Amor junto al Moldau - Capítulo 1

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VAGAMUNDO

AMOR JUNTO AL MOLDAU

Capítulo I

La cupé negra avanzaba transportando presagios cuando su sombra, intermitentemente, se apelotonaba bajo la luz de las farolas. Sin embargo, el repiqueteo de los cascos de los caballos sobre el empedrado de las calles de la isla Kampa era alegre y despreocupado, predisponiendo el ánimo a la felicidad: la alegría llenaba el corazón de la gente; de algunos, de aquéllos a quienes la vida favorece con el goce perpetuo de todos los placeres.

El coche se detuvo frente al palacio iluminado, de cuyas ventanas el aire robaba la música, con la que se escabullía por las callejuelas de Kampa para terminar derramándola en el Moldau. Llegaba allí blandamente y era distante y veleidosa, la música que estremecía la piel del río y el corazón de los marineros

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de las barcazas que, levantando los ojos al cielo oscuro, soñaban con amores que habían dejado en tierra.

Un lacayo abrió la portezuela por donde asomó una bota de raso que bajó para posarse en el estribo, y un guante de seda se apoyó en el brazo que le ofreció el caballero que había salido del palacio apresurándose a su encuentro. Cuando la dama traspuso las puertas, en un remanso del aire que detuvo la música, se escuchó una voz de hombre que decía: “Bienvenida, Anezka, bella Anezka. Contigo llega la alegría que hace felices nuestras almas candorosas.”

Fue una voz tonante que maltrataba la delicadeza de los sentimientos que pretendía expresar.

El Tupolev birreactor de la CSA, la línea aérea checoeslovaca, cruzaba el espacio europeo nocturno con más vibraciones del fuselaje de las que suele tolerar el sistema nervioso de los viajeros aprensivos. Mi mesilla plegable se había resistido tenazmente a bajar para que la azafata sonriente depositara la bandeja de la cena. Hasta que ella misma, sin perder la compostura, descargó un puñetazo estratégico sobre una de sus esquinas y la mesilla se deslizó dócilmente hasta quedar desplegada. La de mi vecino, en cambio, se empeñaba en bajarse automáticamente, una y otra vez, tras cada uno de los esfuerzos preocupados de aquél por enclavarla en su nicho del asiento delantero. Ni aun acató las instrucciones del sobrecargo cuando nos instó a realizar los actos rituales previos al aterrizaje que incluía el de plegar las mesillas. Giré la cabeza y vi que eran muchos los pasajeros sofocados, además de mi vecino, por el intento de que el mecanismo obedeciera las

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órdenes de la tripulación. Pero también vi que eran muchos los que temían escurrirse del cinturón durante las maniobras de aproximación, porque aunque sus manos permanecían agarrotadas sobre el pomo de la palanca no lograban que los asientos abandonaran la posición reclinada que habían elegido para, haciendo esfuerzos por dormir, tratar de olvidar las vibraciones y el estruendo de los reactores. Yo fui afortunado pues mi asiento respondió de inmediato al mando y el respaldo, obedientemente, retomó su postura vertical. No obstante todos los fallos de diseño fue un alivio que en lugar de los vozarrones celtibéricos de las azafatas de Iberia dando órdenes carcelarias, y de sus gestos despectivos arrojando las bandejas de comida sobre las mesillas como si estuviéramos en el refectorio de una prisión y los viajeros fueran maleantes de cuidado, las voces melodiosas de las hostess checas susurraran al oído para responder preguntas y hacer sugerencias, así como sus manos depositaran con delicadeza las bandejas sobre las mesillas renuentes a desplegarse. Parecía que se las hubiera instruido acerca de que iban a ofrecer un servicio a personas o, tal vez, simplemente, se trate de que mientras unos grupos humanos se interesan por la técnica otros se preocupan por la urbanidad. Así también nos enteramos del aterrizaje cuando se pararon los motores, porque el piloto había posado el avión con mano de seda. No habría hecho carrera en la compañía española, donde a los aspirantes a piloto que al descender no pegan al menos los tres golpes de tren de aterrizaje mínimos que indica el reglamento, se les niega el brevet.

Viajaba solo, tras haber vencido algunas resistencias íntimas. He sido siempre un buen viajero solitario, de esos que son capaces de caminar durante

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horas por ciudades desconocidas sin necesidad de compañía y de ocupar sin complejos las mesas individuales de los restaurantes; de los que se enfrascan en la contemplación de los monumentos arquitectónicos, que visitan museos y se detienen para gozar de un rincón apartado, a donde no llegan los ruidos del tránsito y donde, sentada en un banco, lee una viejecita pintada en un cuadro colgado en la National Gallery de Londres; de los que se hacen comentarios jugosos a sí mismos acerca de lo que ven. Sin embargo, una relación con una mujer que se prologaba más de lo que había previsto (¿es imprevisible a partir de cierta edad la evolución de las relaciones con las mujeres?), una de esas relaciones a las que alguien poco piadoso calificó de “buenas amistades con intervalos eróticos”, fue mellando mi voluntad de navegante solitario y me hizo contemplar con un exceso de laxitud e incuria mi viaje a Praga. Viaje que venía difiriendo desde no menos de los largos años que ya cuenta también un poco sorpresivamente mi estadía en Europa. Tan diferido que podría decir que cuando por fin llegué, llegué, desde cierto punto de vista, un poco tarde.

Sin embargo, los trámites aduaneros me produjeron momentáneamente la ilusión de que no todo estaba perdido: el policía que indagaba con su mirada profesional agravada por el misterio que yo atribuía a la expresión centroeuropea, el ordenador escondido bajo el antepecho de la garita donde estuvo largo rato introduciendo datos de mi pasaporte, el espejo que descubrí sobre la nuca y a través del cual podía vigilarme la espalda, las protestas rutinarias de los turistas occidentales que comparaban las demoras con la supuesta agilidad de sus aeropuertos nativos. Cuando me devolvieron el pasaporte sin un gesto, como única señal de que podía pasar, y sin una

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palabra, que sin duda el agente consideraba inútil pronunciar ya que habría sido en checo y, cruzada la aduana, supe que estaba en Praga, aún pude gozar a medias de un clima John Le Carré: había logrado burlar a la policía de fronteras, era de noche, no conocía a nadie, llevaba una dirección de contacto y el taxi era un Tatra.

Pero el taxista hablaba inglés decentemente, lo que por una parte me desilusionó y por otra me hizo concebir falsas esperanzas, ya que esta primera impresión que auguraba una comunicación fácil durante mi estadía no se confirmó posteriormente.

Cuando cruzamos el río que mis amigos se empeñan en llamar Moldava por cursilería intelectual o por falta de consecuencia viajera, ya que todas las guías y mapas usan el nombre de Vltava (viajan a través de sus fantasías de lectores de ficción o simplemente al boleo); sin embargo ninguno lo llama Moldau (tributarios de la tendencia del castellano a terminar las palabras con vocales abiertas) que suena a música de cuerdas... , ni siquiera por snobismo-, cuando cruzamos el Vltava el taxista exclamó con entusiasmo impostado: “There, on the right, see the Castle, sir!.” Flotaba suspendido en la luz de los focos, entre el cielo y el agua, vigilando Praga desde su colina.

El taxi se detuvo ante una galería comercial de la avenida Revolucni. Era una calle céntrica pero solitaria. Entré y empujé el portal de rejas de hierro con la pintura desconchada, que daba sobre la galería y sólo estaba entornado. Subí al cuarto piso y en una de las puertas del pasillo, pinchado con una chincheta, había un papel manuscrito: Pani Cicmirová.

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Pani Anezka Cicmirová, señora Anezka Cicmirová. Eso fue lo que pregunté a la anciana erguida y digna que me abrió la puerta, y puedo asegurar que fue la única palabra que me entendió durante todo el tiempo en que fui su huésped: Cicmirová solamente. No “Anezka” que considerándolo superfluo evité para no complicar innecesariamente mi primer y último discurso en checo ni “pani”, que al día siguiente comprendí que la señora Cicmirová no reconocía en mi pronunciación y que por las razones que luego se verán reemplacé por “Frau”, cuyos sonidos, pese a lo distante que me resulta el alemán, me suenan más familiares que los de las lenguas eslavas. Por mi parte, de su respuesta sólo comprendí la palabra “áno”, pero exclusivamente a posteriori, cuando deduje que “sí” era la expresión que mejor se avenía con su sonrisa y el gesto afirmativo de su cabeza, a los que me conformé con atenerme en el primer momento.

Frau Cicmirová me esperaba, pacientemente, no obstante que la medianoche es una altísima y solitaria hora en Praga, porque era su oficio. Una amiga checa que vive en mi misma ciudad tuvo la gentileza de reservarme habitación en casa de la señora Cicmirová, que hacía lo que tantos otros praguenses, que explotan diferentes actividades sumergidas o semisumergidas, entre ellas la hostelería marginal en una ciudad de pocos hoteles a la que la avalancha turística de la posthistoria ha tomado desprevenida.

Hay que reconocer que mi anfitriona cumplía sus obligaciones con simpatía y buena voluntad. Siempre sonriente y bien dispuesta me indicó cuáles eran mis espacios, algo precarios en la mezcla de vivienda y casa de

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huéspedes que ella regenteaba. Y debo admitir que tanto su atención como los espacios, una vez que aprendí las reglas de buena vecindad con cosas y personas, me permitieron gozar de una estadía grata, cómoda y sin interferencias molestas, de los objetos domésticos, de la dueña de casa, ni de los huéspedes con quienes me tocó en suerte compartir el hábitat. Hasta de una biblioteca familiar bien surtida tuve la fortuna de disponer para atenuar mi aislamiento lingüístico, pues aunque era predominantemente checa y alemana contaba con algunos volúmenes en francés. Cosa nada extraña, ya que como me confesara Frau Cicmirová, con dolor de su alma eslava, cuando acordamos algunas normas mínimas de comunicación, ella “sólo” hablaba alemán además de checo, mientras que su abuelo manejaba multitud de lenguas, y a pani Cicmirová no le alcanzaban para enumerarlas los dedos finos y largos de una de sus manos que quizá sin la guerra no hubieran sufrido la agresión de los detergentes que separaba con énfasis, siempre sonriendo para agradarme con el sacrificio de su abuelo en el altar de la cultura que lavara sus personales culpas idiomáticas.

Anezka tembló imperceptiblemente en medio del salón iluminado con generosidad al entregar su capa al mucamo. No era para menos cuando miradas inquisitivas y descaradas de hombres y mujeres la registraban con prolijidad. Los impertinentes habían subido con precipitación desde los pechos sobre los que descansaban, en las manos de las damas maduras que inspeccionaban el movimiento humano desde sus asientos ubicados en puntos estratégicos de observación. Y los monóculos se fijaban en la joven,

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intimidadores como miradas de cíclopes, desde la altura de la cabeza rapada de un oficial prusiano y desde las caras gruesas, montadas sobre cogotes de cerdo, de burgueses enriquecidos de Baviera. A ella también estaban destinados los halagos de la mirada huidiza de un personaje peculiar, pequeño y cetrino, de ojos oblicuos, que se movía discreta y silenciosamente deslumbrando con los reflejos de su kimono multicolor.

No pasó inadvertido a las miradas expertas el temblor de Anezka; y esa muestra involuntaria de recato, esa falta del desparpajo profesional y con frecuencia fingido de las demimondaines, estableció la diferencia entre éstas y una dama de calidad, una damita de buena familia.

La noche deshabitada, los Skoda fugitivos que cruzaba el suntuoso, anticuado e incómodo Tatra, el portal entornado de la casa, el papel manuscrito pinchado en la puerta, los sonidos corteses y afilados de la lengua de mi anfitriona, y algunas miradas oblicuas que creí descubrir a la mañana siguiente, en mi primera incursión por las calles de Praga, aunque pronto supe que no me las dirigían miembros de la policía política, me introdujeron, gracias a la predisposición un poco burlona de mi voluntad, en una atmósfera de novela de espionaje de la segunda postguerra, y me produjeron a la vez la nostalgia retrospectiva de no haber conocido la ciudad una buena cantidad de años antes, cuando por primera vez pensé seriamente en visitarla, antes de que se descorriera, con ruido a oxidado, el telón de acero.

La sensación de encontrarme en una Praga de otro tiempo se vio reforzada por el aspecto de las grandes tiendas, que aunque ya manifestaba en

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estado de embrión signos de la plurioferta capitalista, seguía manteniendo el mal gusto, la falta de originalidad, la candidez enternecedora en su pretensión de imponer el deseo salivar del producto, y el aire municipal que todos conocemos por la profusa producción de crónicas de viajeros occidentales que se aventuraban en las nieblas del Este antes de que se tendieran los actuales puentes amigables.

La segunda noche llegaron mis compañeros de hospedaje. De ellos, en ese momento, sólo conocí sus voces, que respondían a la de pani Cicimirová cuando les describía las comodidades de la casa, porque cuando llegaron, yo, agotado por las caminatas de mi primer día en Praga, ya estaba en la cama.

Los vi a la mañana siguiente, a la hora del desayuno, aunque ya sabía, porque pani Cicimirová me lo había anunciado cortésmente, que se trataba de tres Herren de Düsseldorf, y por la gravitación de los adjetivos que siguieron el peso de los adjetivos se descubre en todos los idiomas, aunque sean incomprensibles no dudé de que se trataba de personas serias y formales, tres cabales caballeros. Así resultaron, lo que vino a confirmar la confianza que me había inspirado desde el primer momento la dueña de casa así como el concepto general que me merecen los alemanes.

Por la mañana, cuando los conocí, recibí una sorpresa agradable. Uno de ellos ya se encontraba a la mesa del desayuno, y cuando entré al comedor nos saludamos con una inclinación de cabeza y un Guten Morgen mutuo con el que, por mi parte, quise manifestar mi voluntad negociadora. Era un señor de mediana edad, barba entrecana y gafas, delgado aunque con un abultamiento incipiente bajo el chaleco de lana y una relación perimetral hombros caderas

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que indicaban tendencia al sedentarismo. Después, con un intervalo de siete y doce minutos, y tras la verificación de una secuencia de acciones que se repitieron escrupulosamente los días sucesivos, aparecieron los dos Herren que faltaban.

Al instante de que yo hubiera ocupado mi lugar en el comedor el alemán que me había precedido consultó su reloj, meneó con pesadumbre la cabeza, se levantó y se dirigió a una de las habitaciones a cumplir con lo que parecía resultarle una obligación penosa. Golpeó la puerta, discreta pero firmemente, dijo algunas palabras, y casi de inmediato desde el interior respondió una voz confusa y una multitud de sonidos tumultuosos. Un momento antes, al salir yo al pasillo, había oído venir del cuarto de baño un ruido fragoroso de agua, frasquerío y palmetazos contra las mejillas. Poco después se abrió la puerta del baño y de inmediato la del cuarto más distante y, al mismo tiempo, se oyó chancletear en dirección al aseo desde la habitación de donde habían salido los sonidos confusos. Volvió poco después el chancleteo, aunque esta vez más despacioso, se abrió la segunda habitación y enseguida, es decir, al cabo de siete minutos de la llamada a la puerta, apareció un segundo alemán de mediana edad, pero éste con el pelo y unos largos bigotes retorcidos totalmente blancos. Más gordito que el anterior, con una camisa y pantalones de jean ajustados y un vientre alto proyectándose por encima del cinturón, de modo que aunque era más gordo que su compañero tenía un aspecto más deportivo, como si las adiposidades se le hubieran ido depositando con los años y el buen comer no en las zonas quietas del oficinista director de

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empresa como podría ser el más madrugador sino alrededor del músculo que había pasado del esfuerzo a la posición de descanso. El segundo Herr me saludó más estruendosamente y con menor formalidad que el primero mientras reía y bromeaba con su amigo y se ocupaba ostensiblemente en estudiar las variedades de pan, fiambres, quesos, mermeladas y pasteles con que Frau Cicmirová nos asombró desde el primer día. Mostraba su admiración ruidosamente y se manifestaba encantado de la diversidad y suculencia de los manjares.

Cinco minutos más tarde, o sea doce después de que el presumible director de empresa realizara la fatídica comprobación de su reloj, apareció y aparecería cotidianamente- el tercer Herr. Un alemán más pequeño que los anteriores, delgado y rojo, con músculos tirantes, como si su cuerpo estuviera formado sólo por un esqueleto atado por tendones estirados al máximo. Cuando hablaba éste no sólo se dirigió a mí, como el primero, con el consabido Guten Morgen y una inclinación de cabeza sino que también se inclinó en dirección a sus amigos- cuando hablaba sacaba una voz espesa y profunda que milagrosamente emitía una caja torácica mezquina. Al mismo tiempo retraía la barbilla y el cuello; la barbilla, sin carne, no formaba pliegues, pero a los lados del cuello se le hinchaban los tendones a la vez que se enrojecía todavía más la piel, incluso la de la cabeza donde raleaban los cabellos, y adquiría un aspecto de saurio o de cobra irguiéndose y preparándose para atacar. Pero al contrario del de una cobra su aspecto no intimidaba ni repugnaba sino que trasmitía la sensación, inductora a la solidaridad, de un esfuerzo sincero y constructivo por hacer las cosas de la vida

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rotundamente bien, entre ellas desayunar, dar los buenos días a los amigos y presentarse a un viajero desconocido. Pero la gratísima sorpresa que me tenían reservada fue la que me permitió revalorizar la altura que me asigna la cartilla del servicio militar ante una raza presumiblemente, y objetivamente, según resulta de aplicar las normas de contabilidad inventadas por el luteranismo y perfeccionadas por la sociedad postindustrial, superior. A la vista de las nuevas generaciones de europeos alimentados con hormonas artificiales empezaba a dudar de la significatividad social de una estatura que me había permitido, durante una buena parte de mi vida, transitar por los salones más que dignamente y no me había colocado en desventaja previa en las entrevistas con probables empleadores. Pues bien, a estos Herren los miraba desde arriba.

Progresivamente más de arriba según pasaba del director de empresa al gordito atlético y terminaba por el cortés rojo tendinoso, a quien llevaba una cabeza.

Herren Günther, Helmut y Klaus. Entresaqué los nombres de sus charlas a la mesa del desayuno y de las referencias de Frau Cicmirová. Cuando yo llegaba al comedor por las mañanas Günther ya estaba preparado. Leía el diario o meditaba, contestando distraídamente a los comentarios que desde la cocina le dirigía la señora Anezka. Al cabo de un momento se levantaba para golpear a la puerta de la habitación. Ya desde el cuarto de baño llegaba el ruido a cataratas de las abluciones del pequeño. Cuando Helmut llegaba y saludaba con cortesía aunque refrenando una inquietud que descargaba en las torsiones de los bigotes, y contemplaba con codicia los manjares ya

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desplegados sobre la mesa a la espera de que se diera la orden de largada, miraba intencionadamente a su compañero. La intención debía referirse a la inmediata llegada del café, a partir del cual se podía trasponer el umbral del día con esta ceremonia del desayuno que gozaba visiblemente, oliendo, untando, masticando y tragando hasta obtener para el ánimo un lucro usurario de los alimentos, y también a la cercana aparición del rojo Klaus, que se detenía a dos pasos de la mesa con los brazos apretados a los flancos y los talones juntos, se inclinaba sin quebrar la espalda en un gesto enérgico pero despacioso, y volvía a su posición erguida sólo para declarar: “Guten Morgen, Herren”.

Klaus se sentaba junto a Helmut y éste, a media voz, pero no tan baja como para que no escuchara el recién llegado, decía algo a Günther, una alusión festiva a la demora de Klaus. Günther trataba de reprimir la sonrisa que afloraba a su boca, Helmut hacía esfuerzos para contener la risa ahogándose con el café, y Klaus se ensombrecía con un gesto de preocupación y al mismo tiempo de orgullo ofendido, como si supiera que estaba en falta pero le hiriera que se lo reprocharan. Entonces decía una frase con su voz honda y maciza, una voz de bajo, pero no de un bajo que canta ópera con el estómago vacío para que la voz que emerge retumbe en las oquedades cavernosas, sino de un bajo bien comido que macera los sonidos con los alimentos. Una voz cálida, que parecía provenir de la combustión saludable generada por el proceso digestivo de un gran bebé y que resultaba grata al oído. Klaus emitía una opinión con su voz espesa una explicación que no se resignaba a ser excusa y una expresión digna, y tras un intervalo en que los tres se concentraban en

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sus pensamientos mientras untaban concienzudamente con mantequilla las rebanadas fragantes de pan, Klaus estallaba en una carcajada que sonaba con la misma profundidad y densidad de su voz, manifestando una felicidad pura como la de un niño y congestionándose casi hasta la apoplejía. Günther se reía abiertamente por primera vez, aunque en su estilo, es decir, sonreía mostrando los dientes y emitiendo el sonido onomatopéyico de la risa. Y Helmut lanzaba carcajadas estruendosas, se descoyuntaba, la grasa que le recubría los músculos le temblaba por todo el cuerpo, y distribuía palmetazos sobre la mesa que hacían temblar la porcelana y sobre la espalda de Klaus, no se sabía si para castigar la impuntualidad recalcitrante pero cronométrica del amigo o para ayudarlo a recuperar la respiración que le había cortado la risa. Desde la cocina acompañaba discretamente la risa cortés de nuestra anfitriona. Cada día de los que compartimos el desayuno se repitió la escena completa: la diligencia madrugadora de Günther, sus golpes a la puerta del amigo, el estruendo que provenía del cuarto de baño, el remoloneo de Helmut, sus carreras en chancletas por el pasillo y sus siete minutos para presentarse, y cinco minutos después, es decir a los doce exactos desde el momento en que Günther consultaba su reloj, meneaba la cabeza con desconsuelo resignado y se dirigía a golpear la puerta de Helmut, el último en levantarse, la aparición de Klaus, su saludo militar, las bromas, su seriedad ofendida y el estallido generalizado de carcajadas festejando la broma, al que desde la cocina hacía contrapunto amable Frau Cicmirová. Así durante una semana, el mismo tiempo que duró mi amor.

Continuará

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Jorge Andrade, escritor, economista, crítico literario y traductor. Ha publicado numerosas novelas, entre ellas, Desde la muralla, Vida retirada, Los ojos del diablo (premio internacional Pérez Galdós, España); libros de cuentos como Nunca llega a amanecer y, recientemente, Cuentos subversivos;yelvolumendeensayos Cartas de Argentina y Otros ámbitos. Fue colaborador del diario El País y de las revistas El Urogallo y Cuadernos Hispanoamericanos de España, así como del diario La NacióndelaArgentina.

Para contacto periodístico y notas de prensa contactarse con: Nadia Kwiatkowski nadiakiako@gmail.com

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