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Sanar la herida migratoria | Flor(es)ser en vida
María Alejandra Rojas Matabajoy
Oficina Provincial de Comunicaciones
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Cuando escuchamos la palabra “migrante” se nos pueden ocurrir otras palabras como “exilio”, “tránsito” y “desplazamiento”. También, se nos viene a la mente la situación noticiosa del momento o el recuerdo de la persona extranjera con la que nos cruzamos en alguna parte del día. Cuando somos nosotros o es gente cercana a nuestro círculo la que quiere migrar, las palabras en las que pensamos pueden ser “futuro” u “oportunidades”. La perspectiva cambia dependiendo del lugar desde el cual se observe.
Sin embargo, aunque hablamos de los migrantes todo el tiempo, todavía no hay un discernimiento que nos lleve a reflexionar sobre lo difíciles que pueden ser los procesos de migración y sobre las consecuencias psicológicas, emocionales y vivenciales que enfrentan muchos individuos que dejan sus lugares de origen, sobre todo si el desplazamiento sucede en circunstancias difíciles.
El “Síndrome de Ulises” (inspirado en el personaje mitológico griego que pasó por peligrosas pruebas lejos de sus seres queridos) es un cuadro psicológico de estrés crónico que afecta a quienes han abandonado los territorios en los que han nacido y a quienes se han enfrentado a la separación abrupta de sus familiares y amigos, y tienen que luchar por conseguir dinero a diario o encontrar un trabajo digno, sintiendo un miedo constante de no poder mejorar su calidad de vida. Estas preocupaciones pueden generar insomnio, ansiedad, dolores musculares, entre otros padecimientos.
El migrante tiene el corazón dividido. Por una parte, extraña su país y su cultura; por otra, siente que este no le pudo proporcionar lo que buscaba. Sin embargo, cuando encuentra en el nuevo sitio de residencia eso que le hacía falta, se siente traicionando a su lugar de origen. Esto le genera una confusión de sensaciones que no le permiten tomar el lugar nuevo y hace que le cueste mucho adaptarse.
Aunque este tema es muy profundo y tiene varias vertientes para analizar, uno de los primeros pasos que podemos dar para empezar a construir ese discernimiento colectivo desde la empatía, es empezar a reconocer estos sentimientos y emociones, ya sea en nosotros mismos o en los migrantes con los que caminamos. Es necesario pedir o dar ayuda y acompañamiento sin temor, cuando lo creamos necesario, para no seguir llevando ese peso.
Hacer un cambio en la mirada también nos puede ayudar a sanar esa herida del exilio. Si aceptamos lo que nos falta y reconocemos en nosotros qué cualidades de nuestro lugar de nacimiento nos acompañan sin importar a donde vayamos, podemos tomar el nuevo lugar de residencia con lo que nos ofrece –incluso sin tantas expectativas–, pues ya no estamos intentando llenar un vacío, sino que nos abrimos a llenar espacios diferentes en nuestro corazón que nos conecten con la tranquilidad y con la alegría, sin pensar que estamos perdiendo o traicionando nuestra identidad.
Todos los seres humanos merecemos habitar los territorios de forma digna y, para lograrlo, podemos apostarle a caminar por un sendero no tan pesado, no solo por nuestro bienestar, sino por las nuevas generaciones que están naciendo y creciendo entre múltiples culturas.