Tradición Católica : Julio-Septiembre 2019

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Editorial

El evolucionismo, máquina de guerra ideológica contra la fe católica

C

uando el 22 de octubre de 1996 el papa Juan Pablo II, en un mensaje a los miembros de la Academia Pontificia de Ciencias, afirmó que “hoy, casi medio siglo después de la publicación de la encíclica [Humani generis (1950) de Pío XII], nuevos conocimientos llevan a pensar que la teoría de la evolución es más que una hipótesis”, el mundo saltó de gozo, aplaudió una rendición más de los católicos a la mentalidad dominante y los medios de comunicación titularon: “La Iglesia acepta el evolucionismo”. Cierto que Juan Pablo II no había afirmado exactamente tal cosa, en términos rotundos e inequívocos, pero razonablemente tampoco podía esperar que, al utilizar las sugerentes palabras que deliberadamente utilizó, el mundo entendiera cosa distinta, y así ocurrió. Hoy la vulgata evolucionista ha sido masivamente asimilada por la casi totalidad de quienes todavía se consideran católicos, sin diferencia alguna con el resto de sus contemporáneos. Y sin embargo Juan Pablo II tenía razón en cierto sentido, claro está que no en el sentido querido por él: el evolucionismo es más que una hipótesis; más que como simple hipótesis o incluso teoría o diversas teorías científicas, el evolucionismo ha funcionado desde sus orígenes como una ideología, más en concreto como una máquina de guerra ideológica contra las verdades que nuestra santa fe católica, y hasta en parte la razón, nos enseñan sobre Dios y la creación. Desde sus comienzos, la difusión y asimilación del evolucionismo llevaron consigo la negación de la creación y, reputándose que Dios no era ya necesario para explicar la existencia del hombre y de todas las cosas, también el ateísmo. “Darwin produjo la justificación intelectual que esperaban los ateos” (Richard Dawkins, biólogo y popular divulgador científico, él mismo ateo). En el plano vulgar o de la opinión popular, la idea de que el universo surgió de una explosión inicial y de que la vida sobre la tierra apareció primero bajo forma de organismos extremadamente elementales, luego cada vez más complejos a lo largo de millones de años (cuantos más mejor) con la evolución progresiva de las especies, incluso el hombre que procedería de algún simio o ancestro común, ha llegado a consagrarse como la única “visión científica” del mundo. No obstante, en el plano científico a este respecto nada hay de pacíficamente probado y aceptado, ni por parte de los biólogos ni, en general, por parte de los especialistas de ninguna otra disciplina relevante, sino que evolucionistas y antievolucionistas (estos segundos, cada vez más, con riesgo cierto para su reputación y carrera, por oponerse a la ideología dominante) siguen disputando sobre datos y argumentos opuestos. Lejos de nosotros la pretensión de ocuparnos de ese debate


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