La Movida LITERARIA
Un cuento de Ignacio Ferrando Entrevista a James Cañón Resultados Concurso Nacional de cuento www.lamovidaliteraria.com
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La Movida LITERARIA
CONTENIDO
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www.lamovidaliteraria.com www.lamovidaliteraria.blogspot.com Editor: Juan Pablo Plata Director: Andrés Mauricio Muñoz. Asistentes editoriales: David Roa Castaño, Carlos
EDITORIAL
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NARRATIVA
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ROGER LEVY Y SUS REFLEJOS
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Utopía para perros
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Fernández. Diagramación: Ma. Fernanda Martínez Paredes mafermar@hotmail.com 3155786204 Impresión:
PROFESOR DARWIN, CREACIONISTA
COLUMNAS Sobre la microficción Caicedo por Fuguet Las grupies de la Literatura
POESÍA mafermar@hotmail.com 3155786204 Imágenes: 9000, José Antonio Suárez y Jonathan
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Salvador Andrade John Better Omar Ardila Íos Fernández
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I CONCURSO NACIONAL DE CUENTO REVISTA LA MOVIDA LITERARIA
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Coronado. juan.plata@lamovidaliteraria.com andres.munoz@lamovidaliteraria.com textos@lamovidaliteraria.com Nit. 80.094.444 Las opiniones registradas en La Movida Literaria impresa y virtual no corresponden al pensamiento ni a la ideología de la misma. Estas corresponden a sus autores. Prohibida la reproducción total o parcial, así como la traducción a cualquier idioma sin autorización escrita del titular. Todos los textos e imágenes publicadas tienen D.R.A. Reproduction in whole or in part, or traslation without written permission is prohibited. All rights reserved. BOGOTÁ-COLOMBIA 2008
Música para hablar de CALAMARES Nuestro idioma La Cosa Nostra
ENTREVISTAS James Cañón
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EDITORIAL
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quí estamos, aquí nos quedamos y gracias. Así diríamos si fuera Twitter y nuestra campaña literaria fuese financiada por un cartel de la droga a nuestras espaldas. Pero como hay espacio aprovechamos para decirles que esta vez hemos hecho una revista más extensa y mejor lograda que las anteriores: la vida y las revistas consisten, a ratos, en cometer errores nuevos. En las siguientes páginas van los cuentos ganadores de nuestro primer concurso de cuento, celebrado en 2008: Música para hablar de calamares de Ángel Eduardo Unfried Muñoz, Nuestro idioma de Humberto Ballesteros Capasso y La Cosa Nostra del finalista Daniel Camilo Bogoya González.
Como siempre los invitamos a leer nuestra edición virtual en www.lamovidaliteraria.com, a enviar sus aportes a textos@lamovidaliteraria.com . También los invitamos a ser felices antes de los cambios que, según las Profecías Mayas, van a cambiar el planeta en 2012 o antes del final del mundo, antes de cien años según Derrick Jensen en el libro Endgame. La Movida Literaria 5 impresa la dedicamos a la memoria de Germán Espinosa, Johann Rodríguez-Bravo, David Foster Wallace, Leopoldo María Panero (allá en el manicomio de Mondragón, España), Theodore John Kaczynski y a las cosas inexplicables.
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Editorial
También va una entrevista al escritor James Cañón, hecha por nuestro editor Andrés Mauricio Muñoz; un cuento del escritor Ignacio Ferrando, considerado actualmente como una de las figuras más relevantes de la nueva narrativa española; poemas, textos de crítica literaria , más cuentos y las fabulosas imágenes del incógnito 9000, entre otros.
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ROGER LEVY Y SUS Por Ignacio Ferrando*
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SOJELFER REFLEJOS
oger Lévy dio un paso a la derecha. Al mismo tiempo, Roger Lévy dio un paso a la izquierda. Ambos se alejaron el uno del otro dos pasos, ratificando la simetría de un reflejo y su oponente. Franz Hunt, que estaba justo en medio y haría de juez del duelo, les observó caminar en sentido contrario y, como solía hacer en los lances con pistola, buscó el refugio de un fresno a su espalda, fuera de la línea de tiro. Los duelistas, con el revólver en alto y el cañón paralelo al pecho, escucharon la cuenta de los pasos en la voz del viejo.
Narrativa
—Uno, dos… Mientras contaba, Franz Hunt pensó que jamás debería haberse levantado aquella madrugada para asistir a Roger Lévy y al mismísimo diablo en un duelo de honor, aunque fueran vecinos desde hacía años y le debiera muchos, muchos favores. Pero lo cierto, pensó Hunt, es que viéndoles en el claro del bosque no sabría decir cuál de los dos era el verdadero Roger Lévy. Ambos se peinaban hacia atrás, con la raya al lado al estilo Clark Gable y ambos llevaban largas patillas y vestían camisa blanca y pantalón de lino ceñido a la entrepierna. Pero quizá, tuvo que reconocer el viejo, el joven Roger Lévy de la derecha vestía con mayor pulcritud y arrogancia que el de la izquierda, cuyas botas, ahora que reparaba, no estaban del todo relucientes. Era de madrugada y en el bosque, donde comenzaban las coníferas, reptaba una niebla diluida. En el silencio del alba solo se escuchaba el sonido de sus botas simultáneas rompiendo la escarcha de la mañana y la voz cascada del viejo contando los pasos. Hacía solo unos segundos, Roger Lévy y su reflejo —o viceversa— habían escuchado las instrucciones del duelo. En el pueblo, no había nadie que supiera más de honor que Franz
* Ignacio Ferrando (España, 1972). Es considerado actualmente como una de las voces más representativas de la nueva literatura española. Ganador de varios de los más prestigiosos premios literarios, entre los que destacan el Juan Rulfo (2008), Kutxa Ciudad de San Sebastián (2008), Hucha de Oro (2006), Mario Vargas Llosa NH de Relatos (2005). Ha publicado los libros de cuentos Historias de la mediocridad (Comala ediciones, 2003); Ceremonias de Interior (Editorial Castalia, 2006); Sicilia, invierno (J de J editores, 2008).
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Fotografía: 9000
Hunt. Desde 1874, guardaba en perfecto estado dos viejas Galand del calibre 41 en un estuche de terciopelo negro. —Duelo a pistola rayada —había dicho segundos antes, abriendo el estuche—. Contaré diez pasos, darán media vuelta y tendrán dos segundos para apuntar el uno sobre el otro. Atendiendo a sus requerimientos —dijo consultando el cuaderno—, el duelo no será decretorio hasta que alguno de los dos resulte herido de muerte... Pero ellos no escuchaban al viejo y su sarta de monsergas y normas inútiles. Ellos sabían que solo podía quedar uno de los dos y se miraban con la rivalidad de los reflejos que se piensan originales, como solo puede haber una sombra, un espíritu y un Roger Lévy. Franz Hunt, después de hacerles jurar sobre la Biblia, había sacado una venda de fieltro negro y la había anudado en los ojos de uno de ellos para que eligiera arma. Cogió la de la derecha. Después, cada cual con la suya, se habían situado espalda contra espalda, sintiéndose el uno al otro, justo en la marca que el viejo había trazado con el pie. —¡Por el honor! – gritó el viejo. Pero ellos no respondieron. Roger Lévy pensó que eso del honor, al fin y al cabo, era una tontería. Se trataba, como siempre, de demostrar quién era el real y quién solo un reflejo. Ambos empezaron a caminar con una marcialidad puntillosa, rectilínea, como si Franz Hunt fuera la mismísima reina de Inglaterra. —Tres… Desde luego, Roger Lévy y su reflejo solo estaban de acuerdo en una cosa, en que todo había empezado la tarde del seis de abril de 1917. Esa tarde, Estados Unidos le había declarado la guerra a los alemanes. Por entonces, los dos duelistas todavía eran uno y sus recuerdos, de esa línea hacia atrás, seguían siendo los mismos, un columpio colgado de una acacia centenaria, un sapo llamado Thomas Blue y un padre que se quedó viudo nada más nacer ellos. Frank Lévy odiaba el pueblo y se jactaba, siempre que podía, de ser un patriota. Por eso, la tarde del seis de abril, a la hora del crepúsculo, le llamó aparte y le animó a enrolarse en el ejército:
Pero Roger Lévy no le hizo mucho caso. Pensaba que dejar atrás a Laurie McKenzie, a la que llevaba cortejando desde hacía dos años, no era buena idea. Ya habían hablado de matrimonio, de hijos, dos chicos y una chica y de un rancho en las afueras, colindante con el del padre. ‘Doce vacas, para empezar bastará con eso’, decían en el invernadero, las manos cogidas y las orquídeas por todas partes. Así que aquella tarde, mientras caminaba hacia la residencia de los McKenzie para pedirle a Laurie que de una vez por todas se casara con él, se quedó pasmado mirando el 13 de Jefferson con Main. La oficina de reclutamiento estaba atestada de jóvenes de su edad que salían abrazados, palmeándose la espalda, con el cuello lleno de guirnaldas y cintas de color. Quizá su padre no estaba tan equivocado con lo de alistarse, pensó. Y debió ser en ese momento. Fue en ese instante cuando ambos se duplicaron por primera vez. En eso, desde luego, los dos estaban de acuerdo. —Cuatro… Hoy le costaría recocer los motivos que le impulsaron a entrar en la oficina y rellenar el impreso. Pero por entonces parecía como si todo Weehawken quisiera ir a combatir a Europa, al frente francés, a una guerra cuyos motivos les resultaban enigmáticos, ajenos. Cuando entró en las oficinas, una voluntaria le puso una cinta sobre el cuello y le besó en la mejilla, como un héroe recién regresado de la batalla. ‘Necesitamos héroes como tú’, le dijo sonrojándose. Aquel fue el último pecho de mujer que sintió en mucho tiempo. Seguro que cuando regresara Laurie estaría igual de orgullosa y sabría comprender su desplante. En eso pensaba cuando el sargento del registro le preguntó su nombre y su edad y él fingió que tenía dieciocho, que los acababa de cumplir. Lo cierto es que eran dieciséis, quizá por eso el sargento le miró de arriba abajo y le recomendó que se dejara bigote. —Parecerás mayor, muchacho… Luego Roger Lévy salió de la oficina de reclutamiento. Seguramente, fuera ya le esperaba el otro Roger Lévy, el de la derecha. O quizá nunca se había ido de allí. Está claro que cuando alguien toma una decisión renuncia a algo, a otra vida, a una serie de hechos que dejan de pertenecerle. El problema surge cuando ese algo se toma la libertad de cobrar entidad propia y le da por pasearse por ahí como un duplicado, como un cromo tan idéntico que nadie distinguiría el original de la copia. Roger Lévy o su reflejo debía estar sentado en el parque Jefferson, contra el respaldo de un banco, mirando hacia la oficina de reclutamiento y masticando una espiga y llegando a
la conclusión de que lo más importante en su vida no era una guerra lejana que no acababa de comprender, ni la gloria, ni el ejército, ni todo eso de lo que le había hablado su padre aquella mañana, sino la pequeña Laurie McKenzie, que estaría en el invernadero, como cada martes, esperando su visita. Por suerte, ninguno de los dos se cruzó con el otro. Eso hubiera sido fatal y hubiera precipitado el desenlace de ambos. Pero es casi seguro que debieron pasar a pocos metros, ignorándose como desconocidos entre la multitud, mirando al escaparate o a la atractiva muchacha de la oficina de reclutamiento. Lo último que pensó Roger Lévy antes de dirigirse al jardín de los McKenzie es que, al fin y al cabo, ni siquiera tenía la edad reglamentaria para alistarse. Como siempre, cuando llegó, Laurie ya estaba en el invernadero y le sonrió a través de los cristales, detrás de las orquídeas. Su preferida era una que se llamaba dendrobio o algo así, que tenía las flores rojas y pequeñas y desprendía un olor mefítico, como a putrefacción. Roger Lévy, esa misma tarde, le pidió que se casaran y antes de que pudiera responder, le dijo que buscaría un rancho en las afueras, cerca del padre, ‘seremos muy, muy felices los tres’. Cuando ella dijo que sí, casi con lágrimas en los ojos, cogiéndole las manos, ambos estaban frente a la cristalera del invernadero, ensimismados por la magia de la petición. Por eso no pudieron ver al otro Roger Lévy y a ocho reclutas más camino de la estación, al otro lado de la calle, alborozados y cargados con el macuto, levantado una fina nube de polvo a su paso. —Cinco… Laurie y Roger Lévy se casaron a los cuatro meses. Durante la ceremonia y el banquete, el padre permaneció en silencio, lanzando esputos a una escupidera de plata y bebiendo más ron del que su hígado era capaz de soportar. A las dos semanas, compraron una casa en las afueras, recién pintada de blanco y con un pequeño molino de viento al que tuvieron que reparar las aspas. Roger Lévy puso unas cuerdas de tender y Laurie no tardó en llenarlas de calzones de algodón y pantaloncitos de bebé. Tuvieron los tres hijos previstos en los años impares, matemáticamente, cosechando así una felicidad sostenida, adulta, como cualquier matrimonio de Nueva Jersey. Al mismo tiempo, de Europa llegaban largas listas de víctimas y heridos. Solía haber una relación de varias páginas prendida en el porche del almacén de Matt.
Narrativa
—Conocerás mundo, hijo, saldrás de este pueblo maldito y harás fortuna —decía sentado en el porche, reclinado hacia detrás—. Eres listo y ellos te necesitan. Yo hubiera dado la vida por una oportunidad como esta.
Dos veces por semana, Roger, su mujer y la pequeña Isabella iban allí a comprar y, mientras rebuscaban entre los estantes de tornillos o las latas de conserva, se sentían observados por las madres, las novias o las hijas de los reclutas, como si participaran de una felicidad arrebatada que no les correspondía. Lo de Matt, el almacenista, era distinto. Matt miraba a Laurie
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porque desde el colegio había estado colado por ella. Por eso solía regalarle bolas de regaliz a Isabella, solo por hablar un segundo más con la madre. Pero lo cierto, lo importante, es que la lista de muertos era cada día más y más larga. En la vieja Europa, los submarinos alemanes interceptaban a la marina y los avances por tierra eran mínimos, sobre todo en la parte suroriental donde el otro Roger Lévy, mucho más magullado y ojeroso, solía arrastrarse cuerpo a tierra, bajo las alambradas de espino y entre los sacos terreros, sintiendo la metralla enemiga Fotografía: 9000 levantando sordos montoncitos de tierra. Raro era el día en que el batallón no tenía bajas. Los morteros estaban por todas partes y cada cual salvaba el pellejo como podía. Los jueves, Roger Lévy escribía a su padre largas cartas en las que decía añorar la tranquilidad del rancho y a su antigua novia, la pequeña Laurie. Le preguntaba si sabía si ella seguía cultivando orquídeas en su invernadero y si aquella rara especie, cómo se llamaba, habría sobrevivido a la primavera. A veces, en la oscuridad de una guardia, Roger le confesaba a su padre que se sentía extraño, como si le faltara una parte y estuviera malgastando su vida. ‘Yo no soy ni quiero ser esto’, decía casi dándose asco. Las respuestas del padre solían ser breves y por supuesto nunca hacían referencia a pensamientos que pudieran implicar cobardía. Solía terminar con frases de ánimo, diciéndole cosas como que la guerra es para los hombres y que los hombres a veces tienen dudas pero nunca, jamás, tienen miedo. ‘Estoy muy orgulloso de ti’, eso siempre lo decía, casi al final. A veces los alemanes bombardeaban sin razón aparente las posiciones. El refugio se estremecía como si fuera a reventar por mil sitios. Sobre las cartas que le mandaba el padre, caía un fino hilo de tierra y las luces titilaban, amenazando con apagarse. Al menos eso fue lo que pasó cuando, tres meses después, leyó que Laurie se iba a casar con un tipo del pueblo. El padre no decía con quien, pero Roger Lévy imaginó que se trataba de Matt, un almacenista del pueblo que estaba enamorado de ella desde niños. Su padre, una vez más, le animó a ser valiente, ‘ahora más que nunca’, escribió. Pero esa noche Roger Lévy no sintió dolor, ni lagrimeó en el hombro de ningún recluta. Fue algo extraño. Se levantó del catre y la emprendió a bayonetazos con el macuto de Lodge. Sentía ira y fuego por dentro. Solo así se explica su actitud y que se presentara voluntario para la masacre de Passendale. El sargento que anotó su nombre en la lista le dio un golpe en la espalda y le dijo que Europa necesitaba héroes como él. Pero luego, como si cambiara de opinión, bajó la voz:
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—Que no te maten, muchacho. Todo acaba pasando. Hasta el dolor más insoportable. Alguien le colgó un equipo de telegrafista a la espalda y saltó fuera de las trincheras. —Seis… Murieron más de sesenta mil soldados, muchos de Weehawken, pero él salió ileso. Al contrario, con otros tres tomó once kilómetros de tierra baldía y cenagosa y un general, venido de Calais para la ocasión, le colgó una medalla al mérito. Fue la primera de muchas y de varios ascensos hasta que en junio de 1919 los alemanes se rindieron y a él le nombraron capitán y le asignaron una pensión vitalicia. Entonces se dedicó a viajar por Europa, mandando, de cuando en cuando, postales a su padre. Por entonces hacía por olvidar a Laurie en cada uno de los segundos de su vida. Las cosas para el Roger Lévy de Weehawken no fueron tan fáciles. Había comprado una docena de cabezas de ganado y el bocio las había ido mermando hasta no dejar una. Pero lo peor, lo más doloroso, había sido que su padre había muerto sin perdonarle su cobardía, sin dirigirle siquiera la palabra por no querer combatir junto a sus vecinos en Francia. A los cuatro años de terminada la guerra, su padre sufrió un ataque de hemiplejia y falleció a los pocos días, solo en casa, con la mitad del cuerpo paralizado. A veces pasan estas cosas, pasa que hay elementos de la trama que por más que lo intentan no consiguen abstraerse a la duplicidad de los reflejos y terminan así, la mitad aquí y la otra allá. El caso es que le encontró una vecina, la señora Potter. El capitán Lévy, por entonces, disfrutaba de unos días de descanso en un balneario a las afueras de París. —¿Sí, dígame? La señora Potter le explicó en una conferencia. —Por las características de la enfermedad —le dijo— es como si sonriera solo media parte de él, una comisura hacia arriba y otra hacia abajo, a medias. Era, le siguió diciendo, como si estuviera medio riéndose medio triste, tenía un ojo abierto y otro cerrado, un ceño fruncido y el otro no. Roger Lévy le agradeció a la señora Potter lo detallado de sus explicaciones pero le dijo que no necesitaba saber más. Ahora, pensó mientras depositaba el auricular en su sitio, sí que lo he perdido todo en Weehawken. —Siete… Europa, sin embargo, renacía de sus cenizas.
Aquel Londres de 1930 bullía de clubs nocturnos, revistas y cabarets. El West End era un buen lugar para ser olvidado y olvidar, para recobrar el anonimato de las almas atormentadas que, después del recorrido, llegan a un callejón sin salida. Quizá por eso a Roger Lévy le gustaba pasar las noches en vela en uno de los locales de Red Lion Square, bebiendo bourbon con hielo y fumando una cajetilla entera de Pall Mall. Pero cuando se emborrachaba —y eso ocurría con frecuencia—, le daba por hablar de Laurie, de aquel pueblo en mitad del desierto, del nombre de las orquídeas que nunca conseguía recordar, de un sapo con el extravagante nombre de Thomas Blue y de la guerra, sobre todo de la guerra y del maldito macuto de Lodge. En uno de los últimos números de la noche, actuaba siempre Annette Siddal. Bailaba como una serpiente, ligera de ropa y con una peluca con las puntas hacia dentro. Terminaba su actuación tumbada a lo largo del escenario, boca abajo, levantando una pierna y sonriendo al público. El local rompía entonces en una ovación etílica y exagerada y Roger Lévy aprovechaba para intercambiar con ella alguna que otra mirada. —Ocho… Un día partió por la mitad un billete de veinte libras y se lo dio al camarero. Ella vino al rato, agitando su mitad como una banderita de bienvenida. Llevaba un vestido verde hasta los talones y le dijo: —Ya lo sabe. Vengo por la otra mitad.
Su pelo real era más corto, rebelde y se le ensortijaba en los costados, pero desde el principio le recordó al de Laurie McKenzie cuando en 1917 le sonreía en el invernadero y le señalaba alguno de los tiestos. La primera conversación entre ellos fue un tanto insólita porque él no dijo nada y ella, como si le conociera de toda la vida, no paró de hablarle sobre sus sueños. Dijo que los apuntaba todos en un libro y que tarde o temprano, no sabía cuándo, acabaría realizándolos uno a uno, todos por orden. —¿Y cuál es su sueño ahora? —preguntó Roger por preguntar. —En este sitio —dijo mirando alrededor— nunca tengo sueños. Roger pensó en Laurie antes de añadir: —Yo tengo uno… pero me temo que a estas alturas ya resulta imposible. Ella hizo una pausa y cogió una de sus manos. —Solo tiene que intentarlo —dijo sonriendo—. Nunca se sabe. Pero Roger Lévy no se molestó en desmentir la confusión de la chica y desde aquella noche empezó a esperarla a la salida del club. Ambos caminaban por los Docks bajo las farolas del muelle, demorando los pasos, como si temieran llegar a la buhardilla de Annette en Picadilly. A veces, Roger Lévy, cogiéndola de la cintura, le decía cosas extrañas. —¿Le gustan a usted las orquídeas? —le preguntó una noche, mirando las arañas del puerto. —¿Acaso pensaba regalarme alguna? —le respondió ella jugueteando con su camisa. Esa fue la noche en que ella le invitó a subir cuando llegaron al portal. Entonces se hizo el silencio. Roger Lévy conocía de sobra esa sensación y la necesidad repentina de huir. Al final, después de mucho pensarlo, improvisó una excusa y salió corriendo, camino de su pequeño apartamento. Se tiró sobre la cama y estuvo un rato bebiendo whisky y entonces, por primera vez, se levantó tambaleándose y decidió que no huiría, que esta vez Annette sería suya, suyas sus piernas, suyo su coqueteo absurdo y desleal, suya aunque tuviera que vivir en una buhardilla infecta, aferrarse a la última opción aunque lo perdiera todo, aunque renunciara a sí mismo y a su honor. Esa vida, pensó levantándose de la cama, tiene que ser mía. Se vistió y aunque eran más de las doce salió de casa. Cuando subió los siete pisos y llegó a la buhardilla, todavía resollando, Annette le abrió en bata, con una copa de vino en la mano y apoyada en el quicio. Sus pechos se esculpían como dos arcos vibrantes bajo la seda de la bata y una de sus piernas
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Narrativa
Quizá por eso decidió pasar unos años en Baden Baden, otro en París y casi ocho meses en un hotel frente a la ópera de Milán, asistiendo a los fastuosos estrenos de Don Giovanni y La Traviata. Y en todas esas ciudades conoció a mujeres que le recordaron a Laurie, bien por sus vestidos adornados o por sus cinturas obscenamente estranguladas. Roger Lévy era un hombre atractivo, para qué desmentirlo, bien posicionado y elegante. Muchas de ellas no tardaron en mostrarse dispuestas al matrimonio. Pero en el último momento, justo cuando se decidía a pedir su mano, recordaba a Laurie y ese algo frágil dentro de él se rompía, como un cristal, obligándole a huir como había hecho por primera vez en 1917. Y siempre sentía lo mismo, como un pellizco en el alma, como si se dividiera en dos y una parte de él quisiera quedarse allí y la otra huir lejos, sin mirar atrás. En 1930, con cuarenta y dos años, Roger Lévy ni siquiera podía intuir que cada vez que renunciaba a una de aquellas mujeres, otro reflejo tomaba posesión de la mujer que abandonaba y cobraba vida propia. También es probable, a la vista de la similitud, que cualquiera de aquellos reflejos fuera el original y que el que acabó en Londres, solo y ahogado en alcohol, fuera un destello, poco más que un relumbrón de aquel otro que había viajado a Venecia y, en ese mismo momento, besaba a su mujer bajo el Puente de los Suspiros.
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sobresalía arqueándose contra el marco. Nada más verle en el felpudo, los ojos de Annette se abrieron como si no diera crédito y estuviera viendo un fantasma. La copa en su mano resbaló haciéndose añicos. —¿Tú? Desde luego, pensó Roger Lévy, no le esperaba. Y antes de que ella pudiera reaccionar, un Roger Lévy engañado y enfurecido, incapaz de razonar, la empujó hacia atrás y entró en el cuarto. —¿Quién está aquí contigo? Fue la primera vez que se encontró cara a cara con uno de sus reflejos, durmiendo satisfecho, con el embozo hasta la mitad del cuerpo.
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—Nueve…
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Franz Hunt se ocultó detrás del fresno y Roger Lévy pensó que él iba a ganar, que él era el único y que el otro, a la fuerza, tenía que ser una ilusión. Por qué dudarlo. Pero su reflejo pensó lo mismo o quizá no era su reflejo y era el original y al fin y al cabo sintió que su dedo resbalaba por la empuñadura de madera y apretaba un poco, apenas un milímetro el gatillo. Y entonces se le ocurrió. ¿Por qué no darse la vuelta y disparar antes de tiempo? Una vez muerto su reflejo, qué podía pasar, quién podía acusarle de matar a una alucinación. Le pagaría unos billetes al viejo para comprar su honor y su silencio y Laurie y él vivirían tranquilos el resto de sus días. Roger Lévy o su reflejo, a casi diez metros de distancia, pensó lo mismo, que el honor, aunque fuera el de un militar que se había pasado la vida cosechándolo, tampoco tenía tanta importancia. También sintió la necesidad de terminar con la farsa. Pero tampoco lo hizo. Aquella noche, Roger Lévy asfixió a Roger Lévy con la almohada bajo la mirada de Annette que gimoteaba en una esquina, sin comprender la duplicidad de un reflejo y su original. Roger Lévy sintió el cuerpo de su adversario contra-yéndose entre las piernas, intentando escapar. Pero Roger Lévy apretaba más y más fuerte y Roger Lévy se fue quedando quieto, inalterable, ya cadáver bajo las sábanas. Fue la primera vez que sintió la legítima necesidad de prevalecer sobre su reflejo y sintió el placer de recuperar su originalidad. Y entonces, de alguna manera, también entendió que cada vez que había escapado de Laurie o del recuerdo de Laurie o de aquellas mujeres que se le parecían tanto en Baden Baden, Milán o París, se había ido duplicando, sembrando el mundo de reflejos como él, que disfrutaban de una vida que le habían arrebatado. Por eso visitó de nuevo todos aquellos lugares, desanduvo el camino y, uno por uno, acabó con la vida de todos ellos, escondido detrás de la cortina en el palco de la ópera, en una de las tinas de barro
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del balneario, en Les Deux Magots oculto tras los castaños de Saint-Germain-des-Prés. Pero ese sentimiento de unicidad se agudizó la tarde que llegó a Weehawken, tres años después y tuvo la certeza de que Laurie no se había casado con Matt, ni despachaba tornillos en una ferretería, sino que su reflejo de allí se la había arrebatado. Estaba cansado y muy, muy furioso. Sabía que aquel de Weehawken, por fin, sería el último. Por eso, nada más desembarcar, se dirigió hacia el rancho de su padre y justo entonces, al principio de la empalizada, le vio cortando unos leños, sudado e idéntico a él. Por su parte Roger Lévy, esa mañana, se había levantado incapaz de conciliar el sueño. A veces, cuando no podía dormir y su padre se le aparecía en sueños con una mitad paralizada, cogía su hacha y la emprendía con el primer tronco que encontraba hasta convertirlo en astillas. Supongo que entre un reflejo y su oponente, igual que entre dos mellizos, se establece un lenguaje silencioso, telepático, que prescinde de las palabras. —Y diez. Y Roger Lévy y su reflejo se dieron la vuelta. Uno por la derecha y el otro por la izquierda y uno de ellos se quedó agarrotado, pensando en Laurie, en los hijos que tuvieron y en los que no, en el tiempo transcurrido desde 1917 y después de apuntar al pecho de su contrincante, el otro recordó el nombre, por fin, dendrobio, y justo a la vez le vino una imagen femenina entre la bruma del Támesis, el bullicio de la ópera de Milán y una explosión demasiado cerca, muy caliente, granizada de metralla, un sapo saltando de un bote de confitura abierto, el número musical de Annette y el viejo Frank Lévy sonriendo a medias entre el público de Red Lion Square. Apretó el gatillo sin demasiada convicción, sin saber muy bien a dónde apuntaba y sintió el retroceso del arma y una cuerda llena de ropa limpia y blanca que se llenó de un vómito de sangre y Matt se giró sonriendo desde la escalerilla, subido a los estantes de conservas y el macuto de Lodge y las guirnaldas y la pequeña Isabelle, un olor como a pólvora y azufre y Roger Lévy o viceversa, justo enfrente, escuchó la detonación y vio que del arma del otro salía una llamita, un hilo de resplandor, hubo gritos y aplausos cada vez que Annette actuaba, un impacto sordo en la camisa y una copa de vino cayendo a cámara lenta, una mancha escarlata de vidrio roto extendiéndose por la camisa y al final, como una flojera de piernas y todo, absolutamente todo, borrándose como una ilusión. Las dos pistolas cayeron al suelo. Cuando por fin Franz Hunt salió de detrás del fresno, les vio caer idénticos, con los brazos en alto y la simetría atónita de los reflejos cuando se extingue su original.
Utopía Por Raúl Harper
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oda la banda está reunida en el back-stage,
esperando las 10:30 para montarse al escenario. Las manos parkinsonianas de Emilio me ponen nervioso siempre. Él intenta relajarse en una de esas extrañas asanas yoga que suele practicar. Marc, por el contrario, se ve bastante cómodo jugando con sus baquetas. Las mueve en círculo una y otra vez, como si fueran los pompones de una porrista. Juan está acurrucado en una esquina abrazado a su guitarra. Posiblemente las cervezas que tomamos esta tarde lo tienen adormilado. No es algo que sorprenda en él. Yo bebo unos tragos de whisky para calentar la voz, y los bajo con el humo de un puro. Hace tiempo que ensayamos para este día, y ahora estamos más seguros de lo que somos. Somos grandes. Somos buenos. Somos rockers. Esta noche tenemos concierto. La hora indicada es anunciada por el dueño del bar, nuestros pechos se ponen palpitantes. Las luces del escenario se encienden y una multitud de ladridos se inicia con nuestra salida. Sorprendidos decimos: —¡Mierda, son perros! —¡Esto debe ser una broma! —¡Los perros no compran discos!
Más de un centenar de perros son nuestra audiencia. Perros ebrios, perros oliéndose los rabos y reproduciéndose enfrente de nosotros. Emilio parece no soportarlo y se devuelve al back-stage, dominado por una convicción cuya única prueba es su instinto. A los perros no les agrada el retiro y aúllan como lobos. Voy detrás de él y le advierto: — Debes regresar de inmediato, el público está disgustado. —No es posible que haga eso -responde agitadosiempre le he temido a los perros.
—Si no lo haces vendrán por ti.
Se queda pensativo por un instante. Meditando. Después da media vuelta y se cuelga el bajo nuevamente. No es en absoluto lo que esperábamos pero el show debe continuar. El espectáculo comienza puntualmente. Los perros mueven sus colas, se revuelcan y orinan las paredes. Una pastora siberiana sube a la tarima y me lame la cara. Segundos después se desmaya a mi lado. Soy un Beatle. Un chango flaco y alto se monta sobre uno de los parlantes, mira hacia el auditorio repleto, y al segundo se lanza sobre el público. Su hocico golpea el suelo con fuerza, pero el chango se levanta animado, sin percatarse de la sangre que corre por su rostro. Terminamos la primera canción del set list y me siento satisfecho. Son un público extraordinario. No hay aplausos pero estoy seguro que sus aullidos son de aprobación. Es una certeza inexplicable. Continuamos tocando pero nuestro bajista se encuentra nervioso. Los perros lo saben. Aunque siempre ha sido un profesional está arruinando la canción. Un Rottweiller gruñe y comienza a ladrarle con agresividad. Después un Bulldog, un Basset, un Fila brasilero, un Retriever y un Schnauzer. Intento tranquilizar al público por el micrófono, pero la situación ya no está en nuestras manos. Decenas de perros se lanzan contra Emilio y lo arrastran hacia el centro del auditorio. La música se detiene. Sólo podemos observar cómo desgarran su ropa y posiblemente su carne. No es muy claro desde arriba. Sólo atinamos a decir: —¡Él sabía que terminaría así! No se puede provocar a los perros. —¡Imagínense los comentarios de la crítica? —¡Seremos todo un éxito en MTV!
Narrativa
para perros
Desde el escenario contemplamos el final del espectáculo y a unas changas que nos invitan al camerino. El lugar está hecho un desastre, pero pronto habrá otra oportunidad. En su momento.
* Raúl Harper (Bogotá, Colombia, 1977). Autor del libro de cuentos Vagabundos VIP. Incluido en el libro antológico, del Taller de Cuento Ciudad de Bogotá 2008, Cenizas en el Andén.
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PROFESOR DARWIN, CREACIONISTA
Por Federico Arteaga*
“H
Narrativa
e descubierto que usted no es real” espetó el intruso del espejo mientras el doctor David Darwin se afeitaba su barba rala después de divorciarse. Como respuesta inconsciente ante tamaña intromisión, la cuchilla de aquella máquina desechable perforó la piel del catedrático a la altura de una importante vena del cuello y borbotones de sangre empezaron a agolparse en sus asustadas manos. El reflejo, sin embargo, no actuaba con la misma torpeza y miedo de su dueño. Permanecía estático, firme, con medio rostro lleno de barba espumosa y la otra mitad perfectamente afeitada y húmeda, despidiendo un insoportable olor a aloe. El profesor Darwin miró su reflejo y este parecía sonreír complacido. La sangre manaba de su cuello y ya manchaba su camiseta blanca, que utilizaría bajo la camisa palo de rosa que combinaba tan bien con su corbata de seda roja, combinación que no fallaba en impresionar a sus estudiantes, quienes invariablemente pensaban que alguien con la erudición del profesor Darwin tendría un aspecto mucho más desaliñado y menos, por decirlo de alguna forma, a la moda. A diferencia de su histórico tocayo, el profesor Darwin no era evolucionista, era creacionista; y esta diferencia radical irónicamente le había ganado más adeptos que detractores. Siendo un hombre inteligente y de mente abierta -otra contrariedad del creacionista-, se había dejado crecer la barba para acompañar su innegable calvicie y solía decir que los monos descendieron del cielo (aunque muy dentro de sí pensaba que evolucionar de un chimpancé era una cosa abominable) con el fin de evitar espinosas discusiones alrededor suyo. Y había una razón muy sencilla para esto: el profesor Darwin, creacionista, no enseñaba biología ni antropología ni cosa parecida. Era un profesor de matemáticas que acababa de separarse de su esposa, con quien permaneció por treinta y cinco años. * Federico Arteaga (Manizalez, Colombia). Su novela “Las Dunas” ganó el premio departamental para escritores nóveles en el 2003 en el departamento de Caldas.
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Rápidamente, mucho más que el avance de su diálogo interno, el profesor Darwin encontró un desinfectante de color marrón en la gaveta de su mesita y se lo echó desordenadamente sobre la herida. Ardió, por supuesto, pero ahora sabía que era seguro vendarse con la gasa y la cinta porosa que había junto al desinfectante. Entre tanto, el reflejo del espejo no se había desvanecido. Muy por el contrario, estaba saliendo del marco apoyándose en el lavamanos con la agilidad y elasticidad de un hombre que a los sesenta y dos años ha decidido separarse. Afortunadamente el profesor Darwin era un hombre vanidoso -como lo demostraba su creciente colección de corbatas de seday el espejo en su baño tenía las proporciones de una ventana en una casa sobre la playa, así que salir no fue gran complicación para el reflejo quien, habiendo atestiguado el afán y la huida del profesor en busca de primeros auxilios, se había quedado sin terminar su discurso. “Dije,” repitió el intruso con la respiración agitada y en voz alta para que se escuchara en todo el apartamento, “que he descubierto que usted no es real.” En aquel instante el verdadero profesor Darwin acercaba una mota de algodón sumergida en alcohol antiséptico a la herida, y la voz de aquel reflejo, que era la misma suya, le espantó de tal forma que empujó la mota contra su piel tan fuerte que el ardor se hizo insoportable haciéndole gritar e informándole de su paradero al reflejo que lo buscaba en la sala. A zancadas inaudibles, el intruso del espejo hizo su aparición en la habitación donde el profesor Darwin se aplicaba definitivamente la gasa con cinta porosa a su cuello. El uno temblaba de miedo y el otro resoplaba cansado por la transición del mundo al otro lado del cristal reflectivo a este. Frente a frente, sus barbas a medio cortar se complementaban perfectamente, y la sangre que manchaba la camiseta del tangible era la que le hacía falta al intangible, quien se veía un poco pálido. “Usted no debería ser creacionista. Usted nunca debió ser creacionista, y los que estamos de aquel lado -señaló al baño-
sido pilares vitales de su adolescencia: las mujeres son de otro planeta, las mujeres son bestias indomables, las mujeres son demonios que depredan las almas de los hombres. ¿No fue una desilusión amorosa lo que le llevó a usted a recluirse en el mundo de las matemáticas para huir de la vida social y el contacto con aquellos seres despreciables, uno de los cuales le había descorazonado? Y se entregó usted a Dios en busca de respuestas para su espíritu, después de haber llevado una vida más bien disipada y libertina. Se encontró bendiciendo la soledad y la solidez matemática de su existencia, de su mente desaparecieron los recuerdos dolorosos y pensó que sería posible hallar, algún día, una persona superior a aquella que tanto sufrimiento había causado.” “Así, atendiendo sus nuevos principios de matemática y religión, acudió al entierro de un eminente profesor a quien admiraba, y allí conoció a Marta, otra estudiante devota, con quien se vio en un futuro cercano cenando a la orilla de un hermoso canal.” El reflejo puso su brazo alrededor del profesor Darwin y lo condujo hasta el baño dejando una única estela de sangre tras ellos.
El profesor Darwin, el material, lo ignoraba. Pero no ignoraba que la sangre seguía saliendo de aquella herida desinfectada y tratada. El susto que le había provocado la aseveración de su reflejo empujó esa cuchilla muy adentro de su piel. Su camiseta blanca se sentía húmeda, roja y pesada.
“Como ve, ha llevado una vida de mentiras y cuanto más ha mentido usted, más real me he vuelto yo. Ahora aquí estoy. Y usted, a este lado, ha demostrado que la creación mía es resultado de la evolución suya, cuanto más ha evolucionado en contra de sí mismo, más sólida se ha hecho la creación de su evolución, y la única consecuencia lógica de su avanzada evolución es la reversión de la creación, por tanto usted deja de ser material para que su evolución, esto es su creación, se haga tangible y real, a diferencia suya pues, como dije anteriormente, he descubierto que no es real.”
“A Venecia. ¿Recuerda usted que antes de casarse le prometió llevarla a pasear en góndola y cenar junto a los hermosos canales de la vieja ciudad? ¿Cumplió usted su promesa? No necesita responderme, ya que siendo su reflejo conozco todas sus mentiras. Pues allá se ha ido Marta, a pasear sola en góndola y a cenar sola junto a los canales. Usted pensará que es un capricho de vieja, sin duda habrá olvidado que le había hecho esa promesa.”
Al final de su presentación, el profesor Darwin, evolucionista, ayudaba a su reflejo -el que tenía la espantosa cortada en el cuello- a trepar su lavamanos. Minutos después se hallaba culminando su afeitada frente al espejo. Quería asegurarse de quedar muy limpio y muy impregnado de aloe, pues le esperaba un largo vuelo, tras el cual tendría una cena romántica con una hermosa mujer frente a uno de los suntuosos canales de Venecia.
Era verdad. “Días antes de firmar los papeles de separación, pero ya avanzado el proceso de los arreglos intramaritales, usted había pasado varias noches en vela. Recordará que lo atacaron dudas que no entretenía desde su joven adultez y que habían
Narrativa
nos encontramos allá porque quien nos crea al pararse frente a un espejo se compone de irrealidades y se enfrenta a un conjunto de mentiras subyugadas atrapadas en un cristal, sin voluntad, sin fuerza y sin voz. Así, permitimos que el ente, la cosa, la persona que mira el espejo sea dos veces falsa y mienta a nuestras expensas, porque al tener un reflejo, cree ser real. Pero usted no es real. Porque si fuera real su reflejo sería también creacionista, y yo no creo en la creación, yo voto por la evolución. ¿Me entiende? No ha convencido ni siquiera a su propio reflejo, profesor Darwin. Esa barba que se está afeitando tras haberse separado de Marta -quien es una mujer insuperable, si lo sabré yo- es su cortina de mentiras. Déjeme explicarle. Cuando Marta le dijo a usted que a pesar de sentirse vieja a sus cincuenta y nueve años tenía ganas de explorar otros lugares, hacer cosas distintas y ver el mundo antes de su fin, usted montó en cólera. Usted le dijo a ella que ya no estaban en edad de dedicarse a las aventuras; y a pesar de tener una mente abierta para los nuevos colores en las corbatas, no fue capaz de aceptar que su esposa quería cambiar su relación. Aunque fuera sólo un poco. Usted le advirtió que este comportamiento suyo era impropio y despertó en ella la semilla de la duda, después de treinta y cinco años juntos. Pronto ella quiso divorciarse y usted aceptó sin mucho aspaviento considerando que ahora podría hacer otras cosas, visitar otros lugares e, incluso ver el mundo. Ayer firmó con ella un papel que disolvió su relación y ella hizo sus maletas y se fue. ¿Sabe a dónde?”
Del otro lado del espejo, un viejo medio-barbado y medio-muerto criticaba sin audacia ni audiencia la evolución de la realidad.
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Sobre la microficción L
Por Pedro Crenes*
Columnas
a proliferación de microcuentistas o microrelatistas o simplemente escritores de minificción (minificcionistas) no es ni más ni menos que una manifestación de que en nuestro medio literario algo está cambiando. A pesar de que a nuestro querido Javier Marías (querido sin ironía y no me explico más) le parezca que desde “El dinosaurio” (“ese ya insoportable cuentecillo” según su criterio de mayo de 2007) han aparecido una “corriente imitativa aun más insoportable”. Corriente sí, pero no imitativa. Faltaría más, como si llegar a “El dinosaurio” hubiese sido tan sencillo como llegar al cuarto de baño de cualquier casa o librería. El microrelato se viene dando desde muchísimo tiempo atrás, no se lo inventó Tito, y ha sido objeto de importantes estudios y cuenta con una larga lista de impecables practicantes. José María Merino, Ana María Shua o Fernando o Iwasaki son sólo algunos de ellos y más que podríamos citar aquí. Hacerlo sería abusar del género. Expertos como Fernando Valls, el profesor Souto, José María Merino, Lauro Zavala por no hablar de Ignacio Reler, son sólo una pequeña muestra de lo que se está haciendo sobre este género que algunos ven como el género que mejor se adapta para los tiempos de crisis. Y es que la brevedad, la velocidad silenciosa que comunica este género sumado a su capacidad necesaria de hacernos releer, hacen que los hombres y las mujeres paren mucho más, tomen más aire al acercarse a un microrelato que cuando se acercan a la novela. Como nos dijo más o menos Hipólito G. Navarro el día que presentó “El pez volador”, los cuentos son en la mesa de novedades “¿tienes un minuto” y concedes el minuto. Ante las novelas “¿tienes tres meses? a lo cual nadie se detiene. La * Pedro Crenes Castro (Panamá, 1972). Ha publicado cuentos y artículos en distintos medios de comunicación: Revista Letras de fuego, Panamá, en las revistas virtuales Delibros. org y Revista de Letras, España y Resonancias (Francia). Ha colaborado con los periódicos panameños La Prensa y el Panamá América. Ha participado en el taller literario “Entrelíneas” del escritor peruano Jorge Eduardo Benavides.Fue segundo finalista del III Certamen del Libro Deportivo Marca con la novela Los juegos de la memoria. Redacta un blog senderosretorcidos.blogspot.com en el que habla de libros, cine, jazz y política. Reside en Madrid desde el año 1990.
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cosa es así con los géneros literarios en estos tiempos trepidantes. La microficción es entonces “tienes un segundito” y la gente se queda con uno para que se los contemos varias veces para que le cojan todas las lecturas posibles al texto. No “cuestan tan poco” como se pregunta Marías en su artículo de hace años. La microficción es una disciplina que requiere paciencia, muchos silencios y una gran dosis de humildad por parte del escritor. Pulir, reducir, reescribir parafraseando a Andrés Neuman, otro practicante del género. La súbita aparición del microrelato tiene que contar con la necesaria disciplina del escritor y con la irrenunciable, ya no complicidad, sino también disciplina esta vez lectora y atenta del que se enfrenta al texto. Se escriben a sorbos, en jornadas de transpiración literaria y así han de ser leídos, poco a poco y vueltos a saborear para encontrarnos, pasadas varias jornadas, con nuevas texturas en el paladar literario. Eduardo Berti y Clara Obligado han hecho para “Páginas de espuma” selecciones de grandes microrelatos pero la lista de libros y antologías de ayer y hoy es amplia. No le hagan caso a Javier Marías: lean microficción, escriban minicuentos, estudien microcuentos, intercámbienlos pero sobre todo vuelvan a leerlos, vuelvan a disfrutarlos. Los que se oponen al género se pronuncian con vehemencia afectada de culturetismo (“microrelatos o algo así”, dice Javier) de pro que suena a resentimiento por no poder escribirlos y ser incapaces de disfrutarlos. En fin, así es la vida. Por cierto, ¡qué casualidad! el sillón de Marías es el R.
Por: Jorge Mario Sánchez*
unca me gustó Andrés Caicedo. Cuando supe de él, en los últimos años de mi adolescencia, leía sobre todo a Henry Miller y a Dostoievsky, y ya había devorado varios libros de García Márquez. Por esa época hojeé algunos cuentos de aquel escritor “maldito” y su novela Que viva la música: me parecieron bastante malos y se me hacía increíble que el tipo generara tanto furor en Colombia. Me expliqué ese furor por el hecho de que le gustaba, sobre todo, a adolescentes sin muchas lecturas fascinados por su suicidio. Hace poco leí de nuevo Que viva la música, y aunque encontré páginas sobresalientes sigue siendo, para mí, una mala novela: mal escrita, narrada por una niña-mujer en cuya voz poco femenina se siente en todo momento la intromisión del autor, sin pizca de verosimilitud y desprovista de personajes verdaderos. Luego leí algo de El cuento de mi vida, la recopilación de cartas y fragmentos de diarios de los últimos meses de la vida de Caicedo, y me pareció de lo mejor que había escrito, muy superior a sus ficciones. Y ahora, abrumado por la cantidad de críticas positivas que ha recibido su nuevo libro, entro de lleno a Mi cuerpo es una celda, la autobiografía de Caicedo que montó Alberto Fuguet a partir de cartas, reseñas de películas y otros escritos del caleño. Acabo de terminar las cartas que escribió el día de su suicidio, y estoy ahora en el epílogo del propio Fuguet. Y siento entonces la urgencia de decir esto: Mi cuerpo es una celda es, sin duda, el mejor libro de Andrés Caicedo, y tal vez su único libro verdaderamente bueno. Es bellísimo y doloroso, en todo sentido. La lectura de esas últimas dos cartas me afectó sobremanera, y escribo esto para recuperarme un poco. Porque sentí –además del desaliento de saber que ese hombre vivió de verdad, que las cartas son reales y que, al leerlas, caemos inevitablemente en el morbo y el vouyerismo–, sentí, repito, un * Jorge Mario Sánchez (1979, Bucaramanga, Colombia). Escritor e ingeniero electrónico,estudiante de Maestría en Literatura en la Universidad Javeriana de Bogotá. Ha publicado cuentos y artículos en la sección cultural del periódico Vanguardia Liberal de la ciudad de Bucaramanga. Ganador del concurso de cuento “Umpalá”, de la ciudad de Bucaramanga (Colombia), en su edición del año 2004. Obtuvo mención de honor en el “I Concurso Nacional de Cuento La Movida Literaria”,de la ciudad de Bogotá (Colombia), en el año 2009.
Los suicidas, creo, tienen una valentía que muy pocos poseen. Parecieran apostar sus días en la ruleta, siempre. Y por supuesto están condenados a perder y a alimentarse de estos fracasos. Suicidas y artistas son espejos para quienes no desean verse a sí mismos. No son anormales: son mucho más conscientes de esa humanidad sufriente que padecemos todos. Nada más. Son, como Cristo, los chivos expiatorios de la humanidad: se sacrifican, ya sea con la muerte o la entrega total a su visión, para que los demás podamos padecer el día a día sin derrumbarnos. En fin: no pienso leer nada nuevo que se publique de Caicedo, ni releer sus cuentos y novelas. El único libro suyo al que podría volver es éste, Mi cuerpo es una celda. Pero ahora entiendo su mito, entiendo eso que la mayoría de fanáticos del caleño han leído, entre líneas, en sus ficciones: la historia de una vida fragmentada, de un hombre ingenuo obsesionado con el cine (siempre hay algo atractivo en los individuos muy apasionados), de una vida al margen de las reglas imposible en esa Colombia de la década del 70 y aún en esta Colombia de hoy, cada vez más cerrada e intolerante con las diferencias pero excesivamente tolerante con la “fe” y el “orden” a cualquier precio (muchas veces el precio es la sangre). Dice Caicedo en su reseña sobre Gritos y susurros de Bergman: “la imagen de la institutriz amamantando a la muerte es como un resumen de toda la compasión, tolerancia y generosidad que mueven al artista al asomarse con mirada desprovista de prejuicios al atroz abismo de la conciencia perdida, la voluntad quemada y el sufrimiento que llena el cuerpo de espinas por dentro y fuera sin producirle la muerte para que agonice lentamente. Entonces la muerte no viene a ser el remedio, sino la confirmación de todos los horrores”.
Columnas
Caicedo por Fuguet N
miedo atroz. Porque entiendo que la vida, cualquier tipo de vida, en toda época y lugar, es hostil para ciertas personas, aquéllas demasiado sensibles y conscientes de sí mismas (Harold Bloom habla, a propósito de Dostoievsky, de “la paralizante conciencia de nosotros mismos”). A estos hombres y mujeres siempre los acompaña la desesperación, la soledad, el hastío, la sensación de inestabilidad y caos, de ausencia de algo sólido y el deseo, consciente o no, de reconocimiento y aprobación, el deseo de entregarse por completo a ese mismo mundo hostil. Y qué mejor medio que la expresión y el arte, volver sus obsesiones y angustias un objeto comunicable, un lazo que los una por fin con esos otros tan distantes e irreales.
Amén, hermano.
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Las grupies de la
Literatura Las mujeres que deseo siempre van del brazo de otro
Por Carlos Ramírez Vuelvas*
Columnas
E
s una tarde de fines de invierno instalado, con la pobre mansedumbre de un cuerpo viudo, en la mesa metálica de la imitación de un hoyo fonky. Esplendorosa, al centro de mi mesa, la corona que mueve al mundo. A lo lejos, digamos del Teatro Principal del sitio, acaba de terminar de oficiar la respingada Alta Cultura. Fue la presentación del libro número cien de la editorial de estado, escrito por el narrador de moda, el novelista fashion. Buena onda el escritor de cabello largo y de invariables lentes negros. Me percaté, pues, de su presencia cuando entró al hoyo fonky y se instaló en otra mesa metálica. Pidió manteles largos para tapar la esplendorosa corona y festejar con sus amigos la edición de su libro en la editorial de moda. Buena onda los editores fashion. Música de fondo: un grupo noventero en el esfuerzo de interpretar canciones clásicas del rock, desde Rolling Stone hasta Radiohead. Buena onda los chavos del rock fashion. Y como la moda entra en todo, penetra todo, se convulsiona en todo, llegaron las chicas fashion, las mismas que saludan de beso y abrazo a los chicos rockeros, las mismas que saludan de beso y abrazo al escritor de moda. Yo pienso que
* Carlos Ramírez Vuelvas (México, 1981). Licenciado en Letras y Periodismo por la Universidad de Colima y maestro en Letras mexicanas por la Universidad Nacional Autónoma de México. Es autor de los poemarios Brazo de sol (2000), Cuadernos de la lengua y el viento (2007) y Calíope baila con el poeta ebrio (2009). Además, ha sido incluido en las antologías Un orbe más ancho. 40 poetas jóvenes (2005), La Luz que va dando nombre (2007) y El vértigo de los aires. Poesía latinoamericana (1974-1985) (2007).
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José María Fonollosa.
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Ah, las grupies de la literatura. Las recuerdo en el hoyo fonky pidiendo drinks (así les dicen ellas al tequila con jugo de toronja) para alegrar la velada. Mientras debajo de los manteles pulcros, discretamente, acarician la pierna del escritor fashion y sueltan una estruendosa carcajada ante cualquier nimiedad del novelista. Y ellas, lindas, con los ojos trasnochados, ya un poco ebrias, llevan la conversación a asuntos más trascendentales: —En tu última novela Javier —supongamos que así se llama el fashion men— veo la realidad como en un espejo tendido a lo largo del camino. Y él se ríe un poco cuando, en la pantalla de su mente, se dibuja uno de los capítulos de su obra: el momento en que fue fusilado Maximiliano mientras gritaba con desesperanza el nombre de Carlota. Y la grupie repite: —Eres tan simpático Javier; hay veces que pienso que converso con el hombre más suspicaz del mundo, etcétera... Te lo juro, (también le repite al oído el etcétera, acentuándolo, para que le quede bien clarito que tienen la capacidad de elucubrar y sintetizar un millón de ideas en una sola palabra). Luego con sus mejillas teñiditas con Angel Face de Ponds (mínimo, si a la grupie no la caracteriza un apellido judío) se acerca a las mejillas del escritor, y la grupie lanza un aforismo de Nietszche con el que están a punto de llegar al orgasmo intelectual: —No existe la verdad sino las interpretaciones, Javier. No faltará el columnista amargado que escriba crónicas corrientes en un periódico de provincia, y venga a decirnos esto y aquello, con un estilo mediano. Por lo pronto pido la tercera cerveza de la noche. La capacidad diurética del fermento de cebada es increíble. Prefiero no describir el baño de la imitación de un hoyo fonky sobre la calle Bolívar, en el centro de una ciudad. Sólo diré que la calle de una ciudad violenta es un lugar más seguro y limpio que el mingitorio. Abres la cortina y ves de frente a la grupie inhalando cocaína. Sale feliz del baño, con la sangre que le hierve por
todo el cuerpo. Mira a su ídolo: el escritor besa a otra escritora. Aquello fue para volverse lesbiana. La escritora besable, esa noche, se enteró del triunfo de su última novela. Y la grupie con aspiraciones a Premio Bachoco de Novela, ve sus sueños en el instante mágico del beso. La ahora Premio Bachoco fue también una grupie como ella, una grupie talentosa, joder, que jodiendo se ganó la lotería: 125 mil pesos con los que puede dedicarse, ahora sí, a escribir la gran obra y retirarse en definitiva de las sucias galeras de un periódico con tendencias ideológicas de izquierda. Otro beso, que ahora presenciamos, es la ofrenda de agradecimiento: el escritor fashion fue presidente del jurado del Premio Bachoco. En la mente del novelista jurado fashion hay un menaige a troi en puerta. La grupie con aspiraciones a Premio Bachoco, el escritor fashion presidente del jurado del Premio Bachoco y la ganadora del Premio Bachoco, festejan juntos, luego de la foto conmemorativa, al unísono tintinear de los drinks. El tufo del séptimo cigarro sale como ventosa de chiquero de sus bocas, y los involucrados en el Premio aconsejan a la aspirante el argumento de una novela: la vida de Picasso desde la perspectiva de un toro. —Oye, ya que hablamos de pasión salvaje, un amigo mío tiene un depa en una zona nice. Le estaba comentado a la Premio Bachoco que tu escritura es de calidad de Premio Bachoco, y que podríamos comenzar a escribir los primeros párrafos en el depa de mi amigo... La escena se interrumpe de súbito, cuando una voz ronca vocifera: —Pinche Javier, sabía que te encontraría aquí. Déjame darte un abrazo. (Decidí omitir las palabras altisonantes, por respeto a los lectores: quien entra al escenario es un alto funcionario de la respingada Alta Cultura.) La mirada de Javier se obnubila. Se pone pálido. Ahora sí, del Premio Bachoco al Premio Nacional Bachoco. Sólo hay que mover el trasero, piensa el novelista. Hay que moverse, pues, para que todo salga bien.
Columnas
ese subgénero de la vida literaria se debe llamar las grupies de la literatura. Ellas que deambulan con la mirada núbil entre las palabras de los escritores fashion, que dejan un poco más pronunciado el escote de la blusa y, como estudian letras o filosofía o en el peor de los casos antropología, procuran no llevar brasiere. Y saben tanto de erotismo como del audiolibro del Kamasutra, que prefieren, en honor de la pasión vedada, unos calzoncitos diminutos bajo las diminutas faldas.
Al día siguiente arribo al mercado a comer consomé de res. Mientras me curo de todo, llega un buen amigo y se sienta en mi mesa, coronada con una corona bien fría. Le cuento la anécdota y le sugiero que para su tesis podría disertar sobre las grupies de la literatura, desde la perspectiva de Bordieu y el campo intelectual. Está de acuerdo, dice, pero me hace ver que en el caso de la narrativa es cosa sencilla. Pero la Poesía... A mediodía, otro poeta se declara en huelga de hambre.
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Por Salvador Andrade*
Una idea de la felicidad
Últimas palabras
Ford Taunus, modelo 77, azul celeste.
Que la muerte espere a que haya escrito mis últimas palabras.
Lo mejor de este auto es estar en Singapur. Rodar por la carretera con una herida de bala en uno de los brazos. El mediodía clavando sus colmillos. Los recolectores de opio echando un vistazo. Y los recuerdos, esas viejas amantes,
Poesía
confundiéndose con la brisa que juguetea entre los cabellos de una larga peluca.
Si no tengo nada que escribir no escribo. Pero hay días que amanezco con suerte. En esos días las historias se cuentan solas. Bajan directamente de las nubes y se instalan en el lugar que el azar les ha asignado.
El bigote falso.
Ya sobre una hoja. Ya sobre la nada.
La falsa identidad.
También sin escribir se escribe.
De alguna manera habrá que confundir a los traficantes de armas.
También de pensamiento se hacen cosas.
Y a los críticos.
La muerte es el comienzo verdadero. El único principio. La memoria es una droga. La voz que te aconseja ser tú mismo y responder
* Salvador Andrade (Cartagena de Indias, 1983). Fundador del colectivo artístico the Alfonsus Lizarazu´s Project. Aún tiene inédito el libro de poemas Todos los santos huelen a orines. Esta es la primera vez que publica algo en un espacio que no sea uno de sus blogs. Actualmente lidera la banda de nueva psicodelia Pasternak y adelanta estudios de crítica de artes. Vive en Buenos Aires.
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A cada hombre se le ha asignado un número limitado.
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con silencio a los impulsos del tiempo. Pero nada de esto importa. Cuando se apagan las luces nada de esto importa. Cuando se acaban las palabras nada de esto importa. Queda la noche.
Morir en el retrete Morir en el retrete mientras se comen ciruelas es la mejor manera de salvar el alma porque la ausencia está llena de pelos y los hospitales dejan cicatrices Pero sentarse en el retrete a comer ciruelas y pensar en Jesucristo derramando la leche hace que uno se sienta tan familiar y casero como la abuela favorita que alguien tuvo Poder decir “oh, la muerte llega ahora hasta el retrete” y quedar tendido bajo dos soles de porcelana Sin heridas ni testigos
Por John Better
Anatene Caín durante todo el camino no ha hecho otra cosa que
Poesía
Como una pestaña.
Pensar en qué dirá cuando llegue solo a casa sin su hermano. * John Better (Barranquilla, 1978). Sus textos empezaron a aparecer hace más de diez años en la escena de la cultura local barranquillera. Para 2006 aparece su libro de poemas titulado China white, con la editorial independiente mexicana Salida de Emergencia. Parte de estos poemas aparecieron en la revista española Casa tomada y traducidos al alemán por Woolfgang Ratz, escritor austríaco. En los últimos años Better se dedica a publicar crónicas y relatos en medios locales, y finalmente los compila en Locas de felicidad (La Iguana Ciega) un libro que ha merecido la crítica favorable de autores como Fernando Vallejo, Pedor Lemebel, Jaime Manrique y Alonso Sánchez Baute se han referido de manera favorable sobre Locas de felicidad.
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Basura quemada Basura quemada Eres basura quemada Joyas prestadas a una rubia tonta debutante del burlesque Basura quemada ardiendo en la aurora de un espejo quebrado De naipes coronados con amarillentos diamantes De condones usados y decapitadas cabezas de piñatas con los dientes quebrados
Basura quemada es esa nube que se alza en la distancia Son esos algodones y esos guantes quirúrgicos donde hierven disecados pétalos de sangre Esas calabazas zumbando de moscas rubí Esos cascarones cuajados de fetos
Poesía
Esas revistas de pornografía donde ranas trasparentes babean su gelido orgasmo
Todo es basura quemada Incluso tus labios donde se hospeda una medusa de fiebre También tu lengua de filosas espinas plateadas Todo es basura quemada amor Incluso Jhune y Kent tan distantes de mí y al otro lado de la cámara pajeandose sobre un mugroso colchón en algún scort de Manila También Koyiro asombrada de ver flotar libélulas en el agua del lavatorio
Todo es basura quemada Excepto este poema que hasta ahora empieza a arder
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Por Omar Ardila*
La ciudad de la angustia
La Calle del olvido
En esta esquiva ciudad que me consume
Todas las tardes recorro la misma calle,
todo ha quedado reducido a una enorme ventana,
me adentro en el laberinto colmado de Minotauros.
por donde se fuga la única ilusión que me sostiene:
Del muro brotan las palabras;
levantarme de ésta arraigada silla y caminar de espaldas para olvidar el extravío del tiempo que me trajo al recinto del cuerpo abofeteado por la crueldad.
las rejas se abren y todas las voces se vuelcan a la plaza de los fantasmas. El “hombre de la calle”, estupefacto, se adentra en la oquedad de su cuerpo (vilipendiado, olvidado, transformado) para confiarle su último aliento. Todas las tardes me recorre la misma calle,
donde persistían inmóviles mis huesos frente a todas las puertas despejadas.
socava la herrumbre de mis pasos.
* Omar Ardila Murcia (Pitalito, Colombia 1975). Poeta, ensayista y analista cinematográfico. Ha realizado estudios de Filosofía, Derecho, Literatura y Estética audiovisual. Publicó Alas del viaje en un instante (Sic Editorial 2005) y Palabras de cine (Sic Editorial 2006). Ha participado en las antologías Solamente palabras y Estrella fugaz del Centro de Estudios Poéticos de Madrid, España; en la antología Paseo en verso del grupo editorial Pasos en la Azotea de Querétaro, México; y en la antología Poesía Social sin Banderas (Manizales, Colombia 2006). Es creador del blog: http://cinesentido.blogspot.com
surge un desplazamiento hacia mi carne
De los ojos que me miran,
que me hace viajero de otra calle;
Poesía
En esta ciudad de nadie, aprendí que la vida era un interminable sueño,
desposeído, vuelto sombra de la mirada. Todas las tardes, otro habitante desolado se aventura a explorar la misma calle.
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Por Íos Fernández*
La noche a medio lado Intentaba dormir junto a la ventana y a escasos metros de ella estaba la calle y detrás una sucia cuneta en donde los vecinos, cuando llovía, aprovechaban para arrojar colchones viejos, restos de comida y bolsas de basura. Y aún más atrás unos espesos matorrales y unos robustos árboles que extendían sus largos brazos como en una plegaria hacia el cielo. Yo levantaba un poco la cabeza con el hombro izquierdo apoyado sobre la cama, para mirar ayudado por la amarillenta luz mortecina que se desprendía de un poste con la esperanza de ver a lo lejos a una pareja de novios haciendo el amor o a un ladrón saltando alguna tapia.
Poesía
Pero si acaso era posible ver por allí deambulando a esa hora de la noche, a un gato solitario y a unos murciélagos o enormes mariposas revoloteando en torno a la agónica luz del poste, y claro, al viejo vigilante de la cuadra que pasaba encorvado haciendo sonar su pito a intervalos definidos. Y en un momento, ya entrada la madrugada, en que ni rastro del gato y el vigilante se había escabullido entre sus sábanas yo seguía abrazado a la enfermedad pensando que tal vez en otra parte del mundo, en Dubai o en Karachi, un joven trabajador cabeceaba frente a su jefe
* Íos Fernández (Cartagena de Indias, 1979). Estudió literatura y teatro. Ha publicado artículos, cuentos y poemas en medios impresos, así como el libro de cuentos El siguiente, por favor, con el que obtuvo el Premio Distrital de Libro de Cuento Cartagena de Indias.
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o un estudiante en medio de una clase dormitaba y soñaban (ambos) un sueño plácido, ignorando que al otro lado un hombre solo y cansado miraba indefenso a través de una ventana cómo el cielo inevitablemente se iba haciendo claro.
¿A dónde van a morir los gatos? Hay cosas oscuras del alma Que son como los gatos Dormitan todo el día Y te rondan al llegar la noche.
Las sacas a pasear Las llevas lejos
Poesía
Las embriagas Las dejas tiradas.
Y cuando vuelves a casa Ahí están de nuevo Sobre la almohada Maullando, arañándote la espalda.
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I Concurso Nacional de Cuento Revista La Movida LITERARIA Acta del Jurado Siendo las 17 horas del 12 de febrero de 2009, se reunieron en la ciudad de Bogotá Camilo Jimenez Estrada, editor de la revista El Malpensante; John Jairo Junieles, escritor colombiano, y Andrés Mauricio Muñoz, director de la edición impresa de la revista La MovidaLiteraria, para deliberar y emitir el fallo del I Concurso Nacional de Cuento Revista La Movida Literaria. A las 20 horas llegaron a una decisión, cuyas principales conclusiones se resumen en seguida:
1) Conceder el primer puesto ex aequo a los siguientes cuentos: •
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“Música para hablar de calamares”: Presentado al concurso bajo el seudónimo Míster Whittier. Una vez abiertas las plicas se pudo conocer que pertenece a Ángel Eduardo Unfried Muñoz (Nacido en Quibdo, residente en Bogotá) “Nuestro Idioma”: Presentado al concurso bajo el seudónimo Ulises H. Belano. Una vez abiertas las plicas se pudo conocer que pertenece a Humberto Ballesteros Capasso (Colombiano residente en Nueva York, Estados Unidos)
Sobre “Música para hablar de calamares”: La amistad, los sueños inconclusos, la esperanza son algunas de las líneas temáticas de este relato. Con gran economía de recursos en una escena en apariencia simple el autor logra caracterizar personajes tridimensionales, humanos, llenos de vida. El lector conoce la historia de los personajes, su idiosincrasia, viéndolos actuar, hablar, callar. Se nota oficio en el autor, en tanto ha sabido estructurar una escena simple pero a la vez llena de significaciones, de intenciones, de humanidad. En ella, dos amigos hablan convocados por una situación fortuita; uno de ellos, turbado por cuanto ve cómo alguien ha ido timoneando el curso de su vida, ve en su amigo la posibilidad de aferrarse a lo que ya no pudo ser. El autor no apela a recursos retóricos complejos o a palabras rimbombantes: usa palabras simples, diálogos naturales y, en últimas, logra imágenes contundentes. Sobre “Nuestro idioma”: Una historia familiar donde se rastrea el amor filiar, la comunicación intrafamiliar y las raíces
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de una enfermedad. Es un cuento sofisticado, con referencias a autores y lenguas, pero siempre en un tono amable, por fuera de los lugares comunes y, como el anterior, exento de palabras y sintaxis complejas, alambicadas. La voz de la narradora siempre parece a punto de venirse abajo, y mientras leemos su voz intentamos descubrir los síntomas de una enfermedad que parece inminente, como un fantasma esperando detrás de alguna línea. Gracias a una selección afortunada de intimidades familiares, alrededor de un miedo, se logra crear un mundo emocional con órbita propia. Leemos este cuento como quien inadvertidamente va entrando al mar sin sentir el cambio de la temperatura, y en algún momento, nos damos cuenta que estamos nadando en la conciencia de los personajes. Los dos cuentos anteriores comparten el primer lugar y, por tanto, el estímulo económico reservado para el premio. Cada uno de ellos recibirá un millón de pesos colombianos.
2) Nombrar como primer y único finalista al cuento “La Cosa Nostra”, presentado al concurso bajo el seudónimo Noam B. Barros, y que al abrir las plicas se conoció que pertenece a Daniel Camilo Bogoya González, residente en Bogotá. Este cuento será publicado en la edición Número 5 de la revista La Movida Literaria, junto con los dos cuentos ganadores. Sobre “La cosa nostra”: Aventura, humor y algo de intriga en este relato ambientado en Sicilia en los años ochenta. Quisimos destacarlo por su tema (un periodista que busca las claves de la camorra italiana), sus personajes algo excéntricos, el manejo cuidadoso de la narración y por la aventura que el autor ha planteado y resuelto con gracia.
3) Aunque las bases no lo estipulaban, el jurado ha decidido otorgar mención de honor a los siguientes cuentos, pues estuvieron vigentes hasta el último momento de la deliberación: Perro ciego: Presentado al concurso bajo el seudónimo de Conrado Noguera y perteneciente a Jorge Mario Sánchez Noguera, de Bogotá Colombia.
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Resaltar la participación en la primera versión del concurso. Se recibieron un total de 202 manuscritos provenientes de diferentes ciudades del país, tales como Bogotá, Cali, Medellín, Barranquilla, Cartagena, Leticia, Villavicencio, Pasto, Riohacha; así mismo, enviados por colombianos residentes en países como España, Francia, Italia, Ecuador, Argentina, Estados Unidos.
5) Sobre el concurso en general: Se ha estimado que, de la totalidad de los participantes, alrededor de veinticinco cuentos presentan un nivel que puede considerarse competitivo para un certamen literario. De estos, sólo unas diez historias se acercaron a un nivel expresivo suficiente, con una fusión armoniosa de elementos que permitieran despertar en el lector la experiencia emocional de asomarse a sensibilidades diferentes. Hubo varios cuentos con momentos casi sublimes, que luego decaían en monotonía, como si olvidaran que existe un pacto primario con el lector: el placer. El jurado quiere reiterar la invitación para asumir el proceso con mucho rigor, disciplina y constancia. La literatura es un oficio que debe asumirse como tal. Muchas veces se encontrarán voces que puedan desanimar; críticas agudas, lectores acuciosos que no encuentran sentido a una propuesta en la que se ha invertido tiempo y mucho esfuerzo. Así es este oficio; de hecho, así son todos los oficios. Lo importante es continuar, alentarse con cada resultado y, sobre todo, saber encontrar en esas palabras, que consideramos necias, un aporte que nos permita dar un paso más en nuestro proceso de maduración. Bogotá, 12 de Febrero de 2009.
Camilo Jiménez Estrada John Jairo Junieles Andrés Mauricio Muñoz
CALAMARES Por Ángel Unfried* Ilustración: Jonathan Colorado
¿
–
Has estado allá?
–No, nunca. Pero siempre quise ir. Pásame una “M”. –Coge, M amarilla. ¿Y por qué no vas de una vez y ya? –Ya estamos muy viejos para eso. ¿Tienes una almohada? –Sólo la de Karol y cojines de la cuna de la niña. –Déjalo así, ya haces bastante con abrirme y dejarme dormir aquí a esta hora. Me faltan un 7, una H y dos R. –Deben estar en el cuarto de la niña, voy por ellas. –Y una cobija, por favor. Marqué todos los números. Nadie contestó. Hacía mucho frío en la calle y la puerta no abría. Pasa a veces. Simplemente no abre. Quizá sea por las llaves o por las bisagras viejas. Sólo pasa a veces, casi nunca. Siempre en la madrugada y después, como si nada, a la mañana siguiente, cuando ya no importa, simplemente abre.
Esta vez eran las tres de la mañana. Traté cuatro veces. Agarré la puerta a golpes y nadie me escuchó. Llamé a Luis, a Diana, a Paula, a Chris. No contestaron. Sólo Santiago, con su boca pequeña pegada al pelo de Karol, dijo “aló”. Y le pregunté si podía quedarme en su casa y me dijo que sí y * Ángel Unfried (Choco, Colombia). Es redactor de la revista El Malpensante.
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Un alfil para Zweig: Macedonio Fernández: Presentado al concurso bajo el seudónimo de Gabriela amar y perteneciente a Alberto Bejarano, de Bogotá Colombia.
Música para hablar de
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Desde esta parte del barco yo no alcanzo a verte: Presentado al concurso bajo el seudónimo de Agamenón y perteneciente a Jesús Alberto Sepúlveda Grimaldo, de Ibagué Colombia.
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me alejé de la puerta cerrada y me metí en un taxi y llegué a su casa tan rápido como pude, antes de que Santiago acabara de despertarse, antes de que tuviera tiempo de arrepentirse. Santiago abrió la puerta y las dos rejas y me invitó a seguir a la sala. Las sillas del comedor estaban despejadas. No había sofá ni tapete, sólo piezas de colores, letras y números del tatami en forma de rompecabezas de la niña; ésa sería mi cama de tres, no, de cuatro de la mañana, y juntos comenzamos a armarla. Santiago se había ido al cuarto de su hija a buscar las piezas que faltaban, pero volvió a la sala, de prisa, después de medio asomarse al cuarto y sacar una cobija de lana sin siquiera detenerse a buscar las piezas. –Esta tarde vi en YouTube un documental sobre calamares gigantes. –¿Y qué decían? –Esos animales son la verga. No vuelvo a comer calamares ni pulpos. El que encontraron en el Pacífico debía medir como 25 metros. –Grande… –¿Grande? ¡Como del tamaño de este edificio! –¡Santiago…!
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–Ya voy, mi amor. Estamos armando la cama.
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Santiago siempre hablaba demasiado, aunque desde hacía unos meses cada vez menos. Contaba chistes como si fueran recuerdos suyos. Hablaba de amigos que según él habíamos olvidado pero que en realidad nunca existieron. Inventaba explicaciones para todas las preguntas. Tenía una memoria prodigiosa para los nombres y era un narrador fantástico de todos los temas, era difícil saber qué parte de lo que decía era cierta y cuál estaba improvisando. Una vez nos contó una película completa, con barcos, una bomba nuclear, una guerra y un país desaparecido de Europa del Este, con escenas de sexo detalladas, olores, colores, paisajes y un malo ruso que le pateaba el culo a los gringos. Todos quisimos ir a verla enseguida, buscamos en los periódicos, preguntamos a todo el mundo, cogimos a puños a Santiago para que nos dijera la verdad y sólo después de muchos golpes confesó que la película no existía. Lo recuerdo, se retorcía en la grama entre dolores y risas.
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Eso fue hace como veinte años, en el parque, ahora habla cada vez menos. Esta noche, sobre calamares. –Eran como tres barcos y dos submarinos. Usaban cámaras satelitales y un calamar pequeño como carnada –continuó Santiago dibujando los tentáculos en el aire–. Como las ondas no podían subir desde esa profundidad, mandaban la señal por un cable amarrado al calamar sintético que habían hecho unos técnicos de efectos especiales. Los manes pasaron como 3 años metidos en ese proyecto. ¿Sabes lo que es pasar tres años metido en laboratorios y submarinos nada más para tomarle tres hijueputas fotos a un calamar gigante? –No, ni idea. Mientras Santiago hablaba de las barbas rojas de Irving Perkins, el biólogo escocés que rajaba a los calamares, se arrodilló junto a mí, sobre el tatami, y comenzamos a juntar las piezas, las letras y los números de mi cama improvisada en su sala de recién casado, de padre nuevo, con hija y todo. A ratos se escuchaban los ronroneos de la niña y los ronquidos de Karol haciendo un eco cóncavo, áspero, que caía sobre las ojeras profundas de Santiago, mientras él me tendía una R fucsia y una cobija de lana, y me contaba sobre las profundidades ignotas del universo bajo el agua. –No entiendo para qué mandan cohetes al espacio si todo está allá abajo. Si tuviera plata me compraba tres barcos y un submarino y me ponía a buscar animales de esos. –¿Y Karol y la niña? Guardó un silencio breve. –Hm –encogió los hombros. Bajó los ojos y metió una O roja en el espacio circular reservado para esa forma. Levantó los ojos de nuevo, me miró con dolor y buscó las palabras que dijeran lo mismo que “mejor ve tú que todavía puedes”, pero más despacio, como una pregunta necia que incluía la mitad de la respuesta: –¿Por qué tú no fuiste antes, cuando eras joven? –Todavía estoy joven, solo estoy viejo para vainas como ésas. Además… no sé nadar. –¿En serio? –Ajá.
–Bueno, sí, ganaste, tú estás más jodido. –¡Santiago, ya cállate y ven a dormir! –gritó Karol desde el cuarto, como para recordarle que se equivocaba, que él estaba más jodido. La niña despertó con el grito de Karol y rompió a llorar. –¡Te das cuenta, ya la despertaste! –gritó Karol de nuevo. Santiago tiró la cobija de lana Fotografía: 9000 sobre el tatami, me tendió el brazo derecho hasta el hombro izquierdo en un abrazo incompleto y salió corriendo hacia el cuarto del fondo hasta desaparecer detrás de la puerta. Solo, escuchando los cuchicheos que vencían la puerta blanca y que llegaban hasta la sala, traté de adivinar a Santiago entre los susurros, pero muy pocos eran suyos, hablaba cada vez menos. Apagué la luz de la sala, puse las llaves inútiles y la billetera al lado del tatami y me dejé caer sobre las M verdes y los 5 púrpuras y las O azules con bolitas amarillas en el centro. Me arropé con la cobija de lana, pero el frío venía de abajo, del piso tocando mi espalda en forma de las R y las H y de uno de los 7 que hacían falta. Santiago se ve muy pequeño desde aquí. Tiene quince años, creo que yo también. Sus gritos apenas se diferencian de risas a esta distancia. Me levanto de la arena y alcanzo a escuchar más claramente los gritos lejanos. Corro hacia él, maradentro, y mis pies se hunden en la arena tocando el fondo del mar, corro hasta que el agua me cubre la nariz. Entonces vuelvo a la playa, levanto de la arena la bicicleta y pedaleo, maradentro, hacia los gritos de Santiago que se levantan entre la espuma y el horizonte púrpura y se convierten en nubes con formas de S de O de S, de H de E de L de P. También pedaleo entre otros gritos más pesados que se hunden y se convierten en letras y pulpos y algas y bocachicos, y las llantas de la bicicleta raspan el fondo, maradentro, hasta que alcanzo el pie de Santiago y lo jalo hasta sentarlo en la barra de la bicicleta, donde vuelve a respirar. Entonces pedaleo en sentido contrario, hacia la playa, lejos del púrpura, de la espuma
Me levanto despacio del tatami y una corriente fría se me cuela entre las fibras de las medias y se me mete por los pies hasta los huesos. Arrastro la cobija de lana hasta el cuarto de la niña. Empujo la puerta y encuentro una cuna repleta de cojines y muñecos, rodeada de cuatro paredes con muchos colores y algunos dibujos que hizo Santiago antes de que la niña naciera. Entre las patas de la cuna, el closet y la pared del fondo hay una montaña de libros, trapos y juguetes. Justo ahí, en la esquina inferior de la pared azul, los pulpos sonríen y los peces son más grandes que los submarinos. Me sumerjo lentamente en ese rincón y encuentro un 7 verde entre dos cojines, una R fucsia entre los barrotes de la cuna y una H amarilla sobre varios libros. Con las letras sobre el regazo, me apoyo en el closet y abro uno de los libros. De las páginas gruesas de cartón se levantan figuras animadas y flechas que abren puertas sin necesidad de llaves. Paso las páginas llenas de bichos raros, algas, náufragos escoceses y sirenas con los pezones cubiertos por mechones de cabello color chocolate. Entre las páginas 12 y 13, cerca al castillo submarino, escucho pasos que vienen del otro lado de la puerta del cuarto y trato de esconder los números y las letras detrás de mi espalda, como si estuviera haciendo algo malo. Sin tener para donde huir, me dejo caer entre la cuna, los cojines y los libros, y cierro los ojos. Los pasos se detienen muy cerca de mí, levanto los párpados con vergüenza y encuentro a Santiago mirándome con una intensidad retorcida y cavernosa entre ojeras profundas. Comienzo a abrir la boca a punto de disculparme, pero Santiago pone el índice de la mano izquierda sobre sus labios y levanta con la derecha media botella de ron barato. Pasamos las páginas en silencio. Entre la mediana oscuridad de una lámpara con forma de hongo y las paredes pintadas de colores, nos pasamos la botella, una y otra vez, y bebemos sin decirnos una palabra. Levantamos otro libro y recorremos juntos
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–No conozco a nadie que se haya muerto por no saber montar bicicleta.
y de las nubes con formas de letras y números de colores. Dejo caer a Santiago sobre la arena, sus ojos me sonríen reflejando el sol, suelto la bicicleta y al salir completamente del agua mi hombro toca el hielo, una baldosa helada con forma de H toca mi omoplato y despierto de frío y no puedo dejar de pensar en que aún tenemos quince años y que la H es una letra muda.
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–¡Qué mierda! Yo no sé montar bicicleta. Quién sabe qué es peor.
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la historia de un pueblo submarino en el que todas las delfines eran princesas, pero el príncipe, un hipocampo gigante que había cabalgado desde el otro lado del mar, se había enamorado de una sirena esclava. Sostengo el libro, Santiago jala la flecha hacia arriba y el pelambre amarillo de la sirena esclava se convierte en unos cabellos achocolatados y ondulados que se le derraman sobre un vestidito perlado de princesa que aparece reemplazando sus trapos rotos de esclava, malcosidos con hilo verde. Al bajar la flecha la sirena princesa vuelve a ser esclava. Arriba, abajo, arriba, abajo. Princesa, esclava, princesa, esclava. Santiago jala, una y otra vez, bebe un trago, me pasa la botella por encima del libro y rompe a llorar, como una de las princesas de la página siguiente que aún no hemos visto. Su cabeza cae sobre mi hombro. Bebe de nuevo y me abraza entre sollozos hasta quedarse dormido, torcido, con la botella en la mano.
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La luz de la mañana se mete por los calados e ilumina el fondo del mar pintado en la pared a nuestra espalda. Santiago sigue dormido entre mi brazo izquierdo y mi pecho. Trato de empujarlo suavemente para alcanzar la botella. Despierta con mi movimiento y su cabeza golpea los barrotes de la cuna y tumba los libros, la botella, la R, el 7 y la H, que hace demasiado ruido para ser una letra muda.
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El ruido interrumpe los ronquidos de Karol, pero antes de que ella se levante, se ponga la bata y nos eche a los dos de su casa, la niña baja de la cama de sus padres, atraviesa la puerta blanca, entra a su cuarto y encuentra a su padre abrazado conmigo sobre el piso. La mirada enrojecida de Santiago y la azul de su hija se cruzan por un instante. Santiago recoge la botella y la levanta hacia la niña con un movimiento de las cejas, una especie de brindis, se empina un trago largo de ron, se seca la boca pequeña con el dorso de la mano y retoma el curso de sus palabras como si las horas y el sol no hubieran avanzado: –Esteban, ¿tú sabes que al fondo, bien al fondo, donde no llega ni la luz, los cachalotes se agarran a trompadas con los calamares gigantes? –¿Y cómo se dan trompadas, si ninguno de los dos tiene puños? –No te hagas el marica, Esteban, tú me entiendes. Prométeme que vas a ir algún día. –Maybe. Maybe –respondo.
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Nuestro
idioma
F
Por Humberto Ballesteros*
ue a comienzos del 97 que me di cuenta de que nuestro idioma no era el alemán. Estaba en primer semestre de filosofía e inscribí una clase de alemán avanzado. El profesor que nos hizo el examen oral de clasificación, lo recuerdo, se llamaba Alexander Nordmann. Cuando se presentó pensé que estaba enfermo o que tenía un problema en el paladar. Siguió hablando con aquellos hermosos murmullos consonánticos y sentí que la cabeza me daba vueltas. Luego me pregunté si estaba soñando. De pronto otro alumno hizo una pregunta. Usó los mismos sonidos incomprensibles y tuve que aferrarme de la barra del pupitre para calmar el vértigo. Fue uno de los peores momentos de mi vida. Alrededor todos levantaban la mano, sonreían, les brillaban los ojos mientras se comunicaban en aquella lengua inimaginable. Escapé a los diez minutos. Los demás que estaban presentes aquella tarde aún deben pensar que estoy loca, porque al ponerme de pie tenía los ojos arrasados en lágrimas, y durante las palabras introductorias del profesor Nordmann, a medida que el mundo de mi infancia se hacía pedazos, no pude reprimir unos sollozos. Aquel mismo día llamé a mi hermana. Rosario es tres años mayor que yo y vive en Nueva York. Es mucho menos sensible que yo, pero luego de que le conté pasamos unos minutos escuchándonos llorar mutuamente en el teléfono. Me contó su experiencia, que fue algo peor. Como viajó a Estados Unidos un poco tarde no le hicieron examen de clasificación y llegó a la segunda clase. Su profesora se llamaba Julia von Thun y parecía querer que Rosario se presentara en alemán antes de continuar. Cuando por fin entendió que tenía que hablar, Rosario aún no quería * Humberto Ballesteros Capasso (Colombia, 1979). Sus cuentos y poemas han sido publicados en revistas literarias y académicas de Colombia y los Estados Unidos. En 2007 terminó su primera novela, ‘Diario para Ariadna’. Actualmente escribe una segunda y cursa un doctorado en Italiano y Literatura Comparada en Columbia University.
Después de llorar otro rato le pregunté a Rosario por qué no me había contado. Le fue difícil responder. Nunca la había oído titubear de esa manera, comenzando a hablar sólo para callarse en medio de la primera frase, como si lo que quería decir residiera en un lugar inaccesible a las palabras. Al fin dijo que sentía que algo importante se rompería si yo dejaba de creer en papá. Me sentí cansada de pronto. Le dije que esperara un momento, me paré del sofá y miré por la ventana. La silueta de una de las Torres del Parque dividía la luna por la mitad. Nos despedimos, y después me serví un vaso de leche, me acosté e intenté recordar el momento en que pronuncié la primera palabra en nuestro idioma. Me fue imposible. Desde que tengo memoria he sabido decir cosas en nuestro idioma. Jamás podría recobrar el instante en que aprendí a decir ‘perro’ o ‘sol’ en esa lengua llena de vocales largas y ritmos como de plumas cayendo.
Durante la universidad vi clases básicas de al menos nueve idiomas. Al principio evité las lenguas romances, porque sabía que nada se decía en nuestro idioma de una forma parecida a como se dice en español. Luego vi latín, portugués y francés, pero en esas tres tampoco pude pasar del primer semestre. Cuando se acabaron las posibilidades en la universidad busqué un profesor particular de hindi y otro de árabe. Ambos me duraron menos de dos meses. Compré un curso de swahili y otro de esperanto. Ninguna lengua, ni muerta ni viva, posee la electricidad semioculta, los brillos de relámpago que tiene para mí nuestro idioma. Cuando cumplí veinticuatro años viajé a Bonn, donde viví tres meses. Hice un curso intensivo de alemán y luego trabajé como mesera en un restaurante. Aprendí bastante. Seguí estudiando por mi cuenta y ahora estoy en un curso avanzado en el Instituto Goethe. Kafka, Sebald y Zweig son mis autores favoritos, y hace dos semanas terminé una novela corta de este último, Buchmendel, el primer libro que leo de principio a fin en alemán. Luego de pasar la última página salí a caminar. Estaba a punto de acabarse la hora del almuerzo en el trabajo, pero necesitaba pensar. Al imaginar al personaje de Zweig, en aquel momento cerca del final en que entra a la habitación donde había trabajado tantos años y la descubre cambiada, no pude menos que verlo con el rostro de mi padre; y cuando fingía leer los libros que tanto había amado, la mirada que emergía como desde un hueco también se me antojó la de mi padre, cuando ya estaba casi catatónico y le habían aumentado la frecuencia de los electrochoques.
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aceptar lo que estaba pasando y se presentó en nuestro idioma. Al terminar se puso de pie, porque se había percatado de la mirada desconcertada de la profesora. Murmuró una disculpa en inglés que no obtuvo respuesta. A medida que cruzaba el salón vio que la seguían con los ojos, y cuando abrió la puerta la muchacha que estaba sentada cerca dio un visible respingo. Lloró en el metro, se fue a casa de su novio y nunca le contó lo que había pasado esa mañana. Rompió con él tres semanas después, en parte porque uno de sus sueños mutuos era irse a vivir a Berlín, donde Rosario trabajaría un tiempo mientras Brian aprendía el idioma.
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Ilustración: José Antonio Suárez Londoño
Sí puedo recordar, sin embargo, la tarde en que aprendí a hablar del futuro. Estaba caminando con papá por el bosquecillo de los naranjos, empujando su silla de ruedas. El azul de la manta que él tenía sobre las rodillas es más intenso en mi recuerdo que el del mar o el de mi blusa favorita. “Papá, ¿cómo se dice ‘todo saldrá bien’ en alemán?”. Papá tosió ligeramente antes de hablar. Su voz era suave pero en nuestro idioma la impregnaba una fuerza. “Primero tienes que aprender a conjugar en futuro”, contestó. “Es fácil”. Me hizo recitar varios verbos mientras dábamos su vuelta preferida, hasta la quebrada y luego doblando por el sendero de los crotos, y cuando llegamos el desayuno estaba servido. Rosario estaba ofuscada porque mamá no le había dejado ponerse los zapatos de charol. Me sacó la lengua cuando me senté a la mesa, y desde la cabecera mi padre me picó un ojo y me sonrió como sólo él sabía hacerlo. El desayuno eran huevos revueltos y chocolate con canela.
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Me fue difícil convencer a mi madre de que me dejara escarbar en los archivos. Me preguntó qué quería hacer con todo aquello, me aseguró que se trataba de basura. Luego me dijo que era mejor que dejara de pensar en el pasado. Yo la entiendo. Siente que algo de mi padre reside en nosotras, sobre todo en mí, y que hay que mantenerlo dormido, porque en el momento en que despertara podría arrastrarnos a las regiones extrañas donde él pasó, para dolor y consternación de todos nosotros, una porción tan grande de su vida. Pero al fin dio su brazo a torcer, porque me quiere mucho pero sobre todo porque lo amó a él, y también, en el fondo, desearía que lo conociéramos como fue en verdad, más allá o más acá de su locura; no el genio que con dos libritos transformó la poesía en castellano para siempre, sino, sobre todo, un hombre bueno, tímido, común y corriente excepto por los fantasmas que a veces se veía forzado a perseguir.
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En los archivos de mi padre no encontré una sola referencia a nuestro idioma. Había borradores de poemas inéditos, un cuento muy hermoso que no sabíamos que había escrito, cartas de amor a una mujer cuyo nombre jamás escuché. Estaban el borrador de su tesis de grado en biología y su gramática latina, fotos innumerables, los pedazos de una máquina de escribir, y libros, cientos de ellos, en cinco lenguas, la mayoría en italiano; pero, a pesar de que no dejé rincón sin explorar y de que hojeé cada libro cuidadosamente, no encontré nada.
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Llamé a Rosario asustada, sintiendo que el mundo se estaba desvaneciendo a mi alrededor. Le pedí, no, le rogué que conversáramos en nuestro idioma. Al principio se negó, pero cuando me cansé de insistirle, después de un silencio muy corto, me preguntó si estaba bien. Apenas oí aquellas tres palabras, aquella modulación tan particular de la voz, fue como si me devolvieran a la vida. Hablamos en nuestro idioma unos minutos. Me encerré en el baño para que mi madre no oyera. Cuando colgué estaba más tranquila, tenía antojo de helado.
Éramos muy pequeñas, mamá aún no había desarrollado aquella aversión por nuestro idioma que después se haría tan intensa. Yo tendría unos cinco años. De pronto mi madre me pidió, en nuestro idioma, que le trajera un vaso de agua; y mi padre la interrumpió y le dijo que en el alemán moderno ya no se hablaba así. Le explicó que ahora el verbo se conjugaba diferente, la hizo repetir un par de veces la nueva forma y luego le pidió a Rosario que la pronunciara. Es un momento breve, uno de esos instantes de la vida Ilustración: José Antonio Suárez Londoño común que se disuelven fácilmente y que la memoria casi nunca recupera, y es en verdad afortunado que aquella tarde, mientras paseaba por el centro comercial, me haya venido a la mente. Porque lo que eso quiere decir es que mi padre estuvo trabajando en nuestro idioma desde muy joven y que siguió perfeccionándolo. Que en sus años más productivos no dejó de pensar en él, resolviendo incoherencias y problemas menores, y que es posible que nunca haya renunciado a allanar todas las inconsistencias, al menos hasta que su enfermedad se hizo más grave y se le comenzó a hacer difícil llevar una vida normal.
En el centro comercial, sentada en una banca mirando a la gente y con el cono en la mano, me percaté de que nunca antes había analizado el hecho de que a mi madre ya no le gustara hablar en nuestro idioma. Sé que mi padre le enseñó y que cuando eran novios lo solían usar. Imagino que lo comenzó a odiar cuando comprendió que en él residían las raíces de la locura que, lentamente, lo estaba reclamando.
No sé por qué nunca escribió nada sobre el particular. Lo hizo todo de memoria y sólo lo compartió con nosotras, y tal vez él mismo no habría sido capaz de articular el propósito de su empresa. Tampoco sé por qué nos dijo que era alemán. Esa parte no tiene ninguna lógica. En los últimos días, en que me he sentido cercana a él, he pensado que lo hizo porque una parte de su mente, la más enferma, quería convencerse a sí misma de que nuestro idioma tenía una historia, que alguien más lo hablaba, que existía en verdad.
Me puse de pie y caminé un rato. Compré una falda, hojeé una traducción de Gogol en la librería, miré los afiches en el cine. Recordé de pronto un momento específico cuya significación nunca antes se me había ocurrido. Estábamos en casa los cuatro, papá, mamá, Rosario y yo, viendo televisión.
El último regalo que me dio mi padre fue una edición española de la Eneida. Me la dio el día de mi grado, que lo fuimos a visitar al sanatorio antes de la fiesta. Le habían puesto una corbata y una manta roja, diferente a la usual, le cubría las piernas, pero en los pies tenía las babuchas de siempre. Me sonrió
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Me tuve que sentar. Nunca había visto nuestro idioma en forma escrita. Que yo sepa es el único documento que existe de él, fuera de los de mi autoría. Papá parecía haber realizado una simple transcripción fonética, excepto porque en la declinación del objeto indirecto había puesto un acento grave. Sentí que, de muchas formas más que la evidente, esas pocas palabras de papá ocultaban un mensaje. Hace más de un año que comencé a escribir mi primera novela. Ya pasa de las cien páginas y la historia se sigue complicando. Ha habido momentos en que he descubierto inconsistencias lingüísticas que mi padre no vio y he tenido que tomar una decisión. También he inventado palabras. El argumento es extraño y prefiero no resumirlo, al menos no en español. Los personajes se me han hecho indispensables. Un muchacho que se parece a papá es uno de ellos, pero también hay un soldado que pasó un año secuestrado por la guerrilla, un ama de casa a quien le gusta pintar, un perro callejero. En el último cumpleaños de Rosario la llamé y, luego de felicitarla, le conté lo que estaba haciendo. Me regañó. Sentí en su voz una madurez, un amor severo que me recordaron a mi madre. Me dijo que era una insensatez y que ella nunca la leería.
En su más reciente llamada mi madre me dijo que Rosario le había contado y me pidió que dejara de escribir la novela. Yo le aseguré que no había pasado de las diez páginas, que había sido un capricho momentáneo y estaba concentrada en mi trabajo. A una cierta edad las madres, incluso las que son como la mía, aprenden a fingir que confían en sus hijos, así que al fin pareció creerme y hablamos un poco del clima. Antes de colgar estuve tentada a preguntarle por qué nunca nos reveló el engaño de papá; pero no dije nada. También yo entiendo que hay algo de nuestro pasado que es mejor dejar que se desvanezca. La semana pasada la llevé a comer y no tocamos el tema. Todas las noches, al llegar del trabajo, me doy un duchazo y me siento en pijama frente al computador. La gata se queda dormida en uno de los estantes de la biblioteca. En la noche el silencio de mi apartamento es acogedor y en su seno brillan como nuevas todas las cosas. Abro el documento y, sin dudarlo un instante, comienzo a escribir. Nuestro idioma se ilumina particularmente, no sé por qué razón, en las descripciones de rostros y en las persecuciones. Tiende a las frases sencillas pero también acepta con facilidad la sorpresa de una metáfora. Con cada frase me hundo más y de pronto estoy flotando en el centro de algo tan cálido e íntimo que tal vez no sea otra cosa que yo misma; y sin embargo no estoy sola. No sé si sea mi padre el que está conmigo o si sea algo más, algo universal que no necesita existir para acompañarme. Me pregunto si era ésto lo mismo que él sentía, si era ésta la planicie pacífica donde habitó cada vez más a medida que se hacía viejo. Espero que así haya sido pero ya no puedo saberlo. Ahora esto es más mío que de él, tan mío que no me importa que ni siquiera Rosario pueda compartirlo. Aunque nuestro idioma me trajo hasta aquí, he llegado a entender que si el español fuera igual de mío tal vez escribiría en esa lengua. Lo que importa es otra cosa. Lo que vibra sin sustancia más allá de las palabras. Lo que incluso nuestro idioma, a pesar de ser el más bello del mundo, no toca, pero a lo cual, al menos cuando yo lo moldeo, parece conducirme. Aquello en busca de lo cual buceo en las frases, componiendo música allende el ritmo y pintando sin colores, tratando de inventar la mano que toque lo intocable que a la vez es y no existe, que me llama y a la vez se me oculta en el centro insensato de nuestro idioma. Y si he de perderme buscándolo, quién quita que en mi extravío aprenda a escribir como mi padre.
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La Movida LITERARIA
Fue el día del tercer aniversario del entierro de mi padre que saqué su vieja Eneida de la biblioteca y miré la primera página. Me había escrito una dedicatoria, en una letra sorprendentemente firme para su condición, y estaba en nuestro idioma. “A mi querida hija María, con quien aprendimos a hablar”, sería, tal vez, la traducción más exacta.
Pero por alguna razón había anticipado una reacción de ese tipo, y después de que terminó su perorata la ayudé a que cambiáramos de tema.
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y me entregó el libro. Es una edición viejísima, que debe haber leído en sus años de escolar. Me dijo que la traducción era buena. No la miré mucho; papá sabía que no me gusta Virgilio. Pero le di un abrazo sincero, porque la fragilidad de su regalo me lo recordaba a él mismo. Murió tres meses después de un derrame cerebral, durante el sueño.
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LA COSA Por Camilo Bogoya*
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La Movida LITERARIA
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quél fue el año de las Malvinas, del Mundial de fútbol y el comienzo de la pubertad de mi hija mayor. Hasta entonces nunca había puesto un pie en Italia y sentí una alegría contradictoria cuando el periódico me mandó a Sicilia. Tenía que cubrir los asesinatos entre las facciones que se disputaban el territorio, el tráfico de armas y de droga; tenía que informar sobre la ley antimafia que unía momentáneamente a los clanes contra el gobierno local. Estas razones eran parciales, pues el verdadero motivo de mi viaje a Palermo era el mismo de mi exilio en una caserna de las Malvinas y de una tribuna en los estadios de España.
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Por eso, lo primero que hice al aterrizar fue llamar a mi casa, hablar con mi hija, decirle que por favor le hiciera caso a su mamá, que le diera ejemplo a sus hermanos, que el colegio era de lunes a viernes y de ocho a cuatro. Después hablé con mi mujer. Uno de nuestros amigos había desaparecido, los allanamientos continuaban, un primo seguía en las mazmorras de la policía militar. Nuestra esperanza de que el cambio de gobierno pusiera fin a mis días en Italia, era todavía una ilusión. Al colgar, mi esposa me dijo que me quería y yo recordé que había cumplido con mi promesa. Me había hecho la paja sólo una vez por semana desde que Paolo Rossi le metió tres goles a Brasil y lo sacó del Mundial. Tomé un taxi hasta Palermo. El chofer me preguntó mi nombre y oficio, las razones de mi viaje, el tiempo de mi estancia. Le dije que me llamaba Carlos, que era arqueólogo, que vivía en Madrid, que era divorciado. Me dijo que podía llevarme a cualquier parte, incluso al Valle de los Templos. Le dije que no hacía falta, y cuando empezó a repetirme las preguntas y yo ya había olvidado cómo me llamaba, decidí hablar del Mundial, de la final contra los alemanes, de los goles de Rossi, y conversamos de lo lindo durante los veinte kilómetros que nos separaban de Palermo. Al llegar a La Cala me bajé. Sentí el calor aplastante, la gravedad de la brisa y el sabor del mar. Quise detenerme en un * Camilo Bogoya (Colombia, 1978). Cursó estudios de literatura en la universidad nacional de Colombia donde se graduó con una tesis sobre León de Greiff. Actualmente adelanta un doctorado en literatura francesa. Ha publicado poemas, relatos y ensayos en revistas de España, Argentina, México, Estados Unidos, Francia y Colombia. El soñador, su primer libro de cuentos, ganador del concurso TEUC, fue publicado en la Feria Internacional del Libro de Bogotá 2008.
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café y tomarle el pulso a la ciudad. Entre ruido de vasos, periódicos abiertos y reminiscencias de los goles consumí una hora en la que olvidé qué hacía allí. Hasta que un hombre bajito y con sombrero de lino se sentó a mi lado, me preguntó de dónde venía, cómo me llamaba, por qué estaba en Palermo. Tuve que repetir la historia: me llamaba José, venía de Lisboa y pasaría dos semanas buscando novia y rascándome las pelotas.
Fotografía: 9000
Más tarde, con dos, a lo mejor tres cervezas en la cabeza y seis meses de onanismo me eché a rodar por las calles en busca de un hotel. Di con una pensión barata, no lejos de la Via Roma. Al timbrar, detrás de la ventana apareció una muchacha de cabellos negros que me sonrió. Abrió la puerta, me invitó a seguir, me mostró la habitación, la cocina, la terraza, me dijo que era la hija del patrón y que se llamaba Sofía. Yo le dije que los pasillos del hotel me recordaban la historia de un rey que encerró a una bestia en un laberinto. Cada nueve años, la bestia recibía la visita de hombres y mujeres que devoraba, pues un amor exacerbado la conducía a matar. Sofía no me respondió. Con su vestido etéreo y su volumen, parecía no sólo una criatura mitológica sino también un laberinto de un metro con setenta centímetros. Tomé la habitación y me encerré mientras Sofía me llamaba para cenar. Deshice la maleta, lavé los calcetines, releí los telegramas que había enviado el periódico, intenté memorizar las instrucciones, entender que la mafia había sido siempre una abstracción.
NOSTRA
¿Vulcanólogo?, dijo Sofía. Sí, respondí, y le conté que los volcanes eran la patria de los dragones, ya es tarde, me paró
Desde que comenzó el terror en Bogotá había quedado con el lastre del insomnio, acentuado por mi temporada en las Malvinas donde dormía con un arma como cabecera. La tensión constante de mis nervios y la pesadez del aire irrespirable hicieron que me despertara. Escuché una puerta, unos pasos, el ruido de un corcho. Me atreví a levantarme. Me puse los calzoncillos y abrí la puerta. Caminé hasta la cocina. Recordé las pocas lecciones de instrucción militar que recibí en los scouts. Distinguí dos voces: –
Dice que estudia los volcanes.
–
No tiene cara.
–
Tiene un fuerte acento pero no habla mal.
–
En el bar me dijeron que venía de Lisboa. Se llamaba
–
Aquí dijo que se llamaba Daniel.
–
¿Vendrá de la camorra de Nápoles?
–
Viene de alguna parte.
–
¿Por qué nos mandan un extranjero?
–
Hay que vigilarlo.
–
Sofía se encargará de revisarle las maletas.
–
No, mi hija no.
José.
Sosteniéndome de los muros, empapado en sudor y temblando, regresé a mi habitación. Revisé mis papeles. Palermo estaba infestada, la mafia había ganado los mercados, los hospitales, las escuelas, las conciencias de la ciudad. Yo sólo obedecía las órdenes del periódico: preséntate con otro nombre, invéntate un personaje, no digas nunca que trabajas para nosotros, procura que piensen que eres un pendejo.
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De repente tocaron a la puerta. Era la hora de la cena. Escondí los papeles del periódico en el doble fondo de la maleta, me cambié de camisa y salí. El comedor era un modesto salón sin ventanas y con tres mesas. Los demás clientes estaban acompañados, mientras yo seguía comiendo solo desde que salí de mi país. La entrada era una ensalada con berenjenas, alcachofas y espárragos. El olor a aceite y orégano me trajo el recuerdo de las noches en España. El plato fuerte era un risotto. Sofía traía los platos, sonreía, preguntaba si todo estaba bien, si quería más pan, más vino. De postre acepté un tiramisú. En un estado de bulimia me quedé escuchando las canciones plácidas de Nino Rota y Umberto Tozzi. Los clientes se fueron levantando, mientras yo me sentía clavado al asiento por un peso descomunal. Al fin solos, Sofía me devolvió el pasaporte. El registro del hotel era excesivo. Nombre: Daniel González. Nacionalidad: colombiano. Profesión: vulcanólogo. Motivo de su viaje: fotografiar el Etna. Duración de su estancia: indefinida.
Sofía, y me dijo que iba a apagar la luz y cerrar la cocina, que si se me ofrecía algo se lo dijera mañana después de las ocho. Su voz y el vuelo de su vestido vibraron entre mis manos.
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El periódico me prohibía entrar en contacto oficial con los subversivos. Para mis entregas, bastaba recordar la historia, esclarecer las versiones, reducir los hechos a los nombres más buscados. No podía olvidar las estadísticas, la descripción forense de los asesinatos, y debía darle un color local a los artículos con un par de recetas de cocina. Era imprescindible entrevistarme con los hombres del poder, y ese hombre se llamaba el general Dalla Chiesa. Era natural de Saluzzo, un moridero que durante un siglo no había pasado de los veinte mil habitantes. Dalla Chiesa se había hecho famoso por capturar a los fundadores de las Brigadas Rojas, por no recibir a los periodistas y tener una ética de hierro. Pero lo que a mí más me interesaba del general era su afición a dormir en los catres de campaña, y todo lo que tenía que ver con su reciente esposa, una enfermera voluntaria que tenía treinta años menos que él.
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A la mañana siguiente dejé una maleta que no me comprometía y me inventé un viaje a Taormina. La invención se convirtió en un vagón de segunda, más de doce horas de trayecto y la amenaza de una deshidratación. Al llegar a la estación abandonada me quedé mirando la montaña que se levantaba al borde del mar. Había que subir por esa cumbre, a través de una carretera en zigzag, para ir descubriendo a un lado la vista soberana del mediterráneo, y al otro, semidormido, el Etna reverberando. En esos mares, historias antiguas habían confinado a las sirenas, y yo no dejaba de pensar en Sofía y su cola batiente de pescado.
Al llegar a Palermo, en la noche cálida, decidí quedarme en el hotel y seguir fingiendo, a pesar de la conversación furtiva que había escuchado. Me fui caminando hasta la Via Roma, hice una parada que me refrescó la garganta y me dirigí a la pensión con el pulso tranquilo. Al tocar el timbre, Sofía apareció. Ya había pasado la hora de la comida, pero algo quedaba, un poco de spaguetti a la carbonara y un vaso de vino. Sofía, desde el mostrador, me preguntó por mi viaje, las fotos, el estado de los trenes. Yo no sabía si sus preguntas escondían otras, si trataba de ganarse mi confianza, si había metido las narices entre mis calzoncillos.
Taormina estaba fuera de presupuesto, así que me hospedé a mitad de la cuesta, en una casa de familia, lejos de los hoteles de lujo por donde pasé para tomarme unos tragos sin pagar. En uno de los salones de recepción bebí un vodka con Arthur K., un hombre cuya mitad del rostro parecía haber sido desviada por un tornado. Arthur tenía una teoría sobre el alcoholismo. Otra sobre la guerra. Hablamos de mis temas, porque yo no conseguía hablar de otra cosa y volvía como el hilo de una bobina a los goles de la Copa y a las balas de la guerra que perdimos. Arthur K. me habló de sus obsesiones, de la relación amorosa entre un hombre y su botella; me dijo que toda guerra, esa forma fálica de la angustia, reposaba en una crisis matrimonial. Con el segundo vodka me atreví a decirle que él no se llamaba Arthur K. “Y tú tampoco te llamas Alfredo”, me dijo, ya no en su italiano del norte sino en un español del cono sur. Ambos aceptamos con una sonrisa. Le pregunté si estaba solo y me dijo que no, que un hombre que bebe nunca está solo. Le pregunté si bebía para olvidar. “No, bebo para comprender”, “comprender qué”, me atreví a decir, “no lo sé, lo he olvidado”, y nos reímos brindando. Luego me invitó a su habitación. Desde su ventana se veía una línea incandescente. Era el Etna. Aquella amenaza me hacía sentir en el ápice del peligro.
Los vapores de la comida aumentaron el sopor del comedor. Le pedí a Sofía que prendiera el ventilador, y ella atravesó el salón mientras yo seguía el movimiento pendular de sus caderas. Me quejé de que no tuviera ventilación en mi dormitorio cuando estábamos viviendo un verano inclemente. Sofía me dijo que no había más ventiladores, que tomara el del comedor y lo volviera a poner en su sitio antes de las ocho. “Tal vez hay un lugar cerca donde pueda comprar uno”, sugerí. “A esta hora, sólo trabajan los turcos”. “Pues acompáñeme, propuse, el verano pasado murieron 23 personas por el calor”.
Al día siguiente, al abrir los ojos, decidí recuperar mi maleta y regresar a Palermo de cualquier modo. Todo viaje de regreso parece más corto. Sin embargo, la lentitud de la máquina y los tiempos muertos en estaciones desérticas hicieron que el viaje fuera más largo. Para engañar el tedio redacté mi primer cable. Tenía la obligación de dar noticias dos veces por semana. En las Malvinas y en el Mundial escribía una nota diaria, sin poder inventarme la realidad pero ajustándola en sus detalles. Fue así, contando mentiras que antes habían sido verdades o que algún día lo serían, que ingresé en el oficio. Comencé la nota diciendo que en el mes de julio, la homosexualidad había dejado de ser un delito en Francia. Mientras los galos discutían sobre las libertades, en el país vecino se instalaba una multinacional del crimen.
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Tuve que insistir, confesar problemas de salud, ofrecer una propina que sumada a los gastos del viaje a Taormina me dejaba sin fondos para los cocteles de la semana. Sofía se cambió de ropa, se colocó unos pendientes y salimos en silencio, sin decirle nada a nadie, sin que los gatos nos vieran. Recorrimos un par de calles devastadas por el verano, vimos un bombillo a lo lejos, entramos en el comercio de un turco que revendía mercaderías. Ambos señalamos el ventilador. El turco engrasó el motor. Lentamente las aspas despertaron. En cada giro había como un lamento. Después de negociar el precio, regresamos. No tomamos el mismo camino, Sofía me condujo por calles todavía más siniestras que parecían saqueadas. Era un atajo. Sofía estaba afanada, como si supiera lo que estaba sucediendo: en la puerta de la pensión nos esperaban dos hombres en mangas de camisa. Al verlos, Sofía aceleró el paso y les dijo algo que no alcancé a entender. Luego se perdió en el corredor. Les dije a los dos hombres que 23 personas habían muerto de hipertermia el año pasado, que era muy irresponsable de su parte dejar a un huésped sin ventilador. Me dieron la razón, aunque dijeron que no eran horas para salir de compras. Les conté de mi viaje a Taormina, les hable del Etna, de mi profesión, les dije que el viaje había sido largo, que por fortuna me había pasado algo memorable: durante cuatro o cinco horas había conversado con la novia de Paolo Rossi. Entramos a la cocina y les conté la historia. Me retuvieron más de una hora, me hicieron preguntas, les conté detalle a detalle la intimidad de una de las glorias de Italia, y al final uno de los hombres me apretó la mano, como si quisiera
Con el oído atento y bajo el pum de las aspas, terminé de redactar mi primer informe. La mafia ya no seguía la tradición camorrista del siglo XVII. Ahora se trataba de un business. Hacía poco había surgido la “nuova famiglia” especializada en la ruta del Atlántico. Sin embargo, sicilianos y latinos hacían parte de clanes opuestos, ambos refinadores en laboratorios clandestinos, ambos productores de la heroína que se embarcaba para América del norte. Las nuevas rutas habían roto el equilibrio de los años 60, obtenido a punta de sangre. La región de Baghiera, Casteldaccia, Altavilla se conocía ahora como el triángulo de la muerte. Al día siguiente me levanté muy temprano. Temiendo que me siguieran e interceptaran el correo, llamé al Fotografía: 9000 periódico y les dicté la noticia. Me dijeron que dejara de hablar tanta mierda y fuera a los hechos, a los periodistas amenazados, al número de civiles muertos, que lo único que lograría venderles era una entrevista con Dalla Chiesa o una buena receta de cocina. Sabiendo que podían seguirme, di varios rodeos hasta llegar a las puertas de la prefectura. Un grupo de periodistas esperaba al hombre que casi nunca hablaba frente a las cámaras. En las semanas fugaces del Mundial, necesitado de dinero, me había inventado una entrevista con Michel Platini, uno de mis ídolos, y otra con Harald Schumacher, el guardameta alemán que en la semifinal dejó inconsciente a un defensa francés. Ambas entrevistas hicieron bastante ruido, doblando las ventas del periódico. Pero Dalla Chiesa era otra cosa. Mientras esperaba, me gustó sentirme entre periodistas. Reconocí al Che Frías, quién había cubierto conmigo algunos partidos en España. Nos fuimos a tomar una cerveza, me dijo que Dalla Chiesa era inabordable, que tenía buena reputación
Estuvimos haciendo un retrato del general a dos manos, pues Frías también tenía que conseguir una entrevista. Yo le propuse que habláramos de su mujer, de su segundo matrimonio, que aviváramos el morbo de los lectores. “Eso ya lo hice, me dijo el Che, y qué quilombo, ahora quieren saberlo todo”. Cuando cambiamos la cerveza por dos margaritas, decidimos conformar una comisión internacional y regresamos a la puerta de la prefectura con el argumento de que representábamos a la APL, “asociación de pelotudos” dijo el Che, y yo traduje en italiano, “asociación de periodistas latinoamericanos”. Queríamos hablar con el general sobre las nuevas rutas de la heroína. Tuvimos tiempo de sudar varias cervezas hasta que nos recibieron. Ambos vimos que ponían nuestros nombres en un calendario, dándonos cita para el viernes 10 de septiembre. “Pero pibe, dijo el Che Frías en español, es dentro de una semana”. Salimos a tomarnos algo para refrescar la garganta y aplomar el ánimo, pues Frías se había atrevido a invitar al policía esa noche a cambio de una cita para el lunes. “Tenés que acompañarme, insistió mi amigo, vos le gustaste al cana”. Entramos a un restaurante, pedimos dos martinis con hielo y aprovechamos para comer. El Che Frías quiso saber si mi vida sexual había cambiado, si pensaba volver al país, si mis hijos me extrañaban. Contesté a sus inquietudes de manera cíclica, concluyendo que mi vida pulsional era un abismo, que en mi país seguían los desaparecidos, que mi hija mayor estaba feliz porque hacía lo que se le daba la gana. A las ocho de la noche, después de innumerables martinis con hielo, nos fuimos a la cita con el tira. Acordamos no mencionar a Dalla Chiesa ni hablar de política. “Seguro que es un infiltrado, un espía, un mafiosi”, aseguraba mi compañero. El poli llegó vestido de civil, perfumado y sonriente. Nos llevó hasta un bar donde pedimos tres cervezas. Hablamos del talento de Zico, de Rossi, del joven Maradona. Yo empecé a sentir el
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Esa noche, a pesar del cansancio de las horas de tren, el ruido del ventilador no me dejó dormir. Había estado durante media hora con Sofía, sin decirle mayor cosa, hablándole de los héroes de las Malvinas. Nos habíamos detenido bajo un poste del alumbrado y metiéndome la mano al bolsillo le había dado su propina. Lo único que además fui capaz de hacer, fue un gesto con los labios que no pareció un beso sino una mueca lanzada al aire.
pero en el 74, en la cárcel de Alessandria, luego de una revuelta de presos, el general había liquidado el asunto abriendo fuego y matándolos a todos. Le confesé que en la pensión donde me quedaba sospechaban de mí. Me dijo que eso me pasaba por boludo, por dármelas de científico, que los sicilianos no temían la prensa extranjera. Le hable de Sofía. “Che, me dijo Frías, cambiá de tema”. Con él no podía hablar de las Malvinas, y el Mundial ya nos sabía a cacho, así que pedimos otra cerveza.
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quedarse con ella, mientras el otro me daba una palmadita en la espalda.
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carrusel de aquél día de alcohol. El Che Frías explicó que la derrota de Argentina había sido psicológica. Después contó una historia en su jerga que me pidió fuera traduciendo. “Vos, canita, me hacés recordar a un pibe que me levanté en Rosario, se parecía a vos, estábamos en el baño, meando, y el pibe me mira el pedazo y yo le miro el suyo, hasta que el pibe me saca un papel que dice soy sordomudo, y yo le bajo los pantalones y comienzo a garchármelo. En esas el pibe saca el fumo y se pone a soplar. No decía nada, una voz deliciosa, y como estaba soplando soltaba el aire y gozaba”. El policía nos miró extrañado, y antes de que dijera algo el Che Frías agregó: “¿No tenés un poco de merca? ¿No querés ir al baño?” El policía nos pidió que volviéramos a contarle la historia, pero esta vez sólo en italiano. La historia no era del Che, la había copiado de alguna novela, porque así era él, un antihéroe, siempre contando que había estado, que había hecho, que había visto, cuando en verdad sus dos únicas pasiones eran el trago y los libros, aunque en el extranjero se sentía más libre y le tiraba a los pibes. “Querés que te la diga en otra parte?”, sugirió Frías. “No, aseguró el poli, no tengo fumo y quiero que me la cuente él”. Yo pedí otra ronda, cambié de tema y se me vinieron a la cabeza las frases del periódico: preséntate con otro nombre, invéntate un personaje, procura que siempre piensen que eres un pendejo.
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Seguimos bebiendo y contando otras historias hasta que apagaron la música y tocaron una campana. No era la hora del cierre. “Qué pasa”, dije. “Mataron a alguien”, aseguró el Che. Todo el mundo se quedó callado, como si fueran a anunciar su propia condena. “Señores, Palermo se acaba de cubrir de sangre. Le dispararon al general Dalla Chiesa”. Hubo unos segundos de consternación. “Mierda, dijo el Che o dije yo, nos quedamos sin trabajo”. El poli se tomó el trago, nos dio la mano, nos dijo que tenía que estar en el cuartel y se lo tragó la noche. No fue el único. La gente se levantó en silencio, todo el mundo se fue a su casa. Decidimos con el Che separarnos, trabajar cada uno por su lado y volvernos a ver después. Yo me fui a dormir la borrachera. Al día siguiente recorrí las calles, entrevisté a la gente, volví a encontrarme con Frías. Los dos llegamos a la misma conclusión. Las doscientas personas que vivían en las casas aledañas al lugar del asesinato no sabían nada. El general tenía 3200 enemigos en la ciudad, pues ése era el número de investigados por vínculos con la mafia. Supimos que el general había recibido 16 impactos, 4 mortales. Tuvimos que esperar a que los periódicos extranjeros publicaran la noticia para completar nuestra redacción. La misma nota apareció en Buenos Aires y en Bogotá. A las 21:30, un fuego cruzado en pleno centro de Palermo dio
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muerte al general Dalla Chiesa, quien en el momento del ataque se abalanzó sobre el cuerpo de su esposa. Emmanuel moriría minutos después, en el hospital. La escena, que no duró 30 segundos, dejó más de 40 proyectiles dispersos. Los atacantes iban en una motocicleta y en dos vehículos. Una hora más tarde, una llamada a un periódico de Mesina revindicó los hechos. Se trataba de un partido de la guerrilla, pero las autoridades creen que el verdadero cerebro del atentado está entre los patrones de la mafia. Esa misma noche, a pocos kilómetros se encontraron incendiados la motocicleta y uno de los vehículos. Sorprende que el general tuviera tan poca vigilancia dados los antecedentes de asesinatos en Sicilia. El general y su mujer son las víctimas número 102 y 103 después de comenzado el año. Por su parte, Philippe Pons, corresponsal del diario Le monde, asegura que los patéticos hechos pueden ocurrir fuera de Europa: “es todo el Mezzogiorno que tiende a parecerse a las Filipinas antes de la ley marcial o a una república bananera sudamericana. El mínimo diferendo se soluciona con la metralleta”. Agregamos que la APL, asociación de periodistas latinoamericanos, se había entrevistado con el general y pronto publicará en exclusiva las últimas declaraciones de Dalla Chiesa. Los borradores de esta nota la debieron haber leído los hombres de la pensión. Me descuidé y dos días más tarde, mientras esperaba instrucciones del periódico, vinieron a buscarme al cuarto. Me dijeron que acababan de encontrarse con la novia de Paolo Rossi, una siciliana que quería hacerme unas preguntas. Luego entraron al cuarto, dejando la puerta abierta. Uno de ellos aumentó la velocidad del ventilador. “Patricia”, gritó el otro. Se escucharon unos pasos y un tercer hombre entró al dormitorio, armado con un revólver. Cerró la puerta y dijo: “Yo soy la novia de Rossi, señor periodista”. Les pedí que antes de sentarnos a hablar, me dejaran llamar por teléfono. Trajeron el teléfono de la casa, lo pusieron en la cama y los tres me rodearon. Marqué el número de mi esposa. Le dije que mis días en Italia estaban contados, que tal vez me mandarían a otra misión, más peligrosa, en un lugar más lejano. Hablé con mis niños y luego con mi hija mayor. Le pregunté por el colegio, por el novio, por la salud de su mamá. Le dije que por favor dejara de decirme tantas mentiras y que en mi ausencia ella era el hombre de la casa. Después pasó mi mujer. No sabía cuándo volvería a llamar. No sabía si esto tenía algún sentido. “No desfallezcas”, me dijo, y luego me preguntó: “¿Dónde estás?” Le dije que dentro de un rato se asomara a la ventana. Podría verme, en el teléfono de la esquina, un instante no más, pero le advertí que no se asustara con ese hombre en camiseta, empapado en sudor, pálido y extrañamente tranquilo, cruzando la calle, casi como un fantasma.
Entrevista a
James Cañón Por Andrés Mauricio Muñoz*
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uien haya estado pendiente de las noticias de los premios literarios, en los últimos años, seguramente se formará la idea de que la literatura colombiana vive un buen momento.Y no estaría equivocado; hay un proceso que se gesta, o que se viene gestando desde hace varios años, que ahora nos hace mucho más visibles las cabezas de sus mejores exponentes. La lista ya es considerable: Laura Restrepo, que ganó el premio Alfaguara en el 2004 con muy buenos comentarios de la crítica; Mario Mendoza, el Seix Barral en el 2002; Fernando Vallejo y Willian Ospina, que se hicieron al prestigioso Rómulo Gallegos del 2003 y 2009 respectivamente; Evelio José Rosero, que con su labor callada y férrea disciplina literaria se echó al hombro el Tusquest de Novela y el del diario The Independent a mejor novela de ficción traducida en el 2009; y también, aunque a algunos no les agrade la idea, Ángela Becerra, con el Premio Planeta Casa de América 2009. Y no es sólo esta lista, que ha sido bendecida con el beneplácito de un premio, la que lleva en sus hombros el actual momento que vive la literatura
Entrevistas
Fotografía: www.jamescanon.com, en la Foto: James Cañón
* Andrés Mauricio Muñoz (Colombia, 1974). Autor de la novela breve Te recordé ayer Raquel (2004). En el 2006 ganó en el Concurso Nacional de Cuento de la revista Libros y Letras con «Una tarde en París». En el 2007 obtuvo el primer lugar en el Premio Literario Fundación Gilberto Alzate Avendaño con el cuento «Pierna Obstinada». La revista Italiana Burán seleccionó y tradujo su cuento Dolor de Patria para incluirlo en su antología sobre sociedades en conflicto. En el 2008 ganó el concurso nacional de cuento de los premios de literatura TEUC 2008, organizados por la Universidad Central, con el cuento «Carolina ya no aguanta más» Director de la Movida Literaria.
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colombiana; no, hay más autores, aunque este no es el momento para mencionarlos. Si bien estos reconocimientos han puesto el foco de luz sobre estos nombres, de alguna manera, al menos en Colombia, hemos sido testigos del proceso en cada uno de ellos. Quiero decir que no son escritores que aparecieron de un momento a otro, tras el chasquido de unos dedos mágicos; no, en cada uno de ellos se ha evidenciado un proceso que poco a poco ha ido ganando en madurez. Pero si a uno le dicen que hay un Colombiano, llamado James Cañón, al que le han traducido su novela a ocho idiomas (francés, alemán, italiano, holandés, español, coreano, hebreo y turco) y que además ganó uno de los premios más importantes en Francia, el Prix du Premier Roman Étranger, que se concede anualmente a la mejor primera novela extranjera traducida al francés en el 2008, uno no puede dejar de preguntarse a qué horas sucedió todo esto. La novela ganadora, originalmente escrita en inglés, fue Tales from the Town of Widows & Chronicles from the Land of Men (Cuentos de la Aldea de las Viudas y Crónicas de la Tierra de los Hombres), traducida al francés como Dans la ville des veuves intrépides (En el pueblo de las viudas intrépidas). Es así, la novela no fue escrita en español, James Cañón no escribe en español; pero la historia que da forma y sostiene la novela es tan colombiana como él. De alguna forma esto nos recuerda que asuntos como el arraigo y la identidad no residen únicamente en el lenguaje, pues tienen la peculiaridad de aferrarse a nuestra esencia, sin importar qué tierra haya bajo nuestros pies. Invitamos a James Cañón para que conversara con nosotros en esta edición de La Movida Literaria.
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1. Pese a que recientemente en el medio hemos escuchado de usted, cuéntenos por favor quién es James Cañón y, sobre todo, en qué momento surgió en usted la literatura desde la perspectiva de la creación. Soy Ibaguereño. Soy el cuarto de cinco hermanos. Soy publicista de la Tadeo. Soy un cantante frustrado. Soy agnóstico. Soy feminista declarado. En los 90s me fui a Nueva York a aprender inglés por un año y me quedé. Cuando estaba trabajando en publicidad decidí tomar un par de cursos en la New York University: uno de reducción de acento en Inglés (ése fue dinero perdido), y otro de gramática avanzada. Para la clase de gramática se me ocurrió escribir un cuento de tres páginas llamado “The last ‘Our Father’ “ (El último Padrenuestro). Al profesor le gustó mucho, entonces escribí otro, y luego otro más. En realidad los cuentos eran malos y la gramática peor aún, pero por primera vez en mi vida sentía verdadera pasión por algo. Seguí trabajando en publicidad y escribiendo cuando me quedaba tiempo. Pero llegó un momento en que escribir como pasatiempo no era
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suficiente. Entonces decidí darme a mí mismo la oportunidad de hacerlo como profesión. O lo intentaba en ese momento, o ya nunca lo iba a hacer. En cuestión de un mes renuncié a mi puesto en la agencia de publicidad y me conseguí un trabajo de camarero en un restaurante. No ganaba muy bien, pero era suficiente para vivir. Así duré casi dos años. Cuando ya tuve suficiente material, me presenté a la Columbia University para hacer una máster en creación literaria... Cuando terminé el master, ya tenía una idea clara de la novela que quería escribir. Tardé cuatro años escribiéndola y uno más tratando de venderla. No hay en mi historia un momento de epifanía. Simplemente un día descubrí lo que quería hacer con mi vida y no lo pensé dos veces. 2) James, Sabemos que vivió en Estados Unidos y ahora está radicado en Barcelona; sin embargo, el escenario de su primera novela es Colombia. ¿Qué tan estrecha es su relación con Colombia en estos momentos? Lo digo porque es posible que, con el tiempo, una posible distancia pueda influir en la sensibilidad que aún tiene frente a estos temas. Mira, yo llevo 17 años fuera de Colombia (16 de ellos en Estados Unidos), pero mi relación con Colombia es bastante cercana. A nivel emocional porque toda mi familia está en Colombia. Hablo con mis padres día de por medio y me comunico frecuentemente con mis hermanos. Y a nivel cultural e intelectual porque así lo he querido. Leo los periódicos colombianos todos los dias y regularmente leo columnas de opinión y editoriales de los principales medios escritos. Trato de mantenerme actualizado en materia política, económica y social. Entonces en mi caso particular, esa sensibilidad de la que hablas no tiene nada que ver con mi lugar de residencia. Yo me esfuerzo por mantener lazos con Colombia y escribo acerca de Colombia, no por el simple hecho de ser colombiano, sino porque lo veo como un compromiso social. Un libro es un excelente medio de comunicación, un vehículo para transmitir ideas y crear (o despertar) conciencia social. Cuando tienes el privilegio de ser leído, entonces vale la pena considerar el comprometerte con alguna causa, sea social, política, ideológica, científica o histórica. 3) Usted escribe en inglés y en inglés escribió su primera novela publicada, Tales from the Town of Widows & Chronicles from the Land of Men (Cuentos de la Aldea de las Viudas y Crónicas de la Tierra de los Hombres). Quiero decir que su carrera literaria nació y ha sido reconocida en inglés; sin embargo ¿Escribe también algo en español, aunque sea sólo para usted, como ejercicio literario?
Así, cada idioma me representa de manera diferente, pero, al mismo tiempo, cada idioma lo hace más genuinamente que el otro. 4) Usted hablaba en una entrevista reciente de la inclinación manifiesta en sus obras hacia el papel de la mujer en la sociedad. ¿Cómo cree que surgió esa especie de fascinación por el tema femenino? Tengo que darle el crédito a las mujeres de mi familia, en especial a mi madre y mi abuela paterna. Ambas han sido mujeres extraordinarias, ejemplares, fuertes y valientes. Ambas lograron lo que quisieron de la vida, una con su silencio y serenidad, la otra con su personalidad arrolladora y su vitalidad. Desde niño me he rodeado de mujeres como ellas. Pero bastó con mirar a mi alrededor para darme cuenta que no todas las mujeres de mi país logran lo que quieren de la vida. La gran mayoría está en franca desventaja socio-económica, política y laboral con respecto a los hombres. La participación de las mujeres en el conflicto colombiano tampoco es un tema que haya sido estudiado ampliamente. Los largos caminos que ellas han recorrido como soldados, como sobrevivientes y como victimas de la violencia aún no han sido debatidos como debe ser, ni sus graves implicaciones han sido entendidas en su dimensión. La igualdad de géneros no es un simple concepto, ni algo por lo que deberíamos estar luchando en pleno siglo 21. Es un derecho de todos, una necesidad. Alguien dijo que los hombres nunca seremos libres hasta que se logre la igualdad entre los géneros. Yo estoy absolutamente de acuerdo. 5) Hace poco estuvo en París, con algunos escritores latinoamericanos como Wendy Guerra y Alan Pauls, quienes, pese a haber sido traducidos a diferentes idiomas,
escriben en español ¿Cómo ha sido la experiencia de compar tir con escritores latinoamericanos de su generación? ¿Alguna afinidad particular que quiera destacar? Conozco pocos escritores latinoamericanos de mi generación que escriben en español, pero a los que he conocido los siento muy comprometidos con su arte y los veo haciendo un trabajo serio. Esto lo deduzco luego de leer sus libros. No te puedo hablar acerca de la experiencia de compartir con ellos porque nuestros encuentros se han limitado a mesas redondas aburridas. 6) Para muchos escritores en ciernes, y otros que ya no lo son tanto, el mundo editorial está al otro lado de una barrera infranqueable; incluso, en casos en que el autor reúne las condiciones para sobrepasarla. Siendo usted, en un inicio, un nombre desconocido, nos gustaría que nos contara cómo fue esa experiencia. ¿Cree usted que el mundo editorial norteamericano también supone esas dificultades que vemos en el medio latinoamericano? Desconozco cómo se mueve el mundo editorial latinoamericano (aunque tengo mis sospechas) pero te puedo decir que el norteamericano es perverso. En primer lugar, ninguna editorial recibe un manuscrito que no venga de parte de un agente literario. Entonces el primer paso para todo escritor en Estados Unidos es conseguir quien le represente. Esta labor puede tardar meses e incluso años. Personalmente, me tomó nueve meses encontrar a quien hoy es mi agente, pero tengo un compañero de la universidad, un escritor excelente, que lleva seis años tratando de conseguir quien lo represente. La excusa de todos los agentes es la misma: “Tus manuscritos son demasiado literarios. Buscamos algo más comercial.” También se del caso de una chica a quien su agente le sugirió que abandonara la novela histórica que estaba escribiendo y se dedicara a escribir novelas de crimen y misterio, porque esas son las que venden, sin importarle que a ella ese género no le interesa en lo absoluto. Otra situación que se está viendo cada vez con mayor frecuencia, es que los editores norteamericanos ya no quieren editar, entonces sólo compran novelas que estén listas para ser publicadas. Eso ha dado paso a una nueva profesión, que son los llamados “doctores de manuscritos”. Por una suma que puede occilar entre los 5 y los 10 mil dólares, estos personajes se encargan de corregir tu manuscrito antes de que tu editor lo vea. Naturalmente ese dinero sale de tu bolsillo. Historias como estas hay muchas.
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Si tenemos en cuenta que “escribir” literatura abarca todo el proceso desde la concepción de una idea hasta su publicación, entonces tengo que decir que siempre escribo en inglés y en español, aunque el resultado final sea en inglés o en español. El mío es un proceso muy interesante de traducción simultánea, en el cual mis ideas surgen en español y eventualmente las transformo en composiciones en inglés y viceversa. Cuando dominas dos o más idiomas, separarlos por completo es casi imposible. Entonces terminas por combinar las virtudes de ambos. El resultado es un lenguaje propio enriquecido con tus propias vivencias, pensamientos y sentimientos adquiridos en cada idioma y cultura. Lo mismo me ocurre cuando el resultado final es un cuento o un poema en español; siempre habrá en ellos ideas, sensaciones y giros linguísticos que he tomado prestados del inglés.
7) Los talleres literarios y en general la academia alrededor de la creación literaria tiene sus seguidores y sus
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detractores. Usted, al parecer, es muy afecto a ellos ¿Cuál es su opinión al respecto? Cuando alguien quiere ser abogado, tiene que ir a una escuela de leyes o de lo contrario terminará siendo lo que llamamos un tinterillo. Cuando alguien quiere ser médico, va a una escuela de medicina o terminará siendo un simple curandero. Los arquitectos van a las escuelas de arquitectura y los pintores a las escuelas de bellas artes. Entonces, si quieres ser escritor ¿por qué no formarte? Yo pienso que la diferencia está en la percepción que se tiene de la creación literaria. Se le ve como un hobby, un pasatiempo que se practica fuera de las horas de estudio o de trabajo. No se le ve como una carrera a seguir. Se piensa entonces que la literatura no tiene metodologías, que no es algo que se pueda aprender.
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Pero los tiempos han cambiado. Escribir es ahora una profesión que, como cualquier otra, necesita de cierto aprendizaje y de mucha práctica. Hay muchos aspectos de la creación literaria que pueden y deben ser enseñados antes de comenzar tu carrera como escritor. Eso sí, tiene que haber un talento inicial, y mucha disposición. El talento no te lo van a enseñar en ninguna taller, pero un buen profesor sí está en capacidad de seguir tu tren de pensamiento, de identificar tus tendencias intelectuales y tus inquietudes linguísticas, y ayudarte a afinarlas y a plasmarlas en el papel de la forma más creativa. Un buen profesor también te ayuda a encontrar y/o desarrollar tu sensibilidad artística, que es la esencia misma de todo escritor. Así como en una sala de clases de universidad se reunen personas con intereses similares, en un taller literario se reunen un grupo de escritores que comentan y critican sus escritos desde puntos de vista culturalmente diversos, y que comparten experiencias, creando así una comunidad que se retroalimenta. Esa comunidad es especialmente importante para un escritor porque rompe con la soledad asociada con la profesión. 8) Su novela trata de una revolución femenina gestada a raíz de una situación coyuntural, aunque en realidad no tanto, en medio del conflicto colombiano. ¿Cree usted que en paralelo con todo lo que actualmente vivimos en Colombia, pueden estarse gestando otro tipo de revoluciones que aún no alcanzamos a intuir? Espero que sí. Soy partidario de la revolución permanente, la revolución sin violencia, la que no deja muertos, heridos, viudas, huérfanos o desplazados, pero que transforma y mejora el gobierno y el orden social de un país. Todo gobierno por bueno que sea (y el nuestro está lejos de serlo) puede renovarse o perfeccionarse. Y estos cambios se pueden lograr a través de
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protestas pacíficas, saliendo a la calle y manifestándonos a favor de nuestros derechos o en contra de las arbitrariedades de algunos, o escribiendo columnas de opinión acerca de las cosas con las que no estamos de acuerdo, o denunciando públicamente la corrupción, o discutiendo con alguien temas de interés público. Colombia ha soportado más de 40 años de guerra con paciencia y en silencio. Nuestra meta ahora debe ser el cambiar ese silencio y pasividad por conciencia política y social, por reacciones. Por eso fueron tan importantes las demostraciones que se llevaron a cabo el año pasado. Porque con ellas se demostró inconformidad en ambos bandos y eso es importante, pero sobre todo porque fueron demostraciones civilizadas. 9) ¿Qué lee? ¿Cuáles cree que son sus mayores influencias? Hablar de influencias ahora, cuando sólo tengo una novela publicada, es un poco apresurado. Es un término que, en mi opinión, debe estar reservado para una obra. Por ahora trato de leer de todo un poco. Sin embargo, dado que mi formación no es literaria, me inclino más por los autores clásicos que por los contemporáneos. Hawthorne, Gogol, Sherwood Anderson, Anatole France y Dickens son algunos de mis escritores favoritos. Otros que me gustan mucho pero que he leído menos son Flannery O’Connor, Willa Cather, Edith Wharton y Calvino. 10) ¿En qué anda ahora, cómo va su próxima novela? Estoy tratando de ter minar el primer borrador de mi segunda novela. Lo único que te puedo adelantar es que los dos temas centrales son la religion y el desplazamiento forzado. La historia gira en torno a una heroína y un peligroso viaje que eventualmente le cambiará la vida. Será una novela conmovedora, divertida, revolucionaria, y seguramente muy distinta a cualquier novela que hayas leído hasta ahora. Carátula de Libro
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