Me paré en la esquina todavía indeciso, ¿haría un sacrificio subiendo a esa carcocha de bus? La gente le conocía como “el amarillito” y según cuentan fue todo un orgullo para el transporte pucallpino cuando apareció por los años sesenta. Ahora, con la invasión de los motocarros, los station y los ticos, su servicio barato se había relegado para la clase más popular. Pescadores, ambulantes y obreros eran sus recurrentes usuarios viajando a bocanadas hirvientes en sus lentas y estentóreas vueltas que cubrían más de veinte kilómetros. Aunque llevaba dinero para adquirir unos libros, quise ahorrarme un sol para el periódico que compraba los domingos. Caminé una distancia prudente lejos del paradero y esperé la hora avanzada de la tarde para que ningún amigo me reconozca, sólo así me salvaría de su estigma populachero. Estiro el brazo una sola vez, Si no paras te la pierdes, fíjate que yo haciéndote un favor en subir. Venía inclinado, agotado tal vez de su trajín imparable, repleto además, sin un sólo lugar para alguien. Sin embargo el cobrador salta hacia mí. Agárrese no más, choche. Sube, dice él, y sin darme cuenta ya estoy colgado en la puerta sin poder ir a ningún lado. ¡Avancen, avancen, señores! ¡Al fondo hay sitio!, señala aquel mientras el bus comienza su ascenso. Parece un escarabajo cuando se desliza en la avenida y su resuello recuerda a un moribundo naufrago. Cuatro cuadras más adelante le esperan un grupo de personas estirando el brazo. Se detiene increíblemente. Aquellos intentan subir, pero es inútil. ¡Ya pe, choche! ¡Avance al fondo! Amigo, ¡Tú!, en el fondo hay sitio. ¡Acomódese pe!, porfía el cobrador. Pero a pesar de que se hace un revoltijo en el medio, es imposible. ¡Ya, vamos!, dice muy enojada una señora, ¡Cree que somos animales! ¡¿Hasta dónde piensa llenar?! El cobrador
se resigna y asiente con cólera. El chofer, sin embargo, insiste. Pero señores, todos quieren viajar, acomódense bien. Miren ahí, al fondo hay sitio. ¡Cual sitio! ¿acaso está ciego? ¡Estamos recontra apretados! se envalentona la misma señora que en sus brazos amamanta un niño. Aquel lo mira con rabia por el retrovisor, traga su cólera acelerando bruscamente. Si no les gusta como se viaja no deben subir pues, sentencia.
Decían que tenía sus asientos acolchonaditos y que los domingos en la plaza del reloj público, pese a la cantidad de personas que acudía, nunca se permitió tener un pasajero de sobra. Ahora es casi un esqueleto de fierro y su saciedad en exceso parece bulímica. ¡Bajan, Micaela!, interrumpe alguien del fondo. El cobrador repite la frase con mayor ahínco y entre un fárrago hedor descienden como vómito cinco personas. Por fin pude subir al pasillo, me agarré del pasamano para acomodarme. Sin embargo el alivio fue brevísimo. Otro grupo de personas subieron más adelante y entre rudos empujones avanzaron hasta el medio. Yo resistía para no entrar más al fondo quedándome atascado entre unos niños y una señora pastelera. El bus volvió con su arremetida satisfecho por su glotonería chúcara. Aún faltaban seis kilómetros para llegar al centro de la ciudad. No estaba seguro de soportarlo. En la cuadra siguiente una pareja subiría abriéndose espacio a costa de empujones y codazos. El hombre se puso a mi costado y la mujer, para mi vergüenza, se acomodó de espaldas, por mi delante. Tenía un cuerpo descomunal ella, perfectamente proporcionado, enorme como una vedette. Sus nalgas prominentes detrás de su ajustado pantalón daban precisamente en mi pubis. Sentí de inmediato una calentura interna, fue inevitable. Cogí
fuertemente la baranda tratando de no apretarla pero era imposible. El hombre, quien tal vez sería su marido, miraba serio hacia otro lado sin parecer importarle. Traté de salir de ese embrollo pero por cada intento era peor el efecto, la apretaba más. La señorita atinó solo a voltear en otro empujón que di. Quería disculparme por la incomodidad, decirle que no tenía la culpa; sin embargo, sonrió increíblemente, como si acaso era aquello de su agrado. Diablos, iba a explotar si el bus continuaba con sus vaivenes salvajes. No resistiría la frotación de ese cuerpo enorme.
Si el “amarillito” tenía algún atractivo todavía, tal vez podría ser la fortuna de toparse con una mujer así. En otros tiempos no existía esa congestión. La gente era más educada y pulcra, muy ajena al sudor campechano y al sopor de estas caras históricas de la resignación. ¡Bajan, bajan! El asalto pletórico de mi liberación sucedía. Permisito, la señorita, sin la molestia que debiera, vuelve a abrirse paso haciéndome padecer con su último roce. La veo luego por la ventana parada en la vereda junto a aquel hombre opaco. En realidad es hermosa. Voltea de pronto y como si me conociera me hace una mueca tierna. Yo le sonrío para corresponderla. Qué maravilla, pienso, mientras el bus la arranca de mi vista, qué fortuna sería conocerla.
Ya estamos en la ciudad y cuatro cuadras más adelante debo bajar. Camino por la calle Raymondi y me detengo en el kiosco de siempre a observar los periódicos. Reparo como nunca en cada foto semidesnuda de alguna bailarina que traen las carátulas. Era así de pletórica y esbelta aquella mujer. Hola joven, me despabila la vendedora, justamente pensaba en usted.
Aquí están sus libros, ya los estaba guardando. Sí, sí, gracias. Pero… ¡Diablos! ¿Le pasa algo, joven? No, nada, nada. Me traiciona un sobresalto. Trato de asegurarme de que me equivoqué, pero no, Guárdemelo, señito, ahorita regreso, y volteo hacia la calle casi corriendo.
Pensaba en que pudo habérseme caído al bajar, en que estaría aún tirado en la vereda o en que alguien me alcanzaría diciéndome, joven, ¿esto es suyo? Pero no. La señorita del bus asistió finalmente mi recuerdo reconviniendo la sospecha. Estaba clarísimo. Víctima de un desfallecimiento lascivo, mi billetera y los cien soles que traía, estarían ahora en sus habilidosas manos. Sin periódico y sin libros tendría que descender caminando hacia mi casa. Qué mujer, susurré, entre maldiciones y lisuras.