Centro mundo

Page 1


Imagen de portada: Torre de los Mogollones en Malpartida de Cáceres, de Begoña Olaya. Óleo sobre lienzo.

Inscrito en el Registro de la Propiedad Intelectual con el número CC138-05. Prohibida su reproducción, incluso parcial, sin permiso expreso del autor.


EL CENTRO DEL MUNDO Y OTROS RELATOS

Juan María Hoyas Santos

Beca a la Creación Literaria 2004 Consejería de Cultura Junta de Extremadura



RUIdo.................................................... 7 Lejos afuera.......................................... 11 Dos Ramón........................................... 21 El centro del mundo............................. 29 La historia más triste............................ 39 Suero, por favor.................................... 41 Turismo rural....................................... 49 Río revuelto.......................................... 57 Eugenia a las doce................................ 63 Uno y otro lado..................................... 87 Los pescadores de nubes....................... 93 Hoy no me quiero levantar.................... 99 Domingo.............................................. 103


El ladrón de escotes.............................. 135 Los mismos miles................................. 141 El guardián.......................................... 145 Apuntes para sombra chinesca.............. 169 El móvil............................................... 171 Raíz..................................................... 175 Blanco y gris........................................ 183 B.V....................................................... 189 Madroñera-Mauthausen........................ 195 Más oscura se entierra la turba............. 201 Pausa................................................... 205 Hete aquí............................................. 207


RUIdo Yo me vine a vivir a un pueblo porque suelen ser sitios tranquilos. El único problema de éste es que, como se trata de un pueblo dormitorio, pues a las seis de la mañana se empieza a oír a quienes van a trabajar a la ciudad. Y como no sólo quienes viven en los pueblos van a trabajar a la ciudad, sino que quienes viven en la ciudad van a trabajar a los pueblos, la carretera nacional que pasa a cien metros de mi casa se convierte desde primerísima hora en un guirigay de automóviles, furgonetas, motocicletas y camiones. A ellos hay que unir los que suben por mi calle cuesta ARRIIIBA, siempre demasiado acelerados y en marchas demasiado cortas. Esto se puede considerar un pre-despertamiento, porque a las ocho soy definitivamente sacado del sueño por mi vecinita MARÍA, que expresa pulmonarmente su desacuerdo con el inicio de su jornada laboral en la guardería. Los papis, tiernísimos, quieren consolarla: HOOOLAAA, HOOOLAAA, y quizá para distraer a la niña se ponen a practicar su disciplina favorita, esto es, el arrastramiento de muebles. Comienza así una batahola de sillas mesas sillones estantes cómodas que dura hasta bien entrada la -7-


mañana. A ellos se une a eso de las nueve el vendedor de CUPOOONES para HOOOY, que pasa por la puerta pregonando su mercancía a los siete vientos. A estas alturas María se halla limpia, desayunada y mentalmente preparada para la guardería. Su madre la lleva antes de irse a trabajar. El padre, que queda solo y contrito, inicia un eficaz programa anti-aburrimiento: pasa la aspiradora, trastea sin rumbo fijo, clava algún que otro taco con su melodioso taladro y pone, en fin, hilo musical a la mañana. A pesar de tratarse de viviendas unifamiliares, no sólo carecen por completo de aislamiento sino que, como comparten la estructura de vigas y encofrados, ocurre a veces que se encuentra uno en el lugar más alejado de la casa, o sea en el servicio, cumpliendo con las más humildes necesidades humanas, y oye con nitidez sorprendente la conversación de los vecinos. No es aventurado suponer que el canal acústico funcione también en sentido inverso, por lo que sin duda escucharán los sonidos producidos por mis inexcusables procesos fisiológicos. Pero nada de esto es comparable a lo que sucede a las diez treinta, hora estelar del día: es el momento elegido por el PANADEEERO, para hacer su aparición. Pertrechado del claxon de su furgoneta, calibre extra superior, atruena la calle y convoca a las vecinas, a quienes sin duda les parece el summum de la modernidad el que, con un supermercado a cien metros, les traigan el pan a la puerta de casa, elevando de este modo un poco más su nivel de colesterol y su sedentarismo. El panadero-furgonetero, demostrando que pregona con el ejemplo, exhibe unos generosos rollos de grasa que le cuelgan por los cuatro costados. Una vez realizada la transacción comercial, se marcha haciendo sonar con entusiasmo su trompeta de Jericó. No está solo: cuenta con varios compinches más que se pasan la maña-8-


na recorriendo el pueblo; en cualquier momento es posible localizarlos a través de su baliza acústica. A esa hora más o menos es cuando empieza el desfile de camionetas de reparto. La mayoría son proveedores de los comercios de la localidad; otros son albañiles y fontaneros, y otros no sé lo que son; con su diesel profundo hacen vibrar los cristales y penetran en los más recónditos rincones de la casa. Pero está visto que nada es eterno: al acercarse la hora de comer cae sobre el pueblo un extraño silencio, quién sabe si presagiador de estruendos peores. María ya ha vuelto de la guardería, y en ocasiones se niega a comer. Su padre intenta y reintenta, con escaso éxito. Casi no se le escucha entre los formidables berridos de la niña, indicio quizá de una temprana vocación operística. Independientemente del resultado de la comida, pueden ocurrir dos cosas: que la niña se eche en siesta o que no. Si se duerme, disfrutaremos de un leve lapso de calma. En caso contrario, empezará a practicar su pasatiempo preferido, que es golpear objetos contra los baldosines. No tengo ni idea de lo que usa, pero en ocasiones los impactos son tan contundentes que siento vibrar el suelo bajo mis pies. Ya es media tarde cuando se detiene exhausta. Para entonces ha comenzado la procesión de perros. Porque no he dicho que en muchas casas de mi calle almacenan perros, y es hora de que los animalitos, que se han pasado el día entero con los esfínteres cerrados a cal y canto, salgan en busca de alivio. Se oyen entonces ladridos histéricos y feroces, y si uno se asoma a la ventana a lo mejor ve a los dueños de dos de estas fieras contenerlas a duras penas para que no se destrocen. Los conatos de pelea se ven alternados con el rugido de las motos a escape libre, que suben y bajan la calle con frecuencia inusitada (no quiero decir con esto que pasen muchas motos, sino que las mis-9-


mas pasan muchas, muchísimas veces). Algunas se detienen frente a una casa vieja ocupada por jóvenes que vienen a escuchar música y echar unos tragos. Lo de escuchar música es un decir, porque, entre el frenético ritmo bacalao y la distorsión con que reproduce el cassette barato a todo volumen, la cacofonía es indescriptible. Conforme cae la noche todos se van a ver la tele y la cosa se tranquiliza. Al menos si es invierno, porque en verano pueden escucharse perfectamente conversaciones a voz en grito hasta la una y media de la madrugada; es por eso por lo que de un tiempo a esta parte me he vuelto, quién me lo iba a decir, amante del frío y la lluvia con truenos y centellas que los mantiene –si no callados, al menos encerrados- en sus casas. Aun así, cuando el reloj se acerca a la medianoche y en teoría el silencio se apodera del mundo, comienza la hora de los camiones: primero el de la basura, que con su infernal meneo nos recuerda dónde iremos todos si somos malos. Luego el del vidrio o el del papel, que una vez por semana efectúa su silenciosa tarea a las cuatro de la mañana. Y por último los trailers portugueses de cinco ejes que aprovechan la noche para viajar y que surcan la oscuridad con estrépito de bisontes enfurecidos. Así hasta que se hacen las seis de la mañana, y como vivo en un pueblo dormitorio a esa hora se empieza a oír a quienes van a trabajar a... En algunos momentos, cuando más negra es mi desesperación, sueño con un lugar donde no haya panaderos motorizados, ni Marías, ni trailers portugueses. Supongo que lo habrá. ¿O no? - 10 -


LEJOS AFUERA Accésit del II Premio Monumento Natural Los Barruecos, 2003

Mario no era lo que se dice un buen estudiante. Había aprobado el Bachillerato en junio, pero no la Selectividad. Y ahora en septiembre la había sacado, pero con tan mala nota que le impedía el acceso a prácticamente cualquier carrera que valiese la pena. Sus padres trabajaban ambos fuera y se veían poco, casi siempre a la hora de comer y un rato por la noche. Últimamente el tema de la mesa era su futuro: - Si no vas a estudiar, tú verás lo que quieres hacer -le decía su padre. Pero a tu madre y a mí nadie nos regaló nada, de modo que aquí no mantenemos a vagos. En esas ocasiones miraba de soslayo y con rencor a su hermana, que sin levantar la vista del plato sonreía con suficiencia. Mucho mejor alumna que él, había aprobado el Bachillerato con buenísimas notas y ahora estaba en segundo de Filología. Mario opinaba que tanto ella como sus amigas eran unas pijas.

- 11 -


La verdad era que por primera vez en su vida no sabía qué hacer, ni a qué quería dedicarse en el futuro. Sus aficiones eran dos, a saber: el ordenador y las novelas de Sherlock Holmes, así que se pasaba las horas muertas en su habitación, dedicado a una cosa u otra. Por lo que respecta a la primera, y en contra de lo que pudiera esperarse, no estaba enganchado al chat; a él lo que le gustaba era, además de jugar a La Edad de los Imperios, visitar al azar y a través de Internet países y lugares lejanos, siempre más maravillosos y menos aburridos que su pueblo. Esta inclinación le había costado más de una bronca por las desmesuradas facturas de teléfono y soportar los alaridos de su hermana, que le exigía se desconectara para ocupar ella la línea. Además del futuro de su hijo, a sus padres les preocupaba el que apenas se relacionara con otros chavales de su edad. Pero es que a Mario no le gustaba el fútbol ni tampoco las motos y por eso, cuando a primeros de septiembre cerraron la piscina, empezó a dar largos paseos alrededor del pueblo. Sus recorridos favoritos bajaban hacia el Salor, a esas alturas del verano casi seco, y de vez en cuando pasaba junto a un gran caserón abandonado a poco más de cien metros del río. Tenía dos pisos, y las puertas y ventanas de la planta baja se hallaban tapiadas, pero era posible acceder a un enorme corral y a las caballerizas. Caminaba junto al edificio y nunca entraba debido a una barrera casi física, algo así como una presencia que le hacía sentirse molesto por violar un lugar prohibido. Miedos de infancia, se decía. Y pasaba de largo. Pero en una ocasión el morbo o la melancolía pudieron más, y cruzó el umbral. Se adentró en aquel gran pa-

- 12 -


tio, ámbito donde aún parecían resonar las voces de los mozos y el ruido de los animales del antaño floreciente cortijo. Entonces fue cuando lo vio. Relumbraba en el suelo con el brillo gastado de una moneda que lleva perdida mucho tiempo. Pensó que serían veinte duros, o cinco de los antiguos, pero no: era un euro. Lo tomó entre los dedos y le chocó su aspecto deteriorado, de moneda que ha pasado mucho tiempo a la intemperie, cuando esta pieza no llevaba ni un año en circulación, y se sorprendió aun más cuando al darle la vuelta comprobó que no era español. Aquel señor con gafas -en su aula había un póster con todas las monedas de la Unión, y él se había dedicado a memorizarlas en las asignaturas más aburridas- delataba el origen de la moneda: Bélgica. Imaginó que se le habría perdido a algún turista de los que venían al museo Vostell, y se la echó al bolsillo. Durante varios días estuvo allí, y por la razón que fuera nunca apareció la ocasión de gastarla. Al final la dejó en su cuarto, sobre la mesa de estudio, y a veces sus ojos la encontraban. Aquella moneda parecía querer decirle algo importante, pero él no se veía capaz de desentrañar el misterio. Seguro que Sherlock Holmes hallaría la llave para esta cerradura, pensó. Pasaron varias semanas y se olvidó del asunto. Una tarde a finales de septiembre en que había discutido con su madre y no soportaba a su hermana, salió de casa y sin planteárselo mucho recorrió el camino hasta el caserón. Penetró en el patio e instintivamente miró hacia el lugar donde había aparecido la moneda. No había más euros, pero sí un periódico. En contra de lo que cabía esperar no era un periódico español, sino Le Soir de Bruselas, y tenía fecha del día

- 13 -


anterior. ¿Cómo habría llegado hasta allí? Ignoraba si la prensa en papel puede viajar tan rápido de un país a otro, pero en cualquier caso imaginó que el presunto turista ocasional no lo era tanto, así que se le ocurrió dejarle un mensaje. Felizmente llevaba un bolígrafo encima. Junto a la mancheta del periódico escribió: ¿Quién eres? Yo me llamo Mario

Unos días después pasaba de nuevo junto al caserón y se acordó de su nota. Se sintió muy ridículo por haberla escrito, pero de todos modos entró. Como si le esperase, allí estaba el periódico, que alguien había envuelto en un plástico. Al sacarlo se dio cuenta de que estaba húmedo. Desde luego no podía ser de lluvia, pues hacía tres meses que no había caído ni una gota. Sus palabras del otro día, que ahora se le antojaban infantiles, estaban allí, casi borradas. Fue pasando una a una las hojas, procurando despegarlas sin que se rompieran. A medida que avanzaba hacia el centro estaban más secas. Hasta que encontró un papel blanco que no vio la otra vez. Lo desdobló. La caligrafía se había desteñido un poco con el agua, pero aún era legible: Salut! Je ne comprends pas très bien l´espagnol, bien que je l´ aie etudié pendant un an au Lycée. Je m´appelle Monique, et je viens au parc quand je suis triste. Toi aussi, tu aimes le lac?1

El mensaje le sorprendió aunque era de esperar: moneda belga y periódico belga, pues francés. Menos mal que

- 14 -


las lenguas no eran lo que peor se le daba, y que el francés lo había tenido de segundo idioma. De todas formas, ¿qué hacía una chica joven, y extranjera para más señas, por aquellos andurriales? ¿Por qué hablaba de un parque cuando estaban en mitad del campo? Y en cuanto al lago, pues se referiría a Los Barruecos, otra explicación no cabía. Aun así, el juego le pareció divertidísimo, de modo que cogió una hoja de la libreta que traía preparada y se esforzó por desempolvar la fraseología de clase. Querría haberle escrito una larga parrafada, pero sólo fue capaz de poner: Moi aussi j´aime le lac 2

A partir de aquel momento las idas y venidas al caserón fueron continuas. Como desde el pueblo había casi cinco kilómetros, sacó del trastero su bicicleta, largo tiempo arrinconada, y con ella recorría aquel traqueateante sendero en mucho menos tiempo del que tardaba andando. ¿Cómo sería Monique? Se la imaginaba rubia, de piel blanca y ojos azules. ¿Se habría cruzado alguna vez con ella? Por el camino seguro que no: apenas se encontraba gente, salvo algún pastor con sus ovejas o señoras mayores de paseo. Pensó en quedarse al acecho para verla llegar, pero un par de tardes de espera resultaron infructuosas. Sin embargo, cuatro días después de su segunda nota, el periódico había desaparecido y en su lugar había una piedra plana. La levantó y allí estaba su papel, pero con una inscripción a la vuelta. La misma letra menuda de la otra vez:

- 15 -


J´ai dix-sept ans et habite près d´ici, à l´Avenue Roosevelt. Et toi?3

Esta vez venía preparado: además de la libreta, se había traído un diccionario de bolsillo francés-español que le había mangado a su hermana. En una nueva hoja escribió: Moi aussi j´ai dix-sept, et j´habite à Malpartida de Cáceres4

Sus padres estaban encantados porque veían que dejaba en paz las novelas de misterio y el ordenador, y se iba, creían ellos, con los amigos. Pero eso no le sorprendía a Mario. En cambio la contestación de Monique: Malpartida? Ça a l´air d´être en Espagne. Je veux dire où est-ce que tu habites ici5

Mario no comprendía qué quería decir la chica. Su siguiente mensaje fue: Ici? Qu´est-ce que tu veux dire?6

La respuesta le dejó helado: Tu te moques de moi! Ici à Bruxelles7

Bueno, pensó, esta Monique apuesta fuerte. Le seguiremos la corriente: Comment s´appelle ce lieu?8

- 16 -


Monique: Tu poses des questions bizarres, toi! Tu ne serais, par hasard, un desequilibré? C´est le Bois de la Cambre, tout le monde le connaît, non?9

Como buen detective, ya tenía datos que investigar y comprobar. Aquella tarde se encerró varias horas con el ordenador. Tan concentrado estaba que ni siquiera oyó a sus padres comentar detrás de la puerta que ya volvía a las andadas, ahora que parecía haberse vuelto más sociable. Pero Mario no chateaba ni jugaba a la Edad de los Imperios, sino que había entrado en un buscador: Mapa de Bruselas. Efectivamente, al Sur de la ciudad existía un parque con ese nombre. Bastante grande, por cierto. Y al lado la Avenida Roosevelt. Nueva búsqueda con Bruselas y después, afinando, Bois de la Cambre. Pinchó en la primera página y se cargó enseguida. Por suerte tenía fotos. Era, efectivamente, un parque muy grande, con árboles frondosos. Y un lago que le recordó al del Retiro de Madrid, donde habían montado en barca cuando el viaje de fin de curso. Así que los detalles era ciertos, pero eso no quería decir nada: sólo que la chica era de allí o que conocía el sitio. Pero seguro que ahora vivía en Malpartida o como mucho en Cáceres. Fantasearía con que volvía a su antiguo hogar y había encontrado un panoli que se lo creía. Tuvo la repentina sensación de que le estaban tomando el pelo: enrojeció hasta las raíces del cabello, y luego sintió

- 17 -


furia. No se dejaría engañar más, así que preparó una larga y educada carta donde le reía a la presunta Monique la broma y se despedía de ella hasta que fuese a visitarla a Bruselas. Para esto se sirvió de un traductor automático en Internet; no es que las versiones fueran muy brillantes, pero las suyas eran con seguridad peores. Cuando fue a poner la carta en el sitio de costumbre y mientras se despedía mentalmente de todas las Moniques del mundo, se fijó en algo en lo que no había reparado ninguna de las veces anteriores: justo en el lugar donde se intercambiaban las notas, y en un círculo de aproximadamente un metro de diámetro, la tierra era esponjosa y oscura. Y las hojas de los árboles allí caídas eran de roble, arce, plátano. Hojas marchitas del temprano otoño belga. Hojas de árboles que no existían aquí, rodeado nada más que por encinas de la dehesa extremeña, eterno espejo de sí misma. Quedó un rato como atontado. Para una broma aquello ya era mucho. Decidió arriesgarse: arrugó la carta que traía y escribió una nueva, que en abrupto francés decía más o menos: Monique, j´ai quelque chose importante à te dire. Je ne suis pas à Bruxelles, mais en Espagne10

Al otro día: Mais tu es fou ou quoi? Cela n´est pas un chat. Donnemoi une preuve, si tu peux11

Mario: D´accord. Viens demain12

- 18 -


Volvió al pueblo, compró un periódico regional y regresó con él. Un par de días después el periódico ya no estaba, y no había ninguna nota en su lugar. Sabía que no habría más mensajes de Monique. A menos que él hiciera algo. Quizá fue así como tomó la determinación. Aquella noche cenó y esperó a que en su casa se hiciera el silencio. Sus padres se levantaban temprano, de modo que a las doce de la noche todos dormían. Esperó dos horas más. Luego, sigilosamente, cogió de donde las había dejado por la tarde una manta, una linterna, agua y algo de comida. Lo metió todo en una mochila y salió por la puerta del garaje, esforzándose lo infinito por no hacer ruido. No había luna. Las estrellas brillaban con el relente de las primeras noches de otoño. Cruzó el pueblo dormido y se encaminó hacia el Salor. El camino, tantas veces hecho a la luz del día, se le hizo esta vez irreal e infinito. Pese a tener la certeza de que no había nadie a esa hora por el campo, a veces temía ser descubierto, apagaba la linterna y trataba de guiarse por la luz de las estrellas, hasta que tropezaba con una piedra o una raíz. De cuando en cuando se oían, terroríficos, los gritos de las aves nocturnas. El canto de las ranas y el débil brillo de las charcas del río le indicaron que había llegado a su destino. Muy cerca se distinguía, silencioso y blanco, el caserón. Tragó saliva. Nunca había estado allí de noche, y además solo. No se atrevió a encender la linterna porque las sombras que suscitaba eran aún más aterradoras que la oscuridad en que se movía. El miedo le producía vértigos, pero desoyendo las enloquecidas voces que giraban en su cerebro se armó de valor y cruzó el umbral.

- 19 -


Ignoraba cuándo tendría lugar el fenómeno, si es que lo había, pero a tientas buscó el círculo de tierra negra y se sentó en el centro, dispuesto a esperar y a aparecer. En el Bois de la Cambre. O donde fuera.

1

Hola, no entiendo muy bien el español, aunque lo estudié durante un año en el instituto. Me llamo Mónica, y vengo al parque cuando estoy triste. ¿A ti también te gusta el lago? 2 A mí también me gusta el lago. 3 Tengo diecisiete años y vivo aquí cerca, en la Avenida Roosevelt. ¿Y tú? 4 Yo también tengo diecisiete, y vivo en Malpartida de Cáceres. 5 ¿Malpartida? Eso tiene pinta de estar en España. Quiero decir dónde vives aquí 6 ¿Aquí? ¿Qué quieres decir? 7 ¿Te burlas de mí? Aquí en Bruselas 8 ¿Cómo se llama este sitio? 9 ¡Vaya preguntas que haces! ¿No estarás pirado, por casualidad? Esto es el Bois de la Cambre, todo el mundo lo sabe, ¿no? 10 Mónica, tengo algo importante que decirte. No estoy en Bruselas, sino en España 11 ¿Pero estás loco o qué? Esto no es un chat. Dame una prueba, si es que puedes 12 De acuerdo. Ven mañana.

- 20 -


DOS RAMÓN

Esta es la historia de Federico López, que salió de Madrid hace veintitrés años y desde entonces trabaja como veterinario en un pueblo del Sur de Badajoz. No tan grande como para tener clínica, ni tan pequeño como para que no acuda de vez en cuando a su casa un perro o un gato averiado, conducido por su angustiado dueño. Con todo, es éste un núcleo de población fuertemente rural, y sólo se mantiene a los animales si resultan de alguna utilidad. Por eso una mascota supone un lujo, y como tal es tratada: si la intervención precisa de unas instalaciones o un material que no posee, Federico se encoge de hombros y deriva a ambos -perro y dueño, o dueño y gato- a la ciudad más próxima. Su vida transcurre por tanto entre vacunas antirrábicas, esterilizaciones, pruebas de triquinosis y visitas a los ganaderos de la zona. Al principio a él, capitalino de toda la vida, le costó acostumbrarse a aquel ambiente, y hubiera querido volver o, al menos, trasladarse a alguna población más importante. Pero insensiblemente se ha ido habituando, hasta que llegó el momento en que se sorprendió pensando que tampoco se estaba tan mal allí; en pri-

- 21 -


mer lugar porque se vive barato y tranquilo, y en segundo lugar porque es agradable que entre su familia y él medien más de cuatrocientos kilómetros sin posibilidad de avión o tren, aunque esto último no se lo reconozca abiertamente. Sabemos que Federico es soltero y por eso, fuera de las horas de consulta, no suele haber nadie por su casa como no sea la mujer que limpia una vez por semana. Pero ese día tiene dos visitas, si bien no físicas, y las dos para pedirle parecer. La primera es por teléfono y a media mañana. Al coger el auricular, reconoce la voz de su hermano Ramón. Le parece un malísimo augurio, pues siempre que le llama es para pedirle algo: - Hola, Federico, ¿cómo estás? Te llamo desde el trabajo, hemos salido a tomar café –a modo de corroboración, de fondo se oye el bullicio de Nuevos Ministerios, motores y pitidos del tráfico. Le parece curioso escuchar, desde tan lejos, los sonidos del centro de Madrid. Pregunta a su hermano que qué quiere. Ramón le cuenta que está preocupado porque la madre de ambos no se acostumbra a la residencia de ancianos. - Pero si fue ella quien insistió en entrar -apunta Federico-. Cuando papá murió no decía otra cosa. - Sí, lo sé y me acuerdo; pero el domingo cuando fuimos a verla estaba triste, y hasta lloró un poco. Mercedes y él habían hablado sobre la posibilidad de llevarla a casa. - Pero ya sabes cómo es de quisquillosa. Además, malcriaría a los nietos. Ambos callan. El ruido urbano hace aun más evidente el silencio de la línea. Se oye a un camarero pedir a gritos

- 22 -


dos cafés y dos cortados. Federico traga saliva antes de responder: - Aquí no puedo tenerla -dice, por fin. Ya sabes que solo no puedo cuidarla. - En el pueblo estaría tranquila -insiste Ramón-. Le pondríamos una asistenta. - Ya veremos -responde rápidamente Federico-. Me lo pienso y te digo algo. Al colgar el teléfono se da cuenta de que está sudando. Después de tantos años alejado de ellos, la simple idea de volver a convivir con su madre se le representa estrambótica. En lo que a él respecta, lo tiene claro: si su madre viene al pueblo, él solicitará la plaza que quede libre en el asilo. La segunda visita llega por vía postal y contribuye a despejar un poco tan sombríos pensamientos. El sobre que le entrega el cartero trae matasellos de Huesca y la dirección escrita a mano. Cuando lo gira para mirar el remitente, ya sabe lo que pondrá: Ramón Ansuátegui. Torre de Ésera, Huesca. Conoce a Ramón desde el instituto. Al igual que Federico, pero más temprano y por razones distintas, se desentendió de su familia: en lugar de hacer lo que se esperaba de él, o sea, estudiar Económicas y colocarse al frente de la empresa del padre, prefirió ver mundo y viajar por España y el extranjero. En India se hizo vegetariano, y en Nepal, budista. Como testimonio de aquella gloriosa época, Federico guarda un montón de cartas y postales que su amigo le escribía desde los lugares más insospechados y que fueron llenando su provinciano hogar de luces y aromas de otro mundo. Normalmente una al mes, pero otras veces dos, tres y hasta cuatro las cuales, y en

- 23 -


función de los avatares del correo internacional, con frecuencia llegaban todas juntas. Hubo ocasiones en que le agobió la exuberancia literaria de su amigo, pero nunca se atrevió a contestar, pues era más que probable que para cuando llegase la carta a su destinatario éste se hallase ya a leguas luz de distancia. Aún parecía estarle viendo cuando fue a visitarle a la comuna que, a su vuelta, había montado en Málaga. Casi no lo reconoció: alto, flaco, moreno, con ropas astrosas y barba de muchos días, sonreía diciendo: Ya ves, aquí me tienes echando a perder un apellido ilustre -en su descargo, por lo que Federico sabía, y a diferencia de otros niños bien metidos a hippies, Ramón Ansuátegui jamás aceptó ayuda alguna de casa, y eso que en ocasiones las había pasado bien negras. Finiquitado el experimento comunitario, había recalado en Barcelona, donde se casó y aprobó unas oposiciones a correos. Ahora trabajaba de cartero rural en la zona de Graus. Pero no descartó del todo sus propósitos de autosuficiencia y había comprado unas cabras y una docena de gallinas. De sus progresos como granjero amateur informa regularmente a Federico. Porque con el tiempo Ramón no ha perdido ni un ápice de su vehemencia epistolar, antes al contrario: escribe con frecuencia de obseso a todas sus amistades, para dar trabajo a Correos y que no me despidan o me manden otra vez a Barcelona, aunque en el fondo Federico sospecha que no es más que una estratagema para dar rienda suelta a su particular vicio. En ese momento llaman por teléfono y tiene que salir a un par de visitas. Para cuando vuelve, ya anochecido, ha olvidado la carta de Ramón que, aún sin abrir, le aguarda encima de la mesa. Cena un poco y después rasga el sobre.

- 24 -


En tres folios de apretada caligrafía, Ramón le da noticias de su mujer y su hija. Todo marcha bien: el invierno había sido un poco duro, pero en cuanto estuviese más avanzada la primavera iniciarían la reforma de la casa y arreglarían el camino. La huerta empezaba a rendir. Sin embargo, tenían un problema: la vaca. Porque no le ha dicho que han comprado una vaca. Al principio todo pareció ir bien, pero al poco tiempo perdió peso y redujo su producción de leche. Y lo peor de todo eran las ventosidades: la cantidad de metano que expelían las tripas del pobre animal era tal, que tenían toda la casa apestada; había pensado en construirle un establo al otro extremo de la finca, pero no parecía una solución duradera, ya que incluso los vecinos más alejados habían protestado. Le pide consejo a Federico, pues tiene fe en su ciencia y no se fía de los veterinarios de la zona, auténticos señoritos que se limitarían a recetarle antibióticos. Sonríe imaginando la escena. Automáticamente va a descolgar el teléfono, pero entonces cae en la cuenta de que, aunque parezca mentira en esta época de telecomunicación global, en el remoto pueblecito donde Ramón vive sólo existe un teléfono, instalado en casa de una vecina. El procedimiento consiste en llamar, pedirle a la amable voz del otro lado que por favor avise a Ramón Ansuátegui, colgar, esperar diez quince minutos y volver a llamar para quizá encontrarse con que el solicitado no está. Resuelve por tanto seguir el consejo de darle trabajo a correos y contestarle por carta. Busca bolígrafo y papel y se pone manos a la obra. Cuando termina, se acuerda de nuevo de su madre y de su hermano y de la conversación telefónica de esa mañana, y piensa que, ya metido en faena, le es más senci-

- 25 -


llo escribirle también a este último. Bien pensado, la palabra escrita tiene la ventaja de que puedes meditarla cuanto quieras y, además, siempre te dejan acabar. Hace tanto tiempo que no redacta cartas personales que se le antoja extraño hacerlo dos veces seguidas. Al final se le cierran los ojos. Lleva en pie desde las cinco de la mañana por haber tenido que atender el parto de un ternero que se presentaba difícil y luego, en las visitas de por la tarde, el cuatro por cuatro se atascó en un barrizal y tuvieron que sacarlo con tractor. Escribe en los sobres el nombre de los destinatarios. Una de las cartas irá al corazón de Madrid, y la otra al pie de los Pirineos. Es curioso, los dos Ramón, ligados a él por motivos diferentes y de vidas tan distintas. Deambula abstraído por los misterios de la amistad y la familia, y por eso nunca sabremos si es el cansancio o si es el subconsciente que le juega una mala pasada; el amable lector sabrá disculpar nuestra ignorancia. El caso es que introduce las cartas en los sobres equivocados. Y así, un par de días más tarde su hermano Ramón lee, estupefacto, la siguiente misiva: Estimado Ramón: Me alegro mucho de haber recibido tu carta; ya sabes hoy día lo raro que es, con el teléfono perdemos las buenas costumbres. Me alegro asimismo de que estéis todos bien. En cuanto al asunto que me comentas, no creo que necesite solución médica: a mi juicio, todo el problema se debe a la tristeza que siente por haber sido alejada de su entorno habitual. Si le dais mimos y la tratáis con esmero,

- 26 -


seguro que en unas semanas se le pasará. Y por lo que respecta a las ventosidades, evidentemente se trata de un problema de dieta: pregunta a su anterior dueño que qué es lo que le daban de comer; seguramente él tenga más experiencia que vosotros y os pueda asesorar.

Sin más, se despide afectuoso,

Federico. P.D. Si el problema de la leche y la delgadez persistieran, llevadla a algún veterinario de ahí, pues comprenderás que sin verla yo no puedo facilitar diagnóstico alguno.

Y a Ramón Ansuátegui le llega esta otra: Querido Ramón: He estado meditando profundamente sobre tus palabras y, si he de serte franco, no veo que exista una solución que yo te pueda dar. Ya sé que es tanto responsabilidad mía como tuya, pero tengo bastante claro que aquí no la voy a traer: se sentiría más sola de lo que ya está. Podéis hacer la prueba: en casa tenéis una habitación libre, ¿no? Pues instaladla allí a ver qué tal. Y si necesita una persona que le haga la comida o la acompañe al servicio, pues igualmente podéis contratarla vosotros: los gastos, por supuesto, serían a medias.

- 27 -


Espero que de una vez por todas solucionemos este enojoso asunto. Tuyo, Federico

- 28 -


EL CENTRO DEL MUNDO SÁBADO - La historia siempre pasó de largo por aquí –quien habla es Sebastián, que enarca las cejas en un gesto expresivo-. Fíjate, por estos mismos raíles venía nada menos que don Juan, el padre del Rey, a entrevistarse con Franco en el Palacio de las Cabezas. Y el propio Rey, cuando aún no lo era y llevaba pantalón corto, también pasó muchas veces por aquí. El anciano está sentado en un banco, el bastón al alcance de la mano. Sus ojos, de azul clarísimo, enfocan al horizonte. Es la suya una mirada noble y pícara, que desmiente la edad. Pero Sebastián es sobre todo sus manos: curtidas, arrugadísimas a fuerza de trabajo y de intemperie, pero sabedoras aún de firmeza. - Sin embargo -prosigue-, para ellos esta tierra no era nada, sólo un decorado de praderas y encinares desde la ventanilla del tren; los asuntos realmente importantes se ventilaban en Madrid, o si me apuras en Estoril. Su pensamiento deja de vagar lejano y se centra en su interlocutor. Se le ablandan los rasgos de la cara y la voz:

- 29 -


- Aún me acuerdo de cuando eras un crío y correteabas por esos descampados, y cuando se oía llegar al tren tu madre te llamaba a gritos, por temor a una desgracia. Sonríe, avergonzado, y remueve la tierra con la suela del zapato. Sebastián juega con ventaja, porque ya era adulto cuando él apenas asomaba a la niñez, y también remeda al abuelo que nunca conoció: desde que murieron sus padres, este hombre representa el único vínculo que le queda con el poblado –isla en mitad de ninguna parte- cuya única razón de ser, la estación, estaba a punto de dejar de existir. - La verdad es que hiciste bien en irte -vuelve a hablar Sebastián. Yo ya estoy jubilado y me da igual, pero aquí ya ves que no hay futuro ninguno. En Madrid decían que no, pero yo siempre supe que cuando abrieran el AVE a Portugal, por aquí dejarían de pasar trenes. Los políticos siempre niegan lo evidente, pero ¿quién se acuerda de sus promesas al cabo de diez años? Y sin embargo el sitio había conocido momentos de gloria. Cuando se construyó la línea de tren Madrid-Lisboa que incomprensiblemente dejó de lado a la capital de la provincia, adonde solamente llegaba un triste ramal-, la estación se convirtió en un importante nudo de comunicaciones: llegaron a vivir allí más de mil personas entre plantilla de la estación, maquinistas, guardagujas, mecánicos, obreros de la línea y todas sus familias. De aquella época databan los grandes pabellones de ladrillo rojo, con su aire de revolución industrial inglesa. Ahora en ruina y vacíos, sólo servían para que anidaran las cigüeñas. Sus padres, que eran de un pueblo de Toledo, vinieron a vivir aquí a mediados de los cincuenta, y aquí había nacido él, de modo que el universo de su infancia habían

- 30 -


sido las vías, el olor a brea de las traviesas y la multitud que subía o se apeaba de los trenes que no se acercaban hasta la capital y proseguían su viaje infinito. Por entonces él creía que nunca descansaban. “¿De dónde viene el tren, papá?” Fue la primera pregunta que recordaba haber hecho en su vida. Su padre le sonreía: “De muy lejos.” “¿Y dónde va?” “ Más lejos todavía”. Había sentido el choque de aquellas palabras solemnes, arcanos que su mente infantil se resistía a penetrar. Luego descubrió que los trenes iban o venían de Portugal, de Salamanca o Madrid, y aquellos nombres resonaban exóticos en su imaginación igual que cuando ahora escuchaba Honolulu, Patagonia o Maldivas. Cuando en los años sesenta desviaron la línea para que pasara por la capital, a quince kilómetros de distancia, el tráfico de viajeros y mercancías decayó considerablemente. Cerraron las fondas, muchos bares y casi todos los comercios. A medida que se fue mecanizando el embarque de mercancías y el mantenimiento de la línea, dejó de ser imprescindible tanta mano de obra, y el lugar se vació. Éste fue el poblado de la estación que conoció su adolescencia, cuando otros intereses, distintos ya a los de la niñez, les llevaban a él y a sus amigos a escaparse a los pueblos cercanos. Se despidió de Sebastián y fue caminando para casa. Hacía tiempo que los horizontes del adulto habían puesto las distancias en su sitio, y sin embargo aún no se había acostumbrado a que el trayecto le pareciera tan corto. También le resultaban curiosas las vacas que pastaban ahora como entonces- en los prados aledaños. No eran vacas lecheras, sino las que comúnmente se conocen como retintas, esto es, ganado para carne. Pasaban la mayor

- 31 -


parte del tiempo, incluso el invierno, al aire libre, y disfrutaban por eso de una vida infinitamente más feliz que sus parientes de los establos. Pasó junto a la escuela, reconvertida ahora en sede de la asociación de vecinos. En la puerta había niños jugando. Allí había estudiado la básica antes de irse a la capital a hacer el bachillerato. Recordaba a compañeros de juegos y de peleas. Ninguno estaba ya en el poblado. Aún vivían todo el año algunas familias, pero la mayoría utilizaba las casas como segunda residencia, pagando a Renfe un alquiler irrisorio. Él mismo, sin saber por qué, había seguido abonando la mensualidad que les correspondía a sus padres. Ahora que cerraba la estación se rumoreaba que iban a ponerlas todas en venta. Por la tarde acometió la tarea de ventilar, limpiar la casa y tratar de sacudirle la pátina del abandono. Físicamente no representaba una tarea dura, ya que la vivienda era minúscula, pero trastear en muebles y cajones suponía inevitablemente quebrar un espeso manto de tiempo y silencio, rebobinar la película de su vida hasta el tiempo de la infancia. En este trayecto abrumador y remoto bastaba una foto u otro objeto cualquiera para despertar los ecos dormidos, y entonces era un niño cuyos padres no han muerto, sino que están de viaje, y regresarán en el tren de mañana o pasado mañana. Como cuando en el fondo de un cajón encontró la estatuilla en cuya peana se leía Recuerdo de El Ferrol, que una hermana de su madre les había traído de la luna de miel. Él tenía ocho años. Jugando se le había caído y hecho mil pedazos; intentó remediar el desastre con pegamento, pero como faltaban trozos no se podía disimular el estropicio. Finalmente optó por esconder el cuerpo del delito, y el sentimiento de culpa hizo que no hubiera vuelto a acordarse hasta el mo- 32 -


mento presente. Ahora resultaba a todas luces evidente que su madre había tenido que darse cuenta del estruyo, y había preferido no reñirle. Al rememorar aquello los ojos se le llenaron de lágrimas.

DOMINGO A eso de las dos se presentó en casa de Sebastián. Entre ellos los formalismos sobraban: cuando venía de visita, se daba por supuesto que compartiría su mesa; si era un día, pues ese día, y si era un fin de semana, pues el domingo. La casa de Sebastián era una vivienda adosada, y se hallaba junto con otras cinco en una especie de patio comunitario con salida a la calle. Era la única habitada permanentemente; las otras exhibían en puertas y fachadas las cicatrices inconfundibles del abandono. A modo de toldo, una parra que nadie podaba cubría el espacio libre entre las fachadas. Entró sin llamar. La mujer de Sebastián salió a su encuentro secándose las manos en el mandil, y le plantó dos sonoros besos. Discreta anciana, ropas negras y pelo blanco que le trataba con gran cariño, tal vez en memoria de los hijos que andaban lejos. Siempre preparaba una comida exquisita. - No malcríes al muchacho, Pepa, que luego se las tendrá que ver solo y querrá volver a tus faldas -farfullaba Sebastián entre bocado y bocado. Pese a que el médico le tenía prohibido el vino, cuando comía con ellos siempre se abría una botella y bebían los dos, y a los postres incluso aceptaba un cigarrillo. Fíjate en mí -continuaba-: ya sé que es difícil imaginar que los viejos hemos sido alguna - 33 -


vez jóvenes, pero yo con quince años me vine de Teruel, escapado por una chiquillada. Me apeé aquí, encontré trabajo y hasta ahora. Allí dejé casa, familia, amigos, y jamás volví. ¿Para qué, para descubrir que me había equivocado? Prefiero pensar que la vida es como el tren: si a medio camino el maquinista descubre que ha olvidado la tartera, no puede sin más dar la vuelta y regresar. No le queda otra que seguir. Adelante, siempre adelante. Apuró el vaso y le miró con ojos divertidos. - No hagas mucho caso a este viejo; lo que me sirvió a mí a lo mejor para ti es pura tontería. Por la tarde fue a dar un paseo. De entre todos los caminos que confluían en la estación, eligió el que llevaba a la Charca del Molino. Pensó en la de veces que había ido a pescar allí con su padre en los ratos de paisano. Porque bien pronto aprendió que su padre tenía dos caras: con y sin uniforme. Cuando no lo llevaba era alegre, dicharachero, le cogía en brazos y jugaban durante horas. Pero cuando por la mañana se abrochaba los botones dorados de la chaqueta, diríase otra persona. - Niño, ten cuidado. - Niño, no te arrimes tanto. - ¡Que le manchas el uniforme! Pero ¿es que no ves cómo traes las manos? Desde entonces había adquirido un respeto cuasi supersticioso por las ropas que delatasen a su portador como perteneciente a algún cuerpo, ya fueran militares, médicos, bomberos o -sobre todo- ferroviarios. Cuando iban a pescar, el atuendo oficial quedaba en casa, y ésa era la señal que daba vía libre a la intimidad. Pasaban siempre junto al dolmen, del que sólo quedaban en pie unas enormes lajas, y como ellos ignoraban tan téc-

- 34 -


nico nombre lo habían bautizado como las piedras levantás. Las tardes de la infancia eran más largas, y durante ellas aprendió mucho observando a su progenitor y espiando sus conversaciones con los otros pescadores. Fue allí de donde comprendió que aquello de ser hombre debía ser algo pero que muy difícil, y se prometió solemnemente que pondría todo su empeño y voluntad en conseguirlo. Subió a lo alto del muro, y fue el niño quien arrojó la piedra al agua, idéntica a la que formó antiguos diseños concéntricos en la seriedad de la laguna. El subsuelo granítico de la zona impedía la filtración del agua, así que por doquier se encontraban charcas. Algunas, como la Charca del Molino, habían sido recrecidas mediante un sólido muro de piedra y en el pasado se había aprovechado su caudal para moler trigo. Se sentó para contemplar el sol, que anunciaba un rojizo ocaso tras las cresterías de la Sierra de San Pedro. Su madre siempre decía que lo que más le gustaba del poblado de la estación eran los atardeceres. - No hay dos iguales. Es una cosa hermosa, y me consuela de haberme tenido que venir a vivir tan lejos. Ahora que ella descansaba para siempre en su pueblo, se preguntó si no echaría de menos aquel milagro diario de la luz menguante. Se oyó un chapoteo y un apresurado batir de alas. Al volverse tuvo la fugaz visión de una bandada de fochas que al despegar rompió otra vez la quieta lámina de la charca. Vivían allí muchas aves, sobre todo garcillas bueyeras y gaviotas; unas y otras habían llegado hacía relativamente pocos años, demostrando así que la emigración no es patrimonio exclusivo de los humanos. Estaban - 35 -


inquietas porque durante toda la tarde se habían oído disparos. Ese fin de semana empezaba la temporada de caza, y cientos de hombres armados y vestidos de caqui habían salido al campo a desahogar la adrenalina y la mala leche acumuladas. La luz se fue con rapidez otoñal. Decidió volver por otro camino. Iba casi a oscuras, pero había hecho tantas veces aquel recorrido que caminaba con la misma seguridad con que un invidente lee Braille. Cuando tropezó con la alambrada, reaccionó con estupor. Pensó que podía haberse equivocado, pero no: a la medialuz del crepúsculo blanqueaba la arena del antiguo paso. Habían vallado el camino. Unas vacas lo observaban impávidas desde el otro lado. Experimentaba la triste rabia que le invadía cada vez que comprobaba cómo el egoísmo de unos pocos estaba convirtiendo el campo en cada vez menos campo cuando oyó las detonaciones. Una. Dos. Tres. Cuatro. Habían sonado increíblemente cerca, doscientos metros a lo sumo. Provenían de otro camino, casi paralelo y que también conducía a la estación. Está prohibido disparar cerca de caminos, pensó, pero además hay que ser un criminal para hacerlo de noche. El flujo de sus pensamientos se cortó cuando un golpe contra la alambrada hizo que la vaca más próxima huyera despavorida. Se acercó. Más que ver adivinó que del otro lado había un ave. Era un pato salvaje, y se había pegado al suelo, como si intentara pasar desapercibido. Aproximó una mano y lo tocó con precaución, pero el pájaro no se asustó. Sabía que cuando hay poca luz las aves no ven casi nada, y pensó que por eso no reaccionaba. Con cuidado lo hizo pasar a través de los alambres. El animal estaba extrañamente quieto, pero no muerto: si intentaba girarlo boca abajo se

- 36 -


resistía. Le examinó el vientre y el pecho en busca de alguna herida, pero el plumaje se hallaba intacto. Hasta que al cabo de un tiempo palpándole los costados sintió algo húmedo. Miró la mano. Era sangre. En alguna parte, uno o dos perdigones habían penetrado la tierna carne y tocado un área vital. Eso y tal vez el golpe contra el suelo habían hecho el resto. Permaneció con el ave entre las manos, sintiéndola morir poco a poco. Los músculos perdieron la tensión que les proporciona la vida y el hermoso cuello se vencía hacia adelante. El pato le miraba desde la inmensidad de sus ojos oscuros. Su rostro compungido iba a ser lo último que contemplara en este mundo. Tras un rato sintió que el ser vivo que sostenía se había transmutado en objeto inerte. No quiso dejarlo allí para que los perros o algún zorro lo devoraran. Lo acunó en sus brazos. Desanduvo camino y buscó una escombrera que recordaba haber visto por la tarde. Una escasísima luna le ayudó a encontrar un pequeño hueco donde depositarlo. Después lo cubrió con grandes piedras. Resoplaba del esfuerzo. Como tenía las manos llenas de tierra, con la manga del jersey se secaba las lágrimas. Por el camino de vuelta maldijo la estupidez y la barbarie que siega vidas. De animales en tiempo de paz, y de personas cuando les dan permiso, y entonces lo llaman guerra. Un sonido perforó la oscuridad y fue tomando forma. Le acompañaba luz; era un ciclomotor que se acercaba de frente. Apartó la vista para que no le deslumbrara el faro. No veía al conductor, pero a buen seguro éste le veía a él. Veinte metros antes de cruzarse la moto se pegó al borde del camino. No se alarmó pensando que estaría esquivan-

- 37 -


do algún bache. Por eso cuando quiso darse cuenta lo que sintió fue un brutal golpe en el costado que le dejó sin respiración y le hizo caer. Los cuatro metros de anchura del camino volvían el acto tan deliberado que como pudo se incorporó y arrojó al conductor todo su repertorio de insultos. Éste no se detuvo. Quedó solo, gritando a las estrellas y a la lucecita roja que se hacía más y más pequeña. Ya en casa, se le fue pasando el dolor y la tristeza –al parecer y por fortuna todo se resolvería en un moratón-, al tiempo que meditaba sobre una decisión ya tomada. Por la mañana, bien temprano, empaquetaría lo que pensaba llevarse –unas fotos, algunos recuerdos-, quemaría los papeles y metería sus cosas en el coche –sería más novelesco marcharse en tren, pero trenes ya no había-. Luego iría a dejar la llave a Sebastián para que se la entregase al encargado de Renfe. Sin explicaciones. Su amigo entendería. Se acostó en su antigua cama de infancia y apagó la luz. Era su última noche en la casa; experimentaba el cansancio y la tristeza de la liberación. Mientras se dormía, era Sebastián quien le murmuraba al oído: El centro del mundo es donde uno vive. Nos creemos que está donde pasamos la infancia, en la familia, en los recuerdos. Pero no es cierto, porque todo eso lo llevamos con nosotros, como un equipaje. Lo único que hacemos al volver donde nacimos es convencernos de que esas historias fueron reales y no un sueño, porque somos unos sentimentales del carajo y aquí, en la vida, casi todos necesitamos asideros.

- 38 -


LA HISTORIA MÁS TRISTE ...sin duda es la de España, porque termina mal

Gil de Biedma

- Si vieras qué sueño he tenido -le dice durante el desayuno Francisco Lenin a su padre. Soñé que en España había un levantamiento militar, y luego una guerra civil muy larga, y que se imponía una dictadura de casi cincuenta años durante la que España quedaba aislada. - ¡Pero bueno, vaya imaginación! –se asombra éste mientras sirve una taza de café. De mayor bien podrías trabajar como guionista de películas. Aunque, ahora que lo dices, eso que cuentas no suena tan descabellado: realmente existió un momento en que pudo ocurrir justamente eso, allá por los años treinta. -¿Qué pasó? - Pues que había muchísima agitación social e incluso varias intentonas golpistas, pero todo se cortó de raíz cuando metieron a aquellos generales en la cárcel. - ¿Y cómo se llamaban?

- 39 -


- ¿Quiénes, los generales? Uy, ahora no te sé decir muy bien; sólo me acuerdo de uno, del que decían que estaba detrás de todo. Un tal Franco. - No lo conozco. Oye, y si ese Franco se hubiera salido con la suya, ¿qué habría pasado? - Pues eso, hijo, mejor ni pensarlo: imagino que con los militares en el poder no hubieran venido los alemanes a invadirnos en el 41, ni tampoco nos habrían liberado después los aliados; pero a buen seguro habría sido peor, mil veces peor. Desde luego lo que es la República, tal y como tú y yo la conocemos, no existiría. A lo mejor tendríamos otra cosa, por ejemplo una monarquía. - Papá, y ese amigo tuyo, al que vas a ver hoy, ¿vivió aquella época? - ¿Quién, Lorca? Pues claro, cómo no va a haberla vivido, si tiene ciento dos años. Lo que ocurre es que desde que le dieron el Nobel le falla mucho la memoria. Pero es de los pocos testimonios vivos que quedan, y todavía tiene cosas que contar. ¿Qué, vienes conmigo? Terminan de desayunar y salen a la calle. Francisco va pensativo. Entonces se detiene y mira a su progenitor. La voz le suena seria. - Entonces España tuvo mucha suerte, ¿verdad? Su padre le echa el brazo por los hombros y le atrae hacia sí. - No lo sabes tú bien, hijo mío.

- 40 -


SUERO,POR FAVOR Verán, yo tengo un vicio que me pierde, y es visitar hospitales. Ya sé que constituye una vocación tardía pero ello es debido a que, como siempre gocé de buena salud, nunca había pasado del médico de cabecera. Pero hete aquí que en una ocasión, hará de esto tres años, tuve que acudir a ver a un familiar recién operado, y esa experiencia me cambió la vida. Aquel ir y venir de gente, aquel desfile de batas y pijamas blancos, verdes, delante o detrás de las camillas confieso que me deslumbró. Era como un niño al que llevan por primera vez a la feria, y volví muy contento para casa. Pero aquella tarde, mientras daba a Ulises su trozo de lechuga, mi cabeza andaba en otros sitios. Dormí intranquilo, esa noche y las siguientes. Al tercer día no pude más, y volví al hospital. Al aproximarme comprobé que efectivamente aquello era lo que me pedía el cuerpo: aullidos de ambulancia, la nube de familiares en las inmediaciones: gente tirando a clase media y baja (los ricos y los funcionarios prefieren ir a clínicas privadas). En la puerta, el ciego vendedor de cupones dando la nota racial y folklórica. Luego el inmenso vestíbulo, todo de mármol, que recuerda a la antesala de un palacio o un ministerio, y la amable señorita

- 41 -


de información a quien pregunto que dónde están las consultas externas. La verdad es que un hospital proporciona una paz y una libertad como nunca había soñado antes. Es lo más parecido a una ciudad ideal: sus quince o veinte plantas son un hervidero de personas, afanadas en infinidad de cometidos, que dan la sensación de un supraorganismo, una maquinaria perfecta. Además, prácticamente se puede permanecer o pasear por cualquier pasillo o dependencia sin que nadie te diga nada. Se me replicará que lo mismo ocurre en cualquier otro edificio público. Y responderé que sí, que es lo mismo, salvo en una cosa: la simpatía y amabilidad de la gente, esa mezcla de austeridad y calor humano. Porque el dolor o la inminencia de la muerte, propios o de un ser cercano, parece que nos humaniza a todos. Y las caras largas y gestos acres, que tanto abundan en esta sociedad competitiva y cruel, aquí se transubstancian y dulcifican. Así que me fui, como digo, para el área de consultas externas. Como son éstas una serie de despachos con sala de espera común, ningún sitio mejor para pasar desapercibido y escabullirse del sistema de turnos. Estos primeros tiempos los recuerdo con mucho cariño, porque el caso es que hice allí grandes amistades hablando de nuestras enfermedades. Reales las de ellos, imaginarias las mías (si he de ser sincero, jamás me sentí tan sano como entonces, será que de tanto ver penas y desgracias el instinto de vida se afianza.) Por las noches volvía feliz a casa y dormía como un bendito, soñando con larguísimos e iluminados pasillos y con las batas y pijamas blancos. De modo que empecé a ser asiduo del hospital todos los días. Consciente de que estaba cayendo en una

- 42 -


adicción, intenté cortar por lo sano y quedarme con Ulises. Pero de inmediato me asaltaban el mal dormir, los delirios y las palpitaciones, y a la mañana siguiente tenía que volver de nuevo. Entonces me administraba una sobredosis, esto es, me iba para urgencias, donde tuve ocasión de presenciar toda clase de accidentes y desgracias. Pero una vez allí duraba poco: mi talante, de natural sensible, se resentía ante aquellas escenas escalofriantes, y en cuanto había satisfecho mi mono regresaba a zonas más tranquilas. Llegué a conocerlo profundamente, desde las plantas del sótano a las últimas. Al principio, si era interpelado por algún celador o guardia de seguridad, me ponía un poco nervioso y hacía como si me hubiese despistado. Pero poco a poco, a medida que iba comprendiendo el modus operandi interno, fui cobrando aplomo. Tengo el orgullo y el honor de haber penetrado en zonas que los pacientes y sus allegados ni siquiera sospechan que existen. Cuando se acababan las consultas me iba al área de hospitalización. Enseguida me di cuenta de que ésta suponía un grado más alto en el aprendizaje: era aquél el sitio de los enfermos con gotero y pijama azul -ése que les hace parecer a todos un poco presos-, algunos calvos por la quimioterapia. Aquí trabé íntimo contacto con lo mejor y lo peor de la especie humana. Gentes de ordinario enganchadas al televisor, al trabajo o a los parientes cercanos. Arrancados de su contexto, traídos a un mundo aparte donde la Parca aguarda al final del túnel, adquirían un relieve y una grandeza que jamás hubieran concebido en sus chatas vidas. Y yo gozaba con ello. Si me preguntaban quién era mi familiar hospitalizado, invariablemente señalaba al otro extremo del pasillo, o les decía que lo habían cambiado de planta. - 43 -


A veces mis estancias en el hospital se prolongaban varios días, pese a remorderme la idea de que Ulises estaba sola, sin nadie que le pusiera su agua y su hoja de lechuga fresca. Dormía en cualquier sillón, y cuando tenía hambre iba a la cafetería. Allí, por habitual, los camareros me trataban con la unción y el respeto a que se hace acreedor quien soporta la larga y penosa enfermedad de un familiar. También descubrí que la cafetería era un lugar privilegiado para observar -y escuchar a escondidas- a médicos y ATS. En los ratos de descanso, despojados de su lejanía y seriedad profesional, son seres humanos que hablan de sus cuitas personales, laborales y familiares. Aprendí mucho de su forma de comportarse, sus tics, sus manías corporativas, y tomé buena nota por si me podía aprovechar en el futuro. Por cierto que descubrí la manera de echarme parientes postizos. Resulta que en mis largas horas de pasillo comprobé que había personas sin nadie a su lado. Bien por no tener familiares, o por ser éstos lo suficientemente depravados como para no acompañarles en su dolor. A estos dolientes me los apropiaba yo. “Hola, ¿te acuerdas de mí? Soy tu sobrino.” En medio del delirio de la fiebre y la anestesia, la mayoría me reconocía y estrechaba mi mano entre la suyas, marchitas y enflaquecidas. El caso más enternecedor fue el de la anciana que me reconoció como su hijo emigrado a la Argentina hacía cuarenta años. “¡Hijo, hijo!”, balbucía, mientras le brotaban las lágrimas. Yo la besé en sus arrugadas mejillas. Murió al día siguiente. Todo iba bien, hasta que ocurrió un imprevisto. Cierta noche había adoptado ya a mi pariente, pues no había visto a nadie rondar por su cama. Era un señor mayor que

- 44 -


había sido ingresado ese mismo día para ser operado. Estaba, como digo, reposando en el sillón al lado de la cama cuando se abre la puerta y entran sus familiares -los auténticos- con cara de haber viajado mucho. “¿Quién es usted?”, me espetó un hombre con bigote, bien el hijo o el yerno, una vez repuesto de la sorpresa. Me quedé tan turulato que no fui capaz de hilvanar una trola convincente, de modo que emprendí discretamente la retirada. Cuando llegué al primer recodo eché a correr, mientras oía las voces llamando a seguridad que retumbaban por los pasillos desiertos. A partir de aquel día no me atreví a volver más por el área de hospitalización. Pasé varios en casa. Ulises era muy feliz, y venía a cada rato a que le acariciase su duro caparazón. Pero yo sufría. Tenía que volver como fuera. Igual que un toxicómano acude a la farmacia a mendigar algún fármaco que palie su abstinencia, así me dirigí yo a mi médico de cabecera -que por cierto es una señora- y le dije que sufría de vértigos y agudos dolores lumbares. Me hizo unas preguntas, miró mis ojos y oídos con una luz, expidió un volante para el traumatólogo y otro para unas radiografías. Así pude acudir de nuevo al hospital, pero esta vez no como un elemento espurio y advenedizo, sino como paciente, un paciente de los de verdad. Pasé por el tedio de las largas horas en la sala de espera, junto a otras personas con enfermedades probablemente tan inventadas como las mías. Sin embargo ahora tenía el aliciente de que, entre aquellas paredes, alguien tenía en su poder un papel con mi nombre y apellidos, y cuando la puerta se abriera una guapa enfermera los diría bien alto, y yo me levantaría y diría: ése soy yo.

- 45 -


El traumatólogo no me encontró nada, y me derivó al otorrino. Nuevas pruebas y nuevas esperas. Al final me enviaron a casa con un montón de medicamentos que, nada más llegar, tiré por el retrete. Volví a mi médico de cabecera dos veces más, una con una cistitis inventada y otra con una dermatitis real -me había comido un bote de medio kilo de crema de cacahuete, con lo alérgico que siempre he sido a ella-, y así estuve ocupado un mes. A la siguiente visita, ya la doctora empezaba a observarme con mirada suspicaz, y extendió otro volante, esta vez para el psiquiatra. Este señor -muy simpático, por cierto- me formuló preguntas y me encasquetó una buena dosis de antidepresivos, de los que alguno di a Ulises y el resto siguió el camino del retrete. Estaba claro que ya no podía volver a mi médico, y sin embargo a mí me urgía imperiosamente regresar al hospital. Si no era con la ley en la mano, tendría que ser saltándomela. Así que conseguí tarjetas -robadas- y volantes falsos-. Los detalles de cómo me hice con unos y otros no los consignaré aquí, ya que juzgo este acto como execrable en cualquiera que se tenga por hombre de bien, y sólo lo explico -aunque no lo justifico- por mi absoluta y particular necesidad. Técnicamente me convertí en un delincuente, pero bien sabe Dios que fue por una causa honrada. Entonces fue como si se me abrieran las puertas del cielo, pues tuve acceso a cuantos análisis y especialistas quise. Fui pasando por aparato digestivo, circulatorio, neumología, oncología, nefrología y un largo etcétera de ías, y me efectuaron todo tipo de pruebas y análisis imaginables. De tanto frecuentar el gremio ya debatía con ellos de tú a tú sobre síntomas y dolencias.

- 46 -


En una ocasión fui al andrólogo, uno de los pocos que me quedaban por visitar. Le dije que me enviaba el ginecólogo de mi mujer porque había detectado muy baja calidad en mi esperma (ambos extremos eran falsos). El médico estuvo palpando un rato mis atributos, introdujo un dedo enguantado en salva sea la parte para comprobar la textura de mi próstata y llegó a la conclusión de que tenía un varicocele, esto es, una variz en el testículo que impedía que viviesen los espermatozoides. Me mandó una batería de pruebas y me dio fecha para operarme. Los análisis me los hice gustoso, pero el día de la intervención menda no apareció por el hospital. Hasta ahí podíamos llegar. “¿Otra vez por aquí? Pero hombre, ¿qué le pasa ahora?” Pese a lo enorme del sitio y la multiplicidad de turnos, algunos celadores comenzaban a reconocerme. Y del reconocimiento a la sospecha no va nada, de modo que decidí emigrar a otro centro sanitario. La verdad es que nostalgia, si la hubo, fue poca; viví el cambio con ilusión: nuevos sitios, nuevas caras e incluso nuevas especialidades. En el antiguo hospital había llegado a ir dos veces al mismo médico con tarjetas sanitarias distintas, sin que pareciera reconocerme. Aunque me sentía orgulloso de mi hazaña, estaba seguro de que tarde o temprano me descubrirían o, peor aún, terminaría por aburrirme. Hasta he pensado que cuando explote al máximo este sitio puedo mudarme de ciudad, e incluso hacer una gira por todos los hospitales del país. El siguiente paso ocurrió de modo imperceptible, digamos que como si fuese algo natural. No voy a entrar en juicios morales, porque entonces sería mi perdición. Me atendré a los hechos:

- 47 -


Un día, en mi deambular, pasé ante una puerta abierta. Fiel a mi costumbre, me asomé: era un vestuario de personal. Allí estaba, sin dueño, la ropa tanto tiempo admirada. Sin dudarlo me desvestí, me enfundé aquella chaqueta y pantalón blancos, calcé los zuecos y salí procurando no ser visto, casi sin creerme lo que acababa de suceder. Al principio no sabía muy bien qué tarea realizar, pero habían sido tantos días observando los cometidos rutinarios del personal que acabé integrándome sin esfuerzo en la maquinaria del centro. Además, ahora andan de reformas, y en el caos resultante nadie parece extrañarse del nuevo y servicial compañero que empuja las camillas, pone los goteros y lleva las radiografías a las consultas. También soy muy amable y cariñoso con los enfermos, tanto o más como cuando hacía de familiar de ellos. Llevo así seis meses. Me siento integrado y feliz, y si alguien pregunta mucho o recela, me cambio a otra planta o cometido donde sean menos curiosos. Pero en medio de tanta dicha siento a veces un hormigueo, especialmente cuando me cruzo con un pijama verde. Sé que algún día, no sé cuándo, me encontraré uno sin nadie dentro, y me lo pondré, y que me las ingeniaré para hacer lo que siempre he deseado: asistir a una operación, y ser yo quien empuñe el bisturí.

- 48 -


TURISMO RURAL En esta vida nunca sabe uno por dónde pueden venir las cosas. Era la víspera de Navidad, día empalagoso y sentimentalón donde los haya para echar de menos a la familia, los amigos o la pareja (especialmente si no se tienen). Yo me había detenido en una gasolinera a la salida de Badajoz, muy cerca de la autovía. No bien abro el depósito y le digo al gasolinero que lo llene cuando oigo una voz: - Excuse me, do you know where Aldeasentenera is? Me quedé pasmado. No sé qué me impactó más, si el ver a la sonriente pareja de mediana edad, con pantalón corto y camiseta pese a los siete grados de temperatura, o el asistir a la pronunciación de tan terruñero nombre en labios anglosajones. El caso es que, venciendo mi natural timidez y americanofobia, debí responder que sí, y que precisamente iba en aquella dirección, ya que de inmediato me preguntaron, más por mímica que por palabras, que si podía llevarles. Me separé del coche y de ellos y fui para el servicio, más por recapacitar que porque mi vejiga tuviese efectiva necesidad de desahogo. Estaba claro que eran turistas despistados, y no parecían en absoluto peligrosos.

- 49 -


Pero ¿qué hacían en aquella gasolinera? Y, sobre todo, ¿para qué querían ir a Aldeacentenera? Cuando vuelvo del baño veo que están dándole dinero al empleado, y que éste les devuelve el cambio. Me asalta una sospecha terrible: inquiero al nativo con la mirada y él, con sonrisa indescifrable, me indica que sí, que efectivamente la gasolina está pagada. Intento protestar, pero ya mis turistas, tras cargar su liviano equipaje, se han acomodado en el asiento trasero del coche. Pese a mis ruegos, no consigo que ninguno de los dos pase adelante. Se presentan: son Fred y Margaret, de Seattle. Llegaron esta mañana en avión a Badajoz. Cuando le explicaron al taxista adónde iban, no saben muy bien si es que no les entendió, si no se fió o es que simplemente le pareció muy lejos; el caso es que los abandonó en aquella gasolinera, y que se las apañaran. Margaret sólo habla un poco español, y Fred, ni papa. En una increíble mescolanza spanglish me explican que él es dentista, y ella psicóloga. Hace algún tiempo que se han dado cuenta de que quieren un cambio en su estresada vida; por eso vendieron la casa y llevan viajando seis meses. Han reservado habitación en una casa rural de Aldeacentenera para conocer la zona. Vienen buscando algo que les convenga, pues les han asegurado que Extremadura es un sitio hermoso y tranquilo (but a little cold). Si todo sale bien, se instalarán. Como en la gasolinera no he tenido tiempo de observarles bien, lo hago ahora a hurtadillas por el retrovisor. Ella lleva gruesas gafas de pasta a la moda de los años sesenta, y él aún luce ese aspecto juvenil y fortachón al que tanto les cuesta renunciar a los yanquis cuando llega la vejez.

- 50 -


Me dicen que han terminado un viaje por África -de ahí el uniforme de explorador, pienso yo-, donde es normal que cualquier conductor te lleve a cambio de dinero, y creen que en España es igual. Les explico que aquí no se estila eso. Desde atrás Margaret, con el mismo tono acariciante que debe emplear con sus pacientes, me replica que lo que yo digo no debe ser cierto, porque yo sí los he recogido. Tan contundente lógica me desarma. De Badajoz a Aldeacentenera hay ciento ochenta kilómetros y dos horas de viaje. Mis pasajeros cantan canciones y palmean; ahora quizá entienda por qué les abandonó el taxista. Cuando no cantan me hacen preguntas del tipo: ¿Me gustan los toros? (a ellos no) ¿Hay corridas en Navidades? ¿Es Extremadura similar to Andalousie? ¿Comemos picante, como en Méjico? ¿Tenemos petróleo? ¿Es cierto que en España hay todavía quien habla árabe? Preguntas que revelan más el mundo mental del averiguador que el del averiguado. Satisfago lo mejor que puedo su ultramarina curiosidad. Al pasar junto a Trujillo les explico que es una ciudad muy bonita, con muchos edificios antiguos. La palabra conquistadores les electriza, mientras contemplan embobados el castillo almohade. Después me proponen muy serios que les sirva de guía, que they will pay. Les respondo que desempeñaré gustoso ese papel, pero que de cobrar, ni mihita, que bastante he tenido ya con lo de la gasolina. Fred cuchichea: - You see? It´s the Arabian hospitality! Cuando llegamos a la Aldea pregunto por la casa rural, que cae al otro extremo del pueblo. Creo que Fred y Margaret esperaban encontrar algo más atávico, porque arrugan el ceño cuando ven las parabólicas que lucen al-

- 51 -


gunas fachadas. Y por lo visto su anfitrión les había dicho por teléfono que pronto iban a asfaltar la calle. Para desilusión de ambos, el suelo de ésta no es de tierra, sino de cemento. También me confiesan, algo avergonzados, que creían que en Extremadura los niños iban descalzos por la calle y que trabajaban desde pequeños, como habían visto en Perú. Me despido de ellos y voy para Madroñera, a pasar la Nochebuena con mis padres. Sigue siendo una fiesta familiar, aunque ellos añoran las Navidades de antes, cuando el ambiente era más festivo, mi padre tocaba el laúd y cantábamos villancicos. En el fondo creo que lo que echan de menos es nuestra infancia, la mía y la de mi hermana. El día de Navidad, tal y como acordamos, vuelvo a la Aldea a buscar a mis norteamericanos. Me los encuentro a la puerta de la casa, más abrigados que ayer y también muy enfurecidos. Gritan a una pobre mujer, que los mira con ojos desorbitados, como si de extraterrestres se tratara. - Come on, darling -dice Fred a su esposa en cuanto me ve llegar. Pero se vuelve de nuevo hacia la mujer-. We are Buddhists, do you understand, madame? Buddhists! La mujer se santigua y no comprende nada. Yo tampoco, de modo que entro en la casa. Como atropellada en la discusión he oído la palabra kitchen, me dirijo a la cocina. Y allí, en el suelo, me encuentro un pavo dando los últimos estertores. Ya camino de Trujillo -de nuevo se han aposentado en el asiento de atrás, al final más que guía me voy a sentir taxista-, se disculpan por la escena, pero la situación les ha podido: parece ser que el dueño de la casa, enterado de que en Estados Unidos se come pavo el Día de Acción de

- 52 -


Gracias, quiso servírselo en plan sorpresa el día de Navidad. Y sorpresa hubo, sobre todo cuando vieron a la vecina plantarse en medio del salón, donde ellos desayunaban, con el pavo convulsionándose en la agonía -oh, poor little turkey-. Les pregunto si son vegetarianos y responden que no, pero que desde que se convirtieron al budismo no soportan presenciar el sacrificio de animales. Un poco mosqueados inquieren entonces que qué es la matansa, que su hospedador les había prometido llevarles a una: typical extremeño, decía. Cuando se lo explico debo de ser muy gráfico, porque el retrovisor devuelve sus caras horrorizadas. Por lo visto se sienten muy indignados, y no piensan volver. Les pregunto que qué va a ocurrir con su equipaje. Dicen que no pasa nada, que no es más que ropa y libros, y que ya comprarán más. - Nosotros seguimos la divina vía del Desprendimiento -semipronuncia Fred, en un alarde lingüístico que me deja turulato. Visitamos Trujillo y comemos en un restaurante de la plaza. Como se sienten indecisos respecto a qué hacer, les sugiero ir a Cáceres y buscar allí alojamiento. Cáceres es una ciudad very beautiful y en ella podrán entretenerse unos días. Aceptan. Una vez allí, encontramos habitación en un hotel de tres estrellas -nada ya de atávicas casas rurales-. Y digo encontramos porque, cuando me voy a retirar discretamente, Margaret me ruega que me quede, para así enseñarles la ciudad al día siguiente. Fred la apoya y para disipar mis incertidumbres monetarias anuncia que ellos correrán con mis gastos de alojamiento y comida. Al fin y al cabo, you are the guide.

- 53 -


Si llego a saber lo que me espera no hubiera aceptado el encargo tan a la ligera. Porque mis empleadores son personas dinámicas y les gusta aprovechar su tiempo: a las ocho de la mañana ya están llamando a mi puerta con un tono risueño y cantarín por completo inaceptable a esas horas: Toc, toc. Are you ready? Mientras yo holgaba indignamente en mi cama, ellos han practicado meditación y respiración, han cantado sus mantras y están terminando de desayunar. A continuación sufro en mis carnes toda una lección práctica de productividad norteamericana: a las diez ya hemos visto el arco de la Estrella, el adarve del Cristo, la plaza de Santa María, San Jorge y los Golfines de Abajo, y estamos visitando el palacio de las Veletas y su museo. Luego vamos a la casa árabe, subimos a la torre de Bujaco y disfrutamos de diferentes exposiciones en el palacio Luisa de Carvajal, en la casa Pedrilla y en la concatedral. A mediodía (menos mal), suculenta comida en el Parador. Apenas reposada ésta, nuevo recorrido por la ciudad monumental: torre de Sande, plaza de San Mateo, Golfines de Arriba, casa mudéjar, adarve de Santa Ana, judería, puerta de Mérida. Subida (en coche) a la Montaña, a contemplar la ciudad y alrededores. A la vuelta a Cáceres me dicen que están un poco saturados de paseo urbano, y que ya que el campo cae tan cerca podíamos salir un poco a estirar -¡estirar!- las piernas. De modo que estacionamos el coche junto al parque del Príncipe y subimos a la Sierrilla por una trocha empinada y terrible, para obtener las vistas del otro lado de la ciudad. Fred se siente en la obligación de demostrar sus cualidades de young american boy, y sale disparado cuesta arriba como una cabra seguido de lejos por Margaret y yo, sin resuello.

- 54 -


Así, lo que yo calculaba daría para varios días mis huéspedes se lo han ventilado en uno solo. Entramos en una pastelería de la plaza Mayor para reponernos un poco. A Fred se le ve como serio y alicaído. Se lo hago notar a Margaret, y ella dice que puede estar padeciendo el síndrome de intoxicación artística, tan común entre norteamericanos y australianos cuando visitan la vieja Europa. Yo asiento, pero para mis adentros opino que lo que le sucede es que está es como nosotros dos: reventado. Viendo el cariz que tomaba la cura desestresante, opto por una prudente retirada. Ellos, al constatar mi faz cenicienta y demacrada no intentan retenerme, así que un rato después nos despedimos y vuelvo a Madroñera. En mi fuero interno pensaba que, en cuanto hubieran pulverizado el resto de sitios por ver, mis aprendices de Livingstone cogerían el primer avión para Seattle. Pero me equivoqué. Meses más tarde, a través de unos amigos, me enteré de que un matrimonio norteamericano había adquirido y rehabilitado un caserón en la Sierra de los Lagares. Por la descripción no cabía duda: eran ellos. ¡Y yo que los hacía a miles de kilómetros, dedicados a las ortodoncias y a la psicoterapia de turistas! Aunque en más de una ocasión he pensado en hacerles una visita, de momento he contenido las ganas. ¿Cómo llevarán la vida tranquila? ¿Habrán aprendido definitivamente castellano? Y, sobre todo, ¿cómo sobrellevarán su aversión a las matanzas y las ejecuciones de pavos?

- 55 -



RÍO REVUELTO (FÁBULA NEGRA) A través de los cristales de mi ventana veo llover. Llueve como todos los días, desde hace años; es como la melodía ya aprendida que no cuesta nada repetir, pero que con el tiempo enloquece. A veces se reduce el caudal que arroja el cielo y parece que va a parar; incluso se pensaría que saldrá el sol, que hace tanto que no vemos (dicen los científicos que si algún día vuelve a brillar, deberemos ponernos todos gafas ahumadas, pues hemos perdido el hábito de afrontar la radiación directa). Pero yo lo siento como improbable: la sensación es que siempre ha llovido y, lo que es peor, que siempre lloverá. Viajo poco -los prohibitivos precios del combustible y los continuos controles militares hacen que subirse al coche sea un acontecimiento o una temeridad-, pero las escasas veces que lo hago, vaya por donde vaya, me acompañan siempre a ambos lados de la carretera dos ingentes lagunas, semejantes a un arrozal vietnamita, que igualan el paisaje hasta la extenuación y hacen olvidar que aquí un día crecieron hierba y árboles. De secano, no acuáticos. Pero hoy no es una fecha cualquiera: es diecinueve de noviembre. Hace justo ocho años que el Prestige se hundió frente a las costas gallegas. Un accidente más, pensaron algunos. Un hecho aislado, sin conexión con otros, - 57 -


pero que de alguna manera a mí se me representa como el primer eslabón de una larga cadena de fatalidades. Y es que quizá sea ahora el momento de examinar la auténtica dimensión de la tragedia, junto a los hechos inexplicables que la acompañaron y los catastróficos acontecimientos que la siguieron. Ocho años sólo, y parece que fue ayer, o que hubieran transcurrido siglos. Sin embargo, en la mente de todos deben anidar aún aquellas imágenes que entonces nos parecieron terribles, y que, vistas desde ahora, no fueron nada: la Costa de la Muerte anegada en crudo, pájaros embadurnados en petróleo y miles de voluntarios limpiando las playas en lo que se antojaba una labor de chinos pero sobre todo inútil. Oleada tras oleada llegaban las mareas negras, y el chapapote se adhería a las rocas y a la arena como un sello indeleble. Todos recordarán también cómo el gobierno dispuso que el batiscafo Nautile soldase las grietas en el barco hundido por las que brotaba la letal hemorragia. Claro que en esto, como en todo, hubo división de opiniones: primero estaban los partidarios de taponar, y luego quienes pensaban que más valía dejar salir todo el fuel de una vez, porque tarde o temprano afloraría. El caso es que dio igual: con tapón o sin tapón el petróleo siguió arribando a la costa. El cómputo de toneladas recogidas iba aumentando conforme pasaban las semanas: cuarenta mil, cincuenta mil, setenta mil, cien mil... ¿Cien mil? ¡Pero si el petrolero sólo transportaba setenta y siete mil toneladas! ¿Cómo era posible? Hubo revuelo político y creación de comisiones, se sucedieron las comparecencias de ministros; los científicos opinaron y se revisaron los cálculos. Todo en vano: allí estaban, mondas y lirondas, las cien mil toneladas que ya eran cien-

- 58 -


to cinco mil. Una ola de temor y estupor recorrió la opinión pública, y se barajaron hipótesis de todo tipo, incluso el que alguien se estaba aprovechando del río revuelto para verter allí basura petroquímica. Se analizó el fuel, pero no quedó nada claro si pertenecía al Prestige o no. Y los satélites seguían detectando manchas en una amplia zona. Cuando se llevaban retiradas ciento treinta mil toneladas, el gobierno envió a la Armada a patrullar y decretó un área de exclusión marítima. Todo en vano: día tras día, seguía habiendo petróleo en las playas. Hasta que, a los ocho meses del hundimiento, se interrumpieron las tareas de recogida. No hubo orden ni declaración oficial, pero poco a poco los voluntarios volvieron a casa y los soldados a sus cuarteles. Con la cabeza gacha y como avergonzados, eran la viva imagen de veteranos de guerra. De guerra perdida, por supuesto. Por propia iniciativa, los pescadores lucharon un poco más, pero finalmente se dieron por vencidos ante aquella marea negra imparable y continua que parecía salir de ninguna parte. Los barcos anticontaminación fueron los últimos en marcharse. Al final toda la costa, desde el Norte de Portugal hasta las Landas francesas, fue abandonada a su suerte y se convirtió en un gigantesco y alquitranado cementerio marino donde nada podía sobrevivir. Los costes económicos y sociales fueron enormes: toda la industria pesquera y las subsidiarias desaparecieron de la noche a la mañana. Junto con la pesca se fue el turismo: salvo el morbo inicial, ya nadie quería viajar hasta las antaño limpias y salvajes costas, cubiertas ahora de un negro sudario. La zona se despobló: aumentó el paro y la crispación, y los índices de delincuencia se dispararon hasta cotas fantásticas. Ciudades como Vigo, La Coruña o Santander

- 59 -


se convirtieron en auténticos ghettos donde las mafias y el crimen campaban a sus anchas. Es verdad que al partido gobernante todo este asunto le costó las elecciones, pero lo peor se lo llevaron los habitantes de la zona: al terminarse las ayudas, el que pudo emigró; el que no, acabó integrado en redes que traficaban con todo lo traficable. Llegó a ser patético y desolador leer todos los días en la prensa cómo antaño honrados padres de familia eran detenidos por la policía, o caían acribillados en encuentros con bandas rivales. Claro que estos luctuosos hechos dejaron bien pronto de interesar y fueron relegados a las páginas locales de sucesos, absorbidos los medios de comunicación por otros acontecimientos que se avecinaban. Y es que se estaba preparando la Tercera Guerra Mundial. Porque la administración Bush se había empeñado en controlar el tercio de las reservas mundiales de petróleo que había bajo suelo iraquí, a costa de lo que fuera. Y si sangre querían, sangre hubo: en el Pentágono se pensó que todo se reduciría a un paseo militar como el protagonizado por Bush senior a principios de los noventa, pero se equivocaron. Junto a la escalada en el conflicto palestino, se daba la circunstancia de que esta vez Irak había hecho todo lo posible por evitar la guerra -o quizá es que no tuviese recursos para ella-; por eso una ola de solidaridad recorrió el mundo árabe: golpes de estado y violentas insurrecciones populares pusieron a países antes moderados frente a Estados Unidos, e incluso se reanudaron las hostilidades en el recién pacificado Afganistán. Sin una retaguardia segura, a las tropas norteamericanas se les abrieron varios frentes y se encontraron en una situación parecida a la de sus abuelos en Vietnam. Sólo que esta vez no

- 60 -


tenían enfrente enemigo soviético que les frenase, y la tentación de las armas nucleares fue demasiado fuerte. El 21 de septiembre de 2005 marca una fecha de recuerdo infame para la humanidad, pues ése fue el día en que un ingenio nuclear norteamericano borró Teherán del mapa. Después, como en una pesadilla, le siguieron Bagdad, El Cairo, Islamabad y Damasco, en un intento desesperado y loco por amedrentar al Eje del Mal, cada vez más abultado. El saldo, aunque la televisión occidental procuró minimizarlo, era más que evidente: millones de muertos, cientos de miles de heridos vagando en zonas arrasadas por el infierno atómico y una destrucción como nunca la humanidad había conocido antes. En la confusión y el horror subsiguientes, apenas nadie se enteró de que las Naciones Unidas se habían disuelto. Dejando tras sí campos de petróleo en llamas y una tierra radiactiva, Estados Unidos retiró sus tropas de Oriente Medio, y en el país los aislacionistas tuvieron más predicamento que nunca. Pero era demasiado tarde: un odio terrible contra Occidente se había encendido en el mundo musulmán y por todas partes, desde Rabat a Yakarta, se alistaban cada día voluntarios dispuestos a morir matando. Aterrorizada, la Unión Europea abrió campos de concentración para internar a la población árabe, restableció la pena de muerte y decretó la ley marcial indefinida. De los derechos humanos sólo quedó un vago recuerdo, pero eso no sirvió para detener la cadena de atentados, de unas proporciones nunca vistas, que se inició entonces y que dura hasta hoy, aunque los medios de comunicación apenas hablen de ello porque los muertos han dejado de ser noticia.

- 61 -


Han pasado ya ocho años desde aquel diecinueve de noviembre en que naufragó el Prestige, y parece que fue ayer, o que fue hace siglos. Por la ventana veo llover, esa lluvia pegajosa que parece que llora el cielo, o quizá sea la forma que tiene el clima de contrarrestar el calentamiento global que se multiplicó con la guerra. Oigo disparos a lo lejos. Me aterra constatar que los he integrado de tal modo que muchas veces me pasan desapercibidos, y que ya ni siquiera me despiertan por la noche. Se acerca mi hijo. Le beso y ambos miramos. La verdad es que pasan pocos coches. Él los mira fascinado. Le explico que, antes de que él naciera, el litro de gasolina valía menos de un euro, y no los veinticinco que cuesta ahora, y que se podía viajar a cualquier parte, incluso de noche, sin miedo a que te ametrallasen. Él, que sólo conoce la calle a través de los cristales antibalas de casa, o los del autobús blindado que le lleva al colegio, me mira incrédulo, como si le contase un hermoso y remoto cuento. Sigue lloviendo, y las gotas son las lágrimas del mundo, acongojado por tanta desdicha.

- 62 -


EUGENIA A LAS DOCE Premio del I certamen de relato corto Asociación 8 de marzo. Plasencia, 2003

En la puerta de comisaría hacía frío a esa hora. Cuando salió, se dijo solemnemente, como casi cada día, que ya era hora de cambiar de oficio. Estaba harta de muchas cosas, entre ellas los clientes, pero sobre todo estaba harta de las horas desoladas a la intemperie, de la prepotencia con que la trataba la policía y de la mirada de prevención y desprecio con que era obsequiada por las personas normales. Miró al cielo: pronto amanecería sobre Madrid. Un perro vagabundo husmeaba junto a los contenedores de la basura. Se sorprendió al verlo: no era frecuente encontrar animales sueltos por la ciudad, como no fueran ratas o palomas. En cuanto se hiciese de día, el lacero municipal lo localizaría y se lo llevaría a la perrera. Como se la habían llevado a ella. Los escaparates estaban ya apagados. Se detuvo ante uno, y observó su propia imagen. A la mortecina luz de las farolas distinguía los contornos, pero no los rasgos de

- 63 -


su cara. Veía una chica. Joven todavía, con minifalda, bolso y tacones altos. Una puta. El vocablo maldito le hizo el efecto de un trallazo: siempre había evitado autodenominarse de aquella manera, y si por fin lo hacía es que las cosas iban rematadamente mal. Miró a un lado y a otro -en Madrid, según a qué horas y en qué sitios, es mejor que no te vean parada-, pero no se divisaba a nadie. Un gesto brusco la despegó del cristal y, con rápido taconeo, se dirigió a la cercana boca de metro. Media hora más tarde, la puerta del apartamento se abría a la calidez del hogar. Se quitó los zapatos a la entrada y caminó con sigilo. La puerta de la habitación de Vicki se hallaba entreabierta; a través de la rendija observó a su propietaria durmiendo plácidamente. Boca abajo y la cabeza bajo la almohada, como tenía por costumbre. De toda su persona sólo era visible el corto pelo de la nuca, rubio teñido. Una breve escala en el baño y después al cuarto. Mientras se desvestía en la reciente claridad del alba, espiaba fugazmente sus movimientos en el espejo de cuerpo entero. Ya sin ropa, se puso de rodillas sobre la cama, y encaró su reflejo. Se abrazó la cintura, acarició sus nalgas, palpó la firmeza de sus muslos y su vientre, extendió su pelo largo, negro, rizado. Se cubrió con los brazos y ensayó una pose insinuante: sí, aún era bonita, pese a que percibía el obligado declive de los pechos, las ladinas arrugas aquí y allá delineando contornos antes inexistentes y, sobre todo, las inevitables bolsas bajo los ojos que delataban muchas noches en vela. Éste es mi cuerpo, pensó. Lo usan y disfrutan de él, pero nada más. No llegan aquí dentro. Yo no soy puta.

- 64 -


Su mano rozó el costado derecho y sintió una punzada de dolor. Aunque de sobra sabía que estaba allí, buscó confirmación en el espejo y encontró la sombra oscura. De inmediato su ceño se oscureció: aquel hijo de puta... Sí, era bonita, pero en unos años, menos quizá de los que pensaba, eso se acabaría, y ella no quería terminar dejándose sobar por viejos babosos en cualquier parque a cambio de una miseria. Se metió en la cama y apagó la luz. Deseó que las ocho de la mañana fuera para ella, como para la mayoría de la gente, la hora de levantarse, en lugar de la de irse a la cama. Tenía que cambiar de vida como fuera. - Así que te pilló la redada -dijo Vicki, mientras engullía un trozo de tostada. - Vaya que sí -respondió Eugenia-. Ahora van como locos detrás de todas las chicas sin papeles. Pura fachada, luego se les pasa. - Claro, y tú como pareces medio mora, te trincaron igual. - Por esa regla de tres también te podía haber tocado a ti, que te das un aire a rusa o ucraniana. Vicki se atusó el pelo con coquetería. - Es verdad, pero ya sabes que siempre tengo mucha suerte. Por cierto, ¿te has dado cuenta de que a quienes da más la vara la policía es a las que vamos por libre? - Sí, que a las mafias parece que les tienen respeto. Vicki sorbió el café con los ojos cerrados. Se disfrutan más los sabores, solía decir. Luego inquirió: -Bueno, y en comisaría, ¿qué? - Nada, lo de siempre -respondió Eugenia sirviéndose a su vez-: nos tuvieron esperando un montón de tiempo.

- 65 -


Yo le dije a un guardia: Oye, y estas horas, nos las pagarán, ¿no? Luego hicieron dos grupos, españolas a un lado y al otro el resto. A nosotras nos echaron a la calle. Sonia, la brasileña, se quedó allí. Mucho me temo que le den el pasaporte para su tierra y no volvamos a verle el pelo. - Pues qué pena, con lo maja que es la chavala... Eugenia acercó el rostro en plan confidente. - Oye, Vicki... - ¿Qué? -Yo quiero dejar esto, ¿sabes? - Y todas, no te fastidia. - Lo digo en serio, Vicki. La interpelada dejó de untar el pan y la miró: - Eugenia, te vengo oyendo decir eso desde que nos conocemos... - Es que tenemos que dejarlo, si no... - Si no, ¿qué? Eugenia calló. ¿Cómo hacerle comprender a Vicki lo que sentía? Ésta era algo menor que ella, y se hallaba en esa edad en que parece que todo va a ser siempre igual, como una gloriosa prolongación del presente. Sus inquietudes, al menos aparentes, no iban más allá de qué color iba a ponerse en las uñas de los pies o si tendría dinero para ir de compras. En cierta manera la admiraba, porque era como un corcho capaz de flotar en las peores circunstancias. Ella también había sido así años atrás... Pero no, se engañaba: jamás había logrado llevar la profesión con la desenvoltura con que lo hacía Vicki. Se preguntó qué sería de ella en el futuro, pero descartó con rapidez esos pensamientos. - Mira, lo que pasa es que ya me siento vieja para esto.

- 66 -


-¡Pero qué tonterías dices, si no tienes treinta años! viendo la cara de Eugenia, rectificó-: ¿O sí? Bueno, piensa que lo importante es la apariencia, no lo que ponga en el carnet. Si yo fuera un hombre y te viera ahora mismo por la calle te echaría... ¿Veinticinco? Se echaron a reír y rodaron, abrazadas, por el sofá.

En la Casa de Campo no todos los lugares eran iguales: había sitios y sitios. Los mejores eran ocupados desde primeras horas de la tarde por las protegidas de algún chulo, que en caso de conflicto hacía valer sus derechos por las buenas o por las malas. Por eso a las autónomas, como decía Vicki, les tocaba esperar hasta que las primeras iban cerrando trato con los clientes más tempraneros; salvo excepciones, hasta las doce de la noche no había trabajo para Eugenia. El puesto libre dejado por la exuberante Sonia lo había ocupado una chica joven, rubia y blanquísima, que al pasar a su lado le sonrió. Difícilmente llegaría a los dieciocho años, y en su rostro perduraban aún vestigios infantiles. Si no fuera por el sitio y pese a su mirada experta, Eugenia jamás hubiera sospechado a qué se dedicaba. Se sintió como una vieja a su lado: Entre eso y lo barato que cobran, serán éstas quienes nos acaben retirando. Pero aquella noche el frío hacía la espera más desagradable. Por eso, cuando paró el automóvil a su lado, le entraron enseguida ganas de subir. Era un Peugeot negro, ni muy nuevo ni muy viejo. El cristal de la ventanilla bajó, y unos ojos bailones, oscuros, se prendieron de ella. Por lo que pudo atisbar iban pegados a una cara redonda, y a un cuerpo entrado en kilos, aunque no en años. Ajustaron rá-

- 67 -


pidamente precio y naturaleza del servicio, y exigió el pago por adelantado. Después abrió la otra portezuela y entró en el vehículo. Desde la paliza que le dio el tal Arturo procuraba seleccionar a sus clientes. Una nunca sabía, pero en general podía fiarse de su intuición. Sin embargo esta vez había subido al coche sin apenas evaluar al hombre, y eso la inquietaba. Lo primero que percibió dentro fue un intenso olor. Era a la vez ácido y dulzón, como de fruta podrida. Sabía de compañeras a las que les excitaba que los hombres oliesen fuerte, pero Eugenia era de pituitaria sensible y se sintió desfallecer. Su drama era que, pese al tiempo que llevaba en esto y los cientos de hombres con los que se había acostado -realmente de todos los colores y sabores-, no había conseguido aún el deseado estado de ataraxia indispensable para la profesión. Sobreponiéndose, habló: -¿Dónde quieres que lo hagamos, en el asiento de atrás o en el hotel? En hotel no cobro suplemento, pero la habitación la pagas tú. Él se rió con una risa amplia, estentórea. Su respiración era como un fuelle. - En el hotel, claro -y puso en marcha el vehículo. Era curiosa aquella voz, ronca y profunda como una onda sísmica, o como si hablara desde el fondo de una cueva. Eugenia experimentó un extraño temblor. El olor del hombre la atontaba y le impedía pensar con claridad. -¿ Te gusta joder? - Claro que me gusta. Ya verás lo cachondo que te pongo.

- 68 -


- A mí me gusta joder con putas. Vengo por aquí cada sábado. ¿Cómo es que no te he visto antes? - Bueno, yo andaba por la calle de la Montera. - Os echó la policía, ¿verdad? - Sí. Cuando bajaron del coche tuvo ocasión de fijarse en detalles que no había advertido antes. La piel de su cara y su incipiente calva era brillante, y es que sudaba y trasudaba. Vestía chaqueta de punto que pretendía ser elegante, corbata y camisa blanca. No examinó más abajo, porque todo el protagonismo lo acaparaba la suntuosa barriga. Se había equivocado: al volante le había parecido gordo, pero en realidad era gordísimo; así en canal debía pesar por lo menos ciento diez o ciento veinte kilos. Mientras recogía la llave de la habitación se fijó también en las manos, enormes y peludas. El ascensor era pequeño y tuvieron dificultades para entrar los dos. Los inquietos ojillos no le quitaban la vista de encima. Eugenia tuvo un presentimiento de catástrofe: Dios mío, que no se empeñe en ponerse encima. Pero por suerte el hombre era consciente de sus limitaciones físicas, y dejó que ella se colocara a horcajadas. Previamente, Eugenia había sacado un preservativo del bolso y se lo puso con la boca, aunque con algo de dificultad: el miembro viril no desmerecía para nada del resto de las dimensiones de su propietario. Con el tiempo los había visto de todas las formas y tamaños y podía dictaminar, con conocimiento de causa, que aquél era un ejemplar descomunal. Un poco asustada, se aplicó en la vagina una crema lubricante. Eso, unido a que dilató lo suficiente, impidió que la penetración fuera dolorosa. Fue aquél un coito ex-

- 69 -


traño; no sabría decir si le gustó o no. Empalada por el voluminoso pene, encima de aquel hombre que pesaba casi tres veces lo que ella, se sintió como una barquichuela a merced de la tempestad. Las enormes manos sobaban cada recoveco de su cuerpo y la regaban de sudor, y el olor de aquella transpiración parecía impregnar su ser más profundo. Por fin, tras un leve estertor, el hombre se corrió. Había pagado la tarifa equivalente a dos polvos pero, tras fumarse un cigarrillo, manifestó que tenía que marcharse. - Me llamo Vicente. Toma, aquí te dejo veinte euros para un taxi. Ya nos veremos. La puerta se cerró tras el enorme corpachón. De un salto, Eugenia corrió hasta la ducha y se restregó con furia para sacarse aquel olor de encima. Aquel no era sino un episodio más de los que a diario acontecían en su vida, e insensiblemente lo sacó de su memoria. Hasta que el sábado siguiente volvió a aparecer el Peugeot negro. Fueron al mismo hotel y se repitió la escena de la semana anterior, aunque a Eugenia le pareció esta vez que el tacto de las enormes manos era un poco más suave. El olor no le molestó tanto: debía estar desarrollando tolerancia. Los siguientes días se sorprendió en varias ocasiones pensando en Vicente, pero de inmediato lo apartaba. Hombre, aunque tenía ganas de dejar el oficio, tan desesperada no estaba: para príncipe azul a Vicente le sobraban varias arrobas. Pero llegó el sábado y Eugenia no hacía más que atisbar en busca del coche, que no aparecía. Al final se fue

- 70 -


con otro cliente, un padre de familia, con aire de terrible culpa, en busca de desahogo. Dos semanas más tarde casi se había olvidado del individuo gordo. Su vida era lo más parecido a una estación de metro: los hombres entraban y salían. Había alguno que se demoraba algún tiempo más, y ella se hacía ilusiones, pero al final terminaba marchándose. Se había habituado a olvidarlos. En ocasiones recordaba a aquel personaje que había representado en el grupo de teatro del instituto, y al que decían ya casi al final: “¡Ay, mi Paula...! Los caballeros os quieren a vosotras, pero se casan con las demás.” Qué poco se imaginaba ella entonces que ese papel encarnaba el futuro de su propio retrato. Hasta que un jueves, inesperadamente, apareció el Peugeot negro. Ella subió. Allí estaba Vicente, más repeinado que de costumbre. Incluso se había echado colonia, que disimulaba, aunque no ocultaba del todo, el sofocante hedor. - Al hotel vamos después; hoy quiero llevarte a cenar. - Por cenar cobro suplemento. - No importa. Tengo que hablar contigo. Hubo una época en que Eugenia trabajó para una especie de agencia cuyo cometido era concertar citas que incluían cena y cama. Se trataba sobre todo de hombres de negocios, en ocasiones extranjeros, que la invitaban a restaurantes caros y funcionaban a golpe de Visa Oro. Si esperaba un sitio acogedor y sofisticado como aquéllos se equivocó: Vicente la llevó a un mesón del Madrid antiguo. Ruidoso, lleno de humo y olor a fritanga. En la tele a todo volumen bramaba un partido de la liga. Allí no daban cenas, sólo raciones.

- 71 -


- ¿Te gusta el sitio? Ella respondió que sí. - Aquí se come bien -continuó Vicente, mientras sorbía con ruido un mejillón. Era la primera vez que le veía comer, y hubiera deseado que fuera la última: como hablaba mientras engullía, cercos de grasa le brotaban por las comisuras y le chorreaban hasta la barbilla. Transpiraba tanto que ya no se sabía qué parte era sudor y qué grasa. Como gesticulaba mucho con sus enormes manos, de vez en cuando esparcía gotas de salsa alrededor, festoneando su ropa y en ocasiones la de Eugenia. Estuvo hablando largo rato. En resumen le dijo que estaba buscando una mujer para casarse. Que no le apetecían las agencias matrimoniales porque eran unos sacacuartos, y que se había fijado en ella. Que físicamente no era muy agraciado, pero que ella a su edad tampoco podía aspirar a nada mucho mejor. Que si aceptaba tendría casa gratis, poco trabajo y algún dinero para sus gastos. - Lo único que quiero -le dijo, mientras rebañaba el hueso de una chuleta- es que dejes de ser puta y no te vayas con otros hombres. Eugenia le respondió que así, de sopetón, no sabía qué decir. - Es normal -respondió él-. Tú piénsatelo. Al fin y al cabo, ya sé dónde encontrarte -en ese momento toda la parroquia berreó un gol, pero la carcajada de Vicente absorbió y superó la algarabía. Rió con la boca abierta, en cuyo fondo naufragaban restos de comida. - ¿Que te vas a quéééé...? - gritó más que dijo Vicki a la mañana siguiente-. ¿Así, de repente?

- 72 -


Si Vicki se mostraba asombrada, más lo estaba Eugenia: la noche anterior, llevada por un sentimiento de repugnancia, había estado a punto de decirle a Vicente que no, y si no lo hizo fue más por miedo que por cortesía. Ahora, mientras se lo contaba a su amiga, parecía que otra Eugenia hablaba por ella, una Eugenia que parecía tenerlo muy claro, y que decía que se iba a casar. - ¿Y quién es el tipo? ¿Lo conozco? No, no creía que Vicki lo conociera, y menos mal: se imaginaba la cara que pondría al ver la inmensa humanidad de Vicente, su voz, sus modales. - ¿Pero a qué se dedica? ¿Tiene dinero? A Eugenia le daba vergüenza confesar que no sabía, así que mintió: sí, tenía dinero. Por lo menos siempre había pagado religiosamente, pensó. Un mes después se celebró la boda. Por lo civil, desde luego. No invitó a nadie, ni siquiera a Vicki, pese a lo mucho que ésta insistió. En la oficina del juzgado se reunieron ella, Vicente y dos testigos de los que ni siquiera recordaba el nombre. La sensación era pastosa, difusa, como un sueño. También fue sola a recoger sus cosas al apartamento. Vicki no estaba, andaría en viaje de negocios, como decía ella, aunque imaginaba que podía estar enfadada. Le dejó una nota con muchos besos diciéndole que ya llamaría. Dejó las llaves sobre la mesa del comedor y se marchó. Vicente tenía un piso en el barrio de Hortaleza. La primera vez que entró allí no le sorprendieron -más bien se lo esperaba- la suciedad y el desorden. Sí le chocó, en cambio, que apenas hubiera nada personal: ni adornos, ni cuadros, ni recuerdos. Los muebles daban la impresión de

- 73 -


estar muy viejos y gastados, y parecían haber pasado por muchas manos antes de llegar a las de su actual dueño. Fue curiosa su primera noche allí. Después de cenar, Vicente insistió en irse a la cama, y en colocarse esta vez él encima. Pese a sus promesas de ir con cuidado, Eugenia sintió como si estuviera haciendo el amor con una apisonadora y, cuando el hombre se corrió, el bloque entero con sus diez pisos se le cayó encima. Sólo sus sofocados gritos y el clavarle las uñas en la espalda consiguieron que se echara a un lado, y al instante se quedó dormido. Aunque habían compartido cama en bastantes ocasiones, dormir juntos era una experiencia por completo diferente. En primer lugar, aquella mole aplastaba el somier y el colchón de tal modo que Eugenia rodaba hacia él, y se exponía al espachurramiento en caso de que el corpachón cambiaba de postura. Si por el contrario y con esfuerzo trepaba hasta el borde de la cama, instalarse allí equivalía a dormir en el borde de un precipicio: necesitaría un arnés de escalador para mantenerse en lo alto con garantías. Pero es que además Vicente roncaba, y cómo. Al conocerlo le había parecido que le hablaba como desde el fondo de una cueva. Pero era ahora, al dormir, cuando el carácter subterráneo de sus cuerdas vocales se manifestaba en todo su apogeo. Primero sonaba como un trueno o retumbar lejano que bien se podría confundir con el camión de la basura. Pero enseguida la frecuencia acústica subía varios enteros, y su propietario era sacudido por espasmos, hipos y estertores que conmocionaban el lecho con violencia de terremoto. Vibraba la cama, vibraba Eugenia y estaba segura de que vibraba la habitación. Aquella primera noche no pegó ojo, de modo que las si-

- 74 -


guientes, apenas Vicente comenzaba a resoplar, tomaba una manta y se iba al sofá del salón. - Joder, mujer, tanto no roncaré -le decía él por las mañanas, mientras se paseaba por la casa en camiseta y calzoncillos, rascándose la panza-. Aunque bueno, puedes irte a dormir donde quieras, mientras estés en la cama a la hora del desahogo... El que no siempre estaba era Vicente. Se ausentaba la mayor parte del día y una, dos y hasta más noches por semana tampoco aparecía a la hora de dormir. Llegaba a la mañana siguiente, el escaso pelo revuelto, la camisa arrugada, unas veces con aire de haber dormido y otras aún con la borrachera que se resistía a abandonarlo. A aquel olor suyo, inconfundible e insufrible, se unían entonces el del alcohol, el humo, la grasa y, a veces, un perfume femenino. Esto la inquietaba sobremanera porque, desde que se casaron, él se había negado a ponerse preservativo: “Tengo derecho a disfrutar a mi mujer del todo, ¿no?” Pero si andaba por ahí con otras, era bastante probable que se trajese para casa alguna venérea, Sida incluido. Resultaba irónico que ella, que tan cuidadosamente se había protegido durante cinco años se viese, justo ahora que lo había dejado, en el peligro de ser infectada. Estos pensamientos le angustiaban mucho, pero no veía qué podía hacer. Lo bueno de la situación era el tiempo libre de que disponía. Dormía por las noches, que era lo que siempre había querido, y sus obligaciones eran escasas: limpiar el piso, recoger los calzoncillos con zurrapas que se encontraba en los sitios más insólitos y preparar la comida, que en ocasiones le servía de una vez para otra. Fuera de esto, el resto del día era suyo.

- 75 -


Al principio se dedicó a pasear por Madrid. Recorrió calles y sitios que hacía siglos no visitaba e hizo algunas compras. Cambió de vestuario: quería que todo el mundo la tomase por lo que era, una persona. Y si bien es cierto que algo en su rostro o sus andares delataban el pasado -a veces sorprendió miradas turbias que se apartaban al ser descubiertas-, en general era un alivio moverse entre la multitud sin sentirse expuesta al escrutinio ajeno. Luego se apuntó a un curso de inglés y secretariado para gente parada. Se sentía ya muy mayor para volver a estudiar pero, durase o no lo de Vicente, no estaba dispuesta a que la mantuvieran toda la vida. - Bueno, ¿estás contenta? -le preguntó Vicki un día en que quedaron para tomar café. Eugenia permaneció en silencio pero la otra no pareció darse cuenta-. Yo sí: imagina, ahora ando con un señor. Casado, por supuesto. En Madrid apenas nos vemos, pero sale de viaje muy a menudo, a veces al extranjero. ¡Si vieras la de sitios que estoy conociendo! Eugenia sonreía un poco triste. Se alegraba por su amiga, pero no tenía claro que pudiera hacerlo por ella misma. - Tengo mucho tiempo libre... -argumentó débilmente. - Ya. Si Vicente para poco en casa. En el fondo mucho mejor. Me dijiste que era viajante, ¿no? Eugenia se sobresaltó. Tenía olvidada aquella mentira. En realidad no había conseguido averiguar a qué se dedicaba; aunque esa zona oscura pesaba en su ánimo, el instinto y una larga experiencia con los hombres le decían que mejor no insistir. Antes de casarse y cuando ella se lo

- 76 -


preguntó, había respondido con una medio sonrisa: “Ya sabes, negocios”. Y ella no tenía ni idea de a qué clase de negocios se refería. Unas veces ansiaba saberlo; otras, en cambio, agradecía la ignorancia. En ocasiones Vicente recibía extrañas llamadas por el móvil -no tenían teléfono fijo-. Solían ser breves, y él contestaba con monosílabos. Su perfil ambiguo y jovial desaparecía entonces, y dentro de su oronda figura se tensaba un cable. A ella le daba miedo porque era como si allí habitara otra persona que no conocía y que afloraba de repente. Alguien frío, duro. A veces se resolvía en una nube pasajera: colgaba y recuperaba su ánimo de antes. Otras veces decía que tenía que salir, y, sin más explicaciones, desaparecía. - A mí algún día me gustaría casarme -seguía hablando Vicki-; pero quisiera que mi hombre se moviera lo menos posible de casa. En otras circunstancias Eugenia hubiera bromeado con las aspiraciones a la vida doméstica de su amiga, pero en esta ocasión se limitó a decirle que tenía que marcharse. Se despidieron con un beso. - Si me necesitas llama, ¿vale? -dijo Vicki, mirándola a los ojos. Su amiga asintió. Al llegar a casa se encontró con Vicente. - Oye, tienes que preparar comida -le espetó-. Hoy vienen mi hermano y unos amigos a comer. - No sabía que tuvieras un hermano. - Pues ya ves que sí. Mira, acabo de pasar por la pescadería de la esquina y tienen un salmón estupendo. Como ya he visto que lo cocinas muy bien, toma dinero y cómprate dos kilos por lo menos.

- 77 -


Bajó, dócil, y caminó hasta el final de la calle. El señor Francisco, que a sus cincuenta años ya tenía todo el pelo y el bigote blancos, se portaba muy amable. - Buenos días, hermosa. - Buenos días, señor Francisco. Mire, póngame dos kilos de salmón. - Ay, hija -respondió éste, mostrando con un gesto expresivo el expositor vacío-: acaban de venir de la Academia de Policía y se lo han llevado todo. Aunque aquí me queda algo de una clienta que no ha venido. Es trucha asalmonada, pero te puede hacer un servicio. La báscula apenas indicaba un kilo. - ¿No tiene otra cosa? - Nada hasta mañana, reina. Como éstos no avisan, no he podido encargar más género. Una visita de peces gordos, por lo visto. Les invitan a comer para que se vayan contentos. - Bien, démelo, ya me arreglaré. Vicente se puso hecho una furia. - Pero bueno, ¿estás tonta o qué? ¿Con un kilo de salmón vas a dar de comer a cinco personas? ¿Quieres que mi hermano piense que soy pobre?- Eugenia trató de decirle que no era salmón, sino trucha, pero fue imposible. Cuando le gritaba así, tenía la sensación de ser absorbida, vapuleada. - Es que no había más, se lo llevaron los de la Academia de Policía. Vicente la miró, resollando con contenida furia. Su tono de voz cambió: - Bueno, pues ahora te vas allí, a la Academia, preguntas por Manolo, el cocinero, y le pides los dos kilos de

- 78 -


salmón que faltan, a ver si todavía no lo han echado a la sartén. Di que vas de parte de Vicente. Eugenia se relajó: si bromeaba es que ya se le había pasado. Entonces él subió aún más la voz. La cara se le puso roja y las venas de las sienes se dilataron. - ¿Es que no me has oído? ¡Mueve el culo, coño! Sintió que caía en un pozo profundo. - ¿Lo... lo dices en serio? - ¿Que si lo digo en serio? ¡Como no salgas enseguida por esa puerta te voy a recordar lo putísima que eres, y eso que juré que no te pondría la mano encima! Huyó escaleras abajo. El mandado le parecía absurdo, pero si no lo hacía la cortaría en pedacitos. La Academia estaba unas calles más abajo, y no tardó mucho en llegar. Se sentía humillada, más casi que cuando paseaba la Casa de Campo o la calle de la Luna. Vio al policía vigilando la puerta del enorme edificio y se dirigió a él con escasísima convicción. Ella, que había lidiado con tantos hombres, casi se ruborizó al decir: - Hola, busco a Manolo, el cocinero. De parte de Vicente. Para su sorpresa, el guardia de la garita le indicó el camino y le permitió entrar. Eugenia estaba impresionada. No me ha pedido ni siquiera el carnet. ¿Y si fuera una terrorista? Cuando por fin llegó al ala de las cocinas vio un ejército de hombres ataviados de blanco afanándose entre cuchillos y cazuelas. Una sinfonía de aromas impregnaba el aire. La saliva le inundó la boca, y el estómago se le encogió de apetito. Se acercó a un chaval que cortaba cebolla y le preguntó. Éste interrumpió su tarea para indicarle.

- 79 -


El tal Manolo parecía de la misma edad que Vicente, pero mucho más delgado. Nariz y barbilla prominentes, y unos ojos saltones que parecían expresar permanente sorpresa. Al declarar el motivo de su visita, Eugenia se azaró aún más que con el guardia de la puerta. El hombre la escuchó sin decir palabra, se dirigió hacia una mesa donde aguardaba una montaña de pescado listo para cocinar, escogió con cuidado unos cuantos filetes y, tras envolverlos y ponerlos en una bolsa, se los dio a Eugenia, cuya cara debía ser un poema, pues el cocinero sonrió. - Anda, vete. Y dile que se cuide. Al volver a casa y, pese a sus temores, se encontró a Vicente sin rastro del enfado anterior. La sabía impresionada, y por eso mostraba un semblante risueño; todo en él, palabras y gestos, rezumaba un: “Olé mis huevos”. Ella no dijo nada y se puso a cocinar. No volvieron a hablar hasta que sonó el timbre y entraron los invitados. Vicente le podía mentir y ocultar muchas cosas, pero de lo que no cabía duda era que tenía un hermano, y que era aquél: idéntica papada, la misma enorme tripa, los mismos ojos -si bien los del hermano más apagados y mortecinos-; parecía una réplica de Vicente sólo que quince años más joven. Aunque, a juzgar por las apariencias, el chaval prometía superarlo en volumen y magnificencia. Por mucho que lo intentó no pudo evitar dirigir su mirada a la entrepierna, al tiempo que se preguntaba si la emulación fraterna abarcaría también ese campo. Sintió que Vicente, sin dejar de hablar, la observaba guasonamente, adivinándole los pensamientos. Bajó la vista a tierra, avergonzada.

- 80 -


En cuanto a los otros dos, que la saludaron brevemente, los reconoció enseguida: eran los testigos de la boda. Al momento empezó a sentirse incómoda, como en medio de una conspiración cuyo sentido no entendía. Dicha sensación aumentó en el transcurso de la comida. Ella era la única que se ocupaba de traer y llevar platos y fuentes, y sentía vívidamente que los cuatro hombres la ignoraban. No hablaban mucho pero incluso en la conversación más trivial, mediante miradas y sobreentendidos, parecían comunicarse con Vicente hasta un punto que ella no alcanzaba. El hermano parecía ausente, interesado sólo en devorar salmón. La sobremesa fue breve: tras tomar café y coñac, los tres hombres se marcharon, dejando el salón apestado de humo. Vicente se fue con ellos, y Eugenia quedó en casa, confusa y sola. Sobre todo sola. Las semanas siguientes fueron extrañas. Como de ordinario, Vicente pasaba algunas noches fuera de casa, pero otras venía a dormir, invariablemente borracho. Sus ojos fulguraban terribles, y no sólo del alcohol, y Eugenia intentaba evitarlo. Pero él la buscaba: - Tú piensas que soy un don nadie, ¿verdad? -gritaba, tirando al suelo lo primero que agarraba-. Pues te equivocas, zorrón, no sabes tú cómo te equivocas. Esto va a cambiar, y pronto me vas a ver viviendo a lo grande. A lo grande, ¿te enteras? -y extendía hacia ella un índice amenazador-. Y como me hinches las narices ya sabes, aire, que a lo mejor lo que me está sobrando es tener al lado a una puta.

- 81 -


En esos momentos Eugenia intentaba hacerse muy pequeña, transparente, no respirar. Sentía aquel torbellino de violencia girando en torno suyo. Sabía -o creía saberque se trataba de un desahogo calculado, pero también intuía que un paso en falso y toda aquella ira descargaría tonante sobre su persona. En cuanto a los insultos, deberían dolerle pero no los sentía: caían como sobre acolchado, en un pozo negro que se los tragaba antes de que pudieran herirla. Tras la escenita diaria, las más de las veces se quedaba resoplando, panza arriba sobre la cama y la ropa a medio quitar. Pero otras la furia parecía transmutársele en impulso sexual; entonces la enlazaba en un abrazo de oso, la tumbaba sobre la cama y, poniéndose encima, la penetraba sin miramientos. De cada dos veces, una al menos se dormía antes de correrse. Por las mañanas, invariablemente, se levantaba huraño. No había ninguna alusión a la noche anterior. Se bebía un café solo y se iba por la puerta sin decir adiós. Postrada en la cama, Eugenia se compadecía de sí misma y le daba vueltas. Igual que cuando decidió cambiar de vida, todos los días pensaba en dejarle. Pero no lo hacía. Hasta que empezó a sentirse mal. Le daban náuseas y vahídos, y su estómago no aceptaba nada. Despavorida, fue al médico y se sinceró con él: que hacía meses que mantenía relaciones sin protección. Que su marido era promiscuo, y que sospechaba que podía haber contraído alguna enfermedad, posiblemente el Sida. El doctor le prescribió las pruebas pertinentes y le aconsejó, paternal, que se abstuviera de prácticas de riesgo. Volvió a casa aturdida. Se quitó los zapatos y se sentó en la cama, la espalda en la pared y las piernas recogidas.

- 82 -


Por favor, Sida no, Sida no. Después de cinco años tirándose a medio Madrid, iba a venir aquel gordo calvo a infectarla a ella. Se sentía como el pajarillo caído en una trampa que ve, horrorizado, cómo se acerca un enorme bípedo de grandes ojos y grandes dientes. Quiere huir, pero no puede: el pánico es su única escapatoria. Por favor, Sida no. Pensó en llamar a Vicki y correr a refugiarse en su antiguo apartamento. Aunque ahora vivía con una negraza enorme, tal vez tuvieran un sitio para ella. Pero no lo hacía. Siempre se había visto arrastrada de un lado para otro. Incapaz de desmarcarse, incapaz de torcer el rumbo. Ni siquiera ahora, que le iba en ello la vida. El sonido del timbre la sacó de sus reflexiones. Se levantó con esfuerzo, con los músculos entumidos. Por el balcón se filtraba una débil luz y comprobó, asombrada, que estaba amaneciendo. En algún momento que no recordaba se había quitado la ropa y puesto el camisón. Se cubrió con una bata y fue hacia la puerta. El timbre seguía sonando, ajeno a los vecinos dormidos, al silencio de la madrugada. Con aprensión puso un ojo en la mirilla y vio dos uniformes de policía. - Perdone si la hemos despertado -dijo el más joven-. ¿Es éste el domicilio de Vicente Gil González? ¿Y usted su esposa? -aquí el guardia pareció vacilar. Su aliento expelía el olor a nicotina de un cigarrillo recién apagado-. Mire, tenemos que darle una mala noticia, nosotros... - Tiene que acompañarnos, señora -acudió en su auxilio el más veterano-. Es para una identificación, al depósito de cadáveres.

- 83 -


Se hizo el silencio entre los tres. Ella miraba a los policías, y los policías la miraban a ella. Ninguno hablaba, porque la situación ya se expresaba sola. Eugenia pareció despertar y se dispuso a seguirles, pero sintió los ojos de los dos hombres posados en su bata. Se excusó y volvió adentro. Tardo cinco minutos en cambiarse, coger el bolso, las llaves. El trayecto en el coche patrulla le pareció breve. La radio escupía a intervalos retazos de conversación, ininteligibles para ella. Agentes que hablaban desde distintos puntos de la urbe y se comunicaban datos, como una especie de supraorganismo pensante. Ante sus ojos desfilaban los primeros signos de la ciudad amaneciendo. Se sentía extraña: cuando había viajado en uno de estos vehículos, siempre había sido en calidad de detenida, nunca como invitada. El intenso olor a formol la devolvió a la realidad. En la sala fría y oscura, un triste foco alumbraba la camilla cubierta por una sábana. Sólo con ver el bulto lo reconoció, y hubiera dado media vuelta pero esperó, obediente, esperó a que el forense levantase el lienzo. Era la primera vez que veía un cadáver, y francamente se había imaginado que tendría un aspecto más solemne. Sin embargo Vicente más que muerto parecía asombrado, con esa cara de panoli que se le queda a la gente en las instantáneas de fotomatón. Asombrado, y no muerto, si no fuera por la palidez cerúlea y el pequeño agujero que lucía en la frente, como un tercer ojo. Bajo la cabeza, sobre la mesa de acero, asomaba un rodal de sangre coagulada. - Lo encontraron en su coche, en la Casa de Campo hablaba nervioso el policía joven-. El disparo lo hicieron a pistola apoyada. La bala salió por la nuca y se incrus-

- 84 -


tó... -calló súbitamente al clavarle su compañero el codo entre las costillas. - ¿Lo reconoce? habló el forense por primera vez. Asintió. Los tres hombres la rodeaban expectantes, como aguardando a que se pusiese a gritar, llorara o se desmayase. En lugar de eso, preguntó que dónde había que firmar. Lo hizo y salió a la mañana ya despuntada. Desdeñó el taxi que le ofrecieron y se fue en busca de una boca de metro. Al fin y al cabo, siempre había vuelto así de comisaría. Hubo días de papeleos y disposiciones. Se ocupó de todo lo necesario para el entierro al que no acudió nadie, ni siquiera ella. Luego vinieron los trámites legales. Descontados los gastos de notario y funeraria, heredaba dos mil quinientos euros y un reloj de oro. Sin ser una fortuna, menos era nada. El piso resultó de alquiler, pero al menos estaba pagado hasta fin de mes; se quedaría mientras buscaba otro sitio. Tres días después, a la vuelta de la compra, encontró una carta en el buzón. La remitía el centro de salud donde se había hecho los análisis, y sintió que le flaqueaban las piernas. No esperó a llegar al piso, sino que abrió el sobre y fue mirando los papeles uno por uno, según subía las escaleras. Todo correcto, todo negativo, incluso las pruebas del VIH. Al llegar a la última hoja, las piernas le temblaron un poco más y se tuvo que sujetar al pasamanos. Entró en el apartamento y soltó las bolsas en cualquier parte. Sacó el móvil y marcó el número de Vicki. Ésta tardó un poco en contestar, y cuando lo hizo su voz llega-

- 85 -


ba so帽olienta. Eugenia la salud贸 muy alegre: iba a ser la primera persona a quien le dijera que estaba embarazada.

- 86 -


UNO Y OTRO LADO Hay ocasiones en que las cosas se ponen feas; feas de veras, y es justo en esos momentos cuando uno, que ha salido de tantas, se pregunta si será la última, o si también esta vez acompañará la suerte y podrá contarlo algún día a los amigos o los nietos, sentado una noche de invierno ante un vaso. Como esta historia que me ocurrió hace poco: era un tugurio de mala muerte y allí estaba yo, comiendo con aquellos dos tipos a los que no había visto en mi vida. No eran agradables en absoluto: uno torcía la mirada de forma aviesa; el otro, de rostro cadavérico, era de esos anodinos en los que ni reparas cuando te los cruzas por la calle. Además, presumían de ordinarios: ni siquiera se habían quitado el sombrero para comer, cuando yo siempre he pensado que las formas son lo primero, sea uno del oficio que sea. En los sitios públicos tengo por norma sentarme siempre de cara a la puerta, por lo que pueda suceder. Pero esta vez les había cedido tan ventajosa posición a aquellos dos, para dejarles bien claro que no les tenía miedo ninguno. Vosotros sabéis que soy directo, y que me gusta ir al grano, pero aquella gente esquivaba el tema que nos ha

- 87 -


bía llevado allí una y otra vez. Yo hablaba y hablaba, siempre se me ha dado muy bien. “Tienes un pico de oro”, me decía Helga, mi primera novia, allá en el barrio. ¿La conocisteis? ¿Sí? Bueno, pues como os digo intentaba ablandarles, pasar por encima de ellos con mi cháchara. Averiguar lo que querían y, al mismo tiempo, ocultar mis intenciones. Pero mi brillante palabrerío se perdía ante sus miradas vacías y escuetos comentarios. Me fumé un cigarrillo entre plato y plato, y otro más antes de que trajeran el postre. Luego pedí un whisky. La verdad, me sentía cansado, y lo cierto es que me estaba poniendo nervioso. Sin saber por qué, no quería que llegase el final de la comida: hubiera preferido que aquello durase eternamente, que trajeran otra vez el primer plato, y el segundo, y de nuevo el postre en una danza sin fin. Me había citado con ellos en este lugar por ser un sitio a la vista de todo el mundo, pensando que de este modo no se atreverían a nada. Pero me equivoqué: eran mala gente, y de repente supe que venían a por todas. Los dos tíos habían dejado de escupir monosílabos y me clavaban con fijeza sus miradas acuosas. Quise seguir hablando, pero la tensión se hacía insoportable. Como al descuido moví la mano derecha, casualmente apoyada sobre la mesa, hasta que el nudillo del pulgar inició el contacto duro y tranquilizador con el bolsillo de la americana. Aquellos dos se tensaron. Maniobra arriesgada, no digo que no, pero yo lo necesitaba para calmar mis nervios. Los encaré alternativamente: la mirada bovina había desaparecido, y en su lugar emergía algo compacto, macizo, casi de la misma consistencia que mi automática. Se hizo una pausa terrible, más cargada de significados que toda mi retórica anterior. Habíamos llegado a un callejón sin sa-

- 88 -


lida: vistas las cartas, me preguntaba quién sería el primero en sacar el arma. Dos contra uno. Pero si obraba con astucia podía deshacerme limpiamente de ambos sin un rasguño, o como mucho con un tiro en el brazo: al fin y al cabo, de peores he salido. Nadie en el local se había percatado de la situación; espeso silencio nos envolvía, los tres colocados aparte, suspendidos en aquella burbuja que de un momento a otro iba a estallar, a resolverse en montaña rusa y carnaval de muerte. Mis músculos, como los de un felino, se tensaron hasta el dolor, y todo se me volvía alcanzar con el rabillo del ojo la puerta del local, procurando al mismo tiempo no perder de vista la cara, las manos de los otros. El cansancio era como una losa, y deseé que aquello terminara de una vez. En ese justo instante en que me sabía perdido, ¿qué creéis que sucedió? Pues algo increíble y asombroso: de la servilleta de uno de ellos empezó a emerger algo brillante, como un punto de luz. Me quedé pasmado: nunca había visto nada igual. El fulgor fue creciendo y creciendo hasta cubrir por completo la mesa y los rostros de los pistoleros, mientras que la habitación y sus contornos ondulaban. Empecé a sentir un gran relax. La luz lo devoró todo y me vi como en una habitación sin muebles, pero también sin techo y sin esquinas. Todo blanco, como nieve sin principio ni fin. - Cuando adquirimos el local nadie nos advirtió nada. Claro, si los anteriores dueños lo sabían, callaron como putas para no espantar a los posibles compradores. Fue a los dos meses o así de abrir, con el local funcionando a pleno rendimiento, cuando nos dimos cuenta de que algo sucedía. Es aquélla, mire. Sí, la del fondo. La gente suele

- 89 -


rehuirla. No nos parecía extraño, ya que todas las otras se hallan mejor situadas e iluminadas, y ésa es precisamente la que cae más cerca de los lavabos. Al llenarse el restaurante, es la última que se ocupa, y cuando el camarero acompaña hasta allí a los comensales parece que van desganados, como a regañadientes. Hasta que un día un matrimonio como de cincuenta tacos montó una escenita. Se puso histérica, la tía, dijo que allí no se sentaba ni loca, y se marcharon como alma que lleva el diablo. Aquello me dio qué pensar, y a partir de aquel día miraba la susodicha con aprensión. Quede claro que no soy supersticioso, ¿eh?, y que todo eso de la parasicología me la trae floja… Si no hay mucho que hacer yo suelo estar en la barra. Aquí, ¿ve? Leo el periódico, miro la tele o echo las cuentas. Pues bien, desde entonces ocurría que a veces, por el rabillo del ojo, me parecía distinguir como una silueta en aquella silla, la que está de espaldas a la puerta. Manolo, ya estás tú también viendo fantasmas, decía mi mujer. Y yo, claro, le di la razón. Porque ¿quién se iba a creer que el local estaba embrujado? Pero luego vino lo de la otra noche. Estaba cerrado hacía rato y todos, clientes y camareros, se habían largado. Yo estaba sentado a ese otro lado de la barra, sacando el balance del día y haciendo el encargo para unos proveedores. Creo que mirar para la mesa se había convertido en mí en una costumbre automática, y entonces lo vi. Me dirá que con el local casi a oscuras cómo pude ver nada, pero es que siempre dejamos encendida aquella luz, la del pasillo de los servicios. Más que nada por seguridad, ¿comprende? Es por eso por lo que lo tenía a contraluz; de no haber sabido que estaba más solo que la una hubiera jurado que allí había sentada una persona. De las de carne y hueso; una persona, sí se-

- 90 -


ñor. Lo veía por detrás, igualito que las sombras chinas: claramente se notaba que llevaba americana y un sombrero como de los años cuarenta, de esos que se ven en la películas. Fue tan fuerte que no sentí ni miedo; yo creo que hasta me lo esperaba. ¿Que qué hice? Je, qué gracioso, pues lo mismo que usted en semejantes circunstancias: pian pianito y sin hacer ruido, me bajé del taburete y salí para la calle. Antes de cerrar reuní valor para mirar de nuevo y ¿sabe usted lo que me pareció? Me dirá que qué tontería. Pues mire: me pareció que tenía un aire como de cansado. Ya ve qué chorrada: ¿cómo va a estar cansado un fantasma? A la mañana siguiente le conté la historia a mi socio y vinimos los dos, pero a plena luz del día costaba pensar que pudiera andar por aquí una aparición. De miedo al cachondeo yo no quería que el asunto se divulgase, pero mira por dónde algún camarero se fue de la lengua, y esta semana ha sido terrible: se nos ha llenado esto de mediums, videntes y hasta de la iglesia parroquial han llamado por si queremos hacer un exorcismo. Y luego ustedes, los periodistas: he contado tantas veces la historia que ya me duele la lengua. ¿Que si sé por qué está aquí? Pues mire, cuando compramos esto aquí había una tienda de ultramarinos pero nos han dicho que antes, hace cosa de cincuenta o sesenta años, también daban comidas, como nosotros ahora, y por lo visto se reunía mala gente. De la mafia y así ¿sabe? En más de una ocasión acabaron a tiros y hubo quien dejó aquí el pellejo. Lo que pasa es que a mí me cuesta creer en esas cosas. Lo mejor del caso es que ayer vinieron unos señores a hablar con nosotros. Como ahora están de moda los res-

- 91 -


taurantes temáticos, quieren montar uno aquí y llamarlo Cene con el fantasma: a media noche apagan las luces, ponen música de ambiente y todo eso. Dicen que ya se ha hecho en otros países, y que están teniendo un éxito bárbaro. No, claro que no es la idea que teníamos en principio para el negocio. Yo lo siento por el tipo, pero al fin y al cabo la pela es la pela, ¿no?

- 92 -


LOS PESCADORES DE NUBES Me dice usted que no es funcionario del gobierno ni periodista. Que es escritor, escritor aventurero. No sé muy bien cómo se come eso, pero tiene ojos de buena persona, y por eso le creo. En mi juventud yo salí de estas montañas y bajé a la gran ciudad a estudiar. No es normal que se conceda a una chica tan alto privilegio pero ya ve, era la más espabilada de mi generación. En el pueblo sabían que el mundo de ahí abajo ha cambiado mucho en los últimos tiempos, y querían que por lo menos uno de nosotros aprendiese a leer, tuviera leyes y conocimientos para que, si algún día los hombres de la ciudad suben hasta aquí, no nos engañen como sabemos que han hecho en otros sitios. El Consejo ha deliberado sobre la conveniencia o no de revelarle nuestro secreto, y como soy la única que habla su idioma me han designado a mí para hacerlo. Claro que respondo con mi vida de que no se vaya de la lengua. Y usted, que es tan simpático, no querrá que a mí me pase nada malo, ¿verdad? Se sorprendió mucho cuando, al preguntar que a qué nos dedicábamos en el pueblo, le dijimos que éramos pes-

- 93 -


cadores. Hay gente que al oír esto se da media vuelta, pues piensan que nos burlamos. Pero en lugar de eso usted insistió (por eso nos dimos cuenta de que es alguien especial.) “¿Cómo?” –exclamó- “¿Pescadores en la montaña? ¿Aquí, donde no hay lago ni río, y el mar se encuentra a miles de kilómetros?” La verdad es que sí que estamos lejos, no sólo del mar, sino de cualquier otro sitio habitado. Quizá por eso nuestro secreto se ha mantenido intocado durante tanto tiempo. Pocos forasteros lo han conocido, y quien lo ha hecho ha mantenido su palabra de callar, como esperamos que usted haga ahora. Ya que parece una persona curiosa, voy a contarle los orígenes de todo, aunque debo advertirle que no está nada claro si se trata de historia o de eso que en su país llaman leyenda, porque para mi pueblo todo es uno y lo mismo. Sea como sea así es como los más ancianos nos lo contaron a nosotros, y como nosotros se lo contaremos a nuestros nietos. Desde el alba de los tiempos, desde que nuestro linaje tiene memoria, hemos sido muy pobres. Ya habrá visto en el viaje hasta aquí cómo es la tierra: estéril, sin un árbol. Llueve muy poco, es cierto, y cuando lo hace el agua se escurre por las empinadas laderas y apenas si deja un vestigio de humedad. Los antepasados malvivían allá abajo, en el valle, subsistiendo con algún ganado y los cada vez más míseros huertos. La vida era muy dura, y no había esperanza alguna de prosperar. Hasta que un hombre santo que habitaba en las cercanías se apiadó de ellos: Subid a lo alto de la montaña y esperad la lluvia. Cuentan que sólo los más atrevidos, impulsados por la desesperación y el hambre de sus familias, le creyeron. Hicieron los pre-

- 94 -


parativos, y un poco antes de la época de los monzones partieron. No, ya le he dicho que aquí no es como en India: la lluvia dura sólo unos días, y no todos los años es capaz de atravesar la cordillera. Pues bien: como le cuento, partió aquel grupo de audaces y se instalaron bien alto en la ladera, un poco más arriba de donde nos hallamos ahora. El viaje duraba una semana, ¿sabe? Luego vinieron las nubes, que abajo apenas si dejaron agua, pero que hacia donde habían ido nuestros hombres se veían negras, espesas, como si de algo sólido se tratase. Todo el pueblo aguardaba impaciente. Los había escépticos, pero los más fervorosos se agarraban a aquella esperanza. De todos modos incluso éstos recogían con esmero el agua caída, por si acaso. Podía ocurrir un milagro, pero eso es algo que no se ve muy a menudo. Y, sin embargo, un día se escucharon gritos y todo el mundo salió de sus casas: habían vuelto los expedicionarios, y a sus espaldas traían cestas repletas de pescado. No de esos peces pequeños y escuálidos que se atrapan en los arroyos sino peces grandes, robustos, carnosos. Para transportarlos los habían salado y ahumado, y se consumieron todos aquella noche, en una atroz comilona. Pienso que fue la primera vez que mis antepasados supieron lo que es estar ahítos, y seguro que alguno hubo que se murió de indigestión. Claro que eso no lo cuenta la leyenda, lo digo yo. Parece que fue entonces cuando el pueblo entero se trasladó aquí, a su actual enclave, cuando construyeron el sumni -un altar en agradecimiento a nuestras deidades-, y también los barcos que ha visto ahí arriba y que tanto le

- 95 -


han sorprendido. Por supuesto que los primeros serían toscos, lógico en un pueblo sin tradición marinera, pero ya ve cómo con el tiempo hemos ido afinando el diseño. Y vamos ahora a lo que más le intriga. En realidad el método es sencillísimo: esperamos a que vengan las lluvias. Cuando el monzón invade el valle, subimos a los barcos y esperamos a que nos envuelvan las nubes. Hasta que llega un momento en que el barco se levanta del suelo y queda flotando, tal como lo haría en el agua. Y entonces vamos a pescar. Es un trabajo agotador, no crea, dura día y noche. Y en él participamos todos los que tenemos capacidad para ello, hombres y mujeres. La lluvia dura por término medio unos diez días, y en ese tiempo debemos hacer acopio de pescado para todo el año, y si es posible un poco más por si al siguiente hay sequía. Además, debemos ser cautos y estar atentos: alguna vez ha ocurrido que un barco, que se había alejado demasiado de la montaña, al desaparecer bruscamente las nubes se ha precipitado con toda su tripulación al fondo del valle. ¿Que si sé si son peces marinos? Pero cómo quiere que lo sepa, señor, quienes vivimos aquí jamás hemos visto el mar. Ni siquiera yo, sólo en fotos. Hemos oído que en él viven muchos y grandes seres. Imagino que será como estas nubes que nos dan de comer, ¿no? Me dice usted que en el resto del mundo nadie sabe que se puede pescar en las nubes. Ve, eso en cambio sí lo sé bien: cuando fui a estudiar, profesores y alumnos se reían de mí. “Qué imaginación tienes”, me decían. Es mejor que no me creyeran: ahora ya no soy tan ingenua y he visto la avaricia que reina en el mundo; si lo supieran

- 96 -


los hombres de las ciudades, vendrían a quitarnos nuestra comida. Y no porque la necesiten para subsistir, como nosotros, sino para cambiarla por oro. Pero usted no me da miedo porque parece buena persona y nos guardará el secreto, ¿a que sí? Tengo además una sorpresa. ¿Ve aquellas nubes en el horizonte? Es posible que mañana empiece a llover. Vendrá con nosotros, ¿verdad?

- 97 -



HOY NO ME QUIERO LEVANTAR Hoy no me quiero levantar. He estado a punto, lo reconozco. Sonó el despertador una, dos, tres veces y he hecho amago de incorporarme, pero pensándolo mejor me he dado la vuelta, porque hoy no me quiero levantar. Ha entrado mi madre a ver por qué no salía. Le he dicho la verdad: que no me quiero levantar. Ella se ha ido desconcertada, y ha estado hablando por teléfono con el médico. Luego han llamado del trabajo, y la he oído disculparme diciendo que estoy enfermo. No sé por qué no les cuenta la verdad. A media mañana ha venido el médico. Me toma la tensión, la temperatura y me examina la boca. Dice que aparentemente estoy bien, y que en esas condiciones no puede extenderme una baja. Le respondo que me da absolutamente igual, que no pienso volver más al trabajo ni levantarme de la cama. Sale del cuarto rezongando que quien tiene que verme no es el médico, sino el psiquiatra. Yo no sé a qué tanto revuelo. ¿Nunca han oído decir a nadie que no se quiere levantar? Es la hora de comer y ha llegado mi padre. Les he oído, a mi madre y a él, cuchichear en el comedor. “Que no se quiere levantar”, dice mi madre. “¿Ah, no?” con-

- 99 -


testa él, tan expresivo como de costumbre. Ni siquiera ha entrado a verme. Por la tarde viene mi novia. Cuando le he dicho que no me quiero levantar, me responde que eso es evidente, que lo que quiere saber es por qué. La pregunta me sorprende agradablemente: ¡Es la primera persona que tiene interés por mis motivos! Le hago sentarse en la cama y tomo sus manos en las mías. Y le explico que esta noche he tenido un sueño: me era concedido tener ante mí un aparato en el que podía ver el futuro. Pulsé el botón Dentro de dos años y en la pantalla me vi como ahora. Bueno, igual no: con el mismo trabajo, pero ella y yo nos habíamos casado. Teníamos un piso y nos las veíamos y nos las deseábamos para pagar la hipoteca. Pulsé entonces el botón Dentro de cinco años. El raquítico sueldo y la onerosa hipoteca eran los mismos, pero además ahora teníamos un crío que berreaba por las noches y nos proporcionaba a cambio las alegrías comunes a todos los padres. Bueno, todo esto entraba más o menos en mis cálculos, de modo que no me sorprendí mucho. Pulsé a continuación el botón Dentro de quince años: la misma mierda de trabajo, la hipoteca del demonio, broncas diarias con mi mujer, otros dos hijos y, por si fuera poco, el primero se había convertido en un adolescente irreverente y respondón. Con auténtica aprensión apreté el botón Dentro de veinte años. Y allí no había trabajo, ni hipoteca ni nada: un escape en la nuclear se lo había llevado todo por delante, incluyéndome a mí. En la pantalla sólo había negrura. Le explico a mi novia que me he tomado el sueño en serio, tan en serio que le he comunicado la ruptura formal de nuestro compromiso. Le deseo suerte en la vida, que se

- 100 -


eche un buen novio y que se olvide de mí, porque no estoy dispuesto a deslomarme toda la vida para acabar de forma tan negra. Se ha marchado llorando, la verdad es que lo siento. También, como es evidente, he tomado otra decisión: la de no moverme nunca más de esta cama, pues visto lo visto no tiene mucho sentido pasar por el trance de madrugar todos los días. Y advierto a voz en grito a todo aquel que quiera oírme que si intentan sacarme de aquí resistiré con todas mis fuerzas. Éste es mi caso. Ustedes harían lo mismo, ¿no?

- 101 -



DOMINGO El viaje de Cáceres a Hervás por la nueva autovía apenas duraba una hora. Al llegar solía aparcar a Compañero en la rotonda de entrada, justo donde empieza la calle peatonal: era consciente de que la vida que llevaba le estaba oxidando de modo progresivo, y que los kilos hacían lenta pero inexorable mella en su figura. Aunque sabía que ambas eran batallas perdidas de antemano, trataba al menos de obligarse a caminar un poco. Fuera del coche sintió el picotazo del calor, de modo que dejó la chaqueta en el asiento trasero. Cogió su maletín y cerró las puertas. Antes de empezar a andar encendió un cigarrillo. En el pueblo eran dos o tres las tiendas que solía visitar. La primera de todas, un local de dos plantas: papelería abajo y librería arriba. La abrió una pareja recién llegada de Madrid como año y medio antes. A Domingo le había parecido demasiada tienda para un sitio tan pequeño, y pronosticó que no duraría seis meses. Misteriosamente había resistido, y a los dueños se los veía contentos. Éstos le llamaban la atención porque eran -o al menos eso le parecía a él- una pareja especial.

- 103 -


La calle de la tienda ascendía en ligera pendiente. Cuando llegó a la puerta chorreaba de sudor. Arrojó el cigarrillo y lo aplastó con la suela. Mierda de tabaco, pensó. Por contraste, la temperatura del interior era agradable, y además olía bien. No había nadie a la vista, así que voceó su salutación: -¡Viajanteeee! -¡Aquí, por favor, suba! Tragó saliva. De modo que estaba la chica. Empezó a remontar los escalones de madera, que se le hicieron más pesados que otras veces. En cuanto sus ojos alcanzaron el nivel superior la vio. O, mejor dicho, vio sus piernas desnudas, pues llevaba pantalón corto. Largas y morenas. Pese a venir mentalizado, aquella visión tuvo sobre él un efecto demoledor. Tragó aire y terminó el ascenso. Apenas pudo balbucir: - Hola, buenos días. Se hallaba acuclillada junto a unas cajas, sacando y clasificando un envío. Levantó la cabeza y le miró. Al hacerlo, el pelo rubio cayó hacia atrás. Lo tenía un poco más largo que la última vez. El sol entraba por la ventana creando un curioso efecto de aura. - Hola, ¿qué tal? - Pues ya ve. Por aquí dando una vuelta. - Un momento, que enseguida le atiendo. Cogía un lote de libros, los apilaba en el suelo, comprobaba el albarán y parecía compararlo con alguna otra nota inserta en su mente. Sus movimientos eran suaves, como los de un gato. Domingo pululó por la pieza, se secó el sudor con un pañuelo y fingió curiosear las estanterías. Le hubiera gustado que sus axilas transpirasen menos. Miraba sin leer, esforzándose en que los ojos no se le fueran

- 104 -


detrás del cabello o del trasero, delineado en todo su esplendor gracias a la postura de su propietaria. Ésta terminó por fin de sacar los libros, se incorporó y fue detrás del mostrador. - Muy bien. Ya está. - ¿Qué, se vende? La mirada de la chica era franca y le turbaba. Quiso huir de sus ojos pero fue aun peor, porque los de Domingo se posaron en los hermosos pechos que se insinuaban bajo la blanca camiseta, y eso terminó de azararle. Seguía sudando. - Bueno, no nos podemos quejar. Pero no se engañe con los libros: la mayoría los compran los turistas. - ¿Sigue viniendo gente? - ¿Al pueblo? Cada vez más. Ahora es precisamente cuando empieza la buena época. - Ya. ¿Y qué hay de lo mío? - ¿De papelería? -ella esbozó una sonrisa-. Bueno, creo que tenemos de todo, pero léame la lista por si acaso hay algo de lo que no me acuerde. Se esforzó en concentrarse en la relación de artículos. Venir a esta tienda era su mayor deseo pero a la vez un tormento, y además se sentía previsible, transparente, como un colegial acechando un dulce prohibido. Pese a ello, se daba cuenta de que toda aquella turbación estaba en él, porque Elena Fernández -jamás la llamaba por su nombre, pero así firmaba las facturas- siempre le trataba con la misma desenvuelta simpatía. “Cuadernos cuarenta hojas, cuadros”, “Tengo”, “Libretas tamaño folio ochenta hojas, cuadros”, “Tengo”. A los calores del día y de la situación se unía hoy un curioso hormigueo en el brazo

- 105 -


izquierdo, como el que se siente a veces cuando se duerme sobre él mucho rato. Súbitamente le pareció que el local oscilaba. - ¿Se encuentra bien? -inquirió Elena. Tenía que haberse puesto muy pálido, pues lo leía en el gesto de aprensión de ella. - Sí, no se preocupe; debe de ser el calor. No sintió el golpe contra el suelo, pero aún le dio tiempo a pensar que, si se iba a morir, no había elegido la peor compañía. - ¡Oiga! ¿Puede escucharme? Como a través de un vidrio esmerilado distinguía la figura de la mujer. Se dio cuenta de que estaba boca arriba. Quiso coger aire, pero el pecho le dolía horriblemente. Intentó decir algo. - No se preocupe y procure no hablar -ahora era una voz masculina-. Ha sufrido un infarto, pero lo peor ya ha pasado; la ambulancia llegará enseguida. Al mover el brazo, tropezó con los cables. - Tranquilo, déjelos donde están. Es un desfibrilador. Masticando el dolor y la confusión sintió una sensación de irrealidad completa. Allí, tirado en el suelo de una librería, atendido por los hasta hacía un rato sus clientes. Hubiera querido hacer, decir algo, ser amable y cortés con quienes le auxiliaban. Y tenía en cambio que limitarse a yacer, inerme como un saco de patatas. La espera fue rota por las voces del personal médico y el chasquido metálico de la camilla. No fue tarea fácil bajarlo por la estrecha escalera, pero cuando quiso darse cuenta ya volaban camino de Plasencia. A Paco no le habían dejado subir argumentando que no era familiar; le

- 106 -


oyó decir que no se preocupara, que les seguiría en su coche. La UCI es un lugar curioso. Cuando se está en ella, se siente uno como un vegetal o un trozo de carne expuesto al escrutinio ajeno. Con tanto ir y venir de gente a comprobar los aparatos estacionados en torno a la cama, se tiene la sensación de que son más importantes que el propio paciente, y que la presencia de éste no es sino un pretexto para que el personal médico juegue con su queridos cacharros. Entre unas cosas y otras, a veces entraba en estado de letargo, pero en general era aguda y tristemente consciente de su situación. Domingo esperaba eternizarse allí como en una especie de purgatorio. Sin embargo, salió muy pronto. Los días que siguieron fueron en cambio de recuperación dolorosa, entre suero, inyecciones de adrenalina y aquellos mareos en los que parecía que se le iba la vida. El tiempo había adquirido una consistencia curiosa: era como cemento, pesado y gris, y sólo se aligeraba por las tardes cuando recibía visita: Paco y Elena se habían turnado para venir a verle. A la primera ocasión que tuvo, les preguntó que qué era eso del desfibrilador. - Durante seis años fui azafata en el puente aéreo -explicó-. Viajando con tanto pez gordo candidato a infarto, por si las moscas siempre llevábamos uno , y todos a bordo sabíamos usarlo. Al dejar la compañía me lo traje, digamos que como recuerdo, porque nunca se sabe cuándo va a hacer falta. Y ya ve. Domingo enrojeció. Pensó que él de pez gordo tenía sólo eso, los kilos. Pero había algo más importante. Se abrió a una certeza que le venía torturando: - He podido morir.

- 107 -


- Es cierto, pero no piense en ello ahora. Se giró en la cama y la miró. - Elena, usted me ha salvado la vida. Ella le cogió las manos. - Hombre, si se pone así, pues sí. No recordaba el tiempo que hacía que no lloraba. Las lágrimas mojaron el pijama azul y arrastraron el dolor, el de ahora y otros más antiguos. No importaba el pudor, ni las conveniencias, ni que Elena fuera casi una desconocida. Aceptó el pañuelo de papel que ella le ofrecía como el que se ahoga se aferra a la tabla, y empezó a calmarse. - ¿No ha venido nadie a verle? ¿No tiene familia, parientes cercanos...? Bueno, pues si no te importa (te puedo tutear, ¿verdad?) Paco y yo seguiremos visitándote, que es muy duro estar en el hospital sin nadie. Asintió agradecido, avergonzado. Cuando le dieron el alta, Paco estaba allí. Fibroso, moreno, con barba. Su voz era dulce, a la vez que firme y viril. Seguramente tenía bastantes más años de los que aparentaba. Sonreía de oreja a oreja. - Mira, he estado hablando con Elena, y queremos invitarte a pasar la convalecencia en nuestra casa. Vivimos en el campo, a dos kilómetros de Hervás. Es un sitio tranquilo, hay bosque para pasear... - Pero es que mi trabajo... - Venga ya, el trabajo. Ahora tendrás que estar de baja unos buenos días. Del hospital te echan, así que mejor estar donde te cuiden, ¿no? El viaje lo hicieron en silencio. Paco era de temperamento reflexivo y de pocas palabras, pero eso no creaba

- 108 -


una situación opresiva. Domingo lo agradecía; estaba contento de salir del hospital, pero una parte de él parecía haberse callado, y no se veía en la necesidad de hablar. Aun así preguntó: - No sueles estar por la tienda. ¿Te dedicas a otra cosa? - La librería es más bien asunto de Elena. Yo soy pintor y artesano del cuero, y llevo una galería de arte en el pueblo. - Ah. Era media tarde, de modo que fueron a la tienda a recoger a Elena. Luego, camino de casa, pasaron por la rotonda donde dejó aparcado a Compañero aquel fatídico día. Seguía en el mismo sitio: los objetos tienen tendencia a mostrarse indiferentes ante las desdichas y avatares de los humanos, y apenas una fina película de polvo delataba el desuso. Nada más, ningún signo que revelara el drama por el que su dueño había pasado. Domingo hizo ademán de abrir la puerta. - Ni se te ocurra -le espetó Paco-. Dale las llaves a ella, y que nos siga. Obedeció dócilmente. Elena bajó, entró en el otro vehículo que, tras un leve titubeo arrancó sin problemas. A Domingo le resultó curioso ver a una mujer sentada al volante de su coche: jamás se lo había prestado a nadie. La finca era un sitio de veras encantador. Construida enteramente de madera, la casa se hallaba en un claro, rodeada de castaños jóvenes que mostraban las hojas nuevas de la primavera. Domingo silbó: - ¿Todo esto es vuestro? - Digamos que sí -respondió Paco. - Os costaría una pasta. - Bueno, aprovechamos una buena oportunidad.

- 109 -


Junto a la vivienda había una alberca, y al otro lado de los árboles una especie de bungalow, también de madera. Le indicaron que ése sería su alojamiento. - Cuando compramos estaba todo hecho -le explicó Elena-. El anterior dueño era inglés, un escritor en busca de sosiego, y usaba la cabaña para escribir. Fue hacia ella y empujó la puerta, que estaba abierta. Dentro había una cama, una silla y una mesa. También una pila de ropa cuidadosamente doblada. - Te la hemos conseguido en el pueblo -dijo Paco-. Ya ha tenido dueño, pero está limpia y cosida; esperemos que sea de tu talla. Domingo sintió una repentina y tremenda incomodidad. Los miró alternativamente y abrió la boca para hablar, pero Elena le atajó: - Mira, eso que vas a decir mejor cállalo. Ya sé que no nos conocemos de nada, y que estamos acostumbrados a no recibir si no es dando algo a cambio -qué te voy a contar, si tú eres viajante-, pero ahora, por favor, olvídate de los juicios. Si no entiendes lo que está pasando, hazte cuenta de que te hemos fichado para un experimento. Salieron los dos y dejaron solo a Domingo, que seguía con la boca abierta. - La cena es a las diez -le advirtió Paco desde lejos. Pasaron días. Quince o así, no conseguía llevar la cuenta. Serenos y luminosos. Para encontrar algo semejante tenía que remontarse a la niñez, cuando las vacaciones escolares o alguna tarde de domingo. Durante años los viajes, los horarios, los plannings habían matado el goce del momento que era, sencillamente, la certeza de no te-

- 110 -


ner nada urgente que hacer. El hospital le había trastocado los horarios y él, que usualmente maldormía cinco horas, no despertaba hasta que el sol se hallaba bien alto. Tras desayunar se tumbaba en la hierba, paseaba entre los castaños o se bañaba en la alberca. Pasaba mucho tiempo solo, pero era otra soledad, de una calidad distinta a la que había conocido hasta ahora. A mediodía llegaba la pareja, y les ayudaba a preparar la comida, que era casi exclusivamente vegetariana. - ¡Quién me iba a decir a mí, con los filetes que me arreaba, que me iba a mantener a base de tomates y lechuga! Elena lavaba verdura en el fregadero. Sus manos, finas y morenas, se mezclaban con el agua y los trozos del vegetal. Sin mirarle, preguntó: - ¿Y del tabaco, no te acuerdas? Domingo soltó la zanahoria que estaba rallando. - Me he pasado la vida queriendo dejar de fumar y ha tenido que ocurrir esto para que lo consiga. Si vosotros fumarais, supongo que lo llevaría peor. Porque ahí fuera sigue la gente dándole al vicio, ¿verdad? Rieron. - No te preocupes -le respondió Paco-; cuando salgas de aquí no te hará falta. - ¿Y eso? - Porque serás otra persona. - No comprendo –dijo Domingo, revolviéndose incómodo-. ¿Me lo quieres explicar? Paco le miró. - A veces concluimos una etapa de nuestra vida y no lo queremos reconocer. El cuerpo tiene mucha paciencia, pero

- 111 -


a veces se harta y elige la enfermedad para que le hagamos caso. - Para que hagamos un alto y recapacitemos –añadió Elena. - No te preocupes –dijo Paco, al ver la cara que ponía el otro-. Déjate llevar; seguro que todo va a salir bien. Pero Domingo estaba preocupado, porque el pronóstico iba camino de cumplirse. Por lo pronto estaba adelgazando a tal velocidad que la ropa que le habían proporcionado empezó a sobrarle por todos lados. Mirarse en el espejo y ver que los rasgos de su cara se afilaban, o constatar que donde antes había barriga ahora sólo existía el más completo vacío era como rebobinar una parte de su vida y devolverle a la juventud -en tiempos, él había sido muy delgado-. Aun así, la sensación era extraña: tenía miedo de adónde podía conducir todo aquello, y que si iba un poco más lejos de la cuenta era posible que acabara desintegrándose. Igualmente extraña le parecía la vida que llevaba ahora. Imagínese -le diría Domingo al lector si supiese que está siendo leído- que está durmiendo, y que se cree una persona distinta en un sitio distinto. Imagínese que, de repente, despierta y recupera su vida real, y que durante unos instantes duda sobre cuál de las dos es la auténtica. Algo así le ocurría a él. Para demostrarse que ninguna de las dos era un sueño, en ocasiones se metía dentro de Compañero y escuchaba en la radio las noticias de aquel mundo que cada día se le antojaba más ajeno. Sabía que poniendo la llave en el contacto y girándola habría una leve vibración, y que si pisaba delicadamente el pedal el motor arrancaría y podría irse de allí para no regresar. De alguna ma-

- 112 -


nera eso le tranquilizaba. Un experimento, había dicho Elena. Pero volver significaba el trabajo, los pedidos, las corbatas, los clientes, las copas interminables, los compañeros, la empresa... Todo eso aguardaba allí fuera, y pronto tendría que retomar lo que quedó interrumpido. Se sentía cobarde al pensarlo, pero no: la verdad es que no le apetecía en absoluto; aquello quedaba lejano, como si efectivamente lo hubiera vivido en otra vida. Y así llegó el verano. A medida que se veía recuperado, Domingo comenzó a hacer pequeñas tareas: recoger la fruta de los árboles, pasar la segadora. Por la noche terminaba rendido y se acostaba pronto, de modo que empezó a despertarse temprano. La primera vez que oyó el chapuzón, nítido en el silencio de la mañana, sintió curiosidad. ¿Quién se estaría bañando a esas horas? Desde la ventana se divisaba la alberca. Miró a través del cristal, y a la luz incierta del amanecer distinguió el pelo rubio de Elena. La vio dar unas brazadas -no muchas, la verdad, porque el estanque era pequeño-, y comprobó cómo su cabeza aparecía y desaparecía bajo la lámina de agua. Entonces ella se acercó a la orilla y se puso en pie. Estaba desnuda, tan desnuda como la habían traído al mundo. La inesperada visión le dejó como atontado. Miró una y otra vez para cerciorarse de que aquello era verdad: así sólo se la había mostrado su imaginación. Y a su imaginación regresó, porque la muchacha se envolvió en una toalla y desapareció dentro de la casa. Al cabo de un rato la oyó entonar una extraña cantinela. Elena desnuda. Un fogonazo que le persiguió todo el día. A la otra mañana se sorprendió acechando el sonido del cuerpo al sumergirse en el agua, y la escena se repitió.

- 113 -


Lo mismo ocurrió las siguientes. Hubiera querido parar el tiempo y que se quedase allí, quieta para sus ojos. En los intensos segundos que rodeaban la entrada o la salida del baño llegó a memorizar todos y cada uno de sus pliegues, la forma de los tobillos, la curvatura de las nalgas, la leve sombra del pubis... Se dio cuenta de que lo que más le atraía no eran las formas, ya plenas de por sí, sino la gracia frutal y cimbreante de su cuerpo, los movimientos pausados, felinos. Hubiera querido besarla a distancia, tocarla con la mirada. Estas imágenes le obsesionaban durante la vigila y poblaban sus sueños. En más de una ocasión se despertó con el aroma de su boca en los labios y el pene en dolorosa erección. Tenía entonces que aliviarse manualmente hasta eyacular y quedar dormido. Por la mañana evitaba su mirada. - No tienes buena cara hoy. - Sí, es que he pasado mala noche. Hasta que, poco a poco, aprendió a convivir con aquel deseo lancinante. Seguía royéndole igual que siempre, pero aceptó su presencia como un suplicio consentido. Se aplicó a trabajar duro. Como no estaba acostumbrado, por la noche caía como un tronco. Y llegó un día en que, si oía el dichoso chapuzón, musitaba algo, se daba la vuelta y seguía durmiendo. Había estado yendo al hospital cada semana para la revisión. Un día se encontró con que ya no tenía que volver más, y que no le renovaban la baja laboral. Cuando llegó a casa, Paco apilaba leña. Se dispuso a ayudarle. - ¿Qué te ha dicho el médico? - Que estoy como nuevo, y que puedo empezar a trabajar mañana mismo.

- 114 -


- ¿Y lo vas a hacer? Domingo frunció los labios. - Imagino que no me queda otra, ¿no? Paco dejó lo que estaba haciendo y le miró: - ¿Sabes? Tengo la sensación de que no tienes muchas ganas de volver a Cáceres. Domingo se azaró. - ¿En qué lo has notado? - Sólo hay que verte la cara, hombre -Paco sonrió-. Mira, esperaba este momento para hacerte una propuesta. Sabes que con la galería yo no tengo mucho tiempo para dedicarle al campo y, si quieres que te sea franco, tampoco me atrae mucho; a mí me gusta por la tranquilidad, no porque me apetezca deslomarme. Como veo que tú sí que pareces haberle cogido afición, quiero proponerte algo: que te quedes un tiempo, y te ocupes del mantenimiento de la finca. Ojo, que ya te conozco y no quiero que te negrees: sólo que hagas lo justo para que no se la coma la hierba. Cuando sean cosas gordas ya te ayudaremos. Domingo le miraba sin contestar ni sonreír. - Sueldo, lo que se entiende por sueldo, no te podremos pagar. Eso sí, la cama y la comida las tendrás gratis, como hasta ahora. Ya sé que para alguien como tú, con lo que ganabas antes, no es gran cosa, pero creo que te atrae el sitio -hizo una pausa-. ¿Qué me dices? ¿Te lo piensas? Quedó en silencio y soltó el trozo de madera que sostenía en la mano. Se rascó la cabeza y luego restregó los zapatos sobre la grava. Al final dijo: - ¿Lo sabe Elena? - Claro. Antes de decírtelo, lo hemos hablado. - ¿Y está de acuerdo? - Sí.

- 115 -


- Entonces, me quedo. A partir de aquel día las cosas cambiaron o, para ser más exactos, cambió su visión de las cosas. Ya no era el huérfano acogido a la caridad de unas personas, sino que tenía función y responsabilidad. Su criterio y sus decisiones importaban. Empezó a trabajar duro. Reparó la valla y la leñera, que se caía a pedazos. Lentamente, como una crisálida, de su vieja forma afloró una nueva. Había perdido más de veinte kilos. Las manos y el cuerpo se le curtieron y cobró musculatura. Se dejó crecer la barba. Entró el otoño, y un vecino que tenía la huerta cerca le enseñó a podar los frutales y los árboles de sombra. Aprendió a plantar ajos, cebollas, pimientos. Elena le enseñó a hacer pan. - Te estás haciendo un hombre de campo –solía comentar ella-. Quién te lo iba a decir. Domingo no contestaba. Sólo devolvía la sonrisa. Se acababa octubre y las tardes eran cada vez más cortas. Al oscurecer antes, se encontró con tiempo libre y empezó a leer. Al principio fueron novelas, pero después le pudo la curiosidad y se atrevió con unos libros que Elena traía de la tienda y que ella llamaba literatura espiritual. - Oye y, francamente, ¿tú te crees todo lo que dicen? - Hombre -le respondía ella-: más que si son verdad, yo creo que lo que tienes que plantearte es si son útiles para tu vida o no. - Ya, pero los libros de ese señor, el que dice que canaliza un ente. Cro... Cre... - Kryon. - Eso es, Kryon. ¿Tú te lo crees? Elena sonreía y le observaba divertida.

- 116 -


- ¿Qué pasa, que si me lo creo yo te quedas más a gusto? - Hombre, pues... - Tú me has oído cantar por las mañanas, ¿no? Domingo se puso como un tomate. - Sí... ejem... bueno, hay días que me he despertado oyéndote. Pero son canciones muy raras, ¿no? - Se llaman mantras, y son plegarias tibetanas. Como no los conoces, te parecen raras, y podríamos pasarnos el día entero discutiendo si sirven, si no sirven, y acabaríamos sin resolver nada y con la cabeza caliente. Yo tengo comprobado que a mí me satisfacen, que traen serenidad a mi vida. Eso me basta, ¿comprendes? Poco a poco fue ganando autonomía. Con la excusa de mover un poco el coche, iba hasta el pueblo, visitaba a Elena en la tienda, compraba alguna cosa que hiciera falta y se daba una vuelta por la judería -aunque, al decir de Paco, harían mejor en llamarla barrio medieval, pues la parte judía era muy pequeña. Un día le vio cargar un bolso de viaje en el coche. - ¿Te vas? - Sí. -¿Adónde? - A un pueblo de la provincia de Toledo. Hay allí un señor que es maestro talabartero. Voy a que me enseñe unas cuantas cosas, y de paso ver si hay mercado para los artículos que fabrico. Sintió un calambre en el estómago. - ¿Vas a estar fuera mucho? - No; cuatro días a lo sumo. Guarda bien la casa, ¿eh?

- 117 -


Se despidieron con un abrazo. Estuvo allí, mirando el coche, hasta que desapareció por el camino. Cuando varias personas están juntas y de repente falta una, parece que se hiciese como un vacío. La primera comida fue extraña. - Se echa de menos a Paco. - ¿Verdad que sí? Elena cortaba el pan. Pan casero, hecho por Domingo. A éste le gustaba contemplar la manera en que lo hacía: presionaba el cuchillo con gracia, casi con ternura, como si intentara causar el menor daño posible. - ¿Cuánto hace que estáis juntos? - Uf, no sé. Desde siempre. Creo que va para diez años. No nos gustan los aniversarios y eso, ¿sabes? - ¿Y no habéis pensado en tener hijos? - Pues la verdad es que no. Ahora tú nos ves muy estables, pero para el tipo de vida que llevábamos antes, niños ni pensarlo. Venta ambulante de artesanía, ferias y mercadillos... Demasiado lío. Y tú, ¿has estado casado o emparejado? Domingo tosió. - Novias, sí que tuve alguna. Pero nada del otro jueves. No sé si es que no me convenían o si desperdicié buenas oportunidades –tomó un trozo de pan en la mano y lo estuvo observando al trasluz. Luego continuó-. Lo que sí tengo claro ahora es que estaba echando a perder mi vida pensando que lo único importante era acumular ceros en la cuenta corriente y, si era posible, llegar algún día a jefe de ventas o director. En lo más profundo de mí algo se resistía y me gritaba, pero yo lo ahogaba. Con mentiras. Con alcohol y tabaco. Capeaba el temporal lo

- 118 -


mejor que podía, hasta el infarto. Me salvé por un pelo, y te lo debo a ti... Bueno, a los dos. Elena soltó el cuchillo, se le acercó muy despacio y le puso las manos en el pecho, bajo las solapas de la camisa. No se lo esperaba: se le cayó el pan, y fue como si le atizaran una descarga eléctrica. - Domingo. - Qué. - A quien te lo debes es a ti. Los hay que no escarmientan y se mueren. - Puede ser. Yo... Suavemente, Elena se había separado de él y colocaba platos y fuentes en la mesa. La tentación y el peligro eran demasiado grandes, porque estar solo con Elena en la casa era algo parecido a ser náufragos en una isla: por mucho que lo intentaba, antes o después se acababan encontrando. Y él ansiaba y a la vez temía esos encuentros. Con Paco presente, la situación se atenuaba pero ahora, cara a cara con ella, daba la impresión de que todo era evidente, tan evidente que tendría que resolverse de algún modo. Mientras Elena estaba en la librería todo iba bien. Pero a la hora de comer, cuando aparecía pedaleando en la bicicleta, luciendo sus espléndidas pantorrillas, empezaba la movida. La única solución era encerrarse en la cabaña, pero el tiempo se le hacía allí eterno, y acababa subiéndose por las paredes. Para la hora de la cena se sabía perdido, y dudaba entre sentirse feliz o aterrado. - Mira, te he comprado algo -dijo Elena. Habían cenado casi en silencio, fregado los cacharros y estaban ahora

- 119 -


sentados los dos, en un banco frente al fuego. Le alargó un paquete envuelto en papel de regalo. Domingo lo miró sin abrirlo. - ¿Por qué? No es mi cumpleaños. - No seas plasta. Ábrelo. Era una camisa. - Aquí en la finca siempre vas hecho un zarrapastroso, y la ropa que te compraste después de adelgazar no me gusta nada. Quería que tuvieras algo bonito para Navidad. - Gracias. Ella miraba la lumbre con ojos taciturnos. - No las merece. Se hizo un silencio, sólo interrumpido por fugaces chisporroteos. - Domingo... - Qué. - Yo te gusto, ¿verdad? - Toma, desde el primer día –se oyó decir-. Bien que lo sabes. Seguro que has estado riéndote de mí todo este tiempo. Elena dejó de ensimismarse en el fuego y le encaró. Del calor tenía la cara roja. - Yo nunca me he reído de ti. Ni antes ni ahora. - Tienes razón. Perdona. De nuevo silencio. - Domingo... - Me vas a gastar el nombre. - Tú me has visto bañarme por las mañanas, ¿verdad? Él sonrió tristemente: - Al principio, sí. Luego dejé de mirarte. Lo que no se puede conseguir es mejor no desearlo. Eso es lo que enseñan tus libros, ¿no?

- 120 -


- ¿Y quién ha dicho que no lo puedes conseguir? - No me putees, Elena. Tú has hecho de mí una persona nueva, pero la verdad es que me gustaría haberte conocido en otras circunstancias. Ella se aproximó. Sintió un súbito estremecimiento. - ¿Quieres bañarte conmigo? - ¿A estas horas, con este frío? Estás loca. - Es muy sano y estimulante. - No, si no lo dudo; pero no, gracias. Además, está Paco. - Paco no está. - Da igual. Tú eres su pareja. - ¿Y qué tiene eso que ver? - Para ti, no sé; para mí es importante. Tengo obligaciones para con la casa. No le puedo traicionar a la primera ocasión. - “Traición”, “deber”. Esto no es una guerra. - Quién sabe. Podría serlo. Sintió que se le acercaba un poco más. Aunque aún no había contacto, a través de la ropa percibía el cuerpo de la muchacha, una vibración que se prolongaba hasta él y le encendía como una traca de fuegos artificiales. Elena nunca usaba perfumes, era su olor natural el que le mareaba de aquella forma. De repente sintió un ahogo que le recordó los terribles momentos del infarto, y antes de darse cuenta se había levantado. - Me voy a dormir. Buenas noches. Y salió de la casa casi tropezando con los muebles. Una vez fuera, el intenso frío le devolvió la lucidez. Había cuarto creciente, de modo que cuando se acostumbró a la luz reinante pudo identificar el camino hacia la cabaña sin dificultad. Las hojas de los castaños crujían bajo sus pies. Esa noche helaría, seguro.

- 121 -


“Que se joda. Esto es una locura. Les debo mucho a los dos. No puedo hacerles esta guarrada”. Entró y se echó en la cama sin encender la luz. Todo él temblaba, poseído de una extraña fiebre. El deseo gritaba desde cada célula de su cuerpo, tenso como un alambre. Entonces sonaron dos golpes en la puerta. Era absurdo, porque no tenía echada la llave, pero de todos modos se levantó. En comparación con la densa tiniebla interior, fuera había una leve claridad. Y contra ella se recortaba, a contraluz, la silueta de Elena. Cuando experimentamos mucha, muchísima sed no vemos el momento de llevarnos el agua a la boca. Soñamos con ella, la anhelamos, y cuando por fin se halla a nuestro alcance el ansia nos atraganta, la vertemos, y somos incapaces de saciar nuestra agonía. Eso fue lo que experimentó en un principio. Después, en las siguientes horas alcanzó y traspasó varias veces la puerta del paraíso. Imagínese un deseo larvado, controlado, reprimido, torturado a lo largo de meses. Imagínese la posibilidad repentina de colmar, de fagocitar ese deseo cuya consumación impulsa más allá, a una realidad que ni siquiera podíamos concebir. Imagínese que lo vivido anteriormente nos parece nadería, estupidez, farfolla en comparación con el presente. Así fue aquella noche. Los siguientes días los vivió como un sueño. Súbitamente Elena se había hecho terrena, tangible. De repente el deseo que sentía por ella podía ser llevado a su instintiva conclusión y eso, tan natural, paradójicamente le parecía la cosa más extraña del mundo. Por la mañana se bañaron en el estanque heladísimo y después, arropados hasta los ojos, le enseñó a recitar mantras, el Om, y el Om namaya Shiva. Pero a Domingo

- 122 -


se le había despertado el demonio del sexo, y a cada momento se veía solicitándola: en el baño, en el salón, en la cocina, hasta que le dijo que no podía más, que estaba exhausta. Sin embargo, por la noche venía a dormir a la cabaña. - Elena, ¿por qué lo has hecho? Ella se acurrucó en su hombro. - Tú querías, ¿no? - Sí, pero ¿por qué? - Me gustan tus ojos. - ¿Y Paco? Estaba oscurísimo, pero sintió que le miraba fijamente. - No mezcles a Paco aquí. Yo le quiero mucho, ¿sabes? - Entonces, no comprendo. - Paco y yo somos muy liberales. Tenemos dicho que, si nos gusta alguien, pues adelante. No creas que es fácil, porque una vez estuvo liado con una chiquilla de aquí del pueblo y a mí me llevaban los demonios, pero un acuerdo es un acuerdo. Contigo era todavía más difícil, por vivir aquí con nosotros. - Y ahora tendré que irme. - No digas tonterías, no tienes por qué. Al quinto día llegó Paco. Para Domingo fue la situación más embarazosa de su vida, pero el otro estuvo muy amable. Por la noche durmió solo. De vez en cuando se despertaba y miraba envidioso hacia la casa que, con las luces apagadas, se agazapaba en la noche. Se restablecieron los horarios y rutinas de siempre, como si nada hubiera ocurrido, pero a Domingo incluso le costaba dirigirse a Elena. Durante tres interminables días

- 123 -


no tuvo ni una ocasión de verla a solas hasta que por la noche, después de la cena, se presentó en la cabaña. Por unos efímeros minutos, Domingo revivió la dicha de los días pasados. Pero después, desnudos y tendidos sobre la cama, con el tibio aroma del sexo impregnando la estancia, Elena le comunicó que no podía quedarse a dormir. - ¿Lo sabe Paco? - Sí. Se lo conté el día que llegó. - ¿Y qué ha dicho? - Nada. Siempre le ha gustado escuchar mis fantasías. Eso le excita, y luego hacemos el amor con más ganas. - Ya, pero esto no es una fantasía. - Hace tiempo que le contaba historias en las que nos acostábamos tú y yo, de modo que no le ha cogido por sorpresa. Además, él no hace diferencia entre una y otra cosa. Aunque, ¿tú sabes lo que me gustaría realmente? Hacer un trío con vosotros dos. Lo que pasa es que eso Paco no quiere. - Toma, ni yo. - ¡Pero bueno, hay que ver lo estrechos que sois los tíos! A partir de entonces los días fueron un infierno. A Elena la tenía como incrustada en el cerebro, y no era capaz de pensar en otra cosa. Aparentemente era el único que padecía por ello, pues los otros dos se comportaban con suma cordialidad. Domingo se preguntaba si no lo harían por lástima. Además, era muy difícil encontrar ocasiones para hallarla a solas, y tenía que resignarse a que ella decidiese aparecer. - Oye, lo estoy pasando muy mal...

- 124 -


- De veras que lo siento. Si llego a saber que te lo ibas a tomar así, no hubiéramos hecho nada. - Tampoco es eso... - Mira, yo no quiero que tú sufras pero tampoco que te marches. Si esta situación es insostenible para ti, no nos acostamos más y punto. Hazte a la idea de eso, que fue una fantasía. Y de ese modo el calvario se duplicó. Vivía en un estado de agitación constante. Para evitarles, se iba al pueblo o a andar por el campo. Los impulsos de huir y salir de todo aquello eran fuertes, pero la sola idea de no ver más a Elena se le hacía insoportable. Un día subió al monte Pinajarro. Salió temprano y a mediodía estaba comiendo en la cumbre, a medias cubierta de nieve. Desde allí divisaba todo el valle del Ambroz, el embalse de Gabriel y Galán, e incluso Las Hurdes y la Serra da Estrela, en Portugal. Lamentó haberse perdido aquella belleza tantos años, pero lamentó aun más la desazón que le roía por dentro. Pensó que la caminata le distraería, pero en aquel entorno salvaje sus dolor parecía crecer, y cobraba el mismo relieve y consistencia que las rocas que le rodeaban. Tenerla así era peor que no haberla tenido. Por la tarde, cuando regresó derrengado, se encontró con la furgoneta. Vieja a más no poder: en los costados lucía, desteñidos, los colores del arco iris. Como decoración adicional, óxido y bollos; la matrícula, de Huesca, era toda números, sin letra. La contempló asombrado: le parecía increíble que aquel trasto fuera capaz de moverse en carretera.

- 125 -


Aún no había acabado su examen cuando apareció una mujer morena, vestida con ropas vaporosas. Pulseras, collares. Antes de que pudiera reaccionar, le plantó dos besos. - Hola. Tú debes de ser Domingo, ¿verdad? Yo me llamo María. Somos amigos de Elena y Paco, y hemos venido a ocuparos la casa. ¡Ven, que te presente a los demás! En el comedor había dos hombres y otra mujer. Los tres jóvenes, con el pelo largo y rostro curtido de mil intemperies. Un fuerte olor a hachís impregnaba la estancia. - Ella es Susana. Y ellos Felipe y Peter. Es irlandés, ¿sabes? - Yo soy Felipe, pero me llaman Flipe. -señaló el porro que sostenía entre los dedos, en un gesto expresivo-. Es porque fumo mucho, ¿sabes? Asintió, cohibido ante la súbita invasión. - ¿Quieres? -le ofreció Flipe. - No, gracias. Hace poco que he dejado el tabaco. - Eso es bueno, colega. Le contaron su historia: vivían en un pueblo abandonado de Aragón, una especie de comuna. Se dedicaban a la artesanía, fabricación y venta. Venían a Cáceres, a poner un puesto durante las Navidades. - Paco y Elena estuvieron un tiempo con nosotros. Al final les tiró la vida burguesa y nos abandonaron, pero les seguimos queriendo igual. Susana se volvió hacia él: - ¿Y tú? Domingo los miró a los cuatro. - ¿No os han contado de mí?

- 126 -


Los cuatro denegaron con la cabeza. - Es una larga historia. Digamos que caí aquí por accidente... Cuando llegaron los dueños de la casa todo fueron risas y abrazos. Hacía dos años que no se veían, y había mucho que contar. Ante aquella explosión de familiaridad, Domingo se sintió un tanto desplazado, aunque en el fondo se alegraba de que hubiera aparecido tan inesperado colchón. Siempre le habían dado morbo los hippies, pero no era menos cierto que le inspiraban algún rechazo. Los siguientes días se vivió en la casa un cambio radical de las costumbres. En primer lugar, desapareció todo vestigio de orden o limpieza. Siempre había montones de cacharros sucios en el fregadero, y tirados en cualquier parte podía encontrarse uno los objetos más inverosímiles, empezando por ropa interior (sucia, se entiende). Para su sorpresa, ni Paco ni Elena intentaban poner coto a tanto desbarajuste. Esforzándose por ser amable, Domingo se ofreció a enseñarles el pueblo y los alrededores, pero los visitantes no estaban muy interesados en hacer turismo. - ¡Déjate en paz de campo -le decía Flipe-, que en Huesca ya tenemos bastante! Y acto seguido liaba otro porro. Con quien intimó algo fue con Peter, pese a que su castellano no era muy boyante. Lo mezclaba con el inglés, más algunas palabras que debían de ser gaélico. - Yo me vinir de Irlanda porque país mucho católico, más peor que España. ¿Sabe? Y my family: “ Tú tines que trabajar, que tener buena profesión”. Work, you

- 127 -


understand? -aquí sacudía la cabeza tristemente-. No remedio, and here I am. El problema era que, a medida que el cerebro se le iba impregnando de hachís y otras sustancias, la dicción se le volvía más y más torpe hasta convertirse en ininteligible, y entonces Domingo renunciaba. Las veladas nocturnas se alargaban hasta altas horas, de modo que Elena le pidió prestada la cabaña para poder dormir un poco y abrir la tienda a su hora. Así que él se tuvo que acostar en la casa principal, en un pequeño cuarto donde antes había estado el lavadero. A través del delgado tabique oía una especie de fuelle: Era Flipe, que en cuanto caía dormido roncaba como un energúmeno. - ¿No te han echado del pueblo donde vivís? -le preguntaba por la mañana. - ¿Qué lo dices, por los ronquidos? -Flipe sonreía, enseñando sus renegridos dientes-. Allí sólo viven otras dos familias. ¡Y hay uno que ronca más que yo! Una tarde, a la vuelta del paseo, encontró en la casa más animación de la habitual. - Nos vamos mañana -le anunció Susana, con un guiño-; así que esta noche, fiesta. Dentro, Peter y Flipe habían sacado dos enormes timbales y los aporreaban con frenesí. Al cabo de un rato no lo soportó más. Salió y se fue a sentar a la puerta de la cabaña. No se atrevió a entrar porque allí estaban las sábanas de Elena, el sudor de Elena, el recuerdo de Elena. Oyó unos pasos. Se sobresaltó. - Hola, ¿qué haces aquí? Tragó saliva antes de contestar. - Pues aquí. Me agobio dentro.

- 128 -


Elena se sentó a su lado. - Te comprendo. ¿Sabes? Antes de que tú llegaras, solía venir por las noches para ver las estrellas. Y me gustaba soñar que estaba en una isla desierta. Yo sola, sin nadie. ¿Comprendes? Y es que las personas a veces hacen daño. Sin querer. - Sin querer, hacen daño. - Eso es. Domingo, yo también tengo mis neuras. - Ya supongo. Como todos. Callaron. De la casa llegaban, amortiguados, ecos de risas y los inevitables timbales. - Oye, ¿qué vas a hacer? - No lo sé. He pensado en ello, pero no llego a ninguna decisión. - Domingo, yo te quiero. - Hombre, gracias. - No, pero no así como piensas. Te quiero de verdad, como una mujer quiere a un hombre. - Pues vente conmigo. - No puedo. - Entonces olvídalo. - Será lo mejor. - Sí, será lo mejor. María apareció en la puerta de la casa. - Chicos, ¿andáis por ahí? ¡Ya está la cena! Por las fechas hubiera parecido una celebración de Navidad, pero no lo era. Había velas, olor de incienso y de hachís. De primero hubo sopa, de segundo pescado y de tercero carne. María, que además de cocinera era vasca, explicó que así se hacía en su tierra. La verdad es que

- 129 -


sabía todo exquisito, pero tras meses de alimentación frugal Domingo temía reventar. Después de los postres cantaron. Y cuando más contentos estaban Peter se puso en pie y sacó una bolsita. Con ademán teatral, declamó: - ¡Ladies and gentlemen! Para un día como hoy, tinemos grande sourpresa. ¡Magic mushrooms! ¡Setas de Irlanda! ¿Quién lo primero? Aunque acababa de leer cuatro o cinco libros de Carlos Castaneda, Domingo no se sentía con ánimo para experimentos. - Van muy bien -le tranquilizó Susana-. Pruébalas, ya verás qué alegría. A regañadientes, cogió la bolsa y tomó una pizca de polvo. Luego lo masticó con aprensión. - Venga, hombre, que no se diga. Tomó más. A continuación, auscultó su percepción física y anímica, temiendo alguna reacción extraña, pero no sucedió nada. Luego vino una sensación suave, casi inadvertida, como la de hallarse un poco más ligero. Su cabeza era como un globo que se expandía suavemente y tiraba de él hacia arriba, y nada más pensarlo le entraron unas tremendas ganas de reír. Con sorpresa descubrió que Peter y Flipe habían retomado los tambores, que ahora parecían enormes, y que los demás bailaban desenfrenadamente. El aire estaba lleno de ondas que vibraban en todas direcciones, y sólo tenía que dejarse llevar por ellas. No recordaba cuándo era la última vez que había bailado. ¿Lo había hecho alguna vez? No importaba. Tampoco sabía si se sentía feliz, aunque creía que sí: era como hallarse en el interior de una niebla caliente, y un caleidoscopio de luces y sonidos giraba alrededor. Ahora todo el mundo se

- 130 -


abrazaba y acariciaba, y hasta le pareció que alguno de los hombres le había besado en la boca. Se oían gemidos de placer. Hubo como un paréntesis de oscuridad. Lo siguiente de lo que tuvo conciencia fue que se hallaba en uno de los dormitorios. A un extremo de la cama dormía Peter, desnudo. Las costillas sobresalían por entre sus magras carnes. Al otro estaba él, y tenía una mujer encima. Era morena, de modo que no podía tratarse de Elena. Sería Susana, o tal vez María. Él también debía de estar desnudo, porque la penetró sin dificultad. Al sentirlo, ella empezó a moverse. Primero despacio, frenéticamente después. Conforme se aproximaba el orgasmo, aparecieron sensaciones curiosas: quizá fueran líquidas, o tal vez sonoras, burbujeando por su cuerpo. Todo terminó en un gran silencio. Su compañera se quedó dormida instantáneamente, de modo que la puso a un lado con delicadeza, se vistió y salió de la habitación. En el salón no había nadie. Abrió la puerta de la calle; debía de hacer un frío terrible allí pero, sorprendentemente, él experimentaba calor: oleada tras oleada llenaban su cuerpo y le confortaban. Era como viajar dentro de una esfera que lo aislaba del exterior. Se sentía a la vez protegido y fuerte. Encontró el camino y sin pensarlo echó a andar. No veía muy bien por dónde, pero tenía la seguridad absoluta de que no iba a caer ni a tropezarse. Oyó que alguien tarareaba y descubrió, sorprendido, que se trataba de su propia voz. La dejó hacer. Primero sonaron como sílabas inconexas, y luego, poco a poco, surgió una frase que fue repitiendo y puliendo hasta que, como don Juan, sintió que poseía su propia canción de poder. Era un canto sencillo y humilde, sólidamente anclado a la tierra, capaz de

- 131 -


entrega y de soportar adversidades. Era su canción más íntima, y también era él. Siguió caminando. No tenía la menor idea de la dirección que había tomado, pero eso no importaba mucho. Atravesó prados y bosques, saltó arroyos, rodeó rocas. Salió la luna, y en ese preciso momento algo se desveló, porque experimentó una poderosa sensación de unidad. Sus preocupaciones le parecieron minúsculas, mezquinas, y se vaciaban como una botella en un estanque. Él seguía siendo él, pero también era aire, árbol, agua. Ahora. Todo sucedía ahora. Tenía aguda conciencia del crepitar de sus pasos, del rumor de las hojas, de todos y cada uno de los animalillos del bosque. Y sobre todo de aquella luna que transmutaba el paisaje nocturno e hilaba la relación de todo. Nunca había sentido el mundo tan vivo. En todo momento creía haberse movido en línea recta, alejándose, pero sin saber muy bien cómo se encontró de nuevo en terreno conocido. Llegó hasta la puerta de la finca y a la casa. Se recostó contra un pino y cerró los ojos. Pensó que con la temperatura reinante era una locura dormirse allí, pero él no tenía frío. Cerró los ojos y entonces ocurrió algo: podía percibir los árboles, la pradera, la alberca. No como a la luz del día, pero sí mucho más de lo que se distinguían en la oscuridad. Había un silencio y paz en su cuerpo que ponía cada cosa del mundo en su lugar. Revivió su vida anterior, las circunstancias que lo habían llevado hasta allí. Recordó las últimas y duras semanas y los sucesos de esa noche, y se dio cuenta de que cada pieza encajaba, que todo era perfecto, y que era bueno que fuese así.

- 132 -


Cuando abrió los ojos era de día, pero aún no había salido el sol. Se levantó, entumecido, y caminó hacia la casa. A la puerta estaba Flipe, despeinado y con una cara de sueño terrible, sacando bultos y cargándolos en la furgoneta. Lo vio más delgado que nunca. La flacura y aquellas greñas le hacían parecer un santón hindú. Experimentó por él una gran ternura. Le saludó con un ademán: - ¿Qué, os vais? - Sí. - ¿A Cáceres? - A Cáceres. - ¿Dónde os quedáis los días de la feria? - En un albergue que nos deja el Ayuntamiento. Y si no, en la furgo. - Yo tengo un piso en Cáceres. Hace tiempo que no vive nadie en él, pero creo que cabríamos los cinco. Flipe le palmeó el hombro: - Ostia, tío; ya lo decía yo: con la pinta de pureta que tiene el nota, y luego es el más enrollao. Se quedó asombrado del escaso tiempo que necesitó para recoger sus pertenencias, y también de lo poco que había necesitado para vivir allí. Soltó el bolso en el maletero y entró en el coche. Pese al frío, Compañero arrancó con facilidad. No tuvo que esperar: Flipe y los otros ya estaban en la furgoneta, que arrancó en medio de un ruido y humo infernales, y por las ventanillas le hacían gestos de que fuese delante. Movió la palanca hasta engranar la primera velocidad. Fue liberando gradualmente el embrague y el coche se

- 133 -


movió unos centímetros. Miró hacia atrás: ni en la puerta de la casa ni de la cabaña se veía a nadie. Mejor así, pensó, y una lágrima corría por su mejilla.

- 134 -


EL LADRÓN DE ESCOTES Hay ocasiones en que me pregunto por qué será que a los hombres nos gustan tanto los pechos de las mujeres. Si nos paramos a pensarlo fríamente, no son ningún aditamento excepcional, y por sí mismos no producen otro placer que el fetichista o el estético. Vamos, que carecen del valor de uso inherente a otras partes más íntimas de la anatomía femenina con que ellas gozan y nos hacen gozar. Y sin embargo, si uno se da cuenta, es impresionante el tinglado que se ha montado en torno a estas protuberancias cuya finalidad, en la práctica, se reduce a albergar los galactóforos: en cine y publicidad de nada sirve tener piernas o cara bonitas si no van acompañadas de un buen par de melones. Y esto que digo vale tanto para vender un champú, un disco o una película: es el carácter maternoerótico de la mujer sublimado, elevado a la quincuagésima potencia, lo que hace que las ventas supongan un éxito o un fracaso. Personalmente, no tengo recuerdos precisos de cuándo fue la primera vez que adoré un pecho –supongo que todos los hombres albergamos nuestros recuerdos lactantes, y se nos despiertan de nuevo en el terremoto hormonal de

- 135 -


la adolescencia-. En un primer momento no discriminaba, y admitía cualquiera que se pusiese a tiro: los que se exhibían desnudos en revistas o películas porno, los de chicas haciendo top less en la playa, los que se apretujaban pujantes, con sostén o sin él, contra blusas y camisetas… A los veinticinco años me consideraba ya un auténtico catador de pechos. Y catador exigente, no crean. Uno de los ejercicios que más me apasionaba por aquella época era ponderar el tamaño de los senos de una mujer contemplándola de espaldas o sentada, tomando como referencia las restantes proporciones de su anatomía: caderas, muslos, espalda y brazos. Llegué a adquirir tal maestría que me bastaba con ver cara y cuello para evaluar el tamaño y disposición de sus glándulas mamarias: si grandes o pequeñas, si levantadas o caídas, si redondas o puntiagudas. Y era asombroso constatar con qué frecuencia acertaba. En estos pasatiempos ocupé los años de mi juventud hasta que, un buen día, me di cuenta de que a mí lo que en realidad me interesaban eran los escotes; decidí, pues, especializarme en ellos. Varias consideraciones me persuadieron de que ése era mi camino: a) El escote es el colmo de lo pecaminoso porque enseña sin enseñar, y muestra sin mostrar. ¿Acaso hay algún misterio en un seno desnudo? ¿Qué tiene de insinuante una pechuga tapada y retapada? El escote nos incita, indica el camino, y el resto lo pone el observador (un poco de esfuerzo, caramba.) b) El escote, hoy día, es rara avis: se lo ve a menudo en la gran pantalla y en la publicidad, pero fíjense ustedes y se darán cuenta de lo difícil que resulta encontrarse uno por la calle.

- 136 -


c) Con el escote, se diga lo que se diga, no hay trampa ni cartón. Bien es cierto que siempre han existido artilugios para levantar o realzar el pecho –yo eso lo considero lícito y aun tolerable-, pero con el pecho a la vista, o al menos una parte, nadie puede engañar usando falsos rellenos. Y en cuanto a los implantes de silicona, que hacen parecer las tetas plastificadas, insensibles a los movimientos de su dueña, se detectan enseguida. Entendámonos: opino que el pecho debe tener consistencia, sí, pero también la maleabilidad de la masa de harina o el efímero temblor del dulce de membrillo. Eso es un pecho como Dios manda, y lo demás son cuentos. d) Un escote te alegra la vida, e incluso diría que te la alarga. Vas por la calle cruzándote sólo con pectorales clausurados, censurados, y de pronto ves de lejos una femineidad pregonada a los cuatro vientos. Entonces algo te palpita dentro, se te nubla la vista, aminoras el paso y retrasas en lo posible el momento de cruzarte. Y esto, claro está, sin que la propietaria se percate de nada. Porque aún no he dicho lo más importante: a mí lo que me gusta practicar es la modalidad del acecho. Pongamos que me hallo en un bar, en una biblioteca o cualquier otro sitio público de los que recorro con frecuencia en busca de la ocasión propicia. Si en una de éstas localizo alguno de los escasísimos escotes que pululan por ahí, procuro situarme cerca, pero no tanto como para que se adivinen mis intenciones. Y me pongo enfrente, pero no tanto como para que mi propósito resulte evidente. Entonces miro. He trabajado mucho este aspecto, el de las miradas, y las que lanzo son siempre como casuales, de soslayo, por el rabillo del ojo, acompañando a un giro accidental de la cabe-

- 137 -


za. O más allá del hombro de la chica, como escrutando el vacío: pongo especial cuidado en dicha operación, pues es primordial que la interesada no se dé cuenta o que, al menos, haga como que no se da cuenta; ése es en realidad el mayor placer del juego. Jovencitas coquetas halagadas o nerviosas, mujeres maduras que se escandalizan o buscan quién sabe qué, no me interesan. En cuanto detecto una de estas situaciones, levanto el campamento y me voy a montar el aguardo a otro sitio. Mi mujer no sabe nada del asunto. Bueno, vaya cara que se les ha puesto ¿Qué, les sorprende que esté casado? Seguro que ahora, los muy puercos, se estarán preguntando si hago que ella también se ponga escote. Pues no, señor. ¿Mi mujer, escote? ¿Pero qué se han creído? Vamos a ver, el matrimonio es una conveniencia social o, si se quiere, un producto del enamoramiento (aunque, entre nosotros, haya veces en que uno lo lamente de veras). Acechar escotes, en cambio, es afición y vocación, como quien colecciona sellos o pinturas. En definitiva, un arte. Porque arte es, al fin y al cabo, saber mantener las distancias entre el admirador y lo admirado. A primera vista puede parecer limitante o doloroso, pero es que cualquier intento de acercamiento rompería el hechizo: a lo mejor a la dueña de la anatomía lo que le preocupa de verdad es aprobar las dos asignaturas que le quedan, o resulta que está parada, o es tartamuda, o anda pendiente de Carlitos, que tiene cagarrinas. Todo ello es trivial, accesorio, y puede desvirtuar el maravilloso hecho de un escote bien plantado. A mí me interesan los pechos por sí mismos, no sus circunstancias. Lo cierto es que, teniendo las ideas tan claras, no comprendo muy bien qué fue lo que sucedió el otro día. Fue a

- 138 -


la hora del paseo, con la calle llena de gente. Iba yo abstraído en mis cosas, cuando de repente la vi. Era alta y hermosa, bien proporcionada, de finas piernas y labios sensuales, pero yo no me entretuve en pormenores y, con profesionalidad, fui derecho al grano. Entonces me quedé, como dicen los franceses, ébloui; creo que hasta se me cayó la baba y todo. Las rozagantes medias lunas que asomaban de su blusa no tenían nada que ver con los cientos, miles de escotes que había estudiado y catalogado hasta entonces. Refulgían límpidas, perfectas, y creo que hasta se veía un poco la aureola. Despedían, cómo decirlo, un aroma de sensual perfección, un abandono maduro y a la vez provocativa juventud, de modo que por primera vez en mi vida sentí un fuerte deseo de palparlos (lo de aroma no es licencia literaria: juro que, a más de veinte metros como estaba, percibía el olor inigualable de aquellos pechos.) Quise luchar contra la inesperada sensación, pero el canalillo, que como un pozo descendía dentro de la ropa, me absorbía y atrapaba en su oscuridad. De modo que, con el juicio nublado, me acerqué. No me importó que fuera acompañada de tres niños y del marido, un tío enorme con pinta de bruto. Me detuve a un paso de ella, que vaciló y me miró sorprendida. Yo, imprimiendo a mi voz toda la dulzura de que era capaz, susurré: “Señora, con permiso”. Y le planté mis dos manos, una en cada uno, paladeando el instante con todos mis sentidos. No tuve tiempo de más, porque el maromo me asestó un golpe terrible en la cara. Como desde el fondo de un agujero sentí a la gente arremolinarse. Luego la camilla. La ambulancia. El hospital.

- 139 -


El muy bestia me había roto la mandíbula, así que hubo que operar, y me dieron catorce puntos de sutura. Ahora tengo por delante un mes de convalecencia, pero a decir verdad tampoco se está tan mal aquí. Mi mujer viene a verme todos los días, las enfermeras son muy simpáticas y su blusa blanca se entreabre al inclinarse; entonces puedo aspirar el olor de la ropa recién lavada y algún otro más personal. Eso me alegra, y a la vez resarce mis penas. Pero sobre todo soy feliz porque ahora poseo la prueba irrefutable de que existe algo que antes ni siquiera me atreví a imaginar.

En algún lugar, por ahí fuera, ronda el escote perfecto.

- 140 -


LOS MISMOS MILES Odio estar encerrado mucho tiempo: a mí lo que de verdad me gusta es andar de allá para acá, conocer sitios y gente nueva, aunque luego lo que es recordar casi no recuerdo nada, porque yo no tengo memoria. Cuando me encerraron la última vez pensé que no volvería a ver la luz del día: como se me ve viejo y arrugado, me dije: Ya está, ahora tienen la excusa perfecta para librarse de mí. Yo no me engaño, y sé que cuando alcanzamos cierta edad se deshacen de nosotros. La sensación de peligro, que siempre es la misma, aparece cuando de repente compruebas que te hallas rodeado de jóvenes, y que el más anciano eres tú. Pero por lo visto esta vez aún no había sonado mi hora. Vino a recogerme una señora, sesenta años tal vez. Se la veía triste, con su abrigo y su bolso, pienso que era una viuda que venía a cobrar la pensión. No tuve tiempo de averiguarlo, porque me quedé en una panadería de su barrio. El dueño era un hombre bastante avaricioso, tanto que de nuevo temí que me enviaran a las catacumbas pero, en un descuido que tuvo, su mujer salió conmigo y acabamos en una tienda de ropa. Fue un placer encontrarse allí, entre sedas y satenes. Al día siguiente a mi nueva dueña

- 141 -


se le estropeó el coche y así conocí a su mecánico, un buen hombre que no engañaba a los clientes y que trabajaba duro para mantener a su familia, bastante crecidita. Aunque muy ruidosos me cayeron bien, y no me hubiese importado pasar más tiempo con ellos, pero muy pronto se despidieron de mí en un enorme centro comercial. Esta vez me convertí en sueldo de cajera. Conviví varios días con ella y con la mamá enferma, y así fue como conocí sus estrecheces económicas, la precariedad laboral, el novio que no llegaba. Una tarde me dejaron, casi con lágrimas en los ojos, en una cafetería. Dicho establecimiento, como todos los del ramo, no es más que un lugar de paso: entra y sale tanta gente que uno no tiene que esperar mucho tiempo. Y, efectivamente, mi estancia fue breve, pero terminó de forma anómala: en vez de tener lugar el intercambio comúnmente aceptado que rige en la sociedad, fui, lo que se dice literalmente, robado. Uno de los camareros, disconforme al parecer con el sueldo, me sisó de la caja registradora. Esta persona llevaba una vida bastante desordenada, de manera que empezó a sacarme todas las noches de marcha. Yo veía que me colocaba aparte, como reservado, y no entendía la razón, hasta que él y varios de sus amigos me utilizaron de la forma más humillante que cabe: hicieron de mí un tubito con el que sorbían polvo blanco. Lo hicieron una y otra vez. Al parecer no les daba asco que pasara de una nariz a otra pero yo, francamente, en esas horas terribles alcancé el límite de mi repugnancia. La ingestión del susodicho polvo debía de marearles bastante, porque en una de las ocasiones no volví al bolsillo del camarero sino que me quedé con uno de sus amigos, un tipo indeseable y bestial. Yo no tengo memoria y

- 142 -


me gusta servir a los humanos. Pero, claro está, también tengo mis preferencias, y hay ambientes en los que, aunque no se me note, aborrezco estar. Una noche mi nuevo amo se detuvo en la calle y se puso a hablar con una chica extranjera. Juntos nos fuimos al hotel y juntos realizaron todo ese repertorio de extrañas cosas que tanto les gustan a los humanos. El hombre se marchó, y yo me quedé con la chica. Conocí su casa, una habitación innombrable, y al día siguiente me condujo a una de esas oficinas donde se lee Dinero en minutos. Por obra y gracia de la técnica físicamente me quedé aquí, pero mi valor fue transferido a miles de kilómetros, y ahora anda por otro país transformado en exótica moneda. He vivido y conocido mucho pero hay cuestiones como ésta que, sinceramente, se me escapan. Aunque no es algo que en el fondo me preocupe porque carezco de memoria, y sé que todo esto lo olvidaré pronto. Por eso mismo sé que no hace mucho que ocurrió lo que voy a contar: me hallaba tranquilamente en la billetera de un señor cuando, de repente, entraron unos desconocidos. Pensé que se trataría de extranjeros, pues en ocasiones he tenido que convivir con individuos de los más variados países. Eran de colores que jamás había visto, y su olor a nuevo y su arrogancia me parecieron malos presagios. Yo me apeé en una frutería y no los vi más por un tiempo. Más adelante descubrí con asombro que eran de curso legal, pues la gente los utilizaba en sus transacciones igual que acostumbraban a hacer conmigo. Y luego vino lo terrible al constatar que, cuando un compañero salía, quienes venían a reemplazarlo eran aquellos extraños visitantes, que se pavoneaban con su aire de funcio-

- 143 -


narios de alto rango. Es así como me he dado cuenta de que han venido para quedarse. Porque lo cierto es que por vez primera en mi vida me siento solo. Y lo que es peor: no puedo competir con su novedad y pulcritud, ni puedo hacer nada por disimular la vejez y las arrugas. Cuando me extraen del monedero veo a los dependientes que arrugan el ceño y se rascan la cabeza. Por eso sé que mis días están contados. Nosotros, los billetes de banco, siempre hemos sabido –o creído saber- que la muerte no existe, que el valor del individuo no se pierde jamás, sino que se funde con el Gran Todo y vuelve a la existencia renovado. Como no tengo memoria, no debería preocuparme por lo que me depare el destino. Sin embargo, hay algo que me desasosiega: Yo, que conforme se depreciaba la moneda he aumentado de valor, que me he vestido con el boato de músicos y pintores, de conquistadores y reyes… ¿soportaré el rostro sin cara de un billete de veinte euros?

- 144 -


EL GUARDIÁN

La Plaza Chica de Zafra se perfilaba íntima y acogedora con el crepúsculo. Paul había esperado el momento, suponiendo acertadamente que obtendría la mejor luz. Sacaba instantáneas desde distintos ángulos cuando se acercó la chica. No tendría más de quince años. Por el pelo rojo, la piel y las pecas la supuso oriunda de algún país del Norte. Sin embargo, al hablar lo hizo con el suave acento del Sur de Badajoz. - ¿Peregrino? Él asintió. - ¿Cuántos días desde Sevilla? - Siete. - No está mal. ¿Tienes ampollas? - No. Quiso seguir con su tarea, pero la chica no se movía. Dejó de hacer fotos y se volvió hacia ella, que le sostuvo la mirada con sus ojos de color indefinible. Sonrieron. - Si quieres, te enseño Zafra. A Paul le sorprendió la propuesta, sobre todo teniendo en cuenta la edad de la ofertante, pero aceptó. Recogió su cámara y su mochila y callejearon por el casco viejo. Parecía de natural callada, pero le contó algunas cosas. Se - 145 -


llamaba María, y tres años atrás ella y sus padres habían recorrido el Camino de Santiago desde Roncesvalles. Desde entonces procuraban atender a los peregrinos que pasaban por la ciudad rumbo al Norte. Le dijo que, aunque en Zafra había albergue, tenía permiso para invitarle a pasar la noche en casa. - Pero yo pensaba irme a un hotel –protestó Paul. Ella insistía, y finalmente aceptó. María le condujo frente a una casa antigua de dos plantas. La mujer que les abrió la puerta era de un extraordinario parecido físico con su hija. Le indicaron su dormitorio. Cuando salió, duchado y cambiado, ya estaba allí el padre. María hizo las presentaciones. Tanto él como su mujer le parecieron más jóvenes de lo que había esperado; por eso y por la relación que observó entre ellos más que una familia le parecieron tres amigos. Se respiraba calidez en aquella casa. Por eso no le importó que durante la cena le acosaran a preguntas. Paul hablaba castellano con fluidez, pero con una curiosa mezcla de acentos y expresiones, adquiridas en sus viajes por Latinoamérica. Cuando utilizaba alguna palabra inusual, sus anfitriones se miraban entre sí, y reían los cuatro. Hablaron del Camino. Pese a que nunca habían venido a pie desde Sevilla, se les veía muy informados sobre el estado de la ruta, seguramente por el contacto con otros peregrinos: coincidieron en que la salida de la capital andaluza, a través de los puentes de la circunvalación, era inhumana y peligrosa. Estuvieron de acuerdo en que era la avaricia de los terratenientes la que había fagocitado la red de caminos rurales, obligando a los peregrinos a patear asfalto o a pedir permiso para cruzar una finca.

- 146 -


Después le preguntaron por su vida. Les contó que era periodista de viajes, y que trabajaba para una revista holandesa llamada Wezen en Trip. Diez días atrás su jefa, Madeleine Slagter, le había mandado llamar a su despacho de la Lubeckstraat, en La Haya. Cincuenta años, traje sastre, mandíbula enérgica. Parapetada tras su escritorio, como un general, enviaba a sus corresponsales a los lugares más recónditos. Se la veía más ojerosa de lo habitual. Aún no había entrado por la puerta cuando le espetó: -¿Has oído hablar de la Ruta de la Plata? –él denegó, mientras tomaba asiento-. Es un antiguo camino de peregrinación en España que últimamente se está poniendo de moda. Nos escriben lectores preguntando si vamos a publicar algún reportaje –se levantó y fue hasta un mapa de Europa clavado en la pared. Posó su índice sobre Sevilla y lo fue moviendo hacia el Norte, hasta el mar, mientras con voz impersonal dejaba caer ristras de datos. De improviso se volvió, le miró fijamente mientras cambiaba abruptamente de tono. -Te voy a ser muy franca, Paul. Seguramente ya sepas que perdemos lectores cada mes. A carretadas. La gente ya no compra papel, y cada vez usa más Internet para obtener información –aquí hizo una pausa, que aprovechó para volver a sentarse en su sillón. La comisura del labio le temblaba imperceptiblemente. Pareció sobreponerse, y continuó: -Tal como veo las cosas, si no damos un buen empujón a la revista nos vemos todos en la calle. De manera que lo vamos a hacer. O mejor dicho, lo vas a hacer tú. Pero tiene que ser algo auténtico: nada de automóvil ni de trenes, ¿eh? Si te lo encargo a ti es porque sé que no vas a intentar engañarme, como ese inútil de Jan –abrió un cajón y le

- 147 -


tendió un sobre-. Aquí tienes, los billetes de avión y un cheque para los primeros gastos –el duro rictus pareció ablandarse maternalmente durante un instante-. Ah, y suerte. Cuando llegó a casa, Paul consultó los mapas. Aquel recorrido que el índice de su jefa había despachado en tres segundos eran en realidad mil kilómetros. ¡Y pretendía que los hiciese andando! Acababa de llegar de un viaje de dos meses por la Ruta de la Seda y ni siquiera había deshecho el equipaje; pero una orden es una orden, sobre todo si provenía de Madeleine. Tragó saliva: no sabía si estaba ya para aquellos trotes. “Venga, Paul, si sólo tienes treinta y cuatro años”. Dos días más tarde aterrizaba en Madrid y hacía trasbordo para Sevilla. De este modo inició su viaje. En la semana que llevaba andando ya había superado las ampollas y las agujetas. Le había cogido el truco a las flechas amarillas, y sólo se había perdido un par de veces. -¿Conociste a Laura? –preguntó el padre. Paul se sobresaltó. No había vuelto a acordarse de la presidenta de los Amigos del Camino. Si hubiera tenido que describir un prototipo de mujer andaluza, habría sido el modelo ideal: pelo negrísimo, anchas caderas y mirada abrasadora. Se citaron en un bar del centro, a la hora de las cañas y los pinchos. - Sobre todo no te quedes sin agua, que ésta es tierra de secano y escasean las fuentes. Y más vosotros, que no estáis acostumbrados al calor. -¿Vosotros sí? La morena se cimbreó, frutal. Sintió la caricia de sus ojos azabache.

- 148 -


-No te creas. Aquí, cuando pega, todo el mundo se queja. Le hubiera propuesto que se acostara con él, pero algo en su belleza le intimidaba. Se levantó, pagó la cuenta y zanjó el asunto con un apretón de manos. Sus anfitriones recogían y fregaban los platos. Se ofreció a ayudar, pero amablemente rehusaron. - Mañana te espera un largo camino. Mejor vete a dormir. Ya en la cama, fue consciente de que por primera vez desde que era periodista había ejercido de preguntado en vez de preguntador. Y se dio cuenta que de aquella familia no había averiguado el nombre, ni siquiera a qué se dedicaban. En este punto cesaron sus reflexiones, porque el sueño le borró los pensamientos. Cuando se levantó por la mañana, en casa sólo estaba la madre. Preguntó por María, y le respondió que en el instituto. Le rogó que se despidiera en su nombre, y después preguntó cómo podía corresponder a todas sus atenciones. La mujer le miró con los mismos ojos plácidos e indefinibles de su hija, y le respondió que rezara por ellos al apóstol cuando llegara a Santiago. Los días siguientes se le hicieron monótonos. Después de Sierra Morena, la Tierra de Barros tan llana, tan sin pueblos ni árboles, le desalentaba. Se encontró con varios peregrinos, en grupos o en pareja, pero viajaban todos en bicicleta. Tras una breve conversación, se despedían y el silencio se apoderaba del entorno. El acuerdo con la revista era que tenía que enviar fotos y una crónica de ochocientas palabras cada tres o cuatro días. Se había traído una cámara digital y un montón de tarjetas de memoria que pesan poco y ocupan menos, de

- 149 -


manera que cada vez que acudía a correos adjuntaba al texto manuscrito las imágenes del tramo. Una vez en Mérida decidió descansar un par de días para ver con tranquilidad los monumentos romanos. Y fue la primera noche, mientras dormía tranquilamente en el hotel con vistas al Guadiana, cuando le sobrevino un extraño sueño: Estoy en una habitación grande y de techo alto, probablemente un hangar. Está oscuro y no veo nada, y sin embargo percibo con claridad sus límites. Puedo desplazarme a voluntad pero no andando, sino más bien como si flotara. En mi mano porto algo. Es algo así como una pistola traslúcida, de apariencia por completo futurista. La llevo adherida a la palma, porque si abro los dedos no se cae. Aparecen unos objetos color amarillo fosforescente, del tamaño de ladrillos. Recuerdan terriblemente a los juegos de mi infancia, de modo que es toda una tentación ejercitar el tiro al blanco. Lo hago, y enseguida compruebo que mi puntería es muy buena. Cuando los he destruido todos, la visión se desvanece y sigo durmiendo. Al día siguiente, ocupado en ir del teatro al anfiteatro, de éste al circo y del circo al museo y a la alcazaba árabe, apenas si tuvo ocasión de recordar el episodio, pero por la noche la experiencia se repitió milimétricamente. Comprobó, para su extrañeza, que era consciente de su propio sueño, y que podía hacer cosas tales como entrar y salir de la sala a voluntad, incluso repetir la partida las veces que quisiera.

- 150 -


Tres días después dormía en Cáceres. Había caminado cuarenta kilómetros, y se encontraba rendido. Cuando reapareció en la oscura sala descubrió que de alguna forma podía prever y adelantarse a las maniobras y movimientos de los objetos, incluso a los más rápidos e inesperados. Era como si aquellas cosas pensasen, y él pudiera adivinar sus intenciones. El sueño, y sobre todo su repetición, empezaron a obsesionar a Paul. Las horas de caminata eran tórridos espacios en blanco dispuestos a colmarse con los más variados pensamientos, y tenía más tiempo del que quisiera para reflexionar. ¿Qué significaba aquello? ¿Por qué se repetía cada noche? Ahora vivía la caída de la tarde con aprensión, y le costaba conciliar el sueño. Pero bastaba con que durmiese un par de horas para que de nuevo fuese a parar al conocido escenario, que iba evolucionando en complejidad. Llegó un momento en que los blancos móviles parecieron cobrar vida por completo: se movían con gran rapidez, aumentaban caprichosamente de tamaño y en ocasiones se lanzaban contra él; casi sin darse cuenta, de tiro al blanco aquello había pasado a ser un ejercicio de autodefensa. En contrapartida, el Paul soñante había adquirido destreza de movimientos. Como su visión no era focal sino que abarcaba una circunferencia completa, era capaz de percibir cuándo uno de los espectrales objetos se le acercaba por detrás. Entonces se volvía y lo neutralizaba. Seguía enviando puntualmente las crónicas de la peregrinación. Pero, claro, omitía todo lo referente a las experiencias oníricas que lo sacudían. Empezó a vivirlas

- 151 -


con resignación; se consolaba pensando que eran producto del inhabitual esfuerzo, y que ya cesarían. Cinco días después de salir de Cáceres sucedió. Había estado toda la tarde admirando las ruinas de Cáparra, una ciudad romana desaparecida que los arqueólogos estaban sacando a la luz. Pasó la noche en un hotel cercano a la carretera nacional. Se durmió, y su llegada al lugar fue tan instantánea como encender un televisor. Sólo que esta vez ocurrió lo inesperado: los blancos fosforescentes, sin detener su errático pulular, empezaron a metamorfosearse. Distinguió claramente una cabeza y el esbozo de hombros y brazos. El Paul soñante sintió que se le erizaba la piel. Un súbito impulso de terror lo empujaba fuera de la sala, pero descubrió que esta vez las paredes se habían vuelto impenetrables, y que no podía salir. Entre el aleteo del pánico oyó una voz: - No temas. Estás a salvo –miró hacia uno y otro lado, pero sólo había oscuridad. Las palabras habían retumbado en su cabeza. De repente percibió que a su lado estaba María, la joven de Zafra. Era y no era ella: había algo diferente: su cara ya no lucía pecas, y los rasgos se le habían estilizado, incluso endurecido. Ya no parecía una adolescente, sino una mujer de treinta años. Los ojos en cambio seguían siendo los mismos. Se oyó a sí mismo exclamar: - ¡Pero tú no eras así! No habría podido asegurar si proyectaba su voz realmente o si era un simple pensamiento. En cualquier caso ella le contestó: - Recuerda que esto es un sueño; me muestro como tú quieres verme.

- 152 -


Supo que lo que ella decía era verdad, tan verdad que, de estar despierto, habría enrojecido hasta las orejas. Hizo acopio de valor y preguntó: - ¿Es esto real? - No como lo entiendes habitualmente. Pero sí, claro que es real. - ¿Por qué sueño lo mismo una y otra vez? - Es algo que tú aceptaste. - Yo no recuerdo haber aceptado nada. - Por supuesto que no –María sacudió la cabeza y le miró del mismo modo que en la Plaza Chica. Sin embargo, estuviste de acuerdo en entrenarte. - ¿Y esto? –dijo, refiriéndose a la pistola-. ¿No te parece que soy ya un poco mayor para jugar a La Guerra de las Galaxias? - Volvemos a lo de antes: es tu manera personal de representar las cosas. Ten por seguro que si fueras otro lo visualizarías de modo completamente distinto. Paul no se daba por vencido. - De modo que es un entrenamiento. ¿Y para qué, si puede saberse, me estoy preparando? - Sabrás disculpar que no te lo diga ahora, pero una parte de ti lo sabe. - ¡Vaya consuelo! –se lamentó-. Todo esto es demasiado complicado. Verás, yo me acuesto para dormir. Dormir, ¿comprendes? Y en lugar de eso me veo aquí cada noche haciendo horas extras, como si no tuviera bastante con las palizas que me pego por el día. María sonrió con la misma paciencia que se exhibe ante un niño. - Pide el libro de reclamaciones, si no estás conforme.

- 153 -


Hubo un silencio. Después Paul señaló las imprecisas figuras. - Y ahora, ¿qué es lo que se supone que debo hacer? Sintió que, antes de hablar, su interlocutora sopesaba las palabras: -Lo que has hecho hasta ahora: disparar. Silencio. - Dime una cosa: ¿están vivos? - Sí. - ¿Son inteligentes? - A su manera, sí. Paul hizo ademán de entregarle el arma. - Toma, no quiero seguir con esto. No me gusta nada. - Estás en tu derecho, pero escucha antes lo que tengo que decirte. Los virus y las bacterias también tienen inteligencia, ¿verdad? - Claro. En cierto modo. - Si fueras médico o científico, ¿tendrías escrúpulo en cultivar una cepa maligna para fabricar una vacuna? - Qué cosas preguntas. Evidentemente, no. - Pero piénsalo desde el punto de vista de los microbios. Es algo perverso: los utilizamos como carne de cañón al colocarlos frente a nuestro sistema inmunitario para que éste se haga resistente a la verdadera enfermedad. - ¿Y qué me quieres decir con eso? - Pues que, aunque no lo creas, esto es muy similar. Él denegó con la cabeza. - Sigue sin gustarme. ¿Puedo abandonar? - No seré yo quien te lo impida. Pero te advierto que va contra tu propia naturaleza. Tú mismo te presentaste voluntario. - Entonces, ¿por qué no lo recuerdo?

- 154 -


- Es parte de la prueba, como también lo es el que necesites mi ayuda. Puedes darme el arma y despertarte ahora mismo, si así lo deseas. Pero ten la seguridad de que mañana por la noche te verás aquí de nuevo. -Pues menuda libertad. Todo esto es ridículo. -No creas; sólo otra forma de ver las cosas. Paul suspiró y miró otra vez hacia la sala. Por mucho que lo intentaba, no conseguía evitar que los ectoplasmas le recordasen figuras humanas que flotaban ingrávidas, sin nada que se asemejase a piernas. Tampoco tenían rasgo alguno reconocible en el rostro. Notaba, tranquilizadora, la presencia de María a su lado. - Y si continúo, ¿qué ocurrirá? - Prestarás servicio a la humanidad. Mayor, mucho mayor de lo que imaginas. - Pero yo no soy violento. - Lo sé, lo sabemos. Y por eso eres doblemente honrado. Quedó unos instantes en suspenso. Luego preguntó: - ¿Puedo confiar en ti? María sonrió. - Claro que sí. Como en ti mismo. Pero no quiero que hagas nada sin estar antes convencido. Por favor, observa con atención, y espera a ver qué pasa. Paul obedeció y escogió al azar una de las figuras. Durante un lapso indefinible fue una contemplación estática. Entonces sintió un ligero contacto y después, bruscamente, que la energía salía de él a borbotones. Se debilitaba por momentos, y la visión circundante empezó a desaparecer. Supo que si no hacía algo iba a morir. Entonces levantó el arma y disparó. Una, dos, tres, veinte veces. A cada disparo, un chisporroteo y uno de los fantasmas se

- 155 -


desvanecía. Cuando terminó, la sala entera quedó a oscuras, y percibió un vacío mayor: María no estaba, y sin embargo descubrió que podía comunicarse con ella. “Al final disparé”. “Sí.” “¿Por qué lo hice?” “Dímelo tú.” “Mal que me pese, la elección era sencilla. O ellas o yo.” “Es una buena razón. Cruda, pero cierta: ellas o tú”. Esta experiencia socavó definitivamente sus esquemas. Imaginemos una balanza, a uno de cuyos extremos hay depositado un peso en apariencia inamovible. En el otro vamos colocando contrapesos, aunque convencidos en el fondo de que nada va a cambiar. De repente una piedrecita, cincuenta gramos apenas, provoca el cataclismo: la balanza oscila y el enorme peso sale despedido. Algo así le ocurrió a su vida. Hasta entonces la vigilia era lo real, lo tangible, y aquel persistente sueño sólo algo molesto. A partir de ahora, el día era un caminar sonámbulo, y la auténtica vida comenzaba al dormirse. Sus jornadas se redujeron a diez kilómetros diarios, y el tiempo sobrante lo pasaba en cualquier sitio: acostado a la sombra, en la orilla de un río, meditando. De la revista le dejaron recado en el contestador unas cuantas veces. La voz de Madeleine, a cada mensaje más crispada, parecía venir desde otro mundo. - Que nos parece que estás caminando muy despacio. Que tus textos, según llegan, los subimos a nuestra página en Internet, y al paso que vas tendremos que decir a los lectores que has ligado. Y por favor, ten el teléfono

- 156 -


encendido, que el otro día te llamaron para una entrevista y no contestabas. Hasta que un día, cuando cruzaba un pueblo de Salamanca, arrojó el móvil a un contenedor de basuras. Mientras, aprendía a escuchar su segunda naturaleza y a luchar con las formas que se iban volviendo implacablemente feroces, mortales y escurridizas. Cuando una se le acercó tanto que estuvieron a punto de chocar, le pareció que nunca había experimentado un dolor similar. Pero por regla general sus habilidades iban siempre por delante. María le asesoraba. - ¿Por qué cuando me asusto no consigo salir? - El miedo es el candado que cierra la puerta. Puedes interrumpir la sesión a voluntad, a condición de tener el espíritu tranquilo. Así funcionan en este mundo las cosas. Bueno, y también en el otro. - Suena a trampa. - O a liberación. Míralo como quieras. Hay además otra cosa que debes saber, porque te hará falta. - ¿Cuál es? - Que el mayor demonio se viste con la cara de la inocencia. - ¿Es un chiste? - No. - Entonces, ¿qué significa? - Todos tenemos un punto débil. El tuyo, si es que aún no lo conoces, lo sabrás cuando se presente. Por las mañanas le costaba asumir su antigua identidad. En medio de la confusión, se preguntaba si aquellas habilidades oníricas le servirían para algo en el mundo real, pero no vio la manera de aplicarlas. Para empezar,

- 157 -


existía la limitación de la gravedad, mientras que en el sueño se movía con la misma libertad que los peces en la pecera, aunque en el fondo quizá no fuera tanta. Cuando le contó esta reflexión a María, ella lo contempló muy seriamente. - Veo que tu intuición funciona a las mil maravillas, porque el lugar donde nos hallamos ahora, que no es otro que tu propia mente, hace las veces de pecera. Como has podido comprobar, se trata de un sitio relativamente seguro, pero ten cuidado: los pececillos se ríen del tiburón que está al otro lado porque en el fondo no creen que el cristal se pueda romper. Si al final esto sucede, antes de que sepan lo que pasa el tiburón los devora. Había un intenso matiz de alarma en las palabras de ella. - ¿Cuándo ocurrirá eso? - Pronto. - ¿Estarás a mi lado? - Sí, pero la prueba la tendrás que superar tú solo. - ¿Y si no la paso? Entonces tuvo una percepción insólita de María, y fue que se confundió con ella. Al no existir referentes físicos, no estaba seguro de si la notaba en su interior o si por el contrario era él quien se hallaba dentro. Entonces experimentó -y sin duda esto sí que provenía de ella- una ternura más allá de todo límite. - Paul, en este tiempo has demostrado que tienes fortaleza y valor suficientes. Pero tienes que creer en ti mismo. De lo contrario… - Puedo morir. - Sí. - ¿En el sueño?

- 158 -


- También en lo que tú llamas realidad. Y efectivamente un día, sin mediar aviso, sucedió. Había llegado a Astorga enfermo de diarrea, y solicitó quedarse unos días en el albergue. Se sentía débil y deshidratado, pero eso no le impidió acudir por la noche a su cita. Encontró la sala más oscura que de ordinario. Su instinto chilló. ¿Dónde estaban las figuras? Al cabo de un momento que se le hizo eterno, algo se movió, y distinguió al fondo una forma imprecisa. Enfocó algo enorme, de color plomo, recubierto por lo que recordaba vagamente a la coraza de un rinoceronte. Un poco más y se revelaron los detalles: la armadura de un samurai y el casco de un soldado alemán de la Segunda Guerra Mundial. Todo el atuendo gris, como gris era la cara, y no parecía superpuesto sino que formaba uno con su portador, como les sucede a las estatuas. Identificó tres figuras más, que también avanzaban pesadamente. El pavor le golpeó. Intentó huir, pero chocó con las paredes de la sala. Quiso sobreponerse pero no pudo: para cuando quiso darse cuenta los cuatro gigantes formaban una media luna. Entonces se acordó de la pistola. Se había compenetrado de tal modo con ella que actuaba como una prolongación de sí mismo. Pero ahora sencillamente no funcionaba: no sabía si es que no brotaba el disparo o era que lo absorbían aquellos energúmenos. Se supo perdido. Entonces oyó la voz de María: - Tira la pistola, Paul, ahora no te sirve. ¡Usa la mente! Le anegaron la confusión y el rechazo. ¿Sería un engaño? ¿Cómo iba a desprenderse de su única defensa? - ¡Tírala, Paul, o estás muerto!

- 159 -


A cada momento los enemigos parecían mayores, y él más insignificante. El miedo le cegaba y le impedía pensar. Pronto lo aplastarían. Como a través de una niebla, seguía oyendo la voz. - ¡¡TÍRALA!! El último destello de conciencia le sirvió para ejecutar la orden. Cuando el arma tocó el suelo, una corriente de energía electrizó todo su ser. Instantáneamente recobró la lucidez, y además sucedió algo curioso: en su mente apareció algo que antes no existía: una especie de gatillo o interruptor que podía accionar con la voluntad. Lo hizo, y una espesa vibración sacudió el aire. Los cuatro samurais detuvieron su avance, como sorprendidos. Apretó de nuevo, aumentó la intensidad y las figuras empezaron a agrietarse, hasta que un fuerte viento hizo saltar los pedazos. Los tallos de la hierba seca le punzaban en el costado. Abrió los ojos y miró alrededor. Le protegía la sombra de una encina, la única en todo lo que alcanzaba la vista. Se incorporó pesadamente y sacudió el pasto adherido a su ropa. Escrutó la seca y desierta campiña: hacia el Oeste, un pueblo asomaba en el horizonte. El árbol ofrecía un buen refugio y hubiese querido esperar a que bajase un poco más el sol, pero su cantimplora estaba vacía, así que no le quedó más remedio que echar a andar. Calculó que tardaría en llegar al menos una hora. Recorrió las polvorientas calles sin un alma, en busca de una fuente o alguien que le diese de beber. El sudor lo atenazaba. A lo lejos divisó dos mujeres. Apretó el paso para alcanzarlas, pero cuando llegó a la esquina por la que habían torcido, lo único que encontró fue otra calle

- 160 -


desierta. Entonces vio la señal que indicaba el albergue de peregrinos, y la siguió. Era éste una casa de una sola planta, con las paredes de adobe, muy rústica. Cuando faltaban veinte metros para el umbral y como si le estuviesen esperando, la puerta se abrió. - Hola, hijo mío, debes venir muy cansado. ¿Quieres un poco de agua fresca? El sacerdote era de estatura más bien pequeña, delgado. Casi calvo. Vestía sotana y sonreía. Paul retrocedió un paso. - Toma, bebe: ya verás qué rica– le alargaba un vaso de cristal transparente al que los últimos rayos de sol arrancaban destellos. Su garganta clamaba, pero en vez de aceptar giró sobre sus talones y volvió sobre sus pasos. El cura no le llamó más, y él no volvió la cabeza ni una sola vez. A la salida del pueblo encontró un hotel. Un tanto grande y ostentoso para el lugar, aunque sin duda lo justificaba el auge que en los últimos tiempos había cobrado el turismo rural. Entró con desconfianza, pero se relajó al comprobar que tenían aire acondicionado. Le atendió un conserje pulcro y amable. Paul sintió vergüenza de sus ropas manchadas y resudadas. La habitación le pareció confortable, y con toda la apariencia de ser real. Tras darse una ducha, recordó que hacía varios días que no escribía la crónica para la revista, así que se sentó en un escritorio que había junto a la ventana y se puso manos a la obra. No encontraba su libreta de notas –de hecho, ignoraba dónde había dejado la mochila-, así que utilizó los folios con el logotipo del hotel que había en un cajón.

- 161 -


Escribía deprisa, con una letra menuda en la que sólo se distinguían las vocales -las consonantes eran meras rayas-. Esta manera cuasi taquigráfica de escribir, que tantas imprecaciones arrancaba a los redactores de Wezen en Trip, se había forjado en trenes y aviones, escribiendo sobre las rodillas o en la semioscuridad de los campamentos. Sus colegas le preguntaban cómo a estas alturas no usaba grabadora, a lo que Paul invariablemente respondía que era mucho más fácil echar a perder una cinta o un archivo digital que una libreta. Conforme llenaba los folios los colocaba a su izquierda. Estaba pensando en que tendría que preguntar abajo que dónde estaba la oficina de correos en aquel condenado pueblo cuando se dio cuenta de que las hojas escritas volaban una tras otra, impelidas por una súbita corriente de aire. Miró hacia la ventana con ánimo de cerrarla… Y comprobó que estaba cerrada. Pálido, se levantó de un salto y quedó en medio de la habitación, acechando el siguiente movimiento. Entonces llamaron a la puerta. Aturdido, fue a abrir. Esperaba cualquier cosa menos lo que se encontró: pelo negro y pelo rubio. Ojos oscuros y ojos claros: ¡Era Sara, su mujer, y su hijita Melanie! Lloró mientras abrazaba a ambas y las cubría de besos. Apenas podía hablar. ¿Cómo estaban? Y, sobre todo, ¿cómo le habían encontrado? Sara le explicó que había hablado con los de la revista, que estaban muy descontentos con él, y que eso había hecho que se preocupara; que no se lo pensó dos veces antes de coger un avión y venirse para España. Les besaba la cara y los ojos, y entre lágrimas les pedía perdón por tenerlas tan olvidadas. En sus oídos zumbó la voz de María. Un sudor helado le corrió por la espal-

- 162 -


da. Soltó a ambas y se separó un trecho. Sara le miraba desafiante. - Yo no tengo mujer, ni tampoco hija. - Imbécil. No será porque no hayas querido. Pero con tus continuos viajes malograste todas las oportunidades, y te sientes culpable por ello. Paul callaba. La niña, acusando el silencio, empezó a lloriquear. - Ahora puedes enmendarlo –prosiguió Sara, imperturbable-. Aquí tienes a tu hija. Asúmelo. Reconoce lo que siempre has deseado, y no lo eches a perder una vez más. El llanto de Melanie subía y subía de tono hasta hacerse insoportable. Deseó detener el tren loco de sus pensamientos. Luego se sobrepuso y armó su mente como había hecho frente a los guerreros. - No lo hagas –conminó fríamente Sara-. Te arrepentirás. Millones de dardos lancinaban su corazón, y aun así apretó. En alguna parte hubo un formidable estallido, y las paredes de la habitación ondularon como vistas desde el fondo de un estanque. Se hizo la nada. Esta vez le despertó la brisa. Por un instante creyó que se hallaba de nuevo a la sombra de la encina, pero al girarse comprobó que su cabeza descansaba en el regazo de alguien. Abrió los ojos con aprensión. Era María. O, mejor dicho, una nueva versión, por el leve aura que teñía su piel y sus cabellos. Le vinieron a la mente los sucesos anteriores y eso removió el manantial de la tristeza. - ¿Estoy vivo? –dijo con un hilo de voz. - Eso parece. - Por poco no lo cuento. Se rompió la pecera, ¿verdad?

- 163 -


Ella le acarició el pelo. - Reconozco que llegué a temer por ti. Pero has pasado y has vencido donde otros se echaron atrás. Descansa ahora. Paul cerró los ojos y se hizo el silencio. La noción del tiempo era extraña y distinta. A lo lejos se oía un rumor de oleaje. Después preguntó: - Esos seres, ¿quiénes son? - Parásitos, formas oscuras; ladrones de energía que viven a costa de otras especies. De la humana, si se les deja. Mira a tu alrededor y comprenderás mejor. Lo que se manifestó ante sus ojos le hizo pensar que nacía de nuevo. Frente a él y en todo lo que abarcaba la vista se extendía el mar, que se veía lejano y entre la bruma. La transición con la tierra distaba mucho de ser suave: enormes acantilados delineaban una delirante caída hasta el agua. La tierra que había sobre ellos se hallaba desprovista de árboles y cubierta de una espesa capa de hierba, a la manera de los highlands escoceses. Al girar creció el asombro, porque a sus espaldas había una montaña, desde cuya cima se despeñaba una miríada de cataratas que dispersaban el agua en oscilante neblina. Extasiado, tardó en percibir una presencia más cercana. A tiro de piedra pastaba tranquilamente una manada de unicornios. - Son… - Oh sí –sonrió María-. Como ves, hay bastantes. Alguien que estuvo aquí antes que tú los vio, y desde entonces en tu mundo andáis obsesionados con ellos. ¿No es cierto? Esta vez le costó hacer la pregunta: - ¿Dónde estamos?

- 164 -


- Éste es mi mundo o mi país, llámalo como quieras. - Pero si estás aquí, ¿qué hay de la chica de Zafra? - Ella sigue allí. O mejor dicho, soy yo quien sigue allí. Como de costumbre, y traducida al lenguaje humano, la explicación es más complicada que el hecho, pero date cuenta de que tú también estás viviendo simultáneamente en la otra realidad, aunque a partir de este momento puedas dejar de hacerlo si así lo escoges. Porque ahora, si es que no lo sabes todavía, ya eres un guardián. Acusó las palabras casi físicamente, aunque esta vez no sintió la tentación de que ella le aclarase el concepto. La interrogó, sin embargo, con la mirada. - Esto también es sencillo y complicado. Mira hacia la izquierda. ¿Te has fijado en aquella estructura adosada al precipicio? Contiene dentro de sí una rampa en forma de espiral que desciende hasta el puerto. Es el único de que disponemos: nuestro país es en realidad una isla elevada casi dos mil metros sobre el mar y rodeada de acantilados por todas partes –de nosotros casi se puede decir que aprendimos antes a volar que a navegar. Hubo que ingeniárselas para llegar al agua, y no hace tantos siglos que mis antepasados construyeron la rampa. Mi raza posee grandes habilidades psíquicas, y no tardó en darse cuenta de que los catorce giros completos de la Espiral albergan profundos significados místicos que actúan como acumuladores de energía. Energía espiritual, se entiende, imprescindible para el progreso de la especie. Por eso, aunque hoy ya existen medios técnicos para ello, no hemos construido ningún otro acceso al puerto, para que todo aquel que entre o salga del país tenga que recorrer la Espiral. - No entiendo por qué me cuentas eso.

- 165 -


Ella no dio muestras de impaciencia. - Los caminos de peregrinación cumplen en tu mundo la misma función. ¿comprendes? No es casual que los seres humanos sientan el impulso de peregrinar: al hacerlo, acumulan la energía indispensable para que vuestra especie evolucione. Quienes los recorren perciben esa poderosa energía bajo forma de sueños, visiones… Por no hablar de los desfases espacio-temporales y las puertas a otros planos. Nuestra isla es pequeña y nosotros unos miles; vosotros en cambio sois millones. Imagínate una bobina de cobre: mientras que aquí la tenemos enrollada, en tu tierra se halla extendida y es, por añadidura, mucho más larga. Paul digería. María continuó: - Como a todo cultivo valioso, a éste también le salieron plagas. No sabemos quiénes son ni de dónde vienen, pero hay algo que tenemos claro: quieren nuestra energía, y están dispuestos a todo, a arruinarnos si hace falta. Para mantenerlos a raya se crearon los Guardianes. Aquí no somos muchos, pero en el trayecto que denomináis Camino Francés hay cientos, algunos muy poderosos, destinados a meter en cintura a quienes tú ya sabes, y a mantener intacta y pura la corriente. Cuantas más personas transitan por él más guardianes hay, porque la energía acumulada luce como un faro en la negrura del universo, y no veas cómo atrae a los desaprensivos. - Entonces… - Tu viaje por la Vía de la Plata era parte del plan. Como nadie andaba por él, ese camino estaba muerto, no había energía que guardar. Sin embargo, al ser recorrido de nuevo se vuelve otra vez vulnerable a los ataques, y necesitaba por lo menos un guardián. Hace tiempo se te

- 166 -


consultó si estabas dispuesto a serlo, y a atravesar todo el proceso de aprendizaje incluida la prueba más difícil de todas: comenzar desde cero. - Y yo acepté. - Tu decisión fue muy alabada. Y a mí me cupo el honor de ser tu cuidadora –María le miraba con ternura. Paul estaba encantado: si hubiera encontrado una mujer así en la tierra habría dejado los viajes, al menos un poco. Ella pareció leerle el pensamiento, porque dijo: - Ahora tienes que marcharte, ya sabes cuál es tu puesto. Y no tengas miedo de que se te acumule el trabajo: en ese caso verás cómo enseguida te envían a alguien. - ¿Te volveré a ver? –preguntó Paul con un punto de melancolía. Ella rió con risa cantarina. - Querido, ése es aún un concepto muy humano. Como empezarás a comprender pronto, aquí no existe la separación como la entienden en la tierra. De todas formas, toma. Fue como si María hubiera encendido un fósforo. La luz fue creciendo, e imperceptiblemente trasvasó al corazón de él. - Gracias. Hasta luego, entonces. - Hasta luego.

Transcurridos quince días sin tener noticias de Paul y ante la imposibilidad de localizarlo, la directora de Wezen en Trip se puso en contacto con los familiares más cercanos, quienes a su vez denunciaron su desaparición a la policía. Pese a la excelente coordinación conseguida con las autoridades españolas, de la investigación no se derivaron resultados concretos: el último lugar en que había

- 167 -


sido visto con seguridad era Zamora, y a partir de ahí se perdía el rastro. Las órdenes de búsqueda cursadas respectivamente por las policías francesa y portuguesa fueron asimismo en vano. Durante las semanas y meses que siguieron, sin embargo, se recogió el testimonio de varios peregrinos que habían caminado con un holandés muy simpático que decía ser periodista de viajes, y que en un momento dado y con cualquier pretexto se adelantaba o quedaba atrás. Pero en general nadie dio crédito a esas historias, que se atribuyeron al afán de notoriedad o lo que es peor aun, a la humana necesidad de crear mitos y ver fantasmas donde no los hay.

- 168 -


APUNTES PARA SOMBRA CHINESCA En un taller literario, uno de los alumnos lleva un poema bastante bueno. El profesor, agrio, lo critica duramente y le dice que le parece tópico, relamido y cursi. A la semana siguiente, el alumno lleva un cuento aun mejor, y el profesor lo encuentra forzado, previsible y soso. Un mes después, el mismo discípulo acude con una novela. Todos coinciden en que es árida, insulsa y sentimentaloide. Tras un tenso diálogo la cosa degenera, y el autor y su maestro llegan a las manos. Al caer, este último se golpea con una mesa y muere. Todos los presentes le echan la culpa al discípulo y afirman, sin ningún género de dudas, que la novela es obra del profesor.

- 169 -



EL MÓVIL Las cosas parecen más quietas cuando es uno el que espera. Un piso semivacío. El runrún de fondo de la ciudad despertándose, una mesa, y sobre ella el teléfono. Pequeño, plateado, una maravilla tecnológica: tan ligero que casi podía sostenerse con un dedo. Al jugar con él, esperaba provocar la melodía anunciadora de una llamada, aunque de sobra sabía que no habría ninguna. La última, la convenida, le había arrancado del sueño un par de horas antes. Apenas cuatro palabras, y él esforzándose por hacer creer a su interlocutor que se hallaba ya despierto. Una silla. La mesa, la cama y un aparato de radio, olvidado quizá por el anterior inquilino, eran los únicos enseres del piso que se había convertido en su casa desde hacía una semana. A falta de nada mejor que hacer, lo encendió y sintonizó una emisora musical. Le distraía y ayudaba a mantenerse despierto. Se incorporó, paseó por la sala y se sentó otra vez con la vista puesta en el móvil. El primero y único que había poseído en su vida. Lo adquirió seis meses atrás: recordaba cómo se había encaprichado cuando lo vio en el escaparate. En realidad, maldita la falta que le hacía, pero viendo a toda la gente por la

- 171 -


calle con uno prendido de la oreja, se le figuraba que era la llave mágica que le abriría las puertas de esta sociedad extraña y opulenta. El dueño de la tienda, un compatriota, pareció leerle el pensamiento y salió a la puerta. Le animó a adquirirlo: costaba muy barato porque en realidad él no vendía teléfonos nuevos, sino que se dedicaba a reparar los averiados, y había clientes que al más mínimo problema preferían agenciarse otro. Se lo podía dejar en una cuarta parte de su precio original. Tuvo la sensación de que le había caído bien al vendedor, porque le empezó a preguntar de dónde era, el tiempo que llevaba en la ciudad, y si había encontrado ya trabajo. Le contó la verdad: que no tenía papeles ni perspectivas de conseguirlos, y que aquellos euros eran los últimos que le quedaban de los días que anduvo descargando camiones en Mercamadrid. Su interlocutor se despidió diciéndole que tal vez tuviera algo para él, y que en ese caso le llamaría en unos días. El súbito estruendo de un camión le devolvió a la realidad. Miró con sobresalto la hora: por suerte sólo habían pasado diez minutos. Se levantó y dio otro nervioso paseo por la habitación. Cuando le avisaron y volvió al establecimiento, además del vendedor había otros dos hombres. Fueron presentados y después pasaron a la trastienda, donde le invitaron a comer. Le hicieron las mismas preguntas que la vez anterior y muchas más. A partir de aquel día quedó tácitamente contratado como recadero. Traía y llevaba pequeño paquetes, y en ocasiones sobres en los que sospechaba podía haber dinero. Supuso que lo estaban poniendo a prueba, ya que

- 172 -


con lo que le pagaban tenía lo justo para subsistir. El trabajo le dejaba libre la mayor parte de tiempo aunque, eso sí, debía hallarse disponible a cualquier hora. En ocasiones, mientras recogía alguna entrega, entrevió en la parte de atrás a personas que no conocía. Nunca le dijeron que pasara y él, por supuesto, se cuidó mucho de hacer preguntas. Consultó de nuevo el reloj: aún faltaban quince minutos. La radio transmitía una musiquilla alegre. Para empezar, decía el locutor, la jornada con energía. Apenas una semana antes le llamaron de la trastienda. Había allí ocho hombres, a algunos ya los conocía de vista. Le dedicaron miradas escrutadoras y después parecieron consultarse entre ellos. Su patrón le explicó que aquellos señores buscaban a alguien de confianza para un encargo delicado, y que les había hablado de su lealtad y diligencia. Uno de los desconocidos le dijo que si hacía lo que le pedían recibiría una buena suma de dinero. Cuando mencionaron la cifra quedó obnubilado: era más, mucho más de lo que había soñado ganar nunca. Temió que la orden fuera asesinar a alguien, pero no: al parecer se trataba simplemente de efectuar unas llamadas. Esta vez sí que era la hora. Cogió su teléfono y pulsó sobre la libreta de direcciones. Allí había anotados cinco números de móvil. No estaban identificados mediante nombres de personas sino con escuetos dígitos. Del 1 al 5. Contempló la lista un instante y luego, en rápida sucesión, fue marcándolos uno tras otro. Para más seguridad repitió la operación desde el principio, y luego desconectó. Estaba hecho. Había cumplido su parte. Ahora sólo tenía que esperar a que abriesen la tienda para ir a cobrar.

- 173 -


Con todo aquel dinero podía volver a su tierra como siempre soñó: hecho un potentado. Podría vivir sin trabajar durante años; incluso, si quería, abrir un negocio. Podría… La voz del locutor quebró la sintonía musical y sus reflexiones. Dijo que en la estación de Atocha, hacía escasos minutos, se habían registrado varias explosiones por causa aún sin determinar. Estuvo escuchando un rato, sin comprender, antes de que una certeza golpeara su conciencia. Entonces se quedó inmóvil, como suspendido, contemplando a ese otro que no era él que descifraba atónito la noticias, que se sujetaba el vientre para dominar las arcadas. El mismo que sonámbulamente recogía sus pertenencias en una diminuta bolsa de viaje y tambaleante salía del piso mientras la voz del locutor escupía a las cuatro paredes que se habían oído más explosiones, que las víctimas se contaban ya por docenas, y que los peores augurios apuntaban a un atentado terrorista.

- 174 -


RAÍZ A mi abuelo

Al caer al agua, lo último que vio fueron los altos chopos de la orilla. No recordaba cuándo se dio cuenta por primera vez de su existencia, pero estaba seguro de que hubo un tiempo, cuando venía con Catalina a la ciudad, en que no existían, y La Isla no era otra cosa que un vertedero y un erial mal disimulados. Solía bajar del pueblo una vez por mes, coincidiendo con el martes de mercado. Del brazo de su mujer se paseaba por entre los puestos de la Plaza y los grupos de hombres que cerraban tratos. Hacían las compras y saludaban a los conocidos, orgullosos unos y otros de encontrarse en la capital (que no lo fuera a efectos administrativos, debido a las intrigas que le robaron el título, era por completo anecdótico para los habitantes del valle). A mediodía comían en un figón o, sentados en un parque, las provisiones que traían de casa. A media tarde volvían al pueblo, bien en el coche de línea, bien en el taxi compartido de Eustaquio. En aquella época él era un hombretón: alto y apuesto, había tenido encandiladas a todas las mozas del pueblo.

- 175 -


Enredó con unas y otras, hasta que le pidió relaciones a la Catalina porque a más de guapa le pareció hacendosa y callada. Se casaron para tener muchos hijos, pero sólo vino Lucía. Pizpireta y juguetona, mal que bien mitigó la congoja de los hijos varones. El valle, del que el pueblo cuelga a media ladera, era el calendario que iba marcando las estaciones: Ya es invierno, cuando la nieve asomaba por las cresterías del Calvitero. Ya es primavera, cuando echaban a brotar los cerezos. Ya es verano, cuando más dura se volvía la faena, recolección y siega. Amanecía tan pronto que dormían en la era. Recordaba la noche que, estando solo, le picó un alacrán. Regresó como pudo al pueblo, tropezando por trochas y veredas. El médico, mientras le practicaba una incisión, le dijo que era un milagro que con aquel veneno en la sangre hubiera sido capaz de llegar solo. Padre, me caso –oyó decir un día a su hija-. Quiso saber con quién. Un oficinista de la capital. Honrado y trabajador. Bueno estaba; hubiera preferido algún mozo que entendiera de campo, pues de ese modo Lucía no se habría ido, como el agua de las torrenteras, a vivir al fondo del valle. -Más que las arrugas –le susurró el día de la boda a Catalina-, esto es lo que le hace a uno viejo. No lo era, sin embargo. Las cerezas, que nunca habían dado demasiado dinero, se vendían ahora en lejanas tierras. Por primera vez dejaron de pasar estrecheces, pero los árboles llevaban mucho trabajo. De su padre heredó unos cuantos bancales que plantó el abuelo. Éste, en su día, había sido la rechifla de familiares y vecinos.

- 176 -


- Tú estás zumbao. Por las cerezas no dan ni dos reales. Planta olivos o almendros, hombre, que así sacarás algo. El abuelo no había hecho caso, y cuando llegaba la primavera, durante dos semanas relumbraba el manchón blanco entre el verde de la ladera. Corrieron más años. La salud de Catalina nunca fue buena, y un invierno le abandonó también. -Padre, no se puede quedar solo. Lo mejor es que se vaya a vivir con Gumersinda. Allí estará bien atendido. Gumersinda, su hermana, había enviudado muy joven. Era servicial y cariñosa, pero él procuraba pasar todo el tiempo posible en la huerta, y los días que hacía malo en el bar, echando la partida. Cuando se sentía mustio, tomaba a escondidas la llave de su antigua casa y se iba allí a llorar y a acordarse de Catalina. Poco a poco, como amigos que se marchan de una fiesta, los de su quinta fueron desapareciendo. En una ocasión, estando en el Hogar del Pensionista, se dio súbita cuenta de que todos sus compañeros de mesa eran más jóvenes que él. Los había visto nacer y ahora, como quien contrae una extraña lepra, se habían convertido a su vez en viejos. Un día, al llegar a casa con el zacho al hombro, le esperaban a la puerta unas vecinas. Por sus caras compungidas adivinó: que a la Gumersinda le había dado un patatús. Que se la habían llevado a la Residencia. -Mientras yo viva, usted no va a entrar en un asilo. Y así, antes de darse cuenta, se vio haciendo las maletas. Arrendó los cerezos por lo que quisieron darle y se marchó a la capital, a casa de Lucía.

- 177 -


Aunque el piso no era muy amplio, todos se apretaron un poco y hasta pudo disfrutar de habitación propia. Pero en medio de aquella asepsia echaba de menos el olor a estiércol, el tacto húmedo de la tierra y el relajante sonido de las gallinas. Porque silencio, lo que se dice silencio, tampoco había. Ruido sí, y mucho: el del bar de abajo, el del vecino de al lado, el de los coches atronando la calle. Además, se aburría: si sus nietos hubieran sido más pequeños, los habría sacado de paseo. Pero a éstos, dos varones inmersos en esa extraña edad del pavo que hoy día se prolonga más allá de la veintena, sólo les interesaba cierta música horrorosa, la ropa de marca y los automóviles. No le parecían malos chavales, pero sí muy consentidos. A su edad él llevaba diez años cuidando cabras por los fríos y los calores de la sierra. Las cabras. Recordaba el olor del rebaño mientras lo guiaba por las umbrías de la garganta Bonal, roble entre los robles. Este recorrido siguió haciéndolo muchos años después de dejar el oficio. Subía a la cascada del Caozo y en ocasiones mucho más arriba, hasta la Peña Negra, a despecho del fantasma del cabrero que desapareció sin dejar rastro y cuyas voces y silbidos, al decir de algunos, seguían oyéndose de cuando en cuando. Personalmente esos rumores le traían al fresco: era de la opinión de que, si por aquella tierra rondaba un espíritu, a la fuerza sería benigno porque enfrente venían los montes de la Trasierra como un ejército, y a sus espaldas dejaba llanura hasta perderse de vista. La felicidad debía de ser algo muy parecido a aquello. En algunas ocasiones le sorprendió la tormenta lejos del pueblo y tuvo que pasar la noche en un refugio de pastores. Al bajar se encontraba a Catalina sumida en un mar de zozobra.

- 178 -


Estás loco, le decía ella mientras intentaba zafarse de su abrazo. ¿Se puede saber qué se te ha perdío por esos andurriales? Calla, mujer -le respondía-. Cosas peores hay, ¿no? A la capital le había gustado venir de visita, pero vivir en ella era otra cosa. Se le iban las horas en mirar sus manos. Percibía su grito triste y desgarrado, el hambre de tacto y de trabajo. En el pueblo siempre había algo que hacer: una herramienta estropeada, el abono, la siembra, la poda… Aquí, en cambio, todo estaba tan en su sitio, y era tan ajeno… Lucía intuía lo que pasaba por él, y procuraba hacerle compañía. Eran los mejores momentos. En ocasiones, viéndola trajinar en la cocina, el cabello negro recogido, le parecía la viva estampa de Catalina. - Padre, no se puede estar todo el día metido en casa. Ya empieza a hacer bueno. ¿Por qué no va a dar una vuelta por La Isla? Al principio aceptó a regañadientes. Luego le gustó: no recordaba cuántos años hacía que no pasaba por allí, pero le agradó lo mucho que la habían adecentado. No era el campo pero casi podía olvidarse del cemento, de los coches, del ruido. Y lo mejor de todo fue cuando descubrió un lugar desde el que, como una inmensa avenida, se divisaba toda la longitud del valle. Su pueblo, asentado en la vertiente derecha, era invisible debido al culebrear de las laderas, pero a él le bastaba con saberlo próximo. Los cerezos. Meses atrás su hija quiso convencerle para que los vendiera. Él se negó. -Deja que sean míos mientras viva –le replicó-. Luego haz lo que quieras. Además, con lo que saco del arriendo

- 179 -


vivo yo: que no te digan después que has tenido que mantener a tu padre. Ahora que el árbol de flores blancas era la opción más rentable, se había extendido por doquier: había oído que en la solana los estaban plantando donde jamás se dieron, por encima de los mil metros. Previamente y de modo clandestino quemaban los robles o los mataban con herbicida, y a él eso siempre le había parecido una mala cosa: los robles no daban tanto dinero, pero tenían derecho a que los dejaran en paz. De los caminos que había en La Isla, su preferido era el que bordeaba la ribera. Ensimismado contemplaba las aguas, en cuya corriente sabía mezcladas las que regaban sus huertas, y que maridadas con la tierra había transformado él en plantas, en árboles y frutos. A medida que se alargaban las tardes, el paseo se hizo más concurrido. Sentado en un banco, contemplaba a los otros ancianos con sus nietos, viejos troncos y jóvenes retoños: la vida, curvada por sus extremos, que se abrazaba a sí misma. Por un azar climatológico la primavera dio marcha atrás, y durante una semana llovió sin parar. Como apenas salía, sus pensamientos se hicieron sombríos, tanto como el piso, donde era necesario tener encendida la luz eléctrica todo el día. Hasta que una tarde no soportó más. Las horas se escurrían, obscenas y anodinas, por entre los aleros de los edificios. No había nadie más en casa, y por la tele sólo daban insulseces. Decidió salir. A la entrada, detrás de la puerta, había un bastón y un paraguas. Dudó un instante y, tras ponerse el abrigo y el sombrero, tomó el primero.

- 180 -


-¿Un bastón? ¿Me quieres decir para qué demonios me hace falta a mí un bastón? -Padre, que no soy yo, es el médico quien lo dice. A su edad lo necesita. En cualquier momento, un mal paso… Lo tomó con una mano y lo sopesó reflexivamente. Luego dijo: -¿Te acuerdas, Lucía, cuando te cogía en brazos y te daba vueltas? Fíjate en mí ahora. La vida debería vivirse al revés. Le pareció que los ojos de su hija se humedecían. -No diga eso, padre. No está en nuestra mano. Venga, cójalo, que no lo pienso devolver. Para contentarla se lo llevaba cuando iba de paseo, pero entonces tuvo la sensación de que la gente lo trataba como si fuera un desahuciado: le cedían el paso, o preguntaban si necesitaba ayuda para subir las escaleras. Por suerte, aquel día y con aquel tiempo La Isla estaría desierta. Había parado de llover, pero el vendaval arrancaba sordos quejidos a las copas de los árboles. En el paseo efectivamente no encontró a nadie, ni siquiera a los habituales corredores. Parecía que hubiera vuelto el invierno, y eso que faltaba sólo un mes para la floración del cerezo; sin duda el mal tiempo la retrasaría. Una semana. Quizá dos. Contra la orilla chocaban, crespas, las aguas de color barro. Debía de estar cayendo una buena en la sierra. Inesperadamente abandonó el sendero para pisar la hierba. El viento bramaba entre los chopos, con sus ramas y sus yemas presagiadoras de la primavera. Caminó. La humedad le provocaba escalofríos y hacía sentir intensamente los pies desnudos de sus ocho años. La dicha era una nube

- 181 -


clara que le envolvía junto con la lluvia, las raíces y los pájaros. Entonces resbaló. La impresión del agua helada fue intensa, pero no se asustó mucho, a lo sumo experimentó el ridículo de que alguien lo hubiera visto. Después se dio cuenta de que estaba un tanto alejado de la orilla. En ella había quedado, inútil, el bastón. Creyó que podría salir con facilidad, pero los pies y las manos resbalaban en el fondo arcilloso. El abrigo mojado empezó a parecer plomo, y tiraba de su dueño hacia dentro. Tres metros. Sólo tres metros y él, que había partido a hachazos troncos como hombres, era incapaz de salvarlos. Quiso pedir auxilio, pero no había nadie a la vista. Entonces perdió pie. Durante un instante sintió pánico. Empezó a bracear, hasta que se dio cuenta de que no podría vencer la corriente, y dejó de luchar. Le vinieron a la memoria sus seres queridos, los vivos y los muertos, y les puso rostro a quienes lo iban a sacar del río. Eso pensó, mientras se deslizaba hacia la nada verde.

- 182 -


BLANCO Y GRIS Hace años que Francisco Diéguez tiene alquilada la primera planta de un inmueble sito en la calle Mayor. De su ventana cuelga un rótulo que dice en grandes letras: ESTUDIO DE FOTOGRAFÍA. Diéguez es persona metódica y concienzuda, y le gusta ir un buen rato antes de la hora de apertura con el fin de preparar el material y procurar que esté todo en orden cuando llegue el primer cliente. Por eso no le gusta ni pizca encontrarse al hombre que ya le espera en el descansillo, y que declara venir desde Peraleda para que le retrate. Pero lo cierto es que Diéguez, por encima de todo, es vanidoso –firma sus instantáneas con letra elegante y picuda, añadiendo la coletilla fotógrafo-, y en el fondo aquello le agrada. El arte de la fotografía –porque es arte, digan lo que digan los pintores- constituye aún una novedad, y son docenas los rostros que retrata a diario. Agradables unos, impasibles los otros, serios los más, esa seriedad hosca con que la gente sencilla afronta el extraño artilugio de tres patas. La arretrataúra mos roba el alma, ha oído murmurar a más de uno en el decisivo momento del trance. El recién llegado es hombre de campo, ni muy rico ni muy pobre. La tez, curtida de mil intemperies y ásperas

- 183 -


- 184 -


las manos. Pero ni el atuendo –camisa limpia, chaleco y chaqueta de paño grueso- ni la barba y el pelo, recién rasurados, atenúan lo más mínimo el apretado rictus de los labios, ni tampoco el fruncimiento del ceño bajo el que asoman, durísimos, los ojos. Posa con la cabeza ladeada, mostrando la oreja derecha, y una ligera inclinación de barbilla. Ni siquiera parpadea cuando el fogonazo del magnesio petrifica para siempre su expresión. - ¿Pa cuándo va a estar? - A partir del lunes puede usted venir a buscarla. El hombre esboza un gesto de disgusto. - ¿No pué ser antes? Diéguez duda. Se atusa las puntas del bigote. - Bueno… Pásese el viernes. - Y la fecha. Le tié que ponel fecha de antiel. El fotógrafo, que en ese momento mira distraído por la ventana, está a punto de replicar: “¿Y por qué, si se puede saber?” Pero al volverse y confrontar la mirada del otro, lo que hace es asentir dócilmente. Sin más, el retratado sale de la estancia haciendo resonar con sus botas de viaje la madera del entarimado. Será posible, murmura mientras el ruido de pasos se desvanece hacia la calle. De los tres fotógrafos que tienen estudio en Navalmoral de la Mata, Diéguez se considera con diferencia el mejor, y además el preferido de la clientela: no en vano, cuando se apeó del tren aquel antropólogo francés que iba para Guadalupe los que contrató fueron sus servicios. El gabacho se empeñó en que llevara la cámara oscura para poder revelar las placas in situ, de modo que hubo que alquilar un par de mulas, pues Diéguez temía, con razón, que el traqueteo del carro por

- 185 -


los polvorientos caminos pudiera dañar tan preciado material. Como imaginaba que su tarea iba a ser fotografiar el monasterio, se quedó atónito cuando comprendió que lo que el estudioso pretendía era retratar gente humilde. Diéguez ignoraba qué era lo que impulsaba a aquel extranjero tan sabio –y presumiblemente rico- a interesarse por la gente más mísera y bárbara del lugar (en vez de intimar con el secretario, el cura o el señor alcalde, después de todo más afines a su clase), pero se abstuvo de replicar e hizo como se le pedía. Ante la cámara desfilaron niños y viejos, trajes y bailes típicos, herramientas y faenas del campo. Era un trabajo completamente distinto al que estaba acostumbrado, y tanto le gustó que distrajo una de las copias, la cual luce orgullosa en una de las paredes de su estudio. Cuando está nervioso o de mal humor se acerca a contemplarla: Es una calle de Guadalupe, empedrada y de relativa pendiente. Se ve a unas treinta personas, distribuidas de manera más o menos armónica en tres hileras. La mayoría son mujeres y niños, algún adolescente y ningún hombre. Cuando se corrió la voz de que iban a hacer una fotografía, acabó congregándose tanta gente que hubo quien quedó fuera de foco, e incluso taparon la fuente que, en teoría, debía verse detrás. Las mujeres parecen prematuramente envejecidas. Hay en el centro una muy joven, cubierta la cabeza con un pañuelo. Va toda de negro, como si guardara luto. En sus brazos sostiene un crío de corta edad. Las niñas de la primera fila lucen sucios vestidos. Casi todas llevan zapatos, pero a alguna se la ve descalza. Tras las mujeres, los chicos y las chicas más mayores

- 186 -


se han subido al pretil de la dichosa fuente. Resaltan dos que van vestidos como adultos en día de fiesta. Aún recuerda que, pese a lo excepcional del acontecimiento y el consiguiente jolgorio, se las arregló para que en el momento del disparo todo el mundo se estuviera quieto y mirase a la cámara, salvo –siempre hay alguien que la fastidia- una niña que decidió girar la cabeza en el último momento y salió movida. La foto tenía unos cinco años. Pensó en aquellas niñas, y trató de imaginárselas convertidas ya en mujeres. Cuando todas hubiesen muerto y nadie recordase al fotógrafo, una persona que ahora ni siquiera hubiera nacido podría mirarles a los ojos, como si fueran contemporáneas suyas; ésa es la magia de su arte. La imagen arrastra otros recuerdos, como por ejemplo lo incómodo que se sentía en aquella ocasión, porque si hay un olor triste entre los tristes ése es el de la miseria humana. Sin embargo, el detalle queda restringido al ámbito de la memoria: la foto trasvasa la rica gama de colores de lo real a una austera gama de grises, pero también transustancia y dignifica la realidad. Navalmoral, sin ser pequeño, tampoco es grande, y todo el mundo se conoce. Por eso, cuando por el estudio asomaron los tricornios, bajo los que se distinguían unos rostros desconocidos, tuvo la vaga intuición de que algo no marchaba bien. Venían los guardias cubiertos de sudor, y el polvo del camino se mezclaba con el olor a cuero de los correajes. Le saluda el sargento, y sin preámbulo abre una cartera de mano. Antes casi de comprender de qué se trata, percibe Diéguez la mirada taladrándole desde el papel.

- 187 -


- ¿Confirma usted que este individuo estuvo aquí haciéndose este mismo retrato? Inútil negarlo, con su firma clamorosamente estampada en la parte inferior izquierda. - ¿Y cuándo fue eso? - Pues la verdad, sargento, no me acuerdo exactamente. No debe de hacer ni un mes. Viene tanta gente de los pueblos… El civil voltea la foto. - Aquí dice dos de septiembre… - Si eso pone, es que fue ese día. Nunca me equivoco con las fechas. Los guardias van hacia la puerta. - Bueno, pues es lo que queríamos saber. Ya recibirá usted citación del Juzgado. A Diéguez se le hace un nudo en la garganta. - ¿Del Juzgado? ¿Es que he hecho algo malo? El guardia se detiene y vuelve la cara. - Usted no; él. Se halla en prisión acusado de matar a su vecino por una cuestión de lindes. Una muerte horrorosa, por lo visto. Pero el susodicho alega que el día de autos estuvo en su estudio de usted –el sargento hace una pausa y le dirige una mirada nada tranquilizadora. Luego prosigue-: si es así, al final va a librar de una buena: con lo que tiene en contra, ni Cristo lo salvaba del garrote. Diéguez asiente y les acompaña hasta la puerta. Al cerrar se apoya contra ella. Se sabe mortalmente pálido. Saca el pañuelo y enjuga el sudor que le corre por el cuello, la cara y el bigote, donde le dibuja diminutas perlas.

- 188 -


B. V. (Buenos al Volante)

Como los tiempos adelantan que es una barbaridad, continuamente aparecen nuevos términos para designar realidades nuevas. Otros, en cambio, cuyo significado creíamos conocer, han caducado y se utilizan ahora para identificar aspectos por completo diferentes de los que los originaron. He aquí una breve actualización que nos pondrá al día en uno de los campos de la actividad humana actualmente más molones y en alza: el automóvil. Si usted asimila este sencillo glosario, no le quepa duda de que se hallará mucho más en la onda. ACCIDENTES. Eso siempre les ocurre a otros. ACERA. Es divertido aparcar sobre ella, especialmente si es estrecha, y ver luego cómo niños, ancianos y minusválidos se aventuran hasta el centro de la calle para sortear nuestro vehículo. AGENTES DE TRÁFICO. Antiguamente hacían acto de presencia en las carreteras para hacer cumplir el Código. APATRULLADOR. El que ejecuta la acción y el efecto de apatrullar.

- 189 -


APATRULLAR. Desplazarse de un lado a otro en vehículo a motor sin finalidad aparente. Se da en entornos urbanos y últimamente también en pequeñas localidades, pero nunca en carretera. ATROPELLO. Si queréis liquidar a alguien, no uséis cuchillo ni pistola: simplemente aguardadlo a la puerta de casa y esperad a que cruce la calle. El juez será infinitamente más benévolo con vosotros. AUTOVÍA. Lugar donde los futuros aviadores realizan prácticas de vuelo rasante. CASCO. Artefacto destinado a proteger las cabezas de los poseedores de neuronas. A quienes vemos por la calle desprovistos de él es que lo tienen contraindicado. CASCO URBANO. Lugar apto para las más variadas proezas sobre dos, cuatro o ninguna rueda. CEDA EL PASO (a la placentina). Cedes el paso cuando te tienen que ceder el paso. Para el origen de esta expresión, consultar STOP A LA PLACENTINA CHUNDASVINTO. Famoso rey bárbaro que entraba en batalla con un equipo de música a toda potencia atado a la grupa de su caballo, causando de este modo el pavor entre las filas enemigas. CILINDRADA. Sirve para medir la potencia del motor. Recientes estudios demuestran sin género de dudas que guarda una relación de proporcionalidad inversa con el coeficiente intelectual del propietario. COCHE. Los mis cojones. Automóvil. Buga. Dios. La más alta meta a que puede aspirar un ser humano. Siempre procuro tener alguna parte de mi cuerpo en contacto con Él. En vacaciones estoy deseando ir de camping para poder dormir a Su lado.

- 190 -


COMECULOS. Dícese del conductor que, lejos de mantener la distancia de seguridad, se pega a tu vehículo de manera que hasta puedes contarle los empastes de la boca. // De autovía. Se denomina así a aquel que sale de ninguna parte justo en el momento en que estás efectuando un adelantamiento. Tu placa de matrícula trasera y la suya delantera se fusionan atómicamente, y cuando por fin consigues desplazarte a la derecha se desvanece en la nada. // Exprés. Su ámbito de actuación son carreteras comarcales y entornos urbanos. Cuando estás considerando seriamente la posibilidad de echarte al arcén para dejarlo pasar, compruebas con estupor que ya no está: se ha desviado en cualquier cruce. // Periurbano. Se juega su vida y la tuya con tal de adelantar y luego te encuentras con que está detenido un poco más allá, en el primer semáforo o cafetería. CONDUCIR (carnet de). Documento en virtud del cual se nos concede licencia para matar(nos). CONDUCTOR. En bastantes casos, preocupante involución del homo sapiens en dirección a las cavernas. DISTANCIA DE SEGURIDAD. Espacio existente entre vehículo y vehículo para que los impacientes podamos progresar en las caravanas. EFECTO INVERNADERO. Pamplina inventada por los ecologistas para jodernos la fiesta y cortarnos el rollo (de todas maneras, y si sube la temperatura ¿para qué queremos el aire acondicionado?) EVOLUCIÓN. En la prehistoria se caminaba sobre cuatro patas, y ahora sobre cuatro ruedas.

- 191 -


GASOLINA. Se denomina así a ese producto inagotable que regalan en las gasolineras (si alguna vez me cobraron por repostar, ya lo he olvidado.) GUERRA DEL GOLFO. Véase PETRÓLEO I´VE GOT THE POWER. Forma convulsa de conducir. Toma su nombre de un agresivo anuncio de TV. Se caracteriza por frenar y acelerar a un tiempo, jugarse la vida por adelantar un puesto en la caravana, ir pisando todo el rato la raya del medio, etc, etc, etc. LÍMITE DE VELOCIDAD. Sirve para saltárselo. Las señales que lo indican son estimativas, y están ahí para estimular nuestras dotes de deducción. Ej: donde dice 50 en realidad quiere decir 90. Donde dice 100 quiere decir 150, y así sucesivamente. MÚSICA. En realidad me importa una mierda; es sobre todo para dar el cante y que se fije la gente, sobre todo las pibas. NOVIA. Utensilio que se coloca en el asiento del acompañante y que sirve para equilibrar el peso del conductor. ONTOLOGÍA. Ellos no tienen un coche, son un coche. PARANECIO. Embrión de apatrullador. Suele ir en moto. Protege el codo con un casco. El tubo de escape es para que se oiga. PEATÓN. Estorbo que se apretuja en las aceras. Tiene la obligación de aguantar nuestras salvajadas al volante. En caso de que nos insulte o se revuelva contra nosotros, la ley nos faculta para apearnos del coche y plantarle dos ostias. PETRÓLEO. A mí me parece bien que para que mi coche ande haya que matar unos cuantos moros.

- 192 -


QUAD. Un señor se apostó que era capaz de diseñar una moto que destrozara el paisaje aun más que las de trial. Ejemplo fehaciente de la infinita capacidad del ser humano para darle una vertiente destructiva a cualquier invento. RADAR. Es como el lobo: lo anuncian, lo anuncian y al final acaba pillando al que menos culpa tiene. RETUMBANTE (CABALLERO). Se dice de aquel que ha incorporado una discoteca completa a su automóvil. La mayoría de los CR son también apatrulladores. SONARQUÍA. Dícese del sistema político en virtud del cual manda quien más ruido hace. STOP (a la placentina). Modalidad consistente en mirar hacia el lado por el cual sabemos que no van a venir coches y a continuación incorporarnos a la calzada. Bautizada así por practicarse mucho en la citada localidad extremeña. TUNING: Modalidad payasística de la conducción. Beatería automovilística. Proceso en virtud del cual un ser humano pasa a ser propiedad de un coche. VIDA. Lo que nos perdemos mientras flirteamos con las máquinas.

- 193 -



MADROÑERA-MAUTHAUSEN

Veinticuatro de septiembre de 1941. Alfonso Bonilla Díaz sabe que ese día va a morir. Se lo dice una invisible presencia, y lo ha visto en los ojos del Oberkapo que cada mañana los despierta a latigazos y al que todos llaman King Kong. No le sorprende. Es más, lo espera desde que lo destinaron a Gusen procedente del campo principal de Mauthausen. Sabe, por lo que ha visto, que el límite estimado de resistencia física de un peón en la cantera es de seis a doce meses, y seis es el tiempo que le llevan devorando los trabajos forzados, los piojos y la mala alimentación. Y quizá también lo sabe porque, mientras aguanta en formación temblando por el relente del precoz otoño austríaco, se le viene a la mente –nítido y brutal, pero al mismo tiempo lejanísimo, como si perteneciera a otra vida- el olor de la escoba chamuscando el pelo y la gruesa piel del guarro. Es día de matanza, es fiesta: a padre y a madre se los ve contentos, y han venido abuelos, primos, tíos. Todos echan una mano para picar la carne y hacer los embutidos. Comen moraga y prueba, acompañadas de recio vino de pitarra. Cuando era muy pequeño le dejaban agarrar del rabo y él, nervioso, trataba de que

- 195 -


no se le escapara mientras el animal chillaba horrísonamente y se agitaba en la agonía. El grito del Blockältester le devuelve a lo real. Deben de llevar una eternidad en el recuento, porque tiene las piernas entumecidas. Fusta en mano, King Kong pasea a lo largo de la fila, espiando los menores movimientos. La grava crepita bajo sus pies. Procura cambiar de posición sin que se note demasiado. Al hacerlo su mirada se desvía a un lado de la formación. Allí, en lo que parece un montón de trapos viejos, se apilan los muertos de la noche, que él y sus compañeros tienen la obligación de sacar por la mañana. Al principio le producían espanto. Luego vino la normalización del horror. Hoy, en cambio, sus sentidos aguzados parecen despojar a los sucesos y a las cosas del manto de insensibilidad con que las ha cubierto gradualmente, sobre todo desde que murió Antonio. Él mismo fue quien lo trajo al patio, hace poco más de un mes. No necesitó ayuda: pesaba menos que un pajarillo. Antonio. González Rol. Durante tantos años oyó ese nombre en boca del maestro, del cura, del sargento que era como su otro yo, y tenía que contenerse para no contestar. En el campo no. Aquí sólo era un número, el mismo que llevaba tatuado en el brazo. Antonio González Rol. Quién iba a vaticinarte este final. Juntos hicieron sus primeras travesuras, y juntos conocieron a Teresina y a María, una tarde en la ermita de la Soterraña. Juntos las requebraron –Antonio a Teresina, él a María- cuando iban con cántaros a la Fuentona, y les robaron el primer beso en la Rinconá, un día de la Jira. Las chicas no dijeron ni que sí ni que no, y quién sabe si aquello no hubiera tirado para adelante. Pero llegó la guerra, y todo el mundo se encerró en casa.

- 196 -


Nuevo grito. El recuento ha terminado. Se cala su gorra sobre la rapada cabeza y se dirige, con el resto, hacia la salida del campo. Arrastra los pies. Sabe que no es bueno que te vean arrastrar los pies, pero es incapaz de evitarlo. Más allá de los proyectores está la oscuridad. Rayará el alba cuando lleguen a la cantera. Alfonso no quiere verlo porque quizá sea el último. El alba es la ceguera de las cosas. Nunca se preocupó de política; Antonio, en cambio, sí. Estuvieron en Cáceres en un par de mítines, y fue él quien lo llevó a la Casa del Pueblo, donde adoctrinaban sobre capitalismo, latifundismo y el desigual reparto de la riqueza, lo cual no era sino poner nombre a cosas que Alfonso conocía en carne propia: en el pueblo no había mucho trabajo, como no fueran los jornales de la siega o la aceituna. Y menos mal que cuando ganó el Frente Popular se empezó la carretera de la Aldea; en las obras encontraron trabajo prácticamente la totalidad de los desocupados. Con la guerra también se pararon las obras. “Ya verás, esto durará tres días”, le decía Antonio. Y tres duró, porque la Guardia Civil y los falangistas ocuparon el Ayuntamiento sin disparar un tiro. Y eso que el pueblo era mayoritariamente socialista: los ricos cerraron sus casas y se marcharon todos a Trujillo, a dormir al amparo de la guarnición militar. Él no se había significado, pero le perdieron las amistades. A sus oídos llegó que los habían denunciado, de modo que decidieron pasarse a zona republicana. Los antecedentes no eran muy alentadores: tres del pueblo que lo habían intentado fueron capturados antes de llegar a Santa Cruz y fusilados junto al puente del Magasca. Él y

- 197 -


Antonio tuvieron más suerte, y se encontraron con el ejército republicano a la altura de Rena. Apunta la mañana por entre los socavones. Ayer le tocó pala, de modo que hoy vagoneta. Trabajo extenuante: la empujan entre cuatro, pesadísima y chirriante, a lo largo de los raíles. No necesitan esfuerzos para entenderse: todos hablan el mismo idioma. Los nazis odian a los roten Spanier y los envían de cabeza a Gusen. Al lado de este campo, puede decirse que Mauthausen es un hotel de lujo. En los meses que lleva aquí ha visto caer a los camaradas por cientos. Los que quedan vivos se miran a los ojos con desesperanza: saben que cuando alguien se halla débil o con la moral muy baja, pronto no se le volverá a ver. Y entonces la imagen de los hornos, con su olor nauseabundo, ardiendo día y noche, se impone en todas las conciencias. Fueron alistados de inmediato y combatieron en la bolsa de la Serena hasta su caída en el verano del 38. A partir de ese momento los hechos se mezclan en su memoria imprecisos e irreales, hasta que la película del recuerdo se detiene en los meses pasados en el campo de concentración de Argelés-Sur-Mer -donde les metieron los franceses nada más cruzar la frontera-, y en los soldados senegaleses que, bayoneta en ristre, les vigilaban desde el otro lado de las alambradas. Después la memoria se acelera de nuevo: la Compañía de Trabajadores Militarizada, la captura por los alemanes en junio del 40, el internamiento en el campo XI-B de Fallingbostel, donde son identificados como soldados republicanos y por tanto carentes de derechos. Viene entonces el descenso a los infiernos: tres días encerrados en un tren sin comer ni beber. Sabe, más que recuerda, que la llegada a

- 198 -


Mauthausen tuvo lugar entre dentelladas de perros y culatazos. En cambio conserva nítida la imagen de cómo algunos compañeros se agachaban para recoger nieve con que calmar la sed, y cómo los SS les aplastaban las manos con las botas. A su lado empuja Simón Carrasco, de Garciaz. Vaya sitio para encontrarse a un paisano, comentaron más de una vez. Ha tenido que verle malísima cara esta mañana, porque en medio del esfuerzo le susurra ininteligibles palabras de ánimo. La vagoneta se hace aún más pesada. Y algo se rompe definitivamente: quiere hacer fuerza con brazos y piernas, pero lo que consigue es caer. El kapo que les vigila le golpea con la fusta. Simón y otros compañeros se agrupan alrededor, protegiéndole. Llega un oficial SS. Quiere saber qué pasa. Le da de punterazos con sus brillantes botas negras, pero ya no lo nota. Es un consuelo: por primera vez en mucho tiempo ha dejado de experimentar dolor. Siente que le toman de los brazos y lo arrastran; es el Día de los Quintos, y se ha agarrado tal borrachera que es incapaz de subir a la Mona del Rollo. La bolsa de caramelos que llevaba se le ha caído, y todos los chiquillos se arremolinan alrededor. El suelo de la cantera es ahora mullido como un colchón. María y Teresina le miran. También padre y madre. No sabe en qué zona del campo está. Cree reconocer los hornos, y lo vive como un alivio. Tampoco percibe ya sonidos, y sin embargo en su interior resuena una y otra vez la cancioncilla: Al entrar en Madroñera lo primero que se ve...

- 199 -



MÁS OSCURA SE ENTIERRA LA TURBA Jose era un amigo de los buenos. No sé si usted me entiende, señor comisario. Nos conocemos desde que éramos así. De niños yo le apreciaba y admiraba: era quien pescaba los peces más gordos y el que tiraba las piedras más lejos y con más tino. Cuando venían los chavales del barrio de al lado buscando bronca, era el único que no cobraba, y encima gracias a él firmábamos aquellos frágiles armisticios que nos permitían sanar chichones y descalabraduras varias. Luego, ya de jovencito, era quien más lucía de toda la cuadrilla, y por supuesto el que más ligaba. Ya sé que nuestros caminos se separaron un poco cuando yo decidí estudiar y él prefirió quedarse en el pueblo siguiendo con la carpintería familiar. En esta sociedad, en teoría, ser licenciado significa llegar más lejos que un simple artesano, pero incluso cuando estaba en la ciudad, criando moho entre los libros y preparando mi luminoso futuro, me lo imaginaba en su taller, rodeado de gente que le apreciaba y tenía por un joven reputado y cabal. Yo le quería mucho, señor comisario, por eso llevé tan mal lo de Manolita. “¿Ves aquélla?” –le dije una noche de septiembre-. “Pues quiero que sea mi noia.” Él me animó a que le hablase. “Lo importante es que te dejes ver” -me decía-. “Luego el - 201 -


resto viene rodado”. Ella no era guapa, ni llamativa, y por eso yo la creía a salvo de las preferencias de Jose, cuya prometible se hallaba sin duda entre la legión de hermosísimas chicas con las que tonteaba a diario. Le escribí a mi futura novia varias cartas durante el trimestre, sin resultado, y el palo me lo llevé en Navidades, cuando al volver me enteré de que Jose estaba saliendo con Manolita. Aquello sin duda pudo ser el fin de nuestra amistad. Sin embargo, no sucedió así. Al fin y al cabo, era mi mejor amigo. Por eso tragué bilis, me sobrepuse como pude y, aunque pasamos un tiempo distanciados, para el verano ya me hablaba de nuevo con él y con Manolita -aunque tratándola, eso sí, como corresponde a la novia de tu mejor amigo-. Por su parte, ella no hizo la menor alusión a mis avances del pasado otoño, y yo de corazón se lo agradecí. Un año después se casaron, al parecer de penalti. Manolita debe de ser la mujer más fértil del planeta, porque le fue dando a Jose un hijo tras de otro, uno por cada año de carrera que yo terminaba. Hasta la última noche de Sant Joan. Por esas fechas suelo estar de exámenes finales, pero no me pierdo las hogueras ni las mascletás de mi pueblo por nada del mundo. Nos reunimos la cuadrilla con sus mujeres quienes la tienen, y los que no de soleta. Manolita no estaba; debía de andar en alguna terraza, con las amigas y los niños. Era el reencuentro después de un montón de tiempo. Habíamos estado toda la tarde bebiendo, y por eso íbamos de lo más divertido cuando apareció el grupo aquél. No eran del pueblo, más bien forasteros en busca de bron-

- 202 -


ca. Uno lucía una bandera española a modo de capa, como se ve en el fútbol. Eso en nuestra tierra es una provocación en toda regla, pero nadie les decía nada, sólo miradas aviesas. Olía a la pólvora de los petardos. Al principio se acodaron en una barra, y la gente se olvidó un tanto de ellos, hasta que empezaron a vacilar a un grupo en el que había varios chavales marroquíes. De las palabras pasaron a los gestos y a lanzarse chapas de refrescos. Mire usted, yo creo que si España recibe más inmigrantes esto va a transformarse en un problema serio. ¿Vale? Que estamos bien como estamos. Pero no me interprete mal: una cosa es eso y otra meterse con la gente que ya está establecida aquí y gana honradamente su pan. De manera que cuando la cosa pasaba de las palabras a los hechos los de la cuadrilla, encabezados por Jose, fuimos para allá. Es posible que el alcohol nos envalentonara. La intención, claro está, era apaciguar los ánimos, pero no hubo ocasión: de algún sitio habían aparecido bates de béisbol, cadenas y botellas rotas. Rodaban mesas y la gente chillaba. El estrépito de la música lo ahogaba todo. Los más valientes se metieron en la trifulca. Yo la verdad no sé lo que hice, porque soy muy tímido y en esas ocasiones me quedo como parado. Según usted, hay testigos que afirman que le arrebaté a uno la cadena con palos y que me puse a repartir leña a diestro y siniestro. No, yo no dudo del testimonio de nadie, señor comisario, pero supongo que son formas de ver las cosas. Lo que sí recuerdo nítidamente es ver a Jose de rodillas en el suelo, tapándose el vientre con las manos rezumando la sangre. Luego la policía, las luces de la ambulancia.

- 203 -


Sé que nos han detenido a todos hasta que se aclare la historia. Eso lo comprendo, señor comisario, pero de ahí a que insinúe que en mi bolsillo encontraron la navaja ésa llena de sangre, y que la llame usted prueba incriminatoria... Permítame decirle, por si no lo sabe, que estoy muy apesadumbrado por la muerte de mi mejor amigo, el que pescaba los peces más grandes y tiraba las piedras más lejos. El que hizo un hijo a Manolita por cada año que yo cursaba de carrera...

- 204 -


PAUSA La carretera que une Beságueda del Rey con Argandones resulta engañosa. Desde el aire toma la forma de una espléndida recta que se extiende con precisión de tiralíneas por la desarbolada llanura. Pero esto no debe llamar a engaño porque es estrecha, muy estrecha, sobre todo a causa de la velocidad a que circulan los coches hoy en día y se halla, además, salpicada de cambios de rasante. Yo siempre conduzco por ella con prudencia, sobre todo si es de noche. Por eso cuál no sería mi sorpresa cuando, nada más coronar uno de los repechos, me doy con ellas de manos a boca. No iban por la izquierda, ni siquiera en fila india sino tan panchas, una al lado de la otra, como de paseo. Ni siquiera volvieron la cabeza. Tras el susto inicial, fragmentos de imagen apenas intuidos se reorganizaron en mi mente como lo haría un espejo troceado. Sólo entonces me di cuenta de que las cuatro iban vestidas de idéntica manera, falda negra por la rodilla y camisa blanca. Me pareció algo increíble, habida cuenta de la gélida noche de diciembre que acuciaba fuera. Tras unos instantes de duda, levanté el pie del acelerador. «¿Las recogemos?», sondeé a mi mujer. «Ni se te ocurra,» respondió ésta. No insistí. La conozco bien y sé que - 205 -


es muy aprensiva, y que se conoce todas las historias de atracos en sitios desiertos, apariciones en carretera y demás truculencias. Entonces, como quien no quiere la cosa, me vino a la memoria el accidente, uno entre tantos, que ocurrió por aquí el verano pasado: el coche con cuatro chicas que iban a servir una cena de bodas colisionó frontalmente con el de un matrimonio. Fue una torta del demonio, ni un superviviente. Por eso no dejo de decirle a todo el mundo que cuidado con esta carretera, porque es de las que si te confías no perdona.

- 206 -


HETE AQUÍ UNO

Rafael Martín despertó sobresaltado. La alarma que le llevó a dar un manotazo al reloj y a encender la luz le había arrebatado de un grato sueño: era el ganador de un premio literario. El presidente del jurado le estrechaba la mano, el público aplaudía. Trémulo de la emoción, ensayaba palabras de agradecimiento. Y era feliz, tremendamente feliz. Salió de la cama con cuidado, para no despertar a Aurora. Ella y los niños tardarían aún una hora en levantarse. Medio dormido, se sentó al borde y suspiró: no había premio, y era lunes por la mañana. Mientras el agua fría del lavabo arrastraba los últimos restos de la noche, pensó en que había perdido la cuenta de las veces que se había presentado a concursos literarios, y que en todo ese tiempo no se había visto ni una vez entre los finalistas. El misterioso designio de los jurados le dejaba siempre fuera, cosa que no comprendía porque, salvo contadas excepciones, cuando inspeccionaba las obras ganadoras se preguntaba: “¿Pero qué demonios habrán visto aquí?” Siendo como era licenciado en Filo- 207 -


sofía y Letras, con dos décadas de docencia a sus espaldas y gran conocedor de las literaturas española y universal, no sabía dónde radicaba el fallo: honraba a los maestros, huía del plagio y los tópicos y se esforzaba por escribir con voz propia. Había probado de todo: el cuidado y el descuido del estilo, el diseño experimental y el clásico, los finales impactantes y los previsibles. Pero al parecer ninguno de sus intentos había sido del agrado de nadie. El que la sigue la consigue, le decía su mujer. Pero él llevaba siguiéndola quince años por lo menos, y se sentía cansado. Empezó presentándose a certámenes de ámbito nacional e internacional, luego bajó a los provinciales y ahora se conformaba con un premio local, aunque fuera por mención honorífica. No pedía más. Fue a la cocina y se asomó por la ventana: aún había noche sobre Madrid. Sorbió el café solo, sin azúcar. Era su único desayuno, ya comería algo a media mañana. Durante mucho tiempo había albergado la esperanza de convertirse en un escritor (famoso) para poder abandonar la enseñanza, que había evolucionado de difícil a frustrante, y de ahí a inaguantable. Margaritas a los cerdos, decía un colega suyo de cuando él empezaba. El buen hombre ya se había jubilado; de haber visto en qué se había transformado el oficio habría retirado el símil y pedido disculpas al gremio porcino. La enseñanza, el mayor fracaso de las sociedades modernas. Su trabajo consistía en enfrentarse diariamente a la rutina de la estupidez, la grosería, el desprecio de unos chicos y chicas ahítos de caprichos, mimados, consentidos hasta la náusea. Sin interés, ni metas, ni estímulos. También oficiaba de gendarme, de madero, de aparcacoches en los cochambrosos garajes en que se habían transformado los institutos.

- 208 -


Sus amigos y conocidos no lo entendían: “Imagínate -les decía- que eres albañil, y que te ha costado mucho aprender el oficio, y que. te gustan las cosas bien hechas. Imagínate que tienes unos ayudantes que en vez de echarte una mano te tiran la pared en cuanto te descuidas, o que te hacen mal la mezcla adrede, y entonces el cemento no fragua y los ladrillos se caen. Pues eso mismo es ahora dar clase.” “Venga hombre, si vosotros vivís muy bien”, era la respuesta invariable. Y de estos cafres es el futuro -pensaba horrorizado-, ellos son quienes van a sacar el país adelante y a pagar nuestras pensiones. Pero ¿es que nadie se da cuenta? Rafael no quería esperar a jubilarse en esas condiciones (incluso tenía dudas de que él o sus compañeros fuesen capaces de llegar al paraíso pensionista con las facultades mentales intactas), y por eso había cifrado todas sus esperanzas en la literatura: Gano unos cuantos concursos y los editores se me rifan, había pensado. Pero fueron pasando los años y los premios no llegaban. Seguía intentándolo, cada vez con menos convicción. Durante mucho tiempo escribió relatos pero de un tiempo a esta parte, casi sin darse cuenta, había derivado hacia la composición teatral (quizá porque en el género dramático había menos competencia). Allí, sobre la mesa del despacho, revuelta entre apuntes para clase, informes de tutoría y exámenes sin corregir yacía su última obra. Se titulaba HETE AQUÍ, y lo había enviado al certamen de San Juan de Valdehondo, provincia de Teruel. El argumento era como sigue: un curtido inspector de policía, que ha pasado media vida atrapando delincuentes, se ve obligado a ejercer de mediador en una situación delicada: el ministro de Educación, durante su visita a un instituto, es se-

- 209 -


cuestrado por un exaltado grupo de profesores que, para liberarle, exigen las siguientes condiciones: a) Dignificación radical de la tarea docente b) Inmediata derogación de la LOGSE, la LOCE, la LOE... c) Instauración en los centros de calabozos, trabajos forzados y el látigo de siete colas. Los alumnos, congregados en el patio, jalean a los agentes y les instigan para que entren y disparen a todo cristo. La escena cumbre viene cuando ya se ha agotado el plazo concedido por la policía, y los grupos de operaciones especiales están a punto de irrumpir en el centro: (Fuera de escena se oyen ruidos confusos. Resulta evidente para todos que asaltarán el edificio. El ministro se encoge. Tal vez recuerda la época en que corrió delante de los grises y no sabe a quién teme más, si a sus antiguos compañeros o a quienes van a entrar a liberarle.) MINISTRO (con un hilo de voz): ¿Pero cómo habéis llegado a esta situación? Precisamente vosotros, en quien la sociedad tiene depositadas tantas esperanzas... PROFESOR 3 (con rabia contenida): Hete aquí que esa sociedad que nos vendes es quien nos ha arrastrado a ello. Sólo se acordaban de nosotros cuando llegaban las vacaciones escolares. Y vosotros, los políticos, a la hora de las elecciones. Han sido muchos años de queja muda, y muchos los compañeros caídos con depresión, pero todos mirabais para otro lado. Ya era hora de que alguien llamase la atención de modo contundente, porque más vale acabar así que pudrirse frente a una pizarra. MINISTRO (compungido): ¡Hete aquí que si mis antecesores y yo os hubiésemos escuchado, no nos veríamos en éstas!

- 210 -


PROFESOR 2: ¡Hete aquí que lleva usted razón! Dejó el texto donde estaba, cogió el maletín y salió de casa. Se sentía preocupado: últimamente le asaltaban fantasías que parecían extraídas de su recién acabada obra. Quería apartarlas de su mente, pero entonces se le imponían con más y más fuerza. Últimamente se había soprendido pensando que le gustaría dinamitar el instituto, echarlo abajo en una única y magnífica explosión. Con todos dentro, claro.

DOS

Isabela Hauptmann colgó el teléfono. Era el quinto llamado del día, sin éxito. Tomó la birome y borró un nombre de la lista. Se hallaba apelando a sus últimos contactos y relaciones, tipos a los que si unos años atrás le pronostican que acudiría, hubiera dicho que antes muerta. Pero ahora les llamaba. Hubiera dado media vida por cualquier changa, pero ni siquiera eso llegaba. Se estremeció: hacía frío en la pequeña pieza, frío que parecía aumentar por la lluvia que caía afuera, una garúa sólida y continua que emborronaba los tejados de Buenos Aires. Baires para los amigos. Aunque quisiera no podía prender la calefacción, pues al consorcio de vecinos se la habían cortado por impago. Isabela era nieta de granjeros alemanes, emigrados a la Argentina desde la región del Volga. Su abuelo se ins-

- 211 -


taló al Norte, en Salta, y le fueron bien las cosas, porque en poco más de diez años reunió una considerable cantidad de plata con el comercio de la caña de azúcar y el algodón. Allí en Salta, entre el desierto y la nieve de Los Andes, nació ella. Durante su infancia y juventud jamás conoció estrecheces y pudo estudiar lo que quiso: periodismo en la Universidad Nacional. Por palanca de su abuelo entró a laburar en el Eco del Norte, y unos años más tarde esas mismas influencias la llevaron al prestigioso Clarín de Buenos Aires. Pero la redacción la asfixiaba; ella prefería estar en la calle y hablar con la gente, y por eso salía a cubrir todas las noticias. En una de éstas conoció a Felipe, un gallego que trabajaba como corresponsal de El País. Divorciado y diez años mayor que ella, sabía cómo engolosinar a las mujeres, y ella le dio bola. Antes de que se diera cuenta ya se habían casado, pero las cosas no funcaron y a los dos años estaban separados. Desde entonces, Isabela había tenido varios amigovios -porque cuando estaba en banda, no tenía reparos en voltearse a alguien-. Pero los hombres llegaban a su vida y se iban, porque ella no tenía fuerzas ni ganas para empezar otra convivencia. Entonces llegó la crisis. Las vacas, que llevaban mucho tiempo flacas, se volvieron flaquísimas: aún cubrió los primeros cacerolazos y algaradas, y la dimisión del ministro Cavallo. Luego, la reestructuración y los despidos también llegaron a Clarín, y como a ella previamente le habían serruchado el piso, de la noche a la mañana se vio en la calle. Durante unos meses anduvo a los tumbos, pensando que ya saldría algo. Pero la situación del país se agravó, tras el corralito vino el corralón, y con estupor vio cómo

- 212 -


sus preciosos ahorros en dólares se convertían en pesos sin valor. Entonces se sumó a los cacerolazos, no como reportera, sino como enardecida participante, y luego se encerró en su departamento de la calle Guayaquil. Se quedó como achanchada. No sabía qué hacer. A la familia no podía pedir ayuda: su viejo había dilapidado la fortuna del abuelo en una serie de inversiones desafortunadas, y la crisis hizo el resto. Se los imaginaba, a él y a mamá en el caserón familiar de la avenida Belgrano, sin apenas qué comer y con la memoria puesta una y otra vez en los buenos tiempos. Sólo de pensar en irse a vivir allí se sofocaba. Antes muerta, solía decirse. Ella no era de los que se arrugan fácilmente. Observó el desorden de su escritorio. Por todos lados había boletas impagadas, y sobre ellas una carta del Procurador de los Tribunales. No le hacía falta leerla, se la sabía de memoria: Le comunico que me he personado en su nombre ante el Juzgado de Primera Instancia nº 11 de la ciudad de Buenos Aires... Con objeto de hacer frente a los gastos que ocasiona el procedimiento, le ruego me gire en concepto de provisión de fondos la cantidad de 1.500 (mil quinientos) pesos para letrado y procurador. Era el proceso de divorcio. Qué gracia, tenía que llegar precisamente ahora. Felipe se había desentendido, el muy chorro, y quería que ella se hiciera cargo de todos los gastos. Pero Isabela andaba seca: contestaría diciendo que se declaraba insolvente y que solicitaba un abogado de oficio. Claro que insolventes eran ahora seis de cada diez argentinos, y los trámites podían alargarse siglos. Si pudiera pagarle al procurador... Pensó en vender el auto, pero con el virulo que tenía no le darían ni cuatro pesos.

- 213 -


Afuera seguía lloviendo. Prendió la computadora y esperó pacientemente. Aquella podía ser la solución. Su amiga Mecha se lo dijo un día: “Vos escribís. ¿Por qué no te presentás a concursos en España?” “¿En España? ¿Así, nomás?” “Que sí, sonsa, que dan buena platita, y allí no cobran a los concursantes”. Al principio no le hizo mucho caso, pero luego pensó que después de todo no era mala idea: sabía de escritores argentinos que en los últimos tiempos habían ganado premios de cierto renombre en ese país, no sabía si porque la necesidad aguza el ingenio o es que los jurados gallegos se compadecían por la situación argentina. Además, siendo joven ella también había conseguido galardones en Salta y Junín. ¿Por qué no intentarlo? De modo que iba a enviar su novela al certamen Ciudad de Alicante, que tenía como primer premio seis mil euros. Eso eran algo más de seis lucas verdes, casi veinte mil pesos. Hacía tanto que no veía tal cantidad de plata junta que ni se imaginaba lo que podía hacer con ella: pagar al abogado, desde luego, después arreglar el virulo del carro, y mantenerse hasta encontrar trabajo. O hasta ganar otro premio... La impresora apenas si había escupido cinco páginas, y la PC parecía haber entrado en meditación profunda. “Andá, andá; no te butees ahora”. La verdad es que tanto una como otra eran viejísimas. Se levantó y fue hasta la cocina. Tomó un pocillo, se sirvió café y volvió al escritorio, donde observó con aprensión cómo salían folios entre bufidos y traqueteos, como si en vez de computadora fuese locomotora a vapor. Sintió tanto frío que agarró una cobija y se tapó con ella. Sin calefacción le aguardaba un duro invierno.

- 214 -


España. Felipe le había hablado mucho. Decía que allí siempre hacía bueno, pero ninguna vez quiso llevarla. Luego, ya separada, se planteó emigrar, pero no tenía familia ni conocidos. Y además le daba miedo de que la tomasen por lo que no era. Cacho, un compañero de su anterior trabajo, solía contar un chiste: Che, ¿vos sabés cuál es la mejor universidad del mundo? Pues Aerolíneas Argentinas. Porque en Argentina son barrenderos, cajeros de banco o secretarias, y cuando llegan al exterior son directores de cine, profesores de literatura o psicoanalistas. A Isabela no dejaba de asombrarle estos chistes en los que los propios bonaerenses se ridiculizaban. Aunque al decir de Cacho este humor cáustico no era más que un aspecto secundario del inmenso ego de sus paisanos: ¿Vos sabés cuál es el mejor negocio del mundo? Pues comprar un argentino por lo que vale, y venderlo por lo que él dice que vale. De repente se había hecho el silencio, y es que por fin la impresora había vomitado el último folio. Eran en total doscientas treinta páginas, el fruto de todo un año de trabajo. Desde la redacción de Clarín había sido un testigo privilegiado de la descomposición social y económica. El relato consistía básicamente en eso, y era -como no podía ser menos- una desesperanzada crónica, la desilusión de un país entero, que por un lado pasaba hambre y por otro era capaz de llevar a la segunda vuelta de las elecciones a un ex presidente condenado por corrupción. Le parecía que el título más apropiado para la novela era HETE AQUÍ, y así la había llamado. Podría comprarse una computadora nueva, y una estufa, y sobrevivir hasta que las cosas mejorasen. Si ganaba aquel premio...

- 215 -


TRES Cuando sonó el timbre que marcaba el final de la clase, hacía tiempo que Jordi Colom había salido de ella. La disertación del profe era tan plomo que involuntariamente le había teleportado a años luz de distancia. Se estiró. Recogió sus cosas, saludó vagamente a los compañeros y caminó en dirección a la biblioteca. Tenía tarea por hacer, de modo que aprovecharía el resto de la mañana. Luego comería algo en la cafetería y bajaría a Barcelona por la tarde. Jordi estudiaba quinto de Ciencias Políticas en Bellaterra. Si alguien le hubiera preguntado que por qué esa carrera, habría contestado que la eligió por eliminación. Y si el asunto vocacional nunca lo había tenido muy claro, menos definido aun le parecía su futuro post-universitario. Algunos compañeros de promoción, más pelotas o avispados, ya habían movido ficha para quedarse en algún departamento como becarios o doctorandos. Otros, en cambio, enfocaban su búsqueda fuera de la facultad. Él no había hecho ni lo uno ni lo otro; vegetaba en una especie de limbo. Pero ya estaban en marzo: era por tanto una cuestión que tendría que resolver por narices en los próximos meses. Se dirigió hasta los ficheros y copió las signaturas de los libros que necesitaba. Los pidió y buscó un sitio libre. Eran los trabajos que le corrían más prisa: uno para Pensament Polític y otro para Organitzacions Internacionals. Jordi era inteligente, aunque bastante

- 216 -


vago. Los primeros cursos le parecieron un bachillerato bis y los aprobó sin esfuerzo, pero ahora sus profesores le reprochaban que no hiciera más, y eso que desde el año anterior había clavado codos de lo lindo. Soltó el libro que tenía entre manos y se puso a otear en busca de chicas guapas. De la biblioteca le gustaban el silencio y el sosiego, pero sobre todo la posibilidad de contemplar y catalogar a las noias que se sentaban por allí. Aunque a decir verdad le fastidiaba un poco la tensión y el esfuerzo que percibía a su alrededor: casi ninguna levantaba los ojos de lo que tenía delante, y muy pocas entraban en el juego furtivo de las miradas que después podía acabar en el bar, ante un café, y luego quién sabe. En particular observaba a las estudiantes de los primeros cursos: se las reconocía fácilmente porque los rasgos no se les habían afilado en el rictus amargo y duro de la madurez, y porque la ilusión aún les iluminaba el rostro. Desgraciadas, pensó. Tanto estudiar para acabar luego en la ventanilla de un banco. O en casa, viéndolas venir. En casa. Este último pensamiento le produjo una súbita ira. Sus padres, benditos ellos, se habían esforzado en darle una educación antiautoritaria. Jamás le agobiaban con preguntas inoportunas, y confiaban en él. Pero Jordi no creía estar a la altura de esa confianza, y se sentía culpable: Ya verán cuando llegue con el título, y les diga que no tengo puñetera idea de lo que quiero hacer. Se sintió harto. Cerró los libros de consulta y rebuscó en su mochila. Extrajo uno de menor formato: La Glòria del doctor Larén, de Pere Calders. Lo había encontrado un día por casa, era un obsequio del AVUI, que lo editó con motivo de la muerte de su autor, en 1994. Indudablemente se trataba de una obra menor, pero a Jordi le daba

- 217 -


morbo aquel ambiente decadente de los años treinta, y le resultaba excitante ver el mundo a través de los ojos de la época. Y sobre todo le gustaba lo que decía la sinopsis, que era Una faula sobre la relativitat del bé y del mal: tot depén de qui s´ho mira i des de quin punt de vista ideológic, moral, cultural- ho fa1 . Y es que si había un tema que le interesaba a Jordi era precisamente ése: en los años que llevaba en la facultad había visto cómo destacados líderes estudiantiles, militantes de algún sindicato o grupúsculo de extrema izquierda insensiblemente derivaban -antes incluso de acabar los estudios- hacia posiciones políticamente más correctas, tal vez promesa de un futuro puesto en el pesebre. Del mismo modo y a otra escala había quienes subían al poder, tal vez con la mejor de las intenciones, y una vez arriba se veían obligados a mediar, a transigir, a traicionar los ideales. Ahí estaban, por ejemplo Lula da Silvao Evo Morales. Aupados por los más pobres y situados entre éstos de un lado y del otro la oligarquía terrateniente, el Fondo Monetario y el Banco Mundial -los auténticos gobernantes del país y del mundo-, ¿cuánto tardaría en decepcionar a los primeros? Cuando hubiera protestas, ¿enviaría a la policía contra los mismos que lo habían votado? Salvando las distancias no había que irse tan lejos: Felipe González había desempeñado a la perfección lo que en Sudamérica llaman un presidente violín: dícese del que se sostiene con la izquierda y se toca con la derecha. Tanto le obsesionaba aquella cuestión que la planteó en público. Ignasi Ramonet, director de Le Monde Diplomatique, era el ponente. Cuando acabó de hablar, Jordi levantó la mano, y para desconcierto de los presentes -era el acto inaugural del curso: allí no había turno de

- 218 -


ruegos y preguntas- dijo: “Señor Ignasi, en nuestra carrera se aprende mucho, pero nadie nos explica por qué cuando los individuos llegan arriba se comportan todos igual. ¿Cuál es el motivo de que ocurra esto?” Ramonet debía de estar de buen humor, porque podía haber hablado de la macroestructura económica, de realpolitik, de cantidad de cosas. En lugar de eso, se caló los lentes de pasta y le miró como el entomólogo mira a un curioso ejemplar de insecto. Luego, hablando muy despacio, respondió: “Mira, chico. Sinceramente, no lo sé. ¿Quizá alguien de la sala nos podría ayudar?”. La carcajada fue general. Jordi enrojeció hasta las orejas y quiso que se lo tragara su asiento. Aún hoy al recordarlo se le subían los colores. Bellaterra se halla en el campo, separada de la gran urbe por la montaña de Collserola. Por eso la estación de los FGC está rodeada de bosques, y entran en ella el aire y el sol. No había casi nadie a esa hora, de modo que se sentó en un banco, y antes de subir dejó que pasaran cuatro o cinco trenes. Pensaba bajar hasta Plaça Catalunya y dar una vuelta por las Ramblas, pero en Peu del Funicular vio varios policías, y en ese momento recordó que estaba teniendo lugar la cumbre de ministros de la Unión Europea. Habían cerrado la Universidad Central, y la zona debía de estar tomadísima; en la tele había visto patrullas a caballo, y hasta una tanqueta. Mejor se apearía en Gràcia, e iría a dar una vuelta hasta el Parque Güell. Policía. Unión Europea. Ministros. Policía. La política era mero juego de apariencias, y sobre eso había escrito una fábula, o más bien una alegoría. Trataba de un ruiseñor que viaja en busca del mejor gobierno del mundo, y se va encontrando con diversos animales y personajes que le exponen su visión de las cosas y le envían de un sitio

- 219 -


para otro. Hasta que, a punto de darse por vencido, el viento va y le dice: Rossinyol, bon rossinyol, el govern perfecte n´existeix2... Tan súbita revelación está a punto de matar al pajarillo, que al final se debate en la duda existencial de si ingresar en las filas de la socialdemocracia, a verlas venir, o retirarse de por vida a un bosque de pinos del Ampurdán. Sólo queda decidir el final del cuento, y Jordi piensa que tiene que hacerlo ya, pues quiere presentarlo a un concurso organizado por el Gremi de Ferreters y Cristallers de Santa Perpètua de Aigüesmogudes, un pueblecito del Ampurdán (la ubicación del bosque, como se deduce fácilmente, era por completo intencionada.) En cuanto al título, después de darle muchas vueltas ha recordado que cuando de pequeño le contaban fábulas éstas empezaban siempre así: Vet aquí que en aquell temps que els ocells tenien dents3... De modo que había pensado en bautizar a la suya con un sencillo y original título: VET AQUÍ.

CINCO

Marisa Rodríguez empuja el carrito amarillo, que traquetea por las calles empedradas. Ella no conoció las cartetas de cuero, y vivió los últimos tiempos del armatoste de dos ruedas, que fue a su vez sustituido por el de cuatro, mucho más cómodo pero igual de inútil en las estrechas aceras del casco viejo. Marisa recorre la Avenida Marín, baja por la Rúa do Progreso y gira por la del Concello. Hace calor como para fundir las piedras, y ella suda y resuda. Mucha gente del

- 220 -


barrio la conoce y hace ademán de saludarla, pero ella se hace la tonta: no puede pasarse el reparto dando los buenos días. Marisa no puede más. En el parquecillo, a la sombra, hay un banco vacío. Se sienta, saca el tabaco y enciende un cigarrillo. En teoría está prohibido fumar durante el reparto, pero que les dieran. Marisa es de un pequeño pueblo de Burgos. Siempre soñó con viajar. Ya que en su colección de sellos aparecían algunos provenientes de países exóticos, se le metió entre ceja y ceja hacerse cartero, y hete aquí que lo más lejos que había conseguido llegar era a Ourense. Como se aburre, a veces escribe. En casa, encima de la mesa, está la historia que empezó ayer. Es la historia de un ama de casa a la que hoy, cuando he llegado a la consulta, el doctor me ha dicho que tengo cáncer. Yo había ido a verle porque sentía debilidad, y aquellos bajones que me daban sin venir a cuento. Pruebas y más pruebas. Descartaron la tensión. Descartaron la diabetes. Me hicieron hasta la prueba del Sida. Hoy me ha dicho que el mioma se halla en un estado muy avanzado, que no cree que sea posible operar –aunque, por supuesto, puedo pedir una segunda opinión-, y me ha recomendado empezar cuanto antes con la quimio y la radioterapia. Creo que he salido sin despedirme. He caminado por la calle sin fijarme en los escaparates. He olvidado que a las doce tenía cita en la peluquería, y me he ido a sentar a un parque. Allí he visto a los niños pequeños corretear tras las palomas y a los jubilados pasear a sus perros. Una pareja de adolescentes, sin duda escapados de clase, se besaban en un banco.

- 221 -


A las dos he vuelto a casa. Poco después ha llegado Emilio. No había preparado nada para comer, y he tenido que inventar una excusa. Tampoco he tenido valor de decírselo. El no haber tenido hijos ha afectado a nuestra relación, y él siempre se negó a adoptar. Esta tarde me he acordado de Paulina. La otra mañana iba con sus hijas. Cuando una de ellas se casó por lo civil, no nos invitaron. Sé que se van a Gijón, a la boda de la otra. Sin pensármelo bajo las escaleras y llamo al timbre. Me abre ella con cara de sorpresa mal disimulada. Le doy dos besos. Sé que no esperaba mi visita y se muestra incómoda, pero me da igual: ahora no me importan nada los recelos, y le deseo lo mejor de corazón. No le digo lo que me pasa, pero me esfuerzo por quitar de en medio antiquísimas historias y recobrar, siquiera unos instantes, nuestra amistad juvenil. Yo sé que a ella le gustaba Emilio... Marisa apura el cigarro y se levanta. Sale de nuevo a la tórrida solanera y suspira. Todavía le queda medio reparto por hacer. SEIS

Esta noche he vuelto a soñar que yo no soy yo. Que no vivo en España, sino en Venezuela. Que no soy oficinista sino estanciero, y que no tengo mujer y dos hijos sino que soy viudo, y vivo solo. Esta noche he vuelto a soñar que yo no soy yo, y sin embargo me sigo llamando Genaro Fuentes, como aquí, como ahora. Hace ya un mes que tengo este sueño a diario. Mercedes, mi mujer, me ha dicho que vaya al médico,

- 222 -


pero yo no sé si los médicos pueden curar los sueños. Cultivo caña de azúcar y papas, pero sobre todo tengo ganado, miles de cabezas. Este año las lluvias han venido a su tiempo; los animales tendrán pasto, y podremos sembrar. Lupercio, el encargado, es buena gente y honrado a carta cabal, aunque ya va para viejo el hombre. No sé qué hacer con estos sueños. Sé que Mercedes ha llamado por su cuenta a un psiquiatra. Ya somos tres los que lo sabemos, porque a la familia y a los amigos, ni mu. Tampoco hablo de ello en la oficina. De todos modos, están mucho más interesados en el próximo partido de la Liga. Durante la comida Mercedes riñe a Pepín y a María Luisa por las malas notas del cole. Abstraído, no intervengo. Esta noche he asistido al parto de un ternero. Venía mal, y el veterinario de Santa Cruz no pudo hacer nada, y murieron la madre y el hijo. Al despertarme aún tenía olor de estiércol en la nariz. Mi mujer me ha mirado a los ojos. Hace días que no le cuento las historias, porque sé que ya no aguanta más. Estamos casi en junio; habrá que ir a marcar los potros que nacieron en primavera. En agosto solemos veranear en Alicante. Le he dicho a Mercedes que este año se vaya ella sola con los niños. Ella me mira fijamente: “¿Vas a ir, verdad?” Asiento. “Si quieres, puedo acompañarte”. Deniego con la cabeza. Sé que va a proponerme que los críos se queden en casa de sus primos. “Déjalo” –le digo-. “Prefiero ir solo”. Por eso, dos semanas después estoy tomando el vuelo de Santa Bárbara rumbo a Caracas. Ocho horas hasta Maiquetía, y tres más esperando el vuelo interior. Lo primero que nota al pisar el aeropuerto es el calor, y la sofocante humedad.

- 223 -


Se pasea aunque poco, porque gran parte de la terminal está en obras. Por los ventanales de un lado se contempla el mar, y por los del otro la alta sierra. No se ve Caracas. Debe de estar allí arriba, camuflada entre las nubes. El vuelo hasta Coro, capital del estado de Falcón, se le hace sorprendentemente corto. En ningún momento le parece ir hacia lo desconocido, sino más bien que regresa. Una vez en tierra busca un taxi que le pise la chancleta hasta Santa Cruz de Bucaral. Son unos cien kilómetros. Por la carretera ve gente, animales, puestos de fruta, y los encuentra familiares, como también lo es aquel cielo tropical desde donde en el momento menos pensado puede descolgarse un aguacero. Entonces se da cuenta de que el vehículo está detenido, y que el taxista se ha vuelto y le está preguntando: “¿El musiú quiere tomar un palo con arepas?” Ya en el pueblo le indica al conductor que vaya primero por una carretera secundaria, luego por un camino de tierra. Al final relumbran los altos muros de una hacienda colonial. Llegan a la puerta. Paga al taxista, le da unos bolívares de ñapa y le dice que se marche. Llama, y el sonido de los golpes resuena en los amplios interiores. Al cabo de un rato abren. Pregunta si está Genaro Fuentes, y le hacen pasar. En contraste con el calor exterior, hace fresco allí adentro. Le dejan en una sala casi a oscuras. Poco a poco su vista se acostumbra. Paredes blancas, gruesos muros, muebles de cuatro o cinco generaciones. Se abre la puerta y entra un hombre mayor que él. Pantalón de faena, botas de montar. Canas y bigote. Tiene un vago parecido a Clark Gable. - Soy Genaro Fuentes -se apresura a decir-. Quiero decir que también yo soy Genaro Fuentes.

- 224 -


El otro sonríe de medio lado. - Así que tú eres el gallego. - Heme aquí. - Hete aquí. Te imaginaba más alto. - Y yo a ti más flaco. - La mujer y los hijos, ¿se fueron de vacaciones? - Sí. ¿La cosecha de maíz? - Se dio bien. - ¿Cómo está Lupercio? - Murió, el pobre. - ¿De viejo? - No. Un toro. Los dos hombres continúan de pie. Hablan sin prisas, como quien recita un guión aprendido. Encaran un gran misterio de la vida, y para eso es necesario tomarse tiempo. Afuera ya se pone el sol, y casi no es posible distinguir sus rasgos. Dentro de un rato también se confundirán sus voces, y será de veras difícil saber quién es Genaro Fuentes, español, y quién Genaro Fuentes, venezolano. Conchale vale.

OCHO

REUNIDOS a 25 de abril del presente año en la sede de la editorial LIBÉLULA los señores Méndez, Gutiérrez, Yáñez, Porres; y el señor Azpirez, en calidad de representante de la editorial y Presidente del Jurado, acuerdan fallar el prestigioso premio de narrativa de la asimismo prestigiosa editorial.

- 225 -


El señor Gutiérrez toma la palabra para expresar su asombro ante el hecho de que, entre los más de quinientos originales presentados, haya nada menos que ocho que ostenten idéntico título: HETE AQUÍ, incluido uno que viene de los Montes Azules, Chiapas, México. A lo que el señor Porres responde que las comisiones lectoras trabajan independientemente, que ni siquiera se conocen entre sí, y que esas cosas pasan, habida cuenta de que, si bien es limitado el número de palabras en el idioma, aun lo es más la creatividad de los autores, y que si duda de sus afirmaciones que se lea La Biblioteca de Babel, de Borges. A lo que el señor Gutiérrez responde amoscado que sí que se ha leído La Biblioteca de Babel, y con seguridad mucho antes que el señor Porres. El señor Méndez, que últimamente anda duro de oído, pregunta que si se sabe ya quién ha ganado. El señor Yáñez interviene diciendo que el hecho de que aparezcan ocho obras con idéntico título se debe a que el Premio se halla viciado desde el principio, y sujeto a los vaivenes y estrategias comerciales de la editorial. A lo que el representante de la susudodicha, el señor Azpirez, replica indignado que no tiene derecho a lanzar semejantes calumnias, máxime cuando el señor Yáñez bien que cobra las dietas por ser jurado, amén de otras prebendas que no va a sacar a relucir aquí, y nunca ha protestado por ello. La discusión sube de tono, y los dos querellantes hubieran llegado a las manos de no interponerse el resto de miembros del Jurado. Serenándose los ánimos y llegados los señores Yáñez y Azpirez a una (más o menos) sincera reconciliación, los presentes votan (y aprueban por mayoría) que es hora de irse a comer, tras lo cual decidirán si se declara o no de-

- 226 -


sierto el premio. El señor Méndez, que no se entera de nada, pregunta que si otra vez ha ganado Cela. Y sin más asuntos que tratar se cierra la sesión. De la cual, como secretario, doy fe.

1

Una fábula sobre la relatividad del bien y del mal: todo depende de quién lo mira y desde qué punto de vista –ideológico, moral, cultural- lo hace. 2 Ruiseñor, buen ruiseñor, el gobierno perfecto no existe. 3 Hete aquí que en aquel tiempo cuando los pájaros tenían dientes...

- 227 -



Este libro se terminó de maquetar e imprimir en mayo de 2006; fue editado por el propio autor ante la imposibilidad manifiesta de encontrar a alguien que estuviera dispuesto a publicarlo. Y es que, como ya dijo el clásico, en España escribir es llorar.

- 229 -



Turn static files into dynamic content formats.

Create a flipbook
Issuu converts static files into: digital portfolios, online yearbooks, online catalogs, digital photo albums and more. Sign up and create your flipbook.