VAGAMUNDO
AMOR JUNTO AL MOLDAU
[Último párrafo del capítulo anterior: ¿Has ido a una vinárna? me preguntó la muchacha.]
Capítulo IV
Reconocí que no. Durante mis andanzas solitarias había entrado a cafés y bares, a cervecerías y restaurantes, pero no había sido capaz de aventurarme en uno de esos locales llenos de jóvenes que desbordaban hacia la calle y se sentaban en los antepechos de las ventanas, en los umbrales de
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las puertas y en los bordillos de las aceras, porque creía advertir que las reglas de comportamiento de los cofrades eran demasiado cerradas y que un extranjero, aunque tolerado, no sería bienvenido. Ahora, con ella, no sólo estaba descubriendo los lugares ocultos a la ceguera del viajero sino que además, gracias a su salvoconducto, podía entrar por las puertas prohibidas. Pareció contenta:
-Ven conmigo.
Entramos a una especie de bar rumoroso de la Ciudad Vieja, con unas pocas mesas y un espacio vacío en el centro, junto al mostrador, donde los parroquianos, la mayor parte de ellos jóvenes parecidos a los que había visto en el puente Carlos, conversaban animadamente. El murmullo era un zumbido de abejorros de alas afiladas que cortaban con las consonantes, se hundían en picados graves con vocales profundas como las del inglés de la muchacha y crecían en agudos veloces. En cualquier caso era un rumor de un volumen moderado que permitía a cada uno entenderse con su interlocutor, muy diferente del estruendo de los bares españoles donde todos gritan para sobrepujar el sonido de los altavoces de la música, del televisor y de las voces de los otros gritones, y nadie se escucha pero no importa, porque tampoco nadie pretende que se trate de un intercambio de opiniones.
Nos salió al paso Pável. No lo acompañaba la muchacha del violín pero en cambio, en un rincón, apartado de los demás, no físicamente, ya que lo rodeaban muchos otros jóvenes absortos en sus discusiones, sino espiritualmente, puesto que estaba ensimismado o, mejor que ensimismado, distante, aunque no con la expresión distante del soñador ni con la mirada
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tenazmente fija en un punto alejado frente a sí del visionario, sino con un gesto más bien místico, pero de misticismo distraído, me pareció ver al querubín rubio del violoncelo. Pável nos llevó hasta una de las pocas mesas que había en la vinárna, junto a una pared. Alrededor de ella un grupo numeroso discutía con entusiasmo. Tomaban la palabra alternativamente dos muchachos que, mesa de por medio, parecían defender opiniones contrapuestas. Al terminar cada intervención sus partidarios los aclamaban y, aunque hacían esfuerzos por respetar los derechos de los otros a expresarse, eran evidentes las muecas desaprobatorias y los murmullos de disgusto cuando hablaba el adalid de sus adversarios. En un momento dado Pável, que empuñaba la copa de vino tinto y que también nos había hecho servir a la muchacha y a mí, intervino. Ante sus palabras todos guardaron silencio y prestaron atención, incluso los oradores. Hizo un discurso corto y elocuente, apoyado en una voz enérgica, que pareció producir un gran efecto en los oyentes. Al menos a mí, que no entendía sus palabras y sólo percibí sus modulaciones cálidas y contundentes, me lo produjo. Hablaba con vehemencia y sabía trasmitir su entusiasmo a los demás. Miré hacia el otro extremo del local al ángel descarnado, a quien las palabras del amigo no parecieron volver a la tierra, y a la muchacha, a mi lado, que era la única que miraba a Pável tomando distancia. Esbozaba una sonrisa que era al mismo tiempo cariñosa y escéptica, con un dejo de compasión, una vez más impregnada de una sabiduría prematura que contrastaba con el acaloramiento juvenil de los demás. Se dirigió a mí:
Defiende las reformas. Alaba la apertura política y la libertad de mercado. Ha dicho dijo, y se rió burlándose (Pável, mientras tanto, había
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vuelto a hablar) que aquí hay un representante de las democracias avanzadas de occidente y una prueba viva de los éxitos del mercado libre.
Vi que todas las cabezas se giraban hacia mí y me sentí como un pollo doble pechuga exhibido en una balda de El Corte Inglés ante una clientela ávida.
La muchacha se asió a mi brazo con la ternura que comenzaba a descubrirle y me sentí reconfortado y protegido de algún posible ataque que pretendiera comprobar la blandura de mis carnes. Pável continuaba su discurso ante la atención y el silencio respetuosos de sus contertulios, y su fogosidad no dejaba lugar a dudas acerca de que adhería al nuevo dogma con el mismo fervor eslavo con que sus padres habían abrazado el comunismo, fervor que era difícil de compaginar con una cierta desidia, o cuando menos desaliento, vaguedad y falta de perseverancia para llegar al fin de sus propósitos que yo comenzaba a advertir en estas gentes, como si dentro de ellos convivieran el impulso de la exaltación con el abandono y la desesperación que neutralizaran sus esfuerzos.
La muchacha tiró de mí hacia la salida. Volvió a abandonar a su amigo sin protocolo, como lo había hecho esa tarde en el puente, lanzando un vago y genérico “Hasta la vista” exento de compromiso que sorprendentemente arrancó de su ensimismamiento al querubín rubio. Éste le respondió con énfasis y me destinó desde su rincón una serie de reverencias corteses, al tiempo que nos envolvía en amorosas sonrisas angelicales.
Me dejé llevar sin preguntas aunque pronto tuve oportunidad de sorprenderme cuando volvimos a cruzar el río, esta vez por el puente Mánesuv,
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y vi que nos dirigíamos a Hradcany, el barrio del Castillo. La oscuridad nocturna había envuelto toda Praga y la sombra del Castillo no gravitaba ya como una fuente autónoma de tiniebla sino que se había fundido con el resto de la sombra. La muchacha se movía segura de sí; ya no miraba con recelo hacia lo alto como lo había hecho al atardecer y tampoco parecía preparada para huir despavorida como entonces.
Avanzamos por una calle que según deduje estaba al otro lado de la Nerudova, pues ahora no veía sobre nosotros las flechas de la catedral sino la cúpula, es decir que debíamos estar cerca de las minúsculas casitas de los orfebres, que hoy ocupan artesanos diversos, donde alguna vez había escrito Kafka. Era una callejuela escasamente transitada, a juzgar por la hierba que crecía entre los adoquines. Subía girando tortuosamente sobre sí misma. Juzgué que estábamos a mitad de camino del Castillo cuando la muchacha se detuvo ante una puerta. “Ven a casa”, me dijo. “Aquí vivo yo.”
No puedo negar que tuve un sobresalto. Subimos una escalera estrecha hasta el primer piso. Se trataba de un apartamento minúsculo, constituido por una habitación donde estaba la cama, un escritorio con una estantería de libros a un lado, un par de sillas y un sillón bergère viejo pero de apariencia cómoda, como pude comprobar un momento después mientras esperaba que la muchacha preparara un té en la cocina que había sido improvisada en una esquina del cuarto. Desde la ventana se veía la callejuela por la que habíamos subido que seguía tan solitaria como entonces. Me senté en el sillón, hablando con la muchacha que se movía dentro del pequeño compartimento donde cocinaba. La habitación estaba casi en penumbras, iluminada por la luz escasa
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de la cocina y por la de los faroles de la calle, que penetraba a través de los visillos y parecía de gas.
Por discreción no quise indagar acerca del terror que la muchacha había sentido con las primeras sombras, aunque no pude evitar señalarle indirectamente la incongruencia de que habitara a los propios pies del Castillo, cuya presencia parecía sobrecogerla, y le pregunté por qué había elegido Hradcany para vivir. Me contestó con sencillez: “El precio de la habitación es conveniente.”
Por fin, después del té, la muchacha me ofreció de Praga, de la que me había dado cuanto puede darse en una jornada, lo más valioso que tenía: a ella misma.
Varios sirvientes entraron con candelabros y la luz velada, propia para las conversaciones discretas, se avivó. También la música que llegaba del salón principal, y que al cerrarse las puertas tras el caballero grueso que llevaba a Anezka por la cintura se había apagado casi hasta desaparecer, subió de intensidad de forma inesperada, fluyendo por canales misteriosos. Cambió a ritmos más leves, más mundanos, aires de danza: valses, minués, gavotas, rigodones.
El hombrón, que había depositado a Anezka en una causeuse, donde ella aprovechó para esponjarse extendiendo sus faldas y ocupando el lugar de las dos personas, y que se había acercado a la dama de los impertinentes para cambiar unas palabras, al son de la nueva música dio un respingo y giró
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haciendo un gesto ampuloso de invitación hacia Anezka que asintió y permitió que la sacara a bailar.
Anezka iba y venía con gracia; sus pies avanzaban y retrocedían al ritmo de la música o daban pasos esquivos de lado evitando al caballero de acuerdo con los protocolos de la danza. Aquél la perseguía con torpeza; incluso se empeñaba en estar a su lado y mirarla de frente cuando el ritual exigía que se alejara y fingiera indiferencia. Era un caballero impaciente y sin sutileza, y con su madurez física no había crecido su serenidad ni su gobierno sobre el arte de la espera, que se presume son cualidades propias de la madurez mental. La música hacía una pausa, Anezka se inclinaba en una reverencia recogiéndose la falda con sus manos blancas y sonreía al compañero, pero sus ojos miraban a otra parte, más allá, quién sabe a donde.
Tampoco prestaba atención a la dama que los había seguido desde el gran salón y que la observaba con fijeza, sin perder ninguno de sus gestos, ni al embajador japonés que, alejado del resto de los escasos asistentes que habían tenido acceso al salón pequeño, la contemplaba con su previsible expresión de hermetismo oriental.
Cuando terminó el baile el acompañante de Anezka se secó el sudor del cuello de toro con un pañuelo de puntillas que extrajo de la manga y, resoplando, la acompañó hasta el canapé, donde esta vez él ocupó un lugar, arrinconando a su compañera. El hombre hablaba animadamente, acercando mucho el rostro traspirado al de ella.
Anezka expresó su incomodidad retrayéndose y miró a su alrededor en busca de alguien que viniera a rescatarla. El caballero no pareció advertir su
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embarazo, o al menos no se dio por aludido. Siguió con su perorata, hasta que la presencia de otra persona junto a ellos lo hizo detenerse: era la dama de los impertinentes. Miró con fastidio a la importuna que interfería en su diálogo privado.
Después del aletargamiento del amor, tras el tiempo de las confesiones que resulta tan grato y exento de inquietudes para los amantes nuevos, que apenas han dado los primeros pasos por la cuesta agotadora de la posesión, cuando íbamos a levantarnos, ella posó su mano sobre el dorso de mi mano que yo extendía. Fue un gesto tierno y viejo, cargado de la madurez que tienen las actitudes de las muchachas que nacieron en la Europa donde perdura la postguerra. Tras un titubeo breve, entonces, no me sentí presionado por la gratitud sino que fue con naturalidad que la invité a cenar a un buen restaurante.
Nos separamos después de la cena y me puse a vagar por una ciudad cuyos habitantes desaparecían con rapidez. Llevaban el destino preciso de sus casas, se advertía por sus movimientos automáticos y la expresión ausente de los rostros. Era la obviedad de la rutina y en ningún gesto se descubría el jugueteo indeciso de aquéllos para los que la noche es una aventura.
Caminé sin rumbo por las calles viendo cómo se vaciaban los tranvías, crucé plazas, recorrí los muelles, y atravesé el río varias veces por los puentes solitarios con esa desaprensión noctámbula que los nativos de cualquier ciudad desaprueban. La noche era calma; venía del Vltava una brisa apenas fresca que, cuanto más, empujaba a abotonarse la chaqueta. Anduve con esa ligereza
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y esa sensación serena de libertad que da separarse de una amante nueva, cuando aún se la posee sin ataduras porque no deseamos saber nada, no nos importa la materia espesa del pasado, por otra parte traicionera y sin valor porque no vale más que otras que hemos conocido y aún conoceremos, y lo que vale lo pierde y se va con las personas. En el momento del amor nuevo en que todo es el acto y estamos alegres y nos sentimos poderosos, sólo hay un tiempo aún más pleno, aquél en que uno deja a la amante y se pasea solo por las calles desiertas de la ciudad nocturna, con uno mismo recuparado para sí y más independiente que nunca.
Llegué tarde a mi habitación. En casa de pani Cicmirová reinaban la oscuridad, el silencio, la quietud. Apenas cortos suspiros, un quejido, esos signos de vida que emiten los durmientes y que en este caso indicaban que mis tres alemanes de Düsseldorf estaban descansando.
Cuando me levanté al día siguiente Günther estaba en el comedor y poco después llegaron Helmut y Klaus, en ese orden, repitiendo la ceremonia cotidiana.
Tuve la mañana para mí, con lo cual prolongué la sensación de dueño del tiempo que había gozado la noche anterior, aunque ahora atravesada por las corrientes tensas de la espera y sus dependencias no lazos que se sueltan hacia la libertad sino lazos que vuelven a apretar de a poco-. Horas previas que incluso son gratas pero menos calmas que las posteriores, cuando uno se deshace del recuerdo de las pasadas con la liberalidad de lo que es propio, porque las alimenta con el deseo de aquello cuya posesión quiere renovarse y aún no es nuevamente nuestro. No obstante paseé, en fin, volviendo a recorrer
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los lugares conocidos que ahora veía con ojos otra vez nuevos; los de la remembranza de lo que había visto a través de la mirada de la muchacha. En el puente Carlos, Pável me saludó con el brazo en alto y el ángel rubio me hizo un gesto amistoso con los ojos mientras afinaba su violoncelo. Almorcé en un pequeño restaurantito de la calle Nerudova y el vino tinto, que primero me sumió en un estado placentero de ensoñación, aumentó después mi ansiedad por la hora en que habíamos convenido encontrarnos.
Fue puntual, y en la puerta del Carolinum, donde me había citado que presumo fue el Carolinum como podría haber sido el Clementinum o la basílica de San Jiri, y sin embargo no me pregunté angustiosamente por qué ése y no otro lugar sólo porque al ser nada más que el segundo día tuve que admitir con resignación que todavía estaba en el tiempo del anhelo y no de las preguntas superfluas e insidiosas , se asió de mi brazo de modo cariñoso y con su conocida actitud de coquetería adolescente, y me arrastró como solía yo la dejé hacer , esta vez en dirección a la plaza de la Ciudad Vieja. Una vez allí me empujó hacia uno de los laterales, aterciopelando su voluntad con exhortaciones cálidas: “Ven, ven conmigo. Sígueme, por favor”, como si me rogara que la complaciera y no lo tuviera todo decidido de antemano.
¿Te gusta el jazz? me preguntó con cortesía, con lo que no tuve dudas de que íbamos a escuchar jazz.
Así era; junto a la terraza de un café tradicional, ahora recaladero de turistas, tocaba un conjunto, de esos que parecían formados por los tíos de los rockeros del puente Carlos. Clarinete, saxo, trompeta, batería. No se puede negar que tocaban bien, con el sentimiento pasado por el intelecto propio del
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jazz europeo que da un producto estéticamente bello aunque más frío que el original. Sin embargo, si uno no se dejaba llevar por los prejuicios, advertía que en la interpretación había una novedad con respecto al jazz de la Europa occidental: había dramatismo.
El de la trompeta, un hombre macizo, de pecho ancho bueno para el instrumento y abdomen de bebedor de cerveza, tocado con una gorra a cuadros con visera que me hizo sospechar una calva oculta, de cuya presunción trataban de distraer al espectador los tirabuzones rubios que le colgaban sobre las orejas, dirigía a la muchacha miradas de complicidad de las que yo intentaba averiguar discretamente si eran sólo insinuaciones de iniciativa propia o un juego correspondido. Un universo de tinieblas se abría con este despertar de celos prematuros, absurdos por otra parte teniendo en cuenta que la esperanza de mi posesión caducaba a plazo fijo, como un pagaré que vencía en menos de una semana. Nunca es diferente; haya o no plazos expresos caemos sin remedio en la trampa de las ilusiones vanas, nos advierte riéndose de nosotros la Muerte del reloj del Ayuntamiento, lo que viene a decir que los afanes siempre tienen pretensiones demasiado ambiciosas. Escuchamos la música apenas un momento, y me quedé perplejo cuando vi que la muchacha arrojaba un billete de cien coronas en el sombrero que desde el suelo abría la boca ávidamente, aunque simulara humildad. El trompetista respondió con una mirada de sus ojos brillosos y enrojecidos de bebedor en la que se mezclaron de modo promiscuo la lubricidad y la gratitud obsecuente. El gesto de ella acababa de agregar confusión al esquema en el que yo pretendía encerrar su presunto entendimiento con el músico al introducir
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la variable económica, y generaba desasosiego adicional. Ella advirtió mi turbación. “¿Te parece mucho?”, preguntó. “No lo es, les hace falta. Y, por otra parte, ¿qué es el dinero sino una ilusión que se gana y se gasta? Te da poder si eres capaz de ganarlo y gastarlo porque es una fantasía en la cabeza de los otros. Yo lo gano y lo gasto, pero no creas, ahorro para el futuro.” Y una vez más su expresión tenía la sensatez de la edad madura. Continuó: “Sé dar al dinero su justo valor. Ni demasiado, de modo que me haga su prisionera, ni muy poco, con lo que en definitiva, y aunque no lo quieras, terminas padeciendo por él. En fin, que no lo desprecio porque conozco su significado.” Me hizo acordar de una frase parecida que me había dicho una amiga muchos años antes. Había conseguido una jubilación antes de los treinta años por incapacidad laboral. Creo que había pasado por exámenes médicos vejatorios, y que no se había ahorrado las violencias morales a que dan lugar los chanchullos, la necesidad de fingir y los trámites larguísimos y desgastadores de la administración pública y la justicia. Entonces, cuando ya gozaba de su magra pensión vitalicia, administraba su dinero con tacañería, en eso se diferenciaba de la muchacha, pero coincidía en cuanto a su valoración: “Respeto el dinero”, decía. “Me deja vivir; me paga el tiempo que necesito para pensar en mí y para escribir.” Era poeta, más que aceptable, y era inteligente. Además, en la cama no pude descubrir las incapacidades que le habían valido la licencia paga de por vida. Tal vez las incapacidades que había alegado eran psíquicas, de las cuales, oportunamente, tuve pruebas desagradables que provocaron nuestra rápida ruptura. Volvió a tomarme del brazo y se apretó a mi lado, con un gesto de ternura y confianza que desarmó las defensas instintivas que había levantado
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cuando sentí que, una vez más, me arrastraba sin contar con mi voluntad. Era un gesto que evocaría con frecuencia esos días, durante las horas en que ella no estuviera junto a mí, con nostalgia, como si la corta semana en que nuestras vidas coincidían ya hubiera transcurrido. El tiempo se estaba concentrando de un modo extraño, y al cabo de apenas unas horas yo comenzaba a sufrir los rencores de los amantes que han estado juntos lo suficiente como para conocer los subterfugios del otro, así como la añoranza dolorosa y gozosamente triste del amor lejano. Sin embargo, contradiciendo mis prevenciones, me preguntó: ¿Dónde quieres que vayamos? enteramente a mi disposición y radiante, al parecer, por estarlo. Caminamos en dirección a los muelles y luego seguimos sin urgencias junto al río, ella apretada a mi flanco contándome la historia de las torres de la ciudad que se asomaban sobre el agua o las leyendas del Moldau. Lo hacía con calma, hablando lentamente, confiriendo a las palabras la consistencia grave de su voz que ejercía una especie de efecto narcótico que me inundaba de serenidad. Se callaba y casi no me daba cuenta porque la melodía de sus palabras había cesado sin brusquedades, de modo imperceptible, y sus últimos acordes perduraban largamente y se apagaban con lentitud. Advertía que estábamos en silencio porque de pronto venía de lejos, de la otra orilla tal vez, la voz de un chico, o el traqueteo del tranvía que cruzaba un puente, o una música en el aire, esta vez desde la cubierta de un barco transformado en bar. El resto del tiempo sólo se oía el rumor del río que había suplantado todo sonido humano, y esas manifestaciones de la realidad la voz del niño, el tranvía, la música emergían y se fugaban por aberturas transitorias de ese
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momento, que se cerraban como la piel sobre una herida sin que quedaran huellas. Nuestras respiraciones, el martilleo de nuestros pasos, no perturbaban el murmullo del agua, formaban parte de él y estaban, como nosotros, al margen de las circunstancias.
Habíamos cruzado el río y me encontré subiendo la callejuela donde el pasto brotaba entre los adoquines. La portera de la casa, a la que no había visto el primer día, dirigió a la muchacha una sonrisa de complicidad equívoca. A mí me ignoró. No obstante, al darme vuelta cuando subíamos la escalera, la sorprendí observándome con el rápido ojo clínico del desapego profesional. La tarde siguiente la muchacha me tenía preparada una sorpresa.
Fuimos a la plaza de la Ciudad Vieja y cuando acabábamos de poner el pie en ella una música de cobres empezó a bajar del cielo. Las cabezas de los turistas, y la mía, giraban desconcertadas buscando el origen misterioso de esa música que cesaba un momento para recomenzar de inmediato con más ímpetu. La muchacha reía en silencio. Hasta que al fin algunos dedos señalando hacia una terraza permitieron que los extranjeros perplejos descubriéramos a cuatro pajes que soplaban con vigor en dirección a nosotros. La música calló y los pajes desaparecieron, pero instantes después atraían más público repitiendo su pequeño concierto de dos trompetas, trompa y trombón en la misma plaza. Miré a mi acompañante pidiendo explicaciones, pero a esta altura ella reía abiertamente y agitaba ante mis ojos dos entradas para la audición de música barroca que anunciaban los mocetones vestidos de época y que organizaban los amigos de Nuestra Señora de Týn, y entre ellos
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mi compañera, en la Casa de la Campana de Piedra, de donde habían salido los ejecutantes de los vientos,
Después de asistir a la actuación recorrimos la calle Karlova en dirección al puente Carlos. La muchacha iba prendida amorosamente de mi brazo y parloteaba dedicándome toda su atención. Me miraba a los ojos con una intensidad particular, desconcertante, con el apasionamiento arrebatado que había descubierto en la mirada de las mujeres de esa ciudad, que tocaban un registro que los latinos no dominamos: locuras propias, locuras ajenas, lo que nos inquieta es menos el extravío que los códigos desconocidos.
Cruzamos el puente sin saludar a nadie, ni siquiera a Pável que en ese momento soplaba su flauta muy abstraído, rodeado de numerosos espectadores. Paseaban muchos entendidos en música por Praga y sabían elegir, aunque creo que en la elección también tenía su parte el ángel lánguido del violoncelo, que en particular ejercía su atractivo sobre las muchachas mediterráneas que practicaban el turismo cultural y que habían dejado atrás la primera juventud.
La luz de la ciudad palidecía a medida que avanzaba la tarde. El río lanzaba destellos rosados de gama baja, los edificios de Malá Strana absorbían luminosidad con sus tonos pastel y el cielo se parecía al espejo de mano de una dama que se empolva la cara apagando los resplandores.
Salimos a la isla Kampa y allí la luz brillaba aun una octava más abajo. Estaba suspendida en el silencio de las calles donde no circulaban autos y la porosidad del aire neutralizaba el taconeo y las voces humanas. A veces un Skoda avanzaba como una aventura del futuro, pero el propio silencio, la
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incongruencia de su desplazamiento por un espacio que no le pertenecía, el final imprevisto de las calles, le imponían el desaliento de una osadía practicada a destiempo y hacían que se moviera con titubeos, más predispuesto a detenerse de una vez y plegarse a la realidad que a arrasarla.
Nos sentamos en la terraza de un pequeño restaurante que tenía dispuestas tres o cuatro mesas en una acera despareja, pavimentada con fragmentos pequeños de baldosas que obligaban a cuidar cada paso. La calzada, como la calle de la muchacha, era de adoquines entre los que crecía la hierba, y en el centro de esta especie de boulevard sin salida, apenas de una cuadra, se alineaban árboles añosos. Los pocos autos que llegaban extraviados, dejaban a su gente, pedían excusas y se iban por donde habían venido, ya que la calle tenía una sola entrada. La otra era una escalera que subía al puente Carlos, a donde llegaba el extremo ciego de la vía.
En la mesa contigua una pareja sueca entrada en años parecía vivir una luna de miel tardía, a juzgar por la felicidad moderada de su expresión y la amabilidad con que se dirigía el uno al otro. Ni sus voces, claras pero sin estridencias, ni la risa gentil de la camarera que trataba de entenderse con ellos en la lingua franca de la hostelería, ahogaban el rumor que nos llegaba desde atrás de las casas donde el agua del Certovka borboteaba a su paso por los antiguos molinos.
Pedimos vino. La camarera, que se movía con aplomo de patrona, nos lo trajo en las copas graduadas que se usan en todos los bares de Praga, secuela administrativista del colectivismo que, sin embargo, pone a cubierto de la truhanería comercial en que se cimenta la prosperidad del mercado. Recipiente
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de buen cristal de Bohemia, redondo, que colma el hueco de la mano con sensualidad, invitando a que se lo acaricie mientras se contempla el contenido que ayuda a soñar.
Levantamos las copas para el brindis y bebimos mirándonos a los ojos, maravillados de que esa realidad que compartíamos existiera. La luz disminuía su intensidad, muy lentamente, y el sonido de la flauta bajaba del puente. A veces, desde algún lugar más lejano, o más escondido, según las fantasías de la brisa llegaba la música de jazz de un saxo tenor; un rápido escalofrío angustioso, como si el aire tibio y sereno llevara dentro de sí una ráfaga violenta y helada que encrespara el vino de las copas; era una especie de distracción, como si tomáramos nota involuntaria de que el tiempo transcurría. Pero luego el saxo, que seguía con su lamento amoroso, nos henchía el alma de un dolor equívoco que hacía sufrir pero producía placer. El saxo sonaba con un mensaje propio, trasmitía un contenido que no era el de los negros; el saxo nos hablaba de angustia, de tristeza, de desamparo, de dicha perdida, de añoranza; sin embargo, me sorprendo, ésos también son los sentimientos que expresa la música de los negros. Es que, en definitiva, las causas de las penas son muy pocas y son siempre las mismas, lo que cambia es la manera de decirlo, la actitud ante el dolor. Son dos modos diferentes del mismo fatalismo; el saxo negro sueña con resignación y éste, en cambio, hacía vibrar el aire con una nota exasperada de desesperación.
Los últimos rayos del sol atravesaban mi copa femenina y arrancaban destellos dorados a los filamentos ámbar del fino bilá. Una tarde, o dos, o tres, se repitió esa escena, del tiempo que se acababa sin prórroga al cabo de una
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semana eterna. La eternidad no es un invento de Dios que no sabe lo que eso quiere decir; es una experiencia humana que concibe la infinitud del tiempo en esos momentos que concentran el transcurrir. En esa hora de la tarde, cuando veía declinar el sol en el fondo del vino y pasar el tiempo a través de la copa, yo era eterno y era feliz. A mi lado estaba la muchacha y dos pasos más allá la camarera se inclinaba sonriendo para servir a la pareja sueca. No iba vestida de camarera; llevaba un vestido sencillo y elegante que se entreabría con su gesto dejando ver dos pequeñas flores de carne rosa que temblaban, dos pajaritos vibrátiles que no terminaban de posarse. Ella no lo advierte, pero aunque lo advirtiera no haría nada por evitarlo ya que no hay nada de malo en que ofrezca sus pequeños frutos almibarados. Yo amaba locamente a la muchacha y amaba locamente a la mesera y amaba locamente a todas las mujeres del mundo en ese momento, cuando la felicidad con aleteo breve, frágil, ingrávido, sin embargo ocupaba todo el tiempo.
Aunque seguía a mi lado era como si la muchacha hubiera desaparecido, o se hubiera sumado al paisaje, pues administraba su silencio o sus escasas palabras de modo inteligente. Con intuición afinada por una sensibilidad antigua había percibido mi ceremonia interior o, tal vez, participaba con naturalidad de una ceremonia que yo pensaba que me pertenecía exclusivamente y en la que por el contrario me había deslizado sin advertirlo y que ellos la camarera, el ejecutante lejano de saxo, la muchacha- celebraban como un acto espontáneo que formaba parte de sus vidas cotidianas.
Cenamos juntos y después me llevó al café que funcionaba en la planta baja de la Casa Municipal. Allí, rodeados de las obras de pintores y escultores
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de primera línea, que en occidente estarían acondicionadas en las ringleras ordenancistas de las galerías estatales o selladas en los tesoros de los mecenas financieros, tomamos café entre parroquianos sin apuro. Dispersos por el salón enorme conversaban despaciosamente, leían el diario con calma, a veces levantando la cabeza lentamente y, quitándose los anteojos con gesto abstraído, dirigían la mirada hacia un rincón ausente y silencioso del local, o la dejaban alejarse a través de los ventanales mientras frente a ellos se enfriaba el contenido de su taza. Las ráfagas violentas que venían de lejos y que ya se agitaban en el exterior, aún no habían irrumpido en el recinto para atravesarlo furiosamente, arrebatando en remolinos los menús amarillos, las hojas de los diarios viejos, las faldas y los delantales minúsculos de las camareras.
La moza que nos atendió era, como sus camaradas, otra de las palomas mensajeras de piernas blancas y minifalda negra, parecida a la muchacha. Cuando trajo el pedido, mi compañera, inesperadamente, ya que hasta ese momento no había dado muestras de conocerla, le dirigió la palabra y se pusieron a charlar animadamente en checo. “Disculpa”, me dijo cuando la otra se fue, “hablábamos de problemas laborales.” Y la explicación cortés no sé si al mismo tiempo pretendía ser tranquilizadora, pero lo cierto es que, tal vez a causa de alguno de esos tortuosos procesos del alma que en ese momento era incapaz de detenerme a analizar, sólo logró crearme un sentimiento injustificado de desasosiego: ¿Qué asuntos de trabajo en común podían tener la muchacha y la camarera de una kavarna?
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Cuando salimos la miré de modo interrogante sin quererlo, dando por supuesto en mi yo expreso, deseando lo contrario en mi subconsciente, que debíamos separarnos.
Tengo toda la noche para estar contigo... dijo, con un titubeo imperceptible. Y agregó: Me he tomado un día de licencia extraordinaria. Lo hice para tener más tiempo para ti- Habló sin seguridad, con una nota anhelante en sus palabras y en la mirada, como si ella deseara estar conmigo pero temiera que yo pudiera no querer lo mismo.
Por toda respuesta la tomé de la cintura y ahora fui yo quien la empujó por la calle Celetná, a través de la Ciudad Vieja envuelta por la aterciopelada noche praguense del mes de mayo, los dos definitivamente felices.
Continuará
Jorge Andrade, escritor, economista, crítico literario y traductor. Ha publicado numerosas novelas, entre ellas, Desde la muralla, Vida retirada, Los ojos del diablo (premio internacional Pérez Galdós, España); libros de cuentos como Nunca llega a amanecer y, recientemente, Cuentos subversivos;yelvolumendeensayos Cartas de Argentina y Otros ámbitos. Fue colaborador del diario El País y de las revistas El Urogallo y Cuadernos Hispanoamericanos de España, así como del diario La NacióndelaArgentina.
Para contacto periodístico y notas de prensa contactarse con: Nadia Kwiatkowski
nadiakiako@gmail.com
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