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Vivencias de una médica misionera

“Grabada te llevo en las palmas de mis manos; tus muros los tengo presentes” Isaías 49:16

ERIKA RÍOS HASENAUER


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ESTE LIBRO ESTÁ DIRIGIDO al pueblo evangélico hispano primordialmente; jóvenes; profesionistas; líderes y siervos con el propósito de inspirar y seguir en obediencia la voz del Maestro.

La autora pretende, de forma dinámica, trasladar al lector a cada región del mundo visitado. Enfatiza el llamado, la tangible presencia divina y su fidelidad en cada etapa; su respaldo y gracia.

La autora ha sido desafiada por Dios a que su iglesia y ella tomen su rol como pueblo escogido y real sacerdocio. ¿Estará Dios desafiando toda estructura social, cultural e ideológica de nuestros tiempos? No hay límites para Dios.

CORTESÍA DE LA OFICINA DE MISIONES HISPANAS DE LA IGLESIA DEL NAZARENO EN USA-CANADA


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EN TUS MANOS Vivencias de una mĂŠdica misionera

Por Erika RĂ­os Hasenauer

Oficina de Misiones Hispanas USA-Canada Iglesia del Nazareno 17001 Prairie Star Parkway Lenexa, Kansas 66220 913-577-0500


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© Copyright 2009, Oficina de Misiones Hispanas, Iglesia del Nazareno Lenexa, Kansas

® Derechos registrados, Oficina de Misiones Hispanas, Iglesia del Nazareno, Lenexa, Kansas Redactado y diseñado por José Pacheco, RED Grupo Editorial, Kansas City/México, DF — www.pagnaz.com

Impreso en México Printed in Mexico


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PRÓLOGO La autora pretende, de forma dinámica, trasladar al lector a cada región del mundo visitado. Enfatiza el llamado, la tangible presencia divina y su fidelidad en cada etapa; su respaldo y su gracia. La autora ha sido increíblemente desafiada por Dios a abandonarse en sus manos y a que ella, su iglesia y el lector tomen su rol como pueblo escogido.

¿Estará Dios desafiando toda estructura social, cultural e ideológica de nuestros tiempos? ¿Habrá un mensaje divino para su amada iglesia? Mas aún, ¿ tendrá Dios un mensaje para su vida?

Que el perfecto Autor de nuestra vida conforme nuestras vidas, agendas ocupadas y prioridades de acuerdo con las suyas; que nos ayude a ser como Él es, a amar como Él ama y a morir cada vez más a nosotros mismos. Mi oración es que usted y yo seamos un libro en blanco que el perfecto Escritor se deleita en escribir...


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PARTE I

Capítulo: 1 2 3 4 5 6 7 8 9 10 11 12

PARTE II 1

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CO TE IDO ¿Cómo empezó todo? Formación cultural y profesional El siguiente paso Primeros viajes misioneros fuera de México Primeras experiencias en África Enlace nazareno en África Luchas espirituales. Las tradiciones De regreso en África Ministerio sobre SIDA en África Barcelona —primeros pasos, primeras lecciones Barcelona: Milagros. La fidelidad de Dios. Logros académicos Ministerio en México, Centro y Latinoamérica Mi primera gira misionera en México y América Central Primeras aventuras en Estados Unidos Contacto con hispanos en Estados Unidos y Canadá Ministerio global ¡De nuevo en África del Sur Desde las exóticas tierras de Asia Pacífico Desde Sudamérica Mi familia ¡Latinoamérica, despierta! Hacia el futuro Mi oración

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PARTE I

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¿Cómo empezó todo?

Era el 21 de agosto de 2004. Parecía que todo el día seguiría llo-

viendo. Comenzó a llamarme la atención que siempre en los días más significativos lloviera torrencialmente: El día de mi nacimiento; cuando regresé a Monterrey; después que mi madre había partido con el Señor; el día de mi graduación; llovió aquel 2 de febrero de 2000, cuando viajaba hacia mi destino en el corazón de África. Y llovía ahora, cuando regresaba de esa primera aventura misionera. Era sábado por la noche, la sala de arribos del aeropuerto de la ciudad de México estaba repleta de pasajeros y familiares. Cualquiera que haya conocido el anterior aeropuerto sabe de lo que estoy hablando. Enormes maletas obstaculizaban mi paso. Esperaba que vinieran a buscarme en cualquier momento. A lo lejos vi agitarse una mano. Era un antiguo amigo de la infancia y adolescencia de mi natal Oaxaca. Mi sorpresa fue grande al verlo llegar acompañado. Venía con su pequeña Carla, de 4 años, con sus ojos verdes y el cabello que le caía sobre sus hombros, que le daban el aspecto de una muñequita de vitrina. Anímicamente, no podía sentirme mejor. Estaba feliz de volver a estar en mi suelo patrio, aunque físicamente me encontraba exhausta. Había sido un largo día de viaje, además de casi 24 horas sin dormir —exceptuando los cortos ratos que uno intenta dormitar en el avión (¡si no fuera por la música de fondo de dos bebés que tenía delante de mí, que no dejaban de llorar!, hubiera estado menos cansada). México me recibió de una manera tan preciosa que realmente no me esperaba. Por haber llegado de Barcelona, en esas primeras semanas todo me resultaba contrastante. Tampoco podía asimilar aún que habían pasado cinco años desde que había salido de mi país. Sin embargo, Europa había quedado atrás. Me sentí más feliz que nunca de volver a percibir esa peculiar forma de ser del mexicano: su calidez, su amabilidad, su alegría, cierta

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despreocupación y, sobre todo, su hospitalidad. Aun así, me enfrentaba a un tipo de choque trascultural inverso. ¡Debía adaptarme a mi propio país! Debía volver a comer chile y tortillas. ¡Fue interesante darme cuenta, de pronto, que había sido capaz de abstenerme por cinco años de comer dos de los alimentos que más me gustaban! Dios es bueno. La capacidad de adaptación que nos dio es increíble. Nada es difícil en su nombre. Después de una llamada supe que, temporalmente, mi nueva casa se encontraría en el Distrito Federal, donde se localiza la oficina de área de nuestra iglesia. Y a eso justamente me refiero cuando menciono la capacidad de adaptación: ¡Debía atreverme a vivir en el Distrito Federal! Tenía dos semanas de “descanso” antes de involucrarme en mis actividades y asumir la responsabilidad que se me otorgaba en la Coordinación de Ministerios de Compasión en México. Disfrutaba del hecho de poder acercarme un poco a mi familia —que, por supuesto, siempre esperaba mi regreso. Con algo de tristeza, aún no podía asegurarles por cuánto tiempo permanecería con ellos. Intentaba hacerles ver con optimismo que lo importante era la calidad y no la cantidad de tiempo. Mientras viajaba en autobús hacia mi nueva casa, comencé a recordar mi origen. ¡Cuántas cosas habían ocurrido en mi vida en tan pocos años! Nací en 1974, en un pequeño pueblito de la región zapoteca, del estado de Oaxaca. Mi familia, de clase media, era muy querida en mi ciudad natal. Mis padres eran profesores de secundaria. Siempre fueron personas trabajadoras y sensibles a las necesidades de la gente que les rodeaba. Mi madre tenía un extraordinario “don de gentes”, del cual heredé algo, pero al que jamás igualaré. Con mucho esfuerzo, ambos habían obtenido sus títulos de Profesor de Educación Primaria y, después, de secundaria. Desde que tuve la edad suficiente como para darme cuenta de ello, en casa se trabajaba duro. Mamá tenía tres trabajos simultáneamente. Creo que no hay padres que no se esfuercen por dar a sus “retoños” lo mejor de ellos mismos, sin importar los sacrificios que deban hacer. Aunque no teníamos lujos, jamás nos faltó una adecuada ración de pan para comer, ni una abundante porción de amor para criarnos y educarnos. Volví a recordar hechos trascendentales de mi infancia. Por designio divino, mi madre ahora se encontraba en la patria celestial, de la cual gozaba desde hacía siete años. El mayor legado que pudo haberme dejado fue su fe, su sensibilidad al Señor y, simplemente, el darse a la gente. Nuestro peregrinar con Dios comenzó un día en el que a esa mujer de fe, mi madre, la invitaron a llevar a sus tres hijos a una escuela bíblica de vacaciones —para ese entonces aún no había nacido Yadira.

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Yo estaba por cumplir los 11 años de edad cuando ya había aceptado a Jesús como mi Salvador. Un año después de que mi madre nos llevara a aquella escuelita de vacaciones, ya quería bautizarme. Me extrañaba lo que había acontecido aquel día y me preguntaba por qué me había puesto a llorar cuando rociaron agua sobre mi cabeza. Parecía que Dios mismo hubiera estado allí. Han pasado 18 años desde aquel momento y jamás me arrepentí de haber dado ese paso de fe. Mi amor hacia la obra de Dios crecía. Tenía escasos 12 años cuando comenzaron a darme cargos en la iglesia. Llegué a tener más de cinco responsabilidades simultáneamente, lo cual no implicaba que fuera lo mejor. Les daba clases a los niños más pequeñitos de la escuela dominical, pero me faltaba compromiso. Aún no me había rendido completamente al Señor ni creía que debía cambiar. Que la gente “recibiera el Espíritu Santo” sonaba a cuento chino para mí. Cierto día, una persona querida y cercana me confrontó por mi laxo cristianismo. Le respondí, enojada, que no entendía su planteo, que yo siempre asistía a los cultos, no le causaba problemas a mis padres, ni me iba mal en el estudio. “¿Qué más quieren? ¿Qué más me puede pedir Dios?” Y, enojada, agregué que era un exagerado, que yo no iba a pasar el resto de mi vida encerrada en el templo y que quería disfrutar de la vida. Aquel siervo de Dios me sonrió y me dijo que continuaría orando por mí, y que algún día vería un cambio genuino y profundo en mi corazón. Las palomas cantaban, los árboles comenzaban a llenarse de hojas verdes, flores y frutos. Era la primavera de 1988. Pronto llegaría el verano y, como era de esperar, los jóvenes estábamos más contentos que nunca. Se acercaba el campamento juvenil y había que hacer las maletas. Esta vez, se realizaría en una hermosa finca: la “Quinta Blanquita”, en el estado de Chiapas. El hermano Jerry Porter sería el orador en esta ocasión. Su esposa lo acompañaría. Ni lerda ni perezosa, armé mi maleta y me fui con el grupo de jóvenes entusiastas que iban al campamento. Por primera vez en mi vida experimenté lo que significaba escuchar la voz de Dios, y me di cuenta de las obras extraordinarias que Él podía hacer. Mi corazón se conmovió hasta lo más profundo. Comprendí que hacía falta que le entregara absolutamente toda mi vida a Él, incluyendo mis muchos prejuicios, mi necedad, mi egoísmo y el pecado que había en mi corazón. Él me fue limpiando más y más. Salí distinta. Las palabras sobraban; solo lágrimas brotaron, sellando mi nuevo compromiso con el Padre. Regresé a casa transformada y muy feliz. Lo cierto es que aún me faltaba atravesar muchas situaciones hasta llegar a comprender claramente el llamado de Dios para mi vida.

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Unos años después, con nuestra familia atravesamos una de las pruebas más difíciles. Mamá enfrentaba un serio problema de salud. En un principio parecía tratarse de una litiasis (cálculos) en la vesícula biliar. Aún así, me resultaba extraño el hecho de que su apetito y su peso hubieran disminuido tanto. Después de mucho insistir, aceptó que un médico internista la revisara y se sometió a algunos estudios. Poco después, los resultados de los exámenes revelaron que, además del problema de la vesícula, existía un problema en su hígado. El Mi madre, Q.E.P.D. tinte amarillento de sus conjuntivas y de su piel eran síntomas que lo probaban. Programaron una cirugía exploratoria de abdomen, en la que se le extirparía la vesícula. Entró en el quirófano una cálida tarde de verano. Los miembros de su familia cruzábamos los dedos, al tiempo que los hermanos de la iglesia y familiares elevaban plegarias. Yo aún me encontraba en Monterrey. Los minutos pasaron y, como en raras ocasiones sucede, la cirugía terminó demasiado pronto. El médico que abrió su abdomen se detuvo repentinamente porque un amorfo y friable tejido crecía sobre y desde sus órganos. Era imposible siquiera localizar dónde comenzaba y dónde terminaba la vesícula. El diagnóstico era clínica y quirúrgicamente evidente. Se trataba de un cáncer invasivo, aunque aún había que esperar el diagnóstico del departamento de patología. Los médicos especialistas coincidían en que se trataba de un tumor que se había originado en las vías biliares, desde donde se había ido extendiendo. Aún ignorábamos si el sistema nervioso central también estaba afectado. Con mi familia estábamos destrozados. Transcurrieron las semanas, que parecían eternas. Pronto estaríamos en un entrecruce de decisiones que debíamos tomar sin saber bien cuál era la correcta. En diciembre de 1996, decidimos iniciarle la tan temible quimioterapia. No había otra solución. Los temidos efectos de esas potentes drogas no se hicieron esperar. Sin embargo, en medio de la prueba, mamá demostró una fortaleza interior insólita. Fue en ese período cuando empecé a buscar más a Dios. O me sujetaba a Él o me hundía en la depresión y desesperación. Luego de seis meses exactos de haberse diagnosticado el tumor, el momento final se acercaba. Mamá ya casi no comía, sus funciones vitales eran débiles, y en las últimas 48 horas había entrado en coma. Hasta que, finalmente, un 9 de mayo —justo antes del Día de las Madres en mi país— el Señor se la llevó.

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“Solo se nos adelantó”, insistí en decirle a cada uno de los miembros de mi familia, con el mayor entusiasmo posible. Así lo creía. ¿Por qué llorar cuando en los cielos se celebraba una gran fiesta? Ella estaba recibiendo su galardón. La sonrisa grabada en su rostro, que no llevó a la tumba sino a la patria celestial, era una muestra de ese místico encuentro que se estaba produciendo en los cielos. No fue un funeral típico. En vez de personas vestidas de negro, o llanto incontrolable, reinaba la paz. Y si hubo un momento que jamás se podrá borrar de la mente de los habitantes del pueblo de Lagunas fue el de la procesión fúnebre hacia el panteón, el cual se filmó para que siempre lo pudiéramos recordar. Todos estaban conmovidos por la pérdida de una persona tan querida por la comunidad, que había dejado huellas tan profundas —además, la educación de muchos de sus hijos, o de ellos mismos, había pasado por las manos de mi madre. Como es costumbre en esa parte de México, había que preparar algo para comer y atender a los centenares de invitados incansables que acudían hora tras hora a nuestra casa. El Señor, una vez más, proveyó una triple porción de su paz y el consuelo que tanto necesitábamos. En ese tiempo, mi padre aceptó a Cristo. Fue una de las muchas respuestas a las oraciones. El momento de crisis había terminado y yo debía regresar a Monterrey para concluir mis estudios. Dios me llenó de su paz, pero mi rostro reflejaba pesar. Ya no tenía el mismo brillo en los ojos, y la fortaleza que Dios me había dado tiempo atrás parecía estar llegando a su límite. Probablemente me había olvidado de renovarla. Sentía que mi corazón estaba hecho pedacitos. Una tarde en que me encontraba sola en mi habitación, me arrodillé y exploté en llanto. Clamé a Dios casi a gritos. Mi corazón exclamaba desesperadamente pidiendo una porción de su paz. Abrí la Biblia y leí justo lo que mi alma necesitaba: varios versículos que se han constituido en principios para el resto de mi vida: “Todo lo puedo en Cristo que me fortalece” (Filipenses 4:13); “Mira que te mando que te esfuerces y seas valiente, no temas ni desmayes porque Jehová tu Dios estará contigo donde quiera que vayas” (Josué 1:9); y Salmos 23… Finalmente, terminé plácidamente dormida. Fue la primera vez que experimenté la paz verdadera. Esa paz que nunca podremos obtener por medios humanos como: la ciencia, los analgésicos, los sedantes potentes, el Prozac (antidepresivo que contiene fluoxetina), el yoga, los libros de autoayuda, etc. He comprobado vez tras vez que no existe dolor más grande que el del alma, y que para ello no hay nin-

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gún tratamiento eficaz sino el mismo dedo de Dios que actúa sobre la llaga sangrante. Le doy gracias a Dios por todo, por este nuevo comienzo. Mi oración es que Él plasme su propósito en mí desde ahora y para siempre. Cuando veo las puertas que está abriendo me siento realmente indigna, pero es la respuesta a muchos años de espera y, sobre todo, es por su gracia abundante, disponible y gratuita para todos los que creen en Él. “Él nos ha escogido a nosotros, y no nosotros a nosotros mismos”. Vale la pena esperar hasta recibir la promesa. Lo alabo con todo mi corazón y le agradezco por haberme dado este precioso regalo de Navidad y Año Nuevo. ¡No podría haber recibido otro mejor!

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Formación cultural y profesional

DESDE PEQUEÑA, SIEMPRE TUVE EL DESEO DE ESTUDIAR MEDICI A. Me gradué como técnica laboratorista clínica. Quería escoger la mejor opción. Pronto supe cuál era. El Tecnológico de Monterrey, Campus Monterrey, la segunda institución privada más costosa de educación superior de todo México. ¡Vaya osadía la mía! No quería menos. Me habían enseñado a dar lo mejor de mí y a no conformarme con el estándar o promedio. Aprendí de mis padres que uno siempre puede dar más, aunque no sea extraordinario ni cuente con un alto coeficiente intelectual. “Tenacidad” era la palabra mágica de mi madre — entre muchos otros sabios principios que nos siguen acompañando a mis hermanos y a mí hasta el día de hoy. La dedicación, la perseverancia, y el entregarle a Dios el centro de mi vida y la toma de decisiones son parte de mi filosofía de vida, y siempre me ha funcionado. No obstante, estaba consciente del alto costo de esa universidad y de que quería estudiar medicina. ¡Era imposible ingresar allí sin una beca! Pero, gracias a Dios (y un poco a mí), Él acomodó todo de un modo perfecto, como siempre lo hace. Me permitió que aprobara el examen de admisión y, al entregar unos cuantos documentos, tuve la añorada beca en mis manos, que cubriría el 90 por ciento de la colegiatura; además de una “beca de mantenimiento” —una pequeña ayuda extra para solventar mis gastos mensuales. “¡Sí! ¡Lo logré!”, grité, mientras abrazaba a mi padre, que me había dado la noticia. Papá no paraba de reír y abrazarme. Hasta ese momento siempre había sido bastante inexpresivo. Era evidente que padre e hija estábamos felices. En menos de tres meses me encontraba con mi equipaje listo para partir a Monterrey, que llegaría a ser mi segunda ciudad. Poco me importaba tener 16 años. Por supuesto que a mis padres les sobrevino cierto temor al dejarme volar del nido siendo tan joven. Sin embargo, me tenían una confianza prometedora. También sabían que Dios me guiaba y, aunque ni ellos ni yo entendíamos todo el propósito divino, una profunda e ingenua confianza nos fue invadiendo gradualmente. ¡Todo saldría bien! Yo estaba en el hueco de la mano de Dios. Durante todos esos años, Dios siempre puso a la persona exacta, en el momento justo. Y lo sigue haciendo siempre. Irma y Moisés Márquez no 11


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sólo fueron mis pastores y padres espirituales por siete años, sino que llegaron a ser mi segunda familia. Siempre recibí consejos atinados de parte de ellos. Sabían que yo empezaba a despertar a la vida.

Con mis pastores Moisés e Irma Márquez, en Monterrey, México

Intenté involucrarme en todo lo que podía en la 7ª Iglesia del Nazareno de Monterrey, esa entrañable congregación que se encontraba en la esquina de las calles Esparza Oteo y Península, en la colonia Morelos. En mis dos últimos años de carrera, Dios ministró más intensamente a mi corazón y me confirmó mi vocación por la medicina. Aún recuerdo cómo atendía a mis pacientes, con una sonrisa “de oreja a oreja”, llevando puesta aquella primera chaqueta blanca que alguien me había regalado, y ese estetoscopio “Litman” que era mi mayor tesoro en ese entonces. Siempre fui de la idea de que encontrar la pasión por lo que uno hace, ya sea en el trabajo profesional o en la obra del Señor, era la clave para no caer nunca en la mediocridad ni en el conformismo. Si pensamos que nuestro trabajo vale la pena, entonces pondremos lo mejor de nosotros; y aún más si estamos conscientes de que Dios merece siempre lo mejor de lo mejor. No sólo “un poco”, ¡sino del todo! Muchos son los casos clínicos y las personas, con nombre y apellido, que quedan grabados en la mente de cualquier médico durante su trayectoria profesional. Cada año de estudio, cada experiencia, cada paciente, cada situación y cada problema solucionado, se van sumando uno a uno, tejiendo nuestra experiencia. Recordé especialmente los casos clínicos que atendí en ese pueblo de Nuevo León. Mi área de trabajo, Ciénega de Flores, estaba ubicada a una hora de Monterrey en automóvil. Don Luis era muy respetado por todo el pueblo. Una mañana llegó a mi recién “remodelado” consultorio. Me sor-

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prendió su delgadez. Sus pómulos resaltaban en su cara alargada. En vez de cinturón tenía una cuerda que sujetaba sus amplios pantalones. Su mirada era atenta, aunque un poco perdida. En su tono de voz se percibía una chispa que lo hacía simpático. De vez en cuando bromeaba conmigo, haciéndole algún halago a su “doctorcita”, en quien había depositado una confianza prometedora. Una tos fuerte y húmeda atormentaba a aquel angustiado paciente. Considerando la alta tasa de tuberculosis que existía en las partes altas de Nuevo León, debía pedirle que se hiciera los exámenes de laboratorio. Al poco tiempo se confirmó el diagnostico: una infección severa en sus pulmones, una tuberculosis agresiva no tratada a tiempo. Unos meses después comprobamos la severidad de su enfermedad al observar que no respondía al tratamiento que se practica como primera opción en los casos de tuberculosis. Intenté con el segundo esquema de tratamiento, pero con poco éxito para el paciente, para su única hija y para mí. Cada vez con mayor frecuencia expectoraba sangre y comía menos. Era un esqueleto andante. Aún así, siempre me llamó la atención que, pese a su estado físico deteriorado, mantuviera el brillo en sus ojos. No conocía aún a Jesús como su Salvador. Así que supe que era el tiempo preciso de llevarle el evangelio. Don Luis se sentía solo. Nunca había experimentado ese calor de hogar que tanto anhelaba. Y ahora, en un momento tan vulnerable y presintiendo la fatalidad, le entregó su vida al Señor. Las lágrimas asomaron por sus ojos, sellando su compromiso con Dios. Las palabras sobraban. Le dije que oraría por él. Exactamente una semana después, me llamaron de su casa con urgencia. El momento había llegado. Solo alcancé a despedirme de él y a consolar a esa hija angustiada. Contemplé el rostro del próximo viajero al cielo y, aun cuando el sufrimiento físico era evidente, hallé reflejada en él una tremenda paz. Media hora después, Don Luis partía con el Señor. Recuerdo también otra historia que jamás olvidaré. Ocurrió una mañana, en el estacionamiento del Centro de Salud en el que yo prestaba mi servicio social. Había entrado un elegante automóvil azul. De pronto, se oyó un fuerte grito: “¡Se necesita un médico allí afuera!» Sosteniendo mi maletín con la mano izquierda, acudí al llamado. Se rumoreaba que una señorita que se encontraba dentro de un automóvil se había desmayado. Me acerqué y, rápidamente, comencé la revisión. Mayra estaba en la “flor de la juventud”. Tenía 15 años. Sus ojos estaban cerrados. su cuerpo inmóvil, y su piel pálida. Me di cuenta de la terrible realidad: no estaba dormida sino con un paro cardiorespiratorio. Por

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alguna razón que aún desconocía, su corazón había dejado de latir. No tenía respuesta pupilar. Así que, allí mismo, clamé al Señor en silencio y comencé con las maniobras de resucitación. Unos minutos después, se acercó otro médico. Era mi jefe. Continuamos con las maniobras de resucitación cardiopulmonar (RCP), pero nos leímos el pensamiento con la mirada. Sería muy difícil tener éxito sin ningún medicamento intravenoso que pudiéramos aplicarle en ese instante. No disponíamos de un equipo de succión ni de ventilación. Así que continuamos con las maniobras durante quince minutos, sin ninguna respuesta. Ambos esperábamos ver un milagro, aún cuando la ciencia decía: “Está muerta”. Cinco minutos después llegó la ambulancia, pero ya era demasiado tarde. Todo había concluido. Mayra había muerto. Se había suicidado tomando pastillas que alteran el sistema nervioso, luego de una fuerte discusión con su madre la noche anterior. Como muchos suicidas que aparecen en los diarios y noticias, creía que su vida no tenía valor. En aquel momento se escucharon fuertes gritos, reclamos y llantos de sus familiares. Me retiré con el corazón afligido. No quería seguir contemplando la escena. ¡Con cuántas “Mayras” nos topamos a diario y, bebiendo nosotros de la fuente del amor verdadero, no les hablamos del amor de Dios! Me pregunto cuántos suicidios podríamos haber evitado. En otra ciudad, en Ciénega de Flores, llegó una tarde Lucía, una jovencita de 17 años. Su aflicción era tan evidente que no podía ni hablar, por lo cual su madre lo hacía por ella. Traían el examen de orina que yo les había pedido. La prueba de embarazo había dado positiva. Por lo que pude observar, se habían adelantado a abrir el sobre. Lucía no podía creer lo que sucedía y lamentaba que su novio no estuviera con ella; aunque, al mismo tiempo, se lo agradecía al conocer su temperamento violento. Seguramente cuando se enterara ella estaría perdida, así que era mejor solucionar el “problema” por sí misma. La madre no sabía qué actitud tomar. Originarias de un pequeño pueblito, con apenas lo necesario para vivir, ahora tendrían una boca más que alimentar. No era fácil enfrentarse a esa situación. Cuando finalmente reaccionó Lucía, me dijo con determinación: “Doctora, usted debe ayudarme a no tenerlo”. La miré fijamente, dejándola que hablara. “Es que debe entender que no puedo hacerme cargo de él y, además, no lo quiero”. Intercambié una mirada con su madre, quien bajó la vista. Me estaba solicitando abiertamente que la ayudara a abortar. Le dije que se tomara su tiempo para pensarlo, que nadie la iba a obligar a tomar una u otra decisión. Pero de algo estaba segura: no podría ayudarla si continuaba con su plan.

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Pasaron los meses, y aquella madre inexperta se fue enamorando de su bebé mientras veía crecer su vientre. Lo que Dios realizó en la vida de esa joven madre fue maravilloso. Reaccionó a tiempo, entendiendo que el aborto no era la mejor opción. Finalmente, nació su bebé. Le planteé la opción de dar en adopción a su pequeño, pero no lo hizo. Se le veía realmente transformada en su nueva faceta de madre. ¡Cuánto me alegré al verlas a ambas —madre e hija— abrazando a esa tierna criatura! Fue Dios quien la había convencido y, de ese modo, una vida más se pudo salvar. Les sugerí buscar a Dios y el apoyo de organismos sociales que podrían ayudarla por lo menos con la leche. El tiempo pasó rápidamente. Por fin terminé mi carrera. En mi interior había un susurro que me recordaba, una vez más, que no hay nada imposible para el Señor. Nada. Dios es sabio, perfecto, sencillamente perfecto; tiene todo bajo su control, todo está bien planeado. Me di cuenta de que mi aferrada idea de ser pediatra infectóloga simplemente ya no pasaba más por mi mente. Todo lo contrario a lo que siempre había pensado. Yo había proyectado mis planes hasta poco antes de terminar la carrera. Había estudiado mucho, visualizando la oportunidad de un brillante futuro en Estados Unidos, como lo hacían la mayoría de mis compañeros. No obstante, sentía un torbellino en mi mente. Por lo cual, le preguntaba a Dios y me preguntaba a mí misma: “¿Qué fue lo que cambió? ¿Por qué ya no me imagino en grandes hospitales, con una vida cómoda y relajada, si eso era lo que siempre había querido y por lo que tanto me había sacrificado?” Tener todo el dinero del mundo era la meta de los demás, pero no la mía. No podía explicar lo que me estaba sucediendo, pero tenía la certeza de que Dios no seguiría un proceso “normal” conmigo ni me guiaría por el camino convencional que los demás transitaban. Al principio, se apoderó de mí un gran temor. Probablemente, mi decisión sería una desilusión para mi familia y mis amigos, pero creía con total certeza que Dios era el que estaba actuando, no yo, y nada me hubiese hecho cambiar de idea. Sinceramente, si ese cambio no hubiera venido de una forma sobrenatural de parte de Dios, hubiera sido inconcebible para mí. Realizar mi servicio social me sensibilizó como nunca, a tal grado que me llevó a “abandonar” mis sueños. En mi interior sabía que Dios no se olvidaría de ninguno de ellos si yo abrazaba solo los suyos. “Mas buscad primeramente el reino de Dios y su justicia y todas estas cosas os serán añadidas” (Mateo 6:33). Incluso así, cuando parecía que había comprendido el llamado y cedido mis derechos, le dije: “Sí, Señor, pero… ¿por qué yo?”

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Se hizo un silencio. Ignoraba que esa era la respuesta de Dios, aunque yo no entendía su lenguaje ni por qué había puesto su mirada en mí. Tampoco comprendía mucho el concepto de “gracia”. Gracia inmerecida, de alto precio, que Dios solo da cuando sabe que la necesitamos para lograr sus propósitos. Una gracia que nos lleva a donde nunca imaginamos. Algo grande me esperaba en el futuro, pero no podía saber con exactitud de qué se trataba. Si en aquel momento alguien me lo hubiese dicho, no le hubiera creído. Lo mismo pienso hoy, cuando lo que vislumbro es apenas la punta del iceberg de la visión que Dios tiene para mí. El amor que tuve por la medicina desde un comienzo sigue intacto hasta el día de hoy, pero mis motivaciones han cambiado. Mi anhelo es utilizarla como herramienta para la bendición de muchos. Al mismo tiempo, se produjo otro cambio que no estaba en mis planes. Comencé a sumergirme en otra área de la medicina que jamás pensé que estudiaría: la investigación sobre el SIDA y la Salud Pública. Durante mi estadía en España, Dios me bendijo académicamente más de lo que esperaba con tres estudios de posgrado: un Master en SIDA en la Universidad de Barcelona, un Master en Salud Pública en la Universidad Pompeu Fabra y un Master en Medicina Tropical en la Universidad Autónoma de Barcelona. Durante ese tiempo, tuve como jefes a dos médicos que son preeminencias en Salud Pública y SIDA en Cataluña y en toda España. ¡Dios utiliza medios poco convencionales para llevar a cabo sus propósitos y abrirles el camino a sus hijos! Había llegado a España con solo 500 dólares, sin beca, sin contrato de trabajo ni ninguna otra influencia. Sin embargo, Dios obró milagros día tras día. Fundaciones bancarias privadas me financiaron, sin tener idea de quién era. Una de ellas sustentó mi estancia casi todo el tiempo que estuve en España. Otra pagó una parte de mi matrícula en la maestría de Salud Pública, y un banco español me otorgó un préstamo para realizar mis estudios de Medicina Tropical. ¡Dios sigue y seguirá haciendo obras imposibles para los que osamos arrojarnos en sus brazos creyéndole a Él! ¡Jamás nos dejará caer ni nos avergonzará! “¡Dios honra a los que le honran!”, solía decir una pastora muy amada.

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El siguiente paso

REALIZABA MI SERVICIO SOCIAL COMO MÉDICA de atención comunitaria. Éste formaba parte del currículo de la carrera de medicina (pero sobre todo en el currículo de Dios, pues había importantísimas lecciones que aprender ese tiempo). Mi trabajo seguía localizado geográficamente entre las desnudas montañas del noreste del país. Aunque el ritmo era agotador, ¡no hubo otro período de mi formación profesional del que haya disfrutado más! Tenía a mi cargo 56 ranchos, algunas granjas y pequeñas comunidades. Era triste ver cómo se conjugaban, al mismo tiempo, la pobreza, la promiscuidad, la suciedad y, por consiguiente, la enfermedad. Aún recuerdo que estaba rodeada de gente extremadamente pobre y necesitada en todos los aspectos, que se dedicaban a cuidar ganado o críar pollos. Eran familias numerosas y el único ingreso económico provenía del padre. Aun así, su pobreza material contrastaba con su increíble generosidad. Se desprendían con una facilidad sorprendente de lo único que tenían para comer en algunas ocasiones. Su amor y gratitud hacia “la doctorcita”, como me llamaban, era inmenso. Mi hermana disfrutaba al verme llegar a casa con gallinas vivas, huevos de doble yema, leche de cabra o frijoles negros. No me quedaba otro remedio que aceptarlos. De lo contrario, hubiese sido una ofensa para ellos, pero, a la vez, me estaba metiendo en un lío. ¿Quién mataría o cuidaría a la gallina? Pasaron tres meses. Notaba una gran inquietud dentro de mí porque me quedaba mucho tiempo libre. Pero quería usarlo con sabiduría. Pronto llegó la respuesta. Tendría la oportunidad de trabajar y ganar mi primer salario, aunque no fuera demasiado. Iniciaría una pequeña clínica en uno de los barrios más conflictivos de la ciudad de Ciénega de Flores, en Nuevo León. Ese lugar se situaba en la falda de un conocido cerro, que tenía una forma peculiar. ¡Cuánto contrastaba ese lugarcito con el hospital privado donde había cursado la mayor parte de mi carrera profesional! Aun así, le agradecí al Señor por la bendición que me había concedido y, con entusiasmo, comencé mi primer día de trabajo. Todavía no me imaginaba lo que vendría más adelante. 17


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La situación social y económica de esa pobre gente era muy difícil. Vivían en un asentamiento humano irregular, marginado del resto de la población. Las humildes casas eran realmente cuatro paredes de madera o cobertizos construidos de ladrillos, bloques, cartón o láminas. Los baños eran fosas sépticas que se situaban, en la mayoría de los casos, a escasos tres metros de distancia de la puerta principal. Existían muchas otras carencias en el barrio de Ciénega. Una de ellas era la falta de agua potable, lo que los obligaba a esperar el camión cisterna que lo distribuía o abastecía una vez por semana. Todo empeoraba durante el crudo invierno. Me preguntaba cómo se las arreglarían para soportar las bajas temperaturas. Como cortinas, utilizaban retazos de sábanas o franelas desteñidas. Aún me faltaba llegar al que sería mi consultorio. Intenté prepararme mentalmente para ese momento. La realidad es que parecía de todo menos un consultorio médico (¡hasta se daban clases de cocina!). No había ni agua, ni electricidad, y mucho menos un escritorio o una mesa de exploración. Era necesario empezar desde cero. Pero yo estaba segura de que Dios me había puesto allí. Oré al Señor con gratitud. Le dije que el lugar estaba bien, pero que lo quería equipado. Al otro día contaba con un bonito escritorio grande y con un sillón giratorio, aunque, por cierto, no alcanzaba bien al suelo. Estaba segura de que Dios supliría el resto de mis necesidades. Al poco tiempo conectaron el agua y la electricidad, y todo lo demás se fue solucionando. El siguiente reto era atender a 15 pacientes por día; de lo contrario cerrarían el lugar, y yo tendría que irme a “freír espárragos”. La primera semana atendí a 15 pacientes en total, lo cual desanimaría a cualquiera; sin embargo, oré más intensamente y puse todo mi empeño en dar lo mejor de mí. Estaba consciente de que aún me faltaba experiencia clínica, pero Dios veía mi sincero entusiasmo. Así que descansé en Él. A los dos meses ya había logrado el promedio esperado de 15 pacientes diarios. No obstante, la consulta iba en aumento, hasta que llegué a atender a 32 pacientes en cuatro horas. Luego se mantuvo estable en 20 personas por jornada. ¡Aquel año fue inolvidable! Estoy más que convencida de que Dios nos prepara para el siguiente paso. Sea cual fuere la misión que Él tiene para nosotros ¡jamás se olvida de darnos el correspondiente curso de inducción! Lo confirmé durante ese tiempo de servicio social. Dios me fue preparando, en todos los aspectos, para lo que vendría.

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Primeros viajes misioneros fuera de México

EL LLAMADO A SERVIR

Siempre hay una primera vez. Yo estaba feliz. El avión que me llevaría por primera vez a una misión fuera de México se dirigía hacia La Habana, Cuba. El Señor había obrado para que pudiera conseguir el dinero necesario para mi pasaje. Una persona que yo no conocía había ofrendado 500 dólares para ese viaje. Así comenzaba a ver los primeros milagros, de muchos otros que se sucederían en mi vida. Éramos un pequeño grupo de 10 personas, de diferentes iglesias y lugares de México, pero maravillosamente unidos por un mismo sentir. Llevábamos 52 maletas repletas de ropa, objetos de aseo personal y todo lo que podíamos. Era grande la expectación. Antes de partir, recibí una linda visita. Un apreciado evangelista de Guatemala oró por mí y por el viaje. Aún recuerdo su sonrisa, al tiempo que me decía: “Aunque no comprendas por qué Dios está trabajando en ti ahora e inquietándote para que lo sirvas, luego lo comprenderás. Lo que Él tiene planeado hacer contigo, sencillamente lo hará. Ora y ayuna. Y recuerda: ¡Nunca volverás a ser la misma!” En ese momento me pregunté por qué me hablaba con tanta seguridad y autoridad. En Cuba, el equipo se dividió en pequeños grupos con la finalidad de alcanzar una mayor cantidad de lugares. El propósito era doble: anunciar el evangelio y brindar ayuda social. El sistema de transporte era precario, así que recurrimos a la bicicleta. Y para compensar ese gran esfuerzo físico, al llegar a la casa comíamos la típica comida cubana: arroz, frijoles, chicharritas, fritas, caldosa y algunas veces cerdo ahumado. El calor era agotador, por lo que transpirábamos continuamente. Cada noche caíamos rendidos en la cama, pero con el sentimiento placentero de haber sido bien recompensados espiritual y moralmente. Realmente era muy poco lo que podíamos hacer. Fuimos pensando que seríamos nosotros quienes ministraríamos sus vidas, pero ocurrió todo lo contrario. Aquellos creyentes tenían una fe tremenda. Habían crecido dependiendo de Dios. Como filosofía de vida, habían aprendido a contentarse con lo que el Padre les proveyera diariamente, a ser solidarios con el que menos tiene y a disfrutar de la vida. Su ritmo contagioso y ale-

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gre era un tipo de terapia, y de expresión visible, del gozo que se hallaba en su interior. Me impactó saber que el salario promedio para un profesional egresado de una licenciatura era de aproximadamente 25 dólares. Antes, durante y después de aquel viaje, Dios me ministró directamente al corazón de una forma única y poderosa. Su inconfundible toque de lo alto se manifestó como pocas veces lo había experimentado. Una madrugada, en La Vieja Habana, me postré a orar. De repente, estaba sumamente quebrantada. Las palabras cesaron, solo había gemidos y llanto. Me resultaba imposible de explicar. Solo aquellos que han experimentado un toque del dedo de Dios pueden comprender su significado. Las palabras que escuché fueron tan nítidas como si un amigo íntimo me las estuviera diciendo cara a cara: “Erika, por fin comprendes que eres muy especial para mí. Yo quiero hacer algo contigo, quiero usarte. ¿Te diste cuenta de que hay algo especial en tus manos? Es que yo deposité en ellas y en tu corazón una gracia que te hace diferente de los demás. Te ungí para que procures no solo la sanidad física, sino también la del alma. Ungí tus manos para que con ellas me sirvas; para que toques a aquellos a quienes yo quiero tocar, y vayas adonde yo quiero enviarte; para que rescates a aquellos que agonizan sin mí, los que ahora mismo están muriendo sin conocerme”. Quedé atónita. Eso era algo totalmente nuevo para mí. Fue entonces cuando supe por primera vez lo que era recibir un mandato divino, un llamado a servir con las dos joyas que tenía a mi alcance: la Biblia y la medicina. Pero aún me faltaba mucho hasta llegar a comprender que lo que a Dios más le importaba era mi corazón y mi obediencia. La Biblia dice en 1 Samuel 16:7: “No mires a su parecer, ni a lo grande de su estatura, porque yo lo desecho; porque Jehová no mira lo que mira el hombre; pues el hombre mira lo que está delante de sus ojos, pero Jehová mira el corazón”. Ese pasaje iluminó mi camino. Me hizo comprender mis limitaciones como ser humano y a darme cuenta de que mi “apariencia”, habilidades y cualidades de las cuales tantas veces me jactaba, no eran lo más importante para Dios. Para Él, lo que realmente vale es lo que hay en el corazón. Esa madrugada le pedí que tomara mi vida, mi carrera y lo que yo era, para que sus propósitos y planes se cumplieran, y no los míos. Aunque de alguna manera me hizo sentir que conocía mis anhelos y que no los olvidaría. Allí entendí que lo que a Dios le interesa es un corazón obediente, dispuesto, contrito y humillado, como dice en Salmos 51. A Dios no le importaba mi título académico, las notas que había obtenido, mis grandes dotes como oradora o evangelista —que por cierto no poseo—, ni mi conocimiento bíblico profundo.

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De mis ojos brotaron lágrimas al recordar otras palabras que había anotado en mi diario: “Entonces me dijo: Daniel, no temas; porque desde el primer día que dispusiste tu corazón a entender y a humillarte en la presencia de tu Dios, fueron oídas tus palabras; y a causa de tus palabras yo he venido” (Daniel 10:12). Supe, entonces, que Dios había oído mi oración. Los siguientes seis meses fueron intensos. Disfruté cada viaje que el Señor me regaló, viví cada uno de ellos como una aventura. Creo firmemente que caminar con Él es la aventura más grande que existe sobre la tierra, y no deja de ir acompañada de emoción, expectación, incertidumbre y sorpresa. Al poco tiempo de regresar de Cuba, Dios me permitió viajar a Centroamérica, más exactamente a El Salvador y a Guatemala. Fue una experiencia muy especial, no por el exhaustivo trabajo médico que realicé sino por la ministración personal de Dios hacia mí. Fue extraño. Me parecía que Él me estuviera susurrando que un día no muy lejano estaría cerca de “su amada gente de color”. Posiblemente se refería al África, o tal vez a Haití. Recuerdo que un día estaba viendo un vídeo misionero de un país africano. Las imágenes mostraban a un predicador rodeado de mucha gente, con la Biblia abierta en sus manos. Como un relámpago, vino a mi mente uno de los dos sueños que había tenido mientras estudiaba en la preparatoria: me vi transportada hacia un desconocido y lejano lugar, con un libro negro en la mano, bajo una pequeña carpa con techo de “palma”, sufriendo un intenso calor y rodeada por unas 100 personas que se encontraban sentadas a mi alrededor escuchándome. No puedo recordar nada más, pero jamás lo olvidaré. El segundo sueño, tan breve como el primero, se presentó cuando estaba terminando la preparatoria y estaba por graduarme como Técnica en Laboratorio Clínico. Soñé que estaba con una larga bata y un estetoscopio auscultando a un paciente de raza negra. En ese momento, no creí que esos sueños pudieran tener algún significado. En realidad, soy muy escéptica a ese tipo de fenómenos. Pero ahora, en San Salvador, mientras veía ese documental misionero, algo comenzó a acontecer en mi espíritu. Recibí nuevamente ese inconfundible toque de lo alto, que me llevó a arrodillarme. Ignoro cuánto tiempo transcurrió, pero me levanté con una inmensa paz por haber comprendido un poquito más su voluntad. Si Él me quería allá lejos, yo obedecería. ¡Quería ver cumplida su voluntad perfecta en mi vida, no su voluntad permisiva! A mi regreso, me enfrentaría con diversas reacciones, como el rechazo, la indiferencia e incluso la incredulidad de muchos, ante la extravagante idea de servir como misionera —y más si se trataba de África, ¡un perdido y temido continente donde se tiene la concepción de que muchos van y

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pocos vuelven! Además, yo tampoco reunía el perfil del misionero tradicional: era joven, mujer, soltera, oaxaqueña, laica y solo había cumplido algunas responsabilidades ministeriales en mi zona, en Oaxaca, y en la iglesia local de Monterrey. ¿Qué persona de la Iglesia del Nazareno escribiría una carta de recomendación para que yo fuera enviada? Esa era otra buena razón para orar y ayunar. El obtener la aprobación de mi padre significaba un sí o un no. Su negación implicaría sujetarme a Él, aunque me doliera hasta el alma. Sin embargo, sabía que Dios me ayudaría a no perder el llamado que Él mismo me había hecho. Aún no había hablado con mi padre, cuando asistí a la Conferencia Nacional de Santidad, que se realizó en Guadalajara en 1999. Recuerdo que en esa ocasión predicó el Dr. Cristian Sarmiento, director de la Región MAC. En ese momento comprendí algo muy importante: Dios sabe mejor que nosotros cómo llevar adelante sus planes. No nos compete a nosotros. Solo nos corresponde ponernos en la senda. Así que, dejé el asunto en sus manos. Sin duda alguna, la lógica y el calendario divinos son muy distintos de los míos. Él sabría en qué momento convencer a mi padre y a las personas necesarias para allanarme el camino. Mi tarea era desarrollar un estilo de vida de oración y ser coherente entre lo que decía y hacía. Comenzaba a descubrir el efecto poderoso de la oración intercesora, aquella capaz de mover la mano de Dios a favor de sus hijos, que proviene de un corazón genuino y quebrantado. Dios obra de diversas maneras para darnos a conocer el camino por el que debemos transitar. Frecuentemente nos ofrecerán una serie de opciones, pero Él nos dará la sabiduría, el sentido común y la capacidad de decisión, según la dirección del Espíritu de Dios, que siempre nos conducirá hacia aquello que es mejor. En esos días meditaba en un libro que había leído sobre las misiones, que fue de gran impacto para mí: “La pequeña gran mujer en la China”. Su coraje por la obra de Dios al enfrentar cada obstáculo en su caminar diario me fortaleció, sobre todo al pensar que teníamos el mismo Patrón y Jefe. Durante esos días, recibí información sobre varios ministerios no nazarenos que estaban trabajando en África, algunas agencias no gubernamentales, incluyendo el ministerio que tiene Juventud con una Misión de los Mercy Ships y El Buen Samaritano, en la ciudad de Ceuta, España. Mi corazón se estremecía al leer toda esa información, y me preguntaba: “¿Acaso Dios me abrirá alguna de estas puertas? ¿Por qué a veces tenemos un abanico de oportunidades en vez de una sola: la correcta?” Continué involucrada en el servicio en México tanto como podía. ¿Quién iba a pensar que cinco años después Dios me traería de nuevo a mi

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país para servir como Coordinadora de Ministerios Nazarenos de Compasión en el área MAC Norte?

Pruebas Una madrugada me encontraba llorando delante del Señor, preguntándole por qué había tantas puertas cerradas y cierta indiferencia e incredulidad en algunas de las personas en las que había depositado mi confianza o esperanza. Quizá había confiado demasiado en el hombre y por eso me sentía decepcionada. Oré preguntándole si había algo en mi vida que aún no estaba de acuerdo con sus planes. Dios siempre oye nuestras palabras, y más si son genuinas y brotan de un alma que desea hacer su voluntad. Fue exactamente eso lo que comprobé a la semana siguiente de haber hecho la oración. La respuesta a mi inquietud se hizo presente. Verdaderamente, el trato de Dios es completo. Si quería ver el propósito de Dios plasmado en mí, aún debía aprender tres lecciones importantes que serían muy valiosas para el resto de mi vida. Mis sentimientos también debían ajustarse. Había depositado toda mi confianza e ilusiones en alguien que parecía ser la persona de Dios para mí, por lo cual me resultaba ilógico que el Señor se empeñara en quitarlo de mi camino. Drásticamente, me comparé con Ezequiel cuando perdió a su esposa y Dios le había advertido: “He aquí yo te quito de golpe el deleite de tus ojos”. Pero, al mismo tiempo, pude ver que, simplemente, Él tenía todo bajo control. Me estaba enseñando una vez más a tomarme fuerte de su mano, en medio de ese dolor punzante, y a seguir sus pisadas. Más adelante, agradecí que Dios me hubiera detenido y me hubiera enseñado a obedecer. La primera lección que tuve que aprender fue a someterme a Él y a aceptar que realizara su voluntad perfecta y no mi voluntad permisiva. Segundo, a humillarme. No soy nada sin Él, y lo que soy es el resultado exclusivo de su gracia y misericordia infinitas. Tercero, a creerle. Solo necesitaba tener fe, pues para el que cree todo es posible. Hasta hoy, esas tres lecciones me han servido siempre. A veces, Dios ha tenido que repetirme algunas de ellas. Es la única manera en que podemos alcanzar el crecimiento que Dios desea. El invierno de 1999 fue un poco más frío en el norte de México que en las demás regiones. Una ráfaga de aire helado se colaba libremente en el interior de aquella pequeña casa verde, ubicada en la segunda planta, que fue mi hogar durante seis meses. No tenía muebles, calentador de agua ni calefacción, pero eso poco me importaba. Era mi tabernáculo. Sabía que sobre mí reposaba esa nube que me brindaba protección, calor y una ministración constante de Dios, según mis necesidades. Casi había terminado de

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leer el libro Operación mundo, cuando me di cuenta de las grandes necesidades físicas, materiales y espirituales que atraviesa el vasto continente africano. Las tasas de mortalidad infantil en general son elevadas y el promedio de vida muy bajo: entre 37 y 55 años. Mientras me encontraba analizando eso, más convencida estaba de que Dios me enviaría a alguna nación de ese tipo. En medio de mi quebranto, intenté conocer cuál era la magnitud de la fuerza misionera en África. ¿Cuántos médicos misioneros habría? Logré una vaga idea, pero, de cualquier forma, los misioneros entrenados en el área de salud eran pocos, muy pocos. El anhelo de ir a servir a aquel lugar ardía en mi interior cada día más. “Señor, iré a donde te sea más útil, así sea lo más recóndito de la tierra. Solo necesito estar segura de que ese es el lugar donde me quieres”, le dije. Mediante un boletín misionero, al que un hermano en la fe me suscribió, supe por primera vez el nombre y apellido de los misioneros que estaban sirviendo en África. Los medios que Dios usó para que yo tomara la decisión que cambiaría el resto de mi vida fueron: los libros misioneros, Internet, un boletín de noticias de misiones y la petición de una persona. Dios es creativo para transmitir su mensaje. Y su llamado puede venir de la forma menos esperada. En mi caso, se trató de una carta enviada por un misionero mexicano —que hoy descansa en la presencia del Señor—, desde el único país hispano parlante de toda África: Guinea Ecuatorial. Se trataba del hermano Rangel, quien estaba enfrentando, junto con su familia, el choque transcultural y los primeros ataques de paludismo. Esa carta me quebrantó. No encontraba otra cosa que pudiera hacer que orar por Bata, Guinea Ecuatorial y por esa familia. Entre otras cosas, intenté leer más sobre la malaria. Era la primera vez que abría un tomo sobre medicina tropical. En ese momento no hubiera podido imaginar que un día llegaría a obtener una maestría en esa rama de la medicina. Una noche, al salir de mi trabajo, fui al Tecnológico a consultar mi correo electrónico. Al abrirlo, me encontré con uno que tocó mi corazón. Una ONG española, integrada por argentinos con base en Madrid, solicitaba específicamente a un médico que se hiciera cargo de la atención de los niños de tres colegios en Bata, Guinea Ecuatorial. ¡No podía salir de mi asombro! ¡Era exactamente la misma ciudad donde vivía la familia Rangel, por quienes tanto había orado! La petición era muy específica. Regresé de prisa a mi casa y comencé a orar. Abrí mi Biblia y el Señor parecía recordarme algo importante del libro de Daniel: “Daniel —aquí coloqué mi nombre en vez del suyo—, no temas; porque desde el primer día

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que dispusiste tu corazón a entender y a humillarte en la presencia de tu Dios, fueron oídas tus palabras; y a causa de tus palabras yo he venido” (Daniel 10:12). Luego, resonaron en mi mente las palabras de Jeremías 33:3: “Clama a mí, y yo te responderé, y te enseñaré cosas grandes y ocultas que tú no conoces”. Mientras más me aseguraba que Dios me quería en Guinea Ecuatorial, más y más pruebas de todo tipo enfrentaba. Aún no había recibido ninguna información acerca de mis documentos desde mi amada Iglesia del Nazareno. Fueron días de evidentes pruebas. En menos de un mes me enfermé dos veces. En el norte de México había una epidemia de dengue clásico. Así que no fui la excepción. Llegué a soportar en la parte baja de mi espalda el dolor más severo que he experimentado en toda mi vida. Recuerdo un momento puntual: Había ido al trabajo —porque solo pude lograr que me dieran un día por enfermedad. Y allí, sola, de rodillas y afiebrada, Dios parecía tomarme otros exámenes finales antes de permitirme salir a mi primer viaje misionero. En medio de aquel dolor —habiendo recurrido a analgésicos inyectables para disminuirlo—, apenas pude reaccionar para hacerme el siguiente cuestionamiento: ¿Aún estaba dispuesta a padecer paludismo por causa de Cristo, donde sea que Él me enviara, como por ejemplo, a África? Honestamente, me costó contestarle afirmativamente al Señor. Pero al final exclamé: “¡Sí, Señor, heme aquí; aun en medio de este dolor físico y aunque tenga que soportarlo nuevamente por tu causa, iré! Dependo de ti. Estaría dispuesta a atravesar cualquier circunstancia, incluyendo la malaria, si lo permites, aunque sé que también lo puedes evitar”. A los tres días estaba mejor, pero, ni bien pasaron dos semanas, me encontraba nuevamente enferma. Habíamos ido a una sierra al norte de Nuevo León con un entusiasta grupo de jóvenes (de ocho iglesias distintas), cuando, al regresar, comencé con una fuerte obstrucción nasal, una comezón intensa en la nariz, dolor facial, dolor de cabeza y algo de fiebre. Pero lo más molesto era que no podía respirar con libertad y lo débil que me sentía. La brigada médica y evangelística había sido de gran bendición, pero ahora el enemigo quería robarme el gozo recibido. Acurrucada junto a la ventana del automóvil, escuchaba el casete que José había puesto, mientras frotaba mis manos intentando obtener calor, aunque no hacía un frío extremo. Súbitamente, oí aquel canto: “Tienen que saber del amor de Dios”, de Steve Green. Y, aunque intenté disimularlo, la siguiente estrofa me hizo llorar: “Enciende una luz, déjala brillar… no te puedes callar ante tal necesidad”. En ese momento, hice un pacto con el Señor, que quedó sellado con mis lágrimas.

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Todo estaba dicho Algo nuevo y grande estaba a punto de ocurrir. Sería mi primer viaje misionero a largo plazo. Así que debía ir a mi tierra, mi amada Oaxaca, al menos por un corto tiempo. La fecha coincidía con la víspera de Navidad. Tenía pensado ir por dos semanas, pero el Señor me regaló un mes, tiempo suficiente como para preparar a mi familia y despedirme de la iglesia y de mis amigos, antes de mi partida, que seguramente sería pronto. Durante todo ese tiempo sentí un gran respaldo de mi pastor y su familia, quienes oraban especialmente por mí. Pero, al mismo tiempo, en mi familia aún existían dudas. No obstante, le di gracias a Dios por el respaldo incondicional de mi padre. Hubo un momento muy especial que quedó grabado en mi mente y corazón. Fue cuando noté que Dios había operado un cambio en él. Es importante mencionar que papá siempre fue digno de nuestra admiración, ya que era respetuoso de nuestras decisiones aunque no poseyera completamente nuestra fe ni nuestras ideas. Él me había cuestionado seriamente si no pensaba formar una familia, casarme, tener hijos y, por otro lado, realizarme como profesional en la medicina —ya que si quería podía ganar mucho dinero. Si hay una oración que me ha quebrantado hasta lo más íntimo fue la que brotó aquella mañana de los labios de mi padre, frente a la tumba de mi madre: “Dios, Tú sabes lo que hay en mi corazón en este momento, sabes la fe tan grande que mi hija tiene en ti, como la que tenía su madre. Tú sabes que ella quiere servirte, ¡pero mira a dónde se va, Señor! Sabes que me siento orgulloso de ella, pero no puedo entender todo. Te pido que, por favor, la cuides. No hay nadie más que la pueda cuidar, así que ve con ella dondequiera que vaya. La dejo en tus manos. Amén”. Transcurrieron solos unos minutos, hasta que ambos explotamos en llanto. Abracé a mi padre lo más fuerte que podía. Sabía que Dios había oído mi oración y que ahora tenía una doble cobertura paterna: la de mi papá y la del Padre celestial (aunque, más bien, podría decir que era una triple cobertura, porque también tenía la de mi pastor). ¡Qué bendición! Pronto tendría que partir, dejando mi hogar, patria e iglesia, por un tiempo que aún no podía definir, pero que sería lo suficientemente largo como para que la separación resultase muy dolorosa. Solo Dios pudo darme la fortaleza que necesitaba en ese momento.

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ÁFRICA

Primeras experiencias en África

—DESCRIPCIÓ DE GUI EA ECUATORIAL En cuanto supe que Guinea Ecuatorial sería mi próximo destino, lo primero que hice fue buscar una gran enciclopedia y localizar el país en el mapa. Estaba lejos de saber donde el Señor me enviaría.

Primeras experiencias en África Reaccioné y volví al presente. Ahora me encontraba en el aeropuerto de Malabo. Prudencio, un sonriente ecuatoguineano nos recibió en el aeropuerto. Pacientemente fue contestando nuestras múltiples preguntas. Al poco tiempo nos encontrábamos en el segundo avión, que no se comparaba en nada al de Iberia. Este era muy pequeño. Estábamos un tanto asustadas. Habíamos oído que tiempo atrás una de esas aeronaves había caído en un pantano en Malabo, lugar donde precisamente hicimos una conexión. Mil pensamientos negativos vinieron a la mente de Susana y a la mía, por lo que decidí tratar de dialogar con mi compañera de asiento, una médica española. Finalmente llegamos a Bata, que sería nuestro hogar por un buen tiempo. Tres alegres chicas agitaban sus manos a lo lejos. Las habíamos conocido por foto. A menudo Dios me ha puesto en situaciones curiosas que para los demás pueden resultar estresantes. Mi padre se preguntaba si realmente nos irían a recibir, ¡ya que no nos conocíamos! ¿Cómo podía estar tan segura de que todo saldría bien? Sin embargo, aún así, Dios no se había equivocado. El aeropuerto estaba a unos 15 minutos del centro. La primera anécdota surgió al tomar el taxi. Para que éste arrancara, se debían conectar unos cables que se encontraban debajo del volante, con lo cual nos dimos cuenta de lo antiguos que eran los autos. Colocamos el equipaje atrás. El calor era

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agobiante. Me preguntaba si siempre sería así —aunque mentalmente me fui preparando para lo que vendría. Instantáneamente, sentí mi garganta reseca. Mis poros se abrieron tres veces más de lo habitual. Sudé lo que no había transpirado en toda mi vida. Pero eso era lo de menos. Estaba feliz porque me encontraba en la nueva “tierra prometida”. La larga jornada desde casa había concluido… al menos por ahora.

Primer tour de reconocimiento Al costado de la carretera se apreciaban las primeras casitas. La gente caminaba desde el aeropuerto hasta la ciudad, a pleno mediodía. Un poco más adelante vimos el mercado Mondo. Luego, a unos 300 metros, una pequeña glorieta. Era la única, y el orgullo de todo Bata. Al lado, un ministerio, cuyo edificio era muy antiguo y parecía bastante descuidado. “¿Ya llegamos?”, nos preguntábamos Susana y yo con la mirada. Estábamos sorprendidas de lo cerca que íbamos a estar del mar, ese precioso mar de aguas tibias y preciosas playas de arena blanca, que tanto recuerdo. De pronto, vino a mi mente un texto, el cual me hizo suspirar profundamente: “No me elegisteis vosotros a mí sino que yo os elegí a vosotros y os he puesto para que vayáis y llevéis fruto, y vuestro fruto permanezca, para que todo lo que pidiereis al Padre en mi nombre, Él os lo dé”. “Está bien, Señor”, dije con entusiasmo, “quiero dar fruto en esta tierra. Sé que me has elegido, aunque no me sienta digna, pero te prometo que haré mi mayor esfuerzo”. Ese primer día hice un compromiso con Él. Fueron palabras sencillas y sinceras, aunque ingenuas, al desconocer completamente la realidad del lugar y de lo que mis dichos implicaban. Después de todo, aquel lugar se parecía a mi amada tierra, en el sur de México. Su clima era cálido y húmedo. La gente lucía sencilla pero vistosamente. Sus peinados atrajeron inmediatamente mi atención. Eran muy sicodélicos y los sujetaban con hilos metálicos, al estilo “punk africano”. Otros vestían a la europea, y aprovechaban las ofertas de ropa que traían de España. Inconscientemente, buscaba algo que me recordara el mundo que había dejado atrás; pero, por más que me esforzaba, no veía ni el más mínimo rastro de la moderna Europa, Estados Unidos o alguna las ciudades industriales de México. Lo más parecido era el clima, húmedo y tropical, solo que aquí se transpiraba 10 veces más. Sentíamos hambre. Por fin nuestro estómago estaba respondiendo al cambio de horario: estábamos siete horas más adelantados que en México y Estados Unidos. Nuestro primer bocadillo fue una sopa “aguada” de sobre. Más adelante, tendría que acostumbrarme a la comida poco condi-

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mentada, sin “tortillas” de maíz ni picante; pero aún no tenía ni la más remota idea de lo exótico de la comida africana. La curiosidad era más fuerte que el cansancio, por lo que ni Susana ni yo dejábamos de preguntar, hablar y observar. Luego me di cuenta de que esto último debía haber sido lo primero. La primera regla de oro es observar. Y la segunda, callar. La falta de agua y de corriente eléctrica fueron dos de los principales obstáculos que tendríamos que afrontar durante todo el tiempo de nuestra estancia en aquella tierra. Los tres primeros meses fueron más difíciles de lo que esperábamos. El primer mes, África me dio la “bienvenida” —como popularmente se decía— con el primer ataque de malaria, al cual lo acompañó una fiebre tifoidea. Quería conocer todo lo que me fuera posible sobre la cultura, comenzando por su dialecto. Así que, al poco tiempo, aprendí algunas frases simples en fang (el dialecto que habla la mayor parte de la gente). Al saludar debía decir: mbolo, que significa “hola”. ¿Ma og Miten?, era la frase indicada si quería preguntar a los niños qué les dolía. Descubrí que, por lo menos en la ciudad, hablaban español. La mayoría también hablaba el fang y como segundo idioma —más bien comercial— el francés. Mi primera aventura ocurrió en el mercado central del pueblo. Fue cómico ser confundida con una senegalesa o camerunesa debido a mi tez morena clara (en comparación con la de ellos). Como me hablaban en francés, tuve que agudizar mi oído a ese idioma cuando venía a verme algún paciente de Gabón o Camerún. Mi primer paciente llegó a casa al día siguiente de haber arribado a África. Era domingo. Una voz un tanto chillona le gritaba a mi compañera —enfermera profesional— que saliera. Se trataba de una angustiada madre que traía a su pequeño de cinco años, Guislan, que estaba enfermo desde hacía una semana, y que ahora tenía un pie hinchado y dolorido. No me imaginé que, recién llegadas, tendríamos que hacerle curaciones al pie infectado de un niño, a quien llegaríamos a conocer muy bien durante toda nuestra estancia allí. Guislan tenía un problema hereditario en su sangre (talasemia). Eso lo hacía propenso a enfermarse con frecuencia. Me pregunté cuántos extraños casos clínicos, o enfermedades que jamás había visto en mi corta experiencia clínica (excepto en los libros), atendería. Tenía cierta incertidumbre en mi corazón y preguntas en mi mente, pero casi al mismo tiempo, sentía paz al saber que no estaba sola. Casi escuché al Señor diciéndome que no temiera. Debía aplicar lo mejor posible lo que sabía y Él me ayudaría con el resto. Tampoco imaginé la gran ayuda que el Señor me enviaría. Un mes después de haber arribado, llegó al lugar una delegación de médicos cubanos, quienes serían de gran apoyo en los casos difíciles a los que debería en-

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frentarme. Alabé a Dios por ello. Y le supliqué que me diera, como a Salomón, un corazón entendido, sabiduría y sentido común para hacer bien mi trabajo, ser capaz de dar lo mejor de mí y de sentir lo que esa gente estaba experimentando. Y, al mismo tiempo, le pedí discernimiento para saber hasta dónde me correspondía llegar a mí y hasta dónde no.

Mi primer mes Me propuse escribir fielmente mi diario, y así lo hice. En eso tuve tanta autodisciplina que jamás he dejado de hacerlo. Era el mediodía, y yo regresaba de una de las iglesias nacionales. Había asistido al culto con un agudo dolor en la parte baja de mi espalda y con fiebre, sin embargo, me había hecho bien ir. Mi gozo interno sobrepasaba en gran manera cualquier malestar físico. Aún no comprendía bien la importancia de guardar reposo en caso de malaria. Mi mayor dolor era no haber recibido noticias de mi familia. La falta de electricidad y, por consiguiente, de refrigerador hacía que tuviéramos que comprar la comida a diario. Los abundantes y perspicaces mosquitos, que no desaprovechaban los momentos de distracción, inundaban la casa, haciendo del ambiente un campo de batalla, que nos llevaba a estar todo el tiempo dándonos palmadas en piernas y brazos. Me pareció una exageración que tuviéramos que aprender a reconocer el género de los mosquitos (cuál era macho y cuál hembra), sin embargo, en el trópico era algo normal, ya que eran las hembras las que picaban y trasmitían el parásito de la malaria, así que había que cuidarse más de ellas que de los machos. El sermón de la mañana siguiente dio justo en el blanco. Parecía como si me lo hubieran predicado solo a mí: “Aunque ahora por un poco de tiempo, si es necesario, tengáis que ser afligidos en diversas pruebas, para que sometida a prueba vuestra fe, mucho más preciosa que el oro, el cual aunque perecedero se prueba con fuego, sea hallada en alabanza, gloria y honra cuando sea manifestado Jesucristo” (1 Pedro 1:6-7). Esas palabras eran la ayuda divina para superar los quebrantos de mi salud. Y allí, en silencio, sentía cómo vibraban en mi interior. Comí algo ligero y en la noche me encaminé hacia el viejo muelle, como todos lo llamábamos. Caminaba despacio y titubeante, debido a la escasa luz que provenía de los tres únicos restaurantes situados a la orilla del mar. La oscuridad era parte del estilo de vida del lugar y debía acostumbrarme a ella. Pero mi titubeo se debía, principalmente, a la cloroquina que había tomado recientemente, como parte del tratamiento contra el paludismo. Hasta ese momento, no sabía que producía efectos secundarios como: mareo, irritación de estómago y trastornos visuales.

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Lamenté no haber podido atender a los niños en esos dos días. Seguramente había muchos pequeños más enfermos que yo que no recibirían atención médica. Me sentía impotente. Caminé hacia el viejo muelle, con el semblante triste, contemplando las estrellas en la lejanía. Por un momento, me quedé atónita al ver las olas del mar. La brisa desordenaba mi cabello, que en poco tiempo había crecido bastante. Repentinamente me invadió la melancolía, al notar la ausencia de mi familia. Hubiera querido que alguno de ellos estuviera conmigo en aquel momento. Las últimas palabras que me había escrito mi padre resonaban en mi mente. Aunque precisamente nunca había sido un “apasionado” del correo electrónico, esta vez me había escrito uno. Habían transcurrido tres horas y yo seguía de pie, junto al muelle. Le preguntaba al Señor el porqué de tantos acontecimiento al mismo tiempo. Sin embargo, Él no había perdido el control de las circunstancias y me ayudaría a seguir adelante. Dios quería ver mi fidelidad; la de Él la tenía asegurada. Mi dolor de cabeza se intensificaba y el mareo me impedía abrir los ojos. Comencé a orar para regresar a casa bien, aun cuando me encontraba a solo unos cuantos metros de distancia. Por la noche, leyendo la Biblia, una frase se repetía en mi mente: “Para que sea sometida a prueba vuestra fe”. La segunda parte del texto llenó de paz mi corazón. Al final de la más dura prueba viene la calma y es entonces cuando el Señor es exaltado y, a su vez, ensalzará a su siervo fiel, quien se ha sometido con toda paciencia y compromiso. Al poco tiempo, me reincorporé a mis actividades normales, dándole gracias al Señor por mi pronta recuperación. Había muchas barreras que debía superar para adaptarme plenamente al lugar. Aun así, me identifiqué, casi de inmediato, con ese pueblo tan especial. Agradecí a Dios por todo, hasta por el color de piel que me había dado, que me favoreció en gran manera para lograr tal identificación. Cuando vestía ropa africana, fácilmente me confundían con una “mulata”, que en ese entonces abundaba, debido al constante aumento de extranjeros (sobre todo libaneses, chinos e indios) que sostenían relaciones con africanas, quienes daban a luz hijos mestizos. Le agradecí a Dios por la facilidad que me había dado para adaptarme a cada persona, sin importar su nivel social, su educación, o la necesidad que tuviese, y así entablar una relación de amistad. Los niños pequeños eran mi mayor reto, ya que, por lo general, eran introvertidos, lo cual me obligaba a usar un tipo de comunicación no verbal o bien recibir la ayuda de un intérprete, principalmente en los servicios de la iglesia. El hecho de dar la Palabra o atender a los enfermos, con un intérprete a mi lado, era una experiencia totalmente nueva para mí.

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Nunca fui políglota, pero, en ese lugar, las circunstancias me forzaban a poner lo mejor de mi parte y pedirle al Señor que me diera la gracia que poseía Guillermo Carey, el padre de las misiones modernas. Había decidido, firmemente, identificarme con ellos lo mejor posible y, además de hablar mucho con la gente, leer libros sobre su cultura (aunque eran muy escasos) y usar ropa africana, disfrutaba de “apear” —caminar— como ellos. La gente se extrañaba de ver a “una de tez blanca” caminando de esa manera. Fue la primera vez en toda mi vida que me sentí “blanca”. Aquella madrugada pude ver en retrospectiva ese primer ataque de paludismo y lo que había experimentado. Y meditaba: “Dios me ha privado de muchas cosas, como la salud, la comunicación con la gente que más amo, el agua, la electricidad y el dinero, entre otras; pero día a día me ha regalado abundante gracia en una doble o triple porción —según la situación lo ameritara—, fortaleza, la seguridad de que Él había posado su mirada en ese lugar, la gratitud y el cariño de las personas, así como la amistad genuina de mis compañeras de trabajo. También me ha dado su Palabra, que alimenta mi espíritu y me ayuda a seguir caminando; un ramillete de preciosas oraciones que se elevan en mi favor —aun de gente que no conozco personalmente— y un hermoso mar azul de agua tibia a solo tres metros de mi casa, que me recuerda quién es el Dios al que sirvo”. Por todo eso y mucho más estaba profundamente agradecida. En aquel instante elevé una oración: “Ayúdame a recordar día a día, minuto a minuto cuánto amas a esta gente, cuán importante es que conozcan de tu amor y cuánto debo esforzarme por encender luces y hacer que brillen”. Tomé mi Biblia y la abrí en 2 Crónicas 20:15: “No temáis ni os amedrentéis delante de esta multitud tan grande; porque no es vuestra la guerra, sino de Dios”. La guerra no era ni es mía, sino de Dios. Si le permitía a Él pelear la batalla, obtendría la victoria. “Él es nuestro capitán y nosotros simples soldados rasos”, decía un apreciado siervo de Dios. ¡No había nada que temer! Pasaron los días y las aguas de reposo comenzaron a llegar. El Señor fue proporcionando lo que, hasta ese entonces, nos había faltado. Envió copiosas lluvias que trajeron no solo agua sino también energía eléctrica, durante por lo menos tres horas al día, lo cual nos trajo felicidad. Nos proveyó de un módem de Internet más fácil de usar (aunque siempre hubo problemas con la conexión). Pero lo que más valoré fue ver que mi salud se había restablecido, mi padre y mi hermana me habían escrito, y que poco a poco fui tolerando mejor la comida. ¡Todo era un regalo de Dios! En los colegios, teníamos a nuestro cargo una cantidad de niños que iba en aumento. Se les proporcionaba una comida diaria, atención médica y educación cristiana. Llegamos a tener, entre las tres escuelas primarias, mil

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“pequeños saltamontes” corriendo en el patio a la hora del descanso —incluidos los dos grados de educación preescolar.

En el Colegio Amemos

Era conmovedor ver a tantos niñitos corriendo hacia nosotras con los brazos extendidos. Nos sujetaban, nos apretaban las manos, los brazos, nos jalaban del pantalón, nos pedían que los alzáramos. Percibíamos una gran carencia afectiva en ellos. Aún recuerdo esas sonrientes caritas repitiendo mi nombre a coro, casi al ritmo de una canción. Mi corazón se conmovía al verlos conformarse con tan poco, como un abrazo, una sonrisa, una caricia. Al mismo tiempo, constituía una terapia para mi propio corazón, calmaba la ansiedad, relajaba la tensión y disipaba cualquier problema existente. En las provincias del interior era común ver a los niños correr hacia donde nos encontrábamos, gritando: “¡Blanca, blanca, blanca!”. Cualquiera de nosotros, sin distinguir el matiz de su piel, para ellos era blanco. De este lado del mundo, quizá uno es el “chocolate” de la familia y, del otro lado, el blanco. ¡Curiosidades de la vida! Conforme iba pasando el tiempo, pude descubrir más y más rasgos de la cultura fang, de su gente y sus valores, como: la solidaridad que hay entre ellos y el respeto casi idolátrico que se les tiene a los abuelos. La existencia casi nula de los problemas de la sociedad moderna —como la delincuencia, la drogadicción u homosexualidad— coloca a ese país en un lugar elevado, en comparación con sus vecinos africanos. Pero, ¿qué decir de los demás problemas sociales graves que existían? Entre los menores de cinco años, había un alto índice de desnutrición y mortalidad, así como numerosas enfermedades tropicales, resultado de una inadecuada e insuficiente alimentación.

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Curiosamente el concepto de familia estaba bien arraigado en esa sociedad, llegando a convivir bajo un mismo techo entre tres y cinco familias emparentadas. Con todos esos antecedentes, empecé a trabajar con los niños. Atendía sus necesidades físicas, pero también les enseñaba a cultivar su espíritu. Grande fue mi recompensa al ver la sensibilidad de los niños hacia el evangelio, la cual sobrepasó ampliamente nuestras expectativas cuando celebramos “el día del niño africano”. Oírlos cantar fue un deleite para mi corazón y, más aún, para el de Dios. Aquella mañana había en el colegio un grupito de niños. Uno de ellos, de escasos siete años —aunque parecía de cuatro—, colocando a sus amiguitos en la acera y, con una varita de madera en su mano, se paró frente a ellos, dirigiéndolos en algunos coros. Los otros, de entre tres y cinco años, seguían felices las órdenes de su pequeño director de orquesta. Sus pulmones se esforzaban por cantar lo más fuerte posible.

Rumbo al interior… Era un día común y corriente en Bata. El ambiente que se respiraba era tranquilo, aunque un poco más que de costumbre, porque estábamos en el receso de vacaciones de verano. Los niños y adultos viajaban al interior del país, con el fin de ver a sus familiares y porque allí tenían una mayor disponibilidad de alimentos. “Es increíble sentir frío en África, estamos en la línea del Ecuador”, pensaba, mientras se me erizaba la piel al sentir una corriente de aire frío que entraba por la ventana del autobús. Ese era casi el único que existía en el país, y la carretera por la que transitábamos había sido la primera en arreglarse. A lo lejos, contemplé una densa nube que rodeaba la cima de un cerro. Me recordaba los paisajes de mi amada América y de mi estado natal. Una preciosa pareja de misioneros me había invitado a pasar unos días en Ebebiyin, una de las provincias más importantes del país. La misma se encuentra en la frontera entre Camerún y Gabón. Poco tiempo después, realizaría un viaje a Akurenam. Lejos estaba de imaginar lo que ese viaje significaría para mi vida personal y ministerial. Akurenam es una tierra de misterios y leyendas, una tierra de elefantes. Una noche nos reunimos alrededor de don José, famoso en toda la región por sus hazañas y valentía para cazar elefantes él solo, armado únicamente de su rifle. De carácter y espíritu humilde, percibía cierta nostalgia en su mirada. Era uno de los fundadores de la iglesia evangélica a la que me habían invitado. Su pobreza material era evidente. Aun así, su difícil condición de vida no opacaba la sinceridad y alegría de su corazón.

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Sus historias eran famosas. Esa noche nos relató una: “Hay tres clases de elefantes aquí. El más grande es el mejor, pero también el más difícil de cazar. La hembra se vuelve muy agresiva cuando tiene cría. Con la carne de un elefante el pueblo entero tiene comida por tres días”. Quienes lo escuchábamos, asentíamos con un movimiento de cabeza de vez en cuando en señal de aprobación. El hombre continuó con el relato. “¡Los tiempos han cambiado!, aún hay elefantes, pero son pocos y se encuentran a más de 25 km. de aquí. Hay que tomar por ese caminito que usted ve ahí”, nos explicaba mientras señalaba hacia un sendero cercano. “Antes veíamos sus huellas muy cerca de aquí, porque durante la noche me rodeaban, pero ahora eso ya no ocurre más”. Me gustaba escuchar a don José porque cuando relataba historias, en mi mente podía ver la película, escena por escena. Ese hombre, muy alto y delgado, era un respetado y querido líder en la etnia fang. Algo que jamás pude comprender era cómo los niños podían jugar y ser “felices” con el estómago vacío. Conocí a Anita. Tenía cuatro años. Era la hija menor de una pareja de amigos y hermanos en la fe. Estaba buscando la latita de sardina que quedó después de que terminamos de cenar la noche anterior. Desesperadamente cortaba un pedazo de pan, lo mojaba en el aceite sobrante y lo comía, mirando nerviosamente a su alrededor para evitar ser descubierta. Si la veían comer “las cosas de los blancos” seguramente la castigarían. No sabíamos qué hacer. Nuestro corazón estaba destrozado. Con lo poco que teníamos (leche y chocolate) intentamos prepararles a los niños algo de comer. Oramos para que el Señor lo multiplicara y pudiera alcanzar para los cuatro pequeños. La primera reunión que celebramos en la iglesia estaba dirigida a los niños. Esa tarde logramos reunir alrededor de 150 pequeños que disfrutaron de una mini escuela de vacaciones. Verlos trabajar, cantar y jugar nos hacía reflexionar, alabar al Señor y, nuevamente, ver la gran misericordia que Él tiene por estas personas. Podíamos palpar su mano brindándoles amor y ternura, aun en medio de tantas carencias. Estábamos en contacto directo con la naturaleza y muy cerca de Dios. Nuestro corazón rebosaba de alegría. De pronto, se desató un aguacero. El ruido de los truenos era ensordecedor. Había relámpagos por doquier. El Espíritu del Señor comenzó a moverse de una forma muy especial en ese pequeño templo. Yo había llevado la Palabra. Estaba consciente de cuánto debía mejorar mis dotes de oradora y permitirle actuar a Dios. Celebramos un hermoso culto de más de cuatro horas. Nadie se quería ir a su casa. Le cantamos al Rey de reyes, quien se merecía todo el honor y era el invitado de esa noche. Ninguno de los que estuvo allí olvidará esa experiencia.

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Ya era hora de regresar. Poco nos importó viajar al estilo africano. Subimos a un gran camión —un enorme tráiler tipo militar que denotaba un claro deterioro con el paso de los años— que me recordó mi corta estancia en Cuba. Éramos más de 60 personas a bordo. A Jazmín y a mí nos apretujaron en la pequeña cabina del vehículo. Los varones y las demás mujeres viajaban atrás, junto a montones de “yuca” que se iban a vender en el mercado central. Estábamos aturdidas por todo lo que habíamos vivido en ese corto tiempo. Tal vez, para un misionero que llevara mucho tiempo allí no era nada extraordinario, mas para nosotras fue impactante esa realidad. El típico olor de la yuca nos provocaba un leve mareo. Nos sorprendió cómo lloraban los bebés cuando la lluvia los mojaba. De inmediato le pedimos al chofer que los pasaran a todos adelante —aunque no sé si fue una mejor idea. De pronto, la cabina con capacidad para una sola persona, se transformó en el espacio para tres mujeres adultas y cuatro bebés molestos, con hambre, que desconocían nuestros brazos. El tiempo transcurría muy lentamente. Faltaban tres horas para llegar a nuestro destino. Para ponerle más emoción a la aventura… comenzó a llover nuevamente. Repentinamente, el vehículo se detuvo. La batería se había agotado. “¡Todo el mundo abajo!”, gritó el chofer. Fue gracioso ver a los hombres empujar el camión creyendo que lo moverían. ¡Era un monstruo de no sé cuántas toneladas! Como era de suponer, no se movió ni un milímetro. Pero nuestros acompañantes sudaron como pocas veces en su vida lo habrán hecho. No nos quedó más remedio que hacer un picnic forzoso bajo la llovizna, mientras esperábamos que, desde un pueblo vecino, llevaran la batería recargada. Mientras tanto, compartíamos lo que teníamos como si fuéramos una gran familia. La comida consistía de yuca, caña de azúcar, pan y cacahuate o maní tostado. El tiempo pasó. Una.. dos… tres horas y, finalmente, la batería llegó junto con el ayudante del chofer. Las mujeres emitieron el clásico grito africano de júbilo. Subimos felices al tráiler. La aventura no había terminado. Al poco tiempo, la lluvia arreció. Las subidas eran muy empinadas y el vehículo muy pesado. Creo que pocas veces he orado durante tanto tiempo en un viaje como lo hice esa vez. Pasaron 13 horas desde que salimos hasta que llegamos a nuestro destino, aunque recorrimos solo 250 km. Era casi medianoche. Estábamos cansadas y medio muertas de hambre, pero nuestro corazón estaba agradecido por haber palpado de forma cercana la fidelidad, protección y cuidado de Dios. “Esto es África…”, fue mi pensamiento final antes de caer profundamente dormida. Poco antes de que esto ocurriera, recordé las palabras de Isaías 45:1-7, como una promesa de Dios para mí.

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Enlace nazareno en África

U A OCHE ME E CO TRABA SOLA E CASA DESCA SA DO. Las chi-

cas habían salido a dar un paseo. Intenté conectarme a Internet y, finalmente, lo conseguí. Había recibido dos mensajes importantes: uno provenía de un viejo amigo que había conocido en Guatemala en 1992. su nombre era Trino Jara, de Costa Rica, responsable del Ministerio de Compasión de la Región África. El segundo, del Director de área de África Occidental, el Reverendo John Seaman. La verdad es que hasta ese momento no me había percatado de un hecho trascendente: era la única nazarena en Guinea Ecuatorial —único país de habla hispana en todo el continente africano. Trino estaba organizando un Congreso sobre SIDA en Abidján, capital de Costa de Marfil, a 2000 km de donde me encontraba. Me invitaban a que fuera por una semana, con todo pagado. Sin duda alguna, Dios había oído mis ruegos y visto mis lágrimas al enfrentarme a cada paciente con SIDA (mayormente mujeres y jóvenes). Algo querría enseñarme el Señor, tal vez alguna estrategia. Independientemente de eso, mi corazón se alegraba de ver a mi familia nazarena —aunque Dios me había estado enseñando a tener una mayor apertura hacia las demás denominaciones y a trabajar con todos. Dios es el mismo y su obra no se limita a un solo grupo. Al día siguiente, mientras caminaba por el muelle, recordé a un personaje bíblico: Josafat. “Dobla las manos y espera que yo actúe. No hay para que pelees tú en esto, párate y estate quieto y ve la salvación que yo haré con tu pueblo”. Necesitaba permitirle a Dios que actuara una vez más y no buscar yo mis propias soluciones. Fueron varias las noches que pasé bañada en lágrimas —las cuales siempre han sido parte de mis tiempos con Dios. Mi copa rebozaba, aunque aparentemente mis problemas continuaban allí. Al poco tiempo tuve el dinero necesario, lugar donde hospedarme y gente dispuesta a ayudarme. Hasta allí no había visto lo mucho que el Señor quería bendecirme, solo me concentraba en alabarlo y agradecerle. Hasta en los pequeños detalles veía la provisión divina. Un valioso regalo llegó hasta

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Guinea. Valioso no por su costo económico, sino por su utilidad. Nos habían ofrendado una impresora, la cual cruzó dos continentes antes de llegar a nuestro escritorio. ¡Me resultaba imposible creer que hubiera venido desde México! Asimismo, recibí también por correo dos periódicos de mi país y cartas de amigos que alegraron mi espíritu y corazón. Ahora debía pensar en el próximo viaje. Mi ingenuidad, obstinación y falta de sentido común me han puesto en aprietos en más de una ocasión. Y esta no sería la excepción. Mi emoción por ir a Abidján sobrepasó mi prudencia. Recordé un sabio consejo de un ex pastor, quien me había dicho: “Erika, Erika, este es exactamente su problema. Necesita tener sentido común”. Aunque me habían advertido que en Costa de Marfil se hablaba francés, pensé que podría comunicarme en inglés y con la ayuda de un pequeño librito azul y amarillo que se titulaba: “Aprenda francés en diez días»—. Así que, allí iba yo en el avión, memorizando las frases más comunes, aunque no tenía idea de la pronunciación. Al llegar al aeropuerto de Benin, en Cotonou, pasé mi primera situación de estrés con la aerolínea Air Afrique, al no entender las indicaciones pronunciadas en francés cuando llamaban a los pasajeros que hacían la conexión. Por instinto, corrí hacia lo que parecía la sala de abordaje, intentando visualizar el avión detrás de los cristales. Al poco tiempo, vi venir corriendo hacia mí a un aeromozo, con rostro poco amable. Al ver la cinta rojo fluorescente que llevaba en mi mano derecha, que decía: “Transit”, supo que era yo la pasajera irresponsable que no había abordado, y por la cual el avión no despegaba. Alguien había hecho señas de que faltaba un pasajero. —Mademoiselle, s´il vous plait (Señorita, por favor) —me dijo el agente. Por supuesto que en ese momento no entendí ni una palabra. Mi francés era peor que el de un bebé. Pero con solo ver su rostro supe que debía correr hacia el avión. Rápidamente me senté. Aún con el corazón latiendo de prisa, meditaba en la seriedad de la situación. Mi oración fue interrumpida por mi compañero de asiento quien, en un perfecto español, me preguntó: —¿Qué hace una mexicana en medio de África? —¡Habla español! —grité admirada. Se trataba del Dr. Touré, un prominente médico cardiólogo, originario de Níger, norte de África. Era musulmán, y su compañía resultó lo mejor que podía haber esperado en ese momento. A menudo, Dios hace conmigo cosas por el estilo. Cuando estoy en situaciones difíciles siempre me envía un ángel. Así que, sin saberlo, este médico se convirtió en mi ángel. Era una persona con un corazón sencillo y comprensivo que intentaba ayudar a esta

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“doctorcita blanca”, quien en ese momento parecía más bien una jovencita nerviosa y asustadiza. Mientras yo oraba, el Dr. Touré negociaba con los oficiales de migración. Al poco tiempo salió de la oficina con una visa temporal. Había logrado la autorización para que yo permaneciera en el país por 10 días. La siguiente pregunta fue quién iría a recogerme al aeropuerto. Marqué el número telefónico que me habían dado. La campanilla sonó dos veces. A los pocos minutos el hermano John me contestaba, tranquilizándome. Ellos irían a buscarme. Solo debía esperarlos. El hermano Todd, también misionero, conducía la camioneta que había venido a recogerme. Después de un fuerte apretón de manos, nos despedimos del ángel que Dios había puesto a mi lado. No he vuelto a saber nada más de Él. Al día siguiente conocí la clínica que tenía la iglesia, donde el pastor Alphonse oficiaba de director y médico. Había mucha gente esperando en la puerta. El mercado tradicional estaba abarrotado de artesanías y amplias vestimentas multicolores. Uno se perdía entre tanta variedad de preciosos objetos labrados en marfil. Allí entendí por qué el país lleva ese nombre (Costa de Marfil). El taller sobre SIDA fue de mucha bendición, como lo fue también mi primer contacto con los nazarenos de otros países. Estaba sorprendida de la gran variedad étnica que había. Y aunque todos éramos distintos, pertenecíamos a la misma familia de la fe. Fue muy gracioso comunicarnos por señas con hermanos de Burkina Faso, Benin y Senegal. Me percaté de que el inglés que allí se hablaba no era el americano que yo había aprendido —que aún debía perfeccionar— , sino una mezcla de inglés británico con un acento muy “africano”. Los días pasaron. Disfruté al máximo de la belleza de esa tierra. Además, Abidján es una de las ciudades más progresistas de toda África. Hay pasos a desnivel como en cualquier ciudad occidental, altos edificios y grandes supermercados, que contrastaban enormemente con el lugar donde yo servía. Al observar todas las diferencias, entendí mejor por qué yo estaba en Guinea. Ese era el lugar preciso donde Dios me quería y donde mis servicios eran más útiles. Por la noche, en medio de la lluvia, el avión aterrizó en Malabo. Al poco tiempo me encontraba en la casa de una pareja de misioneros mexicanos que vivían en la ciudad, a quienes había contactado por teléfono previamente. No me imaginé que estaría cenando frijoles y atole, preparados al estilo mexicano, en medio de África. Disfruté mucho de la cena, pero más aún de la compañía. Al día siguiente, luego de asistir a la iglesia, debía abordar mi vuelo. Al llegar a Bata, la casa estaba sola… Era el momento perfecto para caer de rodillas.

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Luchas espirituales. Las tradiciones

LAS SEMA AS PREVIAS HABÍA SIDO AGITADAS. LA OPRESIÓ LEGAL

provocaba intimidación e inseguridad. Tuvimos serias dificultades para la obtención de las visas, y todo se hacía más difícil por el evidente desgaste físico producido por el clima y el intenso trabajo. Nadie podía rendir de la misma forma que en su país de origen. Así que tuvimos que aceptarlo y conformarnos. Descubrí que, entre las muchas pruebas que los misioneros sufren, la malaria está siempre presente en todas las conversaciones, desde las reuniones de oración hasta cuando se compra fruta en el mercado. Poco a poco fui comprendiendo mejor que existía una realidad espiritual que convenía tomar en cuenta. La guerra espiritual era real. Así como la presencia de Dios se manifestaba, el enemigo también lo hacía. Recuerdo que cerca de la casa donde vivíamos se encontraba una de las curanderías más importantes de la ciudad. A altas horas de la noche nos despertaban los extraños y potentes sonidos de tambores, danza y uno que otro animal o persona gritando. Nos sorprendían lo complejas que eran sus tradiciones, ritos e ideologías ancestrales. ¡No teníamos ni idea de todo eso! Incluso hoy en día es poco lo que conozco. En las iglesias evangélicas se predicaba en contra de la práctica y creencia de la hechicería y curandería, pero esas costumbres estaban fuertemente arraigadas entre la gente. Descubrí, para mi sorpresa, que los curanderos eran más solicitados que cualquier médico que hubiera estudiado en Occidente. Era una lucha que no debía librarse con argumentos, conocimiento, posición o títulos, sino de rodillas. Nuestra fortaleza solo podía provenir de la poderosa y sobrenatural fuente de gracia y poder, la cual nunca se ha agotado ni se agotará. Es maravilloso saber que el Señor nos sostiene todo el tiempo de la mano, asegurándonos que nuestra tarea no será en vano y que en algún lugar encontrará tierra fértil para producir el esperado fruto, aunque no se vea inmediatamente. Aquel día estaba desanimada. Había logrado hablar con los padres de algunos de los niños enfermos, quienes ni siquiera se habían preocupado por acercarse para saber cómo seguía la salud de sus hijos. Me seguía sorprendiendo ver cómo influía la tradición. De lo que no me percataba era de

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que también había invadido la vida de muchos cristianos. La hermana E. era profesora, líder de una iglesia y una de las pocas mujeres con un reconocido liderazgo entre el pueblo cristiano. No entendíamos cómo podía llevar a un familiar de ella a la curandería. ¡Qué podíamos esperar entonces de los papás de los niños que no eran creyentes! Algunos padres llevaban a sus pequeños a las curanderías más caras, sin importar el tiempo que quedaran allí “internados”. Otros, sencillamente pensaban que les habían hecho alguna brujería —que les ocasionaba esa enfermedad— y que solo en un lugar así se podían sanar. “Esta enfermedad no es para medicina de blancos”, decían muchos. Yo estaba francamente desanimada. Y el enemigo estaba aprovechando esa realidad para hacernos retroceder. La Palabra fue aliento a mi corazón. “Anímate y esfuérzate, y manos a la obra; no temas, ni desmayes, porque Jehová Dios, mi Dios, estará contigo; Él no te dejará ni te desamparará, hasta que acabes toda la obra para el servicio de la casa de Jehová” (1 Crónicas 28:20). Pude tomar conciencia de una de sus tácticas: comienza a poner en tu mente la idea de que no vale la pena el esfuerzo, que esa gente jamás va a cambiar y que te estás autoconsumiendo sin obtener fruto alguno. Casi lo oía cerca de mí susurrándome: “¿Por qué eres tan tonta combatiendo contra algo que jamás tendrá solución? ¡La gente y las circunstancias siempre han sido así, y así continuarán!” Luego, otros pensamientos me martirizaban: “¿Acaso crees que eres la madre Teresa de Calcuta? ¡Qué equivocada estás!” Afortunadamente, tenemos a nuestro alcance al Espíritu de Dios, quien siempre está allí para ayudarnos a distinguir y reprender una voz diferente de la suya. El siguiente es otro ejemplo palpable del peso que tiene la tradición. Josefina era una pequeña de cuatro años que asistía a uno de los colegios que atendíamos. Sus padres la habían llevado a una famosa curandería. Hacía dos meses que estaba allí y no mejoraba. La fiebre no cedía y ella se debilitaba cada día más. Un día corrió el rumor de que la niña había muerto, así que su maestra y yo fuimos hasta su casa. Al llegar, supimos que había sido otra la pequeña fallecida. Josefina aún permanecía en la curandería. Regresamos a visitarla por segunda vez, pero sin lograr verla. ¡Qué sorpresa fue verla el lunes siguiente en el colegio, y saber que me estaba esperando! Tenía un deterioro físico muy marcado. Padecía una desnutrición severa y una palidez abrumadora. Generalmente, yo acostumbraba colocar la mano del enfermo al lado de la mía, comparando las palmas para notar la diferencia. Su mano estaba más blanca que la mía, lo que indicaba una anemia importante. Además, el dolor no le permitía caminar.

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Antes de comenzar, oramos. Gracias a Dios el padre accedió a llevarla al hospital, luego de pedirle permiso al curandero para sacarla de allí (es importante destacar que para ellos las órdenes del curandero son la ley). Si éste le daba la autorización, la podríamos retirar de allí y hospitalizar. De lo contrario, no habría nada más que hablar. Al llegar al hospital, los exámenes de laboratorio revelaron resultados más serios de lo que pensábamos. Su hemoglobina estaba en 3 gr/dl (valor de referencia: 15 gr/dl.) —¿Cómo puede estar viva esta niña si casi no tiene sangre? —pregunté. —Doctora, he visto niños que llegan con 1 gr/dl de hemoglobina —respondió una enfermera del lugar. Hasta ese momento le creí. Nunca antes había visto algo semejante en “Occidente”. Una amiga pediatra me ayudó a atender el caso. Josefina, de acuerdo con su edad, debía tener por lo menos 14 gr/dl. Así que se le transfundió de urgencia. Pedimos exámenes de rutina, como también radiografías, y descubrimos que tenía una seria infección en los huesos de la cadera. Se trataba de una osteomielitis (infección aguda o crónica en el hueso). Su vida corría peligro. Una vez más iba a ser testigo de cómo la misericordia de Dios protegía a este pueblo, y principalmente a los niños. El papá de la pequeña me había advertido: —Mire doctora, si la niña no responde en una semana me la vuelvo a llevar a donde estaba. Su mirada reflejaba desafío y desconfianza. Ante esa actitud, comenzamos a orar intensamente para que Dios obrara un milagro y nos diera sabiduría para atender a la niña. Exactamente a los siete días observamos que Josefina comenzó a mejorar. A las dos semanas, la pequeña era otra. Su mejoría era evidente. Al siguiente semestre Josefina había regresado a la escuela. ¡Había vuelto a ser la misma niña inteligente y vivaracha de siempre! Ese fue uno de los muchos milagros que ocurrían todos los días en África. Hubo otro caso digno de mencionar. Cierto día, llegó un misionero a contarme la enfermedad que padecía José María, quien se encontraba hospitalizado desde hacía un mes sin mejoría alguna. Tenía 31 años y estaba a punto de casarse. La ausencia de sentido común, sumada a la falta de recursos financieros, había determinado que no se atendiera a tiempo su “problema en la muela”. Por lo cual le había sobrevenido una severa infección en sus encías. Lo peor del caso era que al no haber recibido el tratamiento antibiótico adecuado, la enfermedad se había extendido a las vías respiratorias. En ese estado llegó hasta mí, aunque ya estaba en manos de los médicos cubanos. El foco de la infección era intratable —al menos desde el

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punto de vista humano—, ya que expedía émbolos de pus hacia todo el cuerpo. La reacción de los miembros de la iglesia a la que asistía fue sorprendente y nueva para nosotros: la mitad intentaba sacarlo del hospital y llevarlo a una curandería, mientras que los demás se oponían. Al poco tiempo, murió José María. El pueblo lloró mucho. Instantes después de que murió, lo envolvieron, lo sacaron del hospital y llevaron su cuerpo para velarlo en el interior del país. El pastor de su iglesia impidió que algunos de los miembros lo llevaran al curandero más reconocido de la zona para que lo reviviera. Las prácticas fúnebres encierran un fuerte componente satánico en toda esta región. Las curanderías son mucho más numerosas que las iglesias cristianas. Algunas parecen verdaderas clínicas. De hecho, más de una vez los niños me preguntaron si yo era una “nueva curandera”. Generar aceptación y credibilidad en la medicina y el evangelio sigue siendo un gran desafío en un pueblo donde el animismo, el espiritismo y otros ritos son moneda corriente —prácticas que para Occidente siguen siendo solo “superstición”. Es muy difícil evitar que estas corrientes se infiltren entre los cristianos. El sincretismo afecta sensiblemente al pueblo de Dios. Guinea Ecuatorial es encantadora, posee un imán irresistible para cualquiera. Pero, al mismo tiempo, resulta un verdadero reto introducirse en ella.

Misioneros argentinos con el primer pastor nacional de la Iglesia del Nazareno en Guinea Ecuatorial, actualmente estudiante en Argentina

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De regreso en África

U OS AÑOS DESPUÉS VOLVÍ A BATA. VOLVÍ A LA REALIDAD. Estaba allí

nuevamente. Esta vez para apoyar un evento de la Iglesia del Nazareno. Los misioneros Martínez, de Argentina, se encontraban en el país. Yo deseaba escuchar al Señor. Si Él me decía: “Quiero que te quedes”, yo me quedaba. El proyecto “Muchas manos, un solo corazón por una Guinea mejor” dio muy buenos resultados. Entre otras cosas, fue altamente motivador ver a los jóvenes trabajando activamente en una campaña de limpieza. Cuarenta entusiastas jóvenes realizaban diferentes actividades: desde cargar botes de basura en el hospital, repartir folletos, trasladar el equipo de la película Jesús, que se proyectó en el dialecto fang, y organizar una charla sobre SIDA en el cine Okangong, a la que asistieron 1,200 profesores de educación preescolar.

Atendimos a muchos pacientes en tiempo récord. Ya había olvidado lo que era ver a 80 personas por día sintiéndome impotente al no ser capaz de hacer mucho por ellos. Había escasez de medicamentos. Encontré las mismas enfermedades de siempre, producto de una inadecuada alimentación, pobres medidas de higiene y escasez de agua. Al menos podía animarlos, darles una palmada en el hombro, poner mi mano sobre la de ellos y acariciar el tierno rostro de los niños. Y sonriendo, decía: “Lo has vuelto a hacer, Señor. Siempre que actúas, lo haces de una forma tan extraordinaria que nos dejas boquiabiertos”. La

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respuesta y bendiciones del Señor sobrepasaron ampliamente nuestras expectativas. Todo el crédito le pertenece exclusivamente a Dios. Llegó el momento de seguir mi camino. En mi corazón había gratitud. Los Martínez continúan siendo nuestros misioneros nazarenos en Guinea. Desayuné en el avión que me llevaría de regreso a España. No había cenado la noche anterior ni había comido bien durante esos días. Pero pronto me recuperaría. No tenía dudas de eso. Al momento de abordar el avión, una imagen se grabó en mi mente: las azafatas intentaban ayudar a una chica que tenía menos de 24 años. Estaba notablemente demacrada, esquelética y su rostro denotaba el padecimiento de una enfermedad terminal. Inconfundiblemente, se trataba de tuberculosis o SIDA. Luchaba por mantenerse de pie y subir a ese avión que la llevaría al país de la esperanza. Los familiares lloraban. ¡Cuánto esfuerzo habrían hecho para enviarla a Europa, pensando que se recuperaría! Pero ya se encontraba en un estado crítico. Por lo general, al poco tiempo reciben la noticia de su fallecimiento. He sido testigo de varios casos como este. ¡Ojalá alguien les hubiera informado sobre las condiciones difíciles en las que se vive al llegar a la “tierra prometida”! Para la mayoría es una lucha por la supervivencia. Muchas chicas africanas buscan intencionalmente como primer trabajo la prostitución, y lo encuentran. Eso se debe a que no tienen documentos para estar legalmente en el país. Además, enfrentan el racismo y el choque cultural. Una de las promesas más poderosas que revelan la naturaleza de Dios es que Él no hace ningún tipo de distinción entre personas, culturas ni razas.

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Ministerio sobre SIDA en África

JAMÁS OLVIDARÉ SU SEMBLA TE. ERA JOVE . TE ÍA 28 AÑOS, pero estaba totalmente demacrado. Se acercó a mí en tono de súplica, ofreciéndome todo lo que yo le pidiera si le quitaba la diarrea que lo consumía. Estaba en una etapa avanzada del SIDA y ningún medicamento le hacía efecto. Yo me encontraba realizando la rotación optativa en el servicio de infectología, en el Hospital del Instituto Mexicano del Seguro Social (IMSS). El impacto que ese paciente y otros más produjeron en mí fue muy grande. Sin embargo, lejos estaba de imaginar lo que Dios haría para involucrarme más en el mundo del HIV/SIDA.

Guinea Ecuatorial Recordé aquellas imágenes vividas en el IMSS, en Guinea, corazón de África. El caso de una mujer se había grabado en mi memoria: “Solo tengo 22 años”, me decía con un tono de voz apenas perceptible. Se llamaba Rosa, y tenía el mismo aspecto que el primer paciente con SIDA que había visto en mi vida (aquel joven de 28 años). Las características físicas de esta chica confirmaban el diagnóstico de su enfermedad: su rostro era muy delgado, y sobresalían los huesos de sus pómulos y clavículas. Al comparar su muñeca con la mía, era de casi la mitad del tamaño, y eso que soy delgada. Tenía las conjuntivas muy pálidas y no dejaba de toser. Todos signos de aquel padecimiento. Era una de las tantas jóvenes víctimas del SIDA, encontrándose en una etapa tardía. Sentí tristeza e impotencia. Lamentablemente, ni médica ni humanamente se podía hacer demasiado. No se disponía de antirretrovirales (drogas que tienden a evitar que el virus del SIDA se multiplique), ni de los medicamentos necesarios para evitar las infecciones oportunistas. Lo que sí podía hacer era animar a esta nueva amiga. Con frecuencia, leíamos juntas la Biblia. Poco a poco fue sintiendo mayor fortaleza. Pasó el tiempo y se la llevaron al interior de la selva. Era parte de la tradición trasladar allí a los enfermos crónicos o terminales. Al poco tiempo nos enteramos de su muerte. Pero, gracias a Dios, había partido al cielo. Aún teníamos mucho por aprender sobre la cultura de ese pueblo.

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Nuestro consultorio se encontraba dentro de una iglesia evangélica. Cruzando la calle, se podía ver el mar. Era una de las iglesias más importantes y estaba ubicada sobre una de las calles principales del pueblo. Un gran número de mujeres concurría por la tarde. Las chicas acudían regularmente porque padecían alguna de las bien conocidas enfermedades de transmisión sexual —gonorrea, sífilis o SIDA— que constituían la segunda causa de consulta después del paludismo. Una desesperada madre entró en el consultorio. Llevaba de la mano a su niñita de cinco años que estaba enferma y con mucha fiebre. Así que me acerqué. De pronto, sentí un fuerte puntapié propinado por mi pequeña paciente. ¡Pobrecita!, tenía miedo de que le diera una inyección. Ya había sufrido mucho en manos de otros médicos. Se veía clínicamente enferma, pero aún no quería emitir ninguna opinión hasta no hacerle algunos exámenes, ver su historia clínica y revisarla cuidadosamente. Al revisar su historia clínica, quedé desconcertada. La prueba rápida de HIV realizada dos veces, en dos lugares diferentes, había dado como resultado que la pequeña estaba infectada con el virus del SIDA. El contagio provenía de la madre, aunque ella lo desconocía, y a quien, aparentemente, se le veía bien. Esa tarde regresé a casa muy pensativa. Me encerré en mi habitación y me desahogué delante del Señor. Mi primera pregunta fue más bien un reclamo: “Señor, ¿por qué una inocente niña? ¿Por qué me toca a mí atenderla? Yo no estoy preparada para esto. ¿Qué se supone que debo hacer? ¿Por qué aquí?” Luego, se hizo un profundo silencio… dejé de hablar. Lloré por no sé cuánto tiempo. Sin embargo, me levanté descansada. Dios tomaría esa carga. No me correspondía a mí llevarla, ni saber todos los “porqués”. Durante esos días intenté realizarle el mejor seguimiento posible. Así que solicité la prueba confirmatoria a España. Por medio de la Cooperación Española enviamos un tubo de ensayo con su sangre. El resultado tardaba en llegar. Continuaron mis oraciones y las de mis compañeras por la sanidad de la pequeña. Al poco tiempo llegó el resultado. ¡No podíamos creerlo! “¡Dio negativo!”, grité con emoción. Era la confirmación de que Dios sigue obrando milagros en pleno siglo XXI. Aunque nuestra fe flaqueara, la fidelidad de Dios sigue firme. Él tenía un plan para esta pequeña y para nosotros. En la siguiente visita pude ver claros signos de mejoría: la fiebre había cedido y estaba comiendo bien. Había recuperado su peso y su vitalidad. En esa época vi morir a causa del SIDA a tres chicas jóvenes, de 19, 21 y 31 años. Aunque habían fallecido después de haber entregado sus vidas al Señor, siempre es triste que la juventud sea cercenada. Recordé las pa-

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labras de Isaías 61:1: “El Espíritu de Jehová el Señor está sobre mí, porque me ungió Jehová; me ha enviado a predicar buenas nuevas a los abatidos, a vendar a los quebrantados de corazón, a publicar libertad a los cautivos, y a los presos apertura de la cárcel”. Dios empezaba a quebrantarme y me llevaba a orar específicamente por la gente que estaba sufriendo los estragos del SIDA. Una pregunta vino a mi mente: “Señor… ¿y yo qué debo hacer?” Lo primero que entendí es que mi vida y testimonio debían hablar más que mis palabras. La responsabilidad que sentimos de hacer algo relacionado con concienciar al pueblo —sobre todo a los jóvenes que estaban en riesgo— nos llevó a formar un grupo de ocho integrantes, al que llamamos “Comité cristiano de lucha contra el SIDA”. Estábamos especialmente interesados en llegar con mensajes de prevención y abstinencia a jóvenes y adolescentes. Así que nos repartimos el trabajo. Gracias al esfuerzo de esas personas y al gran respaldo del Señor, 1,200 jóvenes estuvieron presentes en aquella charla. La visión era cubrir a mediano plazo todas las escuelas de nivel medio básico de la ciudad. Las mujeres constituían el segundo grupo de riesgo. A ellas también tendríamos que dedicarles nuestro esfuerzo. Aún así, reconocíamos que era solamente eso… un esfuerzo. Mi sueño de ampliar mis conocimientos en Medicina Tropical y, en particular, sobre el SIDA, tomaba cada vez mayor fuerza.

España Dios cumplió su promesa. Tres meses después de haberme ido de África, me encontraba en Europa con el objetivo de prepararme mejor y ser más eficaz en su obra. En España, poco a poco comencé a introducirme en el terreno del SIDA. Después de haber obtenido la beca-ayuda de la Universidad de Barcelona para cursar mi maestría en SIDA, no me quedaron dudas de que ese era el plan de Dios para mí. Mi experiencia clínica con pacientes con HIV/SIDA era irrisoria, comparada con la de mis amigos especialistas en infectología, que también asistirían. Me tocó leer 10 de los nombres . En el fondo, quería predicarles ahí mismo sobre la esperanza que Jesús da, pero no podía hacerlo. Oré en silencio: “Mueve a tu pueblo a interceder, no por los que han muerto sino por los miles y miles que agonizan. ¡Ellos son los que necesitan tu Palabra!» Comencé a darme cuenta de que la vida del ser humano en la tierra es mucho más pasajera de lo que imaginamos los que estamos sanos —y de

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lo que los médicos creemos. Mi estancia en el Hospital Clinic me estaba enseñando precisamente eso. Este centro de salud es uno de los 10 primeros de Europa en la atención de pacientes con HIV. Me quedé pensando en aquella chica musulmana, que llegó tímidamente cubierta con su tradicional velo; al poco tiempo, un africano occidental; y luego, dos sudamericanos. Todos ellos se destacaban fácilmente de entre los pacientes europeos que también atendía. Una de las pacientes captó mi atención. Su nombre era Mariela, tenía 31 años (el nombre es ficticio a fin de resguardar la privacidad de la persona) y llegó aquella mañana a la consulta donde me encontraba al lado de mi tutor. Estábamos en pleno verano, pero a pesar de ello, vestía de mangas largas. Ocultaba una terrible infección en sus brazos porque se inyectaba heroína diariamente. Además, no siempre la aguja encontraba sus carcomidas venas (hay que aclarar que estos adictos conocen la técnica de la inyección endovenosa mejor que la enfermera más diestra). Sus ojos estaban hinchados. Las lágrimas brotaban fácilmente y su mirada era vidriosa. Nos estaba pidiendo ayuda. Esa celulitis (infección del tejido que se encuentra debajo de la piel) no era fácil de tratar y, menos aún, alejar a Mariela de su dependencia de las drogas y de la tremenda depresión que sufría. Recuerdo muy bien esa escena por el efecto que produjo en mí. Al verla, me quedé sin habla. Era la primera vez que tenía a una heroinómana severa frente a mí. Me daba cuenta con claridad de cómo el enemigo tenía atadas a tantas vidas jóvenes, con una sola finalidad: destruirlas. Me sentía sin armas, pero comencé a orar en silencio y clamé al Señor por ella. Al terminar la consulta, salí a despedirla al pasillo de la sala. Y poniendo mi corazón en cada palabra, sintiendo que el Señor estaba presente, le hablé de la esperanza que tenemos y le dije que Dios la amaba. Fue muy poco el tiempo que tuvimos, ya que yo debía regresar a la consulta. Esa noche oré con mucho fervor por ella. No podía hacer mucho. El único capaz de hacer lo imposible era Dios. La intervención divina fue increíble. Al poco tiempo había olvidado a Mariela. Continué concentrada en mi trabajo por las siguientes dos semanas. Pero ¡cuán grata sorpresa recibí cuando la vi entrar en el consultorio! Se dirigió a mí con una sonrisa en los labios, mostrándome la mejoría de sus brazos. Y, muy emocionada, me dijo: —Mire, doctora, estoy saliendo de esto. ¡Hace dos semanas que no me pincho y sé que no lo haré más! —¡Te felicito, Mariela! —le dije, dándole una palmadita en la espalda. En mi interior estaba gozosa y glorifiqué a Dios, para quien todo es

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posible. La dirigí a un ministerio cristiano de rehabilitación. Juan (nombre ficticio) fue otro de los pacientes. ¡Cuántos mensajes del Señor aprendí a través de Él! Su llegada al hospital fue sorpresiva. Venía de Sudamérica con planes de visitar Barcelona, supuestamente por una semana, la cual se transformó en una larga estadía de meses y años. Al día siguiente de bajar del avión, Juan sintió una debilidad y un hormigueo importante en sus piernas, a tal grado que no podía caminar. Ya estaba en tratamiento por el SIDA, pero se le había detectado una extraña infección que había convertido las vértebras de su columna vertebral dorsal en una esponja. Su médula se había transformado en una especie de “queso deforme”. La infección comprimía cada vez más su columna, impidiéndole caminar. El riesgo de quedar parapléjico de por vida era alto. Pero eso era mejor —o menos malo— que sufrir un paro respiratorio y morir. Los médicos aún no habían descubierto cuál era la enfermedad de Juan. Podía tratarse de una infección, rara en Europa, pero común en América Latina. Había que descartar un sinfín de posibilidades. Recuerdo su mirada expectante ante las miles de preguntas que me hacía en cada visita médica. Milagrosamente salió de allí. No se necesitó una intervención quirúrgica ni tuvo un desenlace fatal, pero aún no podía caminar. Se le ubicó en una casa de convalecencia de enfermos crónicos. Padecía de tuberculosis en su columna vertebral, por lo que debía permanecer en la ciudad por bastantes meses para recibir el tratamiento adecuado. Al poco tiempo, se le colocó una férula de yeso a la espera de una posible cirugía. Yo había iniciado un grupo de visitación entre los jóvenes de la iglesia, así que un día lo fuimos a visitar. Dios bendijo grandemente el tiempo que pasamos con él. Creo que fue recíproco. Al poco tiempo, Juan declaró a Jesús como su Sanador y Salvador. Intentamos acompañarlo de cerca, ya que éramos su única familia, pero lamentablemente no siempre pudimos. Él tenía una actitud luchadora, una gran nobleza y deseos de buscar a Dios. Así que comenzó a leer el Nuevo Testamento que le obsequiamos y, mientras hacía sus ejercicios de rehabilitación, les comentaba a los demás algunos de los párrafos que iba leyendo. Realmente estaba luchando por mantenerse vivo. Tuve la oportunidad de estar junto a Juan en aquellos momentos difíciles. Por instantes parecía que su fe se ahogaba. La desesperación de estar encerrado en ese lugar hacía agobiante su estancia. No era lo mismo elevar una oración de fe dentro de una iglesia que en un centro de rehabilitación. Fueron muchos los meses que debió permanecer allí.

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Recuerdo que en una ocasión oprimió el botón de urgencia del costado de su cama para que viniera la enfermera y lo abrazara. Solo eso precisaba: un abrazo. Sin embargo, Juan fue un evangelista entre sus compañeros. Cierta vez le testificó a uno de ellos de su fe. Nuevo Testamento en mano, le dijo: “A ti te conviene leer esto”. Ese era su método de evangelización. Lo que no sabía Juan era que ese compañero moriría un año después. Quiera Dios que ahora se encuentre en su presencia. Susana (nombre ficticio) era otra paciente de Sudamérica que atendí en el hospital. Aceptó a Cristo y se acercó a visitar nuestro templo. Tenía tres hijos pequeños. El panorama era triste. Iban a ser internados en un centro u hogar de niños, porque ella no estaba en condiciones de criarlos. Hubiera querido hacer más si hubiese tenido la posibilidad. En medio de las montañas de Barcelona, meditaba sobre los tiempos que habían quedado atrás, mientras contemplaba los diferentes matices de los colores de esa tarde de otoño. Todo se veía de un tono marrón, lo que le daba un aspecto triste. Era el antiguo hospital Can Ruti, el segundo que marcaría mi vida de muchas maneras. Subí al cuarto piso, a la sección de enfermedades infecciosas. Iba a visitar a un paciente que padecía SIDA que, además, era mi amigo y vecino de casa. Su cuadro había comenzado años atrás, de una forma muy agresiva, con un tumor característico en los pacientes con SIDA: el Sarcoma de Kaposi, frecuente en hombres homosexuales. Aunque había tenido muchas recaídas, y a pesar de haber recibido el doble de sesiones de quimioterapia conservaba su sentido del humor. Sin embargo, ahora, su rostro revelaba un intenso dolor que se agudizaba al tocar su flanco derecho. Estaba moralmente destruido. Dios me había puesto a su lado por una única razón: que le llevara el mensaje de salvación y palabras de consuelo y esperanza. Así que, cada vez que me fue posible, lo hice. Cuando dejé Barcelona perdí el contacto con él. Dios quiera que aunque sea algo de su Palabra se haya arraigado en su corazón. Una nueva etapa comenzaba en mi carrera y ministerio. Sé que mi misión sobrepasaba el plano natural. El propósito de encontrarme en ese lugar iba más allá de cumplir con un programa académico o ganar el sustento diario. Mi tarea incluía liberar al cautivo, ministrar al enfermo, levantar al abatido y, por sobre todo, amar a cada uno como Jesús lo amaba.

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Barcelona —Primeros pasos, primeras lecciones TE ÍA TA TO POR DECIR Y SI EMBARGO ERA TA POBRE LA FLUIDEZ

de mis palabras en aquel momento. Me encontraba agotada física y emocionalmente. Sin embargo, asistir a las primeras reuniones en la Iglesia del Nazareno de Cornellá, al poniente del centro de Barcelona, me permitió encontrar un oasis. Mientras viajaba en autobús hacia mi casa —en vez de tomar el acostumbrado tren subterráneo—, observaba y meditaba. La Navidad estaba próxima y el panorama lo anunciaba, a juzgar por las luces de colores y las abrigadas chaquetas que se exponían en todos los aparadores de las tiendas. Otros salían con su equipaje dispuestos a esquiar en los Pirineos catalanes, y una muchedumbre compraba regalos sin regatear. Eran muchos los propósitos iniciales que tenía en mente: dedicar más tiempo a la oración, conocer más de su Palabra, disciplinarme en todo, aprender a someterme y ser humilde.

Cae la nieve Me parecía mentira estar contemplando la nieve. Tiritaba e, inevitablemente, me resbalaba como un niño pequeño que está aprendiendo a caminar. Corría el año 2001 y esa era mi primera mañana nevada. Iba de camino a la Universidad de Bellaterra, situada al norte de Barcelona. Los copos de nieve caían desde los altos pinos cargados de piñas. Los riachuelos parecían detenidos, ya que sus aguas se habían congelado. Se percibía algo de agitación debido los embotellamientos de tránsito a causa de la nevada, sin embargo, los trenes continuaban con sus recorridos regulares. Cataluña vivía su segunda blanca Navidad, lo cual hacía muchos años no sucedía. Tan absorta me encontraba contemplando todo a mi alrededor que no me había dado cuenta de la realidad, hasta que mis pensamientos volvieron a ella: hacía frío y yo no estaba preparada con la ropa de invierno adecuada. No contaba con esas largas chaquetas o abrigos de lana ni con calzado de suela gruesa y relleno por dentro, como todo el mundo llevaba.

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Levanté la mirada al cielo en oración: “Tú sabes, Señor, que no puedo disponer del poco dinero que tengo para comprarme ropa de invierno. Tú sabrás qué hacer para que tu hija se mantenga caliente”. Ese fin de semana pude ver nuevamente la fidelidad de Dios. En la iglesia me regalaron un abrigo negro, largo y muy elegante. Aquella fría madrugada caí de rodillas. Mi corazón estaba muy sensibilizado. Me parecía oír el susurro divino nuevamente: “No temas, Erika, espera en mí. Te daré todo lo que necesites. Eres mi especial tesoro, pero es necesario que comprendas que estoy forjando tu carácter y que necesito ver cambios en ti”. Siendo así, ¿qué podía decir?

Mi primera avidad en España Llegó la Navidad. Éramos solo 12 personas reunidas en aquella gran mesa verde, pero se disfrutaba de un maravilloso calor de hogar. Representábamos un “tutti fruti” grandioso de culturas y países. Estábamos de fiesta y Jesucristo era el “invitado de honor”, decía un amado pastor. Llegó mi turno de orar. Súbitamente, me detuve. No pude continuar más. Un profundo dolor me invadió, transformando mis palabras en gemidos. Mi familia había venido a mis pensamientos, y comprendí que un pedacito de mí se había quedado allá con ellos. Este sería el tercer invierno que pasaríamos separados. Oré para pedir el consuelo divino para mi familia y para mí. Y Dios lo hizo una vez más. En ese instante me trasladé hacia Guinea Ecuatorial, recordando aquella graciosa escena ocurrida un día de diciembre. ¡Cuánto me había reído! Había intentado preparar un platillo mexicano lo más parecido al original, pero con carne de cebú (un animal salvaje del bosque), ya que no había forma de conseguir un buen corte de carne de res. Como estaba sumamente dura, tuve que ingeniármelas para usar una vara redonda de madera a modo de “ablandadora”, con la que le daba golpes. ¡Y finalmente logré que se ablandara! ¿Qué decir de aquella cena navideña en la que conseguimos un pescado enorme y unos pollos para asar? Los condimentamos de la mejor forma posible y los colocamos sobre la parrilla del patio. De pronto, se desató una tormenta que nos hizo salir corriendo. Después nos reíamos. Pero nuestros “suculentos guisos” terminaron flotando en el agua. ¡Definitivamente, traer a la memoria recuerdos gratos y anécdotas graciosas siempre nos hace revivir! El suelo aún se encontraba húmedo y la temperatura fresca, luego de algunos buenos chubascos en la región de Cataluña. Volví a sentir la co-

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bertura y fidelidad de Dios. ¡Era el respaldo divino! Una mano invisible cercaba nuestro alrededor, y una poderosa fuerza nos brindaba protección total. Entré en un diálogo profundo con Dios —al menos eso intenté. Le pedí que me ayudara a encontrar sus huellas, ya que no las veía con claridad. El viento parecía soplar en mi contra, aunque vislumbraba la tierra prometida, allí, del otro lado del Jordán. Mis imperfecciones saltaban a la vista, mis debilidades sobrevenían como en cascada y eso me molestaba. Le pedí al Señor misericordia y que su Santo Espíritu me guiara, continuara renovándome y refrescándome, una y otra vez. No quería seguir con manchas ocultas en lo profundo de mi ser. Así que, allí, con el corazón “molido”, postrada en mi lugar secreto, elevé una oración: “Señor, gracias por amarme, perdonarme y estimularme como solo Tú lo sabes hacer. Gracias por ayudarme a no perder la esperanza jamás. Consagro nuevamente mis manos y la medicina a tu servicio. Te suplico que cuando ellas toquen, seas Tú quien toque; que cuando ellas consuelen, seas Tú quien acaricie; que cuando se levanten en alabanza, seas Tú quien reciba el honor y la adoración; que cuando ore imponiéndolas sobre un enfermo, seas Tú quien te glorifiques y lo sanes; que cuando ellas trabajen arduamente, sigas mostrándome tu fidelidad permitiéndome ganar el sustento diario para mis necesidades y la de muchos otros a los que deseo bendecir. Amén”. Me propuse adaptarme más a esa cultura, cultivar más mis amistades y brindarles más tiempo. Quería dejar una huella en ellos, así como ellos la dejan en mí. Quería hablar menos y escuchar más a Dios.

Comienza la primavera ¡Qué pronto llegó la primavera! Mientras recorría el parque donde siempre iba a trotar, con paso más bien lento, me maravillaba al ver cómo en tres semanas el cambio había sido tan radical. Los árboles, antes secos, ahora comenzaban a mostrar exquisitas flores color rosa tenue, que anunciaban la llegada de la primavera. Ese cambio estacional preanunciaba aquello que se produciría en mi vida. Dios usó una fundación bancaria privada para proporcionarme no solo un techo, mis gastos de alquiler y transporte, sino también una familia que me acogiera como parte de ella. Mi tarea era cuidar por las noches a la Sra. Carmen, una adorable anciana de 86 años que detestaba que la llamaran así. Era la yaya (abuela en catalán). Ese mismo año, Dios había llamado a su presencia a mi abuela materna, quien repuso la pérdida con otra abuela más. ¡Qué ocurrente es a veces el Señor!

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A través de la yaya, Dios me estaba enseñando a desarrollar el don de servicio como un estilo de vida. Debía aprender a servir primero en mi propia casa, desde el momento de levantarme hasta que me acostara, aun a costa de mi cansancio. Agradecí que ella hubiera sido una buena maestra para mí en los asuntos cotidianos pero importantes de la vida. Y así, comenzó un nuevo chequeo en cada área de mi vida. Dios acostumbra a hacerlo de tanto en tanto. Comenzó a poner todas las cosas en orden. Me hizo ver muchas fallas, cosas muy feas que había en lo más profundo de mí, que me quitaban el gozo y las bendiciones que Dios quería darme. Nada escapa al ojo clínico de Dios. Él descubre hasta las mínimas imperfecciones con una mirada. Sin embargo, lo que más aprendí fue que Dios no anda en busca de las imperfecciones del hombre, sino que anhela su perfección. Hay una sutil pero importante diferencia en estos conceptos. Dentro de ese chequeo espiritual que Dios me estaba realizando en esos días, la lección de la fe parecía ser lo primordial. Sin embargo, debía permanecer en silencio y buscar su rostro a solas. Una de esas veces, postrada en oración y leyendo su Palabra, comprendí algo que no era nuevo para mí: Dios busca forjarnos conforme a su corazón. Él permite las pruebas, desiertos, luchas, sinsabores, desilusiones, heridas y dolor precisamente para formar nuestro carácter. Sin embargo, las promesas de Dios están allí. Él nos pide que creamos, atesoremos y busquemos esas promesas. ¡Son nuestras aun cuando nada ocurre! El trato de Dios en nuestras vidas es necesario. El proceso al que se ve obligado a someternos es superior al más refinado proceso industrial. Pero, al final, el producto es el más fino y exquisito del mercado. No cabe duda que en las manos del hábil, detallista y magnífico Alfarero, un puñado de barro, sucio y sin forma, es capaz de convertirse en una preciosa catedral.

Llega otro invierno Las hojas de los árboles se han caído. Se percibe algo de tristeza en el ambiente. ¡Qué pronto pasó el otoño! Los villancicos, las fiestas y las vacaciones habían acabado y comenzamos un nuevo año. Aún no me había dado cuenta de eso. Mi ritmo de vida en este último tiempo había sido realmente frenético, aunque bendecido. Las imágenes de la Resonancia Magnética Nuclear (RMN) de ese paciente de 85 años del hospital en Sabadell quedaron grabadas en mi mente. Indicaban un cuadro de demencia severa relacionada con el SIDA. Aunque su comportamiento ciertamente era muy impulsivo y violento, nunca ima-

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giné ese diagnóstico. Fueron pocas las palabras que pude decir para confortarlo. El abatimiento nos abrazó a los dos. Luego de salir del hospital, caminé hacia la estación de tren. Hacía frío. Mis pasos esta vez eran lentos. Súbitamente, sentí la presencia de Dios. Debía caminar aún más lento. Necesitaba su compañía, anhelaba su calor abrasador. En mi espíritu había tristeza por aquellos pacientes y por tantas noticias desalentadoras que había recibido. Sin embargo, Él estaba allí. De repente, me golpeó otra noticia difícil de asimilar: una compañera de maestría, de tan solo 28 años, padecía un cáncer de tiroides de reciente diagnóstico y debía ser sometida a cirugía y, posiblemente, a quimioterapia posterior. Alabé a Dios por aquella tarde en que nos sentamos en la cafetería del hospital, al lado de una ventana con vista al mar. Ambas nos entendíamos muy bien, y Dios se había encargado de romper aquella renuencia que ella tenía a dejarse ayudar y a manifestar su dolor con alguien más. En ese instante, rompió en llanto, no podía soportarlo más. Ni nos importó que hubiera gente, había algo que hablar. Las lágrimas de ambas fluían. A los pocos minutos logré que una sonrisa se dibujara en sus labios, aceptando con alegría la Biblia que le obsequié. Prometió leerla y buscar a Dios. Alabé al Señor por eso. Simultáneamente, otra querida amiga tenía un tumor en la mitad del cerebro. Parecía benigno, pero seguramente era el causante de aquellos mareos y dolores de cabeza tan intensos. Oré por ella y se la encomendé al Señor. Aún me cuestiono. E inevitablemente le pregunté a Dios: “¿Por qué ellas?” No obtuve respuesta. Dios sabe los “porqués”. Y sus planes y pensamientos son únicos y profundos. Lo que sé, con certeza, es que Dios puede mostrarse con mayor fuerza que nunca en las vidas que están necesitadas. Mis amigas S y G están en el hueco de la mano del Maestro y Médico de médicos.

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Barcelona: Milagros. La fidelidad de Dios. Logros académicos

I GRESÉ A TRABAJAR E EL CEESCAT (Centro de Estudios Epidemiológicos sobre SIDA en Cataluña), mientras solventaba mis estudios de postgrado.

17 de enero de 2003 A media mañana, en pleno trabajo en un consultorio que me habían prestado en la sala de día de VIH, del Hospital Vall D`Hebrón, la voz del Señor se hizo oír. Era una reflexión sobre el tipo de adoración que Él busca. Fue una de esas mañanas en las que nadie espera que algo extraordinario o inusual ocurra ¡La presencia divina se hizo sentir con una claridad sorprendente! “Erika, solo necesito el material adecuado para hacerlo arder: un corazón humillado. De ahí en más, el detonante soy yo, quien lo hace arder soy yo. Cuando adoras, no me importa tu voz, pero sí tu corazón. Cuando dejas de mirar mis manos y me miras a la cara, algo ocurre: un inconfundible perfume —como el mejor de los inciensos— inunda los cielos, deleitando a los ángeles y a mí. Todo se detiene cuando uno de mis hijos ha empezado a entender el significado de la adoración. Por cierto, hay pocos que saben adorar en verdad, y esos pocos no adoran lo suficiente. Pero cuando la adoración de mis hijos se presenta delante de mí, mi nombre es exaltado, engrandecido y mi corazón se regocija de una forma que ni te imaginas”.

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Mi corazón explotaba, pero como “debía serenarme”, y en cualquier momento entraría la enfermera o el paciente que debía entrevistar, me encerré en el baño para continuar mi diálogo con el Señor. “Señor, ¡cuánto necesitaba oír eso…! Gracias por abrazarme como siempre lo haces, como mi Papá, como a una hija en vez de como a una servidora. Hoy quiero gritarle a todo el mundo que… ¡eres grande, tus milagros son grandes, no hay otro como Tú, no lo hay, no hay otro como Tú! “Dame la fuerza y la disciplina y ten misericordia de mí, Señor. No sé bien cómo nadar en tus profundidades, pero de una cosa estoy segura: Tú das el Espíritu Santo sin medida y no dejarás que me ahogue. Anhelo que refresques mis tierras cada día. Eres todo para mí, Señor. Hazme morir a diario, para que Tú crezcas”. Una voz se dejó oír. Era la enfermera, interrumpiendo mi éxtasis. Me avisaba que un paciente estaba esperándome. Me sequé las lágrimas con rapidez, lavé mi rostro y mire al cielo por la ventana en señal de gratitud al Señor.

Lluvia de revelaciones Aún no entendía bien la diferencia entre una visión y una revelación. Todavía estoy en pañales en la interpretación del “lenguaje espiritual”. Dios me habló muchas veces a través de visiones. ¿Revelaciones? ¿Visiones? ¿Sueños? Me encontraba un poco molesta tratando de hilar todas esas escenas que había visto, cuando comprendí algo importante: no debía intentar hacerme la película o un pronóstico sobre mi futuro con los mensajes que Dios me daba. No toda visión viene del Señor. Él aclararía si eso tenía sentido o no. Mi deber consistía en buscarlo más a Él. Entiendo que aún estoy en el proceso, en la “carpintería de Dios”, como decía un libro. Es necesario que me prepare más intensamente para lo que Dios quiere que haga, y vaya en pos del cumplimiento de sus promesas. No obstante, esperar el momento adecuado es la clave para que realmente ocurra. Al día siguiente era domingo. Dios usó al pastor esa mañana para fortalecernos a todos. Mis pasos eran lentos y pesados, pero pasé al altar. Dios se movió de una forma preciosa. Mientras el pastor oraba por mí, me dijo: “Dios ha visto tu corazón. No temas”. Tuve paz y me puse a cantar, mientras Wilson tocaba el piano. Manuel, originario de Nigeria, nos había venido a visitar esa mañana, junto con su esposa y su bebé de escasos tres meses. Sostener al pequeño sobre mi pecho y verlo sonreír fue algo muy especial. ¡Dios cumplió lo que anunció! Dios nunca llega tarde

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Me encontraba contemplando un paisaje verde, aunque no demasiado exuberante, desde el tren. Iba camino a Florencia junto con Adrián, mi hermano. Mi frase fue: “Me parece mentira estar viviendo lo que vivo, ver lo que veo y sentir lo que siento. Todo es grandioso, más que precioso para ser real, pero aún así lo es”. Dios proveyó para que, con mi salario de medio tiempo, mi hermano pudiera venir a España y, además, pagar un boleto de avión para ambos y visitar durante tres días Roma y Florencia. ¡Se puede confiar en el Dios de los imposibles! Adrián ha crecido. Es un hombre de 21 años. Aunque la vida no ha sido excesivamente dura con él, ha forjado su carácter y eso me alegra. Después del sacrificio de estudiar durante largas horas y administrar bien los recursos para que alcanzaran a cubrir los gastos, viene la recompensa. Adrián tuvo que madurar a la fuerza. Estoy disfrutando de su compañía. Eso también fue una respuesta del cielo. Esas últimas semanas antes del viaje, dudé. Me avergüenzo por haber querido ayudar al Señor. Pudimos ver el respaldo de Dios en los dos eventos que celebramos en la iglesia. En cada detalle, su mano de provisión estuvo presente. Ahora, en el aeropuerto, tenía una lección que aprender y recordar. El último día antes de salir de Barcelona, no contaba con mi depósito mensual en el Banco —solo tenía 100 euros— y estábamos a punto de abordar el avión. Estaba nerviosa. Mi “yo” se adelantó y les dije a dos queridos amigos que necesitaría su ayuda económica, sin saber que Dios intervendría en los últimos 15 minutos antes del despegue. Volví a consultar el saldo de mi tarjeta de débito, y pude confirmar que mi salario estaba allí. ¡Tenía dinero de sobra para realizar el viaje por el que tanto había orado! Dios una vez más me recordaba que Él nunca llega tarde. ¡Siempre cumple lo que promete y su Palabra es verdadera! Le pedí al Señor que aumentara más mi fe. Recordé que todo “riesgo aparente”, en su nombre, siempre valdrá la pena. Dios no busca gente previsora, muy organizada, sistematizada, que planea todo. Estoy convencida de que lo que más valora el Señor son corazones que simplemente le crean y se dejen conducir por Él.

11 de Julio. ¡Adéu Barcelona! Desde mi nueva “casa habitación”, en el corazón del increíble barrio antiguo, agradecí a Dios haber disfrutado mi último mes antes de decir: “¡ADÉU BARCELONA!” Me despido de Barcelona sentada en la cafetería del hospital del mar, disfrutando mi última taza de café catalán. Las olas se agitan a unos cuantos metros de mí, con su característica viveza. Hace calor, es pleno verano, y todo el mundo se queja de las altas temperaturas.

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Intento ordenar mis pensamientos, ideas, emociones y sentimientos vividos los últimos días. En 48 horas saldría mi vuelo a México. ¡Qué infinidad de cambios había experimentado en solo dos meses, lo cual no sucedería en los seis que pienso estar en mi querida patria! Mis ojeras y paso torpe revelan la melancolía y el cansancio que me acompañan.

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Ministerio en México, Centro y Latinoamérica

ESTAR E EL MOVER DE DIOS, E EL LUGAR EXACTO, ¡sobrepasa todo!

El cansancio desaparece, los corazones encuentran paz, el desánimo se olvida, el gozo predomina aun en medio de las luchas, y el enemigo tiene que callar en el nombre del Señor. ¡Alabado sea Dios por eso! Dios está trayendo lluvias frescas a México, y creo que a muchos países de Latinoamérica. No hay mayor privilegio que ser un canal de bendición. Está motivando corazones en cada distrito al que me ha permitido llegar. Lágrimas de quebranto y de gozo, corazones renovados y “cargados” por aquellos que sufren muy cerca de nosotros y que, tal vez, hasta ahora, ni siquiera mirábamos, fue el producto de esas visitas. Es estimulante ver cómo nuestros hermanos más humildes de las sierras nos dan el ejemplo en muchas cosas a nosotros, los “hermanos de la ciudad”. Una de las primeras jornadas comenzó en la sierra de San Luis Potosí, en el centro de la República Mexicana. Tendría que abordar un avión para continuar con mi tarea en la sierra de Chiapas y terminar asistiendo a una concentración de jóvenes en la ciudad de Jalapa, Veracruz.

En Tamazunchale, San Luis Potosí, México

Mientras esperaba a los participantes del taller de compasión en Tamazunchale, Huasteca Potosina, escuchaba en mi laptop la canción: “Can-

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taré de tu amor por siempre”. Eran días en los que me encontraba muy sensible. Mi corazón necesitaba el abrazo del Padre. Agradecí estar a solas con Él. Su presencia estaba conmigo en aquel pequeño cuarto del Instituto Bíblico. Mientras la música sonaba, yo cantaba, diciéndole que ¡quería cantarle por siempre!, que aun en medio de las pruebas y la tristeza podía cantarle y adorarlo en mi corazón, como lo había hecho Job en aquellos momentos cuando dijo: “Jehová dio, y Jehová quitó; sea el nombre de Jehová bendito” (Job 1:21), y se postró a adorar. El Padre merecerá nuestra más genuina adoración hoy y siempre. Al hacerlo, Él comenzó a tocar cada fibra sensible de mi corazón, consoló mi espíritu, levantó mi ánimo, me hizo sonreír y me otorgó el bálsamo de frescura que necesitaba, antes de ponerme de pie frente a su pueblo. El pasaje de Sofonías 3:14-20 fue el analgésico para mi alma, en especial los vv. 16-18 que dicen: “Aquel día le dirán a Jerusalén: No temas, hija de Sion, ni te desanimes, porque el Señor tu Dios está en medio de ti como guerrero victorioso. Se deleitará en ti con gozo, te renovará con su amor, se alegrará por ti con cantos como en los días de fiesta. Yo te libraré de las tristezas, que son para ti una carga deshonrosa” (NVI). ¡Llegué cansada, pero feliz! Es difícil encontrar las palabras para describir lo que esa jornada significó para mí: una renovación personal, la esencia del ministerio, un toque supremo que vino a sensibilizar, aún más, mi corazón durante esos días. Personalmente, esto me fortalece y me hace entender un poco mejor el plan de Dios para este tiempo y lugar. Empecé mi segunda jornada en un lugar que se llama Tamazunchale, a siete horas de viaje en autobús del Distrito Federal, en dirección a San Luis Potosí. Muchos hermanos llegaron después de haber caminado por una hora y de descender del vehículo que los traía. Me impactó el interés que demostraban en poner manos a la obra y ayudar a nuestros propios pastores y congregaciones con proyectos de desarrollo. Uno de los problemas más arraigados en la zona era el alcoholismo. Un líder me dijo al final: “Gracias por tomarnos en cuenta y hacernos sentir igual de importantes que cualquier otra área de México. Queremos y podemos aprender. Deseamos comenzar a trabajar”. ¡Alabado sea Dios! De camino al sureste del país, el calor, los mosquitos y las noches estrelladas fueron nuestros acompañantes todos los días que permanecimos en las montañas. La camioneta en la que viajábamos se rompió tres veces, pero todo estuvo bajo el control de Dios (aunque de regreso vine orando por las cuatro llantas). Aun así, le di gracias al Señor por ese precioso tiempo. Nos hizo sentir más cerca de Él. Estando desconectados del mundo exte-

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rior, agradecía no tener señal en mi celular, ¡aunque extrañaba Internet! Pareciera que nunca estamos satisfechos. Las comunidades que visitamos fueron: El Diamante, Nueva Independencia, Jaltenango, Concordia, Jerusalén, El Paraíso, Chicomuselo y Comalapa (en la frontera con Guatemala). Aprendí multitud de lecciones de mis hermanos chiapanecos y de su líder, un hermano con un corazón apasionado por evangelizar cada pueblo de su distrito sin importarle el costo. “Ningún precio será demasiado costoso comparado con lo que Jesús hizo por nosotros”, decía el hermano Molina. Verdaderamente, sin la ayuda de este hermano no hubiese podido hacer nada. Sin duda, Dios siempre coloca a las personas adecuadas para ayudarnos. Agradecí a Dios por el calor humano que nos brindaron en cada poblado al que llegamos. Sus vidas eran simples, sin complicaciones, no como los que vivimos en las grandes ciudades. Estuvimos dos días en una zona poblada por la etnia tzotzil. Fue una buena experiencia trascultural. La noche que dormí en casa de una familia tzotzil, al ponerme el pijama para dormir, los pequeños comenzaron a reír. —¿Va a dormir vestida así? —preguntó la niña más atrevida. —¡Ah!... Es por los mosquitos —respondí sonriente. Nunca me hubiera preguntado algo semejante. En mi mundo es “normal” dormir con pijama, pero para ellos no lo era. Me dormí con una sonrisa de oreja a oreja y con una paz total en mi corazón. No sabía que el hermano Molina estaba nervioso por mí. Era una de las desventajas —o ventajas— de ser una chica joven. “Hay que cuidarla”, decía. Descubrí que son los más humildes los que abren con mayor facilidad su corazón al Señor y los más sensibles a las necesidades de los más desfavorecidos. Me sorprendí de que ese fuera el primer distrito en comenzar a recoger la ofrenda para enviar a los hermanos haitianos afectados por el huracán Iván. Una mañana atendía consultas médicas y otras contaba parte de mi testimonio junto a un vídeo, que les entregábamos. El superintendente nos ayudó con una lluvia de ideas en cada lugar que visitábamos haciendo “compasión en la sierra”. Cada comunidad debe contar con su propia estrategia de trabajo. Terminé mi trabajo en las sierras y, después de hacer escala en Tuxtla, viajé a la ciudad de Jalapa, Veracruz. Allí el panorama cambió radicalmente, como también la razón de mi participación, pero la bendición del Señor no se hizo esperar. Él sabía lo que necesitábamos. Mientras viajaba, meditaba en las escenas vividas los días previos. Alabé a Dios por haberme dado un abrazo tan especial a través de cada hermano, cada hermana, cada joven, cada niño. Recordaba que, años atrás, este tipo de viajes me había

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ayudado a tomar la decisión de servir al Señor en un ministerio de tiempo completo. En Jalapa recibí una grata sorpresa. No esperaba encontrar la misma sensibilidad en los corazones ante el desafío que el Señor les hacía. Pero Dios me sorprendió. Ese domingo por la mañana, la Primera Iglesia del Nazareno de Jalapa estaba totalmente repleta. El día anterior, pasaron solo dos personas al altar, luego de haberles hablado de que debíamos tomar un nuevo compromiso con Dios y ajustar nuestras prioridades. Sin embargo, al final, los jóvenes me hicieron muchas preguntas. Ese domingo hablé sobre la carrera que Dios quiere que corramos y sobre la fidelidad del Señor. Fue increíble ver tantos rostros conmovidos, renovando el pacto con el Señor y haciéndome sentir que esa palabra era exactamente lo que ellos necesitaban. ¡Qué feliz me sentí! Dios fortaleció mi pacto de servirlo de tiempo completo entre la gente que más lo necesitaba. Me llevó a dejar mis propias inquietudes y necesidades personales en el altar. Me hizo confiar en Él, sobre todo ahora que estaba a punto de emprender un nuevo desafío: Costa Rica. Nada es más maravilloso que sentir el abrazo del Padre cuando más lo necesitamos. Hoy Dios puede abrazarte mientras abrazas a aquellos que tienes cerca de ti.

El servicio en Centroamérica ¡Creo que no hay un momento de mi vida en el que no haya habido cambios! Una agenda saturada, cansancio, múltiples viajes, trabajo, lecciones aprendidas y por aprender, fallas, lágrimas, gozo, anécdotas y entrecruce de decisiones han caracterizado mi andar estos últimos meses en México. Hoy puedo testificar que este texto es verdadero: “Todo lo puedo en Cristo”, porque sin Él no podría haber comenzando una nueva etapa, a inicios de 2005. No cambiaba de región ni de continente, pero sí de país. Luego de encontrarme ante un abanico de posibilidades para continuar mi preparación y servicio al Señor en Estados Unidos o Latinoamérica, Dios confirmó que sería en este último lugar. Si bien, por momentos, me sentía triste, ahora predominaban la paz del Señor y la seguridad de que Él estaba cumpliendo su perfecta voluntad en mi vida. Dios abrió puertas para que estuviera apoyando Ministerios de Compasión en MAC sur (desde Nicaragua hasta Panamá). Al mismo tiempo, continuaría con los estudios bíblicos. Me gustan los retos, aunque muchas veces no encuentre la salida. Los desafíos me hacen esforzar,sacar lo mejor de mí. Aún hay mucho por aprender, ¡mucho que corregir!, ¡mucho que dar!, ¡mucho que recibir del Señor!

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Febrero de 2005 Está fresco y llueve ligeramente, se trata del conocido “pelo de gato” entre los costarricenses. Empiezo a echar de menos mi terruño y todo lo que ello implica, pero no podría estar más agradecida y convencida de saberme en medio de la voluntad de Dios. Este lugar es simplemente precioso. Solo contemplar los jardines de color verde intenso y los pinos de alrededor, inspira una tremenda paz. ¡Qué paz! La gente también lo hace especial, y le doy gracias a Dios por ello. Siempre Él coloca a las personas exactas, en el momento indicado, en cada etapa de nuestras vidas. Hace apenas unos días estaba recorriendo el sur de México, en mi última visita de Ministerios de Compasión, y ahora, ¡heme aquí… en San José de Costa Rica! ¡Cuántos cambios había permitido Dios en mi vida en los últimos seis meses!

SENDAS, San José de Costa Rica

Me integré a las clases de maestría —Bases bíblicas de la misión— el mismo día que llegué, encontrándome que tenía tres libros para leer, dos ensayos que entregar, una exposición que hacer y un horario de clases hasta las 10 de la noche cada día, entre otros detalles menores, pero no por eso menos importantes. En Ministerios de Compasión me enteré por dónde debía comenzar mi trabajo. Casi no tenía tiempo para adecuarme. Asumían que, por el hecho de ser latina, el cambio sería mínimo y la adaptación inmediata. ¡Error! Mi oficina de trabajo me encantó. Se trataba de una gran casa situada entre altos pinos. Solo veía sus troncos a través del cristal. ¡Me sentía como si me hubiesen trasladado a un bosque, en un recóndito lugar! Pero luego, regresé a la realidad y me di cuenta de que seguía en el Seminario de San José. Estar aquí era un regalo de Dios.

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Comprendo con claridad que aquel que se rinde incondicionalmente, el que deja “su todo” ante los pies del Maestro y reconoce que no le queda más que dar, es quien está en los planes del Señor. Cuando morimos a nuestra voluntad, Dios plasma la suya en nosotros. El período de adaptación no duró más que un par de meses. Existían nuevos retos en todos los aspectos: viajes por lugares nunca antes explorados, estudios de maestría que requerían mi dedicación, poco tiempo disponible para dormir y un horario al que aún no lograba ajustarme totalmente. Pero Dios es fiel y me ayudaba. Me proveía de nuevos amigos, por los cuales daba las gracias. ¿Han sentido alguna vez cómo Dios usa a un niño para traer una palabra a nuestra vida? Dios me habló de una forma que nunca me imaginé. Me encontraba en la Convención Anual de Misiones Nazarenas Internacionales (MNI), del Distrito Central de Costa Rica. Cuando menos lo imaginaba, donde menos lo suponía, y a través de quien menos creía, Dios habló a mi corazón. Estaba cantando y orando desde las 4:30 horas. En lo profundo de mi corazón me predispuse a ser ministrada por Dios. De pronto, sentí que alguien tiraba de mi pantalón. Era una pequeña de cinco años llamada María. Me agaché y la abracé. De una forma muy clara, me dijo dos veces: “Jesús te ama”. Sentí una clara vibración del Espíritu Santo en ese abrazo, pero dudé por un instante. Volteé para ver quién podía haberle dicho a esta pequeña que me dijera eso. Pero no había nadie cerca de nosotras, todos estaban orando. La niña había salido de algún lugar. Entonces comprendí que era la voz de Dios. No pude contener las lágrimas. Mi ser y esa pequeña se unieron por un breve instante. Ella transmitía la Palabra divina. Alabé a Dios. ¡Cuánto necesitamos saber que Dios nos ama, que somos especiales ante sus ojos, aunque los demás no estén a nuestro lado, y cuán insensibles somos a las formas en las que Dios nos puede ministrar! Puede hacerlo a través de quienes menos imaginamos. Mis viajes de servicio en MAC Sur se iniciaron en Nicaragua. Volví con el corazón realmente quebrantado y sensible, aunque, por otro lado, la sonrisa dibujada en mi rostro denotaba las experiencias vividas. En pleno 2005, la globalización, el posmodernismo y los sofisticados avances tecnológicos en las comunicaciones y transportes están presentes en todo el mundo. Pero un misionero, pastor o cualquier siervo de Dios, se ve obligado a ajustarse a las condiciones existentes en el lugar donde se encuentra o al que fue llamado. ¿Por qué digo esto? Porque creo que, verdaderamente, Dios es ocurrente. He tenido que utilizar los más variados medios de transporte: avión —muy pocas veces—, autobús, caballo, ¡y

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hasta lancha!, como sucedería en mi último viaje al este de Nicaragua. También monté un caballo en San Ramón de las Uvas. Yo lo llamaba, por confusión, “San Ramón de las Cabras”, a expensas del abundante ganado caprino que había en esa región. La situación fue muy graciosa. El superintendente de Distrito, Dennis E. me dijo: “Aunque no entiendo cómo una “doctora” como usted anda por estos lugares, estamos contentos de tenerla con nosotros. Ese será su medio de transporte”. Y allí, atada a un árbol, se encontraba una yegua retozona de color beis. A pesar del medio hostil en el que vivía, se veía bien alimentada. “Es una yegua muy fuerte, y no es tan brava, no se asuste”. No sé si me lo dijo porque vio que mi rostro había palidecido o porque ese animalito era realmente manso. La miré, intentando armarme de valor para montarla. En eso, recordé una escena similar en Oaxaca, al sur de México, ocurrida unos años atrás. Aquella vez no tenía que montar un caballo o una yegua, sino una mula. Lamenté mi poca habilidad para hacerlo, ni siquiera podía subirme al animal sin ayuda, y menos sujetar sus riendas. Así que lo hice como pude. En eso, una chica del grupo de jóvenes comenzó a cantar mientras agitaba fuertemente su pandero. La mula se asustó y emprendió una veloz carrera. No sé quién gritó más, si ella o yo que venía montada en su lomo. Afortunadamente, un ángel vino a salvarme. Era un joven, que corrió hasta detener al animal. Para mí fue… ¡como el príncipe que rescataba a su doncella! Con una sonrisa en los labios, reaccioné a la voz del hermano Dennis cuando mencionó que el pastor me ayudaría. Eso me tranquilizó. Era cobarde para montar, pero si no lo hacía debía caminar durante tres horas. Llegamos a San Ramón. Honestamente, no estaba preparada para encontrarme con la realidad que allí me esperaba. Al ver las condiciones en las que vivían los niños, las fibras más hondas de mi corazón se movilizaron. Pocas veces había visto lo que significaba un proyecto de crianza de animales —cabras. Era simplemente la “tabla de salvación” para muchas de esas pequeñas vidas. Los niños no tenían más leche que la de las cabras. Dos o tres niños se alimentaban de cada animal. La escasez de agua era impresionante. Ya en la ciudad de Managua, capital de Nicaragua, otras escenas captaron mi atención. En las escuelas usaban bloques como asientos por la ausencia de bancas. Algunos llevaban sillas desde su casa. Las iglesias se veían obligadas a hacer sus pequeñas escuelas y cobrar un dólar como colegiatura, que a veces los niños no podían pagar, porque sus papás —los que tenían trabajo— ganaban menos de 50 dólares al mes.

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Saber que muchas de las 1,500 familias de ese barrio llamado “La Resistencia” —nunca supe por qué— sufrían la escasez de agua, conmovió mi corazón. La gente se levantaba a las 2:00 ó 3:00 de la madrugada para recoger agua de un pozo, porque era la única hora en la que lo podían hacer sin pagar un dólar y medio por cuatro litros. Recordaba mis primeros meses en Guinea Ecuatorial y la frustración de andar de pozo en pozo buscando agua a causa de la terrible sequía. Usábamos el método tradicional del balde y la reata, tratando de obtener media cubeta de agua turbia. A veces no conseguíamos agua, pero sí una fiebre tifoidea. Era algo tremendo… ¡pero estaba en América Central, no en África! Era evidente cómo contrastaban las adversidades y las privaciones con la riqueza interior de este pueblo: su calidez, espontaneidad, sencillez y la búsqueda sincera de Dios que tenían. Oraba para que los proyectos de los Ministerios Nazarenos de Compasión que podíamos sostener fueran de bendición y respondieran a las necesidades genuinas del pueblo. Que Dios nos ayudara a escuchar y a hacer lo que Él quería que hiciéramos. ¡Ni más, ni menos! El río San Juan, que desemboca en el lago Nicaragua, es uno de los de mayor longitud del país. Mientras subía a la lancha, mi mente se trasladó a la selva africana. El panorama era increíblemente cautivador. Para agregar un ingrediente más a mis fotos, estaba lloviznando. Una densa vegetación nos envolvía junto a los “perros de agua”, los monos saltando de árbol en árbol, las garzas picoteando en el río, y, para mi sorpresa, algunos cooperantes españoles y algunos turistas. Sostuvimos una charla interesante. Uno de los pasajeros era de Barcelona. Aún recordaba algunas frases en catalán, así que practiqué con Él. —¡Vaya sorpresa encontrar en el sureste de Nicaragua a alguien que no es catalán, pero entiende nuestro idioma! —comentó asombrado el español. —Dios es grande. Para Él, el mundo es muy pequeño. Lo que menos imaginaba un año atrás era que hoy estaría aquí sentada, en esta lancha, ¡se lo aseguro! —le dije sonriendo. —Es cierto —contestó, asintiendo con la cabeza. —¿Cuánto tiempo lleva viviendo aquí? —interrogué. —Dos años —respondió—. Me dedico a coordinar proyectos de cooperación con una organización no gubernamental. Fue una conversación muy provechosa. Aprendí que la gente vivía de la pesca, que no eran tan pobres como parecían a los ojos de un extranjero y que tenían recursos, aunque eran explotados injustamente. Y, precisamente para concienciar y ayudar en algo a nuestros hermanos nicaragüenses, estábamos mi amigo —hasta ese entonces desconocido— y yo.

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San Carlos se encontraba al otro lado del río. Apenas vi el muelle, no pude evitar recordar Kogo, aquel pueblo de la etnia kombe, en el interior de Guinea Ecuatorial. Los talleres de Ministerios de Compasión fueron de gran bendición.

Panamá. Desde Changuinola Ojalá hubiese tenido una cámara fotográfica lo suficientemente sensible para captar toda la belleza contenida en ese paisaje rural del norte de Panamá, cerca de la frontera con Costa Rica. Sentada a la orilla del río que rodea a la comunidad La Gloria, comencé a escribir. Era un momento ideal para meditar, leer y contemplar el paisaje. La densa neblina de esa mañana le daba un aspecto muy especial al lugar, aunque lo fresco de las madrugadas me desagradaba. Mis compañeros y yo dormimos como lirones… y también como una verdadera familia, ¡todos apilados uno junto al otro! Nuestro hostal temporal era “La casa de las artesanías”, o como diría Nahúm Estrada: “El Changuinola Resort está a la mar de bien”. La verdad no teníamos de qué quejarnos. Nos sentíamos privilegiados por tener lugar donde dormir y por lo bien que nos había aceptado la comunidad. Éramos nueve compañeros y nuestro querido profesor. Participábamos de ese viaje como parte de la maestría. El objetivo era proporcionarnos un primer contacto trascultural para reforzar la teoría aprendida en clase sobre las misiones. Lo cierto es que discutimos un poco acerca del verdadero propósito del viaje. No obstante, todos —alumnos, profesores y directivos— estábamos de acuerdo en que introducirnos en una cultura indígena de otro país era una experiencia que no podíamos desaprovechar. Panamá era, y continúa siendo, muy especial. Su gente es encantadora. Es un país de contrastes. Está formado por nueve provincias: Bocas, Chiriquí, Veraguas, Herrera, Los Santos, Panamá ciudad, Darién, Colón, Chitré. Existen varios grupos indígenas. Nuestro objetivo era sumergirnos por una semana en la cultura guaymí. Ellos constituían el grupo más numeroso de la parte septentrional del área. Recordé las etnias que habitan en las zonas altas y más inaccesibles de México. ¡Qué parecidos somos! Dormimos plácidamente. Especialmente yo, que estaba tan cansada que me dormí con un libro sobre la cara (Febe tuvo que quitármelo). Al día siguiente, bien temprano, después de hacer unas compras, algunos se adelantaron para llegar lo antes posible a la comunidad escogida. Daba la impresión de que Las Glorias, el poblado que sería nuestro hogar por una semana, era encantador. Tuvimos que caminar 2 km. para llegar, ya que la carretera estaba cortada.

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El lugar presentaba una exuberante vegetación, típica de la espesura panameña. A la entrada, había un puente colgante y, a su derecha, el único teléfono existente. El número de habitantes no era oficial, pero se estimaba que no eran más de 80 familias, entre las que se encontraban aproximadamente 200 niños, según el censo más reciente. Comenzamos a trabajar con los niños, a quienes observé con atención. La mayoría venía caminando desde lejos. A muchos les llevaba horas llegar hasta donde nos encontrábamos. Más de la mitad parecía tener bajo peso para su edad y talla. No había evidentes signos de desnutrición severa, pero sí falta de vitaminas e higiene personal. No contaban con la ropa adecuada, pero aún así nada los detenía a la hora de asistir a la escuela, ni les impedía cantar “a todo pulmón” durante las reuniones. Por la tarde, los chicos de la aldea se divertían jugando al fútbol con mis compañeros varones. Las niñas lo hacían con nosotras. ¡Oh, sorpresa, la forma en que jugaban las mujeres guaymí! ¡Una sola de ellas era mejor que todas nosotras juntas! Por las mañanas, pude dictar tres talleres sobre los principios básicos de la salud, a los que asistieron las mamás y algunos padres de los niños. Todas las noches celebrábamos un culto evangelístico y proyectábamos una película con la ayuda de un equipo electrógeno que habíamos llevado. Fue triste que nadie hiciera profesión de fe. Realmente nos faltó tiempo para ser mejores aprendices. No obstante, el objetivo del viaje se había cumplido. Y Dios ministró a mi corazón durante todo ese tiempo de una forma muy especial.

Retiro en Tica Bus Crucé tres fronteras centroamericanas, ida y vuelta, en 72 horas. Llegué a casa cansada, pero bendecida. La semana anterior había estado en Guatemala grabando unos videos sobre SIDA con el precioso equipo de comunicaciones de la Región MAC. Mientras viajaba de regreso al Sendas, contemplaba la escena a través de la ventana del Tica bus (Transportes Internacionales Centroamericanos). De un lado y otro, observaba extensas praderas, vacas pastando y casitas con ropa tendida en el lazo. Estaba agradecida porque disponía de tiempo para meditar, pensar, orar, leer y escuchar mejor lo que Dios quería decirme. Terminé conmovida, con lágrimas en los ojos, en una oración de renovación y con una porción extra de su paz. Las presiones de esos días fueron muchas y las cargas muy pesadas. El enemigo de nuestras almas cree que está ganando. Pero, aunque nuestras fuerzas físicas se agoten, el Señor tiene nuevas energías para darnos.

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Luchas Durante la siguiente semana de clases, nos visitó el Dr. Samuel Pérez, siervo de Dios de Puerto Rico. Ese martes, el devocional fue increíble. Él conoce tu situación (2 Reyes 19:27). “He conocido tu situación, tu salida y tu entrada”. Él va contigo (Deuteronomio 31:6). “Esforzaos y cobrad ánimo; no temáis ni tengáis miedo de ellos, porque Jehová tu Dios es el que va contigo; no te dejará ni te desamparará”. “Jehová te pastoreará siempre, y en las sequías saciará tu alma, y dará vigor a tus huesos; y serás como huerto de riego, y como manantial de aguas, cuyas aguas nunca faltan… entonces te deleitarás en Jehová; y yo te haré subir sobre las alturas de la tierra, y te daré a comer la heredad de Jacob tu padre; porque la boca de Jehová lo ha hablado” (Isaías 58:11,14). Aunque la Palabra de Dios estaba haciendo efecto en mi interior, aún me hallaba inquieta. Las presiones, el cansancio físico y, tal vez emocional, me habían afectado durante las últimas semanas. Todos los que me conocían, me advertían: “No bajes más de peso”, “cuidado, Erika, mira tu propia mayordomía personal… No te consumas”. Al principio, esos comentarios no parecían tener mucha relevancia para mí, pero luego tuve que escucharlos y entender que Dios me estaba hablando a través de ellos. Me miré al espejo y, efectivamente, me vi como me describían. Debía ser realista. Aunque en mi interior fluyera el Señor, el exterior se estaba desgastando y debía cambiar si no quería “quemarme pronto”. La realidad era que llevaba seis meses en San José sin descanso alguno, durmiendo no más de cinco horas, comiendo dos veces al día y llevando a cabo la mayoría de los días, al menos, tres tareas al mismo tiempo. Le pregunté al Señor en qué había fallado. Entregué nuevamente cada área de mi vida, incluyendo mi salud física y emocional, en sus manos. Renové mi pacto y prometí cuidar lo que Dios me había dado y aprender a decir “no” aunque me costase hacerlo. Debía discernir cuáles eran las prioridades basándome en su propósito y no en las necesidades, ya que estas siempre sobrepasarán por demás nuestras capacidades y fuerzas. Me prometí a mí misma, y a mis compañeros de clase —buenos amigos, gracias a Dios—, dormir por lo menos seis horas diarias y alimentarme mejor.

El poder de Dios Una mañana de verano tuve un encuentro especial. Ese día, Dios usó a un siervo suyo para hablar a lo más profundo de mi corazón. Me encontraba haciendo la fila en Migraciones y, por cierto, me faltarían cuatro visitas más antes de tener el permiso de estancia legal. Se trataba del pastor

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de una iglesia local y un buen amigo, que también había ido a Migraciones a arreglar sus documentos. Él inició la charla echando por tierra mi inquietud. —Bueno, ¡aún hay delante de nosotros mucha gente!, tenemos tiempo para platicar. —Sí, ¿verdad? —respondí. La conversación se tornó más profunda. Las preguntas daban en el blanco. —¿Por qué siempre te ves triste? ¿Por qué no estás segura del ministerio que Dios puso en tus manos? Siento que estás limitada; haces lo que se te pide, pero no más. Tienes mucho más potencial para dar. Hay algo que “no cuaja”. ¿Qué es? ¿Por qué no permites que los demás se acerquen a ti? ¿Crees que eso es lo que Dios quiere? Aunque no dudo de lo consagrada que eres, tu lucha interior se nota. ¿Dónde está tu gozo? Algunas veces la gente ha percibido que eres calculadora en tus relaciones. Y continuó, mientras mi mente trataba de encontrar las respuestas a cada una de sus preguntas. Me costaba aceptar que sus palabras me estaban desmoronando. Había autoridad de Dios en él. Enmudecí, mientras cada interrogante tocaba mi corazón. Contuve las lágrimas. Sí, debía cambiar en muchas cosas. No podía servir agobiada, insatisfecha, desgastada. Dios no merecía ni merece ese servicio de segunda clase. ¡Pero muchas veces ni me daba cuenta! En otra ocasión, una sierva de Dios, a quien aprecio mucho, me dijo algo que me llevó a postrarme ante Él. —Usted es una perla para el Señor. Él la está tomando en sus manos, la está puliendo, refinando. Le falta aún mucho por caminar. No ponga condiciones, Erika. Al llegar a mi casa, tuve que poner muchas cosas sobre el altar: mi ansiedad, mi orgullo, el alto concepto de mí misma, mi cansancio, el no sentirme amada ni amarme a mí misma, mi insatisfacción, mi agotamiento, mi temor, la carga por mi familia, mis sentimientos de soledad, etc. La lista podría continuar, pero aun así la gracia y el poder de Dios seguían sobrepasando todo. Me pregunto cuántas veces nos creemos perfectos y pensamos que cuando aceptamos el llamado divino ya no tenemos debilidades ni flaquezas. ¡Reaccionemos! ¡No somos perfectos, ni lo seremos! Lo que realmente al Señor le importa es nuestra actitud. Una actitud humilde, que permite dejarse moldear para que verdaderamente Él imprima su carácter en nosotros.

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Quetzaltenango Aquella primera noche del 10 de enero de 2006, Dios hizo sentir su presencia de una forma especial entre el grupo de enfermeras de una Universidad Nazarena de Estados Unidos. El amor fraternal se podía palpar. A pesar de las diferencias de edad y cultura, éramos una sola familia. Al orar, nuestra petición era que cada niño que atendiéramos durante esa semana fuera tocado, acariciado y mimado por las manos del Señor. Altos pinos, profundos precipicios, gigantes rocas, que permanecían allí como mudos testigos de derrumbes anteriores, y las curvas pronunciadas de un angosto camino, ponían a prueba la destreza de nuestros conductores. Las casitas con techos de ladrillo y algunos riachuelos hacían que los paisajes desbordaran de belleza. Cerré los ojos y los abrí nuevamente, como diciéndome a mí misma: “¡Esto es real!” La primera comunidad que visitábamos nos recibió con los brazos abiertos. Algunos se preguntaban: “¿Qué hacen esos cheles aquí?” (así llaman los guatemaltecos a las personas de tez blanca, ojos claros y cabello rubio). Era el primer día de consulta. Ver el rostro de los niños, con sus miradas asustadizas, sus caritas sucias, las manos resecas y resquebrajadas por el frío, las grandes barrigas de algunos —producto de los parásitos—, pero, sobre todo, sus tímidas sonrisas y sus manitas tomando las nuestras, fueron las escenas de todos los días. Cada uno de nosotros aportó el máximo de sus posibilidades. Queríamos que supieran solo una cosa: que los amábamos. Donde fuera que se dirigían nuestros pasos, escuchábamos: “Gracias, gracias”. Sin embargo, en mi corazón sentía tristeza. Objetivamente, era poco lo que podíamos hacer. ¿Cómo podía pedirle a una madre de 23 años, viuda o abandonada, con cuatro o cinco hijos, que lavaba ropa para sobrevivir, que por favor le diera de comer bien a su niño desnutrido? Comprendí que, muchas veces, a pesar de nuestro mayor esfuerzo, no podemos solucionar todos los problemas. Cristo fue el único Redentor. Nadie puede usurparle el lugar. Debíamos concentrarnos en dar todo lo que podíamos. No más, no menos. El manto de estrellas que Dios nos regaló, luego del crepúsculo, nos hizo suspirar profundamente. De pronto, reaccionamos. Hacía frío y estábamos cansados. Apiladas una junto a la otra, acostadas sobre delgadas colchonetas en el suelo, intentábamos darnos calor mutuamente. Estaba con 15 señoritas de la universidad Mid-América, Kansas. Cuánto me divertí aquellas noches. El cansancio desaparecía al escuchar las risas, bromas, testimonios y palabras de agradecimiento. Reinaba una atmósfera de unión y todo el ambiente estaba cargado de emotividad.

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Nadie imaginó que Dios tenía preparadas noches de ministración, donde todas testificábamos sobre lo que el Señor había hecho en nuestros corazones ese día. Luego orábamos las unas por las otras. Pocas veces recuerdo haber participado de una Brigada Médica o grupo de Trabajo y Testimonio como este. La despedida fue difícil. Hubo lágrimas y gozo. Alabo a Dios por todo. Me regaló amigas preciosas, con quienes sigo en contacto hasta hoy.

Desde Cobán Humedad, una exuberante vegetación, mucho frío y, al mismo tiempo, un espíritu servicial, sencillez y sensibilidad, era lo que describía la naturaleza y a las personas de Cobán. ¡Menos mal que Marlen me prestó un abrigo! De lo contrario me hubiera muerto de frío. Agradecí hasta en estos detalles tener tan buenos amigos. ¡Cuántas gratas sorpresas tenía reservadas Dios para su hija ese fin de semana que me había tocado visitar una de las “Verapaces»! (es decir uno de los 22 departamentos de Guatemala, llamado Alta Verapaz). Cobán es la cabecera del municipio. Nadie supo decirme con cuántos habitantes contaba la ciudad, pero después leí que superaban los 50,000. —No sé cuanta gente vive aquí, pero Cobán es importante, no como las otras ciudades —me comentaba un cobanero. —Las mejores marimbas (género musical muy popular en Guatemala) se producen y tocan aquí —dijo alguien más. Así confirmé lo que me había dicho un marimbista, miembro de una iglesia nazarena de ese país. El día previo a mi llegada, me encontré con algunos pequeños inconvenientes. Era la primera vez que viajaba sola dentro de Guatemala. Al llegar a la ciudad, el ómnibus me dejó en un lugar diferente del que habíamos fijado con la persona que me estaría esperando. De pronto, me encontraba perdida. Miré hacia uno y otro lado. ¡No había señal alguna que pudiera reconocer y menos aún de los hermanos Alonso! Lo único que sabía era que, si seguía en ese ómnibus, terminaría en otro pueblo. ¡Y eso era peor! Pregunté en la primera tiendita que encontré si conocían la Iglesia del Nazareno. Me respondió una chica, que vestía el atuendo tradicional de esa zona del país: —Bien (que significa “sí”), camine ahí pa´lantito y verá esa iglesia. Es grande, con el portón negro. —Muchas gracias, eres mi ángel —le respondí sonriendo, al tiempo que mi frecuencia cardiaca regresaba a la normalidad.

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El Instituto Bíblico Nazareno asomó su fachada un poco más adelante. A su lado se encontraba la Casa del Distrito de Alta Verapaz. Dios es sorprendente. No llegué al lugar exacto, pero sí al indicado. Me atendió una persona muy amable que conocía a la familia que me esperaba, y me llevaron en su auto a encontrarme con ellos. Una vez más, ¡Dios obró a mi favor! Infinidad de veces ha enviado ángeles para socorrerme y aún lo sigue haciendo. Sin embargo, creo que el Señor debe de pensar: “A esta muchachita despistada hay que ayudarla”. Para Dios no existen las dificultades. Realmente, no sé por qué me sigo poniendo nerviosa cuando estoy en problemas. ¡No tiene sentido! Dios tiene todo bajo control. La iglesia que visité aquel domingo de febrero por la mañana, estaba casi repleta... Contaba con más de 1,000 miembros. Todo fue precioso: la buena disposición de la gente a escuchar la Palabra, la música del trío que alegraba el culto, las flores variopintas que adornaban el recinto. Pero lo mejor fue la presencia de Dios, que se paseaba en medio de nosotros. Llegó el momento de contar mi testimonio. Ya había comenzado a hablar, cuando me presentaron a mi intérprete kekchí. Me tomó por sorpresa, así que tuve que ajustarme rápidamente al cambio. De pronto, me encontraba en un aprieto. No estaba acostumbrada a predicar con intérprete. Comencé a hablar en forma más pausada e intenté ser lo más simple y clara posible. Afortunadamente, tenía unas imágenes que me ayudaban. Como siempre, Dios ministró a los corazones. Al final, el altar de doble fila (jamás había visto uno semejante) estaba lleno de personas de todas las edades. Fue impactante escuchar a la gente orar y clamar quebrantada en kekchí, su lengua nativa. Abracé fuertemente a una mujer que oraba a gritos en ese dialecto, ignorado por mí, pero tan conocido por Dios. ¡Qué maravilloso es tener un Dios universal que habla todos los idiomas del mundo! Él entiende y ministra en la forma y lengua exacta a cada corazón. Otra muestra de la sensibilidad al llamado de Dios se presentó a través de Cristina, una jovencita que se encontraba en ese lugar, quien se aproximó a mí al terminar el servicio de santo culto. —¡Gracias!, solo quiero decirle que me habló directamente al corazón. He tenido luchas… —me comentó. —Te escucho —le dije, mientras le indicaba que nos sentáramos en un banco. Observé que le costaba seguir hablando. Las lágrimas asomaron por sus ojos. El pastor de una iglesia muy grande se acercó a mí y me dijo algo que me hizo reír:

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—Hermana, no me la imaginaba tan jovencita. La creía de más edad, alta, de piel blanca y robusta. Pero hoy el Señor me retó a través de usted a prepararme mejor para Él y para la obra que depositó en mis manos. —Dios es fiel —le respondí, mientras trataba de contener la carcajada. Aquel pastor, como muchas de las personas que no me conocen personalmente, no había acertado ni a una sola de mis características físicas. La visita concluyó con una cena en la casa de los hermanos Alonso. Disfrutamos de unas ricas tortillas de maíz —por cierto, diferentes de las mexicanas—, huevos, café y un delicioso queso. Cerré los ojos agradeciéndole al Señor por su presencia. Aún con nuestras muchas limitaciones e imperfecciones, Dios siempre cumple su propósito. En cuatro horas debía iniciar mi viaje de regreso a la ciudad de Guatemala.

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PARTE II

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Mi primera gira misionera en México y América Central Esa madrugada fue muy especial. Logré vencer el cansancio de esos días y las cobijas. Tuve un tiempo muy especial de oración. Lo necesitaba… Estaba en la Escuela de misiones en la ciudad de Guatemala recibiendo una corta capacitación trascultural y principios sobre misiones. Verdaderamente entiendo que mi tarea es solamente reposar en sus manos y dejar al Señor llevarme por donde quiera. ¿A dónde me lleva? No lo sé, pero ¡poco importa en realidad si Él me guía!

Cruce de fronteras. El cielo está estrellado esta noche, la temperatura es fresca, que me recuerda la bella Guatemala, ciudad que dejé atrás. Ahora estoy en el sur de México, iniciando mi segundo mes de Gira. Vengo de la costa: calor, humedad, mosquitos, mangos, ¡ah, pero donde hay una gente preciosa, sensible y que me recibió con los brazos abiertos! Sólo alcancé a visitar dos distritos este mes, pero las bendiciones de Dios han sido abundantes, que no alcanzo a visualizar todo lo que Dios está haciendo en los corazones de su pueblo. He visto muchos corazoncitos tiernos que han venido al altar; los más jóvenes en su primera década de la vida, hacían un compromiso de servir al Señor el resto de sus vidas. Me maravillo de ver que Dios sigue llamando a hombres y mujeres a ponerse en la brecha, sin distinción de ningún tipo. Estaba particularmente conmovida al ver gente de lo más sencilla, dándose ellos mismos. No sólo ponían tortillas y frijoles a la mesa, sino también pescado o lo que tuvieran para comer. Un par de ancianitos, muy sencillamente vestidos, se me acercaron un día a darme 20 pesos mexicanos, en monedas. Lo hacían con tanto cariño y entrega que hice de “tripas cora-

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zón” al aceptárselos diciendo para mis adentros: ¡Pero debe ser al revés, yo debo ayudarlos! Dios me seguía enseñando la lección de “aprender a recibir” en humildad. Como otra familia numerosa que me invitó a comer. Era una familia humilde. El varón del hogar, quien también era un predicador local, pescaba. Mientras que a mí me sirvieron un delicioso pescado frito tamaño gigante, ellos comían sopa. No podía desairarlos. Habían preparado ese platillo con todo su corazón. Tenía que hacer un esfuerzo y acabarme todo. Así que esa vez tuve que comerme hasta la cola y la cabeza. Conmovedora y triste fue esa escena de participar en una Máxima Misión al sur de México y atender a un ancianito abandonado por su familia, con una enorme úlcera sangrante infectada, y darme cuenta de que llevaba semanas sin un baño... Cuánto agradeció unos minutos de atención. Me sentí impotente. No podía ofrecer más ayuda que los pocos minutos que podía brindarle. Aún así, puse mi corazón -y eso… una vez más, es lo que puede marcar la diferencia. Amor, traducido en tiempo y afecto es lo que la gente más necesita. El mover de Dios continuó. Hay profunda gratitud en mi corazón. He hablado un mes completo diariamente; algunas veces hasta tres veces por día. Dos veces estuve casi afónica, dos semanas enferma, desde inyecciones hasta la tradicional miel con limón de la que me he vuelto “fan”. En medio de todo, he visto su gracia dándome fortaleza en todos aspectos. Me reí, le pedí al Señor que aumentara la capacidad y resistencia de mi estómago; me diera fortaleza de búfalo y una voz de evangelista -lo cierto es que ¡No me dio ninguna de las tres!, a su vez, en su Palabra encontré lo que Dios me daba: “Bástate mi gracia –Erika- mi poder se perfecciona en la debilidad”. Así que, con Él a mi lado es suficiente para continuar. Estando en una pequeña ciudad, mientras terminaba mi jornada misionera, recibí una llamada telefónica importante. El Hno. Hoskins, desde Kansas City me hacía saber que ya sabían cuál sería mi nueva asignación misionera por los siguientes tres años. —Hermana, ¿está sentada? -me preguntó. Mi intuición me decía que intentaba no alarmarme. Me iba a dar la noticia de a dónde iba a ser enviada. Las posibilidades aparentes hasta entonces eran África, o el Caribe, o América del Sur. Era un tiempo sensible de por sí. El Señor parecía decirme que diera lo mejor, disfrutara este tiempo y me preparara para lo que venía. Era “algo” de mayor envergadura, pero Él tenía el control. Así que no estaba nerviosa cuando recibí esa llamada, pero produjo al instante lágrimas en mis ojos y sorpresa.

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—World Mission ha pensado en usted para coordinar desde Ministerios de Compasión en Kansas City, Ministerios Nazarenos sobre el SIDA. Estaría coordinando y viajando cuando fuera necesario, a lugares afectados por la epidemia. Pero le pondré en contacto con el Coordinador de este ministerio, el Hno. Larry Bollinger, su nuevo jefe, pero ore y esperamos su respuesta Colgué el teléfono con lágrimas. Recordé la escena que Daniel atravesó en el Cap. 10 de ese libro, cuando recibió una majestuosa visión de Dios. Simplemente lo que veía era mucho mayor que su capacidad de resistir, era demasiado para mantenerse en pie. Sus piernas temblaron, palideció su rostro y se postró en tierra. Así que cuatro veces el Señor tuvo que literalmente tocarle, sostenerle. Las Escrituras revelan sin embargo la increíble intervención de Dios sobre Daniel. Envió en el momento exacto a la persona exacta que fortaleciera a su “pequeño”. —Hombre altamente apreciado, desde que comenzaste a hablar, tus palabras fueron oídas. Por eso he venido. Tu eres muy amado. ¿Se imagina este cuadro? Me sentía igual que Daniel. Me senté en la acera y empecé a llorar. ¿Podría yo, con mis muchas limitaciones, sostener un ministerio global? Más lágrimas sellaron ese momento, mientras sentía el vibrar profundo del Señor, como un abrazo a su pequeña viniendo a los brazos de papá. Después de unos minutos, sentí paz y una convicción clara de estar en medio de su voluntad. Él me seguiría preparando. Lo que hasta aquí había permitido en mi vida, era precisamente para esto. Comprendí que estoy en los primeros km de mi carrera... Pensé en mi familia… Pensé en mis amigos… Pensé en mis sueños y necesidades. Pero ese medio día, en esa acera de la ciudad de Tapachula, Chiapas, volví a hacer un pacto con Dios. Obedecería y seguiría sus pisadas. El Señor invitándome a esperar en Él y respetar su tiempo. Detrás de la obediencia está su bendición. Cada anhelo profundo estaba incluido en su agenda. “Papito” sabía lo que yo necesitaría para hacer lo que Él le pedía hacer. Él haría todo a su tiempo. No olvidaría nada, y menos las cosas importantes. ¡Vaya desafío! La noche previa contemplaba desde esa ventana del avión las lucecitas y lo pequeño de las casas desde esa altura. La hermosa ciudad de Oaxaca de Juárez, se visualizaba claramente. Sin afán de ser regionalista, era mi preciosa provincia, la tierra que me vio nacer. Estaba feliz de estar ahí, pero no podía evitar que una lágrima asomara por mis ojos –bueno, más de

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una. Sentía una mezcla de todo. Gozo, emoción, tristeza, confirmación de Dios, desafíos, despojos. Meditaba en la grandeza de Dios. En verdad, si cada nación es una gota de agua que cae del cubo ante la perspectiva de Dios. ¿De qué tamaño soy yo? ¿De qué tamaño es mi desafío delante de sus ojos? ¿De qué tamaño es mi problema ante el cual hoy me estoy derrumbando? Las lágrimas me acompañaron hasta que aterrizó el avión. Reflexionar en la fidelidad de Dios me quebrantaba. Estaba esperando uno de mis autobuses en una terminal central, cuando me encuentro a una persona conocida, a quien no veía hace años. Al verme, grita con una voz cargada de emoción. —¿Erika? ¿Eres tú? —se me acerca. —¿Deyanira? —le respondí. La abrazo, me abraza fuerte. No me suelta. Observo sus ojos inundados de lágrimas, pero más que por mi presencia, su emoción era que encontraba un rostro conocido en un momento de crisis en su vida. Su corazón estaba destrozado, sus emociones al piso. Estaba resuelta a tomar medidas drásticas ese mismo día… como ya lo había hecho dos veces anteriores; una al pasar una anorexia nerviosa y otra al querer cortarse las venas. La joven comprendió ese día que Dios la seguía amando a pesar de todo y todos. Encontró una paz incomprensible para ella en una oración que hicimos esa mañana… alabado sea Él. Hay un nuevo comenzar para esta preciosa hija de Dios. ¿Podemos estar conectados con Dios y estar dispuestos a que interrumpa nuestra agenda, planes, tareas? ¡Somos “médicos de guardia” permanentes si estamos en Cristo! Que Él nos ayude cada día. Dios nos pone en el momento exacto, a la persona exacta en nuestras vidas, y a su vez a nosotros cerca de los que nos necesitan. Es inevitable dar un hondo suspiro. ¡Apenas puedo creerlo! ¡Dios me ha permitido terminar mis cinco meses de gira. He visto la fidelidad de Dios en su máxima expresión. Llegó el momento de despedirme de mi familia y decir “Adiós México” otra vez.

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Primeras aventuras en Estados Unidos DESDE U CÁLIDO VERA O E UEVO MÉXICO. 2006

La vista de la ciudad de Albuquerque desde la ventana de mi hotel se apreciaba increíblemente hermosa. Esta es una región semi-desértica contrastando con la aglomerada ciudad de Houston, Texas que había dejado hacía unos días. Hay un evidente legado histórico de México en este lugar que me hace sentir en casa. Llegué al aeropuerto de esa ciudad y me estaba esperando una pareja preciosa. Él, de 90 años, usaba oxígeno casi a dependencia continua; cuando me ve llegar con tantas cosas, intenta ayudarme, pero perdió el equilibrio y estuvo a punto de caerse -y nosotros ir a parar al hospital. Ella, de 87 años estaba incapacitada para caminar y con un sobrepeso importante esperaba en el vehículo. Era nuestra conductora. ¡Vaya sorpresa! ¡Vaya ejemplo de servicio! Los dos con una discapacidad física pero me enseñaron con su actitud lo que era servir. Era evidente que había latinos por donde sea. Leía por doquier letreros en español (y eso, que aún no visitaba California). Fuimos a un restaurante de “fast food’, era comida Texmex. Bueno, creo que aquí no sufriré por chiles o tortillas - me dije alentándome mí misma. Aunque había superado no comer ninguna de las dos cosas por los últimos cinco años. Visité varias iglesias pequeñas, en medios rurales. Las altas montañas impresionaban a cualquiera. Dios bendijo nuestro tiempo. Sentí la pasión de este pueblo de Dios por las misiones. Estaba entre gente de lo más sencilla, sobre todo granjeros y personas mayores. Pero realmente era uno quien aprendía de ellos. Esa noche fue especial. Les dije: —Me temo que no tengo mucho que decir en este lugar. Son ustedes quienes me están enseñando a mí y bendiciendo con su ejemplo de servicio. Todos sonrieron. Al final, se me acercan una señora y un señor. Hubo una pequeña confusión. Creí que eran pareja. Solicitaron mis oraciones. Empecé a orar por ellos como tales. Mientras más oraba por él más lloraba. Empecé con mis limitaciones de lenguaje. Entendía suficiente inglés como para darme a entender, y comunicarme, pero para llegar a ministrar

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con libertad a una persona, hasta llegar a una dimensión más profunda de su interior, estaba aún muy lejos. Pero el hermano seguía gimiendo. Ore por ellos, pero ¡oh confusión! ¡Eran hermanos! Aún así, Dios ministró. Comprendí una vez más, que el Espíritu de Dios no tiene nacionalidad ni las limitaciones del lenguaje como nosotros. ¡Aun hay mucho que debo aprender y entender! Pero, ¿Qué me pide Dios hacer hoy?

Belén New Mexico es uno de mis estados favoritos. Nunca imagine que un par de años después iba a estar viviendo en esa ciudad. Desde el primer momento la belleza de este lugar me cautivo: los desnudos cerros, cactos, tierra rojiza y lo amable de su gente, sin embargo, lejos estaba de imaginarme que este sería un lugar que marcaría huella en mi vida. Aun pasaba por el choque cultural. Dios seguía trayendo como siempre a las personas exactas en el tiempo exacto. Los Hasenauer, en belén, llegaron a ser muy pronto mi familia adoptiva. Ruth, Gary y Brian fueron desde un inicio una bendición para mí. Ese primer servicio misionero, segundo servicio unos meses después fue el inicio de una historia de amor de la que más adelante les contaré, pero que puedo resumir. Jamás hubiera pasado por mi mente lo que Dios haría, pero que estaba en su perfecta agenda. En el “Mid West”. Mis primeros meses en Kansas City Así como en el primer trimestre del embarazo es uno de los más molestos, riesgosos, desagradables nauseas y dolores de cabeza en el intento de “ajuste” fisiológico a ese nuevo ser que se está formando dentro de uno, yo tenía que ajustarme a la nueva etapa que iniciaría. Lo increíble es ver al Señor suavizando ese tiempo de adaptación de todo tipo cultural y ministerial; luchas con mis propios temores y limitaciones, desierto, desafíos, estrés, responsabilidades; aventuras, momentos de angustia. Aun así, cuando todas estas emociones son parte de esa “bendita obediencia” ¡retornan en gozo! Ha estado poniendo a las personas exactas en el momento exacto. Esto, una vez más, es la gracia de Dios. Es increíble valorar la fidelidad del Señor, extendiendo sus alas sobre sus hijos, cubriéndonos cuando creemos que estamos solos, en aprietos, o en necesidad. El está ahí, aunque no lo veamos. Mi nueva responsabilidad en Ministerios Nazarenos de Compasión se ve del tamaño de una montaña. Coordinar un programa global no sería nada fácil. Un día, tomé mi diario personal y pluma. Me senté a escribir sobre esto.

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Quiero correr cuando aun debo caminar. Quiero motivar cuando aun necesito tener mis motivaciones correctas Quiero transformar al mundo cuando aun Jesús necesita transformar mi carácter Quiero gritarle al mundo que Jesús es amor cuando a veces yo misma dudo de su amor Quiero hacer tantas cosas… mi mente navega a la velocidad del Internet más veloz del mundo. A veces me canso solo de pensar, ¡pero no me canso nunca de soñar! o me canso de contemplar las maravillas de Dios conforme creo, y avanzo por fe o me canso de soñar con un mundo transformado por el poder de Cristo. o me rindo. Estoy exactamente aquí para ver actuar al Señor. o me pertenece nada. No tengo nada, excepto a Él

Mi familia extendida Dios suplió fielmente cada una de mis necesidades en ese tiempo de “aterrizaje”. Desde una familia preciosa, mis vecinos, la familia Pavón. Ellos son originarios de Chihuahua, pero desde hace mucho tiempo viven en Estados Unidos, quienes me han acogido como si fuera su hija. Vivía en ese dúplex, de la esquina entre las calles Kessler y 83 Terrace, en Overland Park, Kansas. Es una casita linda que comparto con Pamela, una amiga sicóloga que trabaja con mujeres víctimas de abuso sexual. Dios siguió renovando todo; desde una nueva iglesia local, círculo de amigos y un valioso grupo de apoyo. El Señor proveyó también de un vehículo pequeño, casi nuevo, de color rojo como yo se lo pedí. ¿No es Dios bueno? Ya tuve mis primeras aventuras para conducir ese vehículo. He tenido que re-educarme a mí misma para conducir. Pasaron muchos años sin conducir y debía re-educarme si no quería violar las leyes viales en este lugar. Mi “debut” conduciendo fue ni más ni menos que en pleno tráfico de Los Angeles, California. Pensé entonces que, conducir en una ciudad relativamente pequeña como Kansas City, no sería tan difícil. Sin embargo, mi primer día estuve muy cerca de pasarme dos semáforos en rojo y de ser alcanzada por un vehículo en la parte trasera, por girar apresuradamente en vez de esperar. En verdad, Dios me cubrió de una forma sobrenatural esos primeros días. Me río ante la expresión de alguien: “¡Una mujer al volante es un peligro constante!” ¡Creo que por algo lo dijeron! Pero superarse siempre es posible. Soy una conductora muy segura hoy día.

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Seguía aprendiendo el sistematizado ritmo de vida de Estados Unidos. Agradecí no haberme enfermado. Un día lluvioso Es un día lluvioso y frío en Kansas City. Las aves migraron ya a lugares más cálidos.

Invierno en Kansas City

¡Todos me han advertido del frío! Medito en las últimas enseñanzas y los últimos viajes, Costa Rica, Sudáfrica, Suazilandia, Mozambique y Iowa. Hay momentos en los que está una más sensible que otros. Son aquellos momentos en los que además ¡no entiende una nada de nada! Martirizaba mis neuronas a entender lo que Dios estaba haciendo en mi vida en ese tiempo, pero por más que me esforzaba menos entendía algo. Esta transición no ha sido fácil, pero hasta aquí Él ha sido fiel. Ese día jueves tuve una idea única —Ay, Erika-, me hubiera dicho mi padre. Estaba muy emocionada al ver el contradictorio, esplendoroso sol que parecía que derretiría a mi enemigo: las pulgadas de nieve. Me calcé mis botas de nieve, me puse una chaqueta gruesa, gorra, bufanda, guantes y salí al parque. Pero no pasaron ni 10 minutos cuando estaba pagando el precio de mi impulsividad. En unos minutos cara, manos y piernas estaban semicongeladas, sintiendo una sensación de quemazón intensa. Arrepentida volví al coche lo más rápido que pude. Esa corta experiencia me dejó una enseñanza: “Piensa dos veces antes de actuar”. Después me reía de mi carencia de sentido común. Pero aun así Dios es bueno. Poco después estando en Eugene, Oregon pude disfrutar de un

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clima precioso. Era un extraordinario, maravilloso día cálido, atípico para la zona y para la estación. Estábamos a 60F grados. El cambio era radical. De 3 a 60 grados! No pude contener mi éxtasis al gritar con los brazos extendidos. ¡Solo Dios conoce cuánto luche por el frío! ¡Y qué decir sobre aprender a conducir en una avenida con nieve o una autopista congelada! Esto ha sido parte del choque cultural. Pero ¡todo lo puedo en Él que me fortalece!

Desde California Pasé unos pocos días visitando parte de mi familia (de segundo grado), y reponiéndome de los últimos viajes. Por cierto, tenía mucho tiempo sin dormir ocho horas ininterrumpidas o sin trotar tranquilamente bajo estos deliciosos rayos de sol que el Señor nos regala. Todo mundo está en casa y duerme. Aprovecho para tratar de plasmar mis reflexiones en este papel y con mi corazón en la mano, agradecer las bondades del Señor en este tiempo, en todos sentidos. Dios es bueno. Aunque he pasado por algunas circunstancias difíciles este último mes: un cansancio evidente de haber viajado (con todo lo que implica, empezando por las visas, que para todos lados necesito visa como mexicana) desde septiembre a diciembre a por lo menos a 10 países, en tres continentes diferentes incluyendo el Pacífico asiático; un asalto y robo de mi pasaporte mexicano junto con mi tarjeta visa, efectivo, un celular prestado en España; la inundación de mi casa y daño de dos habitaciones (especialmente la mía), y dos cocheras como consecuencia de estar en malas condiciones la tasa del baño; salud, quebrantada por cambios drásticos en zona horaria y temperatura aun así puedo decir : “Gracias, Señor. Hasta aquí has sido fiel”. He visto su mano extendiéndose “como el nadador” -dice ese proverbio- sobre su hija, fortaleciéndome cuando lo he necesitado; enviando a alguien, la persona exacta en el momento exacto para ayudarme; ministrando a través de tantas formas y personas. ¿Qué haríamos sin esas personas tan especiales, ángeles que Dios pone cerca y lejos para bendecir a sus hijos, centenares de personas que seguramente oran por nosotros sin uno ni siquiera saberlo? Todo me hace alabar a Dios, especialmente estos días sensibles y cargados de emoción, al ver lo que ha hecho y lo que sigue haciendo por mí y por otros. ¡Esto es solo por su gracia! En verdad ningún esfuerzo o sacrificio nuestro es comparado con el sacrificio que Jesús hizo por nosotros. Caminar con Jesús es tener aquella sensación de estar exhausto al terminar una parte del “partido” y escuchar al Capitán del equipo susurrarte al oído:

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“¡Vamos, equipo! ¡Adelante! valdrá la pena. Mira cuántos goles hemos anotado! El otro capitán está furioso, y a toda costa quiere ganar. Especialmente a ti te quiere desanimar, pero no estás solo(a). Yo estoy contigo”. Cuando miro atrás y veo esos rostros, personas que he conocido en los últimos cinco meses he sido “re-bendecida” -dirían mis amigos argentinos. He recibido muchísimo más allá de lo que yo he podido dar o hacer. Aún no asimilo todo lo que he visto en este corto tiempo; aún intento descifrar esas lecciones que Dios ha querido darme; aún medito en cada testimonio viviente que me han estimulado a no detenerme por nada. “Señor, ¡te amo!”

Desde Eugene, Oregon Esta mañana, esas palabras dichas a través de un instrumento divino tocaron mi corazón. Me estaba quejando de tener el plato lleno, tantas cosas encima que dudo ser efectiva en mi alcance. La madre Teresa de Calcuta decía: “Ten fe en las cosas pequeñas porque en ellas reside tu fuerza”. No puedo menos que decir: “Señor, aún no he hecho nada, mis esfuerzos se ven como granos de arena en el mar o gotas de agua en el océano”. Debía recordar que no es un camino fácil lo que Dios ha prometido, sino una doble porción constante de su gracia, dado siempre en medida a la necesidad. Ese fin de semana era intenso. Tenía una agenda apretada. Debía hablar cinco veces en un día y medio a diferentes grupos, jóvenes, mujeres, escuela dominical, etc. Este día una mujer de unos 55 años, bilingüe en una iglesia anglo, Carol, necesitaba una oración urgente y un abrazo fuerte del Señor, estaba tan cargada… abuso sexual, abandono, baja autoestima, pero con una inquietud además de alcanzar a los hispanos le hizo acercarse a mí al final del sermón. ¡Cuánto dolor había detrás de aquella dama! Era solamente un alma necesitada. Una adolescente cuyos ojos brillaban de inteligencia me miraban y con expresión de “no sé qué hacer” pedía mi opinión. Dios la estaba llamando a la medicina y a las misiones, pero estaba francamente desanimada. Poco tiempo antes le había dicho a su madre que no aguantaba el ritmo del colegio y estaba a punto de renunciar. Exactamente Dios me lleva a ese pueblo de Sheridan por esta jovencita. Era evidente que el tema era exactamente lo que mi nueva amiga necesitaba oír: “No renuncies a los sueños de Dios”. Tanto la madre como la hija, terminaron con lágrimas en los ojos al final del sermón. Desde Boston Boston es otra gran ciudad que me fascina. Nos dimos cita un sábado

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por la mañana para ver el proyecto de prevención de SIDA entre haitianos. Fue un tiempo lindo de compañerismo y desafiarnos mutuamente. ¡También de practicar mi francés! Aunque ellos hablan principalmente criollo. Un derivado de esta lengua. Un visionario, el pastor Pierre -personita de estatura como la mía, paso lento y mirada profunda-, era el “Senior pastor” (pastor titular) de esa iglesia y director de esa organización, quien dijo: “Tenemos que hacer algo para frenar la epidemia entre nuestros compatriotas en el área noreste de Estados Unidos. Principalmente los hispanos y afroamericanos están en riesgo de contraer el VIH”. Me maravillo ver cómo logró reunir en su comité a gente clave de su comunidad: Gobierno, Ministerio de Salud y otras personas con amplia experiencia en la educación y salud, incluyendo a una representante de origen indio y practicante del hinduismo. Todos estaban esa mañana reunidos y me escucharon. Compartí sobre el ministerio, pero sobre todo les dejé una palabra de ánimo. Sin embargo, quien resulto animada y desafiada fui yo. Las contundentes palabras del pastor Pierre me impactaron: “¡Iremos hasta el presidente mismo de Estados Unidos si es necesario para cumplir nuestra visión! ¡Queremos extender este programa de educar a nuestra gente, enseñar el currículo en criollo que hemos traducido a todos los haitianos en Estados Unidos, en Haití y en dondequiera que haya paisanos nuestros!” Alabé a Dios por esa tremenda visión. A la mañana siguiente prediqué en esa misma iglesia, aunque primero visité una iglesia china con mi amiga Candy. ¡Qué risa verme tratando de comer con los palillos chinos, alimentos de los cuales ni idea tenía de lo que eran -y que era mejor no preguntar! ¡Cuántos encuentros multiculturales he experimentado en tan solo 21 días! ¡Ha sido fascinante! Esa misma madrugada, aún sintiendo el efecto del jet lag inverso, mientras oraba Dios decidió visitarme… encuentro oportuno, necesario y vital antes de subirme al púlpito. El tema era: “La guerra no es nuestra, es de Dios”, recordando 2 Crónicas 20. Dios sigue desafiándome a creerle y dejarle absolutamente todo… todas las áreas de mi vida, ministerio, y proseguir con la visión. Sigue diciendo: “Solo estáte quieto(a), escucha. Haz tu parte, pero no te detengas. No te desanimes, sigue adelante que yo voy contigo… ¡La guerra es mía!” ¿Le sigue desafiando a usted? En medio de todo… ha estado ahí arropándome en el frío y en los momentos que me he sentido sola y desafiada o agotada al punto de decir “no puedo más”. Ha estado ahí trayendo la fortaleza, la paz. He empezado a ver “una nueva dimensión de Dios, de su obra y de su gracia que no conocía”.

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Contacto con hispanos en Estados Unidos y Canadá

U A DE ESAS MADRUGADAS CUA DO AÚ LUCHABA con el jet lag de uno de mis viajes, el Señor ministró a mi corazón mediante este pasaje: “Yo os envío pan, mosto y aceite, y seréis saciados de ellos; y nunca más os pondré en oprobio entre las naciones” (Joel 2. 19). Este versículo habla de un Dios de cosas nuevas. Alguien fiel, que derrama bendición sobre sus hijos de forma abundante. Es poco aún lo que puedo decir respecto a la realidad de la población hispana en Estados Unidos, pero ahora formo parte de ella. Estoy conociendo a mi iglesia local. Formada por un 60 por ciento de hispanos de segunda generación y el resto de primera. Es una gama increíble de subculturas y trasfondos religiosos.

Cuando creí que no había nadie… Ese día creí que no había nadie a quien acudir. Me sentía sola y con carga en mi corazón. Aunque el Señor me fortalecía, ese día necesitaba un abrazo de carne. Lo lindo de todo es que Dios nos conoce mejor que nosotros a nosotros mismos. Sabe bien cuando, por no preocupar a nadie, falta de honestidad o humildad, no nos acercamos a pedir que nos abracen o que oren por nosotros. El Señor se hizo sentir de forma especial ese domingo de enero. Estaba llorando mientras cantaba el grupo de alabanza. Pasé al altar. Al poco tiempo sentí una mano en mi hombro. El hno. José y su esposa querían orar mí. Habían sentido carga por mí. Sentí el toque amoroso del Señor a través de esa pareja, de edad madura y sensibles a las necesidades de otros. Me levanté con paz y gozo. Esa misma noche me correspondió a mí ministrar a una chica. Qué increíble experimentar el toque de Dios de forma constante, de manera que podamos estar listos cuando debamos atender una emergencia. El médico de guardia también tiene sus necesidades, no se puede descuidar en atenderse él mismo. La diferencia es que Dios sigue siendo fiel y que, a pesar del despistado doctor, el Señor tendrá cuidado y sabe a quién usar para dar un abrazo.

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Luchas, desafíos entre la población hispana Ese domingo por la noche en la iglesia jamás lo voy a olvidar. Hacía mucho frío, gracias a la ola más fría de lo normal ese invierno en el “Midwest”. Era una reunión de jóvenes y el presidente había decidido hacer un culto diferente, contemporáneo, pero con un enfoque profundo, espiritual, de transformación. Esteban quería que todos y cada uno de los jóvenes de encontraran con Dios. Me senté en la parte trasera para percibir mejor el escenario, cambiado totalmente. Semioscuro y luces amarillas al frente, invitaba aun al más tímido a pasar. Rosario llegó a la iglesia. Con timidez, se sentó a mi lado en una banca trasera. Al poco tiempo entablamos conversación. ¡Cuántas necesidades tenía esa joven de 27 años! Madre soltera que necesitaba un abrazo de carne y un abrazo divino. Estaba derrumbada, deprimida, sin sentido de vivir y. además ese día, de no llegar a la iglesia tenía planes de suicidarse. Oramos pidiendo que Dios cumpliera su propósito en su vida y al haberla llevado ese día. Y Dios cumplió lo que prometió. En las alabanzas, Rosario sintió que alguien la empujó al altar. Estaba al frente totalmente quebrantada. Pedí la ayuda de la esposa del pastor quien ha trabajando en el ministerio de restauración en la vida de muchas mujeres. Fuimos las últimas en salir de la iglesia esa noche. Celebramos la victoria que Dios nos dio. Ese era el inicio de su sanidad. Me pregunto cuántas personas vienen como ella, con una máscara de que todo está bien, pero por dentro están destruidas y buscan un atajo, terminar con sus vidas. !Que el Señor nos ayude a ser sensibles y a discernir las necesidades de los demás! Retiro de damas hispanas Llovió fuerte, aunque brevemente pero suficiente para empapar totalmente mi habitación. Trotaba muy temprano alrededor del campamento: Alabé a Dios por la lluvia. Hacía considerable falta a los 40 grados centígrados de Kansas. La exuberante vegetación de esta reserva natural me trae a la memoria que en una semana estaré viendo la verdadera jungla africana de mi amada Guinea Ecuatorial otra vez. No puedo ocultar mi alegría. Esta es otra interrupción divina en mi agenda. ¡Qué bueno es Dios! quien sin consultarnos permite estas pequeñas y grandes “interrupciones” o, como dijo alguien, “encuentros agendados en el cielo”. En este retiro hemos sentido y palpado la presencia divina. Habíamos orado exactamente por ello. No queríamos mover un dedo si Dios no estaba con nosotras. Dios cumplió su promesa. Un 80 por ciento de las participantes fueron al altar quebrantadas en búsqueda del rostro divino. ¡Cuán-

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tas necesidades hay en el pueblo hispano!, entre ellos muchas mujeres y niños. Me siento privilegiada y responsable por formar parte de este pueblo. Solo sé que Dios tiene un plan para su pueblo –y usted y yo somos parte de ese plan. De varias formas Dios nos recordaba que está con nosotras: Su amor es simplemente incomprensible • Su toque sobre nuestros hombros afirmando quien es Él y quienes nosotras en Él • Su confianza está vigente aunque no somos dignos de ella • Su susurro es constante aunque a veces no le escuchamos: “¿Cuándo te he fallado? Mi poder se muestra mejor en tu debilidad! • Su corazón es y será tierno y amoroso • Su deleite principal es encontrar un corazón quebrantado y derramarse sobre él • Su corazón se goza cada vez que alguna de nosotras se compromete en verdad, “porque, “¡vaya, ya te habías tardado!” Al fin estás captando su visión!” • Sus sueños nunca acaban. Tiene sueños para nosotras y nuestras familias. • Su paciencia está garantizada. Sabe si aún necesitamos leche y no vianda. Aun así espera nuestra fidelidad y compromiso en cada etapa • Su fidelidad, nunca la podremos entender, pero lo que vemos debiera ser suficiente para continuar

Homeless…. en el invierno “Hacia un frío terrible. Estaba sucio, con hambre, pero más que eso me sentía mal. La fiebre me hacía temblar. Mi pierna, que ha tenido un hierro desde hace 38 años supuraba sin parar. Pensaba para mis adentros: ¡Si alguien pudiera ayudarme!, y ¡Dios me escuchó! Ese varón llegó, como todos los sábados con el grupo de personas a darnos un desayuno bajo el puente. Después supe que eran de un ministerio llamado Ministerios de Compasión e iban a una iglesia local, hispana”. Ese domingo el Hno. Miguel había testificado de la nueva vida de Raymundo. Aquel varón, rescatado no solo de la intemperie y enfermedad sino también de una vida apartada de Dios. “Antes estaba sucio por fuera, pero hoy entiendo que también lo estaba por dentro. Hoy soy otro. Dios me ha transformado y también por la ayuda de ese hermano y esta iglesia”, dijo Raymundo.

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Todo empezó con una persona, un ángel que Dios envió para rescatar la vida no solo de Raymundo sino de muchos “homeless” (sin casa, vagabundos) como él. Aquella madrugada Miguel apenas pudo dormir. Se sentía inquieto. La carga en su corazón por esos hombres, la mayoría jóvenes, “sin papeles”, que dormían en las calles, bajo cartones o en casas abandonadas pesaba más en su mente que sus horas sin dormir. “Debo hacer algo”, pensó. Al día siguiente fue al lugar donde el Espíritu Santo le indicaba: El puente cercano a la Ave. Broadway. Empezó a caminar. Al encontrar a su amigo enfermo y desamparado, lo vio como Jesús ante la multitud: con compasión. Otro más estaba en la misma condición a unos pasos adelante, y enfermo de bronquitis. Ya eran dos los enfermos y la urgencia era encontrar un techo y lugar caliente. Presuroso procedió a llevarlo al templo pese a comentarios de otros. Había una prioridad y una vida de por medio. Alguien compartió la carga del corazón de Miguel. “Hermano, yo le ayudo. Pongo dinero para rentar una casa”, exclamó una persona. “Hermano, yo pongo para dos semanas en un hotel” -expresó otro más. Y eso hicieron, mientras encontraban un refugio más estable para esos dos agradecidos jóvenes. El invierno no había terminado aún ni las bajas temperaturas, pero alguien marcó la diferencia en estas vidas. Además, había victoria y fiesta en el cielo. Cuántas veces Dios decide descender en forma humana, mediante ángeles humanos que tocan en el poder de Jesús y transforman realidades por más hostiles que sean. Varias veces he tenido la oportunidad de visitar ese lugar, “el puente”. Recuerdo mi primera reacción: Carga. Compartí la Palabra ese día. Me costaba hilar mis pensamientos. Mi mente estaba aturdida, sentía lástima, impotencia y dolor por ellos. Solo tenía 15 minutos para decir lo que debía decir. Esos días previos yo había luchado conmigo misma. Me preguntaba qué podía decir si la mayoría había pasado por situaciones desconocidas y difíciles que ni me imagino y que solo he visto en documentales. Me siento privilegiada por no haber cruzado la frontera como la mayoría de ellos, pero a la vez me hacía sentir en una posición de poder y distancia que quería evitar. Si estaba ahí para ministrar tenía que identificarme con ellos, primero dejar de sentir lástima, amarles y ser solo el canal que Dios quería que fuera. Recuerdo mi argumento con el Señor. “¿Yo qué sé de su sufrimiento, Señor?” Pero esa inconfundible voz me decía: “Erika, te diré lo que debes decir. Ellos me necesitan. Necesitan escuchar un mensaje de esperanza.

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Para eso te he traído aquí”. Así que ese sábado, después de dos sobresaltos, unos 10 minutos de extravío físico, más sentirme intimidada al llegar sola a un tumulto de hombres que me miraban, la mayoría con una expresión de asombro, como diciendo: “¿Qué hacía una jovencita, sola, ahí?” Abel era un milagro viviente. Había sufrido ese casi fatal accidente, donde sintió que perdería la vida. Con una traqueotomía, enfermo y esas condiciones era un milagro que estuviera vivo. Por fortuna estaba mejor, pero evidentemente su necesidad prioritaria aún no estaba resuelta. Tener una casa. Le pregunté si había escuchado algo de su familia. Asintió negativamente con un rostro de evidente tristeza y señalando con los dedos que hacía tres años no sabía nada de ellos. Hablé de forma simple sobre el ejemplo de aquella mujer enferma, desde hacía muchos años que había perdido todo recurso, dinero, amigos, y lo peor, también la esperanza. Los animé a no darse por vencidos. Jesús les amaba, y aun cuando querían tirar la toalla y lanzarse al precipicio Él estaba a su lado. Les conté de tres momentos críticos cuando yo quería renunciar a todo. La muerte de mi madre; al estar muy enferma en África unos años atrás y mi desgaste emocional hacia un par de años.

Ministerio “El Puente”, Primera Iglesia de Kansas City

“Muchachos, ¡Dios me encontró y me devolvió la esperanza!”, les decía con ánimo. “Me ha dado una razón de vivir, una razón que hasta el día de hoy me sostiene. Me ama y me hace sentar en medio del hueco de su mano. Ha pagado un alto precio por mí, como por todos ustedes”, seguía diciéndoles. De seis a ocho personas levantaron la mano esa fría mañana para recibir al Señor como su Salvador y sanador. Una de ellas fue a la iglesia el siguiente domingo. Alabado sea Dios.

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Pero la mies es inmensa. No solo tenemos que construir albergues, clínicas, sino que la gran maquinaria, la empresa de Dios, su iglesia, se tiene que mover y poner a trabajar. La confianza que Dios deposita en nosotros es más que prometedora, de la cual jamás seremos dignos. La mies está aquí. Nuestra Jerusalén está aquí. Los misioneros somos nosotros y hoy es el tiempo correcto. Aun tenemos que ir por cada una de esas personas que están debajo de cada puente de las grandes ciudades; niños que mendigan; jóvenes que se drogan en las esquinas; niñas que se prostituyen. Qué triste saber que mientras alabamos en un santuario hermoso, confortable y lo mejor de todo, caliente, otros se pierden irremediablemente. Que Dios nos ayude a ponernos los anteojos de su compasión, como ese ángel que Dios envió a rescatar a Raymundo.

Otoño de 2007 Ya hacía varios sábados que no iba al puente. Raymundo estaba ahí ese día. Dios había obrado más de un milagro en su vida. Él y otros habían encontrado a Jesús mediante ese ministerio. ¡Alabado sea Dios! Mis múltiples viajes no me dan el lujo de estar en “casa” muchos sábados. Ese era uno de esos privilegiados fines de semana en Kansas. El otoño se estaba instalando. El color del escenario es nuevamente cautivador. Es un simple reflejo del capricho del divino Pintor quien ha decidido entremezclar un delicado tapiz de matices y colores como ningún otro pintor profesional podría hacer. Pero el otro escenario contrastaba con la belleza del lugar. La situación migratoria de la mayoría de los hispanos que se reunían en esa esquina del puente, era cada vez más preocupante. El invierno se está anunciando nuevamente. Comenzamos a juntar ropa de frió. Aun teníamos un mes para actuar por lo menos. Pero el asunto laboral es cada vez más complicado. Aun así, Dios ha mostrado su gracia en ese lugar. Cada sábado se les ha estado llevando comida desde hace 18 meses sin fallar. Esta vez era arroz, y aunque estaba un poco seco, era altamente valorado por todos. Mientras que algunos de nosotros decidimos qué deseamos comer y usualmente hay abundancia en los refrigeradores, aquellos estómagos valoraban como un manjar el arroz seco y algún otro bocadillo. Nuestro campo misionero está aquí. De nuevo en suelo africano. Impacto sobre Guinea Ecuatorial Dios ha seguido hablando de tantas formas y tiempos en los últimos

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eventos este mes. ¡He visto milagros! Dios ha provisto de la nada, casi un contenedor que llevamos a Guinea Ecuatorial, África en dos días. Cualquiera hubiera dicho: “¿Qué pueden hacer cuatro latinos, y algunos anglos?” Más de alguno del grupo lo pensó, pero es sencillamente increíble ver a Dios honrando la “poca” pero genuina fe de sus hijos. Cada quien consiguió primero permiso de su casa y trabajo; de hecho dos perdieron su empleo, pero Dios lo ha tomado en cuenta; cada quien necesitaba reunir $2,700 dólares ¡no sin esfuerzo! Vendieron hasta “lo que no tenían” para juntar sus fondos. Al Señor la gloria por esta perseverancia. Estoy convencida de que Dios es dueño de todo y nos pide confiar en El. Dios obró. Pero aun así oraba por confirmación de que Él era el Autor y respaldaba nuestro esfuerzo. Quería asegurarme de que el viaje no solo era por mi intensa carga por ayudar a nuestros hermanos de África. La respuesta. Todas las visas fueron concedidas; permisos en los trabajos; donaciones de desparasitantes; camisetas donadas para el colegio de los niños; cepillos y pastas dentales; un generador de energía y el proyector para la película Jesús, así como un sinfín de artículos que cambiaron mi sala de estudio en “bodega”. ¿No es Dios bueno? Por el dedo de Dios no solo es quien es y llegará a ser quien Él quiere que sea. ¡Por su dedo otros verán su gloria! ¡Vale la pena creerle! ¡No dude!

Guinea Ecuatorial Intento superar el jet lag, pero me levanté a las 4 de la mañana. Los chicos y hermanos Martínez duermen aún. Qué mejor tiempo para meditar, escribir, orar. Estaba extrañando estar en este lugar tan especial que me vio llorar, reír, gozarme, aprender lecciones de lo Alto. ¡Esto es Guinea, pero ahora la desconozco! Han cambiado muchas cosas, para bien. Me impacta saber que dejé a muchos amigos y hermanos aquí y aun esas amistades se mantienen firmes, incambiables, aun a través del tiempo y la distancia. Esto me pone muy sensible y me recuerda que lo más especial de cualquier misión es cuánto llega uno a la gente y la gente a uno mismo. Alabo a Dios por lo que ha seguido haciendo en muchas vidas. Creo que antes de ir a “Impactar Guinea Ecuatorial” las últimas dos semanas, Guinea nos ha impactado a todos. Testimonios de victoria en medio de pruebas por parte del grupo; de 25 a 30 corazones quebrantados que cada noche pasaban al altar en rendición, incluyendo niños; siervos y misioneros que fueron motivados; 165 pacientes atendidos médicamente en el horario convenido; centenares de niños que asistieron a la actividad infantil; una iglesia construida en el interior, gracias a la generosa ayuda de mu-

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chos hermanos de Estados Unidos, fueron algunos de los logros, pero sobre todo este viaje estuvo caracterizado por: Una sola misión. Una tarea compartida. Extranjeros conviviendo con nacionales en una proporción 50/50. Tres mundos diferentes fueron capaces de un solo propósito. Latinoamérica, Estados Unidos y África Unidad como cuerpo de Cristo que solo fue posible gracias al poder del amor y del Espíritu Santo. Había un común denominador: amor, la pasión por el servicio y humildad en servir, todos se atrevieron a mezclar con la gente, comer con y disfrutar junto a ellos. Un sinfín de barreras culturales, lingüísticas, raciales fueron derribadas en el poder de Cristo para trabajar juntos, tanto el grupo multicultural que iba (mitad latinos, mitad norteamericanos) más la diversidad tribal de los hermanos guineanos —aunque la mayoría eran fang. Una visión compartida por impactar esta nación en el corazón de África y todo el continente. A fin de mes una pequeña delegación irá a Camerún por primera vez. Es una respuesta a la oración de mucho tiempo. Un paradigma que se sigue rompiendo. No es un grupo misionero que viene de un país rico y gente afluente que no sabe a dónde ir de vacaciones. Es un grupo de siervos que se esforzaron cada uno por reunir sus fondos. Una poderosa manifestación de la fidelidad de Dios como resultado a un poco de fe, pero clara obediencia que permitió donar a la misión en este país. ¡Gloria a Dios! Él nos ha impactado a nosotros antes que todo y antes que nada. Hasta aquí, solo puedo decir que Dios ha sido fiel. Alabado sea su nombre.

Primera Iglesia del Nazareno, Guinea Ecuatorial

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Ministerio global

¿GLOBAL? ¿LLAMADA A U MI ISTERIO GLOBAL? ¿YO? Estas eran

algunas de mis múltiples preguntas que martirizaban mi mente al asumir un nuevo desafió: Coordinar la respuesta global de SIDA de la Iglesia del Nazareno. En búsqueda de “pistas” respecto a dónde tomar el hilo, Dios habló claro a mi corazón a través de su Palabra y por un ungido predicador radial. “No es con fuerza ni con ejercito, sino con su Santo Espíritu. ¿Recuerdan a Salomón? No era precisamente el candidato a rey que fuera humanamente cualificado para impresionar a alguien, pero tocó el corazón de Dios, y Dios lo honró”. Esa palabra penetró mi corazón al verme tan pequeñita. Me derrite pensar que Dios se fija en lo minúsculo, “sin chiste”, simple, no calificado, para avergonzar a los sabios de este mundo. Dios es experto en hacer todo de la nada y mucho con poco. Eso es lo que somos usted y yo. ¡Poca cosa!, pero en las manos de un Dios poderoso, amante, apasionado por bendecir a su pueblo y con un PHD en “lo imposible” podemos ser los medios que utilice para transformar este mundo enfermo y que sufre por nuestras equivocadas decisiones. Me imagino al Señor sonriendo ante los incrédulos, “grandes” de este mundo, diciéndoles: “Yo miro no lo que ustedes miran, y con una mirada mía es suficiente. Yo termino lo que empiezo y lo hago bien, a pesar de todo”. ¡Qué alivio! A pesar de uno mismo, Él hará lo que mejor sabe hacer: Lo imposible. En Romanos 9:33 dice que el que confíe en Él no será defraudado. Lo enfatiza una vez más en el siguiente capítulo: “Todo el que confíe en Él no será jamás defraudado”. Me ha tocado hacer varios viajes dentro de Estados Unidos y apenas comienzan los otros. He pasado por mis primeras aventuras, como la primera vez de quedarme a dormir en un aeropuerto. Sigo trabajando de rodillas, buscando la visión de Dios personal y para el ministerio. Este es un tiempo único, bendecido, de estar en un lugar estratégico, pero al mismo tiempo hay un precio alto que pagar. No solo la lección de la rendición constante sino de romper continuamente mi zona de seguridad. Saltar de una cultura a otra con un ministerio global, tener que funcionar en dos idiomas al 100 por ciento, viajar a diferentes zonas del mundo

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y dentro de Estados Unidos, probablemente dos terceras partes de mi tiempo y ajustarme a cambios de temperaturas a veces extremas, no es precisamente lo que una persona escogería en todo su sentido común. Aunque los desafíos del ministerio son inmensos cuando Dios está de por medio, ¡Él marca la diferencia! Si nos ha llamado es porque garantiza su constante presencia a nuestro lado, cubriéndonos, fortaleciéndonos. ¿Por qué nos estresamos? Esta madrugada le dije al Señor con todo mi corazón, y lágrimas que limpiaban mi interior, refrescaban mi alma: “Gracias por tu presencia en este lugar, por favor, no quiero que por nada ni nadie termine este vibrar. Eres mi amor, mi precioso tesoro, mi todo. Quiero que tu pasión me consuma como hoy, así como tu visión por el servicio, ser de bendición a muchos. Te suplico que no me sueltes, aun cuando mi yo desee hacerlo. Lléname, Señor, para ser capaz de vaciar. Transfórmame cada día más, para ser ejemplo de esa transformación. Forja mi carácter de más humildad. Revísteme de esa vestidura celestial que nunca se desgasta, y me da la autoridad para vencer cada día. Rindo mi voluntad hoy más que nunca, mis pasiones, mis sueños. Conoces mis necesidades y hoy las dejo en ti. Quiero encontrarme contigo permanentemente, eres mi lugar de reposo, mi oasis y mi descanso. Sigue sosteniendo a mi familia. Bendice a tu pueblo en Estados Unidos, y a tu pueblo hispano. Amén”.

Encuentros singulares Fue un encuentro singular. Mi sensación fue de sorpresa y gozo. De aquellas veces en las que uno no espera ver a una persona, en ese lugar y tiempo preciso. Disfrutar de la predicación de un superintendente general en nuestra primera iglesia hispana de Kansas City, el Dr. Jerry Porter, fue también muy emotivo, porque recordé su mensaje, 17 años atrás debajo de aquel árbol de mango. Le pregunté si alguna vez lograba recordar a una tímida jovencita que pasó al altar en una marea de jóvenes comprometidos. Se trataba del inolvidable campamento de jóvenes en la Quinta Blanquita, Chiapas, donde esa jovencita hizo su primer compromiso con Dios. He podido ver muchos corazones ir a sus pies en estos meses, sobre todo al regreso de mi último viaje a África. Tal vez no en forma masiva como un evangelista, sino fruto de uno por uno. Como aquella mujer cuyo hijo había sido diagnosticado con VIH y oré por ella en el baño. Ese día ella encontró consuelo y paz. Siguió orando por su hijo. Unas dos semanas después me escribió: “Mi hijo quería suicidarse, pero yo le compartí que Dios y yo aun le amábamos, como usted no dejó de decir todo el tiempo que estuvo aquí”.

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Otra mujer se me acerco a decirme algo semejante. Mi hijo murió de SIDA. Toda esta gente no entiende lo que esto significa. La animo a no detenerse y por favor cuente con nosotros.

Una cita marcada en el cielo Con todo lo que Dios me ha estado mostrando y la reunión con Oliver Philips, Coordinador de Estrategia de Misión para Estados Unidos y Canadá, hoy más que nunca me doy cuenta de que Dios es experto en romper todo tipo de esquemas, estructuras mentales y sociales; todo tipo de limitaciones y argumentos que entorpecen su obra. Él ha estado rompiendo mis esquemas. Quiere hacer mucho más allá de lo que hoy vemos. Yo le he dicho: “Señor, ¿yo qué conozco de este mundo? De toda esta gente de diferentes culturas y lenguas que me has estado mostrando últimamente en visiones y en la realidad. Yo qué sé de ellos, de sus necesidades y de cómo puedo ayudar. Pero Tú pones tu mano sobre mí y dices que descanse, repose, te escuche y me deje dirigir. No es cuánto haga sino cómo lo haga. No es conocimiento ni teoría lo que ellos necesitan sino ser amados genuinamente”. Hoy me doy más cuenta de la tarea de “puente” que Dios quiere que sea, conectando al mundo con este país de la prosperidad, donde “coincide” todo lo de nuestra iglesia –aunque no es coincidencia que aquí esté la maquinaria nazarena del mundo. Haber hablado con Oliver Philips fue muy especial. Es un varón visionario de Dios, con un testimonio impactante: “Tienes un mensaje que dar a Estados Unidos. No olvides enfatizarles que esta es su Jerusalén, que está bien ir a África, pero aquí deben comenzar. Dios te quiere aquí por mucho tiempo”. Eso era más de lo que yo podía entender y asimilar. Dios es increíble.

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¡De nuevo en África del Sur!

O LOGRO DISTI GUIR DETALLES DESDE AQUÍ, pero estoy impresionada por la enorme extensión de esos tonos rojizos, marrón y verdes. ¡Parece que nunca terminará ese majestuoso desierto del Sahara! Estamos volando en el norte y centro de África.

Sudáfrica Por fin llegamos a Johannesburgo, Sudáfrica. Estoy cansada. Mis músculos están entumidos y los pies hinchados. Han sido 26 horas de vuelo desde Costa Rica. Mi cuerpo reclama descanso, pero estoy feliz y emocionada de estar aquí. El motivo que me trae esta vez, es parecido a la última vez que puse un pie en este continente hace tres años, cuando aún vivía en Barcelona -había venido a una conferencia sobre SIDA organizada por Ministerios de Compasión. El gobierno de Estados Unidos, en un intento de paliar la epidemia de VIH/SIDA, ha otorgado becas por una considerable suma de dólares a organizaciones cristianas que reúnan los requisitos y cuyo enfoque sea dirigido a atender a los afectados por SIDA, así como educación sexual a jóvenes sobre abstinencia y fidelidad. Esta vez, pretendemos celebrar reuniones con líderes claves de los países beneficiados, además de recorrer otras áreas donde hay proyectos de salud y SIDA en marcha. Nuestro itinerario comenzaría con una visita a Suazilandia y Mozambique, antes de volver a nuestras reuniones en Sudáfrica. Viajaba con Miles y un grupo pequeño. Miles era, además de persona muy sensible, nuestro experto en propuestas para obtener fondos del gobierno y había hecho un excelente trabajo al conseguir algunos miles de dólares para algunos proyectos específicos sobre SIDA. Absorta en mis reflexiones en el Hospital Raleigh, de Manzini, Suazilandia, meditaba en que esta era mi segunda vez en ese lugar. Lamentablemente el hospital se estaba deteriorando con rapidez. Al parecer había poco personal. El administrador nos dirigió a los pasillos por la parte trasera del hospital. Las paredes estaban escarapeladas, el color había desaparecido casi en su totalidad. De ser marrón, ahora era un gris cenizo, salpicado por manchas negras, producto de la constante humedad de ese lugar.

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“Nuestras necesidades son muchas. Ayúdenos, por favor. El gobierno está queriendo ayudarnos, pero no sabemos cuándo”, dijo el administrador. “Síganme. Empecemos el recorrido por la sala de adultos”, exclamó otra persona, el Dr. Bishop, Director Médico del hospital, de origen camerunense (así que fue una buena oportunidad para practicar mi francés). Seguimos al doctor. Se veía movimiento. Las mujeres estaban en la sala con comida, mientras las demás cuidaban de sus enfermos cargando algunas de ellas a sus bebés en la espalda. La sala de niños fue la siguiente, y la que más me impactó la primera vez que visité este lugar. Dicha sala estaba dividida en dos secciones. Niños mayores y bebés menores de 2 años. Noté que algunos pequeños tenían la venoclisis (suero) en una vía central (venas de la cabeza), y los sujetaban con un tipo de vendas para que no se movieran. Recordé una lección de pediatría en mis tiempos de estudiante de medicina. Eso era lo menos recomendable. La sala de prematuros estaba casi vacía. No había incubadoras para todos. Solo el más pequeñito y menor de peso era el privilegiado de ocupar ese lugar. Un calefactor antiguo, grande y ubicado en el centro del cuarto, era el equivalente. No pudimos visitar la sala de cirugía esta vez. El comentario del doctor, fue que además de equipo, necesitaban urgentemente a un cirujano. La escuela de enfermería se encontraba en la parte trasera. El pequeño cuarto de esterilización estaba en la esquina. No estaba tan mal comparado con el resto. Habían logrado reparar el segundo autoclave que recibieron, antiguo como todo el resto del equipo del hospital, pero por lo menos este segundo funcionaba. La primera impresión que recibimos todos los que veníamos en el equipo, era de lástima e impotencia. Nos sentimos sin armas. A mí, a su vez, me produjo disgusto. ¡La suciedad y el abandono no van de la mano con la pobreza! Me pregunto por qué dejamos repetir una y otra vez este mismo antagonismo. Esta filosofía de la pobreza junto con suciedad, ignorancia y pobreza en visión no son una ecuación correcta. Lamentablemente caracterizan a muchos de nuestros países en vías de desarrollo. Siempre he creído que la actitud marca la diferencia. Si la miseria ha invadido nuestras mentes, estamos verdaderamente perdidos. La pobreza de visión es la más preocupante de todas. Esto tiene un nombre y se llama “mediocridad”. Afortunadamente, y siendo un poco más optimista, siempre habrá revolucionarios y visionarios escondidos que luchan por lograr un cambio social, además de espiritual. Esto describe bien al Rdo. Mardoquei -Mar-

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doqueo, en portugués- cuyo encuentro me causó un profundo impacto. Observé la forma entusiasta, contundente de este visionario de Dios. Era el superintendente del distrito de Maputo. Además dirigía ADECOSA, una organización nazarena, pero de carácter no gubernamental. “¿Por qué no nos comparte su sueño?”, me atreví a preguntarle sin intención de ofender, “¿Cuál es su sueño para su país, su ministerio?” Se quedó pensativo un momento, señaló a unos adolescentes que cruzaban la calle en ese momento, y a otros más allá que bebían cerveza a las dos de la tarde. “Me preocupa una cosa”, expreso lenta y reflexivamente. “¿Qué le vamos a enseñar a nuestros jóvenes? ¿Qué estamos haciendo nosotros, ustedes y yo, que dejen huella a esta generación que se pierde? He estado reflexionando y lo que verdaderamente debiéramos hacer como líderes, es dejar de perder el tiempo. Estamos contrarreloj. Quiero hacer todos mis esfuerzos por levantar a esta generación. La peor pobreza es la mentalidad de nuestra gente”. Me alegré de que aun hubiera gente inconforme como el Rdo. Mardoqueo. Celebré su visión. Este hombre es uno de muchos inconformes visionarios que se atreven a romper el círculo de la mediocridad y pobreza en visión de nuestros pueblos. Realizamos otra visita a una persona que atiende a enfermos de VIH en el área, quien nos condujo a su vez a visitar “clientes” (como prefieren llamar a los infectados con VIH). Nos explicó que cada uno debían cuidar por lo menos a cinco, máximo 10 clientes. Dentro de sus actividades estaba la distribución de comida y suplementos alimenticios básicos. Afortunadamente su propia subsistencia estaba garantizada gracias a las fincas comunitarias donde sembraban loa granos locales y vegetales.

María M., enfermera jubilada en el hospital de Swazilandia

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Llegamos a una casa de un “cliente”. Se trataba de una señora de unos 40 años, que reflejaba 60. Sostenía a un bebé en brazos. ¡Se quejaba de todo la pobre! Me acerqué. —Vinimos a visitarle —le dije en inglés y alguien más me tradujo a su idioma local—. Este precioso bebé, ¿es su nieto? —No —respondió—, es de la vecina. Le cuido a su bebé y así gano unas pocas monedas. No puedo trabajar en nada más. Me duele todo, mire, aquí (se señaló la espalda), aquí y aquí. El dolor de espalda es insostenible. Nuestra amiga no solo estaba en un “catre” (cama) muy enferma, sino más bien le hacía falta abrigar esperanza y sentir afecto. Abrace al bebé, ante su asombro. No esperaba que hiciera tal cosa. Sostener a ese pequeño en mis brazos fue algo muy especial. Derramé toda mi ternura e instinto maternal sobre él. Me dije mentalmente que si un día podía adoptar un bebé africano, lo haría. Son simplemente preciosos. Al despedirme, “estampé” un beso en la mejilla de nuestra nueva amiga. Si hay una reacción que no olvidaré en mi vida, es el rostro de aquella mujer cuando le di ese beso. Se tocó la mejilla y me sonrió. No lloró, pero poco faltó. ¡Alguien la había tocado! Es más, ¡alguien la había besado! Es interesante conocer el rol de las mujeres en esa región y cultura. Me sorprendí de encontrar similitud con la cultura latina. Recordé la tradición. Era parte de la costumbre vista en múltiples ocasiones y varios países. El varón siempre caminaba al frente y la mujer detrás, la carga (comida para vender o leña) arriba; un niño en la espalda y el otro de 2 años en la otra mano. La opresión hacia la mujer es un fenómeno social y cultural complejo de abordar en muchas sociedades primitivas, pero también contemporáneas. Esta escena me dejó pensando. Tal vez de este lado del mundo no podemos comprender cómo algo tan pequeño como ser tocado, ser abrazado o besado puede ejercer un gran impacto. Sobre todo cuando se sufre el estigma de vivir con o ser afectado por VIH/SIDA. La verdad es que está comprobado que la necesidad primordial del ser humano en África, China y Guatemala es amar y ser amado. ¿Podremos oír esos gritos en silencio, de miradas tristes, niños desnutridos y con caritas sucias y tal vez de esa “vecina parlanchina”? Un tiempo atrás, en Barcelona, viví algo parecido con nuestro amigo Juan, otro “cliente”. Aquella vez, Juan, convaleciendo por SIDA y tuberculosis en una institución de enfermos terminales, oprimió el botón de “emergencias” para que la enfermera atendiera a su llamada. La enfermera corrió pensando lo peor. Su decepción fue evidente al verlo “vivo” y aparentemente bien. Ella le regañó. ¡Qué clase de broma era esa! Ese botón no se oprimía a menos que fuera una verdadera urgencia. Él le respondió: “Mi

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urgencia, señorita es que usted me abrace. Necesito que alguien me abrace ahora”, decía con voz entrecortada. Ella estaba desconcertada y enojada. No respondió a la petición de Juan. Llevé a un grupo de jóvenes pocos minutos después. Juan nos contó lo que había pasado. ¡Yo no sabía si reír o llorar! Lamentablemente vivimos en un mundo y sociedad donde economizamos todo, hasta nuestros abrazos y expresiones de afecto. Me propuse a partir de ese entonces no ser “tacaña” en mis abrazos cada día. ¡No cuestan nada, y uno gana mucho al hacer feliz a alguien! Si queremos tocar a este mundo, comencemos haciendo lo primero. Dejemos que Dios nos toque y llene de su amor para derramarnos hacia los demás. Terminábamos nuestra jornada. Habían transcurrido dos semanas. Estando en Johannesburgo celebramos otras reuniones con líderes de Zambia, Etiopía, Botswana y los visitantes de Estados Unidos. Fue un tiempo muy provechoso. Pude darme cuenta mejor de mi rol al servir como “conexión, canal” entre el campo y los recursos (humanos y financieros), pero también de que podía brindar apoyo en cuestiones “técnicas” de la implementación o detalles sobre el programa de cuidado a infectados con VIH. Aún así, el primer paso para mí era aprender, paso dos, aprender más y paso tres, seguir aprendiendo. Paso dos. Intentaría conciliar los programas, la visión de escritorio y la realidad en el campo, que no siempre es lo mismo. Estábamos a punto de obtener una considerable suma de dólares para patrocinar dos programas sobre VIH en dos de esos países. Aleluya por ello. Pero esos eran solo dos países. Nuestro esfuerzo eran solo dos gotitas de agua en medio del mar. Mas Dios fue cambiando mi mente. Debía contentarme con tocar una vida, un proyecto, una comunidad, un país, uno a la vez. Y contentarme con lo que pudiera hacer. Cada país africano está afectado por la pandemia; aunque el liderazgo de Ministerios de Compasión de África era fuerte aún había y hay mucho qué hacer.

Una linda visita El Señor me visitó esa madrugada de octubre en aquel cuartito en Belén (Sudáfrica), donde vivían mis amigos misioneros y con quienes tiempo atrás había trabajado en Guinea Ecuatorial. Hacía frío. No estaba preparada físicamente, excepto por una delgada chaqueta deportiva que de casualidad había metido a mi maleta. Aun así, se sentía en ese lugar un calor muy especial que me daba la seguridad que yo necesitaba. Una vez más derramé mi ser como perfume cuya fragancia quería que inundara los cielos, pero los cielos inundaron mi pequeña habitación, Dios ministró a mi corazón y mi vida.

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Al día siguiente fui a trotar por los alrededores. Me gocé al contemplar la belleza del lugar. Había coníferas por todas partes. Un río, que nacía en el pequeño país de Lesotho, insertado en medio de la nada, rodeaba aquel pedacito de tierra al mismo tiempo que formaba un precioso lago. Su color plateado, a la luz de la luna, le daba un aspecto simplemente cautivador. Me encontré con Brenda, una mexicana recién llegada a Sudáfrica. Tuvimos un delicioso tiempo juntas. Me identifiqué con esta joven de 24 anos. Hacía un mes que había llegado y enfrentaba el choque cultural. Los ojos de Brenda revelaban haber por llorado mucho tiempo, pero en su mirada triste había dulzura y una tímida sonrisa. Estaba deseosa de servir en las misiones, pero apenas estaba descubriendo la realidad de estar en una cultura muy distinta de la nuestra. Su choque cultural era evidente. Una vez más, entendí por qué Dios me llevó ahí. Debía motivarle. Sus palabras al despedirnos produjeron una sonrisa en mis labios: —Erika, has sido mi oasis —solo pude responderle con ternura: —Dios es bueno, mi amiga. ¡Él te ama! Terminó mi mini-descanso. Fueron solo 48 horas después de tres intensas semanas de recorrido por cuatro países, en dos continentes. Ahora debía volver a Johannesburgo a tomar mi avión de regreso a Kansas. Pero antes oramos junto con mis amigos. El cansancio revelado en los ojos de Marlin era el mismo rostro de todos los misioneros apasionados por la obra de Dios, y por la África que he conocido. No pude dejar de comparar la diferencia radical en los estilos de vida aquí y en “Occidente”. Mi aventura no había terminado. Me dormí un rato en el autobús. De pronto, desperté al escuchar una voz de alguien que invitaba por el micrófono a los pasajeros a “estirar las piernas”. Era una parada antes de llegar al aeropuerto, pero entendí incorrectamente las indicaciones, algo explicable para una mexicana con acento americano que escuchando a una persona de 60 años con un pronunciado acento británico-sudafricano. Había olvidado que eran las 4:30 de la tarde y no había comido. Vi un Mc Donalds —en toda África sólo en Sudáfrica hay Mc Donalds. Así que aun cuando no me gusta mucho la comida rápida estaba emocionada de encontrar algo “más familiar”, y además tenía hambre. Me dirigí presurosa hacia ese lugar. Pedí mi hamburguesa y café. A mi regreso, descubrí la terrible realidad. El autobús había partido -¡sin mí! ¡Oh, Señor! y ahora, ¿qué haré? Pregunté a alguien que estaba sentado con alguna esperanza de que el conductor hubiera ido a cargar gasolina. Oh, falsa ilusión. El autobús me había dejado. Un frío me invadió al pensar que no solo era mi maleta sino mis documentos, pasaporte, tarjetas, todo estaba ahí.

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Heme ahí. Una mexicana perdida en el sur de Sudáfrica. No tenía la más remota idea de dónde estaba. Mi mayor preocupación era que debía tomar un avión internacional en las siguientes horas. Afortunadamente aun tenía algo que me ayudaba. Un celular a la mano y unos escasos rands. Una vez más le di la razón a mi padre en su consejo de que siempre debía traer dinero. —OK, Erika” -me dije a mí misma—, no es el único apuro que has pasado. Oh, no, de ninguna manera. Piensa rápido. Ahora hay que tomar un taxi. Hablas por celular y listo. Le pregunté a alguien cuánto tardaría en llegar el taxi. —15 minutes —respondió. —Oh no, I need to take the cab right now! -respondí (“debo tomar el taxi ahora”). Busqué con la mirada quien más podría ayudarme. Una camioneta salía del estacionamiento precisamente en ese momento. Parecía de pasajeros. Era uno de esos vehículos que trasladan turistas de hoteles. ¡Era mi salvación! —My friend, would you help me? (Amigo, ¿podría ayudarme?) -pregunté, explicándole mi situación. Después de reírse (para mi incomodidad, pues para mí la situación no tenía nada de gracioso) respondió. —OK. Let’s go! (¡vamos!). —¡Oh, gracias! —dije en voz alta en español olvidando que él no entendía español- Sorry,THA K YOU, Sir. En el camino, mi corazón volvió a su ritmo normal. Mis nuevos amigos, los conductores de ese vehículo, eran de Zambia. Les conté de nuestros proyectos sobre huérfanos por SIDA en Lusaka y la charla se tornó interesante. Di un grito de alegría al localizar el autobús “Intercity”, estacionado en el aeropuerto de Johannesburgo. Les agradecí su ayuda, dándole los $5 dólares en rands de mi cartera. Ahora sí podía reírme de lo acontecido. Aun en medio de las más jocosas o serias situaciones, Dios siempre ha movido gente o las circunstancias para que actúen a mi favor. Él es fiel. Dios siempre está en control. Me estaba enseñando nuevamente, aun en medio de mis “despistadeces” y olvidos que Él me cuida. Abordé mi avión contenta, recordando como un diluvio todas esas imágenes preciosas y momentos vividos esas semanas atrás.

Entre las calles de Etiopía Preferí no cenar ni salir y pasar un tiempo en quietud y reposo en mi habitación. Estoy en un hotel céntrico de la ciudad de Addis Abeba. Esta tarde llegamos de Jimma, donde estuvimos los primeros tres días de nues-

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tro recorrido en el cuerno de África. Mi hotel es más que un palacio después de haber estado en tantos lugares marcados por la pobreza y tal vez el efecto de anteriores desastres, como la sequía de 1985. Aun así, he encontrado a hombres visionarios. Y las personas marcan la diferencia. ¡Esto es Etiopía! Se escucha el llamado de la iglesia ortodoxa a adorar en todos lugares. El templo que visitamos en Jimma se levantaba imponente, elegante, enorme, delicadamente decorado por dentro y por fuera. Descubrimos que hay una mezcla de musulmanes, ortodoxos y evangélicos, pero todos conviven en una sorprendente paz. Lo que no ocurre con sus vecinos somalíes, por cierto. Es difícil describir lo que percibe una en un par de semanas. No llega una a conocer realmente a nadie, pero la gente parece ser amable; son abiertos, amigables, aunque la mayoría se veían ensimismados en sus quehaceres y poco dispuestos a dialogar con un extraño. Este día he reído, llorado, bromeado, aprendido de otros, consolado a otros y otros me han consolado. Cualquiera que ponga un pie en este país tan lleno de contrastes seguramente pasará por un vaivén de emociones. Lo que más me conmovió fueron los pequeñitos hijos de aquellas mamás presas en la cárcel de Jimma. Eran hermosos. Por mí, ¡los adoptaba a todos! Sus tímidas sonrisas eran cambiadas cuando nos veían tomarles fotos y enseñárselas con la cámara digital. Debían estar ahí forzosamente, en medio de un hacinamiento y un olor impresionante; sin el calor de hogar, comida ni educación suficiente. Pedí fortaleza del cielo para terminar mi recorrido sin llorar. Debíamos recorrer la cárcel. Las celdas de los otros presos dejaban mucho que desear, como era de esperar. Pero 80 personas viviendo, durmiendo y tosiéndose el uno al otro en esa habitación era más de lo que cualquier “outsider” (extraño) puede imaginar. Unos cuantos colchones sucios estaban en el piso, otros agradecían por tener un cobertor y tres, una cama de acampar. “¡Señor! –estaba aterrada—. ¿Cómo puede un ser humano vivir aquí?” La segunda pregunta era natural, cómo podemos ayudar. ¿Qué puedo hacer yo? Aunque Addis tiene un desarrollo marcado, y es la ciudad más moderna de Etiopía, el abismo entre la “ciudad” y el resto es aún mayor. Las calles de Addis contrastan con la mayoría de áreas rurales de Etiopía, pero no del resto de capitales africanas. Decidí caminar por el área cercana al hotel. Multitudes iban y venían desde las cinco de la mañana. Mujeres cargando cestas de comida, hombres esperando el ómnibus. La tienda de pan ya estaba abierta e invitaba con ese cautivador olor al entrar. ¡Lástima!, no traía birrs —moneda local de

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Etiopía. Era interesante. Podía pasar casi desapercibida entre la gente. Me confundían con india y había muchos comerciantes de ese país. Lo que se les hacia raro era ver a una chica caminar sola. El sentido común, sin duda, es importante en esto. Pero tampoco quería entorpecer la tarea a la que Dios me ha llamado por guardar convencionalismos sociales. Nuestras reuniones terminaron bien. Dios sigue levantando a líderes africanos para alcanzar y bendecir a sus propios paisanos. Anbessu es todo un caso y con un testimonio impactante. Ex musulmán, ahora es director ejecutivo de uno de nuestros mayores proyectos de África. Me maravillé por su corazón que late por alcanzar a musulmanes. Anbessu había ganado a un musulmán fundamentalista para Cristo, quien a su vez dejó de ser misionero entre ese grupo para ser misionero de Cristo. ¡Increíble! Creo que fue también una de esas veces en las que simplemente me sentí como “pez en el agua”. Estaba haciendo no solo lo que me gusta, sino aquello para lo que Dios me ha estado equipando. Es como empezar a ver cómo conecta todo. Todo a su tiempo. Hay un propósito divino detrás de todo lo que hacemos, y lo que Dios nos permite pasar. Así que ahí estaba, intentado dar soporte a nuestros hermanos sobre cómo hacer más eficiente su esfuerzo con los recursos disponibles en aquellos grandes proyectos sobre SIDA. Aun así, mi corazón latió fuerte porque la ayuda externa siempre será limitada. Nuestros recursos humanos tienen limites… pero los de Dios no. Me conmovió lo que uno de nuestros líderes expresó cuando le pregunte: —¿Cómo puede uno servir en un área donde hay tantas necesidades y su esfuerzo es como una gota de agua? —Ah, es que hay que decidir entre quién vive y quién muere en África. Esa respuesta me impactó. Pero tiene sentido. No es que uno literalmente decida sobre la vida de las personas, pero algo parecido. Si patrocinamos a un niño dejamos de patrocinar a otro. Si sostenemos un proyecto de agua en un lugar dejamos sin agua otra comunidad. Es cuestión de priorizar y tomar decisiones constantes. Creo que esto es algo que honestamente no vamos a entender en este lado del mundo y con una mentalidad occidental. Me sigo preguntando: ¿Quién es uno para tomar semejantes decisiones? ¿Por qué Dios deposita su confianza en nosotros para tomarlas? Esto por lo menos a mí me invita a una reflexión profunda y sometimiento constante. Estar sincronizados con Dios es clave y vital si uno no quiere cometer errores garrafales. Terminamos nuestra visita a África e iniciaba mi aventura de viajar de regreso a Boston. En ese trayecto de tomar tres aviones literalmente me

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pasó de todo. Había comido algo que me hizo daño, y estaba muy afectada del estómago al subir a aquel avión. Gracias a Dios me fui sintiendo mejor. Afortunadamente llegué bien a mi destino. Aunque estaba cansada física y emocionalmente, en mi corazón agradecí al Señor por la increíble oportunidad de haber estado en dos lugares que amo mucho. España y África. Desde Zambia Estando aun en la época seca el escenario color marrón contrasta con el de la jungla de África central. Zambia es uno de los países de África donde no había estado nunca y que registra uno de los más altos índices de SIDA. Sin embargo, es una visita muy corta. He tenido 15 participantes que coordinan el programa de Home-Based-Care, que se refiere al cuidado en casa de personas infectadas con SIDA. ¡No podía pedir más entusiasmo! El taller fue recibido con una gran dosis de motivación e interés. Aunque el primer día estuve muy cansada, poco a poco me fui sintiendo mejor y logré terminar mi curso. Dicté 14 talleres de una hora. Poco a poco voy siendo más fluida en mi inglés, pero funcionar totalmente en mi segunda lengua y tratándose de un lenguaje técnico, aun resulta desafiante.

Dios es y ha sido fiel Mi corazón sigue conmovido y quebrantado por todo lo que he estado viendo. Hicimos varias visitas a personas muy enfermas por SIDA. La mayoría están destinadas a estar en una cama por el resto de sus días. Sus casas son muy humildes en su mayoría, pero lo más difícil es que no disponen de agua ni de pozo, letrinas, o electricidad. Aun así están recibiendo apoyo y no dejan ir su esperanza. Sus niños están recibiendo ayuda para ir a la escuela. Una de esas mamás era tan joven, solo 22 años, y ya tenía tres niños. No podía pagar la escuela del menor. Gracias al Señor que la iglesia y estas agencias pueden ser un agente de bendición para estas personas. Mi oración era esta: “Señor, ayúdanos a amar como Tú amas. Queremos ser el canal de bendición que deseas para estas personas. Toca nuestro corazón y todo lo que tengas que tocar. Amén”.

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Desde las exóticas tierras de Asia Pacífico

O ERA LOS COCHES DE LA AUTOPISTA QUE RODEA la pequeña ciudad de Pomona; tampoco el estruendo de los aviones ni el tumulto, sino el grito de la naturaleza lo que me hizo despertar esa madrugada de noviembre en San Luis Obispo, California. Iba de camino a mi sitio de misión: Papua Nueva Guinea y Tailandia. A veces Dios nos habla mediante la naturaleza. Fue una de las lecciones que aprendí en ese viaje a Asia, donde por cierto nunca antes había estado.

¡Oh! ¡Papua! Al siguiente día conectaría en el aeropuerto de Los Angeles hacia Australia y luego tomaría dos aviones pequeños más hasta llegar a mi destino: Mount Hagen, donde estaba el hospital Nazareno de Kudjip. Desperté después de una energética taza de chocolate caliente. Había 14 horas de diferencia horaria con Estados Unidos. Era el medio día en Brisbane, Australia, pero para mí eran las 8 de la noche del día previo. El jet lag seguía haciendo efecto en mí. Intentaba ordenarle a mi cuerpo lo que debía hacer, pero esa madrugada estaba simplemente rendida. Había dormido entre tres y cuatro horas por día en las últimas dos semanas, y abordado por lo menos nueve aviones. ¡Aún me faltaban cinco más! Muerta de cansancio finalmente llegué a mi destino. ¡Oh Papua! -me dije sonriendo. El estridor de las olas del mar se escuchaba muy cerca de ese pequeño pero lindo centro de huéspedes donde pase la noche. Había preparado por semanas completas diversos materiales de capacitación sobre SIDA. Esperaba que lo usaran no solo en este seminario para pastores y líderes en el Pacífico sino otros niveles. Aquellos médicos del Hospital Kudjip me dieron una lección en entrega y dedicación que no olvidaré. Aunque en teoría estaba ahí para dar una capacitación sobre SIDA y ayudarles a establecer su estrategia nacional de lucha frente al SIDA como iglesia. En realidad yo aprendí más y resulté más bendecida.

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Hospital Nazareno Kudjip, Mount Hagen Papua Nueva Guinea

En el fondo de mi corazón en oración le preguntaba al Señor cuándo me permitirá estar de base en un lugar como este. Amo las misiones médicas, amo los hospitales, pero al instante comprendí que no era el tiempo y que Dios cumplía su propósito perfecto. No termino de entender los sueños de Dios, pero cada día más me rindo más a Él y le doy gracias por amarme como me ama y depositar su confianza en mí. Mi lección diaria sobre todo este tiempo es depender más y más de Él, menos de mí cada vez y a buscar su rostro en humildad y reconociendo de que esta es su obra.

Desde Bangkok Aquella mujer en Tailandia, enferma con SIDA, era otra beneficiaria del proyecto Nueva Vida para los Tai. La visitamos en su hogar. Abrazaba a su pequeño, vivaracho e inteligente. Era una “mujer sola” con bebé, enferma y con una evidente necesidad. La fiebre que padecía anunciaba una clara infección oportunista. Si en algún momento he sentido la barrera del idioma fue esa vez. Ella solo hablaba Tai, que literalmente sonaba a “chino” para mí. Aun así la atendí con la ayuda del Señor y de una misionera que hablaba inglés como tercer idioma. Algo me tocó. Fueron las palabras de aquella mujer al final. Después de haber viajado por tres semanas y pasado un sinnúmero de situaciones, estaba cansada y lista para regresar a casa. Pero Dios me fortaleció a través de nuestra amiga. Ella no podía dar crédito al hecho de que estuviéra-

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mos ahí. “Me hizo sentir importante. Que yo valgo, ustedes son personas de América y han venido desde muy lejos… ¿solo por mí?”, al instante la lagrimas asomaron a sus ojos. Y a los míos. Eso era lo que más valoraba, que alguien le había recordado que ella era importante. ¡Esta es nuestra misión! Y si hay que cruzar el océano para que una sola persona se sienta importante, valdrá la pena. Estos pequeños ejemplos me fortalecen para seguir adelante y seguir trasmitiendo este mensaje a muchos. Que vayamos al quebrantado y al oprimido liberemos, al que esta sin esperanza le hablemos de la Única fuente de esperanza: al que fallece sin Él. No nos cansemos de dar lo que nada nos cuesta, y todo ganamos: amor.

Foto Jimma, Etiopía

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Desde Sudamérica

“DIOS, ¡HAS HECHO DE LAS ‘TUYAS’ OTRA VEZ!” Me encanta cada vez que pronuncio esta frase. Doy un profundo suspiro de gratitud al Señor por todo. Estando aun en Kansas City recibí esta palabra de Dios antes del viaje a África. El iba en control. Dios nos iba a sorprender, pues todo estaba ocurriendo por su dedo, toque y propósito. Sin embargo, todo ha superado mis expectativas. Había visto la manifestación del Señor en Guinea, en Zambia y ahora estaba en otro continente, América del Sur. Por primera vez estoy en Paraguay. En verdad, Dios es precioso que permite preciosas interrupciones en nuestra agenda loca como este viaje triple. Además, nada mejor para celebrar mi cumpleaños que estar entre el pueblo de Dios: Sesenta hermanas de Argentina, Paraguay, Brasil y Bolivia me han cantado Feliz Cumpleaños. En realidad pocas veces lo celebro. A veces se me olvida. ¡Sobre todo después de haber llegado a los 30!. Lo increíble es que en las últimas dos ocasiones he cumplido años viajando. El año pasado en Costa Rica en otro retiro de jóvenes y ahora en Sudamérica. Creo que estos son mimos de Dios. Me deleito en contemplar esta escena desde mi habitación del hotel. Esta mañana fui a trotar alrededor del magnífico lago. Sus encrespadas aguas producen un relajante sonido al golpear contra las rocas. San Bernardino. Este es un lugar para disfrutar, relajarse y meditar. Creo que todos los paraguayos seguramente estarán muy orgullosos de este lugarcito. Lamentablemente la mayoría son reacios a la voz de Dios. Las iglesias evangélicas (entre ellas la Iglesia del Nazareno) aun son muy pocas. Desde que llegué, sin embargo, pude sentir un amor especial hacia la gente y de la gente. Especialmente a las mujeres de este congreso. Testimonios de mujeres que vendieron todo para estar aquí y juntar 60 dólares. Para ello vendieron hamburguesas por cuatro meses. Una esposa de pastor con 12 hijos cuyo marido no podía pagarle el congreso y consideraban un superlujo ir al retiro. Todas ellas vieron recompensado su esfuerzo al recibir una bendición especial del Señor. Una de ellas me decía: “Descubrí lo que es tocar el manto de Jesús cuando usted habló de esto. Realmente pude sentir algo diferente en mí ese día; al otro día yo oré que Él se mostrara más real ¡yo lo quería ver!; y justamente usted oro por mí. Cuando lo hizo pude sentir la presencia real de Jesús”. ¡Bendito sea Él! 117


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No puedo dejar de decir que este viaje especialmente fue un refrescamiento para mí. Descubrí algo nuevo de Dios. Mi propia vida fue ministrada. Lo ha hecho mediante cada detalle: Cada sonrisa en las hermanas, los mensajes y a través de otra hija suya que oró y me ministró. Rara vez un misionero o un siervo es ministrado. Pero cuánto lo necesitamos… Estaba estresada al llegar, cansada físicamente y aun con una opresión en mi espalda que no era de Dios. Hoy esa opresión se ha ido, gloria a Él. Pero creo que es la búsqueda y dependencia constante la que evitará sentirnos desgastados. Muchas veces me sentí desanimada por no ver el resultado o el fruto que uno quisiera. El enemigo muchas veces susurra a nuestros oídos: “Nunca llegarás lejos porque no puedes”, o usa cualquier pequeño detalle para robarnos el gozo y hacernos perder el enfoque. ¡Pero cuán bueno es Dios! Nos recuerda en la Palabra en Josué 1:2, 9, 13 que Él marca la diferencia: “Durante todos los días de tu vida, nadie será capaz de enfrentarse a ti. Así como estuve con Moisés, también estaré contigo. No te dejaré ni te abandonaré. Sé fuerte y valiente porque tú harás que este pueblo herede la tierra… Dios el Señor les ha dado reposo y les ha entregado esta tierra… Ustedes los hombres de guerra, cruzarán armados al frente de sus hermanos, les prestarán ayuda hasta que el Señor les dé reposo como lo ha hecho con ustedes y hasta que ellos tomen posesión de la tierra que el Señor su Dios les da”. Su fidelidad es constante y su reposo es lo que necesitamos cada día. La semana transcurrió rápido. El taller de Ministerios de Compasión organizado por el Rdo. Luis Meza fue de bendición. Hubo un quebranto generalizado en todos nosotros por la realidad de nuestros países. Es tiempo de orar. Es tiempo de acción. Es tiempo de levantarse en denuncia de la injusticia social y cultura de la pobreza y mediocridad de nuestros tiempos. Que el Señor nos dé a todo hoy un abrazo recordándonos que aún tenemos una tarea que hacer. Él está con nosotros. No nos ha dejado y no lo piensa hacer.

Retiro de damas en Paraguay

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Mi familia

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Papá, mis hermanos y otros familiares

E TEMO QUE EL PAPEL E EL QUE ESTOY ESCRIBIE DO es demasiado simple y mis dedos y mente muy torpes para plasmar el gran gozo que se desborda en mi corazón en este día de diciembre de 2005. Las lágrimas no se hacen esperar. Alabo a Dios con todo mi corazón. Después de muchos años de carga por mi familia, clamor intenso, gemidos, angustia y tristeza, si bien fueron contrarrestados por la esperanza que el Señor me daba, continué persistiendo en oración para que todos ellos se acercaran a los pies de Cristo. Lo cierto es que mientras más me introducía en lo profundo de Dios, más lejos me sentía de ellos. Continuaba experimentando a mi familia distante. Me sentía sola en este extraordinario camino, pero bendito sea Dios que en todo ese tiempo de espera y desierto va forjando nuestro carácter, lo pule, lo humilla, lo quebranta, nos hace sentir incompetentes e impotentes, para que vayamos con esa desesperación a buscar más de Él, de su paz, de su consuelo. Así que, en ese mes de diciembre, Dios trajo todo esto a mi corazón aún antes de que hubiera victoria. La batalla no había terminado, pero la victoria fue inigualable. Un domingo, a mediados de diciembre, me invitaron a predicar a una iglesia local. Fue allí donde sentí la carga más fuerte por mi padre. Clamé por Él como nunca. Lo volví a invitar a otro culto, pero su res-

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puesta fue negativa. Así que continué orando. Durante la Navidad y el Año Nuevo disfruté de la reunión familiar. Fue un tiempo de compañerismo especial que todos necesitábamos. Volví a invitar a mi familia a una iglesia local. Esa vez, todos aceptaron ir, menos uno. Hablé sobre la unidad (con el Señor, como familia natural y como familia de la fe). Sabía que Dios había ministrado, aunque ni mi padre ni mis hermanos pasaron al altar. Un día después realizamos una reunión familiar de despedida. De pronto, la presencia del Señor se hizo sentir con tal intensidad que nos tuvimos que postrar. Abracé a mi padre, quien comenzó a quebrantarse. Finalmente, terminó orando a gritos, pidiéndole al Señor que su presencia estuviera en Él y en nosotros. Genuinamente entregó su corazón al Señor, sellando ese tiempo con abundantes lágrimas que brotaban de sus ojos sin cesar. Al oír su oración de reconciliación, mi hermana Janet (la sicoanalista) se quebrantó y comenzó a llorar y a orar. Ahora era el turno de mi hermana menor. Dios dirá. Todos terminamos abrazados no sé por cuánto tiempo… Hubo fiesta en los cielos y en mi corazón… Dios me había hecho el mejor regalo de Navidad y Año Nuevo: ver a mi familia en un mismo espíritu. Hoy siento al Señor ministrándome, mientras le digo que Él es mi todo, y le pido que me lleve a conocerlo más y a dudar menos. “Mi fidelidad, Erika, no se interrumpe por tu falta de fe o por tu flaqueza. Cada lágrima que derramaste ha sido el ingrediente principal para templar tu carácter y hacerte perseverante. Aún no he terminado contigo. Quiero que mires mi fidelidad y que eso te haga amar como yo amo, y perseverar con los que aún no se han entregado a Mí, como yo lo hago. Pase lo que pase, no te rindas jamás”. Cuanto sentido tenían esas palabras para mí. Dios ha seguido haciendo algo especial en el corazón de mi padre y hermanos, y terminará lo que ha comenzado con mi familia. Aquel increíble encuentro con el Señor, en esa reunión familiar después de Navidad había marcado una nueva etapa para mi familia y para mí. Pero poco tiempo después el Señor parecía decirme en esa vigilia de oración que no me cansara de interceder. Hay una multitud de jóvenes perdidos, viviendo sin freno, sin Dios. Buscan algo que llene sus vidas alocadamente, se están destruyendo a ellos mismos. Hay gente conocida entre ellos. Parte de mi familia aun no conoce a Jesús. Entendí que mi tarea era seguirles amando y estar ahí cuando me necesiten. Estando en Kansas City vi otra victoria de Dios. Mi hermana me visitó. Por mucho tiempo ella había estado apartada del camino, sobre todo con un corazón reacio. Pero estas tres semanas aquí Dios ha quebrando estructu-

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ras y ha hecho lo que era imposible al hombre. Lo que hace falta Él lo hará. Las lágrimas abundaron esta mañana en la iglesia en los ojos de Janet y en los míos. Me hizo comprender una vez más que Dios es fiel y que no retarda sus promesas, aunque algunos la tengan por tardanza. ¡Dios nunca llega tarde ni demasiado temprano! Era 10 de mayo en Kansas City cuando el Señor me permitió unirme en santo matrimonio a mi amado esposo, el hombre y compañero que Él tenía preparado para mí. Brian es mi regalo de Dios a mi vida. Las palabras faltan para describir cómo Dios acomodó todo, cada pequeña pieza del ajedrez. Una amistad genuina y preciosa de dos años antecedieron a un noviazgo corto; nos comprometimos en diciembre y nos casamos cinco meses después. Todo llega su tiempo. El Señor decidió responder dándome no solo la petición de mi corazón sobre un compañero sino que me dio un paquete completo, ahora explicare por qué. Mi esposo es un milagro de Dios. Si hay alguien en quien he visto una transformación milagrosa del toque divino y lo que puede hacer en alguien que se rinde sin importar como haya sido su pasado, es mi esposo. Brian quiso vivir alejado del Señor, aun con el ejemplo intachable de mis suegros, misioneros de corazón quienes dieron su vida por alcanzar a los indios navajo de New Mexico. Brian quiso vivir apresuradamente y sin consultar a Dios. El resultado fueron decisiones equivocadas, lágrimas y dolor. Aun así, su gozo y alegría fueron dos pequeñas que Dios le dio, y quienes trajeron un bálsamo a su corazón. Pero aun tenía que doblar rodillas. Así que después de un tiempo de oraciones constantes de parte de muchos, finalmente se rindió al Señor en una total entrega y compromiso que quedó sellado por lagrimas abundantes en ese lugarcito del África Central, y fiesta en los cielos. El toque del Santo Espíritu vino sobre su vida. Todo cambió. Hoy, mi amor es un líder siervo, con un llamado pastoral y mi compañero de ministerio y en esta jornada difícil, pero llena de compensaciones. Si hay algo que me atrajo siempre de mi esposo fue su corazón, uno de los más nobles que he conocido, amoroso, tierno; un don de gentes y un espíritu de servicio además de hábiles manos y una mente hábil -siempre ocupada- hace que Brian sea el eslabón que complementa de forma perfecta a esta sierva, hoy feliz esposa y madre. ¡Tuvimos la boda más bonita del mundo! El invitado de honor fue el mismo Señor Jesús. Hoy me quebranto de pensar cómo ocurrió todo... cómo esto fue posible por tanta gente que Dios movilizó, el apoyo de nuestras familias, iglesias y pastores. Sin cada uno de ellos, esto hubiera sido

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muy difícil, si no imposible... Al Señor la honra y la gloria por siempre. Esta historia continuará...

Mi nueva familia: Brian, mi esposo, mis suegros en Nuevo Mexico.

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¡Latinoamérica, despierta!

I CORAZÓ SE COMPU GÍA MIE TRAS EL ORADOR DECÍA: “La clave de un buen líder son dos cosas: morir y morir. Morir a nuestros egoísmos, pasiones, deseos, incluso a las buenas ideas”. La idea de la charla era que hay poder en la renuncia. Cuando dejamos de pensar en nosotros por pensar en Él. Cuando dejamos nuestra agenda por la de Él. Cuando vamos donde nadie quiere ir y por vivir donde nadie escogería estar (como mi lucha con las temperaturas bajo cero) y si es un camino largo, difícil y lleno de piedras. Pero la luz del Señor se hace evidente en cada km, y una absoluta convicción de estar donde Él quiere que esté, y de agradar el corazón del Padre y de ver transformación en muchos corazones nos hace ver que todas nuestras pruebas son apenas esas “pequeñas y momentáneas tribulaciones”. Dejamos de luchar por nuestras cosas materiales por luchar por un motivo supremo. Alegrar el corazón del Padre, sirviendo a los demás debería consumir nuestro corazón. Esto me hace no conformarme a estar sentada en mi lindo escritorio. ¡Jamás podré hacerlo! Cuando centenares y miles de personas en Wal Mart, el sureste de Nicaragua, África o Papua Nueva Guinea necesitan de alguien que les abrace y sobre todo les hable del poder del amor de Jesús, vigente, accesible y gratuito, pero no por eso barato. Mi reflexión también coincide con la suplica de ese pastor norteamericano un domingo por la mañana: “Por favor, les suplico, hermanos, no se detengan por nada. No detengan el mover de Dios. ¡No duden de lo que Él quiere hacer en ustedes y a través de ustedes!” Su fe se muestra en los más débiles, los que el mundo tal vez ni siquiera mira, pero quienes se encuentran rodeados de ángeles que cantan y animan unánimemente a no desmayar. Son los favoritos de Dios, son los que tienen una fe simple. Hoy Dios me sigue desafiando a creerle y a no detenerme por nada. En verdad, creo que hay un mensaje de Dios para nosotros, como pueblo cristiano (incluyendo al pueblo latinoamericano). Somos un pueblo especial, un remanente santo, escogido, ¡de alto precio ante los ojos del Señor! ¿Cuál es la razón de no darnos cuenta aún? ¡Tierra mía, si tan solo te dieras cuenta del potencial que el mismísimo Dios ha puesto en tus manos. Si tan solo dejaras de pensar en tu pobreza, te darías cuenta de lo grande de tu riqueza! ¡Cuánto se necesita la fuerza latina, africana, india y americana en diversas regiones del mundo!, misioneros con

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destinos a lugares inaccesibles donde no todos pueden llegar, como países de predominio musulmán o comunista. En verdad, admiro a aquellas personas que se han levantado ante las críticas, se han sostenido de la mano del Altísimo; han pedido fervorosamente ensanchar sus territorios y el resultado es que Dios se los ha concedido. Pero de admirar más es que casi ninguno de los líderes exitosos que conozco han nacido en cuna de plata. Más bien ellos han orado mucho y han tenido un poco de fe en el Dios del oro y la plata. Se han atrevido a levantar sus cabezas y caminar en pos de la visión suprema sin detenerse a pensar en sus limitaciones ni las múltiples carencias: recursos, educación, estudios, un diploma del seminario. Incluso su color de piel, para muchos es un problema. Dios ha estado y seguirá obrando de una forma especial en atrevidos como estos. ¿Seremos nosotros unos más? Sí, hay muchos líderes sencillos y humildes, pero ungidos y de un potencial tremendo que Dios está usando. Han ido más allá de sus fronteras. Han captado la visión suprema. Van contra todo. Están resueltos a ganar. ¡Quiera Él que seamos uno más! Sin duda, lo que más nos hace falta es encontrar ese compromiso. Es decir, corazones, voluntades, mentes, pies incansables, manos, ¡todos completos! Lo segundo que se necesita es preparación. Creo que Dios utiliza a cualquier persona, pero creo que las cosas grandes están destinadas, no a aquellos que nunca se esforzaron en sus estudios y que fueron los últimos de su clase, sino a los más esforzados y valientes. No puede ser el último líder, el último siervo. Es la ley del “todo o nada”. Lo único que tenemos es nuestra voluntad; el resto es de Dios. O damos todo, o mejor no demos nada. Alguien dijo: “El mundo está en manos de aquellos que se atreven a soñar y corren los riesgos para verlos hechos realidad”. En parte creo que es verdad. ¡Cuántas cosas tan profundas para meditar! Somos llamados a ser cabeza y no cola. Ningún hijo de Dios quedará avergonzado si cree en Él. Aunque dudare, Él sigue siendo fiel. Nuestra mente y visión siempre serán pequeñas. Nuestros parámetros no son tampoco los de Dios. Necesitamos ensanchar nuestro corazón. ¡Jamás tendremos el recipiente suficiente para albergar la visión de Dios por nuestra propia capacidad, dotes, cualidades! Nuestra actitud también es la clave para que Dios imprima sus planes en nosotros. Dios tiene un macroproyecto con el pueblo latino nazareno e interdenominacional. ¡Qué gran desafío nos espera y seguramente, no pasará de esta generación! Anhelo ser parte de ello, aunque me cueste todo. Quien está por encima de toda circunstancia e imposibles, hará lo que ha planeado en, con y a través de nosotros. Aunque muchos sigan pensando, como le dijeron a Ezequiel cuando profetizaba: “Lo que este ve es una visión muy lejana, no es para nuestros días. Eres un mentiroso”, le decían otros, pero Dios les cerró la boca cuando habló contundentemente (como es su estilo): ¡Todo lo que yo digo se cumple. Lo que yo inicio, lo hago prosperar!

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Hacia el futuro

ESTAMOS ACOSTUMBRADOS A REALIZAR UESTRO PROPIO PROGRAMA

o plan de trabajo. Si acaso, al final, ya que terminamos, lo consultamos con alguien más. Buscamos la aprobación de una segunda persona, pero los planes ya están diseñados. Nuestra vida debería ser una agenda en blanco que Dios llenará. Él trabaja distinto. Anhela no poner su sello al final de nuestro proyecto, sino diseñarlo. Dios anhela que le dejemos llenar esa agenda, ¡no nosotros! Su plan siempre es y será mejor que la más brillante de nuestras iniciativas. Su visión es infinita y la nuestra muy corta. Es simplemente Dios, el Señor de la obra, el Señor de nuestra vida. El Director de la empresa ha pensado en todo, absolutamente en cada detalle. No tenemos que rompernos la cabeza, solo dejarle escribir en nuestra agenda. Él nos dirá cuándo entramos en acción y cuándo debamos usar el bolígrafo. No nos quitará el trabajo que nos toca hacer a nosotros. Recuerdo aquel día en que aprendí algo nuevo. El Señor parecía interesado en que yo le tomara en cuenta hasta en cosas que me fuesen de lo más lógicas o cotidianas. Fue claro oírle una vez que me desplazaba de la ciudad de Barcelona a otra cercana: “¿Por qué no me oíste antes de salir?”. Era por motivo de asistir a una ceremonia donde entregarían unos premios por estudios. Lo lógico era que si yo era una de los beneficiarios debería ir. No hacía falta orar por eso. ¡Me equivoqué! Tomé mi decisión, falté a clase, no tenía suficiente dinero y como pude me fui. Tomé otro tren que no era el correcto, se me hizo tarde así que a medio camino percibí su voz: “No era necesario que vinieras, yo tenía ya todo bajo control”. Avergonzada, me bajé del tren y tomé el otro en dirección opuesta. Hablé por teléfono inmediatamente corroborando que era verdad, mi presencia ahí era innecesaria y yo estaba tirando la casa por la ventana, haciendo imposibles para llegar. Fuerzas gastadas inútilmente -es el resultado frecuente de tomar nuestras propias decisiones. Esta experiencia en realidad no fue nada, la escala de gravedad fue muy inferior a los problemas realmente graves en los que a veces nos metemos por no consultar a Jehová a tiempo. Aún no hemos aprendido a consultar a Jehová. Empecemos hoy. Consultar a Jehová hasta en el más mínimo detalle es clave si queremos lograr

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el éxito en nuestra vida, en la toma de decisiones, planes personales y familiares, proyectos de la iglesia, en el futuro de nuestra nación completa y del mundo depende de cuánto consultamos a Jehová. Cuando Josafat se iba a enfrentar a semejante ejército, y al darse cuenta de que estaba desarmado, lo primero que hizo fue esto: “Consultó a Jehová” y ganaron la victoria sin siquiera mover un dedo. David, Salomón, los grandes reyes de la Biblia, siempre, invariablemente, que se acordaban antes que cualquier desafío de buscar el rostro de Dios, Dios levantaba el de ellos. La victoria era asegurada. “A Jeremías, el profeta primero llorón y después valiente, le extendiste tu mano y le tocaste al igual a Isaías; gracias por tu toque en este día sobre mí. Meditaba en esta porción de la Palabra, cuando el profeta tenía que anunciar un mensaje de destrucción al pueblo, entre su alegata le dijiste: ‘Tú me eres señal’, y hoy esta frase quebranta mi corazón al sentirla mía. Calla mis preguntas, esfuerza mis manos y tranquiliza mi corazón y mente. Yo te soy señal, y esa es la única explicación que necesitaba oír y me es suficiente para continuar. Si me ayudas, iré”. Vale la pena todo esfuerzo e ir más allá de nuestras posibilidades cuando este plan es de Dios y nuestra confianza está en Él. Nos hará resistir más de lo que imaginamos. Aquel pasaje de la viuda que no tenía con qué alimentar a sus hijos tocó fondo en mi corazón. Simplemente por acto de fe obedeció y fue por cántaros vacíos, mandó a algunos hijos por ellos y al instante empezó a fluir el aceite… ¡Más y más tinajas llenas, hasta que ya no hubo más recipientes vacíos, entonces cesó el aceite! Con el producto de la venta del aceite ella pudo alimentarse a sí misma y a sus hijos, y seguramente a muchos, muchos más. Me postré nuevamente, sintiendo cómo su Santo Espíritu se movía, renové mi pacto, y le dije que aunque no tuviera más aceite, ni dónde ponerlo, ni ninguna clase de recursos, o preparación no dudaría de que Él suplirá hasta que sobreabunde. El pasaje que no pude apartar de mi mente hasta que entendí que Dios me hablaba fue: “Pasen, pasen por las puertas. Preparen el camino para el pueblo; construyan la carretera. Quítenle las piedras. Desplieguen sobre los pueblos la bandera… Serán llamados Pueblo santo, Redimidos del Señor, y tú serás llamada Ciudad anhelada, Ciudad nunca abandonada” (Isaías 62:10-12). “Te he llamado para que prepares el camino para los que vienen, remuevas las piedras y marques la pauta” -sentí este versículo como una ráfaga de aire frió sobre mi rostro, a la vez que un inconfundible susurro suave a mis oídos. “Erika, te he traído a Kansas City y a Estados Unidos

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exactamente para esto”. Pensaba que si pudiera tener al Señor físicamente al lado, podría discutir al menos el asunto con Él. Otra vez la Erika antigua estaba hablando. El trabajo de quitar piedras del camino no es precisamente el favorito para nadie. Hay un precio alto que pagar y demanda un esfuerzo considerable de parte nuestra. Pero cuando es la orden del Maestro de la obra, ¡Él dirige y nosotros solo obedecemos! Su presencia inundó esa habitación enfrente de la cocina de la casa. Era mejor que estar en el santuario más grande, lujoso, elegante que pudiera imaginarse. “Quiero que seas parte de mi equipo… y que hagas cada cosa que te pido. No será fácil pero YO marco la diferencia. Tengo al mundo en mis manos, bajo mis pies todo se somete… cada lengua y nación tienen que conocer. NO desanimes por nada Él es digno de vernos sonreír y gozar solo por Quien es Él.

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Mi oración “Señor: Te amamos. os escogiste y amaste primero a nosotros. Este día te agradezco por el tiempo que pudimos compartir tu hijo(a) y yo, mientras leía esta historia. Hoy quiero suplicarte que bendigas su vida, toques su corazón, mente, oídos y continúes tu obra en él(ella). Ayúdanos a mirar a través de tus ojos. Ayúdanos a tomar un compromiso, la intercesión y tu obra en serio.

“Tú confías en nosotros. Queremos ser tus manos en este mundo que sufre, aliento del cielo para el que desmaya, y un agente de cambio para tu honra. Hoy proclamamos en tu nombre que Latinoamérica es tierra santa, escogida por ti, real sacerdocio y un gigante que usarás para llevar tu gloria a las naciones. uestra tarea es simplemente dejarnos guiar por ti. Queremos seguirte y creerte siempre. Señor, hoy tu hijo(a) y yo, nos hacemos a un lado, para que pases Tú.

“Señor, ayúdanos a descubrir lo que es vivir en el poder de tu Espíritu. o solo buscas que recibamos tu Espíritu. o es suficiente vivir en constante inmersión de tu Espíritu. o es suficiente recibir en la abundancia de tu Espíritu sino que anhelas que además de estos aspectos, que te conozcamos. Estás listo para liberar un tremendo poder, poco conocido pero absolutamente necesario. Hoy es tu tiempo, Señor. Esperamos grandes cosas de ti y emprendemos en tu nombre grandes sueños. Tus sueños. En el nombre de Jesús. Amén”.

Querido lector, no sé cuáles sean sus retos, sueños o su visión. Pero si sé Quién es el Dios que sobrepasa todos sus retos y cuya visión sobrepasa por mucho la suya y la mía. Y con eso es suficiente… No se detenga. Su amiga, —Erika Ríos Hasenauer

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