JUNTA DE INTERCAMBIO Biblioteca Municipal de
fflJPAFÍR; Signatura II,
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— CÁSTKO Y ¿RAVO, Federico dc.'^Üccíor en tieínriós Histó ricas. Las naos españolas en la carpera de Indias.
III.
— PANHORST, Carlos. Los alemanes en Venezuela durante XVI: Carlos V y los Welser.
^f\^.V^TOLAGUlR]^y DUVALE, Angel.—Académico de la Historia, •s^
Pedro dV,^^varado.
l/e B —Cultura. gucl —Académico de la Lengua, de la His toria y de Cicnci s Mo-ales y Polífcas. Catedrático de la Universidad Central. Islam.
*^PIDAL, Ramón.—Hirector de la Real Actdemia Española de la Lengua. El Idioma español en sus primeros tiempos.
III.— FIDELINO DE FIGUEIREDO, José.— Ex Director de la Biblio teca Nacional de Lisboa. Profesor de Literatura portuguesa en la Universi dad de Madrid. Camoens.
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IV.— DOM INGUEZ
BEERUETA,Juan.—Ca'edráticodcU nstítuto de Salamanca.
Fray .Juan de los Angeles.
Serie D.
Centenario dé Felipe II.
I.— RUBIO, Julián M."— Catedrático de la Universidad de Valladolid. Felipe II y Portugal.
MORALES OLIVER,Lu is.-P rofesor de la Universidad Central. Arlas Montano y la Política de Felipe II en Flandes.
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Serie F .—Historia Patria. I.— RUBIÓ Y LLUCH, Antonio.— Académico de la Española y Cate drático de la Universidad de Barcelona. L.OS Catalanes en Grecia.
II.— ALCAZAR y MOLINA, C ayetano.-Catedrático de la Universi dad de Murcia. Los hombres del reinado^ de Carlos III Pablo de Olavide.
III.— CONDE DE CA STE LL A N O .-D octor en Derecho. Un complot terrorista en el siglo XV. Los comienzos de la IngulsIclAn ara gonesa.
Serie G ,—Arte. -RIBERA Y TARRAGO, Julián.— Académico de la Española y de la Historia. — Catedráiico de la Universidaa Central. Historia de la música úrabe medieval. I
Precio de cada volumeot S pesetas
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BIBLIOTECA
HISPANIA
EN PRENSA Serie A —Historia de América. SERRANO PU ENTE, Vicente.— Catedrático del Instituto de León. L.OS Wlquingos.
HUARTE V E CH E N IQ U E , A m a llo .— Profesor de la Universidad Central. Monteio, Conquistadop del Yucatán.
BELLOJIN, A n d rés.— Catedrático del Instituto de Cartagena. Alvar Núñez Cabeza de Vaca.
D A LM AU B LAN S, J.— Doctor en C iencias H istóricas. 1.a tnonia Alférez.
P E Ñ A Y D E LA C Á M A R A , )osé M .»~ A rchivero en el A rch ivo'd e Indias (Sevilla). Sebastián de Belalcázar.
AG U ILAR, Juan M.*— Profesor de la U niversidad de Sevilla. Miranda.
S Á N C H E Z VEN TURA.— Doctor en C iencias Históricas. Colán, Fernando Sánchez.
el
Catolice y Gabriel
C H A C Ó N Y CA LV O , José M.*— Secretario de ia Em bajada de Cuba en E spaña y Jefe del Comité de Inves tigaciones históricas en el Archivo de Indias. Diego Velázquez.
PE R E Y R A , C arlo s.— Publicista. Valdivia.
MERINO, A b elard o .— Académ ico de la Historia. iJuan Sebastián BIcano.
URIA, Juan.— D octor en Ciencias H istóricas. Fedro MenOndez de AvIlOs.
RIVAS, Raimundo.— E x director de 'a Academ ia de la Historia de Bogotá (Colombia), Gonzalo «llmOnez de Quesada.
CO LCH ERO Y ARRUBARRENA, V irg ilio . — Catedrático del Insti' tuto de S oria. Vasco Nátiez de Balboa.
Signe en las guardas {¡nales.
LAiS NAO iS E S P A Ñ O L A S E N LA CARRERA DE LAS INDIAS
COLECCION «HISPANIA» DIRIGIDA PO R E L EXCELEN TÍSIM O SEÑOR
D. ANTONIO BALLESTEROS Y BERETTA A
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LAS NAOS ESPAÑOLAS EN LA C A R R E R A DE LAS INDIAS ARMADAS Y FLOTAS EN LA SEGUNDA MITAD D E L SIG LO XVI
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PROLOGO La materia objeto de este libro es, en parte, asunto no tratado en la literatura histórica es pañola y, aun en lo ya estudiado, compuesto de manera deficiente o sin ordenar. En el siglo X V II, con la monumental obra de D. Joseph Linaje, terminaron en nuestra patria las obras sistemáticas, a base documental sobre la orga nización interna de las armadas. La obra men cionada se titula N o r t e de la contratación de la s I n d ia s o ccid en ta les.
Relativamente recientes, son dos grandes es fuerzos en el estudio de la marina española: el de Fernández Navarrete (Martin) y el de Fer nández Duro (Cesáreo): He aquí sus produc ciones : 5
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Fernández Navarrete: Biblioteca marítima espa ñola.— Madrid, 1851. — Disertación acerca de la Historia de la náutica y de las ciencias matemáticas que han contribuido a su progreso entre los españoles^— Madrid, 1846. Fernández Duro: La marina española desde su origen y pugna con la de Inglaterra has ta la refundición en la armada españo la— S. F. El arte naval. (Discurso).— Madrid, 1890. La marina del siglo X V en la Exposición histórica.— Madrid, 1893. — Armada española desde la unión de los reinos de Castilla y León.-— Madrid, 1895-1903. — La conquista de las Asores en 1383.— Ma drid, 1867. — La armada Invencible. — Madrid, 18841885. Pero siendo tan considerables y meritorias, habiendo producido tan gran número de obras de interés, Navarrete y Fernández Duro .son.
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más que constructores, en lo que se refiere a la vida interna (ambos se preocuparon más de otros aspectos), acumuladores de datos para fu turos investigadores. Fernández Duro, en sus Disquisiciones náuticas, en las que transcribe gran número de documentos inéditos y de li bros dificiles de hallar y Fernández Navarrete, no sólo en sus Viajes, sino en las transcripcio nes que dispuso hacer de documentos del A r chivo de Indias, y que se conservan en el Mu seo Hidrográfico. ‘ Más próximas son las obras del Sr. Artíñano y de Galdérano (Gervasio de): La arquitectura naval en madera.— 1920. Historia del comercio de las Indias du rante el dominio de los Austrias.— Bar celona, 1917, cuyo único defecto es el no haber podido mane jar el material del Archivo de Indias— de lo que él mismo se lamenta— , y haber tenido, por ello, necesidad, en la mayor parte, de ate nerse a datos de segunda mano. También se encuentran en nuestra literatura
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obras especiales de gran interés, que aclaran determinados puntos. Enumeramos algunas: Bauer y Landauer (Ignacio): Don Francisco Benavides, cmtraho de las galeras de España.— Madrid, 1921. Bonilla San Martín (Adolfo), Vidas paralelas, La vida de la galera y E l venturoso descrubimiento de las ínsulas de la nueva y fértil tierra de Xauxa, coplas cuyos textos se reproducen. Anales de la L i teratura Española, 1900-1904, Madrid, 1904. P. Cappa: Estudios críticos acerca de la domi nación española en América.— Madrid, 1889-1896. Guiard: Historia del Consulado y Casa de Con tratación de Bilbao y comercio de la villa.— Bilbao, 1913. Picatosto y Rodríguez: Apuntes para una bi blioteca científica española del siglo Z P / .— Madrid, 1891. Puente y Olea: Los trabajos geográficos de la Casa de la Contratación. 8
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Piernas y H urtado: La Casa de la Contratación. Pulido y Rubio: E l piloto mayor de la Casa de la Contratación de Sevilla. — Pilotos mayores del siglo X V I.— Sevi lla, 1905. Salas: Historia de la matricida de mar y exa men de varios sistemas de reclutamiento marítimo.— Madrid, 1870. Saralegui y Medina: Una sorpresa por tierra y un desquite en la «lar.— -Madrid, 1912. — La religión en la mar. (Discurso). El trabajo de más interés y completo sobre esta materia es el de Haring: Trade and Navigation, publicado por la Universidad de Harward. Se nota, sin embargo, una fa lta : in suficiencia en el estudio de los documentos del Archivo de Indias, desconocimiento de algunos de los más notables y luminosos. Como fuentes más directas del libro pueden señalarse, además de las colecciones de Cortes, leyes y documentos, las siguientes: Actas de las Cortes de Castilla.— Vol. I al X IX . Madrid, 1877-1893.
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Cortes de los antiguos reinos de León y Casti lla.— Madrid, 1903. Leyes de la Recopilación (Nueva Recopilación). Recopilación de leyes de los reinos de Indias. Provisiones de cedidas, capítulos de ordenan zas.— Madrid, 1596. Pragmáticas y leyes.— Medina del Campo, 1549. Ordenanzas para remedios de los daños e in convenientes que se siguen de los descami nos 31 arribadas maliciosas.— Madrid, 1591. Colección de documentos inéditos de Ultra mar.— Madrid, 1885-1900. Colección de documentos inéditos de América y Oceanía,— :Madrid, 1864-1884. Citaremos asimismo algunos libros interesan tes para nuestro estudio: Buena Maison; Piratas de la América.— Ma drid, 1793, 3 ed. Concepción (R. P. Jerónimo de la ): Emporio del Orbe. Cádiz.— xA.msterdam, 1690. Domínguez (Vicente): Ilustración y continua ción de la Curia Philiphica.— Valencia, 1770. 10
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Espinosa de los Monteros: Historia y grande zas de la gran ciudad de Sevilla.— Se villa, 1630. Herrera (Antonio d e ): Descripción de las In dias occidentales. — Historia general de los hechos de los castellanos en las islas y tierra firme del mar Océano en ocho décadas.— Madrid, 1730. Hevia Bolados: Curia Philipica.— Madrid, 1797. Mathienzo (Juan): Gobierno del Perú.— Bue nos Aires, 1910. Medina (Pedro d e ): Primera y segunda parte de las grandezas y cosas notables de España.— Alcalá de Henares, S- F. Mercado (Fray Thomas d e): Summa de tratos y contratos.— Sevilla, 1571. N ájera: Navegación especulativa y práctica.— Lisboa, 1628. Ortiz de Zúiiiga (D iego): Anales... de Sevi lla.— Madrid, 1796. Solórzano y Pereira (D. Juan d e ): Política In diana.— Madrid, 1776. II
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Uztáriz (Jerónimo de): Theorética y práctica de comercio y marina.— Madrid, 1757 Algunas obras literarias del siglo X V I y principio del X V II tratan unas directa y otras indirectamente de asuntos marítimos. Entre ellas: Alemán (M ateo): Aventuras y vida de Guzmán de Alfarache. Cervantes (M iguel): E l ingenioso hidalgo Don Quijote de la Mancha. — Novelas ejemplares. — Teatro completo. Contreras (Alonso de): Vida del capitán Alon so de Contreras. Espinel (Vicente): Vida del escudero Marcos de Obregón. Guevara (Antonio de): Libro que trata de los in ventos, del arte de navegar y trabajos de la galera. Herrera (Fernando de): Obras. Lope de Vega Carpió (F. F é lix ): Comedias. — Novelas. — La hermosura de Angélica con otras di12
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versas rimas (en la tercera parte va in cluida La Dragontea). 1604. Luján de Saavedra (M ateo): Segunda parte de la “ Vida del picaro Gusmán de A lfarache” . Luna (H. d e ): Segunda parte de “ E l Lazarillo de Tormes” , sacada de las Crónicas an tiguas de Toledo. Ordóñez de Zevallos (D. P edro); Historia y viaje del clérigo agradecido. Rueda (Lope d e): Teatro. Schmidel (U lrich): Viaje al Rio de la Plata (Traducción de Lafone Quevedo).— Buenos Aires, 1903. Timoneda (Juan d e ): E l sobremesa y alivio de caminantes. Villaviciosa (José d e): La Mosquea. Zalazar (Eugenio d e ): Cartas (publicadas por la Sociedad de bibliófilos españoles).— Madrid, 1866, Esta última obra ha sido utilizada por Groussac, en su obra “ Mendoza y Caray. Las dos fundaciones de Buenos Aires, 1536-1580 (Bue13
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nos Aires, 1916), que tiene un capítulo titulado la “ Vida en la carabela” ; pero, como hago notar en mi estudio La organización de las flo tas para la Carrera de las Indias en la segunda mitad del siglo X V I ” , no se puede considerar como obra histórica, no sólo por la pobreza de las fuentes que emplea, sino por el uso equivo cado que de ellas hace. La fuente más directa — para no citar otras de menor importancia, que harían esta relación interminable— ha sido mi trabajo úl timamente citado hecho principalmente a base de documentos inéditos del Archivo de Indias de Sevilla; en él podrá encontrar el estu dioso las notas y referencias— de las que he tenido que prescindir en este libro por el carác ter de divulgación de la serie en que se publi ca— que puedan interesarle para comprobar las afirmaciones que en él se hacen.
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grande e ra el interés que tenían los R eyes en el v ia je feliz de las armadas para las In d ia s; m uy grande fu é también el cui dado que pusieiion hasta en los más mínimos de talles de su organizadón . L as flotas traían el oro y la plata, eran la base de todas las combina ciones políticas, resorte oculto sin el cual era imposible sostener las costosísimas guerras, re ligiosas o de supremacía, que ensangrentaron el reinado de los Austrias. Consideróse necesario vigilar de una manera detenida todos y cada uno de los elementos de la navegación: desde las condiciones del buque, mantenimientos, respetos que debían llevar,
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hasta la artillería, marineros y gente que habían de tener para su defensa. La institución de la visita fue el resultado de estas preocupaciones, función minuciosa mente regulada. Numerosas son las disposicio nes que sobre ella se encuentran; sólo la Re copilación de leyes de Indias contiene más de setenta; abundan también consultas e informes al Consejo de Indias y a la Casa de Contrata ción. Parece natural: la visita era la base, el fundamento de todo el régimen legalista, de intervención del poder central en el comercio. Para fiscalizar de manera eficaz los tratos comerciales con las Indias, se dispuso centrali zar la contratación. Concedióse tal privilegio a la opulenta ciudad de Sevilla; no fué sin dispu tas y alternativas, partiendo, principalmente, la oposición de la vecina y rica Cádiz. En Valladolid, el 13 de mayo de 1509, dió la reina Doña Juana una Real cédula por la que permitía a las naves que no quisiesen cargar en Sevilla fuesen a Cádiz, registrándolas ante Pe18
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dro del A guila y Antón Romi, escribano del Consejo de la ciudad. En enero de 1592 permitió Carlos I saliesen naves para las Indias desde los puertos de Coruña, Bayona, Avilés, Laredo, Bilbao, San Se bastián, Cartagena, Málaga y Cádiz. Estas na ves, sin embargo, debían volver a Sevilla, para entregar los registros; los Jueces oficiales de la Casa de la Contratación de Sevilla nombra ban tenientes y sustitutos suyos en estos puer tos, con cuya intervención y asistencia debían despacharse los lauques, aunque en compañía de otra persona nombrada por el Rey, a quien, como Juez particular, Jocaba el conocimiento de todas las causas y negocios. Cesó la contratación por L a Coruña y demás puertos enumerados, pero siguió la de Cádiz. El monopolio de la navegación continuó te niéndole S evilla ; se permitía sólo cargar algu nos navios en Cádiz, que, aunque logró tener Juez propio, siempre estuvo como dependiente de la Casa de la Contratación y sometido a las reglas de ésta.
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■ Varias son las causas que impulsaron a los Reyes para conceder el monopolio a Sevilla: de una parte, su privilegiada situación, puerto inte rior de fácil acceso— todavía su canal tenía la suficiente profundidad y no se encontraba en el lamentable estado en que después se hallará— , como tal libre de todo golpe de mano, posible en los puertos marítimos (recuérdese el asalto a Cádiz); muy dentro del interior de la Pen ínsula, cerca de las regiones centrales; su an tigua y continuada importancia comercial, fre cuentada la plaza desde tiempo de la conqui.sta de San Fernando por 'numerosos comerciantes extranjeros, especialmente genoveses; la rique za y prosperidad que habían alcanzado, espe cialmente después de la guerra de Granada, por haber sido el centro de todo el tráfico. Sobre todo se tomó en consideración el ser Sevilla la ciudad más rica de Castilla, de la que dependían las Indias; a la que era menester tener contenta para que sus comerciantes concediesen a la Co rona los constantes auxilios que de ellos se so licitaban. 20
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L a institución de los visitadores, tan carac terística de la administración española, no se sabe cuándo comenzó a aplicarse al comercio de Indias. Veitia afirma que la primera noticia que se halla del oficio de los visitadores es una cédula dada en Zaragoza el 14 de abril de 1518, en la que se dice que se continúe pagando a los visitadores; de ello se infiere que los había con anterioridad a esa fecha. L a visita en general, como institución, tenía como objeto hacer ejecutar las leyes y ordenan zas y remediar todo lo que fuese contra ellas. No era, en verdad, una sola visita, sino tres distintas, cada una diversa y con distinto ob jeto, aunque relacionadas internamente entre sí, dirigidas a un mismo fin. Estaba prohibido, de manera terminante, el cargar navio para las Indias, ya fuera de ca pitán, maestre o de otra persona cualquiera, sin dar aviso al Presidente y Jueces oficiales de la Casa de la Contratación de Sevilla. Estos, antes de dar licencia, tenían que visitar o man21
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dar que visitasen el navio o carabela, ordenán dose la primera visita. Esta primera visita, ya fuese de navios de armada o de flota, se hacía por uno de los Jue ces de la Casa, el general de la armada o flota y los visitadores de naos. El Juez oficial podía no asistir por excusa o impedimento, lo que de ordinario ocurría, a consecuencia de los muchos negocios que les estaban encomendados; en este caso realizaban la visita el general y los visitadores; éstos eran dos, debiendo concurrir precisamente los dos y no uno solo. La visita tenía una doble función que cum plir: primero, una labor selectiva, separar los navios prohibidos, a los que de ninguna ma nera se les podía permitir la navegación; se gundo, una función inspectora: cuidar que los navios fuesen con todas las condiciones necesa rias de garantía, para asegurar un viaje feliz. Terminada la visita, de cuyo detalle tenemos que prescindir, por exceder de los límites de este trabajo, los visitadores, o uno de ellos, por impedimento legítimo del otro, daban fe de ella; 22
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comparecían ante el Presidente y Jueces ofi ciales de la Casa y entregaban por escrito re lación de la calidad del'navio y de los requisitos que faltaban, para que, cumplidos, el Presidente y los Jueces oficiales diesen licencia para la carga. Realizado lo dispuesto por los visitado res, los Jueces oficiales pronunciaban auto dis poniendo que en tal navio se pudiese recibir carga. De'spués de obtenida, la licencia de la Casa, se procedía por él dueño o maestre de la nao a cargarla; también en esto se hallaba sometido al control de la administración. Esta se encon traba con dos intereses de que cuidar: el in terés fiscal y el cuidado que debía tener con la seguridad de las vidas y haciendas confiadas a la nao. E l primero estaba confiado a los oficia les de la Real Hacienda; la exacción de tribu tos y, sobre todo, del alm ojarifazgo dió lugar a muchos conflictos, especialmente respecto de las relaciones juradas de las mercancías y so-
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verificación; pero esto, en realidad, no corres ponde a la materia objeto de este estudio. La Casa de la Contratación tenía también una misión fiscalizadora sobre las cargazones; debía cuidar que no se llevara más carga de la que pudiese resistir el buque y que se cumplie sen las disposiciones legales que prohibían la introducción en las Indias de ciertas personas y artículos. Los dueños del navio o cualquier otra per sona que cargasen mercancías para las Indias o sus islas estaban obligados a manifestarlo ante el Presidente y Jueces oficiales de la Casa de la Contratación. En la misma Casa tenían que asentar todas las partidas de la carga en el registro que al efecto se abría a cada navio. No estaba permitido llevar cosa alguna sin regis trar, bajo la pena que lo no registrado se diese por perdido,; esto se aplicaba a la Real Cámara y al Fisco; de lo decomisado se concedía una cuarta parte al denunciador si no se considera ba excesiva. En los registros se consignaba, además de las 24
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mercancías, bastimentos y respetos que llevaba el buque, los viajeros que iban a las Indias, declarando: si tenían licencia, la artillería, ar mas y municiones, a más de enumerarse toda la dotación de la nao. E n el dorso o respaldo se anotaba la gente de mar muerta o ausente durante el viaje y los recibidos en lugar de ellos. Del registro original, después de corregido y sellado, con las solemnidades que aquí no son del caso numerar, se daba un traslado al dueño o maestre del navio, para que, con arreglo a él, los oficiales de los puertos adonde arribasen examinaran la carga. U na vez cerrado el re gistro, ante el Presidente y Jueces de la Casa, no se permitía introducir nada, ya fuese en el puerto de las Muelas, del río de Sevilla, en el mismo río, o en Sanlúcar. Todas las infraccio nes se castigaban con graves penas. Cargado y registrado el navio, antes de salir de Sevilla, el dueño o maestre debía compare cer y pedir, ante el Presidente y Jueces de la Casa, se fuese a verificar la segunda visita. Esta 25
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la hacían los visitadores en presencia del Con tador de la Casa o de otro Juez oficial en su caso, mediante orden de la Sala de Gobierno. El objeto de esta visita consistía en : averiguar si se habían hecho las obras de carpintería man dadas realizar en la primera visita, o se habían deshecho las verificadas para aumentar abu sivamente el tamaño de la nave, con perjuicio de su estabilidad; observar las armas, muni ciones, artillería, bastimentos y gente que habían de llevar, conforme a las Ordenanzas; ver dónde se había de llevar la carga, dónde estaban las cámaras, en qué sitios y lugares las bebidas, aguada, ropas de pasajeros y marineros y dón de se colocaba a los negros. Una vez hecha la segunda visita, bajaban los navios por el Guadalquivir, cuidando de no ir muy cargados por miedo a sus peligrosos bajos, y llegaban a Sanlúcar, o más bien a un lugar situado a más de una legua de la pobla ción (como actualmente hacen aún los buques) llamado Bonanza donde recibían el resto de la carga. 26
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En este lugar era donde se verificaba la ter cera y última visita, última al menos en E s paña, pues en el mar recibían otras de los ge nerales, y en América, de los oficiales reales. Esta visita se realizaba por los visitadores, que llevaban mandamiento del Presidente y Jueces oficiales, en el que se expresaba cada una de las naves que habían de visitar el general y un Juez oficial, según turno riguroso. En esta visita, como la última y principal, se extrema ron las precauciones. No se podía confiar en las encargadas al general en alta niar; allí era imposible encontrar las cosas precisas a la se guridad o defensa del buque, y con el castigo del maestre no se conseguía remediar la nece sidad. Su objeto era casi el mismo de las ante riores : cuidar que el buque fuese bien pertre chado de todo lo necesario para la navegación y defensa en caso de ataque, y especialmente evitar que fuesen sobrecargadas, por el gran peligro que suponía. Después de verificada la visita, el cial no volvía a entrar en las naves> 27
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quedaba de asiento en Sanlúcar, despachando marineros, pasajeros y realizando las demás cosas necesarias para el apresto de la armada. Pero a los visitadores, después de esta visita, les correspondía el ir todos los días a bordo para ver cómo se acababan de recibir las cargas. Para completar esta vigilancia confiada a los visitadores, los Jueces oficiales tenían facultad de poner, en Chipiona y Rota, personas que avisasen lo que se cargase o descargase contra lo ordenado, y para armar un barco que día y noche rondase y reconociese los navios. Permitida la contratación por Cádiz desde la Real cédula de 15 de marzo de 1509, hasta el 27 de agosto de 1535, por Real cédula expe dida en Madrid, no se dispuso hubiese una per sona residente en aquella ciudad que, junta mente con los tenientes nombrados por los Jueces oficiales de Sevilla, se ocupase del des pacho de los navios. No fué, naturalmente, esto muy del agrado de la Casa de la Contra tación, y procuraron en todo caso anularla. La ocasión se les presentó en el año 1550, a causa 28
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españ o las
del naufragio de un navio de la propiedad de Pedro del Castillo, vecino de Cádiz. Se perdió el buque en la Punta del Diamante, al ir a re gistrarse ante el corregidor y regidores de Cá diz, por haberle desamparado los marineros huyendo de las exhortaciones de los Jueces ofi ciales. Con esto se suspendió el trato de Indias por C ádiz; la Casa de la Contratación dejó de nombrar tenientes para su Juzgado. D e esta manera todo el comercio volvió a Sevilla y SanlúcarFue Pedro Menéndez Valdés, general de los galeones de la Carrera de Indias, tan desafecto a la Casa, quien logró que el comercio con las colonias americanas volviese a Cádiz. H izo di versos memoriales y exhortaciones personales al Rey con este objeto. Consiguió inform e fa vorable del Consejo de Indias, y por Real cédu la de 9 de diciembre de 1556 se dispuso que, a causa de.excusarse los Jueces oficiales de nombrar tenientes, en adelante ejerciese el ofi cio la persona nombrada por el Rey. Se e x ceptuaba el caso en que el despacho fuese de 29
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tal calidad que pareciese conveniente que uno de los Jueces bajase a visitarlo. Sin embargo de esto, los pasajeros habían de ser despacha dos por la Casa de la Contratación y a ésta se habían de remitir los registros. También, aunque por poco tiempo, obtuvo Cádiz tener visitador, pues en 1588 hicieron que Pedro Cabezos sirviese este oficio, con el pretexto que los visitadores de Sevilla iban tan de paso que no examinaban a la gente de mar y marchaban por ello los pasajeros sir viendo como marineros. A la muerte de Ca bezos, quiso el Juez de Cádiz se nombrase a otro; pero no lo pudo conseguir, seguramente por la oposición de la Casa de la Contratación. Si minucioso era el cuidado con que la ad ministración vigilaba el buen acondicionamien to de las naos mercantes, mayor tuvo que ser la solicitud con que se legisla.se lo referente a las naos de la armada. Y a no eran sólo la pro piedad de un particular— aunque a menudo las naos de armada no eran pertenecientes al E s tado, sino embargadas o arrendadas por un 30
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tanto, según su tonelaje, en el aspecto repre sentativo del interés significaban lo mismo-— ; constituian la fuerza armada de la nación, cus todiaban el honor del Soberano, defensa de su estandarte. Pero representaban también algo m ás: en ellas se cifraba el más alto interés económico; de su buena organización dependía la seguridad de toda la flota, y en las bodegas de las naos de armada, capitana y almiranta se traían generalmente las más preciosas mer cancías : las perlas, el oro y la plata, destinados al Real tesoro. M uy numerosas y enmarañadas a la par, a veces contradictorias, son las disposiciones le gales sobre esta m ateria; resulta imposible, dentro de los límites de este trabajo, agrupar las principales y señalar las líneas generales de organización. Bastará indicar que el Presiden te y Jueces oficiales de la Casa de la Contrata ción de Sevilla tenían la superior dirección sobre todo lo referente al aprovisionamiento y armamento de las naos de arm ada; intervenían 31
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especialmente los funcionarios denominados Tenedor, Factor y Contador. La función de las naos de armada era gue rrera : ofender a los navios enemigos y defender a las naos mercantes confiadas a su custodia. Era necesario cuidar, sobre todo, su eficacia bélica. E l general y el almirante debían visitar con especial cuidado su artillería, amuniciona miento y gente de mar y tierra que habían de llevar. También estaba prohibido, bajo severas penalidades, el que las naos de armada fuesen cargadas de mercancías. Para el cumplimiento de todas estas disposiciones existía un funcio nario especial, el Veedor. Hasta aquí he reseñado, muy a la ligera, ciertamente, las disposiciones legales; ahora conviene ver si en la realidad se cumplían to das sus minuciosas órdenes. La complicada tra ma urdida por la administración parecía hacer imposible todo desliz; la visita se presenta como una institución cuidada, perfilada con tanto cariño, que se pudiera creer perfecta. Grande fué el entusiasmo que puso la Casa de la Con32
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tratación en hacer cumplir las O rdenanzas; pero también el celo de los dueños y maestres en no ejecutarlas, aguijoneados por el interés, fué persistente. » Veamos las resquebrajaduras, los defectos de la institución, de los que se aprovecharon los maestres y cargadores. Este estudio es de un gran interés, pues sin saber que las disposicio nes legales no se cumplían y el porqué de ello, no se explican las causas del fracaso práctico de un sistema que, como él de las flotas, sea cuales sean los defectos que como institución económica se le pueden señalar, es de una for taleza externa muy grande y de una superio ridad aparente, contra todos los enemigos que se le pudiesen oponer. Y a en la segunda visita comenzaban las infracciones; con razón decía el general A lvaro Flores que en las visitas hechas en Sevilla ha bía mucho desorden. Los maestres se presta ban entre sí artillería, armas y municiones, las presentaban a los visitadores y, acabada la v i sita, las devolvían. Los dueños de naos que 33
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tenían varios navios utilizaban las mismas ar mas para todos sus buques. Se impusieron gra ves penas, aun la pérdida de sus navios, pero en vano. Los ministros, por otra parte, tam poco podían ser demasiado severos; recomen daban o hacían llevar a los maestres ciertas mercancías con preferencia de otras. E l apremio de tiempo, la necesidad de que las flotas saliesen a su debida época, hacía que a veces las naos no fuesen visitadas como debían serlo- Era el momento de verificarse la tercera visita; los visitadores se encontraban en Sanlúcar; entonces algunas naos pedían la segunda visita. Los Jueces oficiales la encar gaban a un vecino de Triana, el cual, como no había jurado las Ordenanzas, no se preocupa ba mucho de cumplirlas. Pero en la tercera visita, la más importante, por ser la última y definitiva, los desórdenes eran aún mayores. Las causas de ello eran,, según la opinión de Juan de Maldonado, Diego de Vargas y Alonso de Trujillo, expresada en sus respectivas relaciones y apuntamientos. 34
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ante todo, la falta de unificación de las fun ciones ; en vez de ser una sola persona la que tuviese toda la responsabilidad y gloria en el buen despacho de las flotas, la primera y se gunda visita eran verificadas por los visita dores, con el Contador de la Casa de la Con tratación, y únicamente en la tercera interve nía el Juez oficial; entonces, sin antecedente ninguno, tenía que reconocer los navios, ver la carga, etc. Además, la necesidad de que las flotas sa liesen en un tiempo señalado, aprovechando la mejor época, so pena de exponerse a un nau fragio, hacía que los visitadores, sobre todo cuando había que despachar flotas grandes, no pudieran terminar la visita, por no haber lle gado aún toda la gente Los escribanos solos, sin estar presentes los visitadores, asentaban a los pasajeros, marineros, grumetes y pajes; y los visitadores, en su consecuencia, no Arma ban nada de lo que hacían y despachaban. E l Juez oficial residía en Sanlúcar, distan te del lugar donde se despachaban los naos
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más de una legua, y para cada visita tenia que hacer un fatigoso viaje por tierra, pues no se podia ir por mar. Se encontraba el Juez ocupa-' dísimo; sobre él pesaba toda la responsabili dad del buen despacho de la flota; le era im posible abandonar completamente su trabajo para visitar los buques, teniendo que encargar de la visita a personas, a veces, sin la compe tencia suficiente. A Sanlúcar, por último, no iban como re presentantes del poder público más que el Juez y los dos visitadores; contra ellos habia más de dos mil interesados en no decir la verdad, en engañarles; unos, haciendo que el pasajero fuese bajo el título de marinero, o llevando de masiada carga de ropas; otros, haciendo pasar pasajeros sin licencia; aquéllos, teniendo agúada y bebida escasa; éstos, marchando con falta de respetos, artillería, armas, municiones, etc. Sucedia muchas veces que el Juez mandaba descargar mercancías, y, a la vez que se estaba alijando el buque por un lado, por el otro le estaban embarcando mucho más. Otras veces 36
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le presentaban las naos tan bien prevenidas y ordenadas, que admiraban al J u e z; pero en un lugar cercano tenían lanchas y barcas llenas de ropas y pasajeros, para cargar y sobrecar gar el navio una vez que se marchaba el Juez. E l único remedio que restaba, para impedir estos desafueros, era colocar guardas en las naos visitadas, que impidiesen sacar o introdu cir nada sin licencia del Juez; pero lo que su cedía era que “ ordinariamente se emplean en esto hombres vagabundos que lo consiguen por intercesiones, no sirviendo sino de mediaderos para los fraudes” . Esto sucedía en las visitas hechas en Se villa y en Sanlúcar; en Cádiz era aún mayor el desorden, si creemos al visitador Francisco Centeno, que en su inform e dice, entre otras cosas: “ y el Juez (el de Cádiz, Juan de Abalia) es muy mozo y haze las visitas con criados suyos y personas de poca abilidad por darles algún provecho y como es Gente pobre y neceszitada y ni an de tener ny tienen la visita ni rresidencia como gente extrabagante no hacen 37
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ni miran lo que combiene y los navios van tales...” “ porque allí no tienen quenta con car gar los navios proybidos por su magestad para Yndias como son los olandeses antes diciendoselo yo, me rrespondió quel no tenia abiso de su magestad, para que no les diesen visita, por que aunque se apregone en Sevilla, si a él no se le abi'ssa por su magestad, que no lo proybe el hacerlo y ansí mesmo de nabios viejos, febles y pequeños los alzan fuera de su rrazon y ci mientos, lo qual está proybido por su magestad por que todos estos peligran las mas de las veces porque como el primer fundamento fué para hacer pequeños y ban abriendo de arriba, fabricando y alzándolos más, queda en lo mas alto lo mas ancho y ansí cábeles mas carga arriba que abajo y con poca fuerza de biento luego con el peso de arriba se tumban y en esto a contexido con la codicia de los maestres co sas muy desastrozas. ”
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CAPITULO II Fio
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A S palabras armada y flota, que hoy, en el lenguaje ordinario, se confunden y utilizan como sinónimas, tuvieron en tiempos anteriores clara distinción. En tiempos del R ey Sabio se entendía por flota la unión de muchas n aos; por armada, la de unas p o c a s “ también muchas ayuntadas en uno que llaman flota, quando son pocas que dizen arm ada” , consignan las Partidas. Después, el uso durante los si glos X V I y X V I I , según los comentaristas H evia y Bolaños y Domínguez, llamó flota a la reunión de navios de mercancías, y armada, a la de naves de guerra, sin tener en cuenta su número. En el trato de las Indias se llamaban 41
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flotas a las de naos mercantes, y naos de ar mada, a la capitana y almiranta, naves espe cialmente armadas y que no llevaban mercan cías; pero lo mismo la que iba a Nueva Espa ña que la de Tierra Firme se denomina ban flotas. El nombre de armada se reservaba para la de la Guarda de las costas de Améri ca, que cuando estaba compuesta de galeones se la llamó la Armada de los Galeones. H ay que tener en cuenta que no siempre, ni aun des pués de la adopción y generalización de este tipo de naves, construidas por primera vez por Pedro Menéndez de Avilés, füeron las únicas que se utilizaron, pues se sabe formaron parte de la armada de la Guarda no sólo naos, sino galeras, saetías, galeotas, etc. Sin embargo, como la armada de la Guarda acompasaba, por temor de los corsarios, a la flotas, en especial a la de Tierra Firme, se llegó a llamar a ésta “ los galeones” , en oposi ción de la de Nueva España, que continuó lla mándose “ la flota” y la que con el tiempo fué “ la flota” por antonomasia. 42
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Antes de examinar la organización que se le dió a las armadas y flotas que se enviaban a las Indias, me parece conveniente señalar, aunque de manera rápida, esquemática, la organización general de las armadas en nuestra patria. En el siglo X V I no poseía la corona espa ñola una armada, o sea un conjunto de naves, organizado para defender las costas, para ata car en caso preciso a los enemigos, que fuesen representantes del poder de la nación, equiva lente sobre el mar a los ejércitos permanentes. No existían tampoco barcos de guerra, en el sentido ac:ual de la palabra, esencialmente dis tintos de los mercantes; todos los navios eran más o menos adecuados para la guerra y el comercio; la inseguridad de los mares, pobla dos de corsarios, hacía preciso que todas las naves fuesen armadas; todas eran aptas para combatir, todas llevaban armas y artillería; las naves de guerra sólo se diferenciaban en llevar soldados, más numerosa y mejor dis puesta artillería y en no cargar mercancías; pero ni esto siquiera era esencial, pues en las 43
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naves de armada no sólo se llevaban mercan cías de contrabando, sino que, aün por orden de la administración, se traían de las Indias en ellas el oro, la plata y piedras preciosas. La política de los Monarcas españoles, des de los Reyes Católicos, de fomentar la construc ción de navios de un cierto tonelaje, mediante primas, no fué sólo con objeto de dar incre mento a la industria, de proteger al comercio, sino especialmente para mantener la marina de guerra, pues sobre esos navios tenía el Rey preferencia en caso de necesidad. Los reyes españoles no tenían una marina propia, como procuró tenerla Isabel de Inglaterra, sino que, cuando emprendían una guerra naval, embar gaban O arrendaban tantos navios mercantes como necesitaban. Si habían menester de un servicio permanente, se celebraba un contrato con los particulares, para que armasen y man tuviesen los barcos, por una cantidad ñja, o bien— y esto era lo más corriente— se pagaba un tanto por tonelada por el arrendamiento de la n a ve; ésta navegaba generalmente al mando 44
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de SU dueño o maestre, pero armada y pertre chada por la Real hacienda. E l descubrimiento de Am érica fué un hecho que produjo en Europa gran emoción; se ha bía llegado a los legendarios países que des cubriera M arco Polo. Después, se supo la equivocación sufrida, se descubrió el Océano Pacífico, dieron Magallanes y Elcano la vuel ta al mundo y se conocieron las cantidades fabulosas de oro y plata producidas por las minas de M éjico y Perú. Esto, como no podía menos de ser, excitó la codicia de los neces’ícdos Reyes europeos. Los españoles qui sieron guardar para ellos el tesoro descubierto; pero se divulgó la ruta, y extranjeros atacaron las naos cargadas de mercancías preciosas o disputaron el comercio, que monopolizaban los mercaderes sevillanos. Se impusieron las me didas defensivas: guardar los navios españoles de extranjeras codicias. Este fué el origen de las flotas para las Indias. L a organización en flotas no fué regulada en una sola disposición, sino que durante toda 45
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la mitad primera del siglo X V I se va elaboran do la forma, que no llegará a cristalizarse has ta el último tercio del siglo. Aparecen los cor sarios, casi inmediatamente después del descu brimiento, originando las medidas de defensa y protección. Y a en 1492 encontró Cristóbal Co lón corsarios franceses cerca de Canarias, y volvió en su tercer viaje por la isla de Madera, para evitar el encuentro con una flota francesa, que le aguardaba en el Cabo San Vicente. En 1501 se ordena la construcción de carracas, para perseguir los corsarios, con premios a las que fuesen mayores de 150 toneladas. En 1521, 1523 y 1525, según testimonio de Herrera, fueron armadas de defensa para oroteger a los navios. Los navios franceses con tinuaban armados en corso por las aguas de América, constituyendo un grave peligro para los buques españoles. Pero lo que más conmovió a la administración española fué la noticia de la captura de un navio español— esto era por el año 1526— ^y el haberse llevado al piloto y la aguja náutica, con objeto de copocer la na 46
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vegación y poder esperar a las naves de Indias. Se ordenó entonces a los Oidores de la Audien cia de la Española y a todos los ministros de las Indias que proveyesen y ordenasen a los navios que volvieran hacia España, para que retornasen bien provistos de las armas y muni ciones necesarias a su defensa, que se juntasen en la Española, y de allí saliesen todos juntas, en consf rva de la flota, cuidando, al^ darse a la vela, de no adelantarse unos a otros. Esta mis-* ma orden se dió a las naves que fuesen de E s paña a América. En 1528, persistiendo el peligro francés, se prepararon tres carabelas, al mando de Domin go Alonso de Amilivia, convoyando hasta Ca narias once navios- A instancias de los merca deres, se propuso establecer una armada de policía de la carrera, costeada por contribución del comercio de Indias, Azores, Canarias, M a dera y costa de Berbería; se confió el proyecto a Juan López de Recalde. En mayo de este mis mo año de 1528 se celebró un contrato por los mercaderes para form ar una flota de defensa; 47
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iguales contratos se hacen en 1533, 1535 y 1536. En 1537 aparece la primera gran armada es pañola: la de Blasco Núñez de Vela. En agosto de 1543, con ocasión de la guerra con Francia, ordena Gregorio López, del Con sejo de Indias, que en adelante sólo se permita ir a las Indias a navios de cien toneladas y en flotas de diez navios. Habria dos salidas, al año, por marzo y septiembre, protegidos por un navio de armada, mantenido de averia,"que los acompañaba hasta la Habana, a donde de bían volver todas las naves para, juntas, re tornar a España. Las de Santo Domingo estab:m exceptuadas; formaban un grupo especial, y entre ellas elegirían capitana. La armada de 1552 fué la últim i de esta cla se, porque al comienzo del año se decidió mo mentáneamente suprimir los convoyes y obligar a los mercaderes a armarse lo necesario. Dos armadas se debían mantener por la corona: una en Sevilla, para guardar la costa de Andalucía y los mares entre San Vicente y las Azores; 48
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.otra en Santo Domingo, para proteger los puer- ;■ tos de América. Todas estas disposiciones; dadas por circüns-;-, • tancias eventuales y con carácter más o menos potestativo, no tuvieron duraderos efectos; los navios, derrotados o fuera de flota, no dejaban de ir libremente a América. No quiere esto de cir que no hubiese flotas; éstas y las armadas siguieron formándose, pero iban a América, no reuniendo a todas las naos mercantes que co merciaban con las Indias, como después se or denó, sino compuestas de alguna, propiedad del R e y ,o embargadas a particulares, con objeto de traer a España el oro y la plata de la Real hacienda, procurando, eso sí, recoger a su vuel ta el mayor número de naos mercantes para que fuesen en seguridad. Por p.eal cédula de 20 de julio de 1554, y por otra del 2 de agosto del mismo año, se ordenó que todas las veces que hubiera ocho o diez navios, cargados y artillados, conforme a lo ordenado, se les diese licencia para ir a las In-
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do año rebaja a seis el número de naos que ha bían de ir juntas. Hasta 1561 no se estableció el conocido sis tema del envío periódico de dos flotas a Nueva España y Tierra Firme. La transición a esta forma, del sistema ya expuesto de libertad, la señala una carta del Prior y Cónsules de Sevilla del 10 de julio de 1554. El año anterior al de la carta, o sea el 1553, se dió una Real cédula para que, durante la guerra con Francia, se hi ciesen dos fíc.las, una que saliese por enero y otra por septiembre; cada una de ellas debería llevar cuatro naos de armada, cuyos gastos se rían costeados por avería. En la carta, los Cón■ sules hacen observar la utilidad que resultaría de formar do.s ñótas para las Indias; las colo nias estarían bien provistas, no pasarían esca sez, ni miserias sus negociantes, como a veces había sucedido; las mercancías españolas ten drían mejor mercado, y las naves unidas harían el viaje más seguras. La Universidad decía que le parecía mal el establecimiento de ocho naos de armada para dos flotas, pues ello 50
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produciría un gasto de 160.000 ducados, dinero que no sabían de dónde se podría sacar. Ade más hacían observar que las naos de Santo D o mingo, para armar dos de ellas, necesitaban 40-000 ducados, cantidad poco menor al total de las mercancías que fletaban para España; las naos de Santo Domingo no podrían, por tanto, soportar el gasto, y las de Tierra Firme y Nueva España no querían sufragarlo. P ro ponen, en vista de ello, que con cada flota fue sen dos naos de armada y un patache. La oposición de los maestres y dueños de naos, de mercaderes y cargadores, contra la creación de flotas permanentes, defendidas por naos de armada, que obligarían a gastos, por el reparto de la avería, fue lo que retardó has ta 1561 la organización definitiva. E l 16 de julio de 1561 dió, en Madrid, Feli pe II una Real cédula ordenando no saliese de Cádiz ni Sanlúcar, únicos puertos por donde se permitía la contratación, nao de ninguna clase, sino en flota, incurriendo los contraventores en la pena de la pérdida de la nao y de todo lo 51
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que en ella llevasen. Cada año debían salir dos flotas, una por enero y otra por agosto, con capitán general y almirante; en la Dominica se debían apartar las naos que fuesen a Nueva España y Tierra F irm e; el general iba con las unas, y el almirante, con las otras. Como se ve, en esta cédula no se ordena to davía que fuesen con las naos mercantes otras naos de armada; el 19 de enero de 1565 se dió otra, disponiendo fuese una nao de guerra de 300 toneladas, con ocho piezas de bronce y cua tro de hierro, que sirviese de convoy; se obser va, además, por ella, que hasta entonces iban las naos mercantes con cien toneladas menos de carga y con treinta soldados cada una, pero sin nao de guerra. Debió durar poco lo dispuesto en la cédula de 1565, pues en 1567 fueron ya capitana y almiranta en la flota de Diego Flores de Valdés. Esta forma fué la definitiva; se usó antes, pero ahora es cuando toma carácter de cosa usual y reglamentaria; los documentos se refieren ya, de una manera constante, al hablar de naos de 32
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armada que iban en custodia de las flotas, a la capitana y a la almiranta. Dice Veitia que, de una cédula dada en Ma drid el i8 de octubre de 1569, refrendada por Antonio de Eraso, se deduce que, antes de esta fecha, salían, algunas veces, juntas las flotas de Tierra Firme y Nueva España, hasta la Domi nica, en que se dividían: la de Tierra Firme, a cargo del general, y la de Nueva España, al del almirante. L a fecha, en este caso, era por enero y abril. En la dicha cédula se mandaba que en adelante saliesen las flotas divididas; la de Nue va España, por abril; la de Tierra Firme, por agosto. Otra cédula, de 18 de octubre de 1574, la ratificó, disponiendo que cada año, excepto en el caso de orden en contra, saliesen dos flo tas, una para Nueva España y otra para Tierra Firme. Esta división en dos flotas distintas, de las naos que iban a Tierra Firme y las que iban para la Nueva España, fué debida a razones de orden técnico: la necesidad de llegar en distin tas épocas, por la diferencia del régimen de 53
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vientos en sus costas- Tales razones prácticas hicieron que, ya antes de la ordenación legal, las flotas fuesen divididas, como se observa con sólo hojear algunos documentos de la época. Por tanto, la forma definitiva que alcanzó la organización de la contratación con las Indias fué: el establecimiento de cuatro flotas, dos a Nueva España y otras dos a Tierra Firme y Santo Domingo, con sus respectivas naos de armada, capitana y almiranta, siendo general, aunque no siempre pasaba así— las flotas, por temporales o tardío despacho de las cargazones, no podían salir a su tiempo de España o in vernaban en América— , que mientras dos flotas de Nueva España y Tierra Firme estaban en las Indias, otras dos volvían para España, o habían llegado ya a Sevilla. En algunos casos, en que no podía haber flo ta, y necesidades apremiantes sobrevenían a la Hacienda, se tomaba de algún banquero la can tidad que no pudo venir y se le autorizaba para traerla mediante ciertas ventajas e interés; o bien, se enviaban algunos navios, con un cabo 54
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por cabeza de ellos, pero por cuenta de la ad ministración, llevando algunas cosas indispen sables, como las bulas de la Santa Cruzada y azogue. El cumplimiento de las disposiciones esta bleciendo el régimen obligatorio hizo necesaria la institución de un severo, sistema de sancio nes, tanto para los extranjeros como para los nacionales. E l carácter de exclusivismo dado al comercio español hacía castigar todo navio de nación extranjera que arribase a las costas americanas sin real licencia, a ser embargado y a la pérdida de todas sus mercancías, aunque fuesen propiedad de mercaderes españoles. La necesidad de obligar a los dueños de naos es pañolas a que fuesen en flotas hizo penar a los que fuesen o viniesen de Indias sin especial licencia del Rey, en navios sueltos, fuera de flota, con la pérdida de las armas, municiones, pertrechos y mercaderías que llevasen, conde nando, además, al maestre y al piloto, a diez años al remo y a la privación perpetua de sus oficios. 55
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La organización de las flotas estaba fiscali zada, en todos los necesarios preparativos, por la Sala de Gobierno de la Casa de la Contra tación de Sevilla, con intervención también del Prior, Cónsules y Conciliarios de la Universi dad de mercaderes, los cuales proponían el nú mero de toneladas que había de llevar la flota,' aunque sometidos al informe de la Casa de la Contratación. En todo caso de duda se envia ba siempre a consulta del Consejo de Indias, excepto cuando la resolución fuese urgente; en tonces una Junta compuesta del Presidente y Jueces oficiales de la Casa de la Contratación, del Capitán general. Almirante, Veedor, Pro veedor y Contador de la armada, o al menos de cuatro de ellos por ausencia o imposibilidad de los demás, decidía. Las flotas para Nueva España y Tierra Fir me, como se ha señalado ya, llevaban para su custodia dos naos de armada: la capitana, en la que iba el Capitán general, jefe de toda la ex pedición, y la almiranta, mandada por el almi rante. Los Reyes españoles, como no poseían 56
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gran número de navios, tenían que tomarlos de los particulares, ya mediante compra, ya a cambio o flete; si los dueños accedían a los re querimientos de la Casa de la Contratación, por un contrato privado, si no, eran expropia dos por fuerza, embargados. L a seguridad de las flotas estaba encomen dada a la capitana y a la almiranta, obligadas a defenderlas de los corsarios; debían estas naos, por tanto, estar revestidas de las mayores con diciones de seguridad y fortaleza. E l Rey, como hemos dicho, no tenía naos suficientes; era ne cesario elegir, entre los buques anclados en el puerto de Sevilla, aquellos que reuniesen las características apetecidas. Las naos de armada, que no podían ser menores de 300 toneladas, ni propiedad del general ni almirante, eran esco gidas y nombradas por el Juez oficial de la Casa de la Contratación a quien correspondía según el turno, acompañado del Capitán general de la flota, cuidando fuesen las mejores y más fuertes. Esta elección de la nao capitana se hacía con 57
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gran solemnidad y -aparato. A sí en una des cripción se cuenta: “ desplegaron un estan darte real, tocando pífanos y atambores y trompetas y poniendo la bandera en el mastel mayor de la dicha nao y arbolado y tendido un estandarte real de damasco carmesí con las ar mas reales” . Después de nombradas se enviaba relación, de ellas y de sus características esen ciales, al Consejo de Indias. Se ha señalado ya el especial cuidado que habian de tener los visitadores en el reconocimien to de sus condiciones técnicas, en su buen apro visionamiento y armamento, y, sobre todo, en que no llevasen cantidad alguna de mercancías, para que fuesen lioyantes y ligeras. Siendo las naos de armada para un fin gue rrero, no debían tener más obligaciones que las que de tal carácter se desprendiesen. En 1578, el general de la armada para Santo Domingo pidió no llevar en ellas pasajeros a las Indias, alegando que embarazaba más un pasajero que cincuenta de armada- Reales cédulas dadas por Felipe II, el 19 de enero de 1586 en Valencia 58
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y en 12 de junio de 1598 en Madrid, atendieron su petición, ordenando que no era obligatorio el llevar pasajeros en los galeones de armada, aunque llevasen licencia. Otras disposiciones determinaron la tripulación, artillería, armas y municiones que había de llevar cada nao. Un informe de los generales D. Cristóbal de Eraso, D. Diego Maldonado, D. Antonio Manrique, y Francisco Luxan, al Consejo de Indias de terminó las Reales cédulas de" los años 1581 y 1582, disponiendo algunas reformas técnicas, medidas que, con las anteriores citadas, regu laron la forma en que debían ir equipados esos navios. Hemos visto que, aunque las naves para Tie rra Fii-me y Nueva España podían salir en una sola flota, no fué usual se hiciera así, y que al fin se dispuso partiesen en dos flotas distintas y en diversa fecha. Las naos que iban para la Nueva España comenzaban su navegación des de principios de abril hasta fines de mayo, y no después, para no llegar a las islas del mar del Norte transcurrido el mes de agosto, época 59
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en que reinan los nortes y comienzan los hura canes. Los navios que dirigían su rumbo a Tie rra Firme emprendían su navegación antes de entrar el invierno, en agosto y septiembre, para poder llegar a Portobelo, de noviembre en ade lante, pues cuando comenzaban los nortes la tierra era enfermiza. La salida de las flotas en fecha fija no era cosa fácil; la carga de tantos navios, las tres visitas que habían de hacerse, los conflictos de la administración con los particulares, y, sobre todo, el interés de los mercaderes en llevar la mayor cantidad posible de mercancías, hacíanla retrasar. Este retraso llevaba consigo grandes peligros, pues exponía a los navios a los hura canes, causa de más de un naufragio., A la Casa de Contratación correspondía, dado su carácter de superior autoridad administrativa, el cuidado de la puntual salida de las flotas. Ya, desde el momento en que una flota vol vía, empezábase a preparar la siguiente; una Real cédula dada en Lisboa a 20 de enero de 1582 disponía que a primeros de año se nom60
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bi'asen la capitana y almiranta de Nueva E s paña, el 8 de enero se visitasen las naos mer cantes, y todas se debían encontrar en Sanlúcar, a fines de marz'o, cargadas; al mismo tiempo debían ir el Juez oficial a quien tocase el des pacho, el general, almirante y demás oficiales para que la flota marchase con las primeras aguas de mayo. A la flota de Tierra Firme se le debia señalar capitana y almiranta a prime ros de mayo; las mercantes, estar visitadas el día 8; el Juez y todos los oficiales, estar en Sanlúcar a primeros de junio, y los bastimen tos, armas y municiones, hallarse embarcados antes del 15 de julio. En caso de apremiar el tiempo, podía el Presidente de la Casa ir en persona a Sanlúcar o Cádiz para activar el despacho de la flota. La navegación más importante y antigua en tre España y América es la que llamaban “ la Carrera de Indias” ; se dividía en d o s: una ruta que iba a Nueva España y otra que se dirigía a Tierra Firme. L a derrota de las flotas que seguían ambas era idéntica desde Sanlúcar 61
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hasta las islas del mar del Norte. La salida, en las fechas señaladas para cada flota, se realizaba en Sanlúcar. La barra de este puerto era difí cil de pasar, argumento que utilizaban los gadi tanos frente al monopolio de Sevilla; las naos tenían que servirse de un práctico, aprovechar que hubiese viento a propósito y creciente de aguas vivas; si la partida era de noche, tenían que poner faroles para ver las marcas de la barra- De Sanlúcar iban en demanda de las Islas Canarias, navegación en la que tardaban ocho o diez días. En Canarias se debían unir los navios de las Islas que marchasen a las In dias, aunque la flota no debía aguardarlos, ni tomar puerto. De Canarias se iba a la Deseada y a la Dominica por el golfo Grande, llamado también del Océano, distancia en la que se tar daba veinticinco días. La aguada y la toma de leña se prohibía la hiciesen en la Deseada o en la Dominica, pues, a causa de detenerse mucho en estas islas, los huracanes de Cuba y Nueva España los alcanzaban; las aguadas se hacían en la Guadalupe. 62
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Hasta esta isla la ruta de las naves para Nue va España y Tierra Firme era idéntica; desde aquí se apartaban. L a flota de Nueva España se dirigía al cabo de San Antón, al occidente de Cuba, en veinte días; iban de ordinario a vis ta de San Juan de Puerto Rico y de la Españo la, a dos leguas de Santo Domingo, corriendo la costa por la punta de Nicao y por entre las islas de Cuba y Jamaica; por aquí navegaban con mucho cuidado, por temor a los bajos lla mados los Jardines, situados frente a la mitad de la isla de Cuba. Pasaba la flota a vista de la isla de Pinos y del cabo Corrientes, doce leguas antes del Cabo de San Antón. Desde éste se podían seguir dos caminos para ir a Veracruz (por ambos se tardaba unos diez o doce días); uno, llamado “ por de dentro” , de una extensión de 250 leguas, se utilizaba por verano desde mayo a septiembre, cuando no"había nortes; el otro, denominado “ por de fuera” , para invier no, de 280 leguas y más metido en altura. La mejor navegación era arrimarse a la costa de la Florida, hacia Llanos de Almería. 63
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En las flotas para Nueva España iban tam bién navios para puertos distintos de San Juan de Ulúa. E l origen de ello fué el querer evitar Felipe II saliesen buques sueltos, sin la defen sa de naos de armada, incapaces de resistir a los corsarios, y que, navegando sin cabeza, rea lizasen arribadas maliciosas, descargando . en puertos para los que no habían fletado. Con la flota de Nueva España debían ir las naos que se dirigían a la Española, San Juan de Puerto Rico, Cuba, Jamaica, Honduras y Yucatán. Los buques destinados a San Juan de Puerto Rico iban en compañía de la flota hasta la Dominica, y de allí se dirigían a San Juan por el pasaje; las de Santo Domingo, hasta su mismo puerto, o al de Ocoa, o sobre la Saona, para que desde ellos fuesen costeando; las naves para Yucatán y Honduras se apartaban sobre la isla de Pinos o en el Cabo de San Antón; las de Santiago de Cuba y Jamaica, al llegar a estos parajes o en el cabo Tiburón; los navios de la Habana, por último, llegaban con la flota hasta el cabo de Sap Antón, no apartándose antes de la Domi64
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nica, O en Cabo Rojo, desde donde podían ir por la canal vieja, por haber peligro de bajos y corsarios. En todos estos casos las naos no podían apar tarse de la flota sin licencia del general, el cual la otorgaba con parecer del almirante y pilotos mayores de la capitana y almiranta; si alguna de las naos se derrotaba maliciosamente era dada por perdida, y sus dueños condenados a diez años de galeras. Las flotas de Tierra Firme se apartaban de la derrota de las de Nueva España en la Do minica o en la Guadalupe, viaje de una dura ción de quince días. Iban desde éstas en busca de Cartagena de Indias, a lo largo de las costas de Tierra F irm e; en estas costas las bri sas eran casi perpetuas, aunque contrarias a la vuelta; los vendavales, continuos en verano, y los nortes, en invierno. Recorría, de camino, l a ' flota el Cabo de la Vela, entre Santa Marta y Venezuela, y el Cabo Aguja, cerca de Cartage na; en este lugar se descargaban las mercade rías para el Perú, desde Cartagena 65
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seis días de navegación, reconociendo la Punta de Cativa. Con la flota de Tierra Firme iban, naos fle tadas para Santa Marta, Río de la Hacha, V e nezuela, Isla Margarita y las destinadas a Gui nea, Cabo Verde y Santo Tomé. Las dirigidas a la Margarita, Río de la Hacha y Venezuela llegaban con la flota hasta la Dominica, a causa de estar más a barlovento; las de Santa Marta, hasta su mismo puerto, y las de Guinea, Santo Tomé y Cabo Verde, que viajaban en busca de esclavos, sólo iban en conserva de la flota hasta las Canarias. Todos los navios que saliesen con las flotas debían seguirla, sin desviarse de ella más que en los lugares permitidos y con licencia del general; pero, además, durante la navegación tenían que llevar un orden para que las naos no se derrotasen ni cayeran en manos de los enemigos. En fln, el objeto de las flotas era el ofrecer las máximas garantías de seguridad; los buques fletados por los mercaderes marchaban unidos 66
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en conserva, bajo la custodia de dos grandes naos, las mayores y mejor armadas, capitana y almiranta, que debían defenderlas de todo ata que enemigo. Marchaba la flota en una actitud defensiva; en estado de guerra constante, siem pre temía la aparición en el horizonte de bu ques corsarios. Debido al aspecto guerrero, bé lico de estas flotas mercantiles, fué necesario someterlas a una rígida disciplina y ordena ción; evitar que se quedasen naos retrasadas, zorreras, separadas del cuerpo de la flota, fácil presa de los enemigos o que algún pirata se introdujese entre las naves, para aprovecharse de posibles descuidos. En el momento de la partida, el Juez oficial encargado del despacho de la flota hacía prego nar el orden y dependencia que los maestres y capitanes habían de observar con la capitana. El Capitán general, a su vez, antes de darse a la vela, debía dar, a cada uno de los capitanes y maestres de su flota, una instrucción, hecha de acuerdo con el almirante y el piloto mayor, en la cual ordenaba lo que en caso de combate 67
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O tormenta había de hacer cada buque. Y a en el mar la flota, el principal cuidado que había de tener el general era el conservarla unida, formando un solo cuerpo, de manera que nin gún barco se apartase de la custodia de las naos de armada y pudiese ser presa de los corsarios. Según Ulrich Schmidel, era costutnbre en alta mar que los navios no se separasen unos de otros más de una milla (legua). Los genera les y almirantes, a este fin, no debían consentir, bajo ningún pretexto ni causa, que se adelanta se o apartase algún navio de la compañía; ni siquiera en el caso de ser atacado por enemigos, pues las naos debían permanecer junto a su capitana hasta el último momento. Las flotas, en alta mar, debían llevar este orden; delante de todas, en la vanguardia, iba la capitana, con cuidado de que ningún navio se le adelantase y atemperando su marcha a las naos más lentas. Detrás de ella iban todas las naos mercantes, en orden de batalla, or denadas por el general en la mejor disposición posible. A la retaguardia, la almiranta reco 68
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giendo a todas las naos, cuidando que ninguna se quedase atrás. Desde que anochecía, la capitana colgaba dos faroles o linternas de hierro, para que, durante la noche, sirviesen de guía a todos los demás navios, los cuales debían seguir esta dirección y no apartarse de ella por ninguna razón. Para evitar confusiones posibles se prohibió que des de que obscurecía nadie encendiese candela de ninguna clase, bajo pena, a los marineros y sol dados, de dos tratos de cuerda, y a los pasaje ros, de treinta ducados. Las naves debían mantener con su capitana constante comunicación y contacto. E l almiran te debía hablar dos veces al día con el general, para comunicarle las noticias que tuviese, es pecialmente las relacionadas con la velocidad con que debía marchar la flota, y evitar así que ninguna nave se quedase atrasada; y todos los capitanes, pilotos y maestres debían ir también con sus naos a saludar a la capitana, cosa que hacían disparando dos o tres tiros. U na de estas veces, debía de ser al anochecer. Se determina 69
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ba entonces, con arreglo a lo que se había ca minado, el rumbo y dirección que se debía seguir el día siguiente. El- general les daba el nombre, o, como ahora se dice, el santo y seña, manera única de saber, durante la noche, si se había introducido algún navio enemigo; para los casos en que, por tempestad u otra causa, no se pudiesen reunir los buques, se marcaba la derrota de varios días y se daba nombre su pletorio, utilizando ya el del día anterior u otros fijados para estos casos en la instrucción que se entregaba a cada maestre a la partida de la flota. El general, encargado de la custodia de las naos confiadas a su cargo, debía tener espe cial cuidado en contar todos los días las naves de la flota, para evitar quedase alguna retrasa da por falta de velas; si notaba falta de alguna, debía aguardarla el tiempo necesario; cuando pareciera, después de hechas las diligencias ne cesarias, al general almirante y pilotos, debían proseguir el viaje, y consignarse el acuerdo 70
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con toda solemnidad, por auto delante del escri bano mayor de la flota y armada. Si alguna nao, durante el viaje, padecía cual quier desperfecto o necesidad, ya fuese vía de agua, rotura de timón, árbol o de otro aparejo cualquiera o de falta de bastimentos, la capi tana o almiranta debían socorrerla convenien temente- Pero la principal obligación del gene ral era el socorro y defensa de los navios que iban en su conserva, contra los corsarios; de bían, según la instrucción real, cuidar, más que de pelear con los enemigos, de impedir que és tos se apoderasen de algún navio separándolo de la flota. En este orden y concierto arribaban las flotas a América. La flota de Nueva España llegaba a San Juan de U lúa; amarradas las naos en el ' puerto, escribía el general, dando noticias de su llegada, al V irrey y a la Audiencia de Méjico, comunicándoles, además de las cosas que creía convenientes, la fecha en que pensaba mandar el aviso para España. La flota de Tierra Firme arribaba a Carta 71
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gena; el general avisaba a la Audiencia de Santa Fe para que aprestase un navio de aviso y tuviesen preparado el oro y la plata a su vuel ta ; se descargaba lo consignado para Cartagena, y, sin perder momento, el general, con todas sus naves juntas y en buen orden, marchaba a Portobelo, en donde, amarradas las naves, de bía avisar al Presidente y Audiencia de Panamá y escribir al V irrey del Perú y a la Audiencia de Quito. Después de llegar el general a cualquiera de los puertos de descarga— San Juan de Ulúa, Cartagena, Portobelo— , debía amarrar sus naos, colocarlas de la manera más conveniente para evitar peligro de tormenta o enemigo y apresurar su descarga; pero, antes de tocarse a ninguno de los géneros, era preciso proceder a su visita. E l general, inmediatamente de la llegada de su flota, debía avisar a los oficiales de la Real Hacienda para que verificasen la visita de las naves, de acuerdo con el registro que se les entregó en Sevilla; visita minuciosa y detenida. 72
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regulada con todo aecalle por las Ordenanzas. No parece se dejaran de cometer irregulari dades en estas visitas. Cristóbal de Ovalle, Pre sidente de la Audiencia de Santo Domingo, dice, en una propuesta de reformas, que en el puerto de Santo Domingo los Oficiales se re partían las naos que llegaban, y luego, por no existir disposición en contra, se llevaban a sus casas muchos de los géneros que en dichas naos iban; en el de Ocoa, en vez de cumplir lo orde nado en su instrucción, que era visitar minucio samente las mercancías y confrontarlas cuida dosamente con sus registros, lo único que ha cían era entrar en la cubierta del navio, tomar juramento a los que en él iban, marineros y pasajeros, y luego volverse a la ciudad; pero ahora no regresaban solos, sino acompañados de negros y mercaderías, comprados en las na ves, sin duda a no muy excesivos precios; ade más, los guardas del puerto, como nombi'ados por los oficiales reales, no decían más que lo éstos les permitían decir. Durante la estancia de las flotas en América, 73
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no dejaban de tener los generales cuidados y preocupaciones; una de sus principales inquie tudes era la huida de marineros, sargentos y aun oficiales, a veces de dos en dos y de cuatro en cuatro, como cuenta Alvaro Flores; en oca siones excepcionales, sin duda, hubo necesidad, por la gravedad del caso, de imponer pena de muerte a los desertores, que encubiertamente eran favorecidos por las justicias de los puer tos. También tenían que proveer a las naves de los pertrechos necesarios, para lo cual fijaba la Administración una serie de complicadas re glas que tendían a evitar excesos. Mientras permanecían las flotas en el puerto todo eran discordias, lucha,s y discusiones; los marineros estaban lejos de guardar la “ mucha cristiandad, para que por ella se sirva Dios Nuestro Señor librarlos de los peligros del mar” , como recomendaba Felipe I I ; los gene rales y las justicias de los puertos, por el deseo de ampliar su jurisdicción, no castigaban a la gente de su cargo como era debido; de lo que resultaban constantes discordias entre las auto 74
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ridades, no evitadas a pesar de las diversas dis posiciones que se dieron para ello. Estas causas de diferencias, y lo enconadas que siempre resultan las cuestiones de com petencia-cada autoridad procurando ensanchar los límites de su jurisdicción— , dieron lugar a más de un grave conflicto; por lo curioso y con el fin de mostrar un interesante aspecto de la época, voy a señalar algu;ios. Pe^ro Menéndez Márquez, general de la flota que fué a Nueva España el año de 1595, excediéndose de sus atribuciones, eligió el lu gar de la descarga, aunque señaló la banda del Buitrón, como estaba ordenado en las instruc ciones reales; pero, después de comenzada, a instancias de algunos comerciantes, la mudó a Veracruz, contra las Ordenanzas. E l V irrey y la Audiencia le mandaron hiciese lo ordenado y se descargase en la banda del Buitrón; encar garon la ejecución de su mandato a Gaspar de Vargas, juez contador de la Real Hacienda de Veracruz, el cual, mientras estaba entendiendo de volver a trasladar a su primer sitio el lugar 75
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de la descarga, llegó Pedro Menéndez Márquez y su almirante Juan de Salas, con mucha gente y alborotó, injurió y maltrató al contador y, cogiéndole por los hombros, le dijo: “ Haréis vos información contra m í; juro a Dios que os haga asentar de nalgas en esa silla, os eche un par de grillos y os lleve a mi nao capitana” ; y a la par que hablaba le daba vaivenes y empe llones, y añadía que él haría saber al Rey lo que había y pasaba allí sobre la descarga y del dinero que se malgastaba de su Real Hacienda. Juan de Salas, el almirante de esta flota, contraviniendo la Real cédula de 9 de marzo de 1574, que mandaba fuesen visitadas la capi tana y almiranta igualmente que las demás mercantes, como se encontrara a Pedro Calde rón, tesorero de Veracruz, visitando a su nao almiranta durante su ausencia, maltrató a un alférez por haberlo permitido, y después de de rribar la mesa donde se hacía la visita, dijo al tesorero que agradeciese que no hubiese hecho ningún disparate y que inmediatamente salie sen dé 'H nao, él y su alguacil, porque no quería 76
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ver vara alguna en ella, que juraba a Dios que no le había de entrar persona alguna, ni jus ticia, sin su orden, aunque fuese el R ey Don Felipe. Y los echó fuera. Juan de Guzmán, general de la flota de 1586, tuvo diversos rozamientos con el V irrey de Nueva España, por entender éste que se exce día aquél en sus funciones. Martín Pérez 0 1 ozábal, su almirante, arrebató violentamente con varios soldados, de manos de un alguacil— que por provisión de la Audiencia lo conducía— , a Antonio de Alcega, quien sin licencia del V irrey había intentado marcharse de Méjico llevando oculto un proceso. Diego de Sotomayor, almirante de la flota en que iba por gene ral Martín Pérez Olozábal, en combinación con varios maestres y algunas otras personas, des pachó contra lo preceptuado y sin licencia del Virrey, tres navios de harina y mercaderías suyas a las islas de Cuba y Santo Domingo. En 1591, un alguacil del oidor de Méjico, D. Hernando de Valderrama, prendió a un ma-
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lo entregó para su castigo al general; pero como fuese el alguacil a devolver las armas incauta das, un sargento y algunos deudos del general de la flota, D. Antonio Navarro de Prado, le prendieron a vista del mismo oidor; haciendo resistencia al alcalde ordinario de Veracruz, que quiso impedirlo, tirándole muchas cuchi lladas; metieron al alguacil en una chalupa y se lo llevaron a la almiranta; se envió a un es cribano a notificar le soltaran, pero a mano ar mada lo impidieron; después volvieron a tie rra, rodearon la casa del oidor, y, aunque éste proveyó algunos autos para que cesasen los al borotos, no consintieron su notificación. Marcos de Aramburu, general de la flota de 1593, se entrometió en causas tocantes a veci nos y mercaderes de Veracruz, levantó bandera en tierra firme contra las Ordenanzas, y, como fuese un escribano a comunicarle no debía ha cer esto, el sargento y varios soldados le im pidieron la entrada, con lo que no pudo cum plir su misión. Terminada la descarga, realizados los géne 78
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ros, lo que se hacía rápidamente, en unos 20 ó 30 días— toda la carga se vendía de una vez, no al menudeo— ise procedía a la carga de las naos, cosa que debían procurar las autoridades se hi ciese con la máxima diligencia, para evitar tu vieran las flotas que volver en invierno, causa de más de un desastre, como el ocurrido a la armada de Cosme Rodríguez de Farfán, com puesta de 22 naves, todas de armada y boyan tes, de las que llegó sólo una y de milagro. Cargadas las naos y elegidas las que habían de llevar la plata y demás mercaderías precio sas, y hecho el registro y visita de las naves, como a la ida, se disponía la fecha de la vuelta a España. E l retorno de las flotas no podía hacerse por el mismo camino que a la id a ; se había de salir a mayor altura, fuera de los trópicos, para buscar los vientos frescos del Noide; laá flo tas debían reunirse en la Habana a mediados de junio para llegar a España sin que les al canzase el invierno. La flota de Tierra Firme salía por mayo de 79
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Portobelo al cesar los nortes; volvía a Carta gena, recogía los despachos, el oro y la plata fiel Nuevo Reino áe Granafla, que ya cieDia-n estar preparados— camino el de Cartagena, ade más, conveniente para evitar la costa de V era gua y Desaguadero de Nicaragua, peligroso por las trisas corrientes— ; desde este puerto se di rigía la flota al cabo de San Antón, diez días de viaje, siempre con cuidado de los bajos que se encontraDan en el camino, eran estos; ra Se rrana, Serranilla y Quitasueño. Desde el Cabo de San Antón se iba a la Habana. Las flotas de Nueva España efectuaban su marcha a principios de mayo, mientras reinaban los nortes, subían un poco en altura hasta la Sonda, quince días de duración. L as naos de Honduras pasaban a reconocer el Cabo de San A n tó n ; los navíps dé Santa Marta y Venezuela salían, por entre la isla de Cuba y la Española, a reconocer el cabo de San Nicolás, en la parte occidental, desde donde por medio de las Lucayas. iban a tomar la derrota de las flotas; des 80
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pués, por -temor a los corsarios, iban por el Cabo de San Antón a la Habana. Durante este trayecto navegaban las naos desprevenidas; desde San Juan de Ulúa hasta la Habana llevaban la artillería bajo cubierta, por ir m uy cargadas y no tener m iedo; de tal manera que “ si enemigos acometiesen entre San Juan y la Habana, la flota correría gran peligro, pues antes de sacar los tiros las desba ratarían” . Todas las naos que pensasen ir a España de bían dirigirse a principios de jimio al puerto de la Habana; no existía ahora el inconve niente que a la ida por el diferente régimen de vientos en las costas americanas, y nada era más conveniente que reunir el mayor número posible de naos, lo que hacía fácil una mejor defensa contra los enemigos, que en el mo mento de la vuelta aumentaban, codiciiosos de las ricas cargazones de oro, plata, perlas y de más mercaderías preciosas de las Indias. Se dispuso, con este fin, que las flotas de Nueva España y Tierra Firme se reuniesen en 81
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la Habana, y, para que los generales se apre surasen, se ordenó que el que de ellos llegase primero iría por Capitán general, y el segun do, de almirante. Pero no siempre estaban aprestadas las naos en el tiempo fijado; no se había terminado la carga de las naos en el mo mento en que se debía p artir; contribuía a ello, no sólo las naturales dificultades, la distancia, la necesidad de acarrear la mayor cantidad po sible de oro y plata para la Hacienda Real, sino por deliberadas maniobras; procuraban los particulares que no se cargase la plata del Rey hasta que sus mercancías no lo estuvie sen, para lo que contaban con la ayuda y asis tencia, más o menos tácita, de las autoridades, que promovían contiendas dilatorias sobre fle tes ; el capítulo 69 de la Instrución de generales de 1597 dice estas significativas palabras: “ Las justicias y alcaldes de Indias suelen ser enco menderos e interesados en la detención de la flota por no haber llegado su plata o cosas a en viar.” Este retraso era a veces tan grande que era necesario invernar en la Habana, con todos 82
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los inconvenientes que esto traía consigo; no solo los perjuicios de los comerciantes y maes tres, sino los desperfectos que sufrían las na ves y las enfermedades que aquejaban, por el clima, a la gente de mar. Después de celebrada la reglamentaria vi sita, antes de la partida, se ponía en marcha la flota, salía del puerto de la Habana y desembo caba en el canal de Bahama, donde tenía el general que hacer otra visita. Navegaban des pués por el Golfo del Norte o del Sargazo, en 25 ó 30 días con tiempo normal; iban por dos rutas, una para verano, más subida en altura, hasta los 38° o 39°, para ir a las islas Azores, y otra para invierno, por menor altura, .para evitar temporales y aguaceros; se subía hasta los 39° para llegar a la isla de Santa María, una de las Azores, y un grado más para tocar en la TerceraAntes de llegar a esta isla debía el general mandar deshacer los camarotes y cámaras de los pasajeros; desembarazar de jarcia y de más cosas que pudiesen estorbar en caso de 83
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combate; poner las jaretas; plantar la artille ría que le pareciese conveniente en las popas, de forma que se pudiese jugar desembarazada mente ; la gente de guerra, con sus armas listas, apercibidas y a punto; prevenidos, en fin, para defenderse y castigar a los corsarios, que por esos lugares abundaban. Llegada la flota a la Tercera, 'el general en viaba un batel a informarse del gobernador o justicia si había noticia de corsarios u órdenes del R ey o de la Casa de la Contratación; si no había orden en contrario, después de tomar un refresco seguía la flota su viaje, sin permi tirse que ninguna nao tomase puerto, ni que ninguna persona saltase a tierra. Desde las A zo res se marchaba directamente, sin detenerse en parte alguna, a la barra de Sanlúcar, distancia que señalaban los marinos como de trescientas leguas, y en cuya navegación tardaban unas veces quince días y otras hasta treinta, por las muchas brisas contrarias que en ocasiones co rrían. Se dirigía la flota hasta dar con la costa de Portugal y doblar el Cabo de San Vicente, y 84
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después, siempre a la vista de la costa, navega ban hasta Sanlúcar. Todas las naves debían ir en derechura a Sanlúcar de Barrameda, esta es la regla gene ral, pero se hicieron excepciones en favor del puerto de C ád iz; una Real cédula dada en Valladolid a 3 de abril de 1558 dispensó a los na vios que iban de la Española y San Juan de Puerto Rico con azúcares y cueros; se les per mitía tomar puerto en Cádiz y descargar a llí; pero el oro, plata, piedras preciosas y dineros debían ser llevados, en la misma forma en que hubiesen llegado, a Sevilla y presentados en la Casa de la Contratación. Otra Real cédula dada en Toledo a i de mayo de 1560 extendió la dis pensa a las naos que llegasen a la bahía derro tadas e innavegables, aunque lo que descargaren debía ser llevado a Sevilla, por tierra, con sus respectivos registros. Cuando se sabía, por los avisos, que se acerca ba una flota a las costas españolas, se extrema ban las precauciones para evitar se distrajera algo de lo que llevaban fuera de registro; la cos 85
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ta se güarnecía de guardas, y numerosos barcos la recorrían para evitar la complicidad de las mismas justicias de los puertos. En cuanto se conocía la llegada de una flota, un Juez oficial de la Casa de la Contratación iba a Sanlúcar a recibirla; por uña Real cédula dada en San Lorenzo a i8 de octubre de 1589 se prohibió a los Jueces oficiales que diesen co misión a persona alguna para que visitasen por ellos las flotas y armadas que viniesen de In dias ; pero también, como hemos visto, iban naos a Cádiz, a veces las mayores y más cargadas; en San Lorenzo, a 5 de octubre de 1594, se dió una Real cédula en la que se ordenaba que, por no convenir fuesen visitadas por el Juez de Cádiz, se enviara uno de los Jueces oficiales de Sevilla; visitas éstas más o menos iguales a las descritas. L a conducta de los generales estaba fiscaliza da por la C asa; primero, no siempre se les hacía residencia a cada general después de terminado su viaje, sino que el Consejo, sólo cuando lo creía conveniente, despachaba un visitador; 86
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como ejemplo de esto cita Veitia la comisión que en 22 de diciembre de 1572 se dio al Licen ciado Castro, perteneciente al Consejo para vi sitar al general, almirante, cabos, ministros y oficiales de la Real Armada de la Guardia de las Indias desde el año 1567 hasta la fecha. Después se'dan otras disposiciones, una expe dida en Madrid a 7 de septiembre de 1573, repetida en otra de 7 de octubre del mismo año, que ordenaba a los jueces tomasen re sidencia, visita y cuentas a los generales y almirantes de las flotas; disponen no embar gasen, como hasta entonces se había hecho, cantidad alguna de los sueldos y salarios de los generales, almirantes, capitanes, alféreces, maestres, contramaestres, pilotos y despen seros, con tal que diesen fianzas suficientes. El artículo 121 de la Instrucción de generales de 1597 convirtió en regla general lo que hasta entonces no había sido más que la excepción; antes, sólo se obligaba a hacer residencia a aque llos contra los que se suscitaban sospechas; aho ra, todo general, almirante, veedor, los demás 87
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oficiales y ministros, de vuelta de su viaje, te nían que hacer residencia por sesenta días ante el Juez que se nombrase. E l procedimiento que se seguía en las resi dencias era el siguiente: el juez recibía, confor me a derecho, todas las demandas que contra ellos se presentasen, públicas o secretas; en las públicas procedía el Juez en la forma regulad; para las otras celebraba juicio secreto de visita o con el procedimiento que se le ordenase; daba traslado de la demanda en términos competen tes a las defensas, y, después de cumplidos los trámites de publicación, conclusión y citación para sentencia, dictaminaba y enviaba el dicta men al Consejo de Indias, para que proveyese justicia y castigase o premiase a los residen ciados conforme a sus hechos. Existieron conflictos y disgustos entre los generales y la Casa de la Contratación; sólo que aquí, al contrario de lo que sucedía en América, no son las autoridades civiles las que se quejan de los generales que cometían exc'esos y no respetan las autoridades y jus 88
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ticias de los puertos y abusan de su fuerza ampliando su jurisdicción, aun contra los V i rreyes y Audiencias; ahora son-los generales los que se quejan de la Casa, protestando de su dureza en el castigo o de mermar su autoridad y prestigio. Dos ejemplos típicos: uno, el de Pedro Menéndez de A v ilé s ; otro, el de Alvaro Flores. Este, a quien* el factor Francisco Duarte envió dos alguaciles que, sin su permiso, desarrumaron y descargaron sus galeones; aquél, preso con su hermano Bartolomé por llevar fuera de registro tres barras de plata, sin que le admitieran fianza, como se orde naba podía hacerse en las causas pecuniarias.
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capítulos anteriores he tratado de los preparativos que antes de darse al mar se hacían en las naves de las flotas hasta su lle gada a Am érica; ahora vamos— aunque de ma nera esquemática, somera, única posible en los límites de este trabajo— a reseñar las personas que componían la tripulación de una de esas flotas. Comienzo, respetuoso con la jerarquía, por ' el capitán general, jefe máximo de la expe dición. En toda armada o flota debía ir un general, que asumía en sí el máximo de poderes y res ponsabilidades; le debían obediencia y respeto
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todos— fuese cual fuese su categoría— los que en los navios navegaban. A los generales los nombraba el R ey; los de la Armada de la Guarda de las Indias siempre fueron de nombramiento real; pero los de las flotas, durante un cierto tiempo, lo fueron de la Casa de Contratación. Parece que este cer cenamiento en los poderes de los Jueces oficia les fué debido a la influencia de Pedro Menéndez de Avilés, muy bien relacionado en la corte y con influencia en el Consejo de Indias; a l menos así lo indica este general en un memorial que en 1564 dirigía a Felipe II. E l general, inmediatamente de recibir el des pacho de su nombramiento, debía jurar, si es taba en Madrid, ante la Junta de guerra de In dias, y si en Sevilla, ante el Presidente y Jueces oficiales de la Casa de Contratación, en forma y con toda solemnidad, que haría y ejercería bien y fielmente su oficio ; guardaría, en ser vicio de Dios y del Rey, las instruciones dadas y demás que se diesen, y haría que todos los oficiales y personas que en las armadas fuesen 92
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las guardasen, castigando a los transgresores conforme a dichas leyes y ordenanzas. Hecho este juramento, debía presentar sus títulos a instrucciones ante el Presidente y Jueces de la Casa para su inscripción en los correspondien tes libros. Terminadas estas diligencias previas, hacía enarbolar banderas, tocar pífanos y cajas; pu blicaba un bando, en el que señalaba las condi ciones de admisión para la gente de mar y gue rra, sueldo y raciones que se les daría. Mientras que el general permanecía en tierra (se le nombraba siete u ocho meses antes), no estaba ocioso. Examinaba las circunstancias de los marineros y soldados que se presentaban, procurando conformaran sus partes con lo man dado en las Ordenanzas; cuidaba saliese la flo ta en ia fecha señalada; asistía, en unión de los visitadores, a las visitas que se hacían, tanto en las naos de armada, como en las mercantes; debía, por último, avisar al Consejo de Indias, de cualquier falta que observase en la prepa ración de la flota. 93
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Llegado el momento de la partida, debía acordar el día y la hora a que se debía salir del puerto, y seis horas antes de darse a la vela, mandaba disparar un tiro de artillería, en señal de recoger. A l darse a la vela, iba la nao capitana a la ‘ vanguardia, llevando por insignia el estandarte real con las armas reales y las propias del ge neral. Cuidaba éste, durante el viaje, del buen orden de la flota; de aguardar, en caso de ne cesidad, a cada nao; de defenderlas de enemi gos, etc. Tenía además otra obligación: al salir de la barra de Sanlucar debía proceder a visitar todas las naos de su conserva, con arreglo al traslado que se le entregaba de la tercera visita, autorizado por el escribano real, debiendo cas tigar a los que en cualquier forma hubiesen in fringido las Ordenanzas. Cada quince días debía hacer, en persona o delegando en su almirante, alai de general de toda la gente de mar y guerra, en presencia del Veedor y del escribano, con objeto, sobre todo, de evitar que se supusiesen raciones. 94
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Como el general tenía la mayor responsabi lidad, debía tener también el mayor cuidado. Dice Escalante Mendoza que era su deber velar siempre de noche y dormir durante el d ía; pro veer que su gente velase sus cuartos, cada uno de la mejor manera posible, y él mismo colo carse en sitio seguro desde donde pudiese ver todo lo que hiciere cada uno. Así se dice que lo hacían el Príncipe Andrea Doria, D. Alvaro de Bazán y D. Bernardino de Mendoza, generales sucesivos de las galeras de España. Lo mismo hacían D. Juan Mendoza, hijo y sucesor de don Bernardino, y su primo D. Francisco de Men doza, hijo del V irrey D. Antonio; este último, ,D. Francisco de Mendoza, viniendo del Perú a España^ nombrado como capitán general de una armada, aunque no era gran marinero, desde que salió de Nombre de Dios, nadie le vió dormir de noche; en el prirher cuarto de prima cogía un gran capote que para ello tenía y se sentaba al través del árbol mayor y junto a él se pasaba la noche sin dormir. Esta pre caución hizo salvar a la armada de que varase 95
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al ir desde Nombre de Dios a la Habana, antes de llegar al Cabo de San Antón,'pues a la luz de un relámpago vió tierra, y con toda presteza mandó tirar un tiro y virar la otra vuelta. La misma vigilancia tenía Pedro Menéndez de Avilés, que dormía también muy poco de día, pues solía decir que “ para el buen marinero la noche es día, y el día había de servir de noche para el dormir preciso y necesario” . Tenían los generales de flota, como todos los de armada, la facultad de determinar, según leyes y costumbres, los pleitos, debates, con tiendas civiles y criminales, que entre la gente a su mando hubiera, con facultad de prender y soltar a los delincuentes. Como señal de auto ridad, ponían en las naves un alguacil. Repar tían, además, las presas de cualquier clase que se hiciesen y tomasen al enemigo. El general, por tanto, era la superior autori dad en las flotas; todos le estaban subordina dos ; pero podía suceder que se uniera por cual quier circunstancia otra persona con igual tí tulo. Si se Juntaban dos flotas o armadas. 96
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¿quién debía mandar? Este conflicto de juris dicción, tan apasionante como todos los de su clase, fué resuelto en las leyes y comentaristas de la siguiente manera. Se pueden distinguir tres casos: que concurra general de flota con V irey o presidente de Audiencia, con título de Capitán general; que concurra general de flota con general de armada, o bien dos generales de flota. En el primer caso se resolvió que, como el título de Capitán general era sólo ho norífico, el general de flota hiciese su oficio como tal, aunque consultando en las cosas gra ves y de importancia con el V irrey o presidente de Audiencia. Para el segundo caso, la Real cédula dada en El Escorial a 4 de julio de 1571, ampliada, respecto de los almirantes de los ga leones, en otra dada en Carranque a 13 de mayo de 1578, dispuso que los generales de flota abatiesen sus estandartes ante el general o al mirante de la armada de la Guarda de las In dias ; en cambio, los capitanes de navios de esta armada debían abatir sus estandartes y estar subordinados a los generales de flota, según 97
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cédula de 15 de enero de 1594. Pero la obe diencia de los generales de flota a los de ar mada no debía ser más que respecto al gobierno y administración general de las cosas de guerra y navegación; pero no se debían entrometer ni ejercer ninguna autoridad sobre naos o perso nas de la flota, pues ellas estaban sometidas sólo a su propio general. Si los que concurrían eran dos generales de flota— cosa que ocurría frecuentemente, por mandarse se uniesen las flotas de Tierra Firme y Nueva España en la Habana, según cédula dada en Tomar a 22 de mayo de 1581— , el primero que entraba en este puerto era considerado como general, lle vando el farol y la vanguardia; el segundo ha cía de almirante e iba a la retaguardia, pero cada general era el único juez en su flota, si bien cualquier general, y aun capitán, alférez, sar gento o alguacil real, podían in fraganti prender a delincuentes, aunque no fuesen de la flota de su general; sin embargo debían inmediata mente remitirlos con el proceso al general de quien fuese subordinado. 98
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Los generales no se exceptuaban de lá-'cón'up- . ' ■ T dón que entre los funcionarios públicos e x i s t í a , i: y parece natural, pues su sueldo era muy corto ' y las ganancias podían ser pingües, a poco de abrir la mano. Se castigaba, bajo muy severas y graves penas, el tratar o contratar por sí o por otros en España o en las Indias. Eran estas penas: el perdér todo lo que llevaban, la mitad de sus bienes e inhabilitación para todo cargo de honor. Pero no importaba. Dice el general de ar mada, D, Bartolomé de Villavicencio, que era público y notorio que, de las mercancías que lle vaban embarazando las naos de armada o re partidas en las mercantes— con lo que no podían hacer justicia contra los capitanes y maestres de esas naos— sacaban en cada viaje diez, doce y quince mil ducados. En todas las flotas debía ir un almirante (no cabe confusión alguna entre este cargo y el tí tulo de almirante de Castilla); su nombramien to lo hacía el Rey, o en su defecto el general; era el segundo jefe de la flota; tenía, bajo la 99
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autoridad del general, sus mismas atribuciones; marchaba a retaguardia de la flota, recogiendo las naves; sustituía al general en todas las oca siones en que se le encargaba, y en los casos de ausencia tenía los mismos poderes y prerroga tivas, luciendo farol e izando el estandarte real. En cada navio existía, además, una autoridad máxima, el capitán; éste era el caudillo, con la misma autoridad en su nave que el general en su flota. Era nombrado por el Rey o por su mandato; en defecto de éste, por el general; sólo en el último caso lo podía éste destituir. Tenía poder para elegir sus oficiales, re moverlos y quitarlos— el capitán D. García de Toledo se quejaba, sin embargo, de las entromisiones del general en las particularidades que al capitán tocaban, quitando y poniendo patro nes, oficiales, castigando o soltando a los pe nados— , llevaba el capitán insignia, señal y bandera de su compañía. En las naves mercantes iba, generalmente, por capitán el dueño de la nave o un maestre postizo nombrado por él, a pesar de las protés
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tas de los generales, que aspiraban fuesen los capitanes de su nombramiento. Veitia señala la Real cédula de 21 de junio de 1574, que per mitía a los generales nombrar capitanes en las naos mercantes, aunque prefiriendo a sus due ños en caso de presentarse. Las Reales cédulas de 28 de mayo de 1563 y 25 de julio de 1574 disponían que el dueño de nao que navegase a las Indias fuese por capitán de ella, y que el general le diese título, aunque no llevase sueldo. Los maestres tienen una doble consideración; llevaban a su cargo las mercancías y habían de responder, mediante fianzas legales y abonadas — 10.000 ducados— de que el mismo registro que se les entregó en la Casa sería el que pre sentasen ante los oficiales reales de los lugares de Indias para donde los navios fuesen fle tados. Su oficio en la nave era aderezar y aparejar la nao, proveyéndola de toda la gente precisa, aparejos y cosas necesarias para poder navegar convenientemente. Debía cuidar de la carga y descarga de las mercancías, porque él, en últi101
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mo término, había de ser quien respondiese de ellas. Además, tenían un carácter técnico. Debían ser naturales de Castilla, Aragón o Navarra; examinados, por el piloto mayor y los cosmó grafos— de pilotaje, apresto y tripulación del bajel— , examen que se dispensaba en dos casos: si el maestre tenía el título de piloto, pues éste se consideraba superior, o si llevaba en la nao dos pilotos, uno como principal y otro como acompañado. Si no había capitán, representaba la persona del capitán y la del maestre; si no había piloto, hacía también las veces de éste. Pero en la nao quien tenía el superior ca rácter técnico era el piloto. Como para serlo era necesario el conocimiento de la ruta, desde un principio se procuró apartar a los extranje ros de este oficio, disponiéndose en diferentes Reales cédulas— Ordenanza dada en Valladolid a 2 de agosto de 1527, cédulas de Monzón, 2 de agosto de 1547, de Madrid, i i noviembre de 1566 y 17 de 1572— , no sólo que no se les 102
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diera título, sino que no se les consintiera car ta de marear ni pintura alguna de las Indias. E l pretendiente a piloto, además de ser na tural de Castilla, Aragón o Navarra, debia pro bar por cuatro testigos, de los cuales dos al menos pilotos, ser mayor de veinticuatro años, de buenas cgstumbres, no blasfemo, jurador o de vicios notables, haber navegado seis años a Indias, ser diligente y solícito, de tal manera que el testigo sería capaz de entregarle su nao. Para obtener el título de piloto era necesario asistir durante un cierto tiempo a la cátedra de cosmografía, arte de navegar, y a la fábrica y uso de instrumentos. E l tiempo que se exigía de asistencia a clase varía; en 1552, un año; en 1553, tres meses; en 1567, dos meses; en 1568, los dos meses se interpretan como com prendiendo los días de fiesta. Debían tener su carta de m arear; saber echar punto en ella, dar razón de los rumbos y tierras en ella conteni dos, puertos, y bajos más peligrosos, lugares de abastecimiento de aguas, tener y saber el uso del astrolabio para el Sol y el cuadrante para 103
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el Norte, tomar la altura, añadir o quitar la declinación del Sol o lo que la estrella alza o baja y conocer la hora en cualquier tiempo del día o de la noche. Estos conocimientos habían de ser probados por examen hecho en la Casa de Contratación, ante el Piloto mayor, dos cosmógrafos y los pilotos que quisiesen asistir, con tal que no fuesen menos de seis; el piloto mayor y los cosmógrafos les dirigían las pre guntas que tenían por conveniente; pero los pilotos sólo podían hacerles tres. Terminado el examen se procedía a la votación, que para mayor secreto se hacía por habas y altramuces. A veces se eximía de algunos de estos requi sitos, especialmente la asistencia a clase, unas veces por poderosas influencias, como en el oaso del piloto de Pedro Menéndez de Avilés, o por necesidades del momento, que requerían pilotos con urgencia, como las que originaron la Real cédula de Madrid, 8 de abril 1595, que permitió fuesen, a falta de pilotos y maestres examinados, simples marineros rigiendo los ba jeles. 104
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Las Ordenanzas disponían que los pilotos examinados no tenían necesidad de pagar nada a sus profesores después del acto de examen; sin embargo, fue costumbre hacia el final del siglo, que cada candidato con buen éxito diese al piloto mayor y al profesor de cosmografía dos o tres ducados “ para guantes y gallinas” . Estos exámenes se celebraban con gran so lemnidad y aparato, lo cual contribuía a au mentar la admiración de que durante largo tiempo fué objeto la escuela náutica de Sevilla por parte de los visitantes del norte de Europa. Los extranjeros de consideración eran invita dos a este acto. Cuando el célebre navegante Stephen Boroug estuvo en Sevilla en 1558, se gún le refirió luego a Hackluyt, le condujeron a la Casa de Contratación, a la ceremonia de la admisión de maestres y pilotos haciéndole gran honor, entregándole como presente un par de guantes perfumados, de valor de cinco o seis ducados. A pesar del cuidado que se tuvo para la bue na preparación de los pilotos, tanto científica 105
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como práctica, numerosos son los testimonios que se encuentran reveladores de falta de peri cia, al menos de parte de los que a tal oficio se dedicaban. V oy a citar algunos ejemplos, en los que, además, se pueden vislumbrar las cau sas de ello. Pedro de Medina, en la dedicatoria de su “ Arte de navegar” a Felipe II, en 1545, decía: “ Pocos de los que navegan saben lo que a la navegación se refiere; la causa de ello es porque ni hay maestros que lo enseñen ni li bros en que lo lean.” Martín Cortés, en su breve “ Compendio de la esfera y de la arte de navegar” , en 1551, dice: “ Pocos o ninguno de los pilotos saben apenas leer, y con dificultad quieren aprender y ser enseñados.” Coincide con la opinión de los científicos la de los navegantes. En una “ Solicitud de Sebas tián Rodríguez Delgado, maestre y piloto, por sí y en nombre de los demás pilotos del mar del S u r” , se pide que sepan al menos leer y escribir, única manera de que pudiesen tomar bien la altura y las cuentas del sol. Cristóbal de Eraso se quejaba de que los pilotos, aunque 106
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supiesen tomar la altura no conocían las costas a que iban destinados, y achaca a no conocer las de Nueva España el haber perdido cuatro naves; pero el juicio más severo que se emitió sobre ellos se debe seguramente a la cáustica pluma de Eugenio de Zalazar. Habla de su impericia; dice que tonfaban la altura del sol, no de manera precisa, sino poco más o menos; unían a esto ser los del oficio muy poco inteli gentes, “ tan botos y manos tan groseros” ; te nía cada piloto una opinión distinta de los de más de la armada; no estaban nunca confor mes en sus observaciones, y, para no descu brir sus equivocaciones, mantenían secreto para los pasajeros la altura, el grado o punto que tomaban y las leguas que el barco había sin glado. Otros muy numerosos oficios eran necesarios en la complicada organización de las flotas. Se precisaba cuidar de la salud espiritual de la tripulación— sabida es la religiosidad de Fe lipe II— ; para ello iban capellanes en las naos.
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na, que además de llevar doble sueldo, ejercía vigilancia sobre el cumplimiento que los demás daban a su ministerio. No debía descuidarse tampoco la salud físi ca; por Reales cédulas dadas en Madrid a 8 de diciembre de 1593 y 28 de abril de 1598 se dispuso fuesen en las armadas: médico, para la cura de los enfermos; persona de buenas letras, experiencia y partes; un cirujano mayor, entendido y ejercitado, ambos con el mismo sueldo que el gobernador del tercio de infante ría, y un boticario, con buen recaudo de medi cinas buenas y frescas: ventosas, jeringas, ollas para guisar la comida de los enfermos, almendrados o urdiates y almidones para la sa lud. E l cirujano debía llevar todas las herra mientas necesarias muy limpias y acicaladas para aserrar y cortar brazos y piernas. Todos estos oficios eran de nombramiento del general. Había, además, en cada nao contramaestre, oficio anterior a 1519, cuyas funciones eran: asistir a la carena del buque, disposición de las jarcias y demás aparejos, ejecutar las fae108
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ñas ordenadas por el piloto, el mando directo sobre la gente de mar, y, sobre todo, el arrumaje y distribución de la carga. E ra el lugarte niente del maestre, el que le sustituía en sus ausencias. E l despgnsero era el mayordomo del maes tre, estando a su disposición y cargo todos los mantenimientos y matalotajes de pan, vino, agua y las demás cosas que dentro fueren, para la provisión y sustento de la gente de mar. Bajo su llave estaban las mercaderías y demás carga; tenía las llaves de la escotilla, la que na die podía abrir sino en su presencia; cuidaba de las lumbres y fuegos y de no permitir luz en el pañol. Se llamaba guardián al encargado de la bo dega, de la disposición de las mercancías, apa rejos, respetos, lancha y bote, y de la limpieza general de la nave- Era el lugarteniente del contramaestre. E l maestre de raciones, nombrado por el proveedor general, estaba encargado de la dis109
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tribución de las raciones conforme a cuenta y medida. Había numerosas gentes de oficios para las reparaciones necesarias, como los calafates, que debían llevar buenas herramientas, y atender a calafatear cuando fuere preciso a la n ao; los carpinteros, toneleros, armeros, etc. Para dar fe de los hechos jurídicos que en las naos ocurrían iban los escribanos, como ya disponían las leyes de Partidas. Fueron, pri mero, nombrados por los maestres; pero a cau sa de los daños causados por recaer el cargo en personas “ de poca edad, autoridad y fidelidad” , se mandó fuesen nombrados por los Jueces ofi ciales de Sevilla; después se concedió este privi legio al Prior y Cónsules de la Universidad de cargadores de Sevilla, aunque reservándose, al Presidente y Jueces de la Casa de la Contrata ción, el recibir información de su habilidad y legalidad, darles instrucciones y el recibir sus fianzas. Las funciones de los escribanos eran: llevar un libro de la gente de mar y guerra y de la lio
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artillería, asistir y comprobar todos los alardes que durante el viaje o en los puertos se hicie sen, cuidar no fuese nadie fuera de registro, hacer los testimonios, procesos, causas civiles y criminales que se ofreciesen, con el orden y solemnidad acostumbrado en Castilla; tener re gistro de todo lo que pasare ante él, dar fe de las visitas y de todos los actos y disposiciones que el general hiciese y otorgase, y de todos ellos hacer entrega al Presidente y Jueces de la Casa. . E l elemento más numeroso de la tripulación lo constituían los marineros. Ante todo, para evitar fáciles confusiones, conviene distinguir, entre los que iban en las naos de armada y los que se enrolaban en las naos mercantes, de si tuación completamente distinta. Los de armada, únicos sobre los que, en rea lidad, legislaron las Ordenanzas, habían de te ner las siguientes condiciones; no ser mayores de cincuenta años ni menores de veinte, ni cria dos de los jueces o ministros de la Casa; ha bían de ser nacionales, aunque en esto hubo al-
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ternativas de rigor, debidas a la falta de ma rineros que existía. Sufrían una especie de exa men por el General, con el objeto de evitar que bajo su concepto se introdujesen pasajeros, y los Visitadores les hacían asistir a los ejerci cios que solían ofrecerse en el mar, navegando con bonanza, tormenta, en calma, en batalla, acometiendo y retirándose. Su sueldo, generalmente, aunque variaba, era de tres ducados al mes en las naos de ar mada ; de cuatro, en las que iban a cuenta de avería, y en los casos de mejor pago se daban hasta cinco ducados. Antes de embarcar se les entregaban algunas pagas adelantadas para que pudiesen pertrecharse y equiparse; pero, por temor a que con ellas huyesen, sólo se las an ticipaban abonándolas dos personas. La escasez de sueldo (decía la Casa de la Contratación, en 1593, que siempre se encon trarían marineros con tal de ofrecerles una paga más de socorro), los naufragios; los que pasaban al mar del Sur; los retrasos en las pagas, que llegaban a ser hasta de seis y siete 112
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meses; el aspirar los más inteligentes a hacer se pilotos, hizo que no abundaran los marine ros 'para las armadas. Causa también de que las naos no fuesen tan bien tripuladas como debían, fué porque los generales, ya por des conocimiento o por favorecer a otros, preferían a la gente experimentada, cuyo oficio era el navegar, gente bisoila y sin experiencia. No cabe confundir la falta de gente de mar para estas naos, que sólo servían para custodiar a las flotas, que tenían posibilidad de tratos en las Indias, y que acabado el viaje era li cenciada, con la situación tan diversamente enojosa de la de las galeras, galeones y demás embarcaciones verdaderamente de guerra de que hablan, por ejemplo, Eauer y Landauer y Salas. En las naos mercantes, la manera de distri buirse los sueldos era distinta; se hacía el cóm puto de los fletes, que llamaban monto; de él sacaban los daños o averías; del líquido resul tante se restaba un dos y medio por ciento para las quintaladas (ventajas para algunos grumetes 113
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y marineros que durante el viaje habían traba jado más), y del resto se hacían tres partes, de las que pertenecían dos al dueño de la nao y ' la otra a la gente de mar, considerando como soldada la del marinero, dos terceras partes al grumete y una cuarta parte al paje. Para ser marinero mercante se exigía ser desimpedido de pies y manos; haber navega do,siempre en el mar y ser de veinte a cuarenta años. Debían saber: i.", gobernar bien el timón el tiempo que le cupiere y fuere necesario; 2°, velar su cuarto y hacer su centinela; 3.", acudir a todos los aparejos como y cuando conviniere, y hacer todas las cosas necesarias y .útiles a la nao y tripulación. Todo esto debía ser hecho bien y con diligen cia, sin esperar que se le mandase; pero si se le mandase y no lo cumpliesen, se le podía castigar conforme a la falta cometida. No se le podía, en cambio, obligar, como al gunos pretendían— dice Escalante Mendoza— , a servir personalmente a ningún capitán, maes tre ni piloto, fuera de lo perteneciente al servi114
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de la nave. Debían sólo, aunque no se les podía por ello apremiar ni castigar, por ser sólo reglas de buen comedimiento, acompañar a su caudillo cuando se lo pedía, para salir de la nao en día festivo, para ir a misa o hacer al guna visita de honor, o para guardarle de al gún enemigo peligroso. Los marineros de más fama, para la nave gación de costa y derrota, eran los vizcaínos, muy prestos y diligentes en sus obras, y . ani mosos en defenderse de sus enemigos. En la navegación de altura por golfos, lagos y mar alto, para pasar trabajos, hambres, lacerías y necesidades, los portugueses eran considera dos, por el entendido navegante Escalante de Mendoza, como “ gente rara y particular, y que nadie les lleva ventaja, y aun paréceme que en este particular ellos la hacen a todos” . En el si glo X V I, convertida Sevilla en el centro de la navegación para Indias, se desarrolló entre sus habitantes una gran afición a los viajes. De Triana salían hombres de mar para toda clase de navegaciones, lo mismo para la que se refiec ío
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re a recorrer golfos y costas y defender sus naves de los enemigos, como asimismo sufrir hambres y necesidades y llegar a ser capitanes y caudillos, pudiéndose decir de ellos “ son de los buenos hombres que al presente se hallan, como largamente se ha visto y se ve por la experiencia.” También se sintió la falta de estos marineros para las flotas,-sobre todo cuando éstas pasa ban de treinta o cuarenta naves; la causa de ello lo achacaba la Casa de la Contratación de Sevilla, en 5 de junio de 1593, a la poca posi bilidad de los maestres, que tenían que tomar prestado a gran interés, para adelantar algún dinero a sus marineros, y al temor de la gente de mar en ser empleados en armadas y jorna das diferentes de las de Indias. Los grumetes, para saber bien su oficio, de bían haber navegado lo menos tres años, ser muy sueltos y diligentes y tener de diez y seis a vein te años de edad. Sus obligaciones consistían: en saltar en su batel todas las veces que fuese ne cesario, remar muy bien, subir a las gavias, to116
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mar y largar las velas de ellas, acudir a los entenales a desembarazar los aferravelas, e ir sobre ellos cuando no se amainaban de por s í ; acudir a todos los aparejos mandados por el capitán, contramaestre, guardián o cualquier marinero. Los marineros podían mandar a los grumetes para el servicio de la nao, pero no para otra cosa; el capitán, contramaestre y pi loto los podían obligar a que les sirviesen de criados fiel y diligentemente, mas tan sólo dentro de la nao, no fuera. Los pajes formaban el último escalón de la jerarquía de la gente de mar. H ay que distin guir, sin embargo, las dos clases de pajes que se conocían. E l capitán, el maestre, piloto o contramaestre, solían llevar por tal a un pa riente, hijo o sobrino, o a algún hijo o allegado de un amigo. Estos no hacían nada, ni servían para nada relativo a la nave, sino para acudir a servir a sus amos y hacer lo que ellos les mandaban; pero como eran favorecidos nadie osaba mandarles nada más. A pesar de ello. Ii7
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solían entrar en parte para el cómputo de sueldos. Los verdaderos pajes acudían a los puertos huidos de sus padi-es o por ser huérfanos des amparados; de ellos solían salir los mejores marinos. Estaban obligados a barrer la nao, a tenerla siempre limpia, servir y llamar a la mesa a los marineros, sacar pan del pañol, sal var a bordo a los que vinieren, dar cordones y filarcigas a todos los que se los pidieren, acudir al llamamiento de cualquier jefe, y aun de marineros y de grumetes; acudir a los apa rejos cuando izaran o amainaran; velar su ampolleta por los cuartos, rezar y cantar el Avemaria y los buenos días. Sobre los pajes tenían jurisdicción todos los que navegaban, en lo tocante al servicio de la nao. E l paje no podía ser castigado, aun siendo culpado, más que por capitán, maestre piloto, contramaestre y despensero; en los demás casos se remitía el castigo al contramaestre para que lo juzgaSe conforme a su prudente arbitrio. Otro elemento de la tripulación, aunque sólo )18
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en las naos de armada, eran los soldados, some tidos al gobernador del tercio de infantería, a sus capitanes, alféreces y sargentos. Antes de salir de Sevilla se examinaban sus condiciones y se les incluía en los registros. Su sueldo era, en general, igual al de los marineros. Gente peligrosa para la buena disciplina de las naos, aunque sometidos al general, intentaban tener privilegios o tomarse la justicia por su mano, sobre todo en materia de raciones. Eran también objeto de explotación de ofi ciales desaprensivos; admitían en Sevilla, bajo nombres fingidos, a gentes que habían cometido delitos, a los que no sólo no daban paga, sino de los que recibían grandes premios. Después de la partida, al hacer la revista, como era obli gación de todos llevar arcabuces, si no los te nían, les daban, a cada dos, uno de los de la armada, exigiendo por ello a cada soldado tres ducados, y al llegar a Sanlúcar de vuelta, les quitaban los arcabuces. En América se presen taba gente pobre que, deseando pasar a Espa ña, se ofrecían como soldados; los alféreces y iI9
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sargentos, aunque les faltaran por haberse huido algunos, decían tener la copia llena, pero que verían si'encontraban algún remedio; éste, en fin de cuentas, era sacarles ocho, diez o más ducados. De esto resultaba que los más de los que a título de soldados iban en las naves, no sabían manejar las armas, ni en su vida habían co gido un arcabuz. Soldados especiales, con un cierto carácter técnico, eran los artilleros, de cuya pericia de pendía la principal defensa de las naos; cons cientes de su importancia, se trató de darles una instrucción suficiente. En 1576 se creó el cargo de artillero mayor, residente en Sevilla; su mi sión era enseñar bien y expedir títulos de ar tillero. Para lograr este título era menester ser mayor de veinte años, haber hecho algún viaje a las Indias, asistir al menos durante dos horas, mañana y tarde, al terrero, con el arti llero mayor, a práctica, uso y ejercicios de ar tillería, a hacer y usar fuegos artificiales, saber la composición y graduación de la pólvora, ha120
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ber ganado dos premios en el terrero y, por último, haber sufrido un examen de preguntas y repreguntas por el artillero mayor, ante un Juez oficial, asistiendo como examinadores cua tro o cinco artilleros examinados. Su consideración privilegiada— tenían doble sueldo— excitó la codicia e hizo dar, por- favor, estos oficios a lacayos y criados, gente inútil y sin experiencia que, llegado el caso, no sabían tirar;
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CAPITULO IV 1
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O S encontramos en S e v illa ; es hacia el año 1570, mes de junio, época de la sa lida de una flota.
Sevilla se ha convertido en una gran ciudad; su riqueza de siempre la ha llevado a su apo geo el monopolio del comercio con las Indias. A l compararla Mateo Alem án con Madrid, nota en ella un olor a ciudad, ún otro no sé qué, otras grandezas, aunque no en calidad, por fal tar allí reyes, tantos grandes y títulos, a lo me nos en cantidad; porque había grandísima suma de riquezas y muy en menos estimadas, pues corría la plata en el trato de la gente como el 123
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cobre por otras partes, y con poca estimación por ellas, la despreciaban francamente. Sus gradas, célebres en toda España— andén o paseo hecho a la redonda de la catedral, por la parte de fuera, a la altura del pecho, si se le miraba de lo llano de la calle, todo cercado de gruesos mármoles y fuertes cadenas, lonja donde hacían sus contrataciones los mercaderes y tratantes— , realizaban tantos y tan grandes negocios, que se le consideraba como uno de los centros de contratación mayores del mundo. En los paseos de aquellos comerciantes se re solvían las cargazones que debían llevar las na ves, más de cien cada año, que salían para las Indias; naos que a su vez volvían cargadas de oro, plata, cueros y otras diversas mercancías. Por sus negocios se pagaban, en la Aduana, por derechos reales y otras partidas, más de 40 cuentos cada año, y en la Aduana de Indias más de 15 cuentos cada año. E s el día 21 de junio, fecha señalada para la partida de la flota. Mañana clara y cálida del verano andaluz. A l sol brilla el amarillo cupu124
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lín de la Torre del O ro; la Giralda levanta su signo de admiración sobre la ciudad. Bajo los naranjos en flor, esmeralda y albura, pasean apuestos galanes, apoyada la mano en la tizona dorada; jubones de tela de plata, calzas de ter ciopelo negro, guarniciones de oro, damascos aderezados de diamantes y perlas, gorras de ter ciopelo negro sembradas de dorados, sombreros, plumas, ropas francesas, cadenas de oro. In dianos llenos de ostentación, lucen sus recién ganadas riquezas. Sombreros gachos, gente del hampa, hidalgos pobres, escuderos sin señor. Fieras miradas, bigotes erizados, cicatrices an tiguas de soldados de Flandes. Doncellas, se guidas de dueñas quintañonas o escuderos ohregones, enviaban miradas, desplegaban sonri sas, prometían citas. En el puerto, los mástiles de cien naos elevan sus agudas lanzas al cielo, entre el laberinto de cuerdas, jarcias y velas. Apílanse en la ribera cajas, cofres, fardos. Mercancías de todos los extremos de la tierra, por mar de Flandes, Francia, Terranova, aun 125
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de Turquía; por tierra de Medina del Campo, de Segovia, de Toledo, de Córdoba, de Ecija. El puerto arde en animación; todo es bullicio y preparativos; unas naos cargan, otras descar gan mercancías de todas clases, de todas pro cedencias. “ Lo que es más razón que alabes es ver salir destas naves tanta diversa nación; las cosas que desembarcan, el salir y entrar en ellas y volver después a vellas con otras muchas que embarcan. Por cuchillos el francés, mercerías y Rúan lleva aceite; el alemán trae lienzo; fustán, llantés; carga vino de Alanís. hierro trae el vizcaíno; el cuartón, el tiro, el pino; la perla, el oro, la plata 126
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palo campeche, cueros: toda esta arena es dinero.” (Lope de V ega: “ El Arenal de Sevilla.” )
Se hacen las reparaciones finales en las na ves ; cumpliendo lo ordenado en la última visi ta, se cargan las últimas provisiones.
“ Húndese el puerto de contento y grita; éste calafatea, aquél enxarcia, cual lastra, carga, sube pone y quita, la vela nupva o la defensa M arcia: éste el bizcocho, el agua solicita, repara el árbol o la rota xarcia. Y a embarcan las trompetas y clarines, a cuyo son se anima y recuerda; ya su música alegra los delfines, . y con los ecos de la mar concuerda; ya embarcan los Guzmanes traspontines, 127
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ya los soldados cáteres de cuerda, van y vienen esquifes y barcones, ya con sustento, ya con municiones. (Lope de V ega: " L a Dragontea.” ) Se oye un cañonazo; es' la señal de leva; los rezagados se apresuran a embarcar; los sóida’ dos y marineros reacios son hostigados por los sargentos: EL SARGENTO
Ea, señores soldados, ¿cómo no están aprestados? L a capitana se va. Leva tienda; leva, perros. ¿ H e de doblar una soga ? ¿N o ven que la chusma bogaJ ¿N o ven que zarpan los ferros? Acosta, moro el batel. Llega tú el hombro. (Lope de V ega: “ El Arenal de Sevilla.” ) 128
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Parten las naos con gran diligencia; no deben detenerse, pues es muy peligroso navegar , por el rio siendo de noche; en sus bajos se había perdido más de un navio. Cada una de las naves lleva'un piloto de río además del suyo propio, que era llamado de mar. Los pilotos de río eran, en general, muy conocedores de su oficio; pero tenían una debilidad, de la que previene Esca lante Mendoza a los maestres de naos. Les reco mienda que durante la travesía del río tengan cuenta con el vino, que sería preferible no le diesen ninguno al piloto, pero que, si se lo die sen, fuera poco y aguado. Porque dice que, como andan siempre por el agua, tienen dema siado cariño al vino. Se llega a Bonanza. Aquí han de aguardar las naves que se complete la carga y que se haga la última visita. Este tiempo lo emplea ban los marineros y pasajeros en visitar Sanlúcar, para proveerse de las cosas que no hablan adquirido én Sevilla. Tenía Sánlúcar justa fama de ciudad cara; los mismos géneros traídos de Sevilla los vendían a doble precio que en ésta. 129
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Otros, más piadosos o más amigos de cumplir las ordenanzas, o bien deseosos de seguir el ejemplo y recomendaciones de Felipe II, iban a oir misa, confesar y comulgar, antes de que partiese la armada, en el monasterio dé Bo nanza o en alguno de los de Sanlúcar. Se ha hecho ya la última visita por los visi tadores de la Casa; el Capitán general también ha realizado la suya. Avisaba a la capitana que iría a comer y a hacer alarde de su gente y después a visitar las demás naos. Se le prepara ba sobre el puente de la nao un banquete en el que se esmeraba el maestre y al que eran in vitadas las personas más principales de la flota. E l maestre de la nao, la noche antes de lapartida, no ha sosegado ni dormido un solo mo mento, arrumando y desarrumando, riñendo con todos, poniendo las cosas en los lugares donde debían ir diciendo a grandes voces que; “ bien parecía que él no había estado allí, pues lo hallaba todo tan mal puesto, que plugiese a Dios le librase y diese gracia de acabar con bien esta navegación y de tener que hacer con 130
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tanta gente” . Especialmente descargó su eno jo con los encargados de colocar las mercan cías, el contramaestre y el despensero, diciéndoles que ninguno cumplió con su oficio. Están las aguas vivas en crecimiento; es el momento de salir de la barra de Sanlúcar. La partida se verificaba en la siguiente form a: Se ha dado el cañonazo de leva; esquifes y bar cones rodean las naves, han venido a traer los últimos rezagados— ocurría a veces que perso nas que hablan estado durante meses esperando para pasar a las Indias, que habían venido del extremo de España, por una hora de retraso en Sanlúcar perdían la flota— ; el piloto de la ba rra, que era distinto del de río, entraba en la nao. Cuando llegaba la hora de partida, mandaba el piloto levantar las anclas, quedando la nave sólo sobre una. Estando las velas y vergas en lo alto, ordena suban dos grumetes encima de la de trinquete y la tengan presta para largarla cuando se le mandase. 131
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Si el piloto de barra ve que es el momento conveniente, mandará suspender el ancla del fondo y, estando suspensa, d irá : “ Larga trinquete en nombre de la Santísima Trinidad, Padre, H ijo y Espíritu Santo, tres personas y un solo Dios verdadero, que Sea con nosotros y nos guarde, que acompañe y nos dé buen viaje a salvamento y nos lleve y vuelva a nuestras casas.” En el momento de largar la vela del trin quete, encargará a los de dentro que rece cada uno un Avemaria. Luego el piloto de mar dice al de barra: “ Señor piloto, haced bien vuestro oficio, has ta do viéredes que conviene que yo pueda ha cer el mío.” Mientras se iba por la barra, todos debían ir en silencio, quietos y pacíficos, sin molestar para nada al piloto de la barra. Este debía ir por el centro del canal mirando las marcas y señales. A la salida de la barra láS naos amainan láS 132
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españ olas
velas y se ponen d,e través para esperar a las naos rezagadas; unas se retrasaban porque ne cesitaban aligerar carga; otras, porque les fal taba gente. A l fin, la flota se dispone a partir; la capi tana da la señal, las demás naos la siguen, ce rrando la marcha la almiranta. • Y a con la ronca salva y saloma con sus colores varios a las olas; de las entenas, gavias y altas cumbres, flámulas, gallardetes, banderolas, ya aderezan faroles para lumbres la capitana y almiranta solas, llevando, porque el cargo adelanta, la capitana tres, dos la almiranta. Y a con la ronca salva y saloma dispara a leva el general, y zarpa. Neptuno el peso entre los hombros toma, más blando que e l delfín oyendo el arpa, cuando desde la tierra alguno. asoma, parece al que le ve. pequeña c^rpa; 133
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mas desdé la nave de armas llena parece el pez más mínimo ballena. Levantadas las áncoras, despliegan las velas blancas, en quien hace empleo un viento alegre, al son del cual navegan, Alargado el trinquete, asido el Treo, zéfiros mansos por las xarcias juegan, y suspiros también de algún deseo,
*
dejando de las naves la gran suma, un largo rastro de salada espuma. H uye la tierra y todos sus despojos, la playa, el puerto, y gente conocida; „los árboles se pierden a los ojos, y la costa, de niebla revestida. Y a nacen de la vuelta los antojos apenas engendrada la partida, y tanto cuanto más de ella se ausentan tanto mayores nubes se presentan. (Lope de V ega: “ L a Dragontea” .) 134
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Pero veamos la vida que la gente de mar lle vaba, mientras que: Con orden grande y singular concierto va caminando la vistosa flota, sin ver la tierra del vecino puerto, por alta mar tomando la derrota, siguiendo van al marino experto, que a la ribera opuesta más remota estudiando en la piedra y en el norte se busca el puerto a do la flota aporte. (Villaviciosa: “ La Mosquea” .)
No era. sin duda, agradable y distraída la navegación; de por sí, siempre ha encerrado grandes peligros, sobre todo en aquellos tiem pos en que había que navegar atenidos única mente a la brújula, el sextante' y la ballestilla, en navios pequeños, siempre juguetes indefen sos del viento. 135
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Como dice Don García de Toledo, tienen los hornbres de mar por contrarios a los cuatro elementos": “ el agua sobre la que se anda, que es el primer enemigo; andando en ella tenéis el fuego, que es el segundo; el aire, que es el que siempre andáis buscando y llamando, es el que os trebüca yendo a buscar el puerto o por voluntad o por fuerza a embestir en las peñas, y al fin, dáis a través en la tierra, que es la que os habría de recoger, sin otros infinitos peligros y males que hay en este ejercicio.” Conviene, ante todo, para evitar erróneas in terpretaciones, fijarse en el distinto carácter que habla de tener una nao dedicada al trans porte de mercancías y el de las naves utiliza das como alojamiento de elevados personajes; basta recordar el lujo, la esplendidez de las galeras de Carlos I, de la galeaza preparada por D. Alonso de Bazán para el paso de Fe lipe II a Inglaterra, de la galera de D. Juan de Austria, del Bucentauro, etc.; el tomar sólo uno de los aspectos para juzgar las condiciones de vida en la época, sería lo mismo que ha 136
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españ o las
blar de la situación de nuestros navegantes, por la que tienen ya los de los barcos pesqueros o los tripulantes de los yates reales. Sin necesidad de acudir a ejemplos extre mos, se comprende que la situación, de un pa sajero de aquellas naves no podía ser más con traria a nuestra actual sensibilidad. La rela ción de Zalazar, si bien exagerada, tiene algo de realidad. Dice en su carta al Licenciado Miranda de Ron; “ H ay árboles en esta ciudad (se refiere a la nao), no de los que sudan saludables gomas y licores aromáticos, sino de los que corren de continuo puerca pez y hediondo sebo. También hay ríos caudales, no de dulces corrientes aguas cristalinas, sino de espesísima suciedad; no lle nos de granos, como el Cibao y el Tajo, sino de granos de aljófar más que común, de gran des piojos y tan grandes que algunos se al madian y vomitan pedazos de carne de grumete. El terreno de este lugar es de tal cualidad, que cuando llueve está tieso y cuando los soles son mayores se enternecen Ips lodos y se os 137
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pegan los pies al suelo, que apenas los podéis levantar. De las cercas a dentro tiene grandí sima copia de volatería de cucarachas, que aquí llaman curianas, y grande abundancia de ratones, que muchos se aculan y resisten a los monteros como jabalíes.” Si a esto se le añade la necesaria estrechez de las cámaras de los pasajeros, debida a la pequeñez de las naos, y la mayor propensión al mareo que la inestabilidad de las naves había de pro ducir, se comprenden las quejas de viajeros, un tanto acostumbrados a una vida regalada, como Eugenio Zalazar y Antonio de Guevara. E l mareo era llamado almadiar, quizás, como quiere Zalazar, porque era dar el alma. Reco mendaba para estos casos Escalante Mendoza que se hiciera matar una gallina, y con ella un buen y sustancioso caldo, el cual debía tomarse después de una dieta suficiente para tener el es tómago vacío. Además, el pasajero perdía, al entrar en la nave, toda libertad de mandar; antes bien, de bía obedecer al capitán, al maestre o patrón, al
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contramaestre o al cómitre y a los mismos ma rineros. Si el viajero quiere presumir de lo que tiene, o de lo que vale, el más pobre remero de una galera le dirá: “ Desembarace luego la galera y vaya a mandar en hora mala a su casa.” Por muy caballeroso, honrado, rico y fincha do que fuese el pasajero que entrase en una galera, debía llam ar: al capitán de ella, señor; al patrón, pariente; al cómitre, amigo; a los proeles, hermanos, y a los remeros, compañeros. Lo mismo en la galera que en la nao, el ma reante carecía de toda libertad, dependía de todos los tripulantes; tenía que atraérselos a todos, pues de todos había necesidad. H ay que tener mucho en cuenta, cuando se trata de estudiar la vida que se llevaba en las naos, el peligro que supone tomar al pie de la letra las palabras de autores como Zalazar. Parece superfluo indicar el carácter humorís tico de sus obras. Zalazar, Guevara y Quevedo miran al mundo a través de un prisma defor-
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no dejarse extraviar por él, de no aceptar , sus afirmaciones mas que cuando otros testimonios imparciales lo confirman. Sin embargo, algún historiador, como M. Groussac, acepta ad pe~ deni literae las descripciones de Zalazar. Mas, si el investigador mira con imparciali dad los datos que la misma literatura nos da, hay que confesar que no siempre se llevaba la vida que con tan negros colores nos pinta Groussac; había gente más afortunada, sin duda, que Zalazar; pasajeros que lograron te ner una existencia más confortable. Mateo Alemán nos habla de un caballero que “ Hacía plato en la popa, tenía un muy lucido aparador y criados de su servicio bien adere zados... Cuando venía de fuera salíalo a reci bir a la escala (Guzmán de Alfarache), dábale la mano a la salida del esquife; hacíale palillos de sobremesa de grandísima curiosidad, y tan ta que aun enviaba presentados algunos de ellos; traíale la plata y más vasos de la bebida tan limpios y aseados qu.e daba contento de mirarlos; el vino y el agua frescos; mullida 140
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la lana de los traspontines; el rancho tan asea do, de manera que no había en todo él ni se hallaba en todo él una pulga ni ningún otro animalejo su semejante...” El viaje para los marineros, dada su condi ción, no era un paseo de placer; entonces y siempre, con los cambios naturales sufridos, te nían que obedecer las no muy corteses órde nes del contramaestre, realizar las maniobras ordenadas por el piloto, luchar con el mar em bravecido. Pero al embarcarse no abandonaban sus ale grías y preocupaciones; en la nao eran cele brados todos los acontecimentos merecedores de ello, si no con el mismo fausto y esplendidez que en tierra, quizás con más alegría y albo rozo. A sí, eran motivos de esparcimiento y regoci jo fiestas no muy devotas, como el Carnaval. En la relación del viaje de la armada de Farfán del año 1554 se dice: “ Siempre el dicho día que salió la armada, que fué miércoles, hasta el martes siguiente. . •
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día de carnestolendas, truximos buen tiempo, brisa aunque bonanza, y como el día lo quería, la capitana y al almiranta y las demás traían mucho regocijo y se disparó mucha artillería; la gente hacia en ellas juegos y otras cosas de placer, lo que les parecía.” Otras veces era la solemnización, con toda religiosidad y aparato, de la Semana Santa: “ Como iban religiosos en la flota, la más de la gente se confesó, y el Jueves Santo, con se das y otras cosas que iban en las naos, cada nao se hizo su manera de monumento y pusieron imágenes y cruces, y en muchas naos hubo dis ciplinantes en harto número atento á la gente que iba. E l Sábado Santo, al tiempo de gloría, la capitana la primera y después las demás hi cieron muchas alegrías y dispararon toda la artillería gi'uesa y menuda que traían, y era tanta que cierto que era cosa harto de ver- El Domingo de Pascua, por la mañana, todas las naos y la almiranta la primera, con sus estan dartes reales, fueron a saludar a la capitana, que iba asimismo con muchos estandartes, y la 142
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saludaron con mucha artillería. Ella a sola la almiranta salvó y respondió con siete u ocho piezas de artillería gruesa y con músicas e trompetas y otros instrumentos y a los demás con sólo la música.” M uy otras podían ser las causas de conmo ción en las naos de una ilota, como el saludar a un buque amigo, con la prolija etiqueta que es taba mandada en las Ordenanzas; ejemplo de ello son las ordenanzas dadas por D. Luis Fa jardo, siendo general de las armadas del mar Océano, aprobadas por el R ey y recogidas por D. Carlos Ibarra en 28 de junio de 1635; orde nanzas que sin duda no debieron hacer otra cosa que recoger las costumbres usadas en la segun da mitad del siglo X V I, hacia el final de este siglo’ fué general Fajardo. Y a la muerte de algu na persona de importancia: “ V¡ó poner sobre la gavia mayor un estandarte negro, y llegándose más cerca oyó que tocaban en la nave clarines y trompetas roncas, señales claras o que el ge neral era muerto o alguna otra principal per
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sona de la nave.” (Cervantes: “ La Española Inglesa. ” ) Durante la travesía todo era motivo para canciones y salmodias; al caer la tarde se oían estas religiosas palabras:
“ Bendita sea la luz y la Santa Veracruz y el señor de la Verdad, y la Santa Trinidad; bendita sea el alba, y el señor que nos la manda, bendito sea el día y el señor que nos lo envía.” La misma voz, la del paje de turno, decía las oraciones del Pater Noster y Avemaria, después de lo cual decía estas palabras: “ Amén, Dios nos dé buenos días, buen viaje, buen pasaje haga la nao; señor capitán y maes tre, y buena compañía, am én; así ferá buen via 144
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j e ; muy buenos días dé Dios a vuestras merce des, de popa a proa.” Por la noche el paje que llevaba la lumbre a la bitácora decía: “ Amén, y Dios nos dé bue nas noches; buen viaje, buen pasaje haga la nao, señor capitán y maestre, y buena com pañía.” Después salían dos pajes y rezaban la doctri na cristiana y las oraciones del Pater Noster, Avemaria, Credo y Salve Regina. Luego se entraban en la cámara a velar la ampolleta, y decían:
“ Bendita la hora, la hora en que Dios nació. Santa M aría le parió, San Juan le bautizó. La guarda es tomada, la ampolleta muele; buen viaje haremos, si Dios quiere.” 145 10
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Cuando acaba de pasar la arena de la ampo lleta, dice el paje que vela:
“ Buena es la que va, mejor es la que viene; una es pesada y en dos muele, más molerá si Dios quisiere; cuenta y pasa, que buen viaje fará; ¡ah de proa, alerta, buena guardia!”
Los de proa contestaban con un grito o gru ñido, dando a entender que no dormían. A cada ampolleta que pasa, que dura media hora, ha cen otro tanto, hasta la mañana. A llá a la media noche el paje llama a los que han de ir a velar el cuarto que dura desde en tonces hasta por la mañana, y dice: “ Al cuarto, al cuarto, señores marineros de buena parte; al cuarto, al cuarto en buen hora, de la guardia del señor piloto, que ya es hora; leva, leva, leva.” 146
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Cuando llegaba el momento de las maniobras, acompañaban su trabajo con salomas— dice Zalazar— que “ al tiempo de guindar las velas es cosa de oir salomar a los marineros que tra bajan, y las izan cantando y a compás del canto, como las zumbas cuando pelean; y co mienza a cantar el mayoral de ellos, que por la mayor parte suelen ser levantiscos, y dice:
“ Bu iza, o dio, ayuta noi, o que somo, servi soy; o voleamo ben servir, o la fede ben mantenir, o la fede de cristiano, o malmeta lo pagano, escafondí y sarrahim, torchi i mori gran mastin, o fiillioli dabrahim, o non credono que ben sia, o non credono la fe santa, en la santa fe de Roma, e di Roma está el perdón, 147
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Ó San Pedro gran varón, o San Pablo, son compañón, o que ruegue a Dios por nos, o por nosotros navegantes en este mundo somos tantes, o ponente resplandor fantineta, viva lli amor, o jovel home gauditor.
A cada versillo de estos que dice el mayoral responden todos los otros “ o, o ” , y tiran de los fustagos para que suban las velas.” La gente de mar tenía más que otra alguna fama de malas costumbres. “ Los marineros— dice Cervantes— son gente gentil e inurbana, que no sabe otro lenguaje que el que se usa en los navios; en la bonanza son diligentes; en la borrasca perezosos; en la tormenta mandan muchos y obedecen pocos; su Dios es su arca, y su rancho y su pasatiempo ver mareados a los pasajeros-” Era gente díscola y difícil de gobernar, in148
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dividuos acostumbrados al peligro, no temían arriesgar la vida por una futesa. Los capita nes tenían que imponerse desde el primer mo mento, si no querían ver la indisciplina a bor do ; a veces la única manera de lograr la sumi sión de los marineros era'pactar con el valiente que se había impuesto a la tripulación; una promesa de ascenso o de más paga, bastaba en ocasiones. Otras veces surgían cuestiones sobre lo que corriprendían las obligaciones de un marinero; los marineros sostenían que su servicio com prendía sólo el de la nave, pero no el personal de los Jefes, y menos el acompañarlos en tie rra; también llegaban a discutir lo que se debía de hacer en un momento dado; al mandárseles cualquier cosa que no les parecía bien, respon dían que se buscase quien lo hiciese, porque ellos no estaban obligados a hacer aquéllo; al pretender sus superiores ser obedecidos, sur gían, como dice Escalante Mendoza, pendencias y disparates.
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distracción posible, durante las largas horas en que no tenían otra cosa que hacer, más que vicio era pasión; toda clase de juego era buena, ya de naipes, ya de dados. Jugaban a la primera de Alemania, a las tablas de Borgoña, al alquerque inglés, al tocadillo viejo, al pasar ginovisco, al flux catalán, a la figurilla gallega, al triun fo francés, a la calabrida morisca, a la gana pierde romana o al tres y as bolañés. No parece fueran jugadores muy escrupulo sos; hacían trampas y se aprovechaban de todás las ventajas posibles; una de las industrias de los galeotes era hacer dados finos o falsos, cargándolos de mayor a menor, ases enfrente uno de otro, seises para fulleros. Debían los pasajeros, sobre todo si eran de galera, tener mucho cuidado con quién trata ban, de quién se fiaban, con quién hablaban y sobre todo con quién jugaban, porque “ son tan avisados— dice Antonio de Guevara— , que si le sienten al pasajero que es un poco necio, ju garán con él tres al mohíno” . Sé dieron disposiciones que reprimían y .'as150
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tigaban el juego por el Emperador Don Ciar los, por el Príncipe Gobernador, y en las O r denanzas de la Casa de la Contratación, reco gidas luego en las leyes de Indias; pero todo en vano. Como en los tiempos modernos, aun que vedado, era una fuente de ingresos para las mismas autoridades que, debiendo repriioirlo, lo permitían y explotaban. Las varas de alguacil— dice el general de armada D. Barto lomé de Villavicencio, en una carta dirigida al Rey el año 1597— llegaron a venderse en las naos, por los generales de armada, hasta en 600 y 700 ducados, con tal que con ella se les diese la exclusiva de la venta de naipes y dados. Tan grande era la pasión por el juego, que, se cuenta en la “ Vida de Alonso Contreras” , habiendo prohibido un capitán el uso de naipes y dados, y no teniéndose por ello otra cosa con que jugar, “ hacían un círculo en una mesa como la palma de la mano, y en el centro de él otro círculo pequeñito, como un real de a ocho, en el cual todos los que jugaban metían dentro de este círculo un piojo, y cada uno te151
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nía cuenta del suyo, y apostaban muy graneles apuestas, y el piojo que primer salía del círcu lo grande libraba toda la apuesta, que certifico la hubo de 8o cequies” . En otros aspectos de la vida, no parece fuera su conducta más recomendable, pues eran juga dores y blasfemos. “ No se oye entre gente se mejante sino blasfemias y perjurios que ellos mismos no entienden” dice Mateo Luján de Sayavedra, en su “ Guzmán de Alfarache” . Su indisciplina, sobre todo en las naves en que iban soldados, era a veces tal, que la única manera que tenía el capitán de imponer su auto ridad era nombrar sargento al más bravucón y baratero. Su llegada a los puertos era temida por las justicias; constantes pendencias y des órdenes, que a veces degeneraban en verdade ras batallas campales; contiñuós conflictos de jurisdicción con los generales, que amparaban y defendían a sus subordinados, era la huella que dejaba su paso... A pesar de lo dispuesto en las Ordenanzas, se llevaban en las naos y galeras damas de no 152
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muy recomendable fama y" profesión. L a mis ma abundancia de disposiciones prohibitivas ya lo indica. En la instrucción dada el año 1550 a D. Sancho Biedma, Capitán general de la A r mada para Indias, se le decía que no consin tiese que en la armada fuese ninguna mujer amancebada con ningún marinero u oficial, y sólo permitiese las que fueran como lavanderas para el servicio general de las naos. Lope de Rueda, en su comedia “ L a E ufem ia” , habla de la malograda Catalinilla la Vizcaína, que fué manceba de Barrientes, sotacómitre de la galera del Grifo, la moza de mejor talle que andaba por toda la armada. En la relación que hace Alonso Gomes de Santoya del desgraciado viaje de Jaime Resquín dice: “ Su fruta de postre era tratar de mujeres (i) y decir a los otros que no eran nada porque no llevaban cada uno una. Y tenía razón, porque él llevaba dos y la que traía de Sevilla; de manera que la una
(i) El autor emplea una expresión más cruda, que, por respeto a los lectores, no reproducimos. (N. del E.)
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era gallega, la otra sevillana y la otra era la or dinaria que traxo de allá, del Río de la Plata, india; y llevábalas todas tres en casa y no sé si en la cámara de la n ao; de manera que daba tan mal ejemplo a los soldados, que cada uno procuraba llevar la suya y con permiso del gobernador.” Dice Antonio de Guevara, en su “ A rte de na vegar” , que es privilegio de galera que ni el capitán, ni el cómitre, ni el patrón, ni el piloto, ni el remero, ni el pasajero puedan tener ni guardar, ni esconder, mujer suya ni ajena, ca sada ni soltera, sino que la tal de todos los de la galera ha de ser vista y conocida, y como las que allí se atrevían a ir puede presumirse de cuál linaje eran, asegura el autor citado que “ a los veces acontece que, habiéndola traído algún mezquino a su costa, ella hace placer a muchos de la galera” . Este pasaje de Guevara, escritor galano, pin toresco y exagerado,' ha de mirarse con crítico reparo, pues si bien es verdad que estuviesen sometidas a semejantes oprobios las aventure 154
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ras que se decidían a embarcarse y compartir ia vida de la marinería, no es exacto que al canzara esa infamante comunidad a las honestas mujeres de los pasajeros, entre las cuales pue den recordarse a las esposas, hijas y hermanas de los conquistadores que fueron a Indias en los primeros y sucesivos viajes, como la hija de Pedrarias Dávila, doña M aría de Peñalosa; Marina Ortiz de Gaete, mujer de Valdivia; doña Isabel de Barreto, adelantado del mar Océano, y muchas más de menor nombradla. Esta comunidad de las mujeres en las naos o galeras, con el ñn de evitar las disputas que pudiesen surgir durante la navegación, parece ser confirmada en la instrucción dada por don Cristóbal de Erasso, Capitán general de la guardia del mar Océano, a su lugarteniente don Pedro Vique. En ella se dice textualmente; “ Las mujeres que anduviesen en galera, sean comunes a la gente de mar y guerra como a la del remo, y ninguna se reserve ni esté amansebada con official ni con otra persona, so pena de cient azotes y desterrada de la armada.” 155
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Mas no sólo eran éstas las debilidades de esta gente, sino que se les acusaba de vicios más vergonzosos, aun castigados con pena inmedia ta de muerte; hay noticias de más de un caso de sodomía. A sí, en el viaje de Jaime Resquín se castigó un caso, y durante el viaje de la ar mada de Farfán, desde Sanlúcar a Puerto Rico, en el año 1554, se descubrieron cuatro so domitas. N o tenían tampoco, y merecidamente, fama de religiosidad. A l mandar el general Barto lomé de Villavicencio, bajo ciertas penas, se confesasen y comulgasen en San Juan de Ulúa la gente de su armada, resultó que había mari neros que no se confesaban hacía treinta años, muchos seis, y casi todos, tres. A cuenta de su poca devoción se llegaron a extender cuentos, como aquel en que un mari nero prefiere, en inminente trance de muerte, atracarse de comer a la confesión, popularizado por Timoneda en “ El sobremesa y alivio de caminantes” :
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"¿Q u é determinas, soldado, agora con tu comer? Respondió: Pese a mal grado, bien es que coma un bocado quien tanta agua ha de beber.”
Historieta narrada también por H . Luna en su segunda parte, continuación de “ E l L a zarillo de Torm es” . Esta parece fué la conducta de la mayoría de la gente de mar. Felipe II, sin embargo, tan celoso en materia de religión, dictó repetidas órdenes, mandando que antes de partir las flo tas confesasen y comulgasen los marineros. Así, en la Real cédula dada en Lisboa el año 1582 dispone que antes de partir las flotas confesa sen y comulgasen con los religiosos agustinos, dominicos, franciscanos y jesuítas qüe al efecto se enviaban, bajo pena de privación de ración y sueldo; y en una carta al Marqués de M e dina Sidonia ordenaba a la gente de mar y soldados se confesasen, cuidando los maestres 157
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de campo y cabos de todas las banderas y com pañías de recoger las cédulas de confesión, pues se las habían de entregar al propio Fe lipe II. Dió, además, diversas disposiciones, recogi das en las leyes X L , título X V , libro IX , y L U I, título X X X , libro IX , de la Recopila ción de Indias, y en el capítulo X L I V de la Instrucción de generales dada en San Loren zo el 7 de junio de 1597, en las que se mandaba que en las naos fuesen clérigos o religiosos que administrasen los Sacramentos. Pero ya fuese el deseo de congraciarse con Felipe II, cumpliendo sus disposiciones, ya la devoción del maestre o del general, hizo que algunas naos fuesen modelos de compostura, como la flota para Nueva España, que el año 1579 dirigió el general Bartolomé de Villavicencio, o la mandada por D. Alonso de Eraso, y que en algunas naos se celebrasen los oficios religiosos de la sencilla pero sincera ma nera descrita para Zalazar con tanta expresión: “ Llegó el primer sábado, en que a la hora 158
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de la oración se hizo una solemne fiesta en nues tra ciudad de una salve y letanía cantada por muchas voces; y antes que comenzase el oficio, estando puesto un altar con imágenes y velas encendidas, el maestre, en voz alta, dijo: •— Somos aquí todos. Y respondió la gente m arinera:— Dios sea con nosotros. Replica el maestre: — Salve digamos, que buen viaje hagamos; salve diremos, que buen viaje haremos. Luego se continúa la salve y todos somos cantores; acabada la salve y letanía, dijo el maestre, que es allí el preste: — Digamos todos un Credo a honra y honor de los bienaventurados apóstoles, que rueguen a Nuestro Señor Jesucristo nos dé buen viaje. Luego dicen el Credo todos los que lo creen. Luego dice un paje que es allí monacillo: — Digamos un Avemaria, por el navio y compañía; sea bien venida. Después dicen los muchachos levantándose; “ Amén, y Dios nos dé buenas noches” , et 159
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cétera, y con esto se acaba la celebración de este día, que es la ordinaria de cada sábado. Monsieur Paul Groussac, en su ya citado capítulo “ La vida en la carabela” , dice: “ Todo esto y mucho más (habla de los peli gros de la tempestad) para atrapar una solda da de 800 maravedises (afirmación errónea, como hemos visto) y comer dos veces al día la escasa ración de bizcocho averiado y rancia mazamo rra con algunos vestigios de lardo o añeja ce cina. Tal era el régimen diario, salvo los vier nes, en que aparecían las habas o garbanzos guisados con agua y sal; y para las fiestas re cias, estando bien provistos los pañoles o es tando cerca el surgidero, asomaba el arenque curado o el seco abadejo remojado con una taza de avinagrado líquido.” Sigue, aunque no lo cita; la descripción que de una comida hace Eugenio Zalazar. ¿Son completamente ciertas tales afirmacio nes? Aun suponiendo que Zalazar hiciera una exacta pintura de lo que sucedía en la nave en que realizó su viaje, ¿era ésta la manera de 160
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vivir corriente, ordinaria, normal de los mari neros de aquella época? M e parece que puede darse una negativa rotunda. Pero antes de continuar creo de interés re coger una nota del mismo ‘Groussac. A l mencio nar la mazamorra— comida que por cierto más que de nao lo fué de galera— define esta pala bra como “ sopa de aceite y migajas de bizco cho” . Me parece tal afirmación muy atrevida, pues Veitia dice “ que se recoja la mazamorra (que así llaman los restos que sobran del biz cocho)” (pág. 172, cap. X X II, lib. I), y C ris tóbal de Villalón, “ las migajas que se desmoro'"''in de aquello (el bizcocho) y los suelos donde estuvo se llama mazamorra” . (Viaje a T u r quía, pág. 63, lib. I). L o que se sucedía era que se comía “ con ajos, pan y aceite cocido todo” . (Vida del capitán Alonso de Contreras” , pá gina 85.) No puedo resistir a la tentación de copiar al gunos párrafos de la carta de Zalazar al L i cenciado Miranda de Ron, de tan agradable y divertida lectura, fuente de las afirmaciones 161
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de Groussac, y en los que en forma caricatural se nos dan interesantísimos detalles sobre el modo de celebrarse una comida en la nao (jpor cierto que las más curiosas noticias han sido omitidas por Groussac): “ V i salir dos de los dichos pajes debajo de cubierta con ciertos envoltorios, que ellos dije ron ser manteles, y tendiéronlos en el combés del navio, tan limpios y bien damascados que parecían .pieza de fustán pardo deslavado. Luego hincharon la mesa de unos montoncitos de bizcocho, tan blanco y limpio, que los mante les con ellos parecían tierra de pan llevar llena de montoncitos de estiércol. Tras esto pusie ron tres o cuatro platos grandes de palo en la mesa, llenos de vaca sin tútanos, vestidos de algunos nervios mal cocidos que estos platos llaman saleres, y por eso no ponen salero. Y estando la mesa a s í' abastecida, dijo un paje en voz alta: “ Tabla, tabla, señor capitán y maestre, y buena compañía. ¡ Viva, viva el Rey de Castilla por mar y por tierra- ¡ Quien le die re guerra, que le corten la cabeza; quien no di162
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jere amén, que no le den de beber. Tabla en buen hora; quien no viniera, que no coma.” En un santiamén salen diciendo amén toda la gente marina y se sientan en el suelo a la mesa, dando la cabecera al contramestre; al lado de recho, el condestable. Uno echa las piernas atrás; otro, los pies delante; cuál se sienta en cuclillas, y cuál recostado y de otras muchas maneras, y sin esperar bendición sacan sus cu chillos o gañavetes de diversas hechuras, que unos hicieron para matar puercos, otros para desollar borregos, otros para cortar bolsas, y cogen entre manos los pobres huesos, y así les van desíomeciendo de sus nei^vios y aierdas, como si toda la vida hubiesen andado a la prática de la anatomía en Guadalupe o en Valen cia, y en un credo los dejan más tersos y lim pios que el marfil. Los viernes y vigilia,s comen habas guisadas con agua y s a l; las fiestas recias comen su abadejo. Anda un paje con la galleta del brebaje en la mano, y con su taza dándoles de beber harto menos y peor vino y más bap-
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tes por el pos y el pos por el ante y el medio por todos concluyen su comida sin quedar con clusa su hambre.” Hubo, no se puede negar, casos más extre mos aún que el reseñado por Zalazar; momen-tos en que, por acabarse las provisiones y bas timentos, era necesario moderar las raciones como se mandaba en el capítulo 71 de la Instrucción de generales, dada en San Loren zo del Escorial a 7 de junio de 1597. Veces había en que los jefes de expedición procedían de una manera tiránica y despótica, algunos tan desafortunadamente y sin ley como Jaime Resquín, quien, al salir de Cabo Verde, mandó poner en el mástil mayor un cartel di ciendo : “ Sea notorio a todos los soldados desta nao que aquí se manda dar ración a todos igual mente, a cada uno libra de bizcocho y media azumbre de agua y no otra cosa, y si alguien murmurase de ello, sepa que si fuere caballe ro le cprtaran la cabeza, y si -fuere de otra calidad le ahorcaran, y si alguien le oyere y no lo denunciare le darán un trato de cuerda.” 164
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Y fué tal la desesperada situación a que se llegó por falta de agua, tal la miseria de los tripulantes, que las mujeres, en el extremo de la indignación, le llegaban a decir, mostrándo le sus hijos en brazos; “ Señor, tome nuestros hijos y échenlos al mar, pues los vemos morir de sed.” Había generales, proveedores y maestres de raciones codiciosos y desaprensivos que se en riquecían a costa de los marineros y soldados; ora acortaban las raciones, a pretexto de esca sear, y cobraban como si las hubiesen dado en teras, ya compraban para el retorno de la flota buen bizcocho, en la Puebla de los Angeles, a cinco pesos y medio el quintal; de éste presen taban la muestra, pero sólo lo comían el gene ral, el almirante, proveedor, escribano y los gentiles hombres de la mesa del general, mien tras los marineros tenían que conformarse con otro que costaba cuatro pesos, y a veces con otro de menos precio aun; bizcocho prieto, sin sustancia, hecho de harina a la que habían qui tado la flor. Cosa parecida sucedía con el vin o ; 165
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los privilegiados bebían el que habían presenta do de muestra; los soldados y marineros, en tretanto, vinos vinagrotes comprados a muy bajos precios. Esto es lo excepcional, casos que por salir de lo ordinario se hacen resaltar con más ener gía ; pero el régimen normal de esta gente de mar, si bien no puede calificarse de escogido y exquisito, era abundante, más que suficiente. Un capítulo de la Instrucción de la armada nos da a conocer con todo detalle la situación de los marineros. Las raciones, iguales para todos, eran libra y media de bizcocho y media azumbre de vino diariamente. Este bizcocho ya estaba definido en las Partidas: “ que es pan muy liviano porque se cuece dos veces e dura más que otro e no se daña” . Cristóbal de Villalón nos muestra la manera como se fabricaba, diciendo: “ Toman la harina sin cerner ni nada y hacíanla pan; después de aquello hacíanlo cuarto y recuécenlo hasta que está duro como piedra.” El domingo y jueves recibían una libreta de 165
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carne fresca y dos onzas de queso para cenar; los lunes, miércoles, ,viernes y sábados, menes tra “ mmiestra, que dicen en Italia..., es como acá decimos potajes, de tal manera que se pue den comer con cucha” (Cristóbal de Villalón); de babas y garbanzos se les daba medio celemin para doce personas y una libra de pes cado salado entredres personas; el martes, me nestra de arroz con aceite, entre diez personas una libra, y media de tocino a cada uno; ade más se les daba una cantidad de ajos pruden cial, media azumbre de aceite al mes a cada per«ona para las menestras y con el mismo ob jeto una arroba de vinagre al mes entre cinco personas. Lo dispuesto, en la Instrucción de la. armada del año 1578 citada, no es excepcional, sino la forma corriente en la época, y que, con más o menos variantes se observa en todas las O r denanzas. Para que se aprecie lo poco fundado de las consideraciones de Groussac, voy a men cionar algunas como ejemplo. Asi, en las condiciones remitidas por Antonio 167
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de Guevara a S. M., bajo las cuales se recibie ron las naos aragonesas, venecianas y levantis cas para la expedición a las Terceras, la ración es de libra y media de bizcocho, media azumbre de vino, ocho onzas de despensa, además de aceite, vinagre y legumbres. En la Instruc ción a los maestres de naos de la armada “ In vencible” era cada día ración y media de biz cocho, peso de Castilla, o sea 24 onzas, y dos libras de pan fresco, cuando no se diese biz cocho. E l vino, de Jerez, Lamego, Monzón o del Condado, media azumbre; de Candía, un cuartillo. Los domingos y jueves, por cada ra ción, seis onzas de tocino, y por ministra dos de arroz a cada ración; lunes, miércoles y sá bados, seis onzas de pescado atún o de pulpo, o cinco sardinas con tres onzas de habas o garbanzos; los lunes y miércoles, seis onzas de hueso por ración y tres de habas o garbanzos con ella; aceite, cuando se da pescado; vina gre, cuando se da pescado, un cuarto de cuar tillo por ración; agua, la que sea menester. 168
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siendo la ración ordinaria tres cuartillos por persona. Pero la prueba más concluyente, contraria a todo lo que se dice sobre la escasez de alimen tación dada a los tripulantes de las naos, es la simple observación de la venta continua que se hacía de las raciones sobrantes; en los Avisos al Consejo de Indias se consideraron estas tran sacciones como de suma importancia; fueron prohibidas por ser materia de transacciones no muy limpias de los maestres de naos y de ra ciones, los cuales compraban a los marineros y soldados las raciones que les -sobraban a mi tad de precio y luego las vendían al precio del mercado, a los proveedores de la armada. Estaba la gente de mar acostumbrada de tal manera a estas transacciones, que le suponían un efectivo sobresueldo, que habiendo querido el general Francisco Coloma prohibirlas, en cumplimiento de las disposiciones vigentes, fué tan grande el descontento que se produjo que, temeroso de provocar un grave conflicto, re unió Consejo de oficiales, en el que se resolvió 169
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que, para evitar posibles desórdenes y casos de indisciplina, se comprasen las raciones sobran tes y se les pagase al precio que tenían en Santa Marta. V oy a tratar ligeramente de la situación de la gente de galera, pues aunque en realidad en las flotas no iba ninguna, al menos normalmen te— alguna vez fueron, pero por accidente, no como naos de comercio ni de defensa, sino porque iban también a las Indias, para la guar da de las costas de la Española, Venezuela, etcétera— , para completar el cuadro de la vida en el mar en el siglo X V I, sirviendo de tér mino de comparación con la llevada en las naos, y porque siempre habré de referirme a las galeras al tratar del contrabando y de los medios que se pusieron para su represión. Todos los males que se pasaban en la n a o ,, todos los contratiempos que se sufrían, aumen tados y corregidos, se experimentaban en la galera. “ L a vida de la galera, déla Dios a quien la quiera” , decía un refrán, según Antonio de Guevara, muy usado entre la gente común. 170
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Cristóbal de Villalón afinna que la .vida en esas naves “ lo que es, verdaderamente, infier no abreviado” . Cervantes las retrata en pocas palabras en “ El licenciado V idriera” , de esta manera: “ Aquellas marítimas casas adonde lo más del tiempo maltratan las chinches, roban los forzados, enfadan los marineros, destruyen los ratones y fatigan los inzetos.” Su limpieza y pulcritud dejaba mucho que desear; en un hacinamiento de doscientas y pico personas, en más de su mitad galeotes, herrados de tres en tres a un banco, sin ropa que mudarse, ni posibilidad de lavado, parece natural el consejo que da Antonio de Guevara a los pasajeros regalados y de estómago deli cado, recomendándoles se provean de algunos perfumes, menjuy, estoraque, ámbar o áloes, o de alguna poma hechiza, para que con ello pu diesen resistir el gran hedor que a veces salia de la sentina de la galera, “ que a no llevar en qué oler, hace desmayar, provoca náuseas” . Pero lo que verdaderamente horroriza es este privilegio de galera “ Es privilegio de galera 171
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que todqs las pulgas que salten por las tablas, y todos los piojos que se críen en las costuras, y todas las chinches que estén en los resqui cios, sean comunes a todos, se repartan por to dos, se mantengan -entre todos ; y si alguno apelara de este privilegio, presumiendo de muy limpio y pulido, desde ahora le profetizo que si echa mano al pescuezo y a la bursuleta, halle en el jubón más piojos que en su bolsa di neros.” Pobladas más que de personas de ratones, que no sólo robaban las provisiones, sino que tenían arrestos, cuando el hambre los envalen tonaba, para atacar a las personas. A Anto nio de Guevara, yendo en una galera de T ú nez a Sicilia, le mordieron una vez en una pier na y otra vez en una orejaEran, en cambio, las galeras las naves de mayor lujo y ostentación, en cuyo adorno y riqueza se cifraba el orgullo de sus dueños ; no sólo las que eran albergue de Reyes o Príncipes, sino las mismas que estaban de servicio. En ellas, no sólo los capitanes, sino también sus 172
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parientes y allegados, disfrutaban de una vida muelle y regalada; dueños de la vida de sus ga leotes, de cuya muerte no respondían más que con una multa al tesoro real, equivalente al precio del galeote, encargado a ellos su cuida do, puede creerse con facilidad que el servi cio se hiciera ál pensamiento, y que en sus cá maras, en contraste con las de los pasajeros, no se encontraba rastro de pulgas, chinches ni ningún otro insecto, aunque la galera estuvie se plagada de ellos. En estas naves se celebraban, además, los acontecimientos con mayor pompa y brillo. Describe Lope de Vega, en su comedia “ El Arenal de Sevilla” , la salutación que unas ga leras preparaban a su general: “ Aguarda en este arenal la gente que le corona, sóló a D. Juan de Cardona, que es capitán general; porque quieren sus galeras hacerle gran fiesta y salva. 173
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que le aguardan desde el alba con mil diversas banderas, flámulas y gallardetes llenos de armas, cifras, soles, que de los altos penóles tocan a los filaretes. Clarines y chirimias hacen bailar en el centro las ninfas que viven dentro del agua en alcobas frías, a quien el aire importuno, oyendo voces tan nuevas, da con el eco en las cuevas Monasterio de San Bruno.” Cervantes, al narrar la recepción hecha a Don Quijote por las galeras de Barcelona, describe el recibimiento que en ellas se hacía a las personas de calidad e importancia. “ El cuatralvo, que estaba avisado de su «buena ve nida, por ver a los tan famosos Quijote y Sancho, apenas llegaron a la marina, cuando todas las galeras abatieron tienda y sonaron 174
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chirimías; arrojaron luego el esquife al agua cubierto de ricos tapetes y almohadas de ter ciopelo carmesí, y en poniendo que puso los pies en él Don Quijote, disparó la capitana el ca ñón de crujía, y las otras galeras hicieron lo mismo, y al subir Don Quijote por la escala derecha, toda la chusma le saludó, como es usanza cuando una persona principal entra en la galera, diciendo “ ¡hu!. ¡hu!, ¡h u !” tres ve ces. Dióle la mano el general...” Contraste y grande se ofrece, al tratar del galeote; la galera, la nave de guen-a por exce lencia del Mediterráneo necesitaba del remo para los casos de calma, como tan bellamente explican “ Las Partidas” ; “ En España ha otros navios sin aquellos que han vancos e remos, e estos son fechos señaladamente para guerrear con ellos. E por eso les pusieron velas e masteles, como a los otros para facer guerra o viaje sobre m ar; e remos e espadas e timones para ir cuando les fallece el mar,para alcanzar a los que se les fuesen o para fuyr de los que los si-
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por el ayre si non oviesse alas con que bolase; nin quando decendiese a la tierra non se podria mover, si non oviesse piernas e piés sobre que se sufriese. Otrosí estos navios que son guerre ros non podrian ir sobre mar a viento, sinon oviessen velas en que lo recibieren; e otros sí remos que los fiziesen mover quando les fallesciese.” Pero el remar resultaba un oficio tan peno so, que era considerado, por unos, como equi parable a la muerte, como Solórzano; por otros, al purgatorio, como Cristóbal de Villalón, que decía: “ Para mí tengo que si lo llevan con pa ciencia se irán todos al cielo calzados y vestidos, como dicen las viejas.” Tan duro, que no era posible encontrar quien lo hiciese libremente; y como era necesario para la navegación de aquí, que se estableciese como pena. E l forzado era siempre un hombre ya fuera de la sociedad por algún grave delito. Se les conducía, ensartados con argollas en los cuellos y esposas en las manos, por los alguaciles, cor chetes y gente de guardia, de cárcel en cárcel 176
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y de pueblo en pueblo, hasta llegar al puerto a donde estaban destinados. Y a aquí, iban por ellos a la prisión los esdavos moros con sus lanzones; atados con los guardines eran llevados a la galera; en ella se les mandaba recogerse a la popa, mientras lle gaban el capitán y el cómitre para repartirlos a cada uno en su banco. E l capitán y el cómitre. paseándose por crujía, observaban los lugares donde hacían falta galeotes, mientras la chusma, de una y otra banda, a grandes voces, con va riadas razones, pedian les fuese enviado re fuerzo. Unos decían que tenían un pobreto in útil; otros, que cuantos había en aquel banco eran gente flaca, etc. Y sin hacerles caso los distribuían conforme las necesidades del ser vicio. Colocados los forzados en sus respectivos puestos, se les entregaba la ropa del rey: dos camisas, dos pares de calzones colorados, al milla colorada, capota de jerga para los agua ceros y bonete colorado. Se les daba dos vesti dos al año, uno de ellos de aiijeo, camiseta y za177 II
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ragüelles; el de anjeo era de tela de tres rea les la v a ra ; el otro, que era de jergueta de Nue va España o Castilla, de a cinco reales la v a ra ; los bonetes colorados salían a cuatro reales; el capote de jerga, a un ducado. Solamente los forzados viejos, y costeado por ellos mismos, usaban calzón y almilla de lienzo negro ribe teado. Después de entregarles el nuevo traje que habían de usar, pasaban a manos del barbero, que les rapaba cabeza y barba, cosa que repe tían cada semana, con gran dolor de los afei tados, que, muy amantes de sus barbas, veían en este bárbaro desmoche uno de los signos de su esclavitud y vilipendio; tras de esta función el alguacil los amarraba al remo con cadenas remachadas. En las maniobras era bien distinta la galera de la nao, pues, como dice Andrés Alba, en la relación que hace de la carta del capitán M ar tín González, son tan distintas como viajar en posta o en carro. Los servicios de nave con des178
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pació; los de la galera, con toda prontitud y diligencia. De la prontitud y rapidez de los movimientos da idea la impresión que produjo, al visitar (Sancho y Alonso Quijano) una galera en Bar celona, no sólo en el ánimo a.sustadizo y apo cado de Sancho, si en el heroico de Don Q ui jote, quien, más emocionado que ante los leo nes, “ llegó a estremecerse y perdió la color del rostro” . Fuerte y rudo era el trabajo que el galeote había de hacer; además del transporte del agua, leña y demás provisiones para la galera, remar durante interminables horas, con el oído siem pre atento, día y noche alerta al silbato del cómitre. E l cómitre da la orden de zarpar; los forzados se despojan de sus cam isas; el cómi tre y sotacómitre, sendos azotes en las manos, hacen que la faena se haga con el compás y me dida necesaria; no hay limite en el castigo para el desdichado que no obedece prestamente; llue ven sobre su espalda desnuda los golpes; las 179
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heridas se curan luego, con sal y vinagre, a uso de galera. Esta era la ocupación principal; pero algu nos forzados, por más rebeldes o más desgra ciados, se les obligaba a faenas aún más duras; Guzmán de Alfarache nos cuenta q u e: “ Había de bogar en las ocasiones como todos los más forzados; mi banco era el postrero y el de más trabajo, a las inclemencias del tiempo; el ve rano con el calor, y el invierno con el frío, por tener siempre las galeras con el pico al viento. Estaban a mi cargo las gúmenas, el dar fondo y zarpar en siendo necesario. Cuando íbamos a la vela tenía cuidado con la orza de avante y con la orza novela. Hílate, los guardines, todas las ságulas que se gastaban en la galera; tenía cuenta con las boras, torcer juncos, mandarlos traer a los proeles y enjugarlos para enjuncar la vela del trinquete; entollaba los cabos que brados, hacía cabos de derrota y nuevos de gú menas ; había de ayudar a los. artilleros a bor near las piezas; tenía cuenta de taparle los fogones, que no se llegase a ellos y de guardar ISO
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las cuñas y cuchares, lanadas y atacadores de artillería; cuando faltaba algún oficial de cómitre o sotacómitre me quedaba el cargo de man dar acorullar la galera y adizalla, haciendo a los proeles que trajeran esteras y juncos para hacer fregajos y frotarla, teniéndola siempre limpia de toda inmundicia; hacer estoperoles de las filásticas viejas para los que van a dar a la banda, que aquesta es la ínfima miseria y la mayor bajeza de todas; pues habiendo de servir con ellos para tan sucio ministerio los había de besar antes de dárselos en las manos” . A cada momento le esperaba al galeote el castigo, aplicado en forma brutal; un leve des liz, la acusación de un compañero, la malque rencia del patrón, bastaban para que el infeliz forzado fuese arrizado, y el cómitre, sotacó mitre, alguacil o mozo de alguacil, con una anguila de cáñamo torcido, único azote que se permitía— estaban prohibidos para tal uso, aun que no se cumpliese las más de las veces el pre cepto, las cosas duras, horcas de palo, guardines de vela, arcos de pipa— , le golpeaba ferozmente 181
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en la espalda y barriga o le hacía colgar en el aire, suspendido de las muñecas; cuando el cui tado no podía resistir más, fregábanle el cuerpo con sal y vinagre, y hasta otra. A veces el verdugo se convertía en víctima, no en castigo de su mucha brutalidad, sino, al contrario, por su parquedad en é l ; algunas ve ces acontecía que al ver el cómitre que el mozo del alguacil no pegaba bastante o con la sufi ciente fuerza, cogía la anguila de cáñamo y le daba una mano de azotes, para que aprendiera en adelante la manera cómo debía de darlosEl castigo quedaba al arbitrio del que lo impo nía; no había otra moderación y límite que el evitar la muerte del culpable, pues respondían de la persona del forzado al rey, y tenían, en el caso de fallecer por malos tratos, que pagarlo. No todos los forzados llevaban la misma vida; en la chusma había favoritos, privilegia dos y hábiles que, dentro de su triste condición, gozaban de mayor favor y utilidad. Los que lo graban mejor situación eran aquellos que con seguían algún puesto que les librase de bogar; 182
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a dos forzados se les encargaba del'gañol y despensa, pesaban y medían las raciones y, vigí- . laban no se adulterasen los alimentos. Otros servían de lacayos, pajes y cocineros al capitán y maestre. También había forzados que, aun no aban donando el remo, procuraban mejorar su esta do; compraban cosas de vivanderos, que luego revendían en la galera, o hacían medias de pun to, calzas de aguja, almillas, palillos de mondar dientes muy pulidos y labrados, algunos hasta matizados en o r o ; boneticos, dados y naipes buenos y falsos, partidores de mujeres, muy bien labrados, botones de seda, de cerda de caba llo, etc.; obras que realizaban mientras no te nían que remar, ya por haber viento próspero y utilizar las velas, ya por hallarse en algún puerto. Estos objetos los vendían y revendían a los pasajeros y en las ciudades por las que pasaban, y con ellos obtenían a veces tales ga nancias, que reunían hasta cien y doscientos ducados; eran capaces de poner en una carta hasta cien escudos, y se daba el caso de pres183
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tarles, mientras no recibían sus pagas, a capi tanes y oficiales. Si se tiene en cuenta la clase de gente que iba en la galera: falsarios, salteadores, corta dores de bolsa, acuchilladores, corsarios, ase sinos; la hez de las cárceles y el terror de las poblaciones, y el contagio que habían de sufrir de tales los marineros, la más mala gente del mundo, como los llama Villalón, se comprende que la vida en estas naves no fuese un ejemplo de moralidad, ni un espejo de buenas costum bres ; por manera que si se preguntase qué cosa es un,fi galera, se podría responder, con Anto nio de Guevara, “ una cárcel de traviesos y un verdugo de pasajeros” . Se blasfemaba y perjuraba de cuanto hay en el cielo y en la luna; blasfemias y perjurios que ellos mismos no entendían; solían llevar mujeres, aunque, para evitar disturbios y riñas, se dispuso, como dijimos, fuesen todas co munes-, así a la gente de mar y guerra co mo a la de remo, prohibiéndose, bajo severas penas, que nadie se amancebase. 184
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Cada uno llevaba en la galera la vida que más le cuadraba, aun en materias religiosas; se nos cuenta que sin ningún escrúpulo se veía a los moros hacer el viernes la zalá y a los judíos la bahará; era la galera, curiosa paradoja, el único lugar donde en España había tal libertad y to lerancia con los infieles. Se procuró que se les dijese misa cuando llegasen a tierra, se les predicase y se confesa sen al menos en Cuaresma. No parece se ade lantase m ucho; cuenta Guevara, que era pri vilegio de galera no sólo no celebrar ni ayunar en las fiestas religiosas, sino ni siquiera saber cuándo ellas caían; no asistir remeros, marine ros ni oficiales a misa, ni entrar en un año en una iglesia. Y narra que como les pidiese un día en broma sus cédulas de confesión, le ense ñaron una baraja de naipes y le dijeron “ que en aquella santa cofradía no aprendían a se con fesar, sino a jugar y trasegar” . Sí era temida en los puertos la estancia de la gente de las naos, mucho más era el miedo te nido a las de las galeras; cuando salían a tierra 185
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para hacer aguada o buscar leña, toda ternera, vaca, carnero, cabrito, puerco, ansarón, gallina o pollo era llevado a la galera, matado y co mido sin escrúpulo ninguno. Si salían junto a lugar poblado y rico, “ no hay monte que no ta len, colmena que no descorchen, palomar que no caten, cosa que no corran, huertos que no yermen, moza que no retocen, mujer que no sonsaquen, muchacho que no hurten, esclavo que no traspongan, viña que no vendimien, to cino que no arrebaten y ropa que no alcen; por manera que en un año rescio no hacen tanto daño el hielo, la piedra y la langosta” . Y po bre del que intentase ir a reclamar a la galera por alguno de estos desafueros, pues o le da ban un trato de cuerda o le echaban el remo. La comida que se daba en la galera no era para todos igual; a la gente de mar y guerra— oficiales, soldados, marineros, proeles y ayudan tes de oficiales— se les daba tres días a la semana carne; los demás, pescado o queso; la ración de pan era de 26 onzas, la de vino de media azumbre, la de vaca o puerco fresco de doce 186
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onzas, la de queso de seis onzas, la de pescado otras tantas; en cuaresma se daban dos onzas de menestra por cada ración, y en mil raciones una arroba de aceite al año. Estas raciones, excepto la de pan, de que só lo se daba una, eran distribuidas en distinto número, según el cargo; al capitán se le entre gaban cinco raciones de vino y cinco de des pensa; al caporal, patrón, cómitre, remolar y alguacil, dos de vino y dos de despensa; a los demás, comprendido el capellán y el sotacómitre, sólo una de cada clase. L a gente de remo tenían otro régimen dis tinto y p eo r: “ Alta mar esquiva, de ti doy querella: siete años anduve por fuerza en galeras; ni comi pan tierno ni la cai'ne fresca; siempre anduve en corso. 187
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nunca salté en tierra, sino en una isla llamada Cerdeña.” (Cervantes: “ L a cárcel de Sevilla” .) Recibía cada forzado diariamente 26 onzas de bizcocho, y entre toda la chusma se repar tía un caldero con media fanega de habas O' garbanzos; en su falta, una arroba de arroz, y cuando todo faltaba, 30 libras de mazamorra cocida y en cada caldero un cuartillo de aceite; t,n las Pascuas y Carnestolendas se les daba, los dos primeros días, ocho onzas de carne fresca y un cuartillo de vino. A los remeros enfermos, para los que había botica, se. les daba las medi cinas, carne de gallina, almendras, pasas y con servas ordenadas por el medie..,. Eran dé compadecer los que llevaban la triste vida de la galera, durmiendo al sereno, haci nados en los bancos, bogando día y noche; el espantoso trato que se les daba, el azote del cómitre siempre sobre las desnudas espaldas; 188
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los fáciles y terribles excesos que con los ga leotes se cometían. N i aun el forzado que había cumplido el número de años a que se le había condenado podía tener la seguridad de verse libre, pues se le convertía en bo3^a dándosele el sueldo de un ducado; no se le podía soltar por orden del capitán, sino que había que es perar el permiso del general. Es fácil de comprender que esos hombres no dejasen de tener esperanzas de fuga, y que se produjeran explosiones de venganza en cuanto, por un descuido de sus vigilantes y verdugos, pudiesen escapar o rebelarse. Grande era el peligro, grande también la vi gilancia que sobre ellos se ejercía; el alguacil desherraba a los forzados que se necesitaban para el transporte de agua, leña y provisiones; bajaban a tierra bien custodiados por guardias, y vueltos a la galera, eran nuevamente herrados a sus respectivos bancos por el alguacil; todos los días y noches debía éste hacerles cerca y visitar con todo cuidado sus prisiones, ver el estado de sus hierros para evitar pudiesen sol189
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tarse y huir; esto sin embargo, no era costum bre hacerlo más que durante la estancia de las galeras en los puertos, no en el m ar; ello hizo posible algún levantamiento. El 20 de junio de 1583, entre las nueve y las diez de la noche, todo era silencio y quietud en la galera capitana; el general Ruy Díaz de Mendoza dormía con tranquilo sueño en su cá mara, la espada desenvainada cabe él, dos pajes a su puerta. No pensaba sin duda el al tivo general en el descontento de la chusma, en las protestas de los galeotes, por la escasez de alimentos, por el poco cazabe que se les daba y por hacerles comer carne de caballo; tampoco en las exhortaciones y consejos de sus oficiales haciéndole observar el peligro de tener como criados a su servicio a tantos forzados en li bertadAquella noche, el alguacil del agua no había hecho la visita y cerca a los galeotes para ver el estado de sus prisiones; lejos de los puertos se descuidaba en el servicio, no había el peli gro de que se fugasen por tierra. 190
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Sigilosamente desde que salió la galera de la Yaguana, Pedro de la Fuente, francés, con tres forzados que servían de lacayos y pajes al ge neral, con su cocinero y con el del cómitre, ma quinaban la liberación de todos los forzados. Llegó la noche señalada para el levantamien to ; todos los preparativos estaban terminados; a los galeotes se les habían roto los hierros, las armas por los pajes del general estaban escon didas y encerradas fuera del alcance de los soldados. A l grito de "¡Libertad!, ¡libertad!” , se c[uitaron los hierros y tomaron sus espadas. Débil fué la resistencia que se les puso por soldados desarmados y dormidos. El general fué asesi nado en su cám ara; igual suerte corrieron los soldados que no se echaron al mar. Catorce ma rineros franceses se pusieron de parte de los sublevados; los demás, muertos o heridos, fue ron arrojados al agua. L a galera enarboló la bandera de la rebelión, cometió gran núm ero'de robos tomó diversas naos mercantes; pero D. Diego de Osorio, el 191
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segundo del general, muy bien quisto de la gen te de mar, primero mediante perdones y nego ciaciones en que expuso su vida, y luego me diante una hábil sorpresa, logró reducir a par te de los amotinados y recobrar la galera. Espantosas eran las venganzas que a veces esta gente del remo, tan escarnecida, tomaba de sus opresores, lo mismo cristianos que musul manes. Una vez, cuentan que, yendo una galera perseguida por otra enemiga, soltaron todos los galeotes a un tiempo los remos y cogieron a su capitán, que estaba en el estanterol gritando y amenazando para que bogasen aprisa, y pasán doselo de banco, en banco, de popa a proa, le dieron tales bocados que antes de pasar del ár bol ya había pasado a la otra vida. Otros lle garon, después de haber matado a su verdugo, a abrirle el pecho, sacarle el corazón y comér selo, entre todos los remeros, a bocados. Algunos, sabiendo qué no se podían escapar, no les importaba perder la vida con tal de ven garse de los que tanto les hacían sufrir. Cuenta Mateo Luján Sayavedra que, una vez, un for192
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zado esperó que el capitán pasase por la crujía, previamente se había tendido en ella; pasó el capitán, el cual, dándole una coz, le d ijo : “ Qui ta allá” . El forzado sacó el cuchillo y le diótantas puñaladas, que no le dejó ni siquiera respirar, muriendo instantáneamente; y dijo a la gente que había acudido: “ Alto, bajen la entena, que ya sé que me han de ahorcar, y no se me da un clavo, pues he vengado mi co razón.”
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CAPITULO V E l resultado Je las flotas U Y complejas son las causas que deter minaron el resultado nulo de las flotas; no fué muy larga su duración; hasta la. se gunda mitad del siglo X V I no se termina su regulación, y ya en el siglo X V I I su régimen ha sido sustituido por el de los galeones. Es difícil, en un trabaj'o como éste, de reduci-. da extensión, recoger todos los motivos deter minantes ; quizás se podría decir que fueron los mismos que produjeron la decadencia de toda la nación. Sus principales causas o síntomas se pueden reducir, en un rápido esquema, a los siguientes, que de una forma somera vamos a examinar; la disminución de las construc195
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ciones navales, el incumplimiento sistemático de las disposiciones que regulan la organiza ción de las flotas, y el contrabando, que, hacien do una competencia desigual al comercio pen insular, quitó todo estímulo a los cargadores sevillanos.
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decadencia de las navales.
construcciones
Es indudable el rápido descenso que en las construciones navales se observa en este pe ríodo; es, sin embargo, difícil el poder trazar con precisión la curva descendente; son tan dis tintos los testimonios, que parece de dificultad invencible aunarlos; de un lado, desastrosos y apocalípticos cuadros en los memoriales y pe ticiones de las Cortes; de otro lado, ditirámbicas y grandiosas descripciones en los trata dos de la época. Se encuentran documentos tan capaces de llevar a erróneas conjeturas como la carta de 196
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D. Diego Guzmán de Silva, embajador de Fe lipe II en Londres, ofreciendo la posibilidad de construir buques en Inglaterra, y que, co nocido él sólo, este documento podría parecer y dar testimonio de haber llegado nuestra in dustria naval a tal decadencia, que necesitaba acudir a buscar astilleros extranjeros para po der construir sus buques; pero a la vez hay que fijarse en que esa carta está fechada en el año 1566, época poco posterior a la que Ortiz de Zarate califica como la del mayor esplendor de Sevilla, llena de barcos y de tesoros traídos por las flotas de Indias, y antes también de haberse hecho el poderoso esfuerzo de la In vencible. E l estado de la marina española en el si glo X V I es floreciente durante su primera mi tad, y sólo en la segunda llegan a hacerse notar los principios de la decadencia. Clara muestra de ello son los testimonios de los escritores contemporáneos. En la obra de Pedro de M e dina— por no citar la espléndida entrada de F e lipe II en Sevilla, descrita por Espinosa, ni la 197
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obra de Mercado— se dicen estas significativas fra s e s : “ Conócese él grandísimo provecho que da a España (el río Guadalquivir) en las muchas naos y otros navios y vasos que de ordinario en Sevilla se hallan, tantos y tan grandes como los puede haber.” Y que este estado no era sólo un estado rema nente de la obra de pasados años lo prueban sus palabras al referirse a Bilbao: “ E n esta villa se hacen cada año muchísimas naos, al gunas de ellas grandes y hermosas por los pri vilegios que tienen, sin los cuales se hacen gran número de diferentes suertes de navios. H ay hombre que de sólo su dinero hace tres o cuatro naos en un año. Hócense también en este puerto todas las xarcias que para las naos y otros vasos son necesarias.”' Podríanse multiplicar las cita s; mas bastará mencionar las comedias de Lope de Vega, es pecialmente “ E l Arenal de Sevilla” ; las “ N o velas Ejem plares” , de Cervantes, y el “ Guzmán de A lfa ra d le ” , de Mateo Alemán. Parece que a fines del siglo X V I es el mo198
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mentó en que se hace sensible el descenso en las construcciones navales; buena prueba de ello parece la representación del señorío de B il bao, aportada por Guiard, y las quejas y re presentaciones de los memoriales conocidos, que desde 1550 van aumentando en pesimismo; sólo en la jornada del Marqués de Medina Sidonia y represalia de Inglaterra, según dice Jerónimo de ligarte, se perdieron más de 10.000 toneladas, y, según la visita de Luis de Carbaxal, 50 naos y 2.500 hombres. Un testimonio del más alto valor es el de Tomé Cano, autor del “ A rte de fabricar naos” , que señala el trascendental cambio sufrido en la marina española en el corto espacio de vein ticinco años. Había (la primera aprobación dada a su obra es de 1608, y se refiere a veinticinco años antes) en España más de i.ooo naos de alto bordo, propiedad todas de particulares; sólo en Vizcaya, más de 200 naos, que navega ban a Terranova por ballena y bacalao y a Flandes por lanas, y en 1608 no existía ninguna. En Galicia, en la Montaña y Asturias, más de 200 199
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pataches, que navegaban a Flandes, Francia, Inglaterra 3'- Andalucía, trajinando en sus tra tos y m ercaderías; de ellos no quedaba nin guno. En Portugal siempre hubo más de 400 naos de alto bordo y unas 1.500 carabelas y ca rabelones, entre las cuales pudo el R ey Don Sebastián reunir 930 velas para la infeliz jor nada a A frica, quedando a la vez provistas las navegaciones de la India, Santo Tomé, Brasil, Cabo Verde, Guinea, Terranova, etc.; en el momento en que escribe no quedaban, en todo aquel reino, apenas una sola nao propiedad de particulares, y algunas carabelas de poca con sideración. En Andalucía existían más de 400 naos, de las que más de 200 navegaban a la Nueva España, Tierra Firm e Honduras e Islas de Barlovento, de las que en cada flota iban 60 y 70 naos; las otras 200 navegaban por Canarias a las mismas Indias, a sus islas, y otras navegaciones cargadas de vinos y merca derías, con gran utilidad y acrecentamiento de la Real Hacienda, por los muchos derechos que cobraba y con mayor provecho y beneficio del 200
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comercio e industria; pero todo esto, como dice Tome Cano, “ ya (cosa cierto dignísima de gra ve sentimiento) todo se ha apurado y acabado, como si de propósito se hubiesen puesto a ello.” Señalaremos algunas de las causas que pro dujeron este triste resultado. Los bosques eran talados sin consideración alguna, especialmen te en Galicia y A stu rias; ios de Vizcaya, a pe sar de ser los más utilizados, fueron los más cuidados por el celo de sus propietarios. L a Corona se preocupó en dar auxilios a los constructores de naves de un cierto tamaño, para con ello fomentar la marina de guerra. Desde los Reyes Católicos se suceden las dispo siciones protectoras. Se consiguieron con ellas notables resultados, sobre todo bajo la buena administración de Cristóbal de B arro s; se lle garon a construir con el empréstito 6o naos de alto bordo, que sumaban 30.000 toneladas, y sin empréstito 60 de cien toneladas para arri ba, que sumaban 18.000 toneladas, sin contar las chalupas, zabras y pataches. 201
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L os resultados no fuerori tan grandes como pudieran esperarse, a causa de no socorrerse más que a las naos mayores de 300 toneladas, por dilatarse mucho el cobro de las subvencio nes, de tal modo que en solicitudes y diligen cias para cobrarlas se gastaban más de la mitad del auxilio, y porque la mayor parte del dinero se empleaba en sueldos; dábase sólo a Cris tóbal de Barros 1.200 ducados, sucediendo lo que Juan O rtiz de Monasterio decía: “ Y si esto sigue, en salario se bernia a consumir todo.” Luego las cargazones, verdadera clave y fun damento de toda la industria naval, como decía Cristóbal de Barros, habían caído en manos de extranjeros. Con la pragmática dada por los Reyes Católicos en Granada, el 3 de septiembre de 1500 empieza la lucha con los maestres ex tranjeros; en muchas Cortes se ven peticiones solicitando se ponga remedio a esta situación, pero en vano. A l principio, obtenían cartas de naturaleza; después, cuando se prohibió se les otorgaran, lograban su objeto, mediante toda clase de hábiles expedientes, en combinación 202
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con los comerciantes. A éstos les convenían más los fletes de los extranjeros, con los que no podían competir los españoles por su* bara tura, y como en todas las ciudades el consulado'de los comerciantes era el más influyente por su riqueza, las autoridades y justicias siem pre estaban de su parte. ■ E l sistema del embargo de las naos, a causa de no tener una armada propia el Rey, si bien en un principio era ventajoso, pues economi zaba la Hacienda Real e hizo que nobles, terra tenientes y aun arzobispos utilizasen su capital en construir y armar barcos para el servicio de Europa y de Indias, en tiempo de Felipe II es ya un anacronismo. Los mercaderes, armado res y diputados a Cortes protestaron en vano de los perjuicios que el embargo producía en el comercio y en la pesca. L o primero que se dejó de construir fueron las naos de armada, pues a consecuencia de la forma que había que darles resultaba que con el mismo aparejo, con la misma madera y costo venía a perder el dueño en el arquea je. U na nao 203
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mercante de 296 y 6/12 toneladas, si servía de armada, como había que añadirle el 20 por 100, arqueaba 365 toneladas. Fabricada con las mis mas medidas para guerra, añadido el 20 por 100, no arquea más que 278 y 5 /12 ; si se de dicaba a mercancías resultaba menos aún, pués rebajado el 20 por 100 quedaban sólo 232 to neladas. Perdía, pues, el dueño 78 toneladas, más el 1/5 del arqueaje de la nao. Pero tampoco había quien hiciese naos mer cantes, por el poco sueldo que en caso de em bargo se les daba. Dice Escalante Mendoza “ que más es fabricar naos de una y otra ma nera para el R ey que para sí mismo” . Carlos I mandó tasar las toneladas en 6 y medio reales; pero, según el arqueaje antiguo, por el que se arqueaba una nao, que con el mo derno no hacía más de 350 toneladas, en 500. En aquella época valía una nao de 500 toneladas 4.000 ducados, y en este tiempo valía 15.000. E l jornal del calafate o carpintero era de 2 y 1/2 reales; ahora, de 12, 13 y 14; una pie za de lona de Pandiví, 33 reales; en este tiem 204
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po, 12 ducados; un quintal de jarcia de Flandes, 2 y 1/2 ducados; ahora, 8, y el de Anda lucía, 12; un quintal de brea, 7 reales; aho ra 24, etc. Mientras que los sueldos que se daban a las naos no habían crecido, los fletes habían aumen tado en esta proporción. Se llevaba de flete a Cartagena de Indias, por tonelada, 12 ducados de flete y 12 de averías; se llevaban ahora 40 ducados de flete y 12 de averías, sin que por ello se ganase lo que antes. Y hay que tener en cuenta que, cada vez que una nao de armada salía al mar Océano, hacía de costa en un s o lo ' verano más de 10 ducados por tonelada, y si se aprestaba para navegar a las Indias, salía de costa más de 15 ducados por tonelada. A esto hay que añadir la cantidad de moles tias que suponía tratar con la administración. Los contadores nunca tomaban la cuenta, y si al cabo de muchos años lo hacían, no por eso pagaban. De las municiones y bastimentos que llevaban las armadas no querían descontar las 205
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mermas, ni lo que los generales y proveedores habían sacado. A la vez, los arsenales y almacenes estaban descuidados; Felipe II no se cuidó nunca lo bastante de su marina, y mientras a los navios españoles les pagaba de la manera que se ha visto, hubo necesidad de arrendar naos extranjei'as: francesas, italianas y aun holandesas. E n ocasiones se contrataban escuadrones ente ros, con sus capitanes, almirantes y tripulacio nes, casi siempre en condiciones negadas a los naturales. En el armamento de 89 navios en E l Ferrol en el año 1597, al mando del ade lantado de Castilla, 64 naos eran de construc ción extranjera. Otras causas accesorias podrían también aña dirse, com o: la hostilidad a cumplir las disposi ciones de los gobernantes; la falta de puntua lidad en el pago a los carpinteros y calafates empleados por la Administración R e a l; la mar cha de muchos de éstos a Francia, donde se les ofrecía magníficos sueldos; los monopolios y privilegios concedidos a particulares, como el 206
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de carenar naves; la falta de esmero en la construcción de los buques hechos para la reven ta y sin cuidarse de la solidez, dándose el caso que naufragasen apenas salidos del puerto. Se puede concluir diciendo que, durante el siglo X V I, la marina española llega a alcanzar un desarrollo superior en número y calidad al de las otras naciones, que compraban los navios construidos en sus costas a muy subidos pre cios, que solicitaban a sus carpinteros y calafa tes, y que llega a crear tipos de naves tan im portante como los galeones construidos por Pedro Menéndez de A vilés; pero este esplen dor empezó a decaer al tiempo del desastre de la Invencible, no por su causa, a pesar de la dolorosa y lamentable pérdida que supuso, pues como dijo Felipe II, el árbol que ha dado tales frutos bien puede retoñar, sino coinci diendo con ella, originada por múltiples causas derivadas de la principal, el estado general del reino a finales del siglo X V I, reflejado en la Hacienda, y que con tanta fidelidad se manifiesta en las Cortes de Madrid de los años 1598-1601. 207
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2.°— Ineficacia de las flotas Parece que una flota numerosa, compuesta de 50 o 60 navios mercantes, armados y arti llados, defendidos por dos grandes naos de armada, tripulada por los mismos marineros y soldados que llevaban en triunfo el pendón de Castilla por Europa y América, debia de ser algo respetable, al abrigo de todo intento de ataque. Sin embargo, la Historia cuenta nume rosos atentados contra las flotas, y no por ar madas poderosas, sino por navios corsarios, pocas veces tres o cuatro, las más de las veces aislados. L a causa de este extraño fenómeno sólo se explica viendo el funcionamiento de las flotas, no ya en las disposiciones legales, sino en la realidad. Podria darse una norma general; to das las ordenanzas eran infringidas; natural mente, esto no quiere decir que siempre se vul nerasen ; hubo generales muy fieles cumplidores de sus deberes, no los más. 208
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Así, en las épocas del año marcadas para la salida de las flotas no estaban cargados todos los buques, lo que hacía retrasar su partida, o si se hacían cumplir con rigor las ordenan zas, resultaba que marchaban a Nueva España y Tierra Firme sólo seis o siete naos, quedando sin cargar más de cien en Sevilla. Los comer ciantes y cargadores que no habían podido ex portar sus productos, como es natural, acudían a toda clase de medios para— cuando no usaban las arribadas maliciosas— conseguir licencias especiales del Consejo de Indias, ya mediante peticiones a las Cortes, ya por joyas y dineros a los cortesanos. Esta conducta, causa de tantos naufragios, llega a indignar al mesurado Fray Thomas Mercado, haciéndole decir que: “ Méritamente padecen todas las desgracias los mercaderes de esta ciudad (Sevilla), que despachan urcas y naos con grandísima barbaridad, y a nadie pa rezca pesado el término, que es muy blando si al hecho se mira. Despachan navios y carabelas, cascos muy pequeños, lo primero, solos por un 209
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mar océano tan vasto, soberbio y temeroso... L o segundo, en el riñón del invierno, por N o viembre, Deziembre y Henero, tiempo tan rí gido y tempestuoso que aun por tierra no se ca mina por tormentas de llu v ia ...” “ Y arrebata el apetito de cueros de tal modo el corazón y mientes de estas gradas que, olvidados del tiempo y de sus efectos naturales, ansí echan por esta barra naos en invierno como en ve rano.” Los navios, que debían marchar siempre pre venidos, dispuestos a combatir contra enemigos constantemente en acecho, iban cargados y so brecargados; con las mercancías sobre cubier ta, impedido el uso de la artJlería; esto no sólo en los mercantes, sino también en los de armada. A - ello contribuían tod os: los merca deres, deseosos de embarcar sus géneros; los maestres, ansiosos de aumentar sus fletes, y aun los mismos generales y almirantes, intere sados en acrecentar las cortas ganancias que sus sueldos les producían, se concertaban e iban a la parte con los maestres, cargando ropas y 210
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vinos; en fin, la mala organización de la visita, cuyos defectos hemos visto. A esas naos “ todas cargadas y embalumbadas, incapaces de resistir al mar y los vientos ni los encuentros con los enemigos” , como dice Juan de Escalante Mendoza, parece natural le ocurrieran cosas como éstas; unos cuatro na vios franceses tomaron un barco que se quedó zorrero y atacaron a la armada de Carrefio— sa lida de Sanlúcar el 4 de noviembre de 1552— aproximándose tanto que no podían tirar; pe ro los españoles iban tan cargados que no po dían navegar ni pelear. Otro suceso más vergonzoso, si cabe, ocurrió a la vista de la isla de Cuba, al regreso de una flota para Sevilla. U n buque francés se apro ximó para quitarle un navio pequeño; éste, te meroso se aproximó a la almiranta buscando su favor; pero el francés, decidido a cobrar su presa, hacía el viaje junto a la popa de la al miranta; al lado donde ésta viraba, viraba la nao corsaria, por ser señora de su popa; la nao almiranta llevaba la artillería bajo cubierta por 211
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ir muy cargada; los soldados, en vista de tal persecución, empezaron a tener miedo por ir se parados de la flota; el almirante comenzó a repartir arcabuces y ordenar la gente; entonces se vió que la’ mayoría no sabía manejar estas arm as; por la noche pusieron dos piezas en la popa y, cuando quiso embestir el francés para quitarle el navio pequeño, las dispararon; sólo entonces mudó su derrota. En la narración de este hecho se nota otra de las causas de la inferioridad en que se halla ban las naos españolas frente a las de los cor sarios; los soldados, cuyo número, generalmen te, no era efectivo, sino nominal, haciéndolos, como dice Solórzano, de faldriquera, no sabían, llegado el caso, manejar los arcabuces y la ar tillería; de lo cual, resultó pasar una armada enemiga por medio de la flota española, muy cerca de todas las naos y no darle ni una sola bala; otras veces^ aun siendo soldados expe rimentados, por no estar acostumbrados a nave gar, no sabían apuntar con el balanceo de las olas, o, cosa también frecuente, se hallaban 2t2
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inútiles en el momento del combate, por estar mareados. Hemos visto que la creación de las flotas fué debida a crerse conveniente la unión de to das las naos mercantes que a un determinado sitio fuesen, custodiadas, para mayor seguridad, por dos naos de armada; la base de toda esta organización descansaba en el mutuo apoyo y auxilio que debían prestarse entre sí las naves reunidas y sometidas a un mismo mando y di rección. Pero tampoco esto se cum plió; los navios emprendían desde su salida de Sanlúcar una verdadera carrera de velocidad; la nao que lle gaba antes a las Indias podía vender sus mer cancías a mucho mejor precio; los últimos se encontraban con el mercado ya abastecido. Los generales no se ocupaban de que los navios se adelantasen o atrasasen, dándose el caso de te ner necesidad de castigar con la pena de muer te a los generales y almirantes que, por no de tenerse, dejaban a navios confiados a su guarda , ser presa de los corsarios, con el pretexto de 213
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ser mejor perder un navio que exponer toda la flotaLos culpables eran todos; las naves más ve leras, fuesen de quien fuesen, procuraban ade lantarse, dejando a las demás expuestas a to dos los peligros. Q uejas contra estos excesos las daban por igual los dueños de naos perju dicados y los generales que, deseosos de cum plir con las Ordenanzas, eran desobedecidos. L a Universidad de maestres y pilotos de Se villa, en 1572, elevó a Felipe II una represen tación en la que le exponían; que los genera les, no sólo no llevaban recogidas las naos, sino que lo que hadan era correr lo más posible para llegar primero que nadie, dejando desamparadas a las naos menos veleras. Dicen que a causa de ello hablan ocurrido grandes desgracias; asi, en 1560, por adelantar se la capitana en la barra de Sanlúcar la cau tivaron los turcos, robando 200.000 ducados, y la nao de Sebastián P o rra s; otro tanto cuen tan que pasó a la nao de Menéndez con corsa rios franceses. 214
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A SU vez, el general d¿ la armada que se pre paraba en 1570 para Santo Domingo, pide al Rey el otorgamiento de facultades para cas tigar, donde quiera los encuentre, a los maes tres de las naos mercantes que tenían por cos tumbre, desde la salida de Sanlúcar, huirse* y marchar delante sin aguardar a la capitana.
3.°— E l contrabando Hemos visto que el origen de las flotas no fué otro que la defensa de los corsarios, aun turcos y berberiscos, que en tiempo de guerra, estado casi normal durante la Casa de Austria, hacían peligroso el viaje de las naos mercantes sin las armadas de defensa. Pero el peligro se fué haciendo permanente; los enemigos no aguardaban a las naos después de las Azores, o de las Canarias, sino que los navios franceses, armados en corso, abimdaban en los mares de Am érica; a consecuencia de ello se dispuso en 1526 la unión de todas las naos mercantes 215
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en la Española, convenientemente arm adas; unión y armamento de las naos mercantes será el fundamento de toda la organización poste rior, como ya hemos visto, dispuesta en la Real cédula de i6 de julio de 1561; régimen que en sí» no tiene nada de original. Siempre que ha bía estado de guerra, peligro de enemigos, se armaban las naos mercantes y se ponían al mando de un general; iniciativa que las más de las veces correspondía a las mismas Universidádes de mercaderes; lo que da a la organi zación de las flotas un carácter propio es el convertir este régimen transitorio en perma nente y definitivo, consecuencia de ser también el peligro constante. Pero lo que interesa hacer constar es que las flotas, precisas, necesarias, organizadas bajo la presión de un peligro real, se convierten en una carga. E l reparto de la avería, con los gas tos a que daba lugar el armamento de todas las naos; el especial de las de armada, el flete de la capitana y almiranta; el sueldo del general, del almirante, de los demás oficiales, de los sol 216
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dados y marineros, unido a los impuestos y cargas ordinarias, las especiales del almojari fazgo, de' las alcabalas, de ciertos repartos a favor de diversas instituciones, como el de to neladas; los sueldos a los visitadores de las naos; los repartimientos de pólvora a favor de obras pías; los concedidos a los frailes de San to Domingo y San Francisco por el trabajo de confesar y administrar sacramentos a la gente de mar y guerra; las limosnas para el hospital de la Misericordia, para Nuestra Señora de Bonanza, a los monasterios de San Agustín, Belén y Regina de Sanlúcar, etc., hacian esa carga tan pesada, que por todos los medios se trató de esquivarla. A dos clases de personas perjudicaba espe cialmente este estado de cosas: a los comercian tes y a los residentes en A m érica; a aquéllos, por disminuir sus ganancias; a éstos, por re caer, al fin, en ellos, como consumidores, todos los impuestos; y, como es natural, trataron de encontrar medios de vulnerar la ley; los mer caderes, llevando géneros fuera de registro y 217
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haciendo arribadas m aliciosas; los indianos, contratando con los extranjeros. Estas contrataciones ilegales llevaban consi go graves inconvenientes, como dice la especie de exposición de motivos que precede a las O r denanzas de Arribadas, de 17 de enero de 1591. “ Porque estos navios que van solos por la ma yor parte, sin piloto ni maestre examinado y sin la artillería mandada, es el principal cebo de los corsarios, que roban en salvo, por llevar tan poca defensa; de más de la reputación que se pierde, toman osadia y fuerza para mayores invasiones. Y si escapan y llegan a los puertos de Indias los bastecen y proveen de mercade rías y bastimentos necesarios, de lo que viene dilación en la salida de las flotas, porque lo lle vado por esos navios se puede dar a precios más cómodos, por los derechos que usurpan: no pagar averia, ni la artillería, ministros y gentes que deben llevar conforme a las Orde nanzas, y cuando llegan las flotas no tienen la buena y breve salida que conviene de las mer caderías que llevan.” O sea que en las arriba
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das maliciosas, como en las contrataciones con extranjeros, se veían estos dañinos efectos; atraer corsarios, arruinar el comercio regular — las principales casas sevillansa tenían que so meterse a las disposiciones legales— y además, interés tenido principalmente en cuenta, que de esa forma era fácil burlar los derechos de H a cienda. E l procurar la ocultación de las mercade rías para de esa manera librarse los comercian tes, de los derechos fiscales, fué constante; con tra esas ocultaciones se creó el Registro, se hicieron minuciosas visitas tanto en España, por los Jueces oficiales de la Casa de la Contra tación, como en América, por los Oficiales de la Real Elacienda; pero todo en van o ; los frau des eran continuos, pocas veces se descubrían; pero entre los que se' castigaron están como culpados algunos generales. En 1564 estuvo preso Pedro Menéndez de Avilés, a quien se le confiscan tres barras de plata por ir fuera de registro; en 1583 es multado Juan Velasco de Varrio, por descamino de fru ta s; en 1585, de la 219
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almiranta y capitana de la flota de Nueva E s paña se sacaron 519 pipas y botijas de vino, aceite y aceitunas fuera de registro, y en el nau fragio de la capitana de Cosme Rodríguez Farfán, en enero de 1555, se encontraron más del doble de lo registrado, que ascendía a 150.000 ducadosPero, prescindiendo de la manera como se verificaban las arribadas maliciosas y de los hábiles procedimientos que empleaban los maes tres para darles visos de legalidad, y del co mercio por Canarias, origen de tantas recla maciones y protestas, vamos a tratar del pe ligro de los corsarios o contrataciones con ex tranjeros, junto a las cuales todas las anterio res transgresiones fueron de poca importancia. M uy pocas son las noticias que nos ofrecen los historiadores sobre organización del contra bando por los corsarios en el siglo X V I. A rtíñano, en general tan enterado, dice al hablar de los filibusteros: “ N o eran aquellos piratas oscuros que, pululando por las costas, hacia el año 1514, obligaban a crear la armada de Barlo220
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vento para que los extirpe casi con su sola pre sencia.” Luego, al hablar de los piratas euro peos, sólo trata de Drake, Hawquins y Cavendish; éstos y varios más, como Florín, son los que se nombran generalmente por los historia dores ; corsarios que iban a robar, enemigos de los pobladores. Pero la realidad, tal como aparece de los do cumentos del Archivo de Indias, es bien otra: los mares de América estaban “ cuajados de corsarios” , franceses y portugueses, que reco rrían sus costas y entraban en sus puertos con la misma tranquilidad que en su propia casa; su carácter es esencialmente distinto a las ex pediciones, excepto la primera, únicamente guerreras, de los ingleses— Ha-wkins, Drake y Cavendish— , y completamente contrario al de los filibusteros del siglo X V I I — Lolonés, M or gan, Michel el Vasco, etc.— , cuyas hazañas ha hecho populares entre nosotros el doctor Bue na Maison. No atacaban a las plazas, ni desmantelaban a los puertos; más que ladrones eran merca221
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deres. Entre ellos se puede hacer una distin ción por nacionalidad y procedimientos: portu gueses y franceses, si no los únicos, sí los prin cipales. Los portugueses hadan su contratación limpia; contrataban, pero no robaban; aquí me reñero al tiempo en que Portugal estaba aún separado de la Corona de C astilla; después, ba jo el cetro de Felipe II, no perdieron el gusto a las contrataciones con las Indias, y muchos navios portugueses surgían en las costas ame ricanas, alegando que en su camino al Brasil o Cabo Verde o de 'vuelta de A ngola o Guinea, los temporales o falta de bastimentos les ha bían obligado a arribar, y, en combinación con las autoridades, vendían sus géneros. Entre los franceses, los había de dos clases: unos, que sólo comerciaban; otros que, si se ofrecía la ocasión, tomaban los navios españo les que podían apresar; los portugueses, meno res navios y con menos pertrechos guerreros que los franceses, temían, no sólo a la ai'mada española, sino a éstos; tal era su enemistad, originada por la competencia comercial, que aun 222
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las naos francesas mercantes que no robaban a las españolas, si encontraban a un portugués le atacaban y despojaban; pero todos, fuera cual quiera el género de sus negocios, tenían espe cial cuidado en nó molestar a los pobladores, pues de su confianza dependían sus contrata ciones, y de su amistad, los avisos en caso de peligro. Numerosas son las noticias conservadas en los documentos del inagotable Archivo de In dias sobre los corsarios del período que estu dio ; en ellos se veía ya el carácter, condición y clase de relaciones que con los habitantes sos tenían. Pero ninguno de interés mayor que la relación de Jerónimo de Torres, escribano real y público de la villa de la Yaguana, natural de Avila, de padres hidalgos y casado con hija de conquistador honrado; trabajo exacto y deta llado hasta el extremo, como de hombre de ne gocios y escribano ante quien pasaban tantos contratos, entre los vendedores de cueros y azúcares y sus agentes secretos; afortunada, sin duda, su idea para la Historia, pues nos 223
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transmite las más minuciosas noticias sobre materia que Qan secreta estuvo; todos tenían interés en mantenerla oculta: pobladores cul pables, autoridades cómplices o negligentes, ge nerales impotentes para alcanzar a un enemi go siempre alerta, que contaba con los avisos de los habitantes de los puertos. Veamos ahora, siguiendo a Jerónimo de T o rres, el camino que seguían estos corsarios. L le gaban, generalmente, primero a la isla M arga rita, pasaban a la isla Caravalleda, Burburata y C oro; hacían sus contrataciones brevemen te, porque en estos lugares sólo encontraban plata y ellos preferían cueros y azúcares, y por ser la costa brava y poco segura. Pasaban a la isla de Puerto Rico, en cuya banda sur había unos hatos de vacas, custodiadas por negros, que, por algún regalo, les daban aviso del mar y de la tierra; cofnerciaban con algunos veci nos, comprando cueros y azúcares a cambio de esclavos, paños, vino y lienzos; luego iban a San Germán y Guadiamilla, donde hacían sus contrataciones también con sum.a ligereza, pues 224
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como la isla de Puerto Rico era de gobernación, siempre había el peligro de que acudiese el go bernador. De Puerto Rico acomtumbraban a seguir dos rutas, una por el norte de la isla Española y otra por el sur. E l camino por la banda sur era el siguiente: llegaban a la Saona, pasaban por delante del Puerto de Santo Domingo, en espe cial los franceses que robaban, para esperar la salida de algún navio para España, en gene ral mancos y sin fuerzas; luego iban a Ocoa para pasar a la Yaguana, de allí a Jamaica, y por el Cabo de Cruz a la isla de Cuba. Si hacían su camino por el norte de la isla Española, pasaban por el Cabo llamado del Ca brón y se corrían hacia Puerto de Plata, Monte Cristi y Puerto Real. Esta segunda navegación era más usual, por haber en estos lugares ma yor cantidad de cueros y ser los puertos abier tos ; por lo general, dada la abundancia de mer cadería, aquí daban por terminada su expedi ción y se marchaban a su tierra; si no habían 225
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concluido SUS cargas iban a completarlas a la Yaguana, Jamaica o Cuba. Este era el itinerario, en el caso de no haber armada española; pero si la habia, de lo que tenian en seguida noticias en la Margarita, V e nezuela o Puerto Rico, los que iban por la banda del N orte se dirigían al, puerto de la Isa bela, al de Manzanilla o al de Bayaha, todos desiertos y con muy buenos surgideros. Si na vegaban por la banda sur, se arrimaban a tie rra de la Saona, pasaban a Ocoa, donde esta ban muy poco tiempo por miedo a las armadas españolas que la frecuentaban y a la Audiencia de la Española; los negocios principales se ha dan en dos ingenios y en el pueblo de A zúa; de aqui pasaban al puerto de Yaquimo, en el que recibían noticias de la armada; si ésta es taba en la Yaguana, los portugueses se iban al puerto de Yacabo y los franceses al de la Zabana. En ambos puertos estaban seguros de vientos; pero, en el caso de existir peligro de huracanes, se iban a Yabaque, isla a seis le guas de distancia, Si tenian aviso que da arma 226
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da estaba de asiento en la Yaguana, se iban a las islas de Cuba y Jamaica, donde acababan de cargar. Si no había armada en la Yaguana, y a veces aun estando, los más atrevidos y fuertes pasaban a este puerto, estaban en él sin con tradicción dos o tres días, no más, por ser poco seguro de vientos; de aquí pasaban al puerto de Guanahiber, a donde, ya avisada la tierra, le llegaban las mercancías. L a frecuencia, continuidad y abundancia de estos tratos hizo que, casi por completo, se arrui nase la contratación española en estas tierras, pues, además del temor de ser capturadas cuan do llegaban, por la concurrencia de los corsa rios, los cueros estaban muy caros y no podían vender sus mercancías porque los franceses las vendían a más bajos precios. Los pobladores ricos, además, con sus esclavos labraban sus tierras y en navios propios iban a vender sus frutos a Tierra Firme, por lo cual no utilizaban para nada las naves españolas del trato de In dias.
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Todo esto, que tan importante era, la pér dida de los derechos fiscales y la captura de al gunos navios hizo pensar a las autoridades en buscar remedios. Varios fueron los elegidos: la creación de la armada de Barlovento, de la que tan pocas noticias se conservan, pues, como dice Veitia, estaba subordinada a los V i rreyes de Nueva España, no asentándose en los libros de la Casa de la Contratación; sólo cita una Real cédula de 1578, pero en los pa peles que se conservan hoy en el A rchivo de Indias se ven noticias de armadas y generales desde 1557 a 1599. Pero, ya fuese porque se aplicasen los fondos de la armada para otros objetos, como da a en tender Jerónimo de Salamanca, en las Cortes de Madrid de 1592-1598, o por otra causa cua lesquiera, los resultados no fueron muy bri llantes, al menos por su núm ero; se tienen, sin duda, noticias de corsarios capturados; se re pite la relación del mismo hecho en las relacio nes de servicios del general, del almii'ante, de los capitanes de galeones, hasta en las de los
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que como soldados iban; yo, de los cincuenta años que comprende esta investigación sólo ten go noticias de las presas hechas por Cosme R o dríguez de Farfán en 1552, Esteban de las Alas en 1572, Sancho Pardo Osorio en 1570, Cristó bal de Eraso en 1576, Alonso de Eraso en 1579, Francisco Noboa en 1584 y Salas Valdés en 1591. Creo innecesario, dado el carácter de este trabajo, el reseñar cada uno de estos com bates; pero en el capítulo siguiente, en el que se describe uno de los más notables, puede verse la dificultad de apresar a los corsarios y la bravura con que se defendían. Las armadas, nos dice Jerónimo de Torres, aunque habían tenido más de una ocasión para apresar corsarios, los dejaban escapar por ser más veleros o por algún otro pretexto; se die ron casos de pasar navios franceses tranquila mente por delante de la Yaguana y dejarlos ir, e indica que esto les sucedió a Cardona, P e dro Menéndez Márquez, A lvaro Flores, Cris tóbal de Eraso, y que el mismo adelantado P e 229
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dro Menéndez dejó escapar un navio inglés a la vista de la Yaguana. No toda la ineficacia de las armadas hay que achacarla a falta de celo o a descuidos de los generales; su principal causa fué el aliento que los corsarios recibían de los vecinos de los pue blos costeños; en todos, sin excepción, se les daba aviso cuando se acercaba la armada; y aunque naturalmente, no la gente rica y prin cipal, sí los barqueros, marineros, mestizos y mulatos los ocultaban con sumo cuidado y gran gusto, pues les pagaban estos servicios muy bien. Ejemplo notable ofrece lo sucedido al ge neral D. Cristóbal de E raso; venía persiguien do a un navio portugués que había estado ne gociando en Venezuela y la M argarita; con ga leotas, navios y fragatas recorrió todos los puer tos próximos a la Yaguana, no dejando, al pa recer, piedra sin buscar, y no le encontraron; estaba escondido en Jaragua, le habían quitado los mástiles y, con ayuda de unos barqueros y marineros, le habían sacado a tierra y cubierto 230
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de ram ajes; cuando supieron que la flota esta ba en puerto y no los buscaban salió una noche y se fu é; de esta manera se habían ocultado en Puerto Real y Mónte Cristi diversos navios. Otro fué el medio que se intentó utilizar. Las galeras, según unos, más eficaces por su ve locidad y ligereza, por no tener necesidad de esperar la llegada de vientos favorables; según otros, impropias para mar distinto del Medite rráneo. Desde 1556 se encuentran memoriales y consultas sobre las galeras; pero hasta la Real cédula de 3 de febrero de 1578 no se dis puso se enviasen a las Indias las primeras gale ras contra los corsarios; desde esta fecha has ta 1599 se puede seguir la historia de sus vici situdes a través de los papeles del Archivo de Indias. No parece cmuplieran las galeras mejor su cometido que los galeones; muchas causas con tribuyeron a ello, además de las interrupciones que sufrió su servicio, dificultades técnicas para su uso, puestas de manifiesto por el general Diego Flores y el Licenciado Rivero. Luego, 231
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el carácter propio de las galeras españolas, fren te a la ligereza de los corsarios, tan bellamente descrita por C ervantes:
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Las galeras de cristianos, sabed, si no lo sabéis, que tienen falta de pies y que no le sobran manos; y esto la causa, que van tan llenas de mercancías, que si bogasen dos días un pontón no tomaránNosotros, a la ligera, listos, vivos como el fuego, ^ y en dándonos caza, luego, pico al viento y ropa fuera. Las obras muertas abajo, árbol y entena en crujía, y ansí hacemos nuestra vía contra el viento, sin trabajo. Y el soldado más lucido, el más caco y más membrudo, 232
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luego se muestra desnudo y del bogavante asido. Pero allá tiene la honra el cristiano en tal extremo, que asir en un trance el remo le parece que es deshonra. Y mientras ellos allá en sus trece están honrados, nosotros dellos cargados, venimos sin honra acá. {Trato de Argel)
No son menos de notar los abusos de los generales que más que a cumplir con su de ber iban a m edrar; no les importaba que los corsarios recorriesen a su salvo las costas, sino enriquecerse a toda prisa, antes que otro le sustituyera; el Archivo de Indias nos ofrece tres ejemplos distintos y característicos de ca pitanes generales de galera: Vique, Díaz de Mendoza y Panto ja. 233
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Don Cristóbal de Eraso que, en 3 de octubre de 1587 había entregado a D. Pedro Vique las galeras Santiago y Ocasión con la saetía Santa Clara, promovió contra él expediente haciéndole los siguientes cargos: vivía con toda libertad, ocupándose sólo de sus particulares negocios; utilizaba los remeros y gente de sus galeras en sus tratos; hacíalos servir en sus fragatas mien tras las galeras quedaban desarmadas. Pero lo que sobre todo ofrece mayor interés es el haber escrito cartas a sus amigos y deudos— presenta das por Eraso al Real Consejo— en las que se decía que, si lograba tener independencia en su mando, en cuatro años ganaría 40.000 ducados. De otro carácter fueron las culpas del gene ral R u y Díaz de M endoza: el mal trato que daba a los forzados; la falta de a g u a ; la esca sez de alimentación; el poco cazabe; el darles de comer carne de caballo; su orgullo, que le hacía llevar tres forzados de pajes y uno de co cinero ; el no atender a las exhortaciones de sus oficiales, que le hacían ver el peligro de llevar tantos galeotes sueltos, ocasionaron la
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insurrección del 20 de julio de 1583, en que perdió la vida. Pero los mayores y más descarados abusos parece que fueron cometidos por Cristóbal de Pan toja, cabo de las galeras de la guarda de la isla de Cuba. Pesan sobre él y sus oficiales, en especial el contador, los siguientes cargos: pedian en la isla barcos que en vez de ser utiliza dos en el servicio de las galeras, sérvian para sus contrataciones; vendían pescado fresco, co gido por los hombres de las galeras en los pue blos, y a grandes precios; el vino de las racio nes lo vendían en Nueva España, y con el dinero de su venta traían harina; también se lo ven dían a los indios, a los que engañaban y to maban sus mujeres, a pesar de la pena de ex comunión que sobre los que tal hacían pesaba; en abril de 1587, el cáñamo que se le entregó para vestir a los forzados lo vendió en Bayam o; las galeras iban cargadas de carnes sala das para venderlas, de tal manera, que si en contraban enemigo no estaban en situación de sostener un combate; las velas y jarcias que se 235
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les entregaban para las galeras eran utilizadas en barcos de su propiedad particular; tomaban para sus navios las mercaderías que llevaban otros, amenazándolos con las galeras; la harina, tela y demás cosas que para su provisión man daba el V irrey de Nueva España, las vendían; no .castigaban, sino favorecían, sin duda para tenerlos afectos, los delitos que cometían los soldados, los cuales mataban indios, robaban mujeres saqueaban hatos de vacas, robando ca ballos, etc. A l gobernador, que se había opuesto a sus desmanes, le amenazaron de muerte, y para que no pudiese resistirles, le derri baron las murallas que tenía hechas para de fensa de los enem igos; el general hacía casas con el trabajo de los galeotes, etc., etc. Las galeras no contaban con simpatías en los pueblos; los generales no obtenían bastimentos, a pesar de las provisiones de la Audiencia. Sólo lo ofrecían a cambio de evitarse los jueces de rescate; la Yaguana ofreció por ello 30.000 cargas de cazabe de a seis reales la carga- Cu riosa actitud; ofrecer provisiones a las galeras 236
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encargadas de acabar con el contrabando, con tal que se perdonase a los contrabandistas. Pero lo que es más de notar, como observa el licen ciado Rivero, es que en estos puertos, que se negaban a dar cazabe a las galeras del rey, diesen de comier, “ como es público” , cada año a doce naos francesas. No es esto lo peor, sino, como añade, que ni alcalde ni nadie quería ya ver galeras, y los de tierra adentro las aborre cían. Además, como dice el general Diego de N o guera y Valenzuela, y ya presentía con su co nocimiento de la gente Jerónimo de Torres, las galeras no eran de ningún efecto, porque los vecinos daban aviso a los corsarios de todos sus movimientos, con lo cual se hallaban tan tran quilos y confiados que, después de haber apre sado dos fragatas, cargadas de cuero, en su camino de Bayamo a la Habana, sin temor a las galeras de Tierra Firme, se dedicaban con todo sosiego a dar carena a sus navios en la banda sur del Cabo Corrientes. No nos deben sorprender las buenas relacio 237
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nes que existían entre los vecinos de las costas americanas y los corsarios; las causas son muy naturales. E n los pueblos costeños había gente, españoles y mestizos, muy rica y de gustos re galados ; abundaban en ellos las materias ali menticias ; la tierra era rica, en frutas, producía gran cantidad de azúcar, y de sus grandes hatos de vacas obtenían numerosos cueros; les fal taba, en cambio, los objetos producidos por la industria, Los portugueses, y sobre todo los franceses, que salían de los puertos de Dieppe y E l H avre cargados por los mercaderes de Rouen, llevaban en sus navios mercaderías a precios con los cuales no había competencia posible; los españoles, agobiados de cargas y tributos, se encontraban con gentes que vendían los géneros más barato aún de lo que a ellos mismos les había costado en Medina del Campo o en Sevilla. Traían paños finos, cajas y cofres llenos de ruanes y holandas finísimas, fardos de ruán y cañamazo, sedas, lencerías de todas cla ses, jabón, cera, cuchillos, calderos, rosarios, azogue y la mercancía entonces más preciada 238
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en A m érica: esclavos, tan necesarios para el cultivo de las vastas extensiones de campo y para el cuido de los poblados hatos de vacas. Estimaban ante todo los corsarios,' al contrario de los españoles, las mercaderías, azúcar y cue ros, prefiriéndola al oro, plata y perlas, pues, con espíritu mercantil, decían que con una sola moneda realizaban dos ganancias: una en las Indias, al vender sus mercancías, y otra en su tierra, al vender los cueros y azúcares. Las compras se hacían, generalmente, sin va lerse de moneda acuñada, siendo su unidad el cuero de vaca, cosa muy de tener en cuenta en las costas de Tierra Firme y en las islas, pues, con la excepción de la M argarita y Venezuela, estaban escasas de numerario. Los precios co munes eran muy ventajosos para los naturales; según nos cuenta Jerónimo de Torres, daban un esclavo por 50 ó 60 cueros, una vara de paño fino por dos o tres, cuatro varas de ruán por un cuero, una pipa de vino por 20 ó 25 cueros. No desechaban cuero alguno; de ma nera que al año pasaban de 50.000 los cueros 239
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cargados por franceses y portugueses.. Esto da una idea de la magnitud de esta contratación clandestina, sin contar el mucho azúcar, caña flora, guayacán, perlas, oro y plata, marcados y sin marcar, que se llevaban; además, a esto se debe añadir las cargas que tomaban a los na vios españoles, unas veces pagándolas, otras robándolas. Favorecía estos trabajos la situación de los poblados americanos; en la isla M argarita, T ie rra Firm e de Venezuela, Puerto Rico, la E s pañola, Cuba y Jamaica las poblaciones eran en su mayoría marítimas, cuando más, situadas a una distancia de una o media legua, y aunque los hatos donde criaban los vecinos de estos pueblos sus campos, o los campos donde ha cían sus labranzas, estuviesen lejos, llevaban sus cueros y azúcares, en recuas y carretas, a unas casas situadas junto al mar, y en ellas al macenaban sus mercancías hasta la llegada del navio que hubiese de cargarlas. L a contrata ción podía ser muy secreta, pues en esas casas no había más que un hombre encargado de su 240
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guarda, y aun a veces ni siquiera éste, a causa de los mosquitos. Todos estos pueblos, aproximadamente unos treinta, eran abiertos, excepto Puerto Rico, Santo Domingo', la Habana y Puerto de Plata; ninguno tenia defensa al mar, y estaban sin ar tillería; sin contar puertos despoblados, pero buenísimos para la entrada de los navios— Y aquimo, Guanaliiber, Payaba, Manazanilla, Puer to Francés, etc.— . Procuraban contratar con los corsarios en sitios desiertos; pero, aunque alguien se enterase', no importaba; todos eran cómplices. Los ricos, por vender sus cueros y azúcares, por comprar las mercaderías a los franceses; a los pobres les era imposible com prar ni vender nada, pero entre todos procura ban complicarles; les daban un poco de ropa o uno o dos esclavos, y ya no había miedo de que nunca dijeran la verdad; si alguien, a pesar de ello, intentaba atravesarse, en último término los poderosos le echaban de la tierraPor vender sus cueros, dice Jerónimo de T o rres que serían capaces de pasar mil muertes; 241 16
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pero cuidaban, por si acaso, de evitar el peligro. Y a fuese la contratación de oro, plata y perlas, ya de cueros y azúcares, nunca hacían los due ños las ventas de por sí, en especial los ricos y poderosos; mientras estaban los corsarios, sa lían por la mañana y noche a la vista de todos, para que nadie pudiera decir que faltaban del pueblo; se valían, para su objeto, de personas secretas y de confianza, quienes fingían vender la cantidad de géneros objeto del trato| y les daban cédulas para que en los hatos o planta ciones se los entregasen y los pusiesen a orillas del agua; colocados en el lugar designado, este corredor compraba por ellos a los franceses lo que se le había encargado. De tales tratos no quedaba señal alguna, pues se procuralia que el intermediario quedase contento, y todos ha cían por evitar pleitos y disputas; si llegaba el juez, el corredor ponía tierra por medio; algu nos, aun antes de que viniese, se marchaban por si acaso, y luego, pasada la tormenta, vol vían. Esta decidida protección, otorgada a los cor242
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sarios, comprendieron bien pronto las autorida des era la base de todo el comercio de contra bando; mientras subsistiese el acuerdo entre los vecinos con los franceses y portugueses, eran inútiles todos los galeones y galeras que se enviasen a la guarda de las Indias; se inten tó atacar el mal de raíz, castigando a los po bladores que contratasen con los extranjeros; se encargó de las sanciones a los justicias; pero, como siempre, en todo hubo dificultades y abu sos que, en fin de cuentas, convirtieron en absolutanietne inútiles las medidas. Los alcaldes ordinarios, elegidos cada año, vecinos del pueblo, hacían contrataciones tan bien o mejor que los demás; en los lugares donde había gobernador había más recato; pero, a espaldas, se hacía lo mismo que en todas partes. E l gobernador de la Habana, como al caide del castillo, no podía visitar la isla; en 1584 dicen que desde hacía veinticinco años no' se hacía visita alguna, con lo que aumentaba el contrabando; ponía tenientes en Bayamo y en Santiago de Cuba; pero nombraba a un ve243
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ciño de la tierra, que, como tal, hacía lo mismo que todos. L a Audiencia de Santo Domingo procuraba evitar este estado de cosas; enviaba, en cuanto había sospecha, juez para conocer de los resca tes; pero como todos los vecinos estaban con jurados, no había ninguno que dijese la verdad; todos estaban comprometidos, nadie se atrevía a denunciar; a los jueces les era imposible ha cer información contra ninguno de los culpa dos; sin embargo, había jueces que prendían a algunos con el achaque de haber hecho rescates; pero no era que contra él tuviera más pruebas que contra otro, sino porque se les daba en las comisiones el sueldo sobre los culpados; de al guna manera habían de sacar su salario. Los pobladores se conformaban a pagárselos, pues decían que la ganancia lo sobrellevaba; era, como si dijésemos, uno de los gastos del ne gocio. Muchas veces, por haber en la tierra escasez de numerario, llevaban los jueces su sueldo en esclavos, lienzos y ropas— cosa, en verdad, del 244
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más- alto humorismo— de las compradas a los corsarios. L e parecía a Jerónimo de Torres más eficaz se enviase a los jueces antes de hacerse los tratos, pues de esa manera su presencia los evitaría; él mismo nos dice las causas de no ha cerse a s í; los sueldos de los comisionados salían de los culpados; si no había delincuentes, no habría salarios. E ra corriente, entre los que so licitaban estas comisiones, el siguiente r e frá n : “ Dexadlos ovar, que no faltará uno de nos otros que los vaya a hacer desovar” . Comprendiendo la Administración Real la inutilidad de las justicias de las Indias para atajar el contrabando, ya a finales del siglo dictó Felipe II la disposición de 22 de marzo de 1596, en la que ordenaba a los generales que en cualquier parte de las Indias y sus islas, al enterarse que cualquier súbdito' y vasallo de la Corona contrataba con extranjeros o los en cubría o daba favor, debía hacer información de ello, embarcarlo y asegurarle los bienes; lle var, por último, los autos al Consejo de Indias para que juzgase. Tan grande se considera el 245
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daño, que se encarga su remedio y castigo al más alto Tribunal. Termina la disposición mandando a los Pre sidentes y Oidores de las Audiencias, a los Gobernadores, Jueces y Justicias, que no impi dan el ejercicio de este deber de los generales, sino que les dieren favor y ayuda.
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Cabecera del tĂtulo ÂŤSegundo libro de la marÂť, de la obra de Pedro de Medina, A rte de N avegar (1545).
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CAPITULO VI U
nencuentroconlos corsarios
DN Alonso de Eraso, hermano menor de D. Cristóbal, Capitán general de la Armada de la guarda de las Indias, pasea por el puente de su nao capitana. Ambiciosos pen samientos bullen en su mente; son éstos emu lar las gloriosas hazañas de su hermano, atraer con ellas la atención Real. Le ha confiado D. Cristóbal el mando de las naos Nuestra Señora de Begoña, que sirve de capitana a la armada; La Catalina, la saetia Santa Clara, las fragatas Santa Catalina, Santa Ana, la Magdalena y una lanchaSe le ha encargado la defensa y custodia de los puertos y costas de las Islas de Barlovento, la persecución de los corsarios, sobre todo fran-
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ceses y portugueses, que comerciaban y robaban en estas islas. Empeño no fácil, sin duda; mas D. Alonso no desconfía. Recorrerá y limpiará las costas de corsarios; no importa su ligereza: sabrá vencerla con su diligencia; algo más le preocu pa la inteligencia que tienen en la tierra; sabe que todos sus movimientos serán denunciados al enem igo; pero,' fervoroso creyente, confia en su estrella y en la protección divina. Partió D. Alonso de Eraso, en la mañana del 9 de febrero de 1579,' en su capitana; le se guía, a prudente distancia, toda su armada. Navegaban en su conserva y compañía dos na vios de aviso, que- D. Cristóbal había despa chado : uno para Castilla y otro para Nueva España. Siguió la armada la derrota del Cabo de San A ntón; pasó por él, pero sin veide. El'tiem po se mostraba adverso; grandes calmas y vientos desfavorables dificultaban la navegación. Las naos no podían mantener entre sí la unión de bida. Se separaban unas de otras de tal manera. 250
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que el general creyó que se había vuelto la sae tía y un navio de aviso. Cambia el tiempo, por fortuna; durante tres días seguidos reina el viento nordeste. Se da vista a la tierra del Cabo de San Antón, y, na vegando por la costa, llegan a la Habana el 8 de marzo. Aquí encontraron a la saetía y al na vio de aviso, que se hallaban en este puerto desde el 24 de febrero. En poco estuvo que no fracasara la expedi ción. Si tarda un día más en llegar a la Habana se hubiera perdido, si no toda, la mayor parte de la armada, o al menos se hubiese desbara tado sin remedio. Su salvación fué considerada por los tripulantes como un milagro de Dios. A l día siguiente de arribar la armada se le vantó un viento norte tan fuerte y terrible que, a pesar de ser el puerto de la Habana tan cerra do y seguro, garrearon las anclas de las naves surtas; estuvieron a punto de perderse la capi tana, la almiranta y la fragata Santa Catalina. Las chalupas y bateles no podían ir de unas naos a otras, ni de las naos a tierra- Este tiem251
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po duró tres días; pero fue tal, que en la Haba na se decía no haber visto nunca tiempo tan bravo. Estos tres días se perdieron para el aparejo de la armada, pues el estado del mar impidió se hiciera aguada y se llevasen de tierra los pertrechos necesarios. Cuando mejoró el tiempo fué la única pre ocupación del general procurar el rápido des pacho de sus naves. Afortunadamente, los o fi ciales reales, quizás contagiados del entusiasmo de D. Alonso, se mostraron extraordinaria mente rápidos; lo mismo el capitán Domingo Martínez de Avendaño, teniente de proveedor, que Juan Alegre, que hacía el oficio de con tador, que el capitán Alonso Forero, tesorero; extremaron su celo en abastecer las naves de los necesarios bastimentos, en hacer calafatear los navios que lo habían menester, en proveerlos de vergas, mástiles y grímielgas. Tal fué la di ligencia empleada que, aunque se calculaban diez o doce días en terminarla, se concluyó en sólo seis días. 252
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Salió la armada de la Habana el martes 17 de marzo, tocó la capitana junto al Morro, y, aunque con peligro, logró salir sin daño alguno. Siguen las naos su derrota. Despacha el general el aviso para España. Pasan con gran felicidad el peligrosísimo canal de Bahama; el 21 de marzo logran atravesarlo, gracias al buen tiem po. Continúa su navegación, costean las islas Inguilla, E l Sombrero, L a Hanegada y las V ír genes. E l día 18 arriban al puerto de San Juan de Puerto Rico, víspera de la Pascua de Resu rrección. Durante la travesía se celebraron con gran devoción los oficios de la Semana Santa. En todos los navios iban frailes que oficiaron con la mayor solemnidad posible, sobre todo, como era natural, en la capitana. También había pro curado el general se rezase con la mayor de voción el Rosario y se predicasen los milagros. A l llegar a Puerto Rico envió D. Alonso una lancha bien tripulada con una carta para el go bernador, D. Francisco de Ovando, y aunque 253
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hubo aquella noche un gran bullicio de viento y fuertes aguaceros, logró llegar a tierra. V olvió el Domingo de Pascua siguiente, con carta de Juan Ponce de León, teniente gober nador de Puerto Rico, pues el gobernador, Francisco de Ovando, estaba en Santo Domin go curándose una grave enfermedad. Las noticias que traía no podían ser más in teresantes. H abía pasado por Puerto Rico, ha cía dos meses, un navio francés con una lancha muy grande; venían de la M argarita y habían hecho dos buenas presas. Tam bién se tenían noticias de la presencia de otros tres navios franceses, que se hallaban comerciando en las costas de la Yaguana. Inmediatamente que el general supo estas noticias, ordenó izar las velas con toda pron titud. A gran marcha, y con viento galerno a popa, llegó la armada, la noche del martes 21 de abril, a Puerto de Plata. A quella misma no che despachó una lancha con una carta para el alcaide de la fortaleza, pidiendo razón de los 254
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navios extranjeros que hubiese en la costa y en los distintos puertos de I3, isla.
Quedó la armada esperando la respuesta. Se recibió eí jueves de madrugada, 23 abriL'Pedro Rengifo de Angulo, alcaide de la fortaleza, de cía que el vecino de la Yaguana Lope de U-rrutia le habia escrito comunicándole que hacia unos quince dias estaban dos navios franceses rescatando y comerciando en el puerto de Guanahiber, del término de la villa de la Yaguana. Se añadia en la carta que hacia unos quince dias habia llegado otra nao muy fuerte de 200 toneladas tripulada por ^00 hombres y sin car ga. ninguna. Ante tales noticias se alegró mucho el gene ral, y aun toda la gente de la armada, pues pen saban que lograrían apresar a alguna de las naos corsarias. Se detuvieron, sin embargo, un dia entero en la busca de un navio portugués, que habia sido visto, por los pobladores de Puerto de Plata, refugiarse en el puerto de la Isabela; pero, por más que se hizo, no se le pudo encon25.5
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trar; sin duda había sido avisado'por negros o indios al servicio de sus cargadores, y aun qui zá ocultado con ramas, como ya se había hecho más de una vez. Desesperado D. Alonso de hallar al corsario, aquella misma tarde, antes del anochecer, se dieron a la vela y amaneció la armada sobre la tierra de Bahía, algo más allá del puerto de Monte Cristi y a la vista de la isla de la T o r tuga, que está a unas siete leguas a barlovento del Cabo de San Nicolás. Dispuso entonces el general que las fragatas Santa Catalina y Santa Ana, en compañía de la lancha, fuesen por la parte de dentro de la isla de la Tortuga, para recorrer y reconocer los puertos y bahías que existen entre la T o r tuga y la isla Española. Don Alonso, a su vez, con el resto de la ar mada, fue costeando la isla por la parte de fuera. De esta manera quedaba visitado todo el puerto, tanto por el interior como por el ex terior. Después de un detenido reconocimiento, vinieron a reunirse las dos divisiones de la ar 256
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mada a unas cuatro o cinco leguas a barlovento del Cabo de San Nicolás. En la mañana del sábado, del día 25 de abril, se vieron, sobre una sierra que se halla en el puerto de San Nicolás, siete humaredas, pro ducidas por otras siete hogueras, encendidas por los negros pastores que se encontraban guardando los hatos de ganado. Como supuso muy bien el general, era el aviso que se daba a los corsarios de los siete navios de que cons taba la armadaComprendió D. Alonso que ya no podria sorprender a los corsarios, que estaban sobre aviso; la única manera de alcanzarlos era una mayor diligencia, una cuestión de velocidad. Se dió por ello mucha prisa para llegar al puerto, se pasó por él a mediodía y la fragata Magda lena y la lancha entraron y lo recorrieron todo. Visto que no había ningún navio, mandó lla mar el general, a su nao capitana, a todos los capitanes de las naos y oficiales reales de la ar mada, y, reunidos en Consejo, se adoptó el pa recer del general. Se convino la división de la 257
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armada de esta manera: la nao almirante, la fragata Santa Catalina y la Magdalena tenían la misión de ir visitando y reconociendo cada uno de los lugares y puertos de la costa, desde el Cabo de Santa M aría hasta llegar a encon trarse con el resto de la armada. Se les dió orden e instrucción especial de ver cada sitio con mucho cuidado y de no detenerse en ningún puerto. De otra parte, marchó el general con la ca pitana, la saetía Santa Clara, la fragata Santa Ana y la lancha, para ir recorriendo toda la costa y puertos desde el Cabo San Nicolás, hasta encontrar la otra división de la armada. Don A lonso de Eraso, con objeto de que los buques corsarios no se pudiesen escapar, dispuso sus naves de la manera siguiente: la saetía, la fragata Santa Ama y la lancha, iban lo más jun to que podían de la costa, mientras que la ca pitana, más separada, en el mar. De esta manera, no sólo no se le podían huir los enemigos, ni por dentro ni por fuera, sino que, además, po 258
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dían constantemente verse y ayudarse en cuanto lo hubiesen menester. En esta misma disposición caminaron las naves durante aquel día, la noche siguiente y el otro día,, que era domingo, hasta la noche. En esta noche del domingo, llegaron las naves a unas dos o tres leguas a barlovento del puer to de Guanahiber. Sospechaba el general que en este lugar se encontraban los corsarios, por ser un sitio muy frecuentado por ellos. H izo señal a la lancha para que se acercase, ordenó subir a bordo a su capitán y le mandó que, con la mayor diligencia, navegase aquella noche de tal manera que al día siguiente amaneciese den tro del puerto de Guanahiber. Y a en él, viese cuantos navios hubiera; después de haberlos visto y contado, saliese del puerto y disparase tantas piezas de artillería como navios enemigos encontrase. Con estas órdenes salió la lancha en busca del enemigo. E l lunes 27 de abril apareció la lancha fuera del puerto y disparó una pieza de 259
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artillería. Se creyó por ello que no había más que una nave corsaria. E l puerto de Guanahiber era una de las es calas acostumbradas de los corsarios. Después de pasar por la Yaguana, donde no permanecían más de dos o tres días— no se atrevían a estar más tiempo en ella por estar su puerto muy poco resguardado de los vientos norte, noroeste y oeste— , y con esto ya quedaban avisados los pobladores, íbanse a Guanahiber. Se encuentra situado junto al Cabo San N i colás, en la línea de Puerto R ea l; dista de la Yaguana 50 leguas. E s un puerto segurísimo, defendido de todos los vientos. Su entrada es m uy estrecha, rodeada de arrecifes, tan angos ta que un navio medianamente fuerte, colocado en su boca, podría resistir a otro, y aun a otros dos, por fuertes y pertrechados que estuviesen. Después de la boca, que tiene unas dos leguas, va haciendo todo el pasaje una vuelta como la de un a rc o ; en el interior todo es b a h ía ; su fondo hallaba la sonda ser de unas ocho hasta catorce brazas. 260
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En esa vuelta que hacia el puerto estaban otros dos navios franceses más, que, ocultos por el terreno, no habían sido vistos por la lan cha. L as tierras alrededor de este puerto eran ex traordinariamente ricas en pastos, y, a con secuencia de ello, magníficos criaderos de gana do vacuno. Estaba, sin embargo, despoblado, no habitándole más que los negros o mestizos encargados de cuidar las reses. A l llegar un navio francés disparaba un tiro o dos de su ar tillería. Con esto quedaba avisado todo el tér mino. Los corsarios no tenían que hacer otra cosa que esperar. Los españoles, ante todo co merciantes, les llevaban a porfía cueros; de la Yaguana, en barcos ligeros; de Puerto Real y Monte-Cristi, en recuas. Gracias a los altos precios que pagaban los franceses por los cue ros, se los llevaban aun de las más lejanas re giones, a veces de más de cuarenta y cincuenta leguas de tierra adentro. Esperando la carga estaban los navios franceses cuando los en contró D. Alonso de Eraso. 261
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Se oyó la pieza disparada por la lancha; al fin se había logrado alcanzar al enemigo. A l escucharse la señal, todo fueron en las naves gritos y voces de alegría. Las tripulaciones ar dían en deseos de entrar en combate para alean-, zar gloria y botín. E l general llamó a toda su gente y, reunida en el puente de su nao capitana, les dirigió una alocución, que el cronista de esta historia dice, que fué un parlamento tan concertado y cris tiano, que hubiese bastado para poner ánimo, no sólo a tan esforzados españoles como lle vaba consigo la armada, sino aun a muy cobar des mujeresMas no sólo con palabras de- honor, patria y gloria trató D. Alonso de levantar el ánimo de su gente, sino que acudió al medio más podero so de la fe religiosa. Con bien acordadas pala bras les hizo presente que iban a combatir, no contra hermanos, no frente a personas de la misma religión, sino que se disponían a morir en la defensa de la santa madre Iglesia, por la 262
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fe de Nuestro Señor Jesucristo, atacado por los herejes luteranos. Hizo hincar de rodillas a toda la tripulación y, diciéndole al padre capellán que en vista del objeto piadoso de la empresa los absolviese de todos sus pecados, hizo cada uno confesión ge neral, al menos aquellos que tuvieron lugar para ello, después de lo cual se levantaron y a grandes voces prometieron con gran devoción morir por la orden de la Iglesia y por el Rey, su señor. Dió instrucción a su gente para el caso de entrar en lucha. Repartió la gente que había de quedar sobre cubierta; mandó otros que con un cabo de mar asistiesen en el pañol de la pól vora con el maestre y dos personas de impor tancia, para llenar frascos y cartuchos; darlos, así como las pelotas, cuando fuere menester. A l calafate y al carpintero les ordenó que an duviesen mirando siempre los balazos que reci biese la nao por debajo del agua, para tapar en seguida las vías de agua que se formasen con un taco de madera a propósito. 263
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El capellán, bajo cubierta, debía asistir, con el cirujano y el barbero, a los heridos para con fesarlos y curarlos, teniendo a su lado la caja de medicina. Dispuso sacar las hachas de abordaje para que, llegado el caso de asaltar un buque contrario, si el enemigo se resistía, cortar las jarcias, ár boles y hacer agujeros en la cubierta. Mandó órdenes a los capitanes de las demás naos. La saetía y la fragata se encontraban jun to a tierra, conforme a la disposición en que habían venido. Fueron entrando en el puerto con mucho cuidado, procurando tomar el barlo vento, por si algún navio corsario se hiciese a la vela, para escaparse, poder cogerle en medio y evitar que huyese. Navegaron en esta forma hasta ponerse ellas y la lancha a tiro de cañón de los enemigos, •aunque no pudieron llegar a esta distancia a la vela, porque se les calmó el viento, teniendo la saetía que echar los remos y bogar durante la calma. Temiendo el general que la fragata no tuvie 264
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se bastante gente para defenderse de los ene migos, si la atacaban, mandó una chalupa para auxiliarla. En ella embarcaron doce soldados escogidos de la capitana, de los más valerosos y diestros, al mando del sargento mayor Diego de Zayas, para que, si la fragata no tenía la gente que era menester, dejase los necesarios refuerzos. Después de reconocer el estado en que se en contraba la defensa de la nave, dejó en ella algunos de sus mejores soldados para que acu diesen a donde hubiese mayor necesidad. Volvió Diego de Zayas a la capitana, después de haber dejado cumplido el encargo del capi tán. Mientras, la fragata y la saetia, a tiro de cañón de los franceses, continuaron cambiando disparos de lombarda, durante un espacio de dos o tres horas. La capitana, como navio más pesado, estaba todavía en la boca del puerto; pero, afortuna damente, la impulsaba el viento tierral de tal manera y con tal fuerza, que produjo la ad miración de todos que una nao de su tamaño 265
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pudiese navegar a tan gran velocidad- Estaba barloventeando, a la entrada del puerto, en una extensión de un cuarto de media legua, pero con una ligereza mayor que si fuera un bar quillo muy pequeño. Esta insospechada ayuda acabó de elevar la moral de la gente de la armada; entre aque llos hombres, tan acostumbrados a navegar, pro dujo una enorme sorpresa este viento tan inten so e inesperado; no era cosa natural, sólo podía ser auxilio del cielo. U n testigo presen cial del hecho dice que aquello no era diligen cia de hombres humanos ayudando a la natura leza, sino que lo hacía la voluntad y gracia de Dios, que así lo permitía, señalando milagros de manera tal, capaz de convertir a herejes si hubiesen ido en la armada. E l sol comenzaba a descender, la noche se acercaba, la fragata y la saetía continuaban bom bardeándose con los enemigos. Antes que la oscuridad se hiciese completa, el general, como era costumbre, envió una cha lupa a la fragata y a la saetía para darles el 266
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nombre y la instrucción de lo que debían hacer durante la noche. Ante todo, había que evitar que pudiesen escaparse aprovechando la oscu ridad. E l plan de D. Alonso era interceptarles el paso con su capitana, poniéndose en medio del puerto siendo su intento, que comunicó a los demás capitanes, abordar a los enemigos a cualquier hora de la noche en que pudiese al canzarlos. La saetia era la que se había podido aproxi mar más, a los enemigos a fuerza de rem os; por ello, y por estar más cerca de la costa, le fué encomendado tener cuenta de los movimientos de los contrarios. L a señal convenida fué que, al sentir que se daban a la vela los franceses, disparase una pieza de artillería y encendiese una linterna en el palo mayor. A l volver la chalupa que había llevado estos avisos y órdenes había anochecido ya por com pleto. L a capitana estaba surgiendo hacia una punta que hacía la boca del puerto, de unas sie te brazas de extensión. Tenía preparado el ca ble para, en el momento en que la saetia hiciese 267
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la señal convenida, partir a interceptar el paso a los corsarios. Después de dar fondo se envió al capitán Alonso Forero a sondear el puerto con un piloto, para saber los lugares donde se podría navegar sin peligro. Terminados ya los preparativos, quedó surtí la nao capitana; todo era cuidado y silencio; la intranqulidad sólo se notaba en el rostro de al gún paje nuevo en estas lides; en la paz de k noche se oía sólo el rumor manso de las olas y ef susurro de alguna orden dada en voz baja. Hacia las nueve de la noche, desgarrando el nocturno silencio se oyó el disparo hecho por k saetía. En el palo mayor de la nao apareció una nueva estrella anunciadora, no más brillante, ■ pero sí más roja que sus hermanas. E l enemigo se había puesto en movimiento era necesario impedirle el paso. L a saetía, con su linterna encendida, se arrimó todo lo que pudo a tierra, la que el enemigo procuraba to mar. Era, dice un testigo del combate, un espec táculo espantable de ver y una extraña confu268
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sión el aspecto de las naos en aquella noche tan extremadamente oscura. La saetía iba navegando hacia bajamar para tomar la tierra. Las naos enemigas, a media proa del puerto, marchaban en esta forma y orden: delante, con todas las velas, iba la ca pitana de los corsarios; se llamaba Montón de Oro y era de un tamaño de doscientas tonela das bien largas y muy bien artillada; un poco detrás, una galeota que tendría sus catorce o quince bancos, bien tripulada y con su cañón en la popa; a retaguardia iba el navio conocido por el Dragón Chico, de unas cien toneladas; para su tamaño, mejor artillado que la capitana; de muy bella construcción y m archa; caminaba también, con todas sus velas izadas, junto a la popa de la galeota. Todas estas naves llevaban sus esquifes a bordo, con tan buen orden que parecía como si marchasen por compás, como si todos se gober nasen por el mismo timón, como si todos mar’-^sen las mismas velas; nunca discrepaba en *iada un navio de otro. La fragata Santa Ana, 269
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más lenta, iba a popa del Dragón Chico, dándo le escolta. L a capitana seguía en medio del puerto para obstruir el paso al enemigo; el general, en to dos sitios, teniendo cuidado de la colocación de sus soldados, de que la artillería estuviese a punto, de que todo estuviese preparado para el momento del combate. Tenía la preocupación, sin embargo, de que a causa de la oscuridad no se distinguiesen bien los amigos de los enemigos y que se disparase contra sus mismas naves. Como temía sucedió: la saetia, que, como diji mos, era la que iba la primera, llegó a la altura de la capitana; mas los soldados de la capitana, creyendo que el enemigo había llegado, le dis pararon algunas piezas de artillería; desde la saetia dieron voces explicando quién era el ene migo y señalándole por dónde venía'. Preparóse la capitana a recibir a la capitana enemiga; ésta llegó tan cerca, que a todos pare ció que la iba a abordar, lo que luego se supo por los franceses cautivos había sido su de signio. 270
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E l propósito del capitán de los corsarios fué, según más tarde reconocieron los capitanes y oficiales españoles, el mejor que podía adoptar un buen capitán: el abordaje inmediato de la capitana española. Había observado que la cha lupa había ido y había vuelto muchas veces de la capitana a la saetía y de la capitana a la fra gata, y que estos viajes se habían realizado al anochecer. Creyó, por ello, que lo que había hecho la chalupa era llevar soldados de la ca pitana a la fragata y a la saetía, para que, así reforzadas, pudiesen abordarlos. A causa de este trasiegue, debía estar la capitana muy debilitada y ser fácil de tomar. Su plan de ataque era que el Montón de Oro por una lado y el Dragóii Chico por otro la abordasen, mientras que la galeota se le atravesaría por la popa; entre ellas, meterle dentro unos doscientos hombres y rendirla. Con la misma nao capitana ya rendi da, pensaba rendir a las demás naves si podía abordarlas; esto último no pensaban hacerlo in mediatamente en la misma noche, sino al día siguiente, a la alborada del día. 271
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A l llegar los corsarios junto a la capitana, D. Alonso de Eraso, por su propia mano, ases tó cuatro piezas de artillería; él mismo las dis paró, y con tan buena puntería, que dos de los disparos alcanzaron al M ontón de Oro a flor de agua. Este recibimiento, tan poco esperado, como el ver la cantidad de gente que tenía la capitana, cosa fácil por la gran proximidad en que se encontraban y por el tumulto que la tripula ción de la nao hacía, decidió a los franceses a mudar de parecer. Y a no se pensaba en abordar, sino en h u ir ; con mucho secreto echaron el dinero y las per las que llevaban, que según luego dijeron se elevaba a un valor superior a 20.000 ducados, y los bastimentos más convenientes, y se pre pararon a escapar en el momento en que abor dase la capitana, pues comprendieron que ésta lo pensaba hacer aquella misma noche. N o significaban estas precauciones que hu biese decaído el ánimo de los franceses, sino que hombres acostumbrados a la guerra se pre 272
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paraban para los más extremados eventos; ade más sabían que el m ejor medio de preparar una huida era una buena defensa. Durante dos horas y media o tres sostuvieron un duelo de artillería y arcabucería la capitana de los corsarios y la española. Cada vez se acercaban más la una a la otra; parecía inmi nente el abordaje. Don Alonso de E raso ordenó que al tiem po de pasar la nao enemiga por barlovento fue se abordada. Dispone todo para el ataque; man da que toda la artillería de la banda por donde abordasen, en el momento en que se encontra sen jim tos los dos navios, disparase a la vez por sus costados, mientras que los arcabuceros y mosqueteros tiraban por entre las dos jaretas. Aprovechando la confusión y el terror que pro duciría esta brusca descarga, pensaba que po drían entrar sus soldados con m ayor facilidad en la nao enemiga y rendirla. Subió al puente para ver la situación en que se encontraba el enemigo. V ió entonces que la nao corsaria se había pasado. Imposible ya 273 18
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abordarla, inútiles todas sus precauciones para que los franceses no se escapasen. La impresión que sufrió Don Alonso fué enorme; lívido, con la cara desemblantada, se dirigió hacia el timón donde se encontraba el piloto mayor. Tal era la indignación que tenía, que no pudo articular una palabra. En la mano llevaba una espada desenvainada; con ella se fué al piloto niayor, tirándole tal número de cuchilladas y estocadas, que fué un verdadero milagro que no lo matase. Intervino, procurando calmarlo, el contador, Juan Alegre. Para aplacarlo le dijo que no era aquel el momento a propósito para matar a un marino, sino el de hacer marear las velas para, dándose toda la mayor prisa posible, volver a alcanzar al enemigo. Pasaba muy cerca el Montón de Oro de la capitana, y el capitán francés, creyendo haber escapado del peligro, se dedicó a insultar al ca pitán español en lengua semi-española semifrancesa. Entre otras muchas frases despectivas le dijo las siguientes : 274
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“ Capitán bellaco, poltrón... (i), aborda, abor da, que de ben matin te cortaré la gorja, abor da bellaco, borracho...” Palabras que eran coreadas en el navio fran cés con gran algazara por toda la tripulación, como si ya hubiesen obtenido la victoria o escapado del peligroEra lo que le faltaba al general español para colmarle su no muy excesiva paciencia. Con vpz, entrecortada por la indignación le contestó al capitán francés: “ No te fatigues tanto, que antes de una hora yo te haré que te arrepientas de lo que has di cho ; que no te aguardaré yo tanto tiempo como tú me dices que me quieres aguardar.” Se volvió entonces al piloto mayor, causa de todo, por haber dejado escapar a la nao enemi ga, y a grandes voces le d ijo : “ Abórdame ese navio antes de una hora; donde no, yo os quitaré la vida.” Animado a cumplir su deber de esta suave
(i) Emplea otros denuestos mal sonantes que omi timos. ÍN. del E.) 275
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manera, el piloto mayor, antes de una hora des pués de haberse marcado las velas, había hecho que el bauprés de la capitana española estuviese puesto entre el trinquete y el árbol mayor de la capitana francesa. L a otra nao corsaria estaba entre la capitana española y la galeota; pero, ya muy desbaratada, se deslizó por la proa de su capitana. El capitán de la nao española hizo que se disparase toda la artillería de la banda de estri bor, que era por donde estaban abordados. A la vez los arcabuceros y mosqueteros de ambos na vios sostenían un nutrido fuego, ocultos detrás de las obras muertas, convertidas ahora en de fensas. Los navios franceses atacaban, a su vez, con gran ardimiento y pretendían incendiar las na ves españolas; arrojaban muchas bombas, al cancías de fuego y otros muchos artiñcios pi rotécnicos. Más de una vez llegó a hacer presa el fuego en la capitana española; pero fué siempre prontamente apagado con las tinas de 276
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agua y de vinagre que el general había hecho colocar a prevención con ese objeto. En el otro navio francés, el llamado Dragón Chico, entraron gran número de soldados espa ñoles y comenzaron a rendirlo; pero los f raneeceses luchaban encarnizadamente, no retroce diendo sino palmo a palmo. Por el otro lado llegó la lancha, y, pensando ganar mucha honra y conquistar el navio enemigo, estuvieron a punto de perder la vida y la lancha . Los franceses, desesperando por su vida, ante el doble ataque, se dispusieron a vender cara su derrota, decididos a morir antes de en tregarse. Viendo perdido su navio y resueltos a buscar un remedio a su desdichada situación, se arrojaron a la lancha española y, atacando con la furia que da la desesperación, lograron rendirla hasta el árbol mayor. Hirieron muy gravemente al capitán de la lancha, Pedro Cor úas, y lo arrojaron al mar, hiriendo, además, de consideración a otros tres o cuatro soldados. No tardaron en reaccionar los españoles, y contratacando con gran energía, dispuestos a 277
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rescatar a su capitán, en impetuoso ataque lo graron matar o echar fuera a todos los enemi gos. E l capitán de la lancha fué recobrado y, aunque gravemente herido, se le logró salvar. Después de este combate fué tomado sin traba jo el Dragón Chico; de toda su tripulación, y esto muestra lo encarnizado de la lucha, no quedó más que un solo hombre vivo. Los del Montón de Oro, que, como ya se dijo, estaba abordado por la proa de la capita na, se defendían tenazmente. Era muy difícil entrar en él, pues no sólo tenía una tripulación muy numerosa y valiente, sino que, además, estaba cerrado y fortificado por todos lados. Sin embargo, dispuestos a dar el asalto los es pañoles, el sargento mayor Diego de Zayas, soldado renombrado por su valor, entró por la toldeta de popa de la nao enemiga, seguido del capitán Alonso Forero y del contador Juan Alegre, acompañados de dos o ti-es soldados más- No era ésta una entrada muy estratégica, pero no había otra. No tuvo éxito este ataque, pues los france278
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ses, Utilizando picas, no los dejaban acercarse, y los tres asaltantes primeros, aun siendo sol dados escogidos, no podían alcanzar a los ene migos con sus armas, demasiado cortas, espa das, hachas o medias picas, y sufrieron, sin po der evitarlo, muchas heridas; a la vez desde la capitana, por la distancia que había entre las naos no le podían auxiliar con picas, para sepa rar a los enemigos y dar lugar a que entrase más gente a auxiliarles; no tuvieron, por tanto, más remedio que retirarse. Durante aquella noche se realizaron numero sos hechos de valor, la mayoría de lo cuales no pudieron ser apreciados como debían, por la gran oscuridad de la noche. Hubo gran núme ro de heridos, entre ellos el sargento mayor, Diego de Zayas, al cual dieron una herida en un brazo y varios picazos, que sólo gracias a la ropa que llevaba no le hicieron gran daño. El contador resultó con tres heridas en las pier nas, y en una cuera de ante que tenía se le vió la huella de un gran picazo que le habían dado sobre la tetilla izquierda, y que debido a que el 279
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peto era doble logró salvar la vida, porque la pica traspasó una de sus caras. Herido de muerte resultó un soldado llamado Vergara, de mi arcabuzazo que le dieron dentro de la ca pitana, que le atravesó los riñones; a un arti llero muy valiente, llamado Domingo, una bala de arcabuz le atravesó un m uslo; pero él, desde el bauprés, aun herido, le arrebató al enemigo una bandera rabo de gallo; un caporal Guinea recibió un arcabuzazo en el rostro, y resultaron heridos otros muchos soldados. E l único solda do que resultó muerto de un picazo fué uno que se llamaba Juan Ponce. El general estuvo en todos los peligros, no siendo herido milagrosamente. Una de las veces, estando junto a la tuza mayor, ordenando al capitán Alonso Forero la forma en que debía dirigir la disposición de las piezas de artillería, le pasó una bala de cañón entre las dos piernas, levantando gran número de astillas en una ja reta que había detrás. Mientras el combate proseguía, logró des embarazarse el Montón de Oro, por descuido de 280
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unos marinos, que no le dieron cabo. Duró la batalla en la forma ya descrita hasta la hora del alba. Después de haberse libertado el navio fran cés se dirigió a tomar la costa; pero la capitana española, creyendo que lo que los corsarios pre tendían era hacer embarrancar su nao y esca parse su gente por el monte, se puso delante cortándole el paso. Ambas naos permanecieron una en frente de otra, vigilando mutuamente sus movimentos, pero sin poder aproximarse la capitana espa ñola por haber sobrevenido una gran calma. A l llegar la mañana ordenó el general dar la alborada, lo que se hizo en la forma acos tumbrada, tocando trompetas, pífanos y atam bores. El enemigo estaba a un tiro de ballesta, reco giendo la bandera y amainando el velacho de gavia. El general llamó a la lancha y encargó a su jefe el siguiente mensaje para el capitán del Montón de O r o : “ Ríndase a la capitana de España, por el
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Rey Don Felipe mi señor, y yo les haré muy buena amistad; donde no, echaré a fondo su navio y pasaré a cuchillo a todos.” En señal de rendirse debía amainar la vela mayor y la lancha volverse a la capitana; si no se quisiesen rendir, la lancha tiraría una pieza de artillería en señal, y la capitana se dipon dría a dar la batalla. Encargó mucho el gene ral a la lancha que no se acercasen demasiado al Montón de Oro, no se le entrasen dentro y la tomasen. E l enemigo respondió que se rendía a la capitana y no a ningún otro navio. Amainó en señal de rendición, la vela mayorDespués llegó la saetía por popa; pero desde la capitana les dieron voces advirtiéndo les que ya se había rendido; el capitán Juan de Castañeda, en vista de esto, no la inquietó, con gran disgusto de sus soldados que deseaban el pillaje. De la misma manera llegó la fragata Santa Ana, y aunque se le dieron voces y se le hizo la misma señal que a la saetía, abordaron a la nao rendida y la saquearon rompiendo mu 282
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chas cajas y cofres que contenían los más finos ruanes y holandas, deshaciendo muchos fardos de ruán y cañamazo, sedas y piezas de oro y plata. El general se enojó mucho, no sólo porque se habían desobedecido sus órdenes, sino tam bién por el descontento que el hecho había pro ducido entre su gente, pues después de haber estado toda la noche combatiendo, venían otros y, sin haber hecho nada, ni haber derramado su sangre como ellos, se aprovechaban del bo tín. Mandó D. Alonso de Eraso prender al capitán de la fragata, Avendaño, por haber desobedecido sus órdenes. Esperaban los franceses otros dos barcos y una galeota que habían enviado p o r. cueros a la Yaguana. Intentó el general tomarlos tam bién, utilizando la misma seña de los corsarios; pero no tuvo resultado la estratagema, por ha ber llegado la galeota antes de lo que se espe raba. Poco tiempo después llegaba el resto de la ar mada con la almiranta; venían dando caza a la
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misma galeota que esperaban los franceses. Del puerto de Guanahiber volvieron a salir todas las naos de la armada con las dos presas hechas. Este combate dió por resultado una de las mayores presas que se hicieron a los corsa rios, teniendo, sobre todo, en cuenta su fuer za: tres navios bien artillados y tripulados por más de 350 hombres.
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ÍNDICE
P r ó l o g o .....................................................................
^
C ap. 1.—La visita y el registro............................
17
C ap. II.—Flotas y armadas................................... C ap. III.—Gente de Cabo de mar y Guerra. . .
41 91
C ap. IV.—La vida en el mar................................. C ap. V .—El resultado de las flotas..................... C ap. v i .—U n encuentro con los corsarios. . . .
123 195 249
1
............
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3 | i|
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GARANDE THOVAR, Ramón— Catedrático de la Universidad de Sevilla. La
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castellana
I ^
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Isabel Clara Eugenia.
IBARRA Y RODRÍGUEZ, Eduardo.— Académ ico de a Historia y Caledrálicu de laUniversiuad Cential.
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