Jose Mari Gutiérrez Angulo
CUENTO(S) ENCONTRADO(S) EN UN VIEJO ORDENADOR DESPUÉS DE UNA MUDANZA (1)*.
*El título genérico, las (s) y el (1) quizás no sean necesarios; aparecen en este cuento porque quizás encuentre otros cuando siga rebuscando.
Metí en una coctelera dos viajes (muy espaciados) a París; añadí la visita a un museo, una exposición de ilustraciones para la infancia y el catálogo en el que se reproducían; recordé algunas lecturas que habían conseguido dejar huella en mi recuerdo y también las introduje en el recipiente; por pura casualidad tuve noticia de un libro infantil ilustrado, que compré, y también lo incorporé; y, por fin, no me resistí a agregar una visita a la tumba de Julio Cortázar. Después de agitar todos los ingredientes, esto es lo que obtuve.
TOCO TU BOCA
El 5 de diciembre de 1992 conocí a Michèle Lemieux, y me enamoré de ella. Ocurrió en París. El encuentro se produjo tras una visita al centro Georges Pompidou. Fue un hallazgo casual que yo no buscaba. La vi por primera vez cuando acababa de visitar una exposición colectiva en la que se exhibían trabajos de ilustradores de literatura infantil; “Imaginaires d’illustrateurs europeens” se titulaba la muestra. La visita a la exposición fue producto del azar, de un venturoso azar que hizo que conociese a Michèle.
El Centro Nacional de Arte y Cultura Georges Pompidou es uno de esos edificios modernos que parecen tener como función principal la de mostrarse a sí mismos. Como muchísimas personas que solo lo verán alguna vez en su vida, también yo podría haberme quedado con el recuerdo del continente. Sin embargo su nombre, desde la primera vez que lo vi, nunca provocará ya en mi
cerebro la representación de su concreción física; tampoco la de las manifestaciones de arte o de cultura que allí se exhiben, se guardan o se promocionan. La arquitectura high-tech y la magia pueden no tener nada en común, pero para mí el centro Pompidou siempre será un lugar mágico, el punto donde se produjo un acontecimiento que tenía poquísimas probabilidades de suceder. Que Michèle y yo coincidiésemos en aquel punto concreto del planeta era sumamente improbable, sin embargo ocurrió el prodigio. El Centro Pompidou fue el manantial del que brotó el milagro que ha seguido fluyendo durante años por la caprichosa orografía que con el recuerdo de Michèle he dibujado en el tiempo. El manantial se ha secado y el milagro ha dejado de fluir, pero sigue siendo milagro. Antes de viajar a París, donde estaba pasando una semana, ya tenía noticia de la exposición que visité en el Centro Pompidou. Un amigo que intentaba hacerse un hueco en el mundo de la literatura infantil me avisó del evento. Él había querido visitar la muestra en Sàrmede, de donde procedía la exposición, y no pudo. En esa ciudad del norte de
Italia se celebra anualmente una muestra internacional de ilustración para la infancia, que después se hace itinerante. Mi amigo me pidió que le consiguiese un catálogo. Lo compré, pero él nunca lo ha visto. Nunca le he agradecido el encargo.
Mientras esperaba mi turno para pagar el catálogo comencé a ojearlo. Volvía a demorarme ante las reproducciones de las obras que más me habían atraído: las de una ilustradora eslovena, las de otra belga, las de dos ilustradores de mi país, y por supuesto, las de Michèle Lemieux. De los tres trabajos expuestos de Michèle se desprendía una atmósfera delicada y sutil, tan exenta de asperezas que los detalles parecían protegidos por una leve y vaporosa neblina, casi inexistente, que blindaba los momentos de pura alegría que habían quedado atrapados en las pinturas. Desde donde estaba veía el original por cuya copia tenía abierto el catálogo. Más de dos tercios del lienzo estaban cubiertos por un verde claro, brillante y húmedo de primavera. La parte central estaba ocupada por los troncos de los árboles del borde de un bosque, que escondían la oscuridad detrás de ellos; cada tronco se distinguía
del de al lado, pero las copas se habían fundido todas en un verde idéntico a aquel en el que se hundían las raíces. Sobre el tercio inferior se deslizaban dos bicicletas en las que viajaban tres protagonistas de algún cuento. Pasé a la siguiente página mientras mi mirada viajaba entre el catálogo y los originales; en ese momento vi fugazmente a Michèle Lemieux, pero ya era mi turno y la visión se alargó lo que dura un relámpago.
Los días de diciembre son cortos y la noche llega pronto. El tiempo no era malo, pero era frío. Recuerdo haber paseado por l’Ile de France, y ya de noche haberme detenido junto a la estatua de Enrique IV en el Pont Neuf para tratar de imaginar un cuadro de Paul Delvaux, como veía Cortázar. No logré visualizarlo; quizás solo se vea a media noche, y todavía era pronto para entrar en paisajes oníricos. Aceleré el paso para llegar a la cálida sala de estar del hotel del barrio latino en el que me alojaba.
Me arrebujé en la esquina del sofá en el que solía leer cada noche. Dejé de lado a Cortázar, que aquellos días utilizaba como sugerente guía para
recorrer los rincones de París, y abrí el catálogo que había adquirido en el Centro Pompidou. Lo hice por la página por donde lo había cerrado unas horas antes. Me entretuve un buen rato en la reproducción del lienzo sobre cuyo luminoso verde se deslizaban tres felices personajes llenando el cuadro de alegría. Pasé la página mientras dejaba el catálogo en el sofá. Al hacerlo vi allí, a mi izquierda, a Michèle Lemieux. De repente la pequeña y caldeada sala me pareció muchísimo más luminosa. Mi atracción hacia Michèle fue inmediata, el enamoramiento repentino.
Michèle no me miraba solo con sus ojos; su sonrisa, la leve tensión relajada de su cuello, la cara enmarcada por sus cabellos…; todo su rostro, su cuello, sus hombros…, me miraban y sonreían. Sus ojos cimentaban una mirada gozosa para siempre; ojos claros, luminosos, de una mirada mágica que hacía desaparecer todo lo que no fuese alegría.
Cómo no haber amado sus grandes ojos fijos…
Su boca levantaba una sonrisa perfecta; su labio superior perfilado de un modo insuperable, se apoyaba en el otro, con suavidad adelantado;
ambos se mostraban dispuestos para la palabra afable, para el beso sublime.
…Que te quede bien claro, donde acaba tu boca ahí empieza la mía.
Su cuello se evadía en una curva sensual hacia su hombro, y bajo su liviana camisa, elevada por la postura, se entreveía la suave concavidad que hombro y clavícula formaban. ¿Recuerdas aquel cuello, haces memoria…?
Yo, inmóvil, buscaba en silencio las palabras adecuadas, las justas, las que al pronunciarlas no rompiesen la magia de aquel momento tan excelso y frágil. Más tarde, lejos ya del lugar y del momento en que conocí a Michèle, he encontrado combinaciones de palabras, casi siempre creadas por otros, que me hubiesen servido entonces; algunas ni siquiera se habían escrito aún, pero al descubrirlas siempre veía la sonrisa de Michèle. En el momento que la descubrí en el mismo sofá en el que yo estaba, parecía que nada iba a llegar a mis labios; y temía que su sonrisa global se fuese relajando, diluyendo, deslizándose hacia la mera
cordialidad. De repente recordé uno de los libros que releía aquellos días; estaba apoyado a mi lado.
Y allí estaban las palabras que quería que mis labios pronunciasen:
Toco tu boca, con un dedo toco el borde de tu boca, voy dibujándola como si saliera de mi mano, como si por primera vez tu boca se entreabriera…
Miré a mi alrededor, y estábamos solos en la salita. Recité todo el capítulo, en voz alta, tratando de hacerlo con la entonación, con la cadencia con la que se lo había oído recitar a Cortázar en una grabación.
Y después toqué su boca.
Y queriendo esconder mis manos tras su pelo, acaricié sus orejas apenas adornadas. Seguí la curva sensual de su cuello y deslicé mis dedos por su hombro; me entretuve en el hueco que su clavícula formaba. Superé el borde de aquel cóncavo hueco…
Y abandoné París de madrugada.
Sin amanecer aún, me fui de madrugada. De aquel viaje nunca he recordado más que aquel día y aquella noche. Durante años he vuelto a aquel momento. Y durante años he tratado de seguir los pasos de Michèle, coincidir con ella, saber lo que hacía, seguir su estela. Pero solo tenía su foto en el catálogo, un capítulo de Rayuela subrayado y, de vez en cuando, algún verso que me la recordaba. Michèle Lemieux seguía siendo aquella sonrisa absoluta que me enamoró; siempre la misma, indeformable; y desde el día siguiente que la conocí, siempre lejana.
Sabía que ella enseñaba ilustración en la universidad de Québec, en Montreal, muy lejos, a donde yo probablemente no iría nunca. Que era una mujer de prestigio, cuyos trabajos se exponían y se publicaban en muchos países europeos. Mi oficio me permitía estar al día sobre la producción literaria para niños y jóvenes. Aunque las obligaciones contractuales no me lo exigían, durante años, en mi trabajo, me mostré muy interesado en las novedades editoriales y en las agendas relacionadas con ellas. Solo tenía un objetivo: toparme con el nombre de Michèle Lemieux, descubrir que estaba
cerca y provocar un nuevo encuentro con ella. Me desesperaba la falta de noticias. ¿Acaso no existía? ¿Cómo era posible que ninguna editorial, ningún programa, ninguna exposición contase con ella?
Los años pasaban y el recuerdo de la noche en la que recité a Michèle el capítulo siete de Rayuela se iba llenando de detalles, como si el tiempo y la distancia se hubiesen vuelto locos: en lugar de borrarlos los hacían más concretos y prolijos. Los colores del sofá de la salita del hotel; el bastidor de la lámpara de la mesita que había a mi derecha, y el ejemplar de Rayuela iluminado por ella; mi mano izquierda sobre el respaldo del sofá cerca del hombro de Michèle; luego, en la habitación, las vetas de la madera del suelo; la ropa en una silla; el rayo de luz nocturna que se colaba por la abertura de la ventana y descansaba sobre la almohada de la cama…
Otro diciembre, a punto ya de cambiar de siglo, y como mi primer encuentro con Michèle Lemieux
también de manera casual, tropecé con un libro suyo: Noche de Tormenta. Estaba preparando un catálogo de literatura infantil para una actividad de animación a la lectura. Decenas de títulos pasaban ante mis ojos. En el de Michèle no habría reparado si su nombre no hubiese golpeado mi retina. Seguí con mi tarea como si aquel destello no hubiese llegado a mi cerebro; solo después de varios títulos y autores más, fui consciente de aquel intenso pero brevísimo centelleo: Michèle Lemieux, Michèle Lemieux.
Busqué reseñas y leí las pocas que encontré: dibujos sencillos; texto fascinante; fantasía frente a realidad; miles de preguntas; dudas existenciales; una pequeña obra maestra. Corrí a buscar un ejemplar. Tuve que intentarlo en varios sitios antes de conseguirlo, pero volví a mi casa con uno. El libro, en formato apaisado y tamaño cuartilla, estaba encuadernado en rústica, con la lomera forrada en tela negra. En las cubiertas se reproducía en tonos negros y azulados un paisaje nocturno de tormenta. En el centro de la tapa delantera había un recuadro amarillo; en su parte
superior aparecía impreso el título, y en la inferior el nombre de la editorial. Varias líneas que parecían trazadas a mano alzada encuadraban un dibujo de trazos sencillos, esquemáticos; y sobre él el nombre de Michèle Lemieux. La contraportada apenas ofrecía información sobre Michèle, y ninguna que yo no conociese.
Tenía en mis manos su libro, y después de tanto tiempo esperando un reencuentro no podía dejar de pensar que en él encontraría un mensaje.
Comencé a leerlo. En las primeras páginas las ilustraciones contaban la historia con un sencillo dibujo; el texto era innecesario: durante una noche de tormenta una niña se dispone a ir a dormir, se limpia los dientes, se despide de sus padres que están en la sala de estar…
Pero… ¡no podía ser! ¡Aquella era la salita del hotel de París! ¡Y Michèle estaba sentada en el sofá! Lo que se representaba en el centro de la cuarta página era lo que yo recordaba de la salita: el sofá, el reposapiés, la lámpara, un libro…, y nada más, como si un aire mágico aislase aquel rincón del resto del mundo. Yo no estaba, no era protagonista
de la escena. Eran otros personajes quienes acompañaban a Michèle: otro hombre se sentaba junto a ella; sus pies pegados a los de Michèle, los de ella descalzos, se apoyaban en la pequeña y mullida banqueta que había frente al sofá; por detrás una niña rodeaba el cuello de ambos, que acercaban sus cabezas a la niña, en cuya mejilla Michèle depositaba un beso.
¿Aquella niña era Darcia, a quien estaba dedicado el libro? ¿Era hija de Michèle? ¿Aquel hombre era su padre? ¿La ilustración era un mensaje para mí? Miré durante días aquel dibujo tratando de descubrir en él la respuesta a estas preguntas. Y acabé convencido de haber descifrado el mensaje que Michèle me enviaba: “no pienses en mí, yo no te busco”. Me quedé vacío. Durante ocho años había construido el plano afectivo de mi vida partiendo del recuerdo de aquella noche en París; durante ocho años había soñado con reanudar una aventura que en el mismo momento de iniciarse había quedado en suspenso. Y aquel mensaje cerraba definitivamente el camino.
Fue dura la verdad como un arado.
A partir de ese momento los detalles que durante años se habían ido adhiriendo a mi recuerdo del día que conocí a Michèle, fueron desapareciendo, o perdiendo definición, o adquiriendo otros perfiles. Poco a poco recuperaba imágenes que habían entrado a ocupar parte de mi memoria desde el deseo, desde la construcción inconsciente del contexto perfecto en el que había querido ubicar el venturoso milagro que me hizo conocer a Michèle. Y cada vez que desenmascaraba una de aquellas imágenes anheladas, pero virtuales, los lazos que me unían a Michèle se iban rompiendo; al mismo tiempo quebraba mi propia historia de aquellos ocho años. En el camino de vuelta que había iniciado, todo se hundía, y cuanto más atrás llegaba más deseos tenía de no haberlo iniciado. Pero no me detuve. Cuando llegué a la noche del cinco de diciembre de 1992, al momento en el que vi a Michèle Lemieux sentada a mi lado en el sofá, se desmoronó la base sobre la que había empezado a construir mi relación con ella: ninguna persona se sentaba a mi izquierda; lo que tenía al lado era el catálogo que yo acababa de dejar abierto por la página en la que Michèle aparecía retratada. ¡Me
había enamorado de una foto que solo recogía un momento efímero!
Me costó salir del depresivo sopor en el que caí. Después de mucho tiempo he logrado superar el secuestro emocional al que me sometió aquella fotografía de Michèle Lemieux. Lo he logrado sin renunciar a disfrutar de un milagro: el de un momento perfecto atrapado en la sonrisa que quedó inmovilizada en aquella imagen.
He vuelto a París y he colocado cada recuerdo en su sitio. Antes de marchar he venido al cementerio de Montparnasse y sobre la tumba de Cortázar he dejado el catálogo que adquirí en 1992; me quedo con el recuerdo, solo con el recuerdo de una sonrisa perfecta. Anoche copié el capítulo de Rayuela que tenía subrayado, y con las hojas manuscritas he dejado marcada la página en la que aparece Michèle. Y he añadido un mensaje. Cuando me alejo
imagino la sonrisa del cronopio que vela la tumba; quizás sonría por mi historia con Michèle, que acaba con el mensaje con el que le contesto: “ya tengo tu sonrisa; yo tampoco te busco”.
Anexo para TOCO TU BOCA
A lo largo del cuento aparecen algunas frases en cursiva. Lo que sigue son los poemas o las obras de donde se han tomado.
1.- Cómo no haber amado sus grandes ojos fijos…
Pablo Neruda: Veinte poemas de amor y una canción desesperada.
POEMA 20
Puedo escribir los versos más tristes esta noche.
Escribir, por ejemplo: «La noche está estrellada, y tiritan, azules, los astros, a lo lejos».
El viento de la noche gira en el cielo y canta.
Puedo escribir los versos más tristes esta noche. Yo la quise, y a veces ella también me quiso.
En las noches como ésta la tuve entre mis brazos.
La besé tantas veces bajo el cielo infinito. Ella me quiso, a veces yo también la quería.
Cómo no haber amado sus grandes ojos fijos.
Puedo escribir los versos más tristes esta noche. Pensar que no la tengo. Sentir que la he perdido.
Oír la noche inmensa, más inmensa sin ella. Y el verso cae al alma como al pasto el rocío.
Qué importa que mi amor no pudiera guardarla.
La noche está estrellada y ella no está conmigo. Eso es todo. A lo lejos alguien canta. A lo lejos.
Mi alma no se contenta con haberla perdido.
Como para acercarla mi mirada la busca.
Mi corazón la busca, y ella no está conmigo.
La misma noche que hace blanquear los mismos árboles. Nosotros, los de entonces, ya no somos los mismos.
Ya no la quiero, es cierto, pero cuánto la quise. Mi voz buscaba el viento para tocar su oído. De otro. Será de otro. Como antes de mis besos. Su voz, su cuerpo claro. Sus ojos infinitos.
Ya no la quiero, es cierto, pero tal vez la quiero. Es tan corto el amor, y es tan largo el olvido.
Porque en noches como ésta la tuve entre mis brazos, mi alma no se contenta con haberla perdido.
Aunque éste sea el último dolor que ella me causa, y éstos sean los últimos versos que yo le escribo.
2.- Que te quede bien claro, donde acaba tu boca ahí empieza la mía.
Mario Benedetti: Insomnios y duermevelas
¿Dónde empieza la boca?
¿En el beso?
¿En el insulto?
¿En el mordisco?
¿En el grito?
¿En el bostezo?
¿En la sonrisa?
¿En el silbo?
¿En la amenaza?
¿En el gemido?
Que te quede bien claro donde acaba tu boca ahí empieza la mía
3.- ¿Recuerdas aquel cuello, haces memoria…?
Miguel Hernández: El rayo que no cesa.
¿Recuerdas aquel cuello, haces memoria del privilegio aquel, de aquel aquello que era, almenadamente blanco y bello, una almena de nata giratoria?
Recuerdo y no recuerdo aquella historia de marfil expirado en un cabello, donde aprendió a ceñir el cisne cuello y a vocear la nieve transitoria.
Recuerdo y no recuerdo aquel cogollo de estrangulable hielo femenino como una lacteada y breve vía.
Y recuerdo aquel beso sin apoyo que quedó entre mi boca y el camino de aquel cuello, aquel beso y aquel día.
4.- Toco tu boca, con un dedo toco el borde de tu boca, voy dibujándola como si saliera de mi mano, como si por primera vez tu boca se entreabriera…
Julio Cortázar: Rayuela
Capítulo 7
Toco tu boca, con un dedo toco el borde de tu boca, voy dibujándola como si saliera de mi mano, como si por primera vez tu boca se entreabriera, y me basta cerrar los ojos para deshacerlo todo y recomenzar, hago nacer cada vez la boca que deseo, la boca que mi mano elige y te dibuja en la cara, una boca elegida entre todas, con soberana libertad elegida por mí para dibujarla con mi mano por tu cara, y que por un azar que no busco comprender coincide exactamente con tu boca que sonríe por debajo de la que mi mano te dibuja.
Me miras, de cerca me miras, cada vez más de cerca y entonces jugamos al cíclope, nos miramos cada vez más de cerca y nuestros ojos se agrandan, se acercan entre sí, se
superponen y los cíclopes se miran, respirando confundidos, las bocas se encuentran y luchan tibiamente, mordiéndose con los labios, apoyando apenas la lengua en los dientes, jugando en sus recintos donde un aire pesado va y viene con un perfume viejo y un silencio. Entonces mis manos buscan hundirse en tu pelo, acariciar lentamente la profundidad de tu pelo mientras nos besamos como si tuviéramos la boca llena de flores o de peces, de movimientos vivos, de fragancia oscura. Y si nos mordemos el dolor es dulce, y si nos ahogamos en un breve y terrible absorber simultáneo del aliento, esa instantánea muerte es bella. Y hay una sola saliva y un solo sabor a fruta madura, y yo te siento temblar contra mí como una luna en el agua.
5.- Fue dura la verdad como un arado.
Pablo Neruda: Canto General
América insurrecta
Nuestra tierra, ancha tierra, soledades, se pobló de rumores, brazos, bocas.
Una callada sílaba iba ardiendo, congregando la rosa clandestina, hasta que las praderas trepidaron cubiertas de metales y galopes.
Fue dura la verdad como un arado. Rompió la tierra, estableció el deseo, hundió sus propagandas germinales y nació en la secreta primavera. Fue callada su flor, fue rechazada su reunión de luz, fue combatida la levadura colectiva, el beso de las banderas escondidas, pero surgió rompiendo las paredes, apartando las cárceles del suelo.
Patria, naciste de los leñadores, de hijos sin bautizar, de carpinteros, de los que dieron como un ave extraña una gota de sangre voladora, y hoy nacerás de nuevo duramente, desde donde el traidor y el carcelero te creen para siempre sumergida.
Hoy nacerás del pueblo como entonces. Hoy saldrás del carbón y del rocío. Hoy llegarás a sacudir las puertas con manos maltratadas, con pedazos de alma sobreviviente, con racimos de miradas que no extinguió la muerte, con herramientas hurañas armadas bajo los harapos.
Sepulturas de Carol Dunlop y Julio Cortázar en el cementerio de Montparnasse, París Flores, tickets de metro, dibujos, guijarros… sobre la tumba de Julio Cortázar