Amor junto al Moldau - Capítulo 5

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AMOR JUNTO AL MOLDAU

[Ültimo párrafo del capítulo anterior: Por toda respuesta la tomé de la cintura y ahora fui yo quien la empujó por la calle Celetná, a través de la Ciudad Vieja envuelta por la aterciopelada noche praguense del mes de mayo, los dos definitivamente felices.]

Capítulo V

La acogió con alegría y entre ambas se inició un diálogo chispeante sin que el caballero que acompañaba a Anezka atinara a intervenir en él, perplejo ante su agilidad. Para desesperación del hombre también se había acercado sigilosamente el embajador japonés, que aunque sólo observaba en silencio y sonreía con complaciente ceremonia, coadyuvaba a la ruptura de la intimidad que tanto esfuerzo físico le había costado construir.

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La dama de los impertinentes la llamaba “nuestra bella Anezka”, como lo había hecho el caballero al recibirla a la puerta de la mansión, ante los cabeceos aprobatorios del embajador y la mueca dolorosa, que pretendidamente era una sonrisa mundana, del hombrón de “alma candorosa”, según él mismo la había calificado, para quien la joven era “su bella Anezka” y consideraba a la dama una intrusa dispuesta a usurparle su posesión.

La música había ido bajando su intensidad, abandonaba los aires de danza y volvía al recogimiento de las piezas de cámara. Los sirvientes retiraban los candelabros que ahora raleaban, de modo que el saloncito recuperaba la penumbra apropiada para la intimidad.

La mirada del hombrón saltaba desesperada entre Anezka y la dama. Sonreía con intención, simulando que participaba de los sobreentendidos, iniciaba una frase, pero la rapidez y la sutileza de los argumentos de una y las réplicas de la otra lo desconcertaban. Entonces, agotado mentalmente, su mirada se quedaba quieta, observaba con ojos bovinos y la boca abierta. Parecía comprender aún menos que el japonés que no se inquietaba pretendiendo asaltar la realidad, sino que esperaba pacientemente su turno cuando la realidad llegara hasta él.

En tanto, otras damitas que estaban en el salón pequeño desaparecían por una puerta al fondo de aquél, seguidas de sus galanes.

Hasta que el hombre no pudo más y salió del pasmo lanzando un gruñido de rencor e impotencia. Arrancó como una tromba hacia la puerta que comunicaba con el gran salón, arrasando a su paso mesillas y candelabros.

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Cuando llegué a la mañana a casa de la señora Anezka Cicmirová mis compañeros de alojamiento ya estaban desayunando. Se miraron y cruzaron una sonrisa traviesa que el discreto Ghünther, el más madrugador, se esforzó por disimular. “Guten Morgen...” me saludaron a coro exagerando la melodía que quedó cantando intencionadamente sobre la mesa. Pani Cicmirová me indicó la taza que me esperaba en mi lugar habitual. Se lo agradecí, alegué razones ajenas a mi voluntad por las que ya había desayunado fuera, que de cualquier modo ella no entendió pero sin duda supuso, y fui a encerrarme a mi habitación.

Esa mañana, al despertarme por segunda vez, luego del último amor de la madrugada, cuando la luz de los faroles que se filtraba por las persianas había empezado a diluirse en el rosa pálido del amanecer de Praga, la muchacha trajinaba en la cocinilla, y sobre la mesita del rincón del cuarto se desplegaba un servicio completo de desayuno con numerosos platos colmados de manjares sabrosos y fragantes, muy parecidos a los de la mesa de pani Cicimirová, que acrecentaron el apetito con que me había despertado.

Desayunamos con gusto y de buen humor; conversamos animadamente, con la despreocupación de dos viejos amantes, hasta la hora en que ella tuvo que salir para sus clases en la universidad. Me ofreció que me quedara si quería seguir durmiendo o si no tenía ganas de arriesgarme por la calle a esa hora y sin afeitar, pero opté por salir con ella, para ir a cambiarme y volver a pasear por los escenarios enriquecidos por el recuerdo de la muchacha, a quien prefería evocar no en el encierro de mí mismo sino en su proyección por los itinerarios que habíamos recorrido enlazados.

Caminé una vez más por la ciudad, minuciosamente, disfrutando del placer doloroso de sentir que el episodio de la muchacha era un recuerdo, como

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si hubiera terminado aunque no era así, como si estuviera revisitando Praga y reconociendo los escenarios donde habían ocurrido los hechos de un pasado feliz y perdido.

Todos concernían a la muchacha y yo gozaba percibiendo su presencia con la misma dicha huidiza la ciudad me la ofrecía y me la escamoteaba, sin malas artes, sólo con la ambigüedad refinada de la aristocracia que había disfrutado al atardecer, cuando los colores pálidos de las fachadas me volvían inasible la realidad. Decidí buscar un lugar donde no estuviera la muchacha, no por rencor contra ella y su presencia obsesiva sino para complacerme con el contraste de tenerla y no tenerla, un poco el juego inteligente de racionar los sentimientos para intensificarlos que se aprende con los años. Había un solo lugar donde ella se había apartado por completo de mí, y ese lugar era Nuestra Señora de Týn. Tuve suerte porque estaba abierta. El médico vendedor de chucherías a beneficio del templo me saludó cordialmente, como si me recordara. Dentro estaba la penumbra, la música de órgano y la luz de la linterna que iluminaba el crucero. Pero no se repitió la experiencia de la primera vez. Recorrí la iglesia como un visitante respetuoso, la observé con un cuidado que no había puesto entonces, aprecié el valor de su arquitectura y las riquezas artísticas que encerraba, y envuelto por la luz y el silencio, apenas turbado por las pisadas discretas de no más de dos turistas llenos de consideración por el recinto sagrado, admiré el altar mayor, pero el sentimiento inefable de la trascendencia no volvió, como si la divinidad, con un gesto risueño y burlón cruzado por el escepticismo, se escondiera advirtiéndome que sus señales no se prodigan y

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que nosotros, hombres, también debemos poner un poco de buena voluntad de nuestra parte. Esa tarde paseábamos, la muchacha y yo estrechados amorosamente, con esa sensación de completamiento que da la otra persona y una actitud de posesividad exhibicionista mutuamente compartida, desafiando al mundo porque nuestra propia fuerza era avasalladora y prepotente, a la hora en que caen las primeras sombras y las luces interiores de los locales empiezan a encenderse, cuando, a través de la ventana abierta de una cervecería alguien nos llamó. Era el trompetista barrigón que estaba sentado con algunos de sus compinches a una de las largas mesas de la pivnice con una jarra de un litro de cerveza a medio beber frente a él y otra vacía al lado. Entramos. El camarero, atento alas necesidades de sus clientes, trajinaba acarreando jarras llenas y jarras vacías. Sin molestarse en consultarme plantó frente a mí una de ellas colmada que, al chocar contra la mesa, derramó algo de su contenido contribuyendo a impregnar aún más la madera del olor agrio que llenaba el pequeño local. Con la muchacha se mostró más deferente y le preguntó lo que deseaba beber. Entretanto yo, desconfiado, observaba la pivnice, a los amigos del trompetista que no nos prestaban atención, y al gordo tal como lo había supuesto, y ahora que la gorra a cuadros colgaba en un perchero pude comprobar, era calvo que se dirigía a la muchacha agitando la cabeza y haciendo bailar los tirabuzones rubios que le colgaban sobre las orejas. Me preguntaba con aprensión si el encuentro había sido casual o siel día anterior en la plaza se habían puesto de acuerdo; si se habían hecho alguna seña preestablecida o si habían aprovechado mi desconocimiento del idioma para convenir la cita. Y aunque otro yo mío sensato razonaba con lucidez que para

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conspirar no necesitaban hacerlo a mis espaldas, en una ciudad que era la de ellos y donde yo estaba de paso y cuando la muchacha tenía libertad de movimientos fuera de las horas que compartíamos, el yo enamorado y absurdo que ocupaba vigorosamente la mayor parte de mi universo interior momentáneo se obstinaba en concebir una trama de engaño y burla que hacía más sangrienta la traición. Yo mismo sonreía meneando la cabeza con condescendencia y diciéndome que los humanos no tenemos remedio, al contemplar los celos sin sentido de alguien que se iba dentro de unos pocos días separándose para siempre de la muchacha. Luego el gordo de rostro congestionado, dirigiéndose a mí, me hizo saber a través de ella cuánto lamentaba hablar sólo checo y alemán, y por lo tanto no poder mantener un coloquio conmigo. Con esta frase de cortesía que me sonó a mofa se desentendió de mí y monopolizó a mi compañera, a la que hablaba de cerca, gesticulando con su rostro carnoso y húmedo en el que guiñaban los ojillos rojos de bebedor. Ante esto mis celos se redoblaron, sobre todo porque ella parecía estar encantada de dejarse monopolizar. Después, cuando salimos otra vez a la calle y dejamos el mundo cerrado y hostil de la pivnice, porque yo era incapaz de penetrar en él, los celos desaparecieron, volví a ser feliz y volvimos a pasear enlazados estrechamente. Tuvimos aún dos días o tres días para hacerlo, y dos noches o tres noches más fueron nuestras para amarnos. Volvimos a la terraza del restaurantito de la isla Kampa y, con el ámbar de las copas de vino bilá en alto, atravesado por los filamentos encendidos del sol poniente, brindamos mirándonos a los ojos, mientras las sonrisas de la camarera nos aludían, cálidas y comprensivas, como

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si quisieran decirnos que ella era uno de nosotros... Y yo, dos tardes o tres tardes todavía, volví a ser eterno.

Cuando el hombrón regresó parecía algo más sereno, aunque aún traía la cara congestionada y el cabello alborotado, muestra residual del desorden de sus sentimientos. Detrás de él asomó en el vano de la puerta el que parecía ser el maestro de ceremonias e hizo un gesto con la cabeza en dirección a la muchacha que, sin decir una palabra, se levantó y, seguida por el hombrón, se dirigió a la misma puerta, al fondo del saloncito, por donde habían escapado hacía unos momentos sus compañeras con sus enamorados.

Antes de desaparecer Anezka giró rápidamente la cabeza, sin que el caballero rubicundo, demasiado ansioso por llegar a la salida, lo advirtiera, y encontró la mirada llena de mensajes intencionados de la dama de los impertinentes. A su lado, el embajador observaba la escena con una expresión impasible, de modo que sólo el hecho de que fuera oriental permitía suponer que su espera paciente ocultaba intenciones.

La semana llegaba a su fin, el tiempo se me había acabado. Me preparé a volver tenía que hacerlo indefectiblemente a ese lugar, en una ciudad europea, al que llamaba “mi hogar” para no morirme de pena. ¿Indefectiblemente? ¿Y si me quedara? Deseché de inmediato esta idea estremecedora. Habría trastornado un orden que no contaba conmigo.

La primera noche Anezka posó su mano con ungesto tierno sobre el dorso de mi mano para detenerme cuando iba a dejar unos billetes sobre la mesilla de luz. “No”, me dijo, “contigo lo hago porque quiero”. Luego, con el aplomo de los

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que saben que tienen derechos adquiridos agregó: "Puedes invitarme a cenar a un buen restaurante."

Antes, tras el aletargamiento del amor, en el tiempo de las ensoñaciones, cuando los amantes confunden sueño y realidad y se confiesan, me había contado su pequeña historia: Sobrina de pani Cicmirová, tal como al conocernos había traducido la presentación de su tía, y como ella también llamada Anezka. Su padre le había dado este nombre en honor de la señora Cicmirová, su hermana mayor, de la que lo separaban más de quince años y que había cumplido con él el papel de madre, ya que la abuela de la muchacha había enfermado y muerto joven. Ella todavía la recordaba y los ojos de la muchacha dejaban de mirarme, se desenfocaban de la realidad y remontaban un vuelo retrospectivo sumergiéndose en la quimera de hechos desconocidos, quimera que sin embargo le pertenecía porque pertenecía a su familia y porque, en definitiva, no era más que la versión particular de la fantasía común de todo un pueblo , y no recordaba verdaderamente a su abuela, a quien no había conocido, sino al personaje de las narraciones románticas que de niña escuchaba a su tía, al que había admirado con apasionamiento adolescente en las fotos en blanco y negro que amarilleaban atadas con una cinta y guardadas en una cesta de mimbre que pani Cicimirová conservaba celosamente.

La abuela de la muchacha era una mujer sensible y refinada, que amaba la música, tocaba la viola y cantaba con una voz cálida de contralto que Anezka, su nieta, había heredado. “¿Te canto? ¿Quieres que te cante?”, me dijo una de las noches que pasé junto a ella. “¿Vienes a cenar a casa?”, me había preguntado con esa delicadeza de formas que provenía de los salones del

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Imperio y que ni la grosería nazi ni la rusticidad stalinista habían logrado eliminar de la herencia cultural que se trasmitía de padres a hijos. “¿Vienes a cenar a casa?”, había preguntado desterrando la vulgaridad de suponer que estaba pendiente de sus deseos, aunque ella y yo, por una semana, habíamos suspendido toda vinculación con la lógica de cada día y sólo dependíamos el uno del otro, creía adivinar en sus ojos y en sus gestos como adivinaba en la palpitación desarreglada de mi propio corazón. Y se había quedado esperando mi respuesta, anhelante como una niña cuya ilusión depende de una palabra de sus mayores. “Habría querido invitarte a cenar... “ no objeté sino insinué, como el hombre justo que quería ser y que sentía haber adquirido un compromiso tácito.

-No restaurant, not tonight- dijo con un mohín travieso que no sé por qué me cuesta atribuir a las mujeres altas. Entrecerró los ojos azules y sus labios gruesos pronunciaron deliciosamente: No people, tonight. You and me, only we two. Después de la cena exquisita había heredado las dotes culinarias de la tía-, cuando la botella estaba más que promediada y se aprestaba a poner otra en el cubo de hielo, me miró muy seria y me dijo: “¿Te canto? ¿Quieres que te cante?”, y su voz grave, como grave era el momento, estalló lentamente a lo largo de una hora, apenas interrumpida cada tanto cuando ella se permitía beber un sorbo de vino que le aclarara la garganta, para cantar en checo, una tras otra, canciones desgarradas que contaban historias no lo dudé, y después sus traducciones me lo confirmaron de grandes ilusiones de amor, de pérdida y fracaso, de separación, de partida y de muerte lejana, que me conmovieron al

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traerme el recuerdo de nuestra despedida a plazo fijo. No le dije nada porque no quise perturbar la perfección de esa hora con tristezas superfluas.

Los ojos de Anezka brillaban a la luz de las velas con que había adornado la mesa mientras su voz, que era una erupción calculada cuando subía del fondo de su entraña, retumbaba como una ola contra las paredes del estudio. Se emocionaba, sus ojos se humedecían. Era bellísima. Y yo me emocionaba y las lágrimas también afloraban a mis ojos porque entendía el sentido de sus canciones, porque veía su mirada, pero antes que todo eso porque su voz como una lengua de fuego líquido encendía mi corazón con la alegría y el dolor de otras generaciones, de otros hombres de ese lugar distante al mío de los que sin embargo era hermano, penetraba hasta el fondo de mi propia entraña y hacía saltar un resorte interno tenso y controlador, reventaba una válvula de seguridad, y toda mi carga de dolor y de amor, mía propia y de todas las generaciones de las cuales descendía, estallaba en el amor y el sufrimiento que compartía con la muchacha.

La abuela de Anezka había muerto durante la guerra, no a consecuencia de las bombas sino porque su cuerpo débil se había quebrantado con la mala alimentación, pero sobre todo porque su alma no había soportado la violencia humana. El marido la había sobrevivido poco tiempo. Profesor universitario, librepensador, minado moralmente por los años de ocupación nazi, no toleró ni la regimentación obtusa puesta en práctica por los pequeños funcionarios comunistas ni la ausencia de su mujer.

Siendo poco más que una niña pani Cicmirová se había encontrado repentinamentea cargo de sushermanos menores, sobre tododel más pequeño, el padre de la muchacha, que al morir su madre tenía muy pocos años. Con una

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gran fuerza de carácter había sacado adelante la familia. Anezka pronunciaba esta última frase bajando la voz; su timbre se volvía aún más profundo para expresar la reverencia que profesaba por su tía. La muchacha admiraba la fortaleza moral de Anezka Cicimirová tanto como despreciaba la debilidad de su padre. No era odio lo que sentía por su padre, a quien quería con el cariño compasivo que se tiene por un animalito indefenso, era desdén por su pusilanimidad, por su falta de recursos para la lucha, por su ineptitud para la adaptación.

Anezka se había sentado en la cama aquella primera vez, antes de la noche de sus canciones, había apoyado la espalda contra la pared y se había envuelto con la sábana de la que emergían sus hombros blancos, sin pecas de sol, beneficio estético conseguido no por mérito propio sino como consecuencia no prevista de la planificación centralizada, que organizaba colonias veraniegas estudiantiles al borde de mares fríos. “¡Oh, un día iré a conocer el Mediterráneo!”, exclamaba la muchacha conel tonoadmirativo de las almas inocentes que hacen cola del otro lado de la verja del paraíso. Y lo decía lamentándose, pero sin rebeldía, con la resignación de quien admite que previamente debe padecer el purgatorio por una culpa original mal lavada.

“Nací en una pequeña ciudad bohemia”, continuó contándome, “donde mi padre dirige una planta productora de leche. La dirige desde antes de que yo naciera, y por él la seguiría dirigiendo hasta su jubilación. Cosa que dudo”, agregó y sonrió, sin crueldad, pero quizá con algo de rencor, con rabia por la estupidez del padre. “Porque mi padre” dijo, y volvió a ponerse seria como si a la satisfacción, tal vez involuntaria, que había sentido pensando que ahora a su padre y a todos los que eran como su padre les había llegado la hora de pagar

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por su comportamiento necio, le sucediera la preocupación por la suerte de alguien que al fin y al cabo era de su propia sangre, aunque quizás lo que la perturbaba era otra cosa, era la preocupación general acerca de la idoneidad del mundo donde había nacido para acomodarse al tiempo nuevo. “Mi padre sabe producir leche de acuerdo a las normas oficiales y según las cuotas que le asignan, ¿comprendes?”, me interpeló para asegurarse de que mi educación liberal no estaba cerrada al vislumbre de conceptos tan peregrinos. “Ahora debe competir”, y pronunció la palabra mágica no con la reverencia y el entusiasmo ingenuo de Pável el flautista pero sí con respeto. “Si no es capaz de competir cierran la planta. Pero la leche checa”, y no sé por qué sentí que la frase ‘la leche checa’, que creí percibir que ella pronunciaba con un sentimiento involuntario de orgullo nacionalista mezclado con un contradictorio menosprecio extranjerizante, encarnaba todas las vicisitudes de la república popular, sonaba a ‘revolución checa’, a ‘comunismo checo’, “es más cara y es peor”, subrayó el último adjetivo con los acentos claros del prejuicio, “que la importada del oeste.” Otra vez en su expresión se mezclaron la inquietud por el futuro del padre y el placer de que se verificaran las teorías que alguna vez habría discutido con él o que se habría guardado para sí con resentimiento. En cambio la muchacha admiraba a su tía. La cara se le iluminaba de entusiasmo cuando se refería a la concepción práctica de la vida que tenía la señora Cicmirová, a su capacidad de subsistencia, a su perspicacia y habilidad para conformarse a los cambios, todo ello sin dejar de ser una gran señora, de lo que yo podía dar fe. La admiraba porque alquilaba habitaciones, realizaba un pequeño tráfico de cambio con los marcos de sus clientes y trapicheaba con

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electrodomésticos alemanes, o sea, hacía todo lo que su padre era incapaz de hacer. Ella era como la tía y, a su manera, se comportaba con el mismo sentido práctico de pani Cicmirová demostrando sus mismas condiciones para adaptarse a la realidad. Había llegado a Praga para iniciar sus estudios universitarios y, de inmediato, pudo comprobar lo duras que se habían vuelto las condiciones para el estudio, ahora que el estado ya no protegía la educación. Los ingresos del padre, carcomidos por el fenómeno novedoso de la inflación, no daban para pagarle vivienda y subsistencia en la capital. Las retribuciones de las tareas que hacen tradicionalmente los estudiantes, como dictar clases por horas o pasar trabajos a máquina, estaban por los suelos, y los empleos que le ofrecían, para conseguir los cuales tenía que competir con decenas de postulantes sobre todo porque no requerían preparación especial, como dependienta de tienda o camarera de los florecientes restaurantes de comida rápida, le aseguraban el salario imprescindible para alquilar una habitación compartida a cambio de un horario indeterminado, impuesto arbitrariamentepor los nuevos líderes de la libre empresa y que solía abarcar desde primera hora de la mañana hasta la noche. Imposible estudiar en esas condiciones. Probó un par de semanas, y la escasa fuerza que les quedaba a las compañeras cuando llegaba el día libre semanal, les alcanzaba apenas para ir a divertirse a una discoteca y olvidarse de que a la mañana siguiente todo comenzaba de nuevo.

No lo había pensado demasiado. Varias condiscípulas del primer curso de la universidad lo hacían y le ofrecieron llevarla a la carretera de Dresde. Aceptó de inmediato.

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Continuará

Jorge Andrade, escritor, economista, crítico literario y traductor. Ha publicado numerosas novelas, entre ellas, Desde la muralla, Vida retirada, Los ojos del diablo (premio internacional Pérez Galdós, España); libros de cuentos como Nunca llega a amanecer y, recientemente, Cuentos subversivos;yelvolumendeensayos Cartas de Argentina y Otros ámbitos. Fue colaborador del diario El País y de las revistas El Urogallo y Cuadernos Hispanoamericanos de España, así como del diario La NacióndelaArgentina.

Para contacto periodístico y notas de prensa contactarse con: Nadia Kwiatkowski nadiakiako@gmail.com

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