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MARCO CONCEPTUAL

La vulnerabilidad tiene su estructura. Los rasgos de la condición social de una persona o de un colectivo ante los riesgos dependen de una serie de factores que permiten que caiga en situación de pobreza y de exclusión, o bien que sustenten una condición protegida, de resguardo y ejercicio de sus derechos a pesar de una amenaza o incertidumbre procedente del entorno debido a los ciclos económicos, las crisis políticas, las emergencias ambientales, entre otros. La estructura social, en este sentido, es la instancia en la que se encuentran tanto ese entorno como los rasgos individuales y colectivos de los sujetos, estableciendo sus posibilidades de reacción ante los riesgos (la así denominada “resiliencia”), así como su debilidad para enfrentarlos y la amenaza de ceder a sus efectos. La vulnerabilidad implica una fragilidad, individual y/o colectiva, ante el riesgo y depende de la estructura social, por lo que puede definirse como una fragilidad estructural.

A este respecto, la estructura social es considerada como el espacio del conjunto de posiciones de los sujetos según su disponibilidad de recursos y oportunidades, otorgándoles ventajas o desventajas relativas para su desenvolvimiento en la vida social y en los sectores institucionales de la esfera pública. Específicamente la disponibilidad de tres tipos de recursos –y sus concomitantes oportunidades–, definen marcadamente las posiciones sociales en la estructura social paraguaya, a saber: la propiedad, los ingresos y las cualificaciones. Estos tres tipos de recursos conjugan, en función del peso relativo de cada uno y de su volumen, diferentes lugares en la estructura social, definida, por lo tanto, como un espacio social diferenciado y jerárquico (Ortiz, 2016).

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Estos lugares relativos se definen como clases sociales. Las clases se definen no sólo como posiciones objetivas (bienestar o privación) sino como vivencias subjetivas (satisfacción o frustración) que se traducen en experiencias sociales, que siendo colectivas tienen sus relatos individuales más variados, contingentes

y significativos. En este contexto, la vulnerabilidad adquiere una forma estructural en tanto es una condición social –y no individual– que constriñe a las familias y a los sujetos a soportar el embate de los riesgos asociados a la pobreza, la precariedad y la exclusión insertos en distintas experiencias sociales que van asociadas a otros factores limitantes de cambios, tanto de las clases favorecidas como desfavorecidas.

La vulnerabilidad implica –especialmente para las clases sociales desfavorecidas–, el riesgo de impacto de las crisis, de las emergencias y de la incertidumbre, en general, con la entrada al terreno de la precariedad, de la pobreza e, inclusive, de la indigencia. La vulnerabilidad crónica somete a colectivos humanos, de diferentes situaciones, a trayectorias sociales caracterizadas por un cierre social, es decir, sin que las condiciones sociales se vean alteradas durante todo un ciclo de vida, constriñendo a esos grupos a permanecer ineludiblemente en su clase social de origen.

Si el carácter estructural de la vulnerabilidad tiene en la clase social su condición más palmaria de probabilidad, ella se asienta también en un marco geográfico, en el que la localización de los asentamientos humanos, los lugares de desarrollo de la vida activa y la movilidad espacial, constituyen las bases territoriales de la vulnerabilidad.

Según Ortiz, Goetz y Gache, el territorio coadyuva a la producción de la desigualdad, así como a su reproducción, en la magnitud en que constriñe a algunos sectores sociales al uso restringido del espacio geográfico mientras habilita a otros el ejercicio de un derecho de desplazamiento y relación con las diferentes zonas de un territorio dado (Ortiz, Goetz y Gache, 2017).

En esta línea, la estructura social tiene una correspondencia con el territorio estableciendo sus límites, más o menos delimitables en términos de perfiles socioeconómicos de los espacios residenciales, de los lugares de la vida activa y de los circuitos de desplazamiento, pergeñando de manera compleja –que no es de manera directa o mecánica– sus márgenes de posibilidad, dándose afinidades electivas en términos históricos, políticos-institucionales y culturales entre las experiencias sociales de las distintas clases sociales y los modos en que éstas configuran y delinean el espacio (Bourdieu, 1985; Ortiz, 2016). Los distintos tipos de espacios geográficos -estructurados por las clases-, en los que las familias y grupos se diferencian según el acceso a la propiedad, a los niveles de ingreso y a los niveles educativos, constituyen territorios y agregan al análisis de la vulnerabilidad su dimensión territorial, dando cuenta que todo proceso social en el que se desenvuelve la vida social, la actividad económica y la reproducción cultural, acaecen en un espacio construido y apropiado socialmente por los grupos que limitan o habilitan el acceso a recursos y oportunidades.

En este sentido, el territorio es un factor en sí mismo, que define la distribución del acceso, extensión y calidad a los bienes y servicios que satisfacen necesidades sociales y que catalizan el bienestar. La educación, la salud y la protección, tres sectores cruciales para la plena garantía del ejercicio de los derechos, están intrincados a su ausencia o disponibilidad, a su distancia o su proximidad, a su renovación o su obsolescencia, entre otros. Los habitantes de cualquier tipo de espacio socialmente definido son concomitantemente, ejercientes o proscriptos de derechos, porque las condiciones que el territorio establece supone equidad en posibilidades, en oportunidades y en capacidades, en suma, en bienestar.

Los sectores institucionales (v.gr. educación, salud, protección) no son solamente instancias satisfactoras de necesidades sino constituyen ellas mismas esferas definidas socialmente por la estructura de clases, en los que su acceso, forma y extensión no es independiente de cómo los actores sociales los configuran. La salud es la condición de bienestar integral que asegura el transcurso vital, la experiencia de la vida social, la inserción en las actividades económicas, así como la integración a una comunidad cultural. La salud es un atributo, no sólo individual, sino sobre todo colectivo, en tanto y en cuanto sus condiciones de ejercicio dependen de un estilo de vida, compartido socialmente y asegurado institucionalmente (servicios de atención sanitaria, políticas de salud pública, etc.). La educación, vía por antonomasia de producción y transmisión de las competencias para toda la vida, que incluyen conocimientos y capacidades, constituye una herramienta crucial, cuya carencia o deserción reduce las posibilidades objetivas de inserción en la etapa adulta con la garantía de acceder al mundo del trabajo, cobrar la necesaria autonomía económica y generar las condiciones de previsión de una trayectoria vital de calidad.

Así también, la protección social es el resguardo -comunitario e institucional- ante el riesgo. Implica una serie de reglas, estrategias y rutinas que opera con vigilia asistiendo cualquier situación que la incertidumbre propia de la economía de mercado y la desigual estructura social genera en los sujetos y en sus familias. De este modo, su aplicación responde a mundos integrales y complejos de previsión, asistencia y promoción (Espig-Andersen, 2002) que varían según los agentes bajo cuya responsabilidad (y titularidad) depende su implementación: la comunidad, el mercado o el Estado. Como indica Stella García, la protección social en sociedades de desigualdades marcadas recaen predominantemente en la comunidad o en el mercado, relegando al Estado apenas a una responsabilidad marginal, envuelto muchas veces en una lógica de tutelaje, paternalista y clientelista (García, 2019). Desde el punto de vista territorial, el acceso generalizado, la extensión espacial y la calidad de los servicios que esos sectores institucionales proveen, implica

equidad social para el goce del bienestar efectivo de todos los habitantes de un espacio dado. Por definición, la única instancia institucional que tiene el mandato y la finalidad de lograr un alcance territorial vasto y ofrecer condiciones de bienestar a todas y todos es el Estado. Ergo, son los servicios públicos la garantía del ejercicio de los derechos.

Niveles elevados de desigualdad social promueven el debilitamiento del Estado (“dimisión institucional”) dejando lugar a que la lógica de mercado se imponga, por acción u omisión, en la oferta de servicios de bienestar (educación, salud, protección). En concomitancia, el debilitamiento de los servicios públicos eleva los niveles de desigualdad social, incrementando las segregaciones en el acceso al bienestar según las capacidades económicas individuales.

Por acción, anteponiendo el criterio de rentabilidad en la provisión, con mayor o menor alcance geográfico del servicio según la demanda de mercado; rasgo que adquiere también al tratarse de la forma que, según los perfiles socioeconómicos de la demanda, tiene una mayor o menor calidad. Por omisión, la oferta privada de servicios de bienestar deja sin provisión a territorios donde persisten bajas capacidades económicas, o bien ofrece servicios de baja calidad cuando la demanda mercantil produce una utilidad mínima pero no satisface la demanda social. Forma y extensión son, por lo tanto, dos rasgos de los servicios de bienestar social que el mercado no resuelve, o bien resuelve apenas parcialmente. En suma, el territorio refleja, por sus rasgos espaciales y sociales, el bienestar y el ejercicio de los derechos.

Es aquí donde se resume el problema de la vulnerabilidad: la estructura social establece con fuerza preponderante las trayectorias sociales de los sujetos y de sus familias, de modo que aquellos en condiciones desfavorecidas tienen lugar en espacios geográficos relegados y marcados por la dimisión institucional y la vulnerabilidad. La vulnerabilidad cobra un carácter dual, de diferenciación social y de exclusión territorial, y es la síntesis de una estructura de clases, en la que la desigualdad se constituye en un determinante estructural en el que el acceso y la calidad de los servicios de bienestar restringen el ejercicio de los derechos de ciudadanía. En suma, estructuralmente, la vulnerabilidad es la exclusión del ejercicio de derechos.

El bienestar es la contrapartida del riesgo y la incertidumbre. No sólo porque indica el acceso a recursos y oportunidades de satisfacción de necesidades sociales, sino también porque condiciona las posibilidades del ejercicio de los derechos de ciudadanía, que interpela con fuerza la desigualdad social, así como demanda activamente la institucionalización de las condiciones de ejercicio de los derechos. A este respecto, la disponibilidad de la política social en el territorio y su capacidad de generar las condiciones de ciudadanía (“capacidad política de la política social”), expresa un alto nivel de institucionalización de la ciudadanía, pues

el ejercicio se asocia a la demanda activa y sostenida de los servicios públicos habilitantes.

De este modo, es crucial entender que los niveles de control del riesgo (a saber, la probabilidad objetiva de caer en la pobreza, la precariedad y la indigencia) y de la incertidumbre sobre el porvenir, dan cuenta correlativamente de los niveles de fuerza institucional en el territorio, enfrentando los efectos de la estructura de clases en la vida social de los sujetos y las familias, así como asegurando sostenidamente el acceso, en forma y extensión, de los servicios que generan las condiciones sociales de posibilidad del ejercicio de los derechos de ciudadanía. En este punto, la política pública tiene un papel fundamental para un régimen democrático.

Un sector generacional, integrante de los grupos familiares y que es particularmente sensible a la vulnerabilidad, es la infancia y la adolescencia, dado su rasgo de indefensión, es decir, de tener limitada autonomía y capacidad para enfrentar los riesgos y la incertidumbre. En sociedades de estructuras sociales de fuerte desigualdad social, el problema de la vulnerabilidad de la infancia y la adolescencia no es sólo un problema de ese grupo generacional, sino que se convierte además en un factor que opera sigilosa y sutilmente como interfase intergeneracional que perpetúa la exclusión y reproduce la desigualdad social.

La exclusión social, entendida como la restricción del ejercicio de los derechos de ciudadanía, proyecta sobre la infancia y la adolescencia el efecto de una tendencia a la vulnerabilidad, dado que actúa tempranamente en el ciclo de vida, pergeñando un difícil remonte en grupos sociales que se encuentran en situaciones de pobreza, precariedad e indigencia. La probabilidad objetiva de superación de una situación estructural de vulnerabilidad y que es efecto de una trayectoria (socialmente delineada) da lugar a conceptos como la “resiliencia” cuya impronta semántica lleva a concentrar la atención de la acción a la esfera individual.

Si las familias y otros grupos integrados por niños no sólo carecen del acceso a la propiedad, sino también cuentan con bajos niveles de ingreso, por lo general asociados a los bajos niveles educativos de sus padres (o tutores), su trayectoria social -que es la trayectoria de vida de dos o tres generaciones de los miembros- toma inexorablemente la condición de vulnerabilidad, lo que permite antelar la probabilidad objetiva de que, dada la clase social de origen, los territorios que habitan y los recursos/oportunidades de los que se verán privados, la persistencia en el tiempo de la condición de vulnerabilidad explica la reproducción de esa condición estructural.

En las concepciones de sentido común, predominantes sobre la estructura social, la infancia es asumida como una categoría que se subsume en los procesos de la mano de las generaciones adultas, que serían las protagonistas de las ac-

ciones, es decir, los verdaderos actores sociales. En este sentido, en el abordaje del bienestar y la vulnerabilidad, los niños y las niñas son sujetos pasivos de decisiones y proyectos apuntalados por otros, por lo cual los condicionamientos a los que están influidas las familias desde el exterior, se redoblan en las generaciones infantiles al interior de sus hogares, donde no disponen de facultades y derechos para definir las reacciones y estrategias que les conciernen. Por ello, el abordaje de la infancia y la adolescencia, en este estudio, intenta recuperar el carácter activo de los niños y las niñas, así como de los adolescentes y las adolescentes, visibilizando que las situaciones sociales en los que están directamente involucrados y afectados, como en el caso del escenario de la pandemia, constituyen procesos dinámicos que enfrentan con su propia especificidad, definiendo con mayor o menor nivel de autonomía los modos en que repercuten en su vida cotidiana. “Los diversos enfoques de la Sociología de la Infancia rechazan el reduccionismo de separar lo individual de lo social al tomar una distancia crítica explícita de la visión que sitúa a las niñas y los niños como seres ‘presociales y a la infancia como una etapa transitoria hacia la vida adulta. Un aporte importante de las diversas perspectivas de la Sociología de la Infancia es la comprensión de la niñez como una unidad de estudio sociológico en sí misma, aunque relacionada con la familia, la escuela, la comunidad y otros espacios sociales en que habita (…)” (Pavez Soto, 2012, pág. 99).

De este modo, las condiciones de vida en la franja infantil de la estructura social requieren entenderse como formas y relaciones dinámicas que establecen los niños y las niñas con la sociedad, en un momento histórico y en los momentos por venir, generando activamente un espacio específico que, estructuralmente, define la totalidad de lo social. De este modo, la infancia se define sociológicamente como un grupo social particular, en tensión y conflicto con los demás grupos sociales, haciendo de sus prácticas, representaciones y proyecciones componentes de la construcción social de la realidad.

En la población infantil y adolescente, se refuerzan los patrones de exclusión cuando las relaciones de género anteponen a los hombres por sobre las mujeres en el acceso y uso de los más o menos acotados recursos y oportunidades disponibles. Más aún, porque estos patrones tienen una persistencia temporal que refuerzan no sólo la inequidad entre los sexos en el ejercicio de los derechos, sino también por las representaciones sociales, en el orden de la cultura, promoviendo la reproducción de patrones que conducen a la naturalización de las relaciones de género, los lugares –de poder, económicos, sociales– ocupados por unos y por otras(os) en la estructura social pero que adquieren legitimidad a modo de un “orden natural”.

A este respecto, la vulnerabilidad de los niños y niñas en la reproducción de las estructuras de desigualdad social de clase, proyecta una incapacidad de supe-

ración porque, no sólo se hace imposible a modo de una sumatoria de intentos individuales, sino también por la dimisión institucional que confina a estos grupos generacionales a la inmovilidad, a lo largo de su trayecto vital y en los territorios de exclusión, reproduciendo una estructura de limitada movilidad entre clases.

Las políticas públicas deben responder al desafío de instaurar un path dependency1 según el cual, por la vía institucional, se refuerza el carácter rector y normativo del Estado. Para ello es necesario establecer procesos de compensación y de asistencia con servicios de bienestar a colectivos históricamente postergados y excluidos, procesos de protección a sus integrantes y grupos más sensibles a la vulnerabilidad, así como de promoción de derechos entre las clases desfavorecidas.

1  La traducción del concepto se refiere a una dependencia del camino seguido previamente.

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