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Nosotros, los griegos por Pedro Hernández Verdú
from Edición 69
En Mayo de 2020 la periodista científica Laurie Garrett fue entrevistada en el New York Times, recibiendo el apodo de la nueva Casandra. Desde que en 1994 publicara con gran éxito The Comming Plague, se han sucedido sus intervenciones avisando de una pandemia con efectos devastadores como la que ahora padecemos en todo el mundo. Incluso en 2017 escribió una obra llamada Warnings: Finding Cassandras to Stop Catastrophes. Este sobrenombre hace referencia a la princesa vidente de Troya, que avisó de los terribles infortunios que se cernían sobre la ciudad, aunque nadie la creyó para desgracia de todos.
Casandra es sin duda uno de los personajes mitológicos más citados desde la literatura griega antigua hasta numerosas obras de la literatura actual. Podemos encontrar su nombre en canciones de éxito de grupos como ABBA, en películas de ciencia ficción (12 Monos). También en el mundo de la psicología y la psiquiatría se utiliza para dar nombre a determinadas patologías. Sin embargo, ya sabemos, como sucedió con el Ulysses de Joyce, que esto no significa que haya de coincidir con la historia original del mito.
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La leyenda de Casandra está ligada a la de su ciudad, Troya. Por eso aparece en momentos cruciales de La Ilíada, aunque sin demasiado protagonismo. Lo mismo sucede en La Odisea y en las correspondientes referencias de La Eneida de Virgilio, especialmente en el libro II, cuando Eneas revive con dolor aquellos acontecimientos. En cambio, es uno de los personajes principales en las tragedias Agamenón de Esquilo y, sobre todo, Las Troyanas de Eurípides.
Cabe decir, de todas formas, que en la historia de la destrucción de Troya confluyen y se entrecruzan innumerables héroes y personajes mitológicos, como Príamo, Paris, Agamenón, Clitemnestra, que necesitarían de un acercamiento particular para el lector poco familiarizado.
Casandra era hija de Príamo y Hécuba, los reyes de Troya. Mientras estaba al servicio de Apolo en su templo, el dios se enamoró de ella y le prometió el don de la adivinación del porvenir si accedía a entregarse a él. La doncella aceptó el pacto pero, una vez recibido el don, rehusó a Apolo. Entonces éste le escupió en la boca y la maldijo: no le retiró el don de profecía pero sí le condenó a que nadie la creyera.
Al igual que otras profetisas inspiradas, como la Pitia o la Sibila, cuando Casandra expresaba sus oráculos, lo hacía fuera de sí, enajenada, en pleno delirio, porque actuaba poseída por el dios Apolo. Eso acentuaba que se le tomara por loca y así se le representa con frecuencia en la iconografía.
Cuando Paris llegó con Helena, la esposa de Menelao, hermano de Agamenón el rey de Micenas, Casandra proclamó sin éxito que esto traería la destrucción de Troya. Luego, ella, antes que nadie, vio llegar a escondidas a su padre Príamo con el cadáver de su hermano Héctor, muerto por Aquiles. Cuando, al final de la guerra, los griegos simularon su retirada y dejaron en la playa el gran caballo de madera, preñado de soldados en su interior, ella gritó que era una trampa, junto con el sacerdote Laocoonte. Sin embargo, el terror causado por las serpientes marinas al devorar a éste y a sus hijos movió a los troyanos a introducir el regalo envenenado en el recinto amurallado de la ciudad.
Ya de madrugada, con toda la población confiada y ebria por la celebración, los soldados descendieron de su escondite, abrieron las puertas de la fortaleza y sembraron sin piedad la muerte y la destrucción por todas partes. La resistencia de los troyanos fue inútil. El anciano Príamo fue atravesado por la espada, bañado en la sangre de uno de sus hijos. Las mujeres y los niños eran exterminados o hechos prisioneros.
Casandra corrió a refugiarse en el templo de Atenea, la diosa protectora de los griegos, pensando que eso la protegería. Eso no detuvo el furor de Áyax. Aunque ella se abrazaba a estatua de la diosa, el guerrero la arrancó brutalmente de allí, haciendo caer al suelo la imagen de Atenea. Esto enfureció a la diosa. Casandra profetizó entonces que Áyax moriría por ese sacrilegio. Ulises vio entonces la
Casandra, la princesa vidente de Troya
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Casandra, la princesa vidente de Troya
ocasión de ganarse aún más el favor de Agamenón: acusó a Áyax de este sacrilegio y de haber violado a la virgen en el templo de Atenea. Así consiguió que Casandra pasara a ser parte del botín de Agamenón. Áyax pereció con su nave, que encalló en unas rocas en mitad de una tormenta. Agamenón quedó prendado de la hermosura de Casandra y decidió que, además de ser su esclava, compartiría su lecho, a escondidas de su esposa Clitemnestra. Ésta, de acuerdo con su amante Egisto, ya había decidido matarlo cuando regresara, porque lo odiaba con todo su ser: Agamenón había asesinado a su marido y la había forzado a ser su esposa y además había ordenado sacrificar a Ifigenia para conseguir vientos favorables para las naves que partían para Troya. La llegada de la esclava concubina https://upload.wikimedia.org/wikipedia/ commons/4/42/Solomon_Ajax_and_ Cassandra.jpg Casandra era una nueva afrenta. Así, cuando llegaron a Micenas, la profetisa avisó, una vez de más sin ser escuchada, de la muerte que les esperaba. Agamenón fue muerto en su baño e inmediatamente después lo fue Casandra. Las Troyanas, la tragedia de Eurípides, se centra en el destino trágico de las mujeres de Troya, tratadas con desprecio y como un mero botín de guerra. Así aparecen Hécuba, mujer del rey Príamo, Andrómaca, de Héctor, y Casandra, a punto de embarcar con Agamenón. La guerra se muestra como algo deshonroso, sobre todo en el modo de tratar a los vencidos. Incluso el niño pequeño de Héctor es arrojado por un barranco. Aquí Casandra dice a su madre Hécuba: “El hombre prudente debe evitar la guerra; pero si se llega a ese extremo, es glorioso morir sin vacilar por el destino de su patria, e infame la cobardía. Así, madre, no deplores la ruina de Troya, ni tampoco mis bodas, que perderán a los que ambas detestamos.”
Hoy día se siguen representando adaptaciones de esta obra, como alegatos antibelicistas y también para denunciar la crueldad de las guerras, sobre todo con las mujeres. Desgraciadamente es un tema de permanente actualidad, en África sin ir más lejos.
La novela Casandra de la alemana Christa Wolf (1983) parte de esta leyenda para denunciar los abusos de la guerra, siempre protagonizada por hombres, y las injusticias sobre las mujeres.
En cambio, el complejo o síndrome de Casandra, desde el punto de vista de patología psicológica, se refiere a la terrible falta de autoestima, sufrida por mujeres, que padecen el no sentirse valoradas o escuchadas, sobre todo cuando ven con frustración que no se les permite aportar la solución a los problemas que ellas ven. Es un caso aún más difícil cuando el cónyuge padece Asperger.
Por último, otra forma de valerse del mito de Casandra es para referirse a los que denuncian los caminos de nuestra sociedad que la conducen al abismo, no siempre siendo escuchados por ella. Así se reconocen algunos científicos, ecologistas y por supuesto filósofos (ya Sócrates decía de sí que le tocaba hacer el papel de tábano para Atenas, para despertarla de su letargo).
Recientemente David Casacuberta, profesor de Filosofía de la Ciencia, en su obra La era de Casandra, una apología del no saber (2021), de una forma irónica y a veces con gran acierto, consigue ponernos en guardia ante los falsos emuladores de Casandra. Según él, pretenden simplificar la complejidad de nuestra sociedad a algún principio abstracto, desde el que pretenden explicar todo con sencillez. Los reduccionismos son absurdos y sin embargo son muy atractivos, porque el no saber nos genera inseguridad. Claro está, porque se identifica saber con saber con certeza (el “sólo sé que no sé nada” produce escalofríos). Por eso nos invita a desconfiar de los sucesores de Casandra que denuncian apocalipsis, sin más solución que aceptar el desastre, porque sus soluciones realmente no son tales.