Número 363 Diciembre 1, 2013
El “mito” de la Revolución Mexicana / Acerca de los cometas/ Basquiat la gran bestia pop / Bajo la piel de Doris Lessing / El poder de las empresas en la cumbre de la ONU sobre cambio climático
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El “mito” de la Revolución Mexicana Víctor Orozco l pasado 20 de noviembre, Pedro Siller y yo compartimos algunas reflexiones sobre la revolución mexicana en el aula magna de la rectoría de la Universidad Autónoma de Ciudad Juárez. Una de la ideas puesta en el debate es ya recurrente: ¿Cómo explicar la muerte o la inexistencia misma de la revolución, decretadas por connotados miembros del mundo intelectual a la luz de las constantes recreaciones, remembranzas, batallas políticas libradas en su nombre, recuperaciones de sus personajes y símbolos, que pasan a diario?. A la manera de las versiones en torno al holocausto judío, primero llegaron algunos dispuestos a reducir dimensiones o significados y al final, leímos y escuchamos a los llamados negacionistas, quienes de plano propusieron la inexistencia de las masacres sistemáticas perpetradas por los nazis contra judíos principalmente, pero también contra gitanos, comunistas, homosexuales y disidentes de distintas clases. El holocausto es un mito, se dijo, construido por los vencedores de la segunda guerra o en todo caso por la propaganda sionista. Puede que alguno juzgue a la comparación inexacta e inapropiada. Sin embargo, no lo es tanto si pensamos en las fuentes primarias sobre el movimiento armado de 1910. La idea me vino, cuando en una visita reciente a los archivos nacionales de Estados Unidos, leí mientras esperaba los expedientes solicitados sobre temas de historia mexicana, un grueso catálogo en el cual se comprendían fajos de documentos, testimonios, informes, imágenes, estudios,
primeros formuladores fue Edmund Burke, el filósofo político de origen irlandés, quien, en defensa del tradicionalismo y de las instituciones del antiguo régimen, postuló que las revoluciones ni siquiera son posibles. También lo hizo, para proteger y desplegar los intereses de la iglesia católica, otro conservador o reaccionario destacado, Joseph De Maistre. Ambos influirían profundamente a los sucesivos pensadores y teóricos de conservadurismo. En México, el eminente historiador Lucas Alamán fue seguidor decidido de esta corriente y como tal combatió la herencia derivada de la guerra de independencia, que a sus ojos, no fue sino una malhadada tragedia, producto del odio contra el sistema colonial, sembrado por algunos desleales como Miguel Hidalgo. Quienes ahora sostienen una parecida tesis sobre la revolución mexicana asumiendo que la prolongación del régimen porfirista hubiera significado para el país la consolidación del orden y el progreso tan ansiados, igual consideran a la revolución como otra tragedia originada en la pugna por el poder a secas. De la misma manera como lo hicieron los conservadores decimonónicos respecto de la independencia, combaten también su herencia, al tiempo que niegan las causas y reivindicaciones sociales motivadoras de la o las insurrecciones. A fin de cuentas son eso: conservadores. No les acuerdan a las masas de campesinos o trabajadores de los variados oficios y estratos integrantes de la mayoría del país otro rol que el de apoyadores de tal o cual caudillo u organismo político. Así, entienden que Francisco I Madero encendió una tea cuyo deslumbre encandiló a quienes lo hicieron fuerte en el terreno de las armas, sacrificando vidas y
el aliento a la unidad con las naciones latinoamericanas, la promoción masiva de la cultura y de la educación superior. Todas estas divisas fueron recogidas a lo largo del movimiento armado y en las décadas que le sucedieron. Reducir a un quítate tú para ponerme yo y a la manipulación ideológica, los gigantescos movimientos armados y las movilizaciones de masas que implicaron, sustentadoras de reivindicaciones y demandas profundamente arraigadas en el pueblo mexicano, muestra una grave incomprensión de los procesos históricos. En estos análisis difícilmente se puede ocultar el eterno desprecio a los de abajo, juzgados como simples marionetas de los grandes jugadores políticos, casi siempre beneficiarios directos al mismo tiempo de la riqueza económica. Y bien, es incuestionable que en el curso de las luchas populares, sobre todo de las dimensiones y trascendencia de las libradas durante la segunda década del pasado siglo, brotan personajes míticos, así como leyendas, anécdotas imaginadas y relatos sin fin. Ello ocurre siempre y en todas partes. Ha sucedido con la figura de Pancho Villa, por ejemplo, convertido en santón, omnipresente. Pero mas allá de las desmesuras y apasionamientos sobre los cuales se asientan las fábulas, existe un sustrato firme, denso, constituido por esta amalgama de agravios, aspiraciones, conductas, propuestas, mentalidades, que llevaron primero a unos cuantos y luego a decenas de miles a una lucha por alcanzar mejores condiciones de vida. El grueso sucumbió sin conseguirlo, e incluso a su muerte dejó las cosas peores a como estaban. Pero, quedó trazada una ruta por dónde
sobre los famosos campos de exterminio montados por la Alemania nazi en Europa. Como los datos comprendían las dimensiones del espacio ocupado por los contenedores, a ojo de buen cubero calculé muchos metros de estantería. De la revolución mexicana también se asevera que es un mito. Y como tal, fue edificado con método por sucesivos gobiernos a partir quizá del encabezado por Álvaro Obregón, entre 1920 y 1924. Los “negacionistas” más radicales de la revolución, nos dicen que en México ocurrió entre 1910 y 1917 una descarnada y cínica lucha por el poder estatal. Mas allá de eso no se encuentran rastros de programas políticos o de reivindicaciones sociales sostenidas por los ejércitos o grupos participantes. Quizá algunos documentos de profesores rurales o de anarquistas, sin relevancia. Rememoro distintos archivos mexicanos sobre el tema, en los cuáles se contienen cientos de miles de documentos y el “mito” del holocausto, con su plétora de fuentes, me reaparece. El alegato, al último, no es nuevo en el debate sobre las revoluciones. Para no ir mucho más lejos, se produjo apenas concluyó la primera fase de la revolución francesa, con la destitución de la monarquía y el sistema feudal. Uno de sus
patrimonios, sólo para llevarlo al palacio nacional. Pero, regresando al punto de partida, el material histórico disponible, revela otra cosa. Muestra las aspiraciones extendidas y arraigadas en una porción considerable de la sociedad, quizá minoritaria, -ante una mayoría pasiva o silenciosa- como argumentan algunos, pero actuante y resuelta por el cambio. (¿Y cuándo o dónde –a propósito- se ha producido una revolución con el involucramiento activo de la mayoría?. En Estados Unidos, por ejemplo, donde todo se cuantifica, sesudos estudios muestran cómo los adherentes a la independencia, esto es, a la gloriosa American Revolution, estaban en franca minoría frente a los partidarios militantes o pasivos del rey inglés.) En estas fuentes primarias están muchos principios, expuestos en planes revolucionarios, manifiestos políticos, libros, canciones, actitudes: la tierra para el que la trabaja, la eliminación de los privilegios de la clase política y de los grandes dueños, la distribución equitativa de la riqueza, la educación popular, laica y gratuita, el sufragio efectivo, la fortaleza de las libertades públicas, la defensa de los recursos naturales, la política exterior independiente y abierta,
avanzar. Este programa histórico, a manera de brújula, ha impedido hasta hoy extravíos y regresiones de amargas consecuencias, como las provocadas en países sudamericanos por los golpes militares, que hundieron a sus pueblos durante decenios en el sufrimiento de las tiranías. Justamente por este carácter real, no ficticio ni mitológico, es que la revolución de 1910 sigue siendo una fuerza motriz para los cambios sociales en México a pesar del despilfarro y la desfiguración de su legado realizados por los sucesivos gobiernos. Ello explica la razón por la cual cada vez que en la república emerge un movimiento popular, sus protagonistas se vuelven a los orígenes y buscan en las demandas, documentos, símbolos y personajes del movimiento armado de 1910, el piso firme desde el cual presentar la batalla por sus intereses. Si éstos no han podido colocarse en la prioridad de las políticas públicas no ha sido a causa del legado revolucionario, sino a pesar del mismo, tergiversado y falsificado por corruptelas, traiciones o complicidades. Viva en la conciencia de la mayoría del pueblo mexicano, esta revolución no parece sufrir demasiado con los afanes de sus cavadores.
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Acerca de los cometas
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i yo fuera un cometa, debería considerar al hombre de nuestro tiempo como una raza degenerada. En tiempos pasados, el respeto hacia los cometas era universal y profundo. Uno de ellos anunció la muerte de César; otro fue interpretado como indicador de la próxima muerte del emperador Vespasiano. Éste era un hombre de carácter, y sostuvo que el cometa debía de tener otra significación, puesto que tenía cabellera y él era calvo; pero fueron pocos los que compartieron este extremo de racionalismo. Beda el Venerable dijo que “los cometas presagian revoluciones en los reinos, pestes, guerras, vientos o calores”. John Knox consideraba los cometas como pruebas de la ira divina, y otros protestantes escoceses pensaban que eran “una advertencia al rey para que exterminara a los papistas”. Norteamérica, y especialmente Nueva Inglaterra, tuvo su debida parte en la atención de los cometas. En 1652 apareció un cometa precisamente en el momento en que el eminente señor Cotton cayó enfermo, y desapareció a su muerte. Solamente diez años más tarde un nuevo cometa advirtió a los perversos habitantes de Boston que se abstuvieran de “la voluptuosidad y el abuso de las buenas criaturas de Dios por la licenciosidad en la bebida y en las modas del vestido”. Mather, el eminente teólogo, consideraba que los cometas y los eclipses habían presagiado las muertes de -algunos presidentes de Harvard y de alggunos gobernadores coloniales, y recomendó a su rebaño que rogara al Señor que no “se llevara las estrellas y enviara cometas para sustituirlas”. Toda esta superstición fue disipada por el descubrimiento por Halley de que un cometa, al menos, giraba alrededor del sol en una elipse regular, igual que un juicioso planeta, y por la prueba de Newton de que los cometas obedecen a la ley de gravitación. Durante algún tiempo, los profesores de las universidades más anticuadas tuvieron prohibido mencionar estos descubrimientos; pero, a la larga, la verdad no pudo ser ocultada. En nuestros días, es difícil imaginar un mundo en el que todos, pobres o ricos, educados o incultos, estaban preocupados por los cometas y se llenaban de terror cuando apareciera alguno. La mayoría de nosotros nunca ha visto un cometa. Yo he visto dos, pero eran mucho menos impresionantes de lo que yo había esperado. La causa del cambio en nuestra actitud no es únicamente el racionalismo, sino el alumbrado artificial. En las calles de una ciudad moderna, el cielo nocturno es invisible; en los distritos rurales, viajamos en vehículos con potentes faros. Hemos borrado los cielos, y sólo unos pocos científicos siguen atendiendo a las estrellas y los planetas, los cometas y los meteoritos. El mundo de nuestra vida diaria es más artificial que en cualquier época anterior. En ello hay un menoscabo, así como una ventaja: el hombre, en la seguridad de su poder, se está haciendo superficial, arrogante y un poco loco. Pero no creo que un cometa produjera ahora el saludable efecto moral que produjo en Boston en 1662; ahora sería menester una medicina más fuerte.
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Basquiat la gran bestia pop Pablo Perantuono
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quel viernes el calor prendía fuego Nueva York, pero Jean-Michel Basquiat no se dio por enterado. Ya era la tarde del 12 de agosto y él dormía en su cuarto: por entonces trabajaba de noche y se quedaba pintando hasta la mañana. Sonó el teléfono y su novia, Kelle Inman, que se encontraba en la planta baja del piso que compartían en el 57 de Great Jones Street, lo atendió. Era Kevin Bray, un amigo de Basquiat con quien el artista pensaba ir a un recital de Run DMC a la noche. Kelle creyó que era buena idea despertarlo. Cuando entró al cuarto lo primero que le impresionó fue el calor: el aire acondicionado se había roto. Buscó a Basquiat en la cama pero no lo encontró: estaba en el piso, acurrucado. Un vómito blanco acompañaba su cuerpo. Kelle lo llamó pero su novio no reaccionó. La joven intuyó que algo andaba mal. Bajó corriendo y llamó a la ambulancia. Antes de llegar al hospital, Jean-Michel Basquiat, el tipo que revolucionó el arte en los ’80, el hombre que gracias a su genio conquistó los sentidos y los bolsillos de esa ciudad, el artista ardiente que interpretó con sus pinceladas y su estilo el pulso urgente de una época colosal y desquiciada, estaba muerto. Se había inyectado heroína –las jeringas con sangre se desparramaban en su cuarto–, pero finalmente lo terminó matando, según la autopsia, un cóctel de opio y cocaína. Fue hace un cuarto de siglo. Tenía 27 años. Era el Rimbaud de la pintura. El mesías en la calle Hijo de un padre haitiano y una madre puertorriqueña, en la obra y en el cuerpo de Basquiat se anida –se sintetiza– buena parte de la historia universal reciente, dibujando, con su pirueta vital, una elipsis temeraria que atraviesa, como un disparo, las paredes de la cultura occidental contemporánea. Sus raíces africanas estallan desde sus cuadros: allí hay angustia y opresión. También sus referentes
musicales y deportivos: reyes negros de talento inmaculado. Y, cómo no, su ciudad, esa fascinante lengua de edificios que lo coronó como su nuevo Mesías y que lo llenó de gloria y de basura; de dinero, agobio y adicciones. Alumno desparejo e inquieto, pero dueño de un talento que sólo necesitaba ponerse en movimiento para A PÁGINAS 4 Y 5
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fluir, Basquiat no tuvo educación formal en el arte. Su madre le despertó la curiosidad llevándolo a museos, pero ya desde muy chico comenzó a dibujar y pintar sin tregua. A los 19, con unos pocos dólares, tomó la decisión de mudarse a Manhattan. En ese momento –1979– Nueva York era Babilonia, el mejor lugar del mundo para ser un artista. La ciudad palpitaba de nuevos deseos. Bandas como Talking Heads o Blondie le ponían sonido e ilustración al post-punk. De los sótanos negros comenzaba a emanar un ritmo que sería himno urbano: el hip hop. Los hijos del baby boom estaban por tomar las calles y los despachos, los escenarios y los corazones. Si bien Basquiat nunca perteneció del todo a la cultura grafitera –nunca pintó en subtes–, sí se hizo conocido por sus intervenciones callejeras. Junto a su amigo Al Díaz estampaba frases de corte existencial, a veces delirantes, y las firmaba con el seudónimo SAMO (“Same Old Shit”: “la misma mierda de siempre”), acompañadas con el logo de marca registrada ((c)), una sutil crítica al capitalismo que se convertiría en un clásico de su obra. A principios de los ’80, el legado de la cultura punk comenzó a filtrarse entre las grietas de un ambiente, el del arte, inmóvil y desencantado. Al tiempo que una nueva corriente, el neoexpresionismo, empezaba a seducir público y crítica, el nombre de SAMO comenzaba a circular con insistencia. Todos querían saber quién era ese críptico garabateador fantasma. En las fiestas se hablaba de él. El Village Voice, un periódico que retrataba la movida neoyorquina, le hizo su primera entrevista. La leyenda se había echado a andar. Con apenas 20 años, y después de coquetear con la música –junto al actor Vincent Gallo formó un cuarteto llamado Gray en el que tocaba el sintetizador–, Basquiat abandonó a SAMO y comenzó a pintar sin parar, a construir el mito. Recogía de la calle puertas, ventanas y cualquier tipo de dispositivo que pudiera servirle como plataforma para su arte. Coloreaba postales y tarjetas y las vendía por la calle. Había alquilado un departamento de un ambiente con su novia y lo utilizaba como atelier. Era un lugar dantesco. Hasta allí llegó una tarde de 1980 Diego Cortez, un curador y amigo que ya admiraba su obra. Lo acompañaba Jeffrey Deitch, crítico y consultor cultural, autor de Art in America, un libro esencial para entender la época. Aun cuando la presencia de Deitch pudiera representar un honor o incluso una responsabilidad, Basquiat lo recibió con una mezcla de ternura y desdén, dos rasgos característicos. En la carrera de Basquiat, Deitch no sería un hombre cualquiera: ocho años después, en una mañana lluviosa de verano, pronunciaría el responso
en el funeral del artista. Aquella tarde Deitch se sorprendió al ver las paredes y hasta la heladera plagada de dibujos. Pero más se sorprendió por el estilo salvaje. “Una demoledora combinación de De Kooning con pintadas subterráneas”, escribiría. Deitch le compró cinco dibujos por 250 dólares. Fue la primera venta de Basquiat y Deitch tuvo que recordarle que firmara la obra. Para entonces el neoexpresionismo se consolidaba. Muestras y galerías recibían obras de autores jóvenes que empezaban a cautivar a un público que también se transformaba. El arte ya no era consumido –comprado– sólo por la alta burguesía, sino por una nueva generación de profesionales arrogantes y hedonistas, surgidos de la clase media, que buscaban decorar sus reciclados lofts. En ese contexto, la irrupción de Basquiat tuvo la fuerza de un relámpago que iluminó y resignificó la pintura. Con él volvió el primitivismo, con él nació el estilo Basquiat. Esqueletos, figuras abstractas, calaveras, palabras, colores vivos, cultura negra: todos esos elementos se fusionaban para pergeñar una obra desbordante de pasión y energía primal. Su nombre comenzó a circular por los pliegues del ambiente. Un pintor italiano, Sandro Chia, factótum del despertar del expresionismo en NY, fue uno de los primeros en reparar en él. “Sus pinturas capturan la espontaneidad y la realidad emocional de la ciudad. Están llenas de elementos disparatados que en apariencia no tienen conexión, pero que por alguna razón, juntos, encajan perfecto”, diría después. Chia recomendó a Basquiat al vendedor italiano Emilio Mazzoli, que de inmediato le compró diez pinturas por cerca de 10 mil dólares y le ofreció hacer una muestra en Modena. Basquiat fue, vendió algunas obras y, en Europa, realizó su primera exhibición pública. Con apenas 21 años, negro, flaco, lleno de sensibilidad y talento, el irresistible Basquiat era el sabor del futuro. La dueña de una galería del SoHo, Annina Nosei, decidió “adoptarlo”. Basquiat necesitaba dólares para comprar sus materiales y también un lugar donde trabajar. Nosei le ofreció el sótano de su galería y le dio dinero. Mientras JMB comenzaba a producir y a pintar todo el día, Nosei llevaba vendedores y coleccionistas a su galería para que vieran en acción a esa fuerza de la naturaleza, el arrollador paso de ese potrillo hambriento. Pero aquello también le trajo algunos problemas, porque Nosei vendía sus originales no bien Basquiat los finalizaba, lo que molestaba al artista. Empezó a sentirse incómodo. En marzo de 1982, luego de acudir a la primera muestra “solista” de Basquiat en la galería de Nosei, Jeffrey Deitch, el primero que había comprado una obra suya dos años antes, escribió: “Ahí encerrado, Basquiat parece un chico de la calle que es mirado con asombro por la intelligente
del arte. Es como si un brillante Lou Reed les cantara sobre heroína a chicos del secundario”. Madonna & Warhol De esa época data una de sus primeras grandes obras, Per Capita, un trabajo seminal en el que, rodeado de palabras, un boxeador negro sostiene una antorcha que flamea con fuerza. Nunca admitido por Basquiat, es probable que se tratara de Mohammed Ali, por
la marca Everlast en los pantalones. Su obra pareció profética: quince años después, con JMB ya muerto, un crepuscular Ali sostendría la antorcha con la que se inauguraron los Juegos Olímpicos de Atlanta ’96. Fue uno de los momentos más emotivos de la historia del deporte. Basquiat se cansó del dominio de Nosei –“No quiero ser una mascota del arte”– y abandonó el lugar. Siguió pintando sin pa-
rar. Entre fines de 1982 y 1983 realizó algunos de sus trabajos más decisivos. En ellos asoma otro elemento omnipresente en su obra: la música. Los nombres y las siluetas de figuras legendarias y agónicas como Jimi Hendrix, Miles Davis, Dizzy Gillespie y especialmente Charlie Parker aparecen una y otra vez. Pero al tiempo que sus héroes irrumpían en sus lienzos y que Basquiat se convertía en la bestia pop del
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arte, en Nueva York otros músicos comenzaban a trasladar la voz de la raza negra del under a la superficie, del guetto al mainstream. Como ocurría con la obra de Basquiat, un naciente hip hop albergaba en sus entrañas el grito atragantado y lacerante de siglos de sometimiento. La diáspora africana encontraba ventrílocuos para su dolor ancestral: cada uno a su modo, Basquiat y el hip hop cumplieron ese rol. En
1983, Henry Geldzahler, curador del Museo Metropolitano de NY, le preguntó a Basquiat si había enojo en su obra. “El 80 por ciento es enojo”, respondió. Para esa época Basquiat se zambulle –se hunde– en la aristocracia de la noche neoyorquina. En 1983 se vincula con dos personajes imprescindibles de la ciudad: Madonna y Andy Warhol. Con la primera mantiene un romance; el segundo le cambia
la vida. No bien lo conoció, Warhol experimentó por Basquiat un sentimiento paternal inapelable que mezcló –confundió– lo emocional con lo profesional. Comenzaron a producir juntos y son varios los que creen que fue el arte de Warhol el más beneficiado. Warhol era el consejero; Basquiat el joven frágil que quería comerse el mundo a tarascones. Pero Warhol era, además, el gran apóstol de la épo-
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ca, quien mejor interpretaba el sentido del arte de su tiempo. “Para tener éxito un artista debe presentar su obra en una buena galería por la misma razón por la que Dior jamás estrenaría su colección en un local de poca categoría”, decía. Pragmatismo y codicia en una década bañada por la plata dulce de Wall Street. Era la consagración del placer material, la era Reagan. Sólo en 1983 en Nueva York se invirtieron 2 mil millones de dólares en arte. Por eso mismo, tal vez, Basquiat temía que lo suyo fuera pasajero. “Tengo miedo de ser apenas un fogonazo de la moda”, le decía a Warhol. Se hicieron íntimos, la clase de relación que trasciende lo corporal. A veces, eran las 4 de la mañana y sonaba el teléfono en lo de Warhol: Basquiat lo llamaba desde Roma y llevaba cuatro días sin dormir. Otras veces Warhol notaba, alarmado, cómo Basquiat se desdibujaba bajo los efectos de la heroína. “Una tarde se agachó para atarse los cordones y permaneció en esa posición cinco minutos, quieto”, recordaría en sus diarios, donde se puede apreciar la desmesura del discípulo. Allí se lee, entre otras cosas, que el piso de su departamento estaba tapizado de billetes de 100 dólares arrugados y obras recién pintadas. Warhol recuerda la cara de estupor de los maîtres de los restaurantes cuando Basquiat, sin mirar el menú, les pedía “el champagne más caro”. Pero la entronización definitiva ocurrió el 10 de febrero de 1985. Ese día, ataviado con un traje Armani con el que solía pintar, Basquiat ocupó la tapa de la revista dominical de The New York Times. Un largo artículo radiografiaba el vertiginoso ascenso de Basquiat (“Hace sólo cinco años dormía de prestado en el sofá de sus amigos”) y detallaba los pormenores de un mercado, el del arte, en furiosa expansión. Algunos especialistas se permitían dudar sobre la perdurabilidad de Basquiat, algo entendible en un ambiente que se toma su tiempo para elevar al Olimpo a sus nuevas figuras y que, en este caso, estaba venerando a un artista de sólo 24 años. Basquiat tenía la ciudad a sus pies, lo cual, paradójicamente, también potenciaba su vulnerabilidad. Si bien fue el artista que mejor capturó el espíritu de su tiempo, él trascendió las fronteras del neoexpresionismo para crear un estilo único. “Era un artista que podía conjugar una exuberante espontaneidad con un firme dominio de los fundamentos del arte”, explica Marc Mayer, curador de una retrospectiva suya en el Museo de Brooklyn en 2005. Mayer cree que Basquiat era mucho más que “un talento adecuado que se desplegó en el momento justo. También era alguien con un profundo conocimiento y una enorme sed de más, alguien que utilizó su arte para obtener más
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conocimiento aún y para procesar todo lo que sabía sobre la historia de su raza”. Para mediados de los ’80, sus cuadros se vendían de a decenas y se cotizaban entre 10 mil y 25 mil dólares. El pintaba todos los días. “Eso es lo único que me interesa hacer, además de levantarme chicas. Además, si no pinto, a los pocos días me aburro”, decía en un reportaje. Con el mercado llegando a su cenit –para esa época Nueva York albergaba más de 450 galerías de arte, contra las 70 que tenía a comienzos de los ’70–, la vida artística de Basquiat volvió a dar un vuelco cuando tomó distancia de Warhol. Según una versión, en septiembre de 1985 Basquiat decidió escapar de la factoría luego de que una crítica de The New York Times considerara que su trabajo, influenciado por Warhol, se había vuelto demasiado obvio. John Russell, el autor de la reseña, aconsejaba a Basquiat alejarse. Así lo hizo. El fuego inolvidable Sus obras ya eran vendidas y exhibidas en todos lados: Japón, Suecia, Alemania, el mundo. Convertido en celebridad, el éxito y el dinero exacerbaron el desasosiego en Basquiat. Comenzó a experimentar sensaciones encontradas, como si todo eso que había provocado lo volviese un esclavo. Odiaba ese mundo en el que se veía inserto: “Está lleno de mercenarios que se quieren hacer ricos lo más rápido posible”. Se volvió más irritable, más desconfiado. La droga, claro, no ayudaba. “Tomo drogas para mantener la concentración”, se excusaba, pero todos sabían que esa espiral sólo lo conduciría al abismo. Para obtener algo de calma, viajó unos meses a Hawai con su padre y su novia. En la isla fue feliz, abandonó las drogas y pintó. Pero al poco tiempo de regresar recibió una noticia devastadora: Warhol había muerto. Era 1987 y si bien estaban alejados, la muerte de su “padrino” lo sumió en una profunda depresión. Oscurecido por las drogas, sus cuadros se volvieron más espaciosos, más grandes y también más ominosos. Las apelaciones a la muerte comenzaron a aparecer repetidamente en ellos. Taciturno, cualquier crítica lo exasperaba. Su estrella comenzaba a declinar. Viajó a Los Angeles, donde solía ir para trabajar tranquilo. Pero seguía mal: creía que su carrera estaba terminada. De regreso a Nueva York, sus días estaban contados. Al poco tiempo murió, dejando más de mil cuadros –algunos se venden en más de 40 millones de dólares–, más de mil dibujos y una peripecia vital inigualable, que incluye el hecho de haber colonizado el mercado blanco a través de su indagación de la experiencia negra. Su arte –agresivo, inmediato, crudo– auscultó en las profundidades y en las contradicciones del sistema. Fue un ángel crispado y fatal que se quemó con su propio e inolvidable fuego.
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Bajo la piel de Doris D
oris Lessing fue, un poco a regañadientes, una de las grandes heroínas feministas del siglo XX. Su novela de 1962 El cuaderno dorado fue alabado por las feministas como un texto clave, a pesar de que trataba tanto más sobre la feminidad que sobre feminismo, con su celebración de la sexualidad y la sensualidad del embarazo y la maternidad. La propia vida de Lessing, especialmente su infancia “infernalmente solitaria” y sus dos matrimonios y divorcios, antes de cumplir los 30, le sirvieron de modelo para sus primeras novelas y relatos. En el primer volumen de su autobiografía, Under My Skin (1994), recomienda a los lectores que deseen conocer algo más sobre su vida que lean sus obras. Y sin embargo, algunas de sus novelas ponen realmente a prueba la devoción de sus lectores, ya que por no verse encorsetada y para alejarse de la ficción “realista”, escribió también obras de ciencia ficción, terror y aventuras. Bajo la piel de Doris Lessing, 1919-2013! Nacida Doris May Taylor en 1919 en Khermanshah, Persia, fue la primera de la prole de una ex-enfermera, Emily McVeagh, y de su marido, Alfred Taylor, empleado del Banco Imperial de Persia. Alfred Taylor, mutilado de la Primera Guerra Mundial, había abandonado Inglaterra en busca de una vida más libre. En 1924 dejo Persia, con su familia, mudándose a la entonces colonia británica de Rhodesia (hoy Zimbabwe), con la esperanza de hacer fortuna cultivando maíz. Cambiar la animada vida social que llevaban en Teherán por la vida de la granja supuso, para la madre de Doris, una gran desilusión que la sumió en el desánimo. Hizo frente a su amargura tratando de imponer en su entorno estrictas normas de conducta eduardianas a pesar del contraste con el medio “incivilizado”. Quería educar “apropiadamente” a su hija. La consecuencia fue la imposición sobre Doris de una estricta disciplina y de rígidas reglas dentro del hogar, cuando lo que ella realmente anhelaba era sentir el amor de su madre. Su padre tuvo dificultades también para adaptarse, especialmente cuando la riqueza que esperaba nunca llego a materializarse. Obsesionado con la experiencias de la guerra, contaba historias bélicas a su hija, que ella describiría luego como “un veneno” vertido a través de sus oídos. Doris Lesing hablaba de su infancia como “la mezcla de un poco de placer con mucho de sufrimiento”. Y ese placer suyo procedía de la naturaleza, que ella exploraba en compañía de Harry, su querido hermano menor. Comenzó a escribir muy temprano. Un poema suyo, sobre el
crepúsculo, apareció en el Rhodesia Herald antes de que fuera a la escuela, a la edad de siete años. Leía de todo y con avidez. Los libros que le llegaban por correo desde Londres se le presentaban como una vía de escape. Más tarde, descubrió a Lawrence, Stendhal, Tolstoi y Dostoievski, pero sus
lecturas infantiles incluyeron a Dickens, Scott, Kipling y Stevenson. Aquellos escritores del siglo XIX, que tanto admiraba, proyectaron sobre ella una sombra tan alargada que llegó a explicar como había tratado de introducir el “clima de juicio ético” latente en aquellas novelas en su propia escritura.
Su soledad llegó a transponerse en placer edonísta. “Simplemente podía abrir la puerta y salir hacia la sabana”, recordaba. “Esta capacidad de vagar libremente y por mi misma ha sido, probablemente, lo mas importante que me ha pasado ... Si me paso demasiado tiempo con gente pue-
do llegar a volverme histérica por falta de soledad “. Desarrolló su rebelión contra la autoridad a través de su padre: “Venía de esa generación de hombres que habían sobrevivido a la masacre en las trincheras y tenía un profundo desprecio por la incompetencia del gobierno.”
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Lessing, 1919-2013 Su madre la envió a un internado de religiosas en Salisbury (la actual Harare). Allí, las estrictas monjas disfrutaban contando a las niñas historias sobre el fuego del infierno y la condenación eterna. Doris se negó a permanecer en aquel lugar y la cambiaron a la Escuela Superior de Salisbury para niñas, que también la desagradó casi con la misma intensidad y que abandonó finalmente a los 14 años. Un año después se fue de casa y empezó a trabajar como niñera. Su patrón le dejaba libros sobre política y sociología pero, por la noche, en su habitación, el cuñado le hacía insinuaciones amorosas. Mas tarde, ella escribiría como durante aquella época ardía, continuamente, “en una fiebre de deseo erótico”, un anhelo que, sin embargo, su inepto pretendiente no pudo llegar nunca a satisfacer. Por aquel entonces, escribía relatos y vendió dos de ellos a revistas sudafricanas. En 1937 comenzó a trabajar como telefonista y poco después como secretaría en Salisbury. En 1939, con 19 años, se casó. Su marido, Frank Wisdom, era un funcionario 10 años mayor que ella. Tuvieron dos hijos, John y Jean, pero ella se sentía atrapada en aquel matrimonio: “Yo era una niña psicológicamente, me faltaba más que un hervor... fue un matrimonio vacío “. En su primer matrimonio no llego a asumir verdaderamente el papel de madre: “Creo que me desconecté por completo”, explicó, “La personalidad maternal me llegó más tarde, con mi tercer hijo. En mi primer matrimonio la vida era completamente previsible, lo que comías, todo lo que hacías y yo pase por todo aquello como si se tratara de representar un papel en una obra de teatro que, en la realidad, odiaba amargamente”. Odiaba tanto aquella vida que dejó atrás a sus hijos pequeños al abandonar a su marido. Permaneció en Salisbury y se unió al grupo comunista del “Left Book Club”. En 1945 se casó con un miembro destacado, el refugiado alemán y activista político Gottfried Lessing. Con él tuvo un tercer hijo, Peter, pero aquel matrimonio también naufragó. Más tarde comentó: “Fue un matrimonio político y no cuenta. Éramos tan diferentes que, de hecho, nos comportamos muy bien entre nosotros. Es más fácil si no se tiene absolutamente nada en común, porque sabes que no tiene sentido discutir sobre nada”. Se fue desilusionando cada vez más con el comunismo y finalmente, rompió con el partido en 1954. Cuando analizaba su pasado, no podía entender cómo llego a involucrarse: “Un día me obligué a parar y a preguntarme: `¿En que creemos realmente? ‘ fue muy doloroso, por que la mayor
parte de aquello era basura y, sin embargo, allí estábamos, corriendo detrás, trabajando hasta la extenuación, ¿para qué? Era una especie de espejismo en masa”. En 1949, a los 30 años, con algunas libras en el bolsillo, Lessing se fue con su hijo, Peter, a Inglaterra: “Ya estaba formada entonces, cuando llegué a Londres, en 1949”, recordaba. “Estaba formada por tres elementos esenciales: África Central, el legado de la Primera Guerra Mundial y por la literatura, sobre todo por Tolstoi y Dostoievski.” Llevaba con ella el manuscrito de Canta la hierba, que explora la relación entre la esposa de un granjero blanco y su sirviente negro, que se publicó en 1950, siendo un éxito inmediato. Un volumen con relatos cortos, “Este era el país del viejo jefe”, le siguió un año más tarde y en 1952 apareció Martha Quest, la historia de una mujer joven y liberal, atrapada en un matrimonio estéril dentro de una sociedad injusta. Fue el primero de la serie autobiográfica Hijos de la violencia que mantuvo ocupada a Lessing a lo largo de los años 50 y 60. (El último, La ciudad de cuatro puertas, se publicó en 1969.) La serie (las otras novelas son Un matrimonio convencional (1954), Al final de la tormenta (1958) y Cerco de tierra (1965) - cubrieron el desarrollo de la toma de conciencia de Martha Quest, a través de las preocupaciones políticas y sociales de Lessing y en su experiencia vital en África. Aunque enfrentó algunas dificultades al llegar por primera vez a Inglaterra, el éxito de sus primeros libros le permitió escribir a tiempo completo. En 1956 hizo su última visita a Rhodesia del Sur en varias décadas. A su regreso a Inglaterra, los gobiernos rhodesiano y sudafricano la declararon persona non grata por sus declaraciones críticas contra el Apartheid. A finales de 1950 Lessing se embarcó en una novela mucho menos convencional, El cuaderno dorado. Vivía entonces con el periodista y novelista Clancy Sigal, a quien incorporará a la novela como Saul Green. El cuaderno dorado (1962), constituyó un ambicioso experimento narrativo en el que se presentan, en profundidad, las diversas identidades de una mujer contemporánea. Anna Wulf, la protagonista, intenta salvarse de la hipocresía y de su propia insensibilidad emocional. Lessing fue calificada de “poco femenina” por describir la ira y la agresividad de una mujer. Respondió con ironía: “Por lo visto, lo que muchas mujeres piensan, sienten o experimentan les ha supuesto una gran sorpresa”. Enseguida, la novela se convirtió en un texto feminista básico, de hecho supuso un gran cambio para las feministas, aunque Lessing no
tuviera tal intención al escribirlo. Otros libros y relatos aparecerán durante la siguiente década, entre ellos dos obras de no ficción y de entretenimiento, Going Home (1957) y En busca del Inglés (1960). En la década de 1960 era, según decía de forma poco clara, una especie de tutora para un gran número de adolescentes con problemas. “Veía un montón de suicidios y gran cantidad de personas que terminaban en el manicomio. Había un gran número de víctimas”. Para entonces ya había comenzado el estudio del Sufismo que continuaría durante el resto de su vida y que, según sus amigos, le proporcionaría alegría y serenidad. “Es lo más importante que ha sucedido en mi vida”, señaló en una entrevista a finales de la década de 1990. Se interesó en el sufismo a través de los escritos de Idries Shah. Shah se centraba en la evolución de la conciencia y la creencia de que la liberación individual sólo puede producirse si la gente entiende la vinculación que existe entre su propio destino y el destino de la sociedad. Hubo otros temas que Lessing comenzó a desarrollar. Sus siguientes dos novelas, Instrucciones para un viaje al infierno (1971) y Memorias de una superviviente (1974) fueron descritas como “ficción del espacio interior”, y se inspiran en la aparentemente mística visión que Anna tiene al final de El cuaderno dorado. En 1979, se cambió a la ciencia ficción con Shikasta, la primera de las cinco novelas bajo el título general de Canopus in Argos: Archivos, publicadas anualmente hasta 1983. La tercera de ellas, El Experimento Sirio, fue finalista del Premio Booker en 1981. Colaboró con Philip Glass en una ópera basada en la cuarta novela, The making of the representative for planet 8, y en 1997 los dos repitieron su colaboración para una ópera basada en la segunda novela, Los matrimonios entre las zonas tres, cuatro y cinco (1980). Lessing escribió su siguiente novela, Diario de una buena vecina, bajo el seudónimo de Jane Somers y la presentó de forma anónima a su editor, que la rechazó. Cuando se rebeló su identidad se publicó en 1983 y volvió a publicar otra novela, Si la vejez pudiera, como Jane Somers. Los admiradores de Los hijos de la violencia y El cuaderno dorado encontraron desconcertante el cambio de Lessing a la ciencia ficción. Se recuperaron con alivio en La buena terrorista (1985), su novela finalista de los Booker. Nunca había tenido a todos los críticos de su parte .Uno de ellos escribiría: “Su objetivo es más enviar un mensaje que producir una obra literaria”, pero la mayoría de ellos fueron muy crueles con sus incursiones en la ciencia ficción.
El crítico del New York Times escribió acerca de la realización del Representante para el Planeta 8: “Uno de los muchos pecados por los que el siglo XX deberá rendir cuentas es el de haber desalentado a la señora Lessing. Ahora propaga la idea de nuestra insignificancia dentro del jaleo cósmico”. Otro calificó su cambio a la ciencia ficción de “simple evasión de su deber”. Ella respondió: “No hay tal cosa que se pueda llamar deber. Uno escribe algo y a la gente le gusta o no. No encontraba ninguna diferencia entre lo que otros llaman sus” novelas realistas” y las de “ficción espacial”. Cuando escribía el primer volumen de su autobiografía, Under My Skin, publicado en 1995 a sus 76 años, Lessing había escrito ya 19 novelas, tres obras de teatro, 10 volúmenes de cuentos y ocho obras de no ficción (incluyendo libros sobre gatos, una pasión suya desde la infancia). Escribió también varias novelas que ella misma destruyó. “Si no funcionan, las tiro sin más”. Under My Skin recibió el premio James Tait Negro a la mejor biografía. Por esa época Lessing acaparó diversos premios y galardones y regresó a Sudáfrica para promover su libro y para ver a su hija Jean en Ciudad del Cabo. Había estado anteriormente, en la década de los 80 y, por primera vez en 30 años, con su hermano Harry. Su hijo mayor, John, un productor de café en Zimbabwe, murió a principios de los años 90. Se había ido reconciliado, en años posteriores, con los hijos que había abandonado. “Nos hicimos amigos más tarde, en la vida”, dijo, y agregó de John: “Fuimos muy buenos amigos ... lo conseguimos finalmente, de veras que lo fuimos”. En 1996 figuraba en la lista para el Premio Nobel. En ese año apareció Love Again, su primera novela después de siete años sin publicar y trabajo en colaboración con el ilustrador Charlie Adlard, en una novela gráfica poco convencional, Playing the Game. El segundo volumen de su autobiografía, Walking In The Shade, apareció en 1997 y en él contaba su vida hasta 1962. Comenzó a escribir su autobiografía, al comienzo motivada por haber oído que había otros trabajando en la historia de su vida y quería estar segura de la certeza de los hechos que le concernían. Pero decidió no escribir el tercer volumen, ya que ello habría supuesto escribir sobre la década de 1960 y sentía que debía proteger a los “adolescentes con problemas”, de los que había sido tutora.Había escrito y conservaba diarios de la mayor parte de su vida, pero no tenía la menor intención de publicarlos. Se consideraba a sí misma ya bastante al “desnudo” en sus libros y aún escribiría más novelas. Mara and
Dann se publicó en la primavera de 1999. Más tarde ese mismo año, fue nombrada “Companion of Honour”. Había rechazado su nombramiento como DBE (Dama del Imperio Británico), ya que, según dijo, no existía tal Imperio Británico y ser nombrada “Dama” le parecía “un poco pantomima”. Mara and Dann era una historia de aventuras ambientada a miles de años en el futuro, cuyos protagonistas son dos niños pequeños. Los modelos inspiradores eran ella y su hermano Harry cuando eran pequeños en África y exploraban la selva juntos. Un mini-accidente cerebrovascular, al final de la década de 1990, hizo que centrara su atención en la muerte. “No fue terrible, pero fue lo suficiente para asustarme. Ahora pienso en la muerte todo el tiempo”. En 2000 Ben in the World, su secuela de El quinto hijo, fue publicada junto a un libro sobre las memorias de uno de sus gatos, The Old age of El Magnífico. En 2001 publicó The Sweetest Dream en el que regresó al Londres de 1960 y a la Sudáfrica actual. Grandmothers (2003) fue una colección de cuatro historias cortas y en 2004 se recogieron sus ensayos y artículos en Time Bites. En The Story of General Dann and Mara’s Doughter, Griot and the SnowDog (2005), realiza una secuela de Mara and Dann, con Dann ya adulto y convertido en general. Que continuase escribiendo hasta el final no fue una sorpresa. La escritura había sido fundamental en su vida durante casi ocho décadas. Se definía como una persona demasiado emocional, “nacida con la piel demasiado fina”. Creía que la escritura era un proceso de “observar en la distancia”, de situar “la crudeza, el individualismo, lo no criticado, lo no examinado en el ámbito de lo general.” Y no podía dejar de hacerlo. Peter Guttridge, es un crítico y prolífico novelista inglés. Su última novela es The Devil´s Moon (2013) Traducción para www. sinpermiso.info: Lola Rivera
El poder de las empresas en la cumbre de la ONU sobre cambio climático Amy Goodman
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arsovia, Polonia — La conferencia sobre cambio climático de las Naciones Unidas de este año se está desarrollando en Varsovia, una ciudad llena de historia. Aquí se encuentra el principal monumento erigido en homenaje a Nicolás Copérnico, el famoso astrónomo polaco que postuló por primera vez que la Tierra gira alrededor del sol y no al revés. El aeropuerto de Varsovia lleva el nombre Frederic Chopin, en honor al brillante compositor que vivió aquí. La pionera de la ciencia de la radiación, Marie Curie, la primera mujer en ganar un Premio Nobel (ganó dos, de hecho), nació aquí. Aquí también fue el lugar donde estuvo el Gueto de Varsovia, uno de los más horribles símbolos del Holocausto, donde cientos de miles de judíos permanecieron encerrados antes de ser trasladados al campo de exterminio de Treblinka y otros campos de concentración nazis, donde fueron asesinados. En medio del terror de la ocupación Nazi, los judíos del gueto se alzaron en un valiente acto de autodefensa. Más tarde, inspirados por el levantamiento del gueto, los habitantes no judíos de Varsovia también se alzaron y lucharon durante dos meses antes de ser finalmente derrotados por las fuerzas de ocupación alemanas. Al finalizar la Segunda Guerra Mundial, 6 millones de polacos, la mitad de ellos judíos, habían sido asesinados y un ochenta y cinco por ciento de la ciudad de Varsovia estaba en ruinas. En este preciso lugar se está desarrollando la 19a Conferencia de las Partes de la Convención Marco de las Naciones Unidas sobre Cambio Climático (CMNUCC), denominada COP 19. Miles de negociadores de los 198 países miembros de la Convención caminan con prisa a través de los corredores de tela provisorios instalados en el campo del Estadio Nacional, al igual que representantes de numerosas organizaciones no gubernamentales y miembros de la prensa. La cumbre de este año tiene una característica diferente: el auspicio de las empresas. “Esta probablemente sea la conferencia sobre cambio climático con mayor presencia de las empresas que jamás hayamos visto”, me dijo Pascoe Sabido. “Esto no significa que en las anteriores no haya habido una gran influencia de las empresas. Sin embargo, lo que es diferente esta vez es el nivel de institucionalización, el grado en el que
el Gobierno polaco, la ONU y la convención misma, han recibido a las empresas con los brazos abiertos y han alentado su participación”. Sabido trabaja en la organización Corporate Europe Observatory, que publicó un folleto denominado “Guía de laCOP 19 sobre el lobby empresarial: delincuentes climáticos y complicidad del Gobierno polaco”. Algunas de las grandes empresas presentes en esta COP 19, afirma Sabido, son “General Motors, conocida por financiar a grupos de investigación que niegan el cambio climático, como el Heartland Institute de Estados Unidos y está también BMW, que está haciendo cosas similares en Europa, en un intento por debilitar las normas sobre emisiones”. El logo de LOTOS Group, la segunda principal empresa petrolera polaca, aparece en los 11.000 bolsos entregados a los delegados. Polonia, cuya principal fuente de energía es el carbón, organizó una conferencia paralela junto con la Asociación Mundial del Carbón, denominada Cumbre Internacional del Carbón y el Clima. La Secretaria Ejecutiva de la COP 19, Christiana Figueres, provocó la ira de muchos activistas por el clima al pronunciar el discurso inaugural de la conferencia de la industria del carbón. Fuera de la cumbre, los activistas de Greenpeace colgaron una gran pancarta con los colores de la bandera polaca en la fachada del Ministerio de Economía. La pancarta decía: “¿Quién manda en Polonia: la industria del carbón o la
CORREO del SUR Director General: León García Soler
gente?”. En el techo del edificio, otros activistas desplegaron una pancarta con la leyenda: “¿Quién manda en el mundo: la industria de los combustibles fósiles o la gente?”. Mientras tanto, en la plaza que se encuentra abajo, cientos de personas se manifestaban en contra del car-
bón en una procesión denominada “Cough 4 Coal” (Tos por el carbón) en la que había dos grandes pulmones inflables, que representaban los efectos nocivos del carbón en la atmósfera y en la salud humana. Mientras que en el Estadio Nacional las negociaciones se iban diluyendo, los activistas gritaban al unísono: “¿Dónde está el financiamiento?”. Los países ricos prometieron brindar apoyo financiero a los países en desarrollo para que realicen la transición hacia fuentes de energía renovables (mitigación) y para que puedan hacer frente a los efectos del cambio climático (adaptación). Oxfam calcula que, hasta el momento, este fondo ha recaudado tan solo 7.600 millones de dólares, muy por debajo de la cifra prometida de entre 30.000 y 100.000 millones de dólares. No se trata de caridad, los contaminadores deben pagar. Hablé con el principal negociador sobre cambio climático de Filipinas, Yeb Saño, en el noveno día de su huelga de hambre, que comenzó el día en que se inauguró la COP 19. Saño me dijo: “Estados Unidos, que es responsable de al menos un 25% de las emisiones totales, tiene una gran responsabilidad, una responsabilidad moral de combatir el cambio climático, no solo a nivel nacional, sino también de brindar apoyo a los países en desarrollo”. La destrucción causada por el tifón Haiyan es un crudo telón de fondo de las negociaciones en Varsovia. Yeb Saño se enteró de que su hermano sobrevivió al tifón al verlo en las noticias mientras ayudaba a juntar los cuerpos de los muertos. La ciencia es clara: si las temperaturas continúan aumentando, los eventos climáticos extremos se volverán cada vez más frecuentes y más mortales. Luego de que Saño anunciara en un emotivo discurso durante la sesión plenaria de la convención que había decidido iniciar una huelga de hambre, varios estudiantes marcharon en silencio junto a él mientras salía de la sala. Sostenían una pancarta en homenaje a los muertos en Filipinas. Como consecuencia de su acto espontáneo de solidaridad, se les prohibió asistir a las negociaciones sobre cambio climático durante un año. Una estudiante que participó en la acción, Clémence Hutin, de París, me dijo: “Para mí, la Cumbre sobre Cambio Climático es un espacio democrático. No entiendo por qué la sociedad civil no es bienvenida en la convención, pero las empresas sí lo son”.
Suplemento dominical de Director: Adolfo Sánchez Rebolledo
Diseño gráfico: Hernán Osorio