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Editorial: El diálogo con el islam, casa construida sobre la arena
Editori al El diálogo con el islam, casa construida sobre la arena La visión que el Concilio Vaticano II tiene de las religiones no cristianas es sumamente positiva. La Declaración conciliar Nostra Aetate canta himnos de alabanza al hinduismo, al budismo, al judaísmo. Con relación al islam, afirma: «La Iglesia mira también con aprecio a los musulmanes que adoran al único Dios, viviente y subsistente, misericordioso y todo poderoso, Creador del cielo y de la tierra, que habló a los hombres, a cuyos ocultos designios procuran someterse con toda el alma como se sometió a Dios Abraham, a quien la fe islámica mira con complacencia. Veneran a Jesús como profeta, aunque no lo reconocen como Dios; honran a María, su Madre virginal, y a veces también la invocan devotamente. Esperan, además, el día del juicio, cuando Dios remunerará a todos los hombres resucitados. Por tanto, aprecian la vida moral, y honran a Dios sobre todo con la oración, las limosnas y el ayuno. Si en el transcurso de los siglos surgieron no pocas desavenencias y enemistades entre cristianos y musulmanes, el sagrado Concilio exhorta a todos a que, olvidando lo pasado, procuren sinceramente una mutua comprensión, defiendan y promuevan unidos la justicia social, los bienes morales, la paz y libertad para todos los hombres» (núm. 3). Cuando hablamos del islam, podemos destacar tres puntos característicos. El primero es su “profesión de fe” que, más que una profesión de monoteísmo radical («Doy fe de que no hay más divinidad que Dios y Mahoma es el mensajero de Dios») es, ante todo, antitrinitaria. El islam rechaza como una blasfemia la Santísima Trinidad y, en consecuencia, la divinidad de Cristo. De Nuestro Señor dice mucho bien, menos que es Dios. Dios es único y no ha engendrado, se afirma en el islam, y los católicos son llamados “asociadores”. Dogma de la Trinidad, divinidad de Cristo y Crucifixión son diferencias doctrinales insalvables. En segundo lugar, lo que especifica al islam es su violencia innata. Ya es un mal síntoma que el Corán esté plagado de expresiones violentas y guerreras, en agudo contraste con el Evangelio. El mundo se divide para los musulmanes en dos partes: dar-al-islam, la tierra del islam, y dar-al-Harb, literalmente la tierra de la espada o de la guerra, que corresponde a la que ellos todavía no dominan. En el Corán se ordena expresamente la guerra santa para imponer la religión islámica hasta que los enemigos se conviertan o paguen tributo por dejarles vivir bajo el poder musulmán: «Combatid a quienes no creen en Dios ni en el día del Juicio Final y a quienes no prohíben lo que prohíbe Dios y su Mensajero, y a quienes no practican la verdadera religión tras habérseles dado el Libro, combatidles hasta que humillados paguen personalmente el tributo» (Sura 9, aleya 29). Fomenta la crueldad, alabando el asesinato de un cristiano como una buena obra. El islam surgió desde el primer momento como una religión beligerante y agresora. Finalmente, el islam es una religión profundamente sensual que promueve los
placeres corporales en esta vida y en la otra. En esta vida, el Corán permite la poligamia y facilita el repudio; y en la otra promete un paraíso de deleites carnales, en el que los bienaventurados no cesan de disfrutar de comida, bebida y de bellísimas huríes celestiales prometidas al buen creyente musulmán.
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La Iglesia, consciente de poseer la verdad, predicaba y procuraba persuadir para, en última instancia, convertir. Si antes trabajaba por evangelizar a los adeptos de las religiones paganas, la Iglesia postconciliar emprenderá un “diálogo” con ellas. Se trata de una nueva mentalidad, pues el diálogo no tiene nunca como fin la refutación del error ni la conversión de aquél con quien se dialoga. La nueva mentalidad aborrece la polémica, considerada incompatible con la caridad, cuando por el contrario es un acto de ella. La Iglesia, pues, abandona su pretensión de ser la única poseedora de la verdad, y en paridad de condiciones disimula su ventaja, silenciando y escondiendo la fe cuando sería preciso manifestarla y defenderla.
Otro ejemplo patente de esta infidelidad fue el de la declaración conjunta de Abu Dabi sobre la fraternidad humana el pasado 4 de febrero, analizada muy a fondo en este número de Tradición Católica. ¿Se aparta el Papa Francisco del malhadado espíritu del Concilio, o hasta de su letra en modo significativo? En absoluto. Francisco, como en casi nada, no innova a este respecto, sino que expresa más a las claras, y a veces con estilo vulgar y desenvuelto, las mismas tendencias que se remontan al Vaticano II y desde entonces se agudizan. Él mismo lo reconoció en el viaje de regreso de los Emiratos Árabes Unidos: «Una cosa que quiero decir y lo repito claramente: desde el punto de vista católico, el documento no se ha movido ni un milímetro más allá del Concilio Vaticano II. Nada. […] Es un paso adelante que viene de 60 años, el Concilio que debe desarrollarse. Los historiadores dicen que para que un concilio tenga consecuencias en la Iglesia se necesitan 100 años, estamos a medio camino. […] Es un proceso, los procesos deben madurar, como las flores, como la fruta».
El ecumenismo postconciliar no es más que la aplicación de una doctrina desfigurada que conduce a un callejón sin salida. El diálogo con el islam es una ilusión: discutir de religión es un pecado para un musulmán y todo lo que un cristiano podrá enseñarle será, de todas maneras, entendido como falsificación de las Escrituras. Para ellos, el ecumenismo y el diálogo no son sino instrumentos de propaganda.
Acabemos con una simple reflexión. Mártires hubo que, con su muerte, ofrecieron un magnífico testimonio. En el martirologio, el día 21 de febrero aparece el caso de San Pedro Mavimeno, el cual, en Damasco, por haber dicho a unos mahometanos que le visitaron estando enfermo: «Todo el que no abraza la fe cristiana católica se condena, como también se condenó vuestro falso profeta Mahoma», fue muerto por ellos. Otro ejemplo lo tenemos en San Perfecto (18 abril), el cual, porque en Córdoba combatía a la secta de Mahoma y profesaba intrépidamente la fe de Cristo, fue degollado por los moros. Tal vez se equivocaron estos mártires que, ajenos a la voz del Espíritu Santo, no supieron reconocer el pluralismo religioso como “sabia voluntad divina” (declaración de Abu Dabi, 4 de febrero de 2019) y no fueron capaces de respetar creencias distintas a las suyas. Tal vez, como Juan Pablo II el 14 de mayo de 1999, debieron en cambio haber besado el Corán y, como también aquel mismo predecesor de Francisco, invocado sobre el islam la protección de San Juan Bautista (plegaria junto al río Jordán, 21 de marzo de 2000). m