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EN VERANO Antología de cuentos concebidos en época estival
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Liliana Agüero - Roberto Alfiz - Carlos Álvarez de Toledo - Julieta A. Dyb María Ferella - Lorena Fernandez do Porto - Silvia Fogelman - Lola García Paola Verónica Giacobbe Ramiro Gonzalez Venzano - Sofía Greczanik Norberto Jatemliansky - Norma Kania Glozman - Clarisa Maxit Roberto Moldes - Matías Pierrad - Cesar Piña - Carlos Pomeranec Susana Sandoval - Mariana Teruel
EN VERANO Antología de cuentos concebidos en época estival
Compilado y editado por Karina Wainschenker Fotografías y diseño de tapa: Juan Antonio Herbojo 5
AAVV. En Verano. Antología de cuentos concebidos en época estival. Buenos Aires. 2014. A4 (210x297cm.) 138pp. Autoeditado (cc-nc 4.0).
Autores: Liliana Agüero - Roberto Alfiz - Carlos Álvarez de Toledo - Julieta A. Dyb María Ferella - Lorena Fernandez do Porto - Silvia Fogelman - Lola García Paola Verónica Giacobbe Ramiro Gonzalez Venzano - Sofía Greczanik Norberto Jatemliansky - Norma Kania Glozman - Clarisa Maxit Roberto Moldes - Matías Pierrad - Cesar Piña - Carlos Pomeranec Susana Sandoval - Mariana Teruel Compilado y editado por Karina Wainschenker k.wainschenker@gmail.com / karinawain.wordpress.com Fotografías y diseño de tapa: Juan Antonio Herbojo herbojojuan@hotmail.com / juanherbojo.hotglue.me
La antología "En Verano" está distribuida bajo una Licencia Creative Commons Atribución-NoComercial 4.0 Internacional. En cualquier explotación de estos textos, será necesario reconocer la autoría (obligatoria en todos los casos). La explotación de la obra queda limitada a usos no comerciales. 6
ÍNDICE CAFECITO, de Carlos Pomeranec
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NO SABIA QUE LO SABÍA, de Silvia Fogelman
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DETRÁS DE SU OREJA, de Mariana Teruel
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EL MANIQUÍ DE SCALABRINI ORTIZ, de María Ferella
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JUGOSO DESTINO, de Susana Sandoval
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UNA CANCIÓN PARA PAMELA, de Julieta A. Dyb
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UN ARTISTA INCOMPRENDIDO, de Matías Pierrad
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UNA NUEVA REBELIÓN EN LA GRANJA, de Carlos Álvarez de Toledo
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TABLADA, de Norberto Jatemliansky
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RESPIRAR, de Sofía Greczanik
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LA HERENCIA de Norma Kania Glozman
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LIBERACIÓN, de Roberto Moldes
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RECORDAR ES VIVIR DOS VECES, de César Piña
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EL COLOR DE LAS HERIDAS, de Lorena Fernández do Porto
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LA SUERTE ES LOCA, de Ramiro González Venzano
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¡¡DALE QUE…!!, de Roberto Alfiz
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SÓLO UN CAFÉ FLORENTINO, de Liliana Agüero
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MI NEGRO, de Paola Verónica Giaccobe
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LOS COMENSALES, de Lola García
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LA DESAPARICIÓN DE EVA, de Clarisa Maxit
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CAFECITO De Carlos Pomeranec
Carlos Pomeranec. Presidente de Auping S.A. Argentina. Esposo de Ester (sin hache), papis de Gustavo, Pablo y Diego y abus de Tomรกs, Gaspar y Juan (Los Pomo). Contacto: cpomeranec@auping.com.ar 9
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esde que me senté a la mesa de este café, me aflojé la corbata, me desprendí el botón de la camisa, apagué el celular y pedí mi cortado, siento que hoy es mi día de suerte. Sí, no recuerdo haber tenido un día de suerte desde hace mucho tiempo. Es cierto, aunque debo recordar que la suerte en muchas oportunidades no viene solita. A vos no te pasa esto de que a veces la suerte te viene acompañada con un poco de culpa? Sí… ¿no? Esa culpa que te hacen sentir las mujeres y cuyas figuras nos invaden los días, las noches, las horas productivas y las no productivas como ésta, en la que por alguna razón desconocida decidiste detenerte en este café, sentarte a una de sus mesas y terminar de interpretar de buena onda la última conversación que mantuviste con tu mujer, en la que ella te contaba por enésima vez que su prima María, esa que a vos te gusta tanto y que a ella le importa un bledo que te guste y que bla…bla…bla… Mientras, le indicás al mozo con la mano que deseas tomar un pocillo de café, no porque lo deseas realmente, sino porque nada, porque tenés el determinante y único propósito de nada, de no hacer nada, de no pensar más en eso, de no pensar en nada, ni tan siquiera en alguien, porque solo decidiste simplemente eso de estar, allí, en esa mesa, esperando sin muchas esperanzas. ¿No te ha ocurrido algo así alguna vez? ¿No te ha pasado que de pronto sentís como que has perdido tu mirada? ¿No te ha ocurrido que en esa circunstancia acabás encontrándote con otra mirada, que no es la tuya, pero que te está mirando? ¿Sí? ¿Te ha pasado que al prestarle atención a esa mirada, sus ojos parecen preguntarte por qué te ves tan triste esta tarde; y sentir que esos ojos ya te miran sin tapujos y te dicen que todo va a estar bien; y que justo llega el mozo con tu cafecito, mirás descaradamente tu reloj pulsera, te preguntás a vos mismo si tenés quince minutos más para tomar, claro, otro café más pero con ella, y entonces te le acercás a su mesa porque claro que tenés tiempo, cómo que no?, ¿no te sucede que cuando llega esa taza blanca, pequeña, limpísima, rellena de un líquido espeso, negro, con una capa sedosa de crema que da ternura de solo ver, esos quince minutos se convierten en treinta, y sentís como el primer sorbo te adormece la lengua pero hacés todo un esfuerzo para hablar? Y hablás, claro. Hablás como si fueras tu mujer bla…bla…bla… mientras que uno a uno los tragos te entibian los labios, las mejillas, la frente, el mentón. Y te olvidás del sabor de la crema, del resto del mundo porque ella… te escucha. ¿Te escucha? Y en tu boca, mientras hablás y hablás en ese inhalar y exhalar de tu respiración, sólo existe el café. Y ese cortado sabe 11
como nunca, porque es sencillo de entender. Nunca un café americano, capuccino, expresso, cortado o a medio cortar te va a saber igual. Porque este cafecito que tomás sin azúcar mientras le hablás a esos ojos te lava el aliento de todo lo amargo, de cuantas tristezas hayas paladeado. Casi te redime. Es cierto, es mi día de suerte, ¿lo ves? Solo que mi suerte se está acabando, ¿no te lo dije? Por este grito que retumba en toda la sala del café, ¿escuchás? – ¡Qué lindo, eh! ¿De farra con una minita? Sí, sí. Un “eh” sentenciante que me empuja a la silla de los condenados. De los condenados a no probar nunca más un buen express. De los condenados. De mi condena. – ¡Hijo de puta!–, vocifera otra vez. Justo cuando no han pasado ni quince minutos de monólogo entre esa mina y yo y de por medio ese cafecito, ¡tiene que aparecer mi mujer! – ¿¡Por qué me hacés esto!? –, latiguea– Me merezco al menos eso, ¡una explicación! ¨ ¿Quiere una explicación? Se la daré, pero primero que me explique qué está haciendo ella acá, ¡siendo que este sueño es mío!
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NO SABÍA QUE LO SABÍA De Silvia Fogelman
Silvia L. Fogelman. Psicóloga, lectora empedernida desde que tiene uso de razón, decidió despuntar el gusto por la escritura. Y... ¿quién sabe?
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burrida. Así me sentía últimamente cada vez que nos encontrábamos con Rodrigo. Ya no me interesaban sus historias, no me divertía ir al cine con él, y lo peor de todo era que me asqueaba dormir juntos. Siempre me había hecho gracia que dijeran de mí que era ‘muy gauchita’ a la hora del sexo. Pero últimamente… con Rodrigo… No podría precisar exactamente cuándo había comenzado a ocurrir este cambio de actitud. Me estoy transformando en alguien diferente, pensaba cada vez que volvía a casa después de uno de nuestros encuentros. Y lo primero que quería hacer en esos momentos era llamar a Natalia para contarle cómo estaba y preguntarle cómo estaba ella. Es la única que me entiende. Eso creía. Que Natalia era incondicional, que podía llamarla a cualquier hora del día o de la noche y que siempre estaría disponible. ¿Para mí?, me preguntaba una y otra vez. Ojalá Rodrigo me entendiera como Nati. No puede ser que él no se dé cuenta que ya no soy la misma que al principio. ¿Puede ser tan básico?, me preguntaba. ¿Serán así todos los hombres?, era la duda para la que no encontraba repuesta. Las últimas relaciones habían sido tan cortas… siempre encontraba más defectos que virtudes en los hombres con los que entablaba relación. Había comenzado a pensar que algo me estaría pasando a mí. Al volver de la casa de Rodrigo, aquella noche de invierno, fría y desapacible, llamé a Nati. – Necesito que hablemos. Estoy muy angustiada–, le dije mientras pensaba por favor, escuchame. No me cortes. Decime que no te importa que te llame a esta hora y que estás para mí. Decime que estás para lo que yo necesite. Y así fue. Me escuchó, trató de entenderme, de indagar, preguntarme. Porque Nati siempre da en la tecla a la hora de hacerme reflexionar; ella siempre sabe qué decirme para tranquilizarme. – Nati, necesito que nos veamos. ¿Podemos tomar un cafecito mañana? ¿A qué hora salís del Estudio? Y su respuesta, como siempre, fue una bocanada de aire fresco. – Pero, gorda, ¿cómo no vamos a poder tomar un cafecito?–, me contestó. – ¡Dale!, a las siete nos encontramos en la esquina de Cabildo y Gorostiaga. 15
Esa noche me sentí muy rara. Me parecía que caminaba por una cornisa. ¿Se sentirá así la gente que camina al borde de un precipicio?, me preguntaba ¿Por qué tengo estos pensamientos tan raros? Natalia no hace más que hacerme pensar; pero, ¿pensar en qué? Ella me habla de Rodrigo, de lo buen tipo que es, de lo raro que es encontrarse, hoy, con un hombre que se preocupe tanto por una, de lo masculino que es. Y me da rabia. Me enoja que Nati lo defienda de esa manera. Porque yo a Rodri lo quiero, lo conozco y lo admiro; pero ya no lo amo. A la mañana, desperté con zozobra. Algo iba a ocurrir más tarde. Tenía esa rara sensación de antes de rendir un examen: segura de que había estudiado, pero al mismo tiempo con la duda de lo que se esperaba de mí. Y Nati, ¿qué esperará de mí?, fue la duda que me invadió todo el día. Por la tarde, volví temprano de mi última clase y me preparé para el encuentro con ella. ¿Sería necesario que me cambiara la ropa y me volviera a maquillar? Bueno, Nati está siempre tan arreglada… Tengo que estar bien para ella, pensé. Y en ese momento el precipicio se transformó en un valle. Entendí lo que estaba sucediendo. A las siete en punto estuve en el barcito de Cabildo y Gorostiaga. Ahí nos habíamos conocido una tarde, Natalia y yo, cuando nos retuvo una tormenta de lluvia y granizo. Estábamos a punto de salir las dos, al mismo tiempo; cada una había terminado ya su té y sus medialunas. Hasta en eso coincidimos, recordé. La lluvia arreciaba, nos miramos y nos sonreímos, y las dos decidimos volver a sentarnos, a esperar que pasara la tormenta. – ¿Querés que tomemos otro té juntas? Ocuparon tu mesa y ya sólo queda libre la mesa donde estaba sentada yo–, me invitó. Acepté, y en ese instante pensé que esa mujer sería mi amiga. Jamás habría podido imaginar todo lo que vivimos juntas a partir de ese momento. Fines de semana en El Tigre, cine, vacaciones en Monte Hermoso, donde su familia tenía una chacra. El viaje a París y Praga en la primavera europea de 2001. ¡Las mudanzas!; las de ella y las mías. Y la vida. Hablábamos casi cada día. Siempre teníamos algo para comentar, o para consultar, o para compartir. Sus novios, los míos; sus alegrías y las mías. Amores y desamores. 16
Pero esa tarde, esperándola, algo pasó. Se corrió el telón. Se lo tengo que decir, pensé. No soporto un día más sin decirle qué me pasa. Ella es quien más derecho tiene a saberlo y debe ser la primera, decidí finalmente. Antes de hablar con Rodrigo, tengo que decírselo a Nati. Se va a alegrar... ¡No!, ¡se va a poner feliz! Cuando entró Nati, mi corazón se aceleró. En ese momento supe que no estaba equivocada. Me vio, se acercó a saludarme y se sentó. – Nati–, le dije – ¡Estoy enamorada! – ¡Pero claro, Florcita!–, contestó tan dulce como siempre. Aunque su cara, extrañamente, me pareció que no era de alegría. – Yo sabía que ibas a relajarte. Rodri es un tipo maravilloso. No te puedo imaginar con otro hombre. Yo la escuchaba y las manos me temblaban. Los ojos se me llenaron de lágrimas. No puedo ocultarlo más, pensé en ese momento. – Nati, me enamoré de vos.
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DETRÁS DE SU OREJA De Mariana Teruel
Mariana Teruel. Es pianista, violista y astrologa. Trabaja en orquestas sinfónicas y como docente en orquestas para niños y adolescentes. Toca en un grupo llamado Las Vecinas de Amadeus donde además disfruta de realizar los arreglos musicales. Ama la lectura y la escritura. 19
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A Karina Wainschenker y a todos mis compañeros del curso por sus aportes y su buena onda
N
o sé por qué pero ese día tomé un camino diferente. Y al dar vuelta una esquina la vi. ¿Era ella? Sí, definitivamente lo era. Me convencí cuando hizo ese gesto, su gesto, el mismo con el que me enamoró cuando entró por primera vez al salón de la escuela, esa manera tan suya de ocultar un mechón de cabello detrás de su oreja, la izquierda. Uno ya sabe cuándo lo va a hacer, porque previamente hace una media sonrisa que le remarca los hoyuelos de los cachetes, luego rueda sus ojos hacia abajo, tímida y, a la vez que sus delicados dedos deslizan el mechón, ni muy grande ni muy pequeño, tras su oreja izquierda, su cabeza rota ligeramente hacia la derecha. No cabían dudas, era ella. Me escondí tras un puesto de diarios para recobrar el aliento y observarla de cerca. Su rostro revelaba sutilmente los años transcurridos, pero no había perdido su esencia en absoluto. Aún conservaba su llamativa figura y la elegancia al vestir. Sus rasgos alegres y despreocupados seguían intactos como en los años escolares. Así también mi amor por ella. Mientras fingía leer una revista, la vi salir con un trapo de estampado floral en su mano. Cumplía su trabajo de manera casi obsesiva. Limpiaba cada mesa con movimientos redondos, como acariciándolas. Dedicaba a cada mancha un tiempo respetuoso. La sutileza de sus manos al recoger la vajilla despertaban en mí el anhelo de ser plato o taza. Se deshacía de las migas mediante una pequeña aspiradora de mano que llevaba en el bolsillo de su delantal. Todo un arte. Una vez que la mesa quedó reluciente se detuvo a observar el trabajo realizado y, con una sonrisa de satisfacción, pasó a la siguiente para repetir el hipnótico ritual. Pero, de forma inesperada, unas palomas se posaron sobre la mesa que acababa de limpiar con tanto esmero. Al verlas las ahuyentó agitando el trapo. Era una coreografía exquisita, los movimientos ondulantes de su brazo y las aves bailoteando alrededor. Una escena de película. Desperté de mi ensueño y los nervios se apoderaron de mí, sabía que había llegado el momento. Extraje del bolsillo una petaca de whisky que siempre 21
llevo conmigo. Disimuladamente tomé un trago largo y la guardé al instante. Me dio coraje y calor, mucho calor. Avancé tres pasos y sentí una gota de sudor recorriéndome la frente. Respiré hondo y continué avanzando. Me senté en una mesa ubicada estratégicamente, al fondo, en una esquina. Desde allí podía observar todos sus movimientos y pasar desapercibido. Atendía a los clientes con actitud altiva, la misma que había despertado el deseo en mí tantos años atrás a la vez que el temor que siempre me impidió acercarme a ella. Años y años observándola desde la sombra. Pero la vida me daba otra oportunidad al cruzarla en mi camino. Estábamos destinados a estar juntos, no cabía ninguna duda. Se movía entre las mesas con un andar hechizante. Sus delgadas y ágiles piernas caminaban con prisa y sus caderas redondeadas se bamboleaban de un lado al otro a la vez que sus elegantes brazos hacían equilibrio con la bandeja. Un hombre maduro que consumía café en una mesa cercana a la puerta de entrada hacía todo lo que estuviera a su alcance por captar su atención, era evidente. Hablaba por teléfono en forma constante manteniendo charlas de negocios. Por momentos hasta hablaba en inglés y otras en francés. De seguro quería fingir ser un hombre poderoso y adinerado. ¿Billetera mata galán? Jamás lo creí. Cada tanto reía a carcajadas a un volumen totalmente innecesario para un lugar tan pequeño y silencioso como aquel. Entonces le echó una mirada lasciva, estoy seguro, yo lo vi. Sentí mi cuerpo entero envenenarse de rabia y unos intensos deseos de darle su merecido a ese hombre despreciable. Acto seguido volcó torpemente su café sobre la mesa, hecho claramente premeditado para tenerla cerca suyo. Ella se acercó y limpió con dedicación el café derramado mientras él no cesaba de mirarla. La situación se tornó insostenible. Ya estaba a punto de tomar cartas en el asunto cuando la vi encaminarse hacia mí y sentí mi corazón detenerse. Parada junto a la mesa me miró con sus brillantes ojos color miel entrecerrados por el reflejo del sol. Unas finas líneas tomaron forma alrededor de sus párpados. Me saludó cordialmente, tomó mi pedido y se alejó hacia la barra. ¡No me había reconocido! ¿Cómo era eso posible? Tantos años amándola en silencio. Y ella inmutable. Mientras preparaba mi café sacó el celular de su bolsillo, lo miró y sonrió. Una sonrisa perfecta. Al minuto y cuatro segundos recibió un llamado. La conversación fue breve pero a ella parecía resultarle muy divertida ya que 22
reía a menudo. Una risa provocadora de hembra en celo con la que coqueteaba y atraía la atención de los clientes. Era obvio que hablaba con un hombre. ¿Pero con quién? ¿Había ya un hombre en su vida? La sola idea de otras manos sobre su cuerpo me revolvía el estómago. Pero eso ahora carecía de importancia, la vida nos había vuelto a reunir. En una jaula sobre la barra, un loro verde y naranja me miraba fijamente, incomodándome. Desde el momento en que me senté sentí su mirada penetrante que registraba todos mis movimientos. ¿Por qué me espiaba? De pronto comenzó a repetir de manera incesante “¡hola Juan!, ¡hola Juan!”. Yo no soy juan, pensé. ¿Quién sería Juan? El hombre que pretendía entorpecer nuestro destino. Seguro. Mis reflexiones fueron súbitamente interrumpidas por el ruido de una taza al ser apoyada en la mesa. Tuve que contener el impetuoso deseo de rozar su mano. Devoré mi desayuno con histérica avidez. Mientras tanto, ella se paseaba a mi lado, indiferente. Barría, limpiaba las mesas y juntaba la vajilla sobre su bandeja. Entonces comprendí todo. Las piezas comenzaron a encajar unas con otras. Era obvio que me había reconocido. No me quedaban dudas. Lo del teléfono, el coqueteo con el hombre maduro, lo de Juan, todo lo había hecho para llamar mi atención. ¿Cómo pude ser tan ciego? Ella siempre lo supo y también lo sintió. Decidí entonces tomar las riendas del asunto y actuar de una vez por todas. Tomé una servilleta de la mesa y una lapicera de mi maletín y le escribí una nota. Mi plan era perfecto. Me incorporé y atravesé la cafetería en dirección al baño. Al salir choqué intencionalmente con ella, instante que aproveché para guardar disimuladamente la nota en el bolsillo de su delantal. Salí del local con aire triunfal y caminé repasando todo lo sucedido y sintiendo que, tantos años de amarla, habían valido la pena. Pero de pronto me frené en seco al darme cuenta que había cometido una épica idiotez. “No firmé la nota”, pensé. ¿Y qué? Ella sabría su remitente, llevaba años esperándola.
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EL MANIQUÍ DE SCALABRINI ORTIZ De María Ferella
María Ferella. Nací y me crié en Zona Oeste. Estudié Sistemas en la Universidad de Morón y últimamente he estado haciendo tareas de Administración de Proyectos. Amo la música y vivo sumergida en las redes sociales. 25
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a primera vez que lo vi sentí una mezcla de miedo y lástima. Su aspecto grotesco no coincidía con la imagen que se trataba de dar cuando se lo fabricó: un maniquí de un niño al que le faltaba un ojo, un par de dedos de la mano derecha, y que había perdido bastante su color original. El detalle del guardapolvo un poco raído completaba la sensación de desprotección. Nada ni nadie puede evitar el deterioro del tiempo sobre las cosas, y este objeto no era la excepción. Sin embargo, parecía que algún ser se había ensañado con él. Esa primera imagen quedó quemada en mi retina y en mi mente. Empecé a cambiar mi recorrido habitual por la vereda de Scalabrini Ortiz entre Vera y Ramírez de Velasco para caminar cuantas veces pudiera por la vidriera del muñeco tuerto. Esa cuadra se convirtió en un paseo obligado para mí. Cuando pasaba por su campo visual le sacaba la lengua en señal de desprecio. Luego comprendí que era el miedo lo que me hacía despreciarlo. Pero, ¿miedo a qué?, ¿a la imagen de un niño? Con un claro replanteo de mi estrategia, comencé a saludarlo tibiamente cuando sentía que me podía reconocer, y me dí cuenta que este niño quieto empezó a inspirarme una inesperada ternura casi maternal. De pronto, un día que pasaba medio distraída por la puerta de su cárcel de cristal creí escuchar un sollozo, casi imperceptible, pero sin dudas cierto. Me frené un momento para comprobar si provenía de adentro del local, pero no observe ningún movimiento. Continué mi camino no sin cierta preocupación. “Deberé prestar más atención la próxima”, me dije. Pasaron muchos días hasta que pude hacerle una nueva visita a mi amigo quieto, pero finalmente se cruzaron nuestros caminos. Esta vez, estuve atenta y con los oídos bien abiertos por cualquier pequeño rumor que pudiera escuchar. La sangre se me heló cuando sentí la vibración de una risa que sonó sin dudas infantil y juguetona, de esas que los chicos hacen cuando saben que se mandaron alguna travesura. 27
Y algo más: lo vi a él, saludándome con la manito que le quedaba completa. ¿Qué podría haber hecho? Sencillamente, le devolví el saludo y me alejé mientras el corazón sonaba cual tambor en mi pecho y mi mente trataba de convencerse de que había sido una ilusión. Sin embargo, tenía la extraña certeza de que no había sido una ilusión y debía verlo de nuevo para comprobarlo. Volví sobre mis pasos, con la rapidez que me permitía el cansancio, y me acerqué a la reja que me separaba de él… mi niño golpeado. Al ser las nueve de la noche, ya habían cerrado el negocio y por eso lo habían dejado cerca de la reja en una semi penumbra. Él también se acercó, tímido al principio como si estuviera dudando de revelarse ante mí, con paso lento, tal vez torpe por su trabajo de estar tanto tiempo quieto. Cuando notó mi sonrisa amplia se animó definitivamente a mostrarse. Me tomó la mano pasando la suya por entre medio de los fierros y la besó suavemente. Noté la dureza y frialdad del plástico, pero no me importó. Una lágrima corrió por su mejilla, saliendo de esa cuenca vacía que me había espantado alguna vez. Deseé que pudiera hablar, pero no tuve esa suerte, por lo que le dije: “Mañana vuelvo y jugamos”. Pude sentir que se alegró por mi promesa, y también yo me alegré por este secreto que compartíamos. Me despedí y volví a mi casa con toda clase de dudas respecto a lo que había pasado. Sobre todo me preguntaba si había sido real. Comencé a ir todas las noches a visitarlo, dado que estaba solo a unas cuadras de mi casa. De más está aclarar que todos los encuentros fueron de una extrañeza maravillosa: sin palabras, compartíamos algunos juegos que yo llevaba y nunca me había sentido tan feliz. Un par de veces llevé alguno de mis libros favoritos y le leí los pasajes que más me gustaban. Cuando me emocionaba, él siempre me tomaba la mano y me la acariciaba dulcemente. No puedo explicar con exactitud de qué forma lo hacía, pero el niño de plástico me calmaba y me entendía con apenas unos simples gestos. Por supuesto que también se reía de algunas historias divertidas que le contaba sobre caídas, ridículos y vergüenzas varias que había pasado en mi infancia.
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Hasta ese momento, mis visitas siempre habían sido a la noche, amparada por la oscuridad, era ambiente propicio, ideal para compartir lo incomprensible; porque yo seguía sin comprender. De día pasé varias veces sin obtener la mínima reacción del chiquito quieto pero, cada vez que iba durante la noche, no terminaba de llegar que ya lo veía corriendo a mi encuentro. Así pasamos un otoño de momentos inolvidables. Cuando empezó a arreciar el frío, no pude ir más en las noches. Para compensar, pasaba algunas veces durante el día y saludaba disimuladamente a mi querido amigo, pero extrañaba los juegos, las lecturas. Un día me llamó la atención no verlo en su lugar habitual. “Deben haberlo puesto en otro lugar”, pensé y seguí mi camino, aunque algo en mi mente no terminaba de calmarse, como un rumor de fondo o una idea que rondaba pero no terminaba de expresarse. Para calmar esa preocupación volví a pasar a los dos días y me animé a entrar. Era muy extraño ingresar al fin al lugar que sólo había conocido en la superficie y en el que habitaba un ser tan extraordinario. Me acerqué al señor detrás del mostrador y casi con un hilo de voz le pregunté: “¿Y el maniquí chiquito que tenía en la entrada?” El señor, de bigotes frondosos y mejillas redondas, me miró sorprendido primero y luego su mueca viró a una pequeña tristeza medida. Tomó aire y me dijo: “No está más”. Sacó una foto raída de un cajón debajo del mostrador y me la mostró. Era el muñeco que yo había conocido pero en mejores condiciones, y había dos más. “Todos estaban juntos cuando abrí el negocio hace treinta años”, me explicó, “y él fue el último que tuve que devolver a fábrica para que lo reciclen.” “¿Pero, va a volver?”, le pregunté con cierta ansiedad en la voz. “No, voy a hacer unas reformas acá y las vidrieras no van a tener más lugar para maniquíes”, respondió con algo de añoranza. “Pero a vos, ¿por qué te preocupa él?, ¿también lo conociste? Yo le cantaba algunos tangos a la hora de la siesta, cuando el local estaba cerrado y él venía a la cocina del fondo y se sentaba a mi lado”. Empezaron a caer unas lágrimas por mi cara y sólo pude afirmar con la cabeza. Recorrí brevemente el lugar con los ojos para guardar la imagen del local tal como era durante ese 29
hermoso tiempo. No tenía ganas de seguir la charla, por lo que me despedí del cómplice de mi secreto y seguí mi camino. No volví a pasar por ahí, no había forma de que no sintiera la falta de esa criatura dulce y misteriosa. Tampoco volví a mirar a un maniquí, y mucho menos a los que están en las casas de ropa de niños sin sentir añoranza. Lo único que espero es que, donde esté, tenga a alguien que le haga compañía tanto como necesite. Aunque cada tanto siento la tentación de buscarlo, ya no siento la necesidad. Ya pasaron un par de años desde aquel singular momento de mi vida. Ahora le cuento historias y juego sin parar con mi propio hijito; muchos fueron los que recordé gracias a mis visitas nocturnas al maniquí de Scalabrini Ortiz.
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JUGOSO DESTINO De Susana Sandoval
Susana Sandoval. Trabaja en Comunicaci贸n para un Turismo Responsable, vive en Buenos Aires y est谩 muy contenta con su reciente blog viajeroresponsable.com.ar Tiene un hermano, padres, dos hijos y amigos geniales para compartir hoy este cuento.
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as personas se amontonaban en las barandas frente al glaciar. Los que estaban por detrás saltaban en forma ocasional y sus cabezas surgían entonces en la multitud como si fueran teclas de un piano que alguien tocara pensando en otra cosa antes que en la música. Las noticias corrían velozmente, la ruptura se produciría en una hora, dos, esta noche. La última había ocurrido hacía dos años atrás en la misma época, cuando las hojas de algunos árboles del Parque Los Glaciares cambiaban su color antes de caer. Mientras el tumulto crecía yo miraba aturdida desde mi escondite el inquieto talón de un pie nervioso que se movía para abajo y para arriba. Me encontraba en el lado derecho de un banco de madera, mejor dicho debajo del lado derecho de un banco de madera. En la última hora había tenido que rodar unos centímetros hacia el centro para esquivar los borceguíes de un chico que balanceaba las piernas sin parar para adelante y para atrás. Logré hacerlo pero la tarea no fue sencilla y el esfuerzo dejó como resultado una raspadura transversal a lo largo de mi delicada piel anaranjada. Y todo por culpa de Sofía. Escuché cuando su madre le repetía que no bajara con comida del auto pero ella se las ingenió para esconderme en uno de los bolsillos de su nuevo abrigo cuando me descubrió en el piso debajo del asiento trasero. No podía enojarme con Sofía. Mis hermanas la habían malcriado con jugos y zumos que tomó por mucho tiempo en una taza rosada que tenía el dibujo de un animal grandote con trompa larguísima. Ella adoraba esa taza y su contenido, sorbía cada gota hasta el final riéndose divertida y enojándose otras veces pidiendo más. Su abuela decía que gracias a los naranjos de la casa de Monte Caseros, donde ahora vivía Sofía, varias generaciones de la familia se habían destacado en la región por su altura y su color saludables. Esto no era del todo cierto, pero nadie contradecía a la abuela Elvira. El tío Carlos, que ocupaba la habitación con vista al único pomelo del huerto, tenía por ejemplo un color rojizo en la punta de su nariz y en la parte superior de sus pómulos que no tenía nada que ver con el dorado o pálido brilloso de otros integrantes de la familia. Al tío Carlos no le atraían ni el arroz con leche con naranjas confitadas ni las empanadillas de naranja y chocolate que eran las especialidades de 33
Estrella, la mamá de Sofía, aunque parecía tener predilección por un Cointreau que se guardaba en un pequeño estante para utilizar en recetas especiales de la casa. Después de todo, sus gustos cítricos no ponían en duda que era parte de esta familia. ¿Qué era ese ruido? Agua seguro, pero el sonido parecía un trueno, un trueno que cortaba el agua. ¿En qué lugar estaba? Hasta comenzaba a extrañar mis primas de Brasil, las limas de exportación. Soberbias, insoportables. Siempre recordándonos que ellas eran cultivadas para fines más elevados que el nuestro, que formarían parte de limonadas únicas en mezcla con jengibre servidas en restaurantes londinenses o serían ingredientes en algún cóctel tropical para barras de primera categoría. Las pequeñas mandarinas, siempre tan dulces y alegres, se quedaban calladas cuando las limas nos visitaban, en parte porque no comprendían muchas de las palabras que ellas utilizaban y en parte porque no les interesaban. Su mundo se extendía a las zonas rurales cercanas y su meta era simplemente refrescar la garganta de algún paisano en una tarde de calor correntino. En las últimas semanas yo había sentido como cada día de riego me llenaba de vigor y crecía, estaba cada vez más preparada para cumplir mi destino. ¿Sería un ingrediente en uno de los pasteles semanales de Estrella o mejor aún, en una de sus recetas especiales? ¿Formaría parte de una de sus famosas mermeladas? ¿Me escurrirían para dar lo mejor de mi jugo y sentir mi delicioso aroma? El árbol al que pertenecía había sobrevivido orgullosamente la helada de diciembre y la plaga de araña roja de febrero. Yo había sobrevivido para cumplir mi destino, cualquiera sea. Por eso me asusté cuando la familia comenzó a cargar en la camioneta valijas, una heladera y hasta Any, la muñeca favorita de Sofía. Comencé a calcular cuánto podría durar el viaje y cuánto podría esperarlos, por suerte pertenezco al noble linaje de la variedad de Valencia con frutos que podemos resistir varios meses sin ser recogidos del árbol. En algún momento me tranquilicé pensando que de ninguna manera el viaje sería de gran duración, la familia nunca desperdiciaba los frutos de su huerto, mucho menos sus naranjas. Tengo que reconocer que yo todavía tenía un tinte verdoso en el costado que no recibía el sol de la tarde pero estaba tan ansiosa por 34
saltar a la cesta de las privilegiadas que hacía un gran esfuerzo para mostrar mi cara más luminosa cada vez que Estrella llegaba al huerto y nos observaba mientras susurraba feliz una cancioncita desafinada. La mañana antes de que la familia partiera, la mano suave de Estrella tomó a algunas de nosotras y otras del árbol de enfrente. Parecía que mi destino sería derramar mi jugo en la boca de Sofía en algún momento del viaje y me puse muy contenta. Sentí que no habría mayor alegría para una naranja que tener un destino como ese. Sin embargo las cosas no fueron tan simples como esperaba. El primer día de viaje Sofía se mantuvo tranquila y solo se movió mucho para bailar cuando escuchó el Twist del Mono Liso, su canción favorita aunque no la mía. Por suerte Estrella cortó el tema y desvió su atención invitándola a jugar con los dedos de sus manos y yo dejé de sentir el escalofrío que corría por mis gajos siempre que escuchaba esa canción pensando en la pobre amiga naranja desconocida que fue perseguida por un mono con un cuchillo de la sala al comedor. El segundo día se despertó temprano y de muy mal humor. No quiso comer ninguna fruta, el día anterior tampoco, y no había títeres ni canciones que la convencieran de estar quieta en el asiento trasero del auto. Ni siquiera quiso seguir a Estrella en el baile con la cabeza contorneando los hombros y haciendo olas con los brazos que tanto le gustaba. Comenzó a gritar y su papá enojado frenó en medio de una ruta sin autos ni gente. Fue allí cuando en apariencia yo volé de la bolsa donde estaba con mis compañeras y caí al piso inconsciente. Me despertó el cosquilleo de un papel amarillo y cuando abrí los ojos me encegueció el círculo rojo con un corazón que contenía letras que decían algo así como bon o bon; al otro lado estaba Any, la muñeca. Rodé hacia arriba y alcancé a ver los pies abrigados de Sofía que salían de su silla antes de sentir el crash de la puerta y el silencio del estacionamiento. Al día siguiente esperé con ansiedad que llegara mi familia y pudiera encontrarme, no quería pasar una noche más como la anterior, el frío me había debilitado y necesitaba cumplir mi destino antes que el paso de los días me marchitara. Noté que estaban los tres contentos y descansados pero ninguno corrió sus ojos hacia el suelo del auto. Otra vez estábamos en camino pero en un tiempo que me 35
pareció muy corto el vehículo se detuvo y cuando Estrella bajó a Sofía de su silla ella se estiró para alcanzar a Any y me vio. Allí fue cuando decidió guardarme en el bolsillo de su abrigo. Lo que siguió a continuación era previsible, estaba en manos de alguien que todavía no comprendía el significado de palabras como lealtad, confianza, apego o solidaridad. Sofía se encontró con un compañero de juegos mientras sus padres esperaban ansiosos la ruptura del glaciar y en algún momento me ofreció a cambio de dos caramelos de goma. Pero cuando me quiso entregar no sé si por mi resistencia a este trueque escandaloso me encontré rodando por el suelo para llegar a la parte inferior derecha de un banco de madera. Y aquí estaba tratando de esquivar un golpe imprevisto desde un par de borceguíes cuando el ruido parecido a un trueno se multiplicó. La gente comenzó a gritar y gotas de agua enormes empezaron a llegar hasta el lugar donde me encontraba. La ruptura del glaciar había acontecido y parecía que era un evento de importancia. La euforia era intensa y en algún momento alguien que me descubrió hizo lo que toda persona preocupada por el cuidado ambiental sabe que es incorrecto, me arrojó al lago frente al glaciar. Sofía aparecía en mis sueños rescatándome del agua, secando mi piel y clavando sus uñitas para disfrutar después absorbiendo el jugo de mi cuerpo mientras las cosquillas me hacían reír. De golpe ya no estaba Sofía y en cambio la mano delicada de Estrella sumergía mi pulpa en una mezcla con harina, huevos y almendras y el tío Carlos aprovechaba para sacar del estante el licor francés de naranja mientras ella cocinaba entretenida. Mis primas limas, limones y mandarinas bailaban con velos azules rodeadas de cubitos de hielo. Estaba tiritando y me desperté. Miré fascinada a mi alrededor, el reflejo en el interior del glaciar era mágico, parecía que estaba en una especie de grieta en la que continuaba llegando agua con algunas hojas, pequeñas ramitas y hasta una hormiga que había logrado sostenerse en el tallo de una planta desconocida para mí. Comencé a sentir más frío, noté que mi piel se cubría de escarcha y poco a poco me congelé.
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Los titulares de los diarios locales y nacionales mencionaban la nueva ruptura del glaciar en el sur de Patagonia. Nadie esperaba que sólo después de un año ocurriera nuevamente. Los científicos proclamaban que esto era una nueva evidencia del aumento de temperatura en el planeta; las personas que habían llegado de otras regiones del país y del mundo ya se habían retirado. Fue entonces cuando Sebastián y sus padres decidieron acercarse al lago frente al glaciar. Vivían hace poco tiempo en el poblado cercano, habían llegado de Corrientes poco más de un año atrás. Aún extrañaban sentir el aroma de cítricos por las mañanas y habían intentado sin grandes resultados plantar un naranjo y un limonero en su nuevo patio de tierra arcillosa. Sebastián jugaba tranquilo en la costa cuando un reflejo dorado llamó su atención, caminó con curiosidad siguiendo la luz y miró sorprendido a una pequeña naranja que con rastros de hielo aún en su piel flotaba en el borde del lago. Asombrado y feliz, con cariño la rescató, la lavó, secó y corrió lo más rápido que pudo para encontrarse con sus padres. Tenía una muy buena noticia para darles, estaba seguro que había encontrado la mejor semilla para el primer naranjo sureño de la familia. Dicen que los destinos siempre se cumplen pero sólo los impacientes piensan que saben cuándo.
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UNA CANCIÓN PARA PAMELA De Julieta A. Dyb
Julieta A. Dyb. Madre por vocación y elección. Admiradora de los good boys y me defiendo en la cocina. Intentando sobrevivir. Incrédula a cualquier propuesta política. Contenta si me regalan un libro, un ramo de fresias and no more. No tengo link, pero me gusta armar listas de música en Youtube, a falta de un grabador y un par de TDK.
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Para mi abuela, Julio C. y Daniel; Marcelo, Gerardo, Ramiro y Augusto
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amela habita el parque desde hace mucho tiempo. Es la más viejita entre las de su colonia; resulta una incógnita cómo logró sobrevivir tantas décadas, al ser que el promedio de vida de las hormigas es de sólo uno a dos años. Se acercó un domingo de abril de 1984 al enterarse que se realizaría un Concurso de Manchas. Hasta entonces, vivía en una placita de otro barrio, pero cuando escuchó la noticia del certamen no dudó en participar. A partir de ese cálido día decidió adoptar a aquel inmenso parque como su nuevo hogar. De a poco comenzó a tener nuevos amigos, también habitantes de allí: Mario, gran poeta y el tobogán más alto que jamás había conocido; Alfonsina, que a estas fechas no recordaba por quién había sido esculpida y desempeñaba sin tapujos su rol de madre; un Prócer de otros tiempos, montado en su caballo y ubicado en un lugar central; Lucho, el antiquísimo ombú, quien aún albergaba niños intrépidos entre sus viejas ramas; y, por último, Julio, el banco más longevo, descendiente de la arquitectura europea, cómplice de amantes, testigo de noviazgos, y acompañante silencioso de solitarios. El parque fue sufriendo varios cambios pero en los últimos años se sucedieron tan bruscamente que generó en todos un gran desconcierto. Una mañana muy temprano, unos hombres fueron tapeando el perímetro del parque, que luego tomó forma de enrejado; pensaron que se trataba de un chiste, después que quizá los querían defender, vaya a saber de qué, y finalmente se sintieron privados. Una privación difícil de describir. Al año, arribaron más obreros. Instalaron adornos con leds en árboles, columnas que se encendían durante la noche pero que en nada se le parecían a la luz tenue de las estrellas. Esto fue sólo el comienzo, desde entonces se sucedió una catarata de modificaciones. Llegaron cámaras de video y, ubicadas cada diez metros, provocaron el comentario general: “filmarnos, ¿para qué?”. Se preguntaron: “¿somos conocidos?”, “¿nos
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quieren evaluar?”, “¿nos quieren cuidar?”, “¿nos quieren clasificar?”. El cúmulo de interrogantes provocó un alboroto generalizado. Una escuadra de reposeras y sombrillas invadieron el pasto recién cortado, Julio estaba sumamente indignado. Él cobijó personalmente intimidades y soledades, esta intromisión violentaba a cualquier poeta perdido por el parque. Aunque la suma era costosa, no igualaba el valor de antaño de Julio y ninguno de sus amigos lo dudaba. Una salita de salud para la gente de la tercera edad, Lucho felicitó esa medida. No era extraño en él, admiraba las medidas regidas por los estudiosos del marketing. Una mariposa vagabunda y pasajera reflexionó si estas innovaciones brindaban calidez o destruían una identidad construida a través de los años, naturalmente y cuáles serían sus consecuencias, no tenía temor sólo interrogantes. Todo tan renovado pero algunos árboles quedaban relegados –entristecían–, sus ramas caían muertas y desoladas. Lo inesperado no se hizo esperar. Llegó la patrulla de arquitectos, paisajistas, albañiles y carpinteros. Esta vez, vinieron bien armados y se dedicaron a rediseñar el sector de juegos. Mario en un par de días desapareció, no estaba más. Pamela extrañó sus escaleras de hierro – pintado sobre pintado–, las tablas unidas por gruesos clavos que con sus cabezas atascaban –cómo poniéndole la traba– a niños bien vestidos y de poca audacia. El rumor que corrió es que había sido trasladado a un centro de reciclaje. “Qué lindo está quedando el parque”, se escuchó decir a una vieja setentona que corría por su circuito aeróbico –implementado por el municipio– llevando sus auriculares inalámbricos y su Mp4 ajustado en sus calzas deportivas. “Qué linda cabaña construyeron acá”, fue otro comentario de un portero que observaba asombrado el sector remodelado mientras paseaba a los cuatro caniches toys de la Sra. del 4to. B a cambio de una mísera propina. Sólo una adolescente descubrió la falta de Mario, a ella le gustaba recostarse en él durante sus horas de rateo.
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La ausencia del poeta produjo una rara enfermedad, llamada tristácea, entre varios habitantes históricos del parque. Una noche de luna llena, Julio y Pamela, asemejándose a una pareja de novios, se preguntaron por qué, qué otras modificaciones se avecinaban. La luna los contempló a ellos –tan desprotegidos– y no pudo dar respuesta alguna.
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UN ARTISTA INCOMPRENDIDO De Matías Pierrad
Matías Pierrad es un buen tipo. Y después de eso es Analista de Sistemas y Redactor Publicitario. Le encanta escribir. Le encanta el basquet. Tiene mucha experiencia en comunicación digital y plataformas e-learning, con un marcado gusto por los desarrollos digitales en temas sociales, culturales y educativos. Trabajó en proyectos para UNESCO, Fundación Cimientos, Fundación Luminis y Fundación El Libro, entre otras. El 2014 lo encuentra en las filas de Mabien, una agencia creativa de ingeniería digital y desarrollando proyectos copados como la Pulpería Quilapán y El Tanque Sinérgico Global. Mabien! Web: www.mabien.com.ar Mail: mati@mabien.com.ar 45
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yer estaba en una clase de historia del arte y el profesor explicaba una de las vanguardias más relevantes del siglo XX: el expresionismo abstracto. Uno de las pinturas que analizamos para comprender esta corriente artística fue Number 8 de Jackson
Pollock. Al observarla por primera vez, mi primer pensamiento fue “¡Qué flor de cagada!”. A continuación, mi segundo pensamiento: “Es una cagada de verdad”; y en ese instante mi cabeza se fue de la clase, hizo sinapsis con un recuerdo de mi infancia y realicé un descubrimiento increíble que paso a contarles. El 31 de diciembre de 1994, como todos los años, mi familia integrada por unas treinta personas se reúnen para almorzar todo tipo de comidas nutritivas y sin grasas trans, como por ejemplo: corderos, lechones, matambres arrollados, lengua a la vinagreta, vitel toné, mayonesas, empanadas, pollo al libro, asado y achuras. Mi tío Lalo, el asador, es un robot programado por la Matrix para prender el fuego exactamente a las seis de la mañana desde que nació, y ese día no fue la excepción. Puntual, tocó el timbre y Julio, mi papá, le hizo señas para que entre desde el fondo de la casa. Lalo abrió el portón de calle y comenzó a recorrer el pasillo de entrada, decorado con cientos de macetas, de unos treinta y dos metros de largo. Al llegar a la mitad, se detuvo y comenzó a hacerle señas a mi viejo para que se acercara. La sorpresa que se escondía detrás de unos helechos era un hermoso tero que tenía una de sus alas rotas y temblaba de miedo. Bernardo, como fue bautizado por Marina, mi hermanita que en ese entonces tenía siete años se convirtió en el centro de atención por ese día. Todos comentaron que Bernie era un regalo del cielo por la fecha de su llegada y comenzaron a realizar suposiciones y análisis de los más extraños acerca de su lugar de nacimiento, edad, sexo y problemas para volar. Pero el tero estaba en otra. Mientras todos comían, Marina y yo nos pusimos a observar los movimientos del pájaro, al que parecía no interesarle absolutamente nada del mundo que lo rodeaba. Nunca se acercaba, nunca gritaba, nunca intentaba volar, simplemente lo único que hacía era cagar. Y le salía perfecto. Era un reloj el tero. Cada cuatro o cinco pasitos cortos… una 47
tortita. Ponía cara de “yo no fui”, media vuelta, cabeceaba un poco, un par de pasos y… otra tortita. Un encanto Bernardo. Después de cada una de las cagaditas que se mandaba, nos miraba y parecía como que iba a decir algo. Les juro. Parecía como que el tero tenía ganas de expresarse de otra manera además de por ahí atrás. Se ponía de costado, tipo jeroglífico egipcio, nos apuntaba con el ojo y abría el pico mientras levantaba lentamente la cabeza, luego giraba la cabeza, se acercaba unos pasitos y levantaba una patita. Y cuando con mi hermana nos agarrábamos de las manos de la emoción y parecía que el milagro iba a ocurrir, el tipo simplemente daba media vuelta, se iba y continuaba con su sendero cagón plagado de muerte y destrucción. En fin. Así pasamos el cierre del año, los brindis, el Mantecol, las sidras, los buenos deseos, la pirotecnia, el Año Nuevo, los Reyes Magos; y Bernardo era un integrante más de la familia. Mi hermana lo adoraba, aunque nunca durante su estadía el tero se le acercó a menos de un metro de distancia. Hasta ahí llegaba siempre con sus expresiones faciales y corporales, para luego alejarse. Con el paso de los días y las semanas, parece que Bernardo se adaptó al hábitat natural que le había tocado en suerte. El patio era una mierda literalmente. No se podía caminar sin pisar alguna montañita blanca. Y acá viene mi descubrimiento luego de tantos años, porque lo curioso del caso es que sus desechos no eran siempre del mismo color. Había tonos más verdosos, otros más ligados a un gris topo, algunos con sutiles saturaciones pasteles y así una gama de tonos que recién ahora comprendo: eran su paleta de colores. Ayer me di cuenta que Bernardo, mi tero, fue un artista. Ahora me gustaría haber tenido una cámara digital, subirme al techo y sacarle una foto en cenital al patio para mostrarles el parecido entre la obra de Pollock y la de Bernardo. Pero en ese momento no tenía el suficiente conocimiento como para comprenderlo. En realidad, nadie tenía ese don en mi familia. Porque con el paso del tiempo, nadie soportaba al tero, excepto mi hermana. En mi caso particular, porque el animalito invadía con su arte el lugar donde tenía el aro de básquet, Nora mi mamá porque se la pasaba lavando el patio y el peor de todos, mi papá, que le reboleaba cualquier objeto que tuviera a mano para que el tero deje de gritar a las seis de la 48
mañana los siete días de la semana. Por ejemplo, un típico diálogo en mi casa, desde la llegada del ave era: – Nora, ¿qué carajo hiciste con las zapatillas negras del trabajo? – ¡Se las tiraste otra vez al tero boludo! – respondía amablemente mi madre. O también: – Nora, ¿dónde quedó el paraguas que me regaló la Chola? – En el patio, donde canta el tero. Esta situación, sumada al concepto artístico del animal, que irritaba a mi padre de una manera escalofriante, provocó que un domingo de febrero se haya decidido democráticamente (en una votación que terminó 3 a 1) expulsar al tero de la familia. Esa misma tarde nos dirigimos en el Renault 12 blanco hacia una zona rural. Mi mamá divisó un montón de teros en un campo y opinó que ese era el mejor lugar para dejarlo. Estacionamos el auto, los cuatro bajamos y mi papá abrió el baúl para agarrar al animalito. Mi hermana en ese momento sorprendió a mis padres al pedirles un momento de privacidad entre el tero, ella y yo. Mi viejo no estaba muy de acuerdo, pero no le quedó otro remedio ante el codazo en las costillas que le propinó mi buena madre. Ellos se alejaron unos cincuenta metros del auto y nosotros nos acercamos a la parte de atrás tomados de la mano y vimos a Bernardo en el baúl. Marina no pudo contener las lágrimas e intentó abrazarlo, pero el tero se movió rápidamente y se acurrucó en una esquina. – Te voy a extrañar mucho Bernie. Prometeme que vas a volver – dijo mi hermana muy suavemente y llena de ternura. Y fue en ese momento cuando ocurrió lo que tenía que ocurrir. Porque cuando las cosas necesitan suceder, normalmente suceden. Bernardo se puso de pie, se le acercó, tomó su clasica postura de coté y dijo con una voz mixturada entre un cantante de tangos más uno de cumbia villera: – Mirá flaca. Con vos la mejor. Sos un amor. Pero el gordo puto ese me tiene las pelotas por el piso, me entendés. Me rebolea con cualquier cosa. No se rescata ni un poco. Ayer no sé si te enteraste, pero me tiró con un 49
libro. O sea… ¡un libro! ¡Sabés lo que duele un libro! Yo no entiendo cómo carajo me contuve para no cagarlo a picotazos ahí mismo. Calculo que debe ser por tu vieja que cocina como los dioses y cada dos por tres me convida alguna delicia, pero la verdad que no puedo más estar en esa casa. El stress. El stress. No sabés el stress que tengo. Me sacó. Te juro que si un día vuelvo a tu casa es para cagarlo bien a palos y cantarle las cuarenta en la cara. Así está el país con personas como tu viejo. Ni cagar tranquilo se puede en este mundo. Mejor me tomo el buque viste. Espero que algún día la tolerancia ilumine a los hombres y les permita convivir con animales como nosotros. Ahhhhh bue… me salió el poeta de adentro. ¡Qué jugador! Guiñó el ojo (o eso pensamos porque al otro no lo vimos) y cerró su parlamento diciendo: – Nos vemos cuando nos encontramos chicos. Gracias por todo. Saltó del baúl, carreteó unos cuantos metros y salió volando rumbo a la bandada. Nos quedamos los dos totalmente pasmados, mirando como el ave se alejaba de nosotros y sin saber qué hacer. Porque una cosa es que un tero hable y otra muy distinta es que mi viejo haya expulsado a un excelente artista con sus malos tratos. Yo estaba a mitad de camino entre el asombro y el rencor. Y mi hermana estaba a mitad de camino entre la locura total y el llanto desconsolado. Mientras mi papá encendía el auto para emprender el regreso a casa, vimos como unos veinte teros levantaron vuelo, tomaron impulso y empezaron a atacar a Bernardo de una manera despiadada. La cara de horror de mi hermana no me la voy a olvidar nunca y mi mamá se apresuró a meterla en el auto sabiendo el error grave que acababa de cometer. – ¿Lo mataron papá? –, preguntó Marina con una vocecita finita. – Pero no, le están dando la bienvenida –, contestó rápido de reflejos mientras aceleraba para huir de la escena del crimen. Ese día murió un artista incomprendido y nació la fobia de mi hermana a las aves.
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UNA NUEVA REBELIÓN EN LA GRANJA De Carlos Álvarez de Toledo
Carlos Álvarez de Toledo. Ingeniero, Máster en Finanzas, ex Árbitro AFA y coconductor de la Ciudad Desnuda: www.facebook.com/LaCiudadDesnuda. Sigue buscando su vocación. Si alguien la encuentra, se ruega avisarle. 51
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uando se escriba acerca de la evolución del Universo, la Argentina aparecerá mencionada como el país donde se inició una nueva era. Por varios días fuimos noticia en todo el mundo. En nuestro país empezó el cambio. El primero de los hechos tomó a todos por sorpresa. Nadie se explicaba cómo había arrancado el fenómeno que nos ponía frente a una realidad desconocida. Poner el foco en la sublevación de los animales era ignorar nuestra ignorancia. Cuando se especulaba acerca de la existencia de otra forma de inteligencia, incluso superior a la nuestra, nunca a nadie se le ocurrió pensar en los animales. Nuestros animales. Los de este mundo. El primer episodio tuvo ribetes curiosos. La Prefectura sacó un comunicado informando que un “piquete de Truchas” impedía el avance por un río de la Patagonia y sugería a las embarcaciones buscar vías alternativas para desplazarse. El Prefecto Principal Gómez declaró a los medios que, pese a que había podido dialogar con las truchas, éstas se negaban a liberar el paso. Explicaron que habían intentado solucionar el tema sin incomodar a las otras especies, pero no lo habían logrado. Algunas, las más intelectuales, buscaron ayuda en la lógica indagando desde Aristóteles hasta hoy, sin poder resolverlo. Con la información que actualmente disponemos, más de un psiquiatra opina que era una forma de pedir ayuda. El enunciado que no habían podido resolver era: “Una trucha verdadera no es trucha”. ¿Cómo explicarle a una joven trucha que no es trucha? Ellas admitían ser pescadas y comidas. Su protagonismo en los menús de los restaurantes no las ponía mal. Era un argumento más para poner énfasis en disfrutar cada instante de la vida. Cada minuto. No les importaba lo que ocurría después de muertas. Lo que pedían era un nombre digno. Una vida digna. Nadie hubiera dicho que el siguiente hecho de esta secuencia era lógico, esperable, pero no causó tanta sorpresa. Los historiadores mayoritariamente sostienen que el piquete de las truchas aceleró la reacción animal. La rebelión tuvo acento de género: fueron las monas las que decidieron iniciar la protesta. Los monos se movilizarían después. Curiosamente, el paro de actividades de las monas en los circos multiplicó, por un tiempo, el éxito de éstos. Los dueños, con un espíritu comercial muy desarrollado, percibieron de entrada que era mucho más negocio permitirles a las monas explicitar su queja durante las funciones que suspender los shows. Los videos en 53
youtube de las monas quejándose tuvieron tal éxito que terminó atentando contra la concurrencia de la gente al circo a escuchar otra vez los argumentos. La frase que los tituladores de los diarios tomaron fue: “¿Cómo es posible que seamos sinónimo de hacer las cosas mal?” Las había ofendido eso mucho más que el “dormir la mona”. Los animales entendían el lenguaje. Se sublevaban. Pedían cambios. Eran demasiadas sorpresas. Era mucho para la limitada inteligencia humana. Otro planteo de género fue el de las yeguas. Objetaban la preeminencia del caballo en el lenguaje cotidiano. Se movilizaron con dos lemas bien elaborados marketineramente: “las milanesas también pueden ser a la yegua” y “a la yegua regalada tampoco hay que mirarle los dientes”. Las cigüeñas argumentaron que se sentían cómplices involuntarias de una mentira y exigían, por lo menos, simetría en el vínculo con los humanos. El representante legal negociaba poder usar el “las cigüeñas bebés vienen de París traídas por hombres”. A esta altura, el estupor había desaparecido. Nos habíamos acostumbrado a convivir con expresiones humanas de los animales. Los directores de los manicomios pedían instrucciones a sus superiores. No sabían cómo resolver los pedidos para ser dados de alta de varios internos que estaban ahí pues afirmaban que habían escuchado hablar a determinado animal. También los planes de estudio de muchas carreras, empezando por Veterinaria, debían ser revisados. El tema relegaba a la política, al fútbol e incluso al clima, hasta en las conversaciones de ascensor. Es difícil diferenciar cuál fue el foco de atención siguiente. Casi todas las familias de animales tenían algo de qué quejarse y lo expresaban. Los burros se negaban a sacarse fotos con los chicos en los zoológicos, a menos que antes alguno de los visitantes exhibiera un cartel reivindicando la inteligencia animal. Las moscas pidieron una convivencia pacífica con los humanos, dejando de lado la disyuntiva “la mosca o la vida”. Los osos se manifestaron contra la indiferencia en cualquier campo que pusiera en juego la dignidad. Loros y loras pidieron que los seres humanos abriéramos la cabeza a modelos mentales más amplios en términos de belleza y que se los dejara de usar a la hora de insultar. Los cocodrilos se negaban a que se los asocie con seres amarretes y los pingüinos pedían censura sobre “Batman”. 54
No todas fueron quejas. Hubo una excepción, la de los perros. Como querían seguir siendo considerados los mejores amigos del hombre, emitieron un comunicado tomando con humor las expresiones “sos un perro” y “meter el perro”. Las Asociaciones protectoras de animales también fueron sede de protestas. ¿Cómo era posible que no las hubiera movilizado expresiones como “es medio ganso”, “metió la mula”, “es un gato” y tantas otras? ¿Se trataba acaso de que quienes integraban esas ONG pensaban que sólo se sufre por lo físico? ¿No consideraron la violencia del lenguaje, la violencia también en las palabras? Las renuncias de las autoridades fueron masivas. Los animales pensaban, hablaban. ¿Había sido siempre así y no los habíamos escuchado o les llevó tiempo entender la lógica y lenguaje de los hombres? En todos los idiomas nos acusaban a los hispanoparlantes de haber despertado un monstruo y alterado el equilibrio planetario. Desde estos lares afirmábamos que, gracias a nuestros términos, el mundo conocía mucho más sobre los animales y ahora la convivencia con ellos debía fundarse en otras reglas. Además, las quejas también venían por otras lenguas: los toros se lamentaban de protagonizar pavadas o mentiras por la expresión “bullshit” y la reiterada locución “it’s raining cats and dogs” dio lugar a que los gatos temieran ser responsables de inundaciones. Estábamos frente a un problema inesperado. La mayoría afirmaba convencida que lo constante de nuestros días era la aceleración del cambio, pero esto superaba todo lo previsible. Los animales, a quienes seguramente deberíamos dejar de llamar así, exigían en principio cambios en el lenguaje para que todo volviera a la normalidad. El cambio no quedó ahí; fue irreversible. Algunos dijeron que el mundo perdió encanto cuando los animales se contagiaron del interés por lo económico. Otros afirmaron que los humanos todo lo contaminamos. Los escarabajos pidieron cobrar derechos a Volkswagen. Red Bull, Jaguar, Puma, Arroz Gallo, Oca, y hasta el canal Fox fueron algunas de las empresas que tuvieron que afrontar juicios por utilización de nombres. También Lacoste, Twitter, Swarovski y muchas otras empresas se vieron envueltas en procesos judiciales por uso de imagen. Ya nada fue igual. Ahora, para los animales, también “poderoso caballero es don Dinero”.
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TABLADA Norberto Jatemliansky
Norberto Jatemliansky. Nacido,criado y habitante de mi Floresta querida. Hijo, marido, padre y abuelo. Apasionado de las historietas, el jazz el blues, Velez y rugbier de alma. Con ganas de expresarme a travĂŠs de la escritura. 57
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o sé porqué designio del destino en mi familia paterna –vaya uno a saber si eran costumbres arrastradas desde Ucrania– se acostumbraba hacernos vivir de chicos lo que nosotros llamábamos con mis primos “la muerte” o “el ritual de la muerte” lo cual era llevarnos al cementerio para ver las tumbas de los parientes como parte de la vida o, mejor expresado, “el final de la vida” y si se moría alguien también; no como en otras familias en las que a los chicos no se los participaba ya que no querían que vayan a un velorio o sepelio por evitar el trauma psíquico de enfrentarse muy joven a la parca.
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Mi primera experiencia la recuerdo muy vagamente cuando murió relativamente joven –aunque para la época ya era mayor dado el vertiginoso cambio de los años de expectativas de vida– mi abuela Sara, lo que trajo un visible deterioro progresivo a mi abuelo León. En ésa época los velorios se realizaban en las casas de los muertos. Los judíos particularmente acondicionan la casa poniendo sábanas que tapan los espejos porque se dice que así no se refleja el alma de quien murió y el cajón en el piso como alegoría al “de la tierra venimos y a la tierra vamos”. Y comienzan los pasos del luto. Los treinta primeros días que suceden al entierro son en varias fases a saber: Aninut, que es el período desde la muerte al entierro donde los deudos están exentos de requerimientos religiosos por respetar la confusión mental que produce la muerte de un ser querido. La Lamentación, período de tres días dedicados al llanto y la lamentación. Durante este tiempo, el enlutado no debe responder inclusive a saludos y debe permanecer en su hogar (exceptuando en ciertas circunstancias). Le siguen cuatro días más –en total que se llama Shivá– usando las mismas ropas que las del entierro sin poder afeitarse, rezando el Kadish de duelo dos veces por día, y sus parientes atendiéndolos en cosas elementales como alimentarse; sí pueden recibir gente que les manifieste empatía por su dolor, no se va al cementerio ya que cuando se cumple el plazo de treinta días se hace una ceremonia que se llama “schloshim” –que significa treinta– y son los días que los libros dicen que hay que llorar al muerto y lamentarse.
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De allí en más, al año de riguroso luto estaban las mujeres, y los hombres usaban crespón negro en la ropa pero, lo más jodido y aburrido de la cosa era que por esos treinta días no se escuchaba radio, la tele, música o cualquier manifestación de alegría, bah, salvo que teníamos la comprensión de mi vieja que nos permitía ver tele o escuchar la radio hasta que Scheick –nuestro perro, un ovejero alemán que era el monumento al perro– comenzaba a ladrar cuando mi viejo doblaba la esquina a la vuelta del banco y allí comenzaba el silencio de muerte obligado, cosas y hábitos que se fueron ablandando casi perdiendo con los años ya que era bastante pesado que cada aniversario por orden estricta de papá, la moral y las viejas costumbres; la casa literalmente se sumía en el silencio absoluto por respeto a los muertos. Cuando sobrevino el suicidio de mi tío Sámuel –sí, así como leen, con acento en la “a” porque así le decían– la cosa fue mucho peor ya que pasamos un período de tristeza familiar muy profundo y ahora con los años me acuerdo de los almuerzos post entierro que se hicieron. Cuando se volvía del cementerio, la costumbre era que algunas de las mujeres con la ayuda de algún familiar, tendían la mesa del comedor con mantelería fina, copas de cristal y los cubiertos de fiesta, y se servían muchos platos para un almuerzo donde reinaba un silencio sepulcral cortado solamente por el ruido de la vajilla y los cristales. Sólo un brindis que propuso el tío Zacarías quien después de servir ginebra en unos vasos pequeños casi gritando dijo “¡Sámuel!”, a lo que todos tomaron de una vez y sobrevinieron lágrimas y más silencio… luego la densa sobremesa que se podía cortar en el aire. Con los años aprendí que el culto a nuestros muertos no era tan malo ni tan estricto ya que cuando pasaba cerca del cementerio de Tablada sentía la necesidad de entrar y estar al lado de la tumba de mi zeide (abuelo) León dos minutos, tocar el mármol a la altura como si fuesen los pies, después al tío Gregorio, mi babe (abuela) Sara y obvio al tío Sámuel porque estaban ahí en silenciosa y fría reunión familiar, pero esa soledad se presentaba densa, hacía que sintiera que la piel se me erizara, como algo omnipresente que no se podía más que sentir en el aire ya que obviamente era yo solo en medio de viejas tumbas y encima fui siempre muy miedoso ya que nunca 60
me gustaron los relatos ni las películas de terror o donde la muerte era reina y señora. Con los años que pasan esas viejas costumbres se van aggiornando, cambiando, y ya cuando pasaba cerca sólo pensaba bien en mis muertos familiares y seguía mi camino como si nada. Al final de cuentas, como dice Patricia, mi esposa, “¿qué voy a ir, a llorar un pedazo de piedra?, si lo más importante está acá y acá”, señalándose el corazón y la cabeza con el dedo índice. Obviamente la “reunión familiar de mármol con fotos” se fue espaciando por suerte y lógica a la vez; y ya adulto y con dos hijos pequeños esa especie de rutina que imponían los viejos siguió pero por cuenta de ellos solos, quienes iban mínimo una vez por mes y que para mí visitar Tablada era sólo por acompañar una desgracia producto de la muerte de un familiar u amigo. La muerte de Jaime, padre de mi amigo Heber, gran tipo al que mis hijos querían mucho por lo buenazo ya que si estábamos en casa de ellos y venía a visitar a su familia, se cargaba a sus nietos y a mis hijos al parque o la calesita o la plaza comprándoles lo que venga: golosinas, manzanitas, calesita y siguen los artículos… Escribí que su muerte golpeó duro en mis pibes porque cuando se cumplió el mes de su muerte y les comenté cuando preguntaron dónde íbamos un domingo a la mañana con mi esposa, sin ellos, “al cementerio porque al padre de Heber le hacen una ceremonia a treinta días de su muerte”; sobreviniendo toda la lógica explicación de por qué se hacía tal homenaje, me expresaron casi al unísono que querían ir conmigo y hacerle compañía a su familia en una situación tan triste, cosa que me sorprendió y me hizo sentir bien por eso de ser solidario con los amigos; por lo que mi respuesta obviamente fue un sí. El hecho de ir con ellos tan pequeños hizo que le prestara más atención a sus miradas y gestos –que no daban abasto en un entorno de mármol frío como el clima que hacía y que vieron alguna vez en televisión– que a la propia ceremonia que pasó rápido así que después de los abrazos, besos y palabras de consuelo a los deudos, les dije a los chicos el consiguiente “¿vamos?”, al que recibí como respuesta un “pá… ¿nos llevas a conocer la 61
tumba de tus abuelos?”, cosa que me llamó mucho la atención pero a lo que jamás me negaría por lo que como era relativamente cerca de la tumba del viejo Jaime y porque se daba la continuación de una tradición familiar si habérmelo propuesto antes jamás. Así que, con un morboso gesto de misión a cumplirse, tomé de las manos a mis hijos y partimos hacia el sector donde está toda la parentela y, por qué no, algunos conocidos… “Ahhh, miren el abuelo de Marcelo” o “el tío de Gabriela”. Cuando comencé a divisar la tumba de mi babe Sara, que fue muy linda, y nos plantamos ahí de frente a su última morada, como dicen los periodistas, mirando su foto sin poder obviar con los chicos las odiosas comparaciones de que si se parece a tal o cual pariente por lo que al decidir seguir nuestro especial paseo les expliqué a los chicos que había que dejar una piedrita encima de la tumba como símbolo que los familiares estuvieron presentes y, antes que lloviera la pregunta, expliqué “porque la piedra es de creación muy antigua y sería un símbolo de eternidad, no como las flores que se mueren enseguida”; pero no quise ahondar en las creencias sobre el alma y la muerte para no complicar la cosa, y los chicos al fin se pusieron a recoger piedritas para continuar el extraño periplo. Obviamente pasamos por las tumbas de Sámuel, Doña Aida, Don Marcos – mi padrino– y tío Gregorio –a quién quise muchísimo–, y cuando nos plantamos frente al frío mármol que guarda los restos del tío Chiche –como cariñosamente le decía producto que cada vez que lo veía ligaba algún juguete–, como en el tango “se me piantó una lágrima”, cosa que hizo que sin mediar palabra los chicos me tomaran fuerte por mi cintura en complicidad por el momento. Al fin llegamos casi al final del raro tour cuando estábamos frente a la tumba de mi tío Zacarías, tipo divertido, de buen comer y beber, medio rústico por su trabajo de barraquero en la zona de Avellaneda pero de muy buen pasar y que desgraciadamente no tuvo descendencia, lo que transformó, a él y a su esposa, mi tía Eugenia, en distantes frente a los chicos de la familia, menos a su sobrina mayor, a quien querían como hija propia. Zacarías siempre te arrancaba una sonrisa porque, en general, tenía buena onda con la gente y, esta vez, no fue la excepción ya que cuando vi la tumba me acordé que me causó gracia enterarme que en el entierro de 62
Gregorio, un lugar vacío a su lado decía “RESERVADO” y era porque mi tío lo había comprado para él y que a mi tía Eugenia –Eñe, en idish– le había comprado el lugar al lado de su mamá Doña Aída o sea una especie de concíbalo de la muerte que un a un pibe no podía sino sacarle una sonrisa, ya que mientras te sentís joven sos casi inmortal. Con la tía Eñe nunca tuve onda, me lo demostraba y yo le daba la misma devolución, razón por la cual nunca se acreditó un poco de simpatía de mi parte, más bien la ignoraba, así que cuando estábamos llegando a la finalización del periplo me despaché con un “y esta es la tumba de la hija de puta de mi tía…” –juro que no sé porqué la puteé porque jamás me hizo nada que lo amerite–; no pude terminar la frase con la injustificada blasfemia sentí como se abrió el piso, ¡sí!, pisé una placa de cemento que cedió totalmente y hundí mi pierna izquierda hasta casi mi muslo, haciendo que gritara del dolor que me producía el haber perdido apoyo y caer allí ante la atónita mirada de mis hijos quienes salieron corriendo a buscar ayuda al camino principal del cementerio, que estaba ahí nomás, mientras yo me quejaba a viva voz por el dolor mientras sentía la nada debajo mío y que me iba al fondo, porque algo me tiraba para abajo, a lo que pedí rogando “¡¡¡perdoname!!!”, momento en el cual reaparecieron mis hijos con personal del cementerio y me ayudaron a salir de la incómoda y dolorosa situación, y a recomponerme un poco a la vista de mis hijos que, lejos de compadecerse, no pudieron contener la risa que les causó todo y terminaron aconsejándome cuidarme de no blasfemar en un lugar como un cementerio. Con una sonrisa falsa me uní a la complicidad de los chicos, dolorido, lastimado en la rodilla y mi honor pensando solamente en el espíritu de la cabrona de mi tía Eñe (perdón).
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RESPIRAR De Sofía Greczanik
Sofía Greczanik. Vive con Santiago, su gran amor desde hace 19 años. Sus otros amores son su familia, sus amigos, sus mascotas, la cocina, los viajes, el cine y los libros.
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odo empezó durante mi niñez en Bariloche. Las historias que te marcan suelen empezar en esos tiempos y son tan vívidas ahora como lo serán dentro de años. Todos los meses de julio mi tía Clara nos llevaba a mí y a mi hermana Tere a la casa de unos amigos que tenía en la sierra. Nos quedábamos cerca de un mes disfrutando del aire del campo. Los inviernos en Tandil nos parecían cada vez más breves, pero más crudos. A pesar de estar acostumbradas al frío nos sentíamos de vacaciones en la Antártida. Nuestros padres aprovechaban nuestro recreo durante esos treinta días y volvían a ser novios. Salían de fiesta, al cine, a cenar. Se habían casado muy jóvenes y así recuperaban un poco de aquellos tiempos sin niños en su vida. Durante el resto del año, papá trabajaba en la telefónica y mamá estaba en casa con nosotras. Eran buenas épocas para la familia. A pesar de la situación del país, nos iba bien. Tere y yo podíamos ir a una escuela privada, teníamos juguetes preciosos. En esa época a mi hermana le gustaba dibujar, pero a mí me fascinaba la mitología griega. Me encantaba. Mi tía Clara cuando podía me regalaba pequeñas ediciones de bolsillo, las cuales atesoraba con cariño, y aún todavía conservo. Sabía de memoria muchos mitos y podía nombrar personajes por horas y hablar de ellos como si los conociera. La historia que siempre me gustaba contarle a Tere era la de Medusa, nos divertía pensar a quién querríamos convertir en piedra para siempre. Clara era soltera y no vivía con nosotros, alquilaba una casita a unas diez cuadras, derecho, sobre la avenida. Solía estar horas en casa con mamá, no le gustaba estar sola mucho tiempo. Siempre que venía, lo veía a mi papá bastante reticente a que ella pasara tiempo con nosotras. Pero mamá le sonreía, le hacía una mueca y él se olvidaba del tema, o parecía olvidarse. Costó muchísimo cada año, tener el permiso de papá para ir a Tandil con Clara. En ese entonces me parecía terrible su actitud, no entendía por qué las discusiones al respecto o la complicación que planteaba. Ese julio yo tenía doce años y Tere tenía nueve, llegamos a la cabaña de Graciela y Miguel con nieve en los zapatos. Eran un matrimonio bastante mayor que Clara, conocían a mis abuelos de hacía años. Y a Clara, desde siempre, la trataban como una princesa. Eran gente del campo, muy 67
callada. Trabajaban de sol a sol, criaban pollos y otras aves de corral que vendían vivas. El mes pasó sin pena ni gloria, entre cabalgatas, fogatas y comidas caseras. Para ese entonces todo me parecía normal, a excepción de un hecho, que ahora relaciono finalmente con lo que pasó ayer... Una mañana Miguel llegó a la cabaña completamente pálido y tembloroso. Se quedó parado en la puerta de la casa, lo único que se veía moverse era el vapor de su respiración en el frío. Graciela lo hizo entrar, le dio unos mates calientes. A la hora recién nos contó que venía de uno de los gallineros, que había encontrado a todos los animales muertos, que todos tenían una expresión rara, como si hubieran pasado por algo terrible. Graciela lo consoló diciéndole que seguro se habían congelado, que se había olvidado de prenderles la lámpara, y que sé yo qué otras cosas. Nos inquietamos bastante, con Tere éramos chicas y la experiencia no fue para nada agradable. Me acuerdo que la noche anterior a ese episodio, tuve unas pesadillas terribles. Soñé que vivía en la antigua Grecia, presenciaba un rito ceremonial en honor a los dioses y se llevaban a cabo sacrificios de animales. Vi sangre, sangre por todos lados. Me levanté sudada, temblando a la mitad de la noche. Media dormida, media despierta, miré hacia afuera y creí ver a Clara sentada en la galería de la casa. Inmóvil, en el frío. Lo más raro es que ese vaporcito que uno hace al respirar, no se veía saliendo de su boca. No volví a escuchar del tema de las gallinas, nunca más. No le pregunté a Clara si ella había estado afuera la noche anterior. Y no le conté mi sueño a nadie. Pasó otro año y otro y otro. Volvimos a la casa de la sierra algunos inviernos más, hasta que Miguel falleció de repente. Fue muy triste para nosotras, sucedió justo unos días antes de volver de nuestras vacaciones con ellos. Todo pasó muy rápido, y la verdad, por más que quiero, no me acuerdo realmente que le pasó a ese hombre, lo borré de mi memoria. Graciela decidió mudarse enseguida con su familia a Pergamino. Seguí en contacto con ella por carta durante años. Lo que me parecía raro es que Clara ya no hablaba de ellos, ni Graciela de Clara, como si nunca se hubieran conocido. Cumplí diecisiete un agosto caluroso y raro. Estábamos de remera en pleno invierno. Clara me regaló un vestido precioso, dijo que había sido de ella, 68
que ya no lo usaba, que no le quedaba. Me pareció extraño el comentario, porque no recuerdo haberla visto cambiar en nada desde que éramos chicas. Mamá decía que como no tenía chicos que cuidar, no envejecía, porque no rezongaba. A mí me causaba mucha gracia, seguro que estaba celosa, porque Clara era su hermana mayor, pero parecía menor que ella. Ese mismo año, mis padres me dejaron ir a Tandil con un grupo de amigas del colegio. Eran las vacaciones soñadas, volver a ese lugar tan querido. Íbamos a la casa de los abuelos de Laurita que tenían espacio para todas. Seríamos un grupo de siete, fueron las vacaciones más lindas que tuve. Compartíamos todo, íbamos juntas a todos lados. Conocimos a los amigos de Laurita que vivían allí, siempre nos invitaban a comer asado, armamos un grupo precioso. Para esa época Tandil era muy chico, casi campo abierto. Se armaban fogones por la noche, sobre todo los fines de semana, y la gente del lugar contaba historias. Algunas graciosas, otras no tanto. Había noches que se preferían las historias de miedo. Me acuerdo haber estado mirando el fuego y rogando que terminaran de contarlas, porque eran realmente terribles. La gente del campo tiene un estilo particular para estas cosas, a veces te parece que son verdad. Un hombre del lugar hizo referencia a hechos criminales, otros a animales extraños sueltos, otro a objetos en el cielo. Pero hubo una mujer que contó algo muy diferente, era sobre un ser que nunca habían visto, pero sabían que existía. Que habían encontrado animales muertos, con una expresión extraña, duros, con los ojos fuera de órbita, que no habían escuchado ruidos que dieran algún indicio. Que siempre pasaba en invierno y de noche, pero hacía ya varios años que no se repetía. Pensé en Medusa por primera vez en años. El corazón me dio un vuelco y me temblaron las piernas. Clara. ¿Sería verdad? ¿Mi tía Clara un ser sobrenatural o mitológico? En realidad, pensándolo bien, podía ser, después de ese evento con las gallinas cuando era chica y el hecho de parecer estar conservada en formol… Hice las cuentas y las fechas que se nombraron en la historia casi no coincidían con nuestra presencia en Tandil o yo no me acordaba. Eso que contaban había ocurrido hace más de cincuenta años. Me quedé con un mal sabor, pero me olvidé rápido del tema, era demasiado fantasioso. Ya estaba grande para 69
creer en seres mitológicos y menos a esa hora de la madrugada, donde el cansancio y alguna copita de vino hacen que el sentido común desaparezca. Cuando volví a casa, después de un mes, me enteré que Clara se había ido de viaje. Mamá dijo que tenía el proyecto hacía mucho, que no sabía cuando iba a volver, que estaba en Europa. Me lamenté mucho y le pregunté a Tere si se había podido despedir. Me dijo que sí, pero que la tía parecía no querer partir, que papá la subió al auto apurado y se fueron al aeropuerto. Pasaron años, crecí, me mudé a Buenos Aires. Nunca supe más de Clara. En casa del tema no se habló más, pero siempre tuve el presentimiento que mamá seguía manteniendo contacto con ella. Al fin y al cabo entre hermanas existe un lazo que nunca se corta. Recibí un llamado telefónico una mañana temprano. Era Tere, me estaba comunicando que después de luchar meses contra el cáncer, mamá estaba en sus últimos días. Que era hora de ir a casa, a Bariloche, de estar con ellos y de despedirla. Con todo el dolor del mundo armé la valija como pude y me fui en el vuelo de la tarde. Llegué a mi casa de la niñez, todo olía a rosas, hacía mucho frío para ser septiembre. Saludé a papá, estaba sin habla el pobre viejo, muy preocupado. No estaba lista para la sorpresa, pero al entrar al cuarto de mamá, vi a Clara por primera vez en diez años. Nos abrazamos como si no hubiera pasado un minuto. A pesar de mis preguntas no quiso decirme mucho sobre su ausencia. Se veía tan joven… Con Tere hablamos por horas, ella seguía viviendo en el barrio, ya tenía su familia, pero visitaba a mamá a diario. Volvimos a dormir en nuestro cuarto de niñas, estaba igual que siempre. Revolvimos cajones, buscamos recuerdos, hablamos de todo, y de todos. Y hablamos de esas vacaciones mías en Tandil y de cuando Clara se fue. A pesar de los años Tere recordó muchas discusiones en casa, y que mamá intervenía todo el tiempo. Que nunca estaban solos Clara y papá, que mamá siempre se aseguraba de estar para que no pelearan.
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Pasaron los días, acompañamos a mamá cada minuto. Me sentía agobiada por la situación, pero además de los sentimientos obvios, en la casa se respiraba un aire de incomodidad. Días después mamá nos dejó. Fue terrible para todos, papá estaba destrozado. Clara se quedo con nosotros en casa, nos acompañó todo el tiempo a los tres. Nunca se separó de nosotras. Hasta ayer a la noche. Ayer finalmente papá y Clara se sentaron a hablar, después de muchos años. Con Tere estábamos felices, por fin ocurría. Mamá hubiera estado feliz. Como si fuéramos niñas, espiamos la peculiar reunión. Ellos estaban afuera, a pesar del frío, sentados de espaldas a nosotros, en el banco, en el jardín. No podíamos escuchar mucho, pero veíamos a través de la ventana cada gesto, cada arruga en la cara de papá, el vapor que salía de su boca. Se sentaron, conversaron dos minutos. Papá no había mirado a Clara a los ojos por años, parecía siempre distante, como ignorándola. Creíamos que era porque tenía algún tipo de atracción hacia ella, que no quería demostrar, o que lo hacía por algún celo de mamá. Nos habíamos hecho cada historia al respecto… y cuando más nos íbamos atrás en el tiempo, menos nos acordábamos la última vez que se habían mirado. Conversaron un minuto más, y entonces sucedió. Frente a frente, sin pestañear, se contemplaron por última vez. El tiempo se detuvo cuando él decidió mirarla y su respiración en el frío desapareció de nuestra vista para siempre.
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LA HERENCIA De Norma Kania Glozman
Norma Kania Glozman. Nace en Buenos aires en 1946. Docente, empresaria, actriz y artista plรกstica. Cuenta los reflejos de su vida atesorados.
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Con alegría para mis nietos Gael, Noa y Tania
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l micro la dejó en la ruta. Llegó de noche cuando tendría que haber llegado mucho antes. Todo por la pinchadura de ese neumático. No se puede entender cómo viajan sin repuesto. Apurado, el chofer apoyó su maleta sobre el pavimento y desapareció. Es cierto que ya llevaba mucho atraso, pero eso no ameritaba dejarla sola en medio de la oscuridad siendo la última pasajera en bajar. Traía como referencia el almacén La Colorada. Confiaba en que, al llegar, allí le indicarían la finca de los abuelos Rojas, pero era noche cerrada y no se veía nada. Un trueno estremeció el aire y enseguida arreció el chaparrón. Gracias al rayo que iluminó el cielo, pudo ver a lo lejos lo que supuso era el almacén La Colorada. Ni una mínima lucecita indicaba vida adentro. Corrió igual, golpeó la puerta, golpeó las ventanas, golpeó muchas veces con todas sus fuerzas, pero nadie, nadie salió. Estaba empapada, su equipaje pesaba toneladas y sus hermosas sandalias nuevas de charol quedaban pegadas en el lodo con cada paso. Las lágrimas, los mocos y el pelo rojo conformaban una masa informe que le cubría el rostro. Exhausta, en mitad de la nada y sintiendo un desamparo infinito, se sentó sobre su valija mojada y se dejó vencer por el sueño y el cansancio. La despertó una fétida y húmeda caricia. Era la lengua de un perro negro, inmenso y flaco que le respiraba sobre la cara, cerca, tan cerca, que al abrir los ojos se encontró con los de él a milímetros de su nariz. Gritó horrorizada, él ni se inmutó. Quiso escapar y no pudo moverse, estaba entumecida, le dolía todo. Se quedó sentada. El bicho se echó a su lado. En el horizonte apareció una tenue luz que anunciaba el amanecer y a lo lejos, en La Colorada se veía movimiento. Un carro, caballos y algunos hombres. Sus voces y risotadas llegaban con un eco entrecortado. Juntó fuerzas y se arrastró hasta allí. A la distancia, La Colorada era para ella una aparición milagrosa. Una catedral blanca, extraña, imponente y salvadora. El perro la seguía pisándole los talones. ¡Fuera!, ¡dejá de molestarme!, le gritó sin convicción. La miró como sobrándola. ¿Qué te pasa?, pareció decirle. Se acordó del Boby, ese perro callejero, petisito y siempre sucio 75
que todas las mañanas la esperaba en la esquina de su casa para acompañarla a la escuela. Ni soñar con meterlo en la casa. Tres bocas eran más que suficientes. Ella entraba a clase y él se iba. Un día el Boby no volvió más. Lo buscó por el barrio. Lo esperó muchas mañanas. Lo extrañó hasta las lágrimas, pero el perrito no volvió. Te voy a llamar Boby, ¿ok?, ¿sellamos el trato? El perro pareció asentir refregándose contra su pantalón. Llegaron al almacén, juntos y en paz. La Colorada era un almacén de ramos generales. Allí se vendía desde la mecha de un farol hasta un buen par de alpargatas, desde un simple hilo de coser hasta el forraje para los caballos, desde alambre de púa hasta caramelos. En ese boliche, donde el desorden era el común denominador, se podía encontrar de todo. Unos hombres, de cuerpos fuertes y curtidos por el sol, enmudecieron y los miraron raro. Como inspirados por un terror supersticioso se fueron alejando despacito mientras desenvainaban sus cuchillos con maestría y al unísono. Pensó que no contaría más el cuento, que su hora había llegado, que era muy joven para morir, que iría a parar a un zanjón y nadie se enteraría de su muerte. Pero los grandotes apretaron las vainas con los dientes y emprendieron una veloz carrera como si huyeran del diablo. ¡A ver, a ver qué hay detrás de esos pelos!, ¡a qué sos la Rosita!, ¡cómo creciste!, ¡te esperaba ayer!, ¡no sabía que también eras colorada!, dijo una voz pequeñita y entrecortada, pero decidida. Una vieja casi doblada en dos apareció en la puerta. Esos grandulones zonzos te asustaron. ¡Pero, si estás temblando! Lo hacen para ahuyentar la luz mala. Son unos cobardes. La carcajada de la vieja mostró sin pudor su boca vacía, totalmente desdentada. Un pañuelo oscuro, anudado atrás, cubría las pocas chuzas blancas que le quedaban. Sus ojos eran una rayita entre tanta arruga e irradiaban una luminosa sabiduría. Parecía saberlo todo. Del bolsillo del batón gastado por infinitos lavados, salió una mano muy, muy arrugada. Sus largos dedos y las uñas más largas aún, aprisionaban algo fuertemente. La vieja abrió la mano y le mostró una llave. Rosita extendió la suya como para tomarla, pero la vieja la volvió a guardar con una astuta sonrisa. Un rayo partió desde abajo de su frente dando a entender que con ella no se juega. Con un gesto austero la obligó a retirar la mano. La vieja se puso en 76
marcha. La siguieron sin chistar. Hasta Boby andaba con la cabeza gacha. Jamás olvidaría esa mirada. Siempre fue brava la vieja. Había nacido en un caserío pobre. Chancleta y encima colorada. Se crió como pudo, trabajando en el campo a la par de sus hermanos por un plato de comida y un camastro mugriento. Ni nombre tenía, y si lo tuvo, ni ella se acordaba. Siempre la llamaron La Colorada. Cada tanto los hombres del rancho se subían a la carreta destartalada y se iban al almacén de ramos generales. Compraban poco y tomaban mucho. Pese a sus ruegos, nunca la llevaron. Decían que su pelo rojo era señal de mal agüero y no querían problemas con los parroquianos. Don Sosa y su mujer habían heredado el negocio de sus padres y éstos de los suyos. Tuvieron cuatro hijos, dos varones y dos mujeres, que abandonaron el campo y a ellos buscando nuevos horizontes en la gran ciudad y escapando de lo que consideraban un trabajo muy esclavo. Doña Sosa los añoraba mucho y se la pasaba llorando por los rincones. Una nochecita de luna llena, La Colorada se les apareció, paradita en la entrada con un atadito de ropa en la mano y un sombrero viejo en la cabeza tratando de tapar sus cabellos rojos. Se había venido sin que nadie se diera cuenta, escondida en la carreta bajo unas bolsas de arpillera. La dejaron entrar, no sin antes persignarse y encomendarse al cielo, tocándose don Sosa la entrepierna izquierda y su mujer la teta del mismo lado. Le sirvieron un plato de sopa caliente que devoró con desesperación. Se arrinconó en el piso sobre unos trapos. Un ensordecedor murmullo colectivo la acunaba porque, a pesar de estar a dos leguas del poblado más cercano, los caprichos del sonido hacían que llegaran hasta allí los ecos de la vida urbana. Se durmió tratando de distinguir los aromas que se sumaban y se confundían. Soñó que estaba en el paraíso. Los días fueron pasando y La Colorada se fue quedando. Se arreglaba con poco, aprendía rápido y empezó a manejar el negocio sola, con astucia y mano firme. Los Sosa estaban encantados. No se cansaban de agradecer al cielo por haberles enviado esta nueva hija. Una mañana soleada, para que todos supieran cuánto la querían, el almacén de ramos generales pasó a llamarse La Colorada. 77
La vieja y Rosita caminaron en silencio unos quince minutos, el Boby andaba más atrás, mudo. Llegaron a la casa. La vieja pateó varias veces la puerta hasta que rechinó y se abrió. ¡Me voy! ¡Tengo qué hacer! ¡Ah!, si oís ruidos no te asustes, son los muebles que crujen de viejos. Se lo dijo rápido, ni entró y desapareció. Rosita no había frecuentado demasiado a los abuelos Rojas, sólo alguna vez, muy de chica. En realidad no eran sus abuelos sino unos tíos lejanos que no tuvieron descendencia. Angelita y Antonio Rojas se escaparon sin casarse, se amaban y no necesitaron papeles. Ella era bailarina, danzaba haciendo dibujos en el aire con cintas de colores. Y él era músico, tocaba el violín. En la familia cuchicheaban que eran unos inútiles, mala influencia, locos peligrosos, mejor tenerlos lejos. Por eso sólo después de mucho tiempo dieron a conocer su paradero. Para Rosita siempre fueron unos locos lindos. Cuando Antonio y Angelita Rojas ocuparon la casa, a La Colorada no le inspiraban suficiente confianza. Eran raros y sobre todo copetudos. A pesar de eso, y como a todos los demás clientes, les fió la mercadería que necesitaban, anotando los gastos en una libretita que los Rojas pagaban puntualmente cada tres meses. La Colorada se buscaba excusas para ir a la casa a cobrarles una deuda o llevarles algún encargo. Se moría por saber qué pasaba ahí dentro. Por respeto, y para disimular su curiosidad, se quedaba en la puerta. Pero después no podía con su genio y espiaba por la ventana, mirando como Angelita giraba al son del violín. Los Rojas lo sabían y se alegraban. Al fin y al cabo tenían público. A La Colorada todo le resultaba nuevo, nunca visto ni oído. Un mundo extraño. El tutú, las zapatillas, y ni hablar la música, eran para ella simplemente fascinantes. Las dos tenían casi la misma edad. Con el tiempo se hicieron amigas inseparables, como hermanas. A diario se encontraban un rato para estar juntas, reírse de sus vidas pasadas, matear y hasta cantar y bailar. Eso sólo lo hacían cuándo Antonio no estaba porque a La Colorada cantar y bailar le daba mucha vergüenza. Cuando los padres de Rosita fallecieron y tuvo que vaciar la casa, pasó largos días decidiendo qué hacer con todo. Las fotos se las llevaría sin revisar. Pero… ¿y el resto? Poco a poco se fue desprendiendo de todos los objetos que formaron parte de su propia historia. Los cubiertos raleados, las 78
copas de cristal, platos sueltos de loza inglesa y manteles bordados con alguna mancha amarillenta y caprichosa. Algunas cosas guardó, otras regaló y otras se rompieron sin querer. Lo más entrañable eran los sombreros y los guantes haciendo juego de su madre. Cada uno en su bolsita dentro de una gran caja de cartón que tenía escrito mil veces NO TOCAR, no tocar, no tocar, NO TOCAR. Se los probó todos. Los tules raídos, el terciopelo gastado y los agujeros en los dedos le arrancaron gruesas lágrimas por esa madre que escondía en secreto un alma de artista. El sobre estaba en el fondo de la caja con una foto de los abuelos Rojas ya mayores, una foto de Rosita, borrosa como sus recuerdos, con tutú y zapatillas de baile, como a los nueve años, que ella misma les había enviado orgullosa, y una nota en letra cursiva, redonda y prolija dejándole en herencia la casa con todo lo que había adentro. Y ahí estaba finalmente, en la puerta de su casa. Entró. Las tablas del piso se movían con cada paso. Las celosías estaban herméticamente cerradas, imposible abrirlas para que se cuele un poco de luz, el óxido las había sellado. Las ventanas, esqueletos desnudos de madera, se balancearon con el aire fresco dejando caer restos de vidrios flojos. Los muebles, con sus cajones y estantes vacíos, sin rastros de nada, crujieron. La casa tenía pocas habitaciones. El hall de entrada, el salón, la cocina y el baño se sucedían como en una oscura escenografía teatral y el espíritu de la danza y su música deambulaba cual fantasma herido. También tenía una torre con una campana que no condecía con la arquitectura chata de la casa. Se subía por una escalera muy angosta. De vez en cuando la campana tañía sola, como poseída. Nadie sabía por qué. En el rellano de la escalera había una puerta negra de chapa. La única puerta que encontró cerrada. Probó con una patada, como la vieja, pero no pudo. Fue a buscar una barreta o algo parecido pero al volver, misteriosamente, la puerta estaba entreabierta. La habitación aparentaba estar intacta, prolija, cada cosa en su lugar. Normal, a no ser por el polvo que todo lo cubría y alguna que otra tela de araña colgando del techo. Ella había muerto hacía varios días. Yacía sobre el lecho matrimonial cubierto de partituras musicales. A su lado, en una silla, listos para usar, el tutú y las zapatillas de punta. Estaba consumida. Los huesos le salían como lanzas. 79
Él había muerto muchos meses antes. La Colorada, su amiga, cavó en la gruesa pared medianera un nicho para albergar su cuerpo, justo frente a la cama, para que Angelita pudiera verlo siempre. El nicho no era demasiado ancho, Antonio ya estaba muy flaco. La mano derecha de Angelita descansaba amorosamente sobre el violín que ocupaba el otro lado de la cama. La izquierda colgaba a un costado aferrada a un papel arrugado. Con letra temblorosa y bastante ilegible decía: “Querida Rosita, no puedo espérate más, no nos olvides, te quisimos mucho”. Una rata que pugnaba por salir del interior del violín se enredó con las cuerdas y murió ahorcada. El violín sonó muy fuerte y Rosita escapó horrorizada. Un olor nauseabundo se le pegó al cuerpo. Necesitaba aire. Gritando como loca corrió al almacén a buscar a La Colorada. Ni oyó tañir la campana. Hace horas que no sabemos nada de ella. Debe andar por ahí la vieja. Si sos la Rosita te dejó esto. Hizo sonar una latita de té inglés sucia y oxidada. Tomá, espero que sepas de qué se trata, le dijo el dependiente. Cerró el portón y bajó las persianas. Ya era de noche, hora de descansar. Adentro había dos llaves, cada una con su cartelito. La más chica decía CASA y la otra ALMACEN LA COLORADA. Volvió entrando por el fondo. El aroma de azahar se mezclaba con la brisa suave. Caminó hasta los naranjos. A sus pies y cobijadas por las ramas, tres fosas prolijamente cavadas parecían esperar a alguien. Buen lugar, bien elegido, pensó Rosita. Era tarde y estaba agotada. El Boby dormía plácido. Entró y cerró la puerta con llave, despacito, para no despertar a nadie.
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LIBERACIĂ“N De Roberto Moldes
Roberto Moldes. Lector con ganas de escribir.
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ui sin ganas a la casa de mi hermano para el festejo del cumpleaños de su hijo. Como siempre sencillo, algunos chicos, las hermanas de su mujer y yo; él abrazado a su mujer, los dos sonriendo, atendiendo, conversando con todos. Me da asco esa ostentación falsa de armonía que me refriega por la cara. Me da asco su eterna condescendencia simulando preocuparse por mí sólo por avergonzarme poniéndose en un rol superior de protector. Cuando me apartó hacia el balcón supe que tenía que huir pero me quedé con el portazo en la punta de los dedos. Comenzó a hablar y en sus palabras escuché al idiota del viejo, el "bueno para nada" al que todos pisotearon, bardearon, se aprovecharon, sin lograr arrugarle la sonrisa: – Germán, no te veo bien; andás muy tenso, no estás disfrutando de la vida... – ¿Y cuando la disfruté?, ¿cuando los viejos se babeaban por vos y ponían cara de pena por mí? Cuando... – No, Germán, no era así; te adoraban igual que a mí, siempre nos trataron igual y en todo caso, se dedicaban más a vos que a mí. Dejé de escuchar, claro, si vos te aprendiste la monserga de papá de entrada, y a mí me la repetía en la obstinación de clonarme, si la vieja andaba todo el día atrás mío con esa expresión puta de “me defraudaste, esperaba otra cosa de vos”. A la mierda con todo, me tengo que ir ya, o lo tiro por el balcón a este pelotudo y me desquito de tantos años de sufrirlo; ¿lo hago?, ¿cómo lo hago? – Bueno hermano, no te quiero molestar, sólo me preocupás y si puedo aportar algo para ayudarte... – Gracias igual, Ernesto, estoy bien. Ya me tengo que ir. Salí a la calle ahogado, el aire de esa noche de mayo me quemaba, todos siempre me quieren joder, desde chico, los presuntuosos más altos que jugaban bien al fútbol y me despreciaban, que después fueron rubios y fachas y se levantaban a las mejores chicas que también me despreciaban; todavía los tengo acá, hijos de remil... los tendría que juntar a todos y quemarlos vivos, ¡qué idea!, ¿por qué no? Los busco en facebook, los invito a un evento de viejos compañeros y los hago cagar; ¡es lo que se merecen!, 83
y de paso hago lo mismo con los otros, los que eran menos que yo que querían sumarme a su estúpido “estar bien cada uno con lo suyo” y al final también me despreciaban porque yo no soy tarado como ellos para conformarme con cualquier cosa. ¡Los voy a hacer mierda a todos! Sentí una fuerza nueva, la determinación de que por una vez en la vida el portazo no me iba a quedar en la punta de los dedos; caminé decidido hacia casa, ya sin esa asquerosa sensación de ahogo. Mi viejo compañero, ese resentimiento denso, áspero, por primera vez me movilizó, me dio aire, energía, decisión. Y también Carola, la que decía que me amaba y me refregaba siempre las citas de Erich Frömm para tratar de hacerme pasar por pelotudo, la que se la daba de compresiva, amorosa, y me dejó plantado porque “desperdiciábamos la alegría de la vida” viviendo con rencores. ¡Puta! Pero a vos no te voy a quemar, te voy a pasar a cuchillo. Llegué a casa algo agitado, sin sacarme la campera prendí la notebook y comencé a buscar a los del colegio; a Carola y a mi hermano ya sé dónde encontrarlos. Fui decidido al placar, estiré el brazo y agarré la caja de la pistola de papá, con ésta lo mato a Ernesto, y me vengo de los dos, de él y del viejo, la emoción dentro mío fue creciendo; al tocar el acero de la pistola sentí un placer sensual, tomé cada bala y con delicadeza la metí en el cargador, como si le acariciara el clítoris a una mina. Me sentí perturbado, con la pistola en la mano volví a la notebook y comencé a enviar mails. Rebusque en el lavadero y encontré una lata de aguarrás, completé una botella y le puse un pedazo de trapo que rompí en ése momento como mecha, ¿es así como se hacen las molotov, no? La dejé sobre la mesa junto a la pistola y fui a la cocina a buscar el cuchillo, agarre el más grande y lo toqué suavemente, no, este no representa lo que soy yo ni lo que se merece ella, sopesé otros dos cuchillos hasta que vi el del pan, lo agarre y lo sentí agradable, palpé el filo de su serrucho amplio y sentí entre mis piernas la erección incontrolable, viviendo el placer como si le estuviera aserrando el cuello en ése momento, lentamente, viendo cómo sus ojos se desorbitan todavía conscientes; casi pude leer en su pensamiento ¡mirá lo que me hace, no era tan pelotudo! 84
Metí la pistola bajo el cinturón, el contacto frío del acero y el placer anticipado de la venganza me excitaron nuevamente, el cuchillo lo puse en el bolsillo de la campera y la molotov la disimulé con una bolsa de supermercado. Salí a la calle, decidido, eufórico, liberado de la tortura del menosprecio de los demás; ¡ahora van a comprobar quién soy! El aire fresco secó mi transpiración y reforzó mi energía, caminé apurado a la cita, ¡qué pelotudo, me tendría que haber cambiado!, tampoco me lavé los dientes ni me perfumé, casi regresé a arreglarme porque no podía ir así nomás a la cita más importante de mi vida, pero decidí seguir para no llegar tarde. Caminé varias cuadras y los vi, allí, en la esquina del otro lado de los ventanales de la parrilla estaban todos juntos, riendo sus bromas absurdas, parloteando sus conversaciones huecas, dándose aires de sus éxitos inexistentes. Allí estaban todos, los del colegio y de la secundaria, Ernesto y Carola, hasta el hijo de puta de mi jefe y los boludos que trabajan en mi oficina, los vecinos del edificio y el idiota que me chocó el mes pasado. La emoción me rebalsó, ¡todos!, ¡todos juntos!, ahora van a pagar por lo que me hicieron sufrir, por creerse superiores, por no reconocer mi talento, por ningunearme... Saqué la botella para hacerla explotar, pero primero tenía que arreglar a Ernesto y Carola, lo de ellos era especial; al sacar la pistola se me cayó la botella, se rompió y se desparramó el combustible, no me importó, ya va a explotar cuando llegue su momento, agarré la pistola en la derecha y con la otra mano tomé el cuchillo con el que desgarraría el cuello de Carola. De pronto todos entraron en pánico, se les desfiguraron los rostros al punto que no podía reconocerlos, algunos saltaron de su mesa al piso, otros se taparon la cabeza, todos gritaron, de miedo, de angustia, de incredulidad. “Nooooo!!!” “Cuidado!!!” “Alto, altoooo!!!!”, escuchaba como en sordina entre mi emoción y su desesperación. Pero escuché bien los disparos, fuertes, secos: uno, dos, tres. No hizo falta más. Estoy en paz, aplaqué mi resentimiento; me desquité viéndolos sufrir, a todos juntos, algunos llorando, otros no, todos con dolor alrededor de mi cajón. 85
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RECORDAR ES VIVIR DOS VECES De César Piña
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A mis hijos Mariana y Ariel
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staba viajando en un auto grande, la oscuridad y el silencio de la noche daba miedo. Iba sentado en el asiento de atrás, en medio de dos personas. Era un niño de apenas trece años. Al volante iba el flaco, un tipo alto, muy delgado y con un pucho en la boca; llevaba siempre el cigarrillo a un costado y largaba el humo por el otro. Él a veces pensaba que ese cigarrillo era eterno, pero en realidad los iba prendiendo uno atrás de otro. En el asiento del acompañante estaba sentado su padre, el jefe del grupo, le decían el Negro. Según su percepción era jefe de todo el mundo, daba órdenes hasta para hacer las compras. Él no pedía nunca por favor, exigía. Voz firme y directa, la gente le tenía respeto. Morocho enorme, canoso, cara de boxeador, brazos fuertes, espalda ancha, físico de atleta. A su izquierda iba una mujer; olor a perfume feo, hermoso cuerpo, ojos celestes que llamaban la atención, mal vestida. Amaba al Negro, era su amante y hacia todo lo que le pedía. También cuidaba mucho al niño, que abrazaba y acariciaba con ternura, le daba consejos de vida y le decía cosas lindas al oído. Se había dado cuenta que estaba asustado. Ella pensaba que era por el viaje que hacían. Pero la realidad era que le daba temor el tipo que tenía a la derecha. Le decían “Matecocido” por una cicatriz que le daba vuelta toda la cara; herida profunda que había tenido en la cárcel, a raíz de peleas que siempre relataba. Era el bruto del grupo, tenía problemas para respirar, roncaba siempre. Parecía un monstruo. Tan espeluznante era que, cuando hacían una parada en el camino, le pedían que no bajara del auto para no levantar sospechas. Fue un viaje largo que hicieron de madrugada por el campo. Iban a robar un banco en un pueblo del interior de la Provincia de Buenos Aires. Casi al amanecer llegaron a una casa fría, en medio de la nada. La cerca la abrió un viejo encorvado que ni saludó. Con un brazo abrazaba una escopeta. La casa estaba al fondo entre una arboleda que por el viento hacia mucho ruido. La luz era a velas. Todo de madera. Casi sin decirse nada todos se fueron a acostar. Por el frío, el nene y la mujer durmieron abrazados en esa cama de una plaza. Antes de acostarse su padre le dijo “Nene, este va a ser tu primer trabajito, es la gran prueba que te doy, va a salir bien, yo sé que no sos como el pelotudo de tu hermano. Hace todo lo que diga Mirta, que 89
es de mi confianza. Y pase lo que pase jamás te quiero ver llorar. Mi hijo no mariconea nunca, aguanta y va al frente, con la frente alta”. Mientras, con un dedo gigante, le tocaba la frente. Cerca del medio día sintió cosquillas en la cara. Mirta lo estaba mirando fijamente. Lo despertó con una caricia, siempre hacía eso, todas las mañanas. Fueron al pueblo, en un carro tirado por un chico joven. Ahí no hablaban mucho, pensó que era un rasgo del campo. Llegaron al pueblito, típico retrato del interior de la provincia: plaza hermosa, iglesia, colegio, la municipalidad y el banco alrededor, gente trabajadora y tranquila, ajena a lo que estaba por pasar, pocos autos, poco movimiento. El aroma del ambiente era distinto. Esa paz se alteraría cuarenta y ocho horas después. Se sentaron en un banco de la plaza y ahí comenzó su tarea en el “trabajito”. Mirta le enseñó a observar y estudiar a las personas, miradas, gestos, vestimenta. Le dijo que lo más importante era ver todo antes. Saber los movimientos dentro y fuera del objetivo. Conocer la gente, ver bien las caras, los posibles policías de civil, la seguridad dentro del banco. Todo. Al entrar al banco, Mirta usó el mismo verso de siempre: “para averiguar cómo se abre una caja de ahorro”. Al primero que encaraba era al policía de la entrada. Como su belleza era sorprendente, llamaba la atención. Además, se notaba que no era de ahí, y siempre la ayudaban. La acompañaban a todos lados. Los policías, alzados, se le pegaban. Le mostraban todo lo que ella pedía. Mientras recorrían el banco, ella hablaba y sonreía, el nene miraba y guardaba cada detalle en la memoria. Luego fueron a comer al bar de la esquina y repasaban; si algo no quedaba claro volvían a entrar. Aprendió a la perfección su tarea, tanto que podía hacer un plano del lugar y, al llegar a la casa, lo compartía con la banda. Volvían a ir al otro día, confirmaban y después se tomaba la decisión de hacer o no el trabajo. Pero esa vez, la noche previa se vivía distinta. Había tensión, hablaban mucho de sus vidas, de sus seres queridos. Cenaron temprano y la sobremesa fue larga. Parecía una despedida de amigos que por ahí no se ven más. Ese ritual era sorprendente, se hacían promesas del tipo “si pierdo encárgate de esto o lo otro”. Mirta estaba aun más cariñosa con el nene. Antes de ir a la cama hacían tareas previas. Matecocido limpiaba las armas; un verdadero arsenal. El flaco preparaba herramientas y el jefe miraba el plano detenidamente. Mirta y el nene levantaban la mesa, lavaban y 90
secaban los platos. Hacían chistes y hablaban mucho. Se callaban cuando el padre iba y los miraba. Nunca decía nada pero le hacía gestos a ella para que cuidara y protegiera a su hijo. Amaneció con la misma rutina; Mirta le hizo caricias y le lanzó palabras al oído. “Dale, negrito lindo, vamos, llegó la hora, que bien dormiste. Vamos que salimos primero. Hoy no desayunamos, por las dudas.” Con el tiempo ya había comprendido la causa del “por las dudas”. Era por si entraba una bala al estómago. Así, había menor chance de infección. Al de salir vio el ritual que hacían antes de cada hecho. Una rodilla en el piso, en círculo, en silencio, con la cabeza baja. Se abrazaban, sabían el riesgo que se venía. Era la única vez que todos lo tocaban. Los abrazos de Matecocido eran torpes y brutos, el nene creía que si hacia fuerza no le dejaba ni un hueso sano. El flaco le dio un beso con olor a tabaco y el padre le apretó la mano tan fuerte que se la dejaba doliendo. Y salieron con Mirta que le cruzó un brazo sobre los hombros. Al llegar se sentaron en la plaza frente al banco, Mirta buscaba papeles, el miraba y repasaba todo. Llevaba en la mano un gorra de visera. Ella entraba al banco, él esperaba. La banda estaba en una camioneta en una esquina mirándolo. Tenía varias señas para ellos. Sin gorra y sentado derecho estaba todo normal. Con gorra había policías afuera, las piernas, derecha o izquierda, se estiraban marcando de qué lado de la entrada al banco estaban. Si se levantaba e iba, la operación se suspendía, era porque veía más de dos policías afuera. Después tenía que explicar bien los motivos que le respetaban. Todo marchó de acuerdo al plan y entraron empuñando armas, bolsos y un carrito, esos para transportar heladeras y cosas pesadas. El griterío inicial se escuchaba de la plaza. Luego, silencio... Él estaba muy asustado. Lo que primero vivió como una aventura ya había pasado, ahora todo era real. Tenía que esperar diez minutos e irse a dos cuadras que el carro lo llevaba de regreso a la casa. Y esperar solo, eran los peores momentos de incertidumbre. Después Mirta le contó los detalles. Mientras ella hablaba con el policía de la entrada, el primero en entrar al banco fue Matecocido. El pavor que causó ver a ese tipo fue terrible, pinta de cuasimodo pero enorme, empuñando un fusil, agarró de los pelos a una mujer y gritó “No se mueva nadie”. El policía de la entrada, que estaba distraído hablando con 91
Mirta, quedó helado. Lo primero que atinó fue a protegerla. El jefe, armado hasta los dientes, fue para atrás en busca del otro policía. El flaco, pucho en boca y arma corta en mano, fue llevando a la gente a un rincón. Todo fue rápido, metieron el dinero de las cajas de atención en bolsos y se llevaron la caja fuerte. A la casa llegaron tres horas después excitados, con los bolsos pero sin la caja fuerte. Lo primero que hicieron, antes de contar el dinero que tenían, fue repasar la operación. El jefe los juntó afuera, porque “necesitamos aire puro”. Los hizo poner en círculo y empezó a hablar. A cada uno le marcó errores y aciertos. Finalizó con un abrazo y aplauso al nuevo integrante de la banda con solo trece años. Indudablemente era un líder respetado. Todos, incluido el hijo lo admiraban. Luego despedida a cada uno y vuelta al hogar. Matecocido a su trabajo de seguridad en club nocturno. El flaco de albañil. Mirta de copera en un cabaré, tenía treinta años y se prostituía desde los diecisiete. Y el jefe a sus partidas de póquer por dinero y cada tanto haciendo de vendedor ambulante; debe haber sido de los primeros en vender en los colectivos. El hijo de vuelta al colegio, si no había terminado la primaria y era repetidor por la cantidad de faltas que tuvo cuando al padre lo buscaba la policía y debían irse a vivir a otras casas. Su hogar era un dúplex en un barrio popular del conurbano. Una mañana despertó por los gritos del padre. Eran una mezcla de llanto e insultos. Bajó la escalera, los dormitorios estaban arriba, al living. Sobre la mesa estaba el padre, el jefe, con el diario La Razón abierto sobre la mesa. En esa época ese diario era enorme, noticias de todo tipo. Se vivía mucho el mundial que se iba a jugar en el país, más otras noticias sobre unas madres con pañuelo blanco. Pero lo que veía su padre era una nota al final de la página, cuyo título decía, “Campos inundados en la Provincia de Buenos Aires”. La caja fuerte que habían enterrado no la recuperaron jamás.
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HERIDAS De Lorena Fernรกndez Do Porto
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“T
odas las personas tienen sus secretos”, dijo, mientras daba el último sorbo al tercer vaso de whisky. Ya era tarde y yo lo único que estaba esperando era que ese desagradable y misterioso hombre en silla de ruedas decidiera por fin hablar para poder dar por terminada la velada. Sabía muy bien a qué se refería, y había escuchado varias versiones familiares sobre lo ocurrido, pero nunca pensé que la realidad fuera tanto peor que cualquier historia imaginable. Hacía dieciocho años que no sabía nada de él; cuando desapareció, yo era muy chica, mi mamá jamás me dio ninguna explicación y yo nunca me animé a preguntarle. Pensé que para eso tendría tiempo, no me imaginé que esa enfermedad fulminante se la llevaría tan repentinamente dejándome llena de preguntas, provocándome un vacío cada vez más insoportable. Fue sólo por eso que acepté la visita de ese hombre, quien, a pesar de ser mi padre, era un completo desconocido para mí. Asentí con la cabeza esperando que empezara con la historia, me miró fijo, por primera vez, a los ojos. “Como te habrá contado tu madre, no era la primera vez que dormía fuera de casa. Pero esa noche fue diferente, había tenido una discusión muy fuerte con ella, salí huyendo, fui a varios bares y había tomado más de lo habitual, cuando salí del último sólo recodaba la lluvia cayendo a cántaros y no tener un paraguas para cubrirme de ella. Para no despertar a tu madre ni soportar sus retos, ya tenía automatizado ir a dormir al “consultorio”, una pequeña casita que había alquilado para atender a mis pacientes, y, como hacía tiempo ya que no tenía ni uno, lo usaba solamente para esas noches en las que no quería que tu madre me viera regresar alcoholizado. Lo cierto es que prácticamente me desmayé en la camilla, dormí varias horas hasta que entre sueños escuché el timbre, no sé cuánto tiempo sonó, pero logró levantarme, pensé que sería equivocado. Fui a atender de mala gana. Por la mirilla vi una mujer llorando desesperadamente, me pareció ver sangre por su cuello y moretones en la cara. Estuve tentado a no contestar pero me apiadé de ella. Abrí la puerta y entre sollozos entendí que me decía que sabía que era médico y que no podría ir al hospital, y se desmayó. Lo primero que pensé fue llamar una ambulancia y a la policía pero recordando sus palabras decidí entrarla, no había mucho tiempo para pensar, la recosté en la camilla, estaba herida con un cuchillo, sangraba 95
cada vez más, le cosí la herida, le puse un suero con calmantes y decidí esperar que reaccionara. Fue en ese momento, cuando escuché que tiraban abajo la puerta de entrada y entraban un motón de policías, eras decenas todos armados, apuntándome y preguntando por “La Vicki”, no me dieron tiempo a reaccionar, me mostraron un papel, me dijeron que era una orden de allanamiento, y que podía permanecer en silencio hasta que me consiguiera un abogado. “No entendía nada, tuve mucho miedo, pánico, me llevaron a un calabozo de la comisaría, me dieron derecho sólo a una llamada, llamé a tu madre, al contarle lo que me había pasado, con un tono indiferente me deseó suerte. No tuve más noticias de ella. Me pusieron un abogado de oficio, recién recibido, con buena voluntad pero muy poca experiencia, me confesó que yo era su primer caso. Resignado, me dijo que la tenía complicada, en el consultorio habían encontrado armas y drogas ilegales. Cada vez entendía menos… “Pasaron un par de días y me trasladaron a la prisión de tribunales, allí tuve por primera vez una visita, quien me aclaró todo, dejándome en la más completa oscuridad. Era un señor de traje, muy bien vestido; con un tono muy tranquilo y muy frío me aconsejó declararme culpable, de lo contrario a vos y a tu madre le pasarían cosas horribles. Fue entonces cuando entendí la cama que me habían hecho, en ese momento decidí permanecer en silencio todo lo que duró el juicio, no tendría sentido hablar ni explicar nada, me di cuenta como estaba todo “arreglado”, todo ese “sistema” llamado “justicia” era mi enemigo, no había nadie que no estuviera comprado, no tuve oportunidad de defender y todos me dejaron solos. El resto no vale la pena dar detalles, dieciocho años en una prisión, es igual o peor de lo que se ve en las películas. “Lo único que me motivó a aguantar tanto tiempo en ese infierno era este momento, pedirte perdón por no haber sabido defenderte a vos y a tu mamá de otra manera, perdón por el abandono.” Las lágrimas no cesaban de brotarme. Lo miré a los ojos, por primera vez… eran azules, muy azules… Descubrí en ellos los míos mezclados con los de mi madre. Vi allí reflejada mi misma tristeza. Mi alma lo perdonó, que no era poco, pero para otra cosa era tarde, muy tarde… 96
LA SUERTE ES LOCA De Ramiro González Venzano
Ramiro González Venzano. Padre de dos joyas, Ciro y Teo, y con sueños de escritor. ramirogeve@gmail.com
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l nunca tuvo cábalas, ni hacía o dejaba de hacer algo porque le iba a dar suerte. No creía en esas cosas. A la suerte hay que ayudarla poniendo el lomo todos los días, decía. Pero ese año era especial, no había dudas. Demasiados números redondos por algo tiene que ser. En estos meses iba a cumplir 50 años de vida, 30 en la empresa, 25 de casados y la “nena” llegaba a los 20.
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Volvió a revisar los números en su cabeza y sonrió. Estaba orgulloso con lo producido. Sí, este es un gran año, se convenció. En lo laboral venía con un ritmo muy intenso. No era el momento para aflojar porque se retiraba el presidente y él, siendo director comercial y con tantos años de experiencia, era una de las opciones más seguras para reemplazarlo. La otra opción era Sebastián Fernández, el director de finanzas, con quién estaba trabajando hace seis meses en un proyecto de reestructuración de la empresa. Ya lo tenían casi listo. Sebastián también tenía muchos años en la empresa y más que un compañero era un amigo. Habían decidido presentar el proyecto juntos al directorio y una vez que ellos eligieran al nuevo presidente el otro lo iba a aceptar caballerosamente y se iba a poner a disposición del otro. Pacto cerrado con un apretón de manos después de bajarse una botella de whisky en un after-office. Lo que le apenaba realmente era que toda esta dedicación al trabajo no le permitía armar un buen viaje para festejar el aniversario con su esposa. Un viaje como ella se lo merecía; Europa, Bahamas, las islas Seychelles. Ella, el sol de su vida, se conformaba con la escapada a Cariló por cuatro días como adelanto del futuro viaje prometido. Dejó todo en orden en el trabajo para que no tuvieran problemas en su ausencia y la fue a buscar para tomar directamente la ruta. “Viste que día es hoy, once de noviembre, 11/11, capicúa, buen día para empezar un viaje, ¿no?”. Él no dijo nada pero sonrió y repitió internamente, ¡este es un gran año! Sabiendo que estaba en falta trató de compensarla llevándola al mejor hotel de Cariló. Era un lujo. Le entregaron la llave del cuarto 25, “igual que nuestro aniversario” exclamó su mujer y él volvió a sonreír mientras sus pensamientos lo obligaban a replantearse sus convicciones. Se había encargado de todos los detalles. Cuando entraron al cuarto, la cama estaba 99
cubierta de pétalos de rosa y un gran cartel sobre la cama, lleno de corazones, decía: Gracias mi amor por hacerme el hombre más feliz del mundo, te amo con locura. Si bien era verdad que a ella al ver el cartel y los pétalos le habían parecido un exceso de rosa y de corazones, el amor y la dedicación puesta en el armado la emocionaron como hacía tiempo no ocurría. Las lágrimas la invadieron y se abrazaron. Vení al baño, mirá, le dijo él. En el baño los esperaba un champagne helado y un jacuzzi bien calentito, con espuma y los infaltables pétalos de rosa. Ella se dejaba llevar como si estuviera volando de felicidad. Se estuvieron relajando un largo tiempo, bien juntitos, acariciándose, desconectando del mundo. Se pusieron las batas y él la llevó a la cama, donde le hizo el amor. Después de cerrar los ojos un rato se vistieron bien elegantes y fueron al restaurante donde ya tenían la reserva. Una mesa escondida a la luz de las velas. Al sentarse ella sabía que en algún momento iba a aparecer un violinista, y no se equivocó. Comieron una de las mejores langostas de sus vidas junto con un vino blanco exquisito y con bastante esfuerzo dieron cuenta de un volcán de chocolate. Ella no entendía porque sonreía al ver la cuenta, “¿tan barato salió que te reís?”. No, no, es por qué estoy contento, respondió. El monto por lo consumido eran $555.Apenas podían caminar, un poco por lo comido pero más que nada por lo bebido. Iban despacio y abrazados y lo que se escuchaba eran las risas compartidas. A dormir que mañana hay paseo en barco, dijo al volver al cuarto. La besó y se acostaron bien pegados. La mañana siguiente amaneció ventosa pero eso nos los iba a detener. Desayunaron como si no hubieran comido la noche anterior y partieron rumbo al mar. El barco no se parecía al de la foto. Era más bien una lancha con pretensiones. No quería empañar el día con discusiones pero el tamaño no adecuado lo hacía pensar. Las dudas se le disiparon enseguida cuando vio el nombre de la embarcación: Neuquén. Mirá que hay pocas palabras capicúas y justo me toca una, pensó. Él la alentó a subirse igual. Va a ser divertido, dijo y estaba listo para la próxima sorpresa del destino.
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Apenas la lancha avanzó hacía mar abierto se dio cuenta que había tres cosas que no era bueno combinar, un día ventoso propulsor de enormes olas, una lancha bastante más chica de lo conveniente y un desayuno como para alimentar a la mitad de África. El resultado no se hizo esperar. Empezaron con graves mareos seguidos por la donación del desayuno recién adquirido a los peces vecinos a la embarcación. Con sus caras pálidas rogaron por la urgente vuelta. Tirados en la cama de su cuarto buscaban recomponerse, cosa que iban logrando de a poco. No estaba dispuesto a aflojar, era solo un pequeño traspié que había que superar con una buena idea. Mientras pensaba las alternativas escuchó el sonido de un mensaje en su celular. Era de su asistente en el trabajo. No puede ser, ni hace dos días que me fui y ya me llaman. ¿Qué les pasa? ¿Tan importante soy? Quiso no leerlo pero como sabía que iba estar pensando en este mensaje todo el día, lo abrió. Ella vio como se transformaba su cara, perdiendo de vuelta el poco color que había recuperado. Se quedó quieto mirando la pantalla de su celular hasta que habló. La reputa madre que te re mil parió, hijo de una gran puta. Se levantó y se metió en el baño y mientras escuchaba sus gritos y golpes a las paredes ella alcanzó a leer en el celular que había dejado en la cama: Venite urgente que Sebastián presentó el proyecto al directorio y parece que gustó tanto que lo nombraron Presidente. Si bien sabía que era viernes y que a la hora que llegara a Capital Federal no iba a encontrar a nadie del directorio, le parecía imposible quedarse el fin de semana y poder disfrutar algo con esta noticia. “No vamos a ganar nada volviendo, aprovechemos los días que nos quedan”, protestó su mujer. Si no está en la oficina lo voy a ir a buscar a la casa pero hoy lo mato. “¿No era tu amiguito?, te dije que no confíes en Sebastián, con esa cara de garca que tiene, a parte si lo matás, ¿qué?, ¿te van a dar la presidencia a vos ahora?” De la bronca que tenía casi no podía hablar, solo atinó a un de qué me sirven todos tus comentarios ahora, pero su cabeza no paraba. Cómo te soporté 25 años pedazo de yegua y yo gastando plata en vos, te tendría que haber mandado a un lancha colectiva por el Tigre…, y sola. La traición de su amigo de tantos años le había calado hondo. Pagó el hotel y se fue sin saludar. Se subió al auto y aceleró hacia la ruta. Quería llegar en media hora, iba muy pasado de velocidad. Ella, más conciliadora por el 101
miedo que le daba, trataba de calmarlo, de hablarle de otra cosa pero todos sus intentos eran inútiles. Estaba cegado por la ira y por la desilusión. Sin ninguna duda esta fue la razón por lo que no advirtió a tiempo que los autos de adelante empezaron a aminorar su marcha ante un control policial. Clavó los frenos con tanta fuerza que parecía que su pie iba a terminar en el motor, pero no fue suficiente. La trompa de su auto se abrazó a la cola del auto que estaba adelante hasta quedar completamente unidos, no distinguiéndose dónde terminaba uno y dónde empezaba el otro. Igual que él con su esposa la tarde anterior pero sin el mutuo consentimiento. Por suerte no hubo heridos, si no contamos los autos que habían quedado fuera de servicio. Pero recién ahí empezaba el tema. La discusión con el conductor del otro auto fue muy acalorada. Si bien él sabía que tenía toda la responsabilidad no estaba de ánimo para que le gritaran. De hecho tuvo que intervenir la policía para apaciguar la situación porque estaban a punto de aparecer los golpes en escena. Tuvo que arreglar todo el papelerío del seguro, llamar a una grúa para el traslado y todavía le faltaban doscientos kilómetros para llegar. No alcanzaron las más de tres horas de espera para calmarlo. Seguía muy enojado avanzando a paso de hombre, dentro de la grúa, hasta su casa. El viaje de cuatro horas se transformó en uno de más de nueve. A pesar de esto cuando vio que llegaba a su casa una pequeña sensación de calma se apoderó de él. Por lo menos podía pegarse una ducha y tirarse directamente en la cama. Sin comer, sin nada, estaba muy cansado y su cabeza no había parado en todo el viaje. Cuando por fin ingresan a su hogar los sorprendió encontrarse con Laura, su sobrina. “Ay, qué suerte que llegaron, no sabía si llamarlos, Cami está encerrada en su cuarto llorando desde ayer, no quiere salir”.Era mucho para él a esta altura del día, le pidió a su esposa que se encargara del tema y fue a darse una ducha. Ya estaba acomodado en la cama cuando ella entró al cuarto. La cara desencajada y pálida ahora era la de su esposa. ¿Qué pasó?, preguntó sabiendo que sus reservas para conflictos estaban agotadas. ¿Qué pasó?, repitió porque ella se agarraba la cabeza y no podía responder, me estás asustando, por favor decime. 102
“La nena está embarazada”, por fin contestó. Él no sabía bien si la había llegado a escuchar o si la había escuchado y no pudo procesar la información porque todo de repente se puso negro, no podía respirar y una fuerte presión empezó a crecer en su pecho. Perdió el conocimiento. Cuando abrió los ojos no reconoció el lugar, había mucha luz. Sí escuchó la voz de su esposa. “Quedate tranquilo, mi amor, por favor, estamos en el hospital. Tuviste un paro cardíaco, no te muevas”. Él empezó a tratar de recordar que había pasado para estar ahí y de a poco fue reconstruyendo lo vivido. Mientras armaba la historia escuchaba de fondo “Mi amor, te vas a poner bien, hoy es tu cumpleaños, llegaste a los 50, feliz cumple y vas a cumplir muchos más, vas a ver, todo esto va a pasar. Sos una persona muy fuerte…” Lo paradójico fue que, siendo él una persona que nunca creyó en las cábalas y en la buena o mala suerte, me cago en los números redondos, su pensamiento en ese momento, fuera el último.
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¡¡DALE QUE…!! De Roberto Alfiz
Roberto Alfiz. Roberto Alfiz nació en Buenos Aires en 1944.Prácticamente la totalidad de su vida laboral la desarrolló como funcionario bancario, de donde se retiró luego de 35 años a fines del año 2010. Lector ávido y viajero incansable, a partir de entonces comenzó a alternar sus frecuentes viajes con una antigua vocación: escribir. Fue así que en pocos años en esta nueva actividad, en la que sus relatos de viajes se complementaron con historias de ficción, ha cosechado varios reconocimientos a su obra. relatosyviajes.blogspot.com / zonalfiz@rcc.com.ar
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ale que…!! Ese era el canto de guerra con que cada tarde, luego del cole, los deberes que nos dejaba la señorita Carmen y escuchar a Tarzán en la radio, estábamos en la puerta de casa con los chicos de la cuadra hasta que mi vieja gritaba ¡la leeecheee!, y me traía el tazón con un pedazo de pan con manteca y azúcar hasta la puerta de calle.
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– Tratá de no correr, querés, que te agitás y pasás mal la noche–, decía como un título permanente. Y no corría, pero sí corría. En los desafíos a la pelota que jugábamos sobre Pringles llevaba la bandera, me ponía en la ventana de la casa embrujada y la lata de conserva era donde apoyaba el asta de la bandera, que era la escoba desahuciada por alguna vecina y la bandera era una camiseta del viejo de Julio, que era tachero, y le pintamos una rana. A veces íbamos a jugar del Edu, que como tenía un soplo en el corazón estaba siempre en la cama. El Edu no tenía papá, no sabíamos por qué. Tenía una mamá y un hermano mayor y vivían todos en la misma pieza. Con la Primus cocinaban y había una radio. Al lado de mi casa estaba la curtiembre, ¡un olor! La curtiembre en el pasillo de entrada tenía una planta de zarzaparrilla, que es una planta que las ramitas son huecas y no se prenden fuego pero hacen brasita, nosotros la prendíamos en la punta y fumábamos zarzaparrilla, éramos unos grandotes de ocho años. A la vuelta estaba el Albeniz, daban tres películas seguidas y costaba ochenta guitas. A veces mi viejo me dejaba faltar al cole para ir al cine, pero a veces no tenía los ochenta guitas para la entrada, entonces Daniel me pagaba. También iba al cine con mi hermano, al Holliuod o al Medrano, que quedaban como a ocho cuadras, yo me llevaba el sangüich de milanesa, lo comía despacito para que durara más y hasta me parecía que comía más que mi hermano porque yo lo terminaba después. Por supuesto estaban las figu, a veces cambiábamos entre nosotros pero lo mejor era jugar contra la pared, ganaba el que la acercaba más y a veces era muy difícil porque las poníamos paradas contra la pared y había que 107
voltearlas con otra figu. Me acuerdo que las figu eran estarosta porque mi viejo le vendía no sé qué y siempre traía unos paquetes. El “dale que” era lo mejor porque no había que gastar ni en figu ni en autitos ni en gofio. Uno jugaba y era príncipe, bandido, el muchachito, el que domaba el caballo y hasta el sheriff. Me acuerdo que éramos como cuatro para jugar y a veces los vecinos se sentaban en la puerta de las casas para ver lo que nosotros hacíamos en la vereda. Enfrente de casa estaba el almacén y nosotros, íbamos siempre a ayudar y el Alberto nos dejaba armar los paquetes con la harina, con el azúcar, la yerba, los fideos, que estaban en unos cajones enormes y con unas palas como de jardín lo sacábamos y lo poníamos en unos papeles que Alberto envolvía y le hacía unas orejas muy simpáticas y no se derramaba nada, era un campeón el Alberto. Para jugar a las figu ni siquiera había que hablar, uno metía la mano en el bolsillo y las sacaba y el otro entendía y sin siquiera una palabra había rodilla en tierra y dale que dale contra la pared. En cambio cuando el tema era el ¡dale que! En un instante estaba el argumento: yo entraba al pueblo y vos estabas asaltando el banco. No era necesario que tuviéramos cartuchera o revólveres todo era con las manos y la imaginación. A veces éramos combois y a veces Simbad o Sandokán, nadie quería ser “el malo” y nunca había mujeres ni jugando ni en la historia. Un día me di cuenta que me aburría con el “dale que” pero no me aburría ni con las figu ni con los autitos a los que tuneábamos con masilla y algún tornillo para que sea más estable y no se caiga cuando los hacíamos correr en el cordón de la vereda, que como era de granito los autitos tropezaban y volcaban. Los mejores eran los de Julio y yo pensaba que como el viejo de él era tachero entendía más de estabilidad y velocidad de los autos. Una tarde cuando salí a la puerta con el pan y manteca con azúcar pasó Cristina, la vecina de la casa de al lado, el hermano, Oscar, era más grande y era amigo de mi hermano mayor, Oscar iba al Liceo Naval, venía con el uniforme y barría con todas las miradas del barrio, el papá trabajaba de no sé qué en el gobierno. La miré a Cristina y me di cuenta que la blusa se le 108
estiraba en el pecho. Después lo conversé con los muchachos cuando fuimos a la casa del Edu. Todos hablamos de Cristina pero también hablamos de Teresa, de María y hasta de Julia, aunque vivía en la otra cuadra. Ahí quedó, jugamos a las cartas. Cuando volvíamos para mi casa con Daniel, que vivía en el departamento de arriba del mío, le pregunté: – Che ¿la tuya es grande? – Y no sé ¿y la tuya? Y nos metimos en el cuartito que estaban los medidores de gas a mostrarnos y medirnos. Nos tocamos cada uno lo del otro pero no pasó nada. Eran como manicitos. Cuando me acosté me empecé a masajear como lo había visto a mi hermano y no pasó nada, tenía que preguntarle a él. Que me contara como era la cosa, ya era grande y aunque no tuviera muchos pelitos me empezaban a salir en las piernas. Mi hermano me contó cómo era eso de la “regla”, ¡pobres minas!, ¡Todos los meses!, también me contó de la calentura y de un montón de cosas que me hicieron un barullo en la cabeza. Los únicos que teníamos hermanos mayores éramos el Edu y yo. También estaba el de Cristina pero no le íbamos a preguntar justo a él que era como capitán de barco, a ver si nos llevaba en cana. Al otro día, má que autitos y figu, después del cole y los deberes nos fuimos de raje a lo del Edu a hablar con el hermano. Nos contó lo mismo que mi hermano pero además dijo que nuestros viejos también lo hacían, casi me caigo de culo, y que también la señorita Carmen con el marido, ¡era casada!, se nos cagó de risa en la cara. Se enojó fiero cuando yo cansado de la cargada lo encaré y le dije: ¿y tu vieja?, ¿como hace tu vieja que no tiene marido?, casi me mata. Por un tiempo no pude ir a la casa del Edu. En la escuela le pregunté a Montillo que, como había repetido, era más grande.
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– Che gordo, ¿vos estás avivado?–, me miró con una cara como si le hubiera preguntado no sé qué, me di cuenta que no estaba avivado cuando le pregunté de nuevo: – Che gordo, ¿sabés lo que es la regla?–, y él sacó la escuadra que tenía en la cartera. – ¿Sos boludo vos?–, me dijo el gordo. Y sí, yo era un boludo, él era único hijo, sin mamá, vivía en la cuadra de la vuelta que no había ninguna piba, yo era un boludo que le preguntaba justo a él. Más adelante descubrí que con la imaginación reemplazaba las revistas chanchas que escondía mi hermano y yo siempre descubría, para masajearme y acariciarme. Con el resto de la barra concursábamos a ver cuántas veces por día y cuánto se tardaba en acabar. Como no nos creíamos nunca lo que el otro contaba los torneos eran en la casa de cualquiera que estuviera solo y nos poníamos en ronda con el reloj de jugar al ajedrez del viejo de Daniel. Con Daniel era que nos juntábamos solos y nos tocábamos entre nosotros y uno se lo hacía al otro. El que nunca aparecía era el Edu. Ni le decíamos nada para que no se agitara. Ni siquiera le contábamos para que no le agarren las ganas. Yo la soñaba a Cristina. Me la imaginaba desnuda parada frente a mí o en posiciones sugerentes y talentosas en la cama como las que veía en las revistas de mi hermano. Una vez hasta soñé con eso y se me escapó dormido. A la madrugada lavé ese pedazo de sábana para que mi vieja no lo descubra a la mañana cuando hacía la cama. Cuando me levanté para ir a la escuela me miró como si supiera todo. Como si fuera la primera vez que me miraba. Pensé que era de amor por su hijo menor, pero no, encontró lo que yo traté de ocultar. Cuando volví al medio día mi viejo me dijo: – Esta noche cuando vuelva del trabajo tenemos que charlar. – Sí, papá, como quieras ¿algo importante? –, pregunté con mi mejor cara de nabo. Cuando mi hermano me contó lo de la regla también me explicó lo de la virginidad y a mí se me había metido entre ceja y ceja que quería intentar 110
traspasar esa barrera, pero eso fue mucho más adelante, ya era un muchachote cuando me tocó la experiencia. Promediando la secundaria, ya terminando el tercer año tenía una gran experiencia en masturbadas solo y colectivas, pero nunca una mina como debe ser. Uno de los de la división contó que podía conseguir una puta para los que quisieran. Quedamos para el jueves que teníamos séptima y en la casa de Ruffo, que los viejos se iban por un fin de semana largo. Éramos como siete, en calzoncillos en el comedor de la casa, yo era el penúltimo. Cada uno tenía su guita en la mano, la cosa duraba unos diez minutos y parece que la mina, ninguno la había visto, era grande pero te explicaba todo para que aprendieras bien. Estaba nervioso y con ganas de ir al baño. Yendo, pasé por la cocina y sentadita estaba la hermana de Ruffo con una amiga tomando mate. La hermana de Ruffo era tres años mayor que él. Me miró y la miré, quedé como congelado. – ¿Vos también venís a debutar, pendejo? –, me dijo sobradora. La amiga me miró como midiendo mi altura. No supe qué decir. –Sí–, dije. Con la sorpresa, hasta las ganas de pishar se me fueron. – Vení, acercate me dijo la amiga–, me acerqué y me metió la mano por abajo del calzoncillo. – ¡Qué chiquita!, esperá que te la agrando–, y se puso a masajear, yo: estupefacto, parado, en calzoncillos y mocasines. Ella dale que dale y la hermana de Ruffo tomando mate. Dejó la bombilla y me dio un beso en la boca metiendo toda su lengua hasta la campanilla, y yo mirando la puerta por si pasaba alguno de los muchachos. En la cocina, en una silla de la cocina, en la mesada de la cocina, con la hermana de Ruffo y su amiga yo “le vi la cara a dios” y debuté con las dos, que se la sabían lunga.
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Salí despacio. En el comedor no quedaba nadie, Ruffo debía estar con la mujer. Me vestí. Cuando llegué a la calle erguí la espalda, saqué pecho y fui al quiosco a comprar un paquete de puchos.
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SÓLO UN CAFÉ FLORENTINO De Liliana Agüero
Liliana Agüero. Mujer de Sistemas, atípica de Sistemas, con muy buen humor, que disfruta de la vida y los invita a soñar durante cinco páginas. 113
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A Dios, a mi Madre, Padre, Hermanos, y Amigos / as.
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l tacón de ella y el sonido de una llave electrónica, rompieron con el silencio de esa sensual habitación, la cual estaba a media luz por las cortinas cuidadosamente entreabiertas y sostenidas por lazos de hilos dorados. Cerró la puerta. Miró a su alrededor, verificó que todo estuviera en su lugar, sobre todo los “medios de transporte” al éxtasis. Se sentó al pie de la cama, cruzó sus llamativas piernas mientras seguía chequeando con su vista cada rincón de ese templo, creando con su imaginación una línea punteada por donde transitaría su amante, llevándolo a ese mundo donde el mundo no existe. Ese encuentro debía amortizar los años que no se habían visto, porque así se divertía el destino con ellos… Ahora la vida los había vuelto a encontrar, esa misma tarde, inesperadamente, en aquel café de Florencia, Italia, frente al Ponte Vecchio, en un perfecto atardecer. Él era de España, ella de Argentina. Él fue por trabajo, ella por placer. Cuando se vieron, por un instante el tiempo se detuvo. Se abrazaron y rieron juntos. Era realmente increíble ese encuentro en aquel café florentino. Hablaron largo tiempo de sus vidas, sus logros, sus fracasos… de bueyes perdidos. En un momento tomó su cartera, se disculpó y se fue al toilette, mientras él la miraba irse. Entró, se miró al espejo. Decidió. Sacó de su tarjetero de plata la de ese hotel que la hizo suspirar y anotó. Volvió a la mesa, lo miró, tomó su mano, la dio vuelta y puso sobre ella la tarjeta, perteneciente a un lujoso lugar de esa ciudad, frente a la Piazza Santa María Novella. Dicho pequeño cartón, con sublime diseño, recitaba: “Habitación 203. A nuestra hora.”
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Tomó el rostro de ese español, que alguna vez robó su corazón, entre sus manos. Su mirada inutilizaba cualquier palabra que pudiera salir de su boca. Lo besó con el alma, corazón y se retiró. El tiempo de hipocresía había finalizado. Él miró atentamente cada detalle de aquella milagrosa y pequeña nota. Entendió. Sonrió, respiró aliviado y extasiado. No dudó. Faltaban cinco minutos para la hora pactada, ella seguía sentada en el borde de la cama, jugaba con un haz de luz que se colaba por la ventana y se reflejaba sobre sus elegantes sandalias doradas de Prada. Ese silencio fue roto por el sonido de la cerradura electrónica de la puerta. Ella detuvo ese juego con la luz y también su respiración por segundos. Levantó su cabeza y ahí estaba él, sonriente, resplandeciente. Entero. Dispuesto. Ella abandonó la cama, caminó hacia él, despacio, sensual, como tigresa sigilosa para que no se escape su presa. Estaba claro que aquella presa estaba preparada para ser devorada con el mayor de los placeres. Lo abrazó fuertemente, él la abrazó intentando tocar su alma. Despacio, ella separó un poco su cuerpo y empezó a dar forma a ese encuentro… él le quitó delicadamente el saco largo que cubría ese deseado cuerpo, perteneciente a su musa inspiradora de muchas duchas solitarias y candentes. Lo dejó caer al suelo, descubriendo que sólo un camisón erótico de tela negra transparente, acompañado de ligas y medias de fantasía del mismo tono, era lo único que lo separaba de aquella exquisita piel. Sonrió, lo besó profundamente… interrumpió abruptamente aquella fusión labial y vendó sus ojos. Desabotonó tiernamente esa camisa azul petróleo de seda italiana, que él vistió elegantemente para seducirla. La dejó a un costado de ellos. Luego rodeó despacio su cuerpo rozándolo con el de ella. Él sintió que su piel era 116
acariciada por los duros pezones de la niña-mujer, entendiendo que ambos estaban ya igual de excitados. Pasó hielo por su espalda. Él se sobresaltó y la dama sólo murmuró a sus oídos: “Confía en mí y sé solo mío por hoy”, dando un leve mordisco al lóbulo de su oreja. Ella se puso de nuevo de frente a él y pasó el hielo por su pecho… dejándolo caer al borde de su pantalón… fue cuando se arrodilló y lo recogió con su boca, aprovechando para saborear su estómago. Desajustó el cinturón. Lo quitó. Lo dejó en otro costado. Él ya tenía piel de gallina. Desabrochó su pantalón y lo bajó suavemente. La Afrodita contemporánea desató y sacó los zapatos de su Apolo, para terminar arrancándole el pantalón, junto con el boxer y lo hizo caer sobre la cama. Tomó el cinturón y ató las manos de su ferviente amante, dejándolas reposar sobre su propio abdomen. Respiró muy cerca de su rostro y buscó nuevamente su oreja. Mientras la saboreaba, lo dio vuelta, dejándolo de espalda. Él saltó al sentir un líquido correr por su espalda, sirviendo de exótico recipiente para el vino Zinfandel, disfrutando tan sólo de su aroma con notas de anís y pimienta… en cambio, ella también podía disfrutar del sabor de ese peculiar néctar, con insonoros sorbos, en ese improvisado dique, limitado por el inicio de la cintura española. Intentaba elevarse mentalmente para poder ver esa imagen de ella sobre él, embriagada con la mezcla del vino y su piel. Cada vez caía más y más en un profundo relajamiento, el cual fue potenciado por suaves masajes en su espalda, perfumado por un aceite que, además, sumaba calor a su cuerpo. Espalda, hombros, brazos, nuca… para continuar por largo tiempo en su cabeza… todo fue recorrido con esas entrañables manos, las cuales 117
instintivamente llegaron al interior de sus piernas, dando forma a sus músculos… hasta sus pies. Él sabía que ese placer era compartido ampliamente por aquella geisha occidental con cada una de sus impredecibles acciones. Apoyó todo su cuerpo suavemente sobre él, respirando pausadamente en su oído, besándolo incansablemente. Los labios de ella continuaron el camino de su columna vertebral hasta desembocar en sus glúteos… ahí se sintió niño, recibiendo esos pequeños besos en sus nalgas… que luego serían untadas por algo de suave textura, levemente giró la cabeza, para poder ver, olvidando que aún tenía vendados los ojos. Ella se rió y conquistó sus labios con un poco de eso que le causó curiosidad, cuando introdujo un poco en su boca, con uno de sus pechos. Era Dulce de Leche. El corazón del madrileño cada vez galopaba más rápido, mientras escuchaba que le recitaban con voz sensual: “No olvides que soy argentina.” Su cuerpo entero sirvió de superficie para ser decorado con ese magistral dulce, y devorado con pasión. Luego lo dio vuelta, desató sus manos, las puso en su cintura, las dirigió por su transpirada panza hasta llegar a sus senos… mojó delicadamente con su boca sus dedos y lo llevó a acariciar sus protuberantes pezones… fue cuando pícaramente ella las volvió a atar al respaldo de la cama, para poder continuar con ese calórico y espontáneo ritual. Empezó por sus pechos, continuando con su abdomen… ah, sí… y llegó… lo imaginable y esperado, la mejor parte del postre. Dulce de leche en su miembro. Pero en ese momento ella le quitó la venda de los ojos, para que pudiera verla sonreír y jugar con su cerebro con esa invasión de imágenes eróticas. Disfrutaba ver como su pene era untado y saboreado con la boca de esa porteña que ya en otras ocasiones le había quitado horas para dormir… no para soñar. Respiración fuerte, latidos ensañados en retumbar en su pecho, sudor, piel de gallina, formaban una sinfonía perfecta para ese inolvidable momento. 118
La cara de placer de su compañera de juegos calientes, junto con sus piernas abiertas que frotaban una de él, dejándolo sentir que ella hacía rato que estaba mojada… empapada… es lo que provocaba el acrecentamiento del volumen de aquella sinfonía. Cuando sintió que estaba a punto de explotar, ella desocupó su boca y ocupó su vagina con su pene, montándolo como lo haría una eximia amazona… movimientos suaves, fuertes… fuertes, suaves… Perdió la noción del tiempo y espacio. Sólo eran él y ella. En un momento ella apoyó sus manos sobre su pecho, lo miró… él comprendió. Lo llevó al mayor éxtasis y juntos acabaron. Ella se desplomó sobre él. Volvió el tiempo. Volvió el espacio. Volvió la lujosa habitación naturalmente semi iluminada. Y escuchó: “Nunca te olvidé, nunca dejé de amarte, de desearte… jamás te iba a dar la oportunidad de que hoy te me escaparas”. Lo besó profundamente, dejando un sabor residual de Dulce de Leche en su boca. Se levantó, recogió el saco largo y se lo puso como si fuera en cámara lenta. Caminó hacia la puerta con sus tacones dorados… la luz de la Luna nunca dejó de espiar ese glorioso momento… se arregló el cabello, lo volvió a mirar y le tiró al aire un último beso. Abrió la puerta y se fue. La sorpresa lo invadió ante ese inesperado abandono; no lo enojó, estaba demasiado lleno como para permitir nacer ese negativo sentimiento… pero una pregunta rondaba insistentemente por su cabeza: “¿Cómo me desato?” 119
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MI NEGRO De Paola Verónica Giacobbe
Paola Verónica Giacobbe. Vive Ciudad Autónoma de Buenos Aires. Es una aficionada de la fotografía y la pintura, y tiene un local en Palermo con calzado de niños que se llama Monon. 121
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omienzo a pintar mis uñas y del blanco paso a un tono colorado, tengo una pelusa en el ojo y parece que la pincelada no es la correcta, pero ya no hay tiempo y decido seguir con mis pies. Hoy es nuestro reencuentro. Así lo conocí diciendo que mis uñas se parecían a frutillas. Un divino de pura sangre. Estamos en la costa sobre las aguas del Uruguay, nos metemos y el mar masajea permitiendo bajar las temperaturas de nuestros instintos, aún somos desconocidos. Aguas vivas nos perciben emitiendo burbujas, nuestros cuerpos quedan al desnudo. Mi morocho con piel de león me succiona la sal del hombro. Mi piel se inhala y exhala pero pide más marcando él ahora la partida de un arranque. El colegio de los niños está aún sin comenzar, los zapatos de cuero ¿serán negros o marrones? Leer por tercera vez el listado, el número de carpeta y el tipo de hoja ¿Azul marino? Su santidad Santa Teresa de Jesús, que en paz descanse. En Ávila siguen con sus atuendos chocolate a cuesta. Estábamos en épocas de griterío -se notaba-, la excitación de las vacaciones, mi hija, la mayor, largaba los aullidos que implica la transformación de una niña con hormonas de pre-mujer. Entramos al Bar La Española y una vista con cruceros me acercan al oído mentas mediterráneas. Su labio metido hacia dentro da cuenta de su excitación interna. Mi mano toca su muslo llegando a su hueso, a su alma, nos entre cerramos y nos desviamos a un rincón. Algo comienza a subirme y su mano tapa mi hoyo, mi trasero superior se baña de hormigas con gelatinas movedizas. Él me pellizca intentando quedarse con el cuerito entre sus dedos. Todo de él me calienta, le susurro al oído que cuándo nos vamos a navegar al Asia Noruego. “Dije… ¿al Asia Noruego?” pienso. Son mis lugares, producto de la excitación. Otro crucero se reincorpora entre dos barcos que hacen de hembras, es el macho descubridor de América, al final ellos resultaron ser el eje de nuestro encuentro. 123
Sabía que todo desparecería con la caída del sol, pero todavía faltaba un poco. La pollera era escocesa era marrón con medias tres cuartos blancas, todo sin planchar, el saco de invierno que creí le quedaría chico para esa temporada. Mis niños crecieron, pero ella creció más, se hizo señorita y su cuerpo quedó voluminoso. Nos escondemos en pasillos que de tan angostos pasamos a ser uno y no sabemos quién es quién, quedo con sus ojos, su cuerpo, su lengua. ¿Quién?, ¿yo? No, vos. Al final nos damos el dedo; el de él, intento tragármelo, pero no me dejan las amígdalas. Ellas y su tamaño de lo permitido, quiero su cuerpo, me habito en él. Me mete su cuenco afilado y me llena como puede, lo beso. El crucero comienza a molestar. Mi cuerpo le ordena a mi negro que dé sus profundidades. El barco sopla un ruido ensordecedor y ahí aprovechamos a rugir nuestros instintos, me tapo los oídos, con los pocos sentidos que ya nos quedan a flote, seguimos a punto caramelo pero él no puede esperar se acomoda y sale de mi órgano femenino. Y el barco “Ella”, se lo llevó a otros mundos. Te fuiste y las colonias de niños aún siguen en pie. Las clases comenzaron y al final la lista indicaba marrón “qué duda la mía, ¿no?” Negro era el que me acompañaba. Sonrío y mi cuerpo reacciona. Luego de un mes lo llamé. Aún era el principio de clase y siempre faltaban cosas, la regla, un sacapuntas, un compás, un transportador. Volví a ver a mi negro. Esta vez un albergue. Ahí nomás le ordene que me hiciera suya, que el jueguito de toque-teame ya no daba para más. Él obedeció, arrancó la ropa y me hizo de adentro, me ingresó en cuanto vértice, ángulo y agujerito hubiese en mi camino; creo llegó a casi todos, incluidos mi nombre, y con su pieza en mi mano gritamos un aullido, en sábanas blancas. 124
LOS COMENSALES De Lola García
Lola García. Es Lic. en Comunicación Social y Publicidad. Actualmente se desempeña como Resp. de Relaciones Institucionales en una empresa del sector financiero. Disfruta de la lectura y la escritura desde chica. Ya en el colegio primario comenzó a escribir como tarea escolar y, por placer, algo que continúa haciendo hasta el día de hoy. 125
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A quienes siempre disfrutan de la lectura. A Fer Trébol por estar siempre incentivando esto.
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iró la página del menú por quinta vez intentando concentrarse y tomar una simple decisión: elegir algo para comer. El bullicio del lugar inundaba cada una de las conversaciones e interfería a veces con la audición de lo que otro comensal de esa misma mesa intentaba contar. En las cenas donde hay más de cuatro personas suele suceder eso: las conversaciones se mantienen sólo entre los vecinos de los costados y a lo sumo, si la mesa no es muy ancha, se pueden cruzar palabras con los comensales de enfrente. No mucho más que eso. Por lo que, la elección del sitio es una de esas decisiones cruciales que van a cambiar la dinámica de toda una noche y, como lo habían comprobado, de toda una vida, o en este caso de dos. Hacía un par de horas que habían cruzado miradas durante la inauguración de la muestra de arte contemporáneo en una de las salas centrales del complejo cultural, y, como siempre, a eso le seguía una cena formal con todos los responsables directos, indirectos y colados que suelen estar presentes en este tipo de eventos. Por distintas razones, ambos formaban parte de esta partida de invitados. Hacía mucho tiempo que no transitaban una situación multitudinaria en la cual desearan profundamente que todos desaparecieran del mapa y pudieran entonces hacer y decir lo que internamente corría de manera vertiginosa y vehemente, a pesar de estar controlado por la represa de la interacción social, acorde con el círculo en el que se movían. Con la mirada se dijeron todo. Fue un encuentro de pupilas que hablan y mantienen un diálogo profundo y declarativo. Fue una observación, casi una inspección de emociones y sensaciones táctiles que se despertaron como los gendarmes reaccionan cuando suena la alarma a la madrugada. Intenso.
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Pero la autocensura tacha toda posibilidad de expresión genuina, venga de donde venga. Y las barreras que las personas elevan en el marco de la interacción social permanecen firmes y reservadas, conviviendo en el mundo del ocultamiento y transitándolo de manera sigilosa, callada, casi muda. Al menos para el mundo exterior. En el interior todo era grito, movimiento, declaración y manifestación permanente. La sensación de vivir una realidad paralela la inundaba en cada uno de esos momentos en los cuales no solamente su mente, si no su cuerpo entero, sus uñas, su pelo, las yemas de sus dedos, y obviamente sus genitales, recordaban vívidamente alguno de los intercambios pasionales y furtivos que habían tenido a lo largo de los años. Súbitamente recordó como, por ejemplo, nunca importó el tamaño del ascensor en el que se encontraban porque sus besos eran tan agudos y exagerados que aflojaban todo el sostén de sus extremidades al punto en que quedaba únicamente suspendida gracias a encontrarse atrapada entre sus brazos y el espejo del ascensor. Él la hacía sentir así: suspendida. El mundo dejaba de girar para un lado y para el otro. Inhabilitaban el paso del tiempo, al menos por esos minutos en que se encontraban. Minutos, horas y días en los que no había una interacción social manifiesta pero si una confianza interna y permanente, inalterable, de que cuando convergían, se admiraban, y no había nada que suprimir o detener. Y luego, volvía a su presente, a las obras colgadas, al éxito de la convocatoria de esa noche, a los saludos cordiales y las preguntas retóricas, simples y vacías. Algunas de las obras eran realmente llamativas, provocativas y congregantes. En su selección estaban aquellas que uno colgaría en el living de su casa y aquellas que son impactantes pero que no pueden formar parte de un hogar. “Y nosotros…”, pensó, “¿en qué categoría entraríamos?”. Era una pregunta carente de respuesta, tirada al agujero negro de las situaciones que no pueden ser etiquetadas. Por su parte, él, se sentía tan preso y tan libre que su contradicción sólo resultaba en dejarlo fijo y permanente, estático, con la copa de vino en la mano, sin saber exactamente cómo rendirse al placer que sabría que sentiría cuando se tropezaran y colisionaran. Se trasladó, quizás a modo de 128
supervivencia, a alguna de esas tantas situaciones y percibió el sabor que tiene la piel de quien nos hipnotiza, superando así ese Merlot. Inspiró bien hondo, su respiración se había paralizado durante milésimas de segundos, externamente imperceptibles, pero con una duración infinita en su interior. Ella volvió a girar la página del menú para finalmente terminar eligiendo lo que había visto en primer lugar. Y su pie la rozó. Y el calor descarado le erizó la nuca, casi como si sintiera que alguien le había exhalado deseo pretensioso y arrebatado. La respiración se cortó, se salteó varias exhalaciones antes de volver a nivelar un acto tan reflejo y básico como ese, sin que nadie notara que algo la había alterado. Pero se sonrojó. Porque eso es inevitable y porque la sangre ya no circula igual. Él no se dio por vencido. Nunca lo hacía. Las ventajas de su altura y sus piernas eternas, perpetuas, le permitían cruzar la mesa entera por debajo, y, sin que nadie lo sospechara, llegar hasta las de ella, que eran más sensibles aún, porque en octubre ya nadie usa medias y porque las cosquillas que le provocaba este contacto escalaban sin pausa hasta su entrepierna impactando bien adentro y calando el principio de un orgasmo. Su piel, suave y sensible, sintió cada roce y cada movimiento, llevándola nuevamente a esas colisiones en las cuales uno no sabe donde empieza y dónde termina su propio cuerpo porque las sensaciones son tan agudas, que toda la atención está puesta en respirar al mismo tiempo en que uno se estremece y aspira muy conscientemente, a ambicionar que ese placer no se acabe nunca. Los dos se miraron fijamente por encima del menú, manteniendo una conversación silenciosa de pupilas que se dilatan mientras el ritmo cardíaco se altera. El diálogo era presente, pasado y futuro, inundado de los recuerdos más vívidos que una persona puede sostener mientras su cuerpo recrea alguna experiencia pretérita y ejercitada con la potencia y magnitud del sexo que ellos tenían. Las miradas se vieron interrumpidas por el baile de platos y fuentes que fueron llegando, suspendiendo el éxtasis de estar recreando, por ejemplo, aquella tarde en el telo a la vuelta de la estación, cuando entraron mirando a los costados porque no hay nada más incómodo que encontrarse con alguien conocido en esa situación, y cómo, más allá de la cantidad de 129
minutos que eso hubiera durado, porque nadie llevaba la cuenta, y después de haberla disfrutado en la cama, él la apretó fuerte contra la pared, y de pie penetrándola por detrás, sosteniéndola con su brazo derecho, escuchó que ella le decía, entre exhalaciones pesadas y calurosas, “te quiero”. No había nada romántico en ese “te quiero”. Había sí, un deseo genuino del querer entendido como posesión. Ambos se sentían poseídos por sus deseos y ambos se sentían tan seguros y dueños del otro como tan entregados y sometidos a dejarse sentir y pronosticar lo que surgía cada vez que se encontraban, en una relación sin explicaciones ni demandas, ni rivalidades, ni antagonismos, ni apego. Aquella tarde había sido como cualquier otra. Pero, no sé si será por la frecuencia con la que se veían en esa época o por la intensidad de cada uno de sus actos, que ya se había generado un ballet coreografiado y delicioso donde cada uno sabía lo que tenía que hacer para que el otro gozara incalculablemente más. No hay nada más estimulante y adictivo que saberse poderoso y capaz de generar ese deseo y excitación en otra persona, sabiéndose conocedor y peregrino de lo que más le gusta. La cena tuvo una duración extensa y dilatada, sobrante de comentarios y momentos, carente de interés y predilección. En la navegación de este tormento, sus piernas no se separaron nunca. Permanecieron enredadas entre sí, caprichosamente, debajo de esa mesa de madera oscura, haciendo un juego propio, silencioso, pero no por ello menos apasionado y desenfrenado. Nadie lo notó. Solamente quedaron las marcas rosadas en la piel de sus rodillas cuando él las separó de las suyas, para levantarse a saludar a uno de los gerentes que se retiraba: cuando se aprieta tanto la piel, la sangre tarda en volver a su caudal original, de la misma manera que aquellas marcas que él le dejaba cada vez que la amaba de manera pornográfica. Se miraron fijo, ahora, con decisión y la resolución de levantarse para poder salir de este hastío insufrible y exhalar todo el delirio y la lujuria que construyeron durante esa hora y media. Ella estaba mojada, y cuando se dio cuenta se sonrió. Él le leyó la mente y de haberse dejado guiar por el instinto más primitivo, no hubiera reparado en encontrarse en un lugar público y penetrarla directamente sin una caricia previa. Y ella se hubiera entregado 130
como hacía tantas veces cuando él, por su tamaño y su peso, la dominaba tan fácilmente. Se hubieran levantado en ese momento, salvo que el Gerente de Operaciones decidió acercarse a la silla vacía que había dejado el otro Gerente que se había levantado antes. Los interrumpió –sin darse cuenta– profanando el diálogo que habían estado manteniendo. Ambos aclararon sus gargantas, porque los pensamientos rabiosamente carnales que habían intercambiado, a pesar de aun no poseer el don de la telepatía, se les hacían cada vez más difíciles de sostener de manera civilizada y urbana. Y porque también, quien subsiste con tanta intensidad en un mundo interno tiene siempre la obsesión de que esto se nota, de que los demás saben, presienten, opinan, juzgan y advierten con ojo crítico, qué es lo que esta pasando. Tuvieron que soportar la degradación del tiempo, su tiempo, que, en este caso, no era dinero, era placer. Y el placer vale muchos ceros a la derecha. Así y todo, desde su profesionalismo siguieron cada uno las conversaciones que se suscitaron. La marcha del plan de negocios a él, la próxima ciudad de la itinerancia de la muestra a ella, el problema con el cliente del Chaco a él, los cambios en el protocolo de la inauguración en Córdoba a ella. La apertura de un nuevo mercado en Mendoza, específicamente en San Rafael, a él. Los acuerdos con los sponsors de Mendoza a ella. Al fin una provincia en común. Y por suerte, la conversación terminó. Ella sintió como él la tocaba sin tocarla. Él se levantó y con cada paso que daba hacia la salida, habiendo sorteado hábilmente, como hacia siempre, los saludos y postergando conversaciones laborales para el próximo día hábil, podía anticipar sus dedos recorriéndola entera, con la suavidad y la fuerza que sólo él había sabido plasmar sobre cada célula y en cada uno de los rincones más eróticos que tiene una mujer a disposición del placer. ¿Cuántas cuadras iban a tener que caminar antes de poder tocarse? ¿Cuántos pasos iban a andar a destiempo antes de ceder y someterse a la concesión del placer?
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¿Cuánto tiempo más iban a poder aguantar la fiebre y el enardecimiento que provocan este tipo de pasiones? ¿Cuánto iba a durar la pasión? Siempre que se preguntaba eso, se daba cuenta que había sumado un año más y que 2004, cuando comenzó todo, ya se encontraba lejos. Él salió primero y se detuvo, a modo de coartada, en la vidriera del local de al lado. Ella salió más tarde, sin haber podido huir de la mesa y porque su función y ser una de las pocas mujeres presentes en la reunión provocaba que más personas la detuvieran al despedirse con alguna consulta trivial. Él giró a la derecha con paso decidido, evitando cualquier razón que le permitiera a alguien llegar a pensar que se iban juntos. Ella levantó la mirada, pudorosa, como interesada en un mensaje de texto que acababa de llegar, y giró hacia la izquierda.
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LA DESAPARICIÓN DE EVA De Clarisa Maxit
Clarisa Maxit. Hija querida, estudiante y médica aplicada, madre afortunada, lectora de siempre, escritora incipiente.
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A Francisco y Felipe
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odin siempre le había maravillado. No porque fuera artista, quizás por ignorante absoluto en el tema. Sin embargo su escultura siempre le pareció cercana a lo divino; el poder de la creación. Estar esa tarde de Mayo paseando por los jardines de su casa había sido impensable un par de meses atrás, pero acá estaba. La tarde era algo ventosa y con un sol esquivo. Culminaba el día luego de un paseo por el Sena. Llegó hasta la puerta de la casa tomando fotos de la torre Eiffel que se asomaba tras un parque sutilmente. Recorrer cada cuarto, poder sentir la expresión y vivirla en La Angustia. Ver de cerca la escultura El Beso, plácido y amargo en su traición amante. Se sentó y espero sin tiempo el paso de los turistas ante el Pensador que se encontraba en el jardín; muchos inclusive le daban el paso para que tomara las fotografías. Él amablemente cedía con una sonrisa y a fuerza de amabilidad tomaba unas cuantas y se ofrecía a tomarlas gustoso de poder quedarse compartiendo el silencio con la famosa escultura pensante. Finalmente se decidió a continuar el paseo por el jardín posterior de la casa. Caminó despacio rodeando el camino. Se acentuó la brisa. Se preguntó si habría tormenta por el silencio sorpresivo que cargaba el aire. Los canteros más allá del tiempo eran un marco de naturaleza que se fundía con las esculturas dispersas. Y ahí la encontró, al girar, saliendo del sendero. En el centro de un claro, estaba ella: alta, esbelta, digna. Con modestia, se abraza a sí misma, su brazo izquierdo sobre su hombro derecho, su brazo derecho la abraza. Tiempo después supo que era Eva. La vio y se conmovió... pensó una palabra para definirla, la más cercana: ternura. Se sentó en el banco frente a ella, y tomó cientos de fotos, ninguna le parecía que imprimía que sentía. La conocía, se conocían de hoy y de siempre. Era suya. Le pertenecía. Ella presintió su presencia, y aguzó su mirada desde la postura que le estaba permitida. Lo descubrió sentado de frente en el banco. Como todos, le tomaba fotos pero estas parecían no conformarlo. Miro su rostro, el peso de sus hombros, la forma de mirarla y pensó: Ternura, eso me hace sentir, ternura. Y sigue aquí, solo mirándome como si pudiera sentirme. Desde que Rodin me creara en sus manos no necesite de otras manos para sentir que soy. Saber que está ahí sin saberlo…Se levanta y se acerca hacia mí. 135
Los movimientos de los visitantes del museo le evidenciaban que las puertas estaban por cerrar. El público se retiró. Los empleados ya raleaban. Quedaban el y Eva. No podía irse sin abrazarla. Se acercó para despedirse y vio en la mejilla de Eva correr una lágrima... o habría empezado a llover. Se acerco más pero dudo de su juicio al sentir su respiración en su cara. Eva. En ese instante se dijo: “Mi presencia la ha conmovido al punto de inspirarle vida… No, solo estoy desvariando como un poeta loco o simplemente enloqueciendo”. Giró en sus talones decidido a marchar, quizás la palabra sería a huir. Antes de dar el primer paso, aún con el pie en el aire sintió el abrazo del bronce que lo abarcaba.
Le Monde | Lunes 27 de Mayo, Noticia Página 7, cuerpo principal.
ROBAN ESTATUA DEL MUSEO DE RODIN Durante la noche del sábado fue sustraída la estatua Eva de los jardines del Museo de Rodin en esta ciudad. La desaparición de la famosa obra fue reportada por los guardias del lugar el domingo por la mañana cuando notaron su ausencia. No había rastros de ingreso por la fuerza ni vandalismo. No encontraron que faltara ninguna otra pieza. El Inspector Ouvrie, de la Sección Robos y Hurtos de la policía de Paris, ha sido designado al caso. Informó en rueda de prensa que efectivamente no había cámaras de seguridad pero sí alarmas dentro y rodeando el perímetro y no se habían activado. El sistema de alarmas funcionaba perfectamente. Ninguno de los guardias recordaba nada en particular de ese día. El hecho había ocurrido un sábado lo cual planteaba ya todo un desafío: más de trescientos visitantes, turistas y parisinos habrían ingresado al museo ese día. Eva pesaba una aproximadamente media tonelada, su transporte requería de movimiento de equipos y más de un individuo. No se había observado maquinarias en la cercanía que tuvieran la capacidad para desarrollar esta empresa sin embargo estaban ampliando la zona de rastrillaje. Fuentes no oficiales revelaron que un jardinero del museo cuya identidad se reservo podría ser un testigo que aporte luz al misterioso hecho. Se transcribe un fragmento de la declaración del testigo: “Probablemente no sea nada... pero recordé que ese día en particular, me atrajo la atención un hombre de hombros cansados y mirada melancólica.
Permaneció sentado frente al Pensador durante un largo tiempo; tanto así que fue él quien tomo muchas fotos a grupos de turistas. Al volver hora más tarde, por este sendero lo encontré frente a Eva, en ese preciso banco. Me detuve a verlo porque todos admiramos a Eva pero él.... a su alrededor por un instante el tiempo se detuvo y usted se va a reír pero sentí esa sensación de estar de más ante dos que se entienden y tienen mucho para conversar. Él solo tomaba fotos y la miraba. Ajeno a todos los que lo rodeaban. No estaba conforme con sus fotos. ¿Cómo era? Edad mediana, alto pero no demasiado, ojos creo que claros, no vestía deportivo, eso puedo asegurarlo porque todos vienen en zapatillas y él usaba zapatos. Altura: lo vi sentado pero no llamó mi atención. Claro que puedo colaborar para que realicen un retrato hablado. No, no lo vi marcharse. Después de encontrarlo ante Eva me pareció que estaba invadiendo una cita amorosa, ajeno a mí, y me retire con algo de envidia. Seguí trabajando hasta el final del día. Todavía estaba frente a Eva cuando fui a cambiarme para salir. Por un instante me pareció que Ella le extendía el brazo... ilusiones engañosas de la edad y de las sombras que ya marcaban su hora.” El Inspector Oliver Ovrie no desmintió la declaración anterior, solo agregó que se están siguiendo todas las líneas de investigación aún aquellas por improbables que parezcan. También anunció la entrega a la brevedad a la prensa de un retrato dibujado del amante de Eva.
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Documento creado el 18 de marzo de 2014, en Buenos Aires, Argentina.
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