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Editorial: El evolucionismo, máquina de guerra ideológica contra la fe católica

Editori al El evolucionismo, máquina de guerra ideológica contra la fe católica Cuando el 22 de octubre de 1996 el papa Juan Pablo II, en un mensaje a los miembros de la Academia Pontificia de Ciencias, afirmó que “hoy, casi medio siglo después de la publicación de la encíclica [Humani generis (1950) de Pío XII], nuevos conocimientos llevan a pensar que la teoría de la evolución es más que una hipótesis”, el mundo saltó de gozo, aplaudió una rendición más de los católicos a la mentalidad dominante y los medios de comunicación titularon: “La Iglesia acepta el evolucionismo”. Cierto que Juan Pablo II no había afirmado exactamente tal cosa, en términos rotundos e inequívocos, pero razonablemente tampoco podía esperar que, al utilizar las sugerentes palabras que deliberadamente utilizó, el mundo entendiera cosa distinta, y así ocurrió. Hoy la vulgata evolucionista ha sido masivamente asimilada por la casi totalidad de quienes todavía se consideran católicos, sin diferencia alguna con el resto de sus contemporáneos. Y sin embargo Juan Pablo II tenía razón en cierto sentido, claro está que no en el sentido querido por él: el evolucionismo es más que una hipótesis; más que como simple hipótesis o incluso teoría o diversas teorías científicas, el evolucionismo ha funcionado desde sus orígenes como una ideología, más en concreto como una máquina de guerra ideológica contra las verdades que nuestra santa fe católica, y hasta en parte la razón, nos enseñan sobre Dios y la creación. Desde sus comienzos, la difusión y asimilación del evolucionismo llevaron consigo la negación de la creación y, reputándose que Dios no era ya necesario para explicar la existencia del hombre y de todas las cosas, también el ateísmo. “Darwin produjo la justificación intelectual que esperaban los ateos” (Richard Dawkins, biólogo y popular divulgador científico, él mismo ateo). En el plano vulgar o de la opinión popular, la idea de que el universo surgió de una explosión inicial y de que la vida sobre la tierra apareció primero bajo forma de organismos extremadamente elementales, luego cada vez más complejos a lo largo de millones de años (cuantos más mejor) con la evolución progresiva de las especies, incluso el hombre que procedería de algún simio o ancestro común, ha llegado a consagrarse como la única “visión científica” del mundo. No obstante, en el plano científico a este respecto nada hay de pacíficamente probado y aceptado, ni por parte de los biólogos ni, en general, por parte de los especialistas de ninguna otra disciplina relevante, sino que evolucionistas y antievolucionistas (estos segundos, cada vez más, con riesgo cierto para su reputación y carrera, por oponerse a la ideología dominante) siguen disputando sobre datos y argumentos opuestos. Lejos de nosotros la pretensión de ocuparnos de ese debate

científico, ajeno a nuestra competencia. Pero baste con un solo ejemplo: mientras que para la vulgata evolucionista los fósiles son prueba irrefutable de la evolución de las especies, para los científicos constituyen a este particular un caballo de batalla. ¿Y qué dice nuestra santa fe católica? “Al principio creó Dios el cielo y la tierra…”, son las palabras con que comienza el Génesis. En tiempos de San Pío X, en concreto en 1909, la Pontificia Comisión Bíblica (entonces órgano del Magisterio) afirmó que, entre otros hechos narrados en los primeros capítulos del Génesis, tocan a los fundamentos de la religión cristiana la creación de todas las cosas hechas por Dios al principio del tiempo, la peculiar creación del hombre, la formación de la primera mujer del primer hombre y la unidad del linaje humano. Pronunciamiento magisterial que ha caído enteramente en el olvido, como acertadamente se subraya por el Padre José María Mestre en el artículo que a este propósito publicamos en este número de Tradición Católica.

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El IV Concilio de Letrán había ya definido en 1215 que desde el principio del tiempo Dios “creó de la nada a una y otra criatura, la espiritual y la corporal, es decir la angélica y la mundana, y después la humana, como común, compuesta de espíritu y de cuerpo”. Definición literalmente reafirmada por el Concilio Vaticano I en 1870, poco después de la publicación de El origen de las especies (1859) por Charles Darwin, y hasta citada en el Catecismo de Juan Pablo II (par. 327) pero, de hecho, casi siempre pasada por alto en la actual predicación y enseñanza de la fe .

Cuando todavía se acepta hoy recordar a este propósito alguna enseñanza anterior al Concilio Vaticano II, generalmente nadie se remonta más atrás de la encíclica Humani generis (1950) de Pío XII, como en el recordado mensaje de Juan Pablo II. Esto porque allí se afirma por Pío XII que “el magisterio de la Iglesia no prohíbe que, según el estado actual de las ciencias humanas y de la sagrada teología, se trate en las investigaciones y disputas de los entendidos en uno y otro campo de la doctrina del “evolucionismo”, en cuanto busca el origen del cuerpo humano en una materia viva y preexistente”, lo cual agrada a los oídos modernistas. Mucho menos les agradan las palabras que siguen: “pues las almas nos manda la fe católica sostener que son creadas inmediatamente por Dios.” Y mucho menos todavía (ni siquiera se cita en el Catecismo de Juan Pablo II, a diferencia de lo afirmado respecto de la creación de las almas inmediatamente por Dios) la condena inequívoca del poligenismo (negación de la unidad del linaje humano) que en la misma encíclica se hace por Pío XII: “porque los fieles de la Iglesia no pueden abrazar la sentencia de los que afirman que después de Adán existieron en la tierra verdaderos hombres que no procedieron de aquél como del primer padre de todos por generación natural, o que Adán significa una especie de muchedumbre de primeros padres.” ¿Cabría pues, junto al condenado evolucionismo poligenista, otro evolucionismo monogenista, apto para católicos, compatible con “el pecado original que procede del pecado verdaderamente cometido por un solo Adán y que, transfundido a todos por generación, es propio a cada uno”? Imaginable en teoría, sí, pero cosa de broma o de risa para los genuinos evolucionistas como el diablo (que no Dios) manda. ¿Y por qué no renunciar entonces a ese funambulesco evolucionismo para católicos y regresar al sentido común? Es lo que en estas páginas nos propone el Padre Philippe Toulza en otro interesante artículo sobre el asunto. m

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