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Editorial: Pablo VI en los altares de la Nueva Misa

Editori al Pablo VI en los altares de la nueva misa El domingo 14 de octubre se celebró en Roma la ceremonia de canonización de siete beatos, entre ellos el papa Pablo VI y el arzobispo Óscar Romero. Acompañados en su elevación a los altares por dos sacerdotes italianos, dos religiosas respectivamente alemana y española y un joven napolitano, que vivieron entre los siglos XVIII (Vicente Romano, el más antiguo) y la primera mitad del siglo XX (Nazaria de Santa Teresa, la más moderna), todos ellos pues antes del concilio Vaticano II (1962-1965) y naturalmente inspirados, en su seguimiento de Jesucristo, por santos modelos de vida sacerdotal, religiosa y meramente cristiana que el Evangelio, la Tradición y siglos de costumbres piadosas habían conformado y la Iglesia exaltado. Pero a los ojos del mundo muy poco importa tal cortejo de santos a la vieja usanza, de quienes nada o casi nada se habló en torno a ese domingo 14 de octubre, pues el mundo no se equivoca en captar y aplaudir lo verdaderamente pretendido con la canonización de Pablo VI y del arzobispo Óscar Romero: la canonización del Vaticano II y de todas las transformaciones que desde entonces sufre la Iglesia, las cuales ocultan su rostro sereno y lo remplazan por una máscara desfigurada. El último hasta la fecha de los concilios ecuménicos se quiso pastoral en un sentido distinto a todos los anteriores ya que, en lugar de definir verdades y condenar errores, lo consideró innecesario y prefirió explicar la doctrina católica, pretendidamente sin alterarla, pero “poniéndola en conformidad con los métodos de la investigación y con la expresión literaria que exigen los métodos actuales” (Gaudet Mater Ecclesia, discurso pronunciado por Juan XXIII el 11 de octubre de 1962 en la inauguración del Concilio). Nuestro venerado fundador el arzobispo Marcel Lefebvre acostumbraba a recordar que cuando, en el curso de los debates, él y otros padres conciliares, celosos de la ortodoxia católica, rechazaban el uso de expresiones imprecisas o equívocas y reclamaban respeto por el rigor tradicional en la formulación de la doctrina de la Iglesia, los fautores de la revolución conciliar respondían: “¡No, queridos hermanos en el episcopado, no! Tendrían ustedes razón si éste fuese, como los anteriores, un concilio dogmático, pero se trata ahora de un magisterio pastoral, de un género literario distinto…” Mas, terminada con éxito esa operación de escamoteo de las verdades católicas, enseguida se alegó que aquellos textos imprecisos y equívocos tenían una autoridad superior a la de todo el magisterio precedente, seguía explicando Monseñor Lefebvre, y que debían tenerse por irreversibles todas las innovaciones y reformas salidas del Vaticano II. ¿Cómo dotar entonces de infalibilidad a las enseñanzas de un concilio que no fue sino pastoral en ese sentido devaluado, e imponerlas así definitivamente a la conciencia de los católicos? ¿Cómo consolidar y seguir avanzando sin pausa por

esa senda revolucionaria y, de nuevo, imponerla definitivamente a la conciencia de los católicos? ¡Canonizando a todos los papas desde Juan XXIII en adelante! Tal parecería haber sido la respuesta de la jerarquía.

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Tras Juan XXIII y Juan Pablo II, tenemos por ello a Pablo VI en los altares; cabría decir en los altares (mesas, en realidad) de la nueva misa, pero no en los altares de la misa católica sin tacha. Poco ha importado el examen del grado heroico en que pretendidamente habría vivido las virtudes teologales y morales, como persona y como Sumo Pontífice, igual que poco ha importado el examen de un supuesto milagro que no ha dejado de suscitar objeciones. Tampoco fue distinto en los casos previos de Juan XXIII y Juan Pablo II. Es evidente que, al canonizar a Pablo VI, se ha querido canonizar al “sabio timonel” del Concilio (homilía del papa Francisco en la ceremonia del 14 de octubre) y, con él y sus predecesores, todo lo que el Concilio supuso para la Iglesia. Hasta tal punto que el papa Francisco se ha permitido bromear sobre la futura canonización de Benedicto XVI y la suya propia: “Y dos, Benedicto y yo, en lista de espera. ¡Rezad por nosotros!”.

Cierto que, con arreglo a la doctrina común de los teólogos, las canonizaciones se consideran hechos dogmáticos y como tales infalibles. Sin embargo ¿qué pensar de estas canonizaciones en serie, manifiestamente desnaturalizadas por una intención espuria? Hace ya algunos años que el padre Gleize, profesor en el seminario de Écône, escribió lo que sigue como conclusión de un profundo estudio sobre los principios tradicionales al respecto y las dificultades surgidas del Concilio: “Tres razones serias autorizan al fiel católico a dudar sobre los fundamentos de las nuevas beatificaciones y canonizaciones. Primeramente, las reformas que han seguido al Concilio han ocasionado insuficiencias ciertas en el procedimiento, y en segundo lugar introducen una intención colegialista, dos consecuencias que son incompatibles con la seguridad de las beatificaciones y la infalibilidad de las canonizaciones. En tercer lugar, el juicio que tiene lugar en los procesos hace intervenir una concepción por lo menos equívoca y por lo tanto dudosa de la santidad y de la virtud heroica” (Padre Jean-Michel Gleize, “Beatificación y canonización desde el Vaticano II”).

Pero mantenernos alejados de este furor canonizador no debe llevarnos a desconocer que, no obstante enseñanzas erróneas y actos gravemente imprudentes y hasta impíos en el gobierno de la Iglesia, Pablo VI fue también el papa que, frente al cuestionamiento de todas las verdades católicas en el inmediato posconcilio, quiso recordar la doctrina sobre la eucaristía en la encíclica Mysterium Fidei (1965), y en 1968 hizo solemne profesión de fe con el Credo del Pueblo de Dios y reafirmó la condena de la contracepción en la encíclica Humanae vitae. Precisamente por cumplirse 50 años de esta segunda encíclica, la última de las promulgadas por Pablo VI (dolido y asustado por la virulenta reacción modernista en su contra, en diez años hasta su muerte en 1978 jamás volvió a desafiarla), traemos a estas páginas dos muy interesantes artículos sobre la perversidad intrínseca de la contracepción y del aborto. m

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