Oaxaca, tan lejos y tan cerca

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TU NACIÓN Publicación mensual Año 1 • No. 1 • Junio 2012 Gratuita

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jonás alpízar

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VIAJES


Oaxaca

Tan lejos y tan cerca Infinidad de sabores, olores y texturas, no por nada la gastronomía oaxaqueña ha sido nombrada Patrimonio de la Humanidad. Lo único que deseo es aprovechar el tiempo que tengo para conocer todos sus platillos. La inmensa nostalgia vendrá cuando tenga que partir de aquí.

Por Jonás Alpízar @jonasalpizar

A

poyado en una mesa en La Biznaga, noto que el vaso antes rebozante de mezcal ahora se ve muy vacío, y que en sus desnudas paredes de cristal ya hace eco la voz aguda que emite el sonido del local. De repente me dan ganas de escuchar la Canción Mixteca. Aunque nunca he sido muy afecto a la música vernácula esta noche celebro estar lejos del suelo donde he nacido. Si Oaxaca de Juárez fuera el purgatorio no tendría problema en permanecer por toda la eternidad, y es que hay tantas oportunidades de pecar como hay fondas, restaurantes y mercados, que invitan a sobrepasar los límites permitidos por el hombre común. Mole de todos los colores, chapulines tostados, tamales, tlayudas, gusanos de maguey y chocolate. No habrá descanso. A punto de comenzar esta ruta culinaria con tan altas expectativas lo mejor es recurrir al descanso, mañana, con suerte, será un día largo.

Cual hoja al viento

La salida del sol entre las calles del centro es como el lento abrir de un ojo gigante. En mi ventana provisional se asoma el Cerro del Fortín; donde, bajo orden del emperador azteca Ahuízotl, un destacamiento de guerreros fundó la ciudad de Huaxyacac en 1486. En ése mismo sitio se celebra cada año La Guelagetza. A plena luz del día es más sencillo distinguir el color de la cantera verde tan característico de la ciudad. Junto con el hospedaje, el hotel ofrece el desayuno. No es por desdeñar sus atenciones, pero hay un lugar donde quiero empezar el día. Minutos después, mi alargada sombra me ha seguido por toda la calle Flores Magón hasta el Mercado 20 de Noviembre. Interminables muros de pan, tamboras que rebotan y suben a los altos techos, y un agradable olor a carne y aceite que se impregna lentamente en la ropa. En este mercado se pueden encontrar artesanías, ropa y enseres domésticos, pero se

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viajes El estómago está lleno y lo estará por un buen rato. Sin salir del centro, y por los rumbos del exconvento de Santo Domingo, me topo con la Galería Quetzalli, orgullosa representante de artistas como Francisco Toledo y José Villalobos, reconocidos pintores oaxaqueños. Las exposiciones están muy bien montadas. Al salir, noto y agradezco que las banquetas sean tan bajas, seguro fueron pensadas así para facilitarnos el paso a los visitantes glotones. Mis pasos me conducen al zócalo, y después a El Asador Vasco, en los portales. Por suerte se vacía una mesa en la terraza. Desde aquí se logra apreciar la iluminada catedral. El día termina con tacos de crujientes chapulines tostados y guacamole.

¡Oh, Tierra del Sol!

El otro placer

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• Hay dos cosas que debes hacer cuando estás en La Verde Antequera. Primero, y más importante que todo, comer; después, para hacer hambre, recorrer las galerías de arte, mercados de artesanías, museos de historia y talleres de artistas plásticos abiertos al público. Todos son recomendables. Si se desea, se puede salir de la capital oaxaqueña para visitar San Bartolo Coyotepec, cuna del barro negro; o San Antonio Arrazola, pueblo donde fabrican alebrijes.

distingue por la comida. Caliento motores con chocolate de agua y pan de yema, deliciosos. Mi vecino de plato come enchiladas de coloradito y yo no puedo más que sucumbir a la envidia. Su sabor especiado y moderadamente picoso, llena mi boca de un placentero calor. Si me viera mi mamá, cuánto batallaba por hacerme comer mole. ¿Tasajo? también, por qué no. No deseaba terminar el desayuno sin darle otra oportunidad al tejate, pero, muy a mi pesar, debo admitir que el agua harinada no me termina de gustar. Excusa perfecta para cerrar con una fresca agua de sandía. Basta con caminar por las calles aledañas al zócalo para empaparse de la viveza de la ciudad. Los oaxaqueños, desde que nacen, están rodeados de color, de sonidos y de sabores. Unos lo traducen en pintura, en textiles o en artesanías; otros en comida. Toda esta atmósfera nos invita, si no a la creación, sí a la apreciación de la misma. No será extraño encontrarse a sí mismo contemplando un plato del más negro mole rodeando una torre de arroz con hierba santa, como si se tratara de una obra del maestro Toledo.

Es mi tercer día y he formado un inmejorable hábito: desayunar en el Mercado 20 de Noviembre. A cuatro pasos de la primera entrada encuentro varias vendedoras anunciar sus productos. Ahora pido una tlayuda. “Buenos días, señora ¿qué es esto?” Entre el ruido de marchantes, de música y de pláticas ajenas, no logro comprender la respuesta. “Ah y ¿está bueno?” pregunto, “Sí, joven.” Tal seguridad me ofrece la credibilidad necesaria para acceder gustoso. “Póngale un poco ¿no pica mucho?” Más pronto que tarde me enteré que esta pasta roja y granulada de chile pasilla se llama chinestle. Los mixes, habitantes del noreste de la capital oaxaqueña, empacaban tlayudas con chinistle cuando debían pasar varios días en el campo, así soportaban las arduas jornadas de trabajo. Por cierto, sí pica mucho. Tomo la calle Bustamante, que después es Valdivieso y al final es Macedonio Alcalá, para volver al Templo de Santo Domingo de Guzmán, uno de los mejores exponentes de la arquitectura barroca de la entonces Nueva España. Tomar las escaleras y salir de golpe al patio interior es algo indescriptible. ¿Cómo habrán vivido los monjes domenicos hace más de 400 años? ¿qué habrán comido? Llega tan pronto la tarde que ya es de noche. Ante los párpados cerrados de las casas, procuro aligerar mis pisadas, no vaya a despertar a las calles mismas. Si el día está inundado por tubas, por tambores y de voces


filosas; la noche pertenece a las guitarras, a cantos arrastrados y al mezcal. Siempre he preferido la noche para disfrutar más la comida. La oscuridad merma la visión y hace más agudo el gusto. Elijo casi al azar un pequeño restaurant sin nombre, después de probar toda esta comida y bebida me he dado cuenta que el estándar de calidad aquí es muy alto. Esta noche quiero probar el mezcal de pechuga. Tomás, el amable mesero, me explica el proceso de elaboración: después de separar las piñas de los magueyes, se cuecen, para después ser molidas. La corteza resultante es dejada a reposar en grandes barriles. El secreto de este mezcal en particular radica en que al barril le añaden pechugas de gallina y de guajolote

bien desmenuzadas. Esta descripción puede no sonar apetitosa, siempre he pensado que hace falta un paladar muy especial para disfrutar un mezcal así. Pero denle oportunidad. Su sabor posee muchos sabores, y todos, en combinación, conforman el mejor maridaje para la gastronomía local. La vida es un círculo, un eterno volver al comienzo. Y yo me encuentro de nuevo en La Biznaga. Ahora la copa de mezcal está llena, no quiero terminarla porque significará que el viaje ha llegado a su fin. Doy pequeños sorbos tratando de hacer más largos los minutos. Sigo sin escuchar la Canción Mixteca. La copa, irremediablemente vacía, yace muerta al centro de la mesa, y sí, la inmensa nostalgia ya me está invadiendo. •

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