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JUAN LUIS GARCÍA HOURCADE

LA SEGUNDA MITAD DEL SIGLO XVI: CRISIS EN LOS CIELOS

El manuscrito de Leonardo Turriano trata esencialmente de cosmología: presenta sus ideas sobre la constitución de los cielos. Se apoya para ello en avances astronómicos que habían ido surgiendo desde la segunda mitad del siglo xvi, esencialmente la aparición de nuevas propuestas astronómicas y novedades observacionales, cometas y novas, sobre todo, con su difícil, por no decir imposible, encaje en el sistema aristotélico-ptolemaico. Pero como texto esencialmente cosmológico y no astronómico, el marco en el que debe ser considerado es el de la cosmología aristotélica todavía imperante, si bien ya en clara crisis cuando lo escribe.

Como ha señalado Alexander Koyré, la crítica a la cosmología aristotélica puede darse por iniciada con Nicolás de Cusa, cuya obra supuso en gran medida la revisión de parte de la teoría aristotélica contenida en el De Caelo. El Cusano comenta en su De Docta Ignorantia distintos aspectos de física terrestre y las características de los posibles movimientos de los cuerpos, o la relatividad de los mismos. Ofrece observaciones y medita sobre cuestiones acerca de la finitud o infinitud del Universo, la posibilidad del movimiento terrestre o la no centralidad de la Tierra. Sus argumentos son tan claros, tan sugerentes y poseen tanta fuerza que, aunque no los hace en el contexto de una crítica a las teorías astronómicas o cosmológicas de su tiempo, sin embargo, el hecho mismo de su existencia y la difusión que tuvo su libro, publicado en 1440, indican que las discusiones sobre el tamaño del Universo, la relatividad del movimiento o la posibilidad de asociar algún tipo de movimiento a la Tierra, debieron ser moneda común, al menos en la Italia del Renacimiento. Y desde allí se difundieron, a lo largo del siglo xvi, a prácticamente todos los centros de saber de Europa.

A fin de valorar el manuscrito de Turriano en relación con la cosmología aristotélica y la astronomía ptolemaica, será necesario tener presente a ambas, por lo que se dedicarán a las mismas unas páginas, que no pueden ser exhaustivas y, por tanto, adolecerán irremediablemente de la pérdida de matices que conlleva toda presentación resumida y esquemática. En todo caso, al hilo de los comentarios al manuscrito de Turriano, se ofrecerán detalles o precisiones1.

La explicación de los movimientos registrados de estrellas, Sol y planetas se sometió a una parte de la tradición astronómica griega y a la imposición del platonismo más influido por el pitagorismo de usar exclusivamente para ello movimientos circulares y uniformes, movimientos que se repiten a sí mismos eternamente, como debía corresponder a los cielos y los objetos celestes, los más cercanos a la divinidad, en completo reposo tras ellos. Este reto a los astrónomos a fin de salvar lo que solo serían apariencias observacionales se ha venido conociendo como «el problema de Platón». Resuelto en primera instancia por el sistema de esferas homocéntricas de Eudoxo y Calipo, el modelo fue adoptado e incorporado a un sistema filosófico con aspiraciones a reunir en él la totalidad de lo que el hombre sabía y pensaba. Era la filosofía aristotélica que, de un modo u otro, dominaría el pensamiento occidental desde el siglo xiii hasta el siglo xvii.Dominio asentado en el hecho de que tras su descubrimiento —vía civilización musulmana— por el mundo medieval europeo fue «cristianizado» y asumido por la Iglesia Católica a través de la obra de Tomás de Aquino, lo que permite comprender mejor la resistencia que aquella opuso a su superación y hasta qué punto determinó no solo la historia de la astronomía, sino la de la ciencia y la cultura.

La cosmología aristotélica separaba el mundo en dos partes bien diferenciadas: el mundo sublunar y el supralunar. Cada una de ellas tenía distintos elementos o componentes que las constituían, así como diferentes comportamientos de los mismos, pero en conjunto, cada ente, fuera terrestre o celeste, ocupaba, o tendía a ocupar, su lugar natural: aquel que más convenía a su naturaleza y en el que permanecería en reposo.

En el mundo sublunar la constitución de todo lo existente estaba dada a partir de los cuatro elementos de Empédocles: tierra, agua, aire y fuego, que, evidentemente, no se encontraban en reposo, ni separados ordenadamente, sino que coexistían en el «desorden» que Aristóteles suponía originado por el arrastre que el movimiento de la esfera lunar, limitadora de ambos mundos, trasmitía. La tierra, que era lo más pesado, debería ocupar el lugar más bajo. A continuación, el agua, también grave, pero menos. El aire y el fuego eran, al contrario, ligeros y su naturaleza los llevaba a ocupar los lugares elevados, más el fuego que el aire.

1 Puede verse a modo de introducción general, en la que se presentan las cuestiones cosmológicas y astronómicas, así como los distintos mecanismos empleados para acomodar las observaciones astronómicas a los principios cosmológicos, García Hourcade, J.L., «La rebelión de los astrónomos», Ed. Nivola, 2001 y 2009, pags. 25-38.

Desde esta perspectiva, y siendo el mundo esférico como la observación de la bóveda celeste y ciertos conocimientos geográficos permitían asumir con facilidad, ¿donde iba a «caer» lo pesado, viniera de donde viniera, sino al centro? La Tierra, en consecuencia, no podía ocupar otro lugar que el centro del Universo. Era «su lugar natural». La gravedad, por tanto, no era una propiedad que acercara lo grave a lo grave, sino aquella naturaleza que, constituyente esencial de los graves, los lleva a un sitio, a un lugar, el más bajo, cuando se encuentran separados de él. Al centro, si todo lo que existe está contenido en una esfera. Aristóteles daba así un doble fundamento, observacional y filosófico, a la posición central de la Tierra.

El mundo supralunar, al contrario, está constituido por un quinto elemento o «quintaesencia», por el éter intangible y cristalino, cuyas concreciones constituyen las esferas y cuerpos celestes.

Aristóteles asume la propuesta platónica, y postula para este mundo inmutable y eterno el movimiento circular uniforme.

El universo aristotélico era pues, una ordenación que implicaba naturalezas, movimientos y lugares de un modo altamente elaborado y, en consecuencia, difícil de combatir. Un mundo, en fin, cerrado, ordenado y jerárquico dentro de un espacio no homogéneo (no todos los lugares o regiones tenían las mismas propiedades) y anisótropo (había direcciones privilegiadas), que se acomodará muy bien no sólo a observaciones físicas y astronómicas, sino también a interpretaciones de orden social y en el que apenas se encontrará resquicio ni rendija por los que atacarlo.

Sin embargo, producto de observaciones de las que el sistema de esferas homocéntricas no podía dar cuenta, pronto surgieron modificaciones al mismo. El cambio de brillo que se daba en los planetas, y de manera espectacular en Marte, coincidiendo además con sus retrogradaciones, no podía interpretarse de otro modo más que aceptando que el planeta, en ese momento, se debía encontrar más cercano a la Tierra. Las esferas homocéntricas no contemplaban tal posibilidad.

Desde entonces hasta Copérnico va desarrollándose lo que genéricamente se denomina «sistema Tolemaico». Es decir, de Claudio Ptolomeo. Sin embargo, no lo inició Ptolomeo y, una vez expuesto por él en el siglo segundo de nuestra era, sufrió incesantes alteraciones. Resultó ser un modelo tan versátil y acomodaticio, tan flexible y, por qué no decirlo, tan fértil, que no dejó nunca de transformarse para ir añadiendo a su capacidad explicativa, paulatinamente, nuevos datos y numerosas observaciones más precisas.

Pero ello tuvo que ser incorporando un complejo sistema de herramientas geométricas, el sistema epiciclo-deferente, la excéntrica y el ecuante principalmente, con los que prácticamente podía lograrse todo tipo de «efectos» y dar cumplida cuenta del comportamiento planetario «salvando las apariencias», es decir, explicando las desviaciones del movimiento circular y uniforme que podían observarse entre los planetas (variaciones en el brillo, retrogradaciones…) y hacerlo con el único recurso a ese tipo de movimientos. Sin embargo, el ecuante, aún cuando proporcionaba un alto grado de precisión y su uso no suponía una excesiva dificultad, presentaba algunos problemas que acabaron siendo una grieta por la que se introduciría Copérnico, quien aludió a ello como una de las causas principales de su disconformidad con este sistema astronómico. La cuestión era que, haciendo uso del punto ecuante, el planeta en realidad no recorre su órbita de modo circular y uniforme respecto de ningún punto, constituyendo así una violación clara del principio platónico (y aristotélico).

Esquema del movimiento de los planetas, según la teoría geocéntrica de Ptolomeo. El Planeta P traza una circunferencia llamada epiciclo, cuyo centro EP se mueve, a su vez, siguiendo la circunferencia llamada Deferente. La Tierra no ocupa el centro del Deferente. La velocidad angular de EP es constante, pero no respecto al centro CD del Deferente, sino con relación al punto llamado Ecuante. La resultante de los dos movimientos circulares permite obtener la trayectoria del planeta visto desde la Tierra.

Había otro aspecto que tampoco pudo resolverse de modo definitivo: la ordenación de los planetas en sus círculos. No había dificultad para la Luna, Sol, Marte, Júpiter y Saturno, pero la duración de la trayectoria sobre la eclíptica de Mercurio y Venus era prácticamente la misma y el sistema ptolemaico no era capaz de resolver inequívocamente cuál era el orden verdadero de la disposición planetaria en torno a la Tierra.

En cuanto a su relación con la cosmología aristotélica, la situación se mostraba complicada. Era muy difícil mantener la noción cosmológica de esferas homocéntricas junto al entramado de deferentes, epiciclos, excéntricas y ecuantes. Las etéreas esferas homocéntricas se ensancharon hasta llegar a poder contener epiciclos y deferentes y, aunque de un modo ligeramente bastardo, se mantuvo esta asociación. Se retuvo en el aire una suerte de cosmología con astronomía asociada, aunque en realidad, desde el mismo Ptolomeo se dio una disociación entre ambas, primando los razonamientos en uno uotro sentido según se tratara se explicar la estructura general del universo, adecuada a un sistema filosófico, o de dar cuenta precisa de posiciones y movimientos celestes, por lo demás necesarios sobre todo para navegar y levantar horóscopos, lo que el sistema de Ptolomeo fue capaz de resolver satisfactoriamente durante 15 siglos. Siglos en los cuales siempre hubo alguna voz discordante con este entramado complejo en que había acabado por convertirse la astronomía ptolemaica. Citaremos uno y relativamente temprano. Alfonso X el Sabio, mentor de traducciones y avances en el conocimiento astronómico a través de la Escuela de Traductores de Toledo, fue promotor de unas tablas astronómicas que llevarían siempre, hasta el siglo xvi, el nombre de «Alfonsíes» o «Alfonsinas» y también de una obra fundamental para la difusión de la astronomía helenística en la Europa de la época, los Libros del Saber Astronómico. Parece que encontrándose la corte en Segovia y él ocupando sus aposentos reales en el primigenio palacio-fortaleza que es hoy el Alcázar, comentó en público que «de haber él asistido a la creación del mundo, algunas cosas las habría hecho diferentes», lo que le costó una acusación de blasfemia por parte de un religioso franciscano que le conminó a pedir el perdón de Dios. La anécdota no sería más que eso si no fuera porque debió extenderse y quizás elevar la consideración del rey como conocedor de las tramas celestes, al punto de aparecer referida en el libro científico posiblemente más influyente de la historia, los Philosophiae Naturalis Principia Mathematica, en su segunda edición, que preparada por el mismo Newton entre 1709 y 1713, la llevó a cabo colaborando estrechamente con Roger Cotes, a cuyo cargo dejó la labor editorial y el extenso prefacio en el que presenta «la muy deseada edición de la nueva filosofía newtoniana, ahora grandemente corregida y aumentada».

Los movimientos aparentes del Sol, Mercurio y Venus, vistos desde la Tierra. En la edición de 1771 de la Enciclopedia Británica, realizado por James Ferguson a partir de los diagramas de Giovanni Cassini y Roger Long.

Al final de este prefacio se encuentra la referencia a la que antes se aludía. Dice así: «Las puertas están abiertas ahora, dejando expuestos los más hermosos misterios de las cosas. Tan claramente se muestra ante nuestros ojos la elegantísima estructura del sistema del mundo, que si el rey Alfonso viviera aun, no se quejaría por falta de las virtudes de sencillez y armonía»2.

El Almagesto, la obra astronómica de Ptolomeo, sufrió a lo largo de los siglos, desde el mundo árabe hasta su introducción en Europa a través de las Escuelas de traductores (la primera traducción al latín sería la de Gerardo de Cremona), modificaciones y adaptaciones. Entre ellas quizás las que merezca la pena reseñar, porque son las que en el manuscrito de Turriano aparecen citadas con cierta frecuencia, son los Elementos de Astronomía del persa Al Farghani, que incluía unas nuevas y más precisas tablas astronómicas y que, aunque escrita en el s. ix, fue corregida y aumentada y muy usada hasta el s. xv, el Tratado de la Esfera de Sacrobosco, una obra escolar, que databa del siglo xiii y que tuvo innúmeras ediciones y popularidad a pesar de mostrar evidentes deficiencias, y sobre todo las de Georg Peuerbach y Johannes Müller, conocido este como Regiomontano (no aparece citado por Turriano), que vieron la luz ya en el siglo xv, y fueron fundamentales para el estudio, la difusión y el aprendizaje de la astronomía ptolemaica. Entre ambos llevaron a cabo un gran trabajo de recuperación de textos antiguos y corrección de versiones traducidas de los clásicos de la astronomía, además del Almagesto de Ptolomeo. Las Theoricae novae Planetarum de Peuerbach fue uno de los textos más profusamente utilizados en el mundo académico, así como un resumen explicativo de la teoría de Ptolomeo iniciado por Peuerbach continuado y completado por Regiomontano como Epitoma in Almagestum Ptolemaiei, publicado póstumamente en 1496. Regiomontano también construyó nuevas tablas astronómicas que, en gran medida, sustituyeron en manos de navegantes y astrólogos a las elaboradas bajo la dirección de Alfonso X el Sabio en el siglo xiii.

2 Se ha utilizado la edición de Antonio Escohotado: Principios Matemáticos de la Filosofía Natural y su Sistema del Mundo. Editora Nacional, 1982 También cita esta anécdota, el reconocido historiador de la astronomía J. Delambre, en el Discurso Preliminar de su Historia de la Astronomía Moderna , T.I, Paris, 1821.

El camino de casi 2000 años de la astronomía y la cosmología sufrió una convulsión con la aparición de la obra de Nicolás Copérnico De Revolutionibus Orbium Coelestium en 1543. Su entrada en escena se puede considerar como el comienzo de un proceso que cambiaría la perspectiva que el hombre tenía del mundo y del modo de acercarse a él. El final lo puso otro libro, el ya citado Philosophiae naturalis principia mathematica, publicado en 1687 por Isaac Newton. Un siglo y medio de diferencia, un tiempo a lo largo del cual se gestó, desarrolló y culminó lo que se ha denominado revolución científica.

De un mundo centrado en la Tierra, anisótropo y no homogéneo, con direcciones privilegiadas, movimientos y lugares dispuestos para mover y acoger los entes existentes en función de sus cualidades, se pasará a otro en el que la Tierra perderá su posición central, desaparecerán los lugares y movimientos naturales acomodados a la naturaleza de los entes y, finalmente, también las fronteras entre lo celeste y lo terrestre, explicándose todo lo que sucede mediante mecanismos precisos basados en solamente tres principios. En suma, una transición de un «mundo cerrado al universo infinito», según la conocida y poética descripción de A. Koyré.

Pero hasta bien entrado el siglo xvii no puede decirse que la comunidad científica se pronunciara a favor de la propuesta copernicana. El libro I del De Revolutionibus Orbiun Coelestium era, en contraste con los cuatro restantes de carácter eminentemente técnico, argumentativo sobre la plausibilidad de sus propuestas y no era matemático. Al contrario, era transparente en los presupuestos, enunciados y razonamientos en los diez capítulos de que consta y en los que se ofrecen las bases de su sistema. Trata de la esfericidad del Mundo y de la Tierra, de los movimientos de los cuerpos celestes, del lugar de la Tierra y sus tres movimientos, de la inmensidad del cielo en comparación con la magnitud de la Tierra, del orden de los orbes celestes… y expone razones no astronómicas sino filosóficas para avalar la posición central del Sol, haciéndolo en un párrafo que pone de manifiesto, según biógrafos e historiadores, la fuerte influencia sobre él de ideas pitagóricas y neoplatónicas presentes en el renacimiento italiano, en cuyo seno se formó.

El sistema heliocéntrico, según Copérnico, en De Revolutionibus Orbium Coelestium , Libri VI , Nicolás Copérnico, 1566. Real Instituto y Observatorio de la Armada (San Fernando). CC BY 4.0.

Con el De Revolutionibus…, Copérnico ofrece, por un lado, las bases de una cosmología y, por otro, aporta las herramientas necesarias para una justificación matemática rigurosa de las proposiciones presentadas en el Libro I.

Mas a pesar de ello, hay que decir, sin embargo, que en el siglo xvi fueron pocos los «copernicanos», si entendemos como tales solo a los que apoyaban o creían lo expuesto en esos capítulos del Libro I.

Aunque también hubo partidarios tanto de los aspectos cosmológicos como astronómicos: Joachim Rhetico (autor de la Narratio Prima que, puesto de acuerdo con Copérnico, fue la primera presentación que se hizo de la hipótesis copernicana) y Michael Maestlin, profesor de Kepler, en Alemania y Robert Recorde, William Gilbert y Thomas Digges en Inglaterra y, aunque acabaría renunciando a las propuestas copernicanas, Diego Zúñiga, quizás el único copernicano español de la época. A todos ellos les seguirán enarbolando la bandera copernicana, ya entrando en el siglo xvii, sobre todo Johannes Kepler, a partir de la publicación de su Secreto del Universo y la culminación de su evolución teórica con la Astronomia Nova y Harmonices Mundi y Galileo tras descubrir los satélites de Júpiter en 1610 y publicar su Siderius Nuncius, en ese mismo año y los Diálogos sobre los dos máximos sistemas del mundo en 1632.

A pesar de esta cautelosa y tibia acogida entre los astrónomos, sin embargo los métodos de cálculo y establecimiento de coordenadas estelares y planetarias que se exponían en De Revolutionibus…, fueron pronto reconocidos como mejores que los ptolemaicos y, en consecuencia, constituyó un lugar común el que astrónomos y matemáticos utilizaran los métodos copernicanos, aunque no se pronunciaran o incluso lo hicieran en contra de la teoría heliocéntrica. Veremos algo parecido en la postura de Turriano.

Leonardo Turriano Y Su Manuscrito

Leonardo Turriano llega a España por decisión del Emperador Rodolfo II en 1581, reconociéndosele ya «al servicio de su majestad» en 15823.

Turriano había pasado algún tiempo en su corte, «sin que sepamos cuándo y cómo lo hizo» (A. Moreira) y sin que tampoco se tenga mucha información sobre su formación inicial (A. Cámara), aunque podría especularse que Leonardo se aprovechara del apellido Turriano para presentarse en la corte de Rodolfo II, pues éste habría conocido a Juanelo Turriano en sus años de formación en el Escorial.

3 Para los datos biográficos de Leonardo Turriano, además de los textos de A. Cioranescu, en la introducción a la edición moderna de la obra de Turriano Descripción de las Islas Canarias y las referencias que aparecen en A. Rumeu de Armas, Piraterías y ataques navales contra las Islas Canarias , hay que recurrir ineludiblemente a los dos trabajos más recientes, extensos y documentados sobre el personaje, publicados en el volumen Leonardo Turriano. Ingeniero del Rey , Fundación Juanelo Turriano, 2010. Están a cargo de Alicia Cámara — Leonardo Turriano al servicio de la Corona de Castilla — y Rafael Moreira, Leonardo Turriano en Portugal. A este último, quizás sea la admiración hacia el personaje lo que le hace finalmente caer en una sin duda exagerada valoración de su papel en la historia de la ciencia y en la concesión de alguna pequeña imposibilidad como considerar plausible que Turriano se encontrara con Tycho y Kepler en Praga o el muy improbable acuerdo con Kepler acerca de la superioridad de la elipse sobre la circunferencia.

Por lo que al análisis del manuscrito del que tratamos se refiere, lo que interesaría sería la impronta que dejara en su autor la vida en la corte de Rodolfo. Es bien conocido el mecenazgo y generoso patrocinio que esta corte, rica y exuberante, ejerció con artistas, humanistas y astrónomos (estos últimos sustentando las aficiones astrológicas del emperador, que tampoco serían ajenas a las que pudiera haber adquirido en El Escorial con su tío Felipe II), por lo que uno de los efectos que se han supuesto en la formación de Turriano del paso por aquella corte, sería el interés por la astrología.

De este interés da clara muestra en su obra «Descripción de las Islas Canarias», producto de su estancia en estas islas, enviado por el Rey, en varios periodos que sumaron un total de 8 años. En ella Turriano titula su capítulo quinto «De la situación de las islas Canarias, y bajo qué signo del zodíaco están colocadas», incorporando al texto una hermosa ilustración en la que el conjunto de las islas se acomoda a la figura de un cangrejo que representa el signo Cáncer del zodíaco, que es el signo zodiacal predominante y que tendría entonces particular influencia sobre las islas, dedicando además el capítulo 42 a describir las consecuencias que esta adscripción al signo de cáncer origina en el carácter y virtudes de los canarios. Y aunque, recurriendo al que denomina «príncipe de los astrólogos»4, afirma que «vir sapiens dominabitur astros» («el hombre sabio dominará las estrellas», o lo que es lo mismo, será capaz de decidir sobre su destino), acepta que estas influencias astrales dejan en último extremo nuestra voluntad libre, emite un juicio muy poco benigno para los pobladores isleños, llegando a escribir que «así se explica el que hoy día pocos o raros son los hombres que se ven perfectos en las ciencias, nacidos o educados en las islas».

Pero esta inclinación a la consideración de la astrología, a tenor de sus siguientes obras, parece haber ido desapareciendo paulatinamente y en el manuscrito que se presenta hay que decir que, aún pudiendo haber sido una ocasión propicia para ello, solo aparece tangencialmente en el Proemio y de forma algo más clara en las últimas páginas del Libro II.

Sin embargo, no deja de resultar algo extraño el que estas referencias o consideraciones astrológicas en el manuscrito sean tan parcas. No solo por la evidencia del interés de Turriano en esta faceta de la astronomía de la época5, sino porque su llegada a Portugal tuvo lugar solo tres años después de que

4 S uponemos que se trata de Claudio Ptolomeo, autor de « Tetrabiblos », una obra de enorme influencia hasta el Renacimiento sobre la filosofía, los fundamentos y la práctica de la Astrología. La cita, sin embargo, no parece tener un autor claro y se suele dar por anónima 5 La totalidad de los astrónomos, al menos hasta la primera mitad del siglo XVII la tuvieron en consideración, existiendo en las universidades cátedras de «Matemáticas y Astrología», y aunque paulatinamente irán perdiendo protagonismo en el mundo académico, encontramos que todavía en 1680 Luis de Aldrete y Soto escribe un Discurso del cometa de 1680 , en el que mantiene que «no hay cosa que no vocee el Cielo». Se pueden rastrear estas consideraciones hasta entrado el siglo XVIII se diera la desgracia supuestamente originada por la aparición del que acabó siendo denominado el «Cometa Sebástico». El nombre hace referencia al cometa de 1577, que se convirtió para muchos en el símbolo y ejemplo de la certidumbre acerca de la influencia de estos eventos celestes en la vida y sociedades humanas, al punto de que podrían llegar incluso a causar la muerte de un rey. Aunque hay que decir que era común opinión, también «entre filósofos y populares, que los cometas señalan muerte de reyes, porque tienen los cuerpos más delicados y más regalados y más sujetos a la impresión del aire», como cita Jerónimo Muñoz en el primero de los «Prognosticos» que incluye en su Libro del Nuevo Cometa. Causa a la que hay que añadir la suposición de muchos acerca del temperamento melancólico común en los Príncipes, lo que les haría más accesibles a los influjos cometarios, y añadiendo otros que el estado del aire inficionado afecta a cuantos respiran tanta corrupción, pero los Grandes suman a esta primera una segunda causa al alimentarse de toda suerte de volátiles o volatería, que les transmiten el veneno «comético» diluido en la atmósfera.

El nombre de «Sebástico» dado al cometa fue debido al vaticinio de astrólogos portugueses, españoles y europeos, de que traería la desgracia al joven monarca portugués, Sebastián I. Efectivamente, su muerte acaeció pocos meses después de la desaparición del cometa, el 4 de agosto de 1578, en la batalla de Alcazarquivir (en el actual Marruecos). El Imperio otomano suministró el suficiente socorro a las huestes de su correligionario el sultán Al Malik, y el enfrentamiento supuso no solo la muerte de Sebastián, sino también de buena parte de la aristocracia portuguesa y finalmente la pérdida de la independencia del reino, que por derechos de herencia se anexionó Felipe II, reconocido finalmente en las Cortes de Tomar en 1581.

No obstante esta situación en la que la astrología y sus vaticinios parecieron ser dramáticamente reales para gran parte de la población europea de la época, la astrología judiciaria o adivinatoria había sido duramente combatida y desacreditada por Pico della Mirandola, a quien cita Turriano en más de una ocasión, sobre todo su obra póstuma Disputationes adversus astrologiam divinatricem. Por otro lado, los pronósticos adivinatorios que proporcionaban el ejercicio de esta astrología chocaban con la ortodoxia romana, por lo que también, sobre todo en el universo católico, ante las predicciones y vaticinios, se intentó salvaguardar el poder divino y la libertad humana, pasando el augurio a convertirse en señal.

Puede que sea, sobre todo esta última, la causa de la referida práctica ausencia de consideraciones astrológicas en la obra de Turriano, ya que las discretas que aparecen en este manuscrito, desde luego no entrarían en conflicto con la religión católica, como tampoco las ya comentadas incluidas en su obra sobre las Islas Canarias6.

A pesar de no disponer de indicación de fecha, el manuscrito de Turriano puede ser datado aproximadamente entre 1605 y 1610. La «nova» apareció en octubre de 1604 y dejó de ser visible a finales de 1605, por lo que, si Turriano anuncia, como se verá, su intención de meditar sobre su aparición y desaparición parece adecuado establecer un límite inferior para la redacción del manuscrito, este año de su «desaparición». Pero de la segunda fecha no hay ninguna seguridad, ya que como se ha dicho, no se trata tanto de un texto astronómico (que requeriría cierta urgencia en su factura para reclamar su interés), como de una propuesta cosmológica, que podría no ser tan urgente dar a conocer y exigir más meditación.

6 Se puede ver en relación con todo este episodio, Joaquín Iriarte, S.J.: La canción del cometa de 1577. Universidad de Deusto, Bilbao, 1996. También: Usunáriz, J.M., «El discurso judiciario sobre Don Sebastián y el cometa de 1577», en la Revista de História da Sociedade e da Cultura , 15, 2015.

Si atendemos a lo anotado por R. Moreira, en 1609 «parece haberse producido un corte en su vida y la interrupción o suspensión de los trabajos en Portugal», lo que podría haber facilitado que se ocupara de estas cuestiones filosóficas. Si además nos atenemos al carácter melancólico que le atribuye A. Cámara, también en el trabajo citado, con episodios de agravamiento que parece que le acompañaron a lo largo de su vida, bien pudiera ser que se dedicara a la redacción del manuscrito a partir de ese año de 1609, o incluso con posterioridad. En ese caso no se entendería bien la ausencia de referencias al libro de Kepler De stella nova in pede serpentarii (1606), que es el mayor estudio dedicado a la nova de 1604, y por el que esta aparición estelar ha pasado a la historia como «la nova de Kepler». Turriano, por otro lado, poseía en su biblioteca un Discorso delle comete, publicado en 1619 y escrito como contestación al jesuita Orazio Grassi, quien había escrito una defensa del sistema astronómico de Tycho con ocasión de la aparición de tres cometas en 1618. Este Discurso…fue escrito por Galileo (aunque presentado en la Academia por su alumno Mario Guiducci, con el fin de salvar la condena que en 1616 había sufrido por su defensa y adscripción al copernicanismo), pero tampoco lo menciona Turriano en el manuscrito.

Su datación quedará pues en una estimación, que no nos impedirá valorar el documento al que, sin duda, podemos enmarcar en el periodo que ocupan los años centrales del proceso revolucionario que acabará simultáneamente con la cosmología aristotélica y la astronomía ptolemaica.

Causa extrañeza también que en ningún momento del manuscrito se traten las opiniones de los astrónomos españoles que unos años antes habían participado activamente en los debates cosmológicos que originaron las apariciones de la nueva estrella de 1572 y el cometa de 1577. Fundamentalmente de Jerónimo Muñoz, quien en 1573 publicó El libro del nuevo cometa. Este texto fue reconocido como uno de los pioneros y más importantes hasta por el mismo Tycho Brahe, quien lo comenta en su Astronomiae Instauratae Progymnasmata. Ambos eventos astronómicos dieron entrada definitiva a los astrónomos y matemáticos en el debate cosmológico y las repercusiones de ambos sucesos fueron de importancia capital. Turriano, que parece claramente haber leído el libro citado de Tycho Brahe, tendría que tener noticia de muchos de ellos. Pero también deberían ser conocidos por Turriano los dos únicos trabajos aparecidos en nuestro país sobre la nova de 1604, especialmente el de Antonio Núñez Zamora7, ni al para él quizás más cercano, el del portugués Manuel de Figueredo8.

Es difícil imaginar la razón de estas ausencias en un trabajo de carácter esencialmente cosmológico, cuando el debate sobre lo que en él se trata fue, durante al menos los veinte años finales del siglo xvi, un asunto principal entre astrónomos y filósofos naturales en España.

Solo cabe pensar en la prevención ante las críticas o incluso represalias que podrían aparecer. Casos conocidos de este tipo de «retiradas» son los de Jerónimo Muñoz, quien en una carta a Bartholomaeus

7 Víctor Navarro Brotons ha tratado reiteradamente de estos matemáticos y astrónomos españoles. Ver sobre todo su edición del Libro del nuevo cometa de Jerónimo Muñoz, Valencia Cultural , S.A., 1981. Y entre otras, dentro de su extensa producción, «La Astronomía», en: Historia de la Ciencia y de la Técnica en la corona de Castilla, vol. III, Siglos XVI y XVII , J.C. y L. 2002, «Las novedades celestes entre 1582 y 1618», en M.A. Granada: Novas y cometas entre 1572 y 1618 . Barna, U.B. 2012, «Astronomía y cosmología en la España del siglo XVI » en: II Tobades d’historia de la ciència i de la técnica . Barcelona, SCHCYT , 1993 y «Matemáticas y cosmología en el Renacimiento », Investigación y Ciencia, abril, 2000. Así mismo se puede consultar. M. Esteban Piñero, «La astronomía en la España del primer tercio del siglo XVII ». Anuario del Observatorio Astronómico de Madrid para 2007. I.G.N., Madrid, 2006. También J.M. López Piñero, El arte de navegar en la España del Renacimiento , Ed. Labor, Barna, 1986

8 N acido en Torres Novas, fue discípulo de Pedro Nunes y Cosmógrafo del Reino de Portugal en 1608, sustituyendo a Baptista Lavanha. Publicó, en 1605, Prognóstico do cometa que apareceu em septembro de 1604

Reisacherus muestra sus quejas por las críticas recibidas por su ataque al aristotelismo y anuncia que deja de publicar otros escritos refugiándose y reclamando para sí la máxima horaciana: «Ni las alegrías son solo para los ricos, ni es tan mala la vida de quien desde el nacimiento hasta la muerte pasa desapercibido» [Horacio: Epístolas. Libro Primero, Epístola XVII], o el de Diego Zúñiga, considerado por los modernos historiadores españoles como el único copernicano español del siglo XVI, cuya obra In Job comentaria fue expurgada por la Inquisición en 1616, aunque ya antes de este episodio había renegado del movimiento de la Tierra.

EL LIBRO PRIMERO. LAS NOVEDADES CELESTES QUE ACABARÍAN CON LA ORDENACIÓN MEDIEVAL DEL MUNDO

Al iniciar Turriano su manuscrito relata en un Proemio los motivos que le han llevado a escribirlo y anuncia sus intenciones: siguiendo las inclinaciones naturales del hombre hacia la contemplación de las obras divinas mirando al cielo, por la aparición de una nueva estrella en la constelación del Serpentario al final del año 1604, se vio impelido a indagar si se trataba de un cometa cuya existencia se daba entre los elementos, es decir en el mundo sublunar y por tanto considerarlo como un fenómeno meteorológico (consideración al uso bajo la influencia aristotélica), o bien un ente constituido por uno solo o una combinación de elementos, pero en el cielo supralunar, o incluso un planeta entre los orbes que transportaban a estos o, última posibilidad, una estrella fija en el último cielo o firmamento.

Declara, asimismo, su intención de tratar sobre cómo se haya originado y explicar su mantenimiento odesaparición (recordemos que la nueva estrella, tras brillar intensamente —solo el sol y Venus la superaron en brillo— languideció paulatinamente hasta dejar de ser observable en octubre de 1605, casi exactamente un año después de su aparición), así como si influye en los aconteceres del mundo sublunar al igual que lo hacen las estrellas, o si es «señal de dedo del Ángel de Dios que escribe en los Cielos los aconteceres terrestres». Es en este Proemio, como ya se ha indicado, donde se encuentran las únicas alusiones directas a consideraciones astrológicas en el manuscrito: además de la que se acaba de referir, más adelante añade otra recurriendo a una cita de Plinio9 para afirmar que si rayos y centellas traen signos del futuro, será no solo causa de admiración sino de mayor conocimiento de Dios por sus obras, al igual que lo conocemos por la fe.

9 Esta referencia a Plinio, parece ser una composición de citas. Turriano, como era frecuente en la época, nunca ofrece la localización de sus referencias, lo que dificulta la búsqueda precisa de las mismas y en alguna ocasión más combina en una sola distintas citas. En este caso Iove fulmina iaculari (es Júpiter quien envía los rayos), aparece en la Historia Natural , Libro II, cap. XX, «Por qué se atribuyen a Júpiter los rayos » , y en la misma aparece la referencia a si traen señales de cosas futuras, como dice Turriano. El párrafo completo sería: «…se dijo que J úpiter arroja los rayos de manera que como un leño encendido salta con estruendo cual que centella, así se expele este fuego celestial del planeta, llevando consigo divinaciones y pronósticos …». La segunda parte de la cita usada por Turriano, correspondería al capítulo XXXV del mismo Libro II, «Una sola vez se escribe haber acaecido caer centella de una estrella …». Se ha tomado la edición de Visor Libros (1999) de la traducci ón de Gerónimo de Huerta en 1624.

La «nova» de 1572, profusamente estudiada por Tycho Brahe y de importancia decisiva en la evolución de las indagaciones sobre la constitución de los cielos y cómo los logros astronómicos influyeron en la filosofía natural y la cosmología, es utilizada y nombrada, sin citar al danés, diciendo únicamente que sirvió para que los matemáticos que la estudiaron la situaran en la esfera de las estrellas fijas.

Pasa entonces Turriano a anunciar que escribirá cosas nuevas contra Aristóteles y Ptolomeo, al tratar necesariamente del firmamento y de las estrellas y de sus movimientos, ya sean estas fijas o errantes.

Este anuncio de escribir contra Aristóteles y Ptolomeo, es decir, contra la cosmología y sistema astronómico reinantes todavía cuando Turriano pudiera haber escrito este documento, haría pensar que en algún momento se mostraría partidario de alguno de los sistemas astronómicos que en esos momentos se barajaban como alternativa al ptolemaico y que eran las propuestas de Tycho Brahe y la ofrecida con anterioridad por Copérnico. La de Tycho, al mantener la Tierra en el centro pero hacer girar los planetas en torno al Sol, que también tenía a la Tierra como centro de su trayectoria, suponía un compromiso «científico-bíblico» entre las tesis geocéntricas y heliocéntricas. Sin embargo, ante los lentos pero persistentes avances de la copernicana, sobre todo cuando pocos años después de la aparición de esta nova de 1604 se inició la observación telescópica y Galileo anunciara en su Siderius Nuncius el descubrimiento a partir del «séptimo día de enero de 1610» de la existencia de los «planetas mediceos» (un sistema planetario alrededor de Júpiter), la actitud de católicos y protestantes cambió y, frente a la acomodaticia y de práctico abandono de la beligerancia anticopernicana de los segundos, la iglesia católica persistió en el mantenimiento de la centralidad de la Tierra adhiriéndose, a través sobre todo de los astrónomos jesuitas, a la propuesta de Tycho. De hecho, en 1616 la iglesia católica condenó la obra de Copérnico prohibiendo su difusión.

A pesar de lo que se acaba de decir, Turriano, en los cinco últimos capítulos de esta primera parte, arguye que ni con las hipótesis de Tycho ni con las de Copérnico, se pueden salvar las apariencias10.

10 R ecordemos que «salvar las apariencias» se conoce como el problema de Platón: dar cuenta con solo movimientos circulares y uniformes, de las aparentemente irregularidades de las evoluciones planetarias.

Turriano Despliega Sus Razonamientos

En esta primera parte Turriano, tal como ha anunciado, trata de argumentar en contra de la hipótesis aristotélica y ptolemaica acerca de la constitución del mundo y el firmamento.

Lo hará en 14 capítulos, el primero de los cuales lleva el título de «Del lugar de la nueva estrella en el firmamento». Es una cortísima descripción de algunas de las observaciones que llevó a cabo y el único que, en realidad, dedica a esta nova a pesar de haber dado el título a todo el primer libro del manuscrito, que Turriano calificará de «Tratado de la nueva estrella».

Turriano pasó los años 1598 hasta 1609 fortificando la barra del Tajo en su desembocadura en Lisboa y, efectivamente, da cuenta de cómo las observaciones de la nueva estrella (nova o supernova, en lenguaje astrofísico actual) las llevó a cabo en el «lugar de Oeras, a tres leguas de Lisboa, cerca del castillo de San Gian» (debe referirse, casi con seguridad, al conocido hoy día como «Forte Sao Joao de Maias», en la actual Oeiras,) y relata que fueron hechas desde el primer día que la tuvo ante sus ojos, el 20 de octubre de 1604.

Esta nueva estrella había sido ya localizada pocos días antes: Kepler es informado por un funcionario encargado de los registros meteorológicos en Praga, de la aparición de la nova en la mañana del 11 de octubre; parece que no lo tomó en consideración (quizás influyó que el cielo estuvo cubierto esos días) pero el día 17 él mismo la pudo observar radiante en el firmamento al pie de la constelación del Serpentario. También Helisaeus Roeslin, (que había seguido y analizado el cometa de 1577, concluyendo que se encontraba más allá del orbe de la luna) dio cuenta de haberla observado el día 1211.

Plano de las entradas del Tajo desde Cascais a la torre de Belén. Dos discursos de Leonardo Turriano el primero sobre el Fuerte de San Lourenço de Cabeça Ceca en la boca del Taxo el segundo sobre limpiar la barra del dicho río y otras diferentes. Biblioteca Nacional de Portugal, Ms. 12892, ff.79-80.

Johannes Kepler, De stella nova in pede serpentarii , 1606. Praga. La imagen muestra una zona de la esfera celeste vista desde el interior de la misma, es decir cóncava, al contrario de la imagen del manuscrito de Leonardo Turriano, que es convexa, mostrando la esfera celeste desde el exterior.

Turriano comenta sus observaciones desde ese primer día del descubrimiento hasta el 23 de enero de 1605 y éstas le hacen concluir que se movía con las estrellas fijas, pues no alteraba su posición en relación a las mismas, lo que junto a «la vivez con que centelleaba», le lleva a clasificarla como «estrella fija», para lo que contará también, según él mismo declara, con «algunas (observaciones) hechas fuera de este reino de que tengo noticias».

11 P uede llevar a confusión el que en algunos estudios históricos aparezcan las fechas anteriores como los días 1 y 7. Se debe al uso, bien del calendario juliano o del gregoriano. El cambio se había aprobado el 14 de septiembre de 1580, y se puso en práctica en 1582, cuando al jueves 4 de octubre de 1582, le sucedió el viernes 15 de octubre. Se implantó inmediatamente en los países de influencia católica, pero en los protestantes, anglicanos y otros se retrasó algunos (en ocasiones bastantes) años. Kepler, sin embargo, en el primer capítulo de su De stella nova , al presentar la «historia de las primeras observaciones», siempre indica las dos fechas del modo 1/11 o 7/17, etc.

Recordemos que las categorías de entes celestes eran: estrellas fijas, ocupando el firmamento, la última de las esferas que constituían el mundo visible, y los planetas que en distintas esferas y distancias a la Tierra, centro del mundo, se movían respecto de esta y también en relación a las fijas. Y como ya se ha comentado, el dar cuenta de las irregularidades en las evoluciones celestes de estas «estrellas errantes» recurriendo exclusivamente a movimientos, o combinaciones de movimientos, circulares y uniformes, había constituido el problema fundamental de la astronomía desde que Platón lo planteara como «salvar las apariencias» y dar cuenta de las mismas.

El resto de los fenómenos celestes observables, cometas, estrellas fugaces, rayos… etc, eran tratados como fenómenos meteorológicos, aunque tanto los cometas como las «nuevas estrellas», como se verá, acabarían siendo considerados como fenómenos celestes propiamente dichos, es decir, que acaecían en el mundo «supralunar», con la consecuente alteración cosmológica que ello supondría y que finalizaría, como ya se ha comentado, abriendo la brecha por donde el mundo aristotélico-ptolemaico haría aguas y acabaría siendo sustituido por el copernicano.

No cita ni hace referencia alguna a Johannes Kepler, quien es autor del más importante escrito sobre la nova de 1604, a la que (supuestamente) Turriano dedica esta primera parte. Kepler, con anterioridad a la publicación del gran tratado (De nova stella in pede Serpentarii) en 1606, de modo casi inmediato a la aparición de la nova ya había escrito un primer y corto texto (ocho páginas) que, con el título de Informe exhaustivo de una nueva estrella inusual, rápidamente publicó en Praga en noviembre del mismo año de su aparición12.

Al no figurar en el manuscrito de Turriano la fecha de su elaboración y solo disponer de una estimación, no es posible conocer si pudo haber tenido noticia de lo escrito por Kepler, ni en el corto primer informe ni en la magna obra de 1606. También hubiera sido de gran interés el que hubiera dado noticia de las observaciones «hechas fuera de este reino» que él mismo afirma conocer.

Es así mismo extraño que no de noticia alguna de ninguno de los dos únicos textos sobre esta nova que se publicaron en nuestro país ente 1604 y 161013 y a los que probablemente hubiera tenido un acceso más sencillo.

Pero, en cualquier caso, ya en 1596, Kepler había publicado «El Secreto del Universo», en el que declaraba su adscripción a la propuesta copernicana, hacía uso de datos y cálculos de Copérnico y con el que sembró la semilla de un heliocentrismo de inspiración pitagórica que con el devenir de los años se convertiría en el heliocentrismo más matemático anterior a Newton. No parece, pues, que Turriano tuviera, o noticia, o en consideración las propuestas y logros keplerianos.

Y si el abanico de fechas para la redacción del manuscrito la extendiéramos hasta 1610, entonces habría que recordar que en 1609, el mismo Kepler había dado a la luz su «Astronomía nova», el primer tratado de astronomía copernicana que merece ese nombre después de Copérnico, en el que resuelve el problema de la órbita de Marte abandonando el movimiento circular en favor del elíptico y ofrece sus dos primeras leyes del movimiento planetario, que constituirían el principio del fin de la astronomía y cosmología aristotélico-ptolemaica.

Tras este breve primer capítulo, trata Turriano en los ocho siguientes de las características de los cometas a fin de dar pruebas observacionales, históricas, filosóficas y «matemáticas», de que este nuevo ente se encuentra en la región supralunar. Al no disponer de nombre específico, era bastante común considerar a estas nuevas estrellas como cometas, mucho más frecuentes y estudiados. Así lo hace, entre otros, Jerónimo Muñoz, ya citado, que escribe la obra más importante en España —y de las más consideradas en Europa— dedicadas a la nueva estrella de 1572 y que él tituló Libro del nuevo cometa (Valencia 1573). Lo llamó cometa, pero en su escrito declara que debe tratarse de uno bien peculiar y que más parecía una estrella («el nuestro cometa hasta ahora ha guardado inviolablemente las leyes del movimiento del primer móvil, como si fuera estrella fija», escribe Muñoz en el capítulo 8). Si los nuevos cuerpos se sitúan en el mundo sublunar, bien podían ser explicados como fenómenos debidos a causas naturales (conjunciones planetarias era la más común), pero de hacerlo en el supralunar, obligaba a consideraciones sobre la alteración y consiguiente corruptibilidad de los cielos, lo que llevó a muchos de los que así lo hicieron o aceptaron, a recurrir al milagro y al poder omnímodo de Dios o a explicaciones más bizarras, como la del médico de cámara de Felipe II Francisco Valles, aristotélico, que rechaza la aparición de nuevos entes en el cielo, ya que ello significaría que la creación del mundo habría sido incompleta, y supone en el cielo la existencia de regiones de distinta densidad (de lo que la Vía Láctea y las manchas de la Luna, por ejemplo serian un indicativo) debiéndose al mismo movimiento de los cielos el que una pequeña estrella se sumiera en lo denso, aumentando de esta forma su brillo; y ese mismo movimiento, apartándola de lo espeso, la devolvería después de un tiempo a la invisibilidad originaria.14.

Dedica Turriano los capítulos segundo y tercero a la teoría aristotélica de la constitución y formación de los cometas (cap.2) y a la imposibilidad de su existencia «en los elementos», es decir, por debajo del orbe lunar (cap.4). Los inicia con el análisis de «qué cosa, y dónde se hace, es un cometa», para lo que se remite a Aristóteles, cuya postura y explicación, rechazando las ofrecidas por Hipócrates olo referido sobre ellos por Plinio, se tiene «hasta hoy por la mejor en su escuela». Así, los cometas serían «exhalaciones terrestres», levantadas por el sol —o las estrellas— hasta lo más alto de la región del aire (recordemos que el mundo sublunar estaba constituido por los cuatro elementos empedocleianos, organizados en esferas concéntricas: tierra y agua, formando conjuntamente el orbe terrestre y manteniendo las aguas, más ligeras que la tierra, en partes superficiales; a continuación una capa concéntrica de aire y finalmente la del fuego —«lo que por costumbre llamamos fuego, pero que no es fuego» (Meteorológicos, Libro I, 3)— hasta el límite de la esfera cristalina que transportaba a la Luna y marcaba la frontera entre los dos mundos, sublunar y supralunar, de constitución y comportamientos distintos, proponiendo la ignición por la cercanía del orbe del fuego —«un exceso de calor y una suerte de ebullición»— en el proceso de ascensión de la exhalación.

Este proceso de generación de cometas se iniciaría por la ascensión de la exhalación que produciría en la tierra el calor solar, de modo que se elevaría como «si de una madeja de hilo se subiese el cabo suelto quedando ella abajo». Pero «en la región del aire, no puede haber cometa en forma de estrella», sentencia Turriano, y lo explica admitiendo que en el recorrido ascensional podría operar de algún modo la «antiparistesim»15 provocada por la frialdad de la región media del aire, de modo que la exhalación se hiciera más delgada, pero no es hasta que llega a la suprema región del aire, donde ya no

14 Véase nota anterior y A. Cotarelo Valledor, « El misterio de la estrella: un español lo esclarece ». Boletín de la Real Sociedad Geográfica, 79 (1943).

15 No puede referirse Turriano con esta voz sino a la «antiperístasis», mecanismo propuesto por Platón —y negado por Aristóteles— como la causa del mantenimiento del movimiento violento; pero también, en la filosofía natural medieval, es el concepto que explicaría cómo las cualidades contrarias, cuando se encuentran en proximidad provocan un crecimiento en intensión de las mismas, que es del que hace uso en este pasaje Turriano.

La R.A.E. dice: «Acción de dos cualidades contrarias, una de las cuales excita por su oposición el vigor de la otra» opera antiperístasis alguna que la «junte y concentre», por lo que no puede tomar forma de estrella. Lo cual declara Turriano bien probado por las razones aducidas.

Como puede verse, lenguaje y razonamientos transidos de filosofía natural aristotélica.

Continua en el capítulo cuarto confrontando las ideas de los antiguos (Platón y Aristóteles incluidos) sobre el orden de los planetas —Tierra, Luna, Sol, Mercurio, Venus, Marte, Júpiter y Saturno— con las de Aristarc-Sol, Mercurio, Venus, Tierra (con los elementos y la Luna), Marte, Júpiter y Saturno. Ptolomeo y sus seguidores negaron también la ordenación de Aristarco y establecieron la que «al presente comúnmente se tiene». Razones: en primer lugar, diversidad de los aspectos (configuraciones, variaciones, fases…), en segundo, por la velocidad de sus movimientos y finalmente, la observación de los respectivos eclipses. De modo tal que los más inferiores en el orden debían ser los que presentaran mayor número de aspectos y los superiores menor.

Este recurso al orden de los planetas en función de los aspectos que presentan, sin recurrir al criterio más técnico de las paralajes, junto a despreciar (pues ni lo menciona) la importancia que tuvo para muchos coetáneos la inequívoca ordenación que resultaba en el sistema copernicano, puede hacer pensar en carencias técnicas de Turriano y/o en negación extracientífica del sistema heliocéntrico.

Turriano se muestra no copernicano en unos momentos en los que aún no se había condenado el heliocentrismo por la iglesia católica y cuando muchos astrónomos no solo utilizaban el aparato calculístico copernicano, sino que manifestaban su aceptación del heliocentrismo. Aunque los hubo que se manifestaron no heliocentristas, ninguno arguyó razones matemáticas o astronómicas —sí físicas— y quienes después o guardan silencio o se manifiestan en contra, lo hacen más bien por temor a la represión o por claras razones religiosas.

Da entonces Turriano un salto conceptual desde las consideraciones sobre la ordenación planetaria y su relación con la variación de aspectos que presentan los planetas, y establece que un cometa debe cumplir estas mismas condiciones (aunque Turriano comete aquí un error, una confusión más bien, al extender estos razonamientos y situar entre los elementos superiores a los cometas en los que se hallara más diversidad de aspectos que la Luna), recurriendo entonces a lo establecido en relación a la estrella (nova) de 1572 «por muchos diligentes matemáticos» (ver nota 7) y a partir de ello, declarar que eso mismo sería aplicable a la de 1604 que él está tratando.

Como consecuencia, finalmente extrae el resultado, contrario a la filosofía aristotélica, de que el cielo es corruptible, o que puede (sin ser el mismo cielo el corrompido o corrupto) contener materia elemental que de la tierra sube.

Concluye que conviene reprobar las teorías que no se conforman con las «demostraciones matemáticas» (afirmación esta que nos llevaría a considerar como actual el pensamiento de Turriano, aunque se ha de considerar que, en relación a cuestiones astronómicas o cosmológicas, tanto los «matemáticos» de la época, como lo que eran consideradas sus «demostraciones» estaban harto frecuentemente transidas de prejuicios metafísicos) y pasa a argumentar (Cap. 5) en sintonía con las teorías que se muestran de acuerdo con los matemáticos, estableciendo que, en atención al criterio de la diversidad de aspectos que muestran los cometas, estos se encuentran en la región celeste, es decir en el mundo supralunar. Y si esto es así, y se acepta con Aristóteles que su origen está en exhalaciones terrestres que han llegado a la región celeste tras ser incendiados por el orbe del fuego, habrá que considerar los cielos como penetrables y que en ellos hay corrupción, siendo también contrario a la opinión común de los astrónomos que afirman que los orbes, epiciclos, deferentes y demás constructos de los matemáticos, son duros y transparentes a la manera de «una luna de espejo transparente» y, consecuentemente, impenetrables.

Da entrada, como una concesión, a la «opinión vulgar de los antiguos», que quieren que «los cometas sean una exhalación terrena y humor acuoso, que sube a las estrellas, y entre los cielos es agitada por sus movimientos y clarificada por los rayos del sol», considerando algunos que la «clarificación» de la parte más espesa del mismo sea efecto de la acción de los rayos solares, originando así por reverberación (refracción) la cola de los cometas caudatos, que se presenta, tal como algunos matemáticos afirman, de modo siempre contraria al sol. El descubrimiento de que la dirección de las colas de los cometas apunta siempre en dirección contraria al sol, fue publicado por Girolamo Fracastoro en 1538 (aunque Pedro Apiano había publicado siete años antes un diagrama en que se mostraba este fenómeno)

Niega en el capítulo sexto que la formación de los cometas pueda obedecer o deberse a la existencia en el firmamento de partes densas o tenebrosas que ofrecieran resistencia y refracción, pues en el cielo, aparte de las estrellas y la vía láctea, no hay no denso ni raro, sino todo un cuerpo igualmente sutil, puro, claro y transparente que los filósofos llaman «simplex». Y a lo largo del séptimo capítulo, Turriano hace una crítica, fundamentada en cálculos matemáticos, de la teoría aristotélica sobre el origen de los cometas como exhalaciones terrestres, probando que aquello que situemos en el mundo supralunar no puede provenir de la exhalación de la Tierra y los orbes húmedo, aire y fuego, que se encuentran entre aquella y el mundo supralunar.

Ofrece varios tipos de argumentos: si la exhalación debe ascender hasta los cielos, a medida que se acerque a estos irá adquiriendo velocidad y simultáneamente y de modo paulatino, rarificándose, ya que para cuando llegue a ellos deberá ser de una revolución diaria, con lo que la exhalación, unida «a la madeja de su hilo», que permanece fija en la Tierra, subiría en una espiral que nublaría el cielo.

Por otra parte, aduce que, si todos los filósofos tienen por cierto que el cielo es etéreo y constituido por la quintaesencia, no puede recibir otro cuerpo ni aumentar.

Pero es el tercer argumento, de carácter menos especulativo y más matemático y deductivo el que parece más interesante. Haciendo uso de los datos ofrecidos por Alessandro Picolomini (1508 -1579) en su obra Sobre la grandeza de la Tierra y el Agua (1588), lleva a cabo cálculos de volúmenes relativos coherentes que le permiten concluir la imposibilidad de que la constitución de un cometa visible en los cielos sea una exhalación «que es cuerpo medio entre el aire y la tierra», pues requeriría un volumen mucho mayor que estos. Es decir, si todo el orbe húmedo se convirtiera en exhalación y esta en una esfera, no tendría un diámetro suficiente para ser vista. No se vería ni la nueva estrella (la de 1604) ni tampoco la que en 1572 apareció en Casiopea.

Tanto el cometa de 1577 como la nova de 1572 fueron estudiadas detenidamente por Tycho quien, ante la ausencia de paralaje observable, definitivamente las situó en el mundo supralunar. Tycho había resuelto así el problema de la ubicación en el mundo tanto de los cometas como de las «estrellas nuevas», abriendo con ello el resquicio definitivo por el que los incorruptibles y eternamente iguales a sí mismos cielos, dejarían de serlo, como ya se ha comentado.

Turriano no hace sino seguir a quien había resuelto el problema filosófico mediante argumentos de cálculo observacional. Podemos decir, casi con seguridad, que Turriano poseía la obra de Tycho, tanto porque usa la figura del esquema organizativo del cosmos que emplea Tycho, como porque a la cola del cometa de 1577 le asocia Turriano para sus cálculos una extensión de 22 grados, que es exactamente el dato que ofrece Tycho en su obra publicada en 1588, Concerniente a los recientes fenómenos del mundo etéreo, segunda parte de una trilogía no completada y cuya primera estaba dedicada a la nueva estrella de 1572.

Tycho Brahe, De mundi aetherei recentioribus phaenomenis liber secundus , 1603. Library of Congress, Rare Book and Special Collections Division.

Este esquema, que aparece en la obra citada, es reproducido con exactitud en el manuscrito de Turriano quien calcula que se necesitarían 69 globos terrestres para producir la exhalación que requeriría la formación, de tan solo la cola de 22 grados de extensión, resultado de las observaciones y estimaciones de Tycho y ofrecidos en el texto referido.

Este cálculo de «cubicación» que lleva a cabo Turriano a partir de datos cuantitativos adolece, por otra parte, de la imprecisión que pueda derivarse del uso de otros datos sobre distancias que emplea y que ha obtenido, como él mismo dice, del astrónomo árabe del siglo IX, Al-Farghani, conocido por ser autor de un tratado en el que se resumía la obra de Claudio Ptolomeo y que tuvo una amplia difusión en el mundo islámico16. Esa posible imprecisión de Turriano pudo no ser definitiva pues, dado lo ampliamente difundida y reimpresa que fue la obra de Al-Farghani, es posible que hubiera sido corregida con datos más actualizados.

No obstante esta posibilidad, Turriano se coloca con sus estimaciones cuantitativas del lado de los críticos del sistema aristotélico-ptolemaico tanto desde la perspectiva astronómica como cosmológica y filosófica. Pero, en tiempos en que ya habían publicado sus obras Copérnico y Tycho (también El Secreto del Universo, de Kepler, que vio la luz en 1596 y que Turriano o desconoce o en caso de tener noticia del mismo, su ausencia solo podría significar una posible lejanía del pitagorismo casi místico de Kepler), no parece que estas críticas fueran muy necesarias, pues Tycho ya había resuelto el problema en su publicación de 1588.

16 Juan de Sevilla (o Hispalensis) lo tradujo en la escuela de traductores de Toledo en el siglo XII y se difundió ampliamente por nuestro país. Con su tratado, Al-Farghani extendió y popularizó la conversión de los círculos ptolemaicos en «esferas sólidas» transportadoras de los planetas y que recogida en unas de las más exitosas obras escolares astronómicas como fueron los de Peuerbach y Regiomontano, se incorporaron al acervo común de astrónomos y cosmólogos.

Finalmente, en el capítulo octavo, y recurriendo ahora a argumentos filosóficos sobre la constitución de los elementos y sus lugares naturales, ofrecidos por Platón, Aristóteles, Plinio, Arquímedes y Ficino, concluye que la exhalación que podría originar los cometas o las nuevas estrellas no puede en ningún caso llegar a acceder a la región suprema celeste, es decir, al mundo supralunar.

En el capítulo noveno, ofrece Turriano razonamientos y argumentos curiosos sobre la «atracción», sea entre entes celestes o entre cosas terrenas o mixtas, con los que pretende demostrar que ningún cuerpo del firmamento es responsable de atraer («tirar») de las exhalaciones hacia el mundo supralunar, ya que no pueden tener influencia sobre los elementos.

Con un lenguaje intrincado, en cierto modo transido de aristotelismo y especulación escolástica, expone entonces cómo los elementos, los constituyentes del mundo sublunar, se corrompen mutuamente de modo continuo originando recíprocas acciones de expulsión, impulsión y atracción («si el húmedo del aire corrompe la sequedad del fuego, en aire lo convierte. De este modo se engendran los vapores que por la calidad aérea suben por su esfera hasta topar antiparistesim17 del frio, el cual corrompiéndole el calor, lo torna en agua, que es la que llueve: y de esta misma manera se hacen las exhalaciones predominando el calor y el seco, los cuales subiendo por el aire o se encienden por antiparistesim de la media región que es fría y ahí se hacen las impresiones Meteorológicas, o el aire como mas poderoso en su esfera, corrompiendo el seco de la exhalación, la convierte en aire y la deshace.») y, sorprendentemente, concluye taxativamente que «se ve cómo el Sol y las estrellas, no son los que a través de la región elemental atraen hacia arriba los vapores y exhalaciones». Se apoya también en Plinio y su consideración de que la fuerza de las estrellas reprime las cosas terrestres que suben al cielo, en Girolamo Cardano (1501-1576), que da una interpretación en términos de cualidades que originan la atracción o repulsión en la generación del movimiento de la eolípila que diseñara Herón de Alejandría en el siglo I y en Scalígero (1484-1558), un aristotélico radical y anticopernicano.

Altamente curioso en estas argumentaciones es el apoyo de que se sirve en las consideraciones de Nicolo Tartaglia18 sobre el poder atractivo de las piezas de artillería calientes tras el disparo, atracción que puede llegar a provocar que el ánima del cañón succione tierra cercana o incluso animales pequeños e imprudentes. Pero concluye que el aire no atrae por sequedad, sino por privación y falta de materia y exceso de forma para su proporción, actuando por razón del vacío provocado por la salida del aire, vacío que no puede haber en la naturaleza.

Hace disquisiciones sobre la atracción entre la piedra imán y el hierro, atribuyendo la propiedad de atraer a una sustancia espiritual aérea que de continuo se genera debajo de los polos y que, por simpatía del curso solar mantiene un eje fijo que en la Tierra corresponde con el del zodíaco.

Todo lo anterior lo lleva a cabo la naturaleza mediante la disposición de los cuerpos celestes en estos cuatro elementos: son el Cielo, el Sol y las estrellas los que con el concurso del movimiento, la luz y la influencia, obran en los elementos, calentando, enfriando, humedeciendo o secando, como causas segundas universales y aún como causas próximas (propincuas) y particulares. No son el Sol y las estrellas quienes atraen, sino que disponen de manera las materias que ellos, de por sí, hacen todas las alteraciones. Aduce algunas afirmaciones más para apoyar su postura sobre la incapacidad de los cuerpos celestes de ejercer atracción sobre los elementos y, por tanto, la del cielo de sustentar materia celeste, finalizando con dos razones más «demostrativas» de cuanto ha venido diciendo: si fueran el Sol o los planetas quienes hicieran subir la exhalación, ésta habría de quedarse en su entorno y no en el cielo de las estrellas fijas donde la estrella nova de 1604 se encuentra, lo mismo que lo hizo la de 1572; la segunda razón plantea que si los cometas fueran exhalación deberían aparecer en línea recta del centro a la circunferencia y no en círculo como se probó en el cometa de 1577 estudiado por Tycho Brahe y que tuvo por centro de su movimiento el mismo Sol (tal como se muestra en la figura que se incluye en el manuscrito).

Turriano da así un salto más al colocar las estrellas nuevas y los cometas en el cielo de las estrellas fijas, cosa que afirma con rotundidad sin aportar más pruebas de las que ya se habían manejado en los momentos de sus respectivas apariciones y a lo largo de las publicaciones a que dieron lugar. Así considerado, podría Turriano ahorrarse gran parte del contenido de su manuscrito e ir directamente a meditar sobre cómo organizar el mundo celeste. Pero veremos que no se adscribe a ninguna de las opciones modernas.

Una prueba definitiva del conocimiento directo que Turriano tenía de la obra de Tycho Brahe sobre la nova de 1572 y el cometa de 1577 se puede deducir de lo escrito en el capítulo 10 de esta primera parte, en el que basándose en referencias de Plinio sobre «los antiguos», a Ptolomeo y a Copérnico, presenta la histórica dificultad de resolver con precisión el movimiento de Marte y sus variaciones de brillo y tamaño aparente19

Comenta que Copérnico pretendió resolver estas dificultades colocando el sol en el centro de todos los orbes, pero afirma que lo mismo se puede explicar recurriendo a Ptolomeo y el sistema geocéntrico, por lo que recurre a Tycho y sus observaciones de Marte, que sitúan a este planeta, cuando está en oposición al Sol, a una distancia casi un tercio menor de la que está el Sol, a partir de lo que infiere la imposibilidad de que el orbe de las revoluciones de Marte pueda estar siempre («totalmente» escribe Turriano) sobre el del Sol, es decir ser uno de los tres planetas superiores, según la terminología geocéntrica y en función de sus diversos aspectos y paralajes, concluyendo entonces Tycho que los orbes de Marte y el Sol deben intersecarse en algunos momentos. Esa es la razón que llevó a Tycho a negar definitivamente la existencia de los cristalinos orbes en los que se movían los entes celestes, ya que desaparecidos el del Sol y Marte, no había razón alguna para mantener los demás, aunque los cálculos no los hicieran entrecruzarse. Por si no hubiere razón suficiente para esta negación de la estructura celeste, el cometa de 1577, profundamente observado y estudiado también por Tycho, puso de manifiesto que su trayectoria irremediablemente habría de atravesar los orbes de Mercurio, Venus y el mismo Sol. Todo lo cual lo hace saber Tycho en su obra de 1588, «De mundi aetheri recentioribus phaenomenis Liber Secundus». Es en este texto donde Tycho expone lo que desde entonces es conocido en la historia de la astronomía como sistema de Tycho otychónico, y que, resumidamente, se puede describir como una combinación de geocentrismo y heliocentrismo, de modo que el centro estático del Mundo sigue estando ocupado por la Tierra, pero el resto de los planetas giran alrededor del Sol, a la vez que este lo hace en torno a la Tierra. Tycho incluye en su libro la figura con ese esquema y es la misma que incorpora Turriano a su manuscrito. Una solución de compromiso por parte de Tycho, quien debe equilibrar su postura manteniéndose equidistante entre la oposición religiosa al copernicanismo y la evidencia observacional.

19 La solución al, efectivamente difícil pr oblema de determinar con precisión la órbita de Marte, tendría que esperar al genio de Kepler, quien en su obra de 1609, Astronomía Nova o Física Celeste relata en su dedicatoria al Emperador Rodolfo «su lucha contra Marte» en términos épicos y militares, y que reproducimos por lo ilustrativa que resulta: «Traigo a su Majestad un noble prisionero, consecuencia de una guerra laboriosa y difícil, emprendida bajo vuestros auspicios... Nadie hasta el presente había triunfado tan plenamente sobre todos los inventos humanos; en vano los astrónomos lo habían preparado todo para la lucha; en vano habían puesto todos sus recursos y tropas en estado de alerta. Marte, burlándose de sus intentos, destruyó sus máquinas y arruinó sus esperanzas; tranquilo, se parapetó en el impenetrable secreto de su imperio, ocultando sus movimientos a las investigaciones del enemigo... En cuanto a mi, debo ante todo elogiar la actividad y entusiasmo del valiente capitán Tycho Brahe... Sus observaciones, que me legó, me han ayudado a superar este miedo vago e indefinido que se experimenta ante un enemigo desconocido... Durante la incertidumbre de las batallas, nuestro campo se ha visto desolado por numerosos fracasos. La pérdida de un jefe ilustre, la sedición de las tropas, las enfermedades contagiosas, todo contribuía a aumentar nuestras calamidades. Las felicidades y desgracias domésticas robaban a los asuntos militares un tiempo precioso... Los soldados, privados de todo desertaban en masa; los nuevos reclutas no estaban acostumbrados a las campañas y, para colmo de desgracias, faltaban los víveres. Finalmente el enemigo se resigna a la paz y, empleando como intermediario a su madre, la naturaleza, me envía la confesión de su derrota, se entrega prisionero, y la aritmética y la geometría lo escoltan sin resistencia hasta nuestro campo… ».

Finalmente arguye Turriano, sin citar las fuentes de que hace uso como es bastante común en este manuscrito, que esta propuesta de Tycho y la definitiva desaparición de los orbes, viene favorecida por el hecho de que la cada vez mejor conocida excentricidad de la órbita solar (en la perspectiva geocéntrica) obligaría a dotar al Sol de más movimientos, sean epicíclicos o deferentes, lo que Turriano considera una indignidad y, por añadidura, acabaría, a medida que aumentara la precisión de las observaciones, en un caos de esferas en los cielos.

Aceptando la crítica de Tycho, cuya negación de la existencia de los orbes celestes será otra brecha por la que el universo aristotélico ptolemaico haría agua hasta su definitivo desmoronamiento, Turriano no se hace sin embargo partidario declarado del mismo, sin que de ello ofrezca razones explícitas.

Y pasa entonces a considerar las propuestas copernicanas (Cap.11-14), a las que ve fundamentadas en la necesidad de acabar con una descripción astronómica que paulatinamente se había ido separando de la base filosófica y cosmológica con la que se había presentado su formulación casi desde Aristóteles.

Copérnico, describe Turriano, trata de dar cuenta de las variaciones de brillo y aspectos, de las retrogradaciones planetarias y, en general, de todas aquellas «disformidades» de las que, al dictado de Platón, hubo que dar cuenta «salvando las apariencias», es decir, no usando para ello más que el movimiento circular y uniforme, único que, por naturaleza, convenía a los cielos. Y para ello supone fija la octava esfera, aquella en la que se encuentran las estrellas que venían cumpliendo una revolución diaria, y coloca al sol, inmóvil, en el centro del mundo. La Tierra, acompañada de la Luna, ocuparía entonces, tras Mercurio y Venus el cuarto lugar, dotándola además de tres movimientos distintos y simultáneos: uno de rotación sobre sí misma de poniente a levante, otro anual a lo largo de la eclíptica y un tercero que sería un movimiento anual del propio eje norte-sur de la Tierra, a fin de mantenerse constantemente paralelo a sí mismo y dar cuenta de este modo de la aparición de las estaciones y la variación de la duración de días y noches a lo largo del año. Y comenta que este esquema es concorde con lo dicho en el anterior capítulo acerca de la necesidad de explicar la excentricidad del Sol y la intersección de los orbes de Marte y el Sol. Pero inmediatamente declara que no aprueba las hipótesis copernicanas, lo que demostrará en el capítulo que sigue.

Pese a que este esquema copernicano casi desde su aparición, aunque obviando su propuesta cosmológica, había sido utilizado, por las facilidades y mejoras que ofrecía, para el cálculo y elaboración de tablas astronómicas —las Pruténicas, p. ej.— y que había sido objeto de enseñanza en algunas universidades españolas20, no es aceptado por Turriano, que rechaza esta organización cosmológica. Lo explica en los últimos capítulos de esta primera parte, en los que se concentra en probar geométricamente que sacando a la Tierra del centro del Mundo, cualquier distancia que sea alejada del mismo en su trayectoria u órbita, haría que el horizonte de un observador en cualquier punto de su superficie, no intersecaría la octava esfera, la de las estrellas fijas, en dos semiesferas iguales. Y para un observador situado en un punto simétrico al primero, sucedería lo mismo, con lo que existiría una «franja ciega» que no sería asequible a la observación para esos observadores.

Esta deducción la lleva a cabo suponiendo que la distancia del centro del mundo, supuesto el Sol en él, hasta la esfera de las estrellas fijas es «según la común opinión» de 45225 semidiámetros terrestres y la distancia Tierra-Sol de 1121 y 7/20 semidiámetros, con lo que el radio de la esfera celeste sería casi 39 veces mayor que el de la órbita de la Tierra alrededor del Sol.

Toma Turriano por aproximación la proporción como 38,5 y entonces comete un error: divide los 90º de la «cuarta parte de toda la circunferencia» entre esta proporción obteniendo arcos de 2,15º un

20 F undamentalmente en la de Salamanca en la que figuró en los «programas» (a elección de los alumnos) desde el año 1561 hasta 1616, en que se comunica a todas las universidades del orbe católico que la Sagrada Congregación del índice declaraba la teoría copernicana contraria a las Sagradas Escrituras. No obstante esto, el «Libro de Visitas a Cátedras», libros en los que se especificaban las materias dadas y los textos que se manejaban, no aparecen referencias a Copérnico en todos esos años.

Para lo relativo a la difusión en España de la obra de Copérnico, se pueden ver los trabajos seminales de V. Peset Llorca, «Acerca de la difusión del sistema copernicano en España», en: Actas del II congreso de Historia de la Medicina Española, Salamanca 1965; J.M. López Piñero: La introducción de la Ciencia Moderna en España , Barcelona, 1969; E. Bustos Tovar: «La introducción de las teorías de Copérnico en la Universidad de Salamanca», Revista de la RACEFN , t. lxvii, Madrid 1973, y M. Fernández Álvarez: Copérnico y su huella en la Salamanca del barro co, Universidad de Salamanca, 1974.

(extrañamente indica que el resultado es 2 y 3/19º, que no coincide exactamente con las 38,5 partes de 90º), lo que significa que el observador en una Tierra desplazada del centro del mundo a la distancia indicada por Turriano (1121 semidiámetros de la Tierra) «perdería 2 y 3/19º de semiesfera celeste», lo que, como él mismo indica, efectivamente «no se puede perder ni reputar como un punto» en ninguna observación.

El error cometido al que más arriba me refería habría consistido en dividir el arco de 90º en segmentos correspondientes a la razón de 38,5 (la existente entre los radios celeste y de la órbita terrestre), ya que la división debería hacerse en el semidiámetro «bl» del orbe celeste (ver figura en p. 49 del manuscrito) en segmentos iguales que determinarían arcos desiguales en el cuadrante dividido (que se irán haciendo menores a medida que se acercan al diámetro «ac»). Si se corrige esto y se calcula el seno del ángulo buscado por Turriano, que estaría relacionado con una de las 38,5 partes del semidiámetro de la esfera celeste, no sería el obtenido antes, sino de 1º29’, prácticamente la mitad de la estimado por nuestro autor, aunque tampoco esa cantidad se podría «perder ni reputar por un punto o nada en ninguna observación».

¿Significa esto que el razonamiento de Turriano debe ser aceptado y constituir una prueba contra el esquema copernicano? Pues depende de que se acepten valores de las magnitudes que ha utilizado en sus cálculos. De las mismas solo nos informa, como en ocasiones anteriores, de que son de la común opinión.

Esta aparente contradicción señalada por Turriano, entre la aceptación de la movilidad de la tierra y las observaciones astronómicas fue prevista por Copérnico, quien se vio forzado para evitarla a aumentar las dimensiones de la esfera estelar, cuestión a la que se dedica en el capítulo 6º del Primer Libro del Revolutionibus Orbium Coelestium. Copérnico lo razona de manera que puede presentarse como sigue: cualquier pareja de puntos diametralmente opuestos en la esfera celeste, deberían cumplir, si el horizonte de un observador bisecara la esfera celeste en dos semiesferas iguales, que la salida por el horizonte de uno de ellos coincidiera con el ocaso del otro en un punto simétrico diametralmente.

Pero una observación no puede afirmar taxativamente, p. ej., que el punto equinoccio de primavera sale «exactamente» cuando se oculta el del equinoccio de otoño (o cuales quiera otros puntos simétricos en el firmamento)21.

Las observaciones a simple vista se limitan a una estimación de una diferencia de entorno a 1º entre la aparición y el ocaso de dichos puntos simétricos. De hecho, con la mejora de los aparatos de observación (y la consideración aproximada de los efectos de la refracción, p.ej.) podría dicha observación mostrar una diferencia que se rebajara a 6’ de arco entre los dos momentos de aparición y desaparición por el horizonte de puntos simétricos. Esta precisión puede considerarse en el entorno de la máxima alcanzable a simple vista en los finales del siglo xvi.

Ello permitiría concluir que, en esas condiciones, ningún observador terrestre podría estar a una distancia del centro de la esfera celeste superior a una milésima del valor de su radio. El aumento de la exactitud observacional incrementaría paralelamente la reducción de la distancia al centro. Es decir, la observación solo obliga a mantener la Tierra en el interior de una distancia suficientemente pequeña del centro de la esfera estelar, y dentro de esos límites, no se violarían las apariencias de bisección del orbe celeste por el horizonte del observador. Si la determinación de la observación fuese de 0,1º, entonces a partir de un radio de la esfera celeste mil veces mayor que el radio de la órbita de la Tierra alrededor del Sol, sucedería lo expresado.

Y ese es el argumento de Copérnico: si se conocen las dimensiones de la órbita terrestre (la distancia Tierra-Sol, estimada desde Aristarco paulatinamente con mayor exactitud) y el grado de detalle de las observaciones terrestres, se podrá atribuir un límite al tamaño mínimo de la esfera de las estrellas.

Copérnico no disponía de esa precisión, pero Tycho Brahe sí. El astrónomo danés, el más exacto antes de la aparición del telescopio, consiguió superar la de 0,1 º, con lo que, un coetáneo de Turriano, podría sin dificultad haber visto como plausible la propuesta copernicana, ya que, si Aristarco había estimado en 1528 semidiámetros terrestres la distancia al Sol, lo expuesto más arriba, haría establecer en torno al millón y medio de semidiámetros terrestres el radio de la esfera estelar. Turriano está razonando a partir de estimaciones («de la común opinión») de 45.000 semidiámetros.

Lo que hace Copérnico, por tanto, es dar posibilidad al movimiento de la Tierra. Si a eso se le añade lo ya dicho sobre las mejoras que ofrecía su sistema a la hora de facilitar los cálculos astronómicos y, para la sensibilidad de los que desde el principio se hicieron partidarios suyos, la importancia de haber creado una organización astronómica en la que la alteración de una parte repercutía en otras desequilibrándolo enteramente, así como el hecho de que, por vez primera en la historia de la astronomía se ofrece una explicación numérica y necesaria del ordenamiento planetario, cuestión que nunca antes estuvo definitivamente saldada, se entiende que en quienes se adhirieron prontamente a la hipótesis heliocéntrica, hubieron de pesar casi definitivamente consideraciones relacionadas con la armonía del conjunto, tan caras para una parte de los renacentistas22.

No parece que fuera el caso de Turriano, quien en el siguiente corto capítulo y a partir de sus resultados en el anterior, razona complejamente sobre la imposibilidad, dada la existencia por él predicha de una franja «oscura» de 4,36ºentre los horizontes de dos observadores simétricos en la Tierra, de que los polos del mundo permanecieran fijos, ni se podría, por tanto, salvar la inmovilidad del mundo.

Con todo ello, presenta el capítulo final de esta primera parte, estableciendo definitivamente que no se pueden salvar las apariencias de los planetas con los orbes tal como los organiza y presenta Copérnico. Una radical afirmación que no había planteado con el sistema de Tycho.

¿Cuál es entonces la postura astronómica de Turriano? ¿A qué sistema se adhiere? ¿Cuál es la propuesta astronómica de Turriano? ¿Tiene Turriano alguna propuesta astronómica? En mi opinión, no. El manuscrito es un tratado sobre el firmamento y su constitución. Es decir, de filosofía natural. No de astronomía. Y aunque ello le lleve a discutir e ir en contra de las propuestas aristotélicas históricamente dominantes, lo es esencialmente en contra de algunos de sus fundamentos filosóficos más que de los mecanismos explicativos de los fenómenos celestes. A pesar de la íntima y necesaria relación entre la explicación de la constitución de los cielos y su organización y funcionamiento mecánico, parece no poder, no querer o no atreverse a manifestarse en relación a la segunda, a pesar de sus críticas a la primera.

LIBRO SEGUNDO: LAS ESPECULACIONES DE UN RENACENTISTA

En el «Segundo Libro» del manuscrito las consideraciones astronómicas y novedades celestes producidas en los 30 años anteriores a la posible redacción de este texto son dejadas atrás, o al menos de lado, pues solo brevemente al final de mismo aparecen. Turriano centra su atención en el problema cosmológico, es decir, en la especulación filosófica sobre el origen y la constitución de los cielos y la materia de que pueden estar hechos. De modo que la lectura de esta segunda parte del manuscrito hace aparecer ante el lector el auténtico interés de Turriano, que no es, tal como en el primer libro podría haber parecido, la astronomía y las novedades celestes, sino la filosofía natural. Ciertamente que el título de la obra es De la idea del Firmamento, pero intitular el primero de los libros que lo componen «Tratado de la nueva estrella…» pudo hacer pensar al lector que se encontraría ante una obra esencialmente astronómica, o al menos, fundamentada en novedades y avances en este campo que, como hemos visto, fueron bastantes y de una importancia decisiva para la constitución tanto de una nueva astronomía como de una distinta perspectiva filosófica en relación a la ordenación del cosmos.

En el primer libro se ha podido ver que, efectivamente, en cierta medida así enfocó sus meditaciones Turriano, pero en esta segunda parte centra su atención en la pura especulación filosófica para lo que se apoya esencial y abrumadoramente en citas y referencias bíblicas y de toda la tradición patrística y profética, al lado de otras antiguas, medievales y renacentistas.

Si se comparan el número y la procedencia «intelectual» de todas ellas en el primero y segundo libro, se observa inmediatamente lo que se acaba de apuntar. Este despliegue espectacular nos pone en presencia de una extraordinaria erudición que bien puede hacernos considerar al personaje sin duda como un humanista y hombre del renacimiento y al manuscrito en su conjunto como una muestra del espíritu de la época, pero en el que pesan más los argumentos que le permiten estar a bien con el mantenimiento de la autoridad religiosa, también en este campo de la filosofía natural. Todo ello pensando en que quien escribe es un ingeniero militar, en clara madurez intelectual, no lejos de su muerte y en un país dominado por una monarquía contrarreformista.

Turriano, sin implicarse o decidirse por ninguna de las propuestas astronómicas de su contemporaneidad (tal como se vio en el Libro I), ha hecho uso de avances astronómicos y empleado las consecuencias de los mismos para la crítica (o incluso abandono) de algunas de las consideraciones más clásicas de la filosofía natural (sobre la corruptibilidad de los cielos, p.ej.). Pero una vez hecho esto, aunque lo usará como apoyo aislado y de menor entidad frente a las fuentes no astronómicas, en este segundo libro (por ejemplo en los capítulos 5 y 9, y en menor medida en el último), reformulará la filosofía natural relativa a la constitución de los cielos, tal como anunciaba el título global del manuscrito, mirando y dando por buenas las justificaciones no provenientes de la actividad astronómica.

Y así, haciendo referencia a las inmortales controversias entre «naturales y astrónomos» y tras haber tenido en cierta manera en cuenta en el primer libro las novedades y consecuencias de las observaciones y cálculos hechos por los segundos, en esta parte, se dedica, casi con exclusividad, a lo que dicen, y él acepta, los «naturales».

De modo que entra pronto en especulaciones y afirma que «La materia que Dios de la nada crio para formar este mundo —y que Moisés llamó Cielo y Tierra, por cuanto en ella Dios hizo ambas cosas— cuadra mucho al entendimiento haber sido el agua», aunque añade, un tanto sorprendentemente, que nada se puede dar por cierto sobre lo que Moisés diga sobre la materia del firmamento, ya que queriendo Dios que el hombre tuviera de estas cuestiones muy poca noticia, se habría reservado para sí la «ciencia de ellas» (Cap.1).

A lo largo del texto presenciamos cómo Turriano da carta de autoridad (aunque contradictoriamente acabamos de hacer notar una ocasión en que la limita), no solo a la Biblia, a los textos de los profetas y la Patrística, sino que acepta también las descripciones llenas de sugerentes (y apropiadas a su interés filosófico) metáforas poéticas de escritores clásicos y renacentistas aceptándolas como hechos acerca de la constitución de los cielos y entes celestes23.

En las escasas ocasiones en las que Turriano «recupera» las argumentaciones astronómicas, se ratifica en contra de las posturas de Copérnico y Tycho, juzgando que ambos pudieron equivocarse, por parecidas razones, a la hora de explicar las diferencias de tamaño, sobre todo observable en los planetas superiores, y recurriendo para rebatir sus posturas a «autoridades» como Scaligero, que solo tangencialmente trata de estas cuestiones en sus Exercitationes…(1557), o el Epitome in Almagestum

23 Ovidio: «la fuerza ígnea y sin peso del conv exo cielo brilló con luz trémula y se hizo un lugar supremo en la altura… » (Metamorfosis, Libro I ); Torcuato Tasso, al relatar el sueño de Godofredo, lo describe de modo que «pareciole en un cielo estar sereno, de llamas áureas adornado y lleno…» (Jerusalem Libertada, Canto 14 ) o Dante, en el Canto Segundo del Paraíso: «Yo creí de nube estar ceñido, pulida, espesa, sólida y luciente como diamante por el Sol herido…» de Regiomontano (a quien Turriano cita como Juan de Montenegro), obra que no dejaba de ser un compendio escolar, un resumen de la astronomía ptolemaica que Regiomontano compuso a partir de los trabajos de su maestro Peuerbach.

También lo hace cuando vuelve sobre el tema, ya tratado (de manera menos filosófica) en el libro primero, de la corruptibilidad del cielo (cap. 5). Achaca a Tomás de Aquino y Agustín de Hipona el trato «venturoso» que tuvieron con Aristóteles el primero y Platón el segundo, lo que fue causa del abandono de la corruptibilidad de los cielos sostenida por los antiguos, escritores bíblicos y profetas esencialmente (se apoya incluso Turriano en el segundo de los Oráculos de la Sybila), y negada por los dos filósofos.

Es un capítulo extenso y plagado de citas que abarcan la historia de la filosofía y las religiones y en el que, como dato histórico y fiable de la evidencia de las alteraciones que se dan en el firmamento, recurre a citas indirectas de Hiparco, a través de Plinio, de Platón, en los comentarios que Marsilio Ficino24 hace en su traducción del Timeo o, sobre todo, por ser una autoridad cristiana, de Agustín de Hipona en la referencia de éste en la Ciudad de Dios a lo descrito por Marco Varrón25. Pero esto poco importa al poder de Dios porque «siendo corruptible lo puede preservar de la corrupción, como siendo incorruptible, deshacerle y hacer otra cosa de él». Y considera que este punto de la concurrencia de la voluntad de Dios con la corrupción del mundo es algo que merece ser tratado en filosofía. Lo hace a lo largo de las siguientes páginas en nueve argumentaciones en las que combina la necesidad de ser corruptible si se tuvo principio (como hubo de suceder en la creación del mundo), con la asignación de la causa de los movimientos celestes a Inteligencias o ángeles, necesarios ya que los cielos no son animados o movientes por sí mismos, lo cual «tenemos de fe por determinación del quinto Sínodo general Constantinopolitano»26

Lo extraño es que Turriano en este capítulo sobre la corruptibilidad celeste haga aparecer de modo apenas destacado, y casi sin hacer uso de ello, lo tratado en el libro I: en las nueve pruebas de esta corruptibilidad que presenta, la menos extensa es la única en la que aparecen, junto a las citas comentadas de Plinio, Ficino y Varrón, las pruebas físicas de esa corruptibilidad basadas en las observaciones de Tycho de la nova de 1572 y el cometa de 1577, junto a la nova de 1604 que Turriano mismo comenta en el Libro Primero.

24 M arsilio Ficino, a quien Turriano cita con cierta frecuencia y en cuestiones de interés, había supuesto la irrupción en la Italia renacentista de la filosofía hermética, de la puesta al día de la «sabiduría antigua» y del platonismo; tradujo y difundió textos en los que se presentaba una continuidad desde Moisés hasta sus días de un conocimiento de las raíces y los «auténticos mecanismos» del mundo. La línea de trasmisión pasaría por los sabios egipcios (Hermes Trimegistos) y también por Pitágoras y Platón. No por Aristóteles. Ficino es, sin duda, uno de los artífices del humanismo que desde Italia salta al resto de Europa inundándola de hermetismo y gusto por los filósofos antiguos, de modo que su labor contribuyó en gran medida a restar autoridad al aristotelismo imperante en todas las ramas del saber.

25 S egún de Marco Varrón « sucedió en el cielo un maravilloso portento, porque en la ilustrísima estrella de Venus, que Plauto llama Vesperugo y Homero Héspero, Castor describe que se advirtió un portento tan singular, que mudó de color, magnitud, figura y curso, cuyo fenómeno, ni antes ni después ha sucedido».

26 p . 94 del Libro II del manuscrito.

Podríamos preguntarnos entonces acerca de la necesidad de estas referencias y qué valor ha dado Turriano, en realidad, a las pruebas fácticas, de los «astrónomos», si tiene que acompañarlas con farragosos y reiterativos argumentos especulativos basados en autoridades no «científicas».

Por otro lado, esta corruptibilidad de los cielos, «demostrada» ya por Turriano, no lleva sin embargo aparejada la de los entes que se encuentran en el firmamento como planetas y estrellas, ofreciendo un argumento contradictorio pues sostiene que a pesar de haber sido creados de «nobilísima materia y forma», no dejan de ser corruptibles, por lo que ha de ser el mismo Dios quien se dedique a su conservación y reparación, de modo que haga su existencia ausente de alteración. Hasta tal punto defiende esto Turriano que, frente a lo sostenido en páginas anteriores en relación a las alteraciones y desapariciones temporales de planetas y estrellas, avaladas por Varrón, Ficino o Plinio, equipara ahora (Cap.6) estas a «milagros», como el pararse el Sol en tiempos de Josué o el retroceso del Sol ordenado por Dios para prolongar la vida del Rey Ezequías, en todo lo cual no hubo alteración de la estrella sino que , aduce, fue causado por «el Ángel que a Dios obedece y que los mueve».

A pesar de todo lo anterior, Turriano concede algún tipo de alteración en los cielos («dentro de su misma profundidad»), aunque no las concreta, teniendo, sin embargo, estos cambios origen en la propia materia celeste, aunque para ser efectivo agente de cambio ha de tener «su virtud más junta», por lo que ha de esperarse a que se den las conjunciones de los planetas superiores27, o se produzcan eclipses. Ninguna de dichas posibles causas es frecuente, lo que unido a que «las distancias de nuestro órgano visual a cualesquiera partes profundas del cielo son tan grandes» tiene como consecuencia que todas estas alteraciones rara vez podrán ser observadas.

Tal como se expresa en el Génesis defiende Turriano la existencia de tres cielos, el Empíreo, el Cristalino o Ácueo y el Firmamento. Ello es así por razón de la semejanza que deben tener con su hacedor y gozar así de la Trinidad. La Trinidad divina se expresa en el mundo a través de tríadas que conforman el mundo: latitud, longitud y profundidad; materia, forma e influencia, y sobre todo «peso, número y medida».

27 C uando dos o más planetas se encuentran en la misma longitud, sea respecto de la Tierra o del Sol, se dice que se encuentran en «conjunción». Es decir, se les ve muy cercanos entre sí en el cielo nocturno y desde la antigüedad estas citas periódicas (más raras cuanto más alejados están y cuanto mayor es el número de planetas que confluyen) han tenido la consideración de situaciones extraordinarias en el «aspecto» de los cielos, asignándoles influencias especialmente intensas. Por ello, se conocía bien que las conjunciones de Júpiter y Saturno, llamadas «Grandes Conjunciones», se producían cada 20 años aproximadamente y que cada vez sucedía sobre un fondo estelar distinto que, no obstante, era el mismo después de 800 años.

Esta última terna ha aparecido reflejada en la historia de la cultura occidental en distintas ocasiones, de las que traeremos aquí dos de ellas por la relación que tienen con el personaje de Turriano, con su entorno y con la época. En el Monasterio de El Escorial, un edificio que probablemente constituyó un intento de recreación del Templo de Salomón, existe una biblioteca magnífica cuyas paredes y bóveda están decoradas con frescos que presentan a personajes y aspectos mágicos, ocultos, cabalistas y alquímicos que, aunque pretendieran una conciliación entre la ortodoxia cristiana y la tradición hermética pag.ana, sin duda estuvieron presentes de manera significativa en la corte de Felipe II, el rey que educó a Rodolfo II y trajo de aquella corte a Leonardo Turriano, el rey que se llegó a considerar a sí mismo como un segundo Salomón. También en los frescos de la biblioteca se encuentran introducidas las configuraciones planetarias de los momentos más relevantes de la vida del monarca.

Y entre estos frescos se puede ver una escena que representa a Salomón, el Rey sabio por excelencia, junto a la Reina de Saba. En ella, escritas en hebreo en la caída del tapete de la mesa que ocupan ambos personajes, se muestra la sentencia que enuncia «todo lo hizo el señor con número, peso y medida», tal como se enuncia en el Libro de la Sabiduría (11:20) del Eclesiastés.

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La capacidad enunciativa y la concepción que trasmite sobre la estructura racional del mundo fue a lo largo de siglos tan incontestable, que la misma sentencia la encontramos en un texto astronómico de mediados del siglo xvii. Se trata de un bellísimo grabado que ilustra la obra Almagestum Novum, del jesuita Giovanni Battista Riccioli (1651), en el que se presenta una balanza en la que se «pesan» los esquemas organizativos de los sistemas astronómicos de Copérnico y de Tycho Brahe: se encuentra desnivelada a favor del sistema ticónico, preferido de los jesuitas, como ya se ha comentado en otro lugar. Por encima de esta balanza y culminando el grabado se presenta la «mano creadora de Dios» de la que emanan las características fundamentales de su acto creativo: Numerus, Mensura, Pondus. Los tres dedos divinos, a modo de trípode estable a partir del que dar forma a la informe materia, construyen un mundo cuyo conocimiento sólo se desvelará si se tienen en cuenta estas consideraciones.

Puede verse también en la mencionada biblioteca de El Escorial otro fresco en el que se relata la experiencia del Rey Ezequías que, enfermo en la cama, recibe la noticia de haberle concedido Dios quince años más de vida y contempla con un gnomon el correspondiente retroceso del Sol, acontecimiento al que también se refiere Turriano y que ya ha sido comentado.

Los tres cielos, que Turriano declara ser de fe, tuvieron grandes añadiduras por parte de «filósofos y matemáticos», orbes, epiciclos, ecuantes, excéntricas… pero todas estas herramientas «no son de fe ni de la Sagrada Escritura, ni se pueden tener en buena filosofía», por lo que se puede prescindir de la mayoría de ellas, como ya Turriano declara haber probado en el desarrollo del Libro I, al aceptar de Tycho Brahe, que el hecho de no poder los orbes del Sol y de Marte cruzarse, habría que desecharlos a ambos, y en consecuencia a todos los demás que arrastraban a los planetas. El mantenimiento de todos estos constructos se ha debido a la persistencia y empeño en pretender salvar la incorruptibilidad de los cielos, y nada de ellos es necesario si se niega y demuestra, como Turriano da por hecho.

La perspectiva renacentista puede rastrearse con facilidad en el manuscrito de Turriano en el capítulo noveno, en el que trata de los movimientos de los cielos y parece que se atreve a expresar su opinión o propia explicación (pues no ofrece, en contra de lo que ha venido haciendo a lo largo del texto, referencias concretas como respaldo de autoridad a lo que escribía) acerca de cómo son estos movimientos y el modo en que se generan. Una vez establecida por la autoridad de la Biblia, que los cielos son tres, Turriano asocia al Empíreo la figura cúbica, figura no acomodada al movimiento, sino a la estabilidad y firmeza, moviéndose dentro de este primer cielo en círculo, el cielo Ácueo, que es también el Primer Móvil, y a continuación el Firmamento con todas las estrellas. Expone entonces la que podríamos considerar su teoría, que es «contra la opinión común», y que sostiene que el movimiento de los cielos se debe a su propia calidad y naturaleza dadas por Dios, sin el concurso de Inteligencias asistentes: el movimiento del primer móvil, esférico, se produciría por enemistad natural al huir el cielo ácueo esférico y frío de su contrario cúbico, ígneo y estable. Y este primer móvil influye asimismo en el firmamento, por cuya enemistad, él mismo y las estrellas que contiene, se mueven. Los planetas se moverán por la misma razón, antiperístasis, aunque exceptúa el movimiento del Sol de esta explicación (por tanto lo asume como que se mueve) a causa de su nobleza que hace inconcebible que pueda ser movido por la existencia de un contrario.

A pesar del movimiento que concede al Sol, coherente con su postura anticopernicana, lo considera «Sol Auriga que a todos -los planetas- gobierna», lo que permite aventurar una preferencia no confesada explícitamente por el sistema astronómico de Tycho.

Pero no es esta manifestación de su propia postura sobre un tema acerca del que hubo mucha «caterva de opiniones» lo que refrendaría también considerar a Turriano una personalidad tipo de la época que le tocó, sino más bien el recurso a la figura cúbica a la hora de asignar al cielo Empíreo una quietud plena de perfección, aunque capaz de originar, como se acaba de ver, el movimiento del segundo cielo.

Volvamos al Monasterio de El Escorial a fin de ilustrarlo. Dentro del monasterio, la iglesia posee un coro cuya bóveda se encuentra ilustrada por un grandioso fresco, obra de Luca Cambiaso, en el que se ofrece la representación de la Santísima Trinidad con una característica realmente inusual: la Trinidad aparece con una figura cúbica bajo sus pies. No se encuentra ahí de forma casual. El cubo, uno de los cinco poliedros regulares, es equiparado en el Timeo platónico, simbólica y numéricamente, a la Tierra, el cuarto y más pesado de los elementos constituyentes del cosmos. La tradición platónica, neopitagórica y hermética en el Renacimiento asoció a la Tierra dos figuras perfectas: una esfera visible en cuanto planeta y un cubo invisible como elemento. Ambas formas son atributos de la divinidad. La esfera, visible, móvil y femenina. El cubo invisible, inmóvil y masculino. Juntos representan la unidad, la estabilidad y fortaleza del poder creador. El cubo, por añadidura, es el producto pitagórico de una triple operación numerológica y geométrica, lo que da completo sentido a que aparezca a los pies de la Trinidad.

El inspirador de estos motivos de simbología hermética fue casi con seguridad el mismo que escribió un Discurso de la figura cúbica, según los principios y opiniones de Ramón Llull. Se trata de Juan de Herrera, el arquitecto que finalizó el monumento, el que fundaría y sería primer director de la Academia de Matemáticas. Juan Herrera profesó el «lulismo» y acompañó a Felipe II cuando en 1580 se dirigió a Lisboa a tomar posesión del Reino de Portugal, viaje en el que pudo ganar al rey para la causa lulista28.

Viniendo de la corte de Rodolfo II, incorporándose a las órdenes de Felipe II precisamente en Lisboa, y habiendo alcanzado la categoría y responsabilidades que alcanzó, no puede descartarse, sino que todo ello lo parece respaldar, la inserción del pensamiento de Turriano en la perspectiva más compleja del Renacimiento que reunió la incipiente nueva ciencia con la asunción de creencias basadas en la religión revelada a través de la Biblia y el acercamiento a los saberes ocultos de la tradición hermética.

Finaliza Turriano el segundo libro, y su manuscrito, volviendo en cierto modo a la meditación astronómica y afronta cómo se engendran las nuevas estrellas y los cometas, admitiendo en primer lugar y de modo taxativo, que ambas especies se encuentran en la región celeste, lo que, dice, se prueba por las paralajes que se observan, es decir las distintas direcciones de observación, y los ángulos que forman entre ellas cuando se observa un objeto lejano desde dos puntos distintos. Se manejaban distintos tipos, paralaje anual, diurna o geocéntrica, horizontal, de altura… etc. Solo en un momento anterior de su manuscrito (p. 17 del Libro I) recurre brevemente Turriano a esta noción fundamental, como método en el trabajo y discusiones matemáticas, para situar una observación astronómica en una de las dos zonas en las que podría suceder: el mundo sublunar, y sería un fenómeno meteorológico, oen el mundo supralunar, y lo sería entonces de tipo celeste, entrando en debate de este modo la corruptibilidad o incorruptibilidad de los cielos. Ya se ha hablado suficientemente de esto.

Propone Turriano que la aparición de novas y cometas nos conduce a considerar que el número de estrellas es infinito, tal como establecen las Sagradas Escrituras, aunque más adelante puntualiza que esa infinitud es solamente en comparación con las 1022 estrellas establecidas por Ptolomeo, con lo que se debe entender ese infinito como un número mucho mayor que las que vemos, pues además «es contrario a toda filosofía dar cuerpos infinitos en lugares finitos», dice Turriano. Este argumento le permite, siguiendo a Séneca, establecer como plausible que estas que se nos aparecen de nuevo, bien pueden ser de las que existían y no se veían, sea causa de ello su lejanía o la necesidad de que para que estos eventos sucedan deben darse conjunción de planetas a fin de que su fuerza los hagan visibles. Pero también puede ser por causas que desconocemos o «porque Dios con ellas quiere dar señales a los hombres», siendo esta otra de las pocas alusiones a la astrología —ya se comentó en relación al Libro I— que aparecen en el manuscrito.

Sin embargo, la variedad de formas que se dan entre los cometas habla indudablemente de su corruptibilidad, lo que le haría admitir que también serían sujeto de corrupción las estrellas nuevas. Sale del atolladero argumentando que podemos dar más fácilmente razón de las causas que del modo, ya que «nuestro entendimiento no es capaz de explicar todo lo que ve, cuanto más de lo que no ve y tiene tan lejos». A pesar de todo lo cual, afirma no ir desencaminado si se atribuye a los planetas la causa del surgimiento de novas y cometas. Con una diferencia: las nuevas estrellas «sin cauda» (sin cola, que no se clasifican como cometas, como la de 1572 o la de 1604, a la que Turriano dice dedicar el primer libro) se mueven junto a las estrellas fijas, sin movimiento propio, mientras que las «caudatas» (con cola, cometas) se mueven alrededor del Sol, «como los demás planetas» (¿una nueva y escondida aceptación del sistema astronómico de Tycho?), lo que puede ser a causa de que la responsabilidad de las primeras sea de los planetas superiores y de los inferiores y principalmente del Sol, las segundas.

Afirma, por último, en una nueva concesión a la influencia de los aconteceres celestiales en la vida y sucesos en la Tierra, que todas ellas son causadas por «materia influyente» que desciende —y no exhalación que asciende, «como quieren los peripatéticos»— y a la que considera responsable de esterilidades, guerras, pestes y otras calamidades. Y eso harán novas y cometas, al igual que las demás estrellas mientras unas y otros no se deshagan. Y vuelve a usar metáforas y saberes ocultos como argumentos, al menos como corroboración de los suyos, citando a Hermes Trimegisto («Todo lo que desciende de lo alto es creador, todo lo que salta hacia arriba es nutriente, es decir, mantenedor de la vida, vivificante») y a Petrarca («cuando el planeta que las horas cuenta se alberga en Toro nuevamente, virtud cae desde la cuerna incandescente que al mundo da una nueva vestimenta» —Canciones, IX— en alusión a la potencia vivificadora del Sol en el signo de la primavera).

Concluye Turriano su manuscrito haciendo alusión al gran «libro del mundo», cuyas «letras Dios escribió en la pared del Cielo», libro que «todos los filósofos gentiles estudiaron para alcanzar a conocer a Dios» y que debería ser estudiado también por los cristianos curiosos para «conocer a Dios por sus obras como lo conocemos por fe, para aprovecharnos de ellas y servirle». Esta llamada a los cristianos aparece tachada. No es esto, sin embargo, lo que más llama la atención, sino el que lo tachado sea, en su última parte, reproducción literal del final del Proemio que abre el Tratado.

No disponemos de datos para ofrecer una explicación de este hecho (solo hay otro párrafo tachado en todo el manuscrito, una referencia laudatoria a Tycho Brahe), por lo que solamente podemos aventurar algunas hipótesis basadas, ciertamente, en el sentido de supresión que para nosotros tiene tachar: suponer que el Proemio fue redactado una vez concluido el Tratado, dando cuenta de la intención y globalidad del mismo, o bien considerar que pudieran surgirle a Turriano dudas acerca de la oportunidad de incluir ese requerimiento final a los cristianos contraponiéndolos a los «gentiles», evitando con su supresión posibles malentendidos.

Lo mismo que hicimos como consideraciones finales en los comentarios al Libro I, cabe preguntarse, ahora y finalmente, por qué después de todo lo leído en el manuscrito, y visto el interés más íntimo que le mueve y que puede establecerse como ser la meditación filosófica y especulativa sobre la naturaleza de los cielos, Turriano recurre en este segundo libro a Tycho Brahe y los resultados de su estudio del cometa de 1577 para negar la existencia de orbes transportadores y demás herramientas salvadoras de apariencias, como si con la asunción de que ni son de fe ni sostenibles en buena filosofía, no hubiera resuelto ya el dilema rápidamente.

Solo nos cabe decir que este tratamiento de cuestiones físico-naturales, con un mantenimiento simultáneo de acercamientos racionales, paulatinamente más fundados en la mejora de la observación y los métodos matemáticos, junto a perspectivas globales y totalizadoras, basadas en la revelación, y a las que se concede capacidad explicativa y hasta la última palabra en cuestiones sobre la naturaleza, fue moneda común en la transición a la modernidad que supuso el Renacimiento. Y Turriano fue, sin duda, uno de sus personajes.

De La Idea Del Firmamento De Leonardo Turriano Facs Mil

De La Idea Del Firmamento De Leonardo Turriano

LIBRO PRIMERO

TRATADO DE LA NUEVA ESTRELLA QUE AP ARECIO EL AÑO DE MDCIIII EN LA IMAGEN DEL SERPENTARIO

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