Viajes diferentes

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Imágenes de la portada: terrazas de cultivo en el Valle del Colca (Perú); ferry entre Suecia y Dinamarca. Contraportada: río de montaña en el Norte de Extremadura; mano de niña tatuada con henna en el Valle del Drâa (Marruecos)

Prohibida su reproducción, incluso parcial, sin permiso expreso del autor.


VIAJES DIFERENTES

Juan María Hoyas Santos



EL AUTOR Nació en Cáceres, en 1965. Compagina la docencia con los viajes, la literatura y la fotografía. Hasta la fecha ha visitado los siguientes países: Alemania, Austria, Bélgica, Chequia, Cuba, Dinamarca, Finlandia, Francia, Grecia, Holanda, Hungría, India, Italia, Luxemburgo, Marruecos, Nepal, Noruega, Perú, Portugal, Reino Unido, Suecia, Suiza, Túnez y Turquía.

En todos ellos afirma haber aprendido cosas, y encontrado lo bueno y lo malo, el cielo y el infierno del ser humano. En todos, incluido el suyo. Se pueden ver fotografías de algunos de estos viajes en

www.extremaduralternativa.net

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LIBROS PUBLICADOS

- Extremadura en bici (2001) - Itinerarios ecoturĂ­sticos por la Trasierra-Tierras de Granadilla (2004) - Viento de Cara (2005) - El Centro del Mundo y Otros Relatos (2006)

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VIAJES DIFERENTES

1992. Pola Terra Adiante...............................11 1993. Lagarto Verde.......................................27 2002. Viento de Cara......................................47 2003. Olor de Mar........................................197 2003. Camino del Inca..................................213 2005. Gran Norte..........................................241 2007. A単o nuevo en el desierto.....................429

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El otro día, en vísperas de dar forma definitiva a este prólogo, vi un documental sobre la gesta de Ernest Shackleton en su intento de cruzar la Antártida en 1914. Ignoro qué fue lo que me impresionó más, si el invierno aprisionado en el hielo, si la escapada hacia la Isla Elefante o si fueron las ochocientas millas de travesía en patera hasta Georgia del Sur por el mar más peligroso del mundo. En cualquier caso, no hizo sino reforzar el sentimiento que me acoge cuando alguien me pregunta si me siento viajero y le respondo que no. No por provocar ni por hacerme el interesante, sino porque sé de quienes han ido más lejos, más tiempo, más arriba y con peores medios. Conozco a algunos, y envidio profundamente el espíritu y la determinación que les movió. Al igual que uno escribe sobre lo que puede, también va hasta donde sabe o donde le llegan las fuerzas. Desplazarse fuera del ámbito de lo conocido siempre ha tenido para mí el carácter de lo revulsivo. Se remueven los viejos patrones, los hábitos esclerotizados. Veo una nueva luz, y experimento la necesidad de expresarla. No tengo muy claro si en esos momentos elijo escribir o es la escritura la que me elige a mí. Me inclino por lo segundo, -9-


pues comparto la idea de que uno escribe cuando no puede hacer otra cosa. ¿Y por qué diferentes? ¿Diferentes a qué? Pues a aquel viaje que transcurrió por nosotros sin dejar huella, como un vaso de agua. Como quien aplasta una colilla con la suela del zapato, a sabiendas de que nunca volverá a pasar por allí. Diferente también al viaje listo para consumir que se oferta en las estanterías de cualquier agenciahipermercado bajo un nombre que debería hacernos encoger el corazón: paquete turístico. Los itinerarios que he querido compartir en las siguientes páginas poseen, al menos para el que esto escribe, la virtud de ser especiales. Bien porque fueron íntimas formas de participar en lo viajado o porque supusieron una integración excepcional con la vida y la gente del lugar visitado. ¿Viajé yo o fue el viaje quien me viajó a mí? El libro está compuesto por siete viajes realizados a lo largo de quince años. Es importante para mí resaltar que fueron escritos a pie de andén, esto es, durante o inmediatamente después. He corregido el estilo, pero procurado respetar la visión del mundo que subyace en cada uno. Aunque ya no la comparta, aunque no sea la políticamente correcta. Pero en conciencia creo que lo que uno no puede hacer es engañarse ni tramposear con el pasado, y que debemos procurar que el arco de la existencia se mantenga, en la medida de lo posible, nítido y claro. Si mis andanzas te aportan una pequeña parte de lo que a mí, bienvenidas sean.

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1992

POLA TERRA ADIANTE Un viaje por el Camino de Santiago y A Costa da Morte


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Que tengan feliz viaje Es una campesina quien nos lo dice, con sus botas de goma y su par de vacas a la vera del camino. Es impresionante la amabilidad de esta gente con los peregrinos y la dulzura de su lengua. Vamos hacia Palas de Rei, y es el segundo día de camino. Ayer, entre Sarria y Portomarín, atravesamos una zona virgen: docenas de aldeas pero ni una tienda, ni un bar en ellas. Apenas coches. Nos sentíamos viajeros medievales de verdad. El día de Portomarín dormimos en el albergue municipal pero después hemos ido a nuestro aire, con la tienda de campaña. Es demasiado contraste la serenidad del día en el camino con el bullicio de los refugios por la noche. Además, queremos desvincular nuestro viaje de la oficialidad-cristianidad del Camino. Somos anarcoperegrinos. Los primeros días hicimos ruta casi al compás que otros grupos. Al final nos quedamos solos y los echábamos de menos. Había un señor cuarentón y peculiar que trabajaba

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en CaixaVigo y que se había unido a un grupo de jóvenes cristianitas de León. El contraste no podía ser más chocante. Luego había dos chicas belgas a las que conocimos junto a una fuente mientras se fotografiaban, emocionadas, al lado de unas vacas que fueron a beber. En sucesivos días, a cada encuentro las veíamos más apagadas. Suponemos que llegarían a Santiago. La provincia de A Coruña es más rica que la de Lugo, pero también se ven más chalets y eucaliptos. En el primer pueblo una señora se nos queja de lo olvidado que tienen el campo los gobernantes, y de que le gustaría ir hasta Santiago, pero por los animales no puede. Nos pide a nosotros, que tenemos estudios, que intercedamos ante los de arriba por la gente como ella. Se nos encoge el corazón. Así, meditabundos, a la salida del pueblo encontramos a otro señor que nos invita a disfrutar de una sombra, pero queremos llegar a Melide para comer.

Circulen, por favor Al llegar a Santiago no tuvimos la sensación de llegar a ningún sitio. Santiago es un chiringuito, un alto en el camino, una Expo que montaron los curas para apropiarse-explotar el camino más antiguo, el que llega al mar. Por Santiago, al menos en verano, pulula toda una rica fauna de maderos, y la policromía es su divisa: los nacionales, los municipales (con gorra hombre-de-Harrelson), los juraos que tienen tomado el Obradoiro y que vigilan oh sacrilegio- el interior del templo. Precisamente uno de éstos nos conminó a mover el culo con la amable frase que encabeza este capítulo. Cuando le pregunté la razón - 14 -


de tan insólita orden -sobre todo dirigida a peregrinos, cuyo principal oficio es precisamente circular-, respondió con un porque lo digo yo, razón por completo falaz y que habría sometido a discusión en aquel mismo instante si el individuo en cuestión no gozara de todo un arsenal de argumentos secundarios colgados de su cinturón. Santiago es bonito, pero lo afean esos matones que quieren, como en las películas yanquis, limpiar la ciudad. Hace tres años y por este mismo mes asistí al siguiente episodio: en una esquina unos músicos callejeros interpretaban melodías celtas. En esto que llegan dos munipas y les invitan con amabilidad característica a tomar vientos. Pero, oh sorpresa, los músicos no se arredran y siguen tocando. La situación se tensa y el público, solidario, corea la música con las palmas. Los munis se sienten menoscabados en su autoridad y echan mano de walki. En un abrir y cerrar de ojos aparecen dos coches patrulla con más munis, pero éstos con botas y boina a lo GEO. Los músicos se resisten y la cosa acaba a empujones y en comisaría, y por poco se llevan también a un espectador que, como dicen ellos, se les puso chulo.

Fisterra Aquí sí acaba el Camino. Aunque el viaje desde Santiago lo hacemos en transporte público, la sensación es evidente. El mar se despliega por todos lados como una flor azul. La llegada, sin embargo, no pudo ser más desoladora: lloviendo a mares toda la tarde, sin visibilidad ninguna, el autobús nos deja en un pueblo donde el problema más

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acuciante va a ser la acampada, pues sólo se ve monte empinado por todos sitios. Tras muchas peripecias y con los pies empapados, estamos montando la tienda cuando escampa. Oh sorpresa, los puntos cardinales están cambiados, y el sol se está poniendo por el Este, tierra adentro. Bueno, claro que no es eso, es que Fisterra está en una península mirando hacia la costa, y como la escasa visibilidad hacía que la bahía interior pareciese mar abierto... Al día siguiente subimos al cabo donde, cuentan los clásicos, el general romano se cagó de miedo viendo el sol hundirse en el mar. Hasta aquí hemos llegao, se diría sin duda, molesto en realidad por no poder ampliar más el Imperio. A mediodía, bajando hacia la playa por la parte externa de la península, trabamos conocimiento con los tojos y los zarzales. Carmen conoce su primer porrazo de la excursión, con mochila incluida.

Costa da Morte Por la tarde, pese a los consejos en contra de la chavalita del bar, que por allí sólo hay vacas y monte, os vais a aburrir, enfilamos hacia Buxán. Acampamos junto a la Praia do Rostro, en medio de un incendiario atardecer. A medida que va oscureciendo siento con más y más fuerza la presencia de los canchos a flor de tierra. Los percibo como seres milenarios, y pienso en esos lugares donde aflora la fuerza telúrica y donde los antiguos, menos tontos de lo que creemos, edificaron los cromlechs. No le digo nada a Carmen, pero esa noche me duermo en el más

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extraño estado de ánimo que se pueda imaginar. No se volverá a repetir esa sensación en lo que queda de viaje. Al día siguiente el problema será la comida, porque por las aldeas que pasamos no hay tiendas, ni tampoco agua corriente. Por contraste, los cochazos de los emigrantes en Suiza cruzando estos pueblos perdidos en el pasado. Y pienso en la noción de tercermundo: no se trata tanto de países que son pobres sino que hacen caricatura de los países ricos, con la desmesura como norma. Como aquí. En Lires realizamos dos pequeñas hazañas: la primera, caminar 7 kilómetros sólo para comprar comida. La segunda, salir del pueblo. Porque el primer intento resulta infructuoso: una piscifactoría tapona el camino natural hacia la costa, cruzando el río. Después de entrañable conversación con los zarzales, de descalzarse para vadear un regato de aguas residuales -¡qué peste y qué asco!- y de retroceder hasta el casco urbano, una señora nos informa que para llegar a Nemiña la única forma es cruzar la ría. Más adelante nos dicen que apresuremos, que la marea está subiendo. Por el sitio más estrecho -unos 30 metrosJuanma empieza a vadear. La corriente hacia el interior es muy fuerte, cuesta mantener el equilibrio y la mochila no hace sino empeorar las cosas. Creo que el palo de caminante salvó la situación. Cuando el agua me llegaba a la cintura y empezaba a acojonarme, comencé a ganar la otra orilla. A todo esto Carmen me miraba al otro extremo de la ría con cara de decir: Esta noche, uno a cada lado. Le grito que la suelte y cruce. Vuelvo y cargo yo con su mochila. Aunque todo el episodio ha ocurrido en cinco minutos, el agua me llega dos cuartas más arriba que la primera vez.

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Una vez a salvo, y ya caminando por una hermosísima playa, tenemos la sensación de haber cruzado por lo menos el Amazonas. Y, como ocurre siempre en situaciones comprometidas, de haber vuelto a nacer. Pasado Nemiña, acampamos al abrigo de un pinar. Como siempre, in extremis, a punto ya de oscurecer. Al día siguiente -Touriñán, Muxía, Merexo- una caminata de 26 kilómetros nos deja hechos polvo y en el camping de Lago. Aquí estaremos cuatro días. Por fin localizamos a Aurora, que vive en Sendón (diecisiete casas). Sendón cae unos dos kilómetros tierra adentro. Desde allí, nos dice, se oye el tronar de las olas en los temporales de invierno. Aurora fue alumna mía este año, y será ella quien nos traiga y nos lleve por la zona. Nos enseñará A pedra dos Cadris, la cual, si pasas bajo ella, te sana os cadris (los riñones) y A pedra Abaladoira (la piedra que baila), que en la Edad Media se utilizaba como Juicio de Dios. Estando nosotros allí un grupo de personas la hizo oscilar rítmicamente. Al chocar con las decenas de toneladas de granito sobre las que se apoyaba producía un sonido que no puedo describir, pero que habla a la larga cadena de existencias y de antepasados remotos que me han precedido y dejado huella en mi subconsciente. Era un sonido que recordaba a la txalaparta: hondo, telúrico, hecho de carne y de tiempo. De golpe y sin palabras comprendí el culto a las piedras. En esta Galicia meiga, cuando veo con qué rapidez entiendo y experimento las religiones naturales creo que es precisamente por eso, porque son naturales, y que los monoteísmos posteriores y la más posterior aún religión de la ciencia no son sino un barniz que apenas puede ocul-

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tar estos otros ritos y creencias que resuenan en mí con la fuerza de decenas de miles de años. Durante estos días vivimos aparte, como en otro planeta. Sin embargo, el mundo real estaba allí: por breves ojeadas al tótem electrónico nos dimos cuenta de la que nos estábamos librando: liturgia y deporte, exaltación españolista de los JJOO infestando a todas horas los canales. Llamamiento a la histeria general por las medallas conseguidas con sudor y sangre. Espasmos casi sexuales, como si por cada una nos bajasen un punto el IRPF. Y la Expo, claro. La dueña de un bar, al saber de dónde éramos nos preguntó: ¿Y cómo no han bajado ustedes a Sevilla? Para esto estamos, le respondí yo. Y no le conté que a unos amigos, por manifestarse en la puerta el día de la inauguración en apoyo a la campaña 500 AÑOS BASTAN, los habían detenido y pasaron más de veinticuatro horas en comisaría. Por suerte todo eso cae ahora muy lejos. En cambio, Muxía y Camariñas distan por mar unos cuatro kilómetros, y bordeando la bahía son veintisiete. Ambos pueblos son muy diferentes. La aldea de Aurora está en el término municipal de Muxía y por eso le caen mal os muxians (pescos, por mal nombre). Sin embargo, nosotros el ambiente más enrarecido lo experimentamos en Camariñas.

Romería en el mar Muxía y Camariñas, como buenos vecinos, se odian cordialmente y sólo se reconcilian con motivo de las dos procesiones marítimas de la Virxe do Carme; cada pueblo

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organiza una en el mes de Julio, pero en fechas distintas. Nosotros hemos pillado la de Muxía. A Santiña (Nossa Senhora da Barca) es trasladada al navío designado por sorteo, el mismo en el que van las autoridades y hasta la banda municipal. Se recorre la bahía en el sentido de las agujas del reloj. Mientras vamos hacia mar abierto me mareo muchísimo. Un marinero, que al parecer equilibra automáticamente su cuerpo ante los vaivenes de la embarcación, se sonríe ante nuestros apuros: ¡Pero si hoy está el mar muy tranquilo! La primera parada es en la punta da Barca (lugar peligrosísimo, lleno de arrecifes, donde no se atreven a acercarse los de Camariñas, pero sí los de Muxía, que la conocen bien). Luego vienen los diferentes pueblos, en los que se nos saluda con cohetes: Camariñas -donde los jóvenes de nuestro barco entran cantando canciones alusivas-, Leis, Lago, Merexo (O mais fogueteiro, al decir de Aurora), Os Muiños... Jamás vi tanta alegría sobre el mar. Embarcaciones de veinte a treinta metros, en las que esta gente se gana tan peligrosamente el pan, aparecen engalanadas con banderolas multicolores -estanquera incluida- y ramas de no sé qué árbol. En O Farelo bailan la muñeira a bordo. Grupos de adolescentes se saludan de un barco a otro. En el nuestro hacen sonar una enorme caracola marina... Inevitable el recuerdo vikingo. Al final de la fiesta todos corriendo a Muxía, a ver quién pilla muelle. Nos despedimos de Aurora y reanudamos camino. Ya no la volveremos a ver porque en otoño empezará a estudiar en Santiago, aunque quién sabe.

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A Costa da Morte parece recortada con troquel. De la playa de Lago a Camariñas no habrá en línea recta 2,5 kilómetros (el abuelo de Aurora cruzaba a nado), pero por carretera hay 19. Cereixo, Ponte do Porto, Xabieriña... Al final, desesperados, decidimos cortar por lo sano y cruzar la ría, aprovechando la marea baja. Nunca lo hubiésemos hecho. Hasta el pequeño arroyo del centro, sin problema, aunque hubo que descalzarse. Después, medio metro de fango. Yo salí como pude, pero Carmen -más o menos el mismo peso, pero con los pies más pequeños- no era capaz. Lo peor era que no podía ayudarla, porque si tiraba de ella me hundía. Tal como arenas movedizas. Al final de rodillas, a cuatro patas, hundida con cieno maloliente hasta los ojos, llegó a tierra firme. En la vida tan guarros.

Una por Cuba Fidel Castro está en Galicia. En Camariñas tomando café asistimos por la radio a un dúo surrealista: los discursos consecutivos de Fraga y de Fidel. La prensa, fiel a directrices, hace la vida imposible a este último. Si averiguasen que tiene almorranas, lo presentarían como un fracaso de la revolución. Como Fraga ha presionado al Comandante para que suelte a delincuentes encarcelados, las Juntas Galegas Pola Amnistía solicitarán a Fidel que haga otro tanto con Fraga, para que consiga la reagrupación de los presos independentistas en Galicia: «...as JUGA perguntanse porque Fraga non ten consideración por estes presos e si polos recluídos en Cuba, e

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pensan pór en coñecimiento de Fidel Castro estas circunstáncias, para que, agora, a intercesión sexa ao revés:» Por esos mismos días, durante un acto anti-Castro en Compostela, la mitad del público (compuesto por 40 personas) prorrumpió en aplausos cuando uno de los oradores reproducía unas palabras de Fidel sobre Cuba y la revolución: «O acto rematou entre berros dun e outro signo e coa marcha apresuradas dos «marielitos» casa o avión, mentres un deles, visibelmente alterado, afirmaba: «nem no exílio se pode falar».

Niebla y explosivos Al día siguiente, como vamos a recorrer un tramo deshabitado de la costa, salimos de Camariñas cargados hasta los topes de agua y comida. Subimos hasta el faro de Cabo Vilam. Al lado hay un parque eólico propiedad de FENOSA. Incomprensiblemente, parece desaprovechado -sólo una tercera parte de las turbinas se movía, y no precisamente porque no hiciera viento. Parecía un monumento al desprecio que esta civilización tiene por el sol, el viento y el mar, energías infinitas e inagotables. A la hora de comer cae la niebla a una velocidad vertiginosa. Ya no levantará en todo el día. Seguimos por una pista de tierra que bordea la costa. Cuando acampamos, la visibilidad no alcanza más de cincuenta metros. Las bocinas del faro, arropado por la niebla, suenan lúgubremente. Esta noche dormimos seguros de que con semejante niebla nadie podría encontrar la tienda.

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A la mañana siguiente empieza a despejarse a eso de las once. Conforme se desvela el paisaje aparece una costa rocosa, desconocida, sacada del origen de los tiempos. En cambio, cuando retomamos el camino comprobamos algo que ya sospechamos el día anterior: La presencia de compresores y el ensanchamiento de la pista hablan claro: van a construir una carretera. La evidencia queda dramáticamente demostrada unos kilómetros más allá con una explosión enorme y cercana. Seguimos caminando con el temor de que nos lluevan rocas o salte la tierra bajo nuestros pies, hasta que nos encontramos con una cuadrilla de obreros y obreras que introducen en agujeros practicados en la roca de la cuneta lo que parecen gruesas velas envueltas en papel. Por una caja de embalaje veo de qué se trata: GOMA-2. Cien metros más allá la escena nos recuerda a películas de guerra, cuando bombardean las rutas de transporte perdidas entre las montañas. Roca milenaria despedazada, pulverizada, modificada para siempre. Pasamos con el corazón encogido junto a la excavadora que despeja los escombros. Goma 2. El nombre tiene regusto televisivo, a locutor con cara de circunstancias que excita la sensibilidad de la gente hablando de los muertos habidos, futuros, posibles y probables. A telediarios muy sensibles a la hora de condenar acciones contra el Estado. Pero el Estado tiene policías que matan y encarcelan a quienes osan atacarlo, y la naturaleza no responde, no tiene con qué defenderse. Al menos por ahora. Luego las palabras no transmiten el sentido real de lo que quieren significar. Una cosa es leer en cualquier nota de prensa la denuncia de un grupo ecologista:

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La Xunta de Galicia pretende asfaltar una pista de 20 kilómetros entre Cabo Vilán y Camelhe que atraviesa zonas prácticamente vírgenes, como el Cabo Tosto y la Praia do Treze. La carretera provocará una afluencia masiva de vehículos, lo que apresurará la degradación y destrucción de una de las últimas zonas vírgenes del litoral gallego. La obra es tanto más innecesaria cuanto que este recorrido no une ningún núcleo habitado, puesto que Camelhe y Camariñas ya cuentan con comunicaciones más rápidas por el interior... y otra ver y palpar la herida abierta, olfatear el olor del explosivo y darse cuenta de que no sólo es una destrucción sin precedentes, sino que encima las instituciones malgastan el dinero de todos en una zona cuyo hospital más cercano es Coruña (88 kilómetros) y donde muchas aldeas no tienen aún agua corriente. ¿Alguien se beneficia de todo esto? Sin duda. Dejamos atrás tamaño desbarajuste. Durante el camino oiremos dos o tres explosiones más. Milenios de cultura no han ocasionado destrucción semejante a la de los últimos cincuenta años. Es nuestro último día de viaje. Desde lo alto contemplamos los arenales de Laxe con la sensación de ser la última vez que los vemos así. No puede haber pena más grande en este mundo.

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1993

LAGARTO VERDE


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...CON OJOS DE PIEDRA Y AGUA (Nicolás Guillén)

«Ochún es la diosa de las Aguas Dulces, del oro, de la sensualidad, de la feminidad y del amor. Mulata, vestida de amarillo –el color de las orillas arenosas de los ríos-, con ropas decoradas con conchas y plumas de pavo, esposa de Orula y amante de Changó, se la identifica con la Virgen de la Caridad del Cobre, santa patrona de Cuba.» De un libro sobre santería que Pedro, el cocinero, nos leía mientras éramos tejidos por el rumor de la noche caribeña

En Agosto de 1993 viajé a Cuba formando parte de una brigada de solidaridad. El programa era el siguiente: diez días de trabajo en el campo, una semana de visita político-cultural en La Habana y resto del tiempo libre. Casi todos mis compañeros eran miembros activos de comités de solidaridad en España, e iban para allá con unos fines y objetivos claros. Yo, que no formaba parte de nin- 29 -


guna organización, viajaba más como observador y como curioso, buscando sobre todo unas vivencias diferentes a las del turista, hecho que cobraba especial importancia por hallarse Cuba y su revolución –sobre todo entonces, pero también ahora- en el centro de la polémica. En 1993 estaba muy cerca la caída de la URSS, y Cuba sumida de lleno en el Período Especial, que supongo recuerda mucho a las penurias de la posguerra española y de cualquier posguerra. La sensación general era de hecatombe. Desde España la visión era peor aun: se esperaba de un momento para otro una vuelta de la tortilla, y varias personas quisieron advertirme sobre la posibilidad de que mis vacaciones acabaran en la cárcel. Han pasado catorce años. El régimen no ha caído, ni Fidel ha muerto. A mis oídos llegan diferentes testimonios de quienes han estado allí. La impresión es confusa. Yo no sé cuál va a ser el destino de Cuba, sobre todo cuando desaparezca Fidel. Tampoco pretendo hacer alegato ideológico ni defensa numantina; sí, en cambio, reflejar el intenso ambiente en que me vi sumergido durante treinta días y las personas que conocí –no hace falta decir que la etapa del trabajo voluntario fue la más gratificante e intensa-. Pero sobre todo dejar constancia del valor, la entereza y la suprema dignidad de los cubanos. Yo pisaré las calles nuevamente De lo que fue Santiago ensangrentada...

Hay viajes que te cambian. Trabajando entre las plataneras, cantando con el compañero Soto las canciones de Silvio o de Pablo, siento la irrealidad de todo esto, y al mismo tiempo como si se me hubiera vuelto tan cotidiano

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que sólo con la perspectiva de la distancia podré apreciar el salto en toda su magnitud. Bajas por entre las nubes, ves por primera vez el cielo cargado de vapores y la campiña siempreverde, las palmeras. Notas en el aeropuerto la intensa humedad y el calor, la noción primera de que estás en un sitio extraño, arrancado bruscamente de tu realidad y depositado en otra cuyas reglas no conoces y cuyos signos te son extraños.

JOSÉ Y GÜINE Son los primeros compañeros de tajo. De palabra son más socialistas y patriotas que nadie, pero no le ponen demasiado empeño al trabajo: las pausas a la sombra son casi tan largas como los periodos de curro. José habla todo el día de mujeres, sobre la pinga y el bollo, sobre el cingar. José es conductor de ómnibus en La Habana, venido por tres meses al campo. Güine es o era obrero metalúrgico, y vive a dieciséis kilómetros. Nunca sabe uno hasta qué punto están a favor de la revolución: José dice que aquí todos son muy criticones, pero que si los yanquis invadieran a fajarse irían todos: hombres, mujeres, niños. Su acento cuesta entenderlo, pero su amabilidad es exquisita, como la de la mayoría de los cubanos. Y su humor también: con ellos se da rienda suelta a la imaginación porque cualquier chiste –cuentos, les llaman ellos- será bien recibido. Se quejan de las carencias –en Cuba, ahora mismo, falta casi de todo-; sin embargo, al menos en el campo, no se pasa hambre. El resto de los artículos sólo se pueden conseguir de trapicheo a precios desorbitados. Por

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eso comienzan las presiones, para obtener favores de los ricos brigadistas que traen ropa, calzado, champú... José fue en tiempos jugador de béisbol y está divorciado. Tiene dos hijos, a los que visita regularmente. Güine se ha casado dos veces. La última lleva cuatro años, y hasta que dure. No hay café. No hay cerveza. No hay verduras. No hay papel higiénico. Apenas hay periódicos. Y sin embargo se vive. No es cuestión de idealizar, porque los cubanos también desean comodidad y cosas pero aquí, por primera vez quizá, uno es consciente de la cantidad de ortopedia consumista que hemos puesto en nuestra civilizada vida occidental.

CONTINGENTE FLAVIO BRAVO Grupo de trabajadores desplazados desde La Habana para priorizar la agricultura durante el período especial. Lo componemos unas doscientas personas. En Melena del Sur hay diez contingentes como éste, y en el total de la provincia 18.000 trabajadores. Unos son socios fundadores –llevan en el grupo tres años- y otros dejan su puesto de trabajo, a menudo inactivo, durante unos meses. Las condiciones son por lo general duras: cortes de agua y luz, comida monótona aunque abundante, nada que comprar y ninguna diversión, salvo la que uno se pueda montar por su cuenta.

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UN DÍA El momento más dramático es sin duda las seis de la mañana. Hay que levantarse, ir a los malolientes lavabos, tomar un desayuno que bastantes veces se limita a un café con leche. La reunión del matutino, aunque parezca mentira, aúpa un poco el ánimo: se iza la bandera, se comenta algo, se dan instrucciones para el resto del día. A las siete, en el campo, el espíritu se levanta por completo porque, te toque con quien te toque, el cubano es alegre trabajando, y el humor hace más breves las horas. Chapear, guataquear, desmalojar, deshijar, amarrar son las tareas del plátano. Sobre las diez llega la merienda, que consiste en un vaso de agua azucarada –si hay- y un pequeñísimo trozo de pan con algo dentro. Paramos de trabajar a las doce. Después del almuerzo, a la una y media, se vuelve al campo hasta pasadas las seis. Es el momento más infernal del día, y hay que esperar al menos una hora a la sombra de los plátanos para poder hacer algo. Sudamos por cada poro de la piel, y la cosa se agrava si no sopla brisa. Tocas la tierra y está caliente caliente. Si le añadimos la humedad y las hojas que se descomponen en el suelo, a uno le parece estar metido dentro de una infusión. A veces el cielo se cierra y caen unas tormentas de espanto. Entonces es preciso salir rápidamente del tajo, porque una tempestad en los platanales es peligrosísima: ya ha habido varias muertes. Sobre todo hay que soltar cualquier cosa de metal: el año anterior, un rayo cayó sobre un grupo de trabajadores y alcanzó justamente al que llevaba una guataca en la mano. Murió en La Habana un mes después. - 33 -


LUZ Los cortes de electricidad prolongados son una novedad para quien viene del ultratecnificado Occidente. Como la mayor parte de la energía en Cuba es de origen termoeléctrico y producida con petróleo, no extrañan las interrupciones programadas de suministro ante la imposibilidad de alumbrar toda la isla. No tener electricidad significa, también, que no hay ventiladores que alivien el sofocante calor, o que se corte el agua por no poder bombearla a los depósitos. Una vetusta planta de fuel-oil, cuando se dignaba a arrancar, proporcionaba un poquitín de luz, pero a costa de un ruido infernal.

PATRI Patri cuida de una turbina y es quien nos reparte la merienda. Vive en el pueblo con nombre de constelación sideral, Melena del Sur. La entrada es una larga calle de casas de madera. Con porche y mecedora a la puerta, como en las novelas de García Márquez. Una noche que volvíamos andando al contingente alumbrando con linterna – había corte de luz-, oímos su voz que nos llamaba desde la casa de enfrente. Nos presentó a su hermana, a su cuñado, a su marido, a su hija de cuatro años. Nos sacaron dos cervezas para los cuatro –calientes, eso sí, por falta de electricidad. No hay en el mundo mejor platicador que un cubano. Será por la cortesía, el cariño, el don del habla que tienen

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o por todo junto. Cierto es que son épicos, hiperbólicos y bastante noveleros, pero también saben hacer que el momento discurra agradable. Conversar en Cuba es un placer para los sentidos, porque la gente habla con las manos, con los ojos, con el corazón. El cuñado me contó que era piloto, que había volado de Tokio a La Habana, y que había vivido un tiempo en Moscú. La plática se hubiera alargado infinita, pero había que marcharse. Al día siguiente me enteré de que aquellas cervezas las guardaban desde una boda celebrada hacía meses, y que eran las últimas.

CHAVES Me llamo Pedro Chaves, y soy presidente del Poder Popular de la ciudad. Con estas palabras yo entendí que se trataba del alcalde de Melena del Sur, que tiene poco más de cinco mil habitantes. Esta sensación fue confirmada por su sencillez y por la campechanía con que presentó a quienes venían con él, y eso que alguno era diputado de la Asamblea Nacional. Trato familiar, cortesía y, cómo no, la retórica de todos los cubanos. Sólo más tarde me enteré de que este señor era el alcalde de La Habana. Fue inevitable la comparación con los alcaldillos de tres al cuarto que allí, en nuestra tierra, se dan aires. Cuando al final del período de trabajo nos recibió en la capital esas impresiones se confirmaron, y una más: su mirada, de una rara intensidad (en realidad, la mirada de casi todos los cubanos es intensa.)

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Chaves nos invitó a almorzar en Guanabacoa, un barrio a las afueras. En lugar de utilizar coche oficial, él y los demás altos cargos se vinieron con nosotros, en medio de un calor horrísono, en un autobús sin aire acondicionado cuya última ITV la había pasado en Cangas de Onís. Cuando tras la comida vino el baile de rigor (porque en Cuba, para quien no lo sepa, es obligatorio bailar después de las comidas, así se estén derritiendo las piedras del calor), el alcalde ya se había excusado y pedido a uno de sus colaboradores que le acercara en coche al centro. En compensación, se quedó bailando salsa con nosotros un diputado de la Asamblea Nacional. Con bastante salero, por cierto.

SOTO Sotomayor. Familia del deportista, le digo yo. Ya quisiera, me responde. Con él fue con quien compartí más horas de trabajo, una suerte. Tiene treinta y dos años, y no se ha casado aún. Con Bibian, que también trabaja en el contingente, lleva amarrado once años, que aquí ya es decir. A diferencia de la mayoría de los cubanos que conozco, sólo habla de mujeres de cuando en cuando. Trabajó durante cinco años en la antigua República Democrática Alemana, en la industria. Allí los niños le tocaban a ver si desteñía mientras gritaban: ¡Chocolate, chocolate! Cuenta que tuvo unas cuantas amantes que le llegaron atraídas por la legendaria potencia sexual de su raza. Su formación política, como la de muchos cubanos, es impresionante. Apoya al Partido sin reservas. A veces,

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durante los permisos, que son cada quince días, se queda haciendo trabajo voluntario. Soto es una persona noble. Sentí de veras no tener tiempo para conocerlo más. Fue el único con quien mantuve correspondencia cuando volví a España, aunque después el tiempo y la distancia torcieran las cosas.

LOS REGALOS Un europeo es aquí, ante todo, alguien rico. Su presencia es ya en sí una agresión porque tiene dólares y un billete de vuelta, y porque la diferencia de poder adquisitivo es abismal. Además, un bote de gel, una cuchilla de afeitar, unas botas, a las que no le damos importancia, son para ellos auténticos tesoros. En los últimos días el clima de relación se va enrareciendo, aumenta la presión, y todo el mundo se afana en conseguir algo antes de que los reyes magos se vayan. Me han comentado que con las brigadas que fueron a Nicaragua ocurrió lo mismo. Esto es imparable y condicionará a quienes vengan detrás. Soto no me ha pedido nada. A él le regalaré algunas de mis cosas.

DESPEDIDA El aire de la separación estaba ya en la fiesta de anoche. La ausencia de muchos en el matutino: los brigadistas que se despegan gradualmente de los colectivos. A la hora de partir al campo, los abrazos, las promesas. Una hora

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después, cuando salió la guagua, todavía los compañeros no habían entrado a trabajar, para despedirnos. Tantos sentimientos en tan pocos días. Y el trabajo que une a las personas, que forja la conciencia. En Cuba se ha vivido realmente bien durante los últimos treinta años. El cubano es como la cigarra, vividor, y en los tiempos de la abundancia no pensó en que eso le pudiera faltar. Ahora se las dan todas juntas. Si aguantan el envite, será por su excepcional calidad humana. Cuba es a veces un país surrealista. Esa sensación de que nada es del todo importante, o la convicción de que todo se resolverá. Que llegue algún alto cargo de La Habana y el director del contingente le llame «Manolito» una docena de veces. O el otro día en la televisión: Fidel es un mito vivo y respetado como nadie, pero eso no impidió que, cuando el vicepresidente de Bolivia leía en el Parlamento una placa que iba a entregar a Fidel, éste le susurrara chistes por lo bajinis, provocando la hilaridad del otro, que interrumpía la lectura para darle al Comandante golpecitos en la barriga y tironearle de la barba, para regocijo de los presentes y de todos los que veíamos la tele.

CARLOS Es gerente de un hotel en Cienfuegos. Lo conocimos por casualidad, una noche de locos en que no nos quisieron admitir en lugar donde ya habíamos pagado habitación, tras doce o catorce horas metidos en un tren rechi- 38 -


nante al que apodaban el lechero (de este viaje, una palabra para el recuerdo: ferromoza, que es el equivalente a la azafata de los aviones, sólo que en los trenes). El señor que cargaba nuestros equipajes nos contó más tarde que, al vernos tanto rato en recepción, pensó seriamente en llevarnos a su casa. De él aprendimos que al hecho de sufrir infinitas desgracias se le dice en Cuba tener detrás un chino. Carlos nos proporcionó cama, y las cosas mejoraron mucho desde que conoció el motivo de nuestra estancia en Cuba. A llamamiento de la revolución y con dieciséis años empezó a trabajar en la profesión que más odiaba: maestro. Después estuvo dos años y medio en Nicaragua, de donde nos contó historias de amor y horror. Y también de humor y sexo, porque el cubano es amigo de mezclarlo todo, y tras la historia de Brenda, la heroína sandinista, que erizaba la piel, venían sin transición sus aventuras eróticas con las nicas. A la vuelta de Nicaragua, y de nuevo por mandato revolucionario, se metió a responsable de turismo, vida a la que no querría nunca acostumbrarse. Nos vimos con él durante un par de días. Casi desde el principio tuve la sensación de hallarme ante un ser humano excepcional.

LAS BICIS El Ayuntamiento de La Habana ha comprado en los últimos años 700.000 bicicletas, y espera adquirir pronto otras 300.000 más. La figura del ciclista, de los carrilesbici y las pilas de más de un kilómetro de estos vehículos - 39 -


en la playa confieren un aire entrañable y suavizan la sensación de ciudad sitiada que en tantos otros aspectos muestra La Habana. Nuestros anfitriones en la ciudad se desviven por nosotros. Nos instan a que les digamos a quién tenemos interés en ver, que ellos tratarán de conseguir la entrevista. Cogidos de improviso, no se nos ocurre nadie. Luego alguno apuntará, tardíamente, que podíamos haber pedido a Silvio Rodríguez. A quien todos queremos ver, claro está, es a Fidel, pero ante una insinuación nuestros anfitriones sonríen y arrugan la cara: tendremos que conformarnos con el Vicepresidente, pues por motivos de seguridad Fidel no tiene agenda fija y aparece cuando menos te lo esperas. Sin embargo, el año pasado ocurrió: se presentó en el contingente cuando se habían marchado todos menos una chica; a la pobre le tocó solita hacerle los honores. A cambio se llevó para España veintisiete diplomas, uno por brigadista, firmados de puño y letra por el Comandante.

EN UN LUGAR DEL CARIBE Me llamó la atención que, después de los bustos de Martí, la estatua más reproducida es la que representa a don Quijote. Estoy seguro de que en España no he visto tantas. El simbolismo que nos legó Cervantes queda retratado a la perfección en este rincón del mundo. ¿Es deliberada y consciente esta identificación de los cubanos con el hidal- 40 -


go manchego?¿También sienten su instante de gloria luchando contra los molinos del imperialismo?

CIENFUEGOS Llueve sobre la bahía. A medio día, el cielo se va cubriendo con una muralla de nubes que sobrepasa con creces los diez mil metros de altura. Entonces puede ocurrir que rompa a llover o que no. Uno reza para que lo haga, porque de lo contrario la tarde se convierte en un infierno de sudor y rechinar de dientes. Si por fin llueve, las nubes se amontonan oscurísimas, y no hay hueco entre un trueno y otro. No quisiera tener que presenciar un ciclón. (Estando en el contingente, una tormenta tropical pasó rozando Cuba, y fue a estrellarse contra los suburbios de Caracas, donde mató a más de cien personas. Había noticiarios cada seis horas, nos enseñaron el plan de evacuación, y dónde había que ir a refugiarse si las cosas definitivamente se torcían.)

MALECÓN Es difícil describirlo con palabras. Imagínese un paseo de siete kilómetros, con cuatro carriles y enorme acera. Póngasele al lado el mar Caribe, lleno de espumas y aromas, y al otro el hotel Habana Libre y el Hotel Nacional, sede de la mafia en tiempos de Batista. Sitúense en medio unos miles de personas, jóvenes, ancianos, niños...Y así dicho no se percibirá el ambiente que reina en esa inmen-

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sa culebra nocturna adonde los cubanos salen a pasear o a platicar. En el Malecón es donde más sabe y huele a Cuba. No se consume porque apenas hay nada que consumir, pero no se piense que está la gente aburrida o matando el tiempo: aquí el sentido de las cosas es otro, y no se trata de individuos aislados, encerrados en su celdilla particular: es un organismo vivo, colectivo, un gran foro. En el Malecón hay varias discotecas al aire libre. Es impresionante ver bailar a la juventud cubana; nada del frío ambiente de una sala de baile occidental: aquí te metes y el prodigioso clímax te gana, desinhibe tu reprimido cuerpo y basta con dejarse llevar.

ISMAEL De profesión, actor. Critica demoledoramente al sistema: corrupción, desastre económico, falta de libertad, prostitución, dirigismo... Dice que es una lástima que se eche a perder una idea de sociedad tan hermosa, y sin embargo cree que tenemos el privilegio de asistir a los últimos días de un régimen. Enfrascados como estamos en una conversación tan dramática, sin transición alguna alude a la brigadista española de mejor ver y me espeta al oído con la pasión que sólo un cubano saber poner: ¡Está de pinga, tío! En general se puede hablar de dos grupos: los que darían su vida por Fidel y la Revolución y los que se resienten de la escasez y echan de menos las comodidades de un mundo capitalista en el que ellos serían, claro está, los llamados por la Fortuna.

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¿Qué será de la Revolución después de Fidel? Nadie lo sabe, pero nunca había visto a nadie que concentrara de esa forma los valores, las esperanzas y los deseos de un pueblo. De Fidel no se valora la valentía, sino la inteligencia, la astucia. También la justicia y el humor.

HERMES De la fauna del Malecón. Estuvo destinado en Angola, y ahora estudia Derecho. Empeñado en empatarme con una mulata –con Manolo lo consiguió-, me veo obligado a adoptar la actitud más fría del mundo hasta que por fin desiste y cambia de táctica. No es tan crítico como Ismael, pero quizá no dice todo lo que piensa. Afirma que una de las consecuencias que acarreará la legalización de la tenencia de divisas será que mucha gente deje de estudiar o trabajar para ir detrás del dólar. Creo que él se lo está pensando.

MIGUEL Días antes de llegar nosotros a Cuba ocurrió lo de Laredo: la aduana norteamericana confiscó un ómnibus que formaba parte de una caravana de solidaridad organizada por la Federación de Iglesias de Estados Unidos. Motivo: ser susceptible de uso militar. Sus trece ocupantes, algunos de ellos ancianos, se declararon en huelga de hambre, y hasta la fecha.

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Como un eco, las mismas iglesias organizan un ayuno frente a la Oficina de Intereses Norteamericanos en La Habana, y de golpe nos enteramos de que Miguel se había sumado. Miguel es de Murcia, trabaja de camarero unos meses al año y es sumamente introvertido, tanto psíquica como físicamente. Fuimos a verle cuando llevaba tres días. Sólo tomaba agua y complejos vitamínicos. Estaba bien. A veces hay personas que sorprenden porque uno no se espera gran cosa de ellas, y de golpe demuestran una entereza y una talla moral más allá de toda previsión. Entonces uno sólo atina a sentir vergüenza por el juicio precipitado y por la imposibilidad de apostar tanto a una causa. En el contingente, Miguel fue quien me dio las páginas sobre las que escribo estas líneas, y a él se las dedico.

RETORNO DE LA MEMORIA Comparado con de donde vengo, mi país me da la sensación de ser un hatajo de niños mimados que se queja de vicio. Mientras veo a una viajera del autobús echarle la bronca al conductor por una nadería, recuerdo las estoicas colas de horas y horas que, estoicamente, hacían los cubanos para procurarse lo imprescindible, y sentimientos contrapuestos se agitan en mi interior. Un colombiano, que llevaba muchos años sin venir a España, decía que sin duda la evolución había sido a peor, y que el país se podía resumir ahora mismo en dos palabras: Yo y ya.

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Madrid. Estación de autobuses. Sentado, aguardo el mío. Entretanto, contemplo a un hombre que se pasea por los andenes. Primero me fijo en sus facciones, la nariz, las arrugas de la cara. Sólo después me doy cuenta de que es negro. Antes del viaje hubiera sido al revés. Por detalles como éste sé que desde entonces llevo mucha Cuba en el corazón. Y ello pese a los años y a la distancia y a que no he vuelto aún. Todavía.

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2002

VIENTO DE CARA Un viaje hacia y por el Sur de la Península (Ibérica)



A quienes me disteis comida y abrigo. A quienes compartisteis vuestra amistad.

PRELUDIO

SOBRE EL SENTIDO DEL VIAJE Muchas veces que salí con la bici, todo el día o simplemente a dar un paseo, soñaba con un largo viaje. Un viaje sin fechas fijas, sin límites, sin lugar de llegada predefinido. Un viaje que se fuera gestando sobre sí mismo. Y este viaje tenía que ser, claro está, en bicicleta. No sabía hacia dónde: pensaba unas veces en ir hacia el Norte, hasta Galicia; otras, en los Pirineos. Finalmente aproveché la semana santa de 2002, fechas en que Bego y yo dedicamos unos días a recorrer la Vía Verde de la Jara. Quedaba claro que ella me acompañaría durante cinco jornadas y luego quedaría yo solo a la ventura, sirviéndome este trayecto inicial como lanzadera. Porque a mí me ocu-

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rre como a los cohetes cuando abandonan la atmósfera: lo que más cuesta es salir. Y así fue. Lo que sigue es el testimonio de un viaje que comenzó en Talavera de la Reina el 23 de marzo y terminó en Valencia, 39 días y 1.500 kilómetros después. Aunque el mejor libro sin duda no es éste sino el que va por debajo, entreverado con el pedaleo y la escritura, que unas veces aclara pero otras oculta la vivencia del camino, los rostros y las cosas.

SOBRE EL SENTIDO DEL TÍTULO Cuando estas páginas tomaron cuerpo -que fue como debe ser, en medio de la ruta-, se me ocurrió que un título apropiado podría ser Del infinito a Cáceres. Y pensaba que habría quien opinase que sería más poético al revés: De Cáceres al infinito. Más poético sí, pero no más real. Del infinito a Cáceres refleja esa aparente paradoja de que cuando iniciamos un viaje -un viaje de verdad, no unas vacaciones- estamos ya regresando, y que viajamos para volver. A nuestra vida, a nuestra casa, a nuestra gente. Al interior de nosotros mismos. Por eso hay una historia subterránea en esto que cuento. Una historia de esperanza, de laberinto, de buscar claves: cambiamos de cielo aunque no podamos cambiar de corazón, como decía Cernuda, y es en ese tránsito donde adquirimos verdadera perspectiva y conciencia. Aunque sea difícil y duro regresar y comprobar que todos y cada uno de los hilos de nuestra existencia aguardan allí, intactos, esperando que los retomemos. A esa resaca de lo cotidiano algunos la llamamos vida.

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Al final el relato se llamó Viento de Cara. Quien haya experimentado la sensación que produce el mordisco en el rostro, la aspiradora que succiona y amenaza con tragar tus sueños y tu destino, no la olvida jamás. Aprendí a medirme con ella, a conocerla y a penetrar en sus secretos, que en definitiva eran los míos. Llegó a ser tan compañera que en las ocasiones en que no estaba había como un vacío. Y es que la vida, como la bici, tiene el regusto de una prueba, y quizá sea bueno así: al fin y al cabo, y como dijo alguien, sólo con viento de cara es posible levantar el vuelo.

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PRIMERA ETAPA:TALAVERA DE LA REINA-VILCHES

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23 de marzo Cae una tarde de los primeros días de primavera. Nuestra intención era salir de Calera y Chozas, punto de inicio de la Vía Verde de la Jara pero RENFE, obsequiosa como siempre, no tiene previsto apeadero en la antigua estación para quienes acceden a la vía verde en bicicleta. Tenemos que bajarnos en Talavera y volver para atrás 16 kilómetros a través de una larguísima recta con relativo tráfico. Por el camino descubrimos que existe Talavera la Nueva, un blanco pueblo de colonización. Estas primeras pedaladas del atardecer se preñan enseguida de recuerdos. Por ejemplo, las muchas veces que andaba con la bici y soñaba con hacer un libro. Como San Juan en su Apocalipsis, hasta oía las palabras textuales que iban a aparecer en él. De alguna manera eso me animaba en la soledad del viaje. El tiempo ha pasado y otras personas comparten lo que un día cristalizó en mi imaginación. Ahora la situación es idéntica: no voy solo, pero pedaleo horizonte por delante. ¿Dónde iré? ¿Será éste el Largo Viaje o en pocos días estaré de nuevo en casa? La

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idea es ir hasta el final de la Vía de la Jara y luego seguir hacia el Sur, en dirección a Almadén. Ya hemos llegado a la antigua estación de Calera y enseguida aparecen los primeros carteles que anuncian la Vía Verde. Al cruzar la concurrida carretera nos encontramos con que, oh sorpresa, los coches nos ceden el paso. La luz desaparece muy deprisa. Como hacemos los primeros kilómetros de la vía casi a oscuras, Bego sufre una caída. Sin consecuencias, pero quizá preludio de los percances que se sucederán en los días siguientes. Ya no se ve nada. Acampamos al borde de la vía, entre olivos. Desde Talavera: 21 kilómetros. 24 de marzo Amanece. La noche ha sido silenciosa, perturbada sólo por el distante sonido de los coches en la carretera. Los primeros rayos de sol muestran una fuerte rociada. Hace bastante tiempo que no salía de ruta larga, y otro tanto que no dormía en el campo. Cuando pienso en la gente que va a las presentaciones del libro y que me considera una especie de asceta en bicicleta, me doy cuenta de lo vago y sedentario que me he vuelto en los últimos tiempos, y lo que necesitaba escapar de la vida cómoda para, entre otras cosas, contemplar la trémula belleza de este amanecer cerca del Tajo. Pienso en cómo todo conspira en esta sociedad para alejarnos de la actividad física y el contacto con la naturaleza, incluso en la verde Extremadura. Ahora en cambio siento que algo dentro de mí se desoxida. Recogemos y disfrutamos con emoción de los primeros kilómetros de una vía libre de coches. Hacemos numerosas paradas: unas veces para mirar, otras para hacer

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fotos, para comer o para recolocar el equipaje; hemos perdido práctica y continuamente se nos cae algo o algo roza con la rueda. Para el ritmo esto no es muy bueno, pero estamos empezando. Creo que es la primera vez que circulo en España por un carril bici de más de 2 kilómetros. La guía de las vías verdes indica que el firme es de tierra, pero ese dato ya está obsoleto: han echado una fina capa de asfalto y luego otra de grava. Para impedir la invasión de vehículos a motor, se han colocado enormes piedras en puntos clave como el viaducto de Azután, que salva el Tajo con su esbelto arco. Nos cruzamos con numerosos ciclistas, prueba inequívoca de que estas infraestructuras incitan a la gente a montar en bicicleta. Sería maravilloso que hubiera carrilesbici como éste por toda la Península. Se podría empezar rehabilitando todas las vías de tren abandonadas, y después unirlas entre sí. Puede que esto no nos llevara a ser más ricos, pero seguro que menos materialistas y más sanos. El sueño se rompe pronto: desde poco antes de Aldeanueva de Barbarroya la vía se llena de baches y coches -evidentemente, los primeros causados por los segundos, ya que una bici difícilmente produce socavones-. Y es que el celo preservador de los primeros kilómetros ha desaparecido aquí: adiós al pedaleo despreocupado, de nuevo oído avizor para que no te sorprenda un motor por la espalda. Incluso tenemos que pararnos y apartarnos para que pasen dos tractores con maquinaria agrícola que apenas si cabe por la estrecha senda. ¿De veras es esto una vía verde?

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Desde que cruzamos el Tajo el terreno asciende suave pero ininterrumpidamente. La temperatura también. Atrás quedaron las fértiles vegas y los olivares (y alguna olorosa granja porcina). Nos internamos en zona montañosa, encina y jara, y aparecen los primeros desmontes y túneles, que además se hallan numerados. Los señalados como 4 y 5 disponen de fluorescentes que se accionan mediante un interruptor. El nº 9 lo tenía, pero algún gamberro se lo ha cargado. Son 750 metros de oscuridad, y no hay posibilidad de acostumbrarse a ella, pues el resplandor al final del túnel ciega. Ya no hay enormes charcos, como dice la guía, pero sí goteras que hacen a uno estremecerse cuando le caen encima. Luego está la posibilidad, bien real, de encontrarse con un coche en las angostas tinieblas. Seguimos entre sierras y vamos bordeando un curso de agua. Por el camino tenemos ocasión de descubrir otros tres ingeniosos usos de la vía verde: a) Metamorfosis de una estación en chalet con terreno vallado y parabólica incluida, cuyo dueño se pasea vía arriba y abajo con su Audi; b) carril de acceso a una cantera que se está cargando las márgenes del río Huso; y c) un poco más adelante ya el colmo: dos automóviles aparcados en mitad del medio con las puertas abiertas que impiden por completo el paso. El viaje, que empezó tan bien, se ha torcido. Doscientos kilómetros en tren para descubrir que, incluso aquí, San Coche tiene un altar. A nuestras recriminaciones uno de los conductores, al parecer del pueblo de al lado, responde que Esto ha sido siempre nuestro. Y agrega que no va a dejar de entrar a la vía verde en coche porque a él no le gusta andar. La estación Campillo-Sevilleja estaba destinada a convertirse en un próspero enclave, e incluso hubiera congre-

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gado un núcleo urbano alrededor. Pero ese futuro hace tiempo que fue abolido, y hoy es pura ruina silenciosa. En este punto abandonamos la vía. Íbamos por el fondo de un valle, para salir de él hay que enfrentar una descomunal subida, y entonces se produce el desastre: cuando intento subir al piñón más grande de todos, se parte la palanca de cambios. Aluminio. Dieciocho años, igual que la bicicleta. Como esas partes del cuerpo de las que uno no se acuerda hasta que duelen, jamás se me pasó por la cabeza que esta pieza se pudiera romper. El resultado inmediato es que el cable se destensa y me quedo en piñón pequeño. Menos mal que puedo poner el plato chico y así, con la cadena cruzada -lo que desaconseja todo el mundo, consigo llegar hasta Gargantilla. Es domingo por la tarde y hace mucho calor. Preguntamos por alguien que arregle bicis, y nos dicen que habría que volver hacia atrás, hasta Campillo; esto es, descender de nuevo al valle, remontarlo por el otro lado y, en cualquier caso, esperar a mañana. Como al fin y al cabo la bicicleta funciona, decidimos continuar hasta el siguiente pueblo, que es Sevilleja de la Jara. Una vez allí acampamos a las afueras del pueblo, entre jaras. Esperamos hallar silencio, pero la nacional 502 pasa cerca y estamos en semana santa: coches y más coches hienden con su furia la tarde y una parte de la noche. Desde Talavera: 62 kilómetros. 25 de marzo Ayer a última hora intenté solucionar el problema de los cambios y por poco me los cargo del todo. Después de apretar y aflojar tornillos (¡con un cortaúñas!) durante un buen rato y quedarse todo el engranaje atascado más de

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una vez, conseguí que la cadena subiera hasta el tercer piñón y me hice el firme propósito de retroceder por la mañana hasta Campillo para que la arreglasen. Pero con el nuevo día vuelven los redaños, y decido arriesgarme a seguir. Se termina la comarca de La Jara y empieza la de Los Montes. La carretera hacia Anchuras tiene un firme áspero que hace difícil avanzar. El calor, también fuerte, andará por los treinta grados. Eso sí, el paisaje es increíble, con vegetación y montañas hasta perderse de vista. Y pensar que faltó un pelo para que los aviones del Ejército del Aire usaran esta zona para el tiro al blanco... Bajamos un largo puerto. Pedalear se me hace incómodo, debido a que sólo puedo poner un plato más grande o más pequeño, pero siempre en el tercer piñón. Se sabe que entramos en provincia de Ciudad Real porque la carretera súbitamente mejora. Unas cuantas subidillas más y estamos en Anchuras. Este pequeño pueblo se convirtió en el epicentro de las protestas pacifistas contra el campo de tiro, y así lo atestigua el largo muro que en el centro de la localidad muestra aún, descoloridos, docenas de murales. La mayoría en castellano, pero también hay algunos escritos en inglés, alemán y euskera. Pensábamos parar y ver si sigue abierta La Casa de la Paz, pero la verdad es que igual que entramos salimos, no sin antes reponer agua en una fuente. Hay en el pueblo varios restaurantes y un establecimiento de turismo rural: el cercano Parque Nacional de Cabañeros ha insuflado vida a esta comarca remota. ¿Puede alguien explicarnos por qué Anchuras, estando en Toledo, pertenece a Ciudad Real? Esta paradoja genera

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problemas añadidos, por ejemplo en materia de comunicaciones, como ya hemos visto y veremos esta tarde. La salida de Anchuras nos obsequia con una larga subida. Sufriremos todavía muchas a lo largo del día (nótese que el empleo aquí del verbo sufrir no es metafórico, sino del todo real.) Paramos a comer a orillas del río Estenilla. Aprovechamos para bañarnos y lavar ropa: es el tercer día de viaje; no hemos tenido ocasión de lavarnos y apestamos. Los percances continúan: mientras estoy en la orilla me pica en la planta del pie un escorpión de agua. Bajo este terrible nombre se esconde un bicho de apariencia inofensiva que conozco desde mi infancia. Lo que no sabía era que picara. Aunque el dolor de la mordedura fue intenso y el escozor duró varios días no tuvo, por fortuna, las consecuencias que habría acarreado su homónimo terrestre. Al igual que dinero llama a dinero, debe ser que desgracia llama a desgracia, porque a continuación Bego se abrasa una pierna con el aparato del camping gas al rojo vivo, y ya en camino se clava (en la misma pierna) los dientes del plato de la bici. La verdad es que empecé a preocuparme, pues el viaje estaba adquiriendo un inquietante cariz gore, y lo que no sabía era si la progresión caída-picadura-quemadura-herida con desgarro se detendría ahí o por el contrario continuaría su particular y sanguinolento crescendo. El último de estos episodios ocurrió a mitad de una fortísima cuesta arriba tras pasar el pequeño poblado de Las Huertas, adonde nos habíamos desviado (cuesta arriba, claro) para repostar agua. Es un accidente común cuando no se está acostumbrado a llevar pesadas alforjas: uno está tranquilamente parado y, a poco que se descuide, la

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dirección se tuerce y la bicicleta se ve arrastrada por el equipaje trasero. En el pasado me ocurrió bastantes veces, pero a fuerza de dolor el cuerpo escarmienta: cuando me detengo sin apearme advierto que, inconscientemente, controlo los más leves movimientos de la bici para compensarlos antes de que pierda el equilibrio. Y si a pesar de todo las alforjas tiran el frágil vehículo al suelo, antes de darme cuenta ya he saltado para evitar la dentellada del plato o el cruel arañazo de los pedales. La orografía de esta zona es cuando menos peculiar y se estructura de la siguiente manera: primero hay una gran cuesta arriba. Cuando uno llega exhausto a la cima descubre para su asombro que no hay descenso, sino una amplia llanura. Se cruza ésta, en ocasiones de varios kilómetros, y de improviso comienza la bajada, que pone los pelos de punta por la aceleración y las curvas. Sobra decir que este tipo de relieve rompe las piernas y el espíritu al más pintado. Entiendo ahora que el nombre de Los Montes no lo lleva esta comarca por casualidad. Eso sí, el paisaje es muy bonito cuando no está uno ocupado en recuperar el resuello. Llegamos al río Estomiza, que marca el límite con Badajoz. ¿Quién, en la capital de la provincia, a 300 kilómetros, se va a acordar de este pequeño trozo de carretera que sólo comunica pueblos de Ciudad Real? El firme es el más infame de los que hemos disfrutado hasta ahora. Sospecho que el tramo se halla cedido a Castilla-La Mancha y va a ser arreglado en breve, pero por desgracia no es ahora el caso. Tras una cuesta, imposible, llegamos al cruce HorcajoPresa de Cijara. Durante unos pocos kilómetros re-recorreremos un tramo de la ruta 17, que de alguna manera fue

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la semilla de la que nació todo. Pero eso será más mañana que hoy: hemos hecho 36 kilómetros, y estamos destrozados. Yo además arrastro la dichosa avería que me impide cambiar de piñón. Decidimos acampar en un espacio que dejan libre las jaras, entre la carretera y una valla de dos metros de altura de las que indican que al otro lado hay una finca de caza mayor. Para evitar miradas indiscretas y como solemos hacer siempre, montamos la tienda cuando casi ha oscurecido. Permanecemos ocultos de la carretera, pero no del interior de la finca: al poco rato recibimos la visita -con las luces apagadas, no lo oímos hasta que está casi encima- de un 4x4 con los vigilantes dentro. Al constatar que no planeamos una incursión, se portan muy amables. La verdad es que la zona está más animada que hace unos años; a las tres de la mañana nos despiertan extraños movimientos: dos todo terreno pasan por la carretera, uno de ellos con remolque. En otro lugar no llamarían la atención, pero en este sitio, a decenas de kilómetros de cualquier pueblo, tienen el inconfundible aroma de lo furtivo. El día aún no se ha completado: al salir a mear en plena madrugada se engancha la cremallera de la puerta de la tienda. Ha pasado muchísimas veces, pero ahora no hay manera de soltarla. Intento cortar la tela mordida utilizando la navaja. Resultado: rompo la cremallera. Desde Talavera: 99 kilómetros. 26 de marzo Amanece en un paisaje absolutamente virgen, vallas cinegéticas aparte. Hay silencio. Bajamos hasta el río Estena y acometemos la famosa subida de 2 kilómetros, en la que en 1995 me tuve que apear. Esta vez llego hasta arriba. Aunque han pasado siete años y peso trece kilos

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más, llego. ¿La diferencia? Supongo que conocer al adversario ayuda. En los 35 eternos y montañosos kilómetros que median entre Anchuras y Horcajo de los Montes no se atraviesa ningún lugar habitado. Si comparo la zona con cómo era por aquella fecha, no se aprecian apenas cambios. Tan sólo las empresas privadas de seguridad que vigilan los cotos, y que hay más coches. Por lo demás, continúa el estado lamentable de la carretera hasta que entramos otra vez en Ciudad Real. Nada nuevo: llano, bajadas y subidas hasta Horcajo de los Montes que, como su nombre indica, se halla entre dos sierras. El pueblo tiene mil y pico habitantes, pero viniendo de donde venimos nos parece una capital. Lo primero es lo primero: Bego va al consultorio a curar sus heridas de guerra. Luego sucumbimos al Placer Mayor, esto es, una comida en el restaurante. Voracidad primigenia: el estómago parece un pozo y literalmente es imposible de llenar. El restaurante es además hostal, así que hablo con el dueño. En teoría está lleno, pero resulta ser de esos lugares que se estiran a conveniencia y aparece como por ensalmo una habitación enorme con cuatro camas y cuarto de baño. La bañera es igualmente grande: meter en ella a remojo el pobre cuerpo sudado y contracturado es el satisfactorio equivalente de varios orgasmos seguidos. Balance de la situación: la verdad es que vamos mucho más lentos de lo que había calculado. Aunque el mapa Michelín refleja con colores las altitudes, no aparecen las curvas de nivel, y así lo que parecen tramos más o menos llanos se convierten en un laberinto de montes. Lo peor es

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que nos pilla bastante desentrenados. Bego me reprocha amargamente que la meta por semejantes berenjenales. En Horcajo, además de hostal y restaurante, hay camping y hasta mecánico de bicicletas. A él acudí con la esperanza de que pusiera fin a mi penar con los piñones. Angelillo es una persona muy agradable. Por diez euros me puso otras palancas de cambio, sacó un bollo de la llanta y arregló la pata de cabra. Con las nuevas palancas quedé encantado, pues tienen mucho más recorrido que las antiguas y no hay que apretar tanto para subir plato o piñón, causa ésta de la rotura. Angelillo fue quien nos aconsejó modificar el itinerario e ir hasta Arroba de los Montes por Alcoba en lugar de por Navalpino por ser menos montañoso. A Arroba no llegaremos nunca, y este consejo lo agradeceremos eternamente, como se verá enseguida. Desde Talavera: 115 kilómetros. 27 de marzo De Horcajo, como de Anchuras, se sale cuesta arriba. Escalamos durante 1,5 kilómetros hasta llegar al camping. La carretera es buena, pero hoy sopla viento Este y, aunque procuro ir despacio, con las pequeñas subidas y bajadas Bego se va desfondando. Para cuando avistamos Alcoba de los Montes se hace evidente que en estas condiciones no llegaremos nunca a Almadén, pues por delante y hacia el Sur quedan 90 kilómetros de sierra. En cambio, Ciudad Real cae a poco más de 60 kilómetros por terreno llano, aunque con viento de frente. Por Ciudad Real, al igual que por Almadén, pasa la línea de tren MadridBadajoz.

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A Ciudad Real seguro que no llegamos hoy. Me informo por teléfono de que a medio camino, en Porzuna, existe un hostal. Es un objetivo alcanzable. Comemos algo y seguimos. Ya el terreno es llano del todo. Avanzamos sin sobresaltos, casi siempre cortando yo el insistente viento. El valle se va abriendo hasta alcanzar los 20 ó 30 kilómetros de ancho. La pesadilla de los montes parece ir quedando atrás, pero el ambiente está frío y desapacible. Pese a la crema factor 15 que me aplico varias veces, siento que se me quema la cara. Como consuelo, hay que reseñar lo respetuosos que son los conductores de la zona: la mayoría se separa lo necesario, a veces más. Autobuses y camiones se van al otro carril. Otra parada. Después, en mitad de una interminable recta, pasamos Robledo. A la salida del pueblo, un grupo de jóvenes intercepta el tráfico y ofrece a los conductores beber de una bota. También a nosotros, pero no estamos de humor. Porzuna se divisa a lo lejos, pero la imponente recta de 11 kilómetros parece alejarnos cada vez más. Por fin, más muertos que vivos, entramos en el pueblo. El hostal, que ha sido inaugurado recientemente, es lujoso pero no caro. Curiosamente no tienen sitio para guardar las bicicletas y se quedan en el pasillo de la recepción, junto al ascensor. Hoy hemos pedaleado 52 kilómetros contra el viento. Desde Talavera: 167 kilómetros. 28 de marzo Por la mañana, el aire incordiante de ayer se ha transformado en vendaval, y es tan fuerte que desde la ventana de la habitación veo cómo tumba un contenedor de basura

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y hasta una señal de stop. Entre Porzuna y Ciudad Real hay un pequeño puerto de montaña que sería superable en otras condiciones, pero no así. Anoche preguntamos por autobuses para Ciudad Real, pero hoy es festivo y por si fuera poco hay huelga. Al final conseguimos un taxi de siete plazas que, sablazo de por medio en euros, nos deja a nosotros y a las bicis en la estación de tren de Ciudad Real. Bego va a coger el tren para Mérida, y desde allí a Cáceres. Por mi parte no sé si salir esta tarde para el Sur o si quedarme a pasar la noche. Me apetece pedalear, pero el cielo amenaza lluvia. Al final opto por salir mañana, y la decisión se revela acertada: en dos días la temperatura ha caído veinte grados y sigue soplando un viento infernal. Supongo que el efecto invernadero tiene algo que ver con estos cambios bruscos y esta primavera loca. La lluvia aguanta hasta la salida del tren, pero camino de la pensión me mojo un poco. Habitación individual, con vistas a las nubes que descargan sobre Ciudad Real. Soledad. Miro el mapa. ¿Hacia dónde iré, una vez pase Vilches? Localizo Ciudad Real y trazo una línea lo más recta posible hacia el Sur: Allí está Málaga. 29 de marzo Llanuras. Buena carretera y buen arcén. Navego con viento flojo por el Campo de Calatrava, y no hay riesgo de lluvia. Había pensado en cruzar Sierra Morena y llegar a Jaén por carreteras secundarias en lugar del concurridísimo paso de Despeñaperros, pero parece que hay que subir bastante y no me siento con fuerzas para ello, así que sigo por el llano. Noto que hay excesivos

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coches para lo secundario de la vía. Por todo el país rugen las procesiones con sus santos y la operación salida con sus muertos. Mi bicicleta se desliza suavemente, ajena al tumulto. O eso creía. Entro en Aldea del Rey buscando zumo para beber. Nunca lo hubiera hecho: la plaza del pueblo y calles adyacentes son un hervidero de gente que observa interesadísima al recién llegado; es imposible pasar desapercibido. Para acabar de arreglar las cosas apoyo la bici en un contenedor de basura que va a parar al suelo. Risotadas y regocijo general. Quisiera desaparecer bajo tierra. El llegar a un pueblo pequeño ataviado de cicloturista siempre despierta la lógica expectación, pero hacerlo en día de fiesta, con todo el mundo por la calle sin otra cosa que hacer que mirar lo que pasa, es horrible. Una niña me saluda en inglés; tan raro soy que ni siquiera se me otorga el beneficio de la nacionalidad. A la entrada del pueblo me encontré un señor disfrazado de romano, tan verídico que parecía sacado de un peplum de los años cincuenta. Evidentemente, venía de la procesión. Cualquier otro día del año sus vecinos dirían que se ha vuelto loco pero hoy no, porque hoy está permitido vestirse de romano. Sin embargo, no hay día para ser cicloturista. Si en Aldea del Rey había ambiente de fiesta por la calle, lo de Calzada de Calatrava escapa a toda medida. Ya me había parecido que circulaban demasiados coches pese a no ser carretera general; cuando llego a Calzada me doy cuenta de que dos de cada tres entran en el pueblo. O sea, que no se trata de Operación Salida sino de Operación Procesión. A la entrada hay un enorme descampado que sirve de aparcamiento a cientos de vehículos. Y miles de personas pululan por las calles.

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No sé exactamente en qué consiste la fiesta, pero cruzando el pueblo con la bici de la mano -las calles principales están cortadas al tráfico- me siento como una cabra en un garaje. Soy tan ajeno a estas celebraciones como lo sería a un festival hindú, o incluso más. Uno se cree que vive en un país avanzado, razonablemente laico, y cuando vienen estas fechas parece que se retrocedan doscientos años. No tengo nada contra la religión y menos contra la espiritualidad, pero cuando éstas se degradan hasta un ritualismo formal, la cosa cambia. La semana santa, como espectáculo típicamente barroco, se queda en pura y macabra escenografía. A estas alturas del viaje ignoraba que leería El Último Judío, de Noah Gordon. De haberlo hecho hubiera tenido más presente que me las estaba viendo con la España eterna, martillo de herejes y espada de Roma. Si los liberales poscomunistas piensan que el pensamiento único lo inventaron ellos van apañados. Aturdido por la muchedumbre, me voy a comer y a descansar a las afueras del pueblo, que paradójicamente están por completo desiertas. Ayer por ser jueves santo no había nada abierto en Ciudad Real, ni siquiera los híper, y hoy viernes tampoco. Se me están terminando las provisiones, y la sensación de que nos hallamos en estado de sitio empieza a pesar. Hace, además, un desapacible viento que impide relajarse en la sobremesa. A la salida de Calzada me paro a comprar dulces en una gasolinera. Un grupo de chiquillos curiosea la bicicleta. Me preguntan, como es de rigor, si estoy dando la vuelta a España. Uno de ellos expresa en voz alta lo que piensa el resto: que voy en bici porque no tengo otra cosa. Les explico que sí que tengo coche, y que está en casa

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porque me gusta salir en bicicleta. Me parece que no me creen. Llevo 10 kilómetros desde la comida, el llano se acaba y empiezan las subidas y las bajadas. Tras superar una de cada muy largas, me veo a las puertas de Viso del Marqués. Viendo la pequeña localidad no puedo imaginar que tan sólo un mes después de terminar el viaje me enteraré de algo sorprendente: aquí se halla nada menos que el Archivo General de Marina, resultado de reunir los de El Ferrol y Cartagena. ¿No es surrealista que en lo más profundo de Ciudad Real, lindando con Sierra Morena, reposen miles de pliegos y documentos náuticos, tan lejos del mar que les dio origen? En contra de lo que esperaba, en el pueblo no hay alojamiento o, haciendo honor a su nombre, resulta muy caro. Pedaleo 6 kilómetros más hasta Almuradiel. Al llegar al pueblo me acerco hasta la estación de tren por si encuentro un buen sitio para pasar la noche. Por curiosidad miro los horarios y, cosa extraña, viene un regional de Madrid dentro de una hora: Renfe le tiene a uno tan acostumbrado a que sus trenes pasen en cualquier momento salvo cuando se los necesita, que parece un milagro. Vilches, mi destino de mañana, está a sólo 40 kilómetros. La tentación es grande: llamo a Alberto y le digo que llego. Vaya contraste: yo que me preparaba para una dura noche a la intemperie y resulta que cenaré y dormiré en casa de amigos. Como tributo a cambio, cruzaré sin ver las oscuras moles de Despeñaperros. Desde Talavera: 243 kilómetros.

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SEGUNDA ETAPA: VILCHES-MÁLAGA

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EL VIAJE INTERRUMPIDO Vilches es un pueblo del Norte de Jaén rodeado de olivos hasta perderse de vista. Cuando uno se apea en la estación sabría que ha llegado aunque fuera ciego. Y es que Vilches huele que apesta. A cerdo, o mejor dicho, a purines de cerdo: hay hediondas granjas prácticamente incrustadas en el casco urbano cuyo delicado aroma sólo es percibido, según dicen, por quienes vienen de fuera. Aquí viven Alberto y su familia. Debo precisar que cuando hablo de familia no me refiero a la típica de padres, hijos y ya está, sino otra mucho más extensa, a la antigua usanza y como corresponde a una economía agrícola. Abarca primos, tíos y allegados, y funciona igual que un clan. Aparte de los lazos de sangre, comparten la propiedad de algunos olivares y se ayudan mutuamente en las tareas agrícolas. Son en sí mismos un microcosmos. Acostumbrado como estoy a una vida independiente y con pocos vínculos, el venir aquí siempre me ha supuesto un baño de humanidad. Muchas veces he sentido envidia

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por no estar inserto en un tejido social tan fuerte y rico, aunque supongo que también acarreará servidumbres que no creo que aceptara, pues de lo contrario mi vida no sería lo que ahora es.

ALBERTO Nos conocemos desde hace más de diez años, y aunque hemos estado períodos larguísimos sin vernos -hasta la fecha nunca ha devuelto una visita-, cuando nos encontramos el vínculo sigue intacto. Hoy tiene abandonada la bicicleta, pero hace años que dio la vuelta a la España peninsular: tres mil kilómetros, durmiendo al raso la mayor parte de las veces. A su lado yo, que como en restaurantes y me meto en un hostal en cuanto caen cuatro gotas, me siento un niño bien. Tampoco se me van de la memoria los días que me acompañó en el Camino de Santiago por Aragón y Navarra: una tarde caminó sin zapatos ni camiseta, su pequeño y moreno cuerpo semejante a Orzowei, el cazador de la sabana. El matrimonio le ha cambiado algo, pero menos que a la mayoría. Aunque pase tanto tiempo sin verle, aunque no le volviera a encontrar en la vida, es alguien a quien quiero, porque poseo la certeza de que vivo en él, y él en mí. A veces me pregunto por qué, a sus cuarenta años largos, parece conservar el secreto de la eterna juventud. Supongo que no ha perdido el contacto con su infancia, que es lo que hace volverse a la gente desnortada y aburrida-, ni tampoco con sus raíces. Por su origen humilde y jornalero me recuerda a aquellos brutales muchachos

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de un barrio pegado al mío -La Regaera- que me aterrorizaban de pequeño. Pero es una sombra que no empaña la relación. De él he aprendido algo muy importante: que no es necesario ir a la universidad para adquirir cultura, y que se puede ser de o vivir en un pueblo y tener una visión amplia del mundo. En su casa hay una buena biblioteca, mayormente de literatura política. Pero no sólo: gracias a él conocí a Carlos Castaneda y me introduje en el - para mí desconocido- mundo del chamanismo. Además, tiene la Alhambra metida en casa; quiérese decir con esto que cuando la construyó -con sus propias manos, como todo lo suyo-, la llenó de arcos, mocárabes, hornacinas y talló por las paredes, a punta de navaja, miles de adornos y figuras geométricas. Todo por intuición, sin apuntes ni planos; la precisión, exactitud y belleza son tales que sólo lo explica el que sus antepasados -o él mismo, en otra vida- fueran maestros alarifes en Al-Ándalus. Alberto también escribe. Todo lo que le conozco es a través de cartas que me envió a lo largo de los años. Sus textos son los de alguien que vive la vida de cara, y tienen tal poder de evocación que al principio era incapaz de relacionar aquel poderoso universo interior con alguien tan de campo, tan de pueblo y encima tan tímido. Como él ama la tierra porque le da forma con sus manos, sus escritos rezuman sensibilidad, ternura, humanidad, a años luz de la pedantería y la afectación: me llamo barro aunque Miguel me llame. Si Alberto es curioso, no lo es menos su padre: luchó del lado de la República en la guerra. Estuvo en campos de concentración en Francia y luego en España. Cuando le soltaron, tuvo que hacer tres años de servicio militar

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en el ejército de los vencedores, y más tarde tuvo que marcharse del pueblo al ser acusado de rojo. A fecha de hoy es de los pocos testimonios vivos que quedan del conflicto; incluso lo entrevistaron en un programa de Canal Sur. Recuerdo el día en que lo conocí: entro en una casa de labradores. Allí hay dos ancianos, el padre y la madre de tu anfitrión. Como son gente de campo, no existen demasiados temas en común, espera uno comentar el tiempo, generalidades y demás. Al cabo de un rato noto que hay algo que no encaja: se está hablando del Sáhara, de Palestina, de Cuba o de la última injusticia perpetrada por el imperio. A la hora de dormir paso por la puerta de su dormitorio. En la pared no hay colgado un crucifijo, sino el retrato de Lenin. Por la mañana vamos a plantar Áloes Vera al olivar. Alberto es un entusiasta de las propiedades curativas y cicatrizantes de esta planta; no le caben en el jardín, y se niega a tirarlas. Luego me deja que conduzca el tractor oruga con el que aran las olivas, que es como llaman aquí al árbol de las aceitunas. El tractor es como una consola Nintendo, pero a lo bestia. Las cuestas son empinadísimas, y tengo miedo de volcar. Cuando estoy a punto de cargarme el primer olivo, Alberto acude en mi ayuda y detiene el monstruo. Aurora es la mujer de Alberto. Nació en Cataluña, se vino a Vilches a vivir con él y al final se casaron. Ahora, y después de no sé cuántas visitas a clínicas de reproducción asistida, está embarazada y a punto de dar a luz. Me cuenta el trabajo que le costó aclimatarse a una mentalidad y cultura tan distintas. Dice que además la gente de Jaén es seria, y rompe con el tópico de los andaluces alegres y dicharacheros. Recuerdo entonces los versos de Miguel Hernández: - 76 -


Andaluces de Jaén, aceituneros altivos Y caigo en que el gran poeta no adjetivó por las buenas, ni porque le rimara después con olivos. Altivos serios. Altivos orgullosos. El domingo de resurrección aquí, como en Extremadura, la gente sale al campo. En nuestra partida cuento una veintena, entre adultos y niños. Por un lado o por otro, prácticamente todos son familia. Se come y se bebe a todas horas. Conozco a José María, que se fue a vivir a Málaga e hizo dinero en la construcción. Ahora, junto con su socio, es propietario de quince mil olivos, pero llegan las navidades y abandona la cosecha en manos de otros para venir a Vilches a recoger las aceitunas de su familia, que brotan en un barranco que no produce dos reales. Retomo los versos anteriores. Cuando tildó a los jienenses de aceituneros no designaba un mero oficio sino que, como buen poeta, apuntaba a lo profundo: en ningún sitio he visto a nadie hablar con tanta unción de los árboles y de su fruto. Creo que si mañana, por encantamiento, desaparecieran todos los árboles de Jaén, esta gente se desvanecería con ellos. (Recuerdo una campaña de aceituna que vine unos días a echarles una mano. Alberto me dijo, por cómo vareaba el árbol, que tenía sangre de aceituneros. Esa alusión a los ladrillos primordiales que conforman mi ser, y la conexión con oscuros antepasados de los que ni siquiera tengo noticia no puedo decir que me disgustara, al contrario.)

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PALABRAS APRENDIDAS EN VILCHES En el contexto de la albañilería, la madre es el alcantarillado; y madrear, conectar la instalación de una casa con la red pública de desagües. Una tragona es una tapa de alcantarillado o un colector para recoger el agua de lluvia. 3 de abril Como en un sueño, de repente han pasado cinco días, y siento que es hora de marchar. Amanece y llueve a cántaros: no parece que hoy pueda salir, de modo que no me levanto a despedir a Alberto, que se va a trabajar a La Carolina. Pero dan las ocho y aclara, así que empiezo a preparar los arreos. Va ser el día más duro desde que empezó el viaje, pero por fortuna en estos momentos aún no lo sé. Cuando salgo de Vilches sopla un frío viento Noroeste que me da de lado durante los primeros doce kilómetros. Pero al llegar a la carretera Linares-Arquillos se me pone de cara, agravada la cosa por una cuesta arriba de siete kilómetros. Aunque ayer di una vuelta de más de 30 kilómetros para desentumecerme, parece que el parón me ha afectado. Paso por momentos terribles y angustiosos. Linares no llega nunca, y cuando aparece al final de la cuesta lo que siento es agotamiento y rabia a partes iguales. Como y descanso para reponerme del soponcio. Después, viene una gimkana buscando la carretera de Jabalquinto. Alberto me había pintado un croquis que con la histeria del esfuerzo he perdido, así que me toca preguntar y extraviarme varias veces. Tanto repetir el nom-

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bre que al final me viene el recuerdo de unos versos que citó una vez mi amigo y que son un cantar popular que recoge Machado: Andar, andar y Jabalquinto a la par Porque Jabalquinto es un monte en mitad de la llanura, y aunque uno camine durante horas parece que el cerro no se moviera en el horizonte. Después de unas vueltas con mucho tráfico doy por fin con la carretera buscada, y que es el atajo para ir a Jaén. Mientras me hallaba entre los altos edificios de Linares había olvidado el viento, pero ahora el baile recomienza. Voy en dirección Suroeste, y aun así me muerde el costado. Hay, además, bastante tráfico y la carretera no tiene arcén. O mejor dicho sí, pero es de tierra y piedras. Tengo que salirme de vez en cuando, sobre todo cuando se cruzan dos camiones. En tres ocasiones, cada una más peligrosa que la anterior, me encuentro con coches adelantando de frente. De acuerdo con esa progresión deduzco que si hay una cuarta no sobreviviré a ella. Tras penar 15 inacabables kilómetros cruzo sobre la autovía Bailén-Jaén. Aquí empieza el paraíso o por lo menos acaba el infierno, pues la antigua nacional va paralela a la autovía y tiene muy poco tráfico. Como ahora voy en dirección Sur el viento pasa de entrar por el manillar derecho a hacerlo por la nalga del mismo lado, lo cual es todo un avance. Se me desatornilla y pierdo un calapié que por fortuna puedo recuperar. Poco antes de llegar a Mengíbar me encuentro con el Guadalquivir, con poco cauce a esta altura. Es el segundo

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gran río que cruzo en este viaje después del Tajo (el Guadiana no lo cuento, pues lo atravesamos el día que llegamos a Ciudad Real en taxi.) Disfruto de un menú exquisito -o al menos así me lo parece- en el restaurante que hay a la entrada del pueblo; de este modo recompenso el esfuerzo y me protejo del frío. Cuando entro en el local llueve hacia el Norte y el Oeste, y durante la comida caen un par de chubascos intensos y breves. A la salida de Mengíbar pillo un tramo con viento de cola, ¡la primera vez en 300 kilómetros! Pero enseguida vuelvo al viento lateral, me atizan de costado rachas tan poderosas que tengo que agarrar con fuerza los manillares e inclinar la bici para no caer. Es una tarde de cielos increíbles. Aparece la Sierra Mágina, y en su cúspide nieve. Ya se atisba Jaén. Conforme se sucede la larga recta que me llevará hasta ella, empieza a perfilarse detrás de la ciudad la Sierra de la Pandera, tan oscura y extraña como la primera vez que la vi. Tengo mucho frío y siento el cuello y los hombros horriblemente contracturados. Surge la idea de volver a casa, a lo seguro, basta ya de penalidades. Pero la imagen de mi héroe personal, Juanjo Pedales, con su vuelta al mundo a lomos de una bici, se me aparece y me infunde ánimos, si no para contornear el planeta, sí al menos para llegar hasta Jaén. Poco a poco me adentro en los anillos de circunvalación de la capital. Cuando ya parecía que me libraba de la lluvia, a la altura del polígono industrial se me viene encima un chaparrón de agua y granizo que aguanto refugiado estoicamente, ironías de la vida, detrás de un puesto de helados. Reemprendo la marcha y, como colofón de uno de los días más duros desde que profeso como ciclista, - 80 -


Jaén capital me aguarda con una soberana cuesta arriba de por lo menos 3 kilómetros. Necesito alojamiento. Por lo visto todo el mundo sabe dónde hay hoteles, pero nadie conoce hostales. Después de pesquisas y llamadas infructuosas doy con el hostal Martín en pleno centro (o sea, arriba del todo). Temo que no haya sitio para la bicicleta, pero el dueño me responde sin vacilar que en la habitación. Y si quiero más sitio la puedo sacar al balcón, que es donde la dejan todos los que vienen. O sea, que el establecimiento cae dentro de las rutas de cicloturistas, la mayoría por lo visto extranjeros. Estoy empapado en sudor. Y destrozado. Recuerdo que hace años pasé por Jaén (en coche). Quería descubrir esta ciudad, tan pequeña y desconocida. Y desconocida se quedó, porque buscando buscando aparcamiento me vi fuera del casco urbano, y ya no me molesté en volver. Jaén arrastra el absurdo problema, como tantas ciudades pequeñas, de la congestión del tráfico y la escasez de aparcamientos por esa manía, ahora tan generalizada, de hacer del coche la segunda residencia. La habitación es a la antigua usanza: no tiene baño pero sí lavabo. Y un lavabo es un pequeño tesoro para el cicloturista: se puede beber, se puede lavar ropa y loza, se puede cocinar, se puede orinar. Orinar es lo que hago todo el rato, pues bebo y de qué manera: bebidas isotónicas, batidos de cacao, agua, refrescos, cerveza, café. Me asusta esta sed insaciable. Por la radio me entero de que el ejército israelí está machacando Cisjordania, y que ha puesto sitio a la basílica de la Natividad en Belén, nuevo e inédito capítulo de esa guerra que no acaba nunca. Desde Vilches: 68 (durísimos) kilómetros.

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4 de abril Me quedo. El día ha amanecido claro, pero estoy hecho polvo. Y sería un crimen marcharse por segunda vez sin dar una vuelta por Jaén. Además, ¿para qué va a correr alguien que no tiene prisa? De todos modos me hallo desconcertado por el profundo cansancio que siento. No sé si es la falta de costumbre, el exceso de equipaje, la dieta (¿poca fruta, pocos azúcares?) o las condiciones climatológicas adversas. El caso es que me siento, por fuera y por dentro, reventado. Tendré que hacer etapas más cortas, 40-50 kilómetros, hasta que todo se normalice; si no, voy a llegar a Málaga para el verano. El problema no es aguantar el sufrimiento de la bici, eso lo consigo. La cuestión es la dificultad para recuperarme: al día siguiente, el menor esfuerzo me agota. El tiempo pronostica chubascos para mañana, pero habrá que salir. Aprovecho el día para cambiar la cubierta de atrás, más desgastada, por la de delante. Y para escribir cosas como éstas: JAÉN Me llama la atención esta ciudad. Eclipsada por sus vecinas Córdoba y Granada, es probablemente la más ignorada de las capitales andaluzas. El ambiente, sin embargo, es agradable: los jienenses tratan al forastero con familiaridad. Como siempre que visito otras zonas del país, encuentro aspectos muy atávicos y en cambio otros más desarrollados, sobre todo si los comparas con donde yo vivo. Por ejemplo, en lo que respecta a la implantación de

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Internet, parece que al menos en la provincia de Jaén es bastante escasa. Ni en Úbeda ni en Linares encontré un solo cibercafé, y en Jaén capital me hablaron sólo de tres. En cambio, paseando por la ciudad, vi en acción unos cuantos martillos neumáticos, alimentados por pequeños compresores, que eran una delicia por el poco ruido que producían. La plaza de la Constitución ha sido remodelada en fechas recientes. A los automóviles se les ha dejado sólo el espacio justo para circular, lo cual me parece síntoma de un alto grado de madurez en materia de disciplina urbanística.

EL EURO De compras por Jaén me doy cuenta de lo que va a costar adaptarse a la nueva moneda. A veces se encuentra uno los precios sólo en pesetas. Otras te lo facilita el vendedor en esa moneda sin que tú hayas preguntado nada. Las confusiones en el pago son continuas, especialmente entre la gente mayor. Aunque aún no es verano y falta por llegar la avalancha de turistas, las monedas empiezan a mezclarse: en Mengíbar me dieron un euro belga, en cuya cara se ve un señor que parece Franco con gafas y peluca. Más adelante llegarán a mis manos monedas portuguesas, alemanas, holandesas. Luego está el asunto del redondeo: la pensión que antes costaba 2.500 pelas ahora vale 16 euros. Pero donde el incremento de precios me parece más que escandaloso es en un producto para mí en estos momentos de primerísima necesidad: las gominolas, que de costar un duro han pasado a valer cinco céntimos (¡una subida del

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66 por ciento!) Ríanse ustedes, pero si en vez de una golosina para niños se hubiera tratado de un producto estratégico, el país entero habría ido a la quiebra, como Argentina.

108 MUERTOS Es el número de bajas causado por las carreteras esta semana santa. Digo bajas porque son consecuencia directa de dos Operaciones, una de salida y otra de llegada. Nótese además que dicho vocablo desemboca directamente en el campo léxico de lo militar. Impresiona ver cómo hemos asumido los tremendos costes y los miles de muertos anuales que supone el uso del vehículo privado. Nos horrorizamos de los sacrificios humanos que llevaban a cabo por ejemplo los aztecas, e incluso justificamos su derrota y conquista por Hernán Cortés con el argumento de la inhumanidad de aquella gente. Los atentados terroristas nos parecen obra de lunáticos y malnacidos. Sin embargo nuestra sociedad, cada fin de semana, pone en marcha una demencial ruleta que inmola docenas de vidas ante el señor Progreso, que algunos inconscientes llaman dios. 5 de abril Son las once de la mañana. Me muevo entre el guirigay del tráfico. No he dado cuatro pedaladas cuando, al salir de un semáforo, oigo un leve e inconfundible choque. Me vuelto y veo mis gafas de ciclista en el asfalto. Ya las doy por perdidas, pues no habrá tiempo de soltar la bici y recuperarlas antes de que el primer coche las arrolle. En esto

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que un joven baja de la acera, las recoge y me las devuelve. Le doy mis más efusivas gracias. Siento un extraño contento (no es sólo por lo de las gafas) y no atino con la causa. ¿Contento por qué? Pues porque estoy en Jaén, porque he llegado en bici, porque soy libre de ir donde quiera, porque he elegido el Sur. Salgo de la ciudad por la carretera de Córdoba. Todavía ando por el casco urbano cuando me toca subir una larga rampa que me coge frío. Rebaso las últimas urbanizaciones y unos kilómetros más adelante me incorporo a la autovía. Enseguida los olivos me rodean por todas partes. La verdad es que me hubiera gustado elegir otro itinerario, por Jabalcuz hasta Martos, pero la carretera atraviesa toda la sierra, donde además de nieve se distingue niebla. El miedo a desfondarme de nuevo me hace ser cauto y tomar el camino más fácil. Aunque lo de fácil es un decir: la autovía bordea la sierra, pero no hay ni cien metros llanos: si no se sube se está bajando. Y el viento lo sigo teniendo de frente, lo que ya es mala pata. Se nota especialmente cuando llego arriba de las cuestas, pues se encajona entre los enormes desmontes de la carretera con violencia de fuelle. Le clava a uno sobre el asfalto, y hace desesperar. El rato que más miedo pasé fue al poco de salir. Ya iba yo confiado en el amplio arcén que tienen todas las autovías, pero cuando empiezo una subida de 2 kilómetros descubro que el carril de vehículos lentos se apropia del susodicho arcén, dejándolo reducido a su mínima expresión. Momentos de angustia, pues de reojo veo cómo los camiones me pasan cerquísima. Casi ni respiro, procurando que el manillar no se mueva ni un pelo.

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Tienen algo de inhumano las autovías, con sus enormes carteles y sus medidas para gigantes, con los coches circulando a velocidades endemoniadas. Lo más peligroso es cruzar los carriles de salida y sobre todo los de incorporación: te puede arrollar un vehículo que ni siquiera estaba a la vista cuando iniciaste la maniobra.

LA VELOCIDAD Y LA MEMORIA Resulta evidente, además de una perogrullada, que las carreteras están concebidas única y exclusivamente para los automóviles, léase para quien circule a gran velocidad. Basta ver con qué antelación aparecen las señales que avisan de algo. Con la bici se tarda tanto en recorrer esos centenares de metros que cuando uno llega al sitio en cuestión ya se ha olvidado de lo que decía la señal. Y hablando de olvidos, el peor es cuando se entra en una rotonda: el conductor de automóvil sólo tiene que retener unos instantes adónde conducen la primera, segunda o tercera salida. Al ciclista le cuesta tanto alcanzar la rotonda y tiene que ir tan pendiente del tráfico que, si no hay letreros de confirmación, de repente descubre que no sabe a ciencia cierta adónde va. Por un momento he visto al lado de la autovía lo que parecía un camino de tierra con un cartel: Vía Verde del Aceite. Sería maravilloso cogerla, pero cualquiera sabe en cuál de las diez mil direcciones del espacio irá. Mañana lamentaré de veras no haber tenido información al respecto.

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Dejo a la izquierda Torre del Campo y a la derecha, un poco más adelante, Torredonjimeno. A partir de esta localidad la corriente principal del tráfico se desvía hacia Córdoba y me quedo más tranquilo, aunque el perfil del recorrido sigue pareciendo una lombriz arrugada. Hasta que llego al cruce de Martos. La localidad no es visible desde la autovía, pero no me queda otra que entrar, pues estoy sin agua y muy cansado. Ya en el pueblo, valoro la posibilidad de quedarme a dormir o continuar -la libertad absoluta también tiene sus problemas-. Parece que se va a poner a llover de un momento a otro. Por lo que sé, en Martos está la pensión Fernando IV, pero cuando la localizo resulta que es un hotel de dos estrellas. ¡Vaya chasco! Seguro que es carísimo. De todos modos decido intentarlo. Para mi sorpresa, la habitación individual vale 19 euros. Digo que sí enseguida. Encuentro al personal especialmente agradable. Me cuentan que no hace mucho pasó un matrimonio francés que venía en bici desde su tierra. Martos es una activa población de 22.000 habitantes. Me recuerda mucho a Villanueva de la Serena, donde viví tantos años. Al igual que Villanueva es fruto de una curiosa mezcla, pues a su sólida base agraria se le une el ser una ciudad de servicios. También, como Villanueva, rinde culto al ruido, oficiado por numerosos vehículos industriales, tractores, coches-discoteca y apestosas motos. A veces tengo la sensación de que proporcionalmente el automóvil se utiliza más en estos pueblos que en las grandes ciudades. En lugar de llover, por la tarde despeja el tiempo y hasta sale un momento el sol. Me siento un tanto gilipollas por haber parado, aunque en su momento la decisión que

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tomé fue la adecuada. De todos modos los pronósticos del tiempo son malos: asumo que mañana me mojaré. Y yo que bajé hacia Andalucía para tener buen tiempo... Pensé que cuando cayera la noche cesaría el tráfico y por tanto el ruido, pero hoy es viernes y lo que comienza a sonar es un bacalao machacante de origen desconocido. Personalmente llevo muy mal el que lleguen las diez o las once de la noche y, justo cuando el cuerpo y la mente se preparan para la relajación y el descanso, tener que aguantar un ritmo sincopado de tres o cuatro golpes por segundo. Nos ha tocado vivir la época con mayor nivel de ruido de toda la historia de la humanidad y, francamente, no creo que de ello salga nada bueno. Desde Vilches: 91 kilómetros. 6 de abril TUVE UN SUEÑO Estoy descansando en un pueblo. A las afueras descubro un camino con un cartel que dice: «Nuestra Señora de la Peña». Cojo la bici y me voy pedaleando por él. Me encuentro con una pareja joven, evidentemente turistas, de aspecto muy simpático. Veo que señalan con la mano, no sé si hacia mí o hacia el camino. El sendero termina en unas peñas cortadas a pico, y hay al menos doscientos metros de caída libre. Me da miedo acercarme con la bicicleta, así que me apeo. Tiro piedras para medir la altura, primero una pequeña y luego otra más grande. El agua está clarísima y se ve el fondo. En él hay unas rocas enormes. La pregunta que me bulle es si habrá profundidad suficiente para que alguien se

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zambulla sin llegar al fondo. Me tumbo sobre el borde y me asomo; preferiría que alguien estuviera aquí conmigo para admirar este sitio, por ejemplo la pareja de antes. Ahora el agua ya no está a doscientos metros por debajo de mí, sino a tan sólo dos o tres. Fluye de izquierda a derecha con mucha fuerza. Hay algo que provoca perturbaciones en la superficie, pero no consigo ver lo que es. Sigo sentado en las rocas. Ahora el río se ha hecho lo suficientemente estrecho como para que un perro y un gato crucen y vengan hacia mí. El perro me da un poco de miedo porque es de una raza que no conozco, pero resulta muy cariñoso. El gato, también muy raro, se queda allí como esperando. Mientras acaricio al perro oigo una voz seca que le llama, parece la de un campesino o un cazador. Me siento un poco culpable por estar reteniendo a su perro, pero bien pensado es él quien quiere estar conmigo. Me despierto con una sensación enorme de felicidad. Ha llovido esta noche, pero cuando salgo del hotel no cae nada del cielo. Compro, hago una llamada y me incorporo a la carretera por la que llegué ayer. Eso sí, con mucho menos tráfico. El viento me vuelve a castigar casi de frente. Anoche, viendo el telediario, comprendí por primera vez el porqué de las corrientes de aire: las borrascas son a modo de gigantescos huracanes, aunque por supuesto menos violentas, que giran en sentido contrario a las agujas del reloj en el Hemisferio Norte y al revés en el Sur (es el conocido como Efecto Coriolli.) Según por donde ande la borrasca el viento atizará de uno u otro lado. Así, cuando estábamos Bego y yo por Ciudad Real, el centro de la perturbación se hallaba ubicado enfrente de Argelia

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y nos mandaba vientos del Este. Ahora, en cambio, hay una sobre Galicia y por eso los vientos son del Suroeste. Y la lluvia también, claro. Me impresiona que algo tan grande, que con frecuencia abarca países enteros, condicione el comportamiento de algo tan pequeño como mi persona y mi bici. A poco de salir de Martos comienza una cuesta abajo de 6 kilómetros, pero ni la puedo disfrutar ni sobrepasar los 40 kilómetros/hora debido a las ráfagas de aire. A mi altura se sitúa un coche, como si del director de un equipo ciclista se tratara. El conductor, que va solo, baja la ventanilla opuesta y me pregunta si sé por dónde se va a Sevilla. Le digo que no con la cabeza, pero no se marcha. ¿Esperará que saque el mapa y lo consulte? El tipo acelera, y en ese momento llega por detrás otro coche a tal velocidad que por poco se lo traga. La pitada fue de campeonato. 15 kilómetros después de Martos empieza a llover. No es un agua fuerte, pero en las bajadas dificulta bastante la visión. De nuevo tengo que controlar la velocidad, pues mi bicicleta no dispone de ABS. A partir del río Víboras inicio una ascensión que me deja en el cruce de Alcaudete. Conforme voy llegando arriba veo el perfil inconfundible de unos edificios ferroviarios con aspecto de abandonados. Es -¿lo adivináis?- la Vía Verde del Aceite. Resulta que este recorrido bici-peatonal viene desde Jaén hasta aquí. Idéntico recorrido al mío, sólo que sin cuestas y sin tener que soportar más de 40 kilómetros de nacional y autovía con sus situaciones de peligro extremo. Es tal mi frustración que ganas me dan de volver por ella hasta Jaén para disfrutar de lo que me he perdido: un solitario (y llano) itinerario entre olivares. Aunque des-

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pués de todo no debería quejarme, pues he encontrado la estación a la hora crítica de comer. La lluvia arrecia, y los grandes aleros de su almacén me libran de una hora de chaparrón. La estación y la vía verde me recuerdan mucho al inicio de este viaje, hace ya la eternidad de quince jornadas. Sin embargo, y en contraste con la Vía de la Jara, aquí todo parece más cuidado: se han plantado árboles y no se observa la acción de los vándalos. Además, la prohibición que reza el cartel de Sólo vehículos autorizados parece acatarse: los pivotes que cierran el acceso a la vía tienen candado. Aprovecho una tregua de la lluvia para salir. Voy por terreno alto. Todo lo que se divisa es una inmensa extensión de olivares. La tarde parece detenerse y, sin avisar, llega un momento intenso y mágico. Antes he visto un cartel que indica la carretera a Cabra, y a causa de ello asoman retazos lorquianos: Compadre, si yo pudiera ese trato se cerraba, pero yo ya no soy yo, ni mi casa es ya mi casa Que es lo que le responde el padre de la novia muerta al gitano herido, cuando éste pide que le deje entrar en su casa. Versos teñidos de tierra, de aire, de la melancolía de este paisaje andaluz frente a la lluvia. El misticismo acuático-lorquiano se ve bruscamente interrumpido cuando, en una fuerte bajada, la estela que levanta la rueda me empapa por completo el pantalón. Abajo de la cuesta me aguarda el río Guadajoz, de tan

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extremeñas resonancias, y que sirve aquí de límite entre Jaén y Córdoba. No reconozco el sitio, y sin embargo yo pasé por aquí en el viaje Cáceres-Granada en abril de 1990. Vivía entonces en esta última ciudad, estaba preparando las oposiciones, y se me metió en la cabeza que quería tener un coche. Al final, y con la mitad del dinero prestado, conseguí un Renault 6 con un montón de años pero en razonable buen estado. Aunque saqué el carnet a los dieciocho, apenas tenía kilometraje en mi haber, por lo que el viaje duró dos días -con bastante susto en el cuerpo, todo sea dicho-. El vehículo padecía dos problemas fundamentales, a saber: que se ahogaba con facilidad y que costaba accionar el contacto porque la llave entraba fatal -era una copia, la original se había roto-. En Espiel dormí dentro del coche, y recuerdo que aparqué en lo más alto del pueblo para poder arrancarlo cuesta abajo. 30 kilómetros más adelante, en una parada, se me ahogó y estuve a punto de caerme por un barranco en el intento de arrancarlo. Otro recuerdo, aunque menos terrorífico, lo tengo del día que se caló en el semáforo de una céntrica calle granadina, y mis esfuerzos por relajarme -cuanto más se crispaba uno, más difícil era ponerlo en marcha-. Luego, un par de meses más tarde, hice el viaje a la inversa y en un solo día. Como ese año aprobé la oposición a secundaria se me representa este viaje como un tránsito de la vida de estudiante a la adulta y trabajadora. Tomo la carretera hacia Priego de Córdoba, que se vuelve estrecha, recoleta y agradable. El paisaje cambia un tanto: aunque sigue habiendo olivos, su obsesiva presen-

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cia se ve intercalada con pinares y almendros. Un cartel dice que me interno en la Subbética cordobesa. Enseguida comienza una subida de 5 kilómetros, por fortuna muy gradual. Voy dejando a los lados pequeñas aldeas: Camponubes, que viene al pelo para el tiempo que hace hoy; Zamoranos, que nos habla del origen de los repobladores; Castil de Campos... La paz atmosférica dura 11 kilómetros desde la comida: mientras subo el puerto es sólo un suave goteo, pero cuando llego arriba arrecia de lo lindo. A partir de El Cañuelo viene incluso con rachas de viento (de frente, como no podía ser menos). Bajo un largo puerto que debe de ser maravilloso en seco, pero que ahora es un infierno, y en una curva asoma el desastre: un coche se ha despeñado varios metros y estampado contra el primer olivo. Pese al desnivel, la conductora está ilesa. Ya han parado varios automóviles, así que sigo. La lluvia no cesa. Me meto bajo la marquesina de una parada de autobús como hice en El Cañuelo, pero es inútil: como ya estoy empapado, sólo falta que me quede frío para coger una pulmonía. Reanudo camino. En el mapa aparece señalado el desfiladero de Las Angosturas como curiosidad natural. La verdad es que sería bonito, si no fuera por el torrente de aguas fecales en que han convertido el río. El hedor es intensísimo. Como mierda me parece excesiva para un pueblo, hasta que descubro que Priego es más grande de lo que creía, y ronda los 23.000 habitantes. Sin depuradora, claro. La localidad está, como no podía ser menos, en un alto. Me llueve hasta la misma puerta del hostal. La habitación es un sitio increíble donde no me martillea el agua. Cambio de ropa y puesta a secar la húmeda en la calefacción.

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Me aventuro a reconocer el pueblo, pues curiosamente ya no llueve. Un cibercafé: consulto un par de páginas, leo el correo y contesto a un amigo francés que trabaja en la Renault de Dublín, todo por 1,6 euros. Hace tan sólo diez años esto habría parecido ciencia-ficción. Priego es totalmente distinto a Martos: transmite mejor ambiente, apenas hay motos petardeantes, no se oyen coches-discoteca pese a ser sábado; la ciudad se ve limpia, bien cuidada... ¿Qué es lo que hace que dos poblaciones cercanas, con el idéntico número de habitantes, semejen tan distintas? Desde Vilches: 137 kilómetros. 7 de abril El pronóstico del tiempo de ayer daba lluvia para hoy y para mañana, pero cuando me despierto sobre las nueve y pico y abro la persiana, veo un cielo absolutamente limpio. Intuyo que la atmósfera se irá cargando a medida que transcurra el día, y por eso lamento no haberme levantado más temprano: entre unas cosas y otras, no consigo salir antes de las once, cuando lo ideal a esa hora habría sido llevar dos o tres pedaleando Tomo la carretera de Algarinejo, que desciende hasta un profundo valle. El viento, me da ya vergüenza decillo, sopla fuerte y frío del Suroeste y me impide adquirir la más mínima velocidad. Llego al río Salado -no es licencia poética el nombre, muy cerca hay un cartel de Se vende sal- y enseguida comienzo a subir. Bordeo la base de un paredón rocoso de 1.300 metros de altura. La zona es bonita, pero me gustaría recorrerla en otras condiciones, pues la carretera se degrada considerablemente, y para colmo empieza otra vez a llover. ¿Alguien da más? Son kilóme-

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tros de dolor y angustia. Cuando llego al límite provincial con Granada al menos mejora el firme. Con la velocidad, las rachas de agua se vuelven más agresivas. Lo peor son las manos, especialmente cuando están mojadas y tengo que agarrar los frenos; parece que fuera a perder los dedos por congelación. Echo de menos mis guantes de invierno, guardados allá en casa. Pero ¿quién se imaginaba una primavera tan fría? Según avanzo encuentro numerosas aldeas y casas de labor en mitad del campo, la mayoría habitadas. Y oigo las motosierras de quienes podan los olivos; el oír gente hace que me sienta menos solo en mi penar. Así, poco a poco, llego a Algarinejo. Me sorprendió que esta población, de 5.000 habitantes, no tuviera alojamiento. Cuando observo el casco urbano veo que en realidad es mucho más pequeño; como en Portugal, esa cifra la alcanzará sumando los habitantes dispersos del contorno. La lluvia paró hace un rato. Hace amagos, pero aguanta. Cojo agua en la gasolinera y no entro en el pueblo. Al mirar el cerro de enfrente comprendo que se me avecina una subida de las de aquí te espero. Y además tengo un problema mecánico: no debí montar bien la rueda de atrás cuando cambié las cubiertas en Jaén, porque el piñón grande no entra. Intento arreglarlo sin éxito, y ahí empieza el calvario, que se prolongará durante 5 kilómetros. Lo que desmoralizan son las rachas de viento que esperan a la salida de algunas curvas. Después la carretera se encajona en estrechos barrancos, donde atiza el aire vaya uno en la dirección que vaya. A punto de llegar a la cima aparece allá abajo Algarinejo, casi a vista de satélite.

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EL PESO Alberto me hizo ver que iba demasiado cargado. No he contado los objetos que llevo, pero deben andar por el centenar. Hay algunos tan horrendamente pesados como necesarios, tal es el caso del cargador del móvil (viajo solo, me puede salvar la vida). El teléfono lo suelo llevar desconectado, porque cuando lo enciendo la batería se va con inusitada rapidez. Supongo que es el peso la causa de que las piernas me duelan tanto cuando se enfrían, y de que la velocidad media sea modestísima. Y eso que llevo menos cacharros que cuando salí de Talavera, pues entonces transportaba yo solo tres litros de agua y un montón de latas. Era tal el peso que la pata de cabra reforzada que me pusieron en la horquilla trasera se dobló y ahora no sirve para casi nada. Pero por más que repaso una y otra vez el equipaje no encuentro nada de lo que pueda prescindir. Si saliera ahora de casa dejaría el segundo par de zapatillas, las que me pongo cuando no pedaleo, pero ¿qué hago ahora, tirarlas? También me da rabia arrastrar los sacos (son dos, finos) y la tienda de campaña, que acarreo sin usar desde los Montes de Toledo. Porque ¿quién acampa con este tiempo de perros? Me gustaría ir más ligero y volar. Como esta lluvia que me martiriza. Arriba encuentro una pequeña parada de autobús. Como con mucho frío y me lanzo enseguida por la bajada. El paisaje, las cuestas y los apuros recuerdan mucho a la zona de Anchuras, sólo que allí hacía sol y calor. Se va abrien-

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do el panorama y con alivio compruebo que ya no quedan más subidas gordas. Esta mañana tenía dudas sobre si podría llegar a Loja, pero ahora ya sé que sí. Además, y como premio por tanto sufrir, al final de una pequeña cuesta viene a mi encuentro uno de esos momentos que quitan las penas: hacia el Este se abre un claro y entre las nubes aparece Sierra Nevada. Blanca, purísima isla en medio de la llanura. Cruzo un pueblo llamado Ventorros de San José. Tan atávico nombre me seduce y decido echarme un café. Redescubro las Mari Toñis, unos dulces de cabello de ángel que, pese a ser de fabricación industrial, sólo se pueden adquirir en Granada. Compro cuatro: dos son para el café, y dos para luego. Justo cuando me marchaba empieza a caer lo que parece una lluvia suave y termina en un truculento chaparrón. Por suerte me ha pillado a cubierto. Espero en el bar a que pare. Quince minutos. Media hora. Una hora. Amaina un poco, pero sigue lloviendo; a veces aprieta, a veces afloja. Decido no aguardar más, y parto por la carretera encharcada. Las manos, un tormento de frío en las bajadas. El campo está precioso, pero lo estaría más con sol. Finalmente, el premio a tanto disgusto: una panorámica desde la que se divisa todo el valle del río Genil, y 7 kilómetros de descenso hasta Loja. Al llegar pregunto por un hostal y me mandan al otro extremo del pueblo. Resulta ser un hotel, y no precisamente barato, pero me hallo en las afueras, y no para de llover. Me quedo. Como ayer, apenas he descargado el equipaje cuando cesa la lluvia, que no vuelve a aparecer en toda la tarde.

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Habitación, baño y ducha. Para mi sorpresa, no estoy reventado. Sin embargo apenas soy capaz de cenar. Y el no comer me preocupa. Desde Vilches: 195 kilómetros. 8 de abril Hoy madrugo más. El cielo es de un azul intenso. Pensaba llevar esta mañana la bici para que me arreglasen lo del piñón, pero el temor a que se repita la faena de ayer y me llueva hace que salga disparado. Un camarero del hotel me dice que está diluviando en Málaga y que lo hará en Loja antes de mediodía. Salgo pues en dirección Este buscando la carretera de Alhama. Mi intención era aprovechar la antigua nacional y evitar así la autovía, pero me tengo que conformar con un bachuriento (el neologismo es mío, de bache) camino de servicio pues la citada antigua nacional es ahora de un solo sentido, el contrario del que yo llevo. Paso por debajo de la autovía y enfilo hacia el pueblo de Salar. A mi derecha llevo un terraplén de al menos veinte metros de altura. Por él se ha caído un 4 x 4, que yace panza arriba como un animal prehistórico. Un señor que detiene su vehículo me cuenta que el accidente fue ayer. Hace calor esta mañana. Por primera vez desde Ciudad Real puedo ir en culotte y camiseta, aunque después me tenga que poner el chandal conforme vaya subiendo. Porque antes incluso de entrar en Salar ya la carretera adquiere una pendiente que persistirá a lo largo de 16 kilómetros. Unas veces sube más y otras menos, pero sube. Lo peor de ganar altura es, como siempre, el viento de cara. Desde Jaén no he conocido otra cosa, empieza a ser cargante.

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Las nubes aparecen ancladas sobre las montañas del Suroeste. Que sigan así mucho rato. Con lo claro que está el día espero tener buenas vistas de Sierra Nevada, y así es: 50 kilómetros hacia el Este se alza, majestuosa y blanca, la cordillera. Abajo se adivina Granada: el que se halle tan cerca es una tentación enorme: sería bonito llegar en bici y pasear por esta ciudad a la que he vuelto tantas veces, atraído por no sé qué. Pero decido resistirme: esta vez el destino de este viaje es Málaga, y sobre todo el mar. Cuando creo haber alcanzado la cima del puerto me paro a hacer fotos. Tengo que esperar por lo menos veinte minutos a que la cima del Veleta quede descubierta de nubes, y los músculos se enfrían. Luego quiero seguir y, horror, resulta que no he terminado la ascensión. Las cuestas son suaves; no así el viento, cada vez más fuerte y frío. Hacia el Sur aparece, también nevada, la Sierra de Tejeda, el último obstáculo que me separa de la costa. Después de mucho sudar y blasfemar llego al Cerro de la Gallina, a unos mil metros de altitud. Allí me encuentro con largas y desoladas rectas hasta que por fin empiezo a bajar. Tengo que dar pedales si quiero que la bici rebase los 20 kilómetros/hora, y eso que las pendientes son fuertes. Pero me choca que pese al amplio horizonte no se vea Alhama por ninguna parte; hay que dar muchas vueltas y revueltas a la carretera para encontrarla, recoleta en el fondo del valle. Realmente quienes eligieron su emplazamiento lo hicieron a conciencia. Al-hama es palabra árabe y significa baños termales. Efectivamente, en el pueblo hay un balneario, una de las razones de mi paso por aquí. Encuentro a la gente simpática, amigable y de mirada limpia. Mientras como en un

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bar, me entero por la tele de que ha habido inundaciones por la zona de Fuengirola. Luego me voy a buscar el hostal. Hoy sólo he recorrido 30 kilómetros, pero me apetece conocer la ciudad que inspiró el famoso Romance por la Pérdida de Alhama - ¡Ay de mi Alhama!-. Además, a lo mejor mañana cesa el viento de una santísima vez. Por la tarde busco un reparador de bicis. Tengo que bajar por la carretera de Granada hasta casi la salida del pueblo. La avería tiene poca importancia y el señor, que es muy simpático, no me cobra nada. Me explica que para la costa queda ya poco por subir, y que luego todo es bajada. Vuelvo al hostal y pregunto por el balneario. Resulta que cae fuera del pueblo, más abajo de donde he ido a arreglar la bici. Vaya por Dios. Como no me apetece ir otra vez por el mismo camino, creo que voy a quedarme sin probar las aguas termales. Doy una vuelta por el barrio árabe, que no encuentro demasiado interesante. Sí lo es, en cambio, el descomunal tajo que el río Alhama excava por la parte Sur de la ciudad. Hay aún luz de sol y el pueblo se me queda pequeño. Cuando llegué creí que era más grande. Ni siquiera tiene cibercafé. Busco la única tienda de fotos, que casualmente también cae en la carretera de Granada; allí me dicen que hasta el balneario se puede ir a pie. Andando bajo por la carretera hasta el río Alhama, que se interna aquí en una profunda garganta. El lugar sería fantástico si, al igual que en Priego, no circulasen libremente las aguas fecales. Llego por fin al balneario a cuya entrada, con el agua caliente que sobra, se llenan unas pequeñas piscinas naturales pegadas al maloliente río. Allí hay varios bañistas, todos hombres.

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No he traído bañador ni toalla, pero me desnudo de cintura para abajo, calzoncillos aparte, y entro en una de las piscinas. La arena, las piedras, el agua caliente: es la primera vez que disfruto de aguas termales en plena naturaleza: la sensación es física y espiritualmente placentera y los músculos de mis piernas, que andan muy doloridos, se dulcifican. Por un momento sueño con que he vuelto a la India y que estoy dándome un bañor purificador en alguna fuente sagrada, pero el hechizo se rompe cuando los bañistas, que han traído grandes botes de gel, se untan y dejan el agua perdida. Incluso hay quien se afeita y todo regando de pelillos el baño comunitario. Uno de los higiénicos individuos, que es del pueblo, despotrica contra el balneario, a quien acusa de apropiarse de un recurso natural y de todos. Dice que cortan el agua cuando quieren. Ya lanzado, reclama el ajusticiamiento de los ricos y la abolición de los privilegios. Soflamas aparte, la verdad es que nunca me había planteado que el agua termal fuese un bien público privatizado aunque, como dice Lorca: queremos que se cumpla la voluntad de la Tierra que da sus frutos para todos. Ahora la sueltan por la visita del Príncipe, continúa mi vecino de baño. Yo ya sé que el Príncipe está en Andalucía, pero no veo qué puede tener que ver una cosa con la otra. Hay quien se ofrece a subirme en su coche, pero declino la oferta y rehago a pie el camino hasta el pueblo. Gran silencio y quietud. Ha parado el viento. Como después de la batalla, me doy cuenta de que es la primera vez que veo

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las estrellas en una semana. Entro en un bar y ceno pescado fresco. Al salir, veo junto a la puerta un bando del alcalde. Mañana viene el Príncipe a Alhama, y pide a los vecinos (el alcalde) afluencia, cortesía, entusiasmo... Yo no estaré aquí para verlo. Me separan sólo 50 kilómetros de la costa, y mañana lo que veré será el mar. Desde Vilches: 225 kilómetros. 9 de abril. Una paráfrasis del refrán y de Saramago: el ciclista propone, y Dios dispone: hoy no he visto el mar. Me levanté a las ocho. Cuál no sería mi sorpresa cuando veo que está lloviendo a cántaros. ¡Pero si anoche se veía despejado! ¡Pero si el pronóstico no daba lluvia! ¡Pero...! Bueno, será un chubasco (aunque se ven las nubes muy bajas). Como hasta las doce no tengo que dejar la habitación, me quedaré en la cama leyendo y escribiendo. Las nueve, las diez, las once... Y no para de llover. Oigo vocerío abajo: debe de ser el Príncipe que ha iniciado su visita; ayer vi la descripción del itinerario, y empezaba prácticamente en la puerta de la pensión. No me cae mal el chaval, pero yo no me levanto. Sin embargo y de repente me asalta una acuciante pregunta: ¿quién sostendrá a don Felipe el paraguas? Porque, cortesía manda, queda feo que todo un real heredero tenga que ocuparse de tareas tan rupestres como protegerse de la lluvia. Y el problema es que, siendo tan alto, ¿habrá entre las autoridades presentes alguien con la suficiente estatura como para hacerse cargo de tan peliaguda contingencia? (por las fotos que he visto estos días en la prensa se les ve a todos, la verdad, bastante canijos.) ¿Qué tendrá previsto el protocolo en semejantes casos?

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A las doce y pico viene la señora de la pensión a preguntar si me quedo. Le digo que sí: no me imagino subiendo el puerto en medio del chubasco, y menos bajando hacia la costa con el asfalto chorreando, las manos heladas, ni acampando con las ropas hechas sopa. Hoy no veré el mar. Los días anteriores el cielo estaba más o menos despejado cuando salí, y los chubascos vinieron después y a traición. Pero salir ahora, con alevosía, a pedalear 50 kilómetros bajo este aguacero incesante... A las dos no aguanto más y salgo a dar una vuelta. He acabado de leer el horrendo libro que traía, y que abandonaré en la habitación cuando me vaya, así que compro el periódico y Los Pilares de la Tierra, que me recomendó encarecidamente Aurora y que es tan gordo como su título sugiere. Otro peso más a las alforjas, pero si voy a tener que estar parado más vale que me dedique a la lectura. En días sucesivos descubriré que el comienzo es correcto y engancha, pero que al autor, que es muy bueno en el género del suspense, la historia se le queda grande: los personajes, más que planos, parecen cóncavos, y a partir de la mitad del libro la acción gira y gira sobre sí misma y se dilata ad infinitum: tanto podría acabar donde lo hace como seguir otras mil páginas. Pero no quiero parecer duro: no es un libro que leería en casa; en cambio ahora será mi compañero hasta el final (del viaje) y dulcificará mi cansancio y mis contracturas musculares cuando por las noches lea en la tienda, a la luz del frontal. A eso de las tres, y mientras como en el mismo bar de ayer, comienza a escampar. Veo por la tele lo que no me levanté a ver: el Príncipe Felipe recorriendo las calles de Alhama. Sonrisas, vítores, apretones de manos. Y de repente una imagen cambia para siempre mi concepción de

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la monarquía, al tiempo que hallo respuesta a la pregunta que me desasosegó hace unas horas: nadie; el paraguas se lo sostiene él solito. Nada de privilegios, pues: un futuro rey democrático debe portar su propio paraguas como si de un estandarte se tratara. Vuelvo a la pensión. Leo otro rato y después me voy con la bici al balneario, esta vez provisto de toalla y dispuesto a bañarme del todo. El río Alhama baja crecido, pero el olor y el color a mierda son los mismos de ayer. Distinta es en cambio la concurrencia de la improvisada terma. El recibimiento es agradable: entiendo perfectamente cómo las civilizaciones más refinadas de la historia romanos, árabes, japoneses- tenían y tienen baños públicos donde establecer relación social. Es bueno compartir el agua caliente y charlar con el vecino. Además, desposeídas de los atributos externos de poder -reloj, coche, ropa-, la distancia entre las personas disminuye. Aunque no del todo: al principio la conversación discurre por cauces previsibles, un señor discursea sobre el tiempo, del sol, la tierra, las estrellas -siempre me ha conmovido ver a personas del pueblo, sin estudios, interesarse y maravillarse por esos asuntos. Pero luego el discurso cambia: se habla de la emigración. Moros, colombianos, polacos, yugoslavos... No se salva nadie. Y nadie habla mal porque yo no soy racista, claro, pero la xenofobia se respira. Miedo a la invasión, a perder el trabajo, a dejar de ser lo que somos. Ya puestos en vena, y para que no se diga que en España sólo se critica a los inmigrantes pobres, ponen a parir a varias parejas de alemanes que vienen a las aguas termales y se meten en el agua como Dios los trajo al mundo.

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¡Bendita España racista, sexista, falista, hija de la Inquisición, carbonizadora de herejes! Zaragatera y triste, que decía Machado. Y pensar que ayer en este mismo lugar se oían inflamadas arengas en favor de la igualdad y la hermandad universales. Intuyo que esta humilde pileta encierra el misterio de la vida, mezcla de elementos inmezclables, gloria y mierda a la vez. Como este hediondo río que pasa a escasos metros de nuestro relajante baño, ofendiendo de cuando en cuando nuestras narices con los aromas de la mugre y de la caca, pedo, culo, pis de los habitantes de Alhama. Aquí no han traído al Príncipe a que lo vea. Se lo han enseñado desde lo alto del Tajo, donde aún las aguas están limpias. Aunque, de haber visto este espectáculo, ¿qué podría haber hecho? ¿Qué poder real tiene? También le escribieron los de la Plataforma de Puerto Peña-García Sola para que evitara el inútil destrozo, y ahora mismo están las máquinas reventando los olivos y las rocas vírgenes de la Sierra del Escorial. Vuelvo al pueblo. Como ayer, la tarde ha escampado por completo y no hace ni brizna de viento. Siento rabia por mi involuntario confinamiento. Cuando paré en Jaén estaba hecho polvo y además allí había más cosas que ver. Alhama es tan reducido que empiezo a reconocer las caras de sus habitantes. Es la tarde más triste desde que empecé el viaje. Compro comida y vuelvo a la pensión. Que sea mañana enseguida. Y que haga buen tiempo. Por favor.

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10 de abril ¡Aleluya, hoy no llueve! Alguien arriba ha oído mis plegarias. Desayuno, salto sobre la bici y me pongo a subir con alegría mi última sierra. A la salida del pueblo, y justo enfrente del cuartel de la guardia civil encuentro, tal como me explicó el mecánico, una bifurcación. Pero el camino que me recomendó, que es el de la derecha, presenta una rampa excesiva, sobre todo ahora que voy frío. Veo al guardia en la puerta y le pregunto. Me dice que eso de la derecha es, efectivamente, un camino asfaltado, y que te ahorras unos kilómetros, pero que se vuelve estrecho y peligroso. Me aconseja que vaya por la izquierda pues, además de ser un itinerario más seguro, el paisaje es más bonito y con mejores vistas. La inesperada preocupación del guardia por la perspectiva y la estética me sorprenden tanto que decido seguir su benemérito consejo. Pero antes de irme me devuelve a la realidad con una pregunta: «¿Y usted dónde duerme?» Ha visto la tienda de campaña, y si le digo que en cualquier sitio (lo que sería mentira hasta la fecha, muy a mi pesar), me advertirá de la ilegalidad de la acampada libre. Finjo no comprender el trasfondo de su pregunta y le explico que en Alhama y además dos noches por lo de la lluvia y tal. Nos despedimos. Son casi 7 kilómetros de puerto, pero el firme es bueno y la pendiente suave. Además, siento una cosa extraña, un vacío. Me falta algo, pero no sé lo que es. Al cabo de un rato lo descubro: ¡Es que no hay viento! Vueltas y revueltas entre plantaciones de almendros. La lluvia de ayer ha fundido la nieve de la Sierra de Tejeda, salvo en el pico de más de 2.000 metros que tengo ante mí. Llego al puerto del El Navazo y empiezo a bajar. Aun-

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que hace sol, la temperatura parece invernal. El frío es tanto que tengo que ponerme toda la ropa que llevo, chubasquero incluido. A los 4 kilómetros llego a un amplio y fértil valle. El firme empeora. Un cartel avisa: carretera en mal estado, gravilla suelta. Y, efectivamente, los baches son de órdago. Cuando menos me lo espero, la bici derrapa en la grava del arcén y por primera vez en el viaje doy con mis huesos en el suelo. Me lastimo en varios puntos de la pierna derecha, pero por fortuna no corre la sangre. Mi compañera también luce una cicatriz en el forro del manillar izquierdo. Comienzan a adelantarme gran número de camiones de los que transportan áridos. No entiendo esta súbita invasión, hasta que descubro que en esta ladera de la sierra, que es la Norte, existe una cantera. De aquí extraen material para alimentar la fiebre constructora de la costa malagueña. Estamos en provincia de Granada, de modo que es posible que se dé un conflicto y que la diputación granadina se niegue a arreglar el tramo. Ahora bien, si el paso de tantísimos camiones es como parece la causa del destrozo, debería ser la propia empresa explotadora quien corriese con los gastos de reparación, ¿no? Así que al final esto es el bendito neoliberalismo que va a salvar la economía mundial: las pérdidas se socializan, y las ganancias se privatizan. Así sale hasta la más infame cuenta de la lechera. Otro apunte para el recuerdo: paso junto a una casa. Un perro de tamaño digamos medianillo se siente interesadísimo por mí. La dueña, que está trabajando en la huerta, le llama insistentemente, pero el perro no hace caso y sale a la carretera. No parece un animal agresivo, pero

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temo que me tire, así que más por instinto que otra cosa saco el pie del pedal y, por propia inercia, le propino un patadón que me repercute en el tobillo. Espero oír detrás de mí a la mujer recriminándome -hay dueños para los que sus perros son santos y el resto de los humanos unos maltratadores en acto y en potencia-, pero en lugar de eso escucho: «¡Toma!» Luego siento un poco de remordimiento; a lo mejor el animal sólo quería curiosear, pero ¿quién se arriesga? Ya me he caído una vez esta mañana. La carretera sigue horrible: tanto el arcén como el borde están impracticables, lo cual me obliga a ir prácticamente en el centro de la calzada y vigilar los camiones, que siguen pasando. Cruzo varios pueblos -que sí han arreglado sus travesías urbanas- y al salir de Ventas de Zafarraya me encuentro inesperadamente con el abismo: desde el mismo límite provincial se divisa toda la comarca de La Axarquía, y allá al fondo está el mar. Foto para la historia. 13 kilómetros de un descenso increíble. Quien no haya bajado nunca un puerto de montaña en bicicleta no puede hacerse idea de lo que supone permitir que la ley de la gravedad actúe salvajemente y se produzca la súbita descarga de esa energía cinética tan duramente acumulada. Es como si la bicicleta, de ordinario un vehículo muerto si uno no actúa sobre ella, cobrara vida y se lanzara desbocada al abismo. Entonces el ciclista se transforma en domador que refrena enérgicamente su cabalgadura, en pianista que toca los frenos y orienta la dirección con suavidad infinita, en bailarina que inclina su cuerpo para ceñirse a la curva y en físico que calcula el radio y la centrífuga de ésta. No te puedes descuidar un momento porque en los giros te vas contra los quitamiedos de enfrente. En todo el - 108 -


descenso me adelantan algunos coches, pero ni un solo camión. Al cabo de un instante sin tiempo llego al fondo del valle. Me detengo y miro incrédulo hacia arriba: estaba allí y de repente me veo aquí. Me desvío a la izquierda por la antigua carretera para evitar así el tráfico pesado. Paso por La Viñuela, Los Vados, Trapiche (¿vendrá de aquí el verbo trapichear?) Son pequeños y tranquilos pueblos. Fuera de la inhóspita carretera general asisto a toda una colección de aromas y colores: la Axarquía me acoge en plena explosión primaveral. En contraste con los fríos de la sierra, la temperatura es tan buena que inicio el strip-tease del ciclista: me desprendo de sucesivas capas, como crisálida o cebolla, y quedo en camiseta, culotte y crema protectora. A la entrada de Vélez-Málaga giro a la derecha para evitar el centro. Pero se revela una tontería: las indicaciones conducen a través de un apestoso polígono industrial y me vuelven a sacar a la misma carretera que dejé atrás, y que después de una amplia vuelta lleva a la salida Sur de Vélez -Málaga. En contraste con la soledad de las sierras y lo pacífico de sus conductores, el tráfico aquí es intensísimo: avenidas de cuatro carriles, vías de servicio, rotondas... Me interno en Torre del Mar, y para buscar la línea de playa uso como guía los altos edificios que trazan la fachada marítima. Cruzo una última carretera y aquí está. El mar. A quienes viven habitualmente en la costa les resultará incomprensible la fuerza y la emoción sagrada que tiene para los de tierra adentro este instante, sobre todo si se ha

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recorrido uno más de 600 kilómetros a puro pedal, subiendo y bajando sierras y pasando todas las penas climatológicas imaginables. Pero todo lo doy por bien empleado. Llevo a mi compañera a la arena para que la sienta, y reconozca el agua salada que no ve desde hace dieciséis años, cuando pedaleé de Cáceres a Huelva en aquel viaje que tanto enriquecería mi mitología personal. Hemos llegado al mar, y aquí empieza el segundo capítulo de la aventura. Llamo por teléfono a Cristina, con tanta suerte que la encuentro en casa. Cristina es amiga de Alberto y Aurora, y la conocí mientras estuve en Vilches. Vive en un barrio del Este de Málaga, y cuando le dije que venía para acá me ofreció hospitalidad. Pero han pasado tantos días que no sé si debo llamarla o no. Al final me atrevo, y me alegro de ello. Quedamos. A cuarenta metros escasos de mi punto de irrupción en la playa hay un restaurante, donde como. La profusión de este tipo de locales, al igual que de campings, es una de las ventajas de la costa. Como inconveniente citaré que los sitios de playa son propicios como ningún otro para el pijismo y la chulería; mientras reposo la comida en un banco asisto a la siguiente escena: dos tipos, uno con moto de trial y otro con una de esas horrendas de cuatro ruedas, irrumpen en el paseo marítimo y desde allí saltan a la playa, con total desprecio por las vidas ajenas. Una y otra vez. Sin que nadie se lo reproche. Sin que venga un guardia a inmovilizarles el vehículo o sus escasas neuronas. Menos mal que no es verano. Arranco hacia el Oeste, en dirección a Málaga. En contraste con lo que llevo hasta ahora de viaje, por Torre del Mar veo bastantes bicicletas, pero en su mayoría las conducen extranjeros. Los locales, por su parte, parece que no se apean del sillón con ruedas ni a tiros. - 110 -


Es un auténtico placer pedalear junto a las olas, aunque los casi 30 kilómetros que hay de aquí a la capital sean en un continuo urbano sin apenas espacios libres. La cantidad de coches circulando es enorme, y los arcenes se encuentran hechos polvo. Aquí sí que me cruzo con ciclistas del país, en este caso deportivos, de los que se juegan la vida a diario si quieren darse una vuelta. Doy gracias por vivir en un lugar donde se puede salir a pedalear sin tener que afrontar a diario esa lotería que te puede pasaportar al otro mundo con culotte y todo. Aquí no es necesario un carril bici para potenciar el uso de la bicicleta: es que la demanda social existe ya, y mucha, pero lo que no hay es voluntad política de satisfacerla. Benajarafe, Torre de Benagalbón, Rincón de la Victoria... La autovía, paralela a la nacional, quita al sufrido ciclista parte del tráfico, sobre todo camiones, pero a la entrada de Málaga, justo a la altura de una fábrica de cemento, carretera y autovía se funden y dan como resultado un maremagnum de vehículos. El ruido ensordecedor, la enorme y polvorienta fábrica... El resultado es irreal y dantesco. Ahora recuerdo que fue cerca de Málaga donde un coche se llevó por delante a los hermanos Ochoa, y me recorre un estremecimiento. Si alguna vez me he agarrado a la Providencia ha sido justamente aquí. Tras superar tan delicado punto llego enseguida a El Palo, que es donde vive Cristina. De camino a su casa me cuenta que éste era antes un pueblo segregado de la capital y que, como ha ocurrido en otros tantos sitios, el crecimiento urbano lo absorbió. Los vecinos, cuando van al centro, todavía dicen que bajan a Málaga. Precisamente es lo que iba a hacer esta tarde Cristina, pero lo dejará para mañana porque hoy ha venido el Príncipe y debe de

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estar todo el centro acordonado. (¡El Príncipe aquí! ¿Habrá venido también en bici?) Pero si El Palo es periférico a Málaga, la casa de Cristina es periférica a El Palo. Por la ventana se pueden ver cerros y olivos, y de vez en cuando se oye cantar algún gallo: parece mentira que estemos a la orilla de un mar de setecientos mil habitantes. Como contraste, muy cerca, se levantan los mastodónticos pilares de la autovía, que pasa literalmente sobre nuestras cabezas. Curiosa es también la calle: carece de salida, y sólo tiene una acera, pues la otra está constituida por el borde de una rambla ahora mismo seca, pero que rugió hinchada hasta el límite hace diez años. El escenario es siniestramente similar al del Cerro de Reyes en Badajoz. Sólo que aquí no ha habido muertos. Todavía. Desde Vilches: 305 kilómetros.

CRISTINA Hace muchos años que tiene la nacionalidad española, pero ella nació en la Córdoba argentina, nieta de emigrantes sirios. Se vino para España con veintisiete años huyendo de un padre y una educación opresivos. Aunque reside en Málaga desde hace más de un cuarto de siglo, sigue tomando yerba mate y su acento es una extraña mezcla de andaluz de aquí y cordobés de allá. Vive de hacer artesanía que vende en mercadillos. Cuando la vi por primera vez, en la feria de artesanos de Úbeda, me pareció el suyo un rostro en el que la vida había marcado profundas cicatrices. No me equivoqué. Sin embargo, ha tenido siempre el coraje para salir adelante. Está divor-

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ciada y tiene una hija -muy guapa, según las fotos- que está acabando periodismo, y que anda empeñada en encontrar un novio para su madre. 11 y 12 de abril Descanso en El Palo. El primer día caen fuertes chaparrones que nos pillan en la calle buscando unas alforjas nuevas. Vamos a varias tiendas sin resultado. En una de ellas miro lo que tienen, pero no me convence. En cambio sobre el mostrador hay unas la mar de interesantes que al parecer no pertenecen al establecimiento, sino a un cliente al que le están arreglando la bici. Le pregunto que dónde las ha comprado, y me responde que en Puerto de la Torre, que resulta ser un barrio de las afueras. Al día siguiente bajo otra vez a Málaga, pero esta vez en bici. Los conductores aquí son bastante cautos y pacientes, pero me asusta el volumen de tráfico. Paso la mañana en el centro, y después de comer subo al Puerto de la Torre. Digo subo pero esta vez no metafóricamente, ya que el barrio se halla en las colinas que hay hacia el interior, bastante cuesta arriba. Me encuentro un carril bici pero seguirlo supone toda una hazaña: lo interrumpen contenedores de escombros, vallas de obras, coches aparcados en la acera y sobre todo docenas de peatones. Además, muchos bordillos no están rebajados y hay que apearse de la bici para superarlos. De súbito y sin razón aparente el carril muere, fenece, desaparece en la nada y toca chupar el arcén de una carretera con muchísimo tránsito. Doy con la tienda. Disponen, efectivamente, del mismo modelo de alforjas que vi, y me cercioro de que puedo acoplarlas a la bici. Para ello debo desmontar la tabla de madera que puse en el portaequipajes hace siete u ocho

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años. Está fijada con alambres y tengo que pedir prestados unos alicates. Le digo adiós con pena, pues me recuerda historias del pasado que ahora quedan atrás; era ya parte tan integrante del vehículo que cuando por fin la retiro parece que faltase alguna pieza. Le agradezco los muchos servicios prestados y la deposito junto a unas cajas de desecho. Las antiguas alforjas tendrán más suerte: aunque están muy machacadas, se quedarán en casa de Cristina, amiga de aprovecharlo todo. Las compré en Granada hará ahora unos diez años, y mira por dónde sus sucesoras son malagueñas. Pero no me arrepiento del cambio: las nuevas son de un material más resistente. Individuales, por lo que se manejan muy bien. Tienen un buen sistema de anclaje y una sola apertura, por lo que se aprovecha mejor el espacio. Y lo que no me esperaba: en unos bolsillos superiores cerrados con cremallera se esconden, como dos alas negras, un par de bolsas impermeables que se pueden extender en caso de lluvia y evitan que el agua penetre en las alforjas. Como además han sido increíblemente baratas, me siento como si alguien me hubiera hecho un maravilloso regalo. Al salir de Puerto de la Torre paro junto a una cruz con flores que vi a la subida. Junto a las flores, un texto: el dolor de un abuelo desconsolado al que un coche que se dio a la fuga le mató a su nieto. Allí mismo. En el arcén. Bajo hasta el centro y busco el paseo marítimo, de vuelta a casa. Hoy he hecho 32 kilómetros entre humo y tráfico. No estoy cansado, pero siento como mareos y no atino con cuál puede ser la causa.

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TERCERA ETAPA: MÁLAGA-LA UNIÓN

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13 de abril Procuro no hacer ruido al salir de casa de Cristina. Detesto las despedidas mañaneras (ya le dije adiós por la noche), y si puedo las evito. Pero hete aquí que no he recorrido quinientos metros cuando descubro que he olvidado nada menos que la riñonera, y todo su contenido: documentación, móvil, dinero... Con el corazón en un puño, vuelvo a toda prisa temiendo haberla dejado en la puerta mientras montaba el equipaje. No está. Subo las escaleras; ahora sí que no tengo más remedio que llamar al timbre. Me abre Cristina, soñolienta: la riñonera está allí, menos mal. De esta manera y sin buscarlo nos acabamos despidiendo. Hoy sopla un fuerte viento, ¡pero de Poniente! Va a ser el primer día que Eolo me va a ayudar en el viaje, en lugar de poner pegas. Voy a seguir la costa en dirección Este y, si puedo, llegaré a Valencia. Deshago el camino que hice hace dos días, y revivo el placer de pedalear junto a la arena y las olas. Hoy es sábado y encuentro muchísimos ciclistas por el camino. Un señor de unos cincuenta

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años me alcanza y charlamos un rato. Él a veces también hace cicloturismo, una vez se fue desde Málaga hasta Asturias en seis días (!) Aunque claro, con menos peso del que yo llevo. Se despide y sigue adelante. Encuentros como éste son rarísimos, porque los ciclistas de carretera parecen tomarse su quehacer con mucha seriedad, nunca saludan cuando adelantan, y menos aún te preguntan que de dónde vienes, a dónde vas, esas cosas. Creo que a sus ojos el ir tan cargado, con las piernas sin depilar y llevando una bicicleta pesada y vieja son, todos juntos y cada uno de por sí, pecados mortales suficientes como para impedirme entrar por toda la eternidad en el cielo de los ciclistas. Cuando se cruzan contigo unas veces saludan y otras no, suele ir en relación con la edad: cuanto más jóvenes, más antipáticos aunque, claro está, se dan excepciones en uno y otro sentido. Quienes se muestran más calurosos son los veteranos que circulan en grupo. Llego a Torre del Mar. Parada de avituallamiento en un Mercadona. En la puerta, el primer aparcamiento para bicis que veo en seiscientos kilómetros. Y es que los europeos nórdicos que viven aquí vienen a hacer la compra en bicicleta. No me gusta despreciar al propio país e idealizar los ajenos, pero en este caso les envidio muchísimo y deseo fervientemente que, sólo con el ejemplo, civilicen bicicleteramente a estos bárbaros del Sur que creen que en coche también hay que ir a mear. (Y hablando de mear: no sé si es por el estrés del esfuerzo, o por la presión que ejerce el sillín sobre la vejiga, o por la cantidad de líquido ingerido, el caso es que desde que inicié el viaje orino con una frecuencia superior a la habitual. Y como en carretera no hay intimidad

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ninguna, pues continuamente están pasando coches, deben de ser miles los conductores que me han visto con la minga al aire.) Continúo: Caleta de Vélez, Torrox Costa... La ruta es un reguero incesante de urbanizaciones, en algunos tramos con bastante tráfico. Me sonrío cuando pienso que en mi tierra tengo abandonada por completo la carretera en favor de los caminos, por aquello de los coches, y me veo ahora metido en este berenjenal... Las montañas, altísimas, discurren paralelas a la costa; hasta se ve nieve y todo. Y unas nubes de plomizo aspecto que prefiero ignorar. Algo no marcha bien: aparte de dolores varios -tengo los hombros bastante contracturados-, siento cansancio, lo cual no es muy lógico teniendo en cuenta que el terreno es casi llano y el viento ayuda. Lo atribuyo a no estar acostumbrado a pedalear al nivel del mar. Van casi 50 kilómetros cuando llega Nerja. Paro a comer en un restaurante donde prácticamente soy el único español. Pero en lugar de tener un hambre de lobo, casi me obligo a tragar la comida. Porque quiera o no tengo que alimentarme: sin comida viene el agotamiento, y con el agotamiento, la temida pájara. Durante el tiempo que paso en el restaurante, negros nubarrones se desprenden de la sierra. No quisiera pensar mal, pero parece que se avecina una buena. Cojo la bici y cruzo el pueblo. El casco viejo parece interesante, aunque es muy turístico. No hay que olvidar que aquí se rodó la famosa serie Verano Azul, que en su día conmovió a chicos y grandes. A mí me tuvo que pillar al filo de la adolescencia, porque sé que repudiaba aquellas orgías de sentimentalismo a todo trapo. Sólo recuerdo el capítulo en que

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la voraz inmobiliaria empieza a destrozar con sus bulldozer la playa en la que Chanquete, el pescador jubilado, vive en su barco, y la canción que cantan los niños, resabio del antifranquismo, haciendo sentada en el barco-casa: «Del barco del Chanquete / no nos moverán». Eso pase, pero lo que nunca acabé de tragar fue aquel verso que decía: «...porque en el barco tiene aquel su nido». Bien mirado, lo del nido es una cursilería: se usaba mucho en los años cuarenta y cincuenta, al menos en novela y teatro, para hablar del piso de unos recién casados (su nidito de amor). Y en contextos menos románticos se emplea hoy día en expresiones tales como nido de piratas, nido de víboras, nido de ametralladoras. Como estas últimas acepciones no cuadran y El Chanquete parecía haber superado ya la edad del trote sexual, cada vez que oía o recordaba el susodicho vocablo me sumía en un mar de perplejidades. Me gustaría echar un vistazo al pueblo. Debo seguir, aunque me asalta la sensación de que esta tarde no voy a llegar muy lejos. Y, efectivamente, antes de salir del pueblo comienzan a caer chuzos de punta. Previsoramente me he refugiado debajo de una parada de autobús -qué invento más grande, la de remojones que me han ahorrado ya-. No me salva de las rachas, pero quita lo más gordo del agua. De repente veo un intenso destello seguido de una explosión tan fuerte que siento cómo la onda expansiva me golpea la cara. No he tenido tiempo de asustarme, aunque nunca me había caído un rayo tan cerca. Cuando parece que amaina salgo de mi refugio. A partir de un pueblo llamado Maro se acaba la autovía y temo un gran tránsito de vehículos, pero no sucede así. En cambio las montañas, que se habían mantenido alejadas de la

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costa, vienen a sumergirse en el mar. El resultado es obvio: subidas y bajadas para regalar. A mitad del puente que cruza un profundo barranco entro (de nuevo) en provincia de Granada. Aquí me cruzo con el primer cicloturista del viaje. Tengo la sensación de que es español; lleva alforjas adelante y atrás cubiertas de plástico. A él también le ha llovido. Nos dedicamos un caluroso saludo, pero no paramos. Luego pienso que me hubiera gustado charlar con él y que me contara qué es lo que se me avecina por ahí adelante. Viene a continuación un túnel de 650 metros. Ya me advirtieron unos ciclistas que está prohibido para las bicis y que había que rodear la montaña. No veo señal alguna, pero decido subir por la carretera vieja, que poco a poco va ganando altura hasta ofrecer un espectáculo aéreo del mar, con las pequeñas calas abajo y Nerja perdiéndose en la distancia. Al llegar a lo alto cambia el paisaje y aparece la costa de Almuñécar. Desciendo con cuidado, pues el asfalto está hecho polvo, y llego a la Playa de la Herradura, donde hay un camping. Elección de parcela, acampada, ducha. Hace viento, así que me instalo para cocinar detrás de unas roulottes con apariencia de deshabitadas. Pero no es así: en plena elaboración de la cena aparecen los propietarios. Pido disculpas por la intromisión pero, lejos de molestarse, me invitan a sentarme a su mesa y me ofrecen vino. Se llaman Miguel y Mariola, y son apenas un poco mayores que yo. Tienen dos crías encantadoras y viven en Jaén, aunque la familia de él es de un pueblo granadino a pocos kilómetros de aquí. Paso un rato muy feliz con ellos.

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Me acuesto en mi recién estrenada tienda de campaña, que arrastraba desde Vilches sin ninguna utilidad. Al dormir me acompaña el sonido de las olas, y también los ladridos de un chucho amargado, único habitante de un chalet. Desde Málaga: 77 kilómetros. 14 de abril Salgo de La Herradura. Antes nos hacemos una foto y me despido de mi hospitalaria familia. Pero por más que espero en recepción la responsable del camping no aparece. Detrás del mostrador veo mi documento de identidad y la ficha de entrada. Cojo el carnet, firmo la ficha y dejo sobre el mostrador el importe de la estancia. Miguel me ha indicado una forma de llegar a Almuñécar y cruzarlo sin salir a la nacional. Sigo su consejo, pero me encuentro con durísimas rampas que tengo que subir andando. Eso sí, las vistas son inmejorables. Sobre mi cabeza planean una docena de parapentes. Cuando por fin llego arriba no estoy seguro de por dónde ir. Comienza mi particular gimkana a través de las urbanizaciones. Sopeso la decisión en cada cruce, porque si después de bajar el acantilado me encuentro con que la calle no tiene salida... En el fortísimo descenso encuentro una ocasión de peligro. Resulta que oigo tras mí el motor de un coche. Intento que no me alcance en una curva de ciento ochenta grados y enorme desnivel. Tengo que abrirme tanto que me encuentro una moto que viene de frente; al esquivarla, estoy a un pelo de caer. Al llegar abajo me encuentro con el paseo marítimo. He acertado. Pero, consecuencia del descenso, las muñecas me duelen muchísimo.

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Cruzo la ciudad bordeando la playa. Resulta increíble la cantidad de baches que pueblan las calles, hay que ir con ojo. Tras 13 kilómetros costeando desde el camping remonto de nuevo hasta la nacional, y sigo remontando porque la carretera se encarama otra vez a las alturas. Subidas y bajadas varias hasta que aparece Salobreña. La última cuesta abajo hasta el pueblo es fuerte y con muchas curvas. Bajo a 50 kilómetros/hora y por el centro del carril. Pero no voy solo: detrás llevo un camión; no lo veo, pero oigo chirriar sus frenos cada vez que me veo obligado a frenar. Voy cagado porque temo caerme; entonces sí que no me salva ni Dios. Sobre las sierras del interior se está gestando -de nuevo- una fuerte tormenta. Como hacia el Este se ve soleado decido no parar, quizá me libre del agua. Llego al llano. Con la ayuda del viento poniente recorro en cuarenta minutos más distancia que antes en dos horas. Motril empieza a quedarse a la izquierda. Miro hacia atrás: un cielo negrísimo se desploma sobre Salobreña. Por una vez me he escapado. Llego a Torrenueva y como en un bar del paseo aunque, al igual que ayer, sin hambre. Han desaparecido por completo los turistas: toda la población, incluida la clientela de los restaurantes, es aborigen. El sitio parece muy tranquilo; como antes de llegar a la costa, empiezo otra vez a despertar expectación. La tarde ha despejado. Rayos dorados y brisa acariciante. Es un momento de extraña paz, con esa magia que uno encuentra cuando no la busca. Pedaleo por el paseo marítimo. A mi felicidad se suma el que este pueblo sea ideal para el cicloturista: no hay grandes bajadas para

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acceder (y por tanto tampoco subidas para salir), y no hay peligro de extraviarse pues el paseo va paralelo a la carretera, la cual se controla en todo momento a través de las calles comunicantes. A la salida subo durante 1 kilómetro, al cabo del cual me encuentro con un túnel. Aunque es en bajada, se me hace eterno, y el estrépito de los vehículos dentro es atronador. Después hay un cambio brusco; es como si hubiese entrado de repente en Almería: el paisaje es árido y aparecen los primeros invernaderos. Largas rectas hasta Calahonda. Mucho tráfico esta tarde, especialmente turismos que van a toda castaña. Con el viento a favor, incluso me planteo pasar de Castell de Ferro. Pienso eso porque no sé todavía que hasta allí tengo que superar primero dos buenas cuestas. A punto de coronar la primera se desprende el calapié izquierdo, que no había dado lata desde Jaén. Llego hasta un aparcamientomirador y examino la avería. Esta vez el plástico se ha partido, no servirá de nada atornillar. Busco a mi alrededor algo que haga las veces de arandela y lo encuentro: es el tirador de una cremallera de chubasquero u otra prenda de abrigo. Me imagino a la chica -porque seguro que era una chica- con su pareja o sus amigos bajándose del coche para ver el paisaje. En contraste con la temperatura del interior fuera hace frío. Se sube la cremallera con prisas y, estupefacta, se queda con el trozo en la mano. Con la desolación que se siente por las cosas que nunca una piensa que se vayan a romper, lo abandona y lo olvida al instante sin imaginarse que, días o meses más tarde, va a resolver la papeleta a un cicloturista que pasaba por aquí. La segunda cuesta culmina en otro túnel de 220 metros que además hace curva. Por suerte, y como sucedió ayer,

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se conserva la antigua carretera, que da la vuelta al peñón y sube un poco más. La caída a pico hasta el mar es escalofriante. Si llegué a la costa esperando decir adiós a las montañas y que el terreno fuera llano, parece que voy listo. Terrorífica bajada hasta Castell de Ferro, adonde por suerte llego entero. Me instalo en el camping, que huele a flores, y me ducho. Hasta aquí todo va bien, pero cuando estoy dando una vuelta por el pueblo empiezo a sentir un cansancio infinito. Definitivamente algo no marcha bien. ¿Qué me está pasando? ¿Es agotamiento? ¿Algún componente nutricional que descuido? Estoy preocupado: no quisiera tener que abandonar aquí el viaje. Detrás del pueblo está la Sierra de Lújar. Y más allá, en línea recta, el Pico Veleta. Desde Málaga: 126 kilómetros. 15 de abril Al amanecer descubro que el camping está rodeado de obras poseídas de una actividad febril. A lo largo del día veré surgir de la nada huecos de puertas y ventanas, los tabiques y las paredes exteriores de toda una planta de apartamentos. Parece que, saturada Málaga, la fiebre de la construcción está llegando también aquí. Me acerco a comprar al pueblo. Como aportación al urbanismo moderno, Castell de Ferro tiene un paseo marítimo aparentemente peatonal, pero por el que en realidad circulan motos, coches y hasta camiones. Ni qué decir tiene que las baldosas están en muchos sitios rotas, y en otros hundidas. Por supuesto no hay ningún cartel que limite la velocidad a cinco o diez por hora ni que advierta de que se está en una zona de

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preferencia peatonal. Pero lo divertido viene cuando el paseo deja de ser recto y rodea el cuartel de la guardia civil: son ángulos de 90 grados, y como vayas caminando por el medio te arriesgas a que te lleve por delante un 4 x 4. Castell de Ferro. Ignoro qué hace este nombre catalán en la costa granadina, aunque puedo imaginar historias de corsarios y de plazas fuertes para proteger el comercio. Durante el paseo de ayer me di cuenta de la gran cantidad de inmigrantes que hay en el pueblo: en su mayoría son ecuatorianos y rumanos que vienen a trabajar en los invernaderos. Creo que ya he dado con lo que es. Llevo unos sobres de Sueroral que se toman para la diarrea. Por la composición parece una bebida isotónica. Preparo un litro, me lo bebo casi enseguida y veo que me sienta bien. Voy a la playa a leer y a tomar el sol y se me va despertando el apetito. Por la tarde voy recuperando fuerzas lentamente. Al acercarse el crepúsculo las obras paran y el camping recupera la tranquilidad. Se llama Huerta Romero, y es ya una isla en un océano de nuevas construcciones. La dueña lo administra como si de un jardín botánico se tratara, pues alberga numerosas especies de árboles y arbustos. Algunos exóticos, como el café. Todos tienen su letrero identificador, nombre científico y área de distribución. Pero la señora es ya mayor ¿Compartirán los herederos su pasión botánica o por el contrario sucumbirán a la voracidad especuladora? 16 de abril Desde Castell de Ferro sale una carretera que es la antigua nacional. Va pegada a la costa y apenas tiene tráfico.

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La nueva, en cambio, se remonta por la sierra y atraviesa túneles. Asciendo suavemente y luego desciendo. Son kilómetros de gran paz, sólo se oye el murmullo del mar. En una ocasión veo los grandes camiones sobre mi cabeza, a una altura infinita, y me alegro de no haber tenido que subir hasta allí. Disfruto de este inesperado regalo y luego me uno de nuevo a los humos y a las prisas de la nacional 340, que sigo desde Málaga. Los camiones circulan ahora a mi lado en asombroso número, y la experiencia es tremebunda: como si estuviera uno parado y pasasen a su lado continuamente casas de dos pisos. Poner mi vida en manos de tantas personas ajenas es para mí una gran prueba de confianza y humildad. A todos los que me respetaron va también dedicado este libro. Ayer por la tarde soplaba un viento del Oeste fortísimo -lástima no haberlo podido aprovechar-. Hoy en cambio hace un poco de Levante que no es tan poco cuando se pedalea contra él. A partir de La Rábita empiezan otra vez las subidas y las bajadas, aunque no tan traumáticas como las que precedían a Castell de Ferro. Y de este modo entro en provincia de Almería. Adra se deja avistar entre la calima. Largo descenso. Me interno en la localidad y voy a la zona del espigón a comer. Hace calor y no hay sombra, pero parece un sitio tranquilo para la sobremesa. Ingenuo de mí, pensaba eso porque todavía no conocía EL RITO Acaso los antropólogos ignoren esta antigua práctica que posiblemente se remonte a tiempos de los fenicios. Simplificando mucho y básicamente consiste en un reco-

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rrido de ida y vuelta por el espigón del puerto. Así contado, a ojos de un profano que desconozca sus esotéricos significados e implicaciones simbólicas puede parecer una actividad absurda y sin sentido, pero no hay duda de que lo tiene. Es muy posible que antiguamente el Rito se realizara andando -de hecho, hoy lo practica así una ínfima minoría-. Pero en el siglo de la modernidad se hace como debe ser: en vehículo a motor, ya sea coche, moto o furgoneta. En definitiva, cualquier artefacto móvil que no menoscabe las energías de los fieles para que éstos puedan destinarlas íntegramente a la devoción y la meditación. Como en cualquier otro culto, existen en éste diferentes grados de iniciación: los más devotos llevan a cabo el periplo hasta el final y permanecen varios minutos en actitud de recogimiento. Los que lo son menos pero aman cumplir los preceptos también van hasta el final, pero enseguida dan media vuelta y para casa. Finalmente están los descreídos, que a mitad del muelle vuelven la espalda y se largan, dando un pésimo ejemplo y pruebas evidentes de una fe mundana y superficial. Durante las dos horas que estuve allí pasaron no menos de cincuenta vehículos, perturbando la siesta de quien no sabía que se hallaba en lugar de peregrinación. El fervor de algunos era tanto que hacían el trayecto dos veces, no sé si buscando algún tipo de indulgencia plenaria. Un apunte para la antropología y la historia de las religiones: ¿Habrá alguna conexión, siquiera remota, entre el venerable Rito y el origen de las procesiones? Conmocionado por lo que acabo de ver y descubrir, me voy a un bar a tomar café. Hojeo La Voz de Almería. Y adivinad quién visita hoy la provincia.

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El Príncipe, claro. Salgo de Adra por la antigua nacional. Voy pasando pedanías: Puente del Río, La Curva, Balanegra... Aquí ya se advierte lo que es el ambiente urbano y semiurbano de Almería: las calles, los arcenes, las cunetas... Todo parece estar en perpetua destrucción y reconstrucción. Plásticos de los invernaderos, basura, escombros en los solares, sensación de caos y desidia... Me parece estar en la India o en algún país al Sur del Mediterráneo, aunque recuerdo zonas de Marruecos mucho más limpias. Y hablando del Sur: lejos queda ya Castell de Ferro y sus rumanos, ésta es zona de predominio marroquí. Incluso veo un par de carnicerías árabes. Llego a Balerma. La web de la Junta de Andalucía dice que aquí hay un camping. Pero, oh sorpresa, lo han cerrado hace tiempo. El próximo está en Almerimar, pero no tengo garantías de que se halle abierto. Lo mejor sería buscar un sitio para dormir en la playa, pero éstas de Almería suelen estar tan concurridas... Balerma es una pedanía de El Ejido y es esta zona, junto con el Estrecho de Gibraltar, el lugar de mayor desembarco de pateras, léase también de mayor vigilancia policial. No me sorprendería en absoluto si recibo esta noche una visita de la Benemérita a la caza de indocumentados. A unos cientos de metros del pueblo descubro varias casas. Parecen viviendas de temporada, pues la mayoría se hallan deshabitadas. Y tienen buenos porches. Como no quiero que me vea nadie por aquí, me voy al pueblo a comprar agua y zumo.

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Con las últimas luces vuelvo a lo que va a ser mi dormitorio. Es la primera vez desde los Montes de Toledo que duermo por libre, y además me toca hacerlo solo. Oscurece. Empiezan a verse estrellas. La luna está creciendo; pronto hará un mes que salí de casa. En la costa se ven las luces de Adra y el puerto. Desde Málaga: 177 kilómetros.

17 de abril Pues no hubo pateras ni guardias civiles celosos de su deber; en toda la noche no apareció nadie. Pero como el que esto cuenta se sentía intranquilo, intentó dividirse en dos, como los delfines: uno que dumiera y el otro que vigilara. Naturalmente, no dio resultado: me programé de tal manera para entrar en acción al mínimo ruido que por dos veces me despertaron mis propios ronquidos. En fin, que apenas si pegué ojo. Como consecuencia de la mala noche o porque aún no ando muy sano, el caso es que se repiten los síntomas de anteayer: flojedad, falta de apetito. Se me ocurre que el viaje toca a su fin, que jamás veré Valencia. ¡Socorro, quiero volver corriendo a casa!, grita alguien. Pero otra voz dice que vale, que me vaya, pero que al cabo de un par de días, cuando me reponga, seré el más infeliz de los mortales. Ruedo muy despacio hacia Guardias Viejas. Detrás de la calima se ve la Sierra de Gádor y también Sierra Nevada. En este viaje hay momentos de irrealidad, como si me moviera a través de un sueño. En otros el pasado vuelve con fuerza: situaciones, personas, relaciones olvidadas que reviven:

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Era por Navidad. Ana y yo bajábamos de Las Alpujarras, y recogimos a una pareja de heavys que hacía dedo. Los cuatro hicimos buenas migas y nos invitaron a ver un concurso de grupos noveles en la pedanía de La Mojonera. Les dijimos que no, porque íbamos en plan tranquilo. Pero cuando cayó la noche estábamos precisamente aquí, en Guardias Viejas, y viendo que nos aburríamos como cosacos volvimos a buscar a la pareja. Acabamos con ellos y sus amigos en el lugar del concurso, una discoteca con un pestazo a hachís que tumbaba. Como colofón surrealista, uno de los grupos actuantes se llamaba «Los sátiros de Extremadura». Quise quedarme a verlos y preguntarles el porqué de tan pintoresco nombre (imagino que les sonaba a sitio ignoto y bárbaro.) Pero se hizo muy tarde y nos fuimos de allí, medio colocados. Ruedo de mala gana. He pasado Guardias Viejas y me acerco a Almerimar, que es uno de esos macrocomplejos turísticos surgidos de la nada. Pero antes me encuentro lo que se podría llamar una ciudad fantasma: calles cuidadosamente pavimentadas, aceras, farolas, pasos de cebra, señales... Pero no hay gente, ni tampoco casas. Aquí se han hecho las cosas al revés que en la mayoría de los sitios, donde primero aparecen los edificios y luego vienen, cuando quieren, los servicios municipales. Normalmente ocurre que la gente vive en un lugar porque es donde trabaja; aquí en cambio se trata de atraer a personas de renta (alta) y por eso se ofrecen las infraestructuras que faltan en muchos pueblos de la zona. En cualquier caso huele a especulación urbanística a gran escala. Por fin entro en Almerimar. Como para coger la carretera para Roquetas hay que ascender un risco de por lo

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menos 150 metros, voy hasta el final de las urbanizaciones para ver si hubiera paso por abajo. A lo largo de 3 kilómetros recorro avenidas, palmeras, rotondas, calles privadas... En contra de lo que esperaba no llego al mar, sino a la Reserva Natural de Punta Entinas. Triste destino el de estas áreas protegidas, pared de por medio con el turismo puro y duro. Precisamente a la entrada de la reserva encuentro señales del GR-92, el sendero que recorre todo el Mediterráneo, que vi ayer por primera vez. Apuntan hacia Roquetas. Si tuviera una bici de montaña y llevara menos peso me atrevería, pero con la que llevo y mis super-alforjas puedo quedarme tirado en cualquier momento. Media vuelta y a subir el risco. Por suerte el ánimo y las fuerzas van mejorando. Desde la cima y durante los siguientes 15 kilómetros entro en el dominio del plástico. Es tan fuerte el calor que desprenden los invernaderos que incluso en la carretera se nota. No sólo de plásticos vive el hombre: Almería también es el paraíso del veneno. Un chaval está fumigando la cuneta, en esto paso yo y atravieso la nube química, que me deja un regusto amargo y letal en la garganta. Pero lo peor viene ahora. Voy tranquilamente sumido en mis cavilaciones cuando veo acercarse un turismo en sentido contrario que enciende el intermitente de la izquierda. Es un coche pequeño, rojo, y la edad del conductor podría andar entre los veinticinco y los cuarenta años. Irá a girar en un camino, pensé. Entonces, a más de cien kilómetros por hora, cambia de carril y se me echa encima. Fue todo en un relámpago, pero no creo que le faltara más de un metro de distancia para arrollarme. Frené y quedé aturdido en la cuneta. Bueno, lo de aturdido es un

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decir: me volví y agoté mi repertorio de insultos. Al principio pensé que lisa y llanamente había venido a por mí. Luego me di cuenta de que en ese momento salía yo de la parte interior de una curva muy abierta pero sin peralte alguno, que el tío venía de una recta de varios kilómetros, y que tomó la curva por el carril contrario como si de un circuito se tratase. Como si no viniera nadie, como si ese exótico artefacto del arcén fuera una señal de plástico que se puede atropellar sin que le pase nada a él ni a su coche. El asesinato impune de la carretera. Según me han contado otros cicloturistas -y por experiencias personales como en esta ocasión-, hay conductores muy graciosos que sin venir a cuento invaden tu carril y, cuando ya están a punto de pasarte por encima, se apartan. En esos momentos deseo con todas mis fuerzas que esa pistola cargada que esgrimen con aire tan divertido se diera la vuelta y se disparara en la cara de su dueño. Asumidos la ira y el soponcio, tras largas rectas llego a Roquetas de Mar. Aunque no es el pueblo propiamente dicho, sino una enorme urbanización que ha crecido como si de Almerimar bis se tratara. Paro frente a la oficina de información turística y pregunto al empleado por el camping. Me dice que está a unos 8 kilómetros, y que podría ir por el paseo marítimo si tuviera una mountain bike, ya que pasado éste hay un trozo de camino en mal estado. El recepcionista, pocos años mayor que yo, me llama muchacho; pienso que el verme en bicicleta le debe hacer creer que soy más joven o más pobre. Enfrente de la oficina de turismo hay un cibercafé. Aprovecho para trasvasar efectivo desde mi banco online a la cuenta de donde saco el dinero, que está sin un euro.

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Luego miro el correo. En mi ausencia es Bego quien se ocupa de enviar los libros solicitados por Internet. Primero ha tenido que aprender las sutilezas del reembolso, nada sencillas para quien no esté acostumbrado, y luego se han presentado una serie de casos atípicos que, conforme a las rigurosas leyes de Murphy, nunca se han dado cuando estoy en casa: un tipo que quiere efectuar el pago con tarjeta o transferencia a través de Internet, otro que paga el libro él pero hay que enviárselo a un amigo... Nos pasamos el día al teléfono solucionando problemas. Me impresionan en esta parte de Roquetas los letreros en tres idiomas, por este orden de frecuencia: inglés, alemán y castellano. Parece como si tras el paréntesis granadino volviéramos a zona de turismo internacional y de colmena; el tamaño descomunal de bloques y urbanizaciones abruma: siento deseos de escapar de estas ciudades nuevas, tan sin alma. Tras la comida disfruto de un maravilloso paseo por el, valga la redundancia, paseo marítimo. No entiendo cómo el de turismo me ha enviado por aquí, si hay tramos expresamente prohibidos para la bicicleta. Otros, en cambio, disponen de carril bici. Así cruzo Roquetas de Mar sin ver otra cosa que la playa. Al final se acaba la zona urbanizada y comienza el camino, que tampoco es tan malo como me lo pintaron. La costa describe un arco al final del cual se ve Aguadulce, y más allá Almería. Me he quemado: con el vientecillo que ha soplado hoy tengo la cara, los brazos y las piernas como tomates. El camping no tiene nada que ver con Huerta Romero; es por sí solo una pequeña ciudad de setecientas y pico de parcelas, con las calles asfaltadas. Vive aquí bastante gente, sobre todo alemanes.

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EL RUIDO Algo que me cuesta perdonar a los españoles, especialmente a los meridionales -entre los que van incluidos los extremeños- es la forma que tienen de hablar o, mejor dicho, de gritar. Aquí resulta especialmente chocante, entre tantos guiris a los que no se oye ni pío, oír pregonar con generosidad -para que nos enteremos todos- la vida y milagros de cada cual. Parece que no se dieran cuenta -y creo, efectivamente, que no se la dan-. El otro día en Castell de Ferro asistí a un ejemplo clarificador: hacía mucho viento en la calle, encontré la biblioteca pública y pedí permiso para quedarme allí leyendo Los Pilares. La clientela eran todos chavales jovencillos. Seguro que el ambiente era en general distendido, pero al haber un adulto, y para colmo forastero, había que guardar las apariencias y preservar su derecho al silencio. Las dos horas que estuve allí la bibliotecaria las empleó en pedir a la chiquillería que se callara o hablara bajo. El mayor problema lo tuvo con un chaval al que no le era posible porque sencillamente era incapaz de hablar a menos decibelios; estaba claro que jamás nadie le había hecho ver la necesidad de modular la voz. Pero el punto fue cuando ya al final aparecen un par de padres, que entraron en la biblioteca como el que va al bar, charlando en un tono para ellos normal. Imagínense los apuros de la buena mujer, que no se veía capaz de reprender a los adultos como lo había hecho con sus hijos. Finalmente uno pareció darse cuenta y bajó la voz. Al otro, como no se enteraba de nada, con sofoco consiguió sacarlo y seguir la conversación fuera. - 135 -


Juan de Mairena decía que para aprobar o suspender a un alumno me basta con ver al padre. Y alguien anónimo añadió que el nivel de vida puede subir muy rápidamente, pero que la cultura es algo que no se improvisa. (Los últimos párrafos los he tenido que escribir dentro de la tienda de campaña; por aquí hay marismas saladas, y los mosquitos atacan con ferocidad. No quiero ni imaginar lo que debe ser esto en verano.) Desde Málaga: 224 kilómetros. 18 de abril Me demoro en la salida porque paro en Aguadulce a hacer unos cuantos recados; entre ellos enviar para casa dos carretes de fotos ya revelados y el primer cuaderno con el relato del viaje. Estos escritos suponen para mí un tesoro tan incalculable que, si me asaltaran por el camino y me diesen a elegir entre quedarme sin la bici o sin ellos, renunciaría sin dudarlo a mi pobre compañera. De hecho, cuando dejo el vehículo amarrado a alguna farola, me llevo siempre lo de más valor: dinero, tarjetas, documentos y, por supuesto, los apuntes. Hoy ha sido un día de despedidas: me obsesiona ver que he traído cinco pares de calcetines y cuatro camisetas, cuando en realidad sólo estoy usando dos. Decido tirar a la basura la ropa sucia, esto es, un par de calcetines y la camiseta de Conbici azul tan bonita que sale en tantas fotos. No basta: traigo un segundo par de zapatillas que me ha venido muy bien cuando la lluvia me caló las de pedalear. Pero pesan, y además de pesar ocupan espacio. Aunque no son zapatillas caras, me gustan bastante y aún están en buen uso. Me lo pienso mientras monto el equi-

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paje. Al final las tiro también a la basura. Que el dios de los contenedores me sepa perdonar lo que he hecho hoy. De Aguadulce a Almería costeo por lo que fue la carretera principal. A veces paso puentes que literalmente vuelan sobre las olas; otros tramos se hallan por completo excavados en la roca. Impresiona aún más la autovía, empotrada allá en lo alto: da la sensación de que si se cayera algún trailer iría a parar justo encima de los edificios. Llego a Almería, cuarta capital de provincia que visito. Aunque lo de visita es un decir: voy bordeándola para evitar el centro. En cuanto paso el puerto me meto en el paseo marítimo, y durante algo más de 2 kilómetros voy sorteando peatones; es increíble la cantidad de gente que dispone de una mañana de ocio en día laborable como hoy para darse una vuelta por la playa. De repente el paseo se acaba y así, cuando me quiero dar cuenta, he salido de la ciudad. La mañana está muy brumosa; sin embargo, ya se atisba al fondo el promontorio de Cabo de Gata. Entonces me encuentro con una grata e inesperada sorpresa: un carril bici de tres metros de ancho con línea divisoria al medio y todo. Me las prometo muy felices. ¿Llegará hasta el parque? La respuesta, en forma negativa, viene 2 kilómetros después. Qué fastidio. En lo que llevo visto hasta ahora, lo poco que se ha construido de este tipo de infraestructuras apenas tiene valor testimonial y ornamental: ridículas vías que no llevan a ninguna parte. ¿Se imagina alguien que la carretera por la que voy ahora mismo se terminara de repente, sin avisos ni explicaciones? Bordeo la bahía: Costacabana, Retamar... Hoy me siento fuerte y en tres horas me pongo en Cabo de Gata pueblo, lo que supone haber recorrido 44 kilómetros. Pausa para la comida. Ya estamos en el Parque Natural de Cabo de

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Gata-Níjar; por eso no se ven por ningún lado megalómanos complejos turísticos. Encuentro a varias personas con mochilas que hacen este tramo de costa caminando. Atardece y me pongo de nuevo en marcha. Paso junto al pintoresco pueblo de La Almadraba de Monteleva. El terreno sigue siendo llano hasta la subida al Cabo, que es bastante dura, con tramos de hasta el diez por ciento de desnivel. Para mi sorpresa -no lo recordaba-, la cuesta arriba no termina en el Cabo, sino que hay que bajar otra también del 10 por ciento- hasta el faro, instalado en un pequeño promontorio. En época navideña me gusta irme a sitios cálidos, preferentemente junto al mar. Hace muchos años pasamos aquí la Nochevieja, durmiendo en la furgoneta. El día de año nuevo, al amanecer, me bañé desnudo en el mar y después, deseosos de una buena acción, limpiamos la playa de basura. No lo hicimos por los demás, sino por nosotros. Pero la memoria a veces traiciona, porque tampoco me acordaba de lo que venía después. Resulta que para seguir por la costa y pasar a la parte de San José hay que salvar un desnivel que deja pequeño el diez por ciento anterior; tuve que apearme de la bici casi desde el principio, y era tanta la pendiente que incluso andando tenía que pararme a recobrar aliento. Me preocupaba también lo que pudiera encontrar arriba. Por suerte estaba como hace diez años: donde termina el asfalto, una puerta cerrada impide el paso a vehículos; en cambio hay un portillo para peatones por el que cabe la bici perfectamente. Luego viene el largo descenso, un tanto peligroso, porque es un camino de tierra con mucha grava suelta y precipicios de alivio. Mi preocupación es que se-

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guramente no voy a llegar a San José para dormir -tampoco tengo seguridad de que allí haya camping-, y no traigo agua suficiente para pasar la noche al raso. Como la tarde que íbamos hacia Valdecaballeros, también sin agua, decido confiar en el Universo. 3 kilómetros de bajada hasta las primeras playas. Aquí no se puede acampar, pero sí aparcar; por eso en la playa de Mónsul hay varias furgonetas-caravaning. Me alejo unos cientos de metros y monto la tienda detrás de unas pitas. Muy cerca de aquí hay un edificio que debe pertenecer al Parque, y junto a él un pozo en forma de cisterna con el agua hasta el borde. Tiene una pequeña puerta que está abierta, y puedo así saciar mi sed. Me recuerda el libro Las Voces del Desierto, en el que la autora cuenta su vivencia con los aborígenes australianos, y cómo éstos caminaban durante todo el día sabedores de que al final encontrarían algo que les ayudara a subsistir. Desde Málaga: 284 kilómetros. 19 de abril Recojo al amanecer por si viniera algún guarda del parque, aunque no parece que la vigilancia sea mucha, al menos ahora que no es época de vacaciones. Luego descubro más gente dormida al raso. El cielo es de un azul profundo, y me doy cuenta de que hace tres días que no lo miro esperando lluvia. La sensación de espacio y silencio es abrumadora. Confieso que la otra vez que vine al Cabo de Gata me decepcionó un tanto, lo encontré excesivamente desprovisto de vegetación. Pero todos estos años viviendo al pie de La Serena me han hecho valorar los paisajes semidesérticos como el que saborea un vino bueno pero algo áspero. Si le

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enseño a alguien fotos tomadas desde la carretera que va de Cabeza del Buey al embalse del Zújar, con sus 30 kilómetros sin pueblos, sin montes, sin árboles, y esa persona me dice «Qué seco» O «qué feo», meneo la cabeza y no respondo nada: aún le falta paladar. De todas formas me he dado cuenta de algo insólito: toda la árida, la desértica Almería huele a flores, y las cunetas se ven festoneadas de colores, entre los que destaca el amarillo. Tal vez sea por las lluvias que han caído durante la semana santa en esta tierra donde jamás llueve. Me abastezco de agua en mi providencial cisterna y emprendo ruta. Los 5 kilómetros de camino que restan hasta San José se encuentran en un estado terrible; pienso que es deliberado, para disuadir al turismo masivo. Son tantos los baches y las piedras que no paso de 7 kilómetros/hora, y además las muñecas me duelen de manera horrorosa. Al final llego al pueblo. En San José tampoco ha habido fiebre constructora, aunque no creo que haya sido por falta de ganas. Las urbanizaciones y bloques de apartamentos son discretos y de pocas plantas. Casi nada está en venta: todos los letreros son de alquiler. Parece el sitio perfecto para tener una casa, sólo que deben de ser carísimas. Hago acopio de provisiones -excesivas en cuanto al peso, como enseguida se verá- y salgo por la única carretera que llega al pueblo. Al pasar el Pozo de los Frailes me desvío a la derecha. La sensación de soledad es total. Si no fuera por los coches que pasan de vez en cuando la irrealidad sería abrumadora. Nada suena, nada se mueve; es como hallarse dentro de una fotografía. Entiendo mejor que nunca por qué los santos y los ascetas se retiraban al desierto.

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Lo que no esperaba encontrar aquí son cuestas. Las sufro prácticamente desde San José, pero el broche de oro se lo lleva una rampa -que según la señal tenía un diez por ciento de desnivel, aunque seguro que era más- entre Los Escullos y Rodalquilar. Yo, que esperaba alcanzar la santidad en este páramo, me veo maldiciendo como un hereje. ¡Pero si venía a la costa para pedalear llano! Bajada idéntica a la subida: la sensación de montaña rusa es total, irreemplazable, fatídica. Como voy bastante enfadado, creo que no me voy a acercar a Las Negras. He hecho el propósito de visitar el mayor número posible de localidades de la costa, pero según el mapa este pueblo es un cul-de-sac. Sin embargo, nuevamente es el destino quien decide por mí: hace un rato, subiendo una cuesta, tuve la sensación de que la rueda de atrás iba con la llanta en el suelo. Me paro, la toco. Tiene presión. Por si acaso le meto más aire, pero con mucho trabajo: no sé si es la válvula que está jodida o si es problema de la bomba. Al cabo de un rato ocurre otra vez. Vuelvo a inflar, pero esta vez la bajada de presión se nota mucho antes. En esto que llego al cruce. A la derecha, bajada hacia Las Negras; a la izquierda, un subidón monstruoso. No me lo pienso dos veces: voy hasta el pueblo a reparar el pinchazo. Temo destrozar la cubierta, pero ya no me apeo hasta internarme entre las casas bajas, todas blancas. Al final de la calle, una playa en estado bruto; piedras, sin urbanizar ni nada. A la izquierda está el enorme peñón de roca volcánica que presta su nombre al pueblo. Sin esperarlo me encuentro en la localidad más bonita que he visto desde Málaga. Estoy deslumbrado: se me olvida el cálculo de las medias, los kilómetros hechos y por

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hacer... Hoy me quedo aquí, y creo además que he descubierto un sitio para venir en vacaciones. En verano sin duda habrá más gente, aunque no creo que mucha debido a la inexistencia de grandes urbanizaciones. Los pocos turistas que hay son en su mayoría extranjeros. Algunos vienen con niños: ¿es que no tienen escuela esos chavales? Hay incluso camiones todo terreno, preparados para circular por el desierto, que seguramente usan Almería como ensayo antes de dar el salto a África. En la playa saco mis provisiones y como. Luego reparo mi primer pinchazo en mil kilómetros y me voy a buscar el camping, situado en una caleta próxima a la que se accede, cómo no, después de subir una rampa terrible. Me instalo. La mayoría de mis vecinos son alemanes, pero también hay franceses, holandeses y algún suizo. Maravilla la capacidad que tiene esta gente para dar con sitios que valen la pena. Todo el mundo es muy cortés, sonríen y saludan, cosa que por cierto no suelen hacer los españoles en los campings (¿dónde queda el tópico de la grasia y el salero?) También hay acampado un cicloturista alemán. Me acerco a saludarle, aunque la conversación es limitada debido a mi inglés no demasiado boyante. Se llama Marcus, y ha venido ocho días a montar en bici; es la cuarta vez que viene a Andalucía. Le doy mi dirección web por si algún día le apetece ir por Extremadura. Doy un paseo por los alrededores. Fuera del recinto es todo piedra y más piedra. Se diría que el camping se halla ubicado en la Luna. Desde Málaga: 313 kilómetros.

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DE LOS NOMBRES DE ALMERÍA ¿Hay una rosa bajo la palabra rosa? Aquí en Almería las designaciones no parecen producto del azar, sino que, por su belleza y eufonía, es como si un poeta se hubiera encargado de ir bautizando sitios aquí y allá: al pie de la Sierra de Gádor hay un pueblo que se llama Énix. Balerma está en la costa, y cerca también están el Campo de Níjar y el Campo de Dalías. Dominando el Desierto de Tabernas existe un pico que se llama Colativí. Cerca de Carboneras se encuentra el pequeño pueblo llamado Cueva del Pájaro. Más lorquianos son las Cuevas de los Úbedas y las Cuevas de los Medinas, lugares vecinos que evocan un pasado -y tal vez un presente- de sangre y de venganza. Pero para encontrar la joya hay que irse hasta el rincón Norte de la provincia. Hace doce o trece años viajé varias veces de Granada a Cartagena; entonces no había autovía ni nada. El bus hacía una parada en Vélez Rubio. En los tiempos muertos de la espera yo miraba aquellos áridos peñones que se arremolinaban hacia el Norte, y entonces fue cuando me enteré de que allí, en mitad de aquellas duras sierras, había un pueblo que se llamaba María. No era Santa María de Esto, ni Nuestra Señora de Aquello. María. Tan desnudo y simple como el duro paisaje que me rodeaba. Por los mapas me he enterado de que la zona hay un Parque Natural que se llama, cómo no, de la Sierra de María. No quiero visitar nunca ese lugar: si lo hiciera tendría un nombre más que añadir al repertorio de mis viajes, pero a cambio perdería el misterio, la seducción del imposible imaginado.

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VELEFIQUE Otro nombre recogido del mapa, pero este tiene historia para mí: cuando vivía en Granada conocí y conviví con un grupo de estudiantes de Tetuán que estaban matriculados, como yo, en la Escuela de Traducción e Interpretación. En su mayoría eran descendientes de musulmanes expulsados por los Reyes Católicos. Uno de ellos me explicó que sus familias mantenían vivo el recuerdo de la deportación como si hubiera sucedido ayer, y que transmitían de generación en generación el nombre de su lugar de procedencia. Lo primero que hacían al poner pie en España era ir a visitar el pueblo de sus antepasados. El suyo era Velefique. 20 de abril Hoy ha sido un día largo y duro y como tal lleno de experiencias. Es por la mañana. Estoy en la recepción esperando para pagar, y coincido con una pareja de cicloturistas alemanes más próximos a los sesenta que a los cincuenta. Se les ve curtidísimos de sol. Van para Almería y quizá Granada. Son muy amables, pero la conversación breve: arrancan antes que yo, y no vuelvo a verles el pelo. Desde la salida del camping tengo prácticamente 6 kilómetros de cuesta arriba. Hay un tramo en concreto en el que la carretera se encabrita como un caballo loco. Empiezo a subir lentamente. Al volver una curva veo un autobús aparcado fuera de la carretera, y chavales jóvenes divididos en dos grupos, quizá universitarios haciendo prácticas con los estratos. Debe de haber también algún profesor, pero no lo distingo desde aquí. Dos o tres chicas

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desatienden la explicación y asisten desde arriba, hipnotizadas, a mi lento progreso. Por la cara que ponen deben pensar que si subir esta pendiente en bicicleta supone una hazaña, hacerlo como yo, cargado hasta los topes, es ya locura y media. Cuando llego adonde me pueden oír les grito que los fósiles están a sus espaldas. Se ríen. Lo que no ven es que a poco de volver la curva y como constato que aquello sube y sube, paro y echo pie a tierra. El sudor de la cara es tan copioso que tengo que limpiarme con la camiseta, y cuando ésta se empapa continúo con la que tengo puesta a secar sobre las alforjas. Entonces hago lo que va camino de convertirse en mi deporte preferido: empujar la bicicleta. Poco a poco gano altura. No corre ni pizca de viento, y gruesas gotas de sudor caen sobre el áspero asfalto; una parte salada de mí se queda para siempre en esta tierra. Cuando falta un centenar de metros para llegar a la cima intento probar suerte y volver a montar; entonces se desprende el calapié que arreglé en Calahonda (nótese la concurrencia fónica.) Busco el trozo de cremallera por todos sitios y no aparece; debe de haberse caído antes. De todas formas subo pedaleando, pero acostumbrado como estoy a hacerlo con la punta de las zapatillas voy fatal, así que paro y trato de encontrar una solución. Me acuerdo de que los vientos de la tienda de campaña llevan un tensor de repuesto; consiste éste en una pieza de plástico con tres agujeros. Secciono uno de ellos con la navaja y con paciencia voy recortando alrededor hasta que sirve como arandela al tornillo que sujeta el calapié. Lo aprieto con la navaja (a estas alturas del viaje, me da vergüenza andar aún sin destornillador) y ya está. Creo que he hecho una buena reparación.

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Llego a Fernán Pérez y encuentro enseguida el camino que lleva a Agua Amarga. Como me explicó Marcus, es ciclable para mi bici, aunque al principio boto un poco por los baches. En total son 10 kilómetros, la mayoría llanos o bajando. Por un momento el paisaje me recuerda a la penillanura cacereña; no parece sino que he salido a dar una vuelta desde casa, una de esas tardes en que, vencido por el aburrimiento y vencida la abulia, se iba uno de paseo para volver un poco más reconciliado consigo mismo. Terminando el camino me encuentro a otra pareja de cicloturistas, alemanes o tal vez holandeses. Vienen desde Alicante y tienen como cincuenta años (cada uno). Convienen conmigo en que esperaban que la costa mediterránea fuera más llana. Nos despedimos. Mi inglés cicloturista está haciendo progresos extraordinarios. Recuperado el asfalto llego a Agua Amarga, casi tan pequeño como Las Negras, después de larga bajada. Pero no veo la carretera de salida. Pregunto y me explican, como excusándose: «Hay un poco de cuesta al principio». Esa cantilena ya me la conozco: salgo del pueblo y vuelta a los goterones de sudor, vuelta a empujar la bici en las rampas más duras. Al final tengo ante mí la Mesa Roldán, una singular meseta que se divisaba desde muchos kilómetros atrás. Enseguida empiezo la bajada: es tan inesperadamente rápida que creo que el viento me está ayudando o, al menos, no dificulta mi esfuerzo. Cuando llego abajo disfruto del primer llano en condiciones desde el inicio de la jornada. Y también gozo las inmejorables vistas de una catedral del cambio climático: la térmica de Carboneras. Incrustada, para más inri, en la misma esquina del Parque Natural. Desde luego hay ve-

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ces en que la realidad supera la ficción; menudo argumento para una película. Como en Carboneras un pescado rico pero carísimo, como cara es toda esta zona de la costa. Sin embargo la sobremesa resulta inspiradora, pues sentado en la terraza del bar, mientras veo pasar una y otra vez con sus coches y motos a los chulos del lugar, escribo esto de

APATRULLANDO LA CIUDAD Es el título de una canción de El Fary que aparece en la película Torrente II. Muchas pegas con respecto a la horrenda película, pero me viene al pelo como encabezamiento para la siguiente disertación: Porque una primera aproximación al tema que nos ocupa lleva ineludiblemente a plantearnos la siguiente cuestión: ¿El apatrullador nace o se hace? Interesante pregunta, desde luego, que escapa a nuestro ámbito de reflexión aunque sin duda será satisfactoriamente contestada cuando la sociología y la antropología se decidan por fin a abordar tan fértil y desconocido territorio. En todo caso sí nos debe quedar claro que la acción y el efecto de apatrullar son quehaceres circunscritos al más estricto ámbito masculino, lo que no deja de ser una paradoja -y simultáneamente una inconveniencia- en estos tiempos tan políticamente correctos. Un segundo acercamiento supondría desterrar algunos tópicos, como por ejemplo la extendida creencia de que quienes apatrullan disfrutan con la música que llevan puesta a todas horas. Pues no: les parece un bodrio, como a todo el mundo. Pero como hallarse por completo en guardia es condición indispensable para llevar a cabo - 147 -


con tiento las arriesgadas maniobras inherentes al acto de apatrullar, y los ritmos desbocados segregan bastante adrenalina, muchos recurren a esta infecta cacofonía para mantenerse despejados y alerta. También hay quien, no bastándole con ello, ingiere grandes cantidades de alcohol ocasionalmente acompañado de sustancias estupefacientes, con los tristes resultados conocidos por todos. Pero haciendo honor a la metodología científica, debemos comenzar por el principio: es posible que el que apatrulla pase desapercibido en su tierna infancia, por la sencilla razón de que se desplaza en triciclo, patinete y posteriormente en bicicleta, vehículos como todos sabemos silenciosos por antonomasia. Pero en cuanto alcanza la edad suficiente -y sabedor de que está llamado a un glorioso futuro-, permite que una palabra de japonesas resonancias se adueñe por completo de su mente: LAMOTO. Entonces no cesa de importunar a sus padres para que se la compren. La consecución de este objetivo es básica e irrenunciable; luego ya puede dedicarse de pleno a la auténtica vocación de apatrullar a diestro y siniestro. Ahora bien, resulta un hecho constatado y constatable que nadie apatrulla en desierto: esta ardua tarea puede y debe hacerse a la vista y al oído de todos. Consciente de ello, lo primero que hace el apatrullador con su moto es quitarle el ridículo silenciador que trae de fábrica y ponerle un tubo de escape potente, que suene hasta debajo de las piedras. Naturalmente, dedicarse en alma y cuerpo al apatrullamiento tiene sus costes: las estadísticas demuestran que el grado de apatrullador logrado por un joven es inversamente proporcional a su rendimiento en los estudios. Y es que las vocaciones auténticas tienen un pre-

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cio. Pero si los padres son como Dios manda, no sólo no deben poner objeción alguna a la compra de la moto, sino que tampoco reprenderán a su hijo por las malas calificaciones escolares, conscientes de la difícil tarea que generosamente ha tomado sobre sus hombros. Y hete aquí que nos hallamos ante una paradoja aparentemente irresoluble: los apatrulladores rara vez se alejan del casco urbano donde viven, y en cambio recorren todos los años miles y miles de kilómetros. ¿Cómo se resuelve esta paradoja? Pues de la forma más evidente: recorriendo todas y cada una de las calles y callejuelas con una constancia y tesón dignos de elogio. Y para que tan abnegada dedicación no pase desapercibida para sus apatrullados disponen de una sola arma: el ruido. Porque el apatrullador ama el ruido en todas sus variantes ya que éste es, en definitiva, la justificación última de su existencia. Es por ello, como ya hemos dicho, por lo que truca la moto y quita el silenciador. Sabe que se arriesga a ser sancionado por la autoridad competente, ¿Y qué? Él no es de los que se arredran fácilmente. Otra prueba de que el apatrullador ignora el riesgo es que no usa el casco más que para llevarlo colgado del brazo; las pocas veces que se lo pone no lo lleva abrochado, sino graciosamente sobrepuesto, como si de una boina se tratara. Además, en esta decisiva etapa de su vida todo apatrullador que se precie debe saltarse las reglas de circulación que conozca y, si puede, alguna más: stop, ceda el paso, semáforos... Pues están hechas sólo para pusilánimes. También está obligado a zigzaguear entre los coches, subirse a las aceras, circular en paralelo por mitad

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de la calle y todas las ingeniosas estratagemas que se le puedan ocurrir. El apatrullador es alguien que no descansa: cuando el resto de los ciudadanos duermen, ahítos del ocio que corrompe sus acomodadas vidas, el que apatrulla vela y vigila, y ameniza el sueño con sus delicados acordes. En este dilatado viaje he visitado numerosos pueblos y ciudades. A poco que me sentaba en la terraza de un bar sabía quién o quiénes eran los apatrulladores oficiales: estudios realizados afirman que un apatrullador medio debe pasar por delante de ti al menos cinco veces cada media hora, aunque oficiosamente sabemos que en algunos sitios los hay que superan holgadamente esa marca. Pero -y ahora viene la pregunta clave-, si es un quehacer tan costoso y de tanto riesgo, ¿por qué se apatrulla? A este complejo interrogante le corresponden infinidad de respuestas: hay quien dice que es por presumir delante de los amigos, por aburrimiento, por impresionar a las chicas... Aunque personalmente creo que esta última hipótesis es prematura en exceso: no se puede hablar propiamente de que un apatrullador busque el apareamiento hasta que es armado Caballero Retumbante. Cronológicamente, este grado se alcanza a los 18 años, pero existe otra premisa aun más importante: que se disponga de los recursos económicos necesarios para adquirir ELCOCHE: hay papás tan insensibles a la vocación de sus hijos que se niegan a gastarse dinero alguno; entonces estos pobres desdichados no tienen más remedio que emplearse en trabajos mal retribuidos o, peor aun, involucrarse en negocios turbios con tal de conseguirlo. Y como no sirve un vehículo cualquiera sino que debe reunir requisitos concretos referidos a gama, cilindrada y

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precio, los hay que posponen independizarse ad aeternum y siguen viviendo bajo el techo paterno, todo por adquirir la preciada montura, que a continuación hay que vestir y engalanar: llantas, alerones, color exclusivo, antinieblas y toda la restante panoplia de ornamentos. Hay además otro aspecto fundamental: ningún coche será lo suficientemente bueno, así haya pertenecido a un Primer Ministro, si no tiene su Propia Discoteca: lo de Caballero Retumbante no es un lujo poético; más de una vez el lector habrá sentido un bramido telúrico, una profunda conmoción, como si se aproximara una manada de toros en celo. Luego habrá visto aparecer al Vehículo, que debe estar muy limpio y relumbrante, tener los cristales todo lo tintados que se pueda y recubiertos de pegatinas de PIONEER, NO FEAR y otras, la de alguna discoteca de moda (aunque, a decir verdad, todo esto se está quedando anticuado, y lo que ahora mola mogollón son los símbolos tribales). Sigue siendo requisito obligado, sin embargo, el que la música, al menos los registros bajos, se escuchen en el interior de las viviendas con ventanas y ventanillas cerradas a cal y canto; de hecho, expertos del sector aseguran que si los viandantes -esa extraña fauna que persiste en el arcaico e involutivo método de desplazarse sobre ambas piernas- no sienten un crujido en el esternón, entonces el Coche Discoteca puede ser aceptable, pero no lo suficientemente bueno y estaría mejor en el desguace. Se dice que el objetivo primario de los Caballeros Retumbantes es impresionar a chicas, ligar, buscar novia (porque debemos dejar claro, si no lo hemos hecho ya, que el CR tiene que ser, si no célibe, al menos soltero.) De hecho, está ya más que establecido el paralelismo entre el comportamiento de los machos de numerosas especies en - 151 -


la fase de cortejo-apareamiento con el de estos esforzados mozos. Pero llegados a este punto nos enfrentamos con una contradicción insalvable, pues es preciso tener en cuenta que las elevadas velocidades a que circulan los CR impiden por completo la ejecución de semejante propósito, con la dificultad añadida de que las potenciales interesadas no ven quién o qué va dentro del vehículo, y así como mucho podrían decir que se han enamorado de Golf Rojo o de Hyundai Azul. Sin embargo ésta es la etapa dorada del apatrullador, al final de la cual llega el temido declive. Pueden ocurrir dos cosas: que se pegue un leñazo y se deje los piños en el intento -los hay que sobreviven y lo vuelven a intentar, pues sólo es cuestión de tiempo- o que, mientras se detiene en un semáforo o una gasolinera, se eche novia. ¡Fin funesto para el apatrullador! En primer lugar ya no podrá apatrullar como Dios manda, pues de ahora en adelante será la chica quien le diga adónde hay que ir. En segundo lugar, tampoco podrá poner la Discoteca a todo su volumen, ya que ningún bicho viviente salvo el conductor podría exponerse a ello y sobrevivir. Así, desprovisto de sus distintivos y prebendas, ya sólo le queda la velocidad. Y los hay que ni eso: se vuelven calvos y barrigones y empiezan a respetar las señales y a pararse en los pasos cebra. Puerco destino. Tras la sobremesa tiro para adelante hasta encontrar un Mercadona. Como mañana es domingo decido aprovisionarme (ahora, que si me huelo lo que me aguarda más adelante no compro ni una cerilla). Pero es que además, estando en el súper y sin aviso previo, me asaltó una incon-

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tinencia tan virulenta que parecía que me lo haría allí mismo. Vaya por delante que aunque la bicicleta aumenta la motilidad intestinal -una vez que padecía estreñimiento, el médico me recomendó su uso-, desde que inicié el viaje suelo aprovechar los momentos del amanecer y del anochecer para hacer lo que otro no pudiera hacer por mí. Pero ocurre que estaba, como digo, en el dichoso Mercadona cuando me vinieron tales pálpitos y sudores y apretar de nalgas que no sabía qué hacer ni dónde meterme porque en las medianas superficies, a diferencia de las grandes, no hay WC público ni por asomo. Así que, conteniendo el aliento y haciendo, nunca mejor dicho, de tripas corazón, finalizo la compra y acometo la tarea, nada fácil en mi estado, de repartirla por las alforjas. En cuanto acabo miro alrededor: ni un miserable bar. Así que no me queda otra que montar en la bici para buscar las afueras del pueblo y dar por fin rienda suelta a lo que por natura no debiera aplazarse tanto. La mala suerte –y la costumbre- ponen ante mí una rampa de subida: allí veríais al que esto escribe haciendo acopio de toda su capacidad de sufrimiento, rechinando dientes y buscando con desesperación un lugar para el desahogo. Hasta que por fin lo encuentra bajo un puente todavía en medio del casco urbano: tira la bici de cualquier manera y, procurando no ser visto por los albañiles de una obra que hay casi enfrente, tiene el tiempo justo de bajarse el culotte antes de soltar la carga que tanta pesadumbre le había dado (para quien no lo conozca, estas cursivas y las anteriores provienen de un episodio similar de El Quijote.) Ya repuesto del sofoco, salgo del pueblo y enseguida veo lo que se avecina: un monstruoso peñón y la carretera

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alrededor dando vueltas y revueltas. Me armo de valor y poquito a poco empiezo a ascender. Dolor de piernas, dolor de alma, sudor. La angustia por el subidón de la mañana que se repite, aunque las rampas no sean tan fuertes. Intento aguantar, porque si me bajo y se me rompe el ritmo, adiós muy buenas. Y aguanto: no sé cómo ni cuándo, pero he llegado arriba. Una bandada de motards pasa junto a mí y poco a poco se van haciendo pequeñitos hasta que ni se ven y sólo se oye el eco ronco del motor. La bajada concluye sin transición en otra cuesta arriba, aunque esta vez no me molesto en intentarlo y la subo a pie. Por suerte sólo son unos cientos de metros. Cuando ya no lo espero empieza un descenso largo, terrible, necesario. Y aparece Mojácar a lo lejos. Llaneo durante bastantes kilómetros. El viento ayuda. Entro en el casco urbano y aprovecho un carril bici. Como era de esperar, no dura gran cosa, pero es modélico en su género: se halla separado por setos tanto de la carretera como del paseo peatonal, por lo que no existen dudas de por dónde tiene que ir cada uno y se minimiza la peligrosa invasión de peatones. Mojácar se ha extendido por la costa hasta el punto de unirse al siguiente pueblo, Garrucha. Hay muchísimos coches pero no me importa porque con el aire por detrás voy ligero como la brisa. Y en esto que cumplo el kilómetro mil del viaje. En teoría y si sumo las etapas faltarían unos setenta, porque en el cómputo que llevo no están las idas y venidas en los pueblos ni los paseos de los días que no viajé. Pero el cuentakilómetros lo deja bien claro: cuando salimos de Talavera tenía 350 kilómetros, y ahora marca 1.350. Hace días que venía rumiando cómo sería este momento. Imaginaba que me encontraría en mitad del campo y hasta

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pensaba en hacer una foto al lugar y todo. Pero por poco no me entero porque me pilla en mitad de un atasco en Garrucha, así que no hay lugar para celebraciones. Un poco después encuentro el camping, que resulta ser segregado: hay una parte textil, y la otra naturista. Quiérese con ello decir que la mitad de los campistas van en bolas, y los otros no. También hay un hotel naturista y hasta una urbanización naturista. Así que éste es el famoso camping de Vera. Lástima que en la parte interesante no admitan hombres solos. Desde Málaga: 381 kilómetros.

21 de abril Hoy esperaba que el viaje fuera un simple paseo, pero no ha sido así. El viento que me ayudó ayer por la tarde hoy se ha vuelto en contra; lo tengo de frente casi todo el rato y, en el mejor de los casos, de lado. Tardo una hora en hacer los diez primeros kilómetros. Cruzo el río Almanzora, que no lleva gota de agua, y después atravieso Villaricos. En el pasado esta zona fue de gran aprovechamiento minero: por doquier se ven las chimeneas de los hornos de fundición, y hasta en el mismo camping había trozos de metal que en el argot de la profesión llaman rebabas. El paisaje ha experimentado un brusco cambio: ahora las rocas que me rodean son como pizarra calcinada. Inopinadamente y durante un rato cesa el viento y soy capaz de llegar a San Juan de Terreros, último pueblo de Almería y de Andalucía. Pero en el breve rato que paro aquí a comer vuelven a conectar el ventilador al final de la carretera; cuando esto ocurre, en llano no sobrepaso los

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11 kilómetros/hora, y en las cuestas abajo no hay manera de superar los 20, a no ser que pedalee uno con fuerza. Llego al límite autonómico y digo adiós a Andalucía, después de haber viajado por ella más de setecientos kilómetros. El aire sigue incordiando: es como si estuviera uno en la tobera de un reactor; se avanza tan despacio y tan a fuerza de músculos que parece que en cualquier momento fuera a salir despedido hacia atrás. El caso es que me estoy quedando sin mapa. Al principio del viaje utilicé el Michelín nº 444, y en Linares me compré el 446, que corresponde a Andalucía y que termina ahí mismo, en Águilas. Más allá se extiende la terra incognita. Para Murcia y Levante necesito el 445. Después de varias pesquisas infructuosas, en una gasolinera encuentro mapas. Compro uno de Murcia bastante malo, pero que me servirá hasta que encuentre el Michelín correspondiente.

LOS MAPAS Alguien se preguntará el porqué de tanta publicidad gratuita. La respuesta es que he manejado infinidad de mapas de carretera de todas las escalas y colores, y no he encontrado ninguno que pueda competir con la calidad del Michelín 1:400.000, ya que no se trata de una representación convencional sino que más bien parece una foto satélite coloreada, y su precisión raya lo increíble. Para alguien que va buscando los entresijos alternativos, carreteras y accesos secundarios, a menudo sin indicadores, es vital saber dónde cae exactamente cada cosa. Durante muchos años los utilicé para fines turísticos,

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y ni siquiera necesitaba una guía para saber dónde estaban los lugares de interés. Incluso lo usé para caminar por la Costa da Morte, últimamente más conocida por otros motivos. Charlo con el joven que atiende la gasolinera. Me cuenta que él también montaba en bicicleta hasta que lo atropellaron por tercera vez. Esta conversación me parece el siniestro augurio de que llego a zona de conducción salvaje. Y efectivamente, durante los próximos días tendré ocasión de comprobar hasta qué punto se trataba de una premonición acertada. Sigo pedaleando, y duro, contra el viento. Entrar en Águilas supone un alivio porque los altos edificios lo cortan un poco. Cruzo la localidad, que es enorme, y vuelvo a salir. En Águilas hay camping; tal y como está el tiempo debería quedarme, pero quiero ganar terreno para intentar llegar a Cartagena mañana. De nuevo el vendaval y los 7 kilómetros/hora en las cuestas arriba; esto desanima a cualquiera. Recorro un tramo con bastante tráfico y sin arcén. Los vehículos me pasan tan cerca que me acuerdo del gasolinero ex-ciclista. ¿Cómo puede haber tanto coche si ésta es una carretera secundaria? Al final se descubre que van todos al pueblo de al lado, que se llama Calabardina ¿será una convención de apatrulladores?-, así que tras pasar el cruce me quedo solo. Bueno, con la aspiradora. Paro en un bar de carretera y descubro que he entrado de golpe y porrazo en la Murcia Profunda. El contraste no puede ser más chocante, porque vengo de zonas muy turísticas a las que los extranjeros les dan un aire más cosmopolita. Aquí también estamos en la costa, pero en vez de al turismo la gente se dedica a los invernaderos.

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La carretera vira hacia el interior. Voy subiendo y el firme es malo, avanzo lentísimamente. Al fondo asoma un sierrón enorme, y no se ve siquiera por dónde puede pasar la carretera. Me aproximo trazando un amplio círculo y de repente veo la terribilísima subida. Se me cae el alma a los pies: estoy machacado y no creo que pueda subir eso esta tarde. Voy pensando en dónde pasaré la noche. En la zona de Murcia se da una peculiaridad que no he visto en ninguna otra parte: por el campo existen multitud de casas abandonadas. Me fueron muy útiles en una etapa anterior de mi vida, cuando anduve con un amigo buscando trabajo por estas tierras. Las hay antiguas pero también modernas, y todas se conservan en aceptable buen estado. ¿Por qué están abiertas y abandonadas? He ahí el misterio. Como entonces, esta vez también tengo suerte: al subir un repecho no veo una casa, sino un barrio entero. Tiene hasta iglesia, aunque está arruinada. Encuentro varias viviendas como de agricultores y una más grande, señorial. Las hay que están cerradas y las hay que no. Entro en una que conserva todo el mobiliario y la vajilla, aunque evidentemente se halla deshabitada. No me apetece dormir en cama ajena, así que escojo una pequeña habitación exterior que en su día fue cocina y ahora es el baño, y que tiene una lavadora, parecidísima por cierto a la mía. Encuentro cepillo y recogedor para adecentar el suelo y hasta velas. Hay periódicos del verano pasado: posiblemente desde entonces no haya vuelto a estar ocupada. Una pareja de aves quiere entrar pero al verme se asusta. Son pájaros muy bonitos, aunque no conozco la especie. Investigo por la habitación y dentro de un cubo des-

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cubro un nido con tres huevos. Siento remordimientos por usurpar un espacio que no es mío: si esta noche no entran a incubar es muy posible que pierdan las crías. Se oye cerca un rebaño de ovejas y cabras. Es una sensación muy curiosa oír a la vez las esquilas y los chillidos de las gaviotas. Y también resulta extraño dormir en un pueblo fantasma traspasado por el viento. Espero que no vengan a visitarme los difuntos, como al personaje de Juan Rulfo. El final de cada jornada a veces reserva sorpresas: después de lo que he sufrido hoy, lo habitual sería que estuviese reventado. En lugar de eso me duelen bastante muslos y rodillas, pero en conjunto me siento bien. Parece que no acabaré nunca de comprender los misterios del esfuerzo y la fisiología humana. Desde Málaga: 427 kilómetros. 22 de abril Cuando salgo de mi improvisado alojamiento la atmósfera está tranquila. El pastor de las ovejas acaba de llegar en su furgoneta. Con el desayuno se me ha acabado el agua, y no puedo subir sin ella el puerto que me espera. Al otro lado de la carretera hay una vivienda, y ésta sí que me pareció habitada. Me acerco a pedir agua y una señora, muy amable, me indica las tinajas donde la almacenan. Quizá sea la primera vez en mi vida que entro en una casa a pedir de beber. Los recuerdos me llevan obligadamente a Tetuán, cuando fui invitado a una boda.

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TETUÁN Y EL AGUA Corría el verano de 1990. Younes, mi anfitrión, era el hermano de la novia. Pertenecía a la gente bien de la ciudad; su padre había sido jefe de policía durante el Protectorado español, y luego había sabido colocarse como director de banco. La familia poseía al menos dos viviendas: una casa en Tetuán y un chalé enorme en Martil, la costa, con varias sirvientas. Un día en que volvía yo de la playa me encuentro a Younes en la puerta con un vaso y una jarra dando agua a dos chicos y una chica. Cuando se marcharon le pregunté si eran sus amigos, y me respondió que no. Aquello me chocó mucho, pues era algo que un rico occidental no habría hecho jamás; a lo sumo, habría encargado a alguien del servicio. Días más tarde andaba por Tetuán con mi amigo Anuar. Para volver a Martil fuimos a la parada de los grandstaxis (para quien no sepa cómo funcionan en los países pobres lo explicaré brevemente: el taxi interurbano es un coche grande -en el caso de Marruecos, siempre Mercedes- que va a un destino fijo, y que parte cuando se llena, o bien recoge a gente por el camino. Cada viajero paga la parte proporcional que le corresponde.) Como digo, llegamos a la parada de los taxis. Junto a la pared había una tinaja de barro con tapa de madera y un vaso -qué recuerdos de infancia, como en casa de mis padres-. Bebimos los dos. Le pregunté a Anuar si la tinaja pertenecía a la parada, a lo que él me respondió que no, que era de una tienda que había al lado. Y, efectivamente, al cabo de un rato vi salir al dueño con una manguera en la mano y, con mimo, procedió a rellenarla. Yo no comprendía nada. Anuar me explicó que El Corán dice que dar agua se tra-

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duce para el donante en «fuente de bienes espirituales». Éste es uno de los tesoros que me traje de aquel viaje. Cuando pienso en este otro, y en la de agua que compro en los supermercados o en máquinas expendedoras, me planteo si no nos iría mejor a los occidentales regalando agua en lugar de robando petróleo. Pero yo estaba en trámites de subir una larga cuesta. El puerto en cuestión tiene 4 kilómetros, el primero es de calentamiento, y los otros tres los auténticamente duros. Bufidos y resoplidos. Pese a todo, subo de un tirón, salvo las paradas obligatorias para hacer fotografías. En esos momentos, contemplando el Cabo Cope y con el mar allí abajo, impresiona el tenso silencio del mundo antes de que hubiera coches. De bajada y en desagravio, otros 4 kilómetros. Al final me encuentro con la carretera general que viene de Águilas -la que yo he traído, por lo visto, ha sido asfaltada recientemente-. Ahora sí que aparece tráfico y, como se verá, de qué manera. Me voy acercando a Mazarrón. Poco a poco reconozco símbolos y paisajes, aunque son tantos los años ya, van para catorce, que anduve por aquí... Era finales de verano. Había estado trabajando de camarero en La Manga. Chiqui y su hermana habían plegado en los respectivos trabajos, vivían en Mazarrón y trabajaban en los invernaderos. Cuando llegó septiembre y me harté del restaurante, me vine para acá. Recuerdo que los primeros días tuve una crisis de nervios: no sabía lo que me ocurría, y hasta lloré y todo. Después comprendí que había pasado de golpe de trabajar diez horas diarias siete días a la semana a no hacer absolutamente nada,

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y eso es algo que se paga. Luego, al enfadarme con mis padres y marcharme de su casa dando un portazo, volví aquí de nuevo, hasta que a Chiqui se le acabó el trabajo. Entonces comenzó un largo periplo de tres meses que me llevaría a buscar de qué vivir por Madrid, Valencia y Murcia, y luego en plan turista pobre por Granada, Barcelona, Lérida y otra vez Madrid, donde estuve en la famosa Huelga General del 14 de diciembre. Luego en Navidades, ante la insistencia de mi madre y como un hijo pródigo, me reintegré al hogar... En estos momentos de flash-back estaba cuando me doy cuenta de que viene de frente y por su carril reglamentario un camión, y que un coche pretende adelantarle. Ya lo había intentado otro antes, pero al aprecibirse de mi presencia y comprobar que no había espacio ni arcén desistió. En cambio esta vez la conductora, pues de una mujer se trata, haciendo caso omiso de mis gestos, tira para adelante. La capa de firme es reciente y hay un desnivel hasta el arcén de tierra de por lo menos diez centímetros. Parece poca cosa, pero mi bici no es de montaña y voy cargado hasta los topes. Me tiro fuera. Por suerte no voy muy rápido. Cuando pasa el vehículo le hago blanco de toda clase de improperios. La tía se queda tan turulata que sigue paralela al camión durante un rato, como si aquello fuera una autovía. Sin más incidentes, dejo a un lado Mazarrón y continúo hasta el Puerto. Yo recordaba un pueblo no muy grande que empezaba a dedicarse al turismo, pero al entrar no lo reconozco. Tanto ha crecido que, cuando creo que estoy saliendo, en realidad ni siquiera he llegado al casco viejo. Pero todos esos kilómetros de urbanizaciones se

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hallan ahora desiertos, otra ciudad fantasma, aunque bien distinta a la de anoche. Hay más cosas que han cambiado: en aquella época no había tantos invernaderos, ni tampoco habían llegado los trabajadores ecuatorianos. Voy a la oficina de turismo para preguntar por los campings, y luego busco un sitio para que me corten el pelo. El peluquero es muy majo, aunque reconoce que él prefiere el cuatro por cuatro a la bicicleta. Me cuenta que en uno de los pequeños pueblos por los que he pasado, viniendo de Águilas, enterraron hace poco las cenizas de Paco Rabal, bajo un almendro que plantó con sus manos. Nos despedimos. Después, con mi nuevo look, paso por una librería y, oh felicidad, tienen el Michelín 445. Mando el otro mapa al cuerno: ya puedo pedalear seguro hasta Valencia. Visita a un locutorio donde tienen conexión a Internet. El individuo que pedía que le enviásemos el libro a su amigo escribe muy enfadado porque hizo la transferencia hace una semana y aún no ha llegado ningún envío. Nuevo telefonazo a Bego. Por la tarde voy a buscar el camping. Hay uno que cae camino de Cartagena. Se llama Los Madriles. Como está arreciando el Levante y se avecina sierra, decido tomarme la tarde libre. Llego a la recepción muy contento y expreso mi intención de acampar. La recepcionista me responde con cautela que me va a decir el precio, y que si me interesa pues que entonces me quede. Semejante respuesta me huele fatal. Echa sus cuentas en la calculadora y me dice que por acampar me cobra la bonita suma de 18 euros. Uséase: tres mil pelas. Eso supone tres veces lo que me vienen costando los campings desde Málaga. Le respondo que a veces he pagado menos por una habitación de hotel,

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pero se encoge de hombros. A mi pregunta de por qué tan cara la acampada, me responde que «es la tarifa mínima». En tales condiciones, no me atrevo a preguntar cuál es la máxima: la verdad es que tenía que haberme mosqueado antes porque en el folleto que me dieron en la oficina de turismo los precios de este camping aparecían en blanco. No entiendo el porqué de castigar a las personas que viajan solas, pero en cualquier caso me marcho. Los campings españoles están entre los más caros de Europa y eso es algo que se lleva mal, pero esto ya suena a tomadura de pelo. ¡Y yo que me estaba reconciliando con Mazarrón y la murcianidad! Ahora estoy disfrutando de tarde libre en la playa de La Azohía. Recuerdos del pasado personal aparte, observo esta costa con mirada virgen. A la vuelta del viaje leeré La Carta Esférica, de Pérez Reverte, y de repente Águilas, Cabo Cope, la Bahía de Mazarrón o Punta Calnegre dejarán de ser meras designaciones geográficas para convertirse en lugares con alma, escenarios de la persecución del Dei Gloria por un buque corsario y el posterior hundimiento de ambas naves junto a Cabo de Palos. Historia ficticia, cierto, pero seguro que similar a otros dramas acaecidos en estas aguas: no en vano toda la costa, desde Málaga hasta aquí, viene erizada de torres vigía que avisaban si aparecían los moros en la costa. Desde Málaga: 478 kilómetros. 23 de abril La noche ha transcurrido sin sobresaltos. Dormí en lo alto del acantilado, junto a la torre vigía de Santa Elena. El emplazamiento no era todo lo cómodo que uno quisiera

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pero me pareció seguro. Elijo lugares como éste desechando otros más cómodos si con ello minimizo la posibilidad de visitas intempestivas. Dichas visitas, ordenadas de más a menos peligrosidad, las clasifico de la siguiente manera: a) Delincuentes, maleantes, drogatas. b) Cuerpos y fuerzas de seguridad (la acampada es ilegal: despertón con linternas, cacheo y posibilidad de acabar la noche en el cuartelillo.) c) Botelloneros varios. d) Novios y novias en busca de desahogo. Cuando uno duerme solo, en mitad de la noche cualquiera de ellos puede suponer un soponcio mayúsculo. Pero, como digo, tampoco hoy se presentó nadie. Monto los aperos de viajar y deshago el recorrido hasta Isla Plana, que es donde se coge la carretera de Cartagena. La subida empieza siendo suave para después irse empinando más y más. En éstas estoy cuando se repite el episodio automovilístico de ayer corregido y aumentado: un camión viene de frente y un coche se dispone a adelantar... salvo que hoy no hay arcén donde tirarse. Freno, me salgo como puedo y cuando pasa el bárbaro cabrón levanto, bien claro para que lo vea, el dedo corazón en obsceno y simbólico gesto. No sé si es que he cogido miedo, pero después de este incidente los siguientes kilómetros son a mi juicio los más peligrosos desde que comenzara el viaje: pasan muy rápido, ni reducen ni se apartan. Desprecio hacia la bicicleta y a quien va encima. Los tramos más duros los hago andando; si me concentro en el esfuerzo de la subida no soy capaz de estar vigilando las locuras de los locos al volante. Tras la cima hay una larguísima bajada hasta Cartagena. A medio camino está el cruce para el camping de El Portús,

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que también es naturista. Al igual que el de Vera, luce unas enigmáticas siglas: F.K.K. Yo sé lo que significan: Federación de Kolegas en Kueros. ¿O no? Al entrar en la ciudad la carretera está en obras y me veo obligado a dar un largo rodeo. Sigo percibiendo el tráfico como muy peligroso. Además, me ha aparecido un dolor intenso detrás de la rodilla: puede que me haya lesionado subiendo la última cuesta, y eso me llena de desasosiego. Cartagena. Cuando estuve aquí por primera vez me pareció el país de los desastres: el casco antiguo, reducido a ruinas; la contaminación industrial, de las más altas de España. Y luego la minería a cielo abierto de la empresa Peñarroya, que había destrozado 50 kilómetros cuadrados de sierra y anegado en lodos tóxicos la bahía de Portman; y el desmadre urbanístico de La Manga; y la omnipresencia de lo militar… Hago una breve parada en el puerto, junto al submarino de Isaac Peral, y enseguida busco la carretera de La Unión. Encuentro toda la zona transformada (a mejor), y mucho más moderna de lo que la recordaba. Son los cambios comunes a todos los sitios durante los diez últimos años: autovías, grandes centros comerciales, telefonía móvil, Internet... Incluso el ferrocarril de vía estrecha, FEVE, que une Cartagena con La Unión, no sólo no ha cerrado, como me temía, sino que ha ampliado la línea hasta el Mar Menor y tiene trenes nuevos; futuristas, sobre todo si se los compara con los que había a finales de los ochenta. Voy muy despacio, con plato pequeño a pesar de ser llano, por miedo a que el dolor de la pierna se agudice.

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Por aquí hay arcén, así que me siento más tranquilo. Tras 10 kilómetros llego a La Unión. Este pueblo nace en el siglo XIX, coincidiendo con el auge de la minería en la comarca. También ha cambiado, aunque no tanto. Hay cosas que recuerdo y otras que no. Busco el Ayuntamiento, pues he decidido saludar a Cati. Me pregunto si seguirá trabajando aquí, y sobre todo en cómo me recibirá. Después de tantos años y de la manera en que quedamos, esto de presentarse sin avisar... ¿Cómo será su vida ahora? ¿Se habrá casado o arrejuntado? Voy a saludarla, y si el recibimiento es frío con seguir camino todo arreglado. En información pregunto y me llevan a una sala. Allí está, detrás de un mostrador. Al principio ni siquiera me reconoce; tanto parece que he cambiado que le tengo que decir quién soy. De repente se le iluminan los ojos y todo se vuelve efusión. Nos contamos nuestras vidas; me dice que sigue viviendo sola. Bueno, con sus dos hijas: María José, la pequeña, tiene ahora diecinueve años y Cati, la mayor, veintitrés. Apenas si recuerdo a dos niñas. A María José la llevé una vez a hombros cuando no podía caminar más de puro cansancio. Cati madre me ofrece quedarme en su casa. Me pregunta por José Antonio. Le cuento que la relación se rompió cuando compartí casa con él y con María, y ella y yo empezamos a enfrentarnos. En lugar de hacer de mediador, y como ella era su novia, se puso de su parte, y a mí no me quedó más remedio que marcharme. Que me dolió mucho que un compañero de tantas fatigas me tratase de aquella manera, pero que todo eso ya es pasado. De todas formas le digo que a él sí que no lo reconocería, pues en

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estos años ha cambiado mucho, y además se está quedando calvo. Cati sigue ejerciendo de militante comprometida (a través de ella conocí Llano del Beal, el pueblo que se resistió a ser borrado del mapa por la voracidad de la compañía minera.) Hace cinco años se creó en la zona una delegación de Murcia Acoge, destinada a proporcionar soporte y asistencia legal a los inmigrantes, y ella fue socia fundadora. Por la tarde imparte dos clases de castellano, una a niños y otra a adultos, la mayoría marroquíes. Ese día voy con ella. Con los pequeños me veo de improvisado profesor de geografía explicando ciudades y países sobre un mapa. Y con los adultos, tiza en mano, fijando sobre el encerado las grafías del vocabulario y los intríngulis del sistema verbal castellano. Desde Málaga: 517 kilómetros.

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CUARTA ETAPA: LA UNIÓN-VALENCIA

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25 de abril Parece que nunca empecé este viaje, y que por tanto no lo voy a terminar. No lo digo como una condena, sino que es la forma de expresar que la bicicleta y este modo de vivir forman ahora conmigo algo tan indisoluble que parece que nací con ellos. Ayer fue día de asueto y recuperación. Hoy reemprendo el camino. Me despido de estas tres mujeres, y hacemos el propósito de no estar otros trece años sin vernos. Salgo de La Unión. Mi idea es recorrer el mayor trayecto posible esta mañana, pero la alegría se acaba pronto: apenas llevo 3 kilómetros cuando siento algo extraño en la rueda trasera. Paro, miro y me encuentro la cubierta perforada por una punta de acero de tres centímetros. No sé qué es más asombroso, si la manera que ha tenido de clavarse o que después de mil kilómetros sin pinchar me ocurra dos veces en cuatro días. A desarmar todo el equipaje para desmontar la rueda y cambiar la cámara. Ahora veré si el parche que puse el otro día sirvió de algo. En cuanto tengo en mis manos la cámara dañada tapono el agujero: con esta suerte, nunca se sabe. - 171 -


Ya está arreglado el estropicio. Cruzo El Algar y llego a Los Urrutias, junto al Mar Menor, cuya orilla bordearé durante unos 20 kilómetros hasta Lo Pagán. Enfrente, como surgiendo del mar, se adivinan fantasmagóricos los rascacielos de La Manga. Llego a Los Alcázares y recorro casi 4 kilómetros por el paseo marítimo. Me quedo asombrado de la cantidad de bicicletas que hay en este pueblo: muchas son de extranjeros, pero también las hay locales. Son tantas que por un momento sueño con Holanda. También hay triciclos para mayores bastante curiosos. Nos estamos acercando al aeropuerto de San Javier. Toda la zona pertenece a los militares. Por encima moscardonean continuamente los aparatos de la Academia del Aire. Hace calor, y apenas sopla viento. Paso Lo Pagán y San Pedro del Pinatar. Bordeo la costa siguiendo paseos y calles; es más interesante que ir por la carretera general, pero se invierte bastante tiempo ya que no puedo ir muy deprisa debido a los coches, a los peatones y a que a veces las urbanizaciones y paseos marítimos se interrumpen bruscamente y tengo que desandar o salir del embrollo por una pista de tierra. Es curioso por cuántos de estos caminos he pedaleado ya: no entraba en mis cálculos el que el viaje tuviera tantos y tan agrestes tramos. Paso El Mojón y llego al Pilar de la Horadada. Allí, mientras me como un bocadillo, descubro que al ir por vías muy secundarias he pasado de Murcia a Alicante sin saberlo. A partir de aquí la especulación arrecia y la costa se convierte en una sucesión de urbanizaciones que enlazan unos pueblos con otros. Hay muchas, muchísimas viviendas en construcción. Como ya estoy escarmentado de los pasos en falso y los callejones sin salida, me incor-

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poro a la nacional 332, cuyo intensísimo tráfico hará mis delicias los próximos días. Por suerte hay arcén. Llego a Torrevieja. Cuando paré en El Pilar me advirtieron que tuviese cuidado aquí, pues los chorizos pululaban por doquier. Y, efectivamente, nada más entrar se nota el ambientillo. Dos chavales norteafricanos me ofrecen algo, no entiendo qué, very good. En el mercadillo étnico hay varios guardias civiles; uno de ellos lleva de la correa un perro adiestrado. Soy testigo de cómo un joven pretende engañar, sin éxito, a la propietaria de un quiosco. Torrevieja es un curioso cóctel. La primera conversación que oigo es en ruso. Luego están los ecuatorianos, los magrebíes, los subsaharianos y los turistas del Norte de Europa. Todos juntos y un poco revueltos. Días más tarde me enteraré por la prensa local de que Torrevieja disfruta de la tasa de criminalidad más alta de España: 22 asesinatos en el año 2000; las mafias desvalijan naves y chalets; los juzgados se hallan colapsados por las 34.000 causas pendientes y han tenido que derivarlas a Orihuela y Santa Pola; han pedido refuerzos a la guardia civil... Todo esto en una población de cincuenta mil habitantes. Salgo presuroso de este Bronx mediterráneo dejando a la izquierda sus famosas salinas. La nacional va atestada de vehículos, que se vuelven muy peligrosos cuando salen de la vía por la derecha o cuando adelantan a uno que espera a girar a la izquierda, invadiendo el arcén ante mis propias narices. Cuando veo el primer camping, 4 kilómetros antes de Guardamar del Segura, entro en él de cabeza. No hay nadie en la recepción, así que hablo con el guarda, quien me dice que los dueños han salido, pero que puedo acampar. Cuando me quejo de la cantidad de coches que

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pasan él me replica que esto no es nada, que tendría que ver esta carretera en vacaciones y las docenas de accidentes. Me quedo perplejo, pues soy incapaz de imaginar que quepan más automóviles de los que hay ahora, si circulan prácticamente en caravana. Poco antes que yo ha llegado una pareja de jóvenes cicloturistas. Son alemanes, y salieron (en bici) de su país a primeros de abril. Quisiera charlar más rato con ellos y hablarles de lo maravillosa que es mi tierra para pedalear, pero la situación no se presta. Me acerco al bar, que hace ahora las veces de recepción. Los dueños no han vuelto, pero sí su hija. El alma se me cae a los pies, pues tengo ante mí a la criatura más hermosa del planeta: morena, de larga y rizada cabellera, ojos negros y un cuerpo maravilloso de hembra no a la moda; parece una princesa árabe. No es simplemente que esté buena, sino que irradia tanto encanto y frescura que actúan sobre mí como potentes euforizantes. Lo peor de todo es que ni siquiera es estúpida, ni está a la defensiva, ni te trata con la soberbia de muchas menos guapas que ella; que habla con sencillez y afecto, y que mientras lo hace te mira a los ojos. Nunca cortejo directamente a una chica, pero esta vez se me tiene que notar mucho, aunque sólo sea en la mirada y en el tono de voz. Me quedaría toda la noche con ella; en cambio pago, recojo mi carnet y me marcho triste y a la vez encantado de que haya en el mundo criaturas así con las que soñar. Acampo y bajo a la playa, inmensa y desierta. Estoy en las dunas de Guardamar, y todos los edificios se hallan a kilómetros de distancia. Sentado en la arena veo cómo cae la tarde. Durante una hora escribo estas notas. Desde La Unión: 66 kilómetros.

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26 de abril Día de averías y muchísimos coches. Me levanto bastante tarde y arranco ídem. Al salir del camping veo a mi tesoro en las escaleras que conducen al piso superior del bar. Me despido con dulzura infinita. Cuando responde me doy cuenta de que no es ella sino que igualita, sólo que con veinte años más, estoy ante la madre. Me uno al río de vehículos que fluye por la nacional. Viendo el mapa me he dado cuenta del porqué: desde antes de Torrevieja y hasta Alicante la autopista no va por la costa sino que se adentra hacia el interior para acercarse a Elche, con lo cual todo el tráfico se encapsula en esta carretera. He decidido saltarme las localidades que, como Guardamar, no tengan entrada al Sur y salida al Norte, pues luego pierdo un tiempo precioso buscando el camino. Sí entro en La Marina, que reúne ambos requisitos, y paso junto a una tienda de bicicletas. Como ayer después del pinchazo no conseguí inflar la rueda lo suficiente, paro y le expongo al dependiente el problema. Me hace pasar al taller y le da la presión justa con un compresor. Ya de paso adquiero una bomba más pequeña que las clásicas y que, mediante algún extraño mecanismo, introduce el aire con mayor fuerza. La antigua, a la que responsabilizo de todos mis problemas de inflado, va a parar a la basura. A este paso voy a renovar todo el equipo. Atravieso las salinas de Santa Pola por largas rectas; aquí parece que el viento ayuda, pues en ciertos momentos voy deprisa sin mucho esfuerzo. El tráfico es apabullante y no cesa; quizá por eso no he visto un solo ciclista en toda la mañana.

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Un rato después comienzan los problemas: la rueda trasera está perdiendo aire. Le devuelvo la presión original con mi bomba nueva. 3 kilómetros más y la vuelvo a inflar. Otro kilómetro y flaquea de nuevo. Evidentemente está otra vez pinchada o no arreglé del todo el boquete almeriense. Faltan unos 5 kilómetros para la entrada de Alicante, y en una playa procedo al ya conocido ritual de desmonte del equipaje y extracción de la rueda de atrás, mil veces más difícil de montar y desmontar que la delantera debido al cambio que tensa la cadena, a los piñones que hacen bulto y a los hierros del portaequipajes que entorpecen la maniobra de apretar o aflojar del eje. Cuando he conseguido colocar la cámara que reparé ayer a la salida de La Unión descubro con horror que mi flamante y ultramoderna bomba es incapaz de insuflarle ni una gota de aire. Tras intentarlo durante un rato desisto: debo de haberme cargado la válvula con la bomba antigua. Otra vez a desmontar la rueda y otra vez a poner la cámara que traía: si el pinchazo es tan diminuto como parece, que aguanta un rato sin venirse abajo, aún tengo una posibilidad de llegar a Alicante. Como en un restaurante un par de kilómetros más allá. Al irme pregunto y la dueña me indica dónde puedo encontrar una tienda de bicis. Tras recorrer 4 kilómetros, indagar unas cuantas veces e inflar la rueda dos, encuentro la tienda, que es de éstas que hay ahora de bicimotos, aunque más motos que bici. Allí compro dos cámaras, me cambian la estropeada y ya de paso la cubierta, que estaba llena de grietas y cortes; engrasan la cadena, medio oxidada del salitre, reponen un tornillo perdido al famoso calapié izquierdo y aprietan el resto. El mecánico se es-

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candaliza de que viaje en esas condiciones y me pregunta si voy muy lejos. Desde aquí hasta el final de la jornada me esperan 22 kilómetros de recorrido por ciudad, que con sus stop, semáforos, coches en doble fila, obras y demás obstáculos, hace que el camino fatigue más de la cuenta. El acceso al centro es decepcionante y terrorífico: no hay arcén, los coches van que se matan y me pasan a centímetros. El ruido es tan salvaje que no soy capaz de pensar. Como en otros momentos difíciles del viaje, siento el aliento de la muerte en el oído; sé que me puede alcanzar en cualquier momento encarnada en monstruo de cuatro ruedas, y que nada puedo hacer por evitarlo salvo mantenerme muy quieto al borde de la calzada, procurar que la bici oscile lo menos posible y jurar no volver a hacer un viaje que pase por zonas tan pobladas. El paseo marítimo sería una alternativa más segura que, como sabe el lector, he utilizado en bastantes sitios. Pero en Alicante hay tanta señal de Prohibido bicicletas que con lo que se han gastado en ellas seguro que les daba para un carril bici. Así que opto por bajarme. No nos quieren en el paseo y nos arrojan a los leones del intensísimo y agresivísimo tráfico. Cuando termino de cruzar Alicante me asombro de hallarme aún vivo. Llego a la Playa de San Juan, que parece la Quinta Avenida con sus torres de veintipico pisos. Aquí hay menos tráfico, pero tardo en tranquilizarme. Aparecen ciclistas, y lo considero un signo esperanzador. Se acaba la Playa de San Juan y empieza la de Campello. Paro a comprar en un Mercadona y poco después llego a un camping. Me quedo. Antes incluso de instalar la tienda conozco a un matrimonio de holandeses ya mayores que me piden les cuente - 177 -


los pormenores de mi viaje. La conversación transcurre en un inglés aproximado, sobre todo por mi parte. Como siempre que me preguntan saco el mapa de la península que me dieron en turismo de Mazarrón y donde he señalado el recorrido. Como mucha gente que viene de estos países, traen las bicicletas sujetas a la autocaravana. La mujer me enseña una herida vendada que tiene en el brazo: se cayó el otro día mientras iba a la playa. Por mi parte cuento mis males automovilísticos del día. Desde La Unión: 126 kilómetros. 27 de abril Al salir del camping esperaba encontrar un tránsito tan intenso como el de ayer, pero al menos por ahora no lo hay. Además, el arcén es bueno. Enseguida aparecen montañas; son las primeras que veo en 140 kilómetros. Como llegan hasta el mar, la carretera va haciendo toboganes que recuerdan a la zona de Almería. Encuentro escasos ciclistas, la mayoría poco saludadores. Paso un pueblo llamado La Coveta Fumá. Sigo pegado a la costa y llego a La Vila Joiosa, que quiere decir algo así como Villa Alegre. Se la ve muy concurrida, tal vez por ser sábado. Parece tener un casco antiguo interesante, y además han instalado un mercado medieval; siento no poder visitarlo. A partir de aquí y hasta Benidorm sí que aumenta el tráfico. Pensaba pasar de largo esta meca del turismo de playa, pero a la hora de la verdad no me puedo resistir. Al fin y al cabo, ¿cómo voy a hablar bien o mal de Benidorm si no lo he visto nunca? Enseguida atraen mi atención las gigantescas torres, algunas de más de treinta plantas. Aunque eso no es nada comparado con el hotel de cincuenta plantas que están a

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punto de inaugurar, el más alto de Europa. Por cierto, hace un par de días se les cayó el mástil del pararrayos, de siete mil kilos de peso, cuando lo iban a montar con una grúa. La verdad es que resulta impresionante. Y pensar que es sólo la mitad de cualquiera de las difuntas Torres Gemelas... La breve parada en la playa de Benidorm se me hace inesperadamente grata: primero se acerca una pareja mayor de extranjeros (holandeses, seguro) que en un castellano bastante apañado me preguntan por mi viaje. Luego habla conmigo un joven de mi edad que viene a hacer windsurf. Cuenta que vive allí, y que en verano son cerca de quinientas mil almas las que se tuestan al sol en las playas de Poniente y Levante. En algún lugar he leído que el 0,3 del PIB español se genera aquí. Salgo de Benidorm recorriendo las inmensas avenidas jalonadas de rascacielos. Tierra de contrastes este Mediterráneo: de las ásperas soledades de Almería a este Manhattan playero. Ya allí me di cuenta de que se había levantado algo de viento. Cuando salgo a la carretera me da de lleno. No parece venir de frente, pero hace desagradable la marcha. En esto que los coches se atascan, y por una vez saboreo el placer enorme de adelantarlos yo. Hasta que llego a un guardia civil que regula el tráfico, el cual me recomienda que me desvíe por El Alfás, ya que hay una manifestación y no me van a dejar pasar. Al principio le hago caso, pero después me pica la curiosidad y vuelvo a la general, que ha quedado repentinamente desierta. Quiero ver esa manifestación: me imagino a rudos agricultores u obreros del metal cortando el tráfico con barricadas ardientes. Llego hasta otro guardia que está junto a un camión de matrícula

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extranjera. En el momento en que paso le está diciendo al camionero YOU VERY PROBLEM AHORA (jolines, con semejante inglés no entiendo cómo no hace más tiempo que semos europeos.) Un poco más adelante llego al cruce de l´Alfàs del Pí, y allí me encuentro con la aguerrida manifestación: es un grupo de unas doscientas personas, la mitad niños. Su reivindicación: piden otro colegio para el pueblo. Me da la sensación de que la guardia civil ha detenido el tráfico no para proteger a los conductores de la manifestación, sino más bien a éstos de aquéllos. Llego a Altea a la hora de comer. Tras innumerables vueltas buscando un restaurante asequible, entro en uno donde soy el único cliente. La comida resulta cara, y el pescado tiene de fresco lo que yo. Al salir le pregunto al camarero, un chaval joven con acento mejicano, que si sabe dónde hay un cibercafé. Me orienta hacia lo alto del pueblo. No me hace gracia subir, pero de todas formas voy. Encuentro el sitio, miro el correo, consulto un directorio de campings y echo un vistazo a la prensa y al pronóstico del tiempo. Cuando salgo fuera me encuentro en la puerta a mi camarero. Le saludo y me explica que él vive encima del cibercafé, pero que ha olvidado las llaves y está esperando a su compañero. Me despido. El aire ha arreciado y se ha vuelto tan frío que me tengo que abrigar. Salgo de Altea y comienzo a subir. Voy muy bien: no sé si es que la pendiente no es muy fuerte o que ya vengo curtido. El punto más alto es el Barranc del Mascarat, que se cruza mediante una sucesión de puentes y de túneles; la verdad es que el sitio resulta impactante. Llego al cruce de Calpe y abandono la bendita nacional 332, que apenas volveré a ver hasta Valencia. Aunque ya se divisaba desde Altea, es aquí donde se aprecia en toda

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su majestuosidad el Peñón de Ifach que, como si fuera un volcán de la Polinesia, luce esta tarde un sombrero de nubes. Calpe -Calp en valenciano- ocupa un lugar especial en la mitología de mi familia: aquí fue donde con tres tiernos años, en 1968, vi por primera vez el mar. El viaje lo hicimos con unos amigos en el primer coche que tuvo mi padre, un Renaut 4 con tres velocidades y marcha atrás. Si a eso sumamos la inexperiencia de mi progenitor y el estado de las carretera de la época, se puede comprender que el trayecto constituyese una pequeña epopeya. Dice mi madre que yo señalaba el agua y daba gritos de asombro, y que al principio no me fiaba cuando me querían llevar hasta la orilla. Ese recuerdo no lo conservo. En cambio sí me acuerdo perfectamente de que, durante esas mismas vacaciones, monté con mi padre en los coches de choque y en uno de los ídem me di un porrazo terrible en la frente; lo cual es para mí prueba, al margen de otras consideraciones, de que en ocasiones recordamos más el dolor que las situaciones felices. Supongo que el pueblo habrá cambiado enormemente en más de treinta años. Sin embargo, y comparado con otros lugares de la costa, parece un sitio agradable y tranquilo.

LA LENGUA Precisamente es en Calpe donde oigo la primera conversación en valenciano. Aunque es lengua cooficial en toda la comunidad autónoma, donde más se habla es en Castellón y Valencia, mientras que en Alicante predomi-

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na el castellano, lo que demuestra que este asunto de las lenguas y las nacionalidades no es algo definido ni absoluto, sino que opera por transición. El problema del regionalismo es que se puede incurrir en el absurdo elevado al cubo: el sector de opinión más conservador sostiene que el valenciano surgió por una especie de generación espontánea y que no es una variedad dialectal del catalán lo cual, desde el punto de vista histórico y filológico, es una aberración como un castillo. Por estos días se podía seguir en la prensa local una polémica de tintes surrealistas, originada porque la Generalitat tenía previsto exigir en las oposiciones un examen de valenciano ¡a los licenciados en Filología Catalana por la Universidad de Valencia! Me como un helado en el paseo marítimo y reanudo camino buscando un camping. Descarto los dos que hay a la salida de Calpe: prefiero buscar algún otro más apartado y tranquilo, y creo encontrarlo 7 kilómetros más allá. La señora de la recepción me dice que hace dos días durmió allí una pareja de alemanes jóvenes que venían desde su país en bici; no hay duda de que son los que me encontré anteayer en Guardamar. De modo que han tardado en recorrer esa distancia el mismo tiempo que yo... Ya se me quitó el complejo de ser un cicloturista de segunda y de ir excesivamente lento. La señora me indica la zona de acampada sin parcelar, pero tiene tan lamentable aspecto, a mitad de camino entre aparcamiento y vertedero, que me instalo de estrangis en una parcela por la que pretendían cobrarme un astronómico suplemento. Al rato llegan los vecinos, que tienen tienda de campaña permanente en el recinto. Les saludo,

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pero sólo la mujer me contesta. El hombre, que es enorme y con bigote, trata de ignorar en todo momento mi presencia; supongo que le molestarán los intrusos junto a su finca. El camping debe de ser un sitio maravilloso entre semana, pero hoy es sábado. Como aquí no predominan los extranjeros sino que se trata de fauna local, el nivel de decibelios es considerablemente mayor. A mis vecinos se les ha unido otro matrimonio, y a la puerta del chalet hablan a voz en cuello. Como no se hallan a más de diez metros en línea recta, me entero de toda su vida y milagros. Tratan de pleitos, de negocios. Evidentemente intiman desde hace poco, porque se preguntan mutuamente cuánto tiempo llevan casados. Una de las parejas dice que ellos desde 1969, que es un año erótico. Oscurece. Las visitas se marchan. Cuando creo que se va a hacer definitivamente el silencio, mi bigotudo amigo enciende el televisor. Me entero así, horror, de que esta noche hay Misa, esto es, fútbol. En las siguientes dos horas soy exhaustivamente informado de cuáles son las alineaciones del Madrid y del Valencia, sus respectivas posiciones en la Liga, perspectivas de ganarlas así como los puntos que necesita el segundo para ponerse por delante del primero. Cuando alguno marca gol se oyen berridos desde la otra punta del camping. ¿Para cuándo las tiendas de campaña insonorizadas? Desde La Unión: 183 kilómetros. 28 de abril Son las nueve de la mañana. Mi amado Vecino va de allá para acá como fiera enjaulada; es un hombre trabajador, y se levanta pronto aunque se acueste tarde. Y un hom-

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bre trabajador no puede estarse quieto, así sea fin de semana, de modo que al cabo de un rato coge su BMW y se larga. La mujer no parece haberse levantado aún. Cuando me marcho una hora después le veo en el bar del camping con un colega. Parecen fotocopias uno del otro, sólo que éste es más chaparro y bigotudo aun. Están sentados, aburridos, deseando que llegue el lunes ¡Viva el camping y la vida natural! La pequeña carretera tiene más tráfico del que esperaba, quizá por ser domingo. Muchas de las matrículas son extranjeras. Por esta zona no existe lo que llamamos campo en el sentido clásico: desde Calpe todos los cerros se hallan cubiertos por un manto de chalets y urbanizaciones. Son casas grandes con terreno alrededor. De pelas, vamos. Me sorprende también la proliferación de restaurantes chinos, hay al menos uno de guardia por cada kilómetro. Entro en el supermercado de Pepe La Sal. Pese al castizo nombre, los únicos españoles somos el personal y yo. Y ni siquiera, porque la chica que me cobra tiene acento centroamericano. Reanudo. En el momento más tranquilo aparece de nuevo el peligro bajo forma de potente descapotable que repite la liturgia de venir de frente y ponerse a adelantar. Ignoro si el impulso del jovenzuelo a lanzarse contra un indefenso ciclista proviene de un exceso de granos y testosterona o es el deseo de impresionar a la chica rubia que llevaba al lado -las acompañantes siempre son rubias. El caso es que la prioridad de salvar el pellejo me hizo arrojarme fuera de la carretera. En situaciones así resulta difícil describir la rabia. De tan intensa, parece algo sóli-

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do que se pudiera cortar o arrojar a la cabeza de quien la causa. Por otro lado, parece claro que el destino está dispuesto a hacerme entretenido el viaje, incluso ya cerca de su final. Sólo han transcurrido 7 kilómetros desde el camping, y al cruzar la localidad de Moraira oigo un chasquido, al tiempo que la rueda trasera -siempre es la traserase queda prácticamente bloqueada. Al volverme encuentro lo que me temía: se partió un radio. Al hacerlo la rueda se ha deformado y roza con la horquilla. La verdad es que llevaba dos días mosqueado desde la reparación de Alicante: cada vez que subía una cuesta oía como un zumbido procedente de la susodicha rueda, y sentía la vibración que se transmitía al cuadro. No quise pensar en lo peor y lo achaqué al nuevo dibujo de la cubierta. Siento estupor ante la avería, porque estos radios me habían dado un resultado excelente. Cuando empecé a hacer cicloturismo, en 1995, cada vez que cogía la bici saltaba alguno, de manera que siempre llevaba de repuesto. Hasta que un día el mecánico me dijo que eran muy débiles para soportar el peso que yo les cargaba, y me los cambió por otros más fuertes. Han durado siete años sin una queja. Hasta hoy. Por suerte me hallo a la salida del pueblo. En una acera monto mi pobre taller. De ordinario, cuando sufría un percance similar y la rueda se hacía un ocho, el trabajo consistía en aflojar los radios del lado contrario y apretar los del roto, para de este modo recuperar en lo posible el equilibrio de la rueda y evitar que se deformase aún más. Pero hace ya tantísimo tiempo que no recuerdo exactamente el

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procedimiento; tengo miedo de agravar el estropicio, así que cojo la llave de radios y voy probando con cautela. Al principio nada se mueve: la rueda no es que roce, es que directamente se bloquea. Tengo auténtico pavor de partir otros. No sé qué hacer. Moraira parece pequeño para que haya un taller de bicicletas, y para colmo hoy es domingo. Finalmente la rueda cede lo suficiente para girar. Jávea es más grande, debe de estar a unos 12 kilómetros. Si consiguiera llegar... Pedaleo lentamente: como se vuelva a chafar el invento estoy jodido. Sigue habiendo muchísimos coches. Cuando se bifurca la carretera en el cruce de Teulada gran parte del tráfico se marcha hacia allí. A cambio desaparece el arcén, y el borde de la carretera aparece hecho polvo, destrozado... Empiezo una larga subida. Al desplazarse el peso hacia atrás, de la rueda enferma surgen siniestros chirridos. Echo pie a tierra y empujo; es la primera vez en todo el viaje que no me bajo por sofoco, sino por miedo a agravar la avería. Me da vergüenza que conductores y ciclistas me vean así (cuando estoy agotado y hecho polvo, me importa un pimiento lo que piensen, pero ¡hoy no! ¡Estoy sano, es un problema técnico, quiero explicárselo a todos!) Llego arriba y bordeo el Cabo de la Nao por el interior. Todo el mundo que haya dibujado el mapa de la Península en la escuela lo recordará: es la nariz que le sale a la costa un poco más abajo de las Baleares. Por aquí sigue habiendo muchas viviendas, pero dejan un poco de sitio a la agricultura. Cuando llego a Benitatxel sé que la partida está ganada: comienza un larguísimo descenso que me deja en

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Jávea. Tengo que ir tascando frenos todo el camino pues me da miedo que las vibraciones y la centrífuga descuajaringuen la rueda, cuyos meneos ponen el corazón en un puño. En Jávea me informo de que sí, hay quien arregla bicis, pero tendrá que ser mañana. Busco el camping, que está a las afueras. Me clavan 10,15 euros por una parcela, pero no tengo mucho donde elegir. Como compensación, hay naranjos muy cerca, y todo el rato siento el olor del azahar. Paso la tarde en la playa y en el paseo marítimo, donde acabo de relatar mis aventuras del día apoyado en el pretil, a la luz de las farolas. Puede que mañana sea otro día. Desde La Unión: 205 kilómetros.

29 de abril Me levanto muy alegre y vuelvo al centro a buscar el taller de reparación. Resulta ser una tienda motera y no pueden arreglar mi avería. Me dicen que baje hasta el Puerto, que allí creen que sí. Pero hasta el Puerto hay casi 4 kilómetros, y eso significa regresar en dirección al camping. Para eso me voy a Denia, de modo que me encamino a la carretera. Jávea se halla en una llanura fértil con sierras por ambos lados. Ayer subí una, y hoy toca la otra, quizá más corta pero con pendientes más duras. La historia se repite: toca un tramo andando para proteger la vacilante rueda. Cuando llego arriba llaneo un rato y luego empieza una vertiginosa bajada. Grises nubes cubren el cielo y la cima del Montgó, que cae a mi izquierda. Las curvas son tan

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cerradas que en una casi me voy contra un coche que aparece de improviso. Finalmente llego a Denia. En esta ciudad estuvo trabajando Alberto en la construcción antes de decidir que lo suyo eran la tierra y los olivos, de manera que en alguno de estos edificios habrá ladrillos puestos por su mano. En otras ocasión me contó que se vinieron él y un amigo alemán desde Vilches hasta aquí para coger el barco a Formentera, que es donde vivían los padres de él (del alemán), y que hubo un día en que pedalearon 140 kilómetros. Lo primero que hago es buscar un taller de reparación. Me indican uno que es bici-moto al cincuenta por ciento aproximadamente. Doy con él, refiero mi problema y el chaval responde que tengo que dejar la bici, que vuelva por la tarde. Le explico que voy de viaje. Al principio se hace el remolón, pero luego pregunta dentro y me dice que esté aquí en una hora. De manera que aprovecho para hacer la compra y leer el periódico. Recojo la bicicleta a las 13:30. A esas horas, ignorante de mí, no sospecho aún que hoy va a ser el Gran Día: Desde la mitad del viaje más o menos y conforme iba ganando resistencia deseaba hacer un día cien kilómetros -son contadas las veces en que he alcanzado, no ya superado, esa distancia-. Pero la oportunidad no se presentaba: o había muchas cuestas, o soplaba aire, o padecía algún problema físico, anímico, mecánico o gastronómico. Hoy, con la avería y la subida de por medio, no me había propuesto nada, y quizá por eso sucedió. Salgo de Denia por una pequeña carretera pegada a la costa. No sopla viento a favor ni en contra, y las montañas se han

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alejado hacia el interior, de modo que hasta Valencia ya es todo llanura costera. Como prueba de que dejamos atrás la sequedad de la tierra alicantina aparecen extensas plantaciones de naranjos. 15 kilómetros después de Denia hago una breve parada para comer. Sigo adelante pese a los avisos de carretera cortada, porque antes he visto pasar a unos ciclistas y no han vuelto. Efectivamente, en el límite provincial Valencia-Alicante la carretera se interrumpe bruscamente en un río, pero existe un puente peatonal que cruza al otro lado; me recuerda a cuando pasamos de Portugal a España por dos tablones, cerca de La Codosera. O con la bici al hombro, por el decrépito puente de madera sobre el río Sever, adonde nos guió aquel anciano pastor portugués que apareció milagrosamente, a punto ya de oscurecer. Según el mapa debería incorporarme de nuevo a la temida nacional, pero me hallo en zona de parcelas agrícolas, y soy capaz de evitarla por caminos rurales asfaltados; no en vano he pedaleado durante nueve largos años por las pistas de regadío de las Vegas Altas del Guadiana, de modo que sólo la toco 8 kilómetros después, para cruzar la localidad de Oliva. Aquí pasé un apuro de tráfico del que por primera vez me reconozco causante: me puse a adelantar por la izquierda a dos camiones parados en un semáforo, con tan mala pata que cambió a verde cuando apenas había sobrepasado al primero. Tuve que acelerar a toda prisa y meterme entre ellos para pegarme de nuevo a la acera, al tiempo que hacía gestos de disculpa al conductor quien, para mi sorpresa, ni siquiera me pitó. Al salir de Oliva me dirijo hacia la costa buscando carreteras secundarias. Cuál no sería mi sorpresa cuando

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encuentro un cartel que dice: Carril bici Oliva-Valencia. Me froto los ojos temiendo sea un espejismo. ¿De verdad podré llegar a Valencia por aquí? En un instante me hallo entre naranjos, fuera de la turbamulta de coches, pedaleando por una antigua línea de tren revestida de asfalto carretero. Aunque, como en la Ruta de la Jara, algunos agricultores irrumpen con sus coches para acceder a los naranjales. De tan recta y tan llana, la vía verde parece trazada con tiralíneas. Al cabo de 8 kilómetros estoy en las proximidades de Gandía. Si es verdad, como decía el cartel, que va hasta Valencia, tendrá que atravesar el pueblo de alguna manera. Intento imaginarme qué tipo de solución urbanística habrán dado a la integración del carril bici en un entorno de coches y peatones. Cuando entro en Gandía la respuesta es evidente: ninguna; el carril desaparece en la primera calle. Trato de seguir hacia el Norte por si hubiera trazas y lo pudiese recuperar, pero nada de nada. Cuando llego a las afueras me doy por vencido y voy de nuevo hacia la costa. Paro a comprar bombones y bebida isotónica. Pese a la decepción, me siento fuerte y voy a dar caña. Sigo el carril bici del paseo marítimo hasta que se terminan ambos; luego carretera secundaria que te crió, y de nuevo camino asfaltado o asfaltado a medias entre naranjos y chalets. La playa va paralela a mí unos cientos de metros a la derecha, y entre los árboles aparecen de vez en cuando torres de apartamentos. Me gustaría acercarme más al mar, pero no me fío de que las urbanizaciones estén comunicadas entre sí. Avanzo muy rápidamente. Es una gran euforia física y anímica la que siento, y cuando quiero darme cuenta ya

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estoy a la entrada de Cullera; desde esta mañana llevo recorridos 75 kilómetros. Aunque parase aquí ya sería la tercera mejor etapa del viaje, pero aún puedo continuar. Si según todos los pronósticos termino en Valencia, no tendré más oportunidades de hacer cien kilómetros seguidos. En Cullera desemboca el río Júcar, nombre árabe que significa El Destructor. Las dos orillas del río sirven de muelle fluvial a multitud de embarcaciones, y recuerdan mucho a los canales de Amsterdam. Paro en una tienda a comprar agua y frutos secos salados. El dependiente es muy simpático. Me explica que en toda la costa de Valencia predomina el turismo madrileño, y como tienen puente por ser el día dos fiesta en Madrid, para mañana esperan una auténtica avalancha. Me proporciona todo tipo de indicaciones respecto a los campings que hay por delante y me explica por dónde tengo que ir para coger la carretera de El Saler. Me despido y le doy las gracias. Lo primero que toca es subir hasta el faro. Cuando oí la palabra subida palidecí. Sin embargo ahora compruebo que en realidad es muy pequeña, casi de juguete, nada para un aguerrido cicloturista a punto de cumplir mil quinientos kilómetros sobre su corcel. Luego bordeo el pequeño cabo hasta que, con el sol ya reclamado por el horizonte, diviso la larguísima línea de playas arenosas que se pierde hacia el Norte. Pido a unas paseantes que me tiren la penúltima foto: mi bici y yo con las olas de fondo (detrás tengo un pretil hecho de barras metálicas; viendo la foto alguien me dirá después que parece que voy en barco.) Un desvío por obras me obliga a dar un poco de vuelta, hasta que engancho con el Camino Vecinal 502, nombre técnico de la carretera a Valencia por El Saler. El ritmo que llevo es muy bueno. Atravieso pequeñas poblaciones

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denominadas marenys (de Sant Llorenç, de Vilxes, de Barraquetes), que debe de significar algo así como marismas, pues el tipo de terreno que atravieso ahora es pantanoso. Paso Les Palmeres y El Perelló. A la salida de éste tiro la última foto del viaje: este puente cruza uno de los canales que comunican La Albufera con el mar, denominados golas -gargantas-. El sol está a punto de ponerse tras un horizonte de nubes. Ante mí y en una isleta hay una casa, que sé saldrá a contraluz. Tengo también esperanza de que el dorado del atardecer se refleje en las aguas, en fuerte contraste con la sombra de las orillas. Camino arriba y abajo del puente hasta que encuentro el ángulo apropiado y disparo. Para evitar chascos, a quien empuña una cámara analógica siempre debe quedarle un sano margen para la duda, pero en cuanto revele el carrete confirmaré mi actual intuición: acabo de hacer la mejor foto de todo el viaje. El sol se ha puesto y todavía no llevo cien kilómetros. Cruzo El Perellonet y entro en el Espacio Protegido de La Albufera. La vegetación a ambos lados de la carretera se hace tan verde y variada que cuesta trabajo pensar que está uno junto al Mediterráneo. Progresivamente reduzco piñones y aumento la cadencia de pedaleo. Podría hacer cincuenta kilómetros más. Me siento muy fuerte, y soy tremendamente feliz.

El viaje acabará, efectivamente, mañana. Ahora podría hablar de la acampada en la playa con las estrellas por techo, de la llegada al día siguiente a Valencia entre un tráfico pavoroso, o de la obligada visita a Urgencias por

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una inflamación y un fortísimo dolor en el sacro. Podría hablar, en fin, del reencuentro con Isabel, compañera brigadista en Cuba, tras ocho años sin vernos, y de los dos días del viaje de regreso en trenes regionales, con los 30 kilómetros de atroz pelea contra el viento -pinchazo incluido-, entre Toledo y Torrijos. O del duro post regreso y la lucha por recuperar la vida de todos los días. Pero todo eso sería muy triste: Esta historia prefiere terminar aquí, entre La Albufera y el mar, donde todo es aún posible, con el ciclista corriendo hacia su propio destino envuelto en las últimas luces. Es mejor así, y así será.

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Cifras y letras

Fecha de realización: Del 23 de marzo al 3 de mayo de 2002 Días empleados: 42, contando la estancia en Valencia y el viaje de regreso. Días de pedaleo: 28 Provincias recorridas: Toledo, Ciudad Real, Jaén, Córdoba, Granada, Málaga, Almería, Murcia, Alicante y Valencia. Kilómetros recorridos: algo más de 1.500. Superan en más de cien a la suma de las cuatro etapas debido a los hechos fuera de ruta, paseos, pedaleo por ciudades, etc. Ámbitos: Todos: autovías, carreteras nacionales, autonómicas, secundarias y vecinales; caminos y caminos de cabras, centro de ciudades, periferia de ciudades, paseos marítimos, zonas agrícolas, zonas industriales, playas. Vías verdes y carriles bici. Puertos de montaña. Zonas turísticas y de chaleteo, puertos de mar y espigones. Parques naturales. Alojamiento: En hostales 10 noches. En campings 11 noches. En casas de amigos 12 noches. Por libre 9 noches. Dinero invertido: unos 1.000 euros. Aquí se incluyen todos los gastos: viajes en tren, alimentación, alojamiento, teléfono, libros, mapas, reparación de la bicicleta, com- 195 -


pra de una tienda de campaña y unas alforjas, así como la adquisición y revelado de cinco carretes de fotos. Peso transportado: aparte de la bici y mi persona, 2025 kg. repartidos entre las alforjas, saco de dormir y tienda de campaña. No se notaba apenas en los llanos, pero muy mucho en las subidas. Me atormentaba tanto este tema que llegué a deshacerme de una camiseta, un par de calcetines y un segundo par de zapatillas, todo en perfecto estado. La verdad es que lo lamento, aunque ello no quiere decir que me arrepienta. Incidencias del viaje El tiempo: fue caluroso durante los primeros cinco días. Durante la segunda etapa, Vilches-Málaga, llovió de forma copiosa, y continuamente sopló viento del Sur que dificultó notablemente el viaje. Desde Nerja (Málaga) hasta Valencia no me llovió ningún día, pero tuve que soportar fuertes vientos de Levante. El relieve: bastante accidentado en general. Los primeros días se cruzan los Montes de Toledo. Es casi llano entre Ciudad Real y Despeñaperros. Suaves ondulaciones entre Vilches y Jaén. A partir de aquí se entra en la Subbética y a lo largo de 200 kilómetros el relieve se vuelve de lo más montañoso, hasta entrar en provincia de Málaga. Desde Málaga a Nerja otra vez es llano, pero luego no se dejan de subir y bajar puertos (¡a la orilla del mar!) durante 450 kilómetros hasta Cartagena. No hay montañas en los 140 kilómetros que median entre Cartagena y Alicante. Hay de nuevo diversión durante 90 kilómetros, hasta Denia, y desde allí a Valencia son 100 kilómetros de plácido pedaleo.

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2003

OLOR DE MAR: DE TARIFA A BARBATE


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Hay un chiste que cuenta la historia de aquel alemán tan gordo que visita Sevilla y quiere montar en calesa. Por desgracia para él, la que elige va tirada por un caballo viejo, enfermo y esquelético. El cochero, al ver lo que se le viene encima, se echa a temblar: Mare de mi arma, éste me revienta er cabayo. Así que decide dar una vuelta cortita, y ver la Giralda, el puente de Triana, la Torre del Oro. Al cabo de tres horas sólo han visitado la primera. El animal, despacísimo, arrastra la calesa con la lengua fuera. Su amo decide dar por terminado el recorrido y lleva al alemán donde lo recogió. -Son sien euros, zeñó. - ¿Sien euro? ¡Usted loco! Mucho caro. Mi querer verr tarrifa. Al cochero se le desorbitan los ojos: - ¡Calle, desgrasiao, que si le oye er cabayo me lo mata del susto!

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Como el alemán del cuento, nosotros también queríamos ver Tarifa. O mejor dicho, verla y comprenderla de la mejor forma posible: caminando. FICHA TÉCNICA Días del recorrido: del 10 al 13 de Agosto de 2003. Distancia: 50 kilómetros sobre el mapa; en la práctica, algunos más. Cartografía: Mapa Michelín escala 1:400.000. Material: 17 kilos de peso transportados entre dos personas. Incluía la comida, 5 litros de agua, ropa, sacos de dormir, esterillas y útiles diversos: mapa, crema solar, antimosquitos, cámara de fotos... DÍA 1 Tarifa, cinco de la tarde. Sopla un Levante de mil pares de narices que nos hace dudar si será posible vivaquear en la playa. Damos una vuelta por el pueblo mientras nos lo pensamos. Desde el puerto contemplamos las montañas de África, más cerca que lejos: a la luz del atardecer se puede, incluso, distinguir el destello del sol en los cristales de los automóviles que circulan por la carretera de la costa. El viento arrecia. No las tenemos todas consigo, pero aun así buscamos un aparcamiento discreto para el coche, cargamos los bártulos y echamos a andar. Junto a la playa hay un instituto de enseñanza secundaria. En la pared exterior se lee: IES Almadraba = prisión ¡Libertad!, escrito sin duda por adolescentes manos. No dudo de que la dirección del centro esté formada por capullos redomados,

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pero ya me hubiera gustado a mí impartir clases en una de esas aulas del segundo piso, con tremebundas vistas al mar. La playa de Tarifa es amplia y llana. Tenemos que caminar muy cerca del agua para evitar la arena que, a trallazos, nos fustiga las piernas. Al Este vemos los parques eólicos, que en estas sierras apenas si paran en todo el año. La nacional 340 circula muy próxima a la orilla y con bastante tráfico; no obstante, lo bueno de caminar junto al mar es que éste purifica y absorbe todos los ruidos. El primer tramo lo he hecho descalzo, pero la arena de la bajamar, demasiado dura, me causa daño en la planta del pie derecho, de modo que me pongo las sandalias. Empiezan a aparecer unas estructuras de hormigón: son búnkeres y casamatas destinados a defender y vigilar la playa. Sus achatadas siluetas nos acompañarán hasta el final de nuestro viaje: en esta zona debe de haber al menos veinte. Parecen de la última guerra civil, pero la cuestión es: ¿quién los construyó? A los republicanos, la verdad, no debió de darles tiempo, ya que los marroquíes de Franco desembarcaron aquí muy pronto. ¿Los hicieron los sublevados, temiendo un ataque enemigo por la espalda? ¿O acaso fue después, durante la guerra mundial, cuando España estuvo a punto de entrar en el conflicto, en previsión de un ataque anglonorteamericano? Me quedo con la duda. Cae el sol y el viento amaina. Instalamos nuestro campamento en la arena, a salvo de la marea y junto a una de las moles de hormigón. Aquí la tierra ha cedido terreno al mar, y la estructura se halla vencida hacia delante. El lugar es tranquilo, y sin embargo no dormimos mucho: pese a que con la luna llena no hay excesiva activi-

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dad de pateras, existe el riesgo de que pase por aquí la Guardia Civil y nos pegue un susto, linternas, a ver, documentación, mientras se averigua si somos españolitos o inmigrantes disfrazados de campistas. Para colmo, el viento vuelve a soplar de madrugada; el saco de mi compañera tiene una especie de gorro. No así el mío, por lo que me veo en la necesidad de cubrirme la cabeza con una camiseta para librarme de los latigazos de la arena. En los ratos de insomnio contemplo el mar, que rompe ahí a pocos metros, y el cielo estrellado. Al Sur y por encima de la calima se distingue un resplandor rojizo: son las luces de Tánger. Todo está en calma: quién diría que éste es uno de los tramos de costa más vigilados del mundo. No se ve a nadie, ni un barco, y sin embargo invisibles ojos electrónicos detectan el más ínfimo movimiento entre uno y otro lado del estrecho. Tanto es así que los diferentes contrabandos –de droga y de personas- eligen ahora rutas más tranquilas para operar. DÍA 2 Amanece por fin esta larga noche. Desayuno. Empieza a animarse la playa: gente haciendo footing e incluso el servicio de recogida de basuras: dos empleados del ayuntamiento o de la Junta que limpian la playa y que se acercan a preguntarme si tenemos algo que tirar. Les doy nuestra bolsa de desperdicios. Reanudamos camino. A los dos kilómetros llegamos a la ensenada de Valdevaqueros. Este lugar es punto de cita para practicantes de windsurf de toda Europa, y también de esa modalidad que se está poniendo de moda en los últimos tiempos: el kite, consistente en una tabla más pequeña que las de surf y una cometa con envergadura sufi-

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ciente para mover a una persona a gran velocidad por la superficie del agua e incluso permitirle todo tipo de acrobacias y piruetas. Nos hemos quedado sin agua. Preguntamos dónde conseguirla, y nos envían a un bar en la carretera. De camino encontramos un camping de bungalows, desierto a esa hora. Encontramos una fuente. Pruebo el agua: al menos está clorada. De vuelta a la playa nos encontramos de nuevo con el señor que nos indicó. Cuando le explico de dónde la hemos cogido, arruga la cara y dice que ésa no es muy buena. Depende de la sed que se tenga, pienso para mis adentros. En el fondo de la ensenada hay una gran duna de fina arena. La bordeamos por su parte baja. Hasta aquí el recorrido ha sido llano y agradable, pero a partir de Punta Paloma empiezan las dificultades, pues aparecen rocas y se alternan las pequeñas calas con tramos de acantilado que rodeamos por su parte inferior aprovechando la marea baja, aunque en otras ocasiones no queda más remedio que hacerlo por arriba. Esta costa pedregosa no se limpia nunca, y por eso se halla cubierta de todo tipo de objetos que el ser humano arroja al mar y que el mar, con su lógica aplastante, devuelve siempre. Me llama la atención un abrigo. Es oscuro, de hombre, y tiene una hechura como muy antigua, de un tipo que hace mucho no se fabrica en España. Encontramos asimismo restos de lanchas neumáticas aplastados y destrozados entre las rocas, y hasta una embarcación de madera con su nombre árabe en la proa, varada en la playa. Y es que éste sitio es ideal para un desembarco clandestino: deshabitado, sin carreteras cerca de la costa y con densos pinares donde es fácil ocultarse. Precisamente es

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su aislamiento el que hace que grupos de jóvenes, nudistas en su mayoría, vivan aquí largas temporadas, llevando un tipo de vida que recuerda mucho al de nuestros antepasados prehistóricos. En el fondo buscan lo mismo que nosotros: contacto con la naturaleza, provisionalmente lejos de la bendición y el infierno de nuestras sociedades modernas. Es mediodía. Para evitar los rayos implacables del sol, nos internamos en el pinar, donde comemos y recuperamos alguna de las perdidas horas de sueño. A eso de las cinco reanudamos la marcha y llegamos a la playa de Bolonia, siete kilómetros de lengua de arena. Hay un primer tramo donde está autorizado el nudismo –aunque no prohibido el vestidismo, como ocurre a la inversa en el resto de la playa-. Éste es quizá el punto más atractivo de todo el viaje: aquí se hallan las ruinas de la ciudad romana de Baelo Claudia, que debió de ser enorme a juzgar por el tamaño del recinto arqueológico. Desde la orilla del mar es visible el teatro, de grandes dimensiones, y las columnas de un templo. Más adelante hay una duna de más de cien metros de altura –mayor que la de Valdevaquerosque el belicoso viento de Levante empuja contra los pinos, los cuales se va tragando poco a poco. La ensenada de Bolonia remata en un abrupto cabo. Sabiendo las dificultades que acarrea caminar por este tipo de terreno, pensamos que quizá subiendo la duna y cruzando los pinares podríamos evitarlo y salir a la playa en las inmediaciones de Atlanterra, pero no contábamos con el imprevisto que -como todos los imprevistos-, nos aguó la fiesta. Tras escalar la duna y caminar un rato entre los pinos, salimos a una carretera y continuamos por ella buscando la costa. En esto que llegan por detrás dos vehícu-

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los y se detienen a nuestra altura. El primero de ellos, un deportivo rojo, lo conduce un tipo con gafas de sol y actitud un poco chuleta. A su lado va una mujer. Nos dice que estamos en zona militar y que debemos salir enseguida. Manifestamos nuestra sorpresa, ya que no hemos advertido cartel o valla alguna que lo indique. Le explico al presunto militar que caminamos desde Tarifa siguiendo la costa. Debe de ser capitán por lo menos, porque se ve que no está acostumbrado a que le discutan. Detrás de sus palabras hay un gesto algo así como Si fueras soldado te ibas tú a enterar. Insiste en que por esa carretera sólo se va al cuartel, y que hagamos el favor de darnos la vuelta. Indago entonces si no podemos bajar hasta la costa y seguir por allí; responde que no, que también está vallada. Le pregunto que qué alternativa nos queda, y me dice tan campante que la carretera que da la vuelta al monte. Esto es, la nacional, treinta y cinco kilómetros de rodeo y por asfalto. Menuda solución. Estamos indecisos, pero ellos no se marchan hasta que retrocedemos. Como sabemos que en España las costas son de dominio público y no se pueden vallar, en cuanto no nos ven enfilamos hacia el mar. Ahora sí salimos de una alambrada con carteles explicativo-prohibitivos y continuamos paralelos a ella durante un rato. Hasta que, tal como se nos vaticinó, topamos con una doble valla de espino, de ésas como las de la guerra, que cruza perpendicular a nosotros y con un cartel bien explícito ZONA MILITAR. PROHIBIDO EL PASO. Nos quedamos planchados: ¿es éste un final digno para este viaje? No me resigno a que se termine aquí: como la marea está baja, hay una posibilidad, aunque difícil, de rodear la valla –al fin y al cabo, el tramo prohibido no puede tener más de dos kiló-

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metros-, pero mi compañera me disuade. La verdad, no nos seduce la posibilidad de pasar la noche en el cuartelillo. Así que desandamos camino. Entonces pasa un jeep por la carretera de arriba. Se detiene y bajan dos militares, estos sí vestidos de camuflaje, y vienen en dirección a nosotros. Como estamos fuera de la zona prohibida, seguimos andando, hasta que con estupor me doy cuenta de que nos están dando el alto a voces. Siento que se me dispara la adrenalina, y por si acaso nos paramos. En el rato que tardan en llegar hasta nosotros, les observo. Por suerte no parecen portar armas. Son un cabo y un soldado raso, y se detienen al otro lado de la valla. El que está al mando dice que nos hallamos en zona militar, pero con tan malos modos que parece que la alternativa consiste en desintegrarse y desaparecer de allí. Les hago ver lo evidente, que nosotros estamos fuera de la valla, pero no hay manera: el soldado raso nos recita, con aire de colegial la lección aprendida de que la zona militar abarca doscientos metros mar adentro. Como en nuestro currículo no figura instrucción castrense alguna, se nos escapa la sutileza de una prohibición que abarca al otro lado de dicha prohibición, por lo que nos hallamos en franca desventaja. Se me ocurre preguntarles si el ámbito –y la cualidad- de lo militar abarca también doscientos metros bajo tierra y hacia arriba, pero desisto porque comprendo que es inútil discutir. Por el contrario, mi compañera se encrespa un poco y les dice que hasta allí no hemos visto señales, y que en el mapa que manejamos tampoco aparece indicación ninguna de que allí hay una instalación militar como se ve, por ejemplo, en Rota. El comentario se revela afortunado, pues responden que los

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americanos tienen más dinero que ellos, y la alusión al extranjero refuerza los lazos patrios y suaviza los ánimos. Al final hasta nos despedimos amablemente y todo. Para evitar nuevos encuentros con guerreros celosos de su territorio, evitamos volver a la carretera y desandamos camino por el borde del acantilado, siguiendo un estrecho sendero que a veces acaba en el vacío. Cerca de una cala rocosa encontramos un montón de ropa: es indumentaria occidental en muy buen estado –desde luego, nadie la ha tirado porque estuviera vieja-. Conjeturo cómo ha podido llegar hasta allí: el frío de la noche, el arribo a la costa, el agua a la cintura para alcanzar la orilla. Una bolsa impermeable, de ropa seca, para evitar la hipotermia o para disimular mejor ante la Guardia Civil. Está oscureciendo cuando llegamos otra vez a la ensenada de Bolonia. Siento una tristeza infinita: el mítico viaje por la costa, abortado al segundo día por la apropiación de un patrimonio que es de todos. Cenamos en un restaurante para consolarnos. Luego, ya noche cerrada, buscamos el abrigo de los pinares. Un pinar es un sitio ideal para pasar la noche: el suelo sigue siendo dunar, pero la capa de agujas de pino impide el contacto con la arena que en la playa se te mete en la comida, entre la ropa, en el pelo. Las copas de los árboles, además, atenúan el relente de la madrugada. No bien estamos ya instalados cuando empiezan a oírse ruidos extraños. Ante mí, al trasluz de la luna, veo los troncos de los pinos y de repente, de uno de ellos parece bajar una forma alargada. Siento un movimiento de pánico: Cielos, culebras no. Pero encendemos el frontal y al otro lado del tronco brillan unos ojos que nos observan, y se distinguen vagamente unas orejas. Alivio: es una jineta. Después comprobamos que no es sólo una, sino varias –algu- 207 -


nas crías- rondando curiosas. Las había visto muchas veces en fotos y documentales, pero es la primera vez que me las encuentro en vivo y en directo. Está bien saber de la compañía, porque a las dos de la mañana nos acaece un sobresaltado despertar: los agudos chillidos de un animal pequeño. Luego, silencio. La jineta ha encontrado su cena. DÍA 3 Nos despertamos tarde, no sólo porque nos hallamos bajo el pinar, sino porque ha amanecido nublado. Volvemos al pueblo en busca de agua y provisiones. Hemos estudiado la sierra en busca de algún resquicio entre la cumbre y la zona prohibida –la sierra de la Plata es una muralla de 459 metros: no es cuestión de cruzarla campo a través y con chanclas. Al final pregunto a unos lugareños y sí, efectivamente, me confirman que hay un sendero que da un rodeo y lleva hasta el faro sin abandonar el territorio civil. Para llegar hasta él caminamos cuatro kilómetros por una carretera asfaltada que primero rodea el recinto arqueológico y luego se encarama a lo alto de la sierra, donde también hay –esto ya es obsesión- un puesto militar. Después del viaje he visto, en una fotografía aérea de la costa, que el camino hasta el faro aparece bien marcado. Pero el miedo a las incómodas preguntas de los militares hizo que nos metiéramos por el primero que vimos, y que discurría incierto entre la vegetación. Tuvimos que orientarnos por intuición. Pero, igual que Felipe II, no veníamos preparados para esto: las chanclas y el pantalón corto se cobraron su factura en carne al caminar entre maleza y espinos.

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A estas alturas de la mañana las nubes han despejado y el sol aprieta. Avistamos el mar, el faro y una playa con poca gente. Como a uno de los militares le oímos hablar el día anterior de su playa, empezamos a rodearla procurando ocultarnos, no fuera que algún milico en bañador nos diese de nuevo el alto, con lo que nos había costado llegar hasta aquí. Ya cerca del faro comprobamos cómo desde esa dirección venía gente hacia la playa, y eso nos tranquilizó: si entraban civiles, es que aquella zona no era tan militar como pretendían algunos. Y, efectivamente, en dos lugares distintos había alambradas para impedir el paso, y en los dos sitios habían sido arrancadas, y borrados los carteles, lo que deja a las claras la existencia de un contencioso a propósito de la citada playa. Este episodio nos desquitó en parte del agravio de la tarde anterior. Junto al faro, a bastante altura sobre el mar, hay otro búnker, éste de tres plantas y utilizado hasta épocas más recientes. Al otro lado, una nueva playa rodeada de grandes chalets que ascienden por las laderas: el paisaje natural y humano recuerda a las colonias de alemanes instaladas en la costa alicantina. Tras la comida y la siesta, iniciamos el descenso por un empinadísimo sendero. Luego cruzamos la playa, de arena más gruesa que la de Bolonia y batida por fuerte oleaje. Al final, el Cabo de Gracia: el camino por las rocas parece azaroso, de modo que lo franqueamos por carretera. La playa que se abre ante nosotros es la última de nuestro recorrido: una ancha flecha de catorce kilómetros que termina a las puertas mismas de Barbate. El primer tramo pasa por delante de Atlanterra, cúmulo de urbanizaciones de nueva creación –apenas existía cuando estuvimos por

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aquí hace unos años-. La marea está alta y la arena de la orilla, de tan batida, no resulta apropiada para caminar. Decidimos calzarnos y movernos más hacia el interior, a medio camino entre el agua y los bloques de apartamentos. Es curioso cómo se van acostumbrado los pies: hace sólo cuarenta y ocho horas me dolían al caminar por arena dura, y ahora en cambio es la arena blanda lo que me daña, pues llevo bastante castigados los músculos de los gemelos. Tras pasar Atlanterra viene un trozo sin edificar –todavía- y después llegamos a Zahara de los Atunes. Esta zona ha sido famosa desde antiguo por las almadrabas, o establecimientos para la pesca del atún. Las más antiguas datan de tiempos de los fenicios, y los romanos se pirraban por una salsa que se elaboraba con las vísceras del pez, denominada garum. El pueblo ya lo conocemos, pero efectuamos una parada técnica para comprar agua y provisiones. Estamos bastante cansados, y hay que buscar un sitio para dormir. Desgraciadamente, en esta zona no hay pinares, de modo que no queda otra que la playa. Buscamos de nuevo la protección de un búnker; cuando me adentro por los pasadizos para comprobar su habitabilidad, mi compañera ve salir alguna rata. Renunciamos y dormimos fuera (al día siguiente nos daremos cuenta de que tenemos todo el cuerpo acribillado a picotazos: como éstos no se limitan a las partes descubiertas, sospechamos que las ratas han convertido el búnker en un nido de pulgas. Sus efectos –y la agonía de no poder rascarse- persistirán durante varios días.)

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Con la tarde el cielo se ha nublado de nuevo, pero por suerte hoy apenas sopla viento. Dormimos algo más relajados que la primera noche, aunque uno no puede evitar despertarse a cada par de horas y echar un vistazo para comprobar que todo está en orden. DÍA 4 Amanece encapotado. La marea está baja, y aprovechamos esta circunstancia para caminar rápidamente. La playa sigue siendo de arena, y ya cerca del final rocosa. De nuevo hay tramos donde es posible el paso sólo en la bajamar. A lo lejos distinguimos unos bultos que el oleaje ha depositado en la orilla: más cerca nos damos cuenta de que son los cadáveres de dos tortugas marinas, una de ellas enorme. La intuición me dice que el ser humano está detrás de estas muertes. ¿Qué han sido, anzuelos de palangre, las hélices de un barco, vertidos tóxicos? Seguimos caminando con el corazón encogido, sintiendo tras nosotros la infinita soledad de aquellos cuerpos inmóviles en la tersura triste de la arena. Algo después llegamos junto a un dique que marca el desaguadero natural de las marismas de Barbate. Al otro lado de la ría se halla el pueblo, blanco y cúbico. No es posible vadear por aquí, al menos con peso, de modo que tenemos que caminar hasta la carretera y cruzar por el puente. La verdad es que a mí me hubiera gustado continuar un día más, al menos hasta Conil, pero el estado físico de mi compañera dice bien a las claras que el viaje, de momento, ha terminado. Es una pena porque, si de mí dependiera, en estos momentos continuaría caminando mientras tuviera fuerzas o quedara tierra.

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De modo que nos dirigimos a la estación de autobuses para buscar uno que nos devuelva a Tarifa, origen de nuestro itinerario y final de muchos sueños. No han sido ni cuatro días de caminata. Me he cansado y he tenido problemas, es cierto, pero vuelvo a casa distinto, empapado de sensaciones, de olor de mar, y con la certeza más absoluta de que lo que proporciona el caminar no lo da ningún otro tipo de viaje.

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CAMINO DEL INCA


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A Álvaro y a Melisa, que nos mostraron su país desde el camino del corazón

Viajar se está poniendo cada día más difícil, porque cada vez hay más gente haciendo turismo. Esta cruel paradoja vuelve arduo escapar de la trivialidad. ¿Y qué es ser trivial? Pues, a mi entender, hacerse exóticas fotos junto a niños pobres; comportarse como si el país no fuera más que el decorado para nuestro ego o un gigantesco hiper de artesanía; no querer ver más allá de los circuitos programados que adocenan y empobrecen la experiencia y, en último extremo, destruyen aquello que tocan. Entendámonos: para mí viajar es como los idiomas: si voy a Londres a soltarme con el inglés y me rodeo de españoles, ¿qué carajo voy a aprender? Cuando visito un país que no es el mío lo que busco es la inmersión en su cultura, no hallarme en perpetuo contacto con turistaníes. Personalmente, contra el síndrome del parque temático sólo conozco dos recetas, en cierto modo complementarias: alejarse de las zonas más frecuentadas y/o pegarse al terreno caminando.

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Yo viajé pues a Perú para hacer el Camino del Inca. Cierto que es ya mucha gente la que lo recorre, pero si tenía la suerte de visitar uno de los lugares más famosos del mundo, mucha mayor felicidad sería si llegaba a pie. Éste es el motivo por el que, un 30 de Julio del año 2003, nos hallamos en una furgoneta que traquetea por el pésimo camino que bordea el río Urubamba y que cruza una y otra vez la vía férrea, con una frecuencia que me parece en exceso tentadora de la suerte. Y es que sólo hay dos opciones: camino o tren. Junto a las majestuosas ruinas de Ollantaytambo se terminó la carretera, y ahora pasamos junto a viviendas de aspecto muy pobre, con niños desgreñados y sucios que nos contemplan absortos desde las puertas. Son los mismos que he visto por todo Perú. Podrían dar sensación de tristeza, y sin embargo conservan algo que los pequeños pierden muy pronto en los países ricos: la ternura de la inocencia, el absoluto asombro ante el mundo. Siempre que veo niños de países pobres pienso en lo gratificante que sería dar clase para ellos. El Camino Inca es un rosario de impronunciables nombres quechuas. El primero de todos, Piskak´uchu, conocido también como el kilómetro 82 –contados desde Cusco, por la vía férrea-. Allí empezaremos a caminar. Entretanto, arrullado por el bamboleo del vehículo, desfilan ante mis ojos las imágenes de días pasados: Arequipa y los seis mil metros del Misti, el Cañón del Colca con sus cóndores, la noche que dormimos en una habitación de adobe en la comunidad india de Llachón, con el lago Titicaca de fondo. Cusco, con sus increíbles muros incas. Y, cómo no, el mal de altura.

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EL MAL DE ALTURA El principal enemigo de quien visita Perú –y también de los limeños, cuando suben a la cordillera- es la escasez de oxígeno. O, mejor dicho, la falta de hábito, pues los oriundos no tienen ningún problema. En su versión leve, el soroche produce dificultad para pensar y respirar, migrañas, mareo, debilidad... En su versión grave, aunque no frecuente, acarrea funestas consecuencias que automáticamente te liberan de la lista de problemas anteriores. Por suerte para nosotros, cuando comenzamos el Camino del Inca llevábamos ya diez días en Perú; el episodio más truculento lo pasamos en Chivay, valle del Colca. Ese día habíamos superado con el autobús un puerto de 4.800 metros de altura. En Chivay bajamos a 3.600, y todo fue bien hasta después de la comida: la sangre, que sin duda debía trabajar como loca para aportar oxígeno al cerebro, tuvo que descuidarlo un poco para hacer la digestión, y entonces empezaron los dolores de cabeza. Agudos, agudísimos, como la peor resaca que hayamos tenido ocasión de disfrutar. Estuvimos, mi pareja y yo, metidos en la cama por espacio de doce horas, hasta que por la mañana vino a buscarnos el guía. Ése fue nuestro bautizo de fuego porque en los días siguientes, salvo ocasionales cefaleas y algún que otro sofoco, los síntomas fueron mucho más suaves. Por fin ponemos pie en tierra. Nada más hacerlo nos asaltan un montón de vendedoras. ¿Queremos un bastón? ¿Un sombrero? ¿Un impermeable, agua? Santo cielo, yo pensé que la cosa sólo iba con los turistas de monumento

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y autobús. Al final adquirimos una capa de agua por tres soles. Tras desayunar, se hacen las presentaciones. Justo es que las hagamos nosotros también aquí. El staff es como sigue: La agencia se llama Q´ente, que en quechua significa colibrí, y está especializada en viajes de aventura. La guía es Melisa, que habla castellano, inglés y quechua. En los dos últimos años ha recorrido el Camino del Inca unas cien veces (no presume de ello, es que se lo preguntamos nosotros.) Los porteadores son diez, hombres y chicos jóvenes. Retengo los nombres de Goyo, que es el cocinero, y los de Florencio, Miguel y Wachi, que no es un nombre quechua, como yo creía, sino la abreviatura de ¡Washington! Al igual que en España, aquí también están de moda los nombres anglosajones, sólo que tratándose de indios peruanos el contraste es aun más chocante. Los porteados somos siete: Walter y Rotger: Dos holandeses como torres. Son jóvenes y por tanto vehementes, enseguida se les ve la intención de que van a tirar como fieras. Alex: Vive en Los Ángeles, y trabaja como freelance en el mundo de la publicidad. Russ: Es de Carolina del Norte. Durante seis años sirvió en los marines. Después se salió y se hizo misionero (?!). De los cuatro es el que más se esfuerza con el español. Jose: También misionero, pertenece a la misma iglesia que Russ, aunque no nos dijeron cuál. Es peruano de la zona de Iquitos, y vive en Lima. No ha hecho montañismo en su vida; esta circunstancia, unida a la enorme mochila

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que transporta, me hace augurarle desde el principio terribles momentos, aunque me guardo mucho de decírselo. Juanma y Bego: O sea, nosotros. Dos extremeños que se pasan el viaje haciendo patria. Cuando los naturales del país preguntan, les decimos que somos españoles. Algunos quieren más detalles y, como lo de Extremadura les suena a chino, les espetamos aquello de donde nació Francisco Pizarro. Las reacciones son entonces variadas y de lo más curioso, pero en general nos queda claro que los peruanos no son gente rencorosa. Como sabemos ya quién es quién, nos dirigimos a la taquilla para comenzar el

Primer día Has leído bien, amigo lector, porque para acceder al Camino del Inca hay que pagar entrada, como en el cine. Sólo que ésta es ligeramente más cara: cincuenta dólares, en los que van incluidos los veinte que cuesta la entrada al Machu Picchu. Gajes del oficio en un país que en buena parte vive del turismo. Tras inscribirnos y apoquinar, cruzamos el río Urubamba por un puente colgante y echamos a andar. Los primeros kilómetros son de agradable llaneo, y siguen el curso del río. Pasamos por pequeñas comunidades en las que es posible adquirir agua mineral y refrescos (como nos dijeron que trajésemos la necesaria para el primer día yo voy cargado, ay, con cuatro litros. Habrá que beber lo más deprisa que se pueda) Nos quedamos solos enseguida: la gente parece que tiene miedo de separarse del grupo. Con todo, ya le hemos

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advertido a Melisa que nosotros no venimos a una competición deportiva, sino a disfrutar del camino y del paisaje. Quienes también nos adelantan son nuestros porteadores, que pasan con sus enormes bultos… a la carrera. Con ese trotecillo corto que hemos visto aquí a la gente de las montañas, y calzados la mayoría con simples sandalias de cuero –nada de superbotas de montaña, como nosotros-, emulan a sus antepasados chasquis, capaces de recorrer ochenta kilómetros en un día por abruptos senderos de montaña. A los cinco kilómetros, senderistas y guía nos reagrupamos frente a las ruinas de Llactapata (o Patallacta, a elegir). Al parecer fue un tambo o punto de descanso en la ruta a Machu Picchu aunque, como casi todo lo relacionado con lo inca, no pase de ser mera hipótesis. Lo que mejor se aprecia son las culebreantes terrazas de cultivo o andenes, que se adaptan al terreno y que parecen esculpir todas y cada una de las montañas del Perú. A partir de aquí abandonamos el curso del Urubamba y remontamos por uno de sus afluentes, el Kusichaca, que en quechua significa pierna feliz. A los dos kilómetros más o menos llegamos a un pequeño claro en el que hay instalada una tienda de campaña. Para asombro nuestro nos dicen que es el comedor: los porteadores no sólo han tenido tiempo de instalarla, sino que la comida está ya casi a punto. Nos ponen, además, agua caliente y jabón para lavarnos las manos… En fin, excesivo. Tenemos amigos que, cuando supieron que íbamos a hacer el camino con porteadores, nos tildaron de coloniales. Imagino que en este caso la crítica progre es lo fácil; sin embargo, es posible que ignoren que quienes ejercen dicho oficio son campesinos con modestísimos ingresos y

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a veces enormes familias que mantener, y que el pago por acarrear bultos por senderos de montaña –cosa que, por otra parte, han hecho toda su vida- supone una ayuda nada desdeñable. Asimismo, invito a los detractores del neocolonialismo a que transiten durante un día entero por alturas que rondan los cuatro mil metros con toda la impedimenta, y que luego nos den su opinión sobre si los porteadores cumplen o no cumplen una función. Tras la comida, pequeña siesta e iniciamos el ascenso hasta nuestro primer campamento, apenas unos trescientos de desnivel. El sendero se adentra en zona de bosque, y en los claros nos volvemos para admirar la nítida cumbre del nevado Verónica, de 5.850 metros de altura. En un descanso sacamos nuestra coca, pero salvo la guía nadie acepta. Defendiéndose de esta inocente hoja, Occidente huye de sus propios fantasmas.

LA HOJA DE COCA Porque los occidentales tenemos una ecuación mental –hoja de coca = cocaína = narcotráfico = drogadicciónque nos hace considerar tabú a este humilde vegetal. Sin embargo, pese a su mala fama, no sé qué hubiéramos hecho sin ella, ya que es un excelente remedio –y creo que el único- contra el mal de altura, pues es estimulante y vasodilatadora. La planta que la produce tiene un hábitat muy específico, crece entre 500 y 1.500 metros de altura en la selva. Antiguamente era privilegio de la aristocracia inca; fueron los españoles, al constatar sus propiedades, quienes la democratizaron para que los trabajadores de minas y ha-

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ciendas rindieran más. A partir de entonces ha formado parte indisoluble de la cultura del hombre andino: como ellos dicen, la toman para las penas y para las alegrías, y para consultar el futuro, y para hacer ofrendas a la Pachamama -que así se dice en quechua a la madre tierra. La hoja de coca se puede tomar de dos formas: en infusión y mascada. La infusión se hace con la hoja a granel o en bolsitas, igual que nuestros civilizadísimos tés. (en el vestíbulo de los hoteles solía haber termos de agua caliente y un cestito de hojas, para los turistas en apuros.) También aprendimos a mascarla, aunque no es exactamente como un chicle: se toman varias hojas y se las dobla por la mitad. En el centro se pone un poquito de ceniza de quinoa, que es el catalizador que activa en alcaloide. Se coloca en el carrillo durante una media hora. Y todo lo que hay que hacer es chupar e ir girando la bola, sin morder. Lo normal es que se sienta un adormecimiento en la mejilla y la garganta, aunque no altera en absoluto la lucidez mental. Álvaro, nuestro guía en el Titicaca, nos contó que él sólo llevaba coca a las excursiones porque en las ciudades está mal visto el mascarla, ya que se considera cosa de indios. También nos explicó que para elaborar un kilogramo de cocaína es necesaria una tonelada de hoja de coca, además de un sinfín de procesos químicos, entre los que se cuenta la maceración en queroseno. Bien pensado, creo que nos quedamos con los productos naturales. Hacemos un pequeño desvío hacia la comunidad indígena de Wayllabamba. Allí, en un prado y como por arte de magia, ya están instaladas nuestras tiendas. Cae la tar-

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de en el empinado valle por el que hemos subido, y por el más empinado aún que nos queda para mañana. Lavado de manos, visita a las ruinas, a las cinco té con palomitas y a las siete cena. Con la noche llega el frío, aunque no es el que esperábamos a tres mil metros de altura en el invierno austral. No hay luna, y las estrellas se ven gruesas como ciruelas. Gira el firmamento, y un rato antes de irnos a dormir divisamos la Cruz del Sur.

Segundo día Perú se halla muy cerca del Ecuador; por eso en invierno las horas de luz son doce, y amanece a las seis de la mañana. Entonces nos despiertan con un mate de coca calentito, que tomamos sin salir del saco. ¡A mí, hoteles de cinco estrellas! Empezamos a caminar a las siete y media. Hoy nos aguarda una buena: en nueve kilómetros se asciende un total de 1.200 metros hasta Warmiwañusca, que significa El paso de la mujer muerta; obviamos las siniestras resonancias del nombre. Por suerte para mí, los cuatro litros de agua se han visto mermados a uno solo. Viendo sus aptitudes, Melisa les ha dado a los holandeses vía libre. See you y hasta luego. Es posible que ayer empezáramos el camino los últimos, el caso es que hoy nos encontramos con mucha gente, la mayoría ha dormido también cerca de Wayllabamba. Casi todos son jóvenes, aunque también hay gente mayor. Predominan los anglosajones, algunos son hispanoamericanos; muy pocos españoles y casi ningún peruano, como no sea Jose o los guías y porteadores.

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El valle se va haciendo angosto hasta convertirse en quebrada. Las zonas arboladas se agradecen, pues el sol – inti, en quechua- pega con fuerza. Lo más agotador, aparte de la altura, son los tramos de escalera, que desarbolan al más pintado. Por suerte me he traído los bastones telescópicos que compré el año pasado en los Alpes. Sudor, rostros de cansancio, movimientos tardos… Soy espectador y a la vez protagonista de este singular via crucis. Intento coordinar la respiración con el paso, pero es difícil y a cada rato me paro a recobrar resuello. Russ, Alex y Jose también se han marchado para arriba. Como de costumbre, Bego y yo somos los últimos, hasta que el peruano empieza a quedarse rezagado. Melisa va detrás, haciendo de escoba. Sube mucha, muchísima gente. Entre otras peculiaridades, el Camino del Inca es como una autovía al revés. Por el carril de la derecha van los vehículos ligeros, esto es, los turistas, resoplando como locomotoras, con poco o ningún equipaje. El carril de la izquierda hay que reservarlo para los vehículos pesados, esto es, los porteadores. Les dejamos hace un rato recogiendo el campamento, y ahora nos adelantan raudos llevándolo a cuestas. Hay tramos en que el sendero se estrecha demasiado o los turistas, de tan agotados, no se dan cuenta de que zizaguean. Entonces aquéllos, pacientemente, ralentizan su marcha hasta que encuentran un lugar para adelantar. En cuatro días no vi ni un roce, ni un solo empujón. Tras mucho sofoco, llegamos por fin a Llulluchapampa, una especie de meseta, que es el último lugar habitado del camino. Algunos grupos han montado aquí el comedor; me alegro de no ver el nuestro, sobre todo cuando descu-

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bro que nos quedan por subir setecientos metros De esto me entero por Melisa, que llega con Jose, ya un poco cascado. Bebemos, descansamos, orinamos, comemos, reímos y nos hacemos unas fotos. Jose acepta unas hojas de coca. Luego retomamos la subida. El hecho de pensar que me hallo a la misma altura que la cima del Mulhacén o las más altas de los Pirineos me hace tomar las cosas con calma. Escojo un paso relajadísimo y trato de acompasarlo desde el principio con la respiración. Es como ir a cámara lenta; a veces, cuando me siento sobrado, me viene la tentación de acelerar, pero me contengo. Con este ritmo necesito parar menos. Observo a otras personas que van más rápido; se ven obligadas a detenerse más veces y al final quedan atrás. Recuerdo especialmente a un oriental -a quien tomé por porteador de lo rápido que me adelantó en el primer capítulo de la subida. Ahora me lo encuentro, jadeante, casi a la vuelta de cada recodo. Aquí no hay árboles y el sudor corre a mares, aunque se empieza a notar el fresquillo de la altura. Sobre nuestras cabezas, cada vez más próxima, ondea la nieve. Melisa dice que es posible que esté nevando en el abra, que es como aquí llaman a los puertos de montaña. Hace rato que perdí la noción del tiempo. Cuando miro hacia atrás veo una hilera de hormigas culebreando por la empinada senda, y me acomete el vértigo. Debemos estar ya a cuatro mil metros; todo el mundo sube despacio, incluidos los porteadores, con quienes nos hermana la altura y el sufrimiento. Paso junto a algunos ya mayores, que descansan con la carga apoyada contra la ladera, y experimento por ellos una inmensa lástima. Un buen día ya no podrán subir más, o quien se encarga de contratarlos les

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dirá que no vuelvan. ¿Tendrán seguridad social los porteadores? Uno a uno, todos los pensamientos me abandonan. Camino, luego existo. Jose ha quedado muy atrás, y Bego me sigue los pasos. En una de las paradas conocemos a una pareja de Ourense. Ella lleva mate de coca en un frasco de cristal, y compartimos con ella nuestras hojas. Por fin, tras un recodo, aparece Warmiwañusca. Sería imposible calcular la distancia si no fuera por la numerosa gente que desde el borde contempla el abismo. Un esfuerzo más. Como en un sueño, subo los últimos peldaños de este gigantesco bloque de viviendas…Estoy arriba y oigo aplausos. Son los holandeses y los norteamericanos. ¿Se burlan? ¿Cuánto tiempo llevan aquí? No me importa lo uno ni lo otro: busco un sitio para soltar la mochila y enseguida me pongo la chompa (chaqueta), pues hace un frío que pela. Durante un buen rato, con los prismáticos, asistimos al calvario particular de Jose, a quien sigue acompañando Melisa: camina unos pasos, se para, sube otro poco, se apoya contra la roca… Lo curioso es que desde aquí, con el largavista, el sendero parece casi llano. Si no lo hubiera padecido uno en sus propias carnes… Melisa carga con una bombona de oxígeno porque la ley les obliga, pero dice que nunca se lo ha administrado a nadie porque puede ser peor el remedio que la enfermedad. Algo de razón debe de tener, porque al final nuestro amigo peruano llega arriba. Felicitaciones y fotos, aunque no esperamos mucho a iniciar el descenso de la otra vertiente, pues está entrando la niebla. El campamento de la comida lo han instalado un poco por debajo del abra. Pese a nuestra insistencia, Jose ape-

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nas prueba bocado. La sobremesa, además, es rápida, pues hace mucho frío. Continuamos la bajada. El paisaje es liquen y roca desnuda, y la niebla contribuye a hacerlo aun más espectral. De nuevo nos adelantan porteadores. Observo que algunos se ponen hierba seca entre el pie y la sandalia, para evitar rozaduras. Ellos y nosotros tenemos que bajar hasta Paqaymayu, lugar de dormida, a 3.600 metros de altitud. A medida que descendemos resulta evidente el cambio de clima: las montañas del fondo del valle se hallan cubiertas de un verde intenso, y las nubes, disgregadas en jirones, se enganchan en las laderas. Es la famosa selva de montaña, el inconfundible paisaje que rodea a Machu Picchu y que hemos visto en incontables fotos y documentales. Perú tiene tres tipos de selva: selva baja, hasta 500 metros; selva media, de 500 hasta 1.500; y selva de montaña o ceja de selva, que alcanza los 2.800 metros de altura. Para nosotros, oriundos de un país situado en la zona templada, pensar en selva a esa altura se nos antoja un disparate. Pero así es Perú. El Perú, como dicen aquí. Tras descender los seiscientos metros estipulados, llegamos por fin a Paqaymayu. El mapa de Russ dice que es the largest campsite of the route. Y es cierto, pues tenemos alguna dificultad en encontrar a nuestra gente: al parecer hay acampados dieciocho grupos, unas ciento ochenta personas. Turistas, se entiende: si contamos al personal de apoyo, yo calculo al menos cuatrocientas. Como el terreno no es nada llano, las tiendas están plantadas en andenes construidos a tal fin. Mientras esperamos la cena a la luz de las velas, Melisa nos enseña un juego de cartas llamado las cucharas,

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que parece la variante peruana del burro hispano. Con el entusiasmo, por poco pegamos fuego a la tienda. Hoy es la noche más fría, tal vez cero grados. Tercer día Amanece sobre un paisaje que nunca había visto, aunque haya soñado con él muchas veces. Comienzo a andar con un poco de aprensión, ya que si ayer fue el trayecto con más subida, hoy será el más largo: dieciséis kilómetros y tres puertos, aunque no tan gordos como Warmiwañusca. Nada más empezar tenemos el abra de Runkurakay. Todo el mundo sube echando leches. Me entretengo un instante en quitarme la ropa de abrigo y ya me he quedado aislado del grupo, aunque un poco después me los encuentro enfrascados en quehaceres semejantes y he aquí que, sin proponérmelo, del último paso a ser el primero. Subo los escalones muy despacio, con la técnica que perfeccioné ayer. Por el rabillo del ojo veo tras mí una enorme sombra: es Rotger. Trato de hacer hueco en el angosto sendero para que pase, pero para mi sorpresa continúa detrás hasta las ruinas de Runkurakay, a medio camino del puerto. Allí me vuelvo y veo su rostro sudoroso y desencajado. «Cansado de ayer», me dice. Y «Escaleras no me gustan». Toma, ni a mí. A partir de aquí el grupo se escindirá definitivamente en dos: por delante irán siempre los dos holandeses y Alex, que parecen tener mucha prisa por llegar a Machu Picchu. Detrás Russ, Jose, Bego y yo, aunque ocasionalmente nos separemos. Continuamos la subida hacia el segundo puerto, que tiene el mismo nombre que las ruinas y una altura de 3.870

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metros. Después se desciende un poco y llegamos a Sayacmarca, que al parecer era un templo dedicado a la Pachamama. Yo, que venía tan bien, comienzo a sentir una súbita debilidad. Melisa me explica que los indios peruanos tienen la creencia de que, en los sitios largo tiempo deshabitados, te puede agarrar el espíritu de la gente antigua que vivió allí. Me refiere unas cuantas supersticiones más, pero yo me quedo con ésa, que es la que en ese momento me afecta. Russ no ha oído la historia, pero tampoco se siente muy bien, y por primera vez pide coca para mascar. Desde Sayacmarca se divisa, en la otra ladera de la montaña, el lugar donde vamos a comer, pero las piernas me flaquean tanto que no sé si podré llegar. Le paso la mochila a Bego y reemprendemos camino. Hay tramos en los que el sendero se convierte en un túnel en medio de la vegetación. Sorprendentemente para mí, consigo llegar al punto de reunión del mediodía. No tengo ganas en absoluto de comer, pero Melisa insiste y yo me obligo. Jose se halla bastante recuperado de su hamacuco de ayer; A Russ se le ve demacrado. Yo en cambio me recupero como por arte de magia: no sé si ha tenido que ver la comida o si ha sido el alejarme de Sayacmarca. El caso es que, tras la sobremesa, pian pianito acometemos la subida del tercer puerto, Phuyupatamarca. Aunque vamos cuesta arriba, el camino se asemeja a un paseo si lo comparamos con la subida del segundo puerto y, sobre todo, con la del primero. Además, los grupos se han dispersado y durante el resto de la tarde apenas si nos encontramos unas cuantas personas. Las perspectivas de la selva de montaña que se ven en este tramo son increíbles, como también lo son los preci-

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picios que bordean el sendero. Pasamos el famoso túnel, una hendidura ascendente en la roca que los incas ensancharon y dentro de la cual tallaron escaleras. Después el camino continúa subiendo con suavidad y, de repente, el paisaje se abre. Melisa nos señala a lo lejos y por debajo de nosotros una montaña escarpada entre tantas: es el Machu Picchu, que significa Montaña Vieja. Con los prismáticos apreciamos que en lo alto luce la bandera arcoiris que es el símbolo del Cusco. Existe la creencia generalizada de que la ciudad sagrada de los incas se halla a mucha altura. En realidad sólo está a 2.400 metros sobre el nivel del mar y a unos 400 sobre el Urubamba. Los españoles la buscaron en vano porque desde el fondo del valle resulta invisible, y no fue descubierta –para Occidente, claro está- hasta 1901. Se acabaron las ascensiones en este viaje: ahora el camino baja, y cómo: desde Phuyupatamarka hasta Wiñaywayna, el tercer campamento, hay mil metros de desnivel, en gran parte escaleras. Existen algunos tramos casi verticales; me pregunto cómo será bajarlos en días de lluvia. Mil metros de descenso dan mucho de sí, a uno le parece que va a llegar al corazón de la tierra. Conforme bajamos la selva se va volviendo más y más espesa. Melisa nos cuenta que en esta zona viven osos, aunque resulta muy difícil verlos (yo me pregunto cómo animales tan pesados pueden desplazarse por las empinadísimas laderas.) Luego nos enseña el sitio del ornitólogo: por observar mejor a un tucán, un amante de las aves cayó de espaldas al precipicio. Sabe Dios dónde hubiera ido a parar de no haber sido porque un colchón de ramas podadas lo detuvo metro y medio más abajo. Melisa, que pesaría algo

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así como la mitad que aquel señor, no tuvo más remedio que ayudarle a subir. Cuenta que, de nuevo en el sendero, el buen hombre retomó los prismáticos y siguió observando al ave como si nada hubiera sucedido, y que en el rescate ella se lesionó la muñeca. Está nublado. Como no se ve el sol, la tarde parece inacabable. Seguimos bajando. Alcanzamos a rezagados de otros grupos que avanzan muy, muy despacio. Yo les comprendo, porque los ligamentos de la rodilla derecha, que me venían molestando desde la bajada de la mañana, duelen ahora en serio. A las cinco de la tarde llegamos junto a una línea de alta tensión. Aquí el camino se bifurca. Escogemos la opción corta, desde luego, que se retuerce infinitas veces siguiendo el trazado de las torretas. Media hora más tarde llegamos al campamento. Estamos a sólo dos horas de Machu Picchu. Parece que hay más gente que anoche y resulta que es verdad: existe una versión light del Camino del Inca que comienza en el kilómetro 104 de la vía del tren, desde donde se sube hasta aquí en tres horas. Hay un bar restaurante que está hasta la bandera; lo cruzamos Russ, Bego y yo para ir hasta las ruinas de Wiñaywayna, que se encuentran a un kilómetro y que son las que le dan nombre al lugar. Estamos hechos polvo y apenas queda luz, pero la visita bien vale la pena: se trata de una larga serie de andenes escalonados de función evidentemente agrícola, y unas cuantas casas para los campesinos. Hasta aquí nada fuera de lo normal, pues hemos visto emplazamientos así docenas de veces. Lo increíble es que quienes lo construyeron fueran capaces de levantarlo venciendo la dificultad de la

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tupida selva y, sobre todo, el demencial desnivel. La contemplación dura poco: además de hacerse de noche, comienza a llover. En el campamento estamos como piojos en costura: hay tanta gente acampada que tenemos que pasar, literalmente, por encima de las tiendas. Nos sirven el té, que se nos junta con la cena. Después tiene lugar una sencilla pero emotiva ceremonia: vienen los porteadores –no sé cómo, pero cabemos los dieciocho en la tienda-comedor-; hablamos nosotros, hablan ellos. Mutuas palabras de agradecimiento y apretones de manos. A Goyo, que además de cocinero es el jefe, le damos, para que la repartan, la propinilla que hemos reunido y que completará sus escasos salarios.

Cuarto día Más que levantarnos, nos levantan a las cuatro de la mañana con un mate de coca y muña, una hierba mentolada. El objetivo es llegar al Inti Punku o Puerta del Sol al amanecer, aunque dudo mucho que veamos algo: durante toda la noche ha estado lloviznando, y ayer tarde las golondrinas volaban bajo, presagiando lluvia. Nada más salir de la tienda hay que ponerse la capa de agua. Recoger el equipaje a oscuras es tarea ingrata, pero más lo es para los porteadores, que tienen que desmontar el campamento a la luz de las linternas sin dejar siquiera un clavo. Un rato después son sombras fugaces que se apresuran bajo los enormes bultos, para llegar al valle a tiempo de tomar el tren de las 5:30. Yo no sabía que anoche nos estábamos despidiendo.

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Echamos a andar en silenciosa e iluminada procesión. Como no llevo frontal ni linterna, me voy guiando por la de Bego o la de Melisa. Hay que tener cuidado con las piedras, las raíces, los escalones y sobre todo con el precipicio, acechando a nuestra derecha. Poco a poco una tenue claridad se hace presente, y el paisaje que la mirada desvela se manifiesta sobrecogedor y poderoso. El silencio es total: allí abajo se ven las luces de la central eléctrica del Urubamba, y penachos de niebla que se desplazan lentamente a nuestra altura. Pero no es posible detenerse mucho tiempo, pues largas hileras de gente vienen detrás, en general muy despacio, y si te adelantan luego es muy difícil volver a sobrepasarlas. Camino un rato solo, necesito sumergirme en mi interior y comunicarme con el paisaje sin intermediación humana. Llego a un tramo increíble de escaleras que hay que subir casi a cuatro patas. Sigue lloviznando, y bajo la capa de agua hace un intenso calor. Entonces me encuentro mucha gente parada. Es el Inti Punku. Nadie habla, sólo contemplan absortos la espesa niebla que hay debajo. Entonces comprendo: allá abajo, escondido, está Machu Picchu. No sólo no contemplaremos la salida del sol, sino que si nos descuidamos ni siquiera veremos la ciudad sagrada. Iniciamos el definitivo descenso y, cuando menos lo esperamos, se abre la niebla y aparece la familiar silueta. Soy consciente de que la luz es muy pobre, pero tiro fotos como loco. ¿Cómo no guardar recuerdo de un momento tan ansiado? Seguimos bajando. Como si fuera una cortina, la niebla se corre y descorre alternativamente. El Huayna Picchu –la montaña joven-, que desde arriba parecía muy pequeño, crece a ojos vista.

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Finalmente llegamos a la parte alta del santuario. Hemos dejado de verlo desde fuera y ahora somos uno con él. Llama la atención lo verde que está todo, y atrae poderosamente la selva, que trepa hasta lo alto de las montañas más escarpadas. Sorprenden las piedras del santuario: se las ve como cansadas, envejecidas de la lluvia y el verdín de siglos. Así que estoy aquí. En Machu Picchu. He llegado de la mejor manera que sé hacerlo. ¿Y ahora qué? El Urubamba muestra su figura de serpiente, y camina lento hacia la ceniza verde de la Amazonia. Faltan dos horas para que lleguen los primeros escuadrones de turistas. Quisiera congelar este momento, tener tiempo de descansar y disfrutar de la belleza del sitio. Permanecer un poco más junto a personas tan queridas a las que quizá no vuelva a ver. Quisiera sentir bien la rodilla, para poder remontar los inmisericordes trescientos metros del Huayna Picchu. Pero estoy agotado,

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y mi realidad es ahora un crujir de articulaciones.

En el futuro, cuando vea las fotos y ponga en papel estos momentos, tal vez lamente no haberme empapado más de este sitio y de este instante, no haberme hecho montaña, piedra, lluvia que lava la selva y los restos del Imperio Inca. Para entonces, ojalá haya adquirido la humildad, la claridad suficientes para aceptar y comprender de una vez por todas que caminar es mucho más importante que llegar al destino.

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Luces y sombras de Perú (del Perú) Salir de Europa supone casi siempre encontrarse con la pobreza. En los países ricos ésta es una excepción, el inevitable tanto por ciento que siempre está ahí. En el llamado tercer mundo la estrechez y la miseria son el decorado por el que tú, como un astronauta venido de otro mundo, te desplazas. El frío del desierto costero a las siete de la mañana. Una camioneta y veinticinco personas en la caja descubierta. Jornaleros camino de un fundo para trabajar de sol a sol por un sueldo de miseria. Las mujeres quechuas con sus niños vendiendo artesanía a precios de risa. Los niños y las ancianas tratando de colocarte postales por la calle. Las chicas en busca de clientes dispuestos a desayunar, comer o cenar en el restaurante que les comisiona. Los pueblos jóvenes de Lima, sin pavimento, sin alcantarillado, donde ni la policía se atreve a entrar. Esto es Perú. Lo demás –Nazca, Machu Picchu, la arquitectura inca y colonial- son para esos seres extraños y riquísimos que se dejan caer por aquí. España no es el mundo. Perú sí que lo es, el reflejo de los miles de millones que cada día consiguen lo justo para subsistir, y a veces ni eso. En Perú, como en la India, el agua mineral vale tan cara como la gasolina, y con lo que cuesta una cerveza se puede comer. Aquí la propina es el deporte nacional, porque los sueldos no alcanzan. El vuelo sobre las líneas de Nazca, que dura una hora, cuesta lo que el peruano medio tarda veinte días en ganar y, como el Camino del Inca, se paga directamente en dólares.

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En un cine X ponen estas dos películas: Emmanuelle la porcona Incesto en los Andes Y otra más, ésta en un cine normal: Un marciano llamado deseo. Trata de un peruano que quiere emigrar como sea a Estados Unidos y que, en Cusco, engatusa a una norteamericana amante de lo paranormal haciéndose pasar por extraterreste. Según estimaciones, entre el 2 y el 4 por ciento de los funcionarios cobra su sueldo sin ir a trabajar. En Perú, al parking le dicen playa, y grifo al surtidor de gasolina. La moneda fraccionaria se llama sencillo, y el acto de cambiarla es sencillear. Un grupo musical bastante famoso eran Los iracundos del Uruguay, que a pesar de su tremebundo nombre tenían todos una cara de buena gente que partía. En la televisión vimos que había serios conflictos entre las funerarias del país, que llegaban a robarse los muertos unas a otras. En Chivay había dos: una era la Funeraria San Pedro. Abierto día y noche. La otra, claro está, se llamaba Funeraria El Competidor. Hace sólo tres días que llegamos. Estamos en Arequipa, cenando en un restaurante popular. Toda la clientela, salvo nosotros, son indios. La tele no emite más que publici-

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dad, y de repente me percato de algo increíble: anuncio tras anuncio, por el tubo catódico no salen más que personas blancas, ricas y guapas. Los descendientes de europeos son evidente minoría en el país, pero está claro que no sólo controlan el poder, sino que establecen los valores dominantes. O sea, que para ser guay hay que procurar volverse rico, guapo y, sobre todo, blanco. En ese momento tengo el temible y oscuro presentimiento de que la conquista aún no ha acabado. Y sin embargo los peruanos son en general gente tranquila y poco pendenciera. Amables con el extranjero. Sencillos y resignados. Como no hay odio ni resentimiento hacia el europeo, esto conmueve como ninguna otra cosa. En Lima compré un libro que sirve para entender Perú: El mundo es ancho y ajeno, de Ciro Alegría. En el campo las familias siguen siendo grandes –el señor Tomás, de Llachón, tenía seis hijos- Este aumento de la población sin duda depauperará aun más las condiciones de vida en los años venideros: al día de hoy, como no hay suficientes escuelas, existen dos turnos de colegio, uno por la mañana y otro por la tarde. Lago Titicaca y alrededores. Asistimos al indígena-espectáculo: de los turistas se espera que visiten las casas –todas con su tejado de totora y sus llamas a la puerta-. Sensación de decorado y malestar. Intrusión. El indio vende ya lo único que le queda: su imagen. Lo étnico en un país donde los móviles han llegado al campo antes que la telefonía fija o el agua corriente.

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Una sorpresa en Takile: es lícito el sexo para las mujeres –y para los hombres, claro- desde los trece años (a partir de cierta edad, las virginidad está mal vista.) Ellos y ellas pueden tener varias parejas hasta que se decidan a convivir con una, y sólo al cabo de un tiempo se casan. Esta costumbre se conoce con el nombre de Sirvinácuy Y en Occidente pensando que habíamos inventado algo con las parejas de hecho. En el trayecto Lima-Ica, por la Panamericana, conversación con el vendedor de fruta: lo mal que está Perú y lo bien que está España. Le digo que sobre todo está mejor para algunos, pero el hecho indiscutible es que yo he viajado hasta aquí. Convenimos en que el peruano es trabajador, pero los malos gobiernos han arruinado al país. El autobús arranca. Nos estrechamos la mano y el hombre y su carrito quedan atrás. En la foto quedará perenne, como una punzada, las bolsitas de maní que no pude comprar por no tener sencillo. El sol. Todo vale un sol. Cuarenta pesetas de las de antes, apenas un cuarto de euro. Precio irrisorio para España, pero carísimo en Perú –se puede comer por cuatro soles, y hasta por dos. A veces, uno se deja aplicar a sabiendas estos Precios Especiales para Turistas (PET). Otras veces, uno prefiere no comprar a regatear esa miseria. El regateo a la baja se produce aunque uno no quiera: la falta de moneda fraccionaria es tal que resulta inútil

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esperar cambio; por eso, cuando he ofrecido las monedas que tenía, aunque sólo fuera algo más de la mitad del precio, nunca me dijeron que no.

MELISA Melisa es pequeña. Su estatura, casi la de una niña. Nariz ancha, labios carnosos. Todo en ella es oscuro: la piel, los ojos, el pelo. Habla el inglés con sonoridad relajada y cantarina. Es pura belleza india, aunque lo más hermoso de ella sea su ternura y su corazón, que no tienen color alguno. Al final le dije que era la mejor guía que había tenido nunca, y la muy boba no se creyó el cumplido. Sin embargo, los cuatro días que pasamos juntos, pese a ser su trabajo, supo demostrarnos tal entrega y calor humano que ocupará para siempre un lugar en nuestra memoria. Melisa, te queremos.

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2005

Gran Norte: Escandinavia en autocaravana



Mi agradecimiento a Pepe Hermo y a Toni de Ros, por sus relatos del viaje a Cabo Norte.

Prehistoria Un viaje empieza mucho antes del momento en que recorremos el primer kilómetro. Su origen es, también, anterior a cuando decidimos el destino. Viajar nace de la indagación de horizontes más allá de lo cotidiano. Nos movemos para visitarnos en el espejo de otros sitios y otras caras. Para hacer balance de lo propio y de lo extraño. Falta una semana para la partida. Está casi todo preparado, empezando por lo esencial: la mente. Siete días que son como una cuerda tensa. Al otro extremo, la liberación, y unos miles de kilómetros hacia el confín del mundo. Hace sólo dos meses que tenemos autocaravana, y ésta es nuestra cuarta salida (aunque más que salida habría que llamarla salidón). Puede parecer una temeridad el aventurarse así hasta Cabo Norte, pero ¿realmente lo es?

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Supongo que habrá opiniones para todos los gustos. En la vida hay que arriesgar algo -se dice-, aunque en el fondo yo creo que ahora mismo arriesgamos bien poco. Fugitivos del termómetro Éste es también un viaje para huir del calor. Cuántas veces me habrán espetado: Extremeño, ¿eh? Tú sí que estarás acostumbrado. No es cierto. Cada año soporto peor las altas temperaturas, y lo que me pide el cuerpo es subir de latitud, para escapar a estos veranos que parecen durar ya cinco meses. La nave: AC perfilada Sun Living Falcon 2.8 JTD, movida por combustible fósil. 127 caballos mal contados. La tripulación Piloto: yo Copiloto y piloto en funciones: Bego Roberto: un GPS sabihondo que se estrena en este viaje y que te indica por dónde tienes que ir, y que si te equivocas no te insulta.

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PRIMERA PARTE



DÍA 1. 7 de Julio. San Fermín. Ayer fuimos al camping a atiborrar la autocaravana de todo lo imaginable. Agua limpia: 115 litros. Agua para beber: 50 litros. Ropa, cacharros varios y sobre todo comida, muchísima comida. Es impresionante lo que hemos estibado a bordo: abres cualquier armario y te cae encima un bote de pimientos. Mi esperanza es que conforme transcurran los días vayan desapareciendo cosas. Son las 11:25 de la mañana y el termómetro marca ya 27 grados. Doy al contacto. El Gran Norte nos espera. Atravesamos Plasencia y enfilamos la siempre inconclusa Autovía de la Plata. Mientras subimos el Puerto de Baños oigo un desasosegante ruidito que proviene del motor. Me parece un negrísimo augurio; como conozco poco el vehículo, aún no sé que cuando se le fuerza en quinta cuesta arriba suena siempre o casi siempre. Nada más pasar el límite provincial de Salamanca, puedo empezar a bajar el aire acondicionado. En Cuatro Calzadas paramos a echar gasoil, que sigue su carrera astronómica e imparable. Sopla en este sitio una brisa fres-

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ca que para nosotros la quisiéramos en el brasero extremeño. Entre Plasencia y Salamanca no hay en la actualidad más que 18 kilómetros de autovía. El resto es carretera nacional pura y dura que hace pesado el viaje. Y en cuanto a Salamanca, sigue sin circunvalación (la están construyendo) y es preciso dar un enorme rodeo que te lleva casi hasta Portugal. Ancha es Castilla. Llanura, alpacas recién cosechadas y sol. Paramos a comer en un área cerca de Tordesillas. En mi afán por buscar sombra, casi me empotro entre dos pinos, con las subsiguientes dificultades para desaparcar. Antes de llegar a Valladolid, primer susto del viaje: vamos por la autovía y alcanzo a dos segadoras que circulan por el carril derecho. Adelanto a la primera. Cuando voy a por la segunda ésta, inopinadamente, empieza a cambiar de carril. Freno como puedo, pero lo cierto es que estoy a punto de tragármela. Unos cientos de metros más adelante había carteles indicando cierre del carril derecho por obras, pero ¡faltaba mucho! El pitido que le endilgué le tiene que estar retumbando todavía en los oídos. Pasado Valladolid, aparece el viento. Luchamos contra él durante más de cien kilómetros. Primero de la derecha, y más tarde de la izquierda. En esas circunstancias, adelantar a los trailers se convierte en un baile-ejercicio de malabarismo que genera cansancio y tensión. Burgos queda atrás. Autopista de peaje. En el horizonte se atisban las negras nubes que el viento hacía presagiar. Al entrar en Álava nos mojan las gotas del primer sirimiri; no ha sido necesario salir de España para recibir la primera lluvia. La oscilación térmica es brutal: en pocas horas no sólo hemos cambiado de paisaje, sino también de estación. - 250 -


Al llegar a Vitoria, primer extravío: en lugar de seguir hacia Pamplona, nos vamos hacia el centro urbano. Por suerte Roberto nos reconduce a la buena senda a través de un polígono industrial. Ya empiezo a desquitarme de la pasta que me costó. Llueve mansamente cuando llegamos a Olatzi. Está oscureciendo. Salimos de la autovía, cruzamos el pueblo y enfilamos la carreterita que sube hasta Urbasa. Curvas y recurvas en medio de un paisaje siempreverde. La niebla nos envuelve. A los 7 kilómetros nos internamos por otra carretera más estrecha aun, y encontramos un claro entre las hayas donde pernoctar. Ya es de noche. Nos acompañan las esquilas de las vacas. Aunque fuera esté negro como boca de lobo, increíblemente ellas se mueven de allá para acá. Aparte de eso, no se oye absolutamente nada; el lugar es sencillamente sobrecogedor. Me he traído El Quijote para leer. Aunque los primeros capítulos me los sé casi de memoria, empiezo desde la primera línea. No sabía si sería lectura apropiada para el viaje, pero bien pensado esta obra de Cervantes no deja de ser una road movie del siglo XVII: los protagonistas viajan, conocen gente y les pasan cosas. Esa noche sueño con una autocaravana del tamaño de un autobús que se mueve guiada por satélite mientras la familia cena tranquilamente en la parte de atrás. El sistema va tan bien que incluso esquiva a los peatones que encuentra en la calzada. Alguien me convence de que puedo utilizar a Roberto con los mismos fines. Lo programo, la auto se pone en marcha y nosotros nos sentamos a la mesa del comedor, charlando. Vamos por una estrecha carretera de la costa colgada de terribles acantilados. No lo resisto: me entra el miedo e intento tomar el control manual del

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vehículo. Éste derrapa y vuelca de costado. Mi único lamento es para la comida de a bordo, que habrá quedado hecha fosfatina. En Urbasa el sol se pone a las 21:56. SALIDA: Camping Monfragüe (E) 11:25 LLEGADA: Sierra de Urbasa (E) 21:45 KILÓMETROS:542 (Parcial) 542 (Total) GASOIL: 63 lt. 59 eur.

PEAJES: 8.55 eur.

DÍA 2. 8 de Julio. Ya es por la mañana. La noche ha estado salpicada de pequeños chaparrones que nos caían de las copas de las hayas cuando soplaba el viento. En el interior de la auto hay 16 grados. Eso son casi veinte menos que los que hemos tenido estos días pasados en casa. Ya he perdido la cuenta del tiempo que hace que no estábamos a esa temperatura. La sensación es de frío pero el cuerpo, agotado por el calor, agradece el cambio. Hay nubes, y sin embargo la niebla ha levantado. Ahora descubrimos mejor el sitio en donde estamos. El lugar parece mágico, encantado. Como las vacas que oímos anoche comen el monte bajo, se puede pasear libremente entre los árboles, y empleamos en ello parte de la mañana. Cuando estás en lo profundo del bosque, sin señales evidentes con las que poder orientarte, te das cuenta de con qué facilidad se podría uno perder. Desandamos camino hacia Olatzi, con hermosas vistas a lo profundo del valle (y a las tres canteras que poco a poco están devorando la sierra de enfrente). Salimos a la autovía y enfilamos hacia Pamplona. Un rato después atravesamos los barrios de su periferia, que parecen desiertos.

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No así la parte vieja, que ahora mismo debe arder en fiestas. Por algún motivo que no se me alcanza, Roberto insiste en llevarnos por todo el centro, de manera que le echo una reprimenda. Él baja las orejas y accede a guiarnos directamente hasta Zugarramurdi. Paramos a comer y sestear en un área de descanso –más bien apartadero- con profusión de camiones que pasan atronando. Por la tarde nos detenemos en Elizondo a comprar las últimas provisiones. Como se nos siguen colando moscas en la auto, compramos un matamoscas tradicional. Poco sospechamos lo útil que nos será allá por el Círculo Polar. Seguimos por la carretera de Francia. Tras subir el puerto de Otxondo Roberto, con toda su buena voluntad, quiere atajar y nos mete por una estrecha pista encementada por la que apenas si caben dos coches, y una cuesta arriba que tengo que subir en primera. Tras mucho sofoco, al final entramos en Zugarramurdi. Las cuevas ya están cerradas, de modo que dejamos la visita para mañana. A cambio seguimos una señalización que, al parecer, lleva a otras cuevas. Pensamos que deben de estar cerca, pero andamos, andamos y nada. Desanimados, regresamos al pueblo ya de noche, y entonces descubrimos que las cuevas que buscábamos ¡están en Francia! Como vimos matrículas del país vecino en las granjas, nos queda la duda de si cruzamos la frontera o no. En Zugarramurdi el sol se pone a las 21: 48. SALIDA: Sierra de Urbasa (E) 14:00 LLEGADA: Zugarramurdi (E) 20:30 KILÓMETROS: 132 (Parcial) 674 (Total) GASOIL: 58 lt. 53 eur.

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DÍA 3. 9 de Julio. Junto al aparcamiento donde hemos dormido está el camino rural que va a la localidad francesa de Sara. Hace trece años no existía o era una estrecha senda de tierra. Con la supresión de la frontera lo han acondicionado. Resultado: trasiego continuo de vehículos durante toda la noche. Es triste constatar que todos los sitios que visité a principios de los 90 han evolucionado a peor, principalmente por el ruido y la masificación que ha traído el aumento de la movilidad. Entonces fue muy distinto: Gira la rueda del tiempo hasta un verano ya olvidado. Temporal. La lluvia y el viento restallan contra las copas de los árboles. Me asusta tanto el bamboleo de la furgoneta que la pongo hacia donde sopla, como si de un barco se tratase. Ráfagas de agua barren el aparcamiento, y se acuerda uno de las brujas de Zugarramurdi quienes, al decir de los marineros, eran las que provocaban tempestades en el Golfo de Vizcaya. La sensación de soledad es tan fuerte que ni siquiera recuerdo lo cerca que estábamos del pueblo. Hoy en cambio luce el sol. Bajamos a visitar la archifamosa cueva. En 1610 hubo un proceso inquisitorial por brujería que acabó con once chamuscados en la hoguera. En realidad más que brujas lo que había eran restos de la antigua religión precristiana y sobre todo miedo, mucho miedo. Hoy día, resulta curioso saber que una de las manifestaciones de la diosa madre (Mari) fuera precisamente el macho cabrío, que después la Iglesia, interesadamente, identificó con el demonio. La política entonces era asimilar lo que se pudiera de los antiguos ritos (Noche

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de San Juan, Pascua, Navidad...) y condenar y exorcizar lo que no. Pese a su temible leyenda, la cueva es un lugar impresionante y magnífico, sobre todo porque más que cueva se trata del túnel que ha excavado un arroyo, con cerrada vegetación en cada una de las salidas. Sitio telúrico donde los haya. Antes de partir, cargamos agua en una fuente del pueblo. Vamos hacia Ainhoa, unos kilómetros al otro lado de la frontera. Es justo aquí, al pasar el cartel que anuncia Francia, donde tengo la sensación de que comienza realmente el viaje. Reza un cartel a la entrada que Ainhoa es de uno de los pueblos más bellos de Francia. Yo, la verdad, no lo encuentro tan distinto de Zugarramurdi o Elizondo, pero por eso mismo toma uno conciencia de que es la misma identidad dividida en dos estados. Los apellidos a uno y otro lado también son idénticos. Razón tenía quien dijo que las fronteras son las cicatrices de la historia. Lo que sí nos resulta interesante del pueblo es el cementerio, sobre todo su parte vieja. Se halla en el centro urbano, rodeando la iglesia. Los enterramientos más antiguos están señalados por estelas de piedra rematadas con un círculo en el que se inscriben los más variados motivos, aunque hay bastantes aigurus o representaciones solares. La tierra no la cubren lápidas sino césped, y es justamente esa sencillez la que hace entrañables estas viejas tumbas, sobre todo si las comparamos con las nuevas, todas granito. También están en la tierra, pero es como si excretaran de ella al muerto. Tras la comida arrancamos, si bien los inicios resultan un poco agitados. Había acordado con Bego que yo po-

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dría conducir mientras ella dormía. La idea era buena, pero la carretera a la salida de Ainhoa era tan mala y accidentada que no sólo se despertó, sino que por poco vuelve a enseñar los ingredientes de la comida. En cambio el que sí vomitó gases con el traqueteo fue el inodoro, que llenó todo el habitáculo de un olor putrefacto. En adelante constataremos que ésta es su forma de quejarse cuando está casi lleno, y que él te avisa solito sin necesidad de boya, testigo luminoso o artilugios similares. Mientras vamos por la carretera comarcal encontramos la primera estación de servicio del país: el gasoil cuesta veintidós céntimos más que en España, y aunque durante la tarde vamos buscando el precio más barato (aquí sí hay diferencias de una gasolinera a otra), por primera vez superamos la paridad euro/litro, quiero decir que por un euro nos dan menos de un litro de combustible. Es como asomarse al propio futuro gasolinero. Llegamos a Bayona y tomamos la autopista. Peaje primero y tramo libre hasta Burdeos después. Muchísimo tráfico de subida pero también de bajada: turistas en busca de sol, emigrantes marroquíes camino de las vacaciones, infinidad de vehículos pesados que casi colapsan el itinerario. Pasado Burdeos, el tráfico se aclara. Atravesamos una tormenta. A medida que cae la tarde, nos quedamos casi solos en el camino de París. De cuando en cuando adelantamos a algún camión español. Empieza a oscurecer. Entre Niort y Poitiers pensamos que ya está bien por hoy. Tras una breve deliberación, elegimos el lugar de pernocta: tomamos la salida 31, y en 10 kilómetros nos vamos hasta Bougon. Cerca del pueblo se encuentran una serie de túmulos del Neolítico, el centro

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de interpretación de los mismos y, lo más interesante para nosotros, un área gratuita de autocaravanas con grifo y vertido de grises y negras. Aparcamos y cenamos. Hay calma absoluta. Estamos solos, en mitad de Francia, y vamos a dormir junto a monumentos funerarios de seis mil años de antigüedad. En Bougon el sol se pone a las 21:54

SALIDA: Zugarramurdi (E) 13:30 LLEGADA:Bougon (F) 22:05 KILÓMETROS: 428 (Parcial) 1.102 (Total) GASOIL: 49 lt. 53 eur.

PEAJES: 28 eur.

DÍA 4. 10 de Julio. Visitamos el recinto arqueológico, que por cierto es enorme. Los túmulos más antiguos son del quinto milenio antes de Cristo, y los más modernos del tercero. Quiérese con esto decir que aquí se estuvo enterrando gente durante unos dos mil años. A diferencia de otros muchos sitios arqueológicos que he visitado, éste resulta muy interesante por su carácter divulgativo, apto para profanos: han levantado reproducciones de las viviendas, y escenificado cómo se debían de construir los túmulos. Vamos un poco tarde, pero no nos resistimos a visitar el museo, que aparte de las consabidas piezas halladas en las excavaciones, alberga una exposición temporal sobre tallas de imágenes femeninas desde la prehistoria hasta la época romana. Se supone que eran símbolo de fertilidad, de procreación y de relación con la Madre Tierra (figuras de hombres no se han encontrado). Desde Zugarramurdi, la Diosa Madre nos persigue.

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Volvemos a la auto. El paisaje es tan bonito que decidimos hacer unos cuantos kilómetros por carreteras secundarias, pues opinamos que de esta manera se conoce mejor el país. Y lo conocemos tan íntimamente que, al circunvalar Poitiers, en un semáforo nos dan el alto tres policías, dos mujeres y un hombre. Se identifican como agentes de aduanas, y nos preguntan si llevamos alcohol, tabaco o más de siete mil euros en metálico. Le voy a decir que tantos euros ya quisiéramos, pero ante mi respuesta de que alcohol sí, nos preguntan persuasivamente si les invitamos a hacer una inspección. Sube una de las polis y le enseño las dos botellas de whisky que llevamos. Como no se ve otra, que es de crema, le especifico: Trois bouteilles. Sigue seria, pero sospecho que por dentro se descojona: debía de creer que llevábamos cajas y cajas de contrabando. La situación se distiende. Hace un registro no muy exhaustivo y nos pregunta que adónde vamos. Al decirle que a Noruega se sorprende y comenta que très loin -mejor très que trop, pienso yo-. La tipa se baja, nos desean los tres un buen viaje y nos marchamos. Traumatizados por la experiencia aduanera, después de la comida decidimos volver a la autopista. 300 kilómetros hasta París. A medida que nos acercamos a la capi, el tráfico se adensa más y más. Viendo el río de vehículos en el que vamos inmersos, y pensando en los millones de motores que ahora mismo queman combustible en el mundo, lo que sorprende no es que quede petróleo sólo para cuarenta años, sino que las reservas puedan aún durar tanto. Me acuerdo también del cuento de Julio Cortázar La autopista del Sur, en el que un domingo por la tarde, en esta misma carretera, se produce un atasco tan monumental que dura semanas y meses. Los coches no se mueven,

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la gente intima y se organiza en grupos tribales que salen a aprovisionarse, entran en conflicto con los clanes vecinos, nacen hijos, etc. Sin llegar a tanto, en el mundo real el tráfico se ralentiza aunque sin pararse. Ocurre además que París no dispone de anillo de circunvalación, por lo que hay que cruzarlo prácticamente por el centro. Hace cinco años, yendo para Bélgica, anduvimos una hora perdidos y nos costó un rodeo de 80 kilómetros, pero hoy es diferente: Roberto tiene una de sus actuaciones estelares y nos guía sin titubear por el increíble revoltijo de carreteras parisino. A la izquierda dejamos la Torre Eiffel, que dibuja su silueta contra el smog de la tarde. Luego de mucho andar entre barriadas dormitorio y polígonos industriales, salimos de nuevo a campo abierto. Ahora la corriente de tráfico fluye en sentido contrario. Hoy no ha sido necesario repostar gasoil. Los peajes, en cambio, se han cebado con nuestra tarjeta de crédito. Estamos decididos a no dormir en ningún área de servicio de la autopista, debido a la inseguridad, pero también por el continuo trasiego de camiones que hay durante la noche. Elegimos por tanto un pueblo cercano llamado Roye, adonde llegamos ya oscurecido. Tras unas vueltas aparcamos en una calle aparentemente tranquila. Salimos a ver el pueblo y, como remate odorífico del día, Bego pisa una caca de perro, pero no lo descubre hasta que estamos dentro de la auto. En Roye se pone el sol a las 21:56 SALIDA: Bougon (F) 13:30 LLEGADA: Roye (F) 22:45 KILÓMETROS: 482 (Parcial) 1.584 (Total) PEAJES: 50 eur.

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DÍA 5. 11 de Julio. Si pensábamos que la calle elegida para dormir era un sitio tranquilo, nos equivocamos de medio a medio. Primero fueron los juerguistas motorizados atronando la estrecha y adoquinada calle hasta bien pasada la medianoche. Luego, a las seis de la mañana, los que se iban a trabajar. A las siete empezó a sonar el reloj de la iglesia. Por último y cuando ya parecía que podríamos echar la última cabezadita, nos llega un sonido infame: me asomo por la ventana y veo un par de trailers que vienen a descargar al supermercado que hay un poco más abajo. En fin, la peor de las noches. Nuestras penas no acaban aquí. Después de aguantar durante un rato a los camiones, arranco desesperado y me voy a la calle de al lado, donde aparco sobre el bulevar central, vacío. No llevamos ni media hora allí cuando veo por los cristales que aquello se está poniendo de coches hasta la bandera. Han aparcado en paralelo, y como yo estoy en batería no tengo muy claro si podré salir. Pero toda situación es susceptible de empeoramiento: al volver del dichoso super de comprar pan, veo a un tipo cojo que ha aparcado su Mercedes paralelo a nuestra auto, dejándonos definitivamente pillados entre los demás automóviles y una farola. Por suerte para nosotros, Bego lo ha visto entrar en una clínica radiológica que hay enfrente. Ni corto ni perezoso voy para allá y le espeto nuestro problema a la recepcionista. Ella replica que no sabe de quién es el coche. Contraarguyo diciéndole que el propietario ha entrado allí, y que por más señas hace esto (mimo la cojera, no sé cómo se dice en francés. Cuando uno está apurado pierde toda la vergüenza.) La recepcionista se sonroja un poco y va por las distintas salas preguntando quién es el dueño de un Mercedes (yo me temí que preguntase que si

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había algún cojo). Al final sale el tipo y me dice, muy digno, que tal como yo he aparcado está interdit. Le replico que por ningún lado hay señales que indiquen eso. Como respuesta, al pasar junto a la auto cierra la puerta del conductor con bastante mala leche. Eso me enerva, y le digo que él está tan interdit como yo, y que se meta sus modales donde le quepan. El tipo replica, pero yo ya no le escucho. Por fin podemos salir. En la gasolinera del pueblo, y como desagravio a tanta pesadumbre, encontramos el gasoil más barato de toda Francia que para colmo, por un error informático, se rebaja más aun hasta alcanzar un precio casi español. Mientras espero a pagar veo el periódico que tiene el dependiente sobre la mesa. La portada habla de atentados suicidas en Londres. Me quedo así. ¿Cuándo sucedió? Hace cuatro días, justo cuando empezamos el viaje. Cuando uno sale al extranjero vive como en una campana mediática. Podría haber estallado la Tercera Guerra Mundial, y nosotros sin enterarnos. La batalla de Amberes Enfilamos la autopista. Rebasamos Lille y entramos en Bélgica. El tráfico se va adensando por momentos. Como no he dormido bien, llevo mal la conducción. Además, y por algún motivo que desconocemos, cuando adelantamos a los camiones éstos nos dan con las luces. ¿Está prohibido aquí ir más deprisa que ellos? Rodeamos Gante. Pensábamos cruzar Amberes y después comer, pero eso es algo que jamás haremos: a la entrada de la ciudad los carteles nos indican claramente que hay dos Ring: el 1 y el 2. El 2 es el túnel que cruza el puerto. Debe de hallarse en obras, porque no admite vehí-

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culos de más de dos metros de ancho –entre los que, por supuesto, estamos nosotros-. Como alternativa para ir hasta Breda se nos propone el Ring 1. Lo seguimos, y un trecho después empezamos a rebasar (hay dos carriles en cada sentido) una fila de camiones absolutamente parada de varios kilómetros. Descubrimos horrorizados que hacen cola ¡para el Ring 1! Pasamos de largo buscando la forma de dar un rodeo, pero no la hay: el mapa dice a las claras que desde aquí hasta Brujas sólo está el mar. Roberto no nos ayuda: está empeñado en que pasemos por el dichoso túnel. Tratamos de dar la vuelta y acabamos en un polígono industrial cercano al puerto en otro descomunal atasco de camiones. En mi vida he visto tantos juntos. Bueno, sí, una vez. En la India. Estuvimos tanto tiempo parados que los pájaros se posaban encima de los vehículos. El calor, el cansancio y el hambre llevan rato haciendo mella. Aparcamos a pie de trailer y comemos mientras los monstruos de cinco ejes pasan a nuestro ladito mismo. Una hora después, algo repuestos, nos incorporamos a la caravana. A las claras se ve que Amberes se ha convertido en una ratonera, de modo que lo inteligente sería volver atrás. Retrocedemos hacia la carretera de Gante, pero de modo inexplicable acabamos de nuevo ante la bifurcación de los Ring 1 y 2. Para remate de males, Roberto se ha apagado por iniciativa propia y rehúsa encenderse otra vez. Al borde de la histeria, conseguimos desviarnos por una carretera secundaria y parar. Un hombre que pasaba por allí se apiada de nosotros y, en francés chapurreado, nos dice que no podemos cruzar Amberes -de lo cual, dicho sea de paso, ya estábamos convencidos-, y que las opciones son dos, a saber: a) hacia el Oeste, los holandeses han construido un túnel, pero no nos queda claro si hay que pagar, o es nece-

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saria una tarjeta o qué. b) La segunda opción es volver hacia atrás e intentarlo por Mechelen (Malines). Se despide diciéndonos, a modo de disculpa, que esto es Bélgica. Iniciamos así un larguísimo rodeo por vías periurbanas repletas de tráfico lentísimo y de semáforos, guiándonos por el tradicional -y no exento de polémicas- método de mapa, señales de tráfico erráticas y copiloto, todo ello sazonado de improperios contra las autoridades amberinas y su imprevisión. En vistas del monstruoso atasco, ¿tanto les costaba señalizar un desvío donde esto fuera posible? Son horas de pesadilla. Paro de nuevo en una gasolinera, a ver si me sereno un poco. Pese a nuestros intentos por reanimarlo, Roberto sigue sin dar señales de vida. Horror: ¡nos hemos quedado sin asistente nada más comenzar el viaje! Entonces, cuando más negra es mi desesperación, me viene una idea luminosa: recuerdo haber leído en las instrucciones que el aparatito tiene un botón de reinicio, aunque recuerdo también que decía que no era necesario usarlo prácticamente nunca. Dicho y hecho: encontramos el agujero, le metemos un clip y, alehop, Roberto vuelve a la vida. Semanas más tarde de este episodio, descubriré por casualidad que en el atlas de carretera de Europa que llevamos viene un plano de Amberes (¿no quedamos en que venían sólo capitales?) donde parece –parece- que desde Malines es posible llegar al centro de la ciudad evitando el famoso túnel. Pero en este momento no sabemos eso, y además sólo el hecho de ver el nombre de Amberes en la señalización ya nos produce convulsiones. De manera que continuamos el rodeo por Lier, Oostmalle y Brecht hasta dar, por fin, con el camino hacia Breda, muy al Norte ya de la ciudad maldita.

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Autopista otra vez. Entramos en Holanda. Como en sueños, conduzco a través de Breda y Utrecht. Llegamos a Flevoland, formado por zonas llanas ganadas al mar, cuajadas de molinos de viento. Enfilamos hacia la costa. A nuestra izquierda queda Amsterdam, que hemos hecho lo posible por no cruzar. Finalmente, bajo un cielo cubierto de nubes, llegamos a Lelystad, que significa la ciudad de Lely (el ministro que en los años 20 ideó el plan de desecación de los polder.) Lelystad debe de ser la ciudad más joven de Europa, pues se fundó en 1980, y se encuentra bajo el nivel del mar. De apariencia es un tanto fría; sin embargo se halla diseñada a escala humana pues el coche, que hace invivibles la mayoría de nuestras ciudades, queda aquí relegado a un papel secundario, y el centro está reservado exclusivamente a peatones y bicicletas. Imagino y admiro el esfuerzo descomunal que ha tenido que ser necesario para hacer surgir una trama urbana de este tamaño de la nada. En Lelystad el sol se pone a las 21:58 SALIDA: Roye (F) 10:00 LLEGADA: Lelystad (NL) 21:10 KILÓMETROS: 529 (Parcial) 2.113 (Total) GASOIL: 107 lt. 104 eur.

PEAJES: 8.6 eur.

DÍA 6. 12 Julio. Dormimos en un parking enfrente del hospital, con bastantes menos molestias que la noche anterior. El aparcamiento se empieza a pagar a las 9, de manera que a esa hora levantamos el campamento y salimos hacia las afueras. La luz del día nos permite entender un poco más cómo está concebida Lelystad. Tiene forma de

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retícula, como muchas ciudades en el mundo. La diferencia estriba en que aquí se encuentran claramente separadas las principales vías de circulación respecto de las zonas residenciales. Éstas no son permeables a los vehículos a motor aunque sí a las bicicletas, y además poseen zonas comunes de aparcamiento, de manera que el entorno de las viviendas es agradable, libre de coches y ruidos y seguro para los niños. Si a eso añadimos los canales con sus puentes de madera y una vegetación lujuriante, se entiende que estemos muy cerca de la ciudad feliz, y que yo sea un acérrimo admirador del urbanismo holandés. Hoy vamos a cruzar los dos diques más grandes del país. El primero es el que une Lelystad con Enkhuizen, de 30 kilómetros de longitud. Infinidad de aves viven en las aguas de alrededor. También barcos de pesca, que salvan el dique mediante ¡un barcoducto! Para cuando llegamos a su extremo Norte, ha despejado y tenemos sol. Entramos en la región de Noord Holland. El desvío a causa de un accidente nos hace atravesar un pueblo no previsto en la ruta, pero que agradecemos de corazón: las casas, con su parcela alrededor, se ven separadas por canales en lugar de por setos. Árboles, patos. En fin, una gloria. Continuamos hacia el Norte hasta Den Oever, que es el pueblo donde comienza el Afsluitdijk o dique de cierre. Mide, como el anterior, 30 kilómetros, y ha transformado el Ijsselmeer en un lago de agua dulce. Las obras de este faraónico proyecto concluyeron en 1932, y fue construido para contener las crecidas de la marea. Cuando ésta baja abren las compuertas para desalojar el agua que se va almacenando dentro. No creo que haya en el mundo muchos diques de estas dimensiones que además dispongan de autopista y carril bici.

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A la salida enfilamos hacia Groningen. No hay mucho tráfico, salvo el que circunvala la ciudad. Singladura sin novedad hasta Alemania, donde paramos para comer en una gasolinera bastante cutre. Por un descuido se nos pasó la última holandesa, y nos vemos obligados a repostar pasada la frontera, con precios similarmente caros a los de Francia. Tienen biodiésel, pero no sabemos si nuestro vehículo lo acepta. Después de comer y sestear con bastante calor, seguimos hacia el Este: Oldenburg, Bremen. Incluso sin haber salido de la autopista, sabemos que estamos en otro país, ya que el comportamiento de los conductores cambia radicalmente: como no hay limitación de velocidad, los turismos adelantan como auténticos cohetes, y hay que estar muy atento para que no te lleve uno por delante. Por contraste o quizá porque todo en esta vida es relativo, los camiones parecen ir más lentos, y se los adelanta con facilidad. En Hamburgo cruzamos los dos brazos del río Elba, que dibujan en el centro una isla, seguramente el primitivo asentamiento de la ciudad. Llegamos a Lübeck oscureciendo. Elegimos para dormir un área residencial por parecernos un lugar seguro y además tranquilo. No se oye ni una mosca: ni gritos, ni coches, ni perros. Las vallas que separan los jardines de la calle son poco más que testimoniales, y las ventanas –a lo que tendremos que acostumbrarnos en adelante- no tienen rejas. No sabemos a qué se dedicarán los ladrones en estos países. Oficialmente el sol se pone a las 21:45, pero a las once de la noche continúa viéndose la luminosidad del crepúsculo. Sólo nos quedan 300 kilómetros para Copenhague.

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El tiempo es bueno y la temperatura no baja de veinte grados. SALIDA: Lelystad (NL) 9:00 LLEGADA: Lübeck (D) 22:30 KILÓMETROS: 552 (Parcial) 2.665 (Total) GASOIL:50 lt. 57 eur.

DÍA 7. 13 Julio. Hoy es el día de las aguas negras. Toca vaciarlas, de modo que vamos a la gasolinera de un centro comercial que vimos ayer, muy cerca de donde hemos dormido. Echamos gasoil, limpiamos parabrisas, presión de las ruedas, agua limpia, pero... ¿y las negras? A la entrada de la instalación hay un cartel con el logo de una AC y debajo escrito WC. Le pregunto al chico que cobra, y me envía a un extraño aparato que al parecer funciona con monedas, y al que según todos los indicios se le conecta una manguera. Debe de ser uno de esos famosos náuticos, y no veo cómo nos puede servir a nosotros. Desistimos, salimos de Lübeck por la autopista y paramos en el primer área donde hay señalado un WC. Me asomo a explorar. En la puerta pone algo así como Chemische toiletten verboten. Es una suerte no saber alemán. Sintiéndolo en el alma, en el Thetford no cabe ni una gota, de manera que lo saco y lo vacío. Todo muy guarro, sin poder enjuagarlo ni nada. Apenas repuesto de la experiencia, carretera y manta hacia el Norte. En Oldenburg in Holstein se acaba la autopista y toca ir tras un camión hasta Puttgarden. Allí la carretera nos mete directamente en el ferry. Tenemos suerte: apenas llegar embarcamos. En 45 minutos cruzamos el

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estrecho y nuestros neumáticos pisan suelo danés en Rødbyhavn. Aquí la autopista tiene limitación a 110 km/ h, y el comportamiento de los conductores se parece más al de los holandeses que al de los alemanes. El paisaje no cambia mucho, aunque hay más terreno cultivado que bosques. Antes del viaje, yo pensaba que Dinamarca era simplemente una península. Ahora descubro que, además, la componen una sucesión de islas. La primera, donde hemos desembarcado, se llama Lolland. Pasamos a la segunda, Falster, internándonos en un túnel que pasa bajo el estrecho de Gulbor Sund. El tránsito a la isla donde está Copenhague se hace mediante dos largos puentes, pero nosotros sólo cruzamos el primero, que lleva a la diminuta isla de Nyby, y nos detenemos en una zona de descanso donde hay estacionadas numerosas autocaravanas. Aquí comemos, sesteamos y disfrutamos del paisaje. Corre una brisa marina ligeramente fría, pero el tiempo sigue siendo espléndido. Más tarde, paseando por la zona, descubro unos sanitarios con instalación para el vertido de aguas negras. Eso sí, con manguera de limpiado y todo. Claro está que sale más barato poner un cartel prohibiendo el vaciado, pero eso no va a impedir que, en caso de necesidad, uno haga lo que tiene que hacer. Tras el descanso decidimos que nos apetece salir de la autopista e irnos por carreteras secundarias pegadas a la costa. Sigue pareciéndonos la mejor opción para ver un poco del país, salvo que aquí tengan también aduaneros desplegados por el campo. Vamos hacia el Este. Al cruzar el pueblo de Nyby vemos unas vacas marrones y peludas que parecen primas hermanas de los bisontes. No lleva-

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mos la cámara preparada y se nos escapa la foto. Esperamos ver más, sin éxito. Cruzamos a la isla de Møn. Todo el campo, hasta el último resquicio, está cultivado. Sin embargo, aparecen apartaderos y zonas de descanso –WC incluido- en casi cualquier carretera secundaria. Esto sí que es vida. Incomprensiblemente para estas carreteras desiertas y conductores tan pacíficos, nos encontramos un accidente. Un pequeño golpe, nada grave. Tras atravesar prados y bucólicos pueblecitos, entramos en Zelanda, la isla mayor de todas y donde se asienta Copenhague. Bordeando la costa llegamos a Køge, ciudad medieval. Aparcamos en la Store Torvet (Plaza Mayor), pero tras el paseo de reconocimiento nos parece tan indecoroso pernoctar entre edificios históricos que nos mudamos al aparcamiento que hay junto a la estación de tren. Cenamos en un Döner Kebab propiedad de unos turcos. Descubrimos que abundan los mosquitos, incluso dentro del establecimiento. Son de un tamaño descomunal, aunque un poco bobos. Al igual que anoche en Lübeck, nos agrada el carácter pacífico de la ciudad y su gente. En contraste con la mentalidad árabe (y también española), que oculta la intimidad, está la protestante: no tengo nada que ocultar ante los hombres ni ante Dios. Por eso no hay rejas, y las persianas y las cortinas permanecen abiertas, incluso de noche. El ambiente en los barrios y sus calles, por contraste, es casi privado. Køge tiene estructuradas sus zonas de aparcamiento restringido en una hora, tres horas y doce horas máximo. La peculiaridad es que aquí ¡no se paga! Me imagino el éxito que tendría una iniciativa similar en España.

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Observando estos usos y costumbres y comparándolos con los de mi entorno habitual, se me ocurre pensar lo paradójica que es la historia: hace dos mil años, la cumbre de la civilización eran los pueblos del Mediterráneo, y los del Norte unos pobres bárbaros que sólo aspiraban a copiar el modo de vida grecorromano. En la Edad Media, fue el califato de Córdoba la capital científica y cultural de Europa, y musulmanes eran los mejores matemáticos, médicos y astrónomos. Ahora, en cambio, son los noreuropeos los que llevan la voz cantante, y nosotros quienes aspiramos a copiarlos. Supongo que es como una larguísima carrera de relevos en la que, por fases, va participando toda la Humanidad. Al Norte de Dinamarca, se encuentra Aarhus. En esta ciudad se firmaron los acuerdos sobre transparencia en la toma pública de decisiones y de participación de la sociedad en las labores medioambientales (de los que España, por supuesto, es parte signataria). En este país y en este contexto es fácil comprender esos acuerdos y esa filosofía. No así en otros; seguro que aquí es impensable que los concejales de un ayuntamiento se valgan de su cargo para perseguir a los abogados de grupos ecologistas (y a sus familiares) por presentar denuncias contra irregularidades urbanísticas –léase corruptelas-, como está probado en sentencia que sucedió en 2004 en Níjar (Almería). De todas formas, intento ser objetivo y no dejarme llevar por prejuicios: el desgaste producido por la confrontación diaria con la realidad hace que muchas veces a uno le parezca que le ha tocado en suerte vivir en el país de los imbéciles. Comprendo que cada sitio tiene su pecado capital y su pequeño infierno, y que se es infinitamente más

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benévolo cuando uno está de paso que cuando se vive de forma estable en un lugar.

SALIDA: Lübeck (D) 10:45 LLEGADA: Køge (DK) 21:15 KILÓMETROS: 250 (Parcial) 2.915 (Total) GASOIL:40 lt. 44 eur.

FERRYS:68.50 eur.

DÍA 8. 14 Julio. Noche más o menos tranquila, aunque pasaron muchos trenes que iban o venían de la capital. Por la mañana visitamos de nuevo Køge. No es día de mercado, pero el ambiente está muy animado. Circulan cantidad de ciclistas. Sorprende ver cómo los comerciantes sacan la mercancía a la puerta de sus establecimientos, incluidas lavadoras y demás electrodomésticos pesados. Visitamos la iglesia, donde, nada más entrar, encontramos servicios (sanitarios, no religiosos). Nos choca también el expositor con libros de salmos a disposición de los feligreses, la zona de guardería (con juguetes y pinturas) y la sección preadolescente, con juegos y la Biblia en cómic. Exceptuando los libros de salmos gratis, el resto sería considerado una gran irreverencia en nuestra tierra, y sin embargo son indicios de una religiosidad más cotidiana, menos envarada y evidentemente más viva. Volvemos a la auto y salimos en dirección Copenhague (København en lengua autóctona, que significa el puerto de Kobe). De aquí traíamos como referencia de pernoctaestacionamiento una céntrica área de autocaravanas en Kalvebod Brygge. Dicha área ya no existe: la han transformado en un aparcamiento normal y corriente a doce coronas la hora. Nuestro vehículo no encaja en las marcas - 271 -


de aparcamiento, de modo que decidimos buscar otro sitio, y creemos encontrarlo a unos 3 kilómetros del centro, en zona residencial y junto a un parque. Después, como es mediodía, comida y siesta reglamentarias. Luego salimos a explorar la ciudad. Hay aquí tantos ciclistas que no tenemos excusa para no sacar las bicicletas, tanto tiempo inactivas en una cultura que aborrece de ellas. En Copenhague no es que haya muchas, sino muchísimas, y van a toda leche. Si tengo que quedarme con una imagen de esta ciudad entonces es la de una vikinga joven, rubia hasta la médula, pedaleando con brío. También vemos rickshaws destinados a pasear turistas, lo que demuestra que también el tercer mundo puede exportar tecnología al primero. Siguiendo siempre los carriles bici (y agradablemente respetados por los coches), desandamos camino hasta Kalvebod Brygge y desde allí, por el borde del canal, hasta Nyhavn (puerto nuevo), la zona más típica y animada de la ciudad. Se trata de un canal con barcos amarrados y restaurantes –flotantes y en tierra- que recuerda mucho a Amsterdam. Atamos las bicicletas y disfrutamos del ambiente. Estaba nubladete, pero sale el sol y nos animamos a dar un paseo hasta la Sirenita. Tendríamos que haber venido con las bicis, pero ya es un poco tarde para volver atrás. Hay poca gente junto a la estatua. Fotos de rigor. En un aparcamiento cercano vemos algunas autos, y también las hay frente al Parque Churchill. Le damos las coordenadas del sitio a Roberto, sin sospechar lo pronto que nos van a ser de utilidad. Volvemos hacia Nyhavn por avenidas desiertas, algunas en obras. Hay algo que nos sorprende de Copenhague porque no lo habíamos visto antes: módulos prefabrica-

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dos similares a contenedores de trailers, apilados hasta en tres alturas, en mitad de la calle. Parecen servir como almacén de herramientas, vivienda para los trabajadores e incluso oficina temporal de las empresas que ejecutan las obras. Resulta curioso que a los daneses, con lo mirados que son para todo lo relacionado con el urbanismo, no les parezca que semejantes mamotretos desentonen con la ciudad antigua. Ya es de noche. Recogemos las bicicletas y para casa. Nuestro barrio sigue pareciendo muy tranquilo, salvo por las voces destempladas que se oyen de cuando en cuando: hay una fiesta de gente joven en un piso. No tienen música alta, pero con las ventanas abiertas el jolgorio se oye por toda la calle. Como nadie les llama la atención, la fiesta acaba a eso de las dos de la mañana. Nos dormimos. A las tres nos despierta un bramido sobrecogedor. ¿Un trueno? Abro el oscurecedor y me asomo. Es música bacalao en plan potente, y quienes la generan son dos subnormales dentro de un coche-discoteca. Han decidido que éstos son el lugar y sitio adecuados para pregonar su indigencia mental. Clavados en sus asientos, se retuercen como si bailaran, con todo el aspecto de andar drogados. Ya sí que no podremos dormir. Con resignación inifinita, desmontamos los oscurecedores, recogemos todo lo caíble y le pedimos por favor a Roberto que nos guíe hasta el Parque Churchill, a poco más de 4 kilómetros Al cruzar la ciudad constatamos asombrados la cantidad de trasnochadores que pululan por Copenhague. Los hay incluso que van en bicicleta a estas horas. ¿Es que esta gente no duerme nunca? Serán como los osos, que se desquitan de la falta de luz del invierno. Y hablando de luz, son las tres y media de la mañana y ya se ven indicios

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de amanecer. Poco después de las cinco será por completo de día. Ya estamos en el Parque Churchill. Aparcamos y, sin otro sobresalto que una máquina barrecalles, ponemos fin a nuestra infeliz jornada nocturna. SALIDA:Køge (DK) 13:30 LLEGADA: Copenhague (DK) 14:00 KILÓMETROS: 49 (Parcial) 2.964 (Total)

DÍA 9. 15 Julio. A las 8:30 me levanto. Como estamos en zona de parquímetro, salgo de la auto y echo veinte coronas a la maquinita, lo que da para tres horas. Bego ha dormido mal, de modo que la dejo descansar mientras yo me aseo, desayuno y tomo estas notas. Luego me voy a dar una vuelta por los alrededores. En el parque Churchill está el museo de la Resistencia; lo sé porque en la puerta tienen una camioneta blindada de confección artesanal en cuyo morro se lee: DENMARK FREI. Luego visito el Castellet, una antigua fortificación en forma de pentágono y rodeada de agua que sirvió de cuartel general a los nazis durante la ocupación. Realmente puedo imaginarme al soldadito alemán montando guardia, mientras piensa que a la vista está que son los mejores, que sus líderes tienen razón, y que su destino es sojuzgar a los demás pueblos de Europa. También veo desde aquí el edificio donde se alojaban los altos mandos. Un auténtico palacete. Salgo de la fortificación y voy de nuevo junto a la Sirenita. El sitio está mucho más concurrido que ayer tarde: autobuses y más autobuses descargan oleadas de turistas. De esta forma el lugar pierde gran parte de su encan- 274 -


to. Ya de vuelta paso junto a la fuente que descubrimos ayer. Se trata de una mujer, presumiblemente Ceres, que en vez de leones lleva toros tirando del carro. Todo el conjunto es de un gran dinamismo. De nuevo en la auto, lo primero es moverla para no estar todo el día echándole coronas al aparatito. Tras unas cuantas vueltas, lo mejor que encontramos es una zona donde no hay que pagar, pero lo máximo que puedes permanecer son dos horas. Todo el centro de Copenhague está lleno de ellas. En la Sirenita cogemos una lancha turística que nos lleva por los canales que rodean los edificios históricos y que también para en Nyhavn. Este barco tiene dos modalidades, a saber: tour (30 coronas) y hop on-hop off (45 coronas), en virtud del cual puede uno subir y bajar en la parada que le apetezca durante todo el día. La última de ellas, donde esperamos al siguiente barco durante media hora, es el castillo de Trekroner, una isla artificial en mitad de la bahía con finalidad defensiva. Hay indicios de que fue utilizada militarmente al menos hasta la Primera Guerra Mundial. Ahora se halla todo desmantelado, y sólo subsisten el embarcadero y un bar. Ya en la AC, descubro que he puesto la alarma pero, oh despiste, me dejé las puertas abiertas. Inconscientemente, he confundido el mando a distancia de la alarma con el cierre del vehículo. Error comprensible, si no fuera porque esta furgoneta sólo se cierra con llave. Por suerte nadie ha tocado nada. Comemos. No se ve inspector de aparcamientos por ningún lado ni nos han colocado papelito alguno en el parabrisas, así que nos envalentonamos. Con las bicicletas nos vamos para el centro. Cruzamos el canal hacia

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Cristianshavn guiándonos por una torre que nos ha llamado mucho la atención, y que es como la de Babel en chiquitito. Tenemos que conformarnos con verla desde fuera, pues el recinto cerró a las 16:30, como es habitual por estos lares. Compramos una cajita de fresas y volvemos para el centro. Amarramos las bicicletas en Kongens Nytorv (la plaza nueva del rey) y nos vamos dando un paseo por las calles peatonal-comerciales. Ésta es la parte que nos faltaba para tomar del todo el pulso a la ciudad: terrazas de bares, músicos callejeros, mimos... Y muchísima gente. Al final desembocamos en la plaza del Ayuntamiento. Tanto éste como aquélla nos parecen enormes. El termómetro marca 21 grados. Me siento afortunado. En la plaza actúa un grupo de músicos ambulantes. Bailan e interpretan danzas de pieles rojas y venden cedés. Me aproximo a observarlos. Yo juraría que son peruanos. Claro que como el parecido es tanto, y la gente está ya un poco saturada de música andina... Esto es merchandising, y lo demás es cuento. Se está muy bien aquí y no nos apetece irnos, pero el viaje es el viaje. Nos vamos pa Suecia. Volvemos hacia donde dejamos las bicicletas. La llave del candado la guardaba junto con las de la autocaravana, de manera que empiezo a buscar: bolsillo derecho, bolsillo izquierdo, bolsillo interior, primer bolsillo de la riñonera, segundo bolsillo... Las llaves que no aparecen. Al principio no me alarmo, porque tengo la costumbre de variar los sitios donde las guardo, pero al tercer registro, agotadas ya las posibilidades bolsillescas, me acojono. ¿Y si las he perdido? De la auto tenemos otro juego, pero del candado de las bicis no. Cuando estoy a un paso de la histeria, Bego se da cuenta de que están enganchadas entre los radios de las bicis, que

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se cayeron antes y que llevan ahí desde que nos fuimos de paseo. Decididamente hoy es mi día de suerte. Metemos las bicis en el garaje de la auto y cruzamos Copenhague rumbo al puente de Øresund. El depósito del agua lo tenemos vacío. Ya a las afueras, paro en una estación de servicio automático –el gasoil es aquí algo más barato que en Alemania, unas 8 coronas, 1,06 euros-, pero no tiene grifo. Cuando ya nos vamos descubrimos enfrente unas banderolas con grandes letras: CAMPING que al entrar en la ciudad nos pasaron desapercibidas. Decidimos acercarnos. Parece un solar acotado con vallas y autocaravanas dentro. No tenemos interés en dormir allí, sobre todo ya visto Copenhague, pero queremos saber si al menos se puede repostar agua. A la entrada hacen cola dos autos francesas. Voy a parar tras ellas cuando veo, fuera del recinto, un grifo y una manguera que, tentadores, ofrecen agua potable en tres o cuatro idiomas. No hay nadie por allí a quien preguntar ni cartel alguno en contra, de modo que llenamos el depósito. Cuando ya estamos a punto de arrancar, me pierde el civismo: veo que la manguera no ha quedado correctamente enrollada y me bajo de nuevo a colocarla. En ésas estoy cuando se acerca un tipo que me grita desde lejos Míster español. Me vuelvo a mirarlo. Lleva la cara de satisfacción que pone un cazador cuando encuentra una pieza caída en la trampa. En inglés. Me ordena, con cierto tonillo policial, que aparque la auto y que pase por la oficina. Le pregunto que por qué, y me responde: Porque tienes que pagar. Estoy tentado de marcharme, pero por alguna razón no lo hago. Supongo que porque en la expresión del colega leí: Ya os conozco a los de tu país: no sois más que un hatajo de aprovechados. Voy para el buró,

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uno de esos container de marras, esperando encontrarme a algún empleado, pero para mi sorpresa el único que está allí es otra vez el mismo tipo. Pregunto que qué le debo y me dice que cinco euros. ¡CINCO! Compungido, abro el monedero: sólo hay coronas. Podría haberle dicho que no estaba dispuesto a pagarle eso, que era un robo y él un ladrón. Sin embargo, vuelvo a la auto, cojo los cinco euros y se los pongo en la mano diciéndole -en español y con muy mala leche-: Toma. Me siento engañado, y mi rabia crece tanto que en la misma puerta del camping le abro el depósito de las grises. Luego nos marchamos. Agua a precio de oro. Servicios especializados. Menudo cabrón. El enfado me dura un buen rato, y sólo se disipa a la entrada del puente de Øresund. Había leído que era grande, que era caro y que comunicaba Dinamarca con Suecia. Lo que nadie me había dicho es que, antes del puente, hay que pasar un túnel submarino de 4 kilómetros que emerge en una isla en el centro del estrecho desde donde arranca propiamente el puente. Lo cruzamos oscureciendo. Todo en él es impresionante: las inmensas y futuristas arpas de hormigón, las vistas del Báltico, con el parque de molinos clavado en el agua, a la entrada del puerto de Copenhague... A la salida fichamos. Como nos pasamos medio metro de los seis que adjudican a la primera categoría, nos meten en la de pequeño camión. Dudo de que esos 50 centímetros desgasten el puente más de la cuenta, especialmente porque van en el aire. La tarifa aplicada, por contra, sí que desgasta significativamente nuestros bolsillos. Ya estamos en Suecia. Nos dirigimos a Malmö con idea de buscar sitio donde dormir. El recorrido por el centro es un poco accidentado, porque al parecer aquí se estilan unas prácticas de conducción que ya conocemos por

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Copenhague. Si estás, por ejemplo, parado en un semáforo esperando girar a la izquierda que nadie se piense, como en España, que tiene preferencia automática, porque los del carril contrario seguirán de frente y tendrás que esperar a que pasen todos. En Malmö, además, introducen una innovación: yendo nosotros de frente, un autobús que viene en sentido contrario se dispone a girar. Como yo seguí adelante porque tenía el semáforo verde, me abroncaron tanto él como otro autobús que circulaba paralelo a nosotros. Recién llegados a un país que no se conoce. Usos y costumbres extraños. Me siento confundido y deprimido. Al final, después de varias vueltas, damos con unas calles tranquilas. Pero encontrar aparcamiento es un calvario. No porque no haya sitio, que lo hay de sobra, sino porque al parecer la pasión de los suecos –al igual que los daneses, pero corregida y aumentada- es regular los aparcamientos. A modo de ejemplo, una señal con la P azul de parking tiene escrito debajo algo que más bien suena a maléfico conjuro: FÖRHYRDA PLATSER GILTIGT P-TILLSTÅND ERFORDRAS CARPAK AB 0771-969000 Junto a otra P, nos encogemos sobrecogidos al leer esto: ENDAST FORDON MED TILLSTÅND OCH AVGIFTSBILJET

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Y como el sueco que sabemos no da para tanto y no queremos líos con la autoridad, nos toca dar unas cuantas vueltas. Al final damos con un solar donde hay otro de los citados cartelitos. Éste no nos parece una prohibición taxativa, de modo que aparcamos (a la mañana siguiente descubriremos un parquímetro, al parecer en desuso). Salimos a hacer la ronda. Por la calle pasan algunos coches petardeantes y grupitos de chavales de inequívoca apariencia foránea. Nos asustamos un poco porque, como recién llegados, a lo mejor no sabemos reconocer los signos no verbales que indican si un sitio es peligroso o no. Tenemos miedo de habernos metido en algún ghetto, pero poco a poco la cosa se tranquiliza. Cenamos y sueño. SALIDA: Copenhague (DK) 19:30 LLEGADA: Malmö (S) 22:30 KILÓMETROS: 58(Parcial) 3.022 (Total) PEAJES: 60 eur.

DÍA 10. 16 Julio. Hemos dormido bien, descansados y sin incidentes nocturnos. Dejamos la auto donde está, desenfundamos las bicis y nos vamos para el centro. Ciclistas y carriles bicis haylos, aunque menos que en Copenhague. Otras diferencias palpables con la capital de Dinamarca es que la gente es menos rubia, y que se ven menos mangas cortas y chancletas (la verdad es que hace un poco de rasquilla.) Pasamos el día holgazaneando por la ciudad. Visitamos el Kungsparken, completo donde los haya: tiene lagos, jardines, arboledas, muchas aves e integra asimismo casino y cementerio.

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Llegamos hasta la estación de tren. Nos llama la atención un enorme aparcamiento flotante sobre el canal, en el que se encuentran estacionadas cientos y cientos de bicicletas. Como estamos en el centro urbano, la única explicación que se me ocurre es que pertenecen a personas que toman el tren para ir a trabajar a Copenhague –que, por cierto, comparte con Malmö la tarificación por zonas del transporte público, único caso que conozco de colaboración entre dos países a este nivel. Comemos en un pita kebab y luego entramos en una cafetería que nos había olido muy bien. En medio del litigio (en inglés) para conseguir una mezcla lo más parecida posible al café de casa otra camarera, una chica joven, nos pregunta que de dónde somos. Al responderle que españoles responde en perfecto castellano: Ah, entonces café con leche. Nos cuenta que es una apasionada del flamenco, y que el año pasado estuvo en Jerez tres meses aprendiéndolo. También el idioma, claro, que habla con un divertidísimo acento gaditano. Por este episodio, por la cantidad de libros y mapas sobre nuestra tierra que hay en las librerías –llegué a encontrar el Michelín 1:400.000 Extremadura-Zona Centro- y otros detalles, como la publicidad, nos damos cuenta de que los suecos aman España, aunque sólo sea porque en ella se pone poco el sol. A las siete de la tarde levamos anclas. Habíamos pensado visitar Lund, pero nos apetece ir haciendo kilómetros, de manera que pasamos de largo. Cerca ya de Helsinborg, desde un área de servicio, contemplamos la costa danesa, a tan sólo 4 kilómetros. Tardaremos treinta y cuatro días en volver a verla. Comienza el tour escandinavo, y por eso nos desviamos hacia la derecha dirección Jönkoping. Aquí empieza la carretera E 04, que no aban-

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donaremos hasta su final en Tornio, frontera finlandesa, a 1.570 kilómetros de aquí. En el mapa que traemos, editado hace cinco años, aparece en su mayor parte como carretera ordinaria. Sin embargo, y para nuestra suerte, muchos tramos han sido convertidos en autovía. Insensiblemente desaparecen las praderas y nos vemos inmersos a lo largo de cientos de kilómetros en plantaciones de coníferas. No cruzamos pueblos, tan sólo de cuando en cuando un área de descanso con gasolinera y hamburguesería. La sensación que tenemos es la de haber sido teleportados a Canadá. El horizonte muestra a lo lejos un color ceniciento inconfundible: lluvia. Por suerte se aguanta hasta última hora cuando, desviándonos de la autopista, buscamos un sitio tranquilo donde dormir. Lo encontramos en Hok, más que pueblo un área residencial, justo cuando la lluvia arrecia. Es la primera noche pasada por agua que dormiremos en la auto; espero que el test de estanqueidad se lo realizaran correctamente. La sensación de infinitud de los bosques que hemos atravesado, y la ausencia de cualquier otra referencia es tal, que me hallo convencido de ir ya por la mitad de Suecia. Sólo cuando localizo nuestra situación en el mapa general compruebo que apenas si le hemos dado un mordisquito. Qué inmensidad de país.

SALIDA: Malmö (S) 19:30 LLEGADA:Hok (S) 22:30 KILÓMETROS: 273 (Parcial) 3.295 (Total) GASOIL: 37 lt. 43 eur.

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DÍA 11. 17 Julio. Durante la madrugada ha dejado de llover. Al levantarnos incluso hace sol. Pero a través de la claraboya del techo veo las nubes pasar muy deprisa, por entre las copas de los pinos, lo que no da muchas garantías. Salimos. Hay muy poco tráfico de camiones hacia y desde Estocolmo; deben de llevar las mercancías por tren o por barco. Por eso nos sorprendemos al rebasar a uno matrícula de Tarragona. Le saludo con algunos pitidos, pero él ni caso. Transcurren algunos kilómetros y, en la circunvalación de Jönkoping, donde la velocidad se halla limitada a 90 por hora, siento que me adelantan como una exhalación: es él, camionerito español, que como un auténtico vándalo va rebasando a todos los coches. Le seguimos un rato comentando lo que avergüenzan e indignan determinados paisanos, ya que la fechoría la cometen ellos, pero nos salpica a todos. Aprovecho una cuesta arriba para superarlo, y ya no lo volvemos a ver. Ni falta que fa. Primera avería Durante bastantes kilómetros llevamos el lago Vättern a nuestra izquierda. Luego nos desviamos hacia Linköping. Al rato no aguanta más y se pone a llover. Son chaparrones breves pero muy intensos. Entonces, sucede. El día anterior ya había notado que el limpiaparabrisas izquierdo se abría mucho en su trayectoria, tanto que a veces acababa fuera del cristal. No le di excesiva importancia, pero en uno de estos viajes se engancha con la antena de la radio y allí se queda. 2 kilómetros más adelante hay una gasolinera; asomándome por la parte derecha del parabrisas consigo llegar. Compruebo el desperfecto y

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coloco el limpia en su sitio, pero al dar el contacto veo que se ha quedado muerto. Horror: domingo, lloviendo, en Suecia… ¿Dónde encuentro yo un taller que me lo arregle? Miro y remiro. Abro el capó. Me empapa la lluvia, pero la verdad es que me importa bien poco. Después de un rato dándole vueltas observo con más atención y de repente se hace la luz: el eje del limpia averiado se mueve normalmente, aunque no lo haga el brazo. Ergo no se ha roto el motor que lo acciona al engancharse ni la transmisión, como yo me temía. Saco el tapón de plástico que lo protege y me encuentro con que la tuerca que lo sujeta está tan suelta que la puedo desenroscar con la mano. Dios mío, ¿será sólo esto el problema? Con unos alicates pruebo a apretar la susodicha y ponemos el limpia en marcha. Funciona hasta que otra vez se para. Es preciso apretar más la tuerca pero con una llave inglesa, ya que con los alicates corro el riesgo de dejarla redonda. Llave no tengo. A nuestro lado hay estacionada una auto sueca. Llamamos a la puerta, sale el dueño, le preguntamos y, efectivamente, dispone de una llave que gustosamente nos presta (y hasta un paraguas ofrece el buen señor, en vista de que me estoy poniendo perdido de agua). La maniobra de apriete se desarrolla satisfactoriamente. Damos las gracias (y la llave) a nuestro salvador, y hago el propósito de agenciarme una a la primera de cambio. Ya puestos, aprovechamos la parada para comer. Luego reanudamos el camino de las ciudades köping (Norrköping y Nyköping), aproximándonos al Báltico. La lluvia generalizada ha cesado, aunque de cuando en cuando van y vienen chaparrones. Es domingo por la tarde. Hace ya una semana que a estas horas nos disponíamos a cruzar París. Desde entonces el tiempo no ha fluido li-

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neal, sino que más bien se ha estructurado en una sucesión de momentos. Si algo me gusta de los viajes largos es la posibilidad que le dan a uno de vivir el presente. Sin proyecciones hacia atrás o hacia delante, la vida del viajero se limita a lo inmediato, y por eso se transforma en algo muy simple. Además, sólo viajando le es posible a uno contestar a las tres famosas preguntas: quiénes somos, de dónde venimos y adónde vamos. Cuando se vive en casa se puede responder como mucho a la primera. 20 kilómetros antes de Estocolmo nos encontramos con un atasco. Parece el típico regreso de fin de semana, pero no: detrás de nosotros empiezan a sonar sirenas. Entonces sucede algo impresionante: los conductores, todos a una, se apartan a los lados y dejan paso libre por el centro de la calzada a los bomberos, a la grúa, las ambulancias. Acostumbrado a nuestro país, donde los vehículos de socorro se mueven por el arcén, tardo un poco en reaccionar, pero me quito de en medio a tiempo. Donde fueres haz lo que vieres. Tardamos un buen rato en llegar al lugar del siniestro. Para entonces sólo quedan unos frenazos en la calzada, un coche con el morro abollado y una señora con cara de shock, asistida por alguien. En sentido contrario también ha habido un ligero golpe. Por mirar. Estocolmo es una ciudad lo bastante grande como para andar perdido si no tiene uno claro dónde va. Nosotros traemos la referencia del puerto de Strandvägen, donde nos encontramos con varias autocaravanas aparcadas. Es zona de parquímetros, pero las autoridades de la ciudad son buenas y sólo cobran de 9 de la mañana a 5 de la tarde. Damos un paseo por la orilla para ubicarnos. Hay pocos turistas. Primero vamos hacia la derecha, en dirección

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a Nybroviken. Con el atardecer una luz especial habita el puerto de Estocolmo, que trae recuerdos del Cuerno de Oro en Estambul. Aquí el ayuntamiento presume de un agua tan limpia que incluso se pueden pescar salmones. Me sorprende en cambio el nivel de ruido: hay muchos más coches que en Copenhague, ciudad de tamaño similar, pero sobre todo quienes la lían son docenas de potentísimas motos que pasan continuamente atronando las avenidas cual circuito del Jarama. Ignoro si son peregrinos a Cabo Norte, si es que es domingo o simplemente la forma de macarreo local. Lo cierto es que me decepciona un poco, ya que creía que, al igual que habían limpiado el agua y el aire, las civilizadísimas capitales del Norte de Europa tenían más controlada la contaminación acústica. Tras una breve parada en la auto, paseo en dirección contraria, con intención de localizar el museo del Vasa. A la vuelta, ya anochecido, nos damos de narices con un cementerio que, como en Malmö, no está vallado y no nos queda otra que cruzar. Entre las tumbas, que son de auténtica película de terror, y la no menos terrorífica silueta del Nordiska Museet, lo cierto es que las pasamos canutas. Por si fuera poco también está aquí el memorial en recuerdo de las ochocientas y pico de víctimas de un ferry que naufragó en el Báltico. Nos recogemos casi a medianoche, con una leve claridad de crepúsculo en el cielo. Dentro de cuatro horas, en Estocolmo se hará de nuevo de día. SALIDA: Hok (S) 11:30 LLEGADA: Estocolmo (S) 19:30 KILÓMETROS: 348 (Parcial) 3.643 (Total) GASOIL: 43 lt. 50 eur.

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DÍA 12. 18 Julio. Lo primero que hago al levantarme es salir de la auto e irme hasta el parquímetro. Anoche vi que aceptaba tarjetas, pero con la VISA no tengo éxito. No disponemos de monedas para todo el día, de modo que le doy de comer 12 coronas para que nos dé una hora de margen. Luego habrá que buscar algún otro sitio donde no cobren, lo cual no es tarea fácil: todo Estocolmo es pura zona azul. Al final, hartos de dar vueltas, aparcamos en una calle tranquila pero con los inevitables parquímetros. ¿Qué hacer? Tengo 24 coronas en el bolsillo. Se las entrego todas a la insaciable maquinita, y que sea lo que tenga que ser. Espero que si viene el revisor sea clemente con los pobres guiris. Bicicletas fuera y otra vez para el centro cruzando zonas sin edificar. Pasado un puente estamos en la isla de Djugården, dedicada casi por completo a parque. Vamos por la orilla, en el sentido de las agujas del reloj, hasta llegar al museo Vasa, donde exhiben el buque del mismo nombre que se hundió en la bahía de Estocolmo hace trescientos años, y que recuperaron y restauraron en los 60. Al principio decepciona un poco, porque aquello parece un gigantesco hangar donde conservan el pecio en medio de una luz tenue. Entonces te dices: esto lo ventilamos en diez minutos. Pero dicha impresión resulta engañosa, pues repartidas en torno al barco, a distintos niveles, hay un montón de salas donde se nos muestran la época y la cultura, la vida cotidiana en los barcos, una reproducción del castillo de popa, una recreación de cómo construían los barcos, proyecciones, multitud de objetos procedentes del naufragio... La nave se hundió recién estrenada. ¿Por qué? Al parecer, prisas en la planificación, presiones de rey, así como el empeño de éste en que lo cargaran con más caño-

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nes de la cuenta. Se abrió una investigación, pero como las responsabilidades apuntaban al almirante de la flota y al mismo soberano, la comisión se cerró sin emitir veredicto alguno. Hay cosas que jamás cambian. Al cabo de dos horas, agotados y hambrientos, aún sacamos fuerzas de flaqueza para ver la extensión exterior del museo: un buque-faro de 1901 y un rompehielos, el Sant Nicolás, de 1915. Nuevecitos y anclados allí al lado. Nunca habíamos visitado un barco por dentro. Quiero decir las zonas vedadas de ordinario a los pasajeros: puesto de mando, dependencias de la tripulación, cocina. También conservan los objetos cotidianos. La sensación de que estos barcos fueron usados hasta ayer mismo es palpable; en los camarotes incluso huele a sobaquina. Tras la extenuante visita, comemos lo poco que llevamos encima en un parque cercano. Luego nos vamos a buscar la autocaravana, que afortunadamente no ha sido multada. Son casi las cinco, hora en que los vampiro-parquímetros dejan de succionar, y a partir de ese momento podemos reaparcar en el puerto. Dicho y hecho. Hay más coches que ayer, aunque por fortuna menos motos. Eso sí, a los estocolmenses paseantes parece que les causa sensación ver las autos y a sus tripulantes estacionados en el puerto. No sé si esto de pernoctar en la vía pública les parece demasiado gitano o qué. Recorremos todo el Strandvägen camino de Gamla Stan. Nos marchamos por la mañana, y no queremos dejar de visitar la parte vieja. Aquí sí que encontramos la típica calle abarrotada de turistas, estandarizadas tiendas de recuerdos y restaurantes que aspiran a uniformar todos los lugares del planeta con estética idéntica. Acabamos en la Stortorget o Plaza Mayor. Allí, sentados en un banco, re-

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ponemos fuerzas frente a la mítica Academia Sueca y la biblioteca de los Nobel. Luego nos vamos en busca del Ayuntamiento, que estamos buscando en vano desde ayer: con este lío de puentes, canales, islas y penínsulas sobre el que está asentado Estocolmo la verdad es que resulta difícil orientarse. Al final lo encontramos. A mí me gusta tanto que no me hubiera perdonado el habérmelo perdido. Básicamente le encuentro tres virtudes: a) La enorme masa del edificio queda aligerada desde el momento en que uno franquea la entrada y descubre que la mitad del recinto es hueca y que se halla ocupada por un patio. b) La altísima torre de ladrillo que en los países escandinavos rivaliza con las de las iglesias, contrapesando de este modo el poder religioso con el secular. En España, desde los árabes – Giralda de Sevilla-, nadie ha construido rascacielos de ladrillo. c) El amplio jardín que se abre a las vistas de la bahía y la ciudad, y que recuerda a los palacios venecianos. Arquitectura sencilla, nada ostentosa, y al mismo tiempo elegante. Aquí es donde invitan a cenar a quienes han ganado el Nobel. Qué menos, ¿no? Mientras estamos viendo el Ayuntamiento cae un chaparrón tremendo. Esperamos a que amaine. Luego, contentos, con las últimas luces, regresamos a la auto, convencidos de que ésta es una ciudad bonita. Sin más calificativos. La estampa de Estocolmo para el recuerdo es una piel de color trigueño –se ve a los locales increíblemente morenos- y unas chanclas resonando contra el pavimento. Diríase que es el calzado nacional, al menos durante el buen tiempo.

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Pequeña lección de lingüística comparada Decía Mark Twain que Inglaterra y Estados Unidos eran dos países separados por la misma lengua. Algo así se puede decir del danés, el sueco y el noruego. Las tres pertenecen, junto con el alemán, el inglés y el flamenco, a la familia de lenguas germánicas. Creo que el sueco y el noruego son bastante similares. Las otras, en cambio, parecen haberse distanciado bastante al evolucionar. Sin embargo, algunos rasgos son reconocibles. Por ejemplo, la palabra calle se dice de la siguiente manera: En Alemania, weg En Holanda, veg En Suecia, gatan En Dinamarca, gade En Noruega, gate Y todas ellas forman el compuesto calle de... añadiéndolo al final del nombre en cuestión: Wallinweg, Wallingatan, Wallingade... Al igual que el inglés dice Broadway.

SALIDA: Estocolmo (S) LLEGADA: Estocolmo (S) KILÓMETROS: 10 (Parcial) 3.653 (Total)

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DÍA 13. 19 Julio. Segunda avería Desastre al canto: desde hace unos días, de debajo del arcón donde va el depósito del agua manaba un hilillo de ídem, pero no le habíamos concedido excesiva importancia. Con todo, el asunto empezaba a preocuparme porque el volumen derramado aumentaba de mañana en mañana. Hoy el problema ha alcanzado dimensiones de auténtica inundación. Por eso estuve investigando en el arcón y palpando las juntas de la bomba, por si provenía de ahí el escape, pero al menos las que estaban a mi alcance se hallaban por completo secas. Sin saber qué más hacer voy al baño, abro la portezuela que hay bajo el lavabo y me encuentro el estropicio: todo lo que hay debajo, incluida una caja de detergente, se ha requeteempapado. Pensando que se trata de un problema de la rosca de la junta, la aprieto. Cuál no será mi sorpresa cuando, al abrir el grifo para hacer la prueba, el agua se derrama ahora a borbotones. Descubro acongojado que el agua no proviene de la junta, sino del reborde metálico del desagüe, que se ha despegado del lavabo; el excesivo entusiasmo del operario que empalmó el tubo provocó una fisura que, al apretar yo la rosca, no he hecho sino ensanchar. Cabreo por la ínfima calidad de los materiales y al mismo tiempo alivio: si todo el agua vertida proviene de aquí, basta con no usar el lavabo mientras ideo algo. Entretanto han sonado las nueve, de manera que bajo a confesarme con el parquímetro y entregarle las 12 coronas de rigor, aunque empiezo a sospechar que estos suecos son tan cumplidores que ni revisan siquiera. Una hora después nos mudamos con la auto hasta HaganParka, donde está el Fjärils och Fägelhuset, que es la Casa de los Pája-

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ros y las Mariposas (hay en Estocolmo cerca de cien museos. Nosotros nos conformaremos con dos). Aquí vienen los papás con sus niños pequeños para que flipen. Es interesante y está bien, aunque esperaba algo más. De todas formas, para ver pájaros no hace falta pagar las 70 coronas que cuesta la entrada: en mi vida he visto un lugar donde se acerquen tanto a la gente: gorriones y urracas, que en España huyen de los humanos como del demonio, aquí casi comen de la mano. El grado de civilización de un país se mide por cómo trata a sus animales. La frase no es mía, sino de Gandhi. Salimos del museo y enfilamos directamente hacia Sigtuna. En Estocolmo ya picaba el sol, y al poco rato llega la respuesta correspondiente en forma de copioso chaparrón. Mientras aclara, paramos en el aparcamiento de un gran centro comercial cercano al aeropuerto. Aprovechamos para comprar algo de comida fresca, congelados y silicona blanca, la cual me cuesta identificar porque las leyendas de los productos están en sueco, noruego, danés y finlandés, pero de inglés nanay. Es un bote pequeño que parece de pegamento, pero por lo que pago por él creo que en España me habrían dado un kilo. Tras la comida seco el seno del lavabo y trato de sellar el boquete lo mejor posible. Habíamos leído que Sigtuna era un pueblo muy bonito. A nosotros no nos lo pareció tanto. Sí, en cambio nos gustó el lago, aunque se trata más bien de un fiordo, pues las aguas que conforman el archipiélago de Estocolmo llegan hasta aquí. Eso sí, tan debilitadas de salinidad que en ellas crecen los nenúfares. Ha salido el sol. Buen paisaje y buenas vistas, pero hay que partir. Por primera vez en el viaje, cedo a Bego el

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timón de la nave: 3.600 kilómetros han hecho mella en mí. Pasamos Uppsala, Gaüle (de donde era Amadís, el de los libros de caballerías), Söderhamn… Siempre hacia el Norte y cercanos al Báltico, que sólo avistamos en los entrantes. Pasado Hudiksvall compruebo por el GPS que el amanecer ha ganado casi veinte minutos desde Estocolmo: el sol sale aquí a las 3:38 de la madrugada, y se pone a las 22:15. Abandonamos la carretera general unos 25 kilómetros antes de Sundsvall. Dormimos a la entrada de un camino, muy próximos a un paso a nivel –durante la madrugada oiremos la campanilla de la barrera y el ruido de los trenes corriendo hacia el Norte o hacia el Sur-. Antes de acostarnos salimos a dar un paseo. Son las doce y media de la noche, y pese a las nubes aún hay algo de claridad. Ahora sí que estamos en el Gran Norte. Y nos atacan los primeros mosquitos. SALIDA: Estocolmo (S) 13:00 LLEGADA: Lago Sundsvall (S) 23:00 KILÓMETROS: 387 (Parcial) 4.040 (Total) GASOIL: 38 lt. 43 eur.

DÍA 14. 20 Julio. Anoche nos acostamos a las dos de la mañana (nunca mejor dicho), de modo que hemos amanecido pasadas las diez. La noticia buena del día es que el remiendo de silicona en el lavabo ha funcionado: adiós a los escapes de agua. La mala es que nos llueve desde por la mañana, y que el tráfico es denso y pesado, con muchas zonas urbanas sin circunvalación. Ya no hay autopista, sino sólo dos carriles muy anchos, en los que los más lentos se orillan para facilitar el paso. Personalmente no aprecio - 293 -


mucho dicha práctica –los vehículos grandes, autobuses y camiones, no se apartan-, ya que la indefinición de las circunstancias del adelantamiento lo vuelven peligroso. Ha tenido que haber muchas leches, ya que están sustituyendo este diseño por otro que en mi opinión es el mejor del mundo, y más barato que una autopista: en tramos alternos, la carretera dispone de un carril adicional. Para evitar que quienes vienen de frente utilicen dicho carril cuando no les corresponde, existe una valla de separación. De este modo jamás se adelantará viniendo vehículos de frente. A las cuatro de la tarde hemos recorrido unos 200 kilómetros sin parar de llover. Buscamos un sitio donde parar a comer y acabamos en uno de los muchos campos de golf de jalonan la carretera. A diferencia de los de España, no se encuentra vallado, ni da la sensación de que sea un deporte de privilegiados. Hay pelotas regadas por todas partes, y me llevo algunas de recuerdo. Comemos y esperamos a que amaine. A las siete de la tarde, sin que haya cesado la lluvia, reemprendemos camino. Llegamos a Umeå (pronúnciese Omióo) cuando por fin escampa. Nos detenemos en una gasolinera, y estamos atareados con el agua y el gasoil cuando para a nuestro lado una auto italiana. Son cuatro: una pareja de más o menos nuestra edad y otra mayor, los suegros. Van también a Cabo Norte, claro. Les pregunto que dónde piensan pasar la noche. Me responden que en Lövånger, en un porticello que hay. Yo ya había estado consultando en el navegador la posibilidad de llegar hasta allí, de manera que les respondo que anche noi. Ellos salen delante. Cuando llegamos al pueblo no encontramos el puerto por ningún lado, y sí en cambio un aparcamiento donde hay una auto tan enorme que debe de tener hasta patio de luces.

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No hemos terminado de aparcar cuando aparecen los italianos. El joven me dice que ellos sí que han dado con il porticello, pero que les pareció demasiado solitario y se han vuelto para acá. Pienso que a lo mejor bromea, pero la cara del tipo es absolutamente seria. Me río por dentro pero disimulo: ¿inseguridad en Suecia? Si vieran donde dormimos nosotros anoche… Tal como yo veo el país, ni pagando conseguirían que les viniesen a robar. En Lövånger el sol sale a las tres de la mañana, y se pone a las 22:22. Palabra sueca aprendida hoy: färdsopor (bolsa de basura.) SALIDA:Lago Sundsvall (S) 12:00 LLEGADA: Lövånger (S) 22:30 KILÓMETROS: 373 (Parcial) 4.413 (Total) GASOIL: 53 lt. 61 eur.

DÍA 15. 21 Julio Salimos de Lövånger. Lo primero que hacemos es visitar el porticello, que está a 5 kilómetros del pueblo. Cuando llegamos y vemos lo maravilloso del sitio, lamentamos no haberlo encontrado nosotros, y nos burlamos del miedo de los italianos. Después reanudamos el camino del Norte. Aquí el tráfico empieza a ser más relajado y menos denso. Se suceden los tramos que disponen de carril de adelantamiento alterno con los de uno solo por cada lado, y allá te las compongas. Prueba de lo peligroso de este sistema es que, por una vez que me pongo a adelantar, aparece otro vehículo detenido en el arcén. De frente viene una gran furgoneta que no hace ademán alguno de dejar sitio. Menudo susto que pasamos

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el adelantado y yo. En otra ocasión, uno que viene rebasando de frente invade mi carril y me obliga a echarme al arcén. Parece mentira que, incluso en un país que es la cuna del civismo en carretera, te encuentres algunos que conducen a la mexicana: con los cojones en lugar de con las manos. Pasamos los pueblos eå -Skellefteå, Piteå, Luleå y Raneå-. La verdad es que subir la costa del Báltico ha sido duro y aburrido, debido sobre todo a la lluvia y a la monotonía de los paisajes, que parecían pasar una y otra vez ante nuestro parabrisas, como un tiovivo de feria. Por otro, qué verdad es la aseveración de que el tiempo depende de la velocidad del observador: hace quince días que salimos de casa, y parece que hubieran pasado seis meses. La vida cotidiana cae bien lejos ahora, aunque a menudo hablamos de casa y de nuestra gente. A veces es necesario viajar mucho y lejos para darse cuenta de que nuestras raíces en los sitios y en las personas son mucho más profundas de lo que sospechamos. Paramos a comer en Kalix, a la orilla del fiordo –aunque no son escarpados como los noruegos, también se los llama así-. Luego, mientras paseo por la orilla, me llaman la atención varias cosas: la primera, que pese a la lluvia intermitente y a los 15 grados de temperatura los oriundos van en manga corta, y casi todos sin paraguas. La segunda son unos postes con enchufes que hay a la puerta de las casas y los establecimientos y que ya vimos ayer en Lövånger. Supongo que sirven para conectar -y evitar que se descarguen- las baterías de los coches en las crudas noches de invierno que debe de haber por estos lares. La tercera es descubrir que los buzones de las casas, a la entrada del jardín, no tienen cerradura, sino que son más bien

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cestos con tapa y que el cartero echa la correspondencia por el mismo lugar donde la recoge el destinatario. Reflexiono sobre la confianza y el respeto mutuos que hacen falta para que esto sea posible. De vuelta a la auto compruebo que todo el lateral está cuajado de mosquitos. Está claro que sus dominios comenzaban en Sundsvall, pero habrá que esperar a esta noche para darnos cuenta de que aún no hemos visto nada. A la salida de Kalix nos encontramos el quinto accidente del viaje. Como el de Holanda y el de Dinamarca, ha sucedido en un cruce. No parece haber víctimas. A medida que nos acercamos a la frontera los nombres cambian, y empiezan a tener sabor finés. El mismo nombre de Haparanda lo es. No hay transición entre esta localidad y Tornio, que está ya al otro lado. Luego se empiezan a percibir los sutiles cambios delatadores de que éste es otro país, otra mentalidad y otra manera de ver y de hacer las cosas. Por ejemplo, los precios: en Finlandia el gasoil está unos 16 céntimos de euro más barato que en Suecia. O sea, 27 pesetas de las de antes. Y hablando de euros, resulta curioso, tras recorrer casi 5.000 km, encontrarse la misma moneda que en España. Después del follón de coronas es un poco como volver a casa. Las otras monedas Dinamarca está en la Unión Europea pero no adoptó el euro. Suecia está en la Unión Europea pero no adoptó el euro. Noruega ni está en la Unión Europea ni adoptó el euro... ¿Cuál es la moneda de estos países? La corona. Ah, pero ¿tienen la misma moneda? No, pero se llama igual en los tres. Y para más inri su valor es parecido: la más cara

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es la corona danesa, a 0,13 euros. Le sigue la noruega, a 0,12. La más barata es la sueca, a 0,11. Y yo digo: llamándose la divisa igual y con un valor tan parecido, ¿cómo es que no se le ha ocurrido a esta gente hacer una unión monetaria entre los tres países? Imagino que por la misma razón que dos de ellos no han aceptado el euro y el tercero ni siquiera ha querido formar parte de la UE: defensa de la soberanía nacional. Sólo que esta situación de tres monedas idénticas me recuerda a Nepal, que tiene la hora oficial adelantada diez minutos para diferenciarse de la India Por lo pronto, para el viajero es un perjuicio, sobre todo si ha guardado dinero porque va a volver a pasar por el mismo país: cuando lleguemos a Noruega habrá que tener habilitados tres bolsillos: uno para las coronas, otro para las coronas y un tercero más para las coronas. Procurando, eso sí, que no se mezclen. Pasado Tornio remontamos el río Torneälven, que hace de frontera entre Suecia y Finlandia, para ir a dormir a los rápidos de Kukkolankoski. Estamos a 100 kilómetros en línea recta del Círculo Polar. Aquí el sol ya se pone a las 22:37, y sale a las 2:22 de la mañana. Por la noche, como ya se ha adelantado, recibimos una lección magistral por parte de los mosquitos lapones. Estos animalitos, capaces de liquidar a un reno, disfrutan de una fama mundial por completo merecida, como comprobamos en nuestras carnes: pese a que habíamos tenido bastante cuidado y tuvimos abiertas lo mínimo puertas y ventanas, durante la cena fueron apareciendo uno tras otro hasta veinte ejemplares, que nosotros rematábamos cumplidamente con el matamoscas adquirido en Elizondo. No hará falta decir que con tanto jaleo nos entró indigestión.

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La psicosis subió hasta tal cota que llegamos a creer que se colaban por algún recóndito agujero ignorado por nosotros: taponamos con cinta americana el respiradero del baño y la chimenea de la cocina. A medianoche parecía que habíamos acabado con todos, pero para más seguridad y a riesgo de perecer asfixiados, rocié el interior de la autocaravana con insecticida. SALIDA: Lövånger (S) 11:00 LLEGADA: Kukkolankoski (FIN) 21:00 KILÓMETROS: 323 (Parcial) 4.736 (Total)

DÍA 16. 22 Julio. La matanza de mosquitos, que creíamos concluida anoche, se reanuda hoy con saña. Amanecemos cosidos a picotazos (especialmente Bego) y muy cabreados. El balance es de diez mosquitos más liquidados, que, inexplicablemente, escaparon al insecticida. Dos o tres van tan cargados que donde los aplastas lo ponen todo perdido. Es una sensación curiosa y al tiempo repugnante ver tu propia sangre estampada por ahí. Descartada la posibilidad de que hayan perforado la pared del habitáculo, nos inclinamos a creer que todos ellos entraron anoche pegados a nuestra ropa. Nos sentimos bastante desmoralizados. Bego sugiere que suspendamos el recorrido por Laponia y subamos hacia donde haga más frío. Para animarnos, imaginamos un documental inédito de Félix Rodríguez de la Fuente titulado El mosquito Lapón donde el popular naturalista, con su característico tono doctrinal, describiría el ataque del

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insecto y su posterior conversión en presa. He aquí un fragmento: El mosquito lapón (pausa) ahíto (pausa) busca descanso (pausa muy larga). Poco sospecha (pausa corta) que su víctima (pausa) prepara la venganza (caída de tono final).

Finalizado el documental, salimos al exterior a ver los rápidos. No hay mosquitos en la costa. Hace sol por primera vez en tres días y se agradece. Pasamos horas contemplando el agua que fluye y luego, ya en la auto, cambiamos el rumbo: hasta aquí hemos seguido el itinerario clásico hacia Cabo Norte, pero ahora vamos a innovar por nuestra cuenta: iremos hacia el Sur, siguiendo la costa, hasta Oulu. Tenemos por delante 150 kilómetros de carretera saturada. En el trayecto vamos averiguando algunas palabras finesas. Así, confirmamos que Karhu significa oso, que Simo es salmón, y que por tanto Simonjoki es el río de los salmones. El finlandés es una lengua única, sin filiación con los idiomas vecinos, como el sueco o el ruso. Hubo quien le buscó parentesco con el vasco. La aseveración parece una fantasmada, pero existe fundamento: en primer lugar, porque ambas son lenguas con declinación, como el latín, sólo que con muchos más casos. Así, por ejemplo. Oulu es nombre de ciudad. Si yo quiero decir de Oulu pues entonces escribo Oulun. La analogía llega incluso a algunas términos del vocabulario (tunturi, en finés, montaña. En vasco, tontorrea cima), al vocalismo y a la fuerte pronunciación de la erre. Mi opinión es la siguiente: cuanto más antiguo es un idioma, más cerca se halla de la lengua primordial. Al ser

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el lenguaje dinámico y volátil por naturaleza, no es posible hallar fósiles, como tampoco realizar pruebas de ADN o Carbono 14. Las familias lingüísticas a que pertenecen el euskera y el finés hace mucho que desaparecieron. Por eso podemos decir de ellos que sí, que pertenecen al mismo puzzle, pero que al mismo tiempo son piezas que no encajan. Tercera avería (que ya son...) Llegamos a Oulu. El frigorífico, que nos había dado lata desde principios del viaje y que nos costó dios y ayuda encender en Umeå, decide que por ahora ya está bien. Todos los intentos por volver a reanimarlo resultan infructuosos. Yo lo siento por la comida del congelador, aunque por fortuna ya no queda mucha. Por probar, cambio el regulador de una bombona a otra, y descubro que la que se encuentra al uso está casi vacía. ¿Significa eso que hemos consumido una botella de gas en quince días? De ser así vamos listos; me veo sin ducha y a base de bocatas en Noruega. Mientras reflexionamos sobre nuestras cuitas domésticas, nos vamos a dar una vuelta por el pueblo. La primera impresión de Oulu no es buena: para empezar, descubrimos es que sus habitantes son mirones, al menos los de las terrazas de los bares, que nos escudriñan tan sin recato que resulta incómodo. Después vienen las bicicletas, que para evitar los adoquines de la calzada, circulan por las aceras sin contemplación alguna con los peatones. Procuramos huir de las calles más transitadas, y así descubrimos que Oulu se halla surcada de canales. Se pasa de una isla a otra por puentes. De casualidad encontramos un aparcamiento ideal para dormir junto al estadio, donde ya hay

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varias autocaravanas. Otra sorpresa agradable es que no vemos mosquitos, pese al cartel en un parque cercano que avisa de su presencia. Descubrimos también que están de fiestas, y que este año se cumple el 400 aniversario de la fundación de la ciudad. Paseamos entre los chiringuitos, donde los oulenses comen a cuatro carrillos, cuando de repente nos fijamos en las bombonas que usan las cocinas de los puestos. Están pintadas de otro color, pero yo diría... ¡Son como las nuestras! Por si fuera poco el regulador también es idéntico. Antes hemos pasado por la oficina de turismo, pero estaba cerrada. Ahora encontramos otra en el puerto. La chica que atiende nos explica que las bombonas las venden en las gasolineras. Nos indica una. Vamos hasta allá, pero se niegan a vendérnosla alegando que no se pueden sacar de Finlandia (¿serán alguna droga dura?). Sin desanimarnos, nos vamos a otra que se encuentra en el extrarradio, donde según nos dijeron les venden el gas a los dueños de los yates. El empleado examina la válvula de nuestra bombona poco convencido, pero le pedimos que please nos deje hacer la prueba con una de sus bombonas grises. El regulador le va como anillo al dedo, y así pasamos a ser poseedores de una bombona de propano finlandesa que, oh casualidad, es idéntica a las españolas. Nuestra querida bombona naranja queda allí; me imagino la cara del butanero -¿o debo decir propanero?- cuando venga a recoger los envases vacíos. Gas tenemos. Queda el problema de la rebeldía de la nevera, que trataremos de solucionar mañana. Aunque nos queda algo limpio, no nos vendría mal lavar ropa.

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SALIDA: Kukkolankoski (FIN) 12:00 LLEGADA: Oulu (FIN) 15:00 KILÓMETROS: 162 (Parcial) 4.898 (Total) GASOIL: 40 lt. 40 eur.

DÍA 17. 23 Julio. Mañana perdida en Oulu: no sabemos si por sábado o por fiesta, el caso es que están cerrados tanto el servicio técnico del frigorífico como la lavandería. Paseo por la ciudad. Compramos huevos y una docena de cervezas marca Karhu, a algo más de un euro la unidad. Me pregunto cuánto costarán en los bares. El precio de las bebidas no es sin embargo obstáculo para el alto índice de alcoholismo que existe en el país. De vuelta a la auto un borracho se mete con nosotros. No en plan bronca, sino más bien pedorreando. Visita a la biblioteca pública, que está muy bien: tiene taquillas, guardarropa y cafetería. Además, disponen del periódico El País y acceso gratuito a Internet durante un cuarto de hora. Nos enteramos así del pavoroso incendio de Guadalajara y las muertes subsiguientes. Está claro que las peores noticias son las que viajan más lejos. Salimos de Oulu hacia el Este, primero por la carretera 833 y luego por la 836. La sensación de cambio es inmediata: alejados de la costa, desaparecen los coches y desaparecen los pueblos. Era de esperar, en un país tan enorme con sólo 5,5 millones de habitantes. La carretera se vuelve una interminable cinta de asfalto rodeada de bosque. Atravesamos lo que en el mapa son pueblos, y en la práctica cuatro casas. Seguimos viendo los buzones sin cerradura, en ocasiones varios juntos. Aquí todo el mundo confía en su vecino, o al menos lo del otro es sagrado.

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Llegamos a Kalliuskoski, que viene marcado en el mapa como paraje de interés natural –koski significa en finés rápido de río-, pero es interesante sólo para los pescadores de salmón. Entiendo que en este país de aguas quietas la más leve corriente es objeto de veneración, pero riachuelos como éste los hay en España a patadas. Lo que no anuncian por ninguna parte son los mosquitos, que nos acosan salvajemente en nuestro paseo por la orilla. En cambio, nos gusta mucho más el lago que hay a las afueras de Puolanka, dorado por las luces del atardecer. Se oye un trueno; es una tormenta estival que pasa por allá enfrente. Algo que nos llama la atención desde que entramos en Suecia es lo dilatado del horizonte: al ser la tierra achatada por los polos, aquí se ve más: la sensación es de total infinitud, con la tierra y las nubes perdiéndose en la lejanía. En el pueblo, apenas unos edificios dispersos, hay también una torre de iglesia –del cuerpo sólo quedan los cimientos- con las tejas de madera. Junto a ella, un cementerio de la Segunda Guerra Mundial. Muchachos de veinte años, abatidos seguramente por los soviéticos (Finlandia fue aliado de Alemania; hay amistades que son realmente peligrosas.) Seguimos camino con intención de llegar a Suomussalmi. Sin embargo, a los 2 kilómetros veo un desvío y un cartel que indica a Hepokongas. Escamados por la desilusión de los rápidos, nos acercamos. Tras un paseo a pie de quinientos metros, encontramos una bonita cascada. En el aparcamiento hay otra auto finlandesa con intención de pernoctar. Nos sumamos a ellos. Cerca de aquí hay una cafetería cerrada. Aprovechamos el grifo que tie-

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ne a la puerta para llenar el depósito. Es la hora del crepúsculo, y los mosquitos aparecen por trillones, pero la experiencia y el repelente contra insectos nos hacen llevarlo mejor que anteanoche. Ha hecho un día espléndido, pero a la hora de la cena nos cae encima una tormenta de las de aquí te espero.

SALIDA:Oulu (FIN) 14:00 LLEGADA:Hepokongas (FIN) 20:00 KILÓMETROS: 143 (Parcial) 5.041 (Total)

DÍA 18. 24 Junio. Hoy pensábamos hacer una ruta senderista corta por los alrededores, pero preferimos salir para llegar antes a la zona de Kuusamo. Por eso continuamos hacia el Este en dirección a Suomussalmi, donde repostamos gasolina. Ahora volvemos a girar hacia el Norte, pero en lugar de coger la carretera general, preferimos otra secundaria que va pegada a la frontera rusa. Rusia es el exotismo y el morbo de lo desconocido, y la medida exacta de lo lejísimos que estamos de casa. Hay un tramo de casi 100 kilómetros donde apenas hay pueblos y por donde casi no pasan coches. Es aquí donde vemos los primeros renos. Se trata de un grupo de hembras con las crías. Dejo la auto en mitad de la carretera, con la señalización de peligro puesta, y nos bajamos. Inocentes de nosotros, al principio creemos que son salvajes, hasta que nos damos cuenta de que alguno lleva collar. Nos acercamos para hacer fotos. Al caminar fuera de la carretera comprobamos la extraña textura del suelo: es como una gruesa alfombra de liquen debajo de la cual hay agua. Volvemos a - 305 -


la auto, y encuentro un sitio para aparcarla un poco más adelante. No nos vamos, porque llega un grupo de machos que pasan junto a nosotros. Llama la atención lo grandes que son sus pezuñas, muy similares a las de los dromedarios, diseñadas para caminar por este terreno empantanado y por la nieve. Nos despedimos de estos renos y continuamos viaje. Y digo bien, éstos, porque a partir de aquí y hasta Cabo Norte habrá que ir con mil ojos puestos en los arcenes, pues los animalitos campan a sus anchas y son los conductores quienes tienen que hacer todo lo posible por evitarlos. No todos lo consiguen: al pasar una curva nos encontramos con un coche que prefirió la cuneta antes que el topetazo del reno. Está con él la policía. Comemos a la orilla de uno de los muchísimos lagos, y a eso de las seis de la tarde (hora española, las 7 finlandesas) llegamos a Kuusamo, considerado la entrada de Laponia por esta parte. Allí, en una descomunal y bien atendida oficina de información, nos proporcionan mapas y nos indican cómo acceder al Parque Nacional de Oulanka. Le preguntamos si hay problema para pernoctar dentro. Nos dice que no. Nuestro vocabulario finés sigue incrementándose: Järvi es lago, y Kiitos, gracias. Entramos en un híper que hay frente a la oficina. Al estar los precios en euros, es posible hacer mejor la comparativa con el propio país. La conclusión es que los productos no nos parecen caros. En todo caso, bastante más baratos que en Suecia. Una negrísima tormenta que avanza desde el Sur sigue nuestros pasos. Perseguidos por ella subimos por Ruka hasta Käylä y nos desviamos a la derecha por una pista de tierra de 12 kilómetros que nos pone en el centro de visi-

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tantes del parque. Tenemos el tiempo justo de aparcar antes de que el cielo se desplome sobre nuestras cabezas. Dura la tormenta unos tres cuartos de hora, y es la más fuerte que nos ha caído encima hasta la fecha. Afuera hay una temperatura de 18 grados, lo cual parece mentira, habida cuenta de la latitud a la que nos encontramos. El sol sale a las 2:06 de la madrugada, y no oscurece ni por recomendación. A nuestro lado aparca una furgoneta francesa. Luego, nada. El silencio es total. SALIDA:Hepokongas (FIN) 11:00 LLEGADA: P. N. Oulanka (FIN) 20:00 KILÓMETROS: 280 (Parcial) 5.321 (Total) GASOIL: 43 lt. 41 eur.

DÍA 19. 25 Junio. Hoy toca andar, cosa que deseamos mucho después de tantos días de conducción. El parque nacional de Oulanka lo cruza de Norte a Sur una ruta senderista muy popular en el país denominada Karhunkierros, que significa Senda del Oso, de 80 kilómetros de longitud. El centro de visitantes del parque cae más o menos a la mitad. Ante la imposibilidad de realizar el recorrido lineal, decidimos hacer uno de ida y vuelta. Así, salimos en dirección Norte siguiendo el curso del río Oulankajoki. Nuestra intención es llegar hasta un cañón que hay a 14 kilómetros de aquí. Como de vuelta son otros tantos, pensamos que la distancia quizá sea excesiva, pero nos anima el que no existan grandes desniveles.

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Las penas de Oulanka Hace calor, y vamos en manga corta. Enseguida nos damos cuenta de que va a ser un día de perros, digo de mosquitos, por lo que vamos pertrechados con repelente de insectos y aparatos de ultrasonidos que, en teoría, los ahuyentan. Luego, a los pocos kilómetros de comenzar, nos damos cuenta de que la cosa va a ser más complicada de lo que a simple vista parece: se camina despacio debido a las piedras y a las numerosas raíces que cruzan el sendero. Y en cuanto al repelente, en cuyo prospecto se asegura que es para condiciones extremas –mosquito de la malaria y la fiebre amarilla- y una duración de seis a ocho horas, no consigue mantener a raya a los mosquitos lapones más de dos. A mí me pican en los hombros, a través de la camiseta, y también en cada milímetro cuadrado donde haya olvidado darme el maldito repelente. Ni en Cuba ni en Perú me atacaron tantos bichos como aquí. Nos cruzamos con excursionistas que llevan la cabeza cubierta con redecilla, y con algunos infelices que han osado venir en pantalón corto. Ignoro si esto será así todos los años o si depende en cierta medida de la temperatura. Entre mordisco y mordisco, la voz de Félix resuena fatídica en nuestros oídos: Nuestros turistas / avanzan confiados./ No imaginan / que agazapado en lo más profundo de la taiga / les aguarda / el mosquito lapón. El paisaje es monótono: pinos, abetos, abedules. Pocos animales (sólo vemos una ardilla y un reno). Sorprende que no haya árboles de gran tamaño: como aquí no se practican talas, no sé si es que las condiciones climáticas extremas les impiden ser longevos o si es la labor de zapa de los insectos (se ven muchos troncos en el suelo, incluso jóvenes, totalmente roídos).

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Llevamos caminados 9 kilómetros. Después de cruzar tres puentes colgantes, llegamos al refugio de Taivaköngäs. Una pequeña isla tapona el curso del río, formando así un embalse natural. Comemos aquí, pero dentro del refugio; para ello tenemos que liquidar primero los mosquitos que se han colado. Llega gente más hecha polvo que nosotros y salimos al exterior. Pero no vale la pena estar parado peleándose con los zancudos, así que proseguimos. Toca subir ahora un largo tramo de escaleras de madera. En el conjunto de nuestro recorrido y entre las cotas máxima y mínima creo que no hay cien metros de diferencia, pero las continuas subidas y bajadas convierten el recorrido en un rompepiernas. La humedad ambiente es tal que parece que nos hallemos en la selva tropical. Estamos en medio del bosque. La identidad del espacio es tal que, si de repente desapareciera el sendero, no sabríamos orientarnos en este laberinto verde. Al final, tras unas cuantas subidas más, llegamos a un mirador desde el que se contempla el cañón. Decepción: esperaba algo parecido a las calizas de Ordesa, pero entre estas duras rocas las verticales paredes se hallan muy separadas. Descansamos el breve rato que nos dejan en paz los mosquitos e iniciamos el regreso. Las cuatro horas de vuelta se convierten en algo obsesivo por las nulas variaciones del paisaje. Lo dificultoso del terreno, por otro lado, nos va pasando factura, sobre todo en las rodillas. Llegamos a perder la noción del tiempo. Por fin, sobre las diez de la noche -¿o debo decir del día?-, llegamos a la autocaravana. Hogar, dulce hogar. En vista de lo visto, sospecho que la traducción que dan al foráneo de la palabra Karhunkierros no es fidedig-

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na, sino que debe de ser algo así como Senda del Oso cabreado que huye de las picaduras de los mosquitos.

SALIDA: P. N. Oulanka (FIN) LLEGADA: P. N. Oulanka (FIN) KILÓMETROS: 0 (Parcial) 5.321 (Total)

DÍA 20. 26 Julio. Nos levantamos doloridos y, especialmente yo, acribillados. Tras aplicarme abundante pomada antiinflamatoria, nos vamos a ver la cascada de Kiutkaköngäs, que por suerte está más cerca que el cañón. El paseo nos resarce de todas las penas de ayer: carece de dificultad, las vistas son hermosas, no se divisan mosquitos y para postre nos encontramos con una rena y su cría que llevan el mismo camino que nosotros. Comen ajenas al trasiego de turistas, y sólo se espantan cuando se junta mucha gente a fotografiarlas. Aprovechando un momento en que están tranquilas, consigo tocar a la madre. Aún conserva parte de la lana invernal, que está empapada de agua. Vista la cascada, volvemos a la auto. Con ella continuamos por la pista de tierra que trajimos hasta aquí y que lleva a Lükasenvara. Habíamos pensado en recorrer este tramo en bicicleta; menos mal que no lo hicimos, porque al principio hay unas buenas rampas, y hoy nos duele hasta el alma. Como el suelo está mojado, en el esfuerzo de subir la auto patina, y el conductor se acojona. A los 14 kilómetros la pista se interrumpe bruscamente ante una barrera pintada de amarillo y negro. Éste y no otro es el motivo de esta excursión: ver y palpar la fronte- 310 -


ra entre Rusia y Finlandia. En medio existe una tierra de nadie de 3 kilómetros de anchura, a la que está prohibido acceder sin un permiso especial. Esta frontera es relativamente reciente, pues se remonta a la Segunda Guerra Mundial: al rendirse los finlandeses en 1944, la entonces Unión Soviética desplazó la demarcación 30 kilómetros hacia el Oeste. Teniendo en cuenta que de Norte a Sur ambos países lindan 1.400 kilómetros, se puede decir que Finlandia perdió una superficie similar a la de Extremadura. Dicha frontera, además, estuvo cerrada a cal y canto hasta 1980. Hay pasos que se encuentran abiertos todo el año. Éste, en cambio, sólo abre a temporadas. Hace un rato nos hemos cruzado con policías de frontera finlandeses, que nos han saludado muy simpáticos: Adónde irán éstos, se habrán preguntado. Alcanzado uno de los confines del viaje, toca dar la vuelta. Por suerte, disponemos del camino de entrada a una casa junto a la misma barrera. Regresamos al aparcamiento de Oulanka. Tras la comida y una siesta compensadora por el palizón de ayer, emprendemos viaje hacia Rovaniemi. En realidad es un destino que podríamos perfectamente evitar y enfilar directamente hacia el Norte, pero ¿quién se resiste a conocer el Círculo Polar en la presunta aldea de Papá Noel? Salimos a las 19:00 horas y desandamos la pista por la que llegamos hace dos días. Por el camino empieza a llover, aunque son cuatro gotas. Al cruzar una carretera secundaria, susto morrocotudo: las señales de stop no parecen existir en Finlandia, y las sustituyen por Ceda el Paso. Esto también lo veremos en Noruega, y exige un cambio de mentalidad: hay que detenerse donde uno está acostumbrado a entrar mirando y a poca velocidad.

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Salimos a la carretera general camino de Kemijärvi. Vamos hacia el Oeste, y el sol nos da de cara. Como el asfalto se ha mojado con la lluvia, apenas veo. Voy despacio por miedo a un encontronazo con renos, cosa que no parece importarles a los trailers de dos remolques, que, armados de imponentes defensas, se lanzan a cien por hora como trenes de la taiga. Encontramos a nuestros astados amigos al menos en seis ocasiones, y soy yo quien tiene que reducir la velocidad, ya que ellos no se apartan hasta que no estamos encima. Ahora comprendo por qué he visto autocaravanas que también llevaban barras delanteras de protección. Me imagino lo que sería si en nuestra tierra anduviesen sueltas por la carretera las vacas y las ovejas; a lo mejor nos volvíamos tan prudentes conduciendo como los finlandeses. La luz no se mueve. Parece suspendida en el aire, y con las nubes acostadas sobre el horizonte resulta extraordinaria. Entreveo un lago entre los árboles y no resisto más: me orillo en un apartadero. Es el Karhujärvi (Lago del Oso). Inmenso, pero que no consta en nuestro mapa de carreteras. Ni un soplo de brisa altera su superficie. En el medio hay una isla que parece sacada de los sueños. De un recodo surge una vieja barca de remos con tres personas a bordo. El silencio es tal que se las oye hablar pese a hallarse a más de quinientos metros. Da un rodeo y luego empieza a acercarse. Quien rema es una joven; una niña va en el centro, y un hombre al timón. Llegan a nuestra altura, él nos saluda en finés, y nosotros contestamos en castellano. Yo todavía no sé muy bien cómo entrarles a los finlandeses, porque los que hemos tratado hasta ahora parecen adscribirse a dos grupos muy polarizados: o son

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extremadamente simpáticos o fríos y casi hoscos. Se produce un instante de desconcierto, hasta que Bego se arranca en inglés. La chica dice que ella lo habla a little, pero ya quisiéramos muchos dominar ese little como ella. Nos cuenta que estudia secundaria en Helsinki, y que el padre y la pequeña viven en la zona. Se sorprenden de que vengamos de España –un país calentito, dice-, y más aun de que viajemos en autocaravana. El padre quiere saber adónde vamos. Nordkapp. Hace un gesto de asentimiento; la traducción resulta innecesaria. Nos despedimos. Como la barca se ha varado, les empujo para ayudarles a ganar aguas más profundas, y veo en la mirada del hombre un gesto mitad sorpresa, mitad agradecimiento. Reanudamos camino, aunque yo me quedaría en este sitio por toda la eternidad (sobre todo hoy, que no hay mosquitos). El sol parece prendido sobre la línea del horizonte; cuando crees que ya se ha puesto, vuelve a aparecer entre los árboles. En Kemijärvi, nueva parada. Fluye por aquí el río Kemi, que pasa por Rovaniemi y desemboca en el Báltico junto a Kemi, la ciudad que le da nombre (pasamos por allí de camino a Oulu). Aquí se remansa dando lugar a un gigantesco lago sobre cuyas aguas se irisa el sol poniente. En algún punto antes de Kemijärvi hemos rebasado el Círculo Polar, sin alharacas. Vamos ahora hacia el Sur, forma un tanto extraña de llegar a Rovaniemi. Por fin se puso el sol de la tarde más espléndida del viaje. Empieza a rodearnos la penumbra y a los lados de la carretera surgen densas masas de neblina suspendidas a un metro del suelo, que confieren al paisaje un aura increíble y fantasmal.

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8 kilómetros antes de Rovaniemi llegamos al monumento que sobre la carretera marca la línea imaginaria del Círculo Polar. Nos desviamos buscando el aparcamiento de la aldea de Santa Claus, pero inexplicablemente lo pasamos de largo. Dando rodeo por una carretera secundaria aparecemos en Rovaniemi. Como es una ciudad pequeñita, del primer vistazo ya divisamos el túnel acristalado del Arkticum y el puente denominado La Vela del Leñador. Buscamos un lugar tranquilo donde dormir, y lo hallamos en la calle Jorma Eton, paralela a Hallituskatu y cerca de una gasolinera. Hay aquí cuatro grados menos que en Oulanka. También es la primera noche sin nubes en una semana y por eso, aunque es medianoche, cenamos sin encender las luces.

SALIDA: P. N. Oulanka (FIN) 19:00 LLEGADA: Rovaniemi (FIN) 23:00 KILÓMETROS: 231 (Parcial) 5.552 (Total)

DÍA 21. 27 Julio. Generalmente por las mañanas, mientras despierto, voy tomando gradualmente conciencia; primero del sitio al que llegamos ayer. Después, de cómo está orientada la auto. Hoy ha sido distinto, porque a las siete de la mañana me saca del sueño en volandas el familiarísimo sonido de una grúa eléctrica, que trae consigo recuerdos de un lejano país del Sur del que salimos hace tiempo. En el aspecto inmobiliario, dicho país contrasta fuertemente con lo que hemos visto de los Pirineos para arriba principalmente en tres aspectos: a) Por aquí arriba, como ya dijimos de Alemania y Dinamarca, nadie - 314 -


pone rejas en las ventanas b) En lugares como Suecia y Finlandia la vivienda es comparativamente más barata que en España. c) Curiosamente, y por contraste, no se observa el ímpetu constructor que reina en nuestra tierra, donde todo parece estar siempre patas arriba y donde se rinde el más acérrimo de los cultos a San Ladrillo. Como ni siquiera la capacidad de especulación es infinita, me pregunto qué ocurrirá cuando el mercado diga basta y los pisos no valgan ni el cemento que se ha empleado en ellos. Algo que todavía no he dicho de Finlandia es la cantidad de autocaravanas que se ven por todos lados. En Rovaniemi, que tiene 30.000 habitantes, existen al menos dos concesionarios. A uno de ellos nos dirigimos en busca del servicio técnico del frigorífico. Trastean más de una hora en busca de la avería. Después de mucho probar consiguen que encienda, aunque no siempre a la primera. Lo más curioso de todo es que el taller está a una manzana de distancia del concesionario, y que tenemos que ir hasta allí, albarán en mano, para que nos cobren. Se fían, vaya. Encuentro en la primera fase Cuando terminamos con el frigorífico es casi mediodía. Nos vamos al Arkticum, que va a ser lo único que veamos de Rovaniemi. Al entrar en el aparcamiento nos cruzamos con una Benimar de matrícula española. Bajo el cristal, él lo baja y nos saludamos. El conductor, un tipo joven, me pregunta que si vamos a Cabo Norte (hombre, a estas alturas...) Declara, como apenado, que somos los primeros españoles que ve en el viaje. Respondo que nosotros también, y le pregunto si tiene idea de dónde van a dormir, pero no saben, van tirando para arriba. «¿De dónde sois?» «De Murcia. ¿Y vosotros?» «De Cáceres». Nos despedimos. - 315 -


Del Arkticum no sabría decir qué es más impresionante, si la forma de nave espacial que tiene el edificio, parcialmente bajo tierra, o las exposiciones sobre la vida en la zona–exceptuando las fotos de trampas con bicho dentro y de la caza del oso, francamente desagradables-. Comprobamos que por esta tierra tienen la virtud de convertir en ameno y didáctico lo que de otro modo sería soporífero. Lo más insólito para mí del museo quizá sean unas gafas para evitar la ceguera de la nieve fabricadas enteramente de madera, las veinte palabras para designar distintos tipos de nieve o las veinticinco con las que se puede distinguir a un reno del resto de su manada. Hay otra parte del museo dedicada al paisaje humano de Rovaniemi, un documento histórico sobre la total destrucción de la ciudad por los nazis y una exposición fotográfica sobre la urraca, que al parecer aquí no odian sino que es considerada entrañable, una especie de emblema local. Lo cierto es que este pájaro me ha sorprendido: durante todo el viaje nos acompañaron los gorriones y las lavanderas, las chovas y los cuervos. A la urraca la hemos encontrado en los campos de Dinamarca y en los parques de Estocolmo. Luego seguimos viéndola mientras subíamos por el Báltico. Pero lo que menos esperaba era encontrarme este ave -tan íntimamente ligada a los recovecos de mi infancia-, en los aledaños del Círculo Polar. Tercera y última parte del museo: vestuario y tradiciones samis. Estamos cansados y nos lo saltamos. Sin embargo, entramos en una sala donde, pulsando botones, se pueden escuchar documentos sonoros de los yoi, -rapsodas sami-. Algunas grabaciones se remontan a principios del siglo XX. Sin embargo hay una foto muy moderna con dos chicas. Son de un pueblo del confín meridional de Fin-

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landia denominado Utsjoki. Forman parte del grupo Jiella (http://www.jiella.com). La música parece al principio un tanto marchosa, pero nos gusta. A la salida compraremos su cd en la tienda del museo. Si se deshoja la farfolla electrónica, se encuentran unas voces puras y apasionadas que cantan refundiendo las técnicas tradicionales con sonido pop. Nos enamoramos de ellas, y el disco se convertirá en una especie de himno del viaje. Tras comer en el aparcamiento del museo, salimos hacia el Norte, rumbo a la aldea de Santa Claus. Esta vez sí que la encontramos sin problemas. A la hora en que llegamos está vacía y con todas las tiendas cerradas, y lo preferimos así. No necesitamos recuerdos, ni tampoco certificados. Comprendo que el turismo, particularmente el de agencias, observe –y tenga necesidad de- este tipo de rituales que recuerdan mucho a las antiguas peregrinaciones. Queremos que nuestro viaje vaya por otros derroteros, aunque coincida el itinerario. Tras cargar agua y gasoil en una de las tres estaciones de servicio que hay enfrente, reanudamos camino por la E 75, primero hasta el cruce de Kemijärvi, por donde llegamos ayer, y luego hacia Sodankylä. Vamos despacio y con cuatro ojos a cuenta de los renos. En la cuneta vemos algunos machos, solos o en pequeños grupos, con unos cuernos de antología. Decidimos parar a dormir junto a un ensanchamiento del Kemijoki, poco después de pasar un pueblo llamado Sattanen (!), en un lugar donde ya hay tres autocaravanas del país. Pese a los mosquitos, nos vamos hasta el puente para ver las últimas luces del crepúsculo, que parecen confundirse con las del amanecer. En ese momento no sabemos que éste que será el último sol que veamos en mu-

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chos días: del Sur suben columnas de agua que no tardan en convertirse en lluvia generalizada. Creemos que va a ser la habitual tormenta de las tardes, pero no: llueve toda la noche, y por la mañana continúa. Y ya que hablamos de agua, explicaré ahora la curiosa relación de los finlandeses con la lluvia: ante un aguacero que a la gente del Sur –nosotros- le hace correr en busca de refugio, ellos (y ellas, a veces con críos) aguantan impávidos como si no estuviera cayendo nada. Ignoran los chaparrones como si de sirimiris se trataran. Adaptación al medio, que se dice. SALIDA: Rovaniemi (FIN) 17:30 LLEGADA: Sattanen (FIN) 21:30 KILÓMETROS: 158 (Parcial) 5.710 (Total) GASOIL: 30 lt. 30 eur.

DÍA 22. 28 Julio. Amanece gris. Cuando me levanto ya se han ido las otras autocaravanas. Continuamos hacia el Norte llevando a nuestra derecha el Kemijoki. Llueve a ratos. Nos cruzamos con un montón de autos. Aquí saludan todos, incluso alguna caravana que otra. Llevamos 80 kilómetros cuando paramos en el antiguo poblado minero de Tankavaara; hemos entrado en una zona que vivió la fiebre del oro en época tan reciente como principios del siglo pasado: Lappin Kulta (oro lapón) es la otra marca de cerveza nacional. Por 7 euros te enseñan las instalaciones, y por 3,5 más te permiten lavar oro, a ver si cae algo. No tenemos muchas ganas de entrar, pero en la tienda de la puerta Bego se compra una camiseta y yo un sombrero con el que, se- 318 -


gún dicen, si cavas en el sitio adecuado a la profundidad correcta, encontrarás oro. Así cualquiera. A 300 metros del poblado está el centro de visitantes del Parque Nacional Urho Kekkosen. Como nos gustó el de Oulanka nos acercamos, y la verdad es que vale la pena sólo por el edificio, una impresionante estructura de cristal y madera. Una parte del centro está dedicada a las aves rapaces, y otra a los renos. Aquí nos enteramos de que todos los que hemos visto son domésticos, ya que los salvajes se extinguieron en Finlandia a principios del siglo XX. Llega corriendo un grupo de escolares, huyendo del reglamentario chubasco. La mayoría se descalza en la puerta, que es lo que se hace aquí en la escuela. Una de las trabajadoras del centro les hace de guía. Cuando llegan al panel de los chamanes, ilustra la explicación con cantos en vivo y en directo (de los que hace participar a los jóvenes). Al salir descubrimos que el sitio dispone también de servicio de guardería, transformado... en la cueva del oso. Me llevo un folleto explicativo del Derecho de todos y de cada uno o Derecho de Gentes, que rige tanto en Suecia como en Finlandia, y que permite a cualquiera caminar e incluso acampar libremente en cualquier parte, inclusive terrenos privados, siempre que no sea en las proximidades de una vivienda y que no se cause daño al entorno. Los propietarios de terrenos, por su parte, tienen prohibido vallarlos o colocar cualquier tipo de obstáculo que impida el desplazarse a pie. El sueño de todo senderista. Cuando salimos del centro de interpretación es ya hora de comer. No comprendo cómo se nos pasa el tiempo tan rápido. Mientras cocinamos, empieza a diluviar. Una señora, metida en su coche, nos mira con envidia. ¡La de

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veces que yo contemplé en el pasado, con idénticos sentimientos, a los dueños de una AC! De nuevo en ruta hacia Ivalo, pero la lluvia desluce el recorrido y, lo que es peor, dificulta la identificación de renos a la orilla de la carretera. La vez que más cerca estamos de un accidente es por culpa de una cría, que al asustarse cruza ante nosotros de modo inesperado. La madre se viene detrás, y yo tengo el espacio justo para frenar. Menos mal que la distancia de seguridad es en este país algo más que una consigna vacía: en cuanto un conductor ve encenderse los testigos de frenado, ya sabe que el que va delante se ha topado con Objetos Caminantes No Identificados. En Ivalo paramos en un súper, al lado mismo del cartel que manda para Murmansk, la base de submarinos nucleares rusos, a poco más de trescientos kilómetros. Las caras endurecidas de algunos tipos recuerdan, efectivamente, a pioneros de la última frontera. Está tan cerrada la tarde que parece que de un momento a otro va a oscurecer. Vamos bordeando el lago Inari, y el agua aprieta tanto que paramos en una diminuta área de descanso a ver si escampa. Hay allí ya estacionada una caravana del país. Luego llegan una camper eslovena y otra auto finesa. Cada uno ocupamos uno de los lados del cuadrado en esta tardenoche desolada y pluviosa. Por la ventana del salón se ven dos islas del lago difuminadas en el temporal. Imagino que todo esto debe ser precioso con sol, y terriblemente helador en invierno. También me doy cuenta de que venir con expectativas basadas en los relatos de otros viajeros es un fallo común: donde uno encuentra gozo, el otro encuentra fastidio. No hay dos viajes iguales, como no hay dos vidas iguales.

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Estamos tan cerca de la orilla que hace un rato vimos pasar a mamá pato con sus patitos. Un rato después, cuando más arrecia el temporal, vemos a una de las crías que vuelve sola. Evidentemente se ha perdido, y busca a su madre pero en la dirección equivocada. Miramos impotentes cómo se dirige hacia una zona de rocas donde más baten el viento y las olas, hasta que la perdemos de vista. Ignoramos cómo terminó este diminuto drama, viejo como la naturaleza misma, que por esta vez transcurre ante nuestros ojos pero la mayoría de las veces no. Y es que la piedad es una virtud o una debilidad patrimonio exclusivo de los humanos.

SALIDA: Sattanen (FIN) 11:30 LLEGADA: Lago Inari (FIN) 18:30 KILÓMETROS: 159 (Parcial) 5.869 (Total)

DÍA 23. 29 Julio. A 300 kilómetros al Norte del Círculo Polar, es la primera noche que ha hecho realmente frío. Al levantarnos, el termómetro marca en el interior 11 grados. No ha cesado de llover en toda la noche, aunque ahora a ratos se concede una pausa. Como ya es costumbre, nuestros vecinos se han marchado y desayunamos solos. Avanzamos hacia Inari en medio de una lluvia pertinaz. El centro del pueblo se puede decir que no existe, pues lo constituyen la gasolinera, el supermercado y varias tiendas. Entramos en una enorme, y compramos un par de gorros de lana. En vista de lo que parece que se nos avecina, nos harán falta.

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Las condiciones atmosféricas no invitan a paradas largas, salvo el tiempo justo de comprar una trucha ahumada que en la comida nos supo a gloria, y que sin embargo a mí me provocó molestias estomacales. Luego, carretera y manta hasta Kaamanen (por primera vez en Finlandia, una carretera llena de baches), y después 70 kilómetros sin un bicho viviente en dirección a la frontera noruega. El asfalto es un puro sube-y-baja, bastante estrecho y sorprendentemente con bastante tráfico para el que esperábamos por estas latitudes. Conozco carreteras extremeñas por las que pasan menos coches que por aquí. Karigasniemi es el último pueblo finlandés. Aunque a partir de Ivalo el precio del gasoil es más alto que la media de Finlandia, llenamos el depósito en previsión de la carestía noruega. La gasolinera es vetusta y deprimente. No tiene marquesina, y la indefinición de los surtidores es tal que tengo que entrar en la tienda a preguntar. The middle one, me responde la dependienta. El cruce del río Teno significa la frontera de la Unión Europea en este rincón del mundo. Dejamos atrás Finlandia, un país que quizá no sea tan bonito como Noruega ni tan bien organizado como Suecia, pero que nos ha calado hondo en el corazón. La aduana noruega es una poli que sale de la garita y nos observa atentamente desde el otro lado de la carretera. Por lo demás, se constata un cambio muy marcado, porque al desangelado paisaje de los últimos kilómetros de Finlandia le sucede la vega del río Karasjokka, llena de granjas, prados y vacas. Es extraño cruzar una frontera: cuando ya te has hecho a un país, a su talante y su forma de hacer las cosas, toca irse a otro. Las primeras horas son de incertidumbre: no sabes cómo será el sitio, ni la gente,

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ni cómo te entenderás con ellos. Cambiar de país, sobre todo si no has estado allí antes, lo vivo siempre como un desafío. Paramos a comer unos kilómetros antes de Karaskov. En este pueblo está la sede del Parlamento Sami. Tenía interés en verlo, pero me confundo con el parque temático que hay a las afueras y pasamos de largo. De todos modos, no es que hoy haga un buen día para visitas. Seguimos hacia el Norte y sigue la lluvia. La carretera se estrecha y deforma hasta extremos increíbles, sobre todo teniendo en cuenta que estamos en la E 06, esto es, un itinerario europeo. Tan angosta es que los pocos camiones que pasan a toda pastilla, pisan la raya del centro en medio de una nube de agua. Se llevan mis pitidos y mis maldiciones. Lakselv. Sacamos coronas de un cajero, y aprovechamos para cargar agua, pues en la gasolinera finesa no tenían. En este pueblo comienza el Porsangen, un fiordo de más de un centenar de kilómetros que bordearemos hasta Cabo Norte. La vista primera es abrumadora y excepcional, aunque fuera hace un frío que pela. Desde el mismo casco urbano se divisan las montañas con nieve, las primeras que vemos desde los Pirineos, y enormes cascadas. La carretera, que va ahora encajonada entre el fiordo y la montaña, nos recuerda mucho a las de la costa vasca. Pasamos Olderfjord y Smørfjord. El paisaje se vuelve agreste, y los árboles van poco a poco desapareciendo. La sensación palpable es la de que algo se acaba. Estamos ya en la punta de arriba de Escandinavia, y sólo una estrecha lengua de tierra nos protege de los vientos helados procedentes del Océano Glacial Ártico. Vamos buscando un lugar de pernocta, y creemos encontrarlo después de este

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último pueblo en una explanada junto al mar, pero el aire es tan fuerte que hace oscilar la auto como si fuera un tentetieso. No hay nadie más. ¿Y si fuera un sitio peligroso? Echo un vistazo a Roberto y descubro que 15 kilómetros más adelante hay un área de descanso. Posiblemente se halle en un lugar más abrigado, así que vamos a intentarlo. Atravesamos el Skarvber Tunnelen, de unos 5 kilómetros, excavado en la roca viva. Luego llegamos a una ensenada y, efectivamente, allí está el sitio, con menos viento que el anterior. Hay dos autos, una italiana y otra holandesa. Así, juntitos los tres, nos disponemos a pasar la noche. Estamos cenando cuando un zorro rojo recorre el merendero en busca de restos de comida. Dos pájaros grandes, blancos y negros, le acosan: deben de tener el nido cerca. Más tarde se les une un tercero, y entre los tres montan un perímetro defensivo en la playa pedregosa. En cuanto se acerca el zorro todos son chillidos y vuelos rasantes. Buen escándalo que montan. A eso de las doce el viento recrudece. El agua sigue cayendo, y nuestra auto se bambolea como una barquichuela. No sé si en estas condiciones será posible dormir. En este lugar inhóspito y duro el sol se pone a las 00:05 y sale a las 00:43. Si lo viéramos, claro.

SALIDA: Lago Inari (FIN) 11:30 LLEGADA: Porsangerfjord (N) 22:00 KILÓMETROS: 304 (Parcial) 6.173 (Total) GASOIL: 46 lt. 47 eur.

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DÍA 24. 30 Julio. Pues sí que dormimos, mal que les pese a los elementos. Después del desayuno hemos caminado hasta la cascada que se divisaba desde la ventana del salón. En apariencia se la ve cerca, pero por la forma de caer el agua calculamos que debe de estar por lo menos a kilómetro y medio. Nos abrigamos hasta los ojos. Apenas llueve, pero está el fuerte viento contra el que hemos de luchar. Un poco más adelante llegamos a un bosquecillo que ha conseguido crecer aquí gracias a la protección de las peñas. Poco a poco el viento cesa. Seguimos el sendero de los que estuvieron aquí antes que nosotros. Cuando uno viaja las gentes y las ciudades cambian, pero los signos del campo son iguales. Estamos más cerca del Polo Norte que de España, y sin embargo en estas veredas me siento como en casa. La cascada también nos recuerda el Chorro de la Miacera, en nuestras queridas Hurdes. Ésta es más alta, pues debe tener al menos 100 metros, aunque desde la base no es posible verla entera. Trepamos hasta un peñón desde donde se la contempla a media altura, y luego descendemos hasta su base. No nos importa que nos mojen las cortinas de agua. El momento es exultante: no hay ni un alma por todo este paraje. La gente pasa por la carretera y no parece tener tiempo o ganas de parar, o como mucho lo hace en el área. A nosotros nos complace salirnos del camino turísticamente trazado. Este paseo nos redime del sol de medianoche, que dudo veamos con este tiempo, y de la guirada general de Cabo Norte donde nos vamos a meter. Volvemos a la auto. Nos queda rematar los 100 kilómetros que faltan hasta Nordkapp. Parece mentira, estar ya tan cerca. Seguimos pegados a la orilla del fiordo. El

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terreno se va volviendo más áspero y lunar si cabe. Desaparecen definitivamente los árboles –los del bosquecillo, junto a la cascada, eran los últimos-. Ya no hay pueblos, sino casas aisladas. La carretera se adentra hacia el interior, buscando el túnel submarino que nos llevará a Magerøya. Lo encontraremos pasado Kåfjord, y tiene casi 7 kilómetros, con una subida y una bajada del 9 % respectivamente. Cuando vamos por el tramo central, que es llano, nos embarga una extraña sensación: estamos bajo el mar y bajo millones de toneladas de roca. La vivencia es onírica, y lo es más aun al encontrarnos el peaje a la salida del túnel: en medio de la nada helada, una cabina con una ventanilla diminuta que el empleado abre al llegar nosotros. «¿Cuánto mide el vehículo?» Seis y medio, evidentemente. Nos pasamos demasiado de los seis metros para intentar que cuele, y aquí al parecer también penalizan el desgaste de túnel. Total: 491 coronas; 62,72 euros del ala. Es difícil describir lo que se siente al salir a la luz y empezar a moverse por la isla de Magerøya. Quizá lo más acertado sería decir que uno queda deslumbrado. Por el bellísimo paisaje polar. Por la nieve que cuelga aquí y allá. Cruzamos Honningsvåg, la ciudad más septentrional del mundo. Los 30 kilómetros que quedan hasta Nordkapp transcurren por terreno terriblemente accidentado. Y lo peor de todo es el viento: sopla con tal furia que en algunos collados paso miedo. En el cruce de Skarsvåg está la barrera que cierra el paso desde Octubre hasta Mayo. Aquí la carretera se empina, y de qué modo. Verdaderamente esto sí que es ya el Cabo do Mundo. El vendaval arrecia más si cabe: me cruzo con un autobús que literalmente nos levanta en vilo. Y, para colmo de males, en el último tramo se mete la niebla.

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Voy prácticamente a ciegas cuando aparecen unas señales de reducción de velocidad y tras ellas, como surgidas de la nada, las garitas de entrada. Welcome to Nordkapp, me espeta la joven vikinga desde su cubil. Y lo dice sin asomo de ironía. Por dos adultos –aquí no pagan los vehículos- nos cobra 380 coronas, 48,54 euros. Añade que con la entrada tenemos derecho a permanecer en la plataforma dos días, aunque supongo que esto sí lo dice de coña, porque es difícil imaginarse circunstancias más inhóspitas. Lo peor sigue siendo el viento, que según el parte meteorológico sopla a 40 km/h, aunque seguro que hay rachas mucho más fuertes. La temperatura exterior es de 8 grados centígrados que la sensación térmica rebaja a 4 o menos. En otros relatos, sus autores cuentan lo solicitadísimas que estaban las primeras filas refiriéndose, claro está, a las del borde del acantilado. Pero eso será con buen tiempo, porque ahora el lugar más concurrido es el extremo contrario, donde menos casca el aire. Siguiendo el ejemplo de dos osados, decidimos aparcar en el borde aunque sólo sea para comer, pero es tal el meneo del vehículo que nada más acabar nos vamos nosotros también a buscar un lugar más resguardado. Vemos tres autos catalanas, colocadas en el que posiblemente sea el mejor sitio. No estoy triste ni decepcionado. Sé que éste es el tiempo habitual en estas latitudes, que coincidir aquí arriba con un día despejado debe de ser una rareza, y que cifrar todo el viaje en el destino no es bueno. Mañana nos iremos. Nordkapp no nos entregará su secreto. Es necesario resignarse (¡pero me hubiera gustado ver el sol de medianoche, leñe!)

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Para llegar aquí hemos recorrido 6.278 kilómetros en 24 días y consumido 697 litros de gasoil, que al precio de Julio de 2005 costaron 725 euros. La pregunta obvia es: ¿Ha valido la pena? A pesar de los pesares, la respuesta es sí. A la vez, soy consciente de que este lugar no supone la culminación de nada sino sólo un señuelo y el punto de inflexión de un largo viaje; uno de tantos mitos generados por el ser humano, que tan a menudo siente necesidad de ellos. Por eso, cuando lo escriba, en el título del relato no aparecerán las palabras mágicas Cabo Norte. Tras la comida nos vamos para el Nordkapphallen. Había oído decir tales barbaridades del sitio que me temía algo mucho peor, aunque lo cierto es que no es para tanto. Quizá influya el que, con tanto frío, se agradezca el tener un lugar a cubierto y además con calefacción. Nos aventuramos hasta la esfera armilar hasta tres veces, a atisbar lo poco que se ve del paisaje y a hacernos unas fotos, y volvemos al interior corriendo. Luego curioseamos las instalaciones, vemos la película panorámica que muestra Cabo Norte hasta debajo del agua, visitamos la futurista capilla de San Juan y la galería de personajes ilustres que, desde Francesco Negri hasta nuestros días, visitaron el Cabo Norte. Después entramos en la tienda de recuerdos sin intención de adquirir nada, sólo constatar los astronómicos precios noruegos: una sencilla taza de madera sami, que en Finlandia costaba 30 euros, lo que ya me parecía prohibitivo, aquí vale algo más del doble. Tienen a la venta tantas imágenes de Cabo Norte soleado que se diría que lo raro aquí es un temporal. Compramos un par de postales con el ciclo del sol de medianoche para enviar a los amigos y una tarjeta telefónica para llamar a casa. Mi familia me certifica que en el Lejano Sur sigue

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imperando Lorenzo. Menos mal: creíamos que se lo habían tragado definitivamente las brumas polares. Salimos una vez más a la explanada. Las nubes pasan rozando el acantilado, muy rápidas. De vez en cuando cae una llovizna horizontal. Cuando ya nos vamos vemos a tres cicloturistas que llegan hasta la Bola del Mundo. Dos de ellos se abrazan. Sólo de imaginármelos en las tremendas subidas y bajadas, cargados con las alforjas y el viento cortante como un cuchillo, se me encoge el alma. Y recordando los trabajos que pasé a lomos de una bici -sin duda mucho menores-, desde el fondo de mi corazón me solidarizo con ellos. A las diez pm vemos que no hay nada que hacer y cruzamos el aparcamiento. Coincidimos con la hornada de turistas de la medianoche, que procedentes de los cruceros vienen hasta aquí en autobuses amarillos. Han pagado por venir y lo hacen, con o sin sol . Me pregunto qué haría la gente en días como éste antes de inaugurarse el complejo. Supongo que fichar y darse la vuelta. Ya en la auto, conecto el GPS. Dice que el sol sale a las 12:38 de la noche, y que se pone a las 12:07. Según esto, la puesta de sol de un día sería anterior a su propia salida; es su forma loca de decirme que en el lugar donde ahora estamos es de día todo el día. Si pudiéramos quitarnos estas nubes de encima, claro.

SALIDA:Porsangerfjord (N) 12:30 LLEGADA: Nordkapp (N) 14:30 KILÓMETROS: 105 (Parcial) 6.278 (Total) PEAJES: 111 eur.

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SUBIDA DÍAS: 24 KILÓMETROS: 6.278 GASOIL: 697 lt. 725 eur. PEAJES: 269 eur. FERRYS: 68 eur.

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SEGUNDA PARTE



DÍA 25. 31 Julio. Resulta difícil imaginarse un lugar más inhóspito sobre la tierra. Esta mañana el tiempo seguía igual, si no peor. Bego, que ha pasado la noche en vela, dice que a ratos se asustó muchísimo por cómo el viento bamboleaba la auto. Antes de acostarnos entraba tanto aire por los laterales de la nevera que tuvimos que taparlos con cinta adhesiva. Por la ventana distingo un pelado paisaje de tundra y las cabinas de peaje a este lugar en ninguna parte. Al otro lado se halla la explanada, con unas treinta autos y alguna que otra caravana. No se ve bicho viviente. Hemos estado en Nordkapp. Después del desayuno y antes de marcharnos voy a darme una última vuelta. La mitad de las autos han volado. El viento hace que en algunos sitios cueste andar, incluso mantenerse en pie. Me voy para la zona de la bola, donde siempre hay alguien fotografiándose. Parece que aclara un poco. A la altura de mis ojos, una nube descarga lluvia sobre las frías aguas del mar de Barents. Es la despedida.

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Pero en Nordkapp no hay lugar para el romanticismo: otra nube se echa encima en un instante y empieza a llover cerradísimo, sólo que en vez de vertical el agua viene horizontal. Rodeo el Nordkapphallen en dirección a la auto. Hay un momento en que me siento observado: levanto la vista; desde la cafetería veinte o treinta caras me miran acongojadas, como si fueran ellos los que estuvieran en mitad de la tormenta. Llego totalmente empapado. Cambio de ropa y nos vamos. A 6 kilómetros de Nordkapp hay un aparcamiento a la derecha con un panel informativo. Es el acceso a Knivskjelodden. Nadie conoce este sitio, y sin embargo es el auténtico Cabo Norte, ya que llega un poco más arriba que el oficialmente declarado como tal. Se puede acceder a él mediante una ruta a pie de 18 kilómetros ida y vuelta, y yo traía ganas de hacerla. Pero con este viento... A los pies del panel hay varios pares (usados) de zapatillas, pienso que pertenecen a gente que llegó hasta aquí caminando. Los que sí suben pedaleando las duras cuestas son un grupo de cicloturistas. Se trata de un hombre mayor con tres chicos y chicas muy jóvenes. Qué moral. Encuentro murciano en la segunda fase Rayos de sol se escapan entre las nubes y nos recompensan de la decepción arrancando increíbles colores al paisaje. Bajamos hasta el pueblecito de Skarsvåg. Allí, en el puerto, hay una solitaria Benimar, de matrícula española. Aparcamos justo detrás. Se descorre una cortina, una chica nos saluda, y vuelve a hacerlo más efusivamente cuando se da cuenta de que somos españoles. Nos baja-

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mos a saludar; sí, es el tipo de hace cuatro días, pero no me reconoce. Le recuerdo Rovaniemi, el Arktikum. Ah, ahora ya sí sabe quiénes somos. Viene con su mujer y sus dos hijas. Están esperando a ver si mejora el tiempo para subir al Cabo, y de paso aguardan a unos amigos que andan atascados por Bremen; entretanto se han recorrido Magerøya de pe a pa. Siguen la misma ruta que nosotros, de manera que tras charlar un rato nos decimos hasta la vista. Vamos hasta el puerto de Honningsvåg a comer. Después, entre chaparrón y chaparrón, me doy una vuelta por el pueblo. Llaman la atención las casas de colores, y que aquí no crezcan árboles. Tampoco se ve un alma por la calle, y además están todas las tiendas cerradas. Un rato después descubro que hoy es domingo. Trato de imaginarme cómo será aquí la vida en invierno, con veinte o más horas de oscuridad. Al otro lado del canal y a la luz de la tarde se divisan las altas montañas del continente. Para allí vamos. Salimos de Honningsvåg y desandamos camino hacia el túnel de peaje. Cuando asomamos al otro lado, con la cartera un poco más liviana, se abren claros y hasta sale el sol, que no sé por qué en estas latitudes deslumbra cosa mala. Bordeamos de nuevo hacia el Sur el fiordo de Porsangen. Vamos despacio, porque el paisaje nos parece todavía más bonito que a la ida, y las gamas de verde son indescriptibles. A la izquierda dejamos un grupo de cisnes que nadan en un lago y que ya vimos a la ida, y un pueblo de nombre infame: Sarnepollen. Para llegar a Oldenfjord hay que volver a cruzar los tres grandes túneles. El primero (de Norte a Sur) mide 4 kilómetros, el segundo 7 y el tercero 3. Una vez en esta

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localidad nos desviamos hacia la derecha en dirección a Alta. Este tramo bien se podría dividir en tres partes: en la primera se asciende por un valle, paralelos a un río donde los salmones deben de ser muy abundantes, a juzgar por la cantidad de pescadores. Resulta extraño ver cómo reaparecen los árboles. La segunda etapa es de llaneo por una inmensa meseta esteparia donde se levantan varias granjas de renos; de nuevo la desnudez ártica y los neveros al pie de carretera. Por último nos internamos en otro valle, ahora de bajada. Resulta evidente que hemos cruzado una divisoria de aguas, pues éstas se precipitan hacia el fiordo que se abre ante nosotros. Luego de una larga bajada, avistamos la bahía. Alta se extiende pegada a ella durante varios kilómetros. Cruzamos la ciudad buscando el puerto comercial, y donde acabamos es en uno pequeño, deportivo, con impactantes vistas sobre el fiordo. Al principio vemos los resplandores del sol entre las nubes, pero al final éstas se cierran, y comienza a llover a lo lejos, sobre las islas de la bahía. Tampoco habrá hoy sol de medianoche. Por fortuna sólo sopla una ligera brisa, nada que ver con los excesos de Cabo Norte.

SALIDA: Nordkapp (N) 12:30 LLEGADA: Alta (N) 22:30 KILÓMETROS: 247 (Parcial) 6.525 (Total) PEAJES: 63 eur.

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DÍA 26. 1 Agosto. Noche tranquilísima al lado del agua. Hoy el que remolonea en la cama soy yo. Tras desayunar desandamos camino hasta una gasolinera por la que pasamos ayer. Resulta increíble: con 10.000 habitantes Alta dispone ni más ni menos que de seis estaciones de servicio. Repostamos gasoil por vez primera en Noruega, 36 céntimos más caro que en España. Para el agua, novedad: el grifo se acciona con una llave que hay que pedir prestada al dependiente. Continuamos hacia la salida del pueblo hasta llegar al Alta Museum donde es posible ver, a la orilla del agua, un montón de grabados rupestres, los más antiguos de 6.500 años. Tienen muchísimo parecido con las figuras que aparecen en los tambores de los chamanes sami. Resultan muy interesantes, aunque no lo son menos las espléndidas vistas del fiordo que tiene este museo al aire libre. Jose y María Dolores El recorrido es largo, y el tiempo corre que es una barbaridad. Yo me entretengo en la tienda del museo hojeando un libro sobre la destrucción del Finmark durante la Segunda Guerra Mundial. Cuando vuelvo a la auto veo casi a nuestro lado otra que me resulta familiar: llamo a la puerta, y asoman nuestros queridos murcianos. Bego, que tampoco los había visto, se une al grupo. Nos cuentan que ayer renunciaron por fin a la utopía del sol de medianoche y que se fueron a dormir a Hammerfest, donde les llovió a modo. Mientras conversamos nos obsequian con frutos secos y buen lomo de la tierra. Como tres encuentros dan ya para mostrar confianza, nos presentamos e intercambiamos los números de móvil. Luego ellos entran en el museo y nosotros, tras comer,

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arrancamos en dirección a Tromsø. Vamos despacísimo, porque tanto la contemplación del fiordo como la frenética toma de fotos hacen que nos detengamos constantemente. Durante muchos kilómetros bordeamos el Langfjord, que es un brazo del fiordo de Alta, de 2-3 kilómetros de anchura y suponemos que mucha profundidad, pues aquí escondían los alemanes al acorazado Scharnhorst, hasta que fue hundido la noche del 26 de Diciembre de 1943 a ochenta millas de Cabo Norte. A medida que avanzamos nos vamos quedando sin aliento: nadie nos había preparado para la increíble belleza que ahora mismo tenemos delante: enormes montañas, con mucha nieve aún, caen a plomo sobre los fiordos. Todo es prístino, intocado, monumental. Pasado Burfjord subimos un puerto de 300-400 metros de altitud y pasamos al lado de uno de estos gigantes. Ídem después de Karvik. Es curioso comprobar que en estas latitudes dicha altura equivale por lo menos a 2.000 metros en nuestra tierra, pues desaparecen por completo los árboles. Adelantamos a varios ciclistas, casi todos con alforjas. Uno lleva una camiseta en la que se lee: MÉRIDA. Bego le saluda haciendo alusión al nombre, pero el chico no la comprende. Más adelante descubriremos que Mérida es... una marca de bicicletas. Nueva bajada hacia Storslett. Empezamos a acongojarnos, ya que por si por nosotros fuera nos quedaríamos aquí una semana. 6 kilómetros después de Rotsund hay un amplio apartadero a la izquierda de la carretera. Nosotros paramos a la derecha. Pensamos en dormir aquí, pero la calzada y su ruido se hallan demasiado próximos. Cerca hay un camino en buen estado, pienso en que puede ser una buena opción y decido explorarlo a pie. Tras caminar

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un kilómetro recibo la recompensa: junto a un sistema de bunkers y de baterías defensivas –alemanas, por supuesto, hay que ver lo que les dio tiempo de hacer a estos tipos en cuatro años- encuentro un claro bastante llano con alucinantes vistas al Lyngenfjorden y a las montañas que lo circundan. Es el mejor sitio de dormida de todo el viaje. Mientras cenamos, la niebla cubre el abrupto paisaje. Aún se distinguen enfrente los chorreros que caen hasta el mar. De nieve unos, de agua otros. Somos felices. SALIDA: Alta (N) 16:30 LLEGADA: Djupvik (N) 21:30 KILÓMETROS: 212 (Parcial) 6.737 (Total) GASOIL: lt. 30 eur. 39

DÍA 27. 2 Agosto. Amanece lloviendo, lo que nos quita la anhelada vista del fiordo. Desandamos el camino de tierra hasta la carretera, y luego los 20 kilómetros que quedan hasta el ferry de Olderdalen. Esperando sólo hay una camper alemana. Para entretenerse, el hombre saca la caña. En poco rato captura dos peces, de modo que cambia de idea y saca la furgoneta de la cola. He aquí que nos quedamos los primeros. La travesía del Lyngenfjorden dura 40 minutos. Desde cubierta se divisan imponentes montañas nevadas, como el Jiekkevare, de 1.833 metros de altura. Nos acercamos a la otra orilla y la proa del ferry se abre. El agua marina barre nuestro parabrisas. Es una sensación realmente curiosa notar cómo se desplaza el paisaje con la auto parada.

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El primero entré en el ferry y el primero salgo. Los 22 kilómetros hasta el embarcadero de Svensby son, aunque uno no quiera, una especie de carrera de autos locos que, de haber locutor, la retransmitiría más o menos así: El español mantiene la primera posición seguido de cerca por las dos autocaravanas holandesas. Llegan a un tramo en obras y los holandeses se pierden de vista. Pero en medio de una larga recta aparece una camper alemana (la del pescador afortunado no, otra) que sobrepasa velozmente al español, en teoría para llegar primero al ferry, pero se detiene un par de kilómetros más allá absorta en la contemplación del paisaje. De nuevo tenemos a la AC española en primer lugar, pero por poco rato ya que dos moteros suecos la adelantan a toda velocidad, aunque esto no cuenta porque es jugar con ventaja, de manera que nuestro favorito llega en primera posición para encontrarse, oh desilusión, que ya hay cinco turismos en la pool position. Esta vez la proa será para otros. De Svensby a Breivikeidet el barco sólo tarda 20 minutos. Luego viene una carretera realmente mala y totalmente deformada. Teniendo en cuenta que se trata del acceso a una ciudad importante desde el Norte, ya podían haberse esmerado un poco, los muy cabritos. Finalmente desembocamos en la E 08 que nos lleva por fin a Tromsø, enclavado en una isla adonde se llega cruzando un altísimo puente. La primera impresión es la de una ciudad un tanto desangelada, con la mitad de las calles en obras y llenas de baches. Me choca cruzarme con gente de raza negra; me pregunto cómo llevarán esto del frío. Lo primero que hacemos es ir a la oficina de información a preguntar por una lavandería. Nos indican un lugar

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en el mismo puerto. Al acercamos descubrimos que el sitio en cuestión es un hotel de postín. Dudamos si entrar o no, pensando que nos han enviado a un servicio de lavandería chic en el que lavar unos simples calzoncillos costará un riñón (y nosotros llevamos a cuestas la ropa de un mes). Entramos. El aspecto del recepcionista nos tranquiliza, pues parece desaliñado como un cantante de rock –y algo resacoso, yo diría, pues no procesaba del todo bien-. Nos dice que sí, que efectivamente el hotel dispone de lavadora y secadora a disposición de quienes la soliciten (fundamentalmente tripulantes de yates), y que nos deja la llave a cambio de una fianza de 50 coronas –el lavado vale 30-. Nos parece de perlas. Volvemos a la auto a por la ropa sucia. En el parabrisas encontramos un impreso metido en bolsa de plástico: aquí, como en Suecia, hay que hacer un master en aparcamiento y otro en idiomas antes de decidirte a estacionar el vehículo, y hemos tenido la mala suerte de ir a aparcar justamente en el espacio reservado... a los inspectores de la zona azul. Han bastado 15 minutos para que nos casquen la multa: 500 coronas del ala, que naturalmente esperamos no tener que pagar. (Seis meses después del viaje me llega a casa una carta procedente de Londres. Estuve a punto de tirarla pensando que era publicidad. Al abrirla me encontré la receta. Muy educadamente, y esta vez en castellano, me exigían el pago de la multa más recargos antes de pasar a mayores. Estuve asesorándome y me enteré de que, efectivamente, existe un convenio internacional para el cobro de multas el cual, por suerte para mí, no ha firmado España. Hubo después una segunda carta, más perentoria y onerosa que la primera. Cuando ya me había olvidado del tema,

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llega una tercera, esta vez emitida por una empresa de Madrid. Para entonces, la sanción triplicaba ya el valor inicial. Le hice el mismo caso que a las dos primeras, y hasta la fecha no han vuelto a insistir. Aunque sabiendo como son de testarudos, no me extrañaría que un día se presentara ante mi puerta un cobrador del frac noruego exigiéndome el pago de réditos y débitos.) Dicen que el nombre de Tromsø se halla unido a las expediciones árticas. Para nosotros en cambio será siempre sinónimo de exacción. Ya en casa, nos enteramos por la tele de que las autoridades noruegas habían apresado a dos pesqueros gallegos que faenaban dentro de las doscientas millas. Dicha área es contraria a todos los tratados internacionales, y los noruegos se la han auto-otorgado por su gracia bonita. Los gallegos habían sido remolcados hasta el puerto de Tromsø. A través de la pantalla se entreveía el puente que une a la ciudad con tierra firme, en medio de la penumbra ártica de noviembre. Proseguía el locutor diciendo que era deseo de los armadores que se trasladara la denuncia a España. Conociendo el percal, imaginamos que los noruegos aceptarán. A cambio, claro está, de que primero apoquinen la multa en Tromsø. La OLR (Operación de Lavado de Ropa) se alarga un tanto debido al deficiente funcionamiento de la secadora. Otras personas que también quieren lavar aporrean la puerta. Qué estrés, Dios mío. Al final salimos con todo lavado, aunque sin secar. En previsión de una nueva multa, movemos la auto hasta el aparcamiento del Polaria –hoy no habrá museos, lo siento-. Tendemos una cuerda en el interior de la auto, colgamos la colada y encendemos la calefacción. Nos vamos a dar un paseo que acaba pronto: son las 7 de la tarde, la

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gente se ha recogido, las tiendas han cerrado y la ciudad nos parece más sórdida aun si cabe. Antes de salir paramos a repostar en una gasolinera. Pagamos 10.60 coronas por litro -1,36 euros-, el precio más caro de todo el viaje. Luego, con el tenderete rodante aún montado, salimos hacia el Sur. En las afueras de Tromsø tenemos un incidente con un desgraciado a bordo de su Mercedes blanco, prueba irrefutable de que por encima del Círculo Polar también es posible la pervivencia de los imbéciles. El rodeo del Balsfjorden es un regodeo para los sentidos, y figura entre los tramos del viaje más memorables. No nos cansamos de admirar los farallones de roca viva iluminados por el atardecer cayendo en picado sobre el agua. A partir de Olteren dejamos la E 08 y retomamos la E 06. Ya no vamos por la costa, y el paisaje no resulta tan espectacular. Recuerda a Suecia por la monotonía. A eso de las diez de la noche paramos en Setermoen con intención de pernocta. Estacionamos en el aparcamiento de un híper, pero en la hora y media que permanecemos allí unos cenutrios pasan por lo menos treinta veces frente a nosotros con su ruidoso coche. Parece evidente que les hemos caído en gracia, de manera de levamos anclas. En Noruega no es fácil dar con un lugar libre fuera de las ciudades, pero 10 kilómetros más adelante encontramos a pie de carretera un museo mineral, y en el aparcamiento una auto italiana; aquí esperamos descansar por fin de tan ajetreadísimo día. Junto al museo y el aparcamiento están las típicas casas –ya no deben de ser tan típicas- con tierra y hierba en el tejado. Son las doce de la noche, y les saco unas cuantas fotografías; sin flash y sin tener que apoyar la cámara. - 343 -


SALIDA: Djupvik (N) 11:00 LLEGADA: Bardu Bygdetun (N) 23:45 KILÓMETROS: 258 (Parcial) 6.995 (Total) GASOIL: 30 lt. 41 eur.

FERRYS: 57 eur.

DÍA 28. 3 Agosto. Amanece un día brillante como no habíamos visto desde Finlandia. La auto italiana se marcha pronto. Nosotros, que seguimos con el tendedero invadiendo todo el habitáculo, reanudamos camino por la E 06 hasta Bjervik. Allí cargamos agua, gasoil (una corona más barato que ayer) y llamamos a la agencia que organiza los avistamientos de ballenas en Andenes, para reservar plaza. Dejando Narvik a nuestra izquierda, entramos en Hinnøya, la primera de las Vesteralen, a través de un puente. Hemos vuelto al binomio montaña-fiordo que tanto nos gusta. A la hora de comer paramos junto a un agua increíblemente clara. De tan tranquila que está la superficie parece un lago, pero en realidad se trata de un estrecho entre islas. Sobre las rocas se ven los vestigios inconfundibles de una marea negra, pero debió de ser hace mucho tiempo porque la biología marina aparentemente se ha recuperado. Hace tanto calorcito que antes de reemprender camino podemos por fin desmontar el tendedero y movernos con libertad por el interior de nuestra casa con ruedas. La carretera enfila ahora hacia el Norte bordeando las ensenadas. En Rysøyhamn, un nuevo puente nos lleva a la más septentrional de las Vesteralen, Andøya. A nuestra derecha llevamos el Andfjorden, con la increíble y dentada costa de la isla de Senja a unos 50 kilómetros de distan- 344 -


cia. Pocas veces en la vida tiene uno ocasión de contemplar paisajes así. Por contraste, en uno de los pueblecitos que cruzamos estoy a punto de llevarme por delante a una vieja que va en bicicleta -¡con auriculares!- y que gira a la izquierda sin señalizar ni leches. Le pito indignado ¡y la tía encima saluda! Andøya es una delgada lengua de tierra que se extiende hacia el Norte. A medida que subimos y cae la tarde la temperatura baja ostensiblemente. Llegamos por fin a Andenes, en el extremo más septentrional. En línea recta a Tromsø no debe de haber ni 150 kilómetros; en cambio por tierra nos ha costado más de 500 kilómetros llegar. Aparcamos junto al faro y vamos a dar una vuelta por el espigón, donde hay plantados curiosos objetos de arte, como por ejemplo un arpa que vibra con el viento y que lleva adosados unos bidones que hacen de caja de resonancia. Hace bastante frío en el faro. Este lugar, además, debe de ser el punto de reunión de todas las gaviotas del contorno, porque el estrépito es ensordecedor. Nos mudamos a la zona del puerto comercial, donde hay congregadas más autos. Estacionamos junto a una de las autos catalanas que vimos en Cabo Norte. Charlamos con sus ocupantes. Un rato después aparecen las otras dos, de modo que al menos por esta noche los hispanos somos mayoría. Envío un mensaje a nuestros murcianos para averiguar dónde andan. Me responden al rato diciendo que están en Tromsø esperando a sus amigos. Eso cae ya lejos. El presentimiento es de que no los volveremos a ver. A las 23:30 aún hay sol, aunque sólo entrevemos su resplandor pues lo ocultan unas nubes que acechan en el horizonte y que no me gustan nada.

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SALIDA: Bardu Bygdetun (N) 10:30 LLEGADA: Andenes (N) 20:00 KILÓMETROS: 301 (Parcial) 7.296 (Total) GASOIL: 35 lt. 43 eur.

Día 29. 4 Agosto. Ha llovido durante la noche; está visto que aquí el buen tiempo no es más que el intervalo que media entre borrasca y borrasca. Los catalanes se han ido. Por un momento pienso que no habrá safari de ballenas, pero a eso de las nueve parece que escampa. Nos vamos para el centro ballenero. Allí pagamos 725 coronas por barba; un poco caro, pero un día es un día. Nos ponen unas diapo y después tenemos visita guiada y explicación sobre las ballenas, vida y obra. Hay tres guías: inglés, alemán e italiano a elegir. Al chico que da la charla en inglés no le entiendo muy bien, de manera que nos apuntamos al tour en italiano. En el piso superior hay una triste exposición sobre la caza de ballenas (la defensa a ultranza, incluso hoy día, de la captura y muerte de estos mamíferos es otra de las peculiaridades de los noruegos). Dicha exposición está abierta, pero no la muestran. Supongo que temen, y con razón, que algún exaltado le pegue fuego al centro. A las 13 horas sale el barco. Pese a que me he tomado dos pastillas antimareo, el estómago se me encabrita: fuertes sudores, angustia. Paso un rato tremendo. A los demás en cambio sí parecen haberles hecho efecto las píldoras: los únicos afectados somos un niño de dos años y yo. Es- 346 -


cupo con frecuencia dentro de una bolsa y no quito la vista del horizonte, que es lo único que me permite conservar algo de equilibrio. Al cabo de un tiempo el barco pierde velocidad, y me siento lo suficientemente bien para subir al castillo de proa. Los cachalotes –pues de eso se trata, y no de ballenasse sumergen en busca de comida a una profundidad de 500-600 metros y tardan una media hora en volver a la superficie. Los ultrasonidos que emiten para localizar a los peces son captados por los micrófonos de que dispone el barco. Cuando dejan de emitir es que vienen para arriba, y allí estamos nosotros esperando. Los ejemplares que hay por esta zona son machos adultos. Las hembras y su progenie se quedan más al Sur, ya que aunque estas aguas son muy ricas en pescado resultan en exceso gélidas para las crías de cachalote. La ligera brisa que soplaba se ha calmado. El mar parece una balsa de aceite. Comentan los guías que condiciones tan buenas se dan raramente, quizá una sola vez en todo el verano. Me alegro de haber tenido más suerte aquí que en Cabo Norte. De repente asoma el primero. Los del centro ballenero lo han bautizado Glen, y se le reconoce por una mancha amarilla que lleva junto a la aleta dorsal. La parte visible es sólo desde la punta del morro hasta dicha aleta, pero en realidad mide unos 16 metros. Pasa en la superficie unos cinco minutos. A diferencia de los humanos, y debido a la profundidad a que se sumerge, no almacena el oxígeno en los pulmones, sino en la sangre y en los músculos. Justo antes de volver a sumergirse expulsa el aire y realiza la conocida y graciosa cabriola en virtud de la cual saca la cola del agua.

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Ya está. Ahora el barco se mueve en dirección a otro eco. Para el primer avistamiento hubo tortas en la proa. Ahora la gente se halla más tranquila y está sentada sobre cubierta. Yo, que me he recuperado definitivamente, me coloco en posición inmejorable, y por eso soy casi el primero en ver el segundo cachalote. Idéntico ritual. El barco lo sigue a unos cien metros de distancia. El cetáceo parecería cualquier cosa a la deriva si no fuera por el chorro de agua pulverizada que proyecta. Otras curiosidades sobre el cachalote que hemos aprendido hoy es que poseen una capa de grasa de cincuenta centímetros de espesor (así cualquiera), que la cabeza representa un tercio del tamaño total de su cuerpo, y que en el interior de ésta lleva unos 700 litros de aceite que le sirven tanto como tanque de flotación como de caja de resonancia para los ultrasonidos que emite. Precisamente fueron el aceite y la grasa la causa de que este animal fuera cazado casi hasta el exterminio. Los guías avisan. No sé cómo, pero conocen el momento exacto de la inmersión. Todo el mundo con sus cámaras preparadas. Apunten, fuego. Nos movemos hacia otro lugar, con tan buen tino que el cachalote emerge ante nuestras narices. Esta vez nos acercamos muchísimo, a unos sesenta metros. La piel centellea al sol. Es una sensación extraña, ésta de hallarse junto a uno de los animales más grandes del planeta. En el camino de vuelta, el chico que guiaba en inglés se acerca a nosotros y nos habla en perfecto castellano. Procede de Finlandia, y se llama Arto (sin hache, añade enseguida) y aprendió nuestro idioma en los nueve meses que pasó en Ecuador. Así que mochilero... Buena gente.

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El paseo en barco ha durado cuatro horas. Será por las bascas del primer momento, pero estoy como si me hubieran dado una paliza. Comida, descanso reparador y a las siete y pico de la tarde nos despedimos de Andenes, yo con la sensación de haberme dejado algo. Desandamos 100 largos kilómetros hacia el Sur, hasta que por un enorme y largo puente cruzamos a la isla de Langøya. Atravesamos la localidad de Sortland y, bordeando el Hadselfjorden llegamos a Melbu, donde no hay que buscar mucho el muelle porque te das de narices con él. La cola es enorme y estoy dudando si entraremos cuando veo llegar el ferry, que es más enorme aun. Llega el revisor y nos cobra 224 coronas del ala. No nos dejan permanecer en el vehículo, de manera que tenemos que subir a cubierta para veinte minutos escasos. Desembarcamos en Fiskebøl, Austvågøy, la primera de las Lofoten. La salida, como siempre, parece el grand prix. Procuro que me adelanten todos: vamos despacio, buscando un lugar donde dormir, aunque no parece fácil pues todo el paisaje se reduce a lagos y escarpadas montañas. Nos detenemos por fin en el aparcamiento de un pequeño puerto, unos 15 kilómetros antes de Svolvaer. Son las doce de la noche y por la carretera, que tenemos al lado, no dejan de pasar automóviles. Jamás pensé que unas islas más arriba del Círculo Polar pudieran estar tan animadas.

SALIDA: Andenes (N) 19:00 LLEGADA: Vestpollen (N) 23:15 KILÓMETROS: 160 (Parcial) 7.456 (Total) FERRYS: 28 eur.

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DÍA 30. 5 Agosto. Lo primero que hacemos después de levantarnos es ir hasta Svolvaer a comprar pan y a pedir los horarios del ferry de Bodø. La experiencia en la oficina de turismo no es muy edificante: a estas alturas ya hemos constatado el marcado contraste que existe entre la belleza del paisaje y la actitud hacia el turista, que es sacasangre pura y dura. Al principio te lo tomas con humor, pero poco a poco el, a nuestro juicio, excesivo afán recaudatorio de los noruegos va haciendo mella. Las oficinas de turismo no escapan a esta tendencia generalizada, y más bien parecen tómbolas que lugares donde proporcionar información. En la de Svolvaer disponían incluso de un stand –con comercial incluido- de una compañía de móviles, y parecían más dispuestos a venderte cualquier cosa que a traducirnos los horarios de los ferry, editados todos en noruego. Al igual que en Tromsø, nos llama la atención el mal estado de algunas calles: baches, aceras deterioradas o inexistentes...No comprendemos esta dejadez en un país tan rico. Puedo aceptar el argumento de que no arreglan las carreteras porque el país es extenso y montañoso, pero que me expliquen por qué tienen los pueblos en semejante estado. Sacamos coronas de un cajero y nos vamos para Kabelvåg, que tampoco nos parece un sitio especialmente bonito. Algo más interesante encontramos Henningsvaer, aunque el día gris y frío lo desluzca. Tanto para entrar como para salir del pueblo hay que cruzar dos puentes de infarto. Tienen forma de U invertida, sólo cabe un vehículo y en lo alto disponen de un ligero ensanchamiento que permite cruzarse a dos automóviles, aunque tengo mis serias dudas en el caso de que los implicados sean un coche

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y una autocaravana. Nos salva que como los que son de la zona saben lo que hay, van pendientes de la carretera desde el otro lado y prefieren esperarse abajo. (Nos cebamos con la racanería noruega. Imaginamos que se lo plantearon la manera siguiente: ¿Para qué construir un puente de dos carriles? Lo hacemos de uno y que se turnen, que el hormigón va muy caro.) Después de comer salimos del pueblo y cambiamos de isla, saltamos de Austvågøy a Vestvågøy. Empieza a llover. Para cuando llegamos a Eggum, en la costa Norte, es un diluvio lo que cae. Los peñones de detrás del pueblo deben de ser bonitos, pero los tapan las nubes. Dicen que éste es un lugar privilegiado para contemplar el sol de medianoche. En fin. Volvemos por la estrechísima carretera que trajimos hasta aquí. Estamos desanimados. Por lo que nos habían contado, creíamos que las Lofoten iban a ser otra cosa. En cuanto a la ruta, nuestra intención era bajar hasta Stamsund, pero tal y como está la tarde mejor seguimos adelante. Paramos en Borg junto a la casa del jefe vikingo. Dado que se trata de una simple reproducción-recreación, ninguno de los dos quiere entrar. Yo me bajo a dar una vuelta, protegiéndome con el paraguas de la pertinaz lluvia. A la entrada de los servicios veo a una chica con mochila envolviéndose en una enorme capa de agua. La compadezco, pues han sido bastantes las ocasiones a lo largo de mi vida (cuando era más joven) en que me he visto así. Vuelvo a la auto, y cuando salimos del aparcamiento hete aquí que veo a mi mochilera junto a otra chica haciendo autoestop en medio del aguacero. A riesgo de provocar un alcance, paro en mitad de la carretera. Les preguntamos que adón-

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de van. Nos dicen que a Moskenes, in the main road. Nosotros, que vamos hasta Nusfjord, nos ofrecemos dejarlas en el cruce. Aceptan. Nuestras pasajeras son checas, de Brno. Llevan un mes de viaje, más o menos como nosotros, aunque imagino que en peores condiciones. Por el camino decido que tampoco es tan mala idea alargarnos hasta Moskenes, les resolvemos a ellas la papeleta y de paso aclaramos lo del ferry, ya que con el horario en noruego no hay tu tía. Los últimos kilómetros de la isla de Vestvågøy reviven el paisaje agreste y dramático que descubrimos al desembarcar ayer en Fiskebøl. Un túnel submarino nos lleva a la siguiente isla, Flakstadøy. Es parecido al que lleva a Cabo Norte pero de sólo un par de kilómetros. Ahora el terreno es muy escarpado, por lo que el recorrido se alarga en vueltas y vueltas, siguiendo el contorno de la costa. La E10, itinerario europeo, la publicitada Carretera del Rey Olav, se transforma por estos pagos en algo parecido a un camino de cabras local. Pasamos Ramberg, con playas de arena blanca impensables en estas latitudes. Un puente nos deja en Moskenesøy, la última de las Lofoten. Para entonces ha dejado de llover. Los últimos kilómetros hasta Sorvågen son un alucinante salto de islote en islote. Los pasos son también aquí puentes de un solo carril, pero dotados de semáforos y sensor que te indica cuándo puedes pasar. Rumbosos. Llegamos a la terminal del ferry. Allí nos informamos de horarios y condiciones del barco y nos despedimos de nuestras checas. Hace un poco de frío, y la verdad a mí me da pena dejarlas allí, sin saber dónde van a dormir. Nosotros nos vamos hasta Å, que es el último pueblo de la isla

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y también la última letra del alfabeto noruego. Dejamos la auto en el aparcamiento que hay al final de la carretera, pasado un túnel, y subimos al cerro rocoso cruzando los tinglados de madera donde cuelgan a secar el bacalao. Ahora están vacíos. Desde lo alto divisamos el peñasco de Vaerøy levantándose altivo sobre el mar. También éste es un Cabo do Mundo. A eso de las 23 horas, cuando ya hemos cenado, empieza a oírse griterío. Suponemos que es alguien de juerga, y no hacemos caso. Al cabo de un buen rato, al comprobar que no cesa, salgo a ver qué pasa. Son dos chicas y un chico del pueblo. Adolescentes. Por la forma de desbarrar parece evidente que están drogados. Tienen una bicicleta, y se la turnan para ir y venir por el aparcamiento aullando como posesos, por completo indiferentes a las cuatro autos que pernoctan allí. Esperamos a las doce, y como ni se callan ni se van, nos marchamos nosotros, desgranando acidísimos comentarios sobre el desquiciamiento de la juventud actual. Encontramos sitio a un kilómetro y medio de allí, en un solar junto a otras dos autos. El resto de la noche transcurre sin incidentes.

SALIDA: Vestpollen (N) 10:00 LLEGADA: Å (N) 19:00 KILÓMETROS: 182 (Parcial) 7.638 (Total) GASOIL: 30 lt. 39 eur.

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Día 31. 6 Agosto. El lugar en el que hemos dormido es en realidad el aparcamiento del Museo de la Industria del Pescado. Ya nos hemos dado cuenta de que a suecos y a noruegos les une un afán común: tener museos. Los hay de lo más inverosímil: de las carreteras, de utensilios tradicionales, de la Segunda Guerra Mundial (muchos), de las telecomunicaciones, del petróleo, de juguetes, de la aviación... Es tal la densidad que uno tiene la sensación de que cualquiera que junte un puñado de trastos antiguos pone en su puerta el cartel de museo para que lo visite el turista (pagando, faltaría más.) Esta mañana nuestra intención era desandar camino y ver la zona de las islas que nos saltamos ayer, así que retrocedemos unos 30 kilómetros Pero a medida que salimos de la vertiente Sur de la isla, protegida por las montañas, el tiempo cambia: en Ramberg arrea el viento del Norte que es un gusto, y además llueve. Compramos fruta y verdura en un lugar de lo más curioso: aparentemente se trata de una calle como otra cualquiera, con sus establecimientos alineados: la oficina de información, una tienda de electrodomésticos y el súper. Luego entras por cualquier puerta y descubres que no hay separaciones interiores, y que se puede pasar y pasear de un negocio a otro sin exponerse a la cruda intemperie. En la tienda de alimentación nos sorprende el origen de los productos frescos, y así podemos elegir entre uvas de Egipto, naranjas de Túnez, manzanas de Italia, tomates de España o setas de la India. Evidentemente, todo esto viene en avión. ¿Qué va a comer esta gente cuando escasee el petróleo? Nos volvemos al Sur de la isla, que se está más calentito. Paramos en Hamnøy, un pueblecito pesquero prendido

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de la roca. El tiempo se afea también aquí. Miro el reloj. Son las 13:20. Le digo a Bego: ¿Y si intentáramos coger el ferry de las dos? Dicho y hecho: sólo estamos a 5 kilómetros del muelle, aunque tenemos que pasar otra vez los dichosos puentes de un solo carril. En quince minutos llegamos a la zona de embarque. Hay muchos vehículos, pero aun así nos permiten pasar al aparcamiento y nos venden el ticket: 1.321 coronas. Qué bien y qué suerte: hemos oído lo frustrantes que pueden llegar a ser las colas en Moskenes. Llega el barco y se traga la primera fila de coches. Luego la segunda y la tercera. Avanza la nuestra. Delante de nosotros va una Mac Louis. Entra en el ferry pero, horror, se queda casi en la puerta. A nosotros, que estamos ya en la pasarela, nos echan para atrás, y en el escaso espacio libre encajan dos turismos de mala manera. Hete aquí que nos quedamos solísimos en el puerto, viendo cómo se marcha nuestro ferry. Son las 14 horas, y hasta las 18 no sale el siguiente barco. En fin, paciencia. Por suerte para nosotros llevamos la casa encima, y cuatro horas dan para mucho: comer, fregar la loza, limpiar el aseo, barrer el suelo, planificar etapas, escribir el diario, echarse la siesta... A las 15:30 empiezan a llegar los primeros coches, que se colocan detrás nuestro –salvo el que viene con el ticket reservado-. Llega un autobús sueco. Para nuestra sorpresa, los que van dentro son españoles. Trato de entablar conversación, pero no se muestran muy acogedores que digamos. A las 17:45 aún no ha aparecido el barco. Francamente, la cosa huele a chamusquina, de modo que nos vamos para la taquilla a preguntar. No hace falta: en el cristal hay

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pegado un cartelito que dice: Delayed. 2 hours approximately. Un estremecimiento nos recorre. No hay que ser un hacha para darse cuenta de que cuatro que llevamos más dos que nos quedan suman seis horas. Ya sí que conocemos lo que es una espera en Moskenes, incluso me asaltan sospechas sobre si no vendrá de aquí el vocablo español mosquearse. Nuestro máximo temor es que hayan suprimido el servicio de las seis (hoy era el último día) y pretendan dejarnos aquí hasta el siguiente, que es a las nueve y cuarto. Dos horas de propina dan para mucho. Nos vamos de paseo, y hasta tenemos tiempo de escalar la sierra de enfrente. Cuando volvemos, la gente ya ha sacado los hornillos de las furgonetas y prepara la cena. En la fila paralela a la nuestra está el coche de unos piratas, que matan el tiempo bebiendo cerveza. Por fin, a las 20:03 horas, con todo el personal desesperanzado, asoma el ferry por la bocana del puerto. Entran las bicis y las motos, entran los turismos y, ahora sí, entramos nosotros. A bordo nos encontramos con las checas. Las saludamos, pero no nos hacen mucho asunto. Más tarde se descubrirá que han intimado con los piratas, y que, frente a su imagen de chicos duros y malos, una pacífica pareja de autocaravanistas tiene poco que hacer. Desde cubierta veo alejarse las Lofoten envueltas en un manto de nubes como un sudario. Han sido otra de las frustraciones del viaje. En cambio de las Vesteralen, insignificantes en apariencia, tendré grato recuerdo para siempre. Tal vez la luz, las vivencias... Hace demasiado frío, de modo que entramos en el salón. El barco es más pequeño que el que perdimos esta

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mañana y encima lleva doble ración de gente, así que está todo atestado. El grupo de españoles, que -por cultura y definición- más que oír necesitan ser escuchados, contribuyen a elevar el barullo ambiente. A estas horas todos deben de saber ya que somos los compatriotas de la autocaravana, pero aunque estamos muy junto a ellos ninguno siente la necesidad de hablar con nosotros: viven en la seguridad del cardumen, salieron hace pocos días de España, y mentalmente no la han abandonado todavía; por eso nada tiene de raro encontrarse un paisano por estos pagos. De esta manera, las cuatro horas de viaje –tres y cuarto según el horario oficial- se hacen eternísimas. Descubro que, tras un mes de viaje los dos solos, siento la necesidad imperiosa de comunicarme con más gente, y que es triste no poder hacerlo. A las doce y cinco de la noche –diez horas después de intentarlo en el primer ferry- se abren las compuertas del transbordador, y nos vemos de nuevo rodando por tierra firme, sin checas, ni piratas, ni grupos organizados de españoles. Cruzamos Bodø sin parar, y es una pena porque tiene un aire de ciudad cuidada que hasta ahora no hemos visto en Noruega. Salimos por la carretera 80. Conforme rodeamos el fiordo nos envuelve una luz como de amanecer. Y efectivamente, se atisba la aurora que despunta por detrás de las montañas. Me detengo a sacar unas fotos. Hay un cielo y un aire limpísimos, y un frío que pela. Llevamos recorridos 20 kilómetros cuando nos desviamos hacia el Sur por la carretera 17. Roberto nos guía sin titubeos en busca del Saltstraumen, que es el mayor remolino del mundo mundial, y damos con él sin problemas. Pero el aparcamiento que hay allí, bajo el puente,

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nos parece muy inclinado y con continuo tránsito de gente, de manera que decidimos acercarnos al pueblo en busca de un sitio más llano y tranquilo. Para nuestra desilusión, han llenado todos los rincones con señales de prohibido aparcar, algunas con señal específica para autocaravanas. Hartos de dar vueltas, nos metemos en el parking del cementerio (también prohibido) junto a una furgoneta alemana y cenamos algo. Cuando nos acostamos son casi las dos de la mañana. Caemos rendidos.

SALIDA: Å (N) 20:00 LLEGADA: Saltstraumen (N) 1:00 KILÓMETROS: 97 (Parcial) 7.735 (Total) FERRYS: 167 eur.

Día 31. 6 Agosto. Según el calendario, tal día como hoy hace un mes que salimos de casa. Todo el tiempo pensando en que nos sobrarían días y ahora vamos con el agobio de si nos dará tiempo de ver todo lo que queremos. A las 7:30 me despierto. Descubro que la furgo alemana se ha pirado. Hacemos igual: no nos vamos a quedar solos ante el peligro. Con Bego dormida, me pongo al volante y regreso al aparcamiento bajo el puente, junto a las otras autos. Yo también busco la seguridad del cardumen. A eso de las diez me voy a ver el horario de las mareas. La ascendente es a las 13:39. Falta bastante, pero creo que esperar merece la pena. Subimos al estilizado puente que vuela sobre el fiordo. Hace un día espléndido, el mejor que hemos tenido hasta la fecha en Noruega. Las montañas con nieve se recortan nítidas en el horizonte. Bajo - 358 -


nosotros discurre plácidamente el agua hacia el mar, como todo río que se precie. Vemos medusas, algún pez, y ¡un delfín! De repente ocurre lo extraordinario: el flujo del agua se invierte, y las medusas que iban río abajo comienzan a subir. Faltan aún dos horas para el punto culminante de la marea, y decidimos bajar hasta la orilla. Allí se congregan abundantes pescadores de caña, y también zodiacs y pequeños barcos de pesca. En las dos horas siguientes, mientras nos tostamos al sol, y recobramos para nuestros cuerpos un calorcito ya olvidado, vemos cómo el nivel de agua entrante se incrementa paulatinamente. No me impresiona tanto el remolino –o los remolinos, pues se dan varios de forma simultánea- sino el gigantesco volumen de líquido que penetra en tromba a través del estrecho –400 millones de litros, dicen-. Se produce un fenómeno que nunca habíamos visto antes, a saber: la corriente entrante origina una forma como de cuña que sobrepasa en varios metros el nivel de agua preexistente. Es el inaudito espectáculo de ver un río corriendo sobre un río. Cuando apenas han transcurrido unos minutos desde la hora de máxima avenida, hacen su aparición unas lanchas que conducen a grupos de turistas hasta la cresta misma del agua. Van todos pertrechados con unos peculiares trajes salvavidas que ya vimos en el ferry de las Lofoten: monos térmicos integrales, con capucha incorporada, y sobre ellos los elementos que les confieren flotabilidad. Por lo visto el mayor peligro de caer al agua aquí no es morir ahogado, sino congelado. A las dos y media volvemos a la auto. Comemos fruta y decidimos andar un cacho. Tenemos dos opciones: desandar 12 kilómetros hasta la carretera 80 o seguir adelan-

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te por una comarcal. Nos decantamos por la segunda, que son 70 kilómetros de trazado estrecho, con mucho más tráfico del que esperábamos, rampas de subida y bajada del 9 por ciento y muy pocos pueblos. A las cuatro paramos a comer y a descansar. Un par de horas después reanudamos y salimos enseguida a la E 06, vieja conocida, que en un principio nos engaña con amplios arcenes y un firme envidiable pero que a poco que se empine se transforma en miserable carretera secundaria o terciaria. Por suerte los conductores noruegos son cautos y pacientes: puedes llevar detrás de ti una caravana de coches durante veinte o treinta kilómetros sin que nadie se impaciente y guardando todo cristo la distancia de seguridad. A diferencia de otros países de todos conocidos, por fortuna aquí los locos son minoría. Subimos hasta una amplia meseta y desaparecen los árboles. Y en medio de la meseta, el Círculo Polar. Realmente, el gélido y desangelado paisaje que se extiende ante nuestros ojos se parece más a la idea que yo traía que a lo que vimos en Rovaniemi. Echando cuentas, veo que hemos pasado once jornadas por encima de esta línea imaginaria. Lo que una vez soñé y me pareció imposible se ha hecho realidad. Han transcurrido los días y las semanas. Si algo tiene esto de viajar tanto tiempo es que sirve para darse cuenta de lo profundo que se hincan en nuestro subsuelo las raíces personales, familiares y sociales, nos gusten o no. Y porque se hace un balance minucioso de la propia vida, el pasado, el presente y lo que viene delante. Las personas buenas y las malas. Las que se portaron bien y las que nos hicieron la puñeta. Todo, absolutamente todo acaba pasando por el tamiz implacable y cristalino de la

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memoria. Será lo que no trajimos, y lo único que nos llevaremos de este mundo. Un breve paseo por las instalaciones de esta frontera astronómica. Fuera hay diversas inscripciones y monumentos. Me llaman la atención dos placas presididas por la estrella roja, pero el texto está en noruego. Me parece entender que una es en homenaje a los soldados soviéticos que liberaron la zona, y la otra un recuerdo a la Resistencia. Poco más que ver. Nos marchamos. Antes y después del Círculo Polar se atraviesa una zona despoblada. Tanto es así que hay cerca de 100 kilómetros sin una sola gasolinera, acostumbrados como estamos a tenerlas cada 1520 kilómetros. Bajando hacia Mo-i-Rana entro en reserva y me acojono. No tanto por quedarnos sin gasoil, pues llevo una garrafa de 5 litros, sino por si me quedo parado en esta carretera estrechísima, llena de curvas y con un tráfico que por momentos se vuelve más agresivo. Consultamos a Roberto y nos dice que hay gasolinera a 30 kilómetros de distancia, lo cual se revela cierto. Aprovechamos también para coger agua. Íbamos a comprar unas bolsas de frutos secos, que se quedaron sobre el mostrador ante el desorbitado precio. Habíamos pensado hacer la excursión del glaciar Svartissen, pero la cantidad de kilómetros que aún queda por delante y los días de vacaciones que se acaban nos hace descartarlo. Cruzamos Mo-i-Rana -que en castellano quiere decir Mo (pueblo) que está en Rana (zona, región). Como Å i Lofoten. Durante bastantes kilómetros vamos a pie de fiordo, con una luz rarísima y espectral. Pasamos tres túneles consecutivos, y al final el espectáculo nos hace

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detenernos en la cuneta: dos arcoiris completos; uno de ellos nitidísimo, perfecto. Pero claro, donde hay arcoiris hay agua. Empieza a caer primero modosita, y luego más fuerte. Bego interpreta el nombre de la localidad que hemos elegido por destino (Mosjøen = nos j.d.n) como un malísimo augurio. Y en efecto: nada más llegan a Korgen comienza el puerto –por lo visto están construyendo un túnel de 8 kilómetros que comunique este valle con el siguiente, pero la inauguración de la obra ya no nos toca-. A medida que ascendemos, la meteorología empeora. En lo alto del collado vemos un descampado con dos autocaravanas. El sitio no nos ofrece demasiada confianza –hay enormes barreras cortavientos-, pero son las diez de la noche, y ninguna gana de bajar a oscuras y con la que está cayendo. Estacionamos cerca de una de las autos, y sentimos cómo el viento nos menea. En mi vida he visto un día que comience con tan buenos augurios y termine como el rosario de la aurora. Aunque no será peor que en Cabo Norte, seguro. La lluvia arrecia, pero mientras redacto estas líneas me siento tan resguardado en el interior del vehículo que escribo aquello de En mi caravana no entra agua no entra agua. Afuera diluvia y relampaguea, chuzos caen de punta, el cielo se raja pero en mi caravana no entra el agua.

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SALIDA: Saltstraumen (N)14:30 LLEGADA: Korgen (N) 22:15 KILÓMETROS: 262 (Parcial) 7.997 (Total) GASOIL: 30 lt. 37 eur.

Día 33. 8 Agosto. Hace bueno y sol: el tiempo luce con cara de no haber roto un plato, y de los turbones que nos azotaron ayer, ni el recuerdo. Descendemos el puerto, y en los primeros 70 kilómetros de serpenteante carretera realizamos tres paradas, a saber: la primera, para vaciar las negras en el WC de un área de descanso; la segunda, en Mosjøen para hacer la compra. La tercera, en las cataratas de Laksfossen, una brutal caída de agua que levanta nubes de espuma pulverizada. La vista es espectacular, y se completa cuando vemos a los salmones –algunos enormes- saltando en la parte baja. Cómo estos peces pueden superar un salto de agua de 17 metros, con tan inmenso caudal desplazándose en sentido contrario, es algo que escapa a mi comprensión. La vida y hechos del salmón, que nace en agua dulce para ir al mar, y que vuelve ocho años después exactamente al lugar donde nació –superando obstáculos como éste- para reproducirse y morir es para mí uno de los grandes milagros de la naturaleza. Son las dos de la tarde cuando conseguimos arrancarnos del éxtasis húmedo de la cascada. Reanudamos camino. La carretera sigue teniendo curvas, es estrecha y mala, a menudo sin raya en el centro y sin señalización vertical. Teniendo en cuenta que se trata de la E 06, la vía que vertebra el país, se lo podían haber currado un poquillo más. Continúa, por otro lado, la penuria de gasolineras en ruta. - 363 -


A las cuatro estamos en Namsskogan. Hemos hecho un promedio de 50 kilómetros/hora. No sé si es por el desánimo derivado, o si se trata de un problema físico, psíquico, espiritual o si simplemente es que estoy quemado por los 8.000 kilómetros a cuestas; el caso es que toco uno de los fondos del viaje. El simple hecho de pensar en la conducción me produce un nudo de angustia en el estómago. Comemos y duermo una hora. Luego me siento mejor, pero no recuperado del todo. Salgo a dar un paseo y me siento a la orilla del lago de turno buscando ordenar mis sensaciones y sentimientos. Bego se anima a coger el volante, pese al miedo que le produce manejar un vehículo tan grande por una carretera tan estrecha. Por suerte para ella ahora el trazado es llano, aunque remonta suavemente el curso del río Namsen. Al cabo de 60 kilómetros me siento mejor y retomo el volante. Bordeamos el lago de Snåsavatnet, uno de los más bonitos que hemos visto en todo el viaje. A partir de aquí el paisaje humano sufre un cambio: no sólo porque la carretera mejore en firme y trazado, sino porque da la sensación de que hemos dejado el duro Norte para entrar en una tierra más civilizada: se ven muchas casas –también gasolineras-, los campos se cultivan, aparecen de nuevo carriles bicipeatonales paralelos a la carretera… En fin, una estampa que nos recuerda mucho a Suecia y que ya teníamos olvidada. A partir de Verdalsøra bordeamos el Tromdheimfjorden. Por primera vez en muchos días percibo que la tarde pierde luz, y que molestan los faros de los coches. En contraste, los últimos rayos de sol por el Oeste aparecen pintados con unos colores apabullantes. A las 22:30 estamos parados al borde del fiordo, comiéndonos una manzana y asis-

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tiendo a un crepúsculo flipante e inacabable. A pesar de los pesares, hemos recorrido 430 kilómetros, nuestro record en Escandinavia, y ha llegado el momento de explicar las

INSTRUCCIONES PARA ENTRAR EN TRONDHEIM Es conveniente llegar tarde o muy tarde para evitar los peajes de entrada (como en la Edad Media, aquí sigue existiendo el derecho de portazgo.) No sé a qué hora dejan de cobrar, pero cuando a las 23 horas pasamos por la primera garita estaba el hombre contando las coronitas. Este primer peaje cuesta 10 Kr. coche y 20 camiones, -conociéndonos como ya nos conocemos, es fácilmente adivinable a qué categoría adscriben las autocaravanas-. Después de pasar tres largos túneles se llega al segundo peaje: 20 Kr. coche, 50 camiones. También se halla cerrada. Entramos en la ciudad y, cuando creíamos que estábamos salvados, nos damos de narices con un cartel en el cual se indica que, hasta las 5 de la tarde y para circular por el centro, es preciso pagar una tarifa de 10 Kr. coche y 20 camiones. Ignoramos cómo se hace efectivo dicho pago. La aparición de este último me conmociona de tal manera que equivoco la ruta y acabo en un callejón sin salida, empotrado entre unas jardineras, una marquesina a la que golpeo ligeramente y unos abetos sembrados en las susodichas jardineras, cuyas ramas dejan muescas perennes en la trasera de la auto. Deshecho el entuerto, enfilamos hacia el centro. Llegamos a un aparcamiento y procedemos a enterarnos de las tarifas:

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Hasta las 8 de la mañana es gratis. A partir de esa hora se paga, pero sólo se permite estacionar un máximo de cinco horas. La primera vale 16 coronas, y se va incrementando proporcionalmente de manera que las cinco horas no cuestan 80 coronas sino 129, unos dieciséis euros. Comprendo que es una medida encaminada a que los residentes habituales dejen el coche en casita y utilicen el transporte público o la bicicleta, pero para quienes venimos de fuera es una faena. Aunque son las doce de la noche, decidimos salir en misión exploratoria. No hay casi gente, salvo los cenutrios de turno atronando las calles con los super-escapes de sus vehículos. Vamos por Prinsensgate y giramos por Kongensgate, desde donde divisamos la catedral. Nos acercamos hasta la puerta, pero el cementerio que la rodea nos disuade de una visita más dilatada. Vamos de vuelta hacia la auto por Bispegata cuando sucede el milagro: a la puerta de una explanada lóbrega y oscura nos encontramos con una desvencijada caravana, empapelada de arriba abajo con carteles artesanos. En ellos se lee en casi cualquier idioma que de 16:00 a 7:30 es gratis, y que el resto del tiempo aparcar vale 50 coronas. Tal como están las cosas, nos parece una ganga: vamos corriendo a por la auto y nos instalamos aquí, felices y contentos. Los automóviles siguen machacando la noche de Trondheim, pero ahora mismo eso nos importa un pimiento. Mañana será otro día. SALIDA: Korgen (N) 11:00 LLEGADA: Trondheim (N) 12:00 KILÓMETROS: 430 (Parcial) 8.427 (Total) GASOIL: 33 lt. 42 eur.

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Día 34. 9 Agosto. Hoy amaneció nublado, y se mantendrá así todo el día, aunque sin llover. Cuando nos levantamos, el aparcamiento, que estaba anoche vacío, se ve ahora lleno hasta la bandera. Descubrimos dónde estamos: es el patio de un colegio o instituto, que aprovecha el verano para sacar un dinerillo extra (alguien desgrana un ácido comentario sobre si será que el ministerio de Educación noruego no les proporciona fondos suficientes para la calefacción.) Pagamos al chaval de la puerta las coronas estipuladas y salimos a Trondheim. La ciudad luce muy animada. Nos vamos hasta el río, a ver las casas de madera. Luego entramos a la biblioteca municipal en busca de las ruinas de una iglesia que se encontraron en el subsuelo. Ya de paso echamos un vistazo a la prensa internacional y descubrimos que tienen Internet gratis –media hora, pero nadie lo controla-. Miro el correo, el saldo de la cuenta corriente y los últimos sucesos nacionales y regionales. Desde los atentados de Londres, nada gordo. Sigue haciendo muchísimo calor por el Sur, aunque aquí, con diecisiete grados y persistente llovizna, cueste imaginarlo. La cuarta fase Nuevo paseo por el centro. Compramos unas fresas en el Torget. Estamos sentados en un banco decidiendo si nos las comemos o si no. Como no hay fuentes a la vista, decidimos ir a lavarlas a la auto, y apenas hemos caminado unos pasos cuando me percato de que alguien sentado en un banco habla con Bego en castellano. Me sorprendo: ¿cómo sabe ése que somos españoles? Entonces miro mejor y... ¡Es Jose! Está con la pequeña de sus hijas. María Dolores y la mayor han ido a comprar fresas. Al principio - 367 -


tardo en reaccionar: fue en Alta -ocho días y casi dos mil kilómetros- donde nos vimos por última vez. ¿Cómo es posible? Ya van cuatro. Los creíamos por detrás de nosotros, pero por lo visto el mal tiempo les decidió a ahorrarse las Lofoten, y bajaron por el continente. Están con ellos sus amigos, los esperados. Vienen de ver la catedral. Nos contamos nuestras respectivas peripecias. Están tan hartos como nosotros del coroneo de los noruegos, y por eso nos regalan las pegatinas de entrada. Nos despedimos una vez más. ¿Será la última? A Bego y a mí se nos da muy mal lo de echarle morro a estas cosas: pensamos que se nos notará en la cara, que nos dirán algo, que no seremos capaces. Pero es que sólo queremos echar un vistazo a la catedral por dentro, leñe. Tras una vuelta por el palacio del arzobispo, donde la vigilancia parece más relajada, nos atrevemos. Diez minutos de visita; que de pasar por taquilla nos hubieran salido por 80 coronas. De vuelta a la auto, devoramos las fresas y preparamos la comida. A las 17:00 salimos hacia el Sur. La carretera es, como siempre, sencilla y hay un impresionante guirigay de coches y camiones. Vemos las cabinas que cobran peaje a la entrada de la ciudad. Por el Norte puedo entenderlo debido a lo que tuvieron que costar los túneles, pero ¿y aquí? ¿Qué demonios es lo que cobran aquí? En Lundamo cogemos agua y gasoil y continuamos hacia el Sur por la E 06. Poco a poco el tráfico se va diluyendo. La carretera es aceptable. Pasamos Oppdal. Un cartel advierte de que no hay gasolineras en los próximos 78 kilómetros. Remontamos el valle del río Driva, que baja imponente a nuestra derecha. Por doquier aparecen cascadas que se unen al río,

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convertido a estas alturas en torrente de montaña. Viene ahora un valle muy cerrado, prácticamente virgen. Coronamos el puerto y llegamos a Hjerkinn, cuatro casas y lo que parece una industria de extracción minera. 25 kilómetros de meseta que son auténtica tundra, desarbolados y cautivadores. Luego, la fuerte bajada hasta Dombás. En este pueblo se bifurca la carretera. Por un lado, la E 06, que va hacia Oslo, y por otro la E 136, que es la que tomamos. Seguimos perdiendo altura por un valle lleno de granjas y campos de cultivo aunque el río, curiosamente, corre en dirección contraria. Llegamos así a la población de Lesjaverk, junto al lago del mismo nombre. Esta noche nos apetece dormir lejos del mundanal ruido, de manera que cruzamos la vía férrea y bajamos hasta la orilla por una pista de tierra. No hay aparcamiento alguno, de modo que estacionamos en un pequeño ensanche del camino. A diferencia de ayer, hoy no se oye una mosca, y en la naciente oscuridad ya son visibles las estrellas en el cielo.

SALIDA: Trondheim (N) 17:15 LLEGADA: Lago Lesjaverk (N) 21:45 KILÓMETROS: 232 (Parcial) 8.659 (Total) GASOIL: 54 lt. 64 eur.

Día 34. 9 Agosto. Amanece nublado. Nos despedimos de las ovejitas que han compartido noche con nosotros y reemprendemos camino. Cambiamos de valle e iniciamos el descenso del río Rauma. Enseguida llegamos a Slettafoss, un abrupto encajonamiento del río, y un poco más adelante divisamos la cascada de Vermafoss, que se - 369 -


despeña desde las nubes en la ladera opuesta. Paramos un rato en el arcén, extasiados. Atasco en las alturas Antes de llegar a Andalsnes nos desviamos a la derecha en busca del Trollstigen (el Camino de los Trolls) y sus once curvas. Todavía en el llano nos encontramos con un rebaño de vacas en mitad de la carretera. No se apartan, las jodidas, y tengo que darle a una con el retrovisor en el culo para que se quite de enmedio. Empezamos a subir. Vamos por la cuarta curva cuando nos sumerge una niebla densísima. Tras la sexta sucede lo que tenía que suceder: hemos llegado la altura del puente de la Stigfossen –la cascada de 180 metros que apenas intuimos a través del puré de patatas- y nos encontramos con varios coches detenidos. Parece que sus dueños estuvieran haciéndose fotos, de manera que pito al primero, que casi bloquea el puente, y trato de sobrepasarlo. En esto que llega una chica a mi ventanilla para decirme que en la curva siguiente hay una caravana que bloquea el paso. Toca, pues, esperar. En ese preciso instante todos los coches arrancan y suben pendiente arriba. Yo los sigo. Estoy ya cerca de la curva maldita cuando de la niebla sale un automóvil que viene en dirección contraria. Su conductor, de buenas a primeras, empieza a dirigirme gestos despectivos. Yo le respondo por mímica que no me puedo encoger –estamos en lo que parece el tramo más estrecho de la carretera-, y él me replica que retroceda. Lo hago muy lentamente durante veinte metros con intención de orillarme en un ligero ensanchamiento. Antes de que lo alcance el tipo grosero me rebasa. Previamente ha descendido del vehículo la acompañante, muy educada pero con una pinta que me

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abstengo de comentar, y me dice que en la curva de marras está el atasco, y que si sigo adelante voy a bloquear por completo el paso. Intento orillarme lo más posible para ir en persona a analizar la situación cuando de la niebla emerge otra figura femenina, que nos hace imperiosos ademanes para que sigamos: es la acompañante del caravanista, quien al parecer ha conseguido orillar lo suficiente el 4x4 y el remolque. Cuando doblo la curva y veo los quince o veinte vehículos que tiene detrás, maldigo a la primera dama al tiempo que agradezco la decisión de la segunda: si les llega a dar paso a ellos primero, seguro que las furgonetas y autos no hubieran pasado por donde yo me hallaba detenido (nota al margen: cómo se le ocurre al dueño de una caravana meterse por estos andurriales; fue la única que vimos en todo el camino.) Completado el ascenso, llegamos a un llano. Entre la espesísima niebla intuimos un montón de vehículos aparcados y mogollón de tiendas de recuerdos. ¿Qué hace tanta gente aquí, aguardando a que aclare? Nosotros preferimos continuar. Apenas bajamos cien metros por el otro lado cuando el paisaje se desvela, y tenemos así el consuelo, un poco triste, por no haber visto un carajo en la Senda de los Trolls. Fresas de camino para consolarnos. Llegamos a Linge a tiempo de abordar el ferry. El cobrador, un chaval joven, no pregunta la longitud del vehículo. Me pide 69 coronas, cifra que le pido repita porque creo haber entendido mal. Cuando me entrega el ticket comprendo que me ha cobrado como un vehículo de seis metros. Primera y única vez en Escandinavia: por este detalle, cobrador mío, te tendré siempre en mis oraciones. Diez minutos de travesía y arribamos a Eidsdal. Nos apartamos del muelle de embarque y aprovechamos para

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comer. Luego comenzamos la segunda ascensión, que nos tememos tan nebulosa como la de la mañana. Tras las primeras curvas llegamos a un inesperado valle en medio de las montañas. Continúa la subida hasta coronar, y un poco más adelante estallan ante nosotros las primeras vistas del Geirangerfjord, tan abajo que parece que si saltáramos caeríamos al agua. En el centro hay anclado un crucero, lo que nos permite calcular las sobrecogedoras dimensiones del lugar.

Primer roce Iniciamos el descenso, con rampas anunciadas del 10 por ciento. Llegamos a una cerrada curva donde se encuentran estacionados coches e incluso autobuses: es el mirador de Las Siete Hermanas. Descubro un pequeño hueco a la derecha y me orillo. Al sacar las ruedas de la parte derecha del asfalto, percibo que la inclinación del vehículo es mayor de la que yo había calculado. Entonces se oye el inconfundible y doloroso sonido de la chapa al rascar contra un saliente de piedra. Trato de salir hacia adelante, pero como al inclinarme me he apoyado sobre la roca, sólo empeoro las cosas. Me asomo para valorar la situación, pero aun así no sé qué hacer: si doy para adelante malo, y si doy para atrás peor. Bego trata de asesorarme en el apuro. El chófer de uno de los autobuses también se une a la fiesta y realiza ademanes de controlador de pista. Al final salgo en medio de unos chirridos que parten el alma. Se nos han quitado las ganas de contemplar la cascada: sigo un par de kilómetros y me bajo a cuantificar los desperfectos: no ha sido la carrocería la que ha sufrido el raspón, sino la carcasa del toldo. Debía

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de estar bien apoyado contra la roca, porque la tulipa del gálibo, situada más hacia adentro, también ha volado. Muy deprimido, conduzco hasta el pueblo. Cerca del puerto, encontramos un lugar para aparcar. Como después del percance me siento bastante inseguro, mi copilota baja a dirigir la maniobra. Entonces, en el tiempo que tardo en girar para colocarme de frente, aparece un coche e intenta meterse en el hueco pese a los gestos de advertencia de Bego. Desde dentro de la auto no puedo oír los términos de la discusión, pero por la cara de ella veo que el asunto está pasando a mayores. Aproximo el vehículo y comienzo a pitar. Entonces el otro, al sopesar el tamaño del contrincante, opta por largarse. Por lo visto el tipo –ningún jovenzuelo, sesenta años cumplidos-, en el amago de arrollarla, había golpeado a Bego en la pierna. Me pongo hecho una furia. Mientras tanto el buen hombre ya ha aparcado, y en compañía de su mujer e hija se dirige al bar. Desde lejos le decimos cuatro cosas en inglés y también en castizo castellano, la más suave de todas criminal, que es bilingüe. Luego, pensándolo fríamente, me digo que mejor así: si me percato del intento de atropello en caliente acabamos todos en comisaría, seguro. Tras incidentes tan acalorados, nos damos un paseo para serenar los ánimos, estudiar los horarios de los ferrys y valorar las posibilidades de pernocta. En cuanto a barcos, hay muchas salidas diarias, sobre todo por la mañana. Traemos con nosotros las tarifas de 2001, y nos escandaliza –aunque no nos sorprende- que en cuatro años los precios se han triplicado. En que se refiere a la pernocta, dado que hay tres establecimientos de acampada en la zona era previsible, como al final ocurre, que el aparcamiento estuviese cuajado de

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carteles de Camping forbudt. Claro que lo del camping es muy relativo, ya que lo nuestro se parece más al parking, pero por no discutir nos vamos a explorar a pie el camino de tierra que bordea el fiordo por el lado opuesto a donde hemos venido. Desde lejos parecía estrecho y con pocas posibilidades (aunque se divisaban algunas autocaravanas), pero un examen más pormenorizado nos permite descubrir, aparte de las vacas y ponis que pastan a sus anchas, al menos tres apartaderos a pie de agua. Dicho y hecho: volvemos a por la auto y nos mudamos. Soy consciente de hallarme en un lugar singularmente bello, y que pese a los sinsabores del día las cosas retornan a su sitio. Siento la paz, contemplo las luces reflejadas en el agua, y me parece que estamos no en Noruega, sino en algún remoto lugar de Indochina. A medida que cae la luz baja también la niebla, que piadosamente tapa la curva-mirador de doloroso recuerdo. Entonces, muy suavemente, se pone a llover.

SALIDA: Lago Lesjaverk (N) 10:00 LLEGADA: Geiranger (N) 18:00 KILÓMETROS: 146 (Parcial) 8.805 (Total) FERRYS:9 eur.

Día 36. 11 Agosto. Llueve. Enfrente de nosotros se halla fondeado el Delfín. Las nubes casi tocan los mástiles del crucero. Me imagino los improperios de los turistas que se hallan a bordo, viendo en qué ha quedado la idílica visita al Geirangerfjord que les vendieron mediante soleado catálogo en la agencia de viajes. Aquí es lo mismo: toda la

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publicidad que cae en nuestras manos muestra a Noruega como si fuese el país del verano perpetuo, lo cual constatamos que se trata de una descarada mentira. Por ello, si tuviera que elegir una profesión relajada aquí, ésa sería la de fotógrafo para agencia turística: no creo que trabajara más de veinte días al año. Llueve. Cancelamos el viaje a través del fiordo: no estamos dispuestos a una clavada sólo para ver nubes desde la cubierta. Remoloneamos en la auto durante toda la mañana, hasta que decidimos que mejor nos vamos a ver un glaciar. De Geiranger sólo se puede salir en barco o subiendo: las tortuosas curvas en dirección a Stryn no tienen nada que envidiar a las de la Senda de los Trolls. 5 kilómetros y paramos en el mirador de Flydalsjuvet, con una caída a pico sobre el torrente y abismales vistas del fiordo. Cuando permite la niebla, claro. Mientras estamos allí llega un autobús y en un abrir y cerrar de ojos gritos, risas, fotos de yo-estuve-aquí, euforia de parque temático. Hay algo de desagradable y ácido en el turismo exprés, que consume lugares en lugar de disfrutarlos. Seguimos. La carretera tuerce y se retuerce. Alcanzamos los 1.000 metros de altura. Allí, en mitad de una meseta pelada, encontramos un increíble lago con neveros hasta el borde del agua. A la primera ocasión aparco la auto y me bajo: pocas son las veces que se puede tocar nieve en el mes de Agosto. La carretera antigua iba hasta Grotli, pero ya no es necesario porque los noruegos han excavado –literalmenteuna nueva que ahorra 28 kilómetros. Nos encontramos tres grandes túneles, el mayor de 4,5 kilómetros, y los tres en descenso. Al salir del primero, llueve. Al salir del segundo, estamos en medio de una niebla tan profunda que no

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se ve ni toser. El tercero asoma ya por debajo de las nubes y casi ha cesado el agua. Menos mal. Paramos en una plataforma asfaltada al lado de la carretera. El paisaje es tan alucinante que empiezan a faltar los apelativos. Sólo diré que desde la ventana del salón contamos diez cataratas diez –más una seca, que imagino que correrá con el deshielo-. Las dimensiones del lugar la dan los árboles, que de tan pequeños parecen maquetas. Concluida la refección, proseguimos el descenso. Llegamos al lago de Strynvaten (amplio, precioso, etc.) Como nos queda poca agua en el depósito, paro y saco el cubo. Está el agua bastante limpia, y no se aprecian las larvas de mosquito que abundaban en los lagos de Laponia. La verdad es que me cuesta unos cuantos viajes, pero al final nos vamos con casi cien litros de agua de la sierra noruega. En Stryn el lago desagua en el Nordfjord. Contorneamos éste hasta llegar a Olden, donde se toma la carretera de Birksdal. Teniendo en cuenta los patrones noruegos, es suficientemente ancha en la mayor parte de sus 21 kilómetros, con arrimaderos en los sitios más estratégicos, pero con tramos de 200-300 metros sin visibilidad alguna y en los que parece que no cabemos ni nosotros. Es tarde y hay poco tráfico, pero no quiero ni imaginarme cómo va a ser bajar por aquí mañana. Bordeamos un doble lago que es el desaguadero del glaciar. Poco a poco, entre las nubes, se divisa la helada lengua, y a su derecha una cascada que quita el hipo. Cruzamos el pueblo, llegamos al final de la carretera y allí, en medio de la naturaleza más salvaje y agreste que imaginarse pueda, encontramos un área de estacionamiento ¡con parquímetros! Realmente estos chicos están en todo. Pa-

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sar allí la noche -un aparcamiento sin la menor comodidad, salvo un triste grifo- cuesta 100 coronas, casi 13 euros. Echamos cuentas y por el mismo precio nos vamos al camping que hay más abajo. Por lo menos no nos veremos rodeados de coches y autobuses nada más amanezca. A la una de la mañana el silencio es total. Sólo lo rompe el lejano fragor de la cascada.

SALIDA: Geiranger (N) 15:00 LLEGADA: Briksdalbreen (N) 21:00 KILÓMETROS: 114 (Parcial) 8.919 (Total)

Día 37. 12 Agosto. Amanece nublado y sin lluvia. Nuestra experiencia nos dice que eso aquí equivale a un día bueno. Subimos desde el camping hacia la zona del restaurante y la inevitable tienda de recuerdos. Aquí es donde comienza el camino hacia la lengua glaciar. Primera sorpresa: ya no hay ponis que tiren de los carros cargados de turistas; han sido sustituidos por una especie de todoterrenos diesel que sólo llevan japoneses y que apestan a la concurrencia con sus humos. Teniendo en cuenta la función que cumplen, que comparten camino con tanta gente que ha venido a disfrutar de la naturaleza y que los han adquirido hace sólo uno o dos años, ya podían haberlos comprado eléctricos, ¿no? Enseguida nos damos cuenta de que el camino no lleva a la lengua glaciar que vimos ayer, sino a otra que estaba fuera de la vista del valle. En medio de curvas y contracurvas pasas junto a una potente cascada que ofrece ducha (gratuita) a todos los visitantes. Desde aquí no se - 377 -


aprecia la lengua glaciar pero luego, al final del repecho, comenzamos a ver el río de hielo. Como nada aquí es a escala humana sino de gigantes, las distancias engañan. El glaciar semeja pequeño hasta que cerca de su base divisamos a los turistas. Más que lejanos, parecen diminutos. En el lago flotan trozos de témpano. Cual peregrinos, vamos hasta la pared de hielo y la tocamos. Luego fotos, muchas fotos de este prodigio de la naturaleza. Es la primera vez que contemplo un glaciar, y lo cierto es que estoy conmocionado. Tiene algo de hipnótico y fascinante. Es bello y a la vez letal (si te sitúas donde no debes o si subes al hielo sin equipo adecuado, vas listo). De repente retumba un trueno. Miramos hacia las alturas: es un desprendimiento, pero no parece haber correlación entre el colosal estruendo y el polvillo de nieve que se desprende allá en lo alto. Bordeamos la masa helada por la parte izquierda procurando pisar en firme. Descubrimos oquedades (la lengua se derrite por debajo), azules intensísimos, rocas confinadas en su cárcel traslúcida. Nos proponemos llegar hasta la base de un altísimo farallón, pero ahora es todo piedra suelta. Incluso pisando con cuidado se vienen abajo, algunas de tamaño considerable. La vista lateral del hielo es espeluznantemente bella, pero mi intuición no deja de advertirme que estamos haciendo algo peligroso acercándonos tanto. Entonces, con muchísimo cuidado, retrocedemos. Aclaran un poco las nubes, y los matices de blanco y azul se manifiestan más espléndidos todavía. Nos quedaríamos aquí muchísimo más, pero hace un frío que pela.

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De regreso, nos volvemos de rato en rato, y ninguna de las veces dejamos de maravillarnos. Ya en la auto, toca desandar la fatídica carretera hasta Olden. En general, la gente colabora y se aparta nada más vernos, sobre todo porque nos hemos juntado varios y formamos una caravana de dos autos y tres turismos. Por supuesto, nadie trata de adelantar. En Olden vamos al súper. Se nos está terminando la leche condensada, y descubrimos: a) Que en Noruega ni existe ni la conocen. b) Que al parecer tampoco existen los tetra-brick de larga duración, sino sólo los de leche fresca (y nosotros sin frigorífico desde Finlandia.) En cuanto a la leche en polvo, la venden en unos diminutos sobres tan caros que parece que fueran otro tipo de polvos. Renunciamos. Giramos a la izquierda en dirección a Utvik. Esta carretera, a la orilla del Nordfjord, es tan mala como la anterior, sólo que con muchísimo más tráfico. En el mapa viene ribeteada de verde indicando itinerario pintoresco. Lo será para ellos, porque verdes deben de estar ahora las caras de conductor y copiloto, enfrascadísimos en no topar con los coches y camiones que vienen de frente ni, ay, rozar de nuevo con el costado derecho. De Utvik a Byrkelo la carretera abandona el fiordo y se encarama a 600 metros de altura. Curvas de 180 grados, firme deforme, enormes grietas en el asfalto... Me acuerdo de la madre del ministro noruego de obras públicas y toda su parentela. A partir de Byrkelo la situación mejora. Estamos en la E 39, al parecer los itinerarios europeos son las únicas carreteras ligeramente decentes en el país (y yo que me quejaba de la E 06). Como novedad, y sueltas por el asfalto, encontramos cabras.

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En Skei nos detenemos para recuperarnos del soponcio. Luego giramos en dirección a Fjaerland. Esta carretera, de amarillo en el mapa, es nueva y está más o menos bien, aunque sabemos que a la otra punta nos espera un peaje. Sorpresa Atravesamos un par de largos túneles y nos damos de narices con la lengua glaciar de Bøyabreen. En realidad estamos dando la vuelta a Jostedalsbreen -482 kilómetros cuadrados, el mayor glaciar de la Europa continental-. Hemos recorrido 102 kilómetros, aunque según el mapa, en línea recta no estamos ni a 20 kilómetros de Briksdalbreen. Nos maravillamos de que aquí no haya parquímetros ni mercachifles del medio natural: sólo campo puro y duro, un restaurante cerrado y un área de descanso. Ideal. Estacionamos y nos aproximamos a pie a la lengua glaciar. Ésta, a diferencia de la de Birksdalbreen, no llega al nivel del suelo, sino que cuelga a varios cientos de metros por encima de nuestras cabezas. Abajo, junto al torrente y pegada a la pared de roca, hay una gran masa de hielo. La parte inferior se halla horadada por una cueva que forma un semicírculo perfecto, por donde fluye el agua. Desde aquí no podemos hacernos idea de las dimensiones, pero a buen seguro que es mucho más grande de lo que imaginamos. Hemos leído que Bøyabreen es la lengua que más rápido se desplaza de las veinticuatro que tiene el Jostedalsbreen (unos dos metros/día), y lo confirmamos: por debajo del sonido del agua cayendo es posible percibir un crujido sordo y subterráneo, como de martillos que

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golpeasen bajo tierra. Asistimos a un ligero desprendimiento. Cuando ya nos vamos resuena un estruendo similar a una explosión. Miramos asustados hacia arriba, tratando de localizar el origen, pero no cae hielo por ningún sitio. Entonces miramos hacia la cueva: un bloque del tamaño al menos de una casa de dos pisos se ha desprendido y bloquea parte de la entrada. Impresionados por tanta grandiosidad, regresamos. En el aparcamiento hay varias autos, y una de ellas nos resulta conocida... Pues sí, son los murcianos aquí de nuevo. Doctor Livingstone, supongo. ¿Qué probabilidad existe de encontrarse en más de una ocasión con las mismas personas en un viaje de casi 14.000 kilómetros? Dos veces es casualidad. Tres, coincidencia. Cuatro veces es la suerte. Cinco...la repera. ¿Y si hubiera una sexta? Estos hechos dan qué pensar, no servirían en absoluto como argumento para una novela y encima obligan a que nos replanteemos nuestro concepto sobre las probabilidades y el destino. Ellos también están mosqueados; dicen que la cría mayor, cuando nos divisó por la ventana, exclamó con un deje de aprensión: Mama, los de Cáceres. La pequeña, que aún no ha salido del mundo mágico, parece que lo acepta mejor. No sólo son las coincidencias; por lo visto nos vamos siguiendo los pasos: anteanoche durmieron también en Geiranger, a la otra orilla del fiordo. Nos dicen que van camino de

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Kaupanger para tratar de coger el ferry mañana (si hace bueno). Iban a parar sólo un rato e irse a dormir a Sogndal, pero les convencemos para que se queden aquí esta noche. Con la confianza que da el dilatado trato, charlamos durante tiempo interminable. Nos ponemos al día de nuestras peripecias. En Roald, cerca de Ålesund, el propietario de un camping se negó a venderles los tickets para una excursión marítima argumentando que era contrario al wild camping. Es el cumpleaños de la pequeña, de modo que nos obsequian con un trozo de tarta (y de propina una lata de leche condensada. Nos negamos pero no hay manera: Jose insiste.)

SALIDA: Briksdalbreen (N) 15:30 LLEGADA: Bøyabreen (N) 20:00 KILÓMETROS: 102 (Parcial) 9.021 (Total)

Día 38. 13 Agosto. Amanecemos tarde. Antes de marcharnos damos otro paseo por las inmediaciones del glaciar. Ha habido sutiles cambios durante la noche. El mayor de todos, en la cueva. Al ritmo que lleva, es posible que dentro de una semana haya desaparecido por completo. Un trueno y otro desprendimiento. Nuestros murcianos se han marchado hace rato. Imaginamos que están ya navegando por el fiordo. Hoy hace un día espléndido, de modo que cuando pasamos frente al Museo Noruego de los Glaciares decidimos no entrar; sería imperdonable desperdiciar las primeras horas de sol en cuatro días. Paramos en una gasolinera en apariencia abandonada. Es de pago por tarjeta (y las instrucciones, - 382 -


como ya nos ha pasado en otros sitios, están exclusivamente en noruego, de modo que sólo reponemos agua.) Pasamos las cabinas de peaje. Luego, al cruzar Sogndal, veo aparcada en una calle lateral nuestra auto favorita. Jose está junto a ella. María Dolores ha ido al súper. Al poco tiempo aparece, así que vamos prácticamente juntos hasta el ferry de Kaupanger. Sale a las cuatro y ya son las dos; tenemos el tiempo justo de ir a ver la iglesia de madera del pueblo (por fuera, claro: el precio de la entrada, como ya es habitual, hace que no merezca la pena) y de comer. Luego echamos cuentas: transportar las autos en barco hasta Gudvangen sale por un precio prohibitivo –unos 120 euros para nosotros, que somos dos-, así que optamos por billetes personales de ida y vuelta. De esta manera navegaremos en total cuatro horas por el Sognefjord y también por el Naerøfjord, el más grande y el más estrecho de toda Noruega, respectivamente. El Sognefjord es descomunal: literalmente, parte el país en dos. Mide algo más de 200 kilómetros de largo, y el fondo está en algunos sitios a 1.300 metros de profundidad. Las paredes de roca se elevan todavía mil metros más por encima del agua. La tarde luce tan magnífica que permite estar en cubierta (aunque luego se levantará un vientecillo que te recuerda que estás en Noruega.) Vemos algo que parecen delfines y resultan ser marsopas. También algunas focas. Hay hermosas cascadas, pero hemos visto ya tantas que se genera una especie de insensibilización. Unas italianas pedorras, integrantes de un grupo organizado, pretenden adueñarse de los mejores sitios y nos dan la tabarra. Pasamos junto a pueblos cuya única vía de salida al exterior es el agua. El Naerøfjord, haciendo honor a su nombre, se estrecha hasta dimensiones inverosímiles.

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El barco se detiene en Gudvangen el tiempo justo de cargar y descargar. Por suerte las italianas se apean. El regreso a Kaupanger lo hacemos ahora con más frío. De nuevo en tierra, nos separamos de nuestros amigos. Ellos van a buscar un camping porque necesitan lavar ropa. Nosotros daremos un rodeo por tierra para llegar de nuevo a Gudvangen. La carretera que tomamos tiene un cartel de peaje, que en realidad no es tal sino que al final nos espera otro ferry. Esto no lo decía el mapa, ni tampoco Roberto. Como el precio es sensiblemente más caro que el de un barco normal, al final nuestro ahorro del día se queda en agua de borrajas. Cuando llegamos están embarcando los coches. Sobre cubierta hay un tipo haciendo señas para que avancemos. Yo no me fijo mucho, pero Bego me dice: es Jose. Efectivamente, allí están de nuevo. ¿Pero no os habíais quedado en Kaupanger? Sí, pero es que resulta que el camping del pueblo no tiene lavadora; hemos decidido seguir y buscar otro. Con ayuda de nuestra guía de campings localizamos uno en Flåm. Como no tienen navegador, me ofrezco a guiarles. Ellos están primero en la cola de salida, y ya fuera no hacen ademán de detenerse –extraña forma de seguirme-, así que llega un momento en que los perdemos. Imagino que el trayecto les ha parecido fácil y han continuado solos. Me detengo a echar gasoil y, cuando vuelvo de pagar, la Benimar que aparece. Lo han intentado en un segundo camping, pero estaba hasta la bandera. Seguimos, ahora nosotros delante. Llegamos al túnel de los 24 kilómetros. Nunca habíamos recorrido, ni sé si recorreremos de nuevo, semejante distancia bajo tierra. Lo curioso es que, por tres veces consecutivas, divisamos un resplandor como de discoteca. Llegamos a una especie de

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gruta, y… ¡hielo! ¡El techo y las paredes son de hielo! Al final resulta que no: se trata de una ilusión creada por luces tipo discoteca, pero el efecto es total. Imagino que lo han construido para aliviar la monotonía del viaje subterráneo. Al salir del túnel estamos en Aurland. Luego, enseguida, Flåm. Dejamos a nuestros estimados en la recepción del camping, con la idea de coincidir mañana en Bergen, y nos vamos a buscar sitio para dormir. Primera sorpresa desagradable: en el inmenso aparcamiento de la estación de tren hay carteles en los que explícitamente se prohíbe la estancia de caravanas y autocaravanas de 10 de la noche a 6 de la mañana (supongo que a partir de esa hora no tienen inconveniente en que aparques allí para que te gastes las coronas en el dichoso trenecito turístico.) Al pasar por la puerta del camping, acelero: tres coincidencias han sido suficientes por hoy. Vuelta a la carretera. Un nuevo túnel, éste de 12 kilómetros, y llegamos por segunda vez en el día a Gudvangen. Allí, en un área de descanso situada junto a la gasolinera, idéntico letrerito. Esto empieza a ser cargante. Entramos en el pueblo y, junto al muelle de embarque del ferry, encontramos un hueco sin prohibiciones de ningún tipo. Contadas en frío parecen otra cosa, pero cuando las estás viviendo este tipo de situaciones cabrean, y por poco susceptible que uno sea le hacen sentirse perseguido. ¿Acaso estamos en el país gratis? ¿Nos regalaron algo? Hoy hemos gastado ciento cincuenta euros entre peaje, ferrys y gasoil. ¿Aún no es suficiente, que tenemos que regalarle dinero al dueño del camping?

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SALIDA: Bøyabreen (N) 11:30 LLEGADA: Gudvangen (N) 23:00 KILÓMETROS: 135 (Parcial) 9.156 (Total) GASOIL: 30 lt. 40 eur.

PEAJES: 20 eur.

FERRYS: 89 eur.

Día 39. 14 Agosto. Está nublado. El fiordo-desfiladero donde se ancla Gudvangen es tan angosto que por la claraboya del techo se ven las rocas y las cataratas. Empiezan a llegar autobuses de turistas. Para nuestra sorpresa, la salida del túnel y la gasolinera de la prohibición están aquí al ladito. El pueblo es todavía más pequeño de lo que suponíamos. Tampoco el fiordo parece el mismo visto desde el barco y desde tierra: se diría que es la primera vez que estamos aquí. Emprendemos la carretera de Bergen. Hasta Vinje remontamos el curso de un río de montaña que en otros momentos y circunstancias nos parecería hermoso, pero estamos ya como embotados de tanta belleza. A partir de Voss la mitad del trayecto lo hacemos literalmente bajo tierra, tal es el número de túneles por los que pasamos. Las nubes se fueron. Después de tanta agua, va a suceder lo imposible: tendremos sol en Bergen, la ciudad lluviosa por antonomasia. Bergen se halla encajonada entre el fiordo y la sierra. Por eso es preciso dar un rodeo por el Norte o por el Sur. Escogemos la primera opción. Pasamos las cabinas de peaje; hoy es domingo y no se paga, qué suerte. Al poco encontramos el área de autocaravanas, que es un recinto junto a la carretera, abierto día y noche, sin vigilancia. El precio es de 170 coronas (luz aparte). Espacio no es que sobre, y resulta más cara de lo que nos habían dicho. Aun - 386 -


así, me acerco a recepción, y me la encuentro cerrada. No bien hemos estacionado cuando aparecen un par de autos alemanas que realizan auténticos prodigios de aparcamiento para ponerse a nuestro lado. Como sus propietarios rehúsan tenernos en cuenta e incluso saludarnos, la situación se vuelve desagradable y tirante. Por si fuera poco, las dos autos expelen una jauría de chiquillos inquietos y ruidosos. Empiezan a jugar al balón entre las autos, y la nuestra se lleva algún que otro pelotazo. Les tenemos que decir que se larguen con viento fresco, pero ya nos han amargado la comida. De tales padres, tales hijos. Pozo de los deseos con tarifa mínima El Bryggen de Bergen fue declarado Patrimonio de la Humanidad en 1979. La ciudad medieval de Cáceres -en mi opinión, y sin que me ciegue el amor patrio, con bastantes más méritos- lo fue en 1986, lo cual prueba la importancia, incluso a escala internacional, de tener buenos padrinos. Pero lo mejor del barrio alemán no está en sus tiendas ni sus lujosos restaurantes, ni tampoco en las calles con suelo de madera, sino en el interior, donde hay un pozo de los deseos. A primera vista es un arrojadero de monedas como hay en tantos sitios y que se ponen o crean espontáneamente para satisfacer a los turistas deseosos de ritos. Éste es distinto, porque luce una placa que aproximadamente dice en inglés: «En un principio se había pensado cobrar entrada para visitar el Bryggen, pero creímos que era preferible solicitar de los turistas una colaboración económica para su

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mantenimiento y conservación. Por favor, deposítela aquí. Donación mínima: xx coronas. Sólo se acepta moneda noruega.» Tras el Bryggen, el Torget. No sé si es el cansancio, la saturación del viaje o las expectativas creadas, el caso es que Bergen no nos parece nada del otro mundo. Llegamos a la zona donde hace cuatro años estacionaban las autos, pero no vemos ninguna: entre eso y la lectura de un folleto sobre aparcamiento recogido a la entrada de la ciudad, nos asalta la sensación de que el ayuntamiento ha hecho limpia. Desanimados, vagamos al azar y entonces, como a veces sucede en estos casos, se produce el milagro: cerca de Nøstegata nos damos de narices con un barrio que parece el Albaicín a la noruega: casas pequeñas, calles recoletas, niños jugando en la calle... Tenemos la sensación de invadir un espacio privado. Sin turistas, ni rutas prefabricadas orientadas al consumo. Por Haugevein vamos hasta la zona del acuario. En esta península, llamada Nordnes, hay un precioso y tranquilo parque con vistas al fiordo. Encontramos columpios y recreamos la infancia. Definitivamente nos hemos reconciliado con Bergen. De regreso, pasamos de nuevo por el Torget; el mercado del pescado ha recogido ya sus puestos. En esto que veo una silueta inconfundible... Sí, son Jose y familia. Nos saludamos sin sorprendernos, como si acudiésemos los seis a una cita concertada (por lo visto ellos habían hecho apuestas sobre quién nos veía antes). Como esto del roce continuo da mucha intimidad, para celebrar el rereencuentro que creemos el último nos vamos a cenar a un

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Pepe´s Pizza, y disfrutamos de uno de estos milagros que tiene la vida, el compartir una velada con estos paisanos a los que ni conocíamos ni esperábamos conocer. Me pregunta Jose que dónde pensamos ir mañana. Le digo que seguramente a ver la catarata de Voringfossen. Le digo que si quieren venir pero, como siempre, no lo tiene claro. Ellos también están en el área de las autos, de manera que regresamos juntos. La recepción está de nuevo cerrada, y en el parabrisas nos han puesto un papelito que dice en todos los idiomas que pasemos a pagar. Ya nos dirá cómo. Los alemanes y su chiquillería se hallan recluidos en sus vehículos, pero hete aquí que, a las doce de la noche, aparecen tres italianos montando alharaca y se ponen a limpiar (¡y a fotografiar!) pescado en el grifo de repostaje, que casualmente se halla a un palmo de nosotros. Esto ya nos parece demasiado. Replanteamos la situación: no hemos dormido ni hecho ningún gasto en las instalaciones. ¿Y si nos largáramos? Dicho y hecho: arrancamos la auto, salimos del área y bordeamos el puerto hasta Sundts Gate, una avenida comercial y de oficinas que vimos por la tarde y que nos pareció amplia y tranquila. Al enfilarla pensamos que nos hemos equivocado de sitio, pues lo que se comercia a estas horas es ¡prostitución! Seguimos hasta el final de la calle, y allí no hay nadie, sólo dos campers. A partir de las 8 de la mañana hay que pagar, de modo que saco un ticket de tres horas. Felices sueños. SALIDA: Gudvangen (N) 11:00 LLEGADA: Bergen (N) 15:00 KILÓMETROS: 145 (Parcial) 9.301 (Total)

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Día 40. 15 Agosto. Despertamos. Esto es Bergen y está nublado; para hacer honor al sitio, caen algunas gotas. No ha habido incidencias puteriles por la noche ni conflictos con la municipalidad esta mañana. Salida para repostar comida en el súper y nueva visita al Fisketorget: «SALMÓN DE JABUGO»; «EL HOMBRE Y EL SALMÓN, CUANTO MÁS SALVAJE MÁS SABROSÓN», rezan en castellano algunos carteles. No son de extrañar, ya que los vendedores de pescado contratan a jóvenes extranjeros – por lo menos españoles y japoneses- para incrementar el gancho comercial. Y es que son muchísimos los compatriotas con los que nos cruzamos ayer y hoy. Pero nosotros, que rehuimos la artificiosidad, nos vamos a un puesto de noruegos noruegos. La chica que nos atiende es encantadora, aunque no sepa decirnos en inglés ni por supuesto en español el nombre del pescado que compramos. El precio, por una vez, resulta barato. No lo es tanto una especie de bocadillo de marisco que se nos antoja, confeccionado con salmón, gambas, lechuga y caviar y que más tarde ocasionará a ambos disturbios intestinales solventados de forma perentoria en el Thetford. Concluidas las compras, regresamos a la auto. Salimos por la circunvalación de la ciudad, construida en terreno robado a la montaña a base de túneles y desandamos camino por la E 16. Ahora contamos los túneles entre Bergen y Voss: hay 35, a cual más largo. Aun así, preferimos esta carretera a la que va por el Sur: hemos leído y oído historias tan espeluznantes sobre su estrechez –y sobre los camiones de gran tonelaje que circulan por ella- que preferimos no tentar la suerte. Me llama la atención que dentro de los túneles no se pierdan las emisoras de radio.

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Una vez en Voss, y después de un repostaje de gasoilagua y vertido de grises más complicados de lo habitual, nos desviamos en dirección a Granvin y Bruravik, donde cogemos el que será nuestro último ferry en Noruega. Una vez al otro lado del fiordo nos vamos en dirección a Eidfjord, aunque nada más salir del barco nos tienen parados un buen rato por causa de obras. Tras comer en Eidfjord seguimos en busca de la catarata de Voringfossen. Para dar con ella hay que recorrer 17 kilómetros bordeando primero el lago, luego la torrentera por donde desagua la cascada y por último una interminable espiral de curvas y túneles que, cual sacacorchos, se cruzan unas sobre otros para salvar el desnivel. Llegamos a una explanada en mitad del campo donde pretenden cobrar 40 coronas por aparcar y no sé cuántas por dormir. Por suerte no hay encargado a la vista. Tal vez por la mañana, con esto atestado de turistas. Por cierto, es una gozada visitar estos lugares en horario vespertino, cuando los de los autobuses y los visitantes en general están ya recogidos. Puede uno recrearse en lo auténtico del lugar sin la trivialización de los sitios y las cosas que trae consigo el turismo masivo contemporáneo. Hemos visto infinidad de cascadas en Noruega, pero antes de asomarnos ya nos queda claro que ésta es el padre y la madre de todas ellas. Muy cerca del aparcamiento hay un mirador sobre el acantilado; la pared cae tan a plomo que cuesta divisar el fondo. Desde aquí no es visible todavía el chorro principal. Vamos bordeando a pie el desfiladero de una forma un tanto dificultosa. Conseguimos salir al puente de la carretera vieja, que cruza más arriba de la catarata. Al pasar al otro lado nos desviamos de nuevo a la izquierda. Asomándonos con muchísima precau-

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ción al húmedo e inestable borde obtenemos las primeras vistas de la columna de agua. Un poco más adelante está el mirador oficial, a pocos metros del hotel Fossli. Desde aquí el espectáculo es impresionante: la caída de agua tiene 182 metros, y nosotros estamos todavía unos cien metros más arriba. Altas y verticales paredes de roca, veladas por nubes de vapor, cierran el lugar. El sonido es atronador, y el agua en su caída desplaza el aire con tal fuerza que otra pequeña cascada, situada enfrente, no es capaz de llegar al fondo y se eleva, convirtiéndose a su vez en neblina... En fin, hay lugares y momentos de la vida en que el lenguaje comienza a quedarse corto. Dejémoslo aquí. Regresamos a la auto aunque esta vez, y desde el puente, por la antigua carretera. Se ha metido la niebla, y la visibilidad no es buena. Conforme llegamos diviso el bulto sospechoso de una autocaravana que en esos momentos llega al aparcamiento. Nos acercamos un poco más y de repente se hace visible el modelo. Cielos, son ellos. Antes nunca se fijaban en nuestra auto, pero ahora ya la han visto y se resisten a bajar. Sabían que veníamos aquí, pero la milimétrica coincidencia en el tiempo da otra vez qué pensar. «Qué pasa, ¿nos seguís?» «No, es que vamos para Oslo». «¿Por dónde?» «Por ahí». «Vale. Pues nosotros iremos por el otro lado» Les explicamos cómo pueden llegar al mirador de la catarata en vehículo, y nos volvemos a despedir. Desandamos camino. Bajamos de nuevo por el sacacorchos hasta Eidfjord y Brimnes, donde desembarcamos del ferry. Aquí la carretera se estrecha a tramos. Salimos del Eidfjorden y comenzamos a bordear el Sørfjorden. Aquí el clima debe de ser ya bastante benigno, pues hay planta-

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ciones de frutales a los lados de la carretera. Las lonas con las que las cubren serán para proteger la cosecha, casi madura, de la lluvia. La pared del valle se ve muy escarpada, y empezamos a dudar si encontraremos un sitio llano para domir. Nada más entrar en Kinsarvik veo, arriba y sobre mi cabeza, el morro de una auto. Dicho y hecho: giro por la primera entrada y ¡alehop!: un enorme aparcamiento vacío. Sólo la auto alemana y nosotros.

SALIDA: Bergen (N) 11:30 LLEGADA: Kinsarvik (N) 21:45 KILÓMETROS: 214 (Parcial) 9.515 (Total) GASOIL: 30 lt. 41 eur.

FERRYS: 18 eur.

Día 41. 16 Agosto. Noche tranquila, sin un solo ruido como no sea el de nuestros propios ronquidos. Visitamos la iglesia de piedra del siglo XII, incomprensiblemente poco anunciada. A su alrededor, como ya estamos acostumbrados, el cementerio. Descansan los muertos bajo el suave césped, con bellas flores sembradas a la vera de las lápidas. Nada que ver con los pudrideros de huesos que son los cementerios del Sur. Si allí fuera así, no me importaría que mis días acabaran bajo tierra. En el cementerio vemos las primeras golondrinas, supongo que más al Norte el clima es demasiado frío para ellas. Segundo roce Retomamos nuestro camino. Nos vamos despidiendo del último fiordo que veremos en el viaje, pero no hay tiempo para sentimentalismos: la carretera es a tramos tan estrecha como ayer por la tarde, sólo que con bastante más - 393 -


tráfico. En uno de ésos me viene de frente un autobús. Primero se orilla y después se detiene para dejarme pasar. Voy avanzando lentamente, procurando no acercarme al otro vehículo ni al pretil de piedra, que tengo a escasos centímetros. Entonces roza mi espejo contra su carrocería. Lo recojo y sigo avanzando. Cuando estoy a punto de rebasarlo, en mi deseo de salir cuanto antes del atolladero giro el volante hacia el centro de la calzada, y entonces nuestro voladizo trasero roza el pretil. El chirrido me llega al alma; es el fantasma del Geirangerfjord que arrastra de nuevo sus cadenas: si voy hacia adelante, me engancho más; si voy hacia atrás... Empiezan a acumularse coches, pero yo les hago pasar para resolver el entuerto lo más tranquilo posible. Se baja Bego, y jugándose el tipo sobre el pretil da con la solución: leve giro de volante a la derecha y ligerísimo avance, lo justo para separarme por atrás de la piedra cinco centímetros. Una vez hecho esto, volante enderezado y gradual separación. Hemos salido, pero con otra cicatriz para la historia personal. Este tipo de sucesos deprimen y le hacen perder a uno su confianza de conductor. Por eso, al llegar a Odda estamos pensando en suspender la visita a Buerbre, una lengua del glaciar Folgefonna. Tomo la decisión de no andar investigando, pero si se cruza el cartel indicador en mi camino, no le diré que no. Cuando ya salíamos del pueblo y nos creíamos exonerados, hete aquí que aparece bien clarito a la derecha: BUERBRE. En contra del parecer de Bego, que teme otro percance, obedezco la señal. Los dos primeros kilómetros prometen. Luego la carretera se estrecha, como era de esperar, y por último desaparece el asfalto. Vienen así cuatro o cinco aterradores kilómetros por un caminillo de tierra que hacen que la carretera de

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Briksdalbreen nos parezca ahora una autopista. Y aquí nos vemos, sin posibilidad de dar marcha atrás, con nuestro trasto de 6,5 metros suplicando al cielo que no baje nadie en ese momento. Nuestras plegarias son escuchadas, y eso que en el aparcamiento de arriba hay no menos de treinta vehículos, autocaravanas incluidas. Comemos. A la hora de subir al glaciar, Bego no se siente bien, así que me voy solo. Hasta la base de la lengua hay unos 400 metros de desnivel. El principio del recorrido es un prado llano. Aquí, al fondo del valle, los rayos de sol sólo llegan entre mayo y octubre. Me adelanta (a pie) una pareja de moteros. Con mi paso calmo, veo cómo se alejan y me siento como un viejo. Pero tras las primeras rampas localizo de nuevo sus chupas de cuero. Les dejo estar. Sólo un ratito más y ya van echando el bofe. Los adelanto y me sonríen: no son precisamente unos críos. Se quedan atrás y no los vuelvo a ver. Pienso en la verdad del dicho de que la montaña pone a cada uno en su sitio, y en que hay algunos que no aprenden en toda la vida. Me cruzo con gente que baja, mucha juventud. A partir de esta altura ya hay complicidad, cruces de miradas, sonrisas. En la montaña de verdad la gente se siente más amiga, y cede el paso al que sube. El camino se complica, y empiezo a asustarme cuando llego a un repecho de roca que hay que escalar ayudado por una cuerda con nudos. Hay otro más arriba, que se salva mediante una escala de madera. Llevo casi hora y media subiendo. ¿Es que esto no se acaba? Entonces aparece la lengua del glaciar ante mí. Recuerda a las que he visto estos días, pero me percato de que cada una tiene personalidad propia. Llama la atención la

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cascada que sale de debajo, el revoltijo de hielo cuarteado, aparentemente inmóvil, y la cantidad de piedra y tierra que lleva la corriente del centro, incluida una roca de varias toneladas. Evidentemente, el glaciar sigue minando la montaña. Los últimos excursionistas se han marchado. Estoy solo, solo de verdad por primera vez en el viaje. Cuando piense en Noruega quiero recordar esto: las alturas, el hielo, las torrenteras impetuosas. Noto que empiezo a despedirme del país. Hace frío, de modo que inicio el descenso, y en ese momento me encuentro con Bego.»Pero bueno, ¿tú no estabas mala?» «Pero ya no.» «¿Y has subido hasta aquí?» «¿Qué pasa, tanto te disgusta verme?» En fin, rifirrafe parejil. Bajamos juntos. Como en Briksdalbreen, volviéndonos de cuando en cuando para admirar el hielo. Al llegar a la auto son las nueve. El aparcamiento está casi vacío. A estas horas ya no subirá nadie; justo lo que esperaba, para tener de nuevo los 5 kilómetros de camino para mí solo. Alcanzamos Odda sin novedad, y continuamos hacia el Sur. La carretera va pegada a un río de montaña, y amaga por momentos con estrecharse. Paramos junto a las cataratas Latefossen, un derroche de blancura y agua pulverizada. Qué pena que sea casi de noche y no haya forma de sacar buenas fotos. Llegamos a la E 134. En esta carretera tenemos al menos un carril para nosotros solos, pero la velocidad media no da para muchas alegrías. Cruzamos larguísimos túneles y bajamos un empinado puerto de montaña con sacacorchos incluido. Ya por completo oscurecido en Røldal, iniciamos la potente subida del Haukelifjell: curva va, tú-

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nel viene. Así llegamos a una especie de meseta cuajada de lagos. Estamos en el límite Sur del Hardangervidda, un parque nacional que ocupa una superficie como la mitad de la provincia de Cáceres. La verdad es que en el Sur no esperaba encontrarme paisajes tan agrestes. Además, sabemos que estamos muy altos porque se adivina la nieve a tiro de piedra. Entonces encontramos un área de descanso. En hora y media he hecho 70 kilómetros. Da la sensación de que nunca vamos a acabar de desenredarnos de las carreteras noruegas. Fuera hace un frío que pela. Descubrimos que hay un bloque de servicios públicos con calefacción. Amenizan la noche los trailers, que al parecer tienen prohibido atravesar los túneles de 8 de la mañana a 10 de la noche. SALIDA: Kinsarvik (N) 12:00 LLEGADA: Haukelifjell (N) 22:45 KILÓMETROS: 117 (Parcial) 9.632 (Total)

Día 42. 17 Agosto. Abro los ojos y miro el reloj. ¡Las 10:45! ¿Cómo es posible, si me suelo despertar a las siete y media? Parece que la caminata de ayer ejerció de potente somnífero. Hay prisa, pues: ducha cancelada, desayuno y a la carretera. La luz del día nos muestra los paisajes que intuíamos anoche. Estamos en una meseta entre 900 y 1.000 metros de altura, tan pelada y fría que nos transporta de nuevo a Cabo Norte. Sólo 6 kilómetros llevamos recorridos cuando nos encontramos –de nuevo- con un corte de carretera: obras en el túnel. Los turismos pueden rodearlo por la antigua ca- 397 -


rretera; nosotros, no. Por suerte la espera es corta, hasta que llega la camioneta naranja con un cartel que dice SÍGAME y nos lleva de la manita a nosotros y a otras tres autocaravanas hasta el otro lado del túnel. Salvado este obstáculo, la carretera mejora a tramos pero eso, sólo a tramos: en cuanto se confía uno un poco desaparece la raya central y vuelven los estrechamientos. Conducir en estas circunstancias, y con lo que ya llevo a cuestas, va minando, de modo que los 170 kilómetros que hay hasta Heddal nos llevan tres horas, y llego exhausto. Tras la comida, visitamos la iglesia de madera que hay en el pueblo, una de las 30 que quedan en Noruega y al parecer la mayor de todas ellas. La están cubriendo con una capa de brea que acentúa su aire siniestro. Pese a todo, resulta interesante. Visitar el interior, como casi todo en Noruega, es demasiado caro para lo que puede ofrecer. Nos marchamos. Faltan 120 kilómetros para Oslo, que por fortuna se hacen bastante mejor que lo andado. El último tramo incluso es de autovía. Siguiendo las indicaciones del navegador, vamos en dirección al Vigelandsparken hasta que encontramos la señalización que lleva al aparcamiento de los autobuses. Entramos en el parque por la parte de atrás, y ello nos priva en parte del efecto buscado por el escultor, Gustav Vigeland. Pese a eso y a la escasa luz de la tarde, nos maravilla el monolito vertical y los grupos escultóricos que lo rodean. Tiene algo de mágico el sitio que hace que uno no quiera irse. Ah, se me olvidaba. El parque Vigeland es gratis. Envío un mensaje por el móvil a Jose y María Dolores, por si estuviesen todavía en Oslo. Me contestan al rato:

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han salido esta tarde hacia el Sur, imagino que huyendo de la quema. Ya que estamos solos, lo primero es lo primero: hay que buscar sitio para dormir. El estacionamiento del parque no nos parece muy seguro que digamos, y además a partir de las 8 de la mañana sólo se puede permanecer aquí –pagando- tres horas. Pensábamos en movernos hacia el centro, a la Galería Nacional, pero es posible que allí las restricciones sean aun mayores. Justo al lado del parque vemos una calle con vehículos aparcados. Pese a que no vemos señales, al menos comprensibles para nosotros, donde se diga que es sólo para residentes, no nos fiamos: las casas son de demasiado postín. Recorremos la calle hasta su inicio. Pasamos junto a un cartel en noruego que dice no sé qué de reservado para los noséqué de la Federación Rusa. Coño, estamos en la zona de las embajadas, a ver si se piensan éstos que somos chechenos con una autocaravana-bomba y llaman a los GEO. Probamos en el barrio de al lado, y nos damos de narices con la embajada turca. Aquí tampoco: a ver si van a creer que somos kurdos y planeamos sacar un lanzamisiles por la claraboya panorámica. Esto de los países con contenciosos bélicos es una patata. Cuando creemos haber encontrado un sitio interesante, volvemos a la auto cruzando el Vigelandparken. A pesar de la oscuridad, a la que no acabamos de acostumbrarnos, distinguimos más estatuas y entendemos mejor el ritmo y el sentido con que el autor de las obras diseñó el parque. La auto sigue en su sitio. Pese a la mala fama del lugar, no nos han robado. Ponemos el vehículo en movimiento, y entonces sucede algo maravilloso: a unos cientos de metros del parque y a 4 kilómetros del centro de Oslo apa-

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rece una calle residencial en la que hay vehículos aparcados, sin ningún tipo de prohibición, ni restricción, ni parquímetros ni nada que se le parezca. Examinamos incrédulos el lugar, y le aplicamos el test «¿Es apto este sitio para dormir?» El resultado positivo de dicha prueba muestra a las claras que, incluso en Noruega, los milagros son posibles. SALIDA: Haukelifjell (N) 12:00 LLEGADA: Oslo (N) 20:00 KILÓMETROS: 287 (Parcial) 9.919 (Total) GASOIL: 40 lt. 53 eur.

Día 43. 18 Agosto. Noche tranquila, aunque ninguno de los dos ha dormido bien. Cuando miro por la claraboya creo descubrir la causa: tenemos los cables de la luz y dos pequeños transformadores a pocos metros de la cabeza, y sabemos con qué facilidad los campos electromagnéticos alteran el patrón del sueño. El lugar donde hemos pasado la noche nos parece lo bastante seguro (y gratis) para dejar la auto mientras visitamos el centro. Cruzamos de nuevo el parque Vigeland, que ahora se halla abarrotado de turistas. Hay muchas excursiones organizadas, sobre todo de japoneses. Llegamos a la parada de tranvías que hay en la puerta principal, pero tras calcular en el mapa las distancias decidimos que vale la pena ir andando. Sabemos que hemos llegado al centro cuando a nuestra derecha se destaca la mole del Ayuntamiento. Nos acercamos a oler a mar, y paseamos por el muelle de Aker Brygge, que tiene un museo de esculturas al aire libre. - 400 -


En el puerto hay un pescador vendiendo gambas a pie de barco. Deseamos saber si están ya cocidas, y nos dice que sí. Preguntamos el precio; valen casi el doble que en Bergen, pero se las compramos. Nos sentamos con ellas en un banco. En un instante nos vemos rodeados de gaviotas. ¿Se comerán las cabezas de las gambas? Vaya, no sólo se las comen, sino que las atrapan al vuelo. Resulta increíble lo observadoras y oportunistas que son estas aves: durante el rato en que dejamos de echarles restos, la explanada queda vacía. Basta exhibir un nuevo trozo para que reaparezcan, no se sabe de dónde. Ahora comprendo el porqué de su indiscutible éxito reproductivo. Las hay de tres tipos: la más pequeña parece la reidora. Luego está la gaviota común, y por último una enorme que no sé cómo se llama, pero que parece un bombardero y apabulla a las otras a la hora de disputar la comida. Terminado el marisquil almuerzo, nos vamos a la Galería Nacional, que es una maravilla por dos razones: primero, por los cuadros que guarda; segundo, porque – perdóneseme la insistencia- también es gratis. Nos interesan las pinturas que retratan paisajes ya vistos, como los fiordos o los glaciares. Y también las obras de Munch. Tienen algo de fascinante y atormentado los retratos de este hombre, que dicho sea de paso es un pintor extraordinario, capaz de captar el carácter con la espontaneidad de una buena fotografía. Salimos a la calle. Sin ser acérrimos museófilos, nos gusta impregnarnos de obras maestras, es como si las texturas y los colores quedasen tras la retina. Toca ahora pasear la Karl Johans Gate, llena de una multitud variopinta y cosmopolita. Llegamos a la Estación Central y media vuelta: una breve visita al

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Basarhallene y parada en el Stortorvet, antiguo centro de la ciudad, con puestos ambulantes y un concierto de jazz en directo. No tenemos ganas de andar más, de manera que tomamos el tranvía nº 11, el cual nos lleva hasta Kirkeveien, la entrada del Vigeland. De camino a la auto tenemos el privilegio de contemplar, por cuarta vez, este maravilloso parque. A las 19:00 horas estamos en la auto. Nadie la ha tocado. Pido a Roberto instrucciones para salir de Oslo. Me advierte que hay peaje. Le digo que bueno. Efectivamente, haylo, pero más que de entrada a la ciudad, como Bergen o Trondheim, lo que cobran es la ronda de circunvalación. Veinte coronas. Con esto contábamos, arrojo las monedas a la máquina, que las engulle y me abre paso. Oslo es enorme: recorremos unos 15 kilómetros para cruzarlo. Luego se alternan los tramos dobles con los de un solo carril. De improviso, nuevo cartel: carretera de peaje. Me lo temía. Otras veinte coronas que pasan a engrosar las arcas de la Hacienda noruega. Le pido a Roberto que defina la ruta hasta Göteborg. Parece que no hay moros, quiero decir peajes en la costa. Es importante para nosotros saberlo ya que queremos gastarnos todo el dinero noruego que llevemos encima. 20 kilómetros antes de la frontera paramos en una gasolinera y nos fundimos las últimas coronas. Ya de paso vaciamos grises y cargamos limpias. Seguimos adelante, y yo voy mosqueado. Conociendo como conocemos a los habitantes de este país, al menos en su faceta dineraria, intuyo que esto no puede terminar así. En efecto: a falta de cuatro miserables kilómetros para la frontera aparece el doble carril nuevo nuevísimo y... el cartel de carretera de pago. Son 18 coronas y ya nos las

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hemos gastado todas. ¿Qué hacer? No problem, ya han pensado en todo: en este ultimísimo y fronterizo peaje aceptan euros, coronas suecas... Lo que sea. Tenemos de estas dos monedas, pero ya nos parece demasiado; al llegar a la línea de caja se me cruzan los cables y enfilo por la salida de pago remoto. Una señal me advierte de que estoy siendo filmado en video, así que miro a la cámara, sonrío y saludo. Una foto (mía no, de la auto) ilustrando esta nueva fechoría y la sanción correspondiente acompañará a la multa de Tromsø y a los probos e internacionales esfuerzos por cobrarla. A la vista de lo visto, resulta casi un honor ingresar en los registros de morosos de Noruega. Un país estremecedoramente bello, sí, pero también odiosamente sacacuartos. Del lado sueco también hay varios kilómetros de autovía, pero por fortuna no se les ha pegado la histeria del cobrar. Evidentemente, este tramo fronterizo es fruto de un acuerdo de cooperación. Que les haya costado la misma guita que a los suecos, y que ellos cobren peaje y éstos no es algo que al parecer les trae al fresco. Ahora el itinerario vuelve a ser una carretera normal, pero con muchos, muchísimos camiones. Me parece increíble que la ruta Oslo-Göteborg no llegue siquiera al nivel de una nacional regularcilla de España. Un camionero aburrido se dedica a perseguirnos. Lo llevo tan pegado que incluso orillarme en algún apartadero para dejarlo pasar me parece una maniobra peligrosa. Para complicar la cosa, pasamos un largo tramo sin pintar, y por si fuera poco algunos turismos nos adelantan a uno y a otro como si llevaran el diablo. Cuando, harto de la situación, veo una gasolinera con un carril de desaceleración lo suficientemente seguro, entro para dejar pasar al energúmeno y

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compruebo que ¡él también está parando! Ni corto ni perezoso me incorporo de nuevo a la vía, y dejo atrás al profesional del volante. Unos kilómetros más allá llegamos a Tanum. Hay gasolinera y área de descanso, pero prefiero acercarme al pueblecito, donde encontramos un sitio ideal para la pernocta, aunque de lejos oigamos el fragor de la carretera. SALIDA: Oslo (N) 19:30 LLEGADA: Tanum (S) 22:30 KILÓMETROS: 173 (Parcial) 10.092 (Total) PEAJES: 5 eur.

Día 44. 19 Agosto. Volver a Suecia supone cerrar la primera parte del vasto círculo que hemos abierto. Recuerdo la llegada a Malmö, hace ya varias vidas. Entonces era la incógnita de un país desconocido. Ahora sacamos del bolsillo las coronas que nos sobraron cuando entramos en Finlandia; es un poco regresar a casa. Nos despierta el canto de las tórtolas. Desayunamos y nos ponemos en marcha. La carretera se ha despejado de camioneros rabiosos. Hace un sol por todo lo alto. Enseguida llegamos a un tramo de autovía, y a partir de Uddevalla ya será prácticamente así hasta Salamanca. Es como si, una vez fuera del laberinto noruego, el viaje cambiase de ritmo: en ocho días vamos a recorrer los casi 3.500 kilómetros que nos separan de casa. En hora y media nos ponemos en Göteborg. Al llegar a la ciudad aparcamos cerca de la E 06, y nos vamos caminando hacia el centro, a unos 2 kilómetros. Göteborg es la segunda urbe de Suecia, mayor incluso que Oslo. Sin embargo, la parte vieja es fácilmente abarcable. - 404 -


Cruzamos el canal con forma de estrella, donde en su día estuvieron las murallas. Vuelven los carriles bici, los tranvías y las celestiales vikingas sobre dos ruedas. Por Ostra Hamngatan llegamos a Lilla Bommens Hamn, el puerto viejo. Aquí vemos a un grupo de chicos y chicas descargando bolsas y mochilas desde un velero al muelle. Un par de educadores van con ellos. Se despiden de la tripulación con calurosos abrazos y apretones de manos: resulta evidente que han pasado varios días navegando. Bego opina que es posible que hayan aprendido algo muy importante: que uno se lo puede pasar bien sin estar comprando. Absortos en la escena, tardamos un rato en percatarnos de una sensación extraña y ya olvidada: ¡Hace calor! Definitivamente, hemos salido de las brumas del Norte; con veinticuatro o veinticinco grados, hete aquí a dos aguerridos extremeños sudando la gota gorda. Cielos, y sin nevera. A la vuelta del paseo recalamos en un súper para reponer provisiones, y luego a una estación de servicio para fundir en gasoil hasta la última corona sueca. Salimos de Göteborg en medio de un tráfico densísimo. Volvemos a la clásica disyuntiva: me quedo detrás de los camiones o me pongo a adelantar. Suerte que los suecos no son casi nunca pejigueras, y si te encuentran en el carril izquierdo esperan pacientemente a que acabes la maniobra. De repente nos topamos con una retención. ¿Accidente, atasco? Son unas obras que cierran los carriles de bajada: hoy, viernes por la tarde, no hay nadie trabajando ni tampoco organizando el tráfico. Sorprende lo bien que se autorregulan los conductores: en España, con nuestro ejemplar civismo, más de uno se dejaría aquí la vida.

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Vamos paralelos a la costa, pero unos kilómetros al interior. Por fin llegamos a Helsinborg, y encontramos el camino al ferry sin problemas. Dos compañías realizan el trayecto hasta la casi homónima Helsingor; escogemos HH Ferries por azar, y resulta ser la más barata. Ni siquiera tenemos que esperar: conforme nos aproximamos a taquilla vemos al barco llegar a puerto. Qué bien. Nos cobran mediante tarjeta 275 coronas suecas por el trayecto, la mitad que en el puente de Øresund. Embarcamos enseguida. El ferry dispone de dos plantas para vehículos, y eso hace que sea muy alto. Desde cubierta la vista es inmejorable: Dinamarca allí enfrente, a apenas 4 kilómetros. Son las 20:30, y el sol ya se está poniendo. Este estrecho, no sé por qué, me recuerda al Bósforo en la zona en que parte a Estambul por la mitad. Puestos a completar las referencias literarias, quiero consignar aquí que Helsingor es la célebre Elsinore de Hamlet, y que el castillo que vemos allí enfrente es donde Shakespeare situó su celebérrima obra. La competencia entre las dos navieras es encarnizada: ambos barcos zarpan al mismo tiempo, y parece que se desafían hasta en velocidad, como si fueran regatas. Durante el trayecto soy consciente del largo periplo que se cierra aquí, el que comenzamos hace 35 días cuando pusimos pie en Escandinavia, pero no siento pena. De hecho, no habría tenido tiempo: veinte minutos después estamos desembarcando. Ya es casi de noche. Bajamos hacia el Sur, buscando los anillos de circunvalación de Copenhague. Se nos presentan dos opciones: seguir para abajo y tomar de nuevo el ferry a Puttgarden o bien dar un rodeo por Odense y llegar a la Dinamarca de tierra firme.

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Esta segunda alternativa supone 130 kilómetros de más, pero es un camino distinto hasta Hamburgo, y mantiene la ilusión de que aún no ha terminado el viaje. Dejamos atrás la capital danesa. Hasta el cruce de nuestra querida Køge el tráfico es muy intenso. Luego giramos hacia el Oeste. 12 kilómetros antes de Ringsted cambiamos la autopista por la antigua carretera y paramos en el diminuto pueblo de Slimminge. Tras unas vueltas, encontramos una calle discreta y tranquila y nos disponemos a dormir.

SALIDA:Tanum (S) 10:00 LLEGADA: Slimminge (DK) 22:30 KILÓMETROS: 448 (Parcial) 10.540 (Total) GASOIL: 62 lt. 75 eur.

FERRYS: 29 eur.

Día 45. 20 Agosto. Noche sin incidencias y mucho sol por la mañana. Proseguimos ruta hacia el Oeste. En el tránsito de la isla de Zelanda a la de Fyn hay que atravesar un puente de 24 kilómetros, por supuesto de peaje. Nuestro dichoso medio metro de más nos cuesta 307 coronas danesas, en lugar de las 200 que pagan los turismos. Sólo tenemos 242 coronas que nos sobraron de la ida, de modo que liquidamos con tarjeta. El dinero en metálico se irá todo en gasoil nada más llegar al continente, en las cercanías de Kolding. Hoy toca relevarse al volante, a razón de unos 150 kilómetros por vez. El primer turno lo ha hecho Bego, de manera que ahora voy yo. Hacia el Sur, dirección frontera alemana. El tráfico es otra vez atosigante. Cruzamos la demarcación internacional, y unos 40 kilómetros después - 407 -


paramos a comer. Como las áreas de descanso están petadas y nos apetece un poco de silencio, nos salimos por una carretera transversal. Cruzamos un pequeño pueblo en fiestas, donde todo el mundo nos mira alucinado, pensando tal vez que somos del circo. Por un despiste acabamos en una estrechísima carretera de inequívoco sabor noruego. Por fortuna no nos encontramos con nadie, y así conseguimos comida y siesta junto a un campo poblado de aerogeneradores y vacas, en medio de una paz impresionante. El tercer turno del día y primero de la tarde decido hacerlo yo, ya que hay que salir de la carreterita. Llego a la autopista sin incidentes. El sol ha dejado paso a las nubes y a una espesa calima. No llevo recorridos 30 kilómetros cuando me encuentro con el atasco del día. Revisamos mapa, y si esta vez no es un accidente u obras es que estamos en la intersección de la A 215, que viene de Kiel. Es lo que en argot técnico denominan tráfico lento con paradas, de modo que ni siquiera puede uno apagar el motor, y hay que estar todo el rato alerta y al ralentí. Poco a poco el tráfico se aligera. Cuando llegamos a la junta de las dos autopistas, ni rastro de lo que dio origen al embotellamiento. ¿Qué ha pasado? Misterios innombrables de la motorización. Seguimos bajando hacia Hamburgo con ligeras retenciones. En contra de lo que nos temíamos, cruzamos la gran urbe sin problemas, pero a cambio hemos empleado dos horas en recorrer 100 kilómetros. Nueva parada en gasolinera y nuevo cambio de turno. Compramos patatas fritas y cocacola –casco retornable, como en Suecia-. Por cierto, es un placer volver de nuevo a la zona euro. Bego al volante surcando la autopista ha-

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cia Bremen. Como empieza a oscurecer, ni siquiera vemos la ciudad. Pasamos el cruce de Oldenburg, que fue por donde subimos. A partir de ahora otra vez y hasta Orleans el camino es virgen para nosotros. El tráfico, que había decaído un tanto, vuelve a aumentar, sólo que ahora corren como locos. Por suerte hay pocos camiones: se los ve agazapados en grandes áreas a los lados de la carretera. Imagino que después de todo hemos acertado cruzando Alemania en fin de semana. Ya es noche cerrada, y la calima hace mucho que se transformó en niebla. Pero ya casi hemos llegado: unos 30 kilómetros al Norte de Osnabrück nos desviamos a la derecha en busca del lago Alfsee. La carretera es otra vez muy estrecha, y la niebla se espesa hasta el punto de comprometer la visión. Bego, que declinó su bautizo en tierras noruegas, lo tiene aquí, en Alemania. Encontramos el lago casi a tientas. Una vez allí damos con el aparcamiento, donde hay tres AC. Echamos los pestillos, cenamos y a dormir. Termina el día en que más distancia hemos recorrido. Aun así, las muchas horas de conducción y las autopistas siempreiguales producen la curiosa sensación de estar como dentro de una campana o de un sueño; temo despertarme de pronto y descubrir que me hallo atascado en cualquier fiordo noruego.

SALIDA: Slimminge (DK) 11:00 LLEGADA:Lago Alfsee (D) 22:00 KILÓMETROS: 622 (Parcial) 11.162 (Total) GASOIL: 93 lt. 104 eur.

PEAJES: 41 eur.

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Día 46. 21 Agosto. Amanece nubladete. Esta mañana las tórtolas cantan con un ritmo curioso: dos notas seguidas luego por grupos de cinco y cuatro. Algo así como: CÚ-cu, cu-cu-cu-CÚ-cu, cu-cu-cu-CÚ. Este compás, inhabitual y asimétrico, lo sospecho inducido por los aires tecnos de un bareto que sonó anoche hasta altas horas. Y es que la naturaleza ya no es lo que era. Ando en estas reflexiones cuando el canto tortolil se ve sofocado por el rugido de un potente motor. Primero pensamos que debe tratarse de un ejemplar de moterus pedorrensis. Luego, que si un tractor o una segadora. Al final concluimos que detrás del seto y los árboles debe de haber un circuito de karts. Al lado del lago, qué idílico. El Vaticano y las obras Retomamos la autopista en las inmediaciones de Osnabrück. Como ayer, tráfico espeso aunque pocos camiones. Lo peor son las tareas de reparación de la vía, que reaparecerán cada pocos kilómetros. No sabemos si es la proximidad de las elecciones o el deseo de hacer bajar las cifras del paro o ambas cosas simultáneamente, el caso es que el tipo con la pala que dobla el espinazo sobre un montón de arena empieza a ser íntimo nuestro. Rodeamos Münster por el Oeste y Dortmund y Wuppertal por el Este, aunque no vemos nada de dichas ciudades. El tránsito de la zona más conflictiva del viaje lo estamos efectuando sin problemas, obras aparte. Cuando circunvalamos Colonia nos hallamos fuera de peligro, al menos eso es lo que creemos. Porque en este punto nos debíamos haber desviado hacia el Este, dirección Lieja. Pero a los niños se les ha antojado pasar por Luxemburgo, de manera que seguimos

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hacia el Sur por la A 1. Nunca lo hubiéramos hecho porque entonces, misteriosamente, desaparece la mayoría de los automóviles y vamos por la autopista de seis carriles prácticamente solos. En las inmediaciones del estadio de fútbol comenzamos a ver montones de autobuses. Se me ocurre que hoy, como es domingo, habrá un partido de ésos que mueven masas, hasta que en la trasera de uno de los vehículos veo un póster enorme del Papa. Escalofríos surcan mi espalda: como le haya dado por venir hoy a Colonia... Eso significa muchos, muchísimos autobuses, y unas medidas de seguridad... Mis más oscuros temores se materializan, porque un poco más adelante la autopista está cerrada a cal y canto, y la poli nos manda por un desvío sin información alguna de cómo proseguir o reincorporarnos. Pasamos bajo la autopista y acabamos en el aparcamiento de un híper haciendo balance de la situación. Como no parece haber señales de desvío, será cosa de intentar seguir paralelos a la autopista hasta que nos permitan entrar de nuevo. Se pone Bego al volante. Cruzamos al otro lado de la A 1, pero la carretera que sigue de frente también está cortada, y obligan a girar a la izquierda. Mientras esperamos el semáforo verde le preguntamos a una jovencísima policía. Efectivamente, la ruta para Luxemburgo es por allí. Mientras hablamos, pasa un coche VIP con escolta: velocidad, automóviles con luces y sirena, motos... El semáforo sigue en rojo. Entonces se nos cuela un camper. Lo conduce una rubia que fuma sin sacarse el cigarro de la boca, y que, por gestos, alega que se ha metido allí por equivocación, que pasará ella primero. Pos bueno. Cambia por fin el semáforo, pasa la rubia y, nada más cruzar, se para a preguntarle a un guardia. Consecuencia: noso-

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tros nos quedamos en mitad del cruce, y entonces ¡llega otro coche VIP! Si en algún momento del viaje me he querido morir, sin duda es ahora. Le grito a Bego: «¡TIRA, TIRA!» Ella pita. Milagrosamente el camper se quita de enmedio y en el último segundo conseguimos apartarnos de la comitiva presidencial, arzobispal o lo que sea. Pasado el primer soponcio agoto mi repertorio de insultos contra la rubia fumeta y lo enriquezco con alguno de cosecha propia. Luego, sólo de pensar en lo que pudo ocurrir, me dan espasmos. Ante una situación de bloqueo de la vía, no sé qué instrucciones tendrá el servicio de seguridad, si arremeterán primero y preguntarán después, o si rodearán el vehículo metralleta en mano o qué. Lo cierto es que si existe un ángel de la guarda de los autocaravanistas a buen seguro que estaba allí en aquel momento. Más polis. Más carreteras cortadas. Ambulancias, protección civil. Más autobuses. Parece la guerra. Luego, pasito a pasito, por la carretera local conseguimos salir a la A 61, y de ahí a la A 1. Semi-repuestos del susto papal, paramos a comer en la última área de la autopista. La niebla se ha cerrado de tal modo que cae un poco de sirimiri. Otra vez en marcha, nos topamos con un extraño compendio de intersecciones y desvíos y duplicaciones parciales de la carretera. Presididos, eso sí, por incontables obras. Hasta que llegamos a Luxemburgo. Lo primero que vemos del país es una imponente gasolinera. Y es que el Gran Ducado vende el combustible más barato de su entorno: 0,925 euros/litro de gasoil al 22 de Agosto de 2005. En España estaba a 0,93 cuando salimos, en Alemania a

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1,11, y en Francia a 1,15. El motivo de esta política de precios parece simple: con una baja fiscalidad en los hidrocarburos el gobierno luxemburgués se asegura que todos los vehículos, especialmente camiones, que viajen de Norte a Sur de Europa o a la inversa pasen por el país a llenar depósitos; algo así como un paraíso fiscal gasolinero. Me imagino lo poco que supondrá para los habitantes del país con la renta per cápita más alta de la UE pagar unos precios de carburantes como los de España. Llenamos el depósito. Francamente, me cuesta trabajo y a la vez me alegra expresarme de nuevo en francés, que es la lengua extranjera que mejor domino. Nos movemos hacia el centro, un poco asustados por los continuos carteles que ordenan a los camiones de más de 3,5 toneladas que se desvíen por la circunvalación (nosotros tenemos un PMA de 3.400 kg.). El casco viejo es, como sospechábamos, un tanto angosto, pero al ser domingo por la tarde está todo muy tranquilo. Aparcamos junto a la iglesia de Santa Cunegunda y subimos a pie hasta el centro. Porque Luxemburgo es un recuerdo partido por la mitad entre Segovia y Toledo: se halla en lo alto de un risco que en su día estuvo poderosamente fortificado. Por el Tratado de Londres, en 1867, se demolieron las fortificaciones pero el terreno, lógicamente, no lo pudieron allanar. El recorrido exploratorio lo efectuamos antes del tiempo previsto. No hay nada que nos retenga especialmente, de modo que decidimos volver a la auto y continuar hacia Reims, último capricho del viaje. De Luxemburgo a Reims hay tres caminos posibles: 1) Por el Sur, todo autopista pero de peaje. 2) Por el centro, carretera secundaria que con toda probabilidad cruza un

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montón de pueblos. 3) Por el Norte, entrando en Bélgica, con un tramo de autovía gratuita. Ésta es la opción que escogemos. Enseguida nos arrepentimos: tras el corto y maravilloso tramo luxemburgués, entramos en la cruda realidad de las autopistas belgas, con un reiterativo y explícito letrero: chaussée degradée, completado como en Alemania por faraónicas obras que reducen los dos carriles a uno. Desvío hacia Bruselas y luego hacia Sedán, por una calzada duplicada que hace buena la autopista anterior. Ya es noche cerrada, y sin las farolas que nos acompañaban antes la conducción es aun más dificultosa. De repente nos damos de narices con la frontera francesa. Es la tercera que vamos a cruzar hoy. Duermen aquí muchos camiones, pero con tanto ir y venir de vehículos dudamos que sea un sitio tranquilo. Exploramos los alrededores vía Roberto, y a 6 kilómetros encontramos un pequeño pueblo llamado Givonne. Hacia allá vamos. Son las 22:30 y casi no hay nadie por la calle, sólo un par de adolescentes que alucinan ante la autocaravana extranjera que se ha colado en su calle. Echamos las persianas y los cierres. Cenamos de nuestras ya escasas provisiones y a dormir. Cada vez elegimos mejor. A las doce de la noche no se oye ni una mosca.

SALIDA:Lago Alfsee (D) 10:30 LLEGADA: Givonne (F) 22:30 KILÓMETROS: 535 (Parcial) 11.697 (Total) GASOIL: 57 lt. 53 eur.

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Día 47. 22 Agosto. Hoy también nos han despertado las tórtolas mañaneras. Reanudamos camino hacia Sedán, y luego por carretera duplicada en dirección Reims. 70 kilómetros al Sur de aquí está Verdún, que se hizo famoso a raíz de la Primera Guerra Mundial: casi un millón de soldados muertos en una batalla que duró seis meses; seguro que sus espíritus vagan aún por los alrededores. Las brumas son hoy más ligeras que ayer, y a media mañana casi luce el sol. Unos 10 kilómetros antes de nuestro objetivo ya son visibles las torres gemelas de la catedral. Entramos en Reims. Deambulamos un rato por el centro hasta encontrar aparcamiento. Luego nos aproximamos a pie. Sólo por la fachada, la catedral ya merece una visita. Y luego, dentro, la luz. Nada que ver con las lobregueces de la de Trondheim, y encima ésta es gratis. No quiero ni imaginarme lo que cobrarían los noruegos si tuvieran la suerte de poseer una joya semejante. En el interior vamos combinando la contemplación del edificio con la lectura de paneles informativos que, muy en nuestra línea, leemos inadvertidamente desde el final hasta el principio. Así nos enteramos de que Reims y/o su catedral fueron escenario, por este orden, de la visita del Papa (no el que casi nos atropella en Colonia, sino el anterior) en 1996; de la reconciliación franco-alemana de 1962; de la rendición germana en 1945. Avanzando más, de la destrucción parcial del templo durante la Primera Guerra Mundial; de que fue lugar de coronación de los reyes francos durante ochocientos años y testigo de la gesta de Juana de Arco, que echó de aquí a los ingleses para proclamar soberano a Carlos VII. Del bautizo de Clovis en el siglo V, el jefe galo que se pasó al cristianismo al

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estilo de Olav en Noruega quinientos años después. Y por último de la historia de San Nicasio, a quien los vándalos cortaron la cabeza a la puerta del templo primitivo por intentar proteger a quienes se habían refugiado allí. La visita es inspiradora, instructiva e interesante, pese a que no nos consideremos creyentes. Volvemos a la auto sintiendo que el desvío ha valido la pena, y que nos llevamos para casa un trocito de Francia en el corazón. Antes de irnos a comer, pasamos por un híper. Escarmentados de las carerías escandinavas, quedamos asombrados de lo que pueden dar de sí 20 euros en estas tierras. Francia. La dulce Francia. Cruzamos las amplias llanuras de Champagne hacia el Sur, dirección Troyes. Apenas hay tráfico. La autopista va como una seda: si la disyuntiva es entre la gratuidad destartalada y el peaje bien cuidado, qué le vamos a hacer, me quedo con este último. En dos horas recorremos 200 kilómetros Rodeamos Troyes y giramos hacia el Oeste, hacia Sens. Paramos en la última área de descanso de la autopista y la encontramos invadida de ¡ratas! Docenas y docenas, que no parecen asustarse mucho ante la presencia humana. Cargamos agua y reanudamos. Me releva Bego al volante, y si a mí me tocó la parte larga a ella le toca la dura: carretera de un solo carril en cada sentido, sin arcén, con bastante tráfico, sobre todo camiones, de frente. Enseguida se hace de noche, y por si fuera poco se pone a llover. En 190 kilómetros asistimos a todos los cambios imaginables de ancho, curvas, intersecciones, incorporaciones, desdoblamiento de carril, señalización por múltiples obras... Para remate un camionero se pone a vacilarnos: primero se pega detrás, y cuando por fin adelanta no acelera sino que se queda a poca distancia, como abrién-

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donos paso o más bien cortándolo. Por fin llegamos a nuestro destino, que no es otro que el pueblecito de Jargeau, 18 kilómetros antes de Orleans. Para ello cruzamos el Loira. Todo es llegar, aparcar y empezar el diluvio. Como no es cuestión de dar mucha vueltas, acabamos bajo unos árboles, cuyos goterones amenizarán la noche. Estamos al Sur de París, en el corazón de Francia. Mañana, con suerte, veremos las luces del Cantábrico.

SALIDA: Givonne (F) 10:00 LLEGADA: Jargueau (F) 22:45 KILÓMETROS: 438 (Parcial) 12.135 (Total) GASOIL: 57 lt. 53 eur.

PEAJES: 21 eur.

Día 48. 23 Agosto. Esta noche el dormitorio no ha sido tan confortable como en las anteriores. Debe de ser la cercanía de Orleans y también de París, el caso es que a las cuatro de la mañana ya estaban pasando coches y camiones por la calle-carretera que hay al otro lado del parque. A las 8 el estruendo es monumental. Aprovechamos para madrugar y visitar el pueblo. La plaza se halla presidida por una estatua de Juana de Arco con una fecha debajo: 12 de junio de 1429. Un paseo por la calle comercial, muy bien surtida pese a tratarse de una localidad no muy grande, y ya de vuelta nos encontramos con la iglesia. También es más grande de lo que suponíamos, pero es que Jargeau es villa, seguramente con más importancia en el pasado que actualmente. La iglesia tiene planta de cruz griega. Está abierta, suena música religiosa de fondo y, perdone el lector mi insistencia, no cobran. Allí nos enteramos del significado de la - 417 -


fecha: el 12 de junio de 1429 fue cuando Juana de Arco, con 17 añitos, liberó la ciudad. Un tapiz la muestra a caballo, con armadura, y debajo las palabras: Va, va, fille de Dieu. Hay algo de La Doncella de Orleans que nos conmueve. Sin duda está su juventud y que se trate de una mujer, aunque sobre todo el que más que una santa de plegaria y cilicio sea más bien de las de armas tomar. Y que diera caña a los ingleses, que son los malos en esta película. La historia de Juana se mezcla con los nombres y apellidos de los muertos del pueblo en la Primera Guerra Mundial y la Segunda (bastantes más numerosos aquéllos que éstos), más otra placa con los soldados caídos el 18 de junio, defendiendo Jargueau de los alemanes. El conjunto reviste un sentido bélico-heroico que contrasta con la atmósfera de tranquilidad que se respira aquí dentro, como si esas historias no fueran más que un mal sueño. De vuelta a la auto, nos vamos hacia Orleans por una carretera secundaria, con breve recalada en un súper para poner gasoil; hemos descubierto que de las gasolineras de éstos a las de las autopistas puede haber una diferencia de hasta 18 céntimos. Una pasta. Enlazamos por fin con la A-10, la autopista del Sur. Primero Blois, luego Tours, Poitiers y Niort. Hay bastante menos tráfico que cuando subimos en Julio. El paisaje varía poco, y notamos el avance únicamente por el cuentakilómetros y las referencias del mapa. Está ya atardecido cuando paramos en un área cerca de Burdeos. Luego circunvalamos la ciudad. Teníamos pensado llegar a Ondres, cerca ya de la frontera española, pero como vemos que nos van a dar las tantas, y que es mal rollo conducir de noche, optamos por desviarnos hacia la

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playa de Biscarrosse. Por el camino vemos continuas indicaciones a la duna de Pyla, y cuando por fin nos la encontramos lo que hay a la entrada es un pinar-aparcamiento. Cobran a los coches 3,50 euros, 4,60 las autocaravanas, y la pernocta 9,20. Realmente es un poco caro, habida cuenta de que pagas bastante más que un coche y que el sitio no tiene grifo, ni vaciado de grises ni nada. Pero se aprovechan de algo que ellos no han creado, que es la duna, y si queremos verla no queda más remedio que entrar. Decidimos hacer una rápida visita nocturna. Es más elevada de lo que pensábamos: 169 escalones de madera facilitan la ascensión por la empinada ladera. La parte alta es un privilegiado mirador sobre el golfo de Vizcaya, el faro de Cap Ferret y un mar de árboles hacia el interior que la oscuridad nos hace preferir que sea un palmeral como los que vimos en Túnez. SALIDA: Jargueau (F) 12:00 LLEGADA: Duna Pyla (F) 21:30 KILÓMETROS: 544 (Parcial) 12.679 (Total) GASOIL: 64 lt. 69 eur.

PEAJES: 59 eur.

Día 49. 24 Agosto. Hoy nos preparamos para nuestro día de asueto junto al mar: esterillas, gorros, crema solar y gafas. El aparcamiento, que anoche estaba relativamente tranquilo, es ahora un hervidero de gente y de vehículos. Volvemos a subir la duna, pero esta vez rodeándola por donde no hay escaleras. Realmente es un esfuerzo ímprobo. Una vez del otro lado buscamos un lugar a media ladera para tostarnos como lagartos. Queremos sole- 419 -


dad, pero está visto y comprobado que el turista de playa es por naturaleza un espécimen gregario, y con todo el espacio que hay siempre viene a ponerse alguien a nuestro lado. Aun así, el sitio resulta agradable después del periplo por las brumas del Norte. La cima de la duna se halla concurridísima, y hay un continuo trasiego hacia la orilla, de donde sube el personal resollando. En verdad que es ésta una playa de turismo activo. Los niños se lo pasan bomba echando a correr pendiente abajo: un territorio como siempre soñaron antes de descubrir que el mundo era duro, y que había cosas como rebordes y escalones que hacían daño. Aquí debe de alimentarse uno del sol y de la brisa del mar, porque pasan las horas y no nos entra hambre. Al final decidimos volver. La ascensión por la arena la hacemos con algo más de técnica esta vez. A la misma velocidad que nosotros va subiendo una chica con un niño detrás. Me dan la impresión de que son madre e hijo, y reflexiono sobre cómo me conmueven estas madres jóvenes, con descendencia inesperada y luego, por el motivo que sea, aceptada. Al final resulta que la muchacha es más joven de lo que supuse, y el presunto hijo su hermano. Debo de haber sido muy insistente en mi observación, porque al llegar arriba habla con una mujer mayor, al parecer ésta sí la madre. Se habrá quejado de que no le quito ojo de encima porque un rato después, ya al pie de la duna, me lanzan ambas miradas desafiantes. Bueno, hombre, tampoco es para ponerse así. Vuelta a la auto. Comida y ducha para quitarse la arena. Después de volver a la zona de tiendas a comprar uno de esos cuadros mágicos que se voltean y cae la arena de colores, nos vamos hacia la salida. Son las siete de la tar-

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de. ¿Cuánto pensarán cobrarme? En previsión de conflicto, llevo la tarjeta de entrada al parking y un billete de diez euros. Efectivamente, hay problemas: el tipo de la cabina, impertérrito, señala el marcador de caja donde se lee 13,80 euros. Ignoramos cuál es la hora tope de salida tras la pernocta –en ningún sitio lo pone-, pero está claro que lo que pretenden es cobrarnos la noche y de propina la tarifa de aparcamiento. Mis alegaciones no ablandan al taquillero, que ya se ha quedado con mis diez euros. Por mi parte, me niego a pagar lo que considero un abuso. Por fortuna la barrera está subida. Zanjo la discusión con un Dommage y tiro para adelante. Está visto que esto de viajar tanto le va curtiendo a uno. Odisea en Las Landas Anoche, antes de llegar a la duna, entramos en reserva, por lo que ahora vamos buscando una gasolinera. Encontramos varias en Biscarrosse Plage; están en hipermercados, con la caja manual cerrada a estas horas. Funciona el surtidor automático, pero no acepta nuestra Visa, sólo la Carte Bleue. Seguimos hasta Biscarrosse, y más de lo mismo. Empezamos a preocuparnos. Le pedimos a Roberto que nos encuentre alguna en nuestro camino hacia el Sur, y lo hace. Pero damos con sus cadáveres, es decir, con lo que fueron gasolineras y que en la actualidad se hallan cerradas o reconvertidas en talleres de automóviles. Y es que en Francia, a lo que se ve, la concesión de venta de gasolina a los híper ha barrido el pequeño comercio de las estaciones de servicio. De esta forma constatamos cómo lo que por un lado beneficia por otro perjudica, y a la inversa.

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A medida que transcurre el tiempo y los kilómetros cunde el pánico: lo que no nos pasó en el Círculo Polar, esto es, quedarnos secos, está a punto de sucedernos en Francia, y para colmo en zona turística. Vaciamos en el depósito el bidón de cinco litros que llevo guardado para imprevistos, y seguimos hacia Mimizan. Dice Roberto que allí hay cuatro estaciones de servicio (dos en híper), de manera que en alguna podremos repostar. Las dos gasolineras de por libre de Mimizan no han quebrado, pero están cerradas a cal y canto a las ocho y media de la tarde. Me parece estar viviendo un anticipo del próximo y previsible futuro de desabastecimiento de carburantes, peregrinando de surtidor en surtidor. El panorama es desolador: al parecer, en Francia, y fuera de las carreteras principales, existe toque de queda gasolinero. En cualquier caso, y viendo el panorama, no nos atrevemos ya a movernos del pueblo, así que nos vamos al aparcamiento de un Leclerc, que por suerte no tiene gálibo, a esperar a las 9 de la mañana, hora mágica en la que el gasoil volverá a estar disponible para nosotros. Contábamos con hacer 150 kilómetros esta tarde y no hemos recorrido ni la mitad. Para rizar el rizo, necesitamos enviar un mensaje de móvil a Jon e Iratxe, con quienes hemos quedado mañana, y nos hemos quedado sin saldo (los dos). Para que luego digan que no existen los días (o las tardes) negros. Menos mal que, como cuando el ferry de las Lofoten, llevamos la casa puesta. Durante la noche nos despiertan en varias ocasiones coches y motos de escape ruidoso que vienen a repostar. Es curioso cómo es más frecuente oírles atronar de noche y no de día. Extraños seres estos humanos, que al contrario de la generalidad de los mamíferos se activan al caer la oscuridad. - 422 -


SALIDA:Duna Pyla (F) 19:00 LLEGADA: Mimizan (F) 21:00 KILÓMETROS: 70 (Parcial) 12.749 (Total)

Día 50. 25 Agosto. Madrugo, desayuno y de cabeza al surtidor. Tras repostar, no veo nada claro que la auto pase por la zona de la cabina, de modo que se lo pregunto por gestos a la cajera. Ésta sale y me dice en perfecto castellano: «Hay quienes pasan por aquí y hay quienes dan marcha atrás.» Tardo unos segundos en comprender que se ha dirigido a mí en mi idioma: hace diez días que no hablo español más que con Bego y casi dos meses si exceptuamos a los murcianos. La buena señora me explica que sus padres fueron emigrantes a Francia. Su simpatía me parece un buen augurio. Salimos de Mimizan por la vía más directa a la N10/ E05/E70, que nos llevará a casa. Cuando compruebo a qué distancia se encuentra la primera estación de servicio 24 horas entiendo claramente que jamás hubiéramos llegado con el gasoil que nos quedaba. Carretera y manta hasta la frontera. Empieza a hacer calor cuando llegamos a los odiosos peajes de los alrededores de Bayona. No porque haya que pagar mucho, sino porque hay que pagar poco muchas veces; esto crea colas y ralentiza una barbaridad. Para colmo, obras a los dos lados de la frontera. También peaje del lado español, pero éste resulta prácticamente simbólico. El chico de la cabina se parece a Miguel Indurain. Estamos en casa.

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Nuestra prioridad más prioritaria es contactar con Jon y con Iratxe, por lo que paramos en la primera área de descanso. Hace un calor espantoso. Todo está en obras, patas arriba, sucio y cutre. Compro el periódico sólo para que me den cambio y para descubrir que las cabinas están destrozadas. Claro, me había olvidado de que esto es el País Vasco, y que Telefónica es uno de los objetivos predilectos de la kale borroka. Seguimos camino y nos sumergimos en los scalextric de San Sebastián. Salimos por la N I, y empezamos a recorrer idéntico camino que en nuestro viaje inaugural, cuando vinimos a Bilbao a por la auto no hace ni cuatro meses; sólo que ahora no nos vamos por la autovía de Irurtzun, de infausta memoria, sino que salimos directamente a Alsasua. Desde una gasolinera he conseguido hablar con Jon. Oye, que llegamos a mediodía. Venga pues, nos vemos. Necesitamos comprar algunas cosas, y paramos en Salvatierra/Agurain. La calle principal del pueblo se halla en obras, así que aparcamos a la entrada. Ya no me acordaba de que podía hacer tantísimo calor. En el cielo, ni una nube, y la luz es nítida, tan densa que parece que se pudiera tocar. Circunvalamos Vitoria, luego giramos a la izquierda por la N 232. Nuestro objetivo es Casalarreina. Aquí viven nuestros amigos. Ellos nos ayudarán a aterrizar. Jon e Iratxe, como su nombre indica, son vascos, y viven en Casalarreina por motivos laborales. Bueno, la mitad de la familia de Iratxe es extremeña, aunque viéndola nadie lo diría. Son montañeros, pero de los buenos: tras la comida nos deleitan con diapositivas de la Cordillera Blanca, en Perú, adonde estuvieron haciendo trekking en junio. De paso se hicieron un seis mil. Ahí es na. - 424 -


Por la tarde salimos a dar una vuelta mientras vamos desgranando episodios de nuestro viaje. El pueblo es pequeño, pero hay fiestas y se lo ve muy animado: mucha gente del País Vasco veranea aquí. Vienen a secarse, dicen ellos. Cuando cae la tarde la temperatura baja rápidamente. Cómo se nota que esto no es Extremadura.

SALIDA: Mimizan (F) 9:30 LLEGADA: Casalarreina (E) 15:00 KILÓMETROS: 324 (Parcial) 13.073 (Total) GASOIL: 87 lt. 87 eur.

PEAJES: 10 eur.

Día 51. 26 Agosto. Último día. Madrugamos, pero no tanto como para despedirnos de Iratxe, que se ha ido ya a trabajar. Desayunamos con Jon, y luego nos vamos para la auto. Yo voy un poco triste porque hoy me toca afrontar la parte para mí más difícil del viaje: el llegar a casa. Salimos por una carretera distinta a la que trajimos. De camino a la nacional impresionan las peladas llanuras riojanas, me parece estar viendo el desierto. Una vez en Pancorbo decidimos irnos por la N I en lugar de coger la autopista de peaje. Como hasta Burgos es una carretera ordinaria, nos vuelve una copla ya olvidada, y es que empiezan a menudear magistrales ejemplos de incivismo rodante. Los conductores españoles, o al menos una parte muy visible, son caprichosos, temerarios y negligentes. Corren demasiado, no respetan la distancia de seguridad y para ellos adelantar es una fijación compulsiva. Todos son primos de Fernando Alonso, y to-

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dos adoran a San Coche, que junto a San Ruido y San Ladrillo compone la Trinidad hispánica. Al pasar Burgos entramos en la autovía. En varias ocasiones he comparado a la auto con un barco, pero en ningún sitio lo es más que navegando Castilla. Llegamos a Valladolid, y nos parece que va siendo hora de comer. Nuestra obsesión es encontrar una sombra para no freírnos. Se nos ocurre que en Tordesillas, a orillas del Duero, debe de haber alguna alameda. Entramos en el pueblo, y tras unas cuantas vueltas en las que acabamos en un barrio marginal, la descubrimos en la orilla opuesta. Para allá nos vamos. Comida y siesta, que aquí con el frescor del río se hace algo más soportable. Por la tarde seguimos ruta. Cruzamos Salamanca por unas calles desconocidas, pero al final salimos a la carretera de Cáceres. Ahora, como remate de viaje, toca N 630 pura y dura. Paramos en el Puerto de la Vallejera y lo subimos por la carretera antigua. Mana aquí una afamada fuente. No hay mucha cola, pero es tal el número de garrafas que traen para llenar que desistimos. Béjar, Puerto de Baños y, ante nosotros, Extremadura. Se me antoja inconcebible que en los dos meses que hemos pasado fuera no haya caído aquí ni una gota. Si se pudiera trasvasar la lluvia que a los escandinavos les sobra... Ya en la llanura saludo a las sedientas y humildes encinas que flanquean la carretera. Y voy nombrando: Segura de Toro, Casas del Monte, la Trasierra. Siento todo tan familiar y al mismo tiempo tan lejano... Éste es el final de un viaje que en 51 días nos ha llevado por 9 países y 13.500 kilómetros. Hoy se acaba, y estamos ante nuestro lugar en el mundo. Puede que a la pieza

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le cueste un poco encajar en el puzzle, pero está claro que tiene que ser de esta manera. Hemos ido hasta las brumas del Norte más Norte, y volvemos para contarlo. Si alguien quiere saber si el viaje nos ha merecido la pena, la respuesta será sí. Sin duda.

SALIDA:Casalarreina (E) 11:00 LLEGADA: Plasencia (E) 21:00 KILÓMETROS: 459 (Parcial) 13.532 (Total) GASOIL: 21 lt. 20 eur.

PEAJES: 8 eur.

BAJADA DÍAS: 27 KILÓMETROS: 7.254 GASOIL: 726 lt. 847 eur. PEAJES: 214 eur. FERRYS: 397 eur.

TOTAL DÍAS: 51 KILÓMETROS: 13.532 GASOIL: 1.423 lt. 1.572 eur. PEAJES: 483 eur. FERRYS: 465 eur. OTROS: 968 eur. TOTAL GASTOS: 3.488 eur.

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Marruecos: a単o nuevo en el desierto



En el valle del Drâa una niña me sonríe y vale más ese gesto que toda la farfolla desarrollista, que los discursos oficiales, que la ayuda humanitaria. En el valle del Drâa una niña me ha sonreído con sus ojos, con su boca, desde su alma y yo pobre mortal sólo tenía mi corazón y unos caramelos para darle.


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Marruecos impacta. A veces para bien, a veces para mal y frecuentemente ambas cosas, pero no te deja indiferente. Esto tiene que ver en gran medida con el trato humano. Hay países en los que el viajero, encerrado en su cápsula personal, apenas si tendrá contacto con la población. En Marruecos tal cosa es matemáticamente imposible. Y es que la clave de este país consiste en que continuamente te prueba. Se transforma en un espejo nada autocomplaciente que pone ante ti mejor que ningún otro el índice de tus fortalezas y debilidades. Por eso resulta en ocasiones tan arrebatadoramente interesante, y en otras tan insoportablemente insoportable. El día cero es de aproximación, y nuestro viaje comienza en el puerto de Tarifa, adonde hemos sido desviados por problemas en Algeciras. Es la cuarta vez que vengo a Marruecos, pero la primera con autocaravana. La última ocasión en que pisé el país fue en 1993, y tengo curiosidad por saber qué es lo que permanece y lo que ha cambiado en estos tiempos de globalización galopante.

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Primer día. Tánger-Asilah (60 kilómetros) La ruta que nos hemos trazado va a ser Tánger-AsilahRabat-Casablanca-Marrakech-Ouarzazate-ZagoraM´hamid, siguiendo la costa y hacia el Sur, unos 1.050 kilómetros sin desvíos. Tomamos el superfast ferry en Tarifa, que tarda 35 minutos de recorrido real, pero entre los retrasos de la salida y la llegada echamos cuatro largas horas hasta traspasar la aduana. La operación de desembarco es caótica, cada cual se busca la vida como puede; incluso tenemos que maniobrar en la bodega para dar media vuelta y salir por donde entramos. Además, al descender la rampa y debido a la imprevisión del personal rozamos con el voladizo trasero. El resultado: un bollo en el tirante de sujeción que une las vigas posteriores y el paragolpes dañado. Menos mal que por lo menos me sacaron del apuro. Antes de abandonar el puerto sufrimos la primera exacción: mientras esperamos en la cola se nos acerca un tipo con dos billetes de cinco euros en la mano pidiendo que se los cambiemos por uno de diez. Como lleva en la solapa una placa de escribano público, accedo al cambio. Al fin y al cabo, los billetes están un poco ajados y quizá no se los acepten en el banco. Pero no es ése el fin de la operación, sino cerciorarse de que, cuando en la cola de la aduana otro tipo, éste ya sin placa, tras llevarte, traerte y volverte la cabeza tonta, te solicite dinero por la gestión, tengas liquidez suficiente para satisfacer su demanda. Juegan con tu miedo a más demoras, con que es ya de noche y con que quieres largarte de allí lo antes posible. El caso es que consigue su objetivo, que le dé cinco euros. De este modo, sin vaselina ni nada, tomamos contacto con la cruda realidad del trapicheo y la corrupción institucional marroquí.

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DINERO, PROPINAS En Marruecos la propina es el deporte nacional. No es en absoluto obligatoria, y queda al arbitrio de quien la da, pero a veces puede engrasar notablemente las relaciones sociales. Cinco dirhams, por ejemplo, es una buena cantidad para dar a quien nos sirve el gasoil. A un niño se le puede dar un dirham. El redondeo mental es de diez dirham por euro, aunque el cambio oficial en la actualidad se encuentra en 108 dirhams por cada diez euros. En las tiendas de artesanía aceptarán euros con seguridad, aunque te puedes encontrar con que quieran redondear al 1-10. En un par de ocasiones pagamos en dirhams y la vuelta nos la dieron en euros. La penuria de moneda fraccionaria parece ser un mal endémico del país. En el relato hay muchas -aparentemente excesivasreferencias al dinero y al coste de las cosas, y éste es un leif-motiv para el que visita el país. Si los precios fueran fijos y no hubiera esa constante tensión para evitar el tangamiento posiblemente las cosas serían de otra manera, pero supongo que ésa es una parte intrínseca de la experiencia marroquí.

Salir de Tánger no es difícil, sólo hay que recorrer el paseo marítimo y girar a la derecha en cuanto veamos la señal de dirección Rabat. Luego ya es todo recto. Lo primero que nos llama la atención es el humo que sueltan los coches, que hace que nos movamos en medio de una espesa y tóxica neblina. Lo segundo, la cantidad de guardias que hay en cada cruce, y que fundamentalmente se dedican a parar a las furgonetas del país con carga en el techo.

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Se nos ha hecho de noche en la carretera, circunstancia que según todos los consejos debíamos evitar. Como no tenemos dirhams ni queremos entretenernos en un cajero de Tánger por nada del mundo, dejamos la autopista de peaje a un lado y nos vamos por la carretera general. Sorprende el que los conductores marroquíes lancen, sin venir a cuento, ráfagas de luz larga. Al parecer lo hacen para cerciorarse de que no tienen por delante persona, carro, burro o bici que, como de todos es sabido, en este país no tienen por qué llevar luces ni reflectantes. Por fin llegamos a Asilah y damos sin dificultad con la campa que hay entre el océano y la muralla. Hay allí tres o cuatro autos. De la nada sale un chaval, credencial al cuello, que nos pide 2 euros en concepto de parking. Se los damos y nos disponemos a dormir, al arrullo del mar, esta primera noche en tierras africanas. Segundo día. Asilah-Moulay Bousselham (73 kilómetros) En realidad hicimos algunos más porque nos perdimos, como luego contaré. Al levantarnos nos vamos a dar una vuelta por la medina. En el garaje de la auto traemos ocho cajas con libros y material audiovisual de la asignatura de inglés para alumnos de secundaria, de manera que en cuanto vemos una escuela entramos para que nos indiquen dónde hay un instituto. Malika, una de las maestras, pide permiso al director para acompañarnos. Con ella a bordo cruzamos el pueblo y aparcamos la auto a la puerta del centro ante la mirada atónita de los alumnos. Hablamos, aceptan los libros y descargamos. Nos sentimos ligeros y alegres, porque éste es uno de los momentos realmente mágicos del viaje. - 436 -


Nos hubiera gustado volver con la maestra a la escuela y ver ésta por dentro, pero la mujer parecía agobiada –creemos que a causa del tirano de su director- y la cosa quedó ahí. Al volver al aparcamiento, un hombre mayor con la misma credencial que el guarda nocturno nos reclama los 20 DH de tarifa. Le explicamos de dónde venimos y que ya pagamos. Parece darse por satisfecho, pero más tarde insiste. Está claro que aquí cada uno va a lo suyo. Visita a la medina, al cajero automático y al pueblo. Hoy comienza la semana de vacaciones escolares con motivo de la Fiesta del Cordero, y los chavales lo celebran reuniéndose y cantando en la plaza. Tras regatear unas bolsas de cacahuetes –y recibir un dudoso cambio en billetes del anterior rey, que al final resulta que siguen en circulación-, salimos por la carretera general y hacemos 20 kilómetros hasta el yacimiento romano de Lixus, que está antes de cruzar el río Loukkos. No hay señalización y nos pasamos. Cuando conseguimos volver, se acerca a nosotros un hombre mayor que dice ser el guarda, y que se ofrece a guiarnos. Como la visita preferimos hacerla solos, nos dice que en lo alto hay vándalos que asaltan a los turistas y les roban todas sus pertenencias. Entendemos que es una pequeña venganza por no aceptar sus servicios, pero como en las ruinas no hay absolutamente nadie hacemos la visita intranquilos. Desde arriba se disfruta una panorámica estupenda del río, su desembocadura en el mar y Larache en la otra orilla. Quien no haya estado nunca en Marruecos se sorprenderá de lo verde y fértil que es toda esta zona del Norte. Pensábamos parar en Larache, pero lo vemos tan congestionado –por haber hay hasta un incendio, con bomberos y todo- que no vemos ocasión ni lugar. Seguimos ha-

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cia Moulay Bousselham. Pretendemos tomar una carretera paralela a la autopista, pero como no está señalizada acabamos en la N 1 dirección a Ksar-el-Kebir. Nos resignamos a un largo rodeo, pero al cabo de una decena de kilómetros vemos un cartel que nos envía a nuestra derecha. Acabamos en una carretera secundaria que nos lleva por el Marruecos profundo: todo el mundo, adultos incluidos, nos saludan al pasar. Vienen cruces sin señalizar que resolvemos por pura intuición. La carretera secundaria acaba degradándose a cuaternaria. Es ésta una zona puesta recientemente en regadío, y vamos pasando junto a torres de presión e invernaderos. Seguramente son los aspersores los que han destrozado de esta manera el pavimento: hay tantos baches que los pocos vehículos que pasan prefieren circular fuera del asfalto. En segunda y hasta en primera tardamos una eternidad en llegar al cruce de Moulay Bousselham, donde la carretera por fin mejora. Este lugar tiene dos significados, uno religioso y otro ornitológico. El pueblo le debe el nombre a un santón egipcio del siglo X que anduvo predicando por estos lares y que murió aquí. Su morabito –enterramiento- sigue siendo lugar de peregrinación. El otro aspecto, más interesante para nosotros, es la Merdja Zerga (laguna azul), lugar de invernada para miles de pájaros migratorios. En el pueblo hay dos campings. El Caravaning International, que está cerca del agua, nos parece el más adecuado. Pese a su rimbombante nombre, unos colegas franceses nos advierten de que no dispone de agua ni de luz. Vacas y gallinas campando a sus anchas en terrenos del camping refuerzan su decidido carácter turístico-rural y terminan por disuadirnos. Vamos al otro, Les Flamants. Autocaravana y dos personas, electricidad incluida, 80 DH. Resulta ser el más caro de todo el viaje. - 438 -


Nos acercamos al pueblo con idea de cenar. En el restaurante que escogemos hay una pareja de españoles con un marroquí que se presenta como guía de pájaros. Es Hassan Dalil, que viene recomendado en la guía Lonely Planet. Nos dice que la excursión dura unas tres horas, que el precio es de 100 DH la hora y que se sale al amanecer para aprovechar la marea alta. Quedamos a las ocho hora marroquí –nueve hora española- y volvemos al camping para dormir. Tercer día. Moulay Bousselham-Marrakech (470 kilómetros) Nos levantamos con el tiempo justo y bajamos a toda prisa al embarcadero, adonde llegamos a las ocho hora local. Hassan no está, de manera que entretenemos el tiempo viendo cómo se alza el sol sobre la laguna. Esperamos treinta largos minutos, y como no aparece deducimos que le ha salido un negocio mejor y se ha echado otras cuentas. Muy desilusionados, volvemos al camping y preparamos las cosas para partir. A las nueve y pico un alemán cliente del camping, que ha salido con la bicicleta, vuelve para decirnos que se ha encontrado con Hassan, y que nos está esperando porque, según él, hemos quedado a las nueve hora marroquí. Aunque sabemos que no es cierto, vamos hasta la puerta para decirle que vale, que nos espere, que terminamos enseguida. El tipo está que echa humo. Para cuando queremos salir ya son las diez y media, y la marea está bajando. Ignoro si esto tiene que ver con el número y cantidad de aves que avistamos, porque francamente son pocas. Tras un paseo de hora y media en una decrépita barca –seguro que la abuela de todas las presentes en la laguna- volvemos a la orilla y entonces estalla la

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discusión, porque definitivamente nos achaca la confusión horaria y el retraso, y pretende cobrarnos el tiempo que, según él, ha perdido por culpa nuestra. Al final le pago el tiempo empleado y nos vamos de allí con un malísimo sabor de boca y con idea de escribirles un correo a los de Lonely para contarles lo bien que se lo monta su recomendao. Cuando bajamos por primera vez al puerto en busca de Hassan vimos una camper española en la puerta del camping. Al salir la segunda vez no estaba, y en su lugar encontramos a un chico muy angustiado preguntando si sabíamos dónde estaban sus compañeros. Le respondimos que no, pero que no se preocupara, que ya aparecerían. Comentó que más valía, porque había dejado en el vehículo hasta su pasaporte. Arrancamos y nos ponemos en autopista. Ésta sigue los estándares europeo -especialmente en los peajes, donde pagamos lo mismo que un autobús- salvo en dos cuestiones: que casi no existe cartelería y que se olvidaron de los pasos transversales, lo cual obliga a la gente de los pueblos a cruzarla a la torera. Nos han comentado que incluso se han llegado a excavar pasos subterráneos al estilo de Fuga de Alcatraz. Nuestro plan de ruta para el día de hoy era llegar hasta Salé y posteriormente seguir la costa hasta Essaouira para subir por Marrakech, pero la autopista nos pone eufóricos. ¿Y si bajáramos al desierto y tratásemos de llegar hoy al mismo Marrakech? Son un montón de kilómetros y hemos salido tarde, pero... Pasado Salé, se acaba la autopista y viene la variante de Rabat, con limitación de 60 km/h y numerosos cruces. De nuevo en autopista, seguimos hacia Casablanca, ciudad del tamaño de Madrid y con una

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boina de humo de tamaño descomunal. La dejamos a un lado y enfilamos hacia Settat. El tráfico no es excesivo y la gente no parece tener costumbre de correr. La mayoría circula a 100-110 km/h, de manera que los adelanto a todos. COMBUSTIBLE El gasoil marroquí es directamente infame, y principal responsable de la nube de contaminación que sofoca el ambiente de las ciudades, sobre todo en invierno. Viene a costar unos 7,5 dirhams el litro. Existe también un gasoil llamado 350 que al parecer cumple con los estándares europeos, pero que vale dos dirhams más. Nosotros echamos siempre del normal, pero fuimos con el depósito lleno de España y a la vuelta lo primero que hicimos fue volver a llenarlo otra vez.

Pasamos Settat, que es donde en la actualidad finaliza la autopista. Aquí comienza la carretera ordinaria y también el atasco: hay 160 kilómetros hasta Marrakech, y tardamos en cubrirlos tres horas. A medida que bajamos hacia el Sur el paisaje se va haciendo más árido, y se nota que entramos en zona pobre. Paro a echar gasoil. Los cinco dirhams de la vuelta se los doy a un niño que me estaba dando la tabarra. Entonces el gasolinero se mosquea y me pregunta si no tengo un stylo para él. Le respondo que no. Cruzamos pueblos atestados de gente y vehículos. Una hora antes de llegar a nuestro destino comienza a oscurecer, y también los problemas: algunos vienen de frente adelantando ¡con las luces apagadas! Vivimos momentos de tensión. Nos quedaríamos a dormir en cualquier sitio, pero por aquí no hay campings ni nada que se le parezca.

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Hemos conducido siete horas casi sin parar, y la idea de entrar en Marrakech cansados francamente me parece peligrosa. Entonces, como caído del cielo, aparece a nuestra derecha el letrero luminoso del Camping Ferdaous. Me meto en él de cabeza. Cuarto día. Marrakech-Marrakech (11 kilómetros) Estamos en la duda de si dejar aquí la auto y acercarnos al centro en el autobús del camping o por el contrario atrevernos a ir con nuestra casa rodante hasta la Koutubia. Al final nos decantamos por lo segundo, pues nos apetece dormir una noche en el corazón de Marrakech. Los inconvenientes de moverse por la ciudad con un vehículo de estas dimensiones son dos, a saber: la consabida inexistencia de señalización y el barullo de coches motos bicis carros camiones y peatones que atestan las calles. Sin embargo, he de decir que en ningún momento me sentí inseguro porque aquí la gente quizá no sea muy estricta respetando las normas de tráfico, pero se mueven con tal prudencia y falta de agresividad que el riesgo de accidente parece escaso. Yo conducía cautamente y no recibí ni un solo pitido, ni una increpación, ni un quítatede-ahí-que-pase-yo. Paradójicamente, la forma de conducir de esta gente –al menos en ciudad- me recuerda más a la de los austriacos o los suecos que a la nuestra. LOS GUÍAS Aunque la práctica de guiar ha decrecido mucho, aún se encuentra uno en las ciudades de Marruecos chavales jóvenes en busca del dinero fácil de los turistas, y que querrán enseñarnos lo que sea a cambio de unos dirhams.

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Debemos tener claro desde el principio si vamos a aceptar sus servicios o no, ya que son muy persistentes, y tratar de ignorarlos resulta por completo inútil. Además, su objetivo no es tanto mostrar la medina sino más bien encaminarnos hacia una tienda de artesanía de la que recibirán después la correspondiente comisión si finalmente compramos algo. Obvia decir que dicha comisión, que en ocasiones puede rondar el 10%, nos será cargada en el precio final del artículo y dificultará un regateo en condiciones. Si lo que queremos es explorar sin pesados por banda, lo mejor es plantarse desde el primer momento y decírselo al colega a las claras: una actitud firme es terriblemente disuasoria; no nos asustemos si se enfada y nos manda a paseo: es señal de que nos dejará en paz, y entonces podremos seguir la aventura por nuestra cuenta.

Nos despistamos y damos unas cuantas vueltas al azar. Por suerte el haber estado en Marrakech en otras dos ocasiones ayuda, y al final diviso el macizo minarete de la Koutubia a lo lejos. Entonces basta con seguir la avenida Mohamed V, pasar las murallas y el parking cae a la derecha. El precio de pernocta es de 50 DH/noche. No hay servicios de ningún tipo, pero a cambio el sitio es tranquilísimo, algo curioso sobre todo si se tiene en cuenta que el bullicio de Djemaa El Fna está ahí a la vuelta. ¡Estamos en Marrakech! ¡Y hemos llegado conduciendo! No me lo puedo creer. Salimos de la auto y nos vamos derechos a Djemaa, una de las plazas más sugestivas del mundo. Mientras tomamos un zumo de naranja (3 DH) es uno de los puestos ambulantes, constato los cambios: han adecentado y adoquinado el suelo, y también sacado de la

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plaza la mayor parte del tráfico. Pero el principal y más importante cambio es que han desaparecido los guías, chavales que te acosaban sin piedad y te amargaban el día buscando sacarte un puñado de dirhams. Con la unción de quien cumple un rito entramos por la calle principal de la medina y nos sumergimos en ese ambiente de las mil y una noches que son los zocos de Marrakech. Quien nunca haya visitado una medina árabe sin duda se sentirá impresionado por las calles con techo, atestadas de tiendas y que en ocasiones semejan el pasillo de la casa de alguien. Resulta imposible pretender abarcar todo el laberinto, o incluso dirigirse a un punto concreto. Para evitar extravíos lo mejor es tomar como referencia la posición del sol, mantener la calma aunque te acosen críos o algún mayor y buscar calles por las que camine la gente en ambas direcciones. Tras una vuelta preliminar decidimos que nos apetece comprar un puf. En una tienda los tienen de cuero, preciosos. Entra Bego y ensayamos la táctica del poli bueno y el poli malo: yo me quedo en la puerta con cara de pocos amigos y gana ninguna de regatear. Ella pregunta el precio de uno en concreto, y el vendedor le dice que cuesta 450 DH, pero está atendiendo a otros clientes y no parece hacer mucho asunto. Bego se marcha y entonces el vendedor sale tras nosotros. Volvemos a la tienda (yo sigo el regateo desde la puerta). El hombre parece buena gente y el precio no es desorbitado, pero nos sigue pareciendo caro. Bego ofrece 150. El vendedor se ríe, y tras un rato rebaja a 300. Bego le pide que baje más; el otro responde que a él le cuestan 250. Bego sube a 200. y de ahí no se mueve. Cerramos el trato en 200 y nos vamos con nuestro puf de cuero más felices que unas castañuelas.

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Subimos a la terraza de un café a tomar algo y ver el espectáculo desde lo alto. La plaza, bastante vacía por la mañana, se va poblando a ojos vista. Desde aquí vemos a las tatuadoras de henna hacer dibujos en los brazos y las manos de los guiris y encantadores de cobras modelo Mil y una Noches. Hace calor. Desde aquí arriba vemos extenderse hasta el infinito los tejados de esta ciudad de casi un millón de habitantes. La refracción solar es tan intensa que apenas se adivinan las nieves del Atlas. GUIRI La primera vez que vine a Marruecos, un amigo de Tetuán me explicó que esta palabra, tan popular entre nosotros, deriva del árabe gauri, que significa europeo. Me contó también que los marroquíes distinguían entre los gauris y los españoles, sobre todo a efectos de trato y precio de los artículos. Esto era antes de la convergencia con Europa; ahora mismo, ya no sé...

A punto de marcharnos el camarero, con toda su jeta, pretende cobrar dos veces las consumiciones. El asunto parecería despiste si no fuera porque lo intentó justo en los breves segundos en que nos separamos. Le eché en cara su desvergüenza, pero ni se inmutó. Entre unas cosas y otras nos parece que hemos gastado el dinero muy rápido y nos vamos a la calle de los bancos en busca de un cajero. En esta zona sí que percibimos ambientillo sospechoso, pero nadie se atreverá a hacerte nada a la luz del día, sobre todo si llevas bien agarradas tus pertenencias. Las maquinitas escupen todas la tarjeta, al parecer las líneas están saturadas. Al final hacemos cola en un cajero-cambiador, que por 120 euros nos devuelve 1.300 DH. - 445 -


Otra vez en la plaza se nos acercan dos aguadores típicos, a proponer que nos hagamos unas fotos con ellos. En francés le pregunto al que lleva la voz cantante que cuánto nos va a cobrar, y me responde que la voluntad. Tras la foto me suelta con todo el morro: Dame cinco euros. ¡Y un huevo!, le respondo, a lo que el segundo aguador, sentenciosamente apostilla: español. Le quiero dar 10 DH y él se niega a recogerlos, así que se los dejo en una de las muchas cazoletas doradas que lleva por todo el atuendo. Acabáramos. Vamos a la auto a comer y descansar. Luego, por la tarde, volvemos a la carga. Nueva visita a los zocos. La idea es cruzarlos hacia el Norte y llegar hasta la medersa de Ibn Yusuf, pero se revela misión imposible: son tantas las vueltas y revueltas que al final nos salimos de la zona comercial y acabamos en un dédalo de callejas de aspecto bastante pobre. La gente, sobre todo los niños, nos miran sorprendidos, lo cual prueba que no son demasiados los turistas que se aventuran por aquí. Aunque vamos un tanto nerviosos, procuramos que no se note mucho y seguimos caminando, pese a que algunos señalan la dirección que llevamos y nos dicen que por allí está closed. En esto que nos encontramos con una chica occidental y nos tranquilizamos: bueno, pensamos, también hay turistas por aquí. Hasta que se dirige a nosotros para preguntarnos si sabemos por dónde se sale, y sólo entonces nos damos cuenta de que anda aun más perdida que nosotros. Le confesamos nuestra idéntica situación, pero que creemos contar con los elementos de orientación necesarios para escapar del apuro. Estamos en esto cuando llegamos a una plazuela en la que juegan un montón de críos. Los marroquíes tienen una especie de sexto sentido para captar la

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inseguridad ajena. Aquéllos se dan cuenta rápidamente de que la chica viene sola, y la empiezan a agobiar. Discretamente la tomo por los hombros y la llevo con nosotros. Una breve discusión con el mastuerzillo de turno que pretendía acompañarla y a partir de aquí ya somos tres los que damos vueltas y revueltas hasta desembocar, justo a la puesta de sol, en Djemaa el Fna. Invitamos a Michelle, que así se llama la chica, a tomar un té. Nos explica que vive en Nueva York, y que su familia es de ascendencia italiana. Que ha venido a Marrakech con su hermano y unos amigos. Que salió a dar una vuelta y que, obviamente, se perdió. Hablando de perdidos, mientras charlamos pasan frente a la terraza el español extraviado de Moulay Bousselham y sus presuntos abandonadores. Me acerco a saludarles y me los presenta. Vienen de Jaén, y al parecer llevan la misma dirección que nosotros y similar calendario. Michelle se marcha y nosotros nos vamos a dar otro paseo. Entramos en un cíber, en el que por el módico precio de 4 DH la hora tenemos ADSL con dos megas de bajada. Y es que los tiempos cambian que es una barbaridad, inclusive en esta ciudad que parece sacada de la Edad Media. Yendo por la parte vieja me ha sorprendido ver Internet en los lugares más destartalados y recónditos; hasta había uno que ofrecía conexión Wi-Fi. En 1993 nada de esto existía, como tampoco había teléfonos móviles, cuyo número acaba de superar al de líneas fijas hace poco. Ve uno a los jóvenes con aparatos de última generación y el montón de tiendas que viven de ello y cuesta trabajo imaginar el impacto que la tecnología va a tener sobre estas sociedades tan arraigadas en el pasado.

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Tras nuestra hora de ciberespacio volvemos a la realidad de Djemaa. Ahora, ya de noche, la plaza se encuentra en todo su apogeo: de la nada han surgido una especie de comedores callejeros donde cientos de personas, turistas y nacionales, se despachan a gusto entre toneladas de comida y el humo de los guisos. Nos movemos entre los cuentacuentos y los antiguos guías, a estas alturas reconvertidos en músicos étnicos, y nos alejamos hacia nuestra casa, satisfechos de la experiencia y contentos de ver que aún nos queda Marrakech. Quinto día. Marrakech-Ouarzazate (200 kilómetros) Nuestra preocupación mayor era encontrar la salida correcta hacia Ouarzazate, cosa harto difícil por la archicomentada penuria señalizadora. Sin embargo, me di cuenta de que bastaba con encontrar la carretera de Fez, pues a los 7 kilómetros había un desvío hacia nuestro destino. Así hicimos y así la encontramos. Vienen primero 30 kilómetros llanos y de buena carretera hasta Ait-Ourir, en los que la sobreabundancia de bicis y motos y la impaciencia de los grands-taxis se vuelve un poco agobiante. El Atlas, nevado al fondo, nos espera. Y la palabra es exacta, porque se trata de un puerto larguísimo, unos 130 kilómetros entre la subida y la bajada. Por eso la velocidad media es exasperante, y los 200 kilómetros de la etapa de hoy tardan en cubrirse unas cuatro horas y media. Acometemos las primeras cuestas y pronto aparecen los vendedores de geodas a la mercromina. Pasamos pequeños pueblos que recuerdan en todo a las Hurdes –no en vano éstas, al igual que las Alpujarras, fueron repobladas con pastores del Atlas. Nos cruzamos con un montón de autobuses, la mayoría de la CTM, que bajan a toda pas-

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tilla. Hay curvas tan cerradas que literalmente me paro y me asomo para ver si viene alguien. Cruzamos Taddert, casi colapsado por el diario trasiego al aire libre. Recuerdo la primera vez que pasamos por aquí. En el buzón de correos, mientras todo el pueblo nos observaba, depositamos quince o veinte tarjetas postales con destino España. Que yo sepa, ni una sola llegó a su destino. Seguimos subiendo. A los vendedores de geodas se les unen los puestos de venta de cerámica y fósiles. Más arriba aparece la nieve. Resulta curioso, bajar al desierto y encontrar el manto blanco tan al Sur. Una vez alcanzado el Tizi-n-Tichka, de 2.260 metros, se puede decir que el viaje está hecho porque la bajada por este lado es menos pronunciada (453 metros de altitud en Marrakech, frente a los 1.160 de Ouarzazate). En el aparcamiento de un restaurante vemos un grupo de por lo menos veinte autos italianas. Rezamos para que estén subiendo en lugar de bajar. Encontrarlas a todas a la vez en un camping debe de ser una versión local de Cuando ruge la marabunta. Llega la hora de comer y no encontramos un sitio adecuado, pues quisiéramos hacerlo donde nos dejaran en paz, lo más lejos posible de los pueblos. Al final encontramos un descampado en mitad de ninguna parte. Como sospechábamos y por arte de magia de inmediato aparece un crío, y después otro. Decidimos ignorarles y encerrarnos. Además, tenemos un problema técnico. Al Thetford parecen sentarle mal los cambios de presión, pues la trampilla se ha encasquillado. Ya nos ocurrió este verano en Italia, y hubo que comprar otro nuevo. El que sólo haya durado cinco meses nos llena de cabreo. Además, en Trento en-

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contramos rápidamente una tienda de repuestos, pero ¿y aquí? NIÑOS Su afición preferida es correr tras los turistas para pedirles stylo (bolígrafos) o bonbon (caramelos). Algunos también piden dinero. Con treinta bolígrafos comprados en Carrefour por dos euros y una bolsa de caramelos (dos euros más) fuimos los reyes del mambo en la etapa del desierto. Preferimos regalárselos a los niños del entorno rural o a los que veíamos en el campo, cuidando ganado. Y por principio no les dimos nada a los que se ponen en medio de la carretera para que pares.

Terminamos de comer y entregamos a nuestros muchachos sus correspondientes bolis y caramelos. Seguimos camino, y 23 kilómetros antes de Ouarzazate nos desviamos hacia Ait-Benhaddou. Experimentamos por vez primera las delicias de una carretera de sólo un carril asfaltado que se complementa con generosos arcenes de tierra. Viene alguien de frente y comienza el baile: me salgo yo, te sales tú, soy un todoterreno y te adelanto a toda leche... Ait-Benhaddou, Patrimonio de la Humanidad y escenario del rodaje de Jesús de Nazareth, Lawrence de Arabia, La Última Cruzada o La Joya del Nilo, entre otras, se halla muy cambiado. No por la kasbah, que sigue en tal estado, sino porque han proliferado los hoteles, las tiendas de recuerdos y sobre todo porque vienen muchos, muchísimos visitantes, incluidos los proverbiales japoneses. Como no tardaré en descubrir en esta parte del viaje, al reino del Turistán se le ha agregado una nueva provincia.

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Rechazamos un ofrecimiento de guía, cruzamos el río rechazando también la ayuda de unas crías y subimos a lo alto de la kasbah. Allí, en mitad de los turistas, dos niños cantan canciones bereberes mientras aporrean una lata. Me apetece darles propi, de modo que con la excusa de una foto me acerco y les doy dos dirhams. Cuando ya me voy uno de ellos me llama y, ofendido, declara que la tarifa son 5 DH. Sin salir de mi asombro, replico que no tengo más. Volvemos al pueblo y a la auto y seguimos hacia Ouarzazate. Unos kilómetros antes de llegar pasamos junto a lo que, a la estela de Ait- Benhaddou, se ha convertido en la principal industria de la localidad: los estudios de cine. Aquí se han rodado Asterix y Obelix, Alejandro Magno, Gladiator. En 1997 incluso transformaron una antigua kasbah en un monasterio tibetano para rodar Kundun, de Scorsese. Ouarzazate es enormemente largo: mide cinco kilómetros desde la entrada hasta el camping. El trato en éste es muy agradable y el precio sin competencia: auto y dos personas (sin luz) 34 DH. De inmediato vamos a vaciar el Thetford y a tratar de arreglarlo. La trampilla parece volver a su sitio. Menos mal: resulta innegable que una autocaravana tiene un montón de puntos sensibles, pero no lo es menos que la avería del water se cuenta entre las más descorazonadoras. Desde el principio Ouarzazate nos llama la atención por la amabilidad de su gente. El turista prácticamente no sufre acoso, y cada uno va a lo suyo. Idéntica sensación nos produce el restaurante Les trois thés, que nos cautiva por lo exquisito del trato, lo barato del precio y lo sabroso de la comida. http://www.ouarzazate.com/restaurant-3thes

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A la vuelta, como el camping cae un tanto lejos, tomamos un petit taxi que, por 10 DH, nos deposita sanos y salvos a la puerta de nuestros sueños. Fuera de aquí, en una realidad paralela, está la emisora marroquí de habla francesa contando que ha sido ETA quien, esta misma tarde, ha colocado una bomba en el aeropuerto de Barajas, y que el presidente, mesié Godiguez Zapatego declara terminado el proceso de paz. Claro que todo esto no es más que un mal sueño que nunca ha sucedido; un sueño lejos de Ouarzazate y del desierto, del tajine de Les trois thés y de los atardeceres color naranja. Sexto día. Ouarzazate-Zagora (175 kilómetros) Ouarzazate está partida en dos por el río Asif Imini. Cruzamos el largo puente y de inmediato nos asalta la cautivante visión de las blancas cumbres del Atlas. Realmente, éste es uno de los pocos sitios del mundo donde se puede contemplar simultáneamente nieve y desierto. Cuando esta mañana he ido a coger agua para el depósito de la auto, me he encontrado con Javi, uno de los de Jaén, que me pregunta si me acuerdo de él. Quiere saber si esta noche vamos a dormir en Zagora. Le respondo que sí, y me dice que ellos van a quedarse en el camping Prends ton temps, algo así como un albergue familiar donde hay música todas las noches. Como esta noche es Nochevieja, nos invita a acompañarles para que hagamos algo especial. Prometo buscar el sitio. Los 70 kilómetros hasta Agdz (léase Agadez) son un secarral de rocas y atormentadas gargantas con puerto de montaña incluido, el Tizi-n-Tinififft, de 1.660 metros. La carretera aparece restaurada en muchos puntos; al parecer quedó destrozada durante las lluvias torrenciales de sep-

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tiembre. Incluso hay un puente que desapareció con la riada, y han habilitado un desvío garganta arriba. Tras vueltas y revueltas por la solitaria carretera cruzamos Agdz. Cada vez va pareciendo esto más desierto y más oasis, porque a partir de aquí seguiremos el valle del río Drâa y su inacabable sucesión de pueblos. Hoy todos sus habitantes están en la calle vestidos con las mejores galas porque este año, por uno de esos azares de la vida, coincide la Fiesta del Cordero musulmana con la Nochevieja cristiana. La fiesta del cordero, una de las más solemnes en el calendario musulmán, tiene su origen en el Antiguo Testamento –que el Islam acepta-, cuando Jehová le pide a Abraham que sacrifique a su único hijo, y el muy cabrito no interviene hasta que el pobre hombre está ya con el cuchillo en el aire. Al final, pelillos a la mar: en lugar de Isaac, el que paga el pato es un cordero y todo los años, en conmemoración, millones de ovejas son liquidadas este día. Durante los 100 kilómetros de trayecto por el Drâa, asistimos a todas las fases del proceso: en el primero de los pueblos están dando la puntilla a la oveja. En el siguiente han montado un trípode de madera. En el de más allá la están ya desollando, y así. Preparan la carne y se la comen al día siguiente; hay obligación de dar una parte a los pobres y a todo el que se acerque. EL CALENDARIO MUSULMÁN El inicio de la era musulmana se sitúa en el 622 de la nuestra, cuando Mahoma huye de La Meca. Por tanto, los musulmanes se hallan en 1428, que da comienzo 211-2007. Su año no coincide exactamente con el nuestro, pues consta de 12 meses lunares de 29 y 30 días alterna-

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tivamente y que suman un total de 354 días. Esto es lo que hace que el Ramadán, por ejemplo, vaya variando de fechas de acuerdo con nuestro calendario.

En los pueblos del Drâa observamos que hay mucha gente de raza negra, y que en general viven segregados de los bereberes: esto parece deberse a que aquéllos son descendientes de antiguos esclavos, y por tanto considerados inferiores. Por el camino hay vendedores de dátiles. Paramos junto a uno a ver cuánto pide. 50 DH por una caja pequeña. Pero, ay amigo, ya nos hemos endurecido y vuelto tacaños como mujer bereber: sacamos dos cajas por 30 DH, más dos cigarros de propina. Hay tanta gente por todos sitios que nuestro problema, al igual que ayer, reside en encontrar un lugar tranquilo donde comer. Lo hallamos unos 30 kilómetros antes de Zagora junto a una antigua torre atalaya con vistas al palmeral. Por primera y única vez en el viaje hoy no acudió nadie. Noto algo extraño; no sé qué es hasta que me doy cuenta del sobrecogedor silencio que reina aquí. Percibo algo casi inaudible, un diminuto zumbido, y entonces me doy cuenta de que por primera vez oigo el ruido que hace mi cámara digital al estar encendida. Retomamos ruta y así entramos en Zagora. Vemos enseguida el cartel que lleva a Prends ton temps, pero para llegar hasta él es preciso cruzar un barrio, ejem, un tanto descuidado. Nos impresiona el pavimento de tierra, la suciedad y la basura por todas partes. Me cuesta tanto pensar que por allí se pueda ir a un camping que paro a preguntar. La gente nos mira expectante, y el consabido símil

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del platillo volante y los extraterrestres vuelve a hacerse palpable. El camping en cuestión no es otra cosa que una corrala con algunas palmeras y paredes de adobe. No hay nadie más. Somos obsequiados con té de bienvenida. Nos sentimos un tanto incómodos por la solicitud de nuestros anfitriones, y rogamos para que vengan los de Jaén. Nos vamos a dar una vuelta. Aquí, a diferencia de Ouarzazate, somos los únicos extranjeros a la vista. Todo el mundo nos mira con interés, y los comerciantes salen de las tiendas e intentan cazarnos. Inexplicablemente, muchos saben que somos españoles. Vamos a hacernos una foto junto a la señal de Tombuctú 52 jours –que, por cierto, ha cambiado de sitio- y vemos la última puesta de sol del año. Luego bajamos hasta el río, por aquí prácticamente seco. Lo cierto es que hemos venido a Marruecos con idea de llevarnos una alfombra, pero nos da palo la historia del regateo. Le echamos el ojo a una de diseño bereber –preferimos éstas a las árabes, para nuestro gusto muy recargadas- y decidimos probar suerte. Esta vez ensayamos otra táctica: nos dejamos enganchar por el vendedor y entramos en la tienda como si no tuviéramos idea ni ganas de comprar nada. Tras curiosear durante un rato, me acerco a la pila de alfombras y pregunto como quien no quiere la cosa que si son tapices. Comienza el despliegue. Primero saca una con muy buena pinta por la que pide 3.000 DH. Después vienen otras dos, más modestas, que valen según él 800 DH cada una. No entramos a regatear porque en realidad no son lo que queremos. Finalmente, del montón sale una al estilo de la que hemos visto fuera. Pide por ella 1.800 DH. Nos alaba su excelente factura y

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el precio inmejorable que nos está haciendo. Respondemos que no ponemos en absoluto en duda su buenísima calidad, pero que es demasiado dinero para lo que nosotros podemos pagar. Nos pide que hagamos una oferta, y tras mucho hacernos de rogar le ofrecemos 600 DH. El vendedor pone la cara de quien ha olido un pedo y por educación lo calla, y nos responde que no es posible, que esto y lo otro... Baja el precio a 1.400. Sin duda espera que yo a mi vez suba a 1.000, y se queda un tanto descolocado cuando ve que sólo le ofrezco... 700. Viene entonces un largo tira y afloja en el que incluso salen a relucir nuestros tres sobrinos de padre marroquí (de Ar-Rachidia, oiga). He subido a 800 y él ha bajado a 1.200 cuando de repente me pregunta si tenemos vino para cambiar. Yo no había sacado el tema porque estaba presente un hombre de edad, el dueño de la tienda, a quien el dependiente consultaba cada nueva cifra, pero ahora le respondo que vino no, pero sí whisky, y por una botella me baja automáticamente 200 DH. Le pregunto entonces que cuánto me baja por una segunda botella. Ante la propuesta ambos niegan categóricamente: parece ser que la vista gorda de Alá tiene un límite. Finalmente acceden, y la cosa queda como sigue: 850 DH por la alfombra, más dos botellas de whisky más una mano de Fátima en plata (¡?) bereber para Bego. Viene ahora el problema de que no tenemos la cantidad pactada en dirhams, aunque sí en euros. Aceptan la moneda, pero no tienen calculadora ni tampoco idea de cómo convertir la divisa. Nosotros estamos tan embotados por el tira y afloja que no atinamos a echar la cuenta, y ellos parecen temer que queramos engañarles. Al final redondeamos en 80 euros y Hassan –que así se llama el vendedor- se viene con nosotros hasta el camping para cobrar y recoger el whisky. - 456 -


Por suerte y para entonces los de Jaén ya han llegado. Aparece también Ismail, un chaval de 17 años de Zagora que ya conocía a Javi del año pasado. Ellos cuatro están invitados a cenar a su casa, y nos pide que les acompañemos. Aceptamos de buenísima gana. Ismail es el mayor de cinco hermanos. Conocemos a éstos y a sus padres. La penúltima, que se llama Djina, es una cría encantadora que hace las delicias de los presentes. LAS LENGUAS La relación de los marroquíes con los idiomas es algo que raya lo inconcebible. Ya choca ir por cualquier sitio de Marruecos, desierto incluido, y que te entre alguien diciendo en tu idioma (a veces sin ni siquiera haberte oído): Más barato que en Carrefour. Los marroquíes hablan francés, por supuesto, pero también inglés, español, alemán y lo que se les eche. Una niña en Djmaa El Fna nos dijo que sabía preguntar ¿Me compras esta bolsa? en doce idiomas. En algunos sitios a mí me llegaron a hablar en euskera. Ismail chapurreaba incluso japonés, y sabía decir en esta lengua El camello está en el desierto. En los últimos tiempos, para evitar confianzas no pedidas, procuro que no me saquen del francés. Y si se tercia uso alguna de las fórmulas de cortesía aprendidas en árabe: La bass? (¿qué tal?) Laa, sucran (no, gracias) Salam o Salam Alekum (hola; literalmente: la paz sea contigo)

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Slema (adiós) Scut (calla) Suía (poco) Ualú (no necesito nada) Scut baraka meljadra (ya has hablado bastante) Algunos números son: Uajid (uno) Yus (dos) Tleta (tres) Arbáa (cuatro) Jamsa (cinco) La única palabra que conozco en bereber es agaron, que significa pan (en árabe, jops)

Nos descalzamos para pasar al salón, donde nos acomodamos sobre cojines. La cena consiste primero en dulces, y después en cuscús con verdura y carne. Por fortuna nos dan un cubierto a cada uno y no hay que comerlo con las manos. Personalmente me siento muy feliz de pasar la Nochevieja de modo tan inesperado, acogido en casa de estas personas por pura hospitalidad. Tras la cena volvemos al camping, donde hay instalada una jaima. La promesa de música resulta ser cierta. Sacamos una botella de Gressy, y Javi varios litros de vino. Definitivamente, el mandamiento coránico que prohíbe probar el alcohol no rige para días señalados, porque allí todos beben como cosacos. La mayor cogorza se la coge Ismail. También hay un señor disfrazado de tuareg que, estando como estaba hasta el gorro de alcohol y hachís, era capaz de bailar y hacer equilibrios con una bandeja

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llena de vasos y velas encendidas sobre la cabeza. Cuando la cosa está llegando a su clímax Bego y yo, prudentemente, nos retiramos. Séptimo día. Zagora-M’hamid (95 kilómetros) Ismail había prometido a Bego conseguirle un narghile, pero con la resaca que debe de tener esta mañana seguro que no va a aparecer. Quien sí lo hace y llama a la puerta de la auto aun antes de que salgamos es uno de sus hermanos pequeños, que nos pide un tricot y, como funciona, a continuación toda la lista: un stylo, un bonbon... Se tiene que conformar con lo primero. El camping parece desierto, pero basta arrancar la auto para que aparezca resacoso el tuareg de la bandeja para que le paguemos. El importe de la estancia son 30 DH. Le doy 40 y por supuesto no tiene cambio. Se los dejo y que vaya con Alá. Cruzamos Zagora y salimos por la única carretera posible, en dirección a M’hamid. A los 25 kilómetros y a la izquierda, ya pasado Tamegroute, se divisa una gran duna de arena: es Tinfou. Estacionamos justo al lado de la kasbah-albergue donde pasé las nocheviejas de 1990 y 1993. Ahora parece un tanto abandonada, y desde luego no hay nadie alojado. Quizá sea la competencia de un nuevo hotel que, como un espejismo, se alza no lejos de allí. El paseo hasta las dunas es de algo más de un kilómetro. Nos cubrimos bien la cara, ya que sopla viento y una fina arena ametralla todo lo que se interpone en su camino. No hemos dado cien pasos cuando somos asaltados por un tuareg en vespino, que viene a proponernos una promenade en camel. Un poco cargados ya, insistimos en que no y que no, hasta que nos deja en paz. Antes de lle-

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gar a la duna todavía nos interceptará otro camellero para ofrecernos sus servicios. Qué pelmas. Subir a la duna con el viento en contra resulta ser toda una proeza. Además, en el vértice es donde más azota. Pero todo se sobrelleva con tal de volver a este sitio que ha poblado mis sueños tantas veces. Nos tumbamos en la cara protegida de la duna y durante un rato asistimos al funcionamiento del engranaje turístico: la gente llega en coches, 4x4 o furgonetas. Paran cerca de las jaimas o bien se les acerca un camellero. Ajustan el precio y la vueltecita a la duna, que dura unos veinte minutos. Es curioso el morbo de los occidentales por subir a estos bichos. Nosotros ya lo probamos en Túnez, y con una vez basta y sobra. Volvemos a la auto y retomamos el asfalto, que desde Tamegroute se estrecha tanto que por él sólo cabe un vehículo. Esto ya será así durante los 70 kilómetros que nos quedan hasta M’hamid. Cuando te encuentras con alguien de frente –y, dada la densidad de tráfico actual, puede ocurrir en cien ocasiones durante el trayecto- viene el juego de a ver quién se echa fuera. La gente en general colabora, salvo algunos grands-taxis y los 4x4 de matrícula extranjera que vienen de Europa a transitar las procelosas pistas del desierto y que intentan, curiosamente, que te salgas para que sean ellos quienes transiten por el asfaltito. Esto sin contar los vehículos que vienen por detrás, y que con mejores o peores formas piden que te orilles y les dejes pasar. Nos preocupa además otra cosa: y es que desde Ouarzazate apenas si hemos visto autocaravanas, y eso mosquea. Porque aquí sí que el desierto parece de verdad desierto. No arenoso, que es el que sale en las películas,

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sino pedregoso, lo que llaman hammada. Hasta ahora siempre había tendido a considerar estos paisajes como inmutables, pero es preciso tener en cuenta que hace sólo 10.000 años esta región se hallaba cubierta por bosques, y que fueron los cambios climáticos acaecidos con posterioridad a esa fecha los que acabaron con la lluvia, la vegetación y la tierra fértil, y dejaron el terreno como lo vemos en la actualidad. El desierto es sobre todo inmensidad, aunque no vacío. Parece que la carretera no va a terminarse nunca, y que nos va a llevar hasta el corazón de África. Camino hacia el Sur se pasan otros dos puertos de montaña; el segundo es del Tizi-Beni-Selmane. Si se quiere una descripción práctica del infinito, ésta debería incluir las tierras que se extienden desde aquí hasta la frontera de Argelia y más allá. Entre las dos estribaciones montañosas se halla Tagounite. A la salida del pueblo repartimos bolígrafos y caramelos a unos niños que cuidaban ovejas, y que perdieron el culo hacia la carretera en cuanto nos divisaron. 30 kilómetros más y estamos llegando a M’hamid. Un poco antes comienza el oasis. En un pueblecillo cuyo nombre ignoro los críos ha adoptado la divertida costumbre de colocarse en mitad de la carretera para que pares. Menos mal que les queda cordura suficiente para quitarse de enmedio cuando ven que no tienes intención alguna de detenerte. A la entrada de M’hamid arrecia el viento, y una finísma capa de arena cruza flotando la carretera. Es suficiente bajar la ventanilla para echar una foto para que la cámara y la boca se te llenen de infinitesimales partículas. Me preocupa que puedan llegar a estropear el motor del vehículo. - 461 -


Antes de echar pie a tierra, somos asaltados primero por un aparcacoches, y después por los representantes de las agencias de aventura, empeñados a toda costa en que contratemos una noche en el desierto. Pero nosotros sólo queremos descansar. Mientras saboreamos un té a la menta en la terraza del bar pienso en lo que ha cambiado la zona en quince años. En primer lugar, la sobreabundancia de todoterrenos, sobre todo de matrícula francesa (cuando leí en la guía Lonely el papel de estos artefactos en el incremento de las tormentas de arena me pareció una exageración, pero ahora veo que no.) Lo segundo es que, hasta bien avanzados los años ochenta, toda esta zona se hallaba bajo jurisdicción militar y cerrada al turismo, debido a las incursiones del Frente Polisario, que llegó a destruir un puesto avanzado a 3 kilómetros de aquí. Y es que la frontera argelina está a tiro de piedra, y la carretera que va a los campos de refugiados de Tinduf a 80 kilómetros en línea recta. El viento parece que ha cesado, así que nos vamos a dar un paseo. El Drâa está seco ahora, y sin embargo se distinguen las señales de la última crecida, que hundió una parte del badén que cruza al otro lado. Puesta de sol con arena y palmeras, más bonita que la del día anterior. Volvemos a la auto, nos sacudimos al último representante de agencia, que pretende llevarnos a Tombuctú, y empezamos a desandar el largo camino que desde este auténtico Finisterre nos llevará a casa. Me acuerdo del Cabo Norte, sumido ahora en la negrura de la noche ártica. Aquí como allí termina el asfalto, y tengo la sensación de que este lugar, y también este viaje -cinco mil kilómetros en línea recta y casi siete mil por carretera-, es correlato y contrapunto del otro.

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Campings y vivacs los hay a patadas. Elegimos para dormir el Paradise Garden, unos 4 kilómetros al Norte de M’hamid y propiedad de un holandés. El sitio es muy bonito, con tiendas nómadas y comida autóctona. La publicidad reza que su meta es «la relajación en un lugar tranquilo y maravilloso». Lástima que los perros que tiene encerrados en una chabola no estén por la labor y nos den la tabarra toda la noche. Octavo día. M’hamid-Ouarzazate (270 kilómetros) Pensaba que realizar el mismo viaje en sentido inverso sería aburrido, pero lo cierto es que no. Hasta Zagora son dos horas de viaje, pero nosotros invertimos casi tres entre las paradas para fotos y las protocolarias entregas de bolis y caramelos. De todos los críos que conocimos, los únicos que me produjeron verdadera pena fueron un niño pequeño y su hermana, de unos diez años, que nos pidieron ropa y comida, y de ambas cosas lo cierto es que no teníamos mucho que darles. El desierto no es sólo algo que se ve, también se siente: la sequedad atmosférica es tal que desde ayer noto la garganta amarga como si tuviera sal. Y esta mañana, al limpiarme la nariz de lo que pensé eran mocos, me encontré con coágulos de sangre. Dunas de Tinfou, Tamegroute, Zagora... Las vueltas suelen ser más rápidas. Estamos de nuevo en el valle del Drâa, ya no hay rastro de la matanza de ovejas ni ropas de fiesta. En cambio, siguen al pie del cañón los vendedores de dátiles. Unos 20 kilómetros antes de Agdz paramos a comer junto al río. Hay mujeres lavando la ropa, como no hace

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tanto en España. De inmediato se nos juntan tres niños que no piden nada, sólo sonríen. Les pregunto sus nombres: Zacarías, Haixa... Y se me ha olvidado el nombre de la mayor y más linda. La fiesta me la agua un adulto que está empeñado en enseñarme el palmeral y en enterarse de a qué me dedico en España. Reparto unos caramelos a los críos, le dejo con la palabra en la boca y me entro a comer. Cuando salimos de nuevo el hombre se ha ido. Los niños no, pero en vez de tres ahora son siete. Fotos, más caramelos (ya no hay bolis), muchas sonrisas y despedidas. Sentimos que un tierno pedazo de este lugar se viene con nosotros. Pasamos Agdz, y de nuevo la tierra de nadie hasta Ouarzazate, adonde llegamos con la puesta de sol (realmente le estamos cogiendo el tranquillo a los tiempos de viaje). Como quien vuelve a lugar conocido, aparcamos directamente junto a la kasbah de Taourirt y contemplamos el paseo vespertino de sus habitantes. Definitivamente, nos gusta este sitio donde puedes mirar tú en lugar de que te miren a ti. Mañana, un vendedor nos dirá que Ouarzazate en bereber significa Lugar Silencioso. Silencioso y amable, añadiría yo.

SEGURIDAD-INSEGURIDAD La pregunta del millón cuando uno vuelve a España es si Marruecos se puede considerar un país seguro. La respuesta es que sí, lo es en el sentido que los occidentales damos al término. Quiero decir que robos con violencia, por ejemplo, o desvalijamiento de vehículos son extremadamente raros. Al menos nosotros no hemos oído

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de ninguno, ni las personas que conocimos ni los viajeros que encontramos han hecho nunca mención al tema. Marruecos, en cambio, es inseguro desde el punto de vista del engaño: quienes viven del turista se valdrán de mil y una argucias para llevarte a una situación en virtud de la cual tu dinero pase a ser de su pertenencia. En este sentido, la presión es discreta pero constante, y nunca está de más recordar que el control de la situación te pertenece, y que eres tú quien decide contratar según qué servicios: habíamos dejado la auto en el aparcamiento de la kasbah de Ouarzazate para irnos a cenar. A la vuelta se nos acercó un crío, no precisamente mal vestido, para que le pagásemos porque él «había estado vigilando». Le respondí que yo no se lo había pedido, y ahí quedó la cosa. Marruecos no es un país peligroso, pero sí cargante, y esto es así por la exacción continua a que te ves sometido; en este relato creo que aparecen suficientes ejemplos de ello. Claro que si tuviera que elegir entre un sitio en el que la gente no intentara engañarte pero sí robarte y Marruecos, está claro que este último sería el mal menor.

Detrás de la kasbah hay una diminuta medina que al parecer fue el mellah o barrio judío. A la entrada tenemos un pequeño altercado con un individuo que pretende erigirse en nuestro guía por oeufs. Realmente, nuestra práctica en sacudirnos a estos personajes va en aumento; él me insulta en árabe y yo se lo devuelvo en castellano. Luego nos vamos a un cíber, a ver si hay más noticias del atentado de Barajas, y más tarde a cenar. Repetimos en Les trois thés. El dueño se pone muy contento al vernos de nuevo,

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y nosotros más al saborear el estupendo tajine (40 DH) que nos ofrece. De vuelta a la auto vemos que se encuentra estacionada un poco más allá una de matrícula italiana, con sus dueños dentro. Parecen estar sopesando la posibilidad de pernoctar allí, pero al ver que marchamos nos siguen sin vacilar hasta el camping, sorprendentemente más lleno que el otro día. Está todo casi a oscuras, pero como es terreno conocido vamos derechos a coger agua, y para dormir estacionamos junto a una auto alemana enorme. Noveno día. Ouarzazate-Marrakech (206 kilómetros) Como ya sabemos lo que se tarda hasta nuestro destino de esta noche, que no es más que una escala, hemos decidido emplear aquí la mañana. Sacamos las bicis por primera y última vez en todo el viaje y nos vamos en busca del embalse de El Mansour Eddahbi. Para llegar hasta él bordeamos un barrio bastante pobre cuyos habitantes se asombran sobremodo de ver a dos guiris en bici por aquellos andurriales. Vamos en busca de una antigua fortaleza que no encontramos, de modo que, tras llegar a la orilla del agua, volvemos hacia el pueblo. Pasamos de largo el camping y nos vamos a la entrada de la kasbah de Taourirt. Como hemos observado que aquí nadie deja las bicis aparcadas en la calle, le damos una propina al guarda y nos internamos de nuevo en el mellah. A la entrada hay una tienda de cuya fachada penden alfombras. Hay una parecida a la que compramos cuyo precio nos encantaría tantear, pero seguro que es cara, y no nos sentimos con fuerzas para el regateo. En el laberinto de callejas encontramos otra tien-

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da de precio al parecer fijo. A la puerta tienen una manta bereber colgada con una etiqueta que dice 500 DH. Pasamos disimulando, pero a los dos nos encanta. Volvemos a las bicis y después a la auto, deliberando. ¿Comprar o no comprar? Es que nos parece cara, es que tenemos pocos dirhams; mejor lo dejamos, otra vez será... Volvemos al aparcamiento de la kasbah, esta vez con la auto. Saludamos al guarda ¿Es de ustedes? –pregunta en francés, sin salir de su asombro-. Por lo visto al vernos llegar la vez anterior en bici nos catalogó como de escasos recursos. Vamos tan lanzados que por poco atropellamos a guías y embaucadores varios. Llegamos ante la tienda, sacamos un metro y nos ponemos a medir. Se acerca el vendedor y charlamos un momento. Queda claro que nos la vamos a llevar, y no obstante yo le solicito une remise. Me responde que como hemos venido sin guía que nos lo deja en 450 DH. Pedimos pagar en euros y acepta el cambio oficial, con lo cual se queda en 41,6. Le doy cincuenta y me dice que no tiene cambio, ni siquiera en dirhams. Temo que nos demore año y día con tal de que nos llevemos alguna otra cosa, pero no insiste, y además nos deja la manta en 40 euros. Tras la compra seguimos charlando un rato, con lo cual se nos revela como una persona amigable y no sólo pendiente de sablear al guiri. Nos vamos de allí encantados. Despedimos Ouarzazate y empezamos a rodar hacia el Atlas. Más allá del cruce de Ait-Benhaddou pasamos junto al lugar donde comimos hace cuatro días, una eternidad. Uno de los niños boligrafeados reconoce la auto y nos saluda. Empezamos a subir, y para cuando queremos darnos cuenta aparece la nieve y estamos ya en lo alto del puerto.

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Cosa distinta es la bajada: los 1.800 metros de desnivel hasta Marrakech se acumulan en el primer tramo, en el que la carretera pasa por riscos inverosímiles de los que no fuimos demasiado conscientes en la venida. También bajan camiones de cinco ejes despacíiiisimo, y aprovechamos para adelantarlos. Alcanzamos los suburbios de Marrakech con las últimas luces. Hemos tomado la carretera que va hacia la Medina, pero torcemos a la derecha en el momento justo y vamos bordeando las murallas hasta encontrar la carretera de Casablanca. Aún no salgo de mi asombro ante el hecho de que, yendo como vamos por pura intuición, nos perdamos tan poco. Sin novedad llegamos al camping Ferdaous y hasta mañana. Décimo día. Marrakech-Salé (310 kilómetros) Como estamos a pie de carretera, es rápido y fácil ponerse en ruta. En los 150 kilómetros que hay hasta Settat empleamos dos horas, y a medida que avanzamos la conducción se va haciendo más difícil debido a los temerarios adelantamientos. Por primera vez en lo que va de viaje me cabreo con los conductores. Cuando, dentro de un año o así, terminen la autopista hasta Marrakech, será más llevadero venir hasta estos lares. Entretanto se siguen cruzando pueblos concurridísimos, con el mercado a pie de carretera. En Settat cogemos la autopista, primero hasta Casablanca y luego Rabat. Son otros 150 kilómetros pero ahora coser y cantar, pese a que algunos se arriman mucho a la línea divisoria de los carriles. La mejor forma de llegar hasta Salé es cruzando Rabat. A estas alturas, todavía me impacta que la capital del rei-

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no nos reciba con un rebaño de ovejas manducando la hierba de la cuneta. Un cartel nos desvía hacia la costa y nos encontramos de golpe y porrazo con el espectáculo del Océano golpeando las escolleras. Bordeamos la ciudad hasta el puente que une las dos ciudades. Bego va al volante, y pese a que le doy un par de indicaciones erróneas no nos perdemos. Una vez en Salé, y aunque nos metemos por una calle con árboles cuyas copas rozan el techo de la auto, encontramos el camping enseguida. Decididamente, Alá es grande. Hace tiempo que Salé despertó mi curiosidad, exactamente el mismo que hace que me enteré de que aquí se vinieron a vivir los moriscos de Hornachos cuando fueron expulsados de España en el siglo XVII. Tras la comida y la siesta de rigor, salimos a explorar la ciudad. Está ya oscureciendo cuando visitamos la medina y los zocos. Buscamos rostros familiares entre la gente y los hallamos inconfundibles aquí y allá, descendientes de nuestros paisanos, labradores obligados por la fuerza de las cosas a reconvertirse en corsarios. Recientemente Hornachos y Salé han firmado su hermanamiento, lo cual viene a poner un poco las cosas en su sitio. En Salé entramos en contacto, por primera vez quizá, con el auténtico índice de precios marroquí: un kilo de naranjas –exquisitas- vale 5 DH. Una hogaza de pan pequeña cuesta 1,5 DH. Una bolsa para la compra, 3 DH. Aquí sí que hay moneda fraccionaria en abundancia, no como entre los cazaguiris, que jamás de los jamases tienen cambio. Compramos también agua, y cargados con ella y con las naranjas bajamos hasta el camping por calles desiertas y asombrosamente seguras.

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Undécimo día: Salé-Asilah (200 kilómetros) Por la mañana nos vamos a visitar Rabat. Habíamos pensado en pasar el río en bote de remos, pero por las obras del puerto el servicio se halla suspendido. Cruzamos el puente andando y subimos hasta la Torre Hassan, hermana de la de Marrakech y la Giralda. Se halla inconclusa: iba a tener 60 metros de altura y se quedó en 44. Aun así, resulta impresionante. Delante hay un gran bosque de columnas de lo que debió de ser la mezquita, y que calculo tendrá unas tres hectáreas. Por los altavoces el almuédano salmodia todo el rato: es viernes, y dentro de un rato es la hora de la oración. El lugar transmite paz y sosiego. Tras descansar nos vamos para el centro. Cruzamos una parte de la ciudad francesa, entramos en la medina y recorremos la rue Souika, que es la principal arteria comercial. Aquí puede uno mirar todo lo que quiera, que los vendedores no te acosan. Compramos almendras y el narghile detrás del que andaba Bego, a un precio sensiblemente inferior al ofrecido por Ismail en Zagora. Es ya la hora del rezo y apenas hay nadie por la calle. Incluso la mayoría de las tiendas han cerrado. Continuamos hasta la kasbah de los Oudaias. Menos mal que vamos prevenidos, porque en la puerta varios guías advierten que no se puede entrar por la oración. Como siempre, se trata de mentira cochina: la kasbah es muy sencilla y plenamente visitable; tengo que decirle a uno de los tipos que nos deje en paz. Vamos hasta la terraza del final, donde hay bellas vistas del océano, del río y de Salé (desde aquí el camping está a tiro de piedra) y volvemos sobre nuestros pasos. Ya casi saliendo nos entra otro espontáneo

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con la excusa de que es francés. Le respondo que me parece muy bien, pero le dejo con la palabra en la boca. Ya de vuelta, en la parada de los grands-taxis para Salé intentan sacarnos 15 euros por la carrera, pero a estas alturas van listos: nos acercamos a un taxi a punto de llenarse, y encajados entre otros cuatro pasajeros (más el conductor) viajamos a Salé por el módico precio de 4 DH cada uno. Tras la comida iniciamos viaje. Cuesta salir a la autopista, pero lo conseguimos tras despistarnos sólo una vez. Además, ahora ya sólo hay que pasar dos cabinas de peaje: a partir de Kenitra Norte la máquina te da un ticket y pagas a la salida. Encontramos algo de niebla por el camino, y también tipos en el arcén que, increíblemente, te piden que les des un cigarro. Rebobinamos a toda velocidad lo que tanto nos costó a la ida: Sidi Bousselham, Larache, Lixus. Llegamos a Asilah como siempre, anocheciendo. Hace dos o tres días descubrí que en el garaje de la auto habíamos olvidado una caja con libros de inglés. Debatimos qué hacer con ellos, y decidimos que la mejor opción es volver a Asilah y entregarlos en el mismo instituto que los otros, así que dicho y hecho. Por fortuna lo encontramos abierto, y esta vez está el director. Nos agradece el donativo y nos invita a su casa, donde nos presenta a su hija, que es profesora de francés, y a su hijo, que quiere –y no puede- irse a estudiar a España. También anda por allí su nieto, de pocos meses. Pretende que nos quedemos a dormir, pero ante nuestra resistencia se conforma con invitarnos a té y, ya puestos, a cenar. Nuestro anfitrión se llama Abdelsalam, lleva treinta y nueve años en la docencia, y catorce como director. El

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año que viene se jubila. Nos explica que el instituto que dirige fue construido por los españoles, y que funcionó como escuela de primaria durante la época del Protectorado. Bego le cuenta que su padre hizo el servicio militar en Ksar-el-Kebir y yo, por no quedarme atrás, que mi abuelo hizo la mili en Tetuán. Volvemos a la auto y nos vamos a dormir al lado de las murallas. Es curioso: el lugar de pernocta de la primera noche lo será también de la última: en el aire flota una atmósfera de despedida, y también de recapitulación de las vivencias acumuladas estos días. El lugar está mucho más animado que la otra vez, incluso hay una expedición de autocaravanas españolas que han aparcado en círculo, como las carrozas del Oeste cuando las atacaban los indios. Saludamos a Mohammed, el guarda. Más tarde conozco a un tipo muy peculiar que dice sentirse dolido cuando le cuentan que hay españoles que tienen miedo de Marruecos, cuando somos de la misma sangre. Nos dormimos pronto con el sonido del mar de fondo, sabedores de que mañana nos espera un duro día. Duodécimo día: Asilah-casa (604 kilómetros más el paso del Estrecho) Ponemos el despertador a las siete y a las ocho en punto estamos arrancando. Efusiva despedida de nuestro guarda. Entramos en la autopista y recorremos los últimos kilómetros hasta Tánger. Vamos temprano con la esperanza de cruzar pronto. Aún tranquilos, porque no sabemos lo que nos aguarda. Cruzamos la ciudad y a las nueve en punto entramos en el puerto. Pasamos el primer control, el segundo... De

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inmediato se acerca el personal autorizado como moscas a la miel, explicándonos que es preciso sellar el pasaporte antes de subir al barco. Naturalmente, sin dirhams sólo te indican vagamente dónde está la oficina correspondiente, y tengo que preguntarle a un policía. Tras una tensa cola – allí sella primero el que mejor se cuela- vuelvo con los pasaportes en regla a la otra cola, la de los coches. A medida que éstos van llegando son alineados por el personal del puerto. Uno tendría la paciencia del santo Job y esperaría lo que hiciera falta si no fuera porque los últimos que llegan untan a los encargados y pasan adentro los primeros. Protestas, discusiones, pitidos en cadena. La gente baja de los automóviles, retira las vallas por su cuenta y es el acabóse. Una furgoneta italiana de alquiler, que ha llegado al menos una hora después de nosotros, inexplicablemente está ahora delante. Un marroquí se baja de su coche, también de matrícula italiana, y se interpone para que su hijo pueda ponerse delante de nuestra auto. Mi cabreo no conoce límites. El hombre se acerca, sonriente, por la ventanilla: -È solo una macchina... -Una macchina no –le respondo-; un animale! Llevamos esperando más de tres horas. Siento un leve balanceo en la autocaravana, pero no le doy importancia. El movimiento persiste. Bego y yo nos miramos. -¿Se está moviendo? -Sí... No me lo puedo creer. Vengo mentalizado por los relatos de otros viajeros que esto puede ocurrir, pero nuestra auto es tan baja que debajo apenas si cabe una persona. Salgo, voy a la parte trasera y me agacho. Hay allí un joven intentando afianzarse en el escaso espacio disponible.

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Le grito que salga, aunque no hubiera hecho falta tras saberse descubierto. Sumisamente, accede. Siento pena por él, pero así es la vida. CIFRAS CANTAN Marruecos tiene una tasa de alfabetización del 49,8 por ciento, cifra bastante baja incluso si la comparamos con países de su entorno con menores rentas per cápita. Imagino que la herencia de la monarquía absoluta de Hassan II tiene algo que decir al respecto. En cuanto a la renta per cápita, si la comparamos con nuestro país, la diferencia es abismal: 29.266 dólares para España en el año 2006 frente a sólo 1.871 Marruecos. Claro que aquí hay que introducir un factor de corrección, que es el PPA (paridad de poder adquisitivo, o lo que es lo mismo, qué se puede adquirir con ese dinero teniendo en cuenta el índice de precios del país). Hecho esto, tenemos que Marruecos subiría a 4.819 dólares (puesto nº 109 en la escala mundial), mientras que España bajaría a 27.542 (puesto nº 25). Aun así, la renta per cápita de Marruecos sigue siendo seis veces inferior a la española. Un escalón, como se ve, demasiado grande para estar separados sólo por un Estrecho, y toda una invitación para intentar la aventura.

Nos hacen pasar por fin la tercera verja. Ya he perdido la noción del tiempo, pero debemos llevar aquí por lo menos cuatro horas. El puerto de Tánger, un día de mucho tráfico, es como la antesala del infierno. Continúa el desconcierto, las órdenes contradictorias, los pitidos. En fin, el maremágnum.

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Por fin la cola se empieza a mover y vemos allí delante la entrada del ferry. Pero entonces nos desvían a la derecha porque aquél es el barco de Algeciras. Vaya por Dios, ¿y hemos tenido que pelearnos con gente que ni siquiera iba al mismo sitio? Cinco horas. Impotentes, vemos cómo el barco de Tarifa se llena y se marcha. Desesperación. Me pongo a fregar los cacharros y a escribir estas notas. De repente, todos los coches se mueven. ¡Más allá hay otro barco! Pasamos por los pelos hasta la última y definitiva cola. El policía que nos pide los pasaportes pregunta en castellano si los hemos sellado. Le respondo que tiempo, lo que se dice tiempo, hemos tenido de sobra. Se ríe. Embarcamos con infinito cuidado y esta vez no se producen rozaduras ni desperfectos. Subimos a cubierta, y cuesta encontrar sitio para sentarse. Por fin zarpa el barco. Viendo cómo se aleja Tánger sentimos un profundo alivio. Al llegar a Tarifa volvemos al vehículo. Nos han arrimado tanto los coches que no quepo por la puerta del habitáculo. Entra Bego y me abre la del copiloto. A diferencia de la ida, salimos por la proa, pero el aparcador me ha arrimado tanto al lateral que al poner en marcha el vehículo oigo un terrible chasquido: cuando consigo abrir el retrovisor, veo que falta el cierre de seguridad del portón izquierdo. Más tarde comprobaré que la parte atornillada ha hecho palanca y provocado un pequeño destrozo en el lateral. La bajada de la rampa hubiera sido de nuevo problemática, pero esta vez estoy en manos de buenos profesionales, que con calzos y unas cuantas maniobras consiguen que toquemos tierra sin más rasguños.

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Ya estamos en Europa, y aquí todo el mundo se comporta: la cola se hace de forma eficiente y bien organizada. El tránsito por la aduana es increíblemente rápido. Han transcurrido seis horas y media desde que entramos en el puerto de Tánger. Está claro que todo en este mundo es relativo: cuando vuelvo a casa después de un viaje por los países del Norte encuentro todo un pelín cutre y tercermundista. Ahora que vengo del auténtico Tercer Mundo España me parece el summum de la civilización y la modernidad; encontramos todo más diáfano y sobre todo más limpio. Estamos en Tarifa y no nos lo creemos; parece que viniéramos de una expedición por el Amazonas. Habrá que digerir tranquilamente toda esta experiencia y encuadrarla serenamente, pero una cosa tengo clara: aunque suene tópico, aunque no me guste oírmelo, agradezco el sitio donde vivo y valoro lo que tengo como quizá no lo había hecho en mucho tiempo. Pongo en perspectiva mi vida cotidiana y compruebo que muchos de los problemas que nos acongojan no lo son tanto, sobre todo si los comparamos con la lucha por la existencia que a diario llevan millones de seres humanos y de la que hemos intuido sólo una pequeñísima parte.

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LAS CUENTAS CLARAS Fechas: del 25 de diciembre de 2006 al 6 de enero de 2007 Total días: 13 Kilómetros recorridos (desde casa): 3.283

GASTOS Ferry

Gasoil

228 €

España

213 litros

188 €

Marruecos

190 litros

134 €

TOTAL

403 litros

Peaje España Peaje Marruecos

322 € 11 € 31 €

Otros gastos (comida, campings, propinas...)

122 €

Gastos suntuarios (alfombra, manta, narghile, puf)

160 €

TOTAL

874 €

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