Editorial
Con la alegría de la esperanza, pacientes en la tribulación
C
on gozo y santo temor de Dios esperamos la segunda venida de nuestro Señor Jesucristo, que ha de volver a la tierra en gloria y majestad, pero a todos nos perturba, y a muchos aterroriza, lo que necesariamente la precederá: la gran apostasía, la persecución, el Anticristo. Y la pregunta enorme es si estaríamos ya a las puertas de esos tiempos anunciados por el Salvador. Hoy parece que todo se precipitara y no deja de agudizarse la preocupación por la epidemia que no cesa, por la consecuente ruina económica, por las vacunas que llegan y casi se imponen, por el gobierno y la religión mundiales. Ciertamente la venida del Anticristo necesita la preparación de un ambiente favorable, y muchos hechos apuntan a que estaríamos acercándonos, a pasos agigantados, a esos últimos tiempos. Como ya apuntaron los hechos a esa cercanía en otras épocas turbulentas de la Iglesia, recordemos por ejemplo la predicación de San Vicente Ferrer a caballo de los siglos XIV y XV. “De aquel día y de aquella hora nadie sabe, ni los ángeles del cielo ni el Hijo, sino sólo el Padre” (Mt 24, 36). No cabe ignorar, sin embargo, que desde los años 90 del pasado siglo la ONU y sus organizaciones sectoriales han venido celebrando una serie de conferencias intergubernamentales de extraordinaria importancia, que han abarcado todos los aspectos de la vida en sociedad: la educación, los niños, el medio ambiente, los sedicentes derechos humanos, la población, el desarrollo social, las mujeres, la seguridad alimentaria. El propósito de este proceso ha sido y sigue siendo construir una nueva visión del mundo, un nuevo orden global, un nuevo consenso universal sobre normas, valores y prioridades para la comunidad internacional en el siglo XXI. La crisis ocasionada por el coronavirus apunta a servir de instrumento fácil a esta amplitud y profundidad de cambios, donde todos los ámbitos empiezan a adaptarse: políticas multilaterales y nacionales, desarrollo, salud, educación, cultura y hasta el diálogo interreligioso. La primera reacción es el miedo, no podemos evitarlo, pasión del espíritu que nos lleva a escapar de lo que consideramos arriesgado, peligroso o nocivo; es una presunción, una sospecha, una desconfianza del daño futuro, imaginario o real. El miedo no es signo de debilidad ni de cobardía, al contrario, es una reacción espontánea y natural que en parte precede a nuestra voluntad. Luego está la imaginación, la loca de la casa, como decía Santa Teresa. Se refiere al interminable discurso de nuestros pensamientos, que quitan la paz y la tranquilidad cuando no se controlan bien. Tanto el miedo como la imaginación pueden ser alimentados y exasperados por las pantallas de Internet, supuestamente una fuente de información para todos, pero también una fuente de agitación y perturbación para muchos. Internet es un entretenimiento y una herramienta de trabajo, un lugar de juegos y redes sociales, un medio de comunicación y muchas otras cosas que mantienen a los usuarios “es-