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LAS DOS CARAS DEL ASESINO -

Elemental, mi querido amigo. La clave para el éxito de cualquier proyecto consiste en estar siempre atento a las señales, saber tomar decisiones y ser capaz de ejecutarlas. No puede darnos pena del pulpo que atrapamos en la vasija una vez que ya está dentro – dijo orgulloso el señor gordo y bigotudo.

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Cierto. En fin… me satisface enormemente comprobar que usted tiene casi todo lo que yo pueda necesitar para mis experimentos. Los dos hombres se despidieron con un apretón de manos y una sonrisa cortés.

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Espero que volvamos a vernos pronto – sentenció el dueño de la tienda, mientras guiñaba un ojo al niño.

Había sido ésta una visita extraña. Doménico solía acompañar a su padre cuando éste necesitaba ingredientes nuevos para sus filtros y pócimas, pero nunca habían estado en una tienda tan siniestra, lúgubre y fría. -

Ese señor era muy raro, papá. No me ha gustado.

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Mi querido niño, todos los curanderos, magos y brujos son raros.

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No es cierto. Nosotros somos personas normales.

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Aparentemente, hijo. No olvides nunca que somos normales sólo…aparentemente – aclaró el padre a la vez que zanjaba la conversación con un sutil apretón en el cuello del niño.

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¡Buenas tardes señora Lucrecia! – saludó educadísimo a una anciana que, en esos momentos, se cruzaba con ellos en la calle.

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Buenas tardes don Emilio. Perdone que le importune, pero he estado pensando en la invitación que me hizo el otro día. Si aún está en pie …


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Por supuesto. Estaríamos, como ya le dije, encantadísimos de que usted compartiera nuestro mesa el día de Navidad.

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¿A qué hora entonces? – preguntó agradecida la mujer.

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¿Le parece a las doce?. La hora del Ángelus.

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La hora perfecta. ¡Qué culto es usted, don Emilio!. ¡Qué pocas personas quedan ya con ese conocimiento y esa sapiencia que a usted lo distinguen.

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No se hable más pues. Buenas tardes – y, tanto el padre como el hijo, continuaron su camino lentamente hacia casa, un edificio de piedra situado al final de una calle angosta, en el barrio judío de la ciudad.

- ¿Por qué la has invitado, papá?. El día de Navidad es un día sagrado para nosotros. Nunca lo compartimos con nadie – se quejó Doménico. -

Este año necesitamos hacer un sacrificio. Se cumplen diez años de la muerte de

tu madre; aunque, ¡claro está!, tú no puedes recordarla. En ese momento los dos se quedaron en silencio. Era cierto que Doménico no recordaba a su madre, puesto que ella había muerto poco después de que él naciera. Enfermó de algo que su padre, un doctor de renombre no pudo curar. Desde entonces, el hombre había llevado una doble vida: el padre y médico de familia ejemplar se confundía por las noches con un alquimista obsesionado por descubrir el filtro de la inmortalidad – no para él, sino para su amado hijo, el único vástago de la mujer que se le presentaba cada noche en medio de tormentosos sueños y le exigía que redimiera su culpa por no haberle permitido criar a su pequeño ella misma.

El día de Navidad, a las doce en punto del mediodía, sonó el timbre de la casa. Doménico corrió entusiasmado a abrir la puerta. Nunca recibían visitas. Jamás había


venido nadie a compartir la mesa con ellos. Doña Lucrecia traía una caja redonda y un paquete con un lacito azul. Impecablemente vestida – con un traje de chaqueta morado y una camisa rosa – la anciana se adelantó hasta el salón. La voz de don Emilio la atrajo hasta la cocina. -

Doménico, tú no. Quédate en el salón. Prepara el ajedrez. Después de almorzar echaremos una partidita. Ah! y saca también el “tablero de las damas” en honor a la señora Lucrecia, por favor – ordenó su padre dulcemente. El niño obedeció. El hombre se quedó solo en la cocina con la anciana. De la manera más natural, procedió a enseñársela explicándole todos los detalles. La mujer se mostró sorprendida por la cantidad de botes de cristal con toda clase de especias, ungüentos, pociones y… bebedizos. Cuando don Emilio pronunció esta última palabra y ella abrió su boca para exclamar un “oh” de admiración, sintió en sus entrañas la fría descarga de una hoja afilada y certera. No sufrió, sólo sintió que ya estaba muerta. Cuando el padre entró en el salón, traía un vasito con un líquido rojo.

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Bébete este licor que he preparado para ti.

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¿Dónde está doña Lucrecia?.

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Ha tenido que irse.

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¿Volveremos a verla? – preguntó el niño, moviendo negativamente la cabeza y respondiendo, de este modo, él mismo a su pregunta.

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¿A qué sabe?. ¿A que está rico?. Lleva esencia de fresa y…

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¿Sabes, papá? - dijo Doménico exhalando su aliento sobre la cara del padre cuando sea mayor yo también voy a pescar pulpos. Sólo tienes que engañarlos. Les pones un cántaro para que se metan creyendo que es una casita, pero realmente es una trampa. ¿Comprendes?. Sólo tienes que engañarlos.


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