Historia de Lisboa

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literatura de kiosko 8

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ediciones RaRo


literatura de kiosko 8

historias de Lisboa José P. González Carlos Serrano Jesús Ardoy Belén Portilla João Godoy Rakel Rodríguez Isabel Muñoz Chloé Martínez fotos: Chloé Jaén, febrero 2004

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recuerdos de una Lisboa que tal vez nunca existió José P. González Mar me ha llamado esta mañana para decirme que Joaquim Costa está enfermo y he ido enseguida a verlo. Hace tiempo que no sé de Joaquim, ahora vive en un bajo de la Calçada da Brica Grande. Me ha bastado ver el portal de la casa para saber que Joaquim anda en la más miserable de las ruinas. Huele a vacío, derrota y abandono. Mar me abre la puerta, a pesar de su belleza salvaje, está extremadamente delgada y sus ojos están ojerosos y hundidos. En los seis o siete meses que llevo sin verla ha envejecido deprisa. Mar es joven, como todas las mujeres de Joaquim, y terminará como todas sus mujeres; ajada, cansada y sola, preguntándose en qué momento se torció todo. Joaquim está en el salón, encogido en un sillón rajado, envuelto en una manta tosca de esas que se utilizan para las mudanzas. Joaquim da un trago largo a una botella de bagaço y mirándome como si no hubiera pasado más de seis meses sin vernos, me pide un cigarrillo. He sacado un Suave, se lo he acercado y me he sentado en una silla desvencijada. Hace frío y la única ventana del salón debe de dar a un patio oscuro y húmedo, ya que no son más de las doce de la mañana y hay que tener la luz encendida para poder vernos las caras. Joaquim saca su brazo huesudo y amarillento de debajo de la manta y me alarga la botella. Doy un buen tiento a la botella y el bagaço quemándome la garganta me trae a la cabeza cómo conocí a Joaquim. Yo no llevaba más de una semana en Lisboa. Mi único equipaje eran libros, muchos libros: «O Milagre Segundo Salomé» de José Rodrigues Miguéis, el «Manual de inquisidores» de Antonio Lobo Antunes, «Historia del cerco de Lisboa» de José Saramago, «Lisboa, diario de a bordo» de José Cardoso Pirés, la «Oda marítima» de Fernando Pessoa, libros de Eça de 2

Queiroz, Ferreira de Castro… y una beca universitaria para realizar un trabajo sobre literatura portuguesa. Dedicaba mi tiempo a pasear, leer en el Jardín Botánico y a curiosear en las librerías de viejo que se encontraban en las calles adyacentes a la Praça Largo Trindade de Coelho. Compraba sobre todo poesía portuguesa y uno de los libros que más me sobrecogió fue «Em Baixo» de Joaquim Costa. Su poesía, su modo de pensar y de sentir no tenía nada que ver con el mío. Pero sus terribles e inquietantes versos, llenos de nihilismo y desilusión, hablaban de la muerte, de la vida y del amor como nunca había oído hablar antes. Intenté hacerme con más libros de Joaquim Costa pero todo lo tenía publicado en pequeñas editoriales ya desaparecidas y eran inencontrables. Pero a los pocos días, en la librería de la Calçada do Duque me lo presentaron. Muy amablemente me llevó a su casa, me regaló un par de libros, me presentó a Linda, una hermosa brasileña con la que convivía desde hacía dos años y me habló de la literatura portuguesa que no iba a encontrar ni en los manuales al uso, ni en las revistas subvencionadas. Aquel día lluvioso de otoño acabamos los tres, Joaquim, Linda y yo, borrachos de ginja y bagaço viendo desde el Castelo de San Jorge cómo se despertaba Lisboa. Desde aquel momento mi vida giró en torno a Joaquim. Al día siguiente dejaba mi confortable alojamiento en la pensão «Ninho das Águilas» en la Costa do Castelo y me trasladaba a una habitación en una casa de una familia argelina amiga de Joaquim, donde el bullicio, los aromas exóticos y la sensualidad eran algo cotidiano y entrañable. Joaquim me venía a buscar todas las mañanas, y después de desayunar en cualquier tasca de Alfama me arrastraba a una Lisboa de la que me enamoré perdidamente. Una Lisboa que se dejaba recorrer como una amante joven, mimosa y solícita. Una amante de calles laberínticas, que suben y bajan, que bajan y suben a su antojo. De colores, de tranvías, de jardines decadentes y miradouros donde la mirada y la imaginación acaricia curvas, reflejos y rincones. Una amante de azulejos y fachadas donde el paso del tiempo y la saudade han dejado su huella. Una amante con un río Tajo que silencioso y 3


majestuoso deja hacer. Una amante impura, que se deja acariciar por obreros y turistas, por amas de casa y camellos, por taberneros y cantantes de fados, por limpiabotas broncos y mujeres de piel brillante y cuerpo felino. Una amante que se abre por sus siete costados a quien se ofrezca pero que te pide fidelidad extrema. Las toses broncas de Joaquim me sacaron de mis recuerdos. —¿En qué piensa mi viejo amigo?, siempre tan ausente, tan absorto en sus ilusiones y sus sueños, que se olvida de amigos, nombres, fechas y direcciones. —En viejos recuerdos que el paso del tiempo no ha podido borrar. ¿Cuándo nos conocimos? ¿Hace diez años, quince? Yo tenía veintitrés años, entonces hace más de diez años. Trece años. —Buenos tiempos aquellos pero ahora el tiempo nos ha vencido, ahora vivimos sólo del pasado, no tenemos presente y mucho menos futuro. Estoy tan viejo, cansado y aburrido que todo me importa mucho menos que antes. Nada, menos que nada. Nada importa— ha dicho Joaquim con ese gesto que le reconozco, con ese gesto de cuando el alcohol le está venciendo: un balanceo leve de la cabeza, con la mano derecha sujetándose la frente. —Deberías dejar de beber una buena temporada— le he dicho y nada más salir las palabras por mi boca me he arrepentido. Mar ha gritado desde la cocina que lleva así cinco días, tumbado en el sofá sin hacer otra cosa que beber sin apenas probar bocado. —Me alegra, me gusta que tengas todavía recuerdos porque la gran derrota es olvidar— me dice Joaquim antes de darle otro trago a la botella. —Yo nunca podré olvidar aquellas mañanas de martes y sábados en la Feira da Ladra, conversando con chamarileros, ladrones de poca monta, anticuarios, artesanos, jipis, turistas despistados. Y que acababan invariablemente en el bairro 4

Estrela d’Ouro bebiendo vino y riéndonos de nuestra propia sombra o en La Mouraria liándonos con las mujeres más hermosas del mundo. Y cómo me voy a olvidar del bacalhão y el vinho verde en las casas de pasto de Graça compartiendo esperanzas y bagaço con anarquistas, estudiantes o obreros. Y aquellas maravillosas tardes en los miradores, inventándonos las vidas de la gente que pasaban por allí. Y las noches en la Rua da Atalaia, felices, borrachos, gastándonos un dinero que no teníamos en mujeres y vino blanco. Son parte de mi vida y las llevo grabadas en todos los poros de mi piel. No olvido Joaquim, no olvido. —Pero esa Lisboa que te gustaba, esa Lisboa de tranvías, de trenes con compartimentos para fumadores, de tiendas de barrio, de tascas con vino tinto de tonel, de rincones románticos, de hermosas mujeres… tienen las horas contadas. El diseño, lo moderno, lo aséptico, lo sano, lo limpio, lo democrático, están arrinconando sin piedad, sin remisión, esa Lisboa que vivimos y disfrutamos. —Siempre quedan resquicios. —Y una mierda. No seas iluso, hemos perdido otra batalla más, ahora les están educando para comer con los ojos, para no hablar con tipos de barba sin rasurar, para decorar las paredes de sus casas de diseño con estúpidos y absurdos adornos, para leer basura escrita por grises funcionarios y tipos encorbatados sin callos en el culo. Les están educando para beber sin emborracharse, para comer sin engordar y para amar sin mancharse. Y lo han conseguido, viejo amigo, han vuelto a vencer. Otra batalla más perdida, sin luchar, sin ni siquiera presentarse a la lucha, huyendo, renunciando a la batalla no más intuir pelea, era lo que llevaba Joaquim arrastrando toda su vida. Su último poemario, «No», hablaba de todas aquellas batallas perdidas de las que se retiró nada más intuir que iban a ganar los de siempre. De esto hacía más de tres años y Joaquim dejó de escribir porque llegó a la conclusión de que ya no tenía nada que decir o tal vez porque no tenía quien le escuchara. 5


—Tal vez bebes demasiadas cervezas, fumas demasiados cigarrillos y te quejas más de la cuenta— le he dicho a Joaquim parafraseando un poema de «No». —Tal vez. —Sabéis lo que me apetece— ha dicho Mar saliendo de la cocina —que esta noche salgamos los tres a cenar por ahí y disfrutemos del pasado, del presente y del futuro, estoy hasta los ovarios de la tristeza, de la derrota, de estas cuatro malditas y húmedas paredes. Esa es la Mar a la que reconozco, la que nos levantaba a tirones de la cama para que el domingo no fuera un día perdido por culpa de la resaca. Y los tres nos íbamos a comer marisco y pescado a Sesimbra, Ericeira o Estoril. Y paseábamos por la tarde por sus calles y soñábamos con tener una pequeña barca pesquera para recorrer aquellos puertos. —Todavía me acuerdo de aquel restaurante caboverdiano de Alfama donde íbamos todos los San Antonio. Creo que es un buen sitio para cenar. ¿Os acordáis de él? —Claro, claro que sí, es un buen sitio— dice Mar acurrucándose en Joaquim. Joaquim no ha dicho nada, ha dado un trago a la botella y ha mirado a otro lado para que no viera las lágrimas acumularse en sus ojos. Nunca he visto llorar a un viejo, he pensado. Mar le ha quitado la botella a Joaquim y le ha besado con cariño. Hemos seguido hablando pero ahora el peso de la conversación lo ha llevado Mar y todo ha tomado un cariz más optimista. Mar me cuenta aspectos de su trabajo en la radio, de las últimas manifestaciones de estudiantes, de los libros que ha leído… Joaquim sólo participa cuando hablamos de Wim Wenders. Se hicieron buenos amigos y Joaquim le ayudó a localizar unos cuantos interiores que salen en «Lisboa Story». Joaquim se retira a descansar un rato. Cuando nos hemos quedado solos Mar me ha contado cómo les va la vida. Peor de lo que imaginaba. No he querido quedarme a comer pero hemos quedado a las diez para cenar. Le he dejado a Mar algo de dinero y he vuelto a mi casa con una sensación de tristeza que sólo he 6

conseguido aliviar con orujo y algo de lectura. Paso el resto de la tarde en la Librería Española de la Rua Serpa Pinto. Son las once de la noche y escribo estos viejos recuerdos esperando que Joaquim y Mar aparezcan. Ya sé que no van a venir. Mejor, del viejo restaurante que conocíamos sólo quedan los recuerdos; un pequeño corcho con fotos de familiares y amigos, y las repisas de cristal con botellas de vino. Ahora tienen televisión, camareros de uniforme pulcro, carta y aires de grandeza. Ceno, consigo que me vendan una botella de grog y me voy al jardín de Julio de Castilleo donde me quedo mirando un Tajo inmenso. Debe estar lloviendo en la otra orilla.

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el inglés de Lisboa Carlos Serrano

Frente al puerto, donde se compran los billetes del ferry para cruzar el Tajo, antes de llegar a las docas y cerca de la estación del tren que te lleva a Estoril está el bar Inglés de Lisboa. Recuerdo la primera vez que entré en él, con sus asientos tapizados en piel, sus mesas y su «barman» con chaleco. Intenté sin éxito comprar unos Montecristo en un estanco cercano y rechacé unos puros del país, desconocidos para mí, que me ofrecía la estanquera, así que regresé y me contenté con una bica. Era verano, se celebraban unos campeonatos mundiales de atletismo que nos habían mantenido más tiempo del deseado en el hotel pegados al televisor, esperando ese salto de longitud de un joven atleta asturiano con nombre de apóstol que acabaría con la hegemonía de Iván Pedroso. No pudo ser, no hubo milagro, el cubano volvió a demostrar que es el mejor. Así que llegamos al Inglés cuando estaba anocheciendo, bajábamos por una rua que desembocaba junto al bar en ese momento en que la última luz de la tarde se mezcla con la primera de la noche, en ese momento en el que si es verano no veo más allá de uno o dos metros. Debe ser un fenómeno paranormal. Abandoné esa circunstancial ceguera a la misma puerta del bar. Era como un sueño. En su interior sólo había dos «guiris», uno se olvida de que cuando sale de su país automáticamente se convierte en «guiri», y el camarero, por lo que nos juntamos cuatro «guiris» y el susodicho camarero. Solos. Pero si me hubieran dicho que me iba a encontrar a la Señorita Marple haciendo calceta y contando cosas de su pueblo, lo hubiera creído, si me hubieran contado que esos asientos de cuero habían inspirado el atrezzo de alguna película de Hitchcock, tampoco lo hubiera dudado. O que El Duque nos iba a deleitar con Heroes y el pirata de Keith Richards se iba a acodar en la barra y maldecir al maldito Jagger. Imaginé que la Dama de Blanco de Wilkie Collins, leído y releído por Borges, se asomaría por el cristal de la puerta y 8

casi se toparía con uno de los asesinos artistas ideados por De Quincey. Y entonces me acordé de Bogarde, de la decadencia de Venecia en su muerte y aquella decadencia me llevó de nuevo a la capital lusa. Estaba en Lisboa. A pesar de la atmósfera que se respira en ese bar, estaba en Lisboa y no en England. Deseché pues a Bowie, a Hitchcock y al mismísimo Juanito el Andariego y creí más probable que en cualquier instante cruzase por la puerta e incluso entrase en el bar María la Portuguesa llorando al marinero que al langostino se fue. Sólo que ella no sabe que en realidad no se fue al langostino, embarcó y va de puerto en puerto visitando a esas mujeres cuyo nombre lleva tatuado en un pecho imaginario. Ella no ha conseguido escapar de los labios de Carlos Cano y Amalia Rodrigues, así que nadie le ha cantado la del barquero, que su marinero está dando la vuelta al mundo para engarzar otra anilla en su lóbulo. Y frente al Tajo, que desde el Inglés parece el mar en vez de un río, comenzaron a desfilar ante mí otros marineros y otros barcos. El capitán Nemo y su «Nautilus» regresando de su Isla Misteriosa para hacer escala en el bar y tomar un scotch, que no sólo de ron vive el marino, y el capitán Ahab, con los ojos desencajados y un largo arpón en la mano persiguiendo a la gran ballena blanca, esa Moby Dick que de una manera u otra todos llevamos dentro y a la que también perseguimos incapaces de darle caza. Y vi a Gregory Peck y me dije que éste se había colado en el bar, porque ni era marinero, ni era inglés, ni estaba en Portugal. De repente apareció Spencer Tracy, del que no me extrañé de que acudiera al bar, que iba tras un gran pescado allá por Cuba, dando vida a un pescador en una obra que salvó del olvido a Hemingway, de quien tampoco me extrañó que estuviera en un rincón del bar bebiendo whisky como en la barra de Chicote. Y reapareció Tracy, sólo que ahora era un pescador portugués cantando una canción de un pescadito a un mozalbete maleducado y llorón. Y Smelt, huyendo de Dustin HoffmanGarfio y soñando con ser ese hada con alas que es la novia de América y que conquistaba a Peter Pan. Y Marlon Brando embarcando 9


en la «Bounty» diciéndole a Trevor Howard que se jubile. Y Bogart interpretando a Trevor y la «Bounty» convertida en el «Caine»… Yo no entendía, pero al final caí. En un país en el que no se lee conocemos estas obras y a sus protagonistas por el cine y nos creemos que hemos leído la novela porque hemos visto la película. Cultura cinematográfica e ignorancia literaria. Pobres Verne y Melville. ¡Viva jolivud! Miré al «barman» y a los «guiris», recorrí la barra con la mirada y menos mal que en aquel preciso instante atravesó el umbral la última leyenda, Corto Maltés. El único de esos marinos que seguro conoce el inglés de Lisboa, porque se lo dijo Hugo Pratt o porque cuando le sobrevivió se perdió una temporada en este refugio lisboeta, lejos de Malta y de los Mares del Sur. No pudimos quedarnos con El Corto. Se marchó él o nos fuimos nosotros. Pagué unos escudos y unos céntimos por un par de cafés. Dejamos allí al «barman» y a los «guiris», su barra metálica, sus mesas y sus asientos tapizados de piel y retomamos la misma rua, esta vez en dirección ascendente hacia al Chiado, hacia el Brasileira, en cuyo exterior resiste Pessoa de una pieza los flashes de los turistas. De ahí seguimos a la espalda del Tavares, donde puedes encontrar desde un restaurante típico portugués, a un caboverdiano, un árabe o el mejor italiano que por aquellas fechas decían había en Lisboa y donde las casas de fado se ofrecen al visitante dejando escapar su lamento al entreabrir las puertas. No voy a descubrir esta ciudad a quien no la conozca, pero yo algunas veces siento el impulso de montarme en el coche y conducir hasta ella, hasta el final del río, para tomar un buen café, fumar un habano y perderme en sus calles. Y por supuesto, visitar el bar Inglés, frente al puerto. No me importará que esté semivacío, porque sé que tarde o temprano se llenará, de ingleses, de marinos, da igual. Alguien me preguntó una vez si conocía el inglés de Lisboa. Y yo pensé, el Tajo, Tajes, Tajesis, Támesis, Lisbon, London. ¿El inglés de Lisboa? Claro que sí. 10

Alfama, septiembre de 2001 Jesús Ardoy

Llegamos en avión desde Milán y de repente se nos presentó la ciudad. Lisboa estaba ante nosotros. Se mostraba como una mujer que se sabe hermosa. Estábamos a su merced. Rendidos de antemano a ella. Sólo pudimos emitir un ligero suspiro, porque las palabras sobraban. Sobrevolamos el puente 25 de Abril e íbamos admirando el río Tejo, luminoso e imponente en su desembocadura hacia el Atlántico. Ya deslumbró a los fenicios, y ahora nos deslumbraba a nosotros. Al llegar al aeropuerto, cogimos un taxi y nos dirigimos al barrio de Alfama. Allí nos íbamos a alojar durante cuatro días, y, desde allí, conoceríamos el resto de esta formidable ciudad y llevaríamos a cabo nuestro «trabajo». El «trabajo», consistía en convencer a un tipo de que pagara lo que debía. Así de fácil. Y así de difícil algunas veces. Ya sé, ésta no es una profesión muy bien vista, pero, ¡no seamos hipócritas!, todos hemos tenido ganas, en alguna ocasión, de matar a alguien. Pero esto es algo muy serio. No hay vuelta atrás. Y no lo puede hacer cualquiera. Mucha gente piensa que los que nos dedicamos a esto no tenemos sentimientos, que somos unos desalmados, y se equivocan. También tenemos sentimientos, sensibilidad, emociones y aficiones…pero esa es otra historia. Voy a lo que nos concierne ahora, qué es lo que ocurrió en Lisboa, nuestra Lisboa, durante esos días. El tipo en cuestión, era el dueño del más lujoso local de fado del barrio alto lisboeta. El típico mierdecilla que partió de cero y se había convertido en uno de los personajes más ricos e influyentes de Lisboa. Muchos negocios y trapicheos de alto nivel. Lo del local de fado pasó a ser sólo un entretenimiento, una afición, un lugar donde llevar a sus amigos y amigas. Pero, ¿en qué se equivocó este pez gordo? pues, en que se pasó de listo con otros peces tan gordos o más que él. Al gran 11


hombre, además del fado, le gustaban: las mujeres —cuanto más jovencitas, mejor—, la cocaína —cuanto más pura, mejor—, el juego —cuanto más se apostaba, mejor—, etc., etc… Empezó a codearse con mafiosos, políticos corruptos, y hasta con algún que otro obispo aficionado a todo lo anteriormente mencionado. Iba a jugar a Montecarlo e incluso a Las Vegas. Se encamaba con niñas en París, Amsterdam o Madrid, y compraba la coca por kilos a sus amigos gallegos. Llegado a este punto, el dinero fresco comenzó a escasear. ¿Cuál era la solución?; pedir prestado. ¿A quién?; a sus amigos mafiosos, políticos, traficantes e incluso al obispo. Pero, como suele pasar en estos casos, los pagos —con intereses—, comenzaron a demorarse más de lo estipulado. Algunos de sus «amigos», se mosquearon y no le concedieron más «préstamos», pero hubo otros, «no tan amigos», que se mosquearon más aún — las cantidades eran mayores—, y querían cobrar a toda costa. Ahí es donde entramos nosotros. Y teníamos cuatro días para obtener el dinero o…la carne. El taxi nos dejó en la puerta de la catedral y nos dirigimos con las maletas hacia nuestro hotel. El «Sé Guesthouse», estaba en una calle situada detrás de ésta (Sé), en pleno barrio de Alfama. En el primer piso de una vivienda antigua. Era limpio y discreto, justo lo que buscábamos. Nos dimos una ducha y salimos con un humor excelente a la calle. Hacía un día precioso y decidimos subir hasta el Castélo São Jorge. La panorámica desde aquí es impresionante. El río Tejo brilla y las barcazas que lo cruzan no paran de dar viajes. Alfama, debajo de nosotros, con su batiburrillo de calles y casas con ropa tendida. Más abajo, la Praça do Comercio, casi adentrándose en el río. Y, mirando hacia el noroeste, la Praça de Pedro IV (Rossio), el elevador de Santa Justa, la Iglesia do Carmo y el barrio alto. Nuestros estómagos pronto nos anunciaron la llegada del medio día, así que comenzamos el descenso en busca de un lugar para comer. Fuimos callejeando sin rumbo fijo, guiándonos por el instinto y por el hambre. 12

Fue al pasar por la «Casa de Pasto O’Eurico», en la Rua Largo de Sao Cristóvão, que un intenso olor a sardinas llegó hasta nuestra nariz. Una espléndida barbacoa era la culpable de que nuestra boca se hiciera agua por momentos. Nos fuimos derechos hacia la puerta del bar como hipnotizados por ese agradable olor. Los parroquianos eran en su mayoría trabajadores y jubilados, todos ellos adictos a la cocina de este entrañable lugar. El salón era bastante pequeño, así que las mesas estaban colocadas de manera que se aprovechara el espacio lo mejor posible. Probamos las sardinas, y, puedo decir sin temor a equivocarme, que pocas veces he comido unas sardinas tan buenas como esas. Volvimos al hotel a dar una cabezadita. Más tarde iríamos a casa del señor Ferreira —que así se llamaba el tipo—, a hacerle una visita de cortesía. El tipo tenía varios domicilios en Lisboa y Estoril, pero el que más frecuentaba era el ático del número cinco de la Praça da Figueira, en pleno centro de Lisboa, donde tenía su oficina. A eso de las seis de la tarde nos presentamos allí. Abajo estaba abierto, así que subimos en el ascensor hasta el ático. Era un edificio lujoso, de principios del siglo XX, con calefacción en el portal, moqueta y portero —que en esta ocasión no estaba por allí—. Llamamos al timbre y esperamos. Estas esperas siempre son un poco tensas, pero nosotros ya estábamos acostumbrados a estas situaciones. Lo importante es mantener la calma y la sangre fría. Aunque a veces es muy desagradable que un tipo se te ponga a llorar de rodillas y cosas así. Entonces me entra la mala leche y prefiero acabar de una vez. Hasta para morir habría que tener un poco de dignidad. Abrió la puerta una mujer de mediana edad, con traje de chaqueta y pinta de pocos amigos. —Buenas tardes, ¿En qué puedo ayudarles? —Hola, buenas tardes, ¿sería posible hablar con el señor Ferreira, por favor? —¿Tienen ustedes cita con él? —Pues no, pero es importante que hablemos con él. Es algo urgente. 13


—Lo lamento señor, pero sin cita es imposible. —¿Y no podría usted decirle al señor Ferreira que hemos venido y que nos gustaría verle mañana? Aquí tiene nuestra tarjeta. Hay un teléfono de contacto. —De acuerdo, veré que puedo hacer. Salimos de allí un poco cabreados por habernos pegado el viaje en balde. Pero no nos cabía duda de que el fulano acabaría llamando cuando viera la tarjeta, y pronto. Entramos en una cafetería de la Praça da Figueira llamada Tentaçao. Había una variedad en dulces alucinante y el café estaba exquisito. Seguimos paseando en dirección a la Praça do Comercio por la Rua Augusta. Es una calle muy animada con muchas tiendas y restaurantes. Al llegar al arco del triunfo que da acceso a la plaza, sonó el móvil. ¡Por supuesto, era el señor Ferreira! Parecía algo nervioso. No era para menos. Seguro que al ver nuestra tarjeta se meó en los pantalones. Bueno, en realidad en la tarjeta venía el nombre de nuestro jefe, el señor Luca Torelli… Un mafioso de mucho cuidado y un tipo duro donde los haya. Conoció a Ferreira en Lisboa, en una fiesta organizada por un «club» de la ciudad. Compartían la afición por las menores de edad, la coca y el juego. El señor Torelli invitó a Ferreira a su casa de Milán y se corrieron juntos varias juergas por todo lo alto. Luego hicieron varios negocios juntos; trata de blancas, tráfico de cocaína, etc., etc… Hasta que el señor Ferreira empezó a perder mucha pasta en el juego. Entonces vinieron los préstamos, los saquitos de coca fiada, incluso le mandó una niñita de la que nunca más se supo. El señor Torelli empezó a mosquearse. Pero cuando se puso furioso fue cuando Ferreira le propuso un negocio inexistente. Necesitaba dinero de Torelli para adelantárselo a unos colombianos. Le devolvería el triple de lo prestado en unos días. Los días se convirtieron en semanas, y las semanas en meses. Entonces Torelli le dio un ultimátum. O pagas en una semana o te mando a mis chicos a recoger el dinero. Ferreira quería concertar una cita para esa misma noche. Tartamudeaba un poco y eso es siempre mala señal. Quedamos para cenar en el restaurante «Brasuca», en el barrio alto, así 14

que fuimos al hotel a darnos una ducha y a ponernos guapos para la ocasión. Decidimos ir dando un paseo. Bajamos desde Alfama hasta el barrio de «Baixa» y de ahí fuimos subiendo hasta la Rua da Misericordia, y, un poco más arriba, hasta la Rua da Atalaia. Estábamos disfrutando de lo lindo con el paseo. El barrio alto nos gustaba tanto como Alfama, aunque aquí se notaba una animación especial; muchos bares de copas y restaurantes. Camellos y prostitutas. Locales de fado para turistas y clubes selectos. Nos encontrábamos en nuestra salsa paseando por allí. Al fin llegamos al restaurante diez minutos después de la hora acordada. El señor Ferreira ya estaba allí, tomando un vino en la barra y con cara de preocupación. Nos presentamos estrechándonos las manos cordialmente, como viejos amigos. Pasamos al comedor. Nos tenían reservada una mesa. Sólo había otras tres mesas ocupadas, pero la nuestra estaba lo bastante separada como para poder hablar con tranquilidad. Pedimos bacalao al horno —por recomendación del señor Ferreira—, y lo acompañamos con vinho verde. Luego fuimos al grano. —El señor Torelli está muy disgustado con usted, señor Ferreira. Es mucho dinero el que le debe y no sólo eso, también está el asunto de la chica que desapareció. Si la encontraran, el señor Torelli podría tener problemas. —Lo sé, lo sé, pero necesito un poco más de tiempo. Díganle a Luca que dentro de dos semanas tendrá su dinero con intereses. Y por la chica que no se preocupe. El ácido sulfúrico no deja ni un pedacito. —El señor Torelli le da cuatro días para conseguir el dinero. Ni uno más. No podemos regresar sin el dinero. Y ya conoce usted al señor Torelli, si no hay dinero tenemos que llevarle alguna otra cosa a cambio. El señor Ferreira se puso blanco como la cal. Sabía cómo se las gastaba Torelli. Nos despedimos en la puerta del restaurante. El señor Ferreira nos prometió que haría lo posible por tener el dinero pero que quería hablar con el señor Torelli. Le dimos el 15


número. El domingo por la tarde habíamos quedado en la puerta del jardín botánico para recoger el dinero… —Quisiera hablar con el señor Luca Torelli. —Un momento por favor. —¿Sí, dígame? —Luca, soy yo, Wilson Ferreira. —¿Qué hay Wil?, ¿hablaste ya con mis chicos? ¿qué has decidido? —Mira Luca, necesito algo más de tiempo, ya sabes cómo son estas cosas. Estoy esperando un dinero para dentro de dos semanas, y en el peor de los casos vendería el local de fado. Pero necesito tiempo. —Wil, sabes que aunque vendieras el local no tendrías para pagarme. Es mucho dinero el que me debes, y además me mentiste. Búscame ese dinero aunque sea de debajo de las piedras para el domingo por la tarde, Wil. No habrá más aplazamientos. Adiós. Tenía que pensar y rápido, pero, ¿de dónde coño iba a sacar yo casi un millón de euros en tres días? La cosa se había puesto fea. Podía llamar a los gallegos para que me fiaran coca por ese valor, pero no, también les debía dinero. Por más que buscaba soluciones no las encontraba. Al final me convencí de que la única solución era adelantarme a Torelli o huir… Volvimos a Alfama paseando, disfrutando de cada calle y de cada plaza. En la Rua do Milagre de Santo Antonio, entramos en un local llamado «Chapitó». Había buena música y bastante animación. Un lugar curioso. Es una escuela de circo y centro de animación alternativo. Con restaurante, terraza, local de ensayo, y un cibercafé en la planta baja. Nos tomamos una copa y nos fuimos al hotel. Yo sabía de alguien que no dormiría bien esa noche… Había mandado seguir a esos dos matones a la salida del restaurante. Se alojaban en un hotel de Alfama. Al menos podía 16

seguir sus pasos al igual que ellos seguirían los míos. Pero, ¿qué podía hacer? No podría conseguir todo el dinero en tan poco tiempo y de todas formas no estaba dispuesto a pagarle esa cantidad al muy hijoputa. Lo mejor sería perderse durante un tiempo. Luca se olvidaría de mí en un par de años y, de todas formas, en Lisboa ya no tenía nada que hacer. Mejor sería cambiar de aires. Brasil. Sí, sería estupendo. Me iría a Brasil y empezaría una nueva vida. Ya lo estaba viendo; las playas, el sol, bellas mujeres. Abriría un local para turistas… Pero también tenía que encargarme de los dos matones. Les haría creer que estaba intentando conseguir el dinero, y acudiría a la cita del jardín botánico, pero habría sorpresas. Esa mañana me dirigí al Banco de Portugal. Fui caminando, para que esos dos pudieran seguirme sin problemas. Quería que me vieran entrar en el banco y salir tan tranquilo con mi maletín lleno de dinero. Pensarían que era para ellos. Así fue. Mis escoltas me informaron de que me seguían. Todo iba bien. En el banco se sorprendieron un poco de que sacara todo mi dinero. Hasta el director salió a saludarme y a preguntarme si había algún problema. Salí con el dinero y me dirigí a la oficina. Lo metí en la caja fuerte y busqué en Internet un vuelo para el lunes a Río de Janeiro… —Sí, así es, fue al Banco de Portugal esta mañana y salió con un maletín, señor Torelli. Parecía tranquilo. —No os fiéis de ese perro de Ferreira. No lo perdáis de vista e informadme de todo lo que haga, ¿de acuerdo? —Sí, señor Torelli, así lo haremos. Habíamos seguido a Ferreira hasta su oficina. Un largo paseo que nos había abierto el apetito a los dos. Fuimos paseando hacia la Praça do Comércio y, en la esquina de la Rua da Prata, encontramos un restaurante que tenía buena pinta. «Martinho da Arcada», se llamaba. Con maderas antiguas, mesas de mármol, etc… Por lo visto aquí recalaba Fernando Pessoa al salir de la oficina en la que trabajaba. Comimos muy 17


bien y barato. Luego fuimos a coger el tranvía de Alfama. Uno de esos pequeños tranvías de madera con tanto encanto que en la mayor parte de Europa se encargaron de eliminar por «poco prácticos» o «anticuados». Después de una breve siestecita, nos dirigimos de nuevo a la Praça da Figueira para vigilar los pasos de nuestro hombre. No tardó mucho en aparecer. Esta vez cogió un taxi. Nosotros cogimos otro y, como en las películas de Hollywood, le seguimos a cierta distancia. Llegamos al barrio de Belém. El taxi paró a mitad de la avenida Torre de Belém. Esperamos a cierta distancia. Entonces Ferreira se bajó y entró en una lujosa casa de la avenida. Bajamos del taxi y comprobamos la dirección. Nº 44, Villa María. Llamamos al número de información telefónica y averiguamos que el dueño se llamaba João De Moraes. El señor Torelli no le conocía. Tendría que informarse. —¿Cómo estás Wilson?, hace mucho tiempo que no hablábamos. —¿Qué tal João? Sí, el tiempo corre, pero te encuentro cada vez más joven. —Bueno, siéntate, ¿qué es eso tan importante de lo que querías hablarme? —Pues verás, João, ¿recuerdas que durante algún tiempo quisiste comprarme el «Luso»?, ahora estoy pensando en vender. No, no es que no funcione bien, al contrario, pero yo ya no tengo la energía de antes. No puedo estar allí controlándolo todo. En definitiva, me he cansado. Voy a tomarme las cosas con más calma. Si aún te interesa te puedo hacer un buen precio. —Bueno Wilson, me coges un poco por sorpresa, pero escucharé tu oferta. —Será tuyo por setecientos mil, y no puedo bajar de esa cantidad. Sabes que vale más. —De acuerdo, Wil, sabes que quiero ese local hace años. No sé por qué coño lo vendes ahora, tú sabrás, pero acepto. —Si no te importa prefiero el dinero en mano, lo haremos el lunes a primera hora. —Está bien, está bien, no sé en que andas metido Wilson, pero ten cuidado. 18

—No te preocupes por mí. Hasta el lunes entonces. —Hasta el lunes, Wil. Perfecto. Todo iba a pedir de boca. Con el dinero del local y el del banco, tendría suficiente para vivir de la hostia en Brasil. El lunes a mediodía había un vuelo. Una vez montado en ese avión no tendría de qué preocuparme. Mañana llamaré a Torelli para decirle que he conseguido el dinero. ¡Ese cerdo asqueroso pensaba que iba a acojonarme! ¡Me gustaría ver su cara el lunes! Seguimos a Ferreira de regreso a su oficina. No volvió a salir de allí, así que nos fuimos a tomar algo. Entramos en un restaurante llamado «Malmequer Bemmequer», en la Rua de Sao Miguel, cerca de la Iglesia. Tenían buen vino y cocina típica portuguesa. La camarera era preciosa y se lo dije. Pero mi compañero me miró como diciendo: déjate de hostias que hay trabajo que hacer mañana. Lo capté, así que me dediqué a la comida. Al salir, nos dirigimos al hotel dando un agradable paseo por Alfama. Ese subir y bajar de callejuelas, escaleras y callejones sin salida. El olor de los guisos en las casas, las caboverdianas o angoleñas que te hipnotizan al pasar. Estábamos disfrutando de lo lindo allí. Tendría que volver en otra ocasión, pero esta vez sin trabajo de por medio. Nos levantamos temprano y, después de una ducha, nos fuimos a desayunar al «Tentaçao». Llamó Torelli. El tal João de Moraes era un empresario. Estaba limpio; ni drogas, ni chicas, ni nada. Era dueño de un par de restaurantes y de un hotel en el barrio alto de Lisboa. Torelli imaginaba que Ferreira había ido a verle para pedirle dinero, o quizá, quién sabe, para venderle el club de fado. Esto último le parecía raro a Torelli, pues Ferreira siempre le estaba contando a todo el mundo lo especial que era este negocio para él. Pero claro, nunca hasta ahora se había enfrentado Ferreira con la muerte. —No le perdáis de vista hasta el domingo. No creo que pretenda jugármela, no tendrá cojones. Pero hay algo que no me encaja en todo esto. Salimos de la cafetería y nos apalancamos no muy lejos del edificio. Nada, el fulano que no salía. Estuvimos así hasta 19


medio día. Por fin salió del edificio acompañado por una mulata que había entrado un rato antes. Cogió un taxi en la plaza y nosotros hicimos otro tanto de lo mismo. Cruzaron el barrio de El Carmo y subieron para el barrio alto. El taxi se detuvo en la Rua da Barroca, una calle paralela a Atalaia. Paramos a cierta distancia y los vimos entrar en el restaurante «Fidalgo», así que hicimos lo propio y entramos en un bar cercano a tomar un vinho verde y algo de pescado. Decidimos tomar un café y volver a esperarlo a la Praça da Figueira. Al cabo de un rato llegó con la mulata. Imaginamos que tardaría un buen rato hasta volver a salir, si es que salía. La tarde se hizo interminable. Mirábamos escaparates, tomábamos café y fumábamos, fumábamos mucho. Esto es lo que odiaba de mi trabajo. Las largas esperas. Estar horas y horas al acecho para nada. A las diez de la noche nos marchamos de allí. Estábamos hartos de esperar. Nos dirigimos al hotel, y, un poco antes de llegar a la Rua Largo de São Cristovão, encontramos un pequeño restaurante de comida angoleña y caboverdiana. Yo probé la «cachupa rica» y mi compañero la carne de gallina con salsa de cacahuete. De postre tomamos un dulce de leche que quitaba el sentido. También quitaba el sentido la hija del dueño del establecimiento. Además, había un hombre con una guitarra que tocaba música angoleña de los sesenta. Era perfecto. Lo que necesitábamos para quitarnos el mal humor de la espera. Mañana cogeríamos la bolsa, o, en su defecto, la vida de Ferreira y ¡de vuelta a Milán!

camareras—, y nos pusimos a vigilar toda la mañana. ¡Nada! El tipo no se movió de allí hasta que llegó la hora convenida. Salió del parking subterráneo que da a la plaza, ante nuestras narices. Rápidamente cogimos un taxi y nos dirigimos al jardín botánico. Cuando llegamos estaba en la puerta. Parecía tranquilo. Fumaba un cigarrillo contemplando el atardecer. Nadie paseaba por allí. Nos saludamos cordialmente como la primera vez, estrechándonos las manos y sonriendo. Llevaba el maletín consigo y le pedimos que nos mostrara el contenido. Todo parecía conforme. Había billetes de cien y quinientos euros. No eran falsos y estaba todo. Perfecto. Un trabajo fácil. —Bien, señor Ferreira, el señor Torelli se pondrá muy contento, no tiene por qué preocuparse… —Díganle a Torelli que la niña que me mandó estaba buenísima… Esa era la señal convenida. Cuando los dos tipos se daban la vuelta para largarse, mis dos escoltas salieron de detrás de unos arbustos. A los matones apenas les dio tiempo de poner cara de idiotas. Dos tiros certeros con una 9 mm y silenciador. Colocamos los cuerpos rápidamente entre unos matorrales y nos largamos de allí echando leches. Habíamos cogido sus móviles. Seguro que Torelli esperaba una llamada o sería Torelli el que llamaría. Efectivamente, no habían pasado ni quince minutos cuando Torelli llamó. No había problema. Yo hablaba italiano perfectamente y podía disimular la voz.

Habíamos quedado al atardecer en la puerta del jardín botánico. Llevaba todo el día preparándolo todo para el viaje y dándole vueltas a la cabeza sobre la manera de deshacerme de esos dos. No pude apenas comer nada en todo el día. Cuando llegó la hora llamé a mis escoltas. Estarían ocultos cerca de la puerta esperando la señal convenida para actuar. Todo tenía que salir bien. A eso de las siete cogí el coche y me dirigí hacia allí…

—¡Qué coño pasa! ¡Teníais que llamarme justo a la hora acordada! ¿Qué ha pasado? —Todo está bien señor Torelli, tenemos el dinero, no había cobertura en este sitio. —Está bien, coged el primer vuelo de la mañana y zumbando para acá. Llamadme mañana antes de salir.

¡Por fin, domingo! Fuimos a desayunar temprano al «Tentaçao», —donde ya teníamos cierta confianza con las

¡Me había quedado con él! Nos dirigimos a la oficina. Les di una buena pasta a mis escoltas y les dije que se tomaran unas

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vacaciones. Esa noche no pude dormir con tantas emociones. Estaba frenético. Había avisado a mi secretaria de que no fuera a trabajar el lunes, que ya la llamaría. Por la mañana temprano llegó Joao para arreglar los papeles. Fuimos a la gestoría y al notario. Todo estaba en regla. El «Luso» era suyo, y yo tenía ahora mucha pasta para empezar una nueva vida en Brasil. Nos despedimos y Joao supo que sería para siempre. Tiré el móvil del matón al contenedor de basura y recogí mis maletas. Una vez en el aeropuerto intenté relajarme pero era difícil. Llevaba mucha pasta en lo alto. Mucha más de la que se podía sacar del país. Finalmente facturé el equipaje sin problemas y me dispuse a embarcar. El avión venía de Londres y hacía escala en Lisboa antes de dirigirse a Río. Subí al avión, ahora sí con una gran sonrisa en los labios. ¡Lo había conseguido! ¡Dejaba atrás Lisboa! Despegamos y la ciudad me pareció más bella que nunca. Desde lo alto brillaba el Tejo una vez más, como un espejo que reflejara la luz del sol, bello, imponente. ¡Adiós Lisboa! ¡Hasta nunca Torelli! No me gusta la comida de los aviones, pero estaba de tan buen humor que probé algo. No estaba mal. La azafata tampoco. En ese momento alguien situado justo detrás de mí se levantó gritando algo en inglés. Parecía de origen árabe y llevaba una pistola en la mano. Otros dos más se levantaron gritando también. Uno llevaba una granada en la mano y el otro un cuchillo. Nos agarraron a tres como rehenes y ordenaron que se agachara todo el mundo con la cabeza entre las manos. El que llevaba la pistola —y me llevaba a mí agarrado por el cuello— se dirigió hacia la cabina gritando a todos que nadie se moviera o moriríamos allí mismo. Me miró sonriéndome; —nos vamos a Nueva York— me dijo. El sueño de Río de repente se desvanecía y con él todos los que estábamos en aquél avión…

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Lisboa, Oporto y Coimbra Belén Portilla

Para muchos, Portugal es donde se compran las toallas más baratas y aquel país que está más retrasado que España. Para mí es distinto, es la cara perfilada de la península ibérica y donde viví por un tiempo. Descubrí que mi nombre, Belén, no lo tenían las portuguesas, a pesar de que Lisboa tiene la Torre de Belém, el barrio de Belém, el Centro Cultural Belém y un equipo de fútbol llamado los Belenenses. Delibes dice que: «Si el cielo de Castilla es alto es porque lo habrán levantado los campesinos de tanto mirarlo.» Yo creo que a los portugueses les pasa igual, miran más hacia el mar que hacia la tierra. Por eso es un pequeño país de grandes conquistas y marineros. Caminando por las «ruas» de Lisboa y leyendo guías, el año 1775 se te queda grabado en la memoria porque fue cuando la ciudad entera se quemó y el Marqués de Pombal la reconstruyó. Desde el castillo de San Jorge, puedes ver los tejados de teja rojos y los tranvías amarillos subiendo pendientes. Bajas por el barrio de Alfama y te encuentras con un viejo convento, creo que son de las Carmelitas y luego llegas al mirador de Santa Lucía.Ese convento está medio derruido entre edificios y sus viejos pilares y arcos ojivales le mantienen de pie. Se convierte en el mejor escenario para poder asistir a un concierto de música portuguesa. Pero si alguna vez me preguntaran qué ciudad elegiría para llorar un amor elegiría Oporto. La suciedad y oscuridad se convierte en verdadera melancolía y allí podrías vivir la tristeza alegremente. Alquilaría una pequeña habitación con vistas al Duero donde leería pequeños poemas de Pessoa, bebería vino, tomaría cafés a deshoras y soñaría amargamente con fados. Hubiera deseado que ese amor por llorar hubiese sido real. Le conocí en Coimbra. Se llamaba Felipe y estudiaba derecho. Creí que era español porque una noche durante unos instantes estuvimos hablando en castellano. Días más tarde le vi en la 23


cantina del Colegio San Jerónimo y descubrí que era portugués. Me sorprendí mucho, me acerqué a él y le regañé por haberme tenido engañada y se río mucho. Felipe me contó que había aprendido castellano viendo programas de televisión españoles subtitulados en portugués. Había palabras como associação en que su acento escondido resurgía. Mi amiga dijo que a ese chico le gustaba yo. Deseaba que fuera así y acabé apostándome con ella mil escudos a que no pasaría nada entre nosotros. Empecé ir a clase para verle pero nunca le veía, le preguntaba a su mejor amigo, Hugo, y decía que no iba. Meses después le volví a ver y le pregunté en portugués, ¿dónde había estado todo ese tiempo? ¿porqué no iba a clase?, ¡que no le veía! Me contestó en español, que se encerraba en el cuarto para ver si de allí salía una novela. Me enamoré de esas palabras. Jamás le volví a ver. Gané la apuesta. Puede que continúe escribiendo una novela en su habitación del último piso, en el edifico esquinado de la calle Alexandre Herculano. Me gusta soñar y pensar que sigue allí y que se acuerda de mí. Y me gustaría volver a soñar en Portugal.

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un error imperdonable João Godoy

Ya llevaba un buen rato sentado esperando al metro de Picoas, debajo de la Praça Marques de Pombal, reteniendo en mi memoria su entrada modernista, del 1900, obra de Guimard, regalada a Portugal en el 55 por la Compañía Autónoma de Transportes de París, información esta taladrada a mí por Ana, mi prima, la que sabe de todo y de todos los sitios y que nunca ha salido de Portugal, acaso a Huelva para poder decir que conoce el país vecino, pero que tiene todas las guías del Routard publicadas. Tenía la boca abierta, como siempre que me abstraigo, y la baba caída en mi mano, me devolvió de nuevo a la realidad. Salí otra vez a la praça sin coger metro alguno. Llevaba dos días sin dormir por culpa de una camarera, así que las informaciones se me cruzaban y los sentidos se mezclaban entre sí, aderezado todo por el caso omiso que estaba haciendo de mis hábitos cotidianos básicos, de mis horarios, de mi ritmo… —En el recodo de una peatonal, detrás del Rossio, en un restaurante, pero sólo trabaja por las mañanas. Una decoración, no sé, original, acogedora, aunque…, bueno, el entorno recuerda la simetría imperfecta pero encantadora de otros muchos barrios de ciudades europeas con turismo, calles históricas trilladas por los pasos de miles de personas… En este momento yo ya no escuchaba, me había quedado en la «decoración». Qué pedante. Siempre me quedaba con las ganas de decirle pero tú qué sabrás si no has salido de Lisboa, aunque era mi prima y no era mala persona, al contrario, divertida, alegre, guapa, alguna vez incluso pensé que si no fuera mi prima… Ya eran dos meses los que llevaba yo atrapado con esta chica. Mi imaginación había fabricado una muchacha encantadora, increíblemente interesante, harto como estaba de ver, conocer, saludar a otras mujeres que eran sólo guapas. Además era amiga de mi prima y sólo pretendía conocerla, hablar, al 25


menos intentar superar este miedo al rechazo y al ridículo que me produce este complejo de inferioridad estúpido, y por fin por una vez llevar a cabo algo que me he propuesto hacer, ya está bien. «Otra ginja, por favor.» No es tan descabellada mi idea, al contrario, es algo muy natural, de lo más normal, me siento atraído por alguien inteligente, interesante, guapa, pelirroja (¡pelirroja!), aunque no la conozca. Salí del bar y me dirigí a mi casa. Por el camino me abstraí de nuevo. Pensaba en lo gracioso, por llamarlo de alguna manera, de mi actitud, sentirme atraído por una chica a la que no conocía más que por las descripciones de mi prima, amiga suya. Mi prima, que sabe de todo sin conocer nada realmente, hace de intermediaria de cocaína, se la dan en un paquete, la entrega a sus contactos y ellos la vuelven a mover hasta que por fin llega a su destino, pero ella nunca la ha probado. Sin embargo conoce todas la drogas, hasta los principios activos, sus efectos, el tiempo que permanecen en le sangre, cómo se adulteran… todo. Y es que tiene decenas de libros sobre el tema y dice que no le hace falta probar porque se las imagina perfectamente. —Pelirroja, pelo rizado, estatura media como tú, Joao, eso sí bastante guapa, muy guapa, todo hay que decirlo, siempre con su ropa ancha, y va a terminar su tesis sobre la trascendencia monológica del reflejo social en la última novela de Camus, «La Caída». Por ejemplo, Camus no probó las drogas y alcanzó una perspectiva ejemplar sobre las ilusiones de la felicidad en… Me daba igual lo que seguía, me había quedado en «perspectiva». Además quién se cree que Camus no tomaba drogas… ¡Está haciendo una tesis! Una pelirroja guapa, que viste ropa ancha (siempre me gustaron las chicas con ropa ancha, desde que vi aquella peli de la Hepburn), que escribe tesis, que trabaja para pagarse sus estudios, que le gusta el riesgo, la aventura… porque si no cómo se llama eso de intermediar coca detrás de una barra tal y como están los tiempos y con los chivatazos que te pueden joder la vida… ¡Mariana Pineda era una aficionada! —Ana, no es nada para mí, además es sencillo y quiero hacerlo, necesito hacerlo, necesito eso que se segrega y que te hace sentirte vivo, grande, alguien… 26

—Adrenalina, Joao, pero esto no es un juego, es peligroso. —Pero tú lo haces. —Pero yo sé de qué va. —Si es aquí cerca, además qué más te da, sólo una vez, por conocer, y ya sé dónde es, me lo acabas de decir, y siempre me lo repites, me lo sé de memoria y por tus descripciones conocería a María hasta sólo con verle el filito de sus bragas. —Guarro, hombre tenías que ser. —Quiero decir, Ana, que me la has descrito cien veces en cien ocasiones, por favor Ana dime que sí. —Ya basta, toma anda… Total si te pillan la has cagado, tú sabrás, Joao espera…— me metió un papelito en el bolsillo. —En el recodo de la peatonal, Rua Portas de Santo Antão… —Ana, sé perfectamente dónde es. Cerré la puerta y bajé corriendo la Travessa da Espera con el paquete de coca en el gran bolsillo interior de mi chaqueta. La excusa perfecta. Por fin voy a conocer a María. Entro, saludo y me hago el despistado, me tomo una ginja, que para eso dice Ana que es por lo que suele ir la gente allí, para comprar o beber ginginha y tomarse un tentempié de cochinillo o de presunto y… bueno es fácil, ¿no? Bajaba ya la Rua do Carmo, a mi izquierda el metro de Restauradores y la estación de trenes, a la derecha la Praça del Rossio, mi destino próximo. Con el fulgor y el orgullo de quien se encamina hacia una empresa propuesta y a la cual se enfrenta con la única garantía de su seguridad y planificación personal, un golpe de viento en la cara me trajo a la imaginación a Joao,el capitán de abril, con un clavel entre los dientes airoso de su determinación, orgulloso de su decisión… El dolor de un golpe en el tobillo me devolvió a la realidad. En mi abstracción había tropezado con una silla de la terraza de un bar. Entorné los ojos y me quedé mirando la silla fijamente, al tiempo que en mi mente se movió un aire confuso, un shock agridulce e inclasificable al recordarme que el miserable y calculador dictador murió de una tonta caída de una silla. Al torcer la esquina y sin apenas darme cuenta ya estaba en la Rua Santo Antão. En ese justo momento me di cuenta de 27


que en realidad desconocía algo casi vital, el nombre del restaurante donde había de producirse la entrega y donde por fin conocería a María, la guapa, inteligente y arrojada pelirroja de ropas anchas que escribía tesis doctorales y trabajaba para pagarse los estudios… En esta calle no hay muchos restaurantes con esa decoración tan original e inclasificable como me relataba Ana, además cuántas pelirrojas así estarán detrás de una barra, la reconocería al instante… Decidido, recorrí la calle y después de asomarme a dos o tres restaurantes de lo más normal, por fin vi a una inequívoca chica de largos cabellos rizados pelirrojos, que iluminados por el sol a través de los ventanales hacía transportarme a la imagen de aquella mujer que Klimt inmortalizó en su serie «serpientes» y que agarró Sanpedro para su «vieja sirena». Qué es la vida sino un cúmulo de circunstancias espaciotemporales, pensé, y entré en aquel local como decidido a liberar Portugal de los indeseables salazaristas… Una decoración a trazos impresionista, a trazos costumbrista, ambiente acogedor sin duda, que enmarcaba un bonito comedor de maderas antiguas. Pensé entonces en la descripción que me hizo mi prima Ana y sonreí. Vaya interpretación la suya, más parecida a la que pueda tener un redactor del Routard que a la visión de un lisboeta de a pie. En fin. Recorrí de reojo este restaurante pijo (así lo definiría yo) y me aproximé raudo y decidido a una esquina de la barra donde aquellos cabellos rojizos de María destellaban. Al girar su cabeza y verla en toda su plenitud, un gusano con dientes me recorrió el cuerpo y se paró a morderme en el estómago. No pude articular palabra. Cuanto antes mejor, pensé. —María— pude decir, no sin que me temblaran las piernas. —¿Sí, qué desea? — contestó. —Una ginginha, por favor— Con el codo izquierdo presionaba el paquete que escondía en el bolsillo interior de mi chaqueta roja mientras bebía el licor, y varios camareros ocupaban y desocupaban la barra, volviendo a las mesas con sus bandejas. Pronto pensé que esto podría resultar imprudente, podría llamar demasiado a atención. Qué hombre de valor no improvisa y modifica sus planes conforme lo imprevisto nos 28

hace frente, ahora pensaba en las conquistas napoleónicas y en el Julián Sorel de Rojo y Negro. —Toma María, aquí tienes el paquete, ya te habrá dicho Ana, mi prima, que esta entrega la haría yo. En realidad sólo quería conocerte, me ha hablado tanto de ti… en fin, bueno… Ana Pires, de la calle Rua da Rosa número 5, te lo digo para que quedes tranquila y veas que es ella, bueno que soy yo, ella, esto…tú me entiendes, que lo traigo de su parte. Otro día nos vemos, si no te importa claro— Le dejé el dinero en la barra y salí rápidamente. Todo un profesional, pensaba, bueno, esto ha sido pan comido, no tiene mucho mérito en definitiva. Pasado mañana, ahora que ya me ha visto, volveré más tranquilamente. Reharé mis planes. Con la sonrisa puesta volvía de camino a mi casa, pero pensé llegarme antes a ver a mi prima y que viera que no había sido nada del otro jueves. Tardé una hora y media en llegar a la Praça Camoês, y alcanzar la cuesta de la Rua Loreto. Cuando llegué cerca del bloque donde vivía mi prima vi dos coches de policía debajo de él y sonreí. Otra vez bronca en el bar da Rosa. Me disponía a entrar en el bloque cuando vi a mi prima Ana esposada, conducida por dos agentes hacia un furgón blindado; en décimas de segundo sentí una mirada de soslayo, perdida, casi ausente, que me lanzó Ana en el momento justo de ser introducida en el furgón. Paralizado por lo que estaba viendo, con una mano que mantenía en la chaqueta, toqué el papelito que ella, ahora recordé, me había introducido en el bolsillo antes de marcharme con el paquete. Lo abrí y caí de rodillas. «Rua Portas de Santo Antâo, 61. El bar se llama Ginginha Popular. Es un pequeño y cutre bareto, una sandwichería vamos. El local se quedó detenido en el mil novecientos, con viejos anuncios publicitarios de ginginha colgados en la pared. De higiene deplorable, no deja, como verás, de tener ese encanto de lo viejo, de lo antiguo, de lustros detenidos…» Comprendí al fin. Y aquí estoy, detenido yo también en el tiempo, en esta praça, sin saber qué hacer. Aunque parezca que no, hay muchas pelirrojas en Lisboa. Un error imperdonable. 29


tócala otra vez Rakel Rodríguez

Fui a Lisboa por casualidad. Hasta ese momento sólo había ido al Portugal más cercano que yo había conocido en el interior, donde las mujeres vestían largas sayas negras, se peinaban con moños recogidos en la nuca y utilizaban palabras que ya había escuchado mil veces en boca de mi abuela. Así que cuando subí a ese tren nocturno y amanecí en la ciudad de las siete colinas, descubrí Lisboa y esa Lisboa suave, seseante, deliciosa y extravagante, se coló de golpe en mis entrañas. Me alojé en una casa en el Beco do San Francisco, en el corazón de la Alfama, donde vivían un portugués medio loco, una francesa amante de la noche y un brasileño buscavidas. Ese mismo mediodía, todavía entontecida por el furor del viaje, decidí perderme entre sus calles y perder el tiempo. Me tropecé con la Feira da Ladra, un mercadillo viejo donde se reúnen personajes de todo tipo, anticuarios de asalto, libreros ocasionales y vendedores de almas. Allí me tropecé también con Joaquim. Y digo me tropecé porque así fue literalmente. Había puesto un enorme paño rojo en el suelo donde se veían dos docenas de libros. —Cuidado, senhorita, esto es material sensible. Me dijo en un español perfecto con un marcado acento portugués. Estaba sentado sobre el paño rojo, con las piernas cruzadas, a lo indio, fumando un tabaco que olía a una mezcla de madera y menta. Era un hombre de unos cuarenta años, muy delgado y con pómulos salientes. Pero sobre todo tenía unos ojos, hundidos en las cuencas, que te anunciaban de inmediato que la saudade había hecho una mella imborrable en ese hombre, al igual que el hambre y la insolencia y el desgaste de estar al otro lado continuamente. Todo eso se notaba cuando le mirabas ahí, a ese punto negro de sus ojos. 30

Le compré tres libros por quinientos escudos, sin regatear. Los tres estaban firmados por un tal Joaquim Costa del que nunca había oído hablar. —Si quiere, se los dedico, y sin hacer cola. Su voz sonaba a cueva, a agua de lluvia, a tabaco recio, a mixtura, a vinho verde. Hice un gesto afirmativo con la cabeza y escribió algo, con parsimonia, clavando en el papel la pluma negra que se había sacado de algún pliegue de sus pantalones de pana. —Moito obrigada. Le dije sin saber si había pronunciado bien las únicas palabras que sabía decir en portugués. Él se rió. Tan fuerte y tan bruscamente que le dio un ataque de tos. Me dirigí hacia la Praça Rossio en tranvía, por el puro gusto de sentir su traqueteo y mirar a placer el ritmo lento de esta ciudad. En Rossio respiré por primera vez la mixtura; los angoleños y mulatos de las antiguas colonias portuguesas se mezclaban con gentes de rasgos y culturas diferentes, blancos achatados, chinos de ojos azules, ejecutivos con corbata y largas narices, turistas despistados o vagabundos sin prisa y con el estómago vacío, todos juntos en un mismo punto. Lisboa los acogía a todos, incluso a mí, una española venida del norte por casualidad que descubría el sentido de la saudade. Un golpe de viento me levantó la falda y la nostalgia. Los días se sucedían rápidos y las noches se alargaban en busca de un lugar donde escuchar un fado que no fuera «for tourists only». Y es que mi tercer apellido, con reminiscencias portuguesas, Ferreira, me creaba la ilusión de formar parte, aunque fuera pequeña, de esa ciudad y de su ritmo. Luis, el portugués medio loco con el que vivía, me había dado unas nociones concretas, «abre los ojos, niña y baila, baila, si puede ser en algún local del Alto». Y sí, si hay un lugar donde se puede encontrar casi todo lo que uno puede desear, ese es el Bairro Alto. Locales de última moda conviven con viejas tascas donde el vinho verde es más verde que ninguno, edificios antiguos, fábricas reconvertidas en talleres de artistas, peluquerías que venden ropa y te ofrecen 31


una cerveza, librerías que huelen a incienso. En una de ellas, en la Librería do Mondo, conocí a Linda. Linda era una brasileña de unos 30 años, de ojos vivarachos y cuerpo elástico. A diario trabajaba allí, y los fines de semana era payasa y daba piruetas y se tocaba la nariz esponjosa y roja en las calles de Lisboa. —Cuidado, senhorita, esto es material sensible. Me dijo con esa dulzura de la lengua portuguesa. Yo acababa de coger un libro y hasta ese momento no había mirado el nombre del autor. Lo leí. Era de Joaquim Costa. Linda me explicó que era uno de los poetas más conocidos en las calles de Lisboa y que desde la Alfama al Bairro Alto, pasando por Estrela D’Ouro, y la Baixa, todos los borrachos, rebeldes y poetas en ciernes, sabían quién era Joaquim. Lo decía con tal énfasis que no me era difícil imaginármelos a los dos en la misma cama, bebiendo bagaço uno de labios del otro… Continué caminando, recordando los amaneceres desde el Castelo de San Jorge, el mediodía junto al Tejo, donde varias veces me pareció ver un par de gaviotas despistadas, la belleza de ese río que se confundía con el mar, con ese puente inmenso atravesándolo y al lado una pareja compartiendo un bocadillo diminuto, masticando despacio, para aplacar el hambre. Esa también era Lisboa. Y sus tranvías, esos eléctricos ya casi desaparecidos del mapa de la modernidad urbana, que son, a pesar de sus retrasos, toda una demostración de viabilidad y estética. Entonces escuché algo, el sonido venía de una especie de garaje, una puerta de hierro cerrada. Nunca recordaré el nombre de aquella rua angosta. Pegué la oreja contra la puerta. Sí, allí se oía música, aunque no la podía definir. Llamé tímidamente, esperé unos minutos pero nadie abrió. Nadie pasaba por la calle, era muy pequeña y no debía estar muy lejana a la Rua da Atalia si no recordaba mal. A punto estaba de irme cuando se hizo el silencio al otro lado y aproveché para llamar de nuevo, esta vez con más fuerza. Me abrió una mujer oronda, con un delantal de flores y una larga trenza blanca. Creí por un momento que iba a volver 32

a cerrar en mis narices pero para mi sorpresa, sin esperar que le dijera nada, se apartó y me dejó un minúsculo hueco para entrar. Luego cerró de nuevo con llave. Allí dentro había tanto humo que me costó largos minutos acostumbrar mis ojos al ambiente. Era un bar. Una barra de madera vieja, mesas de mármol, gente de todas las edades bebiendo vinho y bagaço y fumando sin parar. Me situé en algún lugar, tratando de pasar desapercibida. Vi a un marinero de enormes tatuajes llorando frente a un vaso vacío, gente que hablaba al aire, a quien quisiera escuchar, solitarios de ojos vivos. Y entonces lo entendí todo. Porque de golpe todos callaron en cuanto un hombre flaco y de enormes ojos se sentó junto a una de las mesas y empezó a cantar. Era un fado. Creo que sólo se oía el humo de los cigarrillos al ser exhalado. No me hacía falta saber la lengua para entender, esa voz rasgada, la voz de la saudade inundó ese local, invadió mis manos, mi lengua, mi cuerpo y sentí las lágrimas, que no eran de tristeza, sentí la nostalgia bien dentro. Esa noche me emborraché de música y de sentimiento, esa noche, en aquél local oscuro, lleno de humo, donde no amanecía nunca, supe que por una casualidad había ido a parar a Lisboa, a esa ciudad donde me llamaban Carmen y de la que me había enamorado sin remedio. Al darme la vuelta los brazos de Joaquim me esperaban y en la calle era de día. Él se tragó entonces todas mis lágrimas. Que no eran de tristeza. Todavía hoy, después de quince años, no sé si fue realidad o si fue el fantasma del museo das marionetas (esa mujer vestida de blanco en la calle Largo Rodrigues de Freitas) quien me hizo dar mil vueltas para tratar de confundirme y no volver a encontrar ese camino directo a la ilusión de sentirme inmortal por una noche y nueve días. [a Silvia, que también vio el fantasma]

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el zapatero de Alfama Isabel Muñoz

«Lo único que guardo de mi vida es la pasión que un día me dio aquella mujer». En mi cabeza resonaba aún el lamento de aquel viejo flaco y deshecho que protagonizaba uno de esos reportajes de fin de semana. Aquella frase me compró el billete en el Lusitania, que me dejaría en Lisboa al amanecer. Aquella declaración de amor y los ojos vidriosos del amante de una de las activistas que se dejó sus días en la resistencia al gobierno de Salazar, en una Portugal que rompía aguas amargas de su sangrienta dictadura. Nunca hablé de Salazar con aquel zapatero de Alfama. Solo de Ção, Conceição Silva, la mujer que asesinó al general Salgueiro, la joven morena que todavía colgaba en la pared de papel pintado de su establecimiento y en un recorte del periódico que anunciaba su muerte. Un tiro. En la Rua da Liberdade. Bajé de aquel tren convencida de haber salido de la máquina del tiempo. Dejé atrás la estación de Santa Apolonia para tomar el primer tranvía que me llevase a Alfama, a la zapatería de António Nogueira. Mecida por el traqueteo del número 28, la frágil estructura de hierro y madera me arrastraba entre callejas empinadas atestadas de lisboetas, ruido, polvo y color. Las puertas de Alfama se abrieron en mercadillo sobre los azulejos apretados al suelo y paredes de ocre y azul. Reniego de la descripción pintoresca de este barrio de Lisboa. La pobreza que sobrevive a sus paredes rajadas me acerca a la Lisboa de la miseria, la carencia, el olvido. Busco ansiosa entre cientos de gentes el rostro del zapatero y descubro su mirada milenaria en cada criatura, en cada ser. Me abruman las historias que leo en los ojos de aquellos 34

lisboetas, cristalinos de mar… «Sapataria». En un segundo, un resorte instintivo me abalanza hacia la calle. «Esta es, seguro». El tranvía se va. Frente a mi, un cartel de madera pintada en rojo. Un escalón y un escaparate sucio, dejado. Sobre fondo oscuro. Decido entrar. La claridad exterior de la mañana me ciega. Apenas percibo unos cuantos zapatos dispuestos de forma desordenada frente al escaparate. Más allá, unas zapatillas de anciano, de esas de andar por casa. Las observo. Subo la mirada. Es él. —Bom dia! Que deseja? La pregunta del zapatero me turba. La conciencia de mi viaje me agolpa la sien. ¿Qué demonios hago yo en Lisboa, frente a un viejo y su historia? —Solo quería ver su zapatería. —¡Ah! ¡Española! ¿Y su país cómo está? Me alivia su español, mejor que mi acento portugués. Pero la mirada se me va a la pared de papel pintado, a la foto antes vista de la mujer que me invitó a venir a Lisboa. Me atrevo. —Espero que no le moleste, ¿quién es ella? —Es la segunda persona que pregunta. António Nogueira habla sin mirarme. Conjuga portugués y español para cantarme su fado a media voz: un país que se pierde en las manos de desaprensivos, el miedo y la impotencia, la muerte que nos vive cerca, la revuelta nacional. Y, en medio, su amor por Çâo Silva. En la foto, su mirada muestra desafío, casi fiereza. Era bella, la condenada. —Debió amarla mucho— no se sorprende. —Aquella mujer que ve era alegre, sí que lo era. Y algo extraña también. ¡Por ella fui a España, huyendo de todo! No sirvió de nada. La mataron igual. António Nogueira sostiene en sus manos un zapato negro, elegante pero ajado, con más de veinte años encima. Se ausenta. Está allá, con ella, en una de esas noches de fado en la plaza Rosal, donde la conoció. 35


—Yo no sé de política ¿sabe? Yo sólo la quería a ella. Y me dejé arrastrar. No quería que le pasara nada. Las andaduras de los amantes les llevaron al norte, a Guimarães. Más tarde se unieron a un grupo de libertarios italianos, españoles, franceses y portugueses. Después, España. —Cuando regresamos, yo no quería, lo presentía, quisieron hacer algo fuerte. Y fueron por el general. Era un hombre malo ¿sabe?. Acabó con mucha gente. Pero cogieron a Ção. La mataron en la calle. Y me quedé solo. Si la tristeza existe, se llama António Nogueira y vive en una zapatería mísera en Alfama. —¿Y qué fue de usted? ¿No le cogieron? —No, me escapé. Me fui lejos, a la sierra. Yo no sé nada del mar, ¿sabe? Si no, me hubiera largado en un pesquero aquella madrugada, para buscarla…— la misma en la que un joven Nogueira dejó con lágrimas en el pecho el cuerpo inerte de aquella mujer, de noche, a oscuras, en la nada. Percibí, como otras veces, que debía volver sobre mis pasos. Habían pasado, ¿cuántas horas? Aquel viejo quería estar solo. —Me marcho. Gracias. —¿Sabe dónde escuchar fados? Vaya al «María Labreira». Diga que yo la conozco. Adeus. Di media vuelta y sonreí. Tenía mi historia. Al salir, me di cuenta de que el escaparate estaba atestado de zapatos inutilizables, modelos viejos y sólo uno de cada par. Me volví. —¿Y el otro? ¿Los vende solos? —Sólo vendo uno para quienes perdieron el otro. Y también arreglo. Aquí es muy corriente. Salí. Y dejé a Portugal limpiando con betún el sueño que se fue.

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Bajé la cuesta embebida en aquella historia, perfecta para uno de Amália Rodrigues. La tarde se perdía. Busqué un hotel y me acomodé. Conocía Lisboa pero no me atrevía a salir sola. Tomé un taxi y terminé la noche fría con el dolor incurable de la pérdida. En la madrugada, recordé la ausencia de Pablo. El también se marchó, como Ção. Y no regresará. Me acosté, derrotada, en un cuarto oscuro, de moqueta raída. Desperté tarde en uno de esos días cenicientos que caen sobre Lisboa como las siete plagas sobre Egipto. Mis pasos me llevaron a la zapatería. No pude contener la sorpresa, la angustia, al ver un papel a cuadros donde se anunciaba la muerte de António Nogueira. De madrugada. Solo. La nota avisaba la hora en que los restos del viejo darían con las aguas del Tajo. No sé por qué. Fui. En el embarcadero, gentes del barrio de Alfama alquilaron un par de barcas. Me mezclé con ellos y me eché al mar. Guardé mi pánico a navegar en los bolsillos, haciendo compañía a mis manos ateridas por el frío de la última hora de la tarde… En un solo gesto. Y todo se acaba. De vuelta en la barca percibo cómo el azul se pierde, invariablemente, entre las dos orillas del Tajo exhausto. El sol se despide. La ciudad muere y nace en cada calle que se oscurece y que sólo se alumbra con el candil de la saudade que vertebra por siempre, que respira sin fin, la antigua capital del imperio. Desmembrada, casi rota, descascarillada. Lisboa. Recordé las palabras del viejo: «En Lisboa, menina, todas las criaturas inspiran su fado. Si eres afortunada, encontrarás el tuyo. Y, entonces, quedará por siempre tu alma en Lisboa. Y te atrapará. Y deberás volver siempre, cuando ella te llame».

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obrigadinha… Chloé Martínez

Mi mano no escribirá L I S B O A — ya escrita por unos ojos descubriéndola esa Lisboa de la Lina y del Eurico y de sus manos cocinando feijoes y remitiendo llaves, esas llaves, las de un ático alfameño, de sus campanas y de su cama celebrando cada cuarto de hora de fado de lujo, de amor bien hecho comiendo cachupa, ¡esa cachupa rica de Cabo Verde! Celebrando cada trago de vinho verdinho, de festa de partido vermelho, donde la bella mulata pasó (de esas que huelen a dulce de leche) ......................................... Lisboa de tus ojos y de los míos mirándola ¡Sí que es guapa! ........... ... . (a veces fui yo la mulata de dulce de leche a la que pruebas en tus sueños, esa onda sabrosa que te fluye por las manos... Fui yo, en la nube de Lisboa)

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literatura de kiosko 8 historias de Lisboa © ediciones RaRo, Jaén, febrero 2004 edicionesraro@hotmail.com diseño gráfico y portada · Thomas Donner libros_de_jaen@hotmail.com si quieres colaborar, ¡escribe!

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