LOS VIAJES DE JOAQUÍN. LOS CUIDADOS DE ROSARIO

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Jose Mari Gutiérrez Angulo

A Rosario, mi ama A Joaquín, mi aita

CUENTO(S) ENCONTRADO(S) EN UN VIEJO ORDENADOR DESPUÉS DE UNA MUDANZA (4)*

*Este relato lo escribí inmediatamente después de la Nochevieja de 2007. No lo feché, pero hay en él algunas referencia temporales que me lo dicen. Ahora he hecho alguna corrección e incorporado algún pequeño añadido.

Nochevieja del 2022

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LOS VIAJES DE JOAQUÍN

LOS CUIDADOS DE ROSARIO

Joaquín viaja en el tiempo hacia el pasado.Viaja a menudo y cada vez llega más lejos. Es capaz de recorrer hacia atrás sesenta, setenta, y hasta ochenta años. Hace el trayecto de golpe, sin necesidad de recorrer todo el sendero temporal por el que a lo largo de su vida ha transitado. Cuando se detiene en momentos recientes o medianamente alejados es por muy poco tiempo, y si lo hace es para acompañar a alguien de casa que quiere viajar con él hasta algún recuerdo más o menos remoto, aunque no le gusta que le dirijan en sus periplos por otras dimensiones temporales. Sus hijos no se adaptan fácilmente al recorrido sinuoso que él sigue para llegar al momento al que quieren llevarlo. Sus hijas suelen acompañarle con menos sobresaltos en esos viajes al pasado porque no suelen elegir ningún destino temporal concreto y le siguen por donde él quiera retroceder por sorprendente que parezca el itinerario. Con los

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nietos no suele viajar, sólo les gasta bromas. Únicamente Rosario, su mujer, es capaz de que, durante algún tiempo, no se desvíe del trazado organizado cuando le pasea por momentos y situaciones compartidas por ambos.

Rosario aprovecha algunas actividades que le pide que haga (seleccionar las alubias que le pone sobre la mesa para retirar las malas, desgranar habas, sujetar alguna prenda que quiere doblar…) para hablar con él de cómo trabajaban antaño en el campo, para tratar de hacerle recordar recuerdos compartidos, para llenar el espacio y ahuyentar el silencio. Aprovecha las visitas de familiares o antiguos conocidos para traer al presente momentos pretéritos, algunos viajes hechos en su juventud (nunca a sitios muy lejanos), personas con las que se relacionaron… Pero Joaquín apenas frecuenta ya el camino y los recovecos por los que han transcurrido los últimos sesenta años de su vida.

Cuando pasea por los caminos de Lendoño, si su cabeza es capaz de ocuparse en algo más que en coordinar la cadencia de la respiración y de los pasos, su mente se traslada a senderos que sus pies no pisan y a momentos en los que su apariencia y su estado físico no concuerdan con los de un hombre de ochenta y siete años. Al volver a casa es incapaz de recordar hasta dónde ha ido. Hasta hace medio año

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muchos días salía solo a pasear. Se lo tomaba como una obligación, pero siempre decía que había llegado más lejos del lugar hasta el que realmente había caminado.

–¿Hasta dónde has ido? –le preguntaba Rosario.

–Hasta Arteaga

–No me mientas, que te he visto dar la vuelta en Las Matillas.

Hace meses que ya no va solo a pasear, y es muy difícil convencerle para que lo haga acompañado. Rosario sí lo suele conseguir.

–Vamos a dar la vuelta por Poza –le dice Rosario mientras se quita el delantal, lo pliega y lo cuelga en el portal para volver a ponérselo a la vuelta. Ante ese gesto, que parece indicar que la decisión es firme, Joaquín le hace caso, aunque proteste.

Antes solía quejarse de que le dolían las caderas, las rodillas o los riñones. Todos creían que lo hacía para evitar el paseo.

–Los riñones no duelen, –le decía Rosario–. Además el médico dice que tienes que andar todos los días.

No hace tanto tiempo que muchas tardes paseaban juntos sin necesidad de presionar a Joaquín

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para que lo hiciese. Hace menos tiempo, aunque ya han pasado algunos años, que en las tardes templadas de otoño e invierno se sentaban en un poyo de la fachada sur del caserío; allí, apoyados contra la pared caldeada por el sol, charlaban con una vecina de otro barrio que solía buscar su compañía. Hablaba más Rosario que Joaquín, pero este todavía participaba con normalidad, sin repeticiones recurrentes, sin haber trazado la muga del recuerdo no se sabe cuántos años atrás haciendo de la memoria más cercana un país desconocido y sin nombre.

Ahora siempre quiere estar en la cama. Rosario aprovecha para pasear cuando Joaquín va a la siesta. Siempre sale deseando encontrarse con alguna de las pocas personas que viven en el pueblo. Por mucho que se entretenga, cuando vuelve a casa Joaquín siempre está en la cama.

Desde hace algún tiempo viene tres días a la semana una mujer del servicio de ayuda domiciliaria para estar dos horas con él. Le ayuda a asearse, pasea con él y le escucha todos los días las mismas historias.

–¿A qué has venido tu? ¿No habrás venido a robar? –le dijo Joaquín la primera vez que la vio

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entrar en la cocina mientras él desayunaba su sopa de ajo.

–He venido a pasear contigo. Cuando acabes de desayunar vamos de paseo y te dejo que me agarres del brazo.

–¿Del brazo? Si no te conozco.

–Se llama Agurtzane y es de Zaballa –le dijo Rosario.

–Yo he ido muchas veces a Zaballa, a tu casa. Tú eras pequeña y te sentabas en mis rodillas.

–¿A qué ibas a mi casa, Joaquín?

–A por patatas

A Rosario le había costado asumir que alguien ajeno a la familia se ocupase de atender a Joaquín algunas horas cada día; la mera mención de otras alternativas propuestas o insinuadas por sus hijas e hijos la ponían muy nerviosa y siempre se mostró radicalmente contraria a admitirlas. Aquel día Rosario madrugó más que de costumbre para tener la casa limpia y todo en orden antes de que llegase Agurtzane. Hizo fuego y dio de comer a las gallinas y los gatos, los únicos animales que quedan en el caserío. Preparó las sopas de ajo que, precedidas del inicio de una letanía que no recuerda en su totalidad, suele desayunar Joaquín:“Siete virtudes tiene la sopa

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de ajo; hambre quita, sed no da…”. Sacó muda y ropa limpia para Joaquín, al que hizo levantar de la cama media hora antes de lo habitual… Desde unos días antes ya estaba nerviosa por la novedad que se iba a introducir en su casa, en la que durante la semana sólo viven Joaquín y ella. Le había costado aceptarlo, pero había cedido ante la insistencia de sus hijos e hijas, aunque sin dar a entender nunca que estaba de acuerdo.

Joaquín, apoyándose en su cachaba, no quiso agarrarse al brazo de Agurtzane hasta que se enfrentaron a la corta pendiente por la que se accede al camino que va desde Poza hasta Logorri.

–Mi madre se llama Felisa –dijo Joaquín–. Soy su hijo preferido porque cuando vamos a misa siempre la llevo del brazo.

Mientras superaban lo más pendiente del camino Joaquín no dijo nada, pero en cuanto su cerebro dejó de concentrarse en el progreso de los pies y en la respiración preguntó a Agurtzane.

–¿Sabes cuál es mi pueblo?

–¿No eres de Saracho, Joaquín?

–Mi pueblo es Lejarzo. ¿Sabes cuántos vecinos tiene?

–No sé, Joaquín. No sé ni dónde está Lejarzo.

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–Tres y un gallo. Es que a uno le llamamos Gallo.

Sus conversaciones son recurrentes. Su pueblo, su madre, los viajes a por patatas a Losa, la sopa de ajo, los años de mili en Canarias, el buey Moro, la romería de Domingo Rosario, donde más de una vez estuvo con su mujer y de la que toda la familia conoce anécdotas con las que le toman el pelo… Cuando están solos, Rosario, que está cansada de oír siempre lo mismo, le contesta sin escucharle, o es capaz de seguirle la conversación aunque esté más atenta a otro quehacer. Cuando hay más gente suele decir:“Ya está otra vez con lo mismo”. Pero prefiere eso a que se queje continuamente de lo mal que se encuentra y no querer salir de la cama en todo el día.

Hoy es Nochevieja. Uno de sus hijos ha venido con su familia.

–¿Quiién eres tú? ¿No habrás venido a robar? –ha preguntado Joaquín a su nieto de doce años cuando éste ha entrado en la cocina.

–¡Quie soy Aimar! He venido a hacerte compañía en Nochevieja, aitite!

–¿Hoy es Nochevieja? Pues comeremos turrón. –A continuación ha preguntado señalando con la cachaba a su nuera–: ¿Quiién es esa?

–Mi ama. Se llama Josune

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–¿Tu de dónde eres? –ha preguntado Joaquín mientras golpeaba con la punta de la cachaba la suela de un zapato de Josune.

–De Santurce, Joaquín. ¿Ya sabes dónde está Santurce?

–En Santurce hay sardina freskue –ha dicho Joaquín.Y sin dirigirse a nadie en concreto–:

–¿Sabéis cuál es mi pueblo?

–¿No será Lejarzo?, –ha contestado su hijo

–Quié más quisiera yo que tener un pueblo. ¿Sabes cuántos vecinos tiene?

–Igual tiene tres.

Joaquín ha sonreído maliciosamente y ha añadido:

–Tres y un gallo. Es que a uno le llamamos Gallo porque es un poco gallico.

Un diálogo similar se ha repetido varias veces durante la cena.

–Yo fui muchas veces a tu casa. Tú eras pequeña y te sentabas en mis rodillas –ha dicho Joaquín dirigiéndose a Josune.

–¿A qué ibas a mi casa?

–A por patatas

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El primer plato ha sido sopa de ajo y Joaquín ha comenzado con su letanía: “Siete virtudes tiene la sopa de ajo; hambre quita, sed no da…”.

–Sólo has dicho dos, aitite. ¿Cuáles son las otras cinco? –Joaquín ha sido incapaz de recordarlas.

Sin acabar la cena ha empezado a decir que se encontraba mal y que quería ir a la cama.

–Espera un poco, que no hemos terminado de cenar –le ha dicho Rosario.

Pero Joaquín se ha levantado, se ha apoyado en su cachaba y a pequeños pasos se ha dirigido hacia la puerta. Rosario, con un leve gesto de resignación, se ha dispuesto a acompañarle. Aimar ha despedido a Joaquín:

–¡Hasta el año que viene, aitite!

Y Joaquín ha contestado antes de volver a sentarse a la mesa.

–¿Hoy es Nochevieja? ¡Si no hemos comido turrón!

Año Nuevo del 2008

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