Detrás de la F (perfil)

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Detrás de la F o cuando las pasiones pasan deprisa 1r capítulo - Episodios o la medida de la nada —Y… ¿qué has estado haciendo estos años? —Puta weón, he estado en el agujero… Es una noche de invierno de 1995. Dos amigos se han reunido para conversar después de no haberse visto o hablado en diez años. Durante este periodo no saben qué pasó en la vida del otro y, tal vez, no les interese. Están parados en un balcón de un segundo piso. Los rodean bloques de cemento construidos en la década de 1950, por el gobierno de Fernando Belaúnde para que la clase obrera tuviera donde vivir. Uno de ellos es alto y su cabello llega hasta sus hombros. Viste un jean apretado a la cintura y un polo verde oscuro sobre el cual cuelga una chaqueta oscura. Su nariz es aguileña. Un «Túpac Amaru» moderno que al caminar —en ese reducido espacio— mueve solamente los antebrazos. Se llama Raúl Montañez. El otro es flaquísimo y un poco más alto. Tiene una sombra gris que bordea la boca y llega hasta el mentón, un rastro de haberse afeitado recientemente. Su cara es triangularmente alargada y parece haber reemplazado los pómulos por malares. Sus ojos son pequeños, pero por el agotamiento. Es Daniel F, y ambos están en la Unidad Vecinal 3 del Cercado de Lima, su casa.

Han pasado dieciséis años desde este encuentro y Montañez cuenta que prefirió no ahondar más. Según él, por respeto y pudor. Lo cierto es que Daniel F salía de una especie de «gran depresión» que había comenzado cuando abandonó Leusemia. Se alejó cuando la banda se encontraba en su apogeo. Eran un mito: unos jóvenes punk tocando temas propios en español. Exactamente, fue después de su presentación en el primer «Rock en Río Rímac», en febrero del año 1985, que el periodista Oscar Malca del diario La República, describió en una nota cuyo título fue «Rock en el río Rímac: Como caballos salvajes sobre el asfalto». En esa publicación relató las palabras de Daniel a los espectadores: «Así que ustedes son el público del Rímac… los más exigentes cuando es gratis. Ahora quiero verlos… ¡Patearse la cara!». «Nos iba bien. Tocábamos todos los fines de semana y hubo un año en que tocamos más de 100 veces… ¡Saca tu cuenta!», comenta Montañez. «En algún punto entendí que era hora de dar el gran paso», agrega, «pero Daniel no estaba interesado». Hoy por hoy, Daniel F se ríe de otras épocas. En algún momento de su vida el apego a ella no era una característica suya; en palabras de Jorge Gonzales, líder de la


extinta banda chilena Los Prisioneros, el suicidio era una opción mucho más simpática. No había razón para seguir existiendo. Él recuerda y no tiene temor en comentar sobre las veces que intentó suicidarse. Inclusive, califica su primera vez como «un mal chiste». «Kería terminar kon la humillación ke significaba para mí el caminar por la calle y ke la gente te mire, se burle y no puedes contestarle porke sabes que tienen toda la razón del mundo», le comentó a David Novoa en el libro Conversaciones con Daniel F, «yo leía que tal señor se mató ‘por exceso de pastillas para dormir’, Entonces me dije: consigo las pastillas, me las trago y sanseacabó. No kería matarme de una manera tan violenta (un balazo, tirarme de un edificio o bajo un camión en marcha), da miedo. Por fin, conseguí las pastillas y me zampé un montón y a mi cama. Lo único ke conseguí fue dormir como mieeeerda y levantarme con un dolor de barriga de la granputa». Parecido fue el último intento. Lo dilucidó después de leer un artículo publicado en la revista Esquina en la que se hablaba de Leusemia. Sin él. Pensó en ir hacia el sur. Bajarse en algún lugar desolado. En el desierto. Alejarse de la carretera. Las dunas lo esconderían y podría cortarse las venas sin que alguien pudiese ayudarlo. Estaba harto y decidió acabar con su vida. Salió de su casa. Decidido. A pocos metros de su puerta, se encontró con un amigo que lo buscaba para hablarle de sus problemas. Se quedó. Pasaron las horas. Cuando casi había logrado deshacerse de él, llegaron más personas. Al rato, se dio cuenta que no iba a conseguir salir de su casa y se quedó para nunca volver intentar morir.

*

Daniel F tiene un poco más de cincuenta años y ha dedicado la mitad a la música. Es famoso, en su mayoría, para las personas nacidas desde los finales de la década de 1980. Muchos de ellos han escuchado su música, alguno que otro, su nombre pero no necesariamente saben cómo es físicamente. O viceversa. A veces se le acercan y lo saludan. Otras, solo lo quedan mirando como diciendo «yo te conozco». Su vida es resumida en una de sus canciones más famosas: «Memorias». Esta pertenece a su disco Al Final de La Calle: Los sótanos de la Angustia publicado en el año 2001 y en los diversos conciertos que ha dado, como el grabado en cd cuyo nombre es En Vivo desde el Cuzco: Canto enfermo, el F reafirma que es su historia. En ese tema refiere a su depresión («Tuve miedo y estuve oculto / me pasaba el día soñando / necesitaba un abrazo / necesitaba un balazo / La locura me dio un gran golpe / el sonido


se hizo envolvente / el rey rojo salió de su guarida / y las vacas despavoridas») y sobre cómo conoció a la mujer con la que tiene casi dos décadas de relación, Tania Rosario Martínez, y cambió su vida («Una mañana del mes de octubre / apareció una princesa en mi vida / pura luz pura vida / y yo la quiero desde entonces»). Ha tocado diversos géneros, como rock and roll, que en Lima fue entendido como punk. Para el artista plástico Alfredo Márquez, que inició su arte en la década de 1980 y estuvo involucrado en la primera maqueta de Daniel, esto se debió a la confusión entre la actitud y lo que se tocaba. También hizo metal, hardcore y baladas —interpretadas como Nueva Trova. El F cuenta que por esa razón y «aunque parezca extraño», tiene un montón de amigos por todos lados. Aun así, y reservando los nombres, hay diversas opiniones de las personas del medio. Cuando se pregunta por él, se pueden encontrar respuestas como: «No quiero tener que ver nada con ese. Para mí la movida subte siempre fue una farsa y de la que él sacó provecho para hacerse una imagen y trayectoria a costa de la honestidad de mucha gente». O incluso la del Kimba Vilis, su hermano: «Sé que Daniel tiene buenas cosas pero no estoy convencido de ellas. En todo caso, preferiría no decir nada porque voy a terminar hablando mal de él». Sobre su nombre se ha dicho mucho. Lo único cierto es que nació en Lima en la madrugada del 4 de enero de 1961, que en su DNI se puede leer Daniel Augusto Fernández Valdivia, y que en algún momento, tal vez durante su adolescencia, se convirtió en Daniel F. Uno de los que teorizan al respecto es Raúl Montañez, guitarrista de Leusemia. Está a punto de entrar a tocar en solitario en el Centro Cultural César Vallejo, ubicado en el Boulevard del jirón Quilca, en el Cercado de Lima. Espera parado a unos metros de la entrada, un portón de metal blanco que se está descascarando. «A mí me dicen Montaña por mi apellido, ¿por qué sería distinto con Daniel? Igual, en esa época todos teníamos sobrenombres». En la década de 1980, la influencia anglosajona fue de tal magnitud que muchos personajes de la movida subterránea limeña adoptaron sus costumbres. Una de ellas era el uso de apodos o nombres de batalla. Por ejemplo, Gonzalo Farfán —líder de la banda hardcore G3 y posteriormente de Inyectores— era conocido como «Gonzalo Púa», Edgar Barraza —líder de Kilowatt y sus Cuchillos— como «Kilowatt», o Fernando Vial —guitarrista de Narcosis— como «Cachorro». Esta teoría parece tener sentido pues Daniel F fue también líder de una de las bandas más


emblemáticas de lo que, en ese entonces, se llamó punk limeño y que en su cuarto colgaba una bandera de Inglattera1. Sin embargo, hay otras miradas sobre lo mismo. Otro músico limeño que opina al respecto es Rafo Ráez. Casi siempre se le puede ver con un polo rojo y de vez en cuando, rapado. Tiene una forma natural de impostar la voz lo que estampa a sus canciones un sello diferencial. Él también fue parte de la movida subterránea de la década de 1980 como guitarrista de la banda Eutanasia y actualmente, es el compositor y cantante de Rafo Ráez y Los Paranoias. Su relación con Daniel F es estrecha y llena de admiración. «Creo que él adoptó ese nombre artístico a raíz de una película que se puso de moda en esa época… ahí por el 81… Christiane F…». Se trata pues, de una película basada en hechos reales. Una niña alemana llamada Christiane Vera Felscherinow adicta a la heroína. La historia comienza desde que se muda a Berlín alrededor de 1974 y con doce años, empieza a consumir marihuana y poco a poco, a usar drogas más duras hasta que, para conseguirlas, se comienza a prostituir. Cuando la policía la captura y es llevada a juicio, unos periodistas se enteran de su vida y escriben un libro que da origen a la película. Daniel F también ha comentado al respecto. La versión oficial. Para él, la F, tiene que ver con su aspecto físico. Todo empezó con la tendencia que mencionó Raúl Montañez: un sobrenombre que lo identificase y que a la vez, le agregase cierto misterio. Él ya se sabía feo. Cuestión de mirarse al espejo. Cuestión de escuchar lo que decían las personas al verlo. Se consideraba a si mismo| desagradable estéticamente, lo que le llevó a tener cierta antipatía hacia las mujeres, que eran las que más lo juzgaban. Montañez no lo recuerda haber visto con alguna chica durante los años que estuvo tocando en Leusemia, allá por 1986. «Porque además, era muy raro ver a una chica en la movida. Todos éramos hombres… También pues, las personas normalmente nos veían raros, feos… Imagínate las chicas», recuerda. Así pues, cuando tenía alrededor de veinte años, todavía no conocía los placeres del sexo. Por supuesto, lo molestaban. «Algunos chistosos replicaban ‘¿Qué? ¿Tú eres feo? Ta huevón, ohe. Tú no eres feo… ¡Tú eres HORRIBLE! ’», recuerda Daniel F en una entrevista a David Nova. Primero, se autodenominó como «Daniel F. Ácrata Putrefacto», «como defendiendo una sociedad sin gobierno», según el libro de Novoa. Pero parecía ser demasiado. Poco a poco, se redujo solo a la F. El que golpea primero tiene las de ganar, por eso él hizo la primera jugada. Puso una letra y se adelantó a los comentarios sobre

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Él asevera que pertenecía a sus hermanos y fueron ellos quienes la colgaron.


su fealdad. Y pensar que en el colegio alguna vez lo apodaron como el cantante Roberto Carlos, por su pelo largo y sus ansias de cantar. Tal vez fueron los problemas de autoestima los que lo llevaron a intentar quitarse la vida. El caso es que dentro de su gran depresión tuvo la suerte de empezar una nueva etapa, como solista. Guitarra y voz.

Empezó a producir la primera de sus seis maquetas en formato casette justo después de haber dejado Leusemia. La más conocida, Las Kúrsiles Romanzas. Daniel F la cataloga como «hecha para perdedores y pensada en la movida subterránea que pudo, pero nunca fue». Esta versión puede ser contrastada con la letra de sus canciones. Por ejemplo, Kursi Romanza 1: «para que voy a maquillarme si tú no me vas a ver», literalmente, pertenece al estilo de balada dedicada a cantarle al desamor. Si además tenemos en cuenta que el mismo F declara que desde siempre fue baladista, el panorama puede ser otro. Parece pues que Las Kúrsiles fueron una especie de depuración de sus demonios. El caso es que la grabó en los Estudios Zúñiga, que quedaban en la cuadra catorce de la avenida Arequipa, en Lince. Paco De a Luca fue quien, en un principio, financió la empresa. Él era dueño de La Nave de los Prófugos, un negocio ambulante de gran éxito dentro de la movida underground del momento, dedicado a la venta de casetes de música y fanzines ubicado en la acera de la Universidad Federico Villareal, en la Colmena. Cuando le propuso la idea a Daniel, dice Paco, estaba seguro de que iba a ser una buena inversión: talento y posibilidades de registro significaban buenas ventas. Las canciones ya estaban compuestas y, desde julio de 1985, el F ya las tocaba en vivo en lugares como la entonces Facultad de Arquitectura de la Universidad Ricardo Palma, en el cruce de la avenida Arequipa con Pardo, que ahora es el Centro Cultural Ccori Wasi, de la misma institución. Desde las primeras veces, los asistentes a estos recitales se quedaban perplejos: el famoso F haciendo ese tipo de música. Por supuesto, muchos reaccionaron en contra. No faltaron los que dijeron que se había «vendido al sistema», como Ricardo Montañez, hermano de Raúl, quien publicó una crítica mordaz en la revista Esquina en donde lo acusaba de traidor. Piero Bustos, del icónico grupo Del Barrio2 y además contemporáneo a Leusemia, encuentra en esta producción una gran contradicción. Si bien a él nunca le gustaron las canciones, acepta sí, que en ellas se nota el talento de un gran compositor. Aun así, se extraña del éxito que tuvo.

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También conocido como Del Pueblo, Del Barrio.


«Nosotros, con Del Barrio, ya hacíamos ese tipo de canciones en las que cantábamos ‘tu amor es como un chicha bien heladita’ pero la reacción de los punks era llamarnos hippies y basurear nuestra música», comenta Bustos, «en cambio, cuando el Daniel sacó Las Kúrsiles, todo el mundo le aplaudió». Y en efecto, le aplaudieron y veinticinco años después de salido al mercado para ser pirateado, se ha hecho una reedición. Una voz autorizada para entender el fenómeno de lo expresado por Bustos es Alfredo Márquez. Él fue a quien Daniel F acudió para pedir consejos sobre el arte de la maqueta. Se le acercó y mostró su propuesta de portada. Letras recortadas de periódicos que, en una especie de collage, formaban las palabras «Daniel F» y «Kursiles Romazas» en distintas tipografías y tamaños. Figuras geométricas con esquinas, detrás. Triángulos. Flechas. Intercalando lo claro y lo oscuro en sus contornos y fondos. Texturas planas y adornos circulares. Distribuido de forma que parecieran desordenadas. Una fotografía suya en blanco y negro. Plano busto. Vestía lo que parecía ser un polo negro y una casaca negra de cuero. Su rostro, si bien no hacía mueca alguna, mostraba algo: sus ojos revelaban cansancio. Mucho cansancio. El diseño era muy parecido al que terminaría por publicarse; la gran diferencia era el color de fondo. «Me gustó su propuesta y lo único que le recomendé fue cambiar el fondo blanco por uno negro, para que destacaran los otros elementos» recuerda Márquez. Minutos más tarde, explicaría la razón del éxito de esta producción. «Tal vez lo que sorprendía es lo que parece ser una incongruencia y el valor que hay que tener para subir al escenario y frente a ese público, cantar canciones de amor», afirma, «fue una cuestión de romper esquemas y atreverse». Las Kúrsiles generaron en el momento de su publicación dos posturas sobre el F: desprecio por la traición o admiración por la valentía. La primera se ve reflejada actualmente en comentarios sobre la «comercialización» de Daniel que incluso, es observable en su lugar de residencia.

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El distrito de Miraflores está frente al océano Pacífico. Cuando alguien se pregunta dónde viven los artistas, es uno de los lugares que se cruzan por la mente. Por un lado, está Barranco, un distrito que comparte casi la misma mística. Por otra parte, Santiago de Surco, San Isidro y Surquillo, que no destacan tanto en la vida cultural de la ciudad de Lima.


El óvalo miraflorino más importante está al lado del Parque 4 de Julio. Las personas suelen pensar que se llama Parque Kennedy, pero no lo es. Sucede que los separan un poco más de diez metros. Lo suficiente como para pensar que son uno solo. No es una exageración decir que una gran parte de la vida nocturna limeña se sucede alrededor. Hay grupos de señores de más de sesenta años tomando café en los restaurantes. Otros, en mesas dispuestas en la vereda al costado del local. Un par de señoras que ríen mientras observan las distintas opciones que brindan las sangucherías. Tres hombres muy altos y cuya tez es una mezcla entre negro y morado. Hablan inglés y se ríen a carcajadas. Mujeres en minifalda que los observan y se acercan. Hay tantos negocios que contarlos sería una tarea descomunal. De comida rápida hasta gourmet. Cines y coffee shops. Hospicios para turistas mochileros y hoteles de tres a más estrellas. Tener una casa por esta zona es un privilegio. El costo no tiene que ver, más bien, la oferta. Solo hay edificios. Gigantes y adornados con vidrio templado. El reflejo del crecimiento urbano. Prueba de esto, es la avenida Pardo, cuya distancia del parque no es mayor a los cincuenta metros. Se caracteriza por una gran berma central que va desde el comienzo hasta el fin. Cuerdas de seguridad para que los carros no la invadan. Árboles gigantes y asientos color verde oscuros. El piso a base de pequeños rectángulos rojos por donde las personas transitan o montan bicicleta. No se puede caminar las primeras cuadras distraído. El flujo de peatones con saco y corbata da nervios. Hasta el punto que es más seguro caminar por un costado de la pista. Por esta parte de Miraflores, sí hay casas. Se pueden contar con los dedos de una mano. El asunto es que se usan para los negocios. Igual, los edificios de mínimo siete pisos. Solo negocios. Es al cruzar la avenida Comandante Espinar que se nota un cambio. No hay oficinas. Son departamentos que sirven de hogar para muchas personas. Basta con entrar a uno, asomarse por el balcón que da a la avenida para contemplar un Miraflores más tranquilo. Más humano. Pequeños óvalos llenos de pasto verde y piletas bien cuidadas. Bancas de madera y familias sentadas en ellas. Jugando. La avenida termina con el inicio de otra que une Miraflores con San Isidro y Magdalena. Es El Ejército y, desde ella, se puede ver el mar muy cerca. Parece una avenida que nunca va a terminar. Por esta zona sí hay casas que fungen de hogar. La mayoría son de dos pisos. Algunas tienen grafitis pintados. Otras necesitan que los dueños se preocupen por su cuidado. Todas tienen un «guachimán» con su respectiva caseta. Más adelante, por la cuadra 12, está el paradero final de una línea de buses. Una


esquina antes, hay una calle. Si se entra por ahí y se camina una cuadra, se llega a una intersección. Es un condominio lo que ocupa la esquina. Las paredes que dan a la calle son verdes mientras que el edificio en sí, amarillo. Tiene siete pisos y desde el primero, hay pequeños balcones exclusivos para las plantas. Los marcos de las ventanas son de mala calidad. La mayoría de departamentos han puesto persianas color plomo —sin duda, no las lavan tan seguido— sin adornos. Son en total veintitrés familias las que pueden vivir ahí. En el estacionamiento tan solo entran diez carros y los que están estacionados parecen no tener más de cuatro años de antigüedad. La entrada tiene una reja que se abre con llave y un caminito de losetas cuadradas blancas y de borde negro que dirigen hacia la caseta del portero. Adentro, una televisión cuya imagen está en blanco y negro. A su alrededor y en la misma calzada, un poste no muy alto color negro que sostiene dos letreros verdes en los que está escrita la dirección. Debajo de él, una bolsa negra de basura bañada en barro. El resultado de la tierra y la humedad. Al frente, en la última esquina del cruce está el comedor Santa Cruz, una estructura de dos pisos. El menú cuesta 2.50 soles. Todos los días se forma una larga fila y tal vez por eso, esta parte de Miraflores es distinta al resto. La vereda es más ancha y el piso está compuesto por cientos de pequeños adoquines rojizos desgastados por la gran cantidad de pisadas. Una especie de bulevar. Visto desde arriba, es un rectángulo divido en dos partes iguales. Un montículo de verdes plantas. Un farolito con dos brazos que sostienen esferas en las que hay focos. Al medio, un tacho de basura pequeño, verde y gordito. Y justo al costado, un árbol que creció de costado y que está cercado por una murito amarillo. Hay además, dos sillas de madera marrón oscuro y con braceras de acero oxidado y lleno de caca seca de pájaro. Son las doce y media y en una de ellas, la que da la espalda a la calle Mariano Melgar, un hombre está sentado solo. Su cara es triangularmente alargada y no parece tener pómulos. Si existiese la palabra «flaquérrimo» —una especie de superlativo de flaco— sería perfecta para describir a este hombre. Viste pantalón de buzo azul oscuro, polo de manga corta blanco desteñido y un gorrito de lana de esos que usan los pescadores. La barba está a medio crecer. Hay pelos ensortijados que cuelgan de la barbilla y de su nariz. Tiene legañas y una sombra gris debajo de sus cansados ojos. En la cintura tiene un canguro de cuero negro gastado. Ahí guarda sus llaves, documentos y celular. Es Daniel F.


—Hola, disculpa… —se acerca una chica con cuadernos en sus manos—. ¿Tú no eres Daniel F? —Sí… —se carcajea—. Hola. ¿Qué tal? —responde Daniel F mientras saluda con la mano. Su voz es aguda cuando se ríe, y es en ese instante cuando su boca se abre por completo. Tiene ojos almendrados que casi nunca están cerrados y sus uñas no solo están sucias sino que además, mal cortadas y mordidas hasta los pellejos. —Bien, gracias… —responde la chica con timidez y luego, dos eternos segundos de silencio—. ¿Sabrás dónde puedo almorzar pero barato? —Mmm… mira, aquí en el comedor está menos de tres soles —responde— pero creo que ya se acabó el combate. Si caminas por esta calle, unas tres cuadras, vas a encontrar un restaurante. Ahí cuesta entre seis y siete. —Asu… es muy caro. Bueno, Daniel, un gusto… —concluye. —Sí, sí… no te preocupes. Cuídate… —se despide.

* —Todos los miércoles en la noche voy al Parque Kennedy a darle de comer a mis gatos —comenta Daniel F, que sigue sentado en la banca verde—. Mi novia me animó a ir de vez en cuando a darles de comer y me cagó, porque ahora ella ya no va — se ríe. Voltea la cabeza y mira el edificio que está detrás de él. Se para y camina hacia él. Saca una llave, abre la puerta y entra. Él vive ahí y esperará a que sea la hora para ir a alimentar a los mininos.

De noche el Parque Kennedy cambia. El flujo vehicular y peatonal aumenta hasta límites sospechados de un crecimiento sin orden. Las personas salen del trabajo. La mayoría anda formal, en terno o sastre. Tienen audífonos en los oídos cuyo volumen está al máximo. Caminan rápido. Siempre serios. Necesitan escapar de ese lugar y llegar a sus casas. Las luces de las publicidades alumbran más que los postes de luz públicos. Dentro del parque, hay muchas sombras. Algunas creadas por los árboles, otras por las bancas de concreto. Pero hay las que se mueven. Rápidamente. A ras del suelo. Son muchas y parecen ser intermitentes. Los transeúntes advierten su presencia. Giran la cabeza y los miran pero como no les interesa, siguen caminando. Un chico alto y flaco


cruza el parque con un basset hound que mira a todos lados. Las está buscando. Si no tuviera una correa en el cuello seguro que empezaría a corretearlas. Repentinamente, de un arreglo de flores amarillas y moradas aparece un gato. Corre hacia un árbol de tronco ancho. Salta y sube hasta estar a salvo del perro que ha empezado a ladrar. El dueño le grita, lo jala y obliga a irse. Ya seguro, el gato baja. Su pelaje combina el marrón oscuro con el claro. Sus ojos negros observan hacia todos lados. Detiene la mirada. Da tres pasos. Se vuelve a detener. Sigue mirando al mismo lugar. Paso a paso, se acerca a dos chicas sentadas en una de las bancas. Están comiendo un sánguche de pavo cada una. «¡Oye, mira! ¡Un gatito…!», advierte una de ellas. «¡Qué lindo! ¿Qué querrá?», pregunta al aire. Mientras tanto, el gato mira el pan. «Mejor nos vamos…», se paran y se van. El gato las observa irse. Se sienta y mira a su alrededor. Se lame los genitales. Vuelve a mirar alrededor y fija su mirada hacia la iglesia de La Virgen Milagrosa que se encuentra entre el parque 4 de Julio y Kennedy. Se levanta y empieza a correr hacia ese lugar. Corre. Corre. Pero no se detiene en la puerta de la iglesia, sino que se dirige al pasaje Champagnat que está al costado. En ese lugar solía haber un pequeño parque, pero lo destruyeron. Solo queda un árbol de unos tres metros como mínimo, mucho barro y un plástico azul que debería no dejar ver el interior. Ese lugar es también un punto de reunión para los gatos. Hay treinta gatos en la vereda, pero son más, pues algunos se esconden en el terreno ahora baldío. Algunos están agrupados en grupos de a dos alrededor de un plato blanco de tecnopor. Otros simplemente están echados a un costado. Hay una persona agachada poniéndoles comida. Es Daniel F, que a las 9:30 de la noche, les da de cenar. Viste una polera ploma, pantalón negro y zapatillas marrones. La gorrita de pescador que usa deja ver algunos que otros pelos plomos. —Algunas personas nos hemos agrupado para venir y alimentarlos —dice Daniel mientras recoge un plato vacío— Mis días fijos son los miércoles, y los sábados por confirmar, a veces tengo conciertos. Daniel F los alimenta con una dieta específica. Una mezcla entre varios productos. Cuatro latas de atún. Dos panes. Pero cuando tiene tiempo y un poco más de dinero, el menú se vuelve más interesante. Dos paquetes de tallarín sancochado. Un kilo de galleta de gatos molida. Y como dice él, para darle el «rico sabor», algunas gotas de aceite de oliva. Él sabe lo que hace, porque en su casa tiene tres gatos. Tom, uno gris con blanco. Negrito, obviamente de color negro. Moby, atigrado de muchos colores.


«Cuando estoy echado en mi cama descansando, ellos están conmigo. Si me paro y voy a trabajar a la computadora, me siguen», comenta. Hace muchos años, tuvo una gata. Tenía siete años y Enrique Fernández, su padre, todavía vivía. Era blanca con manchas naranjas y negritas. «Chusca». Eran casi de la misma estatura pero él era un poquito más grande. No tenía un solo nombre. Algunas veces la llamaban «Misha», «Mica» o, simplemente, «gata». Era callejera y rondaba siempre por su barrio. Un día, decidió llevarla a su casa y cuidarla. Había llegado otro miembro al hogar. Tuvo dos embarazos, uno más complicado que el otro. El primero fue terrible. La gata se metió en una esquina, en un rincón. Cuando se dieron cuenta, ya había parido. Estaba lamiendo a su cría, cuidándola hasta que fue obvio que había nacido muerta. El desconcierto fue total. Su papá decidió que había que despedirse de la cría. La gata fue a comer y para cuando volvió, ya no estaba. Maulló. Maulló. La llamaba desconsolada. Miraba a la familia. Los miraba fijamente y sollozaba por la pérdida. Tuvieron que pasar varios días para que la gata volviese a ser como antes. Si es posible volver a serlo. La segunda vez que estuvo preñada fue más complicada. A la hora de parir, la cría no salió por completo del cuerpo. Se quedó a la mitad del camino. La gata parecía no soportar el dolor. Gritaba. Pedía ayuda. Maullaba como nunca antes. Hasta que paró. Dejó de emitir sonido alguno. Caminó hacia un rincón y se echó. Dicen que algunos animales, al entender que la muerte está cerca, se van y buscan afrontarla por su cuenta. Algunos explican este comportamiento como orgullo, dignidad y lo cierto es que, eso hizo ella. La familia ya había aceptado que no se podía hacer algo y que era mejor dejarla ir. A finales de la década de 1960, la posibilidad de acceder a un teléfono o que un médico o veterinario fuese a la casa del paciente, era impensable para las personas de recursos escasos. No se podía hacer nada, así que respetaron su decisión y se apartaron. Cuando ya no hubo nadie, uno de los hermanos mayores, Ricardo, se acercó. Agarró a la cría. La jaló con tanta fuerza que la logro sacar y junto con ella, como recuerda Daniel F, «una tripa blanca»: la placenta. Estaba muerta así que tuvo que sacarla de la casa. Cuando la gata se recuperó, volvió a su ritmo normal. Había superado la muerte y ahora estaba feliz, caminando de un lado para otro. —Yo no les hago caso. Cuando vienen y quieren que los acaricie, los boto — dice Daniel mientras hace que un gato que se ha subido a su rodilla para alcanzar el tenedor con el que sirve la comida, se baje—. Ellos se dan una idea errada sobre cómo


son los seres humanos. Van a pensar que todos somos buenos y es mentira — sentencia—. Hay algunos desgraciados que vienen y los patean. Una mierda… El 9 de junio de 2011 Daniel F publicó una foto en una de sus tantas cuentas de Facebook. Pero no una foto común. En ella, él salía cargando un cuy negro. En la descripción había escrito: «Komo diversión o maldad (o ambas a la vez) este CUY fue arrojado a un campo lleno de gatos. Logramos rescatarlo a tiempo y me lo llevé a mi casa. Toy buscándole hogar (hogar, no ke sea parte del menú). Por lo pronto estará conmigo. Cualkier buen deseo, escriban». Una de las noches en las que fue a dar de comer a los gatos, se encontró con que ellos estaban arañando una caja de leche. Como queriendo abrirla. La revisó y en su interior había un cuy. «Hay gente de mierda que no sé si por chongo o por maldad, hacen ese tipo de webadas», comenta con indignación, «según lo que averigüé, esa caja había estado ahí por horas y la gente no había hecho nada. No la podía dejar ahí así que me la llevé a mi casa». Es parte de su filosofía que cada vez que encuentra un animalito, le busque un hogar. «Tendría 235 gatos, 457 perros, 14 cuyes, 2 pelícanos y una serpiente», comenta sobre sí mismo en la foto. Además, en su situación era bastante complicado quedarse con un pariente del ratón: «Tengo tres gatos grandes... y de cuando en cuando traigo más gatos para encontrarles casa... Komo ke el pobre cuy va a estar un poco preocupado de ver tanto bigotón», vuelve a comentar. Al final, el cuy consiguió un hogar. Pero la relación de Daniel F con los gatos no se limita a esto. Les ha dedicado canciones. También un álbum. En 2001, Leusemia sacó el disco doble Al Final de La Calle: Los sótanos de la Angustia, el segundo en la búsqueda por un nuevo sonido. El segundo paso hacia un rock más «progresivo». El bonus track de la primera parte se llama «Shadow». A duras penas dura dos minutos. En ella, Daniel cuenta la historia de la mascota de su novia. Ella le había contado el gran cariño que le tenía. Que cuando Shadow intuía que su hermana ya estaba cerca de su casa, empezaba con su ritual. Miraba fijamente la puerta. De repente, se movía. Corría. Se subía a un muro. Otra vez, miraba atento. La esperaba. La recibía. A él le gustó la historia. Decidió hacerle pues, componerle una canción que no suele cantar en los conciertos. «Trepa a lo alto y te va a esperar / a que llegues amor / Trepa a lo alto y te va a esperar /siempre Shadow», dice la letra, «quise hacerte una historia o un cuento de dos / sobre viajes, dragones y un león volador. / De cómo hablaban la luna y el sol / Y que duerma entre los dos».


Ya en 2007 lanzó su tercer disco solista. El Zafiro de las Galas, El retrato de las princesas que van al rescate de las danzas entre los rojos pasadizos de las sombras y que bailan al compás de los espejos de la Luna, está dedicado enteramente a los gatos. Inspirado en ellos. En dos, en especial. Alguna vez, que con las justas recuerda, tuvo a Zafiro y Galas. El cd tiene impreso la cara de un gato. El arte muestra a una persona caminando por el mismo lugar que Daniel frecuenta, el pasaje Champagnat de Miraflores. Tal vez en la canción «En las fauces de Nombrandía» narre lo que posiblemente sean las peripecias en el Parque Kennedy desde el punto de vista de un gato: «Quiero intentar pasar como algo perdido / sin que sea herido por tus motivos / Hay que ver cómo viene la gente / intentando encontrar lo que enfrente / Voy a intentar pasar muy despreocupado / como afortunado de estar contigo / Voy a intentar entrar contigo del brazo /como un depravado con gesto compasivo». O «El Pasadizo de las sombras Pt. 1» en la que menciona la hora en la que suele ir a dar de comer a los gatos: «Y mantendré / ese abrazo rodeado de besos / Y te esperaré / cada noche, a las 8 / maullando a todos mis huesos». Pero Daniel F no tuvo siempre a los gatos para refugiarse. Hubo un momento en que la depresión lo afectó muchísimo. Lidiar con problemas de autoestima… Arrastrarlos desde la juventud… El tipo solitario. El tipo feo. Nunca fue sociable y dice haberse dado cuenta cuando entró a inicial en 1966. Ingresó luego al colegio primario José Martí y siguió siendo de los que preferían aparentar no estar: sin hablar con los «lornas» ni con los más «vivos». Lo disfrutaba. Por eso no quería salir del colegio. La secundaria la hizo en la Gran Unidad Escolar Hipólito Unánue ubicada en la Unidad Vecinal de Mirones en el Callao. Empezó en el Primero sección G junto con chicos que venían de lugares y de formaciones distintas, que por lo general eran bastante más violentos sino, vándalos. Él recuerda que, terminando la década de 1970, la Unidad Vecinal 3, ubicada en El Cercado de Lima, junto a la avenida Colonial, lugar donde vivía con su mamá y hermanos,

se convirtió en el paraíso de la droga. «Nuestro barrio no tenía la

peligrosidad de La Victoria o Surquillo. No contaba en su decorado kon esa tropa inacabable de inhaladores de terokal o sus etílicas y fantasmales sombras amarradas. Tal vez por esa ausencia de peligrosidad, a los parroquianos les convenía ir a la ‘3’ ke arriesgarse a ir hasta Parque Cánepa o Renovación, menos aún irrumpir en el Callao», escribió en su libro Manuskritos desde una Calle Vedada, publicado en 2009. La oferta


y la demanda confluyeron en ese lugar, su casa. La policía no hacía nada. ¡Qué mejor para un negocio ilegal! En las décadas posteriores, la situación económica y social del país lo terminaría por agobiar. La crisis económica social del primer gobierno de Alan García. En palabras de Carlos Contreras y Marcos Cueto, autores del libro Historia del Perú Contemporáneo, en su reedición de 2010: la estatización de la banca, el conflicto interno representado por el terrorismo y la gran corrupción del gobierno, llevaron al país a tener una hiperinflación que subía en promedio de 70% cada mes y «como producto de ello, se extendió la recesión, la pobreza y el virtual colapso de los servicios del estado». Daniel F recuerda a su madre, Ysela Valdivia, haciendo lo imposible para mantener el hogar. Vendría después el nuevo presidente, Alberto Fujimori, quien para revivir la economía llevó a cabo varios cambios que la historia conoce como el «Fujishock». Si antes comprar leche o arroz era caro, ahora lo era muchísimo más. El F guarda en su memoria que en 1990, al día siguiente de la declaración al país del entonces ministro de Economía, Juan Carlos Hurtado Miller, sobre el futuro oscuro que se venía, hubo un peculiar asalto en su barrio. Una señora gritaba «¡ladrón, ladrón!», a lo que los vecinos salieron y vieron como una persona quería robar algo dentro de un carro. El dueño bajó, se acercó al delincuente y le dijo que a cambio de que dejara de robar, él le iba a dar cien intis. Lo hizo al instante. El ladrón observó la plata, la tiró al piso y le respondió que no lo tratase de engañar. Que ese dinero ya no valía nada.

* —¿Qué es eso? —pregunto mientras señalo una botella de plástico con contenido negro. —Gaseosa… —responde una chica con acento bastante extraño. —Espero que solo sea eso… —comenta Daniel F con ironía. Todos nos reímos. Este podría ser un miércoles como cualquier otro para Daniel F. Si bien son las nueve de la noche y está alimentando a los gatos en el pasaje Champagnat de Miraflores, no lo es. Tiene puesta una chalina naranja como si fuese una corbata pero que le cubre hasta el mentón. Gorrita de pescador y encima, la capucha de su polera marrón. Pantalón negro y zapatillas marrones. Acaba de terminar de recolectar en una bolsa blanca los platos de tecnopor del piso que el mismo colocó. Los gatos caminan


hacia los costados. Es hora de la siesta post cena. Hay un grupo de cuatro chicas que están a unos tres metros del F riéndose a carcajadas. Él las ha estado mirando. Parece que las conoce. Tal vez sean amigos. Casi todas tienen una apariencia similar: jean azul claro, zapatillas y polera. Excepto una. La que sostiene una bolsa roja llena en la mano izquierda y que cada cierto tiempo, la pasa a la otra. Cuando lo hace, frunce el seño. Debe pesar. Tiene botas blancas. Jean azul oscuro a la cadera. Cartera roja. Chompa roja. Pelo negro ondulado. Labial rojo. Ojos delineados. El F se les acerca. Se separan un poco y forman un círculo para conversar. No pasan treinta segundos y de la bolsa que cargaba, saca una caja roja rectangular de 15 centímetros de larga y veinte de ancha. Se la entrega a Daniel F. El agradecimiento no se da en forma de beso en la mejilla. Un simple «gracias» y una levantada de cejas son suficientes. Son chocolates. «¡Manya! ¡Yo pensé que venían cien!», dice Daniel mientras señala la caja. Encima de la impresión de chocolates en forma de corazón dice «100 años». —Ella ha venido de Arequipa a comprar sus entradas… —me dice Daniel él a modo de presentación. —¿Y cuáles son sus canciones favoritas del F? —pregunto mientras miro a las chicas. —A mí me encanta esa que habla de las distancias… —comenta una de ellas. —Claro, claro… —acota el F— Esa canción es del disco Al final de la Calle del 2000… —Sueles contar que la compones porque tu «princesa» vivía en el «reculo del mundo», ¿no es verdad? —formulo casi interrumpiéndolo y citando lo que escuché en algún concierto suyo. —Bueno, sí. Tania vivía lejos y de ahí sale… —estira sus brazos que están dentro del bolsillo de la polera y se empina una poco—. Me acuerdo que la escribí y ahí, al toque no más, me fui a cantarla a un concierto. —¿Recuerdas dónde fue? —Fue en la UNI… —Me imagino que tú seguías viviendo en la Unidad Vecinal 3, pero, ¿y ella? —Yo vivía por la Colonial, en el Callao y ella por… —se detiene por un segundo— Surco. —A Tania la conoces por Rafo Raéz… —sugiero. —Ella me conoce a mí… —objeta. —¿Cómo es eso?


—Rafo era el enamorado de su hermana y cada vez que iba a su casa, cantaba sus canciones y algunas mías —mira al piso—. Ella le preguntaba «¿de quién es esa canción?». Ya pe, le hablaba de mí. —Así fue entonces… —Yo le decía «Oye dile que soy ingeniero, que soy doctor»… Alguna webada que valga la pena, no que soy músico… —bromea para cambiar el tono serio de la conversación—. Y así fue que llegó a mí. —¿Y dónde se veían? —Ella iba a mi casa. —Más o menos, ¿de qué año estamos hablando? —Haaaa… —bosteza— A tanto no llega la información que te voy a dar pes, oe —concluye el F. La novia de Daniel F se llama Rosario Tania Martínez Jiménez y la llaman por su segundo nombre. Tiene cuarenta y un años y, a diferencia del F, sí acabo la secundaria. Con sus 1,52 metros de altura, nació en el distrito de La Victoria. Pelo castaño, oscuro. De contextura delgada. Al interactuar con desconocidos, los mira y no habla, a menos que sea necesario. Actualmente, se dedica a producir eventos y gestionar los conciertos de Daniel, como los que dio en los auditorios del Centro Cultural Británico durante el mes de septiembre del 2012. Tuvieron que pasar ocho años para que él se volviera a presentar en esa institución. La razón: durante uno de sus recitales en la sede de Santiago de Surco, muchas personas no pudieron ingresar al local. La forma de reclamar fue tirando botellas, piedras y otros objetos que se encontraron en la calle. El clímax llegó cuando, por la presión de la multitud, lograron romper una reja que protegía el recinto. Luego, vino el serenazgo y la Policía y todo se dispersó. Las autoridades del Británico decidieron no volver a invitarlo. Años más tarde, se le volvió a dar una oportunidad. La coordinación se hizo directamente con Daniel y luego con Tania. La encargada de hacerlo le preguntó si es que ella iba a venir a la prueba de sonido a lo que le respondió: «Yo no voy a esas cosas». Así, el F fue solo. Llegó. Saludó. Sacó su guitarra. Cantó y tocó un par de canciones. Y se fue. Pero Tania es además, jefa de la editorial Kipuy que, en 2009, publicó el libro Manuskritos desde una Calle Vedada de autoría de su novio. Ambos se encargaron de diseñar la fotocomposición de la portada. Me animo a afirmar que se conocieron el segundo semestre de 1998, pues es ella quien da el leiv motiv al disco de 1999 de


Leusemia: su seudónimo es Tania Rosmart y fue quien escribió el cuento llamado «Yasijah». «Es la historia de tres mujeres: Adriana, Dunia y por supuesto, Yasijah. Dos de estas damas (Yasijah y Dunia) son fantasmas, señoritas difuntas, mientras ke la otra (Adriana) será la terrena que sirva de nexo para ke las ánimas puedan encontrarse. Es un relato romántico, un cuento de amor un tanto bizarro escrito por una amiga», figura en la parte interior del disco como parte del mensaje que la banda quiere expresar a su público antes de escuchar la música. Es una relación no digna de película romántica. Según la cantautora Magali Luque, nunca los ha visto andar de la mano o hacer gestos de cariño. Por lo menos, no públicos. En los conciertos casi mensuales que da el F en el Centro Cultural La Noche de Barranco, se les puede ver mas no juntos. Excepto cuando van al bar y se sientan. Frente a frente en un mesa rectangular de madera oscura. Se piden alguna infusión que mezclan con agua caliente. Conversan. Ambos son serios. No se sonríen o tal vez sí lo hagan solo que de otra manera. No se coquetean. Conversan o simplemente, toman su bebida.

La chica arequipeña todavía sostiene la bolsa. La ha estado mirando de reojo durante toda la conversación. Silencio. Después de habernos estado riendo, cinco eternos segundos de silencio ahora nos incomodan. El asunto de hablar con Daniel F es que los silencios abundan. Él mismo dice que no es una persona muy sociable. Que puede ser bien aburrido hablar con él. Rafo Ráez opina lo contrario: «Daniel es una persona como cualquier otra. Todos hemos tenido esos momentos en los que no tenemos nada que decir», comenta. Edson No Recomendable, gran amigo del F, opina algo parecido. «El asunto es que las personas confunden al F», señala, «creen que por ser músico es distinto de los demás. Mentira». Por eso es que las personas siempre se decepcionan al conocer al compositor: «Una cosa son las canciones que ha compuesto y otra, su personalidad», agrega Edson. La primera vez que él lo escuchó fue en el primer concierto Trovadiktos en Villa El Salvador. Fue a escuchar una canción recomendada por un amigo, titulada: «El oso». «Fue amor a primer acorde», dice, «¡Me quedé huevón!». No le habló, porque ni siquiera era un fan, pero lo primero que hizo después de haberlo visto tocar fue comprar el disco Memorias desde vesania. Además, dice que fue fácil conocerlo. «Pregúntale a cualquier persona que vaya a los conciertos si conocen a Daniel F. Te van a decir que sí y que hasta tienen su número», agrega, «Es bastante sencillo ubicarlo. Puedes ir en la noche al Parque Kennedy donde alimenta


gatos o mandarle un mensaje al Facebook. Te va a responder. Lo que sí es difícil es que la gente que sabe esto, lo diga. Creen que es el supersecreto del planeta pes y no lo difunde». En el disco Canto Enfermo, En Vivo desde el Cuzco, Daniel F narra cómo logró grabar la canción «El Oso». «Mandé cartas a un culo de huevones, a revistas y a disqueras», se escucha en el track once. Cuando se logró contactar con la manager y esposa, ésta le dijo que no había problema con tal que no hiciera una versión en technocumbia. «Eso es un chiste que siempre cuento», dice Daniel F mientras todas las chicas se ríen. Aprovechando este momento, la chica arequipeña que sostiene la bolsa saca de ella, una gaseosa negra: La Escocesa. «Se toma helada pero ahorita, no lo está» Se la entrega al F. Otro regalo. —¿Estás segura que no es trago? ¿No? —bromea el F. —Nada que ver —contesta la chica arequipeña mientras se ríe—. Ahora hay que buscar hielo para ir a probarla. —¡Sí, oye! —dice otra de las chicas— Hay que buscar antes un lugar donde sentarnos. —De repente en uno de esos cubos que están cerca al paradero de ese bus grande que recoge turistas para ver Lima —propongo. —Mejor vamos al anfiteatro —responde otra chica. —¿Sí? Vamos —digo, y empezamos a caminar.

Son las 9:45 de la noche. Hemos estado parados casi una hora y estamos cansados. Fue una buena idea ir a sentarnos. Las chicas proponen en broma ir a tomar a un bar. Un par de ellas empieza a caminar, delante del resto, junto al F. Las otras dos se retrasan un poco. Como calculando. Sin duda alguna, no se conocen. Ni entre ellas ni al F. Con él son bastante tímidas. Incluso, un poco coquetas. Sobre todo la chica arequipeña. Su forma de tambalear a la hora de hablarle: de un lado para otro en un lento vaivén. Sus acomodadas de cabello constantes y justo, por el lado donde ella sabe que la va a ver. Ser Daniel F tiene sus beneficios: «Sí. Tiene sus ventajas pero también sus semicorcheas», comenta él al respecto. Hemos caminado unos veinte metros y hemos llegado a uno de los anfiteatros. Está hecho de concreto y tiene forma circular. Una especie de torta de matrimonio con cuatro pisos solo que volteada y sin relleno. Hay dos barandas de metal puestas en lo que es una escalera de ocho peldaños. Daniel F se ha sentado lejos de una de ellas. En el segundo piso. Apoya sus pies en el tercero. Tres chicas están a su lado izquierdo pero


solo una en el piso inferior. La cuarta, la arequipeña, está parada frente a él. Yo, a su mano derecha. La chica que ha comprado su entrada para la presentación del nuevo disco del F La Ventana de los Cíclopes, se está tomando una foto con su amiga. En broma, Daniel F se mete al plano y dice «Metiche, metiche, metiche». Click. Flash. Todos nos reímos. —La dinámica para hacer canciones largas, discos largos como el Hospicios debe ser distinta que para otras como «Distancias»… —le pregunto al F. —Lo que pasa es que yo no sé hacer canciones pequeñas. Me cuesta mucho a menos que quiera hacer —sonríe— canciones de treinta segundos, que parecen un chiste… —Como algunas Kúrsiles. —agrego rápidamente. —Por ejemplo «Sed de sed». Mis canciones deberían durar tres minutos pero siempre pasan de seis… ¡Tamare carajo! ¡Porque me duran seis minutos! —mira el piso y mueve los antebrazos hacia arriba y hacia abajo con las palmas hacia arriba. —Pero de hecho que, de una canción de seis a una de media hora, hay un abismo. —Eso ya es una prolongación. Estás en el tren de un proyecto y le das y sigues… La introducción no más ya te dura dos minutos y medio… La atmósfera... — las chicas alrededor están atentas a la conversación— Es como la canción «Dunas de sal»… La primera parte creo que dura como ocho. —En todo caso, ¿qué compones primero? —La música. Siempre —responde tajantemente. —¿Y cómo así tal convicción? —No me imagino haciendo solamente letra. A mí me gusta la música, por eso siempre es primero. Recién me está gustando escribir… Recién… Porque siempre me ha

llegado

al

pincho…Al

repiiincho!

¡Al recontra pincho! —todos nos reímos excepto él. —Pero haces unas letras extensas… —comento como dejando un espacio al final para que él lo llene con la respuesta. —Me gusta lo que sale pero no el hacerlo. Hay momentos en los que no me han salido buenas letras. En el Moxón 3por ejemplo, hay tres o cuatro canciones que tienen buenas letras, ¡el resto son una cagaada! —cierra los ojos al decir la última palabra.

3

Que se pronuncia “Mojón”.


—¿Cómo cuáles? —Las que no, serán «15 segundos de fama» y alguna otra cosa por ahí… El resto son puras palabras que tuve que meter para acabar la canción. —¿Y el resto de discos? —En el resto sí me ha gustado hacer las letras pero me cuesta. Y a mí cuando algo me cuesta me llega al piiiincho. Risas. Una de las pocas canciones en las que quiso variar su forma de componer fue «El Naufragio de los Océanos», del disco Memorias desde vesania (2001). En efecto, trató de musicalizar su letra. «Las palabras tienen ya una melodía», cuenta el F, «Tienen ciertos ritmos, curvas. Hay quienes musicalizan Vallejo con facilidad». «Es por eso que esta canción es rara. No hice la misma conjunción que con los otros temas. Es diferente a las otras que tienen un armazón prestablecido», concluye. La noche sigue avanzando. La neblina empieza a bajar poco a poco y el flujo vehicular a disminuir. Seguimos sentados en el anfiteatro. Hace unos instantes una pareja ha llegado con dos bolsas negras. Se han sentado en el primer nivel. Justo al frente de nosotros. Con total normalidad sacan un par de vasos. Luego un ron y una Pepsi. Las combinan y brindan. Se ríen y al minuto, un serenazgo se les acerca. Les dice que no pueden tomar ahí ni en algún lugar público de Miraflores. Guardan sus cosas. Se paran y se van. «Ya los están botando», comenta la chica arequipeña, «Felizmente estamos aquí tranquilos». —Tal vez tu canción más conocida sea «Al colegio no voy más»… —le comento al F. —Sí, oye —dice una de las chicas. —Esa canción me encanta —agrega su amiga. —Ah… —reacciona Daniel F como aceptando sin interés por ese comentario. —Sé que se la hiciste a tu sobrino —añado. —Ya... —responde alargando la última sílaba— Pensando en mi sobrino… —Pero a todos nos molesta ir al colegio, ¿qué hizo de especial tu sobrino? —Estaba llorando… —Cuando era pequeño entonces —se vuelve complicado obtener respuestas. —Ah… —responden las chicas a unísono. —¡Claro pues! Él fue al nido y estaba feliz con otros chiquitos… Luego pasó al colegio y esa es otra huevada…


—¡De hecho! —vuelven a intervenir en coro las chicas. —El primer día que volvió del colegio me llamó por teléfono desde su casa. «Yo no quiero al colegio. Sácame del colegio. Dile a mi mamá que no me lleve» —el F estira su cuello y hace más grave la voz—. Puta, me llego al piincho. A mi sobrino lo quiero un montón. —Nadie quiere ir al colegio —acoto. —Al final la pasó de putamadre ese huevón… —¿Sobrino de cariño? —le consulto. —No, hijo de mi hermano. —¿Del Kimba? —Claro… —responde. —Eran recontra unidos. —Somos recontra unidos… —contesta cortantemente—. Ahora es un mulón de veintitantos años… —¿Cómo es? Preseenta pues… —dice una de las chicas —Jajajajajajajajajajajaja —nos reímos todos. —¡Ta huevón! —la muletilla del F. — Jajajajajajajajajajajaja —nos volvemos a reír. —Con él me fui al concierto de Green Day… —comenta Daniel F una vez que el volumen de las risas disminuyen. Hay muchos a los que le parece raro que el F sea fan de la banda americana liderada por Billi Joe. «Los que me dicen eso son chibolos que ni nacían cuando yo daba patadas», responde a la pregunta que le hizo Juan Carlos Guerrero del programa universitario de radio Zona 103, «¿Por qué ya no eres cómo antes?». Tiene cincuenta años, nadie le va a decir quiénes deben o no ser sus amigos y menos, qué bandas escuchar. «El último grupo que me ha impactado es Green Day», comenta en otra entrevista para el blog La TV aburre el 27 de setiembre de 2009. «En el 70 habían íconos por todos lados, Jimmy Page, Bob Dylan… Nunca se repitieron. En el 90 apareció una banda y su segundo disco tenía una buena combinación de música y fuerza. Me parecieron fabulosos: el último grupo que me empujaba a comprar una revista en donde salían». Así pues, terminó por ir al concierto con su sobrino a quien también le gusta la banda. En su página web oficial describe el concierto como un evento que «marcó mi alma como con un cuchillo de fuego». «Mientras tocaban teloneros, nosotros estábamos


a la mitad de la primera zona», comenta con voz baja lo que genera que las chicas se acerquen para escucharlo mejor, «Cuando terminaron, fuimos hasta adelantito… ‘Fuera mierda’ y llegamos. Pero con la primera canción tuvimos que retroceder porque se armó un pogo tremendo.» Silencio. —Una canción que recuerdo es «Entre planetas e insectos de madera» — comento mirando al F. —¿Cuál es esa? —pregunta una de las chicas —Empieza con «Me regalaste un insecto extraño que se movía al compás»… — responde otra de ellas —¿Y cómo así la compusiste? —formulo. —La hice cuando mi enamorada me regalo un insectito de esos que vienen en una cajita de madera y sale un huevón así… —Daniel F empieza a mover el tronco y la cabeza de lado a lado de forma rápida. —Tiene como un resortito —dice otra chica al ver mi cara de sorpresa ante lo desconocido. —Claro, pero parece que se mueve solo… La letra habla de eso. Del muñequito que se movía al compás, bla, bla, bla… —contesta— Y lo otro es que no es bueno hablar de estas cosas… Daniel F está convencido de que hablar de esto no es bueno. No por pudor o algo parecido. Su idea tiene que ver con que las personas le otorgan significados propios a las canciones y no es justo quitarles esas ideas. «Lo mejor es nunca saber de qué se trata la canción», argumenta el F. «Cada uno ya se ha hecho una idea de las canciones. Cada uno la capta a su manera». Le parece una pérdida de tiempo analizar esas historias. Él lo compara con ver una pintura: si la ve y le gusta, si le emociona bacán, pero no le interesa saber porque se usó cierta pintura. ¿Pero eso no es lo que se enseña? ¿Acaso los estudiantes de arquitectura no saben las razones por las cuales se ha elegido un estilo? ¿O los artistas usan ciertos colores porque les da la gana? ¿En eso no se basa estudiar: conocer para luego crear? Ante estas preguntas, el F responde que eso es un arte utilitario. «Alguien te contrató para que hagas eso. Es como la diferencia entre arte y artesanía. Algunos dicen que los artesanos son artistas… Sí…», afirma alargando la última sílaba como síntoma de no estar completamente convencido, «pero están haciendo mil piezas igualitas y solo para


la venta. Es como que yo haga mil canciones con la misma letra y la misma música… Bien monce…». Daniel F se olvida que eso es lo que ha estado haciendo. Sus discos no le pertenecen y si bien su música es su trabajo, ha estado viviendo de encargos en los que, como algunos artesanos, le han dado carta libre para crear y en efecto, han hecho cientos de copias de sus discos.

Falta media hora para la medianoche y las chicas se mueren de frío. «Hubieran traído una guitarra», dice el F para tratar de animar a los presentes, que frotamos una mano contra la otra para tratar de calentarlas. Una de las chicas dice que ya es hora de irse. Antes, una fotito del grupo. Se juntan. Se sientan. Me paro. Me alejo. No es mi idea salir en la foto. Click. Flash. Se vuelven a parar y se despiden del que ya no parece un ser inalcanzable sino todo lo contrario. Le agradecen y se cruzan otras sonrisas. La arequipeña no logró concretar nada y su cara refleja cansancio. Tal vez causado por los coqueteos no descifrados. No le queda más que irse y en efecto, lo hace. Chau. Chau. Cuídate. «Ya…», dice el F mirando hacia el piso y como siempre, alargando la última sílaba, «Chau». Se voltea. Se encorva y vuelve a su casa con su bolsita color blanco.


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