Jueves 20 de Noviembre de 2003 San Salvador, El Salvador. C.A.
Edición del Jueves, 20 / Noviembre / 2003
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Edición Actual
Jueves, 20 de Noviembre de 2003 / 20:38 h
A 25 AÑOS DE RENÉ ARTEAGA Ricardo Bogrand*
II En uno de los números de la revista Hoja, órgano de difusión de los Amigos de la Cultura, y que se publicaba en los talleres de la Casa de la Cultura, en la sección “Correo de Hoja”, apareció una carta, más bien una opinión en forma epistolar sobre la realidad del cuento en El Salvador. La carta, dirigida por René Arteaga al poeta Eduardo Menjívar, aparecía, como tradicionalmente se hacía, en la última página de la revista. Después de algunas consideraciones sobre el tema, Arteaga pregunta, así, textualmente: “¿existe aquí un nuevo movimiento en pro del cultivo intenso del cuento?” Inmediatamente después seguía la respuesta: “Creo que sí”. En realidad sí existía una inquietud, cierta definida tendencia a presentar, a retratar el modo de ser salvadoreño, a través del cuento que se escribía a mediados de los años cincuenta. René Arteaga figuraba en ese pequeño, pero significativo movimiento. Además, no solamente se escribía un nuevo cuento, también se hacía – por parte de los entonces jóvenes escritores- cierta crítica bastante seria, sin ánimos iconoclastas, al escrito por las anteriores generaciones. En una conferencia dictada por René Arteaga en la Escuela Normal de Maestros Alberto Masferrer, probablemente por el año de 1956, se refirió a “La imagen del salvadoreño en Ambrogi y Salarrué”. Me tocó, en esa ocasión, presentar al expositor; ya que ambos trabajábamos por esas fechas, temporalmente, en la citada Escuela. A estas alturas no recuerdo si tal conferencia se publicó en alguna revista de las siempre escasas de entonces. Una somera revisión de los cuentos de René Arteaga, especialmente los escritos en El Salvador después de varios años de permanecer en
México, presenta todavía giros con ligeros tintes mexicanos. Entre éstos -y que fueron los primeros que publicó en las páginas literarias recién llegado al país- están “La calle de David” y “Viajeros de corazón”. El primero se desarrolla en el llamado portal de occidente, por estar situado al costado poniente del Parque o Plaza Libertad en la ciudad de San Salvador. El personaje de este cuento, a través de un rememorar, se ve conducido y se encuentra de pronto en la ciudad de México. El segundo se refiere a la trayectoria seguida por un viajero a bordo de un vagón de Ferrocarriles Nacionales de México, desde el Distrito Federal hasta el puerto de Veracruz. En el correr de los meses, de nuevo el ambiente salvadoreño, con sus propias y contradictorias realidades, fue penetrando en el ser y sentir de René Arteaga. En la producción literaria que siguió, la presencia de lo salvadoreño fue desplazando la añoranza, la nostalgia, el recuerdo cotidiano de un reciente pasado mexicano. En el cuento que escribió, a partir de entonces, la presencia de lo salvadoreño resalta de manera notoria, sobre todo en piezas como “El punto azul de Carolina” y “El vendedor de huevos”. El primero se desarrolla en las grises y miserables covachas que, por aquella época, servían de albergue y centro de trabajo a un buen número de locatarias del mercado “La Tiendona”; el segundo, tiene como escenario los predios situados en las cercanías de la entonces llamada Estación Experimental Agrícola Militar, sobre la carretera que de San Salvador conduce a la ciudad de Santa Ana. La producción literaria de René Arteaga se encuentra dispersa en periódicos y revistas de México, El Salvador y probablemente Guatemala. Nunca reunió sus cuentos y los publicó en libro alguno. Probablemente no le interesaba. Daba la impresión que escribía cuentos para divertirse, porque le gustaba; porque para él era un juego, como en realidad, entiendo, debe ser la creación literaria. Jamás he creído en el “esforzado poeta”. Ese perenne sufrir me suena a constipación literaria. Aunque las calles del San Salvador de aquellos años no estaban hechas para caminar, para pasear y conversar por sus aceras, en algunas de las del centro ésto era posible. Una noche nos encontramos en el viejo café “La Corona”, Álvaro Menéndez Leal, René Arteaga y yo. Como el propietario del establecimiento estaba por cerrar, seguimos nuestra amena charla caminando a lo largo de la Avenida España. Sin darnos cuenta nos encontramos a un costado del parque de Casa Presidencial,
sobre la calle de San Jacinto. Álvaro, quien estaba recién casado con Carmen Fernández, nos invitó a la modesta casa donde vivía en San Jacinto. Seguimos nuestra conversación. Carmen se levantó y nos preparó unas sabrosas “bocas” de caviar con tortilla tostada, para terminar la media botella de cazaya a que nos invitó Álvaro. Esa noche consumimos las huevas no fecundadas de esturión, un fósil viviente del Mar Caspio, de 120 millones de años de antigüedad, contemporáneo de los
dinosaurios;
con
un
tradicional
licor
español
y
trocitos
del
inconfundible pan prehispánico mesoamericano, versión salvadoreña. Como premio por haber colectado para el Movimiento Mexicano por la Paz, el mayor número de firmas a favor de la Paz Mundial, René Arteaga fue pintado por Diego Rivera en uno de sus grandes murales. Xalapa, Veracruz, México, noviembre del 2003. *Antropólogo http://www.diariocolatino.com/es/20031120/opiniones/6330/A-25-A%C3%91OS-DEREN%C3%89-ARTEAGA.htm?tpl=69