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Editorial: Cristo Rey de las naciones
Editori alCristo Rey de las naciones Hace ya más de medio siglo, ante las noticias preocupantes que llegaban de Roma en relación con los debates conciliares sobre los proyectos de la constitución pastoral Gaudium et spes y la declaración Dignitatis humanae, documentos que serían finalmente aprobados en diciembre de 1965 al término del Concilio Vaticano II, se convocó en España por defensores de la doctrina tradicional de la unidad católica un concurso, destinado a premiar la mejor defensa de esa doctrina tradicional, que fue ganado por Rafael Gambra con el libro que lleva por título ”La unidad religiosa y el derrotismo católico”. Don Rafael Gambra (1920-2004), filósofo y escritor político, prócer carlista, amigo y bienhechor de la Hermandad de San Pío X en España desde la primera hora, con cuya pluma ilustre tantas veces se honró esta revista, y cuya estirpe sigue en buena parte junto a nosotros fiel al combate por la fe y la misa católicas sin tacha. En ese libro Gambra cita unas palabras de José Luis López Aranguren, catedrático de filosofía, quien para entonces había escrito que pronto la relevancia social o política de la religión sería semejante a la relevancia social o política del bridge (un juego de naipes). Por su parte Andrés Ollero, hoy magistrado del tribunal constitucional (ese órgano que, para su vergüenza, lleva ¡casi diez años! sin resolver un recurso contra la ley del aborto), ha escrito varias veces que la relación del Estado con la religión debe ser parecida a la que tiene con el fútbol. El ejemplo parecería mejor tomado, pues el fútbol es muy popular, no como el bridge. El fútbol es algo importante, muy presente en la sociedad, por lo que el Estado no podría ignorarlo, al contrario, debería mantener relaciones positivas con él (“laicidad positiva”, la llaman a propósito de la religión), tomarlo en cuenta, incluso fomentarlo; pero en ningún caso cabría que el Estado tomase partido, no puede ser ni del Real Madrid ni del Barcelona ni de ningún otro equipo. A juicio del católico Ollero, como a juicio por desgracia de casi todos los católicos hoy desde el Papa y los obispos para abajo, tampoco el Estado debe tomar partido por ninguna religión, ni por la católica ni por la mahometana ni por ninguna otra. Hablamos de nuestra santa religión católica, la única revelada por Dios, la única religión verdadera, en rigor la única verdadera religión, pues las demás no son formas de religión sino de infidelidad. Pues bien, aquí la tenemos rebajada la Iglesia, no ya al nivel de las demás religiones (en eso consiste la peste del laicismo) sino ¡al nivel de un equipo de fútbol! Pero nosotros, fieles a lo que la Iglesia hizo y enseñó siempre, fieles por ello a la realeza de nuestro Señor Jesucristo, seguimos sin aceptar que el Estado deba relacionarse con la religión ¡como con el fútbol! Seguimos sabiendo que nuestro Señor Jesucristo, hoy expulsado de los parlamentos y tribunales, debe reinar sobre las naciones, que las instituciones y leyes de las naciones deben someterse a la sabiduría divina, que los pueblos y sus gobernantes deben rendir culto público a Dios, con el único culto (el católico) que agrada a Dios.
Todo esto fue recordado a los católicos, y a los gobernantes en particular, por Pío XI en la encíclica Quas primas, con la cual instituyó en 1925 la fiesta de Cristo Rey: “Y en esta extensión universal del poder de Cristo no hay diferencia alguna entre los individuos y el Estado, porque los hombres están bajo la autoridad de Cristo, tanto considerados individualmente como colectivamente en sociedad. Cristo es, en efecto, la fuente del bien público y del bien privado. ….. No nieguen, pues, los gobernantes de los Estados el culto debido de veneración y obediencia al poder de Cristo, tanto personalmente como públicamente.”
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Pero ¿quién recuerda hoy esta verdad católica? Casi nadie, porque desde el Concilio Vaticano II ha dejado de enseñarse por las autoridades de la Iglesia, cuando no se enseña como católico precisamente el error opuesto, que es el laicismo: la bondad de la separación entre la Iglesia y el Estado, esto es, la neutralidad religiosa del Estado tomada como ideal cristiano, no como desgracia de los tiempos que haya que sufrir o conllevar.
Y entre los pocos que todavía guardan memoria de la doctrina católica, muchos incluso ceden a la tentación del desánimo y se dicen: aunque hayan existido tiempos felices en que los pueblos se rigieron por el Evangelio (como afirmó León XIII en la encíclica Immortale Dei), esos tiempos de cristiandad ni desde luego son los tiempos de hoy ni han de volver nunca, por lo que es inútil mantenerse en los trece de la doctrina tradicional, y lo que procede es conformarse al mundo secularizado y pactar con él una laicidad positiva o benevolente.
Alejemos de nosotros esa tentación. Como Pío XII nos enseñó, “de la forma dada a la sociedad, conforme o no a las leyes divinas, depende y se insinúa también el bien o el mal en las almas, es decir, el que los hombres, llamados todos a ser vivificados por la gracia de Jesucristo, en los trances del curso de la vida terrena respiren el sano y vital aliento de la verdad y de la virtud moral o el bacilo morboso y muchas veces mortal del error y de la depravación.” Por lo tanto, la salvación eterna de la mayoría de las almas depende mucho de la forma dada a la sociedad, conforme o no a las leyes divinas. Esa salvación de la multitud sólo es ordinariamente posible en un ambiente social cristiano, fundado en instituciones, costumbres y leyes cristianas, donde ese ambiente coopere al conocimiento de la verdad y la práctica de la virtud, en lugar de fomentar, como hoy ocurre, el error y el vicio. Por ello, quienes renuncian al reinado social de Cristo, con esa renuncia doctrinal asumen una gravísima responsabilidad. De ese modo hacen imposible que Dios, ordinariamente, realice su obra.
Nosotros mantengamos en alto la bandera de Cristo Rey, la doctrina íntegra, y hagamos cuanto esté en nuestras pobres manos para que, cuando Dios quiera, si Dios lo quiere, como Dios quiera, vuelvan tiempos felices como aquellos en que los pueblos se rigieron por el Evangelio. m