forma de llamar «mujer» a su madre. Es el mismo término que Jesús había usado en la boda de Caná (cf.Jn 2,4). Las dos escenas quedan así relacionadas una con otra. Caná había sido una anticipación de la boda definitiva, del vino nuevo que el Señor quería ofrecer. Sólo ahora se hace realidad lo que entonces era únicamente un signo precursor de lo que estaba por venir. El término «mujer» recuerda al mismo tiempo el relato de la creación, en el cual el Creador presenta la mujer a Adán. Adán reacciona ante esta nueva criatura diciendo: «¡Ésta sí que es hueso de mis huesos y carne de mi carne! Su nombre será Mujer» (Gn 2,23). San Pablo ha presentado a Jesús en sus cartas como el nuevo Adán, con el cual la humanidad recomienza de un modo nuevo. Juan nos dice que al nuevo Adán le corresponde nuevamente «la mujer», que él nos presenta en la figura de María. En el Evangelio eso queda como una alusión callada de lo que se desarrollará después poco a poco en la fe de la Iglesia. El Apocalipsis habla de la señal grandiosa de la mujer que aparece en el cielo, abrazando allí a todo Israel, o mejor, a la Iglesia entera. La Iglesia debe dar a luz a Cristo continuamente con dolor (cf. 12,1-6). Otro paso en la maduración de la misma idea lo encontramos en la Carta a los Efesios, que aplica a Cristo y a la Iglesia la imagen del hombre que deja a su padre y a su madre y se hace una sola carne con la mujer (cf. 5,31s). La Iglesia antigua, basándose en el modelo de la «personalidad corporativa» —según el modo de pensar de la Biblia—, no ha tenido dificultad alguna para reconocer en la mujer, por un lado, a María en sentido del todo personal y, por otro, para ver en ella, abarcando todos los tiempos, a la Iglesia esposa y Madre, en la cual el misterio de María se prolonga en la historia. Como María, la mujer, también el discípulo predilecto es a la vez una figura concreta y un modelo del discipulado que siempre habrá y siempre debe haber. Al discípulo, que es verdaderamente discípulo en la comunión de amor con el Señor, se le confía la mujer: María – la Iglesia. La palabra de Jesús en la cruz permanece abierta a muchas realizaciones concretas. Una y otra vez se dirige tanto a la madre como al discípulo, y a cada uno se le confía la tarea de ponerla en práctica en la propia vida, tal como está previsto en el plan de Dios. Al discípulo se le pide siempre que acoja en su propia existencia personal a María como persona y como Iglesia, cumpliendo así la última voluntad de Jesús. Jesús muere en la cruz Según la narración de los evangelistas, Jesús murió orando en la hora nona, es decir, a las tres de la tarde. En Lucas, su última plegaria está tomada del Salmo 31: «Padre, en tus manos encomiendo mi espíritu» (Lc 23,46; cf. Sal 31,6). Para Juan, la última palabra de Jesús fue: «Está cumplido» (19,30). En el texto griego, esta palabra (tetélestai) remite hacia atrás, al principio de la Pasión, a la hora del lavatorio de los pies, cuyo relato introduce el evangelista subrayando que Jesús amó a los suyos «hasta el extremo (télos)» (13,1). Este «fin», este extremo cumplimiento del amor, se alcanza ahora, en el momento de la muerte. Él ha ido


realmente hasta el final, hasta el límite y más allá del límite. Él ha realizado la totalidad del amor, se ha dado a sí mismo. En el capítulo 6, al hablar de la oración de Jesús en el Monte de los Olivos, hemos conocido también otro significado de la misma palabra (teleioün), basándonos en Hebreos 5,9: en la Torá significa«iniciación», consagración en orden a la dignidad sacerdotal, es decir, el traspaso total a la propiedad de Dios. Pienso que, haciendo referencia a la oración sacerdotal de Jesús, también aquí podemos sobrentender este sentido. Jesús ha cumplido hasta el final el acto de consagración, la entrega sacerdotal de sí mismo y del mundo a Dios (cf. Jn 17,19). Así resplandece en esta palabra el gran misterio de la cruz. Se ha cumplido la nueva liturgia cósmica. En lugar de todos los otros actos cultuales se presenta ahora la cruz de Jesús corno la única verdadera glorificación de Dios, en la que Dios se glorifica a sí mismo mediante Aquel en el que nos entrega su amor, y así nos eleva hacia Él. Los Evangelios sinópticos describen explícitamente la muerte en la cruz como acontecimiento cósmico y litúrgico: el sol se oscurece, el velo del templo se rasga en dos, la tierra tiembla, muchos muertos resucitan. Pero hay un proceso de fe más importante aún que los signos cósmicos: el centurión — comandante del pelotón de ejecución—, conmovido por todo lo que ve, reconoce a Jesús corno Hijo de Dios: «Realmente éste era el Hijo de Dios» (Mc15,39). Bajo la cruz da comienzo la Iglesia de los paganos. Desde la cruz, el Señor reúne a los hombres para la nueva comunidad de la Iglesia universal. Mediante el Hijo que sufre reconocen al Dios verdadero. Mientras los romanos, como intimidación, dejaban intencionadamente que los crucificados colgaran del instrumento de tortura después de morir, segúnel derecho judío debían ser enterrados el mismo día (cf. Dt 21,22s). Por eso el pelotón de ejecución tenía el cometido de acelerar la muerte rompiéndoles las piernas. También se hace así en el caso de los crucificados en el Gólgota. A los dos «bandidos» se les quiebran las piernas. Luego, los soldados ven que Jesús está ya muerto, por lo que renuncian a hacer lo mismo con él. En lugar de eso, uno de ellos traspasa el costado —el corazón— de Jesús, «y al punto salió sangre y agua» Un 19,34). Es la hora en que se sacrificaban los corderos pascuales. Estaba prescrito que no se les debía partir ningún hueso (cf. Ex 12,46). Jesús aparece aquí como el verdadero Cordero pascual que es puro y perfecto. Podemos por tanto vislumbrar también en estas palabras una tácita referencia al comienzo de la obra deJesús, a aquella hora en que el Bautista había dicho: «Éste es el Cordero de Dios, que quita el pecado del mundo» (Jn 1,29). Lo que entonces debió ser incomprensible —era solamente una alusión misteriosa a algo futuro— ahora se hace realidad. Jesús es el Cordero elegido por Dios mismo. En la cruz, Él carga con el pecado del mundo y nos libera de él. Pero resuena al mismo tiempo también el Salmo 34, donde se lee: «Aunque el justo sufra muchos males, de todos lo libra el Señor; él cuida de todos sus huesos, y ni uno solo se quebrará» (v. 20s). El Señor, el Justo, ha sufrido mucho, ha sufrido todo y, sin embargo, Dios lo ha guardado: no le han roto ni un solo hueso. Del corazón traspasado de Jesús brotó sangre y agua. La Iglesia, teniendo en cuenta las palabras de Zacarías, ha mirado en el transcurso de los siglos a este corazón traspasado, reconociendo en él la fuente de bendición indicada anticipadamente en la sangre y el agua. Las palabras de Zacarías impulsan además a buscar una comprensión más honda de lo que allí ha ocurrido. Un primer grado de este proceso de comprensión lo encontramos en la Primera Carta de Juan, que retoma con vigor la reflexión sobre el agua y la sangre que salen del costado de Jesús: «Este es el que vino con agua y con sangre, Jesucristo. No sólo con agua, sino con agua y con sangre. Y el Espíritu es quien da testimonio, porque el Espíritu es la verdad. Tres son los testigos en la tierra: el Espíritu, el agua y la sangre, y los tres están de acuerdo» (5,6ss). ¿Qué quiere decir el autor con la afirmación insistente de que Jesús ha venido no sólo con el agua, sino también con la sangre? Se puede suponer que haga probablemente alusión a una corriente de pensamiento que daba valor únicamente al Bautismo, pero relegaba la cruz. Y eso


significa quizás también que sólo se consideraba importante la palabra, la doctrina, el mensaje, pero no «la carne», el cuerpo vivo de Cristo, desangrado en la cruz; significa que se trató de crear un cristianismo del pensamiento y de las ideas del que se quería apartar la realidad de la carne: el sacrificio y el sacramento. Los Padres han visto en este doble flujo de sangre y agua una imagen de los dos sacramentos fundamentales —la Eucaristía y el Bautismo—, que manan del costado traspasado del Señor, de su corazón. Ellos son el nuevo caudal que crea la Iglesia y renueva a los hombres. Pero los Padres, ante el costado abierto del Señor exánime en la cruz, en el sueño de la muerte, se han referido también a la creación de Eva del costado de Adán dormido, viendo así en el caudal de los sacramentos también el origen de la Iglesia: han visto la creación de la nueva mujer del costado del nuevo Adán. La sepultura de Jesús Los cuatro evangelistas nos relatan que un miembro acomodado del Sanedrín, José de Arimatea, pidió a Pilato el cuerpo de Jesús. Marcos (15,43) y Lucas (23,51) añaden que José era uno «queaguardaba el Reino de Dios», mientras que Juan (cf. 19,38) lo considera un discípulo secreto de Jesús, un discípulo que hasta aquel momento no se había manifestado abiertamente como tal por temor a los círculos judíos dominantes. Juan menciona además la participación de Nicodemo (cf. 19,39), de cuyo coloquio nocturno con Jesús sobre el nacer y el volver a nacer de nuevo había hablado en el tercer capítulo (cf. vv. 1-8). Después del drama del proceso, en el cual todo parecía una conjura contra Jesús y ninguna voz parecía levantarse en su favor, venimos ahora a saber del otro Israel: personas que están a la espera. Personas que confían en las promesas de Dios y van en busca de su cumplimiento. Personas que en la palabra y en la obra de Jesús reconocen la irrupción del Reino de Dios, el inicio del cumplimiento de las promesas. Habíamos encontrado en los Evangelios personas como éstas, sobre todo entre la gente sencilla: María y José, Isabel y Zacarías, Simeón y Ana, además de los discípulos; pero ninguno de ellos pertenecía a los círculos influyentes, aunque provenían de distintos niveles culturales y diferentes corrientes de Israel. Ahora —tras la muerte de Jesús— salen a nuestro encuentro dos personajes destacados de la clase culta de Israel que, aun sin haber osado declarar su condición de discípulos, tenían sin embargo ese corazón sencillo que hace al hombre capaz de la verdad (cf. Mt 10,25s). Mientras que los romanos abandonaban los cuerpos de los ejecutados en la cruz a los buitres, los judíos se preocupaban de que fueran enterrados; había lugares asignados por la autoridad judicial precisamente para eso. En este sentido, la petición de José entra dentro de lo habitual en el derecho judío. Marcos dice que Pilato se asombró de que Jesús hubiera muerto ya, y que primero se cercioró por el centurión de la verdad de esta noticia. Una vez confirmada la muerte de Jesús, concedió su cuerpo al miembro del consejo (cf. 15,44s). Sobre el entierro mismo, los evangelistas nos transmiten varias informaciones importantes. Ante todo, se subraya que José hace colocar el cuerpo del Señor en un sepulcro nuevo de su propiedad, en el que todavía no se había enterrado a nadie (cf. Mt 27,60; Lc 23,53; Jn 19,41). Esto manifiesta un respeto profundo por este difunto. Al igual que el «Domingo de Ramos» se había servido de un borrico sobre el que nadie había montado antes (cf. Mc 11,2), así también ahora es colocado en un sepulcro nuevo. Es importante además la noticia según la cual José compró una sábana en la que envolvió al difunto. Mientras los Sinópticos hablan simplemente de una sábana, en singular, Juan habla de «vendas» de lino (cf. 19,40), en plural, como solían hacer los judíos en la sepultura. El relato de la resurrección vuelve sobre esto con más detalle. Aquí no entramos en la cuestión sobre la concordancia con el sudario de Turín; en todo caso, el aspecto de dicha reliquia es fundamentalmente conciliable con ambas versiones. Finalmente, Juan nos dice que Nicodemo llevó una mixtura de mirra y áloe, «unas cien libras». Y prosigue: «Tomaron el cuerpo de Jesús y lo vendaron todo, con los aromas, según se


acostumbra a enterrar entre los judíos» (19,39s).Pero la cantidad de aromas es extraordinaria y supera con mucho la medida habitual: es una sepultura regia. Si en el echar a suertes sus vestiduras hemos vislumbrado a Jesús como Sumo Sacerdote, ahora el tipo de sepultura lo muestra como Rey: en el instante en que todo parece acabado, emerge sin embargo de modo misterioso su gloria. Los Evangelios sinópticos nos narran que algunas mujeres observaban el sepelio (cf. Mt 27,61; Mc 15,47), y Lucas puntualiza que eran las mujeres «que lo habían acompañado desde Galilea» (23,55). Y añade: «A la vuelta prepararon aromas y ungüentos. Y el sábado guardaron reposo, conforme a lo prescrito» (23,56). Tras el descanso sabático, el primer día de la semana por la mañana, vendrán para ungir el cuerpo de Jesús y así dejar lista la sepultura de manera definitiva. La unción es un intento de detener la muerte, de evitar la descomposición del cadáver. Pero es un esfuerzo inútil: la unción puede conservar al difunto como difunto, no puede restituirle la vida. La mañana del primer día las mujeres verán que su solicitud por el difunto y su conservación ha sido una preocupación demasiado humana. Verán que Jesús no tiene que ser conservado en la muerte, sino que Él —y ahora de modo real— está de nuevo vivo. Verán que Dios, de un modo definitivo y que sólo Él puede hacer, lo ha rescatado de la corrupción y, con ello, del poder de la muerte. Con todo, en la premura y en el amor de las mujeres se anuncia ya la mañana de la Resurrección. 3. LA MUERTE DE JESÚS COMO RECONCILIACIÓN (EXPIACIÓN) Y SALVACIÓN En un último punto quisiera tratar de hacer ver, al menos a grandes líneas, cómo la Iglesia naciente, bajo la guía del Espíritu Santo, fue ahondando lentamente en la verdad más profunda de la cruz, movida por el deseo de entender siquiera de lejos su motivo y su objeto. Sorprendentemente, una cosa estaba clara desde el principio: con la cruz de Cristo, los antiguos sacrificios del templo quedaron superados definitivamente. Había ocurrido algo nuevo. La expectación suscitada en la crítica de los profetas, que se había manifestado en particular también en los Salmos, había encontrado su cumplimiento: Dios no quería ser glorificado mediante los sacrificios de toros y machos cabríos, cuya sangre no puede purificar al hombre ni expiar por él. El nuevo culto anhelado, pero hasta entonces todavía sin definir, se había hecho realidad. En la cruz de Jesús se había verificado lo que en vano se había intentado con los sacrificios de animales: el mundo había obtenido la expiación. El «Cordero de Dios» había cargado sobre sí el pecado del mundo y lo había quitado de allí. La relación de Dios con el mundo, perturbada por la culpa de loshombres, había sido renovada. La reconciliación se había cumplido. Así, Pablo pudo sintetizar el acontecimiento de Jesucristo, su nuevo mensaje, con estas palabras: «Dios mismo estaba en Cristo reconciliando al mundo consigo, sin pedirle cuentas de sus pecados, y a nosotros nos ha confiado el mensaje de la reconciliación. Por eso nosotros actuamos como enviados de Cristo, y es como si Dios mismo os exhortara por medio nuestro. En nombre de Cristo os pedimos que os reconciliéis con Dios» (2 Co 5,19s). Conocemos sobre todo por las cartas de Pablo las agudas controversias que hubo en la Iglesia naciente sobre la cuestión de si la ley mosaica conservaba su fuerza vinculante también para los cristianos. Por eso es tan sorprendente que —como se ha dicho— sobre un punto hubiera concordia desde el principio: los sacrificios del templo —el centro cultual de la Torá— habían sido superados. Cristo ha ocupado su puesto. El templo seguía siendo un lugar venerable de oración y anuncio. Sus sacrificios, en cambio, ya no eran válidos para los cristianos. Pero ¿cómo debía entenderse esto más precisamente? En la literatura neotestamentaria hay varios intentos de interpretar la cruz de Cristo como el nuevo culto, la verdadera expiación y la verdadera purificación del mundo contaminado.


Ya hemos hablado otras veces del texto fundamental de Romanos 3,25, en el que Pablo retorna una tradición de la primera comunidad judeocristiana de Jerusalén, calificando a Jesús crucificado como hilastérion. Como hemos visto, con esta palabra se indica la cubierta del Arca de la Alianza que durante el sacrificio expiatorio, en el gran día de la expiación, se rociaba con la sangre de la reparación. Digamos de inmediato cómo interpretan ahora los cristianos este rito arcaico: no es el contacto de sangre animal con un objeto sagrado lo que reconcilia a Dios y al hombre. En la Pasión de Jesús toda la suciedad del mundo entra en contacto con el inmensamente Puro, con el alma de Jesucristo y, así, con el Hijo de Dios mismo. Si lo habitual es que aquello que es impuro contagie y contamine con el contacto lo que es puro, aquí tenemos lo contrario: allí donde el mundo, con toda su injusticia y con sus crueldades que lo contaminan, entra en contacto con el inmensamente Puro, Él, el Puro, se revela al mismo tiempo como el más fuerte. En este contacto la suciedad del mundo es realmente absorbida, anulada, transformada mediante el dolor del amor infinito. Y puesto que en el Hombre Jesús está el bien infinito, ahora está presente y activa en la historia del mundo la fuerza antagonista de toda forma de mal; el bien es siempre infinitamente más grande que toda la masa del mal, por más que ésta sea terrible. Si tratamos de reflexionar un poco más a fondo sobre esta convicción, encontramos también la respuesta a una objeción suscitada repetidamente contra la idea de expiación. Tantas veces se dice: ¿Acaso no es un Dios cruel el que exige una expiación infinita? ¿No es esta una idea indigna de Dios? ¿No debemos quizás, en defensa de la pureza de la imagen de Dios, renunciar a la idea de expiación? En la presentación de Jesús como hilastérion se puede ver cómo el perdón real que se produce partiendo de la cruz tiene lugar precisamente de manera inversa. La realidad del mal, de la injusticia que deteriora el mundo y contamina a la vez la imagen de Dios, es una realidad que existe, y por culpa nuestra. No puede ser simplemente ignorada, tiene que ser eliminada. Ahora bien, no es que un Dios cruel exija algo infinito. Es justo lo contrario: Dios mismo se pone como lugar de reconciliación y, en su Hijo, toma el sufrimiento sobre sí. Dios mismo introduce en el mundo como don su infinita pureza. Dios mismo «bebe el cáliz» de todo lo que es terrible, y restablece así el derecho mediante la grandeza de su amor, que a través del sufrimiento transforma la oscuridad. Objetivamente, el Evangelio de Juan (especialmente con la teología de la oración sacerdotal) y la Carta a los Hebreos (con toda la interpretación de la Torá cultual en la perspectiva de la teología de la cruz) han desarrollado precisamente estas ideas y así han hecho ver al mismo tiempo cómo en la cruz se cumple el íntimo sentido del Antiguo Testamento; y no solamente la crítica de los profetas al culto, sino, positivamente, también aquello que había sido siempre el significado y la intención del culto. De la gran riqueza de la Carta a los Hebreos quisiera proponer para la reflexión un solo texto fundamental. El autor califica el culto del Antiguo Testamento como «sombra» (10,1) y lo explica así:«Es imposible que la sangre de los toros y de los machos cabríos quite los pecados» (10,4). Luego cita el Salmo 40,7ss e interpreta estas palabras del Salmo como diálogo del Hijo con el Padre, un diálogo en el que se cumple la Encarnación, a la vez que se hace realidad la nueva forma del culto divino: «Tú no quieres sacrificios ni ofrendas, pero me has preparado un cuerpo. No aceptas holocaustos ni víctimas expiatorias. Entonces yo dije lo que está escrito en los libros: "Aquí estoy, ¡Oh Dios!, para hacer tu voluntad"» (Hb 10,5ss; cf. Sal 40,7ss). En esta breve cita del Salmo hay una modificación importante respecto al texto original, una modificación que presenta el punto final de un desarrollo en tres etapas de la teología del culto. Mientras que la Carta a los Hebreos lee: «Me has preparado un cuerpo», el Salmista había dicho: «Me abriste el oído». Ya aquí, los sacrificios del templo habían sido reemplazados por la obediencia. El verdadero modo de venerar a Dios se encuentra en la vida marcada por la Palabra de Dios y dentro de ella. En esto el Salmo coincidía con una corriente del espíritu griego del último periodo antes del nacimiento de Cristo: también en el mundo griego se sentía cada vez más insistentemente la insuficiencia de los sacrificios de animales, que Dios no necesita y en los que el hombre no da a Dios lo que Él podría esperar del hombre. Así queda


formulada aquí la idea del «sacrificio modelado por la palabra»: la oración, la apertura del espíritu humano hacia Dios, es el verdadero culto. Cuanto más se convierta el hombre en palabra —o mejor, se hace respuesta a Dios con toda su vida— tanto más pone en práctica el culto debido. En el Antiguo Testamento, desde el principio de los Libros de Samuel hasta la más tardía profecía de Daniel, encontramos de manera nueva cada vez la búsqueda afanosa en torno a esta forma de pensar que enlaza cada vez más estrechamente con el amor por la Palabra orientadora de Dios, es decir, por la Torá. Se venera a Dios de manera justa cuando nosotros vivimos en la obediencia a su Palabra y, moldeados así interiormente por su voluntad, nos ajustamos a Dios. Por otro lado, siempre queda también una cierta impresión de insuficiencia. Nuestra obediencia es siempre deficiente. La voluntad personal se antepone una y otra vez. Sin embargo, el profundo sentido de la insuficiencia de toda obediencia humana a la Palabra de Dios hace que irrumpa continuamente de nuevo el deseo de expiación, aunque, dada nuestra condición y nuestros escasos «resultados» en cuestión de obediencia, no pueda llevarse a cabo. Por eso, en medio del discurso sobre la insuficiencia de los holocaustos y los sacrificios surge también una y otra vez el deseo de que éstos puedan hacerse de manera más perfecta (cf. p. ej. Sal 51,19ss). En la versión que la palabra del Salmo 40 ha encontrado en la Carta a los Hebreos se contiene la respuesta a dicho deseo: el deseo de que se dé a Dios lo que nosotros no podemos darle, pero que, no obstante, el don sea nuestro, encuentra su cumplimiento. El salmista decía: «No quieres sacrificios ni ofrendas, y, en cambio, me abriste el oído». El verdadero Logos, el Hijo, dice al Padre: «Tú no quieres sacrificios ni ofrendas, pero me has preparado un cuerpo». El Logos mismo, el Hijo, se hacecarne, asume un cuerpo humano. Así es posible una nueva forma de obediencia, una obediencia que va más allá de todo cumplimiento humano de los Mandamientos. El Hijo se hace hombre, y en su cuerpo le devuelve a Dios toda la humanidad. Sólo el Verbo que se ha hecho carne, cuyo amor se cumple en la cruz, es la obediencia perfecta. En Él, no sólo se ha culminado definitivamente la crítica a los sacrificios del templo, sino que se ha cumplido también el anhelo que comportaba: su obediencia «corpórea» es el nuevo sacrificio en el cual nos incluye a todos y en el que, al mismo tiempo, toda nuestra desobediencia es anulada mediante su amor. Dicho de nuevo con otras palabras: nuestra moralidad personal no basta para venerar a Dios de manera correcta. San Pablo lo ha aclarado enérgicamente en la controversia sobre la justificación. El Hijo que se ha hecho carne lleva en sí a todos nosotros y ofrece de este modo lo que no podríamos dar solamente por nosotros mismos. Por eso forma parte de la existencia cristiana tanto el sacramento del Bautismo, la acogida en la obediencia de Cristo, como la Eucaristía, en la que la obediencia del Señor en la cruz nos abraza a todos, nos purifica y nos atrae dentro de la adoración perfecta realizada por Jesucristo. Lo que dice aquí la Iglesia naciente sobre la Encarnación y la cruz, asimilando en oración el Antiguo Testamento y el camino de Jesús, entra en el centro de la búsqueda dramática que en aquel periodo se desarrolla sobre la correcta comprensión de la relación entre Dios y el hombre. No responde únicamente al «porqué» de la cruz, sino también, y al mismo tiempo, a las preguntas que acosaban tanto al mundo judío como al pagano sobre cómo llegar a ser rectos ante Dios y, viceversa, cómo puede comprenderse correctamente al Dios misterioso y escondido, en el supuesto de que éste se encuentre al alcance de los hombres. Por todas las reflexiones precedentes se ha podido ver que, con eso, no sólo se ha elaborado una interpretación teológica de la cruz, como también de los sacramentos cristianos fundamentales —a partir de la cruz— y del culto cristiano, sino que abarca también la dimensión existencial: ¿Qué comporta esto para mí, qué significa para mi camino de persona humana? Pues bien, la obediencia «corpórea» de Cristo se presenta precisamente como espacio abierto en el que se nos acoge a nosotros y a través del cual nuestra vida personal


encuentra un nuevo contexto. El misterio de la cruzno está simplemente ante nosotros, sino que nos afecta y da a nuestra vida un nuevo valor. Esta vertiente existencial de la nueva concepción del culto y del sacrificio aparece particularmente clara en el capítulo 12 de la Carta a los Romanos: «Os exhorto, pues, hermanos, por la misericordia de Dios, a ofrecer vuestros cuerpos como una víctima viva, santa, agradable a Dios; éste será vuestro culto espiritual (literalmente: como culto modelado por la palabra)» (v. 1). Se retorna aquí el concepto del culto a Dios mediante la palabra (logiké latreía) y se entiende el abandono de toda la existencia en Dios; un abandono en el que, por decirlo así, el hombre entero se hace como palabra, se ajusta a Dios. Se subraya con esto la dimensión de la corporeidad: precisamente nuestra existencia corpórea ha de estar impregnada de la Palabra y convertirse en entrega a Dios. Pablo, que tanto resalta la imposibilidad de la justificación fundándose en la propia moralidad, presupone indudablemente en esto que el nuevo culto de los cristianos, en el cual ellos mismos son «víctima viva y santa», sólo es posible participando en el amor hecho carne de Jesucristo, ese amor que, mediante el poder de su santidad, supera toda nuestra insuficiencia. Si debemos decir, por un lado, que con esta exhortación Pablo no cede a ninguna forma de moralismo y no desmiente para nada su doctrina acerca de la justificación mediante la fe —y no por las obras—, por otro queda claro que con esta doctrina de la justificación no se condena al hombre a la pasividad: no se convierte en un destinatario meramente pasivo de la justicia de Dios, la cual, en ese caso, sería en el fondo algo externo a él. No, la grandeza del amor de Cristo se manifiesta precisamente en que Él, a pesar de toda nuestra miserable insuficiencia, nos acoge en sí, en su sacrificio vivo y santo, de manera que llegamos a ser realmente «su Cuerpo». En el capítulo 15 de la Carta a los Romanos Pabloretorna una vez más la misma idea con mucha insistencia, interpretando su apostolado como sacerdocio y hablando de los paganos convertidos a la fe como el sacrificio vivo agradable a Dios: Os he escrito «en virtud de la gracia que Dios me ha dado, de ser ministro de Jesucristo para los gentiles, ejerciendo el oficio sagrado de anunciar el Evangelio de Dios, para que la oblación de los gentiles sea agradable, santificada por el Espíritu Santo» (15,15s). En tiempos más recientes se ha considerado este modo de hablar de sacerdocio y sacrificio como meramente alegórico. Se trataría de sacerdocio y de sacrificio únicamente en sentido impropio, puramente espiritual, no en sentido cultual, real. Sin embargo, Pablo mismo y toda la Iglesia antigua lo han visto precisamente en el sentido opuesto. Para ellos, el sentido impropio del sacrificio y del culto era el de los sacrificios materiales: un intento de llegar a algo que, no obstante, eran incapaces de alcanzar. El culto verdadero es el hombre vivo que se ha convertido completamente en respuesta a Dios, modelado por su Palabra sanadora y transformadora. Y el verdadero sacerdocio, por tanto, es ese ministerio de la Palabra y el Sacramento que transforma a los hombres en una entrega a Dios y convierte el cosmos en una alabanza al Creador y Redentor. Por eso, el Cristo que se ofrece a sí mismo en la cruz es el auténtico Sumo Sacerdote, al que se refería de manera simbólica el sacerdocio de Aarón. El don que Él hace de sí mismo —su obediencia que nos acoge a todos nosotros y nos devuelve a Dios— es, pues, el verdadero culto, elverdadero sacrificio. Por este motivo, el entrar en el misterio de la cruz ha de estar en el centro del ministerio apostólico y del anuncio del Evangelio que conduce a la fe. Por consiguiente, si bien podemos ver el centro del culto cristiano en la celebración de la Eucaristía, en la participación, nueva cada vez, en el misterio sacerdotal de Jesucristo, hay que tener siempre presente, sin embargo, toda su magnitud: su finalidad es atraer constantemente a cada persona y al mundo dentro del amor de Cristo, de modo que todos lleguen a ser, junto con Él, una ofrenda «agradable, santificada por el Espíritu Santo» (Rm 15,16). Desde estas reflexiones, la mirada se abre por fin hacia una dimensión ulterior de la idea cristiana de culto y sacrificio. Se deja ver nítidamente en este versículo de la Carta a los Filipenses, en la que Pablo prevé su martirio y, al mismo tiempo, lo interpreta teológicamente:


«Y si también mi sangre se ha de derramar como sacrificio y en la liturgia de vuestra fe, yo estoy alegre y me asocio a vuestra alegría» (2,17; cf. 2 Tm 4,6). Pablo considera su presentido martirio como liturgia y como un acontecimiento sacrificial. También esto, una vez más, no es simplemente una alegoría y un modo de hablar impropio. No, en el martirio es llevado totalmente dentro de la obediencia de Cristo, dentro de la liturgia de la cruz y, así, dentro del verdadero culto. La Iglesia antigua, apoyándose en esta interpretación, ha podido comprender el martirio en su verdadera profundidad y grandeza. Ignacio de Antioquía, por ejemplo, según la tradición, decía ser como el trigo de Cristo, que debía ser triturado para convertirse en pan de Cristo (cf. Ad Rom., 4, 1). En el relato del martirio de san Policarpo se dice que las llamas que le iban a quemar tomaron la forma de una vela hinchada por el viento; ésta «envolvía el cuerpo del mártir, y él estaba en el centro, no como carne que se quema, sino como el pan que se está cociendo», y emanaba «un aroma como de incienso perfumado» (Mart. Polyc., 15). También los cristianos de Roma han interpretado de modo análogo el martirio de san Lorenzo, abrasado en una parrilla; no sólo vieron en ello su perfecta unión con el misterio de Cristo, que en el martirio se ha hecho pan para nosotros, sino también una imagen de la existencia cristiana en general: en las tribulaciones de la vida se nos purifica lentamente al fuego, podemos transformarnos en pan, por decirlo así, en la medida en que en nuestra vida y en nuestro sufrimiento se comunica el misterio de Cristo, y su amor hace de nosotros una ofrenda para Dios y para los hombres. La Iglesia, bajo la guía del mensaje apostólico, viviendo el Evangelio y sufriendo por él, ha aprendido siempre a comprender cada vez más el misterio de la cruz, aunque éste, en último análisis, no se puede diseccionar en fórmulas de nuestra razón: en la cruz, la oscuridad y lo ilógico del pecado se encuentran con la santidad de Dios en su deslumbrante luminosidad para nuestros ojos, y esto va más allá de nuestra lógica. Y, sin embargo, en el mensaje del Nuevo Testamento y en su verificarse en la vida de los santos, el gran misterio se ha hecho completamente luminoso. El misterio de la expiación no tiene que ser sacrificado a ningún racionalismo sabiondo. Lo que el Señor respondió a la petición de los hijos de Zebedeo sobre los tronos que ocuparían a su lado, sigue siendo una palabra clave para la fe cristiana: «El Hijo del hombre no ha venido para que le sirvan, sino para servir y dar su vida en rescate por muchos» (Mc 10,45). 9. LA RESURRECCIÓN DE JESÚS DE ENTRE LOS MUERTOS 1. QUÉ SUCEDE EN LA RESURRECCIÓN DE JESÚS «Si Cristo no ha resucitado, nuestra predicación carece de sentido y vuestra fe lo mismo. Además, como testigos de Dios, resultamos unos embusteros, porque en nuestro testimonio le atribuimos falsamente haber resucitado a Cristo» (1 Co 15,14s). San Pablo resalta con estas palabras de manera tajante la importancia que tiene la fe en la resurrección de Jesucristo para el mensaje cristiano en su conjunto: es su fundamento. La fe cristiana se mantiene o cae con la verdad del testimonio de que Cristo ha resucitado de entre los muertos. Si se prescinde de esto, aún se pueden tomar sin duda de la tradición cristiana ciertas ideas interesantes sobre Dios y el hombre, sobre su ser hombre y su deber ser —una especie de concepción religiosa del mundo—, pero la fe cristiana queda muerta. En este caso, Jesús es una personalidad religiosa fallida; una personalidad que, a pesar de su fracaso, sigue siendo grande y puede dar lugar a nuestra reflexión, pero permanece en una dimensión puramente humana, y su autoridad sólo es válida en la medida en que su mensaje nos convence. Ya no es el criterio de medida; el criterio es entonces únicamente nuestra valoración personal que elige de su patrimonio particular aquello que le parece útil. Y eso significa que estamos abandonados a nosotros mismos. La última instancia es nuestra valoración personal.


Sólo si Jesús ha resucitado ha sucedido algo verdaderamente nuevo que cambia el mundo y la situación del hombre. Entonces Él, Jesús, se convierte en el criterio del que podemos fiarnos. Pues, ahora, Dios se ha manifestado verdaderamente. Por esta razón, en nuestra investigación sobre la figura de Jesús la resurrección es el punto decisivo. Que Jesús sólo haya existido o que, en cambio, exista también ahora depende de la resurrección. En el «sí» o el «no» a esta cuestión no está en juego un acontecimiento más entre otros, sino la figura de Jesús como tal. Por tanto, es necesario escuchar con una atención particular el testimonio de la resurrección que nos ofrece el Nuevo Testamento. Pero, para ello, antes de nada debemos ciertamente dejar constancia de que este testimonio, considerado desde el punto de vista histórico, se nos presenta de una manera particularmente compleja, suscitando muchos interrogantes. ¿Qué pasó allí? Para los testigos que habían encontrado al Resucitado esto no era ciertamente nada fácil de expresar. Se encontraron ante un fenómeno totalmente nuevo para ellos, pues superaba el horizonte de su propia experiencia. Por más que la realidad de lo acontecido se les presentara de manera tan abrumadora que los llevara a dar testimonio de ella, ésta seguía siendo del todo inusual. San Marcos nos dice que los discípulos, cuando bajaban del monte de la Transfiguración, reflexionaban preocupados sobre aquellas palabras de Jesús, según las cuales el Hijo del hombre resucitaría «de entre los muertos». Y se preguntaban entre ellos lo que querría decir aquello de «resucitar de entre los muertos» (9,9s). Y, de hecho, ¿en qué consiste eso? Los discípulos no lo sabían y debían aprenderlo sólo por el encuentro con la realidad. Quien se acerca a los relatos de la resurrección con la idea de saber lo que es resucitar de entre los muertos, sin duda interpretará mal estas narraciones, terminando luego por descartarlas como insensatas. Rudolf Bultmann ha objetado a la fe en la resurrección que, aunque Jesús hubiera salido de la tumba, se debería decir no obstante que «un acontecimiento milagroso de esta naturaleza, como es la reanimación de un muerto» no nos ayudaría para nada y, desde el punto de vista existencial, sería irrelevante (cf. Neues Testament und Mythologie, p. 19). Efectivamente, si la resurrección de Jesús no hubiera sido más que el milagro de un muerto redivivo, no tendría para nosotros en última instancia interés alguno. No tendría más importancia que la reanimación, por la pericia de los médicos, de alguien clínicamente muerto. Para el mundo en su conjunto, y para nuestra existencia, nada hubiera cambiado. El milagro de un cadáver reanimado significaría que la resurrección de Jesús fue igual que la resurrección del joven de Naín (cf. Lc 7,1117), de la hija de Jairo (cf. Mc 5,22-24.35-43 par.) o de Lázaro (cf. Jn 11,1-44). De hecho, éstos volvieron a la vida anterior durante cierto tiempo para, llegado el momento, antes o después, morir definitivamente. Los testimonios del Nuevo Testamento no dejan duda alguna de que en la «resurrección del Hijo del hombre» ha ocurrido algo completamente diferente. La resurrección de Jesús ha consistido en un romper las cadenas para ir hacia un tipo de vida totalmente nuevo, a una vida que ya no está sujeta a la ley del devenir y de la muerte, sino que está más allá de eso; una vida que ha inaugurado una nueva dimensión de ser hombre. Por eso, la resurrección de Jesús no es un acontecimiento aislado que podríamos pasar por alto y que pertenecería únicamente al pasado, sino que es una especie de «mutación decisiva» (por usar analógicamente esta palabra, aunque sea equívoca), un salto cualitativo. En la resurrección de Jesús se ha alcanzado una nueva posibilidad de ser hombre, una posibilidad que interesa a todos y que abre un futuro, un tipo nuevo de futuro para la humanidad. Por eso Pablo, con razón, ha vinculado inseparablemente la resurrección de los cristianos con la resurrección de Jesús: «Si los muertos no resucitan, tampoco Cristo resucitó... ¡Pero no! Cristo resucitó de entre los muertos: el primero de todos» (1 Co 15,16.20). La resurrección de Cristo es un acontecimiento universal o no es nada, viene a decir Pablo. Y sólo si la entendemos como un acontecimiento universal, como inauguración de una nueva dimensión


de la existencia humana, estamos en el camino justo para interpretar el testimonio de la resurrección en el Nuevo Testamento. Desde aquí puede entenderse la peculiaridad del testimonio neotestamentario. Jesús no ha vuelto a una vida humana normal de este mundo, como Lázaro y los otros muertos que Jesús resucitó. Él ha entrado en una vida distinta, nueva; en la inmensidad de Dios y, desde allí, Él se manifiesta a los suyos. Esto era algo totalmente inesperado también para los discípulos, ante lo cual necesitaron un cierto tiempo para orientarse. Es cierto que la fe judía conocía la resurrección de los muertos al final de los tiempos. La vida nueva estaba unida al comienzo de un mundo nuevo y, en esta perspectiva, resultaba también comprensible: si hay un mundo nuevo, entonces existe en él un modo de vida nuevo. Pero la resurrección a una condición definitiva y diferente, en pleno mundo viejo, que todavía sigue existiendo, era algo no previsto y, por tanto, tampoco inteligible al inicio. Por eso, la promesa de la resurrección resultaba incomprensible para los discípulos en un primer momento. El proceso por el que se llega a ser creyente se desarrolla de manera análoga a lo ocurrido con la cruz. Nadie había pensado en un Mesías crucificado. Ahora el «hecho» estaba allí, y este hecho requería leer la Escritura de un modo nuevo. Hemos visto en el capítulo anterior cómo, partiendo de lo inesperado, la Escritura se ha desvelado de un modo nuevo y, así, también el hecho ha adquirido su propio sentido. Obviamente, la nueva lectura de las Escrituras sólo podía comenzar después de la resurrección, porque únicamente por ella Jesús quedó acreditado como enviado de Dios. Ahora había que identificar ambos eventos —cruz y resurrección— en la Escritura, entenderlos de un modo nuevo y llegar así a la fe en Jesús como el Hijo de Dios. Pero esto significa que, para los discípulos, la resurrección era tan real como la cruz. Presupone que se rindieron simplemente ante la realidad; que, después de tanto titubeo y asombro inicial, ya no podían oponerse a la realidad: es realmente Él; vive y nos ha hablado, ha permitido que le toquemos, aun cuando ya no pertenece al mundo de lo que normalmente es tangible. La paradoja era indescriptible: por un lado, Él era completamente diferente, no un cadáver reanimado, sino alguien que vivía desde Dios de un modo nuevo y para siempre; y, al mismo tiempo, precisamente El, aun sin pertenecer ya a nuestro mundo, estaba presente de manera real, en su plena identidad. Se trataba de algo absolutamente sin igual, único, que iba más allá de los horizontes usuales de la experiencia y que, sin embargo, seguía siendo del todo incontestable para los discípulos. Así se explica la peculiaridad de los testimonios de la resurrección: hablan de algo paradójico, algo que supera toda experiencia y que, sin embargo, está presente de manera absolutamente real. Pero ¿puede haber sido realmente así? ¿Podemos —especialmente en cuanto personas modernas— dar crédito a testimonios como éstos? El pensamiento «ilustrado» dice que no. Para Gerd Lüdemann, por ejemplo, es evidente que después del «cambio de la imagen científica del mundo... las ideas tradicionales sobre la resurrección de Jesús» han de «considerarse obsoletas» (citado según Wilckens, I, 2, p. 119s). Ahora bien, ¿qué significa propiamente «la imagen científica del mundo»? ¿Hasta dónde alcanza su normatividad? Hartmut Gese, en su importante contribución Die Frage des Weltbildes, al que quisiera remitirme aquí, describe con precisión los límites de dicha normatividad. Naturalmente no puede haber contradicción alguna con lo que constituye un claro dato científico. Ciertamente, en los testimonios sobre la resurrección se habla de algo que no figura en el mundo de nuestra experiencia. Se habla de algo nuevo, de algo único hasta ese momento; se habla de una dimensión nueva de la realidad que se manifiesta entonces. No se niega la realidad existente. Se nos dice más bien que hay otra dimensión más de las que conocemos hasta ahora. Esto, ¿está quizás en contraste con la ciencia?¿Puede darse sólo aquello que siempre ha existido? ¿No puede darse algo inesperado, inimaginable, algo nuevo? Si Dios existe, ¿no puede acaso


crear también una nueva dimensión de la realidad humana, de la realidad en general? La creación, en el fondo, ¿no está en espera de esta última y suprema «mutación», de este salto cualitativo definitivo? ¿Acaso no espera la unificación de lo finito con lo infinito, la unificación entre el hombre y Dios, la superación de la muerte? En la historia de todo lo que tiene vida, los comienzos de las novedades son pequeños, casi invisibles; pueden pasar inadvertidos. El Señor mismo dijo que el «Reino de los cielos» en este mundo es como un grano de mostaza, la más pequeña de todas las semillas (cf. Mt 13,31s par.). Pero lleva en sí la potencialidad infinita de Dios. Desde el punto de vista de la historia del mundo, la resurrección de Jesús es poco llamativa, es la semilla más pequeña de la historia. Esta inversión de las proporciones es uno de los misterios de Dios. A fin de cuentas, lo grande, lo poderoso, es lo pequeño. Y la semilla pequeña es lo verdaderamente grande. Así es como la resurrección ha entrado en el mundo: sólo a través de algunas apariciones misteriosas a unos elegidos. Y, sin embargo, fue el comienzo realmente nuevo; aquello que, en secreto, todo estaba esperando. Ypara los pocos testigos —precisamente porque ellos mismos no lograban hacerse una idea— era un acontecimiento tan impresionante y real, y se manifestaba con tanta fuerza ante ellos, que desvanecía cualquier duda, llevándolos al fin, con unvalor absolutamente nuevo, a presentarse ante el mundo para dar testimonio: Cristo ha resucitado verdaderamente. 2. LOS DOS TIPOS DIFERENTES DE TESTIMONIOS DE LA RESURRECCIÓN Ocupémonos ahora de cada uno de los testimonios sobre la resurrección en el Nuevo Testamento. Al examinarlos, se verá ante todo que hay dos tipos diferentes de testimonios, que podemos calificar como tradición en forma de confesión y tradición en forma de narración. 2.1. LA TRADICIÓN EN FORMA DE CONFESIÓN La tradición en forma de confesión sintetiza lo esencial en enunciados breves que quieren conservar el núcleo del acontecimiento. Son la expresión de la identidad cristiana, la «confesión» gracias a la cual nos reconocemos mutuamente y nos hacemos reconocer ante Dios y ante los hombres. Quisiera proponer tres ejemplos. El relato de los discípulos de Emaús concluye refiriendo que los dos encuentran en Jerusalén a los once discípulos reunidos, que los saludan diciendo: «Era verdad, ha resucitado el Señor y se ha aparecido a Simón» (Lc 24,34). Según el contexto, esto es ante todo una especie de breve narración, pero ya destinada a convertirse en una aclamación y una confesión que afirma lo esencial: el acontecimiento y el testigo que es su garante. En el capítulo 10 de la Carta a los Romanos encontramos una combinación de dos fórmulas: «Si tus labios profesan que Jesús es el Señor y tu corazón cree que Dios lo resucitó, te salvarás» (v. 9). La confesión —análogamente al relato de la confesión de Pedro en Cesarea de Felipe (cf. Mt 16,13ss)— tiene aquí dos partes: se afirma que Jesús es «el Señor» y, con ello, teniendo en cuenta el sentido veterotestamentario de la palabra «Señor», se evoca su divinidad. A ello se asocia la confesión del acontecimiento histórico fundamental: Dios loha resucitado de entre los muertos. Se dice también qué significado tiene esta confesión para el cristiano: es causa de la salvación. Nos introduce en la verdad que es salvación. Tenemos aquí una primera formulación de las confesiones bautismales, en las que el señorío de Cristo se vincula cada vez con la historia de su vida, de su pasión y su resurrección. En el Bautismo el hombre se confía a la nueva existencia del resucitado. La confesión se convierte en vida. La confesión más importante en absoluto de los testimonios sobre la resurrección se encuentra en el capítulo 15 de la Primera Carta a los Corintios. De manera similar a como lo hace en el relato de la Última Cena (cf. 1 Co 11,23-26), Pablo subraya aquí con gran vigor que no propone palabras suyas: «Porque lo primero que yo os transmití, tal como lo había recibido, fue esto» (15,3). Con elloPablo se inserta conscientemente en la cadena del recibir y trasmitir. En esto, tratándose de algo esencial, de lo que todo lo demás depende, se requiere sobre todo


fidelidad. Y Pablo, que recalca siempre con vigor su testimonio personal del Resucitado y su apostolado recibido del Señor, insiste aquí con gran vigor en la fidelidad literal de la transmisión de lo que ha recibido, en que se trata de la tradición común de la Iglesia ya desde los comienzos. El «Evangelio» del que aquí habla Pablo es aquel «en el que estáis fundados y por el cual os salvaréis, si es que lo conserváis tal como os lo he proclamado» (15,1s). De este mensaje central no sólo interesa el contenido, sino también la formulación literal, a la que no se puede añadir ninguna modificación. De esta vinculación con la tradición que proviene de los comienzos se derivan tanto su obligatoriedad universal como la uniformidad de la fe: «Tanto ellos como yo, esto es lo que predicamos; esto es lo que habéis creído» (15,11). En su núcleo, la fe es una sola incluso en su misma formulación literal: ella une a todos los cristianos. A este respecto, la investigación ha seguido preguntándose cuándo y de quién exactamente ha recibido Pablo dicha confesión, así como también la tradición sobre la Última Cena. En cualquier caso, todo esto forma parte de la primera catequesis que, una vez convertido, recibió tal vez ya en Damasco; pero una catequesis que en su núcleo provenía sin duda de Jerusalén, y que se remontaba por tanto a los años treinta. Es, pues, un verdadero testimonio de los orígenes. En la versión de 1 Corintios, Pablo ha ampliado el texto transmitido en el sentido de que ha añadido la referencia a su encuentro personal con el Resucitado. Me parece importante el hecho de que Pablo, por la idea que tenía de sí mismo y por la fe de la Iglesia naciente, se sintiera legitimado a unir con el mismo carácter vinculante la confesión original y la aparición que tuvo del Resucitado, así como la misión de apóstol que ello comportaba. Él estaba claramente convencido de que esta revelación del Resucitado entraba también a formar parte de la confesión: que formaba parte de la fe de la Iglesia universal, como elemento esencial y destinado a todos. Escuchemos ahora el texto en su conjunto, tal como se encuentra en Pablo: «3 Que Cristo murió por nuestros pecados, según las Escrituras; 4 que fue sepultado, y que resucitó al tercer día, según las Escrituras; 5 que se le apareció a Cefas y más tarde a los Doce. 6 Después se apareció a más de quinientos hermanos juntos, la mayoría de los cuales viven todavía... 7Después se le apareció a Santiago, después a todos los apóstoles; 8por último, como a un aborto, se apareció también a mí» (1 Co 15,3-8). Según la opinión de la mayor parte de los exegetas, la verdadera confesión original acaba con el versículo 5, es decir con la aparición a Cefas y a los Doce. Tomándolo de tradiciones sucesivas, Pablo ha añadido a Santiago, a los más de quinientos hermanos y a «todos» los apóstoles, usando obviamente un concepto de «apóstol» que va más allá del círculo de los Doce. Santiago es importante, porque con él la familia de Jesús, que antes había manifestado alguna reticencia (cf. Mc 3,20s.31-35; Jn 7,5), entra en el círculo de los creyentes, y también porque luego es él quien asumirá la guía de la Iglesia madre en la Ciudad Santa, tras la huida de Pedro de Jerusalén. La muerte de Jesús Fijémonos ahora en la confesión propiamente dicha, que requiere un examen más atento. Comienza con la frase: «Cristo murió por nuestros pecados, según las Escrituras». El hecho de la muerte es interpretado mediante dos afirmaciones: «por nuestros pecados» y «según las Escrituras». Comencemos con la segunda afirmación, que es importante para aclarar cómo se comportaba la Iglesia naciente respecto a los hechos de la vida de Jesús. Lo que el Resucitado había enseñado a los discípulos de Emaús se convierte ahora en el método fundamental para comprender la figura de Jesús: todo lo sucedido respecto a Él es cumplimiento de la «Escritura». Sólo se lo puede comprender basándose en la «Escritura», en el Antiguo


Testamento. Por lo que se refiere a la muerte de Jesús en la cruz, significa que esta muerte no es una casualidad. Entra en el contexto de la historia de Dios con su pueblo; de ella recibe su lógica y su significado. Es un acontecimiento en el que se cumplen las palabras de la Escritura, un acontecimiento que comporta un logos, una lógica; es un acontecimiento que proviene de la Palabra y retorna a la Palabra, la confirma y la cumple. La otra afirmación indica cómo puede entenderse mejor este íntimo enlace entre Palabra y acontecimiento: ha sido un morir «por nuestros pecados». Puesto que esta muerte tiene que ver conla Palabra de Dios, tiene que ver con nosotros, es un morir «por». En el capítulo sobre la muerte de Jesús en la cruz hemos visto el enorme caudal de testimonios de la Escritura transmitidos que confluyen en el trasfondo, entre los cuales el más importante es el del cuarto canto sobre el siervo de Dios (Is 53). Al insertarse en este contexto de palabra y amor de Dios, Jesús es arrancado de ese tipo de muerte que proviene del pecado originaldel hombre, como consecuencia de querer ser como Dios; una presunción que debía terminar con el hundimiento en la propia miseria, marcada por el destino de la muerte. La muerte de Jesús es de otro tipo: no proviene de la presunción del hombre, sino de la humildad de Dios. No es la consecuencia inevitable de una hybris, de un orgullo desmesurado y contrario a la verdad, sino obra de un amor en el que Dios mismo desciende hacia el hombre para elevarlo de nuevo hacia sí. La muerte de Jesús no forma parte de la sentencia a la salida del Paraíso, sino que se encuentra en los cantos del siervo de Dios. Por tanto, es una muerte en el contexto del servicio de expiación; una muerte que realiza la reconciliación y se convierte en una luz para los pueblos. Con esto, la doble interpretación que este Credo transmitido por Pablo incluye también la afirmación «murió» abre la cruz hacia la resurrección. La cuestión del sepulcro vacío En esta confesión de fe se afirma a continuación, escuetamente y sin comentarios: «Fue sepultado». Con eso se hace referencia a una muerte real, a la plena participación en la suerte humana de tener que morir. Jesús ha aceptado el camino de la muerte hasta el final, amargo y aparentemente sin esperanza, hasta el sepulcro. Obviamente el sepulcro de Jesús era conocido. Y, naturalmente, aquí se plantea de inmediato la pregunta: ¿Acaso permaneció en el sepulcro? O, después de su resurrección, ¿quedó vacío el sepulcro? Esta pregunta ha dado lugar a muchas discusiones en la teología moderna. La conclusión más común es que el sepulcro vacío no puede ser una prueba de la resurrección. Eso, en el caso de que fuera un dato de hecho, podría explicarse también de otras maneras. Se llega así a la convicción de que la cuestión sobre el sepulcro vacío es irrelevante y que, por tanto, se puede dejar de lado este punto; además, esto implica frecuentemente la suposición de que probablemente el sepulcro no quedó vacío, evitando así al menos una controversia con la ciencia moderna acerca de la posibilidad de una resurrección corpórea. Sin embargo, en la base de todo eso hay un planteamiento distorsionado de la cuestión. Naturalmente, el sepulcro vacío en cuanto tal no puede ser una prueba de la resurrección. Según Juan, María Magdalena lo encontró vacío y supuso que alguien se había llevado el cuerpo de Jesús (cf. 20,1-3). El sepulcro vacío no puede, de por sí, demostrar la resurrección; esto es cierto. Pero cabe también la pregunta inversa: ¿Es compatible la resurrección con la permanencia del cuerpo en el sepulcro? ¿Puede haber resucitado Jesús si yace en el sepulcro? ¿Qué tipo de resurrección sería ésta? Hoy se han desarrollado ideas de resurrección para las que la suerte del cadáver es irrelevante. En dicha hipótesis, sin embargo, también el sentido de resurrección queda tan vago que obliga a preguntarse con qué género de realidad se enfrenta un cristianismo así. Sea como sea, Thomas Söding, Ulrich Wilckens y otros hacen notar con razón que en la Jerusalén de entonces el anuncio de la resurrección habría sido absolutamente imposible si se hubiera podido hacer referencia al cadáver que permanece en el sepulcro. Por eso, partiendo de un planteamiento correcto de la cuestión, hay que decir que, si bien el sepulcro vacío de por sí no puede probar la resurrección, sigue siendo un presupuesto necesario para la fe en la


resurrección, puesto que ésta se refiere precisamente al cuerpo y, por él, a la persona en su totalidad. En el Credo de san Pablo no se afirma explícitamente que el sepulcro estuviera vacío, pero se da claramente por supuesto. Los cuatro Evangelios hablan de ello ampliamente en sus relatos sobre la resurrección. Para la comprensión teológica del sepulcro vacío me parece importante un pasaje del discurso de san Pedro en Pentecostés, en el cual anuncia abiertamente por primera vez la resurrección de Jesús a la muchedumbre reunida. No lo hace con palabras suyas, sino mediante una cita del Salmo 16,9-11, donde se dice: «Mi carne descansa en la esperanza, porque no abandonarás mi alma en el lugar de los muertos, ni permitirás que tu Santo sufra la corrupción. Me has enseñado el sendero de la vida...» (Hch 2,26ss). Pedro cita a este respecto el texto del Salmo según la versión de la Biblia griega, que se distingue del texto hebreo en que leemos: «No abandonarás mi vida en los infiernos, ni dejarás a tu fiel ver la fosa. Me enseñarás el camino de la vida» (Sal 16,10s). Según esta versión, el orante habla seguro de que Dios lo protegerá y lo salvará de la muerte, incluso en la situación de amenaza en que claramente se encuentra, es decir, en la certeza de que puede descansar seguro: no verá la fosa. La versión que cita Pedro es distinta: en ella se dice que el orante no permanecerá en los infiernos, no conocerá la corrupción. Pedro presupone a David como el orante originario de este Salmo, y ahora puede constatar que en David no se ha cumplido esta esperanza: «David murió y lo enterraron, y conservamos su sepulcro hasta el día de hoy» (Hch 2,29). El sepulcro con el cadáver es la prueba de que no ha habido resurrección. Sin embargo, la palabra del Salmo es verdadera, en cuanto vale para el David definitivo; más aún, Jesús se demuestra aquí como el verdadero David, precisamente porque en Él se ha cumplido la palabra de la promesa: no «dejarás a tu fiel conocer la corrupción». No es necesario discutir aquí sobre si este discurso es de Pedro o fue redactado por otro, y por quién, como tampoco sobre cuándo y dónde fue compuesto exactamente. En todo caso, se trata de un tipo antiguo de anuncio de la resurrección, cuya autoridad en la Iglesia de los inicios se demuestra por el hecho de que se le atribuyó a Pedro mismo y fue considerado el anuncio original de la resurrección. Cuando en el Credo de Jerusalén, que se remonta a los orígenes y es transmitido por Pablo, se dice que Jesús ha resucitado según las Escrituras, se mira indudablemente al Salmo 16 como a un testimonio bíblico decisivo para la Iglesia naciente. Aquí se encontró claramente expresado que Cristo, el David definitivo, no habría conocido la corrupción, que Él debió ser realmente resucitado. «No conocer la corrupción»: ésta es precisamente la definición de resurrección. Sólo la corrupción era considerada como la fase en la que la muerte era definitiva. Con la descomposición del cuerpo que se disgrega en sus elementos —un proceso que disuelve al hombre y lo devuelve al universo—, la muerte ha vencido. Ahora, aquel hombre ya no existe más como hombre; sólo puede permanecer tal vez como una sombra en los infiernos. En esta perspectiva, era fundamental para la Iglesia antigua que el cuerpo de Jesús no hubiera sufrido la corrupción. Sólo en ese caso estaba claro que no había quedado en la muerte, que en Él la vida había vencido efectivamente a la muerte. Lo que la Iglesia antigua dedujo de la versión de los Setenta del Salmo 16,10 ha determinado también la visión compartida durante todo el periodo de los Padres. En dicha visión la resurrección implica esencialmente que el cuerpo de Jesús no sufra la corrupción. En este sentido, el sepulcro vacío como parte del anuncio de la resurrección es un hecho estrictamente conforme a la Escritura. Las especulaciones teológicas, según las cuales la corrupción y la resurrección de Jesús serían compatibles una con otra, pertenecen al pensamiento moderno y están en clara contradicción con la visión bíblica. Según eso se confirma también que un anuncio de la resurrección habría sido imposible si el cuerpo de Jesús hubiera permanecido en el sepulcro.


El tercer día Volvamos a nuestro Credo. El artículo siguiente dice: «Resucitó al tercer día, según las Escrituras» (1 Co 15,4). El «según las Escrituras» vale para la frase en su conjunto y sólo implícitamente para el tercer día. Lo esencial consiste en que la resurrección misma es conforme con la Escritura, que forma parte de la totalidad de la promesa, que en Jesús de palabra ha pasado a ser realidad. Así se puede pensar ciertamente como trasfondo en el Salmo 16,10, pero naturalmente también en textos fundamentales para la promesa, como Isaías 53. Para el tercer día no existe un testimonio bíblico directo. La tesis según la cual «el tercer día» se habría deducido quizás de Oseas 6,1s es insostenible, como han demostrado por ejemplo Hans Conzelmann o también Martin Hengel y Anna Maria Schwemer. El texto dice: «Volvamos al Señor, él nos desgarró, él nos curará... En dos días nos sanará, el tercero nos resucitará y viviremos delante de él». Este texto es una oración penitencial del Israel pecador. No se habla de una resurrección de la muerte en sentido propio. Ni en el Nuevo Testamento, ni tampoco a lo largo de todo el siglo II se cita este texto (cf. Hengel-Schwemer, Jesus und das Judentum, p. 631). Pudo convertirse en una referencia anticipada a la resurrección al tercer día sólo cuando el acontecimiento del domingo después de la crucifixión del Señor hubo dado a este día un sentido particular. El tercer día no es una fecha «teológica», sino el día de un acontecimiento que para los discípulos ha supuesto un cambio decisivo tras la catástrofe de la cruz. Josef Blank lo ha formulado así: «La expresión "el tercer día" indica una fecha según la tradición cristiana, que es primordial en los Evangelios y se refiere al descubrimiento del sepulcro vacío» (Paulus und Jesus, p. 156). Yo añadiría: se refiere al primer encuentro con el Señor resucitado. El primer día de la semana —el tercero después del viernes— está atestiguado desde los primeros tiempos en el Nuevo Testamento como el día de la asamblea y el culto de la comunidad cristiana (cf. 1 Co 16,2; Hch 20,7; Ap1,10). En Ignacio de Antioquía (final del siglo I-inicios del siglo II), el domingo —como hemos visto— es atestiguado como una característica nueva, propia de los cristianos, en contraposición con la cultura sabática judía: «Ahora bien, si los que se habían criado en el antiguo orden de cosas vinieron a la novedad de la esperanza, no guardando ya el sábado, sino viviendo según el domingo, día en que también amaneció nuestra vida por gracia del Señor y mérito de su muerte...» (Ad Magn. 9,1). Si se considera la importancia que tiene el sábado en la tradición veterotestamentaria, basada en el relato de la creación y en el Decálogo, resulta evidente que sólo un acontecimiento con una fuerza sobrecogedora podía provocar la renuncia al sábado y su sustitución por el primer día de la semana. Sólo un acontecimiento que se hubiera grabado en las almas con una fuerza extraordinaria podría haber suscitado un cambio tan crucial en la cultura religiosa de la semana. Para esto no habrían bastado las meras especulaciones teológicas. Para mí, la celebración del Día del Señor, que distingue a la comunidad cristiana desde el principio, es una de las pruebas más fuertes de que ha sucedido una cosa extraordinaria en ese día: el descubrimiento del sepulcro vacío y el encuentro con el Señor resucitado. Los testigos Mientras el versículo 4 de nuestro Credo interpretael hecho de la resurrección, con el versículo 5 comienza la lista de los testigos. «Se le apareció a Cefas y más tarde a los Doce», se afirma lapidariamente. Si podemos considerar este versículo como el último de la antigua fórmula jerosolimitana, esta mención tiene una importancia teológica particular: en ella se indica el fundamento mismo de la fe de la Iglesia. Por un lado, «los Doce» siguen siendo la piedra-fundamento de la Iglesia, a la cual siempre se remite. Por otro, se subraya el encargo especial de Pedro, que le fue confiado primero en Cesarea de Felipe y confirmado después en el Cenáculo (cf. Lc 22,32), un encargo que lo ha introducido, por decirlo así, en la estructura eucarística de la Iglesia. Ahora, después de la


resurrección, el Señor se manifiesta a él antes que a los Doce, y con ello le renueva una vez más su misión única. Si el ser de los cristianos significa esencialmente la fe en el Resucitado, el papel particular del testimonio de Pedro es una confirmación del cometido que se le ha confiado de ser la roca sobre la que se construye la Iglesia. Juan ha subrayado claramente una vez más esta misión para la fe de toda la Iglesia en su relato de la triple pregunta del Resucitado a Pedro —¿me amas?— y del triple encargo de apacentar el rebaño de Cristo (cf. Jn 21,15-17). Así, el relato de la resurrección se convierte por sí mismo en eclesiología: el encuentro con el Señor resucitado es misión y da su forma a la Iglesia naciente. 2.2. LA TRADICIÓN EN FORMA DE NARRACIÓN Pasemos ahora —tras esta reflexión sobre la parte más importante de la tradición en forma de confesión— a la tradición en forma de narración. Mientras la primera sintetiza la fe común del cristianismo de manera normativa mediante fórmulas bien determinadas e impone la fidelidad incluso a la letra para toda la comunidad de los creyentes, las narraciones de las apariciones del Resucitado reflejan en cambio tradiciones distintas. Dependen de transmisores diferentes y están distribuidas localmente entre Jerusalén y Galilea. No son un criterio vinculante en todos los detalles, como lo son en cambio las confesiones; pero, dado que han sido recogidas en los Evangelios, han de considerarse ciertamente como un válido testimonio que da contenido y forma a la fe. Las confesiones presuponen las narraciones y se han desarrollado a partir de ellas. Concentran el núcleo de lo que se ha relatado y remiten a la vez al relato. Todo lector notará enseguida las diferencias entre los relatos de la resurrección en los cuatro Evangelios. Mateo, además de la aparición del Resucitado a las mujeres junto al sepulcro vacío, conoce solamente una aparición a los Once en Galilea. Lucas conoce sólo tradiciones jerosolimitanas. Juan habla de apariciones tanto en Jerusalén como en Galilea. Ninguno de los evangelistas describe la resurrección misma de Jesús. Esta es un proceso que se ha desarrollado en el secreto de Dios, entre Jesús y el Padre, un proceso que nosotros no podemos describir y que por su naturaleza escapa a la experiencia humana. La conclusión del Evangelio de Marcos presenta un problema particular. Según manuscritos importantes, el texto termina con el versículo 16,8: Ellas, las mujeres, «salieron corriendo del sepulcro, temblando de espanto. Y no dijeron nada a nadie, del miedo que tenían». El texto auténtico del Evangelio, en la forma que ha llegado a nosotros, concluye con el susto y el temor de las mujeres. Antes el texto había hablado del descubrimiento del sepulcro vacío por parte de las mujeres, que habían venido para la unción, y de la aparición del ángel que les anunció la resurrección de Jesús y las encargó decir a los discípulos, y «a Pedro» en particular, que, según la promesa, Jesús iría por delante a Galilea. Es imposible que el Evangelio se haya concluido con las palabras que siguen sobre el silencio de las mujeres; en efecto, el texto presupone que ya habían hablado del encuentro. Y, obviamente, está también informado de la aparición a Pedro y a los Doce, de la que habla el texto bastante más antiguo de la Primera Carta a los Corintios. Por qué nuestro texto queda interrumpido en este punto no lo sabemos. En el siglo II se ha añadido un relato sintético en el que se recogen las más importantes tradiciones sobre la resurrección, así como de la misión de los discípulos de predicar por todo el mundo (cf. 16,9-20). En cualquier caso, también la conclusión breve de Marcos presupone el descubrimiento del sepulcro vacío por las mujeres, el anuncio de la resurrección, el conocimiento de las apariciones a Pedro y a los Doce. Por lo que se refiere a la interrupción enigmática, tenemos que dejarla sin explicación. La tradición en forma de narración habla de encuentros con el Resucitado y de lo que Él dijo en dichas circunstancias; la tradición en forma de confesión conserva solamente los hechos más importantes que pertenecen a la confirmación de la fe: así podríamos describir, una vez más, la diferencia esencial entre los dos tipos de tradición. Y de esto se derivan también diferencias concretas.


Una primera consiste en que en la tradición en forma de confesión se nombra como testigos solamente a hombres, mientras que en la tradición en forma de narración las mujeres tienen un papel decisivo; más aún, tienen la preeminencia en comparación con los hombres. Esto puede depender de que en la tradición judía se aceptaba solamente a los hombres como testigos ante el tribunal; el testimonio de las mujeres no se consideraba fiable. La tradición «oficial», que está, por decirlo así, ante el tribunal de Israel y del mundo, debe atenerse, pues, a estas normas para poder afrontar el proceso sobre Jesús, que en cierto modo continúa. Los relatos, en cambio, no se sienten sujetos a esta estructura jurídica, sino que comunican la amplitud de la experiencia de la resurrección. Así como bajo la cruz se encontraban únicamente mujeres —con la excepción de Juan—, así también el primer encuentro con el Resucitado estaba destinado a ellas. La Iglesia, en su estructura jurídica, está fundada sobre Pedro y los Once, pero en la forma concreta de la vida eclesial son siempre las mujeres las que abren la puerta al Señor, lo acompañan hasta el pie de la cruz y así lo pueden encontrar también como Resucitado. Las apariciones de Jesús a Pablo Una segunda diferencia importante, con la cual la tradición en forma de narración integra las confesiones, consiste en que las apariciones del Resucitado no son solamente confesadas, sino descritas concretamente. ¿Cómo hemos de imaginarnos las apariciones del Resucitado, que no había vuelto a la vida humana habitual, sino que había pasado a un nuevo modo de ser hombre? Hay ante todo una diferencia clara entre la aparición del Resucitado a Pablo, por un lado, descrita en los Hechos de los Apóstoles, y, por otro, los relatos de los evangelistas sobre los encuentros de los apóstoles y de las mujeres con el Señor vivo. Según los tres relatos de los Hechos de los Apóstoles sobre la conversión de Pablo, el encuentro con Cristo resucitado se compone de dos elementos: una luz «más resplandeciente que el sol» (26,13) y, a la vez, una voz que habla a Saulo «en lengua hebrea» (v. 14). Mientras el primer relato refiere que los acompañantes oyeron la voz, «pero no veían a nadie» (9,7), en el segundo se lee lo contrario: «Vieron la luz, pero no oyeron la voz del que me hablaba» (22,9). El tercer relato dice solamente que todos los compañeros de viaje, al igual que Saulo, cayeron a tierra (cf. 26,14). Una cosa está clara: la percepción de los acompañantes fue diferente de la de Saulo; sólo él fue el destinatario directo de un mensaje que suponía una misión; también los compañeros, sin embargo, fueron de algún modo testigos de un acontecimiento extraordinario. Para el verdadero destinatario, Saulo-Pablo, los dos elementos van juntos: la luz resplandeciente, que puede recordar el acontecimiento del Tabor —el Resucitado es simplemente luz (cf. primera parte, pp. 361s)—, y luego la palabra, con la que Jesús se identifica con la Iglesia perseguida y, al mismo tiempo, confía a Saulo una misión. En el primero y el segundo relato se habla de la misión de Saulo, diciéndole que le manda a Damasco, donde se le indicarán los detalles, mientras que en el tercero se le dirigen unas palabras detalladas y muy concretas sobre su misión: «Levántate y ponte en pie; pues me he aparecido a ti para constituirte servidor y testigo tanto de las cosas que de mí has visto como de las que te manifestaré. Yo te libraré de tu pueblo y de los gentiles, a los cuales yo te envío, para que les abras los ojos; para que se conviertan de las tinieblas a la luz, y del poder de Satanás a Dios; y reciban el perdón de los pecados y una parte en la herencia entre los que han sido santificados por la fe en mí» (Hch 26,16ss). A pesar de todas las diferencias entre los tres relatos, resulta claro que la aparición (la luz) y la palabra van juntos. El Resucitado, cuya esencia es luz, habla como hombre con Pablo y en su lengua. Su palabra, por una parte, es una autoidentificación que significa a la vez identificación con la Iglesia perseguida y, por otra, una misión cuyo contenido se manifestará sucesivamente con mayor amplitud.


Las apariciones de Jesús en los Evangelios Las apariciones de las que nos hablan los evangelistas son ostensiblemente de un género diferente. Por un lado, el Señor aparece como un hombre, como los otros hombres: camina con los discípulos de Emaús; deja que Tomás toque sus heridas; según Lucas, acepta incluso un trozo de pez asado para comer, para demostrar su verdadera corporeidad. Y, sin embargo, también según estos relatos, no es un hombre que simplemente ha vuelto a ser como era antes de la muerte. Llama la atención ante todo que los discípulos no lo reconozcan en un primer momento. Esto no sucede solamente con los dos de Emaús, sino también con María Magdalena y luego de nuevo junto al lago de Tiberíades: «Estaba ya amaneciendo cuando Jesús se presentó en la orilla; pero los discípulos no sabían que era Jesús» (Jn 21,4). Solamente después de que el Señor les hubo mandado salir de nuevo a pescar, el discípulo tan amado lo reconoció: «Y aquel discípulo que Jesús tanto quería le dice a Pedro: "Es el Señor"» (21,7).Es, por decirlo así, un reconocer desde dentro que, sin embargo, queda siempre envuelto en el misterio. En efecto, después de la pesca, cuando Jesús los invita a comer, seguía habiendo una cierta sensación de algo extraño. «Ninguno de los discípulos se atrevía a preguntarle quién era, porque sabían bien que era el Señor» (21,12). Lo sabían desde dentro, pero no por el aspecto de lo que veían y presenciaban. El modo de aparecer corresponde a esta dialéctica del reconocer y no reconocer. Jesús llega a través de las puertas cerradas, y de improviso se presenta en medio de ellos. Y, del mismo modo, desaparece de repente, como al final del encuentro en Emaús. Él es plenamente corpóreo. Y, sin embargo, no está sujeto a las leyes de la corporeidad, a las leyes del espacio y del tiempo. En esta sorprendente dialéctica entre identidad y alteridad, entre verdadera corporeidad y libertad de las ataduras del cuerpo, se manifiesta la esencia peculiar, misteriosa, de la nueva existencia del Resucitado. En efecto, ambas cosas son verdad: Él es el mismo —un hombre de carne y hueso— y es también el Nuevo, el que ha entrado en un género de existencia distinto. La dialéctica que forma parte de la esencia del Resucitado es presentada en los relatos realmente con poca habilidad, y precisamente por eso dejan ver que son verídicos. Si se hubiera tenido que inventar la resurrección, se hubiera concentrado toda la insistencia en la plena corporeidad, en la posibilidad de reconocerlo inmediatamente y, además, se habría ideado tal vez un poder particular como signo distintivo del Resucitado. Pero en el aspecto contradictorio de lo experimentado, que caracteriza todos los textos, en el misterioso conjunto de alteridad e identidad, se refleja un nuevo modo del encuentro, que apologéticamente parece bastante desconcertante, pero que justo por eso se revela también mayormente como descripción auténtica de la experiencia que se ha tenido. Una ayuda para entender las misteriosas apariciones del Resucitado pueden ser, creo yo, las teofanías del Antiguo Testamento. Quisiera señalar aquí brevemente sólo tres tipos de estas teofanías. Ante todo la aparición de Dios a Abraham en la encina de Mambré (cf. Gn 18,1-33). Hay sencillamente tres hombres que se paran al lado de Abraham. Y, sin embargo, él se da cuenta inmediatamente desde dentro de que se trata del «Señor» que quiere ser su huésped. En el Libro de Josué se nos narra cómo Josué, levantando los ojos, de repente ve ante sí a un hombre con una espada desenvainada en la mano. Josué, que no lo reconoce, le pregunta: «¿Eres de los nuestros o de nuestros enemigos?». Y la respuesta es: «No, sino que soy el jefe del ejército del Señor... Quítate las sandalias de tus pies, porque el lugar en que estás es sagrado» (5,13ss). Son significativos también los dos relatos sobre Gedeón (cf. Jc 6,11-24) y sobre Sansón (cf. Jc 13), en los que «el ángel del Señor», que aparece bajo el aspecto de un hombre, es reconocido siempre como ángel solamente en el momento en que desaparece misteriosamente. En ambos casos, un fuego consume la comida ofrecida mientras «el ángel del Señor» desaparece. En el lenguaje mitológico se manifiestan juntos, de un lado, la cercanía


del Señor que aparece como hombre y, de otro, su alteridad, gracias a la cual está fuera de las leyes de la vida material. Éstas son ciertamente solamente analogías, porque la novedad de la «teofanía» del Resucitado consiste en el hecho de que Jesús es realmente hombre: como hombre, ha padecido y ha muerto; ahora vive de modo nuevo en la dimensión del Dios vivo; aparece como auténtico hombre y, sin embargo, aparece desde Dios, y Él mismo es Dios. Son importantes, pues, dos acotaciones. Por una parte, Jesús no ha retornado a la existencia empírica, sometida a la ley de la muerte, sino que vive de modo nuevo en la comunión con Dios, sustraído para siempre a la muerte. Por otra parte —y también esto es importante— los encuentros con el Resucitado son diferentes de los acontecimientos interiores o de experiencias místicas: son encuentros reales con el Viviente que, en un modo nuevo, posee un cuerpo y permanece corpóreo. Lucas lo subraya con mucho énfasis: Jesús no es, como temieron en un primer momento los discípulos, un «fantasma», un «espíritu», sino que tiene «carne y huesos» (cf. Lc 24,36-43). La diferencia con un fantasma, lo que es la aparición de un «espíritu» respecto a la aparición del Resucitado, se ve muy claramente en el relato bíblico sobre la nigromante de Endor que, por la insistencia de Saúl, evoca el espíritu de Samuel y lo hace subir del mundo de los muertos(cf. 1 S 28,7ss). El «espíritu» evocado es un muerto que, como una existencia-sombra, mora en los avernos; puede ser temporalmente llamado fuera, pero debe volver luego al mundo de los muertos. Jesús, en cambio, no viene del mundo de los muertos —ese mundo que Él ha dejado ya definitivamente atrás—, sino al revés, viene precisamente del mundo de la pura vida, viene realmente de Dios, Él mismo como el Viviente que es, fuente de vida. Lucas destaca de manera drástica el contraste con un «espíritu», al decir que Jesús pidió algo de comer a los discípulos todavía perplejos y, luego, delante de sus ojos, comió un trozo de pez asado. La mayoría de los exegetas opinan que Lucas, en su celo apologético, ha exagerado aquí; con una afirmación como ésta, habría vuelto a poner a Jesús en una corporeidad empírica, que ha sido superada con la resurrección. De este modo, entraría en contradicción con su propio relato, según el cual Jesús se presenta de improviso en medio de los discípulos en una corporeidad que no está sometida a las leyes del espacio y el tiempo. Pienso que es útil examinar aquí los otros tres pasajes en que se habla de la participación del Resucitado en una comida. El texto antes comentado está precedido por la narración de Emaús. Ésta concluye diciendo que Jesús se sentó a la mesa con los discípulos, tomó el pan, recitó la bendición, lo partió y se lo dio a los dos. En aquel momento se les abrieron los ojos «y lo reconocieron. Pero Él desapareció» (Lc 24,31). El Señor está a la mesa con los suyos igual que antes, con la plegaria de bendición y la fracción del pan. Después desaparece de su vista externa y, justo en este desaparecer se les abre la vista interior: lo reconocen. Es una verdadera comunión de mesa y, sin embargo, es nueva. En el partir el pan Él se manifiesta, pero sólo al desaparecer se hace realmente reconocible. Según la estructura interior, estos dos relatos de comidas son muy parecidos al que encontramos en Juan 21,1-14: los discípulos han faenado toda la noche sin éxito; sus redes no han capturado ningún pez. Por la mañana, Jesús está en la orilla, pero no lo reconocen. Él les pregunta: «Muchachos, ¿tenéis pescado?». Ante su respuesta negativa, les manda salir de nuevo a pescar, y esta vez vuelven con una pesca superabundante. Ahora, en cambio, Jesús, que ya ha puesto pescado sobre las brasas, los invita: «Vamos, almorzad». Y entonces ellos «supieron» que era Jesús. El último pasaje particularmente importante y útil para comprender el modo en que el Resucitado participa en las comidas se encuentra en los Hechos de los Apóstoles. Sin embargo, la singularidad de lo que se dice en este texto no se pone claramente de manifiesto en las traducciones corrientes. En la traducción alemana se dice: «... se les apareció durante cuarenta días y les habló del Reino de Dios. Mientras comía con ellos, les mandó que no se fueran de


Jerusalén...» (Hch 1,3s). A causa del punto después de la palabra «Reino de Dios» —una exigencia redaccional para construir la frase—, queda en penumbra una conexión interior. Lucas habla de tres elementos que caracterizan cómo está el Resucitado con los suyos: Él se «apareció», «habló» y «comió con ellos». Aparecer-hablar-comer juntos: éstas son las tres auto- manifestaciones del Resucitado, estrechamente relacionadas entre sí, con las cuales Él se revela como el Viviente. Para comprender correctamente el tercer elemento que, como los dos primeros, se extiende todo a lo largo de los «cuarenta días», es de capital importancia la palabra usada por Lucas: synalizómenos. Traducida literalmente, significa «comiendo con ellos sal». Indudablemente, Lucas ha elegido a propósito esta palabra. ¿Cuál es su significado? En el Antiguo Testamento el comer en común pan y sal, o también sólo sal, sirve para sellar sólidas alianzas (cf. Nm 18,19; 2 Cro 13,5; Hauck ThWNT, I, p. 229). La sal es considerada como garantía de durabilidad. Es remedio contra la putrefacción, contra la corrupción que forma parte de la naturaleza de la muerte. Cada vez que se toma alimento se combate contra la muerte; es un modo de conservar la vida. El «comer sal» de Jesús después de la resurrección, que de este modo se nos muestra como signo de la vida nueva y permanente, hace referencia al banquete nuevo del Resucitado con los suyos. Es un acontecimiento de alianza y, por ello, está en íntima conexión con la Última Cena, en la cual el Señor había instituido la Nueva Alianza. Así, la clave misteriosa del «comer sal» expresa un vínculo interior entre la comida anterior a la Pasión de Jesús y la nueva comunión de mesa del Resucitado: El se da a los suyos como alimento y así los hace partícipes de su vida, de la Vida misma. Finalmente, conviene recordar aquí todavía algunas palabras de Jesús que encontramos en el Evangelio de Marcos: «Todos serán salados a fuego. Buena es la sal; pero si la sal se vuelve sosa, ¿con qué la sazonaréis? Repartíos la sal y vivid en paz unos con otros» (9,49s). Algunos manuscritos, retomando Levítico 2,13, añaden además: «En todas tus ofrendas ofrecerás sal». El salar las ofrendas tenía también el sentido de dar sabor al don y de protegerlo de la putrefacción. Así se unen muchos sentidos: la renovación de la alianza, el don de la vida, la purificación del propio ser en función de la entrega de sí a Dios. Cuando, al principio de los Hechos de los Apóstoles, Lucas resume los acontecimientos postpascuales y describe la comunión de mesa del Resucitado con los suyos usando el término «synalizómenos, comiendo con ellos la sal» (Hch 1,4), no se disipa el misterio de esta nueva comunión entre los comensales, pero, por otro lado, semanifiesta al mismo tiempo su esencia: el Señor atrae de nuevo a sí a los discípulos en la comunión de la alianza consigo y con el Dios vivo. Los hace partícipes de la vida verdadera, los convierte en vivientes y sazona su vida con la participación en su pasión, en la fuerza purificadora de su sufrimiento. No nos podemos imaginar cómo era concretamente la comunión de mesa con los suyos. Pero podemos reconocer su naturaleza interior y ver que en la comunión litúrgica, en la celebración de la Eucaristía, este estar a la mesa con el Resucitado continúa, aunque de modo diferente. 3. RESUMEN: LA NATURALEZA DE LA RESURRECCIÓN Y SU SIGNIFICACIÓN HISTÓRICA Preguntémonos ahora, una vez más y de manera sumaria, de qué género fue el encuentro con el Señor resucitado. Son importantes las siguientes distinciones: – Jesús no es alguien que haya regresado a la vida biológica normal y que después, según las leyes de la biología, deba morir nuevamente cualquier otro día. Jesús no es una fantasma, un «espíritu». Lo cual significa: no es uno que, en realidad, pertenece al mundo de los muertos, aunque éstos puedan de algún modo manifestarse en el mundo de la vida. Los encuentros con el Resucitado son también algo muy diferente de las experiencias místicas, en las que el espíritu humano viene por un momento elevado por encima de sí mismo y percibe el mundo de lo divino y lo eterno, para volver después al horizonte normal de su existencia. La experiencia mística es una superación momentánea del ámbito del alma y de sus facultades perceptivas. Pero no es un encuentro con una persona que


se acerca a mí desde fuera. Pablo ha distinguido muy claramente sus experiencias místicas — como, por ejemplo, su elevación hasta el tercer cielo, descrita en 2 Corintios 12,1-4—, del encuentro con el Resucitado en el camino de Damasco, que fue un acontecimiento en la historia, un encuentro con una persona viva. Según todos estos datos bíblicos, ¿qué podemos decir ahora realmente sobre la naturaleza peculiar de la resurrección de Cristo? Que es un acontecimiento dentro de la historia que, sin embargo, quebranta el ámbito de la historia y va más allá de ella. Quizás podamos recurrir a un lenguaje analógico, que sigue siendo impropio en muchos aspectos, pero que puede dar un atisbo de comprensión. Podríamos considerar la resurrección (como ya hemos hecho por adelantado en la primera sección de este capítulo) algo así como una especie de «salto cualitativo» radical en que se entreabre una nueva dimensión de la vida, del ser hombre. Más aún, la materia misma es transformada en un nuevo género de realidad. El hombre Jesús, con su mismo cuerpo, pertenece ahora totalmente a la esfera de lo divino y eterno. De ahora en adelante —como dijo Tertuliano en una ocasión—, «espíritu y sangre» tienen sitio en Dios (cf. De resurrect. mort. 51,3: CC lat., II 994). Aunque el hombre, por su naturaleza, es creado para la inmortalidad, sólo ahora el lugar de su alma inmortal encuentra su «espacio», esa «corporeidad» en la que la inmortalidad adquiere sentido en cuanto comunión con Dios y con la humanidad entera reconciliada. Las Cartas de la Cautividad de san Pablo a los Colosenses (cf. 1,12-23) y a los Efesios (cf. 1,3-23) pretenden decir esto cuando hablan del cuerpo cósmico de Cristo, indicando con ello que el cuerpo transformado de Cristo es también el lugar en el que los hombres entran en la comunión con Dios y entre ellos, y así pueden vivir definitivamente en la plenitud de la vida indestructible. Puesto que nosotros mismos no poseemos una experiencia de este género renovado y transformado de materialidad y de vida, no debemos maravillarnos de que esto supere lo que podemos imaginar. Es esencial que, con la resurrección de Jesús, no ha sido revitalizada una persona cualquiera fallecida en algún momento, sino que con ella se ha producido un salto ontológico que afecta al ser como tal, se ha inaugurado una dimensión que nos afecta a todos y que ha creado para todos nosotros un nuevo ámbito de la vida, del ser con Dios. A partir de esto hay que afrontar también la cuestión sobre la resurrección como acontecimiento histórico. Por una parte, hay que decir que la esencia de la resurrección consiste precisamente en que ella contraviene la historia e inaugura una dimensión que llamamos comúnmente la dimensión escatológica. La resurrección da entrada al espacio nuevo que abre la historia más allá de sí misma y crea lo definitivo. En este sentido es verdad que la resurrección no es un acontecimiento histórico del mismo tipo que el nacimiento o la crucifixión de Jesús. Es algo nuevo, un género nuevo de acontecimiento. Pero es necesario advertir al mismo tiempo que no está simplemente fuera o por encima de la historia. En cuanto erupción que supera la historia, la resurrección tiene sin embargo su inicio en la historia misma y hasta cierto punto le pertenece. Se podría expresar tal vez todo esto así: la resurrección de Jesús va más allá de la historia, pero ha dejado su huella en la historia. Por eso puede ser refrendada por testigos como un acontecimiento de una cualidad del todo nueva. De hecho, la predicación apostólica, con su entusiasmo y su audacia, es impensable sin un contacto real de los testigos con el fenómeno totalmente nuevo e inesperado que los llegaba desde fuera y que consistía en la manifestación de Cristo resucitado y en el hecho de que hablara con ellos. Sólo un acontecimiento real de una entidad radicalmente nueva era capaz de hacer posible el anuncio apostólico, que no se puede explicar por especulaciones o experiencias interiores, místicas. En su osadía y novedad, dicho anuncio adquiere vida por la fuerza impetuosa de un acontecimiento que nadie había ideado y que superaba cualquier imaginación. Al final, sin embargo, permanece siempre en todos nosotros la pregunta que Judas Tadeo le hizo a Jesús en el Cenáculo: «Señor, ¿qué ha sucedido para que te muestres a nosotros y no al


mundo?» (Jn 14,22). Sí, ¿por qué no te has opuesto con poder a tus enemigos que te han llevado a la cruz?, quisiéramos preguntar también nosotros. ¿Por qué no les has demostrado con vigor irrefutable que tú eres el Viviente, el Señor de la vida y de la muerte? ¿Por qué te has manifestado sólo a un pequeño grupo de discípulos, de cuyo testimonio tenemos ahora que fiarnos? Pero esta pregunta no se limita solamente a la resurrección, sino a todo ese modo en que Dios se revela al mundo. ¿Por qué sólo a Abraham? ¿Por qué no a los poderosos del mundo? ¿Por qué sólo a Israel y no de manera inapelable a todos los pueblos de la tierra? Es propio del misterio de Dios actuar de manera discreta. Sólo poco a poco va construyendo su historia en la gran historia de la humanidad. Se hace hombre, pero de tal modo que puede ser ignorado por sus contemporáneos, por las fuerzas de renombre en la historia. Padece y muere y, como Resucitado, quiere llegar a la humanidad solamente mediante la fe de los suyos, a los que se manifiesta. No cesa de llamar con suavidad a las puertas de nuestro corazón y, si le abrimos, nos hace lentamente capaces de «ver». Pero ¿no es éste acaso el estilo divino? No arrollar con el poder exterior, sino dar libertad, ofrecer y suscitar amor. Y, lo que aparentemente es tan pequeño, ¿no es tal vez —pensándolo bien— lo verdaderamente grande? ¿No emana tal vez de Jesús un rayo de luz que crece a lo largo de los siglos, un rayo que no podía venir de ningún simple ser humano; un rayo a través del cual entra realmente en el mundo el resplandor de la luz de Dios? El anuncio de los Apóstoles, ¿podría haber encontrado la fe y edificado una comunidad universal si no hubiera actuado en él la fuerza de la verdad? Si escuchamos a los testigos con el corazón atento y nos abrimos a los signos con los que el Señor da siempre fe de ellos y de sí mismo, entonces lo sabernos: Él ha resucitado verdaderamente. Él es el Viviente. A Él nos encomendamos en la seguridad de estar en la senda justa. Con Tomás, metemos nuestra mano en el costado traspasado de Jesús y confesamos: «¡Señor mío y Dios mío!» (Jn 20,28). PERSPECTIVA: SUBIÓ AL CIELO, Y ESTÁ SENTADO A LA DERECHA DE DIOS PADRE, Y DE NUEVO VENDRÁ CON GLORIA Los cuatro Evangelios, y también san Pablo en su narración sobre la resurrección en 1 Corintios15, presuponen que las apariciones del Resucitado tuvieron lugar en un periodo de tiempo limitado. Pablo es consciente de que a él, como el último, se le ha concedido todavía un encuentro con Cristo resucitado. También el sentido de las apariciones está claro en toda la tradición: se trata ante todo de agrupar un círculo de discípulos que puedan testimoniar que Jesús no ha permanecido en el sepulcro, sino que está vivo. Su testimonio concreto seconvierte esencialmente en una misión: han de anunciar al mundo que Jesús es el Viviente, la Vida misma. Tienen la tarea de intentar, una vez más, congregar primero a Israel en torno a Jesús resucitado. También para Pablo el anuncio comienza siempre con el testimonio ante los judíos, como primeros destinatarios de la salvación. Pero la meta última de los enviados de Jesús es universal: «Se me ha dado poder en el cielo y en la tierra. Id y haced discípulos de todos los pueblos» (Mt 28,18s). «Seréis mis testigos en Jerusalén, en toda Judea y en Samaria, y hasta los confines del mundo» (Hch 1,8). «Ponte en camino —dice el Resucitado a Pablo— porque yo te voy a enviar lejos, a los gentiles» (Hch 22,21). También forma parte del mensaje de los testigos anunciar que Jesús vendrá de nuevo para juzgar a vivos y muertos, y para establecer definitivamente el Reino de Dios en el mundo. Una gran corriente de la teología moderna ha sostenido que este anuncio es el contenido principal,


si no el único núcleo del mensaje. Se afirma así que Jesús mismo habría pensado exclusivamente en categorías escatológicas. La «espera inminente» del Reino habría sido el verdadero elemento específico de su mensaje y el primer anuncio apostólico no habría sido diferente. Si esto fuera cierto —cabe preguntarse—, ¿cómo podría haber persistido la fe cristiana una vez comprobado que la esperanza inminente no se cumplió? De hecho, esta teoría contrasta con los textos y también con la realidad del cristianismo naciente, que experimentó la fe como una fuerza que actúa en el presente y, a la vez, como esperanza. Los discípulos han hablado ciertamente del retorno de Jesús, pero, sobre todo, han dado testimonio de que El es el que ahora vive, que es la Vida misma, en virtud de la cual también nosotros llegamos a ser vivientes (cf. Jn 14,19). Pero ¿cómo puede ser esto? ¿Dónde lo encontramos? El, el Resucitado, el «ensalzado a la derecha de Dios» (cf. Hch 2,33), ¿acaso no está precisamente por eso completamente ausente? O, por el contrario, ¿es de algún modo accesible? ¿Podemos adentrarnos nosotros hasta «la derecha del Padre»? ¿Existe, no obstante, en la ausencia también una presencia real? ¿No volverá a nosotros sólo en un último día desconocido? ¿Puede venir también hoy? Estas preguntas caracterizan el Evangelio de Juan, y también las Cartas de san Pablo ofrecenuna respuesta. Pero lo esencial de dicha respuesta está trazado también en las narraciones sobre la «ascensión», con las que se concluye el Evangelio de Lucas y comienzan los Hechos de los Apóstoles. Vayamos, pues, a la conclusión del Evangelio de Lucas. Allí se habla de cómo Jesús se aparece a los apóstoles que, junto a los dos discípulos de Emaús, están reunidos en Jerusalén. Él come con ellos y da algunas instrucciones. Las últimas frases del Evangelio dicen: «Después los sacó hacia Betania y, levantando las manos, los bendijo. Y mientras los bendecía, se separó de ellos subiendo hacia el cielo. Ellos se volvieron a Jerusalén con gran alegría; y estaban siempre en el templo bendiciendo a Dios» (24,50-53). Esta conclusión nos sorprende. Lucas nos dice que los discípulos estaban llenos de alegría después de que el Señor se había alejado de ellos definitivamente. Nosotros nos esperaríamos lo contrario. Nos esperaríamos que hubieran quedado desconcertados y tristes. El mundo no había cambiado, Jesús se había separado definitivamente. Habían recibido una tarea aparentemente irrealizable, una tarea que superaba sus fuerzas. ¿Cómo podían presentarse ante la gente en Jerusalén, en Israel, en todo el mundo, diciendo: «Aquel Jesús, aparentemente fracasado, es sin embargo el Salvador de todos nosotros»?. Todo adiós deja tras de sí un dolor. Aunque Jesús había partido como persona viviente, ¿cómo es posible que su despedida definitiva no les causara tristeza? No obstante, se lee que volvieron a Jerusalén llenos de alegría y alababan a Dios. ¿Cómo podemos entender nosotros todo esto? En todo caso, lo que se puede deducir de ello es que los discípulos no se sienten abandonados; no creen que Jesús se haya como disipado en un cielo inaccesible y lejano. Evidentemente, están seguros de una presencia nueva de Jesús. Están seguros de que el Resucitado (como Él mismo había dicho, según Mateo), está presente entre ellos, precisamente ahora, de una manera nueva y poderosa. Ellos saben que «la derecha de Dios», donde Él está ahora «enaltecido», implica un nuevo modo de su presencia, que ya no se puede perder; el modo en que únicamente Dios puede sernos cercano. La alegría de los discípulos después de la «ascensión» corrige nuestra imagen de este acontecimiento. La «ascensión» no es un marcharse a una zona lejana del cosmos, sino la permanente cercanía que los discípulos experimentan con tal fuerza que les produce una alegría duradera. Así, la conclusión del Evangelio de Lucas nos ayuda a comprender mejor el comienzo de los Hechos de los Apóstoles en el que se relata explícitamente la «ascensión» de Jesús. Aquí, a la partida de Jesús precede un coloquio en el que los discípulos —todavía apegados a sus viejas ideas— preguntan si acaso no ha llegado el momento de instaurar el reino de Israel.


A esta idea de un reino davídico renovado Jesús contrapone una promesa y una encomienda. La promesa es que estarán llenos de la fuerza del Espíritu Santo; la encomienda consiste en que deberán ser sus testigos hasta los confines del mundo. Se rechaza explícitamente la pregunta acerca del tiempo y del momento. La actitud de los discípulos no debe ser ni la de hacer conjeturas sobre la historia ni la de tener fija la mirada en el futuro desconocido. El cristianismo es presencia: don y tarea; estar contentos por la cercanía interior de Dios y —fundándose en eso— contribuir activamente a dar testimonio en favor de Jesucristo. En este contexto se inserta luego la mención de la nube que lo envuelve y lo oculta a sus ojos. La nube nos recuerda el momento de la transfiguración, en que una nube luminosa se posa sobre Jesús y sobre los discípulos (cf. Mt 17,5; Mc 9,7;Lc 9,34s). Nos recuerda la hora del encuentro entre María y el mensajero de Dios, Gabriel, el cual le anuncia que el poder del Altísimo la «cubrirá con su sombra» (Lc 1,35). Nos hace pensar en la tienda sagrada del Señor en la Antigua Alianza, en la cual la nube es la señal de la presencia de JHWH (cf. Ex 40,34s), que, también en forma de nube, va delante de Israel durante su peregrinación por el desierto (cf. Ex 13,21s). La observación sobre la nube tiene un carácter claramente teológico. Presenta la desaparición de Jesús no como un viaje hacia las estrellas, sino como un entrar en el misterio de Dios. Con eso se alude a un orden de magnitud completamente diferente, a otra dimensión del ser. El Nuevo Testamento —desde los Hechos de los Apóstoles hasta la Carta a los Hebreos—, haciendo referencia al Salmo 110,1 describe el «lugar» al que Jesús se ha ido con una nube como un «sentarse» (o estar) a la derecha de Dios. ¿Qué significa esto? Este modo de hablar no se refiere a un espacio cósmico lejano, en el que Dios, por decirlo así, habría erigido su trono y en él habría dado un puesto también a Jesús. Dios no está en un espacio junto a otros espacios. Dios es Dios. Él es el presupuesto y el fundamento de toda dimensión espacial existente, pero no forma parte de ella. La relación de Dios con todo lo que tiene espacio es la del Dios y Creador. Su presencia no es espacial sino, precisamente, divina. Estar «sentado a la derecha de Dios» significa participar en la soberanía propia de Dios sobre todo espacio. En una disputa con los fariseos, Jesús mismo da al Salmo 110 una nueva interpretación que ha orientado la comprensión de los cristianos. A la idea del Mesías como nuevo David con un nuevo reino davídico —idea que hace poco hemos encontrado en los discípulos—, Él contrapone una visión más grande de Aquel que ha de venir: el verdadero Mesías no es el hijo de David, sino el Señor de David; no se sienta sobre el trono de David, sino sobre el trono de Dios (cf. Mt 22,41-45). El Jesús que se despide no va a alguna parte en un astro lejano. Él entra en la comunión de vida y poder con el Dios viviente, en la situación de superioridad de Dios sobre todo espacio. Por eso «no se ha marchado», sino que, en virtud del mismo poder de Dios, ahora está siempre presente junto a nosotros y por nosotros. En los discursos de despedida en el Evangelio de Juan, Jesús dice precisamente esto a sus discípulos: «Me voy y vuelvo a vuestro lado» (14,28). Aquí está sintetizada maravillosamente la peculiaridad del «irse» de Jesús, que es al mismo tiempo su «venir», y con eso queda explicado también el misterio acerca de la cruz, la resurrección y la ascensión. Su irse es precisamente así un venir, un nuevo modo de cercanía, de presencia permanente, que Juan pone también en relación con la «alegría», de la que antes hemos oído hablar en el Evangelio de Lucas. Puesto que Jesús está junto al Padre, no está lejos, sino cerca de nosotros. Ahora ya no se encuentra en un solo lugar del mundo, como antes de la «ascensión»; con su poder que supera todo espacio, Él no está ahora en un solo sitio, sino que está presente al lado de todos, y todos lo pueden invocar en todo lugar y a lo largo de la historia. En el Evangelio hay un pequeño relato muy bello (cf. Mc 6,45-52), en el que Jesús anticipa durante su vida terrenal este modo de cercanía, haciéndolo así más fácilmente comprensible para nosotros.


Después de la multiplicación de los panes, el Señor ordena a los discípulos que suban a la barca y vayan por delante a la otra orilla, hacia Betsaida, mientras El despide a la muchedumbre. Luego se retira «al monte» para orar. Por tanto, los discípulos están solos en la barca. Tenían el viento en contra, el mar agitado. Están amenazados por la fuerza de las olas y la borrasca. El Señor parece estar lejano, haciendo oración en su monte. Pero como está cerca del Padre, Él los ve. Y porque los ve, viene hacia ellos caminando sobre el mar, sube a la barca con ellos y hace posible la travesía hasta su destino. Esta es una imagen para el tiempo de la Iglesia, que también se nos propone precisamente a nosotros. El Señor está «en el monte» del Padre. Por eso nos ve. Por eso puede subir en cualquier momento a la barca de nuestra vida. Y por eso podemos invocarlo siempre, estando seguros de que Él siempre nos ve y siempre nos oye. También hoy la barca de la Iglesia, con el viento contrario de la historia, navega por el océano agitado del tiempo. Se tiene con frecuencia la impresión de que está para hundirse. Pero el Señor está presente y viene en el momento oportuno. «Voy y vuelvo a vuestro lado»: ésta es la confianza de los cristianos, la razón de nuestro júbilo. Desde otro punto de vista totalmente distinto puede verse algo parecido en el relato de la primera aparición del Resucitado a María Magdalena, teológica y antropológicamente muy denso. Quisiera hacer notar aquí solamente un detalle. Después de las palabras de los dos ángeles vestidos de blanco, María se dio media vuelta y vio a Jesús, pero no lo reconoció. Entonces Él la llama por su nombre: «¡María!». Ella tiene que volverse otra vez, y ahora reconoce con alegría al Resucitado, al que llama «Rabbuní»,su Maestro. Quiere tocarlo, retenerlo, pero el Señor le dice: «Suéltame, que todavía no he subido al Padre» Un 20,17). Esto nos sorprende. Es como decir: Precisamente ahora que lo tiene delante, ella puede tocarlo, tenerlo consigo. Cuando habrá subido al Padre, eso ya no será posible. Pero el Señor dice lo contrario: Ahora no lo puede tocar, retenerlo. La relación anterior con el Jesús terrenal ya no es posible. Se trata aquí de la misma experiencia a la que se refiere Pablo en 2 Corintios 5,16s: «Si conocimos a Cristo según los criterios humanos, ya no lo conocemos así. Si uno está en Cristo, es una criatura nueva». El viejo modo humano de estar juntos y de encontrarse queda superado. Ahora ya sólo se puede tocar a Jesús «junto al Padre». Únicamente se le puede tocar subiendo. Él nos resulta accesible y cercano de manera nueva: a partir del Padre, en comunión con el Padre. Esta nueva capacidad de acceder presupone también una novedad por nuestra parte: por el bautismo, nuestra vida está ya escondida con Cristo en Dios; en nuestra verdadera existencia ya estamos «allá arriba», junto a Él, a la derecha del Padre (cf. Col 3,lss). Si nos adentramos en la esencia de nuestra existencia cristiana, entonces tocamos al Resucitado: allí somos plenamente nosotros mismos. El tocar a Cristo y el subir están intrínsecamente enlazados. Y recordemos que, según Juan, el lugar de la «elevación» de Cristo es su cruz, y que nuestra «ascensión» —que siempre es necesaria cada vez—, nuestro subir para tocarlo, ha de ser un caminar junto con el Crucificado. El Cristo junto al Padre no está lejos de nosotros; si acaso, somos nosotros los que estamos lejos de Él; pero la senda entre Él y nosotros está abierta. De lo que se trata aquí no es de un recorrido de carácter cósmico-geográfico, sino de la «navegación espacial» del corazón, que lleva de la dimensión de un encerramiento en sí mismo hasta la dimensión nueva del amor divino que abraza el universo. Volvamos todavía al primer capítulo de los Hechos de los Apóstoles. Hemos dicho que la existencia cristiana no consiste en escudriñar el futuro, sino, de un lado, en el don del Espíritu Santo y, de otro, en el testimonio universal de los discípulos en favor de Jesús crucificado y resucitado (cf. Hch 1,6-8). Y la desaparición de Jesús a través de la nube no significa un movimiento hacia otro lugar cósmico, sino su asunción en el ser mismo de Dios y, así, la participación en su poder de presencia en el mundo.


Luego el texto prosigue. Al igual que antes, junto al sepulcro (cf. Lc 24,4), también ahora aparecen dos hombres vestidos de blanco y dirigen un mensaje: «Galileos, ¿qué hacéis ahí plantados mirando al cielo? El mismo Jesús que os ha dejado para subir al cielo, volverá como le habéis visto marcharse» (Hch 1,11). Con eso queda confirmada la fe en el retorno de Jesús, pero al mismo tiempo se subraya una vez más que no es tarea de los discípulos quedarse mirando al cielo o conocer los tiempos y los momentos escondidos en el secreto de Dios. Ahora su tarea es llevar el testimonio de Cristo hasta los confines de la tierra. La fe en el retorno de Cristo es el segundo pilar de la confesión cristiana. Él, que se ha hecho carne y permanece Hombre sin cesar, que ha inaugurado para siempre en Dios el puesto del ser humano, llama a todo el mundo a entrar en los brazos abiertos de Dios, para que al final Dios se haga todo en todos, y el Hijo pueda entregar al Padre al mundo entero asumido en Él (cf. 1 Co 15,20-28). Esto implica la certeza en la esperanza de que Dios enjugará toda lágrima, que nada quedará sin sentido, que toda injusticia quedará superada y establecida la justicia. La victoria del amor será la última palabra de la historia del mundo. Como actitud de fondo para el «tiempo intermedio», a los cristianos se les pide la vigilancia. Esta vigilancia significa, de un lado, que el hombre no se encierre en el momento presente, abandonándose a las cosas tangibles, sino que levante la mirada más allá de lo momentáneo y sus urgencias. De lo que se trata es de tener la mirada puesta en Dios para recibir de Él el criterio y la capacidad de obrar de manera justa. Por otro lado, vigilancia significa sobre todo apertura al bien, a la verdad, a Dios, en medio de un mundo a menudo inexplicable y acosado por el poder del mal. Significa que el hombre busque con todas las fuerzas y con gran sobriedad hacer lo que es justo, no viviendo según sus propios deseos, sino según la orientación de la fe. Todo eso está explicado en las parábolas escatológicas de Jesús, particularmente en la del siervo vigilante (cf. Lc 12,42-48) y, de otra manera, en la de las vírgenes necias y las vírgenes prudentes (cf. Mt 25,1-13). Pero ¿cuál es la situación de la existencia cristiana respecto al retorno del Señor? ¿Lo esperamos de buena gana o no? Ya Cipriano de Cartago (t 258) se vio en la necesidad de exhortar a sus lectores a que el temor ante las grandes catástrofes o ante la muerte no les alejara de la oración por el retorno de Cristo. ¿Debemos acaso apreciar más el mundo que está declinando que al Señor que, no obstante, esperamos? El Apocalipsis termina con la promesa del retorno del Señor e implorando que se cumpla: «El que atestigua esto responde: "Sí, vengo enseguida". Amén. ¡Ven, Señor Jesús!» (22,20). Es la oración de la persona enamorada que, en la ciudad asediada y oprimida por tantas amenazas y los horrores de la destrucción, espera necesariamente con afán la llegada del Amado, que tiene el poder de romper el asedio y traer la salvación. Es el grito lleno de esperanza que anhela la cercanía de Jesús en una situación de peligro, en la que sólo Él puede ayudar. Pablo pone al final de la Primera Carta a los Corintios la misma oración según la formulación aramea, pero que puede ser dividida y, por tanto, también entendida de dos maneras diferentes: «Marana tha» («Ven, Señor»), o bien, «Marana tha» («El Señor viene»). En este doble modo de lectura se puede ver claramente la peculiaridad de la espera cristiana de la llegada de Jesús. Es al mismo tiempo el grito: «Ven»; y la certeza llena de gratitud: «Él viene». Sabemos por la Didaché (ca. 100) que este grito formaba parte de las plegarias litúrgicas de la celebración eucarística de los primeros cristianos; aquí se encuentra también concretamente la unidad de los dos modos de lectura. Los cristianos invocan la llegada definitiva de Jesús y ven al mismo tiempo con alegría y gratitud que ya ahora Él anticipa esta llegada: ya ahora viene a estar entre nosotros. La oración cristiana por el retorno de Jesús contiene siempre también la experiencia de su presencia. Esta plegaria nunca se refiere exclusivamente al futuro. Sigue siendo válido precisamente lo que ha dicho el Resucitado: «Yo estoy con vosotros todos los días, hasta el fin del mundo» (Mt 28,20). Él está con nosotros ahora, y de modo particularmente denso en la presencia eucarística. Pero, viceversa, la experiencia cristiana de la presencia lleva también en


sí misma la tensión hacia el futuro, hacia la presencia definitivamente cumplida: la presencia de ahora no es todavía completa. Impulsa más allá de ella misma. Nos pone en camino hacia lo definitivo. Me parece oportuno aclarar aún, mediante dos expresiones diferentes de la teología, esta tensión intrínseca de la espera cristiana del retorno, espera que ha de caracterizar la vida y la oración cristiana. En el primer domingo de Adviento, el breviario romano propone a los orantes una catequesis de Cirilo de Jerusalén (Cat. XV,1-3: PG 33,870-874), que comienza con estas palabras: «Anunciamos la venida de Cristo, pero no una sola, sino también una segunda... Pues casi todas las cosas son doblesen nuestro Señor Jesucristo. Doble es su nacimiento: uno de Dios, desde toda la eternidad; otro de la Virgen en la plenitud de los tiempos. Es doble también su descenso: el primero silencioso..., el otro manifiesto, todavía futuro». Esta doctrina sobre la doble venida ha dejado su sello en el cristianismo y forma parte del núcleo del anuncio del Adviento. Todo esto es correcto, pero insuficiente. Apenas unos días después, el miércoles de la primera semana de Adviento, el breviario ofrece una interpretación tomada de las homilías de Adviento de san Bernardo de Claraval, en la cual se expresa una visión complementaria. En ella se lee: «Sabemos de una triple venida del Señor. Además de la primera y de la última, hay una venida intermedia (adventus medius)... En la primera venida, el Señor vino en carne y debilidad; en esta segunda, en espíritu y poder; y, en la última, en gloria y majestad» (In Adventu Domini, serm. III, 4.V, 1: PL 183, 45A.5050C-D). Para confirmar su tesis, Bernardo se remite a Juan14,23: «El que me ama guardará mi palabra y mi Padre lo amará, y vendremos a él y haremos morada en él». Se habla explícitamente de una «venida» del Padre y del Hijo: es la escatología del presente, que Juan desarrolla. En ella no se abandona la espera de la llegada definitiva que cambiará el mundo, pero muestra que el tiempo intermedio no está vacío: en él está precisamente el adventus medius, la llegada intermedia de la que habla Bernardo. Esta presencia anticipadora forma parte sin duda de la escatología cristiana, de la existencia cristiana. Aunque la expresión adventus medius era desconocida antes de Bernardo, su contenido existía ya desde el principio en toda la tradición cristiana de distintas maneras. Recordemos que san Agustín, por ejemplo, veía las palabras del anuncio en la nube sobre la que viene el Juez universal: las palabras del mensaje transmitidas por los testigos son la nube en la que Cristo viene al mundo; ya ahora. Así se prepara al mundo para la venida definitiva. Las modalidades de esta «venida intermedia» son múltiples: el Señor viene en su Palabra; viene en los sacramentos, especialmente en la santa Eucaristía; entra en mi vida mediante palabras o acontecimientos. Pero hay también modalidades de dicha venida que hacen época. El impacto de dos grandes figuras —Francisco y Domingo— entre los siglos XII y XIII, ha sido un modo en que Cristo ha entrado de nuevo en la historia, haciendo valer de nuevo su palabra y su amor; un modo con el cual ha renovado la Iglesia y ha impulsado la historia hacia sí. Algo parecido podemos decir de las figuras de los santos del siglo XVI: Teresa de Ávila, Juan de la Cruz, Ignacio de Loyola, Francisco Javier, llevan consigo nuevas irrupciones del Señor en la historia confusa de su siglo, que andaba a la deriva alejándose de Él. Su misterio, su figura, aparece nuevamente; y, sobre todo, se hace presente de un modo nuevo su fuerza, que transforma a los hombres y plasma la historia. Por tanto, ¿podemos orar por la venida de Jesús? ¿Podemos decir con sinceridad: «¡Marana tha!: ¡Ven, Señor Jesús!»? Sí, podemos y debemos. Pedimos anticipaciones de su presencia renovadora del mundo. En momentos de tribulación personal le imploramos: Ven, Señor Jesús, y acoge mi vida en la presencia de tu poder bondadoso. Le rogamos que se haga cercano a los que amamos o por los que estamos preocupados. Pidámosle que se haga presente con eficacia en su Iglesia. Y ¿por qué no le pedimos también que nos dé hoy nuevos testigos de su presencia, en los que Él mismo se acerque a nosotros? Y esta oración, que no apunta directamente al fin del mundo,


pero que es una verdadera súplica de su venida, conlleva toda la amplitud de aquella oración que Él mismo nos ha enseñado: «Venga a nosotros tu reino», ¡Ven, Señor Jesús! Volvamos una vez más a la conclusión del Evangelio de Lucas. Jesús llevó a los suyos cerca de Betania, se nos dice. «Levantando las manos, los bendijo. Y mientras los bendecía, se separó de ellos subiendo hacia el cielo» (24,50s). Jesús se va bendiciendo, y permanece en la bendición. Sus manos quedan extendidas sobre este mundo. Las manos de Cristo que bendicen son como un techo que nos protege. Pero son al mismo tiempo un gesto de apertura que desgarra el mundo para que el cielo penetre en él y llegue a ser en él una presencia. En el gesto de las manos que bendicen se expresa la relación duradera de Jesús con sus discípulos, con el mundo. En el marcharse, Él viene para elevarnos por encima de nosotros mismos y abrir el mundo a Dios. Por eso los discípulos pudieron alegrarse cuando volvieron de Betania a casa. Por la fe sabemos que Jesús, bendiciendo, tiene sus manos extendidas sobre nosotros. Ésta es la razón permanente de la alegría cristiana. BIBLIOGRAFÍA INDICACIONES GENERALES PARA LA PRIMERA PARTE Como he indicado en el prólogo este libro presupone la exégesis histórico-crítica y utiliza sus resultados, pero pretende ir más allá de este método para llegar a una interpretación propiamente teológica. No desea entrar en la discusión específica de la exégesis históricocrítica. Por este motivo, tampoco he pretendido ser exhaustivo en el uso de la bibliografía que, por otro lado, sería interminable. Las obras utilizadas son citadas en cada caso, entre paréntesis y de modo abreviado; los títulos completos se encuentran en la bibliografía que se indica a continuación". Pero antes quisiera citar algunas de las obras más importantes y recientes sobre Jesús: Nota editorial: las citas han sido traducidas normalmente del texto original, al que corresponde también la referencia. No obstante, se ha creído prestar un servicio útil al lector señalando entre paréntesis el título de la traducción española cuando ha sido posible. Joachim Gnilka, Jesus von Nazareth. Botschaft and Geschichte [Herders theologischer Kommentar zum Neuen Testament, Suplemento, vol. 3], Herder, Friburgo 1990 (trad. esp. Jesús de Nazaret. Mensaje e historia, Herder, Barcelona 1993'). Klaus Berger, Jesus, Pattloch, Múnich 2004 (trad. esp. Jesús, Sal Terrae, Santander 2009). El autor, con profundos conocimientos exegéticos, presenta esencialmente la figura de Jesús y su mensaje de cara a las cuestiones actuales. Heinz Schürmann, Jesus. Gestalt and Geheimnis. Gesammelte Beitrdge, K. Scholtissek (ed.), Bonifatius, Paderborn 1994 (trad. esp. El destino de Jesús: su vida y su muerte, Sígueme, Salamanca 2003). John P. Meier, A Marginal Jew. Rethinking the Historical Jesus, Doubleday, Nueva York 1991ss (trad. esp. Un judío marginal: nueva visión del Jesús histórico, Verbo Divino, Estella 19982003). Esta obra en tres volúmenes de un exegeta americano representa desde muchos aspectos un modelo de exégesis histórico-crítica, en la que se ponen de manifiesto tanto la importancia como los límites de esta disciplina. Merece la pena leer la recensión de Jacob Neusner al primer volumen, «Who Needs the Historical Jesus?», en Chronicles, julio 1993, pp. 32-34. Thomas Söding, Der Gottessohn aus Nazareth. Das Menschsein Jesu im Neuen Testament, Herder, Friburgo 2006. El libro no trata de reconstruir la figura del Jesús histórico, sino que ilustra el testimonio de fe contenido en los distintos escritos del Nuevo Testamento. Rudolf Schnackenburg, Die Person Jesu Christi im Spiegel der vier Evangelien [Herders theologischer Kommentar zum Neuen Testament, Suplemento, vol. 4], Friburgo 1993 (trad. esp. La persona de Jesucristo reflejada en los cuatro Evangelios, Herder, Barcelona 1998). Después de este libro, citado en el prólogo de la primera parte de esta obra, Schnackenburg ha


escrito otro librito muy personal: Freundschaft mit Jesus, Herder 1995 (trad. esp. Amistad con Jesús, Sígueme, Salamanca 1998), poniendo el acento, más que sobre lo que es reconocible, sobre el efecto que Jesús produce en el alma y el corazón de los hombres y, de este modo — como él dice—, busca un equilibrio entre razón y experiencia. En la interpretación de los Evangelios me baso predominantemente en los volúmenes del Herders theologischer Kommentar zum Neuen Testament (HThNT), que lamentablemente ha quedado incompleto. Se puede encontrar abundante material sobre la historia de Jesús también en la obra en seis volúmenes La historia de Jesús, Rizzoli, Milán 1983-1985, de varios autores (editado por Virgilio Quitado, con el asesoramiento científico de Martini, Rossano, Gilbert, Dupont). Las abreviaturas corresponden a las de la tercera edición del Lexikon für Theologie and Kirche (LThK), Herder, Friburgo 1993ss. INDICACIONES GENERALES PARA LA SEGUNDA PARTE A las indicaciones generales referentes a la primera parte, que siguen siendo válidas también para esta segunda, hay que añadir aún algunos títulos que conciernen a la obra en su conjunto. La obra en 6 volúmenes de Ulrich Wilckens, Theologie des Neuen Testaments, vol. I, 1-4; II, 1-2, Neukirchener Verlag 2002-2009, ha sido concluida y ahora está disponible. Para esta segunda parte es especialmente importante el volumenI, 2:Jesu Tod and Auferstehung and die Entstehung der Kirche aus Juden and Heiden (2003). En su segunda edición, está disponible: Ferdinand Hahn, Theologie des Neuen Testaments, vol. I (Die Vielfalt des Neuen Testaments) y vol. II (Die Einheit des Neuen Testaments),Mohr Siebeck, Tubinga 2002; 20052. En 2007, Martin Hengel, junto con Anna Maria Schwemcr, ha publicado una obra de relevante significado para este libro: Jesus and das Judentum, Mohr Siebeck, Tubinga. Es el primer tomo de una Geschichte des frühen Christentums, proyectada encuatro volúmenes. Entre las varias obras de Franz Mugner que se refieren a la materia del presente libro quisiera mencionar aquí, en particular: Jesus von Nazareth im Umfeld Israels and der Urkirche. Gesammelte Aufsätze, Michael Theo- bald (ed.), Mohr Siebeck, Tubinga 1999. Quisiera remitir de manera particular a la obra de Joachim Ringleben, ya mencionada en el prólogo, Jesus. Ein Versuch zu begreifen,Mohr Siebeck, Tubinga 2008. He indicado ya igualmente en el prólogo el libro, esencial para la cuestión de la metodología, de Marius Reiser, Bibelkritik and Auslegung der Heiligen Schrift. Beiträge zur Geschichte der biblischen Exegese and Hermeneutik, Mohr Siebeck, Tubinga 2007. Esútil sobre elmismo tema: Geist im Buchstaben? Neue Ansätze en der Exegese (Quaestiones disputatae, vol. 225), Thomas Söding (ed.), Herder, Friburgo 2007. Es también instructivo: Francois Dreyfus, Exégese en Sorbonne, exégése en Église. Esquisse d'une théologie de la Parole de Dieu, Parole et Silence, Les-Plans-sur-Bex 2006. Del ámbito de la teología sistemática se han de mencionar ahora, junto con las grandes cristologías de Wolfhart Pannenberg, Walter Kasper y Christoph Schönborn, el volumen de Karl-Heinz Menke, Jesus ist Gott der Sohn. Denkformen and Brennpunkte der Christologie, Pustet, Ratisbona 2008. Angelo Amato, Gesù, identitá del cristianesimo. Conoscenza ed esperienza, Libreria Editrice Vaticana, Roma 2008. 1. ENTRADA EN JERUSALÉN Y PURIFICACIÓN DEL TEMPLO A la entradaen Jerusalén está dedicado el fascículo I/2009 de la Revista Internacional de Teología y Cultura Communio (ed. alemana, año 38, pp. 1-43). Remito en particular a la contribución de Harald Buchinger, «Hosanna dem Sohne Davids!». Zur Liturgie des


Palmsonntags, pp. 35-43. Pero en el momento dela publicación de este fascículo ya estaba redactado el primer capítulo de esta segunda parte. Rudolf Pesch, Das Markusevangelium, Zweiter Teil [Herders theologischer Kommentar zum Neuen Testament, vol. II, 2], Friburgo 1977. Eduard Lohse, art. «hósanna», en: Theologisches Wörterbuch zum Neuen Testament, vol. IX, Gerhard Friedrich (ed.), Kohlhammer, Stuttgart 1973, pp. 682ss. Sobre lapurificación del templo, además de los comentarios: Vittorio Messori, Pati sotto Ponzio Pilato?, SEI, Turín 1992, pp. 190-199 (trad. esp. ¿Padeció bajo Poncio Pilato?, Rialp, Madrid 19983). Martin Hengel, Die Zeloten. Untersuchungen zur jüdischen Freiheitsbewegung in der Zeit von Herodes I. bis 70 n. Chr., Brill, Leiden – Köln 19762. Id., War Jesus Revolutionär?, Calwer Hefte 110, Calwer Verlag, Stuttgart 1973. Con másindicaciones bibliográficas. Ulrich Wilckens, Theologie des Neuen Testaments, op. cit. (cf. bibliografíageneral), vol. I, 2, pp. 59-65. 2. DISCURSO ESCATOLÓGICO DE JESÚS Con mi exposición sobre el discurso escatológico de Jesús trato de desarrollar, profundizar y — donde es necesario— corregir el análisis que he presentado antes en mi escatología de 1977 (nueva edición: Eschatologie – Tod und ewiges Leben,Pustet, Ratisbona 2007 (trad. esp. Escatología. La muerte y la vida eterna, Herder, Barcelona 2007). Flavio Josefo, De bello Judaico. DerJüdische Krieg. Edición bilingüe en griego y alemán, editado por Otto Michel y Otto Bauernfeind, VI, 299s (cit. según: vol. II, 2), Múnich 1969, pp. 52s; notas pp. 179-190 (trad. esp. La guerra de los judíos, Gredos, Madrid 1997-1999). Alexander Mittelstaedt, Lukas als Historiker. Zur Datierung des lukanischen Doppelwerkes, Francke, Tubinga 2006, pp. 49-164. Joachim Gnilka, Die Nazarener and der Koran. Eine Spurensuche, Herder, Friburgo 2007. Gregorio Nacianceno, Die fünf theologischen Reden, edición y comentario de Joseph Barbel, Patmos, Düsseldorf 1963 (cit.: Barbel). Sobre Rm 3,23: Ulrich Wilckens, Theologiedes Neuen Testaments, op. cit. (cf. bibliografía general), vol. I,3 y II,1. Bernardo de Claraval, De consideratione ad Eugenium Papam, en: Sämtliche Werke, lateinisch/deutsch, Gerhard B. Winkler (ed.), Tyrolia, Innsbruck 1990-99; vol. I (1990), pp. 611827; notas de Hildegard Brem pp. 829841 (cit.: Winkler I) (trad. esp.Obras completas de San Bernardo, BAC, Madrid 1986). Para el significado del judaísmo post-bíblico: Franz Muflner, Dieses Geschlecht wird nicht vergehen. Judentum and Kirche, Herder, Friburgo 1991. (eds.), vol. 8, Schwabe, Basilea 1992, coll. 531553; en particular II, 1 Griechische Antike (Martin Arndt), II, 2, Judentum(Maren Niehoff), III, 1, Neues Testament (Martin Arndt), III, 2, Patristik (Rita Sturlese). Para Plotino remito a Giovanni Reale, Storia della filosofia greca e romana, vol. 8: Plotinoe it neoplatonismo pagano, Bompiani, Milán 2004, pp. 19-186. Rudolf Schnackenburg, Das Johannesevangelium, Dritter Teil [Herders theologischer Kommentar zum Neuen Testament, vol. IV,3], Herder, Friburgo 1975, pp. 6-53 (trad. esp.El Evangelio según San Juan, Herder, Barcelona 1980-1987). Charles K. Barrett, The Gospel According to St. John, Westminster, Philadelphia 1978; citado según la edición alemana: Das Evangelium nach Johannes [Kritisch-exegetischer Kommentar über das Neue Testament], Sonderband, Vandenhoeck & Ruprecht, Gotinga 1990. Franz MuAner, Der Jakobusbrief [Herders theologischer Kommentar zum Neuen Testament, vol. XIII, 1], Friburgo 1964, pp. 225-230.


3. EL LAVATORIO DE LOS PIES 4. LA ORACIÓN SACERDOTAL DE JESÚS Para el tema «pureza-purificación» remito al importante artículo «Reinheit/Reinigung» en: Historisches Wörterbuch der Philosophie, Joachim Ritter y Karlfried Gründer André Feuillet, Le sacerdote du Christ et de ses ministres d'aprés la prière sacerdotal du quatrième évangile et plusieurs données paralléles du Nouveau Testament, Editions de Paris, 1972. El comentario Der Hebräerbrief, übersetzt and erklärt von Knut Backhaus (Regensburger Neues Testament), Pustet, Ratisbona 2009. Lamentablemente, este comentario no estaba disponible cuando se redactó este capítulo Rudolf Bultmann, Das Evangelium des Johannes [Kritisch-exegetischer Kommentar über das Neue Testament, vol. 2], Vandenhoeck & Ruprecht, Gotinga, citado aquí según la 14ª edición de 1956. Rudolf Schnackenburg, Das Johannesevangelium, Zweiter Teil and Dritter Teil [Herders Theologischer Kommentar zum Neuen Testament], Friburgo (vol. IV, 2, 1971; vol. IV, 3, 1975) (trad. esp. El Evangelio según San Juan, Herder, Barcelona 1980-1987). Para el tema del «Nombre» en el AT, cf. el artículo «sem» de Heinz-Josef Fabry y Friedrich V. Reiterer, en: Theologisches Wörterbuch zum Alten Testament, Heinz-Josef Fabry y Helmer Ringgren (eds.), vol. VIII, Kohlhammer, Stuttgart 1995, coll. 122-176; además, Hans Bietenhard, el artículo « ónoma», en Theologisches Wörterbuch zum Neuen Testament, vol. V, Gerhard Friedrich (ed.), Kohlhammer, Stuttgart 1954, pp. 242-283. Basil Studer, Gott and unsere Erlösung im Glauben der Alten Kirche, Patmos, Düsseldorf 1985. 5. LA ÚLTIMA CENA Annie Jaubert, «La date de la derniére Cène», en: Revue de el'histoire des religions 146 (1954), 140-173; id, La date de la Cene. Calendrier biblique et liturgie chrétienne, J. Gabalda & Cie, París 1957. Alberto Giglioli, «Il giorno dell'ultima Cena e el'anno della morte di Gesú», en: Rivista Biblica10 (1962) 156-181. De la inmensa literatura sobre la fecha de la Última Cena y la muerte de Jesús quisiera mencionar solamente la exposición —excelente por la meticulosidad y precisión— que John P. Meier ha presentado en el primer volumen de su libro sobre Jesús, A Marginal Jew. Rethinking the Historical Jesus, I: The Roots of the Problem and the Person, Doubleday, Nueva York 1991, pp 372-433 (trad. esp.: Un judío marginal. Nueva visión del Jesús histórico, vol. I. Las raíces del problema y de la persona, Verbo Divino, Estella 1998E'). Respecto al contenido de la tradición acerca de la Ultima Cena me han sido particularmente valiosos los diversos estudios de Rudolf Pesch. Junto a su comentario Das Markusevangelium, Zweiter Teil, op. cit. (cf. bibliografía cap. 1), quisiera recordar: Das Abendmahl and Jesu Todesverständnis [Quaestiones disputatae, vol. 80], Herder, Friburgo 1978; Das Evangelium in Jerusalem, en: Das Evangelium and die Evangelien. Vorträge vom Winger Simposium 1982, Peter Stuhlmacher (ed.), Mohr Siebeck, Tubinga 1983, pp. 113-155. Es siempre importante: Joachim Jeremias, Die Abendmahlsworte Jesu, Vandenhoeck & Ruprecht, Gotinga 1935 (19674) (trad. esp. La Ultima Cena. Palabras de Jesús, Cristiandad, Madrid 1980). Erik Peterson, Die Kirche, en: TheologischeTraktakte, Ausgewählte Schriften, vol. I, Barbara Nichtweií3 (ed.), Echter, Würzburg 1994, pp. 245-257 (trad. esp. Tratados teológicos, Cristiandad, Madrid 1966). Louis Bouyer, Eucharistie. Théologie et spiritualité de la prière eucharistique, Desclée, París 1966; nueva edición: Cerf, París 2009. (trad. esp. Eucaristía,Herder, Barcelona 1969).


Peter Fiedler, «Sünde and Vergebung im Christentum», en: Internationale Zeitschrift A?' Theologie Concilium 10 (1974) 568-571. Dietrich Bonhoeffer, Nachfolge, Kaiser, Múnich 1937; ahora en: Werke, vol. 4, Gütersloher Verlagshaus 2008, capítulo 1 (trad. esp. El precio de la Gracia, Sígueme, Salamanca 1968). Ulrich Wilckens, Theologie des Neuen Testaments, op. cit. (cf. bibliografía general), vol. I, 2, pp. 77-85. Norbert Baumert y Maria-Irma Seewann, Eucharistie "für alíe" oder "für viele"» ?, en: Gregorianum 89 (2008), 501-532. Ferdinand Kattenbusch, «Der Quellort der Kirchenidee», en: Harnack-Ehrung. Beiträge zur Kirchengeschichte, ihrem Lehrer Adolf von Harnack zu seinem siebzigsten Geburtstage dargebracht von einer Reihe seiner Schuler, J. C. Hinrichs, Leipzig 1921, pp. 143-172. Willy Rordorf, Sabbat and Sonntag in der Alten Kirche, Theologischer Verlag, Zürich1972; id, Lex orandi-lex credendi. Gesammelte Aufsätze zum 60 Geburtstag, Editorialde la Universidad de Friburgo (Suiza) 1993, en particular pp. 1-51. Josef Andreas Jungmann SJ, Messe im Gottesvolk. EM nachkonziliarer Durchblick durch Missarum Sollemnia, Herder, Friburgo 1970. Apenas concluida la redacciónde este capítulo apareció el pequeño volumen, elaborado más profundamente, de Manfred Hauke: «Fur viele vergossen». Studie zur sinngetreuen Wiedergabe des pro multis in den Wandlungsworten, Dominus-Verlag, Augsburgo 2008. 6. GETSEMANÍ Para las indicaciones sobre Getsemaní: Gerhard Kroll, Auf den Spuren Jesu, St. Benno, Leipzig 19755. Alois Stöger, Das Evangelium nach Lukas, 2. Teil, Geistliche Schriftlesung, vol. 3,2, Patmos, Düsseldorf 1966 (trad. esp. El Evangelio segúnSan Lucas, Herder, Barcelona 1975). Rudolf Bultmann, Das Evangelium des Johannes, op. cit. (cf. bibliografía cap. 4). Para el Concilio de Calcedonia: Alois Grillmeier,Jesus der Christus im Glauben der Kirche, vol. I: Von der Apostolischen Zeit bis zum Konzil von Chalcedon (451), Herder, Friburgo 1979; para los desarrollos post-conciliares, vol. II, 1-4, 1986-2002, en particular vol. II, 1 (1986): Das Konzil von Chalcedon (451). Rezeption and Widerspruch (451-518). (trad. esp., vol. I, Cristo en la tradición cristiana: desde el tiempo apostólico hasta el Concilio de Calcedonia (451), Sígueme, Salamanca 1997). La compleja historia de la recepción del Concilio de Calcedonia ha sido presentada de manera sólida y precisa por Hans- Georg Beck, «Die frühbyzantinische Kirche», en: Handbuch der Kirchengeschichte, Hubert Jedin (ed.), vol. II, 2, Herder, Friburgo 1975, pp. 1-92 (trad. esp. Manual de historia de la Iglesia, t. II, Herder, Barcelona 1980). Sobre Máximo el Confesor: Christoph Schönborn, Die Christus-Ikone. Eine theologische Hinführung, Novalis, CH-QuernNeukirchen 1984, pp. 107-138 (trad. esp. El iconode Cristo, Encuentro Ediciones, Madrid 1999), y también Francois-Marie Léthel, Théologie de el'agonie du Christ. La liberté humaine du Fils de Dieu et son importance sotériologique mise en lumiére par saint Maxime le Confesseur, Beauchesne, París 1979. Joachim Jeremias, Abba. Studien zur neutestamentlichen Theologie - and Zeitgeschichte, Vandenhoeck & Ruprecht, Gotinga 1966. (trad. esp. Abba y el mensaje central del Nuevo Testamento, Sígueme, Salamanca 2005). Para la teología del Monte de los Olivos es importante: Francois Dreyfus, Jesus savaitel qu'il était Dieu?, Cerf, París 1984 (trad. esp. ¿Sabía Jesús que era Dios?, Universidad Iberoamericana, México 1987). Albert Vanhoye,Accogliamo Cristo nostro sommo sacerdote. Esercizi Spirituali predicati in Vaticano 10-16 febbraio 2008, Librería Editrice Vaticana, Cittá del Vaticano 2008 (trad. esp.Acojamos a Cristo, nuestro sumo sacerdote: ejercicios espirituales con Benedicto XVI, Ediciones San Pablo, Madrid 2010).


Adolf von Harnack, «Zwei alte dogmatische Korrekturen im Hebraerbrief», en: Sitzungsberichte der Preuflischen Akademie der Wissenschaften, Berlín 1929, pp. 6973, en particular, p. 71; por otro lado, cf. la interpretación profunda del texto de Hb 5,7-10 en Knut Backhaus, Der Hebräerbrief, op. cit. (cf. bibliografía cap. 4), pp. 206-211. 7. EL PROCESO DE JESÚS La obra clásica sobre el proceso a Jesús sigue siendo:Josef Blinzler, Der Prozess Jesu, Pustet, Ratisbona 19694 (trad. esp. El proceso de Jesús,Editorial Litúrgica Española, Barcelona 1959). Por lo que se refiere a las cuestiones históricas, me atengo esencialmente a Martin Hen- gel y Anna Maria Schwemer, Jesus and das Judenturn, op. cit. (cf. bibliografía general), pp. 587-611. Intuiciones importantes se encuentranen Franz Mugner, Die Kraft der Wurzel. Judentum-JesusKirche, Herder, Friburgo 1987, especialmente pp. 125-136. Sobre la versión joánica del proceso y la cuestión acerca de la verdad, me ha servido de ayuda: Thomas Söding, «Die Macht der Wahrheit and das Reich der Freiheit. Zur johanneischen Deutung des Pilatus-Prozesses», en: Zeitschrift für Theologie and Kirche 93 (1996), 35-58. Gerhard von Rad, Theologie des Alten Testaments, vol. I: Die Theologie der geschichtlichen Uberlieferungen Israels, Chr. Kaiser, Múnich 1957 (trad. esp. Teología del Antiguo Testamento, vol. I, Sígueme,Salamanca 2002). Charles K. Barrett, Das Evangelium nach Johannes, op. cit. (cf. bibliografía cap. 3). Rudolf Pesch, Das Markusevangelium, Zweiter Teil, op. cit. (cf. bibliografía cap. 1), pp. 461-467. Joachim Gnilka, Das Matthäusevangelium, Zweiter Teil [Herders theologischer Kommentar zum Neuen Testament, vol. I, 2], Friburgo 1988. Francis S. Collins, The Language of God. A Scientist Presents Evidence for Belief, Free Press, Nueva York 2006; citado según la edición alemana: Gott and die Gene. EM Naturwissenschaftler begründet seinen Glauben, Gütersloher Verlagshaus 2007 (trad. esp. z Cómo habla Dios?, Ediciones Temas de Hoy, Madrid 2007). 8. CRUCIFIXIÓN Y SEPULTURA DE JESÚS Un análisis conmovedor de Is 53 en: Marius Reiser, Bibelkritik and Auslegung der Heiligen Schrift, op. cit. (cf.bibliografía general), pp. 337-346. También acerca de Platón y el Libro de la Sabiduría, cf. Reiser, pp. 347-353. Para la inscripción sobre la cruz: Ferdinand Hahn, Christologische Hoheitstitel. Ihre Geschichte im frühen Christentum, Vandenhoeck & Ruprecht, Gotinga 19663, pp. 195s. Para las teologías modernas sobre el dolor de Dios y el sufrimiento de Jesús a causa dela lejanía de Dios, remito a: Jürgen Moltmann, Der gekreuzigte Gott. Das Kreuz Christi als Grund and Kritik christlicher Theologie, Kaiser, Múnich 1972 (trad. esp. El Dios crucificado,Sígueme, Salamanca 2010), y a: Hans Urs von Balthasar, Theodramatik, vol. IV: DasEndspiel, Johannes Ver- lag, Einsiedeln 1983 (trad. esp. Teodramática, vol. V: El último acto, Encuentro, Madrid 1997). Rudolf Bultmann, Das Verháltnis der urchristlichen Christusbotschaft zum historischen Jesus, Winter, Heidelberg 1960. Rudolf Pesch, Das Markusevangelium, Zweiter Teil, op. cit. (cf. bibliografía cap. I, pp. 468-503). Rudolf Schnackenburg, Das Johannesevangelium, Dritter Teil, op. cit. (cf. bibliografía cap. 3), pp. 310-352. Para la cuestión mariana: Storia della mariologia,vol. 1: Dal modello biblico al modello letterario, Enrico dal Covolo y Arístides Serra (eds.), Cittá Nuova-Marianum, Roma 2009, pp. 105-127. Para la última parte: Joseph Ratzinger, Gesammelte Schriften, vol. 11: Theologie der Liturgie,Herder, Friburgo 2008 (trad. esp. La esencia de la liturgia: una introducción, Cristiandad, Madrid 2001). 9. LA RESURRECCIÓN DE JESÚS


DE ENTRE LOS MUERTOS Para las cuestiones exegéticas (tradición enforma de confesión, apariciones, etc.), es fundamental: Béda Rigaux, Dieu el'a ressuscité. Exégèse et théologie biblique, Duculot,Gembloux 1973. Es importante también: Franz MuLner, Die Auferstehung Jesu, Kösel, Múnich 1969 (tr. esp. La resurrección de Jesús, Sal Terrae, Santander 1971). Reflexiones útiles en: Thomas Soding, Der Tod ist tot, das Leben lebt. Ostern zwischen Skepsis and Hoffnung,Matthias Grünewald, Ostfildern 2008. Un primeranálisis de 1 Co 15, que sigo esencialmente también aquí, lo he presentadoen mi pequeño volumen Der Gott Jesu Christi. Betrachtungen fiber den Dreieinigen Gott, Kösel, Múnich 1976, pp. 76-84; nueva edición2006 (trad. esp. El Dios de Jesucristo, Sígueme, Salamanca 1980). Josef Blank, Paulus and Jesus. Eine theologische Grundlegung [Studien zum Alten and Neuen Testament, vol. 18], Kösel, Múnich 1968. Rudolf Bultmann, Neues Testament and Mythologie. Das Problem der Entmythologisierung der neutestamentlichen Verleündigung, Kaiser, Múnich 1941 (reimpresión 1985). Hartmut Gese, «Die Frage des Weltbildes», en: id., Zur biblischen Theologie. Alttestamentliche Vortráge [Beitráge zur evangelischen Theologie, vol. 78], Kaiser, Múnich 1977, pp. 202-222. Hans Conzelmann, Zur Analyse der BekenntnisformelI. Kor. 15,3-5, en: Evangelische Theologie25 (1965) 1-11, particularmente pp. 7s; también en: id., Theologie als Schriftauslegung.Aufsátze zum Neuen Testament [Beiträge zur evangelischen Theologie, vol. 65], Kaiser, Múnich 1974, pp. 131-141, particularmente pp. 137s. Martin Hengel y Anna Maria Schwemer, Jesus and das Judentum, op. cit. (cf. bibliografía general). Friedrich Hauck, art. «alalázó», en: Theologisches Wörterbuch zum Neuen Testament, vol. I, Gerhard Kittel (ed.), Kohlhammer, Stuttgart 1933, pp. 228s. Quisiera remitir además a las obras de comentario, en particular a Ulrich Wilckens, Theologie des Neuen Testaments, op. cit. (cf.bibliografía general, vol.I, 2, pp. 107-160). Primer Libro de los Reyes (1° Reyes) Segundo Libro de los Reyes (2° Reyes) Primer Libro de Samuel (1° Samuel) Salmos CITAS BÍBLICAS ABREVIATURAS Antiguo Testamento 2 Cro Segundo Libro de las Crónicas (2° Crónicas) Dn Daniel Dt Deuteronomio Ex Éxodo Gn Génesis Is Isaías Jc Jueces Jos Josué Jr Jeremías LvLevítico 1M 1 ° Macabeos Nm Números Os Oseas 1R 1Reyes 2R 2 Reyes 1S Primer Libro de Samuel (1º Samuel) SalSalmos


Sb Sabiduría Za Zacarías Nuevo Testamento Ap Apocalipsis 1 Co Primera Carta a los Corintios (1a Corintios) 2 Co Segunda Carta a los Corintios (2a Corintios) Col Carta a los Colosenses (Colosenses) Ef Carta a los Efesios (Efesios) Flp Carta a los Filipenses (Filipenses) Ga Carta a los Gálatas (Gálatas) Hb Carta a los Hebreos (Hebreos) Hch Hechos de los Apóstoles 1 Jn Primera Carta de Juan (la Juan) Jn Evangelio según san Juan (Juan) Lc Evangelio según san Lucas (Lucas) Mc Evangelio según san Marcos (Marcos) Mt Evangelio según san Mateo (Mateo) Rm Carta a los Romanos (Romanos) St Carta de Santiago (Santiago) 1 Tm Primera Carta a Timoteo (1a Timoteo) 2 Tm Segunda Carta a Timoteo (2a Timoteo) 2 Ts Segunda Carta a los Tesalonicenses (2a Tesalonicenses)


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