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TERTULIA EN ZAVALÍA Antología de cuentos
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VIRGINIA SIMARI - ALEJANDRA VARELA
TERTULIA EN ZAVALÍA Antología de cuentos
- 2016 -
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SIMARI, VIRGNIA Y ALEJANDRA VARELA TERTULIA EN ZAVALÍA. ANTOLOGÍA DE CUENTOS. Autoeditado (cc-nc-4.0) BUENOS AIRES, DICIEMBRE DE 2016. A4 (210x297 cm.) 32pp.
EDICIÓN: KARINA WAINSCHEKER
FOTO DE TAPA: “SELF-TAUGHT”, de MATÍAS SIERRA. Fuente: http://matus76.deviantart.com/art/Self-Taught-411149744
LA ANTOLOGÍA “TERTULIA EN ZAVALÍA” ESTÁ DISTRIBUIDA BAJO UNA LICENCIA CREATIVE COMMONS ATRIBUCIÓN- NOCOMERCIAL 4.0 INTERNACIONAL. LAS OBRAS INCLUIDAS PERTENECEN A LOS AUTORES. EN CUALQUIER EXPLOTACIÓN DE ESTOS TEXTOS, SERÁ NECESARIO RECONOCER LA AUTORÍA (OBLIGATORIA EN TODOS LOS CASOS). LA EXPLOTACIÓN DE LA OBRA QUEDA LIMITADA A USOS NO COMERCIALES SALVO EXPRESA AUTORIZACIÓN DE LOS AUTORES.
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Índice
Doña Albertina
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Tan distintos a todos nosotros
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Aquella mirada
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Dale, venite
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Silencios
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La Verde
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Doña Albertina de Alejandra Varela
Corría el año 1940, mes de Enero, comenzaban a llegar los dueños de los campos cercanos con sus familias en busca de paz y descanso. En general los jóvenes de estas familias maldecían su suerte, lamentándose que sus padres hayan elegido para pasar los meses veraniegos las solitarias tierras de Aguas Claras, en lugar de Mar del Plata. Era allí donde se encontraba la verdadera vida social: cenas de gala, bailes, juegos de playa y caminatas por el bosque que invitaban al coqueteo y al inicio de relaciones amorosas. Tal era el caso de Pedro y Sara, ambos recién llegados con sus familias. Se encontraron el primer día de su estadía en el ”Hotel Aguas Claras”, en una de las galerías rodeada de frondosas palmeras que apaciguaban el calor de la tarde. Sus miradas se cruzaron, Pedro esbozó una sonrisa que provocó el sonrojo de Sara, quien tapó su cara con el abanico tal como se esperaba de una señorita respetable. Estaba a punto de retirarse cuando Pedro atravesó la galería hacia ella y extendiendo su mano, se presentó: —Buenas tardes, mi nombre es Pedro estamos hospedados con mi familia, somos de la Estancia La Pedrada. Quedé impactado por el bello color de sus ojos. Sara quedó aturdida ante semejante embestida y solo atinó a responder un “buenas tardes”, dar la vuelta sobre sí misma y retirarse. Pero a partir de esa tarde siempre encontraban un pretexto para escapar del obligado descanso de la tarde y así encontrarse en la galería. Fue allí donde comenzó su historia que luego seguiría por más de cincuenta años, con tres hijos y doce nietos. Fue en ese lugar donde un día se les acercó, casi como una aparición, doña Albertina con su sombrilla blanca. Ella era una huésped permanente del hotel quien por las noches deleitaba a todos tocando el piano del salón. Durante el día caminaba por las instalaciones esperando encontrar a alguien que le resulte interesante para predecir su futuro. Hacía días que venía observando la complicidad de esos jóvenes, por eso decidió acercarse, tomó cuidadosamente sus manos y con una encantadora sonrisa los miró diciéndoles que tendrían una larga vida juntos. Se alejó de ellos dejando un hilo de perfume a colonia en el aire.
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Laura es la nieta primogénita de Sara y Pedro. La preferida de sus abuelos. Pasaba con ellos muchos fines de semana y largas temporadas en el campo. Nunca se aburría con su compañía. Su abuelo es un gran narrador de cuentos y contagió a Laura su amor por la lectura y la escritura. De su abuela heredó la pasión por la pintura. También heredó de ella su espíritu aventurero. Encontró en el periodismo la herramienta para poder desplegar estos dones. Laura y Luciano estaban tirados en el sillón, relajados, era un domingo lluvioso, típico para ver películas. En un descanso Laura aprovechó para preparar café. Otra vez tuve problemas por una nota que no me dejaron publicar. Te juro que no aguanto más. Mientras hacía ese comentario buscó la mirada de Luciano y la vio totalmente perdida. No le sorprendió para nada, así siempre funcionaban las cosas entre ellos. Estaban como en paralelo nunca llegaban a conectarse. No sabía por qué seguía insistiendo si ya sabía que eso no daba para más. Ese lunes llegó a su trabajo dispuesta a pelear por su nota hasta la última consecuencia. Ya había tenido que bajar muchas veces la cabeza para no ir contra los intereses económicos del diario y se había acostumbrado a que la verdad no siempre terminaba siendo publicada. Pero ya no, no era esto lo que deseaba para su vida. Un golpe secó de la puerta de la oficina del editor indicó que no llegaron a un acuerdo y ese fue el último día que ella puso un píe en ese lugar. Y si era la hora de poner todo en su lugar, también era el momento adecuado para poner fin a la relación con Luciano. Decidió que era momento para iniciar su propia aventura y se fue a Europa con su equipo de fotografía y de pintura. Fue en este viaje que descubrió que la pintura ya no era un hobbies. Vivió durante dos años de la venta de muchos de sus cuadros. Fue postergando su vuelta por temor a que ahora que se había encontrado, volviera a perderse en la vorágine de una vieja cotidianidad. Pero ya faltaba muy poco para las Bodas de Oro de sus abuelos y ella no podía fallarles. Cuando volvió a la Argentina, a los que primero visitó fue a sus abuelos, se alegró ver que no habían perdido su magia. Estaban algo más lentos en sus movimientos pero nada más había cambiado. Recordó que todavía no había encontrado un regalo que le pareciera apropiado para tal ocasión. Necesitaba dar con algo especial para ellos. Un impulso la llevó a viajar a Aguas Claras. Cargó su auto con el material de trabajo y emprendió su viaje, siguiendo las indicaciones del GPS, fue directo al hotel. Cuando llegó al pueblo marítimo se encontró con una imponente mole blanca de dos pisos que ocupaba toda una manzana. Estaba construida al estilo inglés, como se acostumbraba en esa época. Las rejas que la separaban de la calle estaban corroídas por el paso de los años y la fuerza de la naturaleza. La vegetación cubría casi todo. Pero Laura podía mirar al edificio con los ojos de su abuela y quedó subyugada ante ese gigante al que los años no pudieron sacarle su porte elegante y majestuosa. Le pareció escuchar la voz de su abuela que con tono nostálgico siempre contaba como se habían conocido en la galería del hotel y las palabras dichas por Doña Albertina. 10
Siempre terminaba diciendo “qué será de su vida” y su marido le contestaba “estará deambulando como el fantasma del viejo hotel”. La casualidad o tal vez la causalidad, quién sabe cuándo aparece cada una, hizo que llegará veinte minutos antes de que comenzara la visita guiada de los domingos. Empezaron por la cocina, que aún mostraba sus heridas tras el incendio de 1993, siguieron por el comedor que ya no podía jactarse del lujo de otros tiempos. Sí quedó impresionada con los pisos de pinotea y las arañas del salón de baile, las paredes en los buenos tiempos fueron de espejos, pero hoy sólo quedaban pedazos de ellos comidos por la humedad. Laura, impaciente como siempre se separó del grupo y se dirigió a la famosa galería. Ya no deslumbrante como en la descripción de la abuela, pero aún podía olerse el aroma de los azahares que la rodeaban. Cerró sus ojos y pensó cuál habría sido el punto exacto donde esas miradas se encontraron, dónde habría sido el primer beso. Sintió una brisa que rozó su espalda y un olor a colonia de baño, abrió los ojos y por un segundo pudo ver la galería con el esplendor que la describía su abuela. Guardó la imagen en su cabeza. Ahora esa imagen estaba allí plasmada en su lienzo. Ahí estaba la elegante galería con una pareja de jóvenes, besándose. Hizo los últimos detalles y fue en busca de café para disfrutar de su obra. Otra vez la impaciencia le ganó y aunque faltaba unos días para el festejo, fue de inmediato a casa de sus abuelos. Los hizo estar sentados y con los ojos cerrados. “Esta niña loca”, repetían entre risas. Colocó su obra frente a ellos y les dijo: —Ahora sí, pueden abrirlos. La cara de emoción de ambos le hizo saber que había captado la atmósfera exacta del lugar. Su abuela se acercó al cuadro, y se detuvo en una figura femenina entre los arbustos, señalándola dijo: —Es Doña Albertina, me parece sentir el aroma a colonia que dejaba a su paso. Laura miró el cuadro intrigada. Ella no recordaba haber pintado aquella imagen de mujer, pero sí le era familiar el aroma evocado por su abuela.
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Tan distintos a todos nosotros de Virginia Simari
“Estos chicos son tan distintos a todos nosotros y a la vez tan Sáenz Lanz”. Las palabras de la abuela martillaron la cabeza de Segundo desde siempre. Después de todo, ¿qué importa?, ¿o sí importa? A su hermana Clarita nunca le produjeron nada; quizás jamás le prestó atención a esa afirmación que cada tanto se convertía en un latiguillo. Solo él la escuchaba. Rosita tiene fresco el recuerdo del niño trepando los cipreses, colgándose de los pinos; se lo veía tan libre, sin preocupaciones; por eso toda la vida la sorprendió el interés que mostraba por saber que quería decir la abuela con aquella frase. — Jugá tranquilo, mi príncipe, y tomate fuerte de las ramas. El parque de la quinta familiar tenía todo lo que los chicos podían necesitar para volar. La pradera de los Sáenz Lanz limita con el infinito.
--¡Si estas paredes hablaran!, susurra Rosita; y siembra intrigas sin proponérselo. Trabaja en la casa familiar desde antes de que nacieran Segundo y Clarita y también desde antes de que los padres de ellos se casaran. Rosita sabe tanto. Él fue siempre un caprichoso, su niño mimado.
Segundo acaba de instalarse en la bohardilla para que la escritura fluya; es su ritual después de la comida, antes de cada medianoche. Momento y lugar en que desde hace exactamente cuatro años y tres días se produce el instante mágico de la jornada. Lo goza y lo sufre. La editorial quiere la exclusividad de la historia. Segundo se comprometió y les juró la mejor versión de su familia. No es una familia más. Hoy está inquieto, el celular le avisa que están entrando mensajes que no piensa levantar. 13
Las cosas no andan bien esta noche; lo invadió un malestar indescifrable, se parece a la desazón. Le aprieta el pecho y le oprime su mano derecha. Sumerge la pluma en el tintero, pero no arranca. Como escritor desearía desentenderse de la historia en este instante, como Segundo querría desentenderse del plazo. Afuera el viento amaga con volar la casa y Segundo fantasea con que junto a las hojas de los árboles, se desprenda la obsesión que se adueñó de él.
De tanto en tanto, los relatos de Rosita fueron instalando dudas en Segundo. Quiere saber pero rehuye escucharlos. —¿Te cuento o no te cuento?—, le dice ella una vez más. — Necesito buñuelos para escucharte. Rosita cocinando garantiza un clima de confort que contrasta con la ansiedad de Segundo. En la cocina, ella es una revolución; los buñuelos flotan en el cacharro aceitoso que concentra todo el poder de esta compinche. Ese ambiente lo transporta a las meriendas en el vestíbulo. De chico, las complicidades con Rosita lo hacían sentir libre. Hoy lo contienen, él no lo registra, simplemente es algo dado. —¡Nunca más quiero comer en el salón!—, era el capricho imposible de satisfacer. —Ni lo pienses, mientras tus padres están en casa, ése es tu lugar. Los candelabros de plata, la ropa formal, las cabezas peinadas, el guardado de las formas. De niños, sus primos respondían de modo impecable al modelo familiar mientras Segundo se escurría buscando la alquimia de la cocina de Rosita. Esas imágenes vuelven y vuelven.
Lo que empezó como una simple curiosidad, fue creciendo, se transformó en su modo de vivir: explorar y escribir cada día; ahora la editorial presiona. Segundo no está seguro de querer escuchar a Rosita. Es un déjà vu. Ella, la que no quiere hablar, dice lo peor: —Le prometí a tus padres que no contaría—. Frase desafortunada para quien pretende guardar silencio. 14
Desde la muerte de sus antiguos patrones, es constante el tironeo de Rosita entre su lealtad a ellos y la que le ofrenda a Segundo, su eterno malcriado. Ella no entiende qué pasa allá arriba, qué misterio inquieta tanto a su muchacho al punto de aislarlo del mundo cada noche. Es un intrigado que en el altillo, se transforma en intrigante. Son tan distintos a todos estos chicos y a la vez tan Sáenz Lanz, la voz de la abuela repica en la memoria de Segundo. Los secretos de familia se cuelan por donde pueden.
De pronto algo, vaya a saber qué, lo lleva hoy a evocar el momento en que descubrió el viejo tintero del abuelo materno arrinconado en un anticuario de San Telmo. Imposible saber como la pieza llegó a ese local después de la muerte de Demetrio. El recipiente había viajado desde Polonia con un Demetrio joven que recién se convertiría en papá y en abuelo, años más tarde en Argentina. Segundo siente que el tintero estuvo siempre sobre el escritorio del abuelo, hasta que se le presentó entre las antigüedades. —El tintero me buscó y comenzó a hablarme—, solía explicar en aquellos días. Ahora su mente viaja hasta aquel instante y él se queda atrapado en la mística del hallazgo.
Anoche hubo fiesta familiar, se celebró el cumpleaños de Teresita, la hija menor del primo Ernesto. Segundo estuvo a punto de poner una excusa y quedarse escribiendo o intentando hacerlo. Últimamente prefiere rehuir los encuentros con los personajes que le trae el tintero, pero a Teresita no quiso fallarle, es su ahijada adorada. Era el festejo, pero Teresita cumplió los cuatro tres días antes: es el mismo tiempo que lleva el tintero del abuelo en la casa de Segundo. Aquel día lejano estaba pagando la reliquia cuando un mensaje le avisó que sería el padrino de la beba que acababa de nacer. Tal vez por eso, para él, Teresita está tan ligada a su búsqueda de la historia familiar. Coincidió con el punto inicial. —Ella sí es bien Sáenz Lanz—, dijo Rosita aquella vez ni bien la vio, y otra vez las palabras de la abuela en la cabeza de Segundo.
Los cumpleaños de Teresita coinciden con los aniversarios de la comunión de Segundo con el bendito tintero. 15
La recuperación de ese artefacto del abuelo polaco fue para Segundo el comienzo de su vida como escritor. Un escritor que solo pretendía recobrar y retratar la verdadera historia de su familia, hasta que la editorial le compró los derechos. Desde el primer minuto su aliado fue aquel recipiente casi místico. Segundo afirma que no es él quien escribe. Sólo sumerge la pluma en el tintero y las verdades fluyen. Confía en que Demetrio permanece flotando en el líquido azul y le sopla la letra. Tal vez necesita creer eso. Sus dudas e inseguridades se alinean cuando se conecta con esa pieza mágica embriagada de tinta; anhela encontrar respuestas a través de la historia del clan polaco. Lo alivia pero a la vez lo desafía.
—No puedo interrumpirlo, está en la bohardilla—, suelta Rosita. —Imposible hablar con vos, no atendés el celular; Rosita me filtra, espero que escuches este audio. ¿Dónde te metiste? Ahora un productor quiere comprar los derechos, nos corre el plazo. ¡Llamame!—, le reclama Ruiz desde la editorial. Apenas pasados los cuatro años, la búsqueda inicial se transformó en obsesión. No puede volverse atrás, el contrato con la editorial no le deja chances para otra cosa. Las certezas solo pueden surgir de esa vasija repleta de tinta. Segundo siente que su mundo se derrumba. Los siete días que faltan para la entrega lo asfixian. Está paralizado. La verdad fluía mejor sin la presión de la editorial. Demetrio o el tintero se volvieron mezquinos tras el llamado de Ruiz. Segundo ignora si logrará seguir confiando en aquel Demetrio que espera a su pluma en el tintero. Tal vez sea tiempo de llevarlo de vuelta al anticuario.
Ahora Rosita se le anima al altillo, golpea suavemente la puerta con los nudillos de su mano venosa y entra con otra bandeja de sus delicias, la verdad está cerca. —Descansá, pichón, llevás horas acá. Preparé esto para vos, solo unos buenos buñuelos o la visita de Teresita pueden despejarte. “Estos chicos son tan distintos a todos nosotros y a la vez tan Sáenz Lanz”.
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AQUELLA MIRADA de Alejandra Varela
Ingresó al cementerio esa mañana, le avisaron en portería que después de fichar pasara por el despacho del Encargado. Quedó sorprendido pero no se hizo demasiado problema ya que estaba seguro que hacía bien sus labores y jamás llegaba tarde. Golpeó la puerta y una voz del interior le indicó que entrara. Su jefe le propuso hacerse cargo de las reparaciones que iban a realizarse en el Pabellón Nº4. Haber aceptado el trabajo extra que le ofrecieron, hubiese sido para él, unos años atrás un gran desafío. Pero como a medida que uno va conociendo a su adversario le gana respeto y le pierde el miedo, decidió aceptarlo. Realmente necesitaba el dinero extra, además, como nadie quería hacerlo, la paga era muy buena. Todo venía bien para el festejo del cumpleaños número quince de su hija Yamila. Su esposa había tomado dos casas más para limpiar, y hasta la misma cumpleañera colaboraba vendiendo tortas en el colegio. Sería una fiesta sencilla, en el patio de su casa, adornado con luces de colores y guirnaldas. La comida sería casera y la música la pasaría el primo Julio. Pero cuando no sobra hasta el festejo más austero se convierte en una epopeya. Así fue que, Juan terminó trabajando por la noche en el pabellón Nº4 haciendo tareas de mantenimiento. Esta actividad no podía hacerse en el horario diurno, la caída de escombros resultaba peligrosa, y como había dicho el intendente el municipio, no estaba para juicios. Hacía ya veinte años que trabajaba en el cementerio. Sus amigos lo llamaban “el flojo”, apodo que se ganó en sus primeros días en el lugar, cuando cavando una tumba, su compañero le comentó que era para un niño de nueve años. Esa era la edad que tenía cuando la vio la primera vez. Sus piernas se aflojaron y su rostro empalideció, debió hacer un esfuerzo para no desvanecerse. Más tarde se acostumbraría y soportaría cosas peores. Pero los muchachos nunca le perdonaron ese momento de debilidad y el sobrenombre lo siguió acompañando. Mientras martillaba la pared, pensaba cómo había terminado justo él en ese trabajo. Recordó que cuando se lo ofrecieron, hacía ya varios meses que estaba viviendo solo de changas, y él no se iba a permitir que a su familia le faltara el pan de la mesa. Ya sabía de qué se trataba eso; lo había vivido de niño y se juró a sí mismo que no iba a permitir que sus hijos pasaran por lo ello. Había tenido una infancia difícil, su padre alcohólico nunca tenía trabajo y cuando lo
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tenía lo perdía rápidamente o el dinero cobrado nunca llegaba a la casa porque lo dejaba en su pasada por el bar. Terminó aceptando. Nadie conoció los fantasmas que tendría que pelear desde ese momento. Porque nadie conocía la relación que él tenía con la muerte. Él se encontró frente a Ella, cara a cara en muchas ocasiones. La primera vez fue a la edad de nueve años, luego de recibir una fuerte golpiza de su padre, quedó inconsciente. No lo habían llevado al hospital porque esta no era la primera vez que pasaba y ya le habían dicho los doctores que si había un “próximo accidente” denunciarían el hecho en la comisaría. Su madre pasó toda la noche poniéndole hielo en la cabeza y tomando su mano. Rezaba a la Virgen María y no paraba de llorar. Esta vez sí tenía miedo de perderlo. Comenzó a convulsionar, podía escuchar a lo lejos los gritos de su madre. Y ahí apareció Ella con todo su esplendor. Era una mujer pálida, de labios de color morado. Vestía una capa larga negra, con capucha que apenas dejaba ver su pelo color fuego.Tenía una sonrisa sarcástica en su cara y flotaba alrededor de su cama. Acercándose cada vez más, llegó a sentir la tela que le rozaba su cuerpo. Hasta que la capa terminó envolviéndolo en su totalidad. Sintió que no podía moverse y que ya no le entraba aire. Su madre comenzó a llamarlo por su nombre y a sacudirlo pero él no podía hacer nada, ni parpadear siquiera. Cuando ya sintió el aliento de la mujer en su cara - jamás olvidaría aquel olor a azufre- y su asfixia fue total; apareció una mano que la detuvo y escuchó una voz enojada que le decía que nada tenía que hacer allí. Vio la cara de desilusión en su perversa figura, que dejó de envolverlo con su capa y se dio vuelta para retirarse. Antes de salir de la habitación se dio vuelta y sonriendo le anunció: —Ya volveremos a vernos. Cuando Juan se despertó su madre no paraba de darle besos y llorar, pero esta vez de alegría. Cuando le contó lo que había sucedido, la mujer sin entender lo que su hijo le decía le dio las gracias a la Virgen por haber escuchado sus oraciones Pero Juan siempre supo que la muerte había ido a buscarlo y que no le había gustado irse con las manos vacías. Y cuánta razón tenía. Se marchó del lugar con la mayor elegancia para mostrase segura, pero estaba indignada. A Ella no gustaba recibir órdenes y mucho menos atenerse a códigos. No entendía cómo sus compañeras podían aceptarlo. Estaba aburrida de tener que aparecer en lugares comunes como hospitales, geriátricos, rutas. Ella gozaba siendo inesperada, inexplicable, provocar escalofríos entre los vivos. Nunca entendió por qué ese niño se convirtió en su obsesión. Cuando las noches eran tranquilas se daba una vuelta por su cuarto y lo rozaba con su capa de seda. Juan se despertaba helado y sin aliento y comprendía que Ella había estado merodeando otra vez. Una noche de verano estaba jugando con sus amigos a las escondidas y lo esperó a la vuelta de la esquina. Entre carcajadas le dijo:
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—¿Querés jugar conmigo?, eso sí, si te encuentro, podrías desaparecer para siempre—. Dicho eso se esfumó. Años después cuando murió su madre, Ella se paró frente al cajón. Juan ya era un adulto pero estaba llorando como un niño, y miraba a su madre con la misma mirada que ella lo miraba a él aquella noche que lo había ido a buscar haciendo caso omiso a los códigos. Y ahí Ella lo comprendió todo, fue esa mirada lo que la atraía de Juan, ese rasgo de humanidad, esa mirada encerraba cosas que ella nunca podría comprender. Juan levantó la cabeza y la descubrió, le pareció ver esta vez que su rostro no mostraba altivez sino confusión. Su próximo encuentro, fue en el velorio de su padre, se le acercó por detrás y le susurró: —No te esfuerces en llorar. Todos se darán cuenta de que son lágrimas de cocodrilo, todos saben que bien muerto está. Juan no sintió esta vez un frío helado ni la sensación de quedarse sin aire. Pasó largo tiempo para que volvieran a encontrarse. Ella dejó de acosarlo porque sintió que Juan la exponía, le hacía ver su costado débil y eso no le agradaba. La noche que estaba en el hospital esperando el nacimiento de su hija, apareció otra vez, se deslizo por la ventana y se sentó a su lado. Juan empezó a temblar temiendo por su mujer y su hija. Ella leyó sus pensamientos y le manifestó —Ah, Juancito, siempre tan egocéntrico. Estamos en un hospital, mi lugar de trabajo, no sos el centro de mi vida—. Se levantó y se dirigió a un cuarto cercano. Juan pudo escuchar los llantos que desde allí provenían. Intuyó que Ella ya había hecho su trabajo. En ese momento salieron a mostrarle a su hija y ya no le prestó más atención, no la vio como Ella desde el pasillo se detenía para quedar prendada de la mirada de Juan sobre su hija. A estas alturas ya le era obvio que nadie le regalaría esa mirada. Tuvieron otros encuentros ocasionales, en el velorio de su suegro y de algunos amigos. Juan observaba como se desplazaba con la altivez de los ganadores, pero Ella nunca más volvió a mirarlo a la cara o a susurrarle al oído. Sólo se dejaba ser visible para él, como para evitar que no se olvidara de su existencia. Esa noche de trabajo en el Pabellón 4 se había llevado una radio con el objetivo de hacer la situación más llevadera. Su esposa le había armado una vianda con sándwiches de milanesa, un termo de jugo y uno de café. En el camino él paró comprar una par de cervezas que enfriaría con agua y hielo. Estaba subido a un alto andamio con ruedas que iba desplazando a medida que picaba las grietas por donde se filtraba la humedad. Pensó que le tomaría varios días terminar la tarea, ya que luego debía emparcharlas y pintarlas. Pintar la pared entera ni soñando, el presupuesto asignado al cementerio era bajo y la gran parte de él se desvía a otros destinos, esto lo sabía de sus tiempos de gremialista. Cuando se hicieron las diez paró para comer. Sacó de la vianda su comida y masticó sus sándwiches con lentitud. No le gustaba la comida fría, pero esta vez no tuvo otra opción. Tomó cerveza prefirió dejar el jugo para más tarde. Se sirvió café y prendió un cigarrillo. El locutor de
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la radio era pesado, buscó una sintonía que pasara solo música. Eso lo ayudaría a mantenerse despierto. A medida que pasaban las horas el cansancio comenzó a vencerlo, los ojos se le cerraban y debió sacudir su cabeza varias veces para despabilarse. Decidió recostarse un rato en el andamio para descansar un poco el cuerpo. Terminó cayendo en un sueño profundo. Soñaba con la noche de la fiesta de su hija, él la miraba emocionado con ese vestido que le quedaba tan lindo. Parecía estar flotando, una extraña sensación lo sacudió. Cuando abrió sus ojos ahí estaba Ella. Pero estaba distinta, no tenía la actitud arrogante de siempre. Quiso moverse pero no pudo, otra vez lo invadió el frío y la sensación de ahogo. Lo envolvió en su capa negra y le dijo suavemente: —Juancito, hasta acá has llegado. Juan empezó a sacudirse. Por fin comprendió lo que estaba pasando. Desde sus pensamientos le suplicó que le diera unos días más. El sábado sería la fiesta de su hija y no quería romperle su ilusión. Ella con tristeza lo miró y le expresó: —Tú mejor que nadie sabes que no soy yo la que decido. Juan dejó de sentir que el oxígeno entraba en su cuerpo y poco a poco fue desvaneciéndose. Estaban tirados en el piso, Ella lo acunaba entre sus brazos, recordó la mirada de la madre de Juan cuando estuvo grave, la de Juan frente al cajón de su madre y cuando vio por primera vez a su hija. Intentó mirarlo con esa misma mirada pero no pudo. Si no lo logró en ese momento nunca más podría hacerlo. Se quedó con él hasta las primeras luces de la mañana. Con la llegada de los primeros empleados, se retiró caminando lento, nunca miró para atrás. Se sintió cansada. Pensó que tal vez ya era hora de retirarse y darle el lugar a nuevas muertes que disfrutaran lo que para Ella ya no era divertido. Cuando sus compañeros lo encontraron estaba tendido en el suelo, de su cabeza salía un charco de sangre. Se había caído del andamio. Su cuerpo tieso y helado los hizo suponer que ya hacía unas horas que estaba allí tendido. Ella pasó por el velorio con un solo fin. Allí estaba la hija de Juan, en lugar de estar preparándose para su gran día, se encontraba de pie frente al cuerpo inmóvil de su padre. Se acercó al cajón para ver por última vez aquella mirada, que sabía que iba a encontrar en la joven. Trató de guardarla como una foto en su cabeza. Luego se dirigió a pedir el retiro. Ya era hora de descansar entre las tinieblas.
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Dale, venite de Virginia Simari
La casa está envuelta en verde, nada le gusta más a Sofi. El jardín es su orgullo. Parece que no hubiera paredes detrás de esa mata espesa de enredadera que a ella la atrapa y la transporta en el tiempo. No se puede creer que hayan pasado veinte años desde aquel cotidiano: “¡Chicos! cuidado con las plantas!”. Se pasó media vida dándoles esa orden desde la misma ventana en la que hoy está instalada. Con cada rama rota, los dos enanitos corrían a abrazarla para compensar. Los ojos de Delfi buscaban los suyos, esos brazitos alrededor de su cuello reparaban todo. Parece ayer que las zapatillitas olvidadas al lado de la cama grande, eran la marca de una noche mirando las estrellas a través de esa ventana hasta que se durmieran. Ahora los extraña, pero bueno, es así, ya les dio todo su tiempo, son grandes, no se quiere enganchar en la nostalgia, tiene que hacer su vida. Es su turno.
—Sofi, confirmado, esta noche comemos con las chicas en Cañitas, nos juntamos todas a las nueve. Dale, venite. Las chicas no paran de mensajear. ¡Justo hoy! Planeaba terminar de desarmar las camillas y armar su cuarto. Quiere empezar el fin de semana instalada y no hacer nada hasta el lunes. Las excusas de Sofi. Se enreda en su vida.
—Como quieras, pero admití que no es normal estar desplazada en tu propia casa—, suele decirle Sara; y cuando no lo dice, lo piensa. Sofi lo nota. Sara le cuestiona su manera de organizarse. Le muestra que ni ella sabe qué rincón de la casa le tocará habitar cada semana.
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Esta tarde llegarán los suizos a ocupar el cuarto de arriba. Los primeros años estaba claro: la casa grande era su vivienda, en el office de adelante recibía a las clientas y el apartamento de arriba acogía a los turistas, pero esto ya tiene otra dinámica; la demanda ordena. A mí me gusta, me divierte, se defiende Sofi. Se convence de que no le cansa dar vuelta los ambientes todo el tiempo, hasta cree que le aburriría tener la casa muerta, con los espacios asignados y las cosas fijas siempre en el mismo lugar.
—Una semana dormís en tu casa y a la siguiente en el office, con una cama metida con fórceps entre las camillas de tratamiento, no es normal, no tenés necesidad—; es la cantinela de las chicas, parece que se pusieran de acuerdo. Ahora Sofi calcula que si alquila la casa y el office, se muda a lo de Beby y traslada las camillas al depósito de la terraza, no es tan grave. Será solo una semana. Va a dejar los equipos desenchufados y esta vez Ian los desarma, los sube al galpón. Ian ya es casi familia, es el sueco que hace diez meses ocupa el cuarto de la terraza.
En cuanto baje los cuadros del play, va a sacar el espejo que desde el pasillo le devuelve una imagen que no le gusta; no sabe si está realmente cansada como dice su cara o si le cansa saber que dentro de unos días todo volverá a empezar; como sea, no está bueno lo que le muestra el espejo. Cada mes, cada semana dice que es la última, tal vez un día llegue el día, pero por ahora aparece siempre un nuevo inquilino y se engancha. Llegan desde cualquier rincón del mundo; se divierte. Los recovecos de la casa se transforman en Torres de Babel. Ni siquiera sabe si le conviene la renta. Solo ocurre.
Una y otra vez sube camas, baja camillas, baja camas, sube camillas. Monta una kitchenette en el cuartito de afuera y muda parte del placard al office; le explicaba Beby al traumatólogo la última vez que la llevó a la guardia; es cierto, aquella vez estaba doblada del dolor.
—No puedo, ya desarmé todo por hoy—. Mientras, le pone miel al té. —Bueno, dale, venite. No se le ocurriría dejar en banda justo a Gloria que está haciendo un esfuerzo enorme para cuidarse y llegar divina al verano; ella no se va a morir por armar de nuevo una camilla; listo. Así funciona Sofi. 22
Hoy es Gloria, pero todas quieren estar divinas para el verano y Sofi no les va a fallar. Además cuando no están, extraña el desfile de personajes.
Con el sonido del teléfono de línea; se jura que si son los encuestadores no atenderá nunca más ese aparato. Ese teléfono le trae el recuerdo de la discusión con Delfi. ¡Qué doloroso fue aquello! Pasaron seis meses pero en su piel fue ayer. —Hola Delfi, ¡qué raro a este número! ¡Ah!, debe estar sin batería, ¿cómo estás? ¡Delfi!, hija, ¿qué te pasa?, ¡no hables así! ¿Dónde estás? Venite, por favor, hablemos. Veinte minutos después, los reproches de Delfi incendiaron el living que aquel día era todo suyo. Los inquilinos habían partido la noche anterior; al menos por ese rato era dueña de su casa. No lograba entender de qué hablaba Delfi, su nenita, la que pocos años atrás le pedía upa mientras la llenaba de besos. —¡Esta casa también es nuestra y vos la alquilás! ¡Esa plata entonces también es nuestra! ¡No tenés derecho! ¡Vivís llenando de extraños mi casa, la casa de mi hermano! Los ojos de Delfi eran puñales que se clavaban en los de Sofí que intentaba reconocer a su hija detrás de la ira. Y la voz de una tapaba la de la otra; ninguna parecía decir lo que quería expresar. Caos, dolor y tristeza. No sabían de qué estaban hablando. Se estaban lastimando sin proponérselo. El portazo le avisó a Sofi que Delfi partió; así es ella, tira la bomba y se va. Aquel día sintió el dolor en el alma. Su nena había crecido, no le pedía ver dibujitos, le reclamaba plata y le reprochaba por el uso de la casa o algo que Sofi todavía hoy no entiende. Esta vez el teléfono de línea se cortó ni bien Sofí descolgó. Mejor así. Su sonido la transporta a un espacio de su memoria al que no quiere ir; además ¿quien llamaría a ese número?
La temporada de turismo en Buenos Aires sigue creciendo, aparecen más y más interesados dispuestos a alquilar alguna porción de casa. Es renta pero también es adrenalina. Definitivamente, el jardín y la ventana que se abre a él desde el cuarto principal, llevan a Sofi a recorrer su vida. No podría vivir sin ese marco que le muestra altísimas paredes verdes y espesas que varias veces al año le regalan flores. Hoy el colibrí está solo, estará esperando a su socia para ofrecerle la serenata de cada día. Piensa en eso y se tilda con los velones portavelas que no dan más. Tienen razón las chicas, yo me encariñé pero ya son un asco, los compré cuando 23
organizamos el cumple de cuarenta de Beby; hace mil. La regadera de aluminio está picada, a partir de hoy es un florero, no me voy a desprender de ella, la amo. El pensamiento de Sofi navega entre el jardín y la ventana; la conectan y transportan. Este jardín creció con los chicos y los sobrevivió. Parece ayer que Delfi y Mati estropeaban los canteros con las rueditas de las bicis; no había modo de que calculen el ancho de esos salvavidas de hierro.
¡Uf! De nuevo se le seca la boca. Sofi adora este paisaje doméstico pero es traicionero. La enredadera la atrapa. Se le cierra la garganta. No puede sacarse de la cabeza la imagen de Delfi gritándole aquel día y la sensación de sus brazitos rodeando su cuello para abrazarla apenas unos años antes. ¿Qué pasó con aquella nena? ¿Dónde quedaron los ojos de Delfi?
Desde que los chicos se fueron a vivir con Lucas, los inquilinos, el Bed & Breakfast, las clientas y los tratamientos de estética son su vida. El día está plagado de las vidas de la gente que desfila por la casa. Los piensa, los ayuda, los atiende, son parte de sí. Y una vez más la confusión. Tal vez debí pelear para que los chicos se queden en casa. Tengo que armar un rincón para ellos, para que vengan cuando quieran. Esa opción apareció en terapia hace rato; eso voy a hacer. Mañana no trabajo y organizo todo, tal vez sea mejor. Parece decidida. —¡Hola Nati! ¿Cómo te fue? ¿Volviste de viaje? No te escucho bien—, Sofi busca el control remoto.— Ay, no me mates, mañana no atiendo—, por fin baja el volumen de la música.— Está bien, dale, venite a las diez.
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Silencios de Alejandra Varela
La llamada truncó todos los planes. Estaba en el medio de una reunión donde presentaba su proyecto para la construcción de un nuevo centro comercial. Dependía de cuánto sedujera a los clientes para que éstos otorgaran la concesión a la empresa para la que trabajaba hacía dos años. La irrupción de la secretaría para informarle que tenía un llamado desde Argentina, enfrió el clima que había logrado. Mejor que sea importante pensó mientras salía de la sala, pero debería serlo sino Juana jamás se hubiese atrevido a interferir. Francisco que trabaja en Barcelona para esta empresa constructora quería seguir creciendo en ella. Decidió irse de su país el mismo día que se enteró que sus padres no lo eran realmente. Otra vez fue su primo Raúl el emisor de la noticia; sus padres habían fallecido en un accidente automovilístico y debía volver para hacerse cargo de la situación. Ya en el avión no pudo evitar recordar la última vez que los vio con vida. Era una mañana de verano, el calor era sofocante. Llegó con la cabeza hecha un torbellino y empapado en sudor. No encontraba las palabras para decirle lo que le provocaba haberse enterado de la verdad. Quería gritarles, putearlos, odiarlos, pero no pudo. Cuando los tuvo adelante solo atinó a decirles que se iba del país, que había aceptado una propuesta laboral en España. Que debía irse al otro día o ésta se caería. Sus padres quedaron tan sorprendidos como el mismo Francisco, que no había ido hasta allí para decirles eso y que además no había aceptado aún tal propuesta. Les mentía del mismo modo que ellos lo habían hecho todos estos años. No les dejó decir mucho, se excusó que debía partir de inmediato para dejar todo en orden. Les dio un frío abrazo y prometió que los llamaría en cuanto estuviese instalado. No reparó en las lágrimas de su madre ni en la tristeza de su padre. Se fue sin mirar atrás. Era eso, o tener un enfrentamiento para el cual no estaba preparado. Desde ese día su contacto con ellos fue escaso y cuando le preguntaban qué le estaba sucediendo, optó por continuar con el silencio que ellos mismos habían comenzado el día que lo habían llevado a su casa. Nunca supieron que él se había enterado de la verdad, o tal vez sí pero eligieron, como Francisco seguir callando. Ninguno de los tres logró encontrar en la palabra la sanación.
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Las palabras no dichas no eran novedad en su núcleo familiar. Era más bien una forma de vincularse. Francisco comprendió desde muy pequeño que en su familia había un código subyacente, que era mantener silencio. Lo intuyó por primera vez cuando pidió una foto de su madre embarazada que le habían solicitado en el colegio, le dijeron que no había y cuando quiso preguntar por qué, no obtuvo respuesta. Tampoco las hubo cuando preguntó por qué no tenía hermanos y por qué no había salido rubio como ellos. Mucho menos cuando quiso saber por qué ya no veía más a sus tíos y primos. Solo recordaba una fuerte pelea entre su padre y su hermano, y las palabras de su tío: ”la verdad siempre sale a la luz y las culpas se pagan en vida” Así que poco a poco se acostumbró a no preguntar y guardar, él también, silencio. El aterrizaje fue en la hora anunciada. Retiró su valija de mano del compartimento. No traía mucho equipaje pues su intención era volver lo más rápido posible. Pondría todo en manos de un abogado para que se hiciera cargo. Cuando sale de inmigraciones se dirige al sector de los taxis pero un grito lo detiene. —Francisco acá estoy—, es su primo Raúl, que se acerca y le da un fuerte abrazo mientras le susurra al oído— lo siento mucho. La verdad que Francisco no esperaba encontrarse con nadie y mucho menos a Raúl de quien no volvió a saber desde aquella charla que le cambió su vida. Se dirigen en silencio al estacionamiento. Suben al auto. —Te ahorré el trámite de reconocimiento gracias a unos contactos pero ahora vos tenés que decidir el resto. —¿El resto?—, pregunta extrañado. —Sí, lo habitual; velorio, cementerio. Francisco se queda callado, mira al piso. Esto es lo que le queda hacer con sus padres, enterrarlos. “¡Qué paradoja!”, piensa, enterrados como la verdad de la cual nunca hablaron y la que nunca podrán hablar. —Tenés un par de días para pensarlo, expliqué tu situación y fueron más flexibles. ¿Vamos a casa? —No, la verdad prefiero ir directo a la casa de mis viejos. Necesito acomodarme. Todo fue muy repentino. —Sí, seguro, tu partida, tu alejamiento… y este regreso inesperado. La verdad me sentí para la mierda cuando me enteré que te habías ido así de la nada. Intenté ubicarte pero no tuve bolas para ir a ver a tus viejos. Me reprocho siempre nuestra última conversación, quizás no fue el modo indicado de decir las cosas. —Pará, Raúl, no estoy para esto en este momento. Igual para que te tranquilices te digo que no hay un modo correcto para decir ciertas cosas. No hay que matar al mensajero—, agrega con una sonrisa que no es más que una mueca. Pasan el resto del viaje en silencio. Raúl estaciona el auto. Francisco se baja y le dice que lo llamará en cuanto decida qué hacer.
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Sube al departamento donde había pasado la mayor parte de su vida. Todo está tal como lo había dejado hacía unos años. Se sienta en el sillón de su padre y ve en la mesa la mantilla sin terminar que seguramente estaría haciendo su madre. La toma entre sus manos la lleva a su rostro y queda impregnado por los olores de su hogar. Se deja caer en el piso y comienza a llorar como un niño. Llora por la muerte de sus padres, pero sobretodo llora porque por segunda vez en su vida había quedado huérfano y tal vez su llanto tiene que ver más con aquella primera vez que con esta última. Cierra los ojos y queda como en un estado de letargo que lo lleva al pasado. Fue por la muerte de su tío que se reencontró con su primo. Su madre tenía la costumbre de leer los obituarios del diario, allí se enteró que su cuñado había fallecido. Cuando lo dijo en la mesa, el padre solo contestó que su hermano ya no era parte de su vida. Su madre como siempre bajó la cabeza y lo acompañó en su decisión. Pero Francisco, más tarde, tomó el diario y leyó el anuncio y decidió ir aunque a su padre no le gustase la idea. Así fue como se reencontró con su primo. A partir de ese día comenzaron a frecuentarse, su pasión por el golf les dio el pretexto para encontrarse los fines de semana. Luego se le sumaron las cenas entresemanas donde compartían sus éxitos y fracasos laborales y amorosos. Una noche de verano decidieron ir a comer al Tigre esperando que la brisa del río los alivie de una larga jornada calurosa. Pidieron una picada y cerveza. Las cervezas se fueron sumando y ellos estaban cada vez más animados y desinhibidos. Tal vez fue esa la razón por la cual Raúl eligió esa noche para contarle todo. Hacía tiempo que venía buscando el momento más adecuado. A medida que la amistad entre ellos crecía se sentía más culpable por ser parte de la mentira que envolvía a su primo. Fue así que le contó como fue su llegada a la familia. Que su madre nunca había podido quedar embarazada y que de repente luego de una larga estadía en Córdoba, el matrimonio volvió con Francisco. Los padres de Raúl siempre supieron que eso olía a gato encerrado. Que Francisco no era hijo de ellos pero lo que no dejaba en paz al padre de Raúl era que estaba seguro que habían sido los contactos oscuros de su hermano los que habían llevado al niño hasta allí. Más que una duda era una certeza Francisco era hijo de los presos políticos del setenta y pico. Francisco abre sus ojos de repente, todo transpirado como si nuevamente se encontrase en esa noche de verano. Recuerda la sensación de vacío y soledad que lo invadió. Cierra los ojos y se ve ahí, parándose de la mesa y marchándose sin decir nada. Se subió a su auto y estuvo manejando casi toda la noche a la deriva. Un montón de escenas de la niñez cobraban sentido con lo dicho por su primo., es más ahora entendía las últimas palabras de su tío en aquella pelea. Sentía un dolor tan profundo que lo atravesaba. Ser adoptado era una cosa, pero admitir que sus padres formaban parte de la mafia que apropiaba niños, que él tanto había repudiado en su época de militancia política en la facultad, le resultaba inadmisible. Pudo comprender por qué cada vez estaba más alejado de ellos. Las discusiones políticas hicieron que las cenas fueran cada más espaciadas. Le dolía por su madre, pero a la vez lo revelaba esa actitud siempre sumisa de agachar la cabeza y asentir lo dicho por su esposo. Para Francisco ambos eran culpables. Estaba amaneciendo perdió la noción de las horas que estuvo manejando. Bajó de la autopista, detuvo su auto frente al gran edificio blanco. Leyó en silencio “Museo de la Memoria”. Su mirada quedó fijada en las figuras humanas de las rejas, como
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ellas, se sintió atrapado. Decidió ir directo a casa de sus padres. Pero cuando llegó no pudo. No pudo preguntar. No pudo reclamar. Solo pudo huir. Y ahora otra vez en Buenos Aires. Estos dos años en España solo sirvieron para seguir evadiéndose. Nunca habló con nadie del tema. Sí leyó mucho material sobre la operatoria de la dictadura y sobre la historia de Madres y Abuelas de Plaza de Mayo. Pero hasta ahí había llegado su valentía. Hoy ya no tiene a quien preguntar ni reclamar. Otra vez debe dar una vuelta de página a su historia de vida. En realidad es la primera vez que lo hace porque de su verdadera historia nunca logró encontrar ni la primera página. Están en el entierro solo él, Raúl y un par de amigos. Se está despidiendo de sus padres. Siente un nudo en la garganta. Se da cuenta que pese a la bronca y el odio que sintió cuando se enteró de todo, nunca pudo sentirlos como sus apropiadores. Fue la culpa a traicionarlos que lo llevó a huir. Cuando está saludando a Raúl, éste le entrega una carta. No agrega nada. Lo abraza y lo deja solo. Francisco reconoce en el sobre la letra de su madre. Tal vez sea el fin de los silencios.
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La Verde de Virginia Simari
Hace unos años éramos pocas. Hoy somos mayoría en los aeropuertos y en las terminales. Me veo elegante; más dinámica y más independiente que el resto. Siento que las ruedas me dan libertad. No necesito que me alcen. Soy especial, soy un carry on y me llaman por mi nombre, la Verde. Tal vez por todo eso me apena la vida de las otras; dependen de que las trasladen, no pueden ponerse de pie. Lo único que me molesta son las pegatinas, eso nos afecta por igual; antes de cada salida nos adhieren stickers sin siquiera retirar los anteriores, muy impersonal..
—¿Están todas? ¡Alcanzame las grandes!—, gritó Alfredo esta mañana desde la baulera de la planta baja. Nunca se sabe para quién va la orden. Por las dudas, siempre corren su mujer, su asistente y la mucama. Ayer llegamos tarde de Ezeiza, nos habíamos helado mientras nos dejaron esperando tres horas antes de subirnos a la cinta. ¡Los gremialistas y sus paros! Con el cansancio y el frío me ilusionaba pasar un viernes en casa, pero no. Durante la madrugada, los celulares no pararon de sonar, Alfredo seguía frente a la computadora. La casa despertó antes de tiempo o tal vez no durmió. A mí me ayuda la experiencia, vivo en alerta. Las otras se habían desplomado cansadas al llegar. Varias siguen durmiendo de pie, paradas sobre sus ruedas; son las más modernas del equipo. Las últimas en sumarse a casa parecen una familia, todas igualitas, violetas, con sus candados automáticos, no tienen ni un raspón. Divinas. Las demás yacen acostadas, apiladas unas sobre las otras. Son parvas. No oyen ni registran nada, solo duermen. Hoy la rutina va a empezar antes de tiempo, y ahí vendrá la saturación de carga, la fuerza al cerrarnos. Muchas veces nos pesan una y otra vez antes de salir de casa como gordas culposas. 29
Ni hablar de la vida en los aviones, hasta las más dóciles suelen quejarse. El click del candado o el del último número de la combinación sella la sensación de claustrofobia. Después de eso se inicia la pesadilla con el viaje en la cinta mecánica rumbo a una bodega donde el frío congela, para culminar con la falta de luz que hace desaparecer todo alrededor. Algunas anhelan ser más pequeñas para acompañar al dueño en cabina. Eso evita el temor de no volver a reunirse con él. Todas escuchamos alguna vez los cuentos de congéneres perdidas en los aeropuertos, dando vueltas por el mundo, sin reencontrarse jamás con los suyos. Así fue la historia de aquella enorme azul, era como un bolso gigante con ruedas, una especie carry on versión blanda, algo así; ¿dónde andará? ¿porqué le habrá tocado a ella? Fue triste. Se transformó en unos pocos billetes con que la compañía silenció a Alfredo; lo más doloroso es que él aceptó y calló. Ingrato. Esa vez me indigné.
¡Uy! ¡me dispersé! Vuelvo a hoy, decía que la experiencia me puede salvar. No logro olvidar la última vez que nos requisaron; yo llevaba la ropa de Alfre, si supiera que para mí en ese entonces era Alfre, ¡como lo quería! Desde hace un tiempo es Alfredo. —Falta escanear aquella verde con ruedas!—, gritó esa vez un hombre vestido igual a tantos otros, mientras su índice escoltado por un meñique adornado con anillo, me señalaba. Ese fue el último día que las vi. Muchos hombres vestidos iguales acataban órdenes de otros. No entendí. Los uniformados rompieron los candados, abrieron cada valija, revolvieron todos aquellos paquetes rectangulares de papel recubiertos con film, igualitos, todos del mismo peso, que descansaban entre capas de ropa. Yo solo miraba lo que le pasaba a las otras. No era difícil imaginar que esas manos que las tocaban con desconfianza y brusquedad se sentían distintas a las de Alfredo. Después llegaron los perros. También estaban vestidos como los señores uniformados. Parecía que no querían separarse de mis compañeras, las rodeaban, olfateaban y daban vueltas a su alrededor. Ni se acercaron a mí. Aquellos hombres destrozaron cada cara de mis amigas con navajas filosas. Después de varias horas llegué a casa, las demás nunca volvieron.
“Decomisaron un importante cargamento”, palabras más, palabras menos esa fue la noticia en los medios. Nadie hablaba del destrozo de valijas. Si fuera periodista hubiera reportado: “Numerosas y variadas valijas fueron vejadas y luego abandonadas”. 30
Ese día descubrí que solo importa lo que llevamos. Somos descartables. Después de aquel momento empecé a pensar en armar un gremio de valijas y organizar un paro para reclamar trato digno.
Otra vez me perdí en mis pensamientos. Decía que desde ese día no volví a ver a aquellas compañeras. Vinieron otras. Ese recuerdo me ayuda a vivir en alerta. Sueño muy seguido que me colman de paquetitos rectangulares cubiertos con film y que los perros vestidos como los señores se me vienen encima. Después me quedo mal todo el día. Hoy la casa despertó antes de tiempo. Muchas veces había vivido la sensación de sobresalto, pero la de esta mañana fue muy intensa, había tensión en la casa. Sentí pasos que iban y venían, y luego venían y venían. Alfredo irrumpió en la baulera excitado, nervioso, acelerado. Ya lo había visto desbordado por el estrés, pero nunca como en esta ocasión. Hoy pinta diferente. Comenzó a cargar a cada una con paquetes iguales a aquellos de mis sueños, a llenarlas hasta el límite a punto de estallar. Una tras otra. Las violetas se están volviendo muy gordas, son tan lindas, ¡pobres cierres! Él, excitado, nervioso, acelerado, transpirando aunque no hace calor avanza en su raid colmando las maletas hasta lo imposible, a toda velocidad.
Mis ruedas cobran ahora más sentido que nunca. Agradezco tenerlas. Es verdad que a veces me había quejado; por culpa de las ruedas nunca me llevaron alzada como a otras; siempre me tocó rodar junto al jefe obligada a seguir su ritmo; me mimaron menos. Esta vez, las bendigo. Ahora siento que esas bolitas de metal en mi base son mis aliadas. Pienso en desplazarme, avanzar. Desde el fondo de la baulera, la marrón de cuero, la más viejita de todas me murmura: —Andate ahora, no mires para atrás, dale, hacelo. Ella adivinó mi plan, creo que leyó mi mente, es sabia. En el trajín, el talón del zapato de Alfredo me roza y mis ruedas logran un envión.
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Y sigo y sigo. Las rueditas se deslizan fielmente al ritmo que necesito. Me hago paso entre mis compañeras, aprovecho que Alfredo no registra mi audacia, está preocupado por cargar paquetes contra reloj. Para él lo importante no somos nosotras, sólo lo que llevamos dentro. Carga valijas y las acerca a la camioneta mientras abre el portón automático. Yo sigo circulando y al fin, gano la calle rodando, avanzo hasta el cordón de la vereda cerca del container de la cuadra. La gente camina con la vista en lo alto, no existo. Estoy agitada y confundida. Nunca había salido sola a la calle. Puedo quedarme en un lugar el tiempo que quiera y seguir camino cuando se me ocurra. No logro creerlo. Me dan ganas de volver por la viejita marrón y mostrarle este mundo. Ahora los árboles no están detrás de una ventanilla, los veo sin intermediarios y puedo quedarme a su lado cuanto quiera. Estoy vacía y liviana. Sigo andando hasta que mis ruedas empiezan a trabarse. Acá me detengo, quizás alguien me elija; después de todo no estoy tan averiada. Mi libertad es ahora dejarme sorprender por la vida de un nuevo dueño. Tal vez podré cobijar ilusiones de viajeros, albergar los juguetes de un pequeño o mejor aún, contener libros de literatura fantástica en que los objetos cobren vida. Me gusta la idea.
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