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Tertulia en ZavalĂa 2017 Las formas del amor
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Alejandra Varela - Ana Simari - Virginia Simari
Tertulia en ZavalĂa 2017 Las formas del amor
Autoeditado 2017
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ALEJANDRA VARELA, ANA SIMARI Y VIRGINIA SIMARI. TERTULIA EN ZAVALÍA 2017: LAS FORMAS DEL AMOR Autoeditado (cc-nc-4.0) BUENOS AIRES, DICIEMBRE DE 2016. A5 (14.81 x 20.99 cm.) 108 pp.
EDICIÓN: KARINA WAINSCHEKER
FOTO DE TAPA: 童 彤 (@liz99) vía Unsplash
EL eBOOK “TERTULIA EN ZAVALÍA 2017: LAS FORMAS DEL AMOR” ESTÁ DISTRIBUIDO BAJO UNA LICENCIA CREATIVE COMMONS ATRIBUCIÓNNOCOMERCIAL 4.0 INTERNACIONAL. LAS OBRAS INCLUIDAS PERTENECEN A LOS AUTORES. EN CUALQUIER EXPLOTACIÓN DE ESTOS TEXTOS, SERÁ NECESARIO RECONOCER LA AUTORÍA (OBLIGATORIA EN TODOS LOS CASOS). LA EXPLOTACIÓN DE LA OBRA QUEDA LIMITADA A USOS NO COMERCIALES SALVO EXPRESA AUTORIZACIÓN DE LOS AUTORES.
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ÍNDICE
“El hilo”, de Virginia Simari
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“Intercambio de favores”, de Alejandra Varela
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“La nena del cristalero”, de Virginia Simari
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“Saldar deudas”, de Ana Simari
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“Mi dulce Penélope”, de Alejandra Varela
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“Gaviotas”, de Ana Simari
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“Reina”, de Virginia Simari
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El hilo De Virginia Simari
En aquel momento tenían dieciséis años y la vida los cruzó en un aula al comenzar cuarto año. El primer día de clases nunca es cómodo cuando se estrena colegio; menos en la adolescencia y menos cuando el cambio viene de prepo, como fue el caso. La crisis del país había empujado a muchos colegios a cerrar sus puertas y el de Santi fue uno de esos tantos. La mañana de marzo que se conocieron, comenzaba un año diferente para él.
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Por primera vez no caminaría hacia la escuela con todos sus hermanos. El cierre repentino de su colegio y la graduación del mayor acababan de diezmar al cuarteto. Todo un cambio. Aquel día le hizo frente a una nueva rutina, gastaría otras veredas, ya no pisaría las mismas baldosas que durante los últimos diez años. Hasta eso fue diferente aquel marzo. Estoy segura de que sintió fiaca, había que conocer gente nueva. También estoy segura de que eso no era un problema para él aunque hubiera sido más confortable no tener que hacerlo. Habrá pensado en la presentación: "Hola, soy Santiago, tengo 3 hermanos, juego al rugby en Alumni", y habrá vuelto a sentir fiaca.
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Con todo, al rato de entrar a clase, Santi y Alejo se encontraron conversando como si lo hubieran hecho desde siempre. Afinaron la misma sintonía. —¿Ibas al colegio que cerró? —¿Cómo sabés? —Es bastante obvio. El sweater verde lo delataba en un ámbito de uniforme azul. Usarlo se reveló ese día como un guiño a su amado colegio; mezclarlo con el nuevo uniforme fue el modo. Una cuota de rebeldía adolescente y otra de duelo por su escuela desaparecida. —A la salida voy a juntarme con mis amigos.
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La frase dejó muy claro que su corazón, al menos por el momento, estaría en otro lado. —A mí también alguna vez me tocó cambiar de colegio. Sé que Alejo cargaba su propia historia y su tristeza que era mucha. Pocos meses antes, su papá había fallecido de repente. Su pena era la suya, la de su mamá y la de su hermana. Quería cuidarlas y protegerlas. Era un gigante. Él con sus dieciséis años. Enseguida, las juntadas para estudiar se convirtieron en excusas para seguir charlando. Vaya a saber qué se decían pero sin duda era lo mejor que cada uno podía aportar al otro. Así, Alejo y Santi se transformaron en compinches, amigos entrañables, banda. Durante todo ese año compartieron el aula, las salidas, las fiestas, amigos, secretos, picardías,
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planes, ilusiones, tristeza, diversión. Todo eso en ese orden y en el orden inverso. —Hoy voy a encontrarme con los chicos, vamos a empezar a pensar el viaje del año que viene. Alejo habrá sabido de ese modo, que no compartirían el viaje de egresados. Santi lo haría con sus compañeros de toda la vida, los del otro colegio. —¿Van a Porto Seguro? Mirá si viajamos en la misma fecha. —Falta mucho, no sabemos qué puede pasar; anoche soñé que volvían a abrir mi colegio y que vos te pasabas a ese.
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Sus mundos parecían distintos. Santi jugaba al rugby y Alejo hacía música, el rugbier era fanático de Boca y el músico de River; pero solo en apariencias eran diferentes. Ellos se sentían grandes, y de algún modo lo eran. Como cuando Santi, canchero, me presentó a una compañera del colegio nuevo cuando lo acompañó a visitar al nono al sanatorio. Genio y figura, un duque. Y también era grande Alejo cuando le decía a Santi que el abuelo se pondría bien y con eso le disipaba la nube de tenerlo internado. A la hora de respaldar al amigo, cada uno habrá guardado sus miedos para otro momento. Green Day y La Renga solían sonar en aquel momento en el cuarto de Santi, algo más metálico en el de Alejo
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que más de una tarde habrá soltado- "O key con La Renga pero Rodrigo es mi límite, el cuarteto es demasiado Santi". En eso también eran diferentes, uno soñaba con salir de gira con el rugby y el otro con acompañar a una buena banda de rock; pero esos deseos los hacían parecerse. Me conmovió cuando escuché, aquel mes de junio, cerca del Día del Padre, a Santi cuando intentó ayudar: —El domingo nos juntamos con mis primos en casa, ¿querés venir?. Alejo no iba a estar en la ciudad, pero el solo guiño alivió la fecha.
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Y siguió el año y la buena vida celebrada. Con diciembre terminaron las clases, las pruebas y tantas cosas. Hasta que la madrugada después de Reyes, Alejo llamó a casa desde la costa. Algo había escuchado y necesitaba saber que no era cierto. —Hola, soy Alejo, decime que no es verdad lo que me dijeron. Le había llegado una noticia que nunca pudo imaginar. Era tan joven y afrontó así la respuesta más temida. Un hilo de voz le salía del corazón y llegaba al mío a través de la línea. Una vez más pasó de adolescente a gigante y luego a niño cuando le confirmé que era cierto lo que había escuchado. Una enfermedad repentina y terminal le había ganado en pocos días al cuerpo de Santi.
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Se quebró, obvio, ¡qué menos! Creo que su llanto me salpicaba desde el auricular. Era consternación y desconsuelo. Él había llamado para que le dijeran que no era verdad. Quedamos largo tiempo ligados por el teléfono. Desde mi lado, intentaba esbozar palabras que pretendían abrazarlo, hacerle upa si hubiera sido posible; del otro, había silencio y sollozos. No quería cortar. Nunca nos habíamos visto, nunca habíamos hablado y estábamos unidos por un mismo hilo: el amor a Santi. La confirmación lo dejó perplejo y ya no estaría su amigo para acompañarlo, como lo había hecho cuando él extrañaba a su papá; esta vez tocaba aprender a tolerar la ausencia de Santi. Ya no volvería a verlo, esa amistad tal como la había conocido duró un año; menos que eso, sólo un ciclo escolar. Pero
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desde que se le animó al teléfono para enfrentar la verdad, Alejo hizo perenne el vínculo. Ya no iba a hacer falta ver, oír o abrazar a Santi para sentirlo cerca. El calor de la contención intentaba viajar a través del teléfono, pero no era muy claro quien sostenía a quien. La realidad era insoportable y todo lo que diera entidad a Santi, nos ayudaba. Ya ninguno de los dos quería cortar. Con esa llamada, Alejo inauguró sin siquiera saberlo, una extensión de su amistad con Santi. Sin darse cuenta y con dieciséis años actuó como un titán y se consagró como gigante. Solo había dicho "Hola, soy Alejo, decime que no es verdad lo que me dijeron". Con aquella comunicación telefónica, quedamos ligados para siempre. Con los años, los dos
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coincidimos en que eso lo logró la fuerza de Santi. Y así fue cuando habían pasado más de diez eneros y Alejo me recibió en México. El rock lo había llevado hasta allí varios años atrás, tal como soñaba en sus charlas con Santi. Llegó el momento. Esa mañana una fuerza imparable me empujaba al encuentro, el avión aterrizó y yo iba camino a estar un poco más cerca de Santi. No sabía de qué hablaríamos, sería mi primer encuentro con Alejo, como el que aquel marzo había tenido Santi con él. Me inquietaba si lograríamos conectar, más que el tiempo y las millas nos separaba una generación y sobretodo, que éramos dos desconocidos. El sol inundaba el Aeropuerto de DF, todo brillaba cuando nos encontramos y en ese abrazo eterno de
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los dos, éramos tres. Sentimos a Santi en los brazos y en la mirada del otro. Y hablamos sin cansarnos, como si nos hubiéramos conocido de toda la vida; acabábamos de vernos y estábamos tan cerca, Santi nos hizo familia. Alejo quería saber todo sobre la familia y compartirme todos sus recuerdos y anécdotas que lo divertían. —Aquella Navidad nos juntamos el 24 después de medianoche. Santi venía de pasarlo con todos ustedes y sus primos. No puedo olvidarlo, fue la noche más divertida de mi vida. Me contó que aquella madrugada de 25 alternaron Green Day con algo más pesado y hasta se habrá filtrado alguna movida cuartetera para homenajear a Rodrigo y el baile, la charla, las risas más alguna birra.
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En el Aeropuerto, nuestros ojos mojados contradecían a la alegría de nuestras miradas, las caras daban cuenta de la mezcla de emociones. —Quiero presentarte a mi mujer, quiero que conozcas mi casa y que toda tu familia venga a casa cada vez que pisen DF. Y
pudimos
reir
y
emocionarnos,
charlamos,
lagrimeamos y volvimos a reír. Santi estaba con nosotros, era el hilo que nos unía, el hilo de conversación que nunca acababa. Y fue entonces cuando Alejo reconstruyó aquellas primeras conversaciones, el encuentro del primer día de clases, la pena por el cambio de colegio, la ilusión de coincidir en Porto, la invitación a compartir el Día del Padre y tantas otras. La vida de
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Santi me estaba regalando este momento que resultó para siempre. -Ustedes no entienden nada, les había dicho Alejo esa misma mañana a los músicos que le sugirieron que mandara un remise cuando les contó que buscaría a la mamá de un amigo en el Aeropuerto. —Ustedes no entienden nada—, les había repetido— llega la mamá de Santi.
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Intercambio de favores De Alejandra Varela
I La despertó el silencio de la noche. Con el sudor en su cuerpo se dio cuenta de que su sueño se había repetido una vez más. De inmediato advirtió que se había cortado la luz. El televisor estaba apagado, eso nunca ocurría, ni siquiera de noche. Ella odiaba que el silencio le recordara su soledad. No le molestaba estar sola sino sentir que su anhelo se iba alejando cada vez más. Estaba a punto de cumplir cuarenta y
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dos años y su maternidad se le iba escabullendo. La pesadilla que la despertó se repetía a menudo; en ella se veía a sí misma caminando y por delante iba un niñito. Inten-taba alcanzarlo, él corría, doblaba la esquina y, cuando ella lograba dar la vuelta, él simplemente desaparecía. Era raro que volviera a dormirse cuando esto pasaba. Esa mañana no fue la excepción. Clementina había crecido sola con su madre, su padre había fallecido cuando tenía dos meses. Por eso, jamás se cuestionó la idea de tener un hijo sin padre, ese fue su modelo de familia. O, tal vez, que nunca se sintió atraída realmente por un hombre. Ella misma piensa que la historia que tuvo con su jefe fue más por curiosidad que porque el hombre le interesara realmente. Cerró sus ojos haciendo fuerza, como
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hacía cuando era pequeña, para volver a dormirse; pero no funcionó. Cansada de dar vueltas, miró la hora en su celular: las cinco y veinte, ya no tenía sentido dormirse. Al poner un pie en el piso comenzó a tiritar, se puso la bata y las chinelas y se dirigió a la cocina. Cuando logró hacerse de la luz de emergencia, sintió el sonido del televisor que provenía de su cuarto. Encendió las luces e inició los pasos que repetía desde hacía veinte años. A los veintiuno había heredado el departamento de su tía solterona. Fue una buena oportunidad para irse a vivir sola y lograr huir de su madre que estaba poniéndose cada vez más posesiva y dependiente. Prendió la estufa del baño, dejó que se calentara, en tanto alistó su uniforme. Ya bañada y vestida, hizo su desayuno: un café con leche con dos tostadas de pan integral y
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queso crema. Los días que estaba más animada le agregaba algún dulce, pero hoy no era uno de esos. Limpió la cocina, tendió su cama. Era hora de prender la radio para escuchar un rato las noticias mientras se maquillaba. Un poco de base, rubor, brillo y listo. Lo suficiente para no impresionar a la gente con su palidez fantasmal. Apagó la radio, revisó que en su cartera estuviera todo lo necesario. Dio una última mirada al departamento y partió. Caminó lentamente las cinco cuadras hasta la parada del colectivo. Era una mañana fría de otoño, el viento apuraba la caída de las hojas de los árboles. Mientras, pensaba en los años que venía haciendo esa rutina, y no se refería solamente a sus hábitos matinales ni al camino a la oficina. Era su trabajo mismo el que se repetía día tras día en ese escritorio que ella ya no se
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molestaba ni siquiera en decorar. ¿Para qué? ¿Qué podía combinar con esas depresivas paredes verde chillón? Encima ese delantal que le hacían usar. Era como si quisieran reforzar la imagen que el universo tenía de las oficinas públicas. Simplemente deprimentes. Ni el sol entraba por las ventanas. Debió hacerle caso a su madre cuando le dijo que continúe sus estudios, pero cuando fracasó en su primer examen de ingreso se dio por vencida y aceptó el trabajo que le ofreció su tío. Llegó a la parada. Siempre estaban las mismas personas pero ella no hacía ningú n gesto de reconocerlas. Logró conseguir asiento. Un hecho irrelevante que tomó como buen augurio.
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II El sonido del despertador lo sobresaltó, estaba teniendo un sueño tan lindo… Se encontraba en su pueblo, jugando al fútbol con sus amigos, luciéndose frente a su novia con sus ágiles movimientos. Moussa despertó con culpa, las promesas hechas a Mariama, ya en su poco tiempo en Buenos Aires, se habían ido desvaneciendo. Conocer a María fue una rebelión interna. La primera mañana que la vio en la plaza, no pudo despegar sus ojos de sus suaves movimientos que terminaban en un beso soplado hacia el afortunado que había arrojado la moneda. Luego volvía a permanecer estática, y comenzaba todo de nuevo. Cuando ella se le acercó a hablarle, se quedó sin palabras y no por su mal caste-
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llano. Lentamente le fue perdiendo el miedo, ya no pudo alejarla de sus pensamientos. María representaba todo lo malo que decía su madre de las mujeres occidentales, pero lo que se había olvidado de decirle era lo atrapante que podían ser. Trataba de evitarla, de tomar distancia pero cada vez se le hacía más difícil. Debía reconocerlo se había enamorado. Ya no había vuelta atrás y por má s que le pesara iba a tomar una decisión al respecto. Fue entonces que recordó que no era momento para remordimientos. Era el día de su gran oportunidad. Debía presentarse al club que le recomendó el señor que lo vio jugando en la plaza y no tenía que olvidar llevar su tarjeta. Se bañó, tuvo suerte no había colapsado el baño.
Rara vez pasaba eso en la
pensión, lo tomó como una buena señal.
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Antes de emprender el viaje al club pasó por la plaza, si bien estaba en su camino a la parada del colectivo, necesitaba verla. Allí estaba, esperando que una moneda la pusiera en movimiento, pero esta vez fue la voz del joven la que la hizo dejar su pose. La tomó por sorpresa, sin decirle nada la abrazó y la besó por primera vez. Ella quedó atónita y sólo alcanzó a desearle suerte cuando él retomó su camino sin decir ni una palabra. El viaje fue largo, siguió el plano que le había hecho María. Tuvo tiempo para pensar que si todo salía bien le escribiría a Mariama, debía ante todo ser fiel a sí mismo. Finalmente llegó. Allí estaba parado frente a la cancha. El hombre que tenía frente a él podía ser el dueño de su futuro. Se presentó con su mal castellano y sacó enseguida la tarjeta. Éste, sin mucho rodeo, le
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indicó que fuera al vestuario y luego a la cancha. Así lo hizo. —Incorpórate al equipo de la pechera roja—, le gritó cuándo entró trotando sobre el pasto gastado, mientras le tiraba una para que se la pusiera. Al principio estaba perdido pero al poco tiempo fue un jugador más y no tardó en destacarse por su habilidad y rapidez. Al terminar el partido, el entrenador le dijo que tenía un buen potencial. —Tus papeles están en regla, ¿no? Necesito al menos tu condición de refugiado, la que le dan a los africanos, con eso podemos empezar. Fue como un balde de agua fría, él jamás había vuelto a la Secretaría luego de que le dieran la ayuda para la
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pensión y el curso de idioma. Faltaba un mes para que se cumpliera su plazo. Pero sabía, ser senegalés, no lo beneficiaría para la residencia, su país no estaba en guerra. Solamente los inmigrantes africanos provenientes de países en guerra calificaban para obtener la categoría de refugiados y así seguir con la carrera de obtención de un DNI. Los demás quedaban boyando como inmigrantes comunes y tendrían que hacer un largo camino hasta obtener la residencia. Mintió. Dijo que le faltaba solo un mes para obtenerla. El hombre se entusiasmó, justo tenían un mes y medio para presentar los nuevos equipos. Entretanto, debería entrenar todos los días por la tarde con el equipo. Se despidieron estrechando sus manos.
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Lo que debió ser un festejo se convirtió en una pesadilla. Decidió ir directo al Comité de Elegibilidad de los refugiados. No podía darse por vencido después de todo el sacrificio de sus padres y de todas las ilusiones que se había hecho. “El Maradona senegalés “, le decían en familia antes de partir. Miró su reloj. Si se apuraba, llegaría a la Secretaría. Entró cinco minutos antes que retiraran los números. Se sentó impaciente. Observó a las cuatro personas que estaban detrás de su escritorio. Enseguida reconoció a la rubia que había recibido su trámite. Rogó que lo llame ella ya que “tuvo buena onda”, como dicen los argentinos.
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III La voz del jefe del sector, interrumpió en el recinto y pidió que todos los empleados suspendieran sus tareas y se reunieran en su oficina. Cuando entraron, la cara del hombre rebosaba felicidad. Entregó un mail impreso para que lo fueran leyendo y pasándose. Clementina fue la última en leerlo y por lo tanto la última en felicitarlo. Lo habían ascendido y se iba a trabajar directamente con el Secretario del Ministerio. Pasado el momento de júbilo, los presentes empezaron a mirarse como enemigos en campo de batalla. ¿Quien ocuparía su cargo? No tuvieron que esperar mucho para tener la respuesta. El jefe pidió un aplauso para la compañera Clementina que luego de “dieciocho años de exce
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lente servicio” había sido ascendida “por sus propios méritos”. Resaltó lo de los méritos por si alguno dudaba que en su decisión hubiera influido el hecho que fueran amantes por un tiempo. Las felicitaciones sonaron ahora más cálidas. Era la forma que todos tenían para disimular su frustración. De a uno, los empleados volvieron a sus lugares de trabajo hasta quedar solos. —Te agradezco la oportunidad. Él se acercó y les dio un sonoro beso. —Estoy seguro que tu desempeño será excelente. Realmente lo pensaba y además era una forma de cerrar la historia, con esto sentía que ya no le debía nada.
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Clementina fue a su escritorio, no pensaba en su ascenso sino en su vida. “Viejo de mierda, ¿mis méritos?. Limpiando culpas estás…” rumio para sí misma. Si hace doce años, cuando todavía estaban juntos, ella hubiese sabido que nunca más volvería a quedar embarazada ningún argumento la hubiese convencido. Pero era tan joven, todo una vida… Llegó a su escritorio frustrada, enojada. Pero tenía que seguir sino ahora iban a decir que además que la ascendieron por ser la amante, se le habían ido los humos a la cabeza. Llamó al siguiente número. El joven se sentó con una amplía sonrisa, la rubia lo había llamado. Repitió la historia que le habían enseñado, necesitaba la condición de refugiado ya
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que si bien su país no estaba en guerra, en su pueblo había pandillas y si volvía era hombre muerto por eso había tenido que huir. Clementina asentía; ella también se sabía la historia de memoria. Con la pesada carga de su odio fue a buscar el legajo. Al abrirlo vio el sello rojo de denegado que había sido firmado la semana anterior por la persona que ocupaba el cargo que ella estaba estrenando Encima ahora se le sumaba esto como broche del día, tener que decirle al pobre diablo que estaba sentado frente a ella que su permiso estaba denegado. Que si tenía sueños tampoco se le cumplirían.
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Así que estaban ahí, cada uno de un lado distinto del escritorio pero con el mismo futuro negro. No eran tan distintos, aunque desde afuera pareciera lo contrario. Pero, ¿y si todo no terminaba en ese sello rojo y en ese ascenso de porquería…? ¿Y si ambos podían ayudarse y cambiar el destino del otro? Era simplemente un intercambio de favores.
IV María esperaba ansiosa, en la plaza, noticias de Moussa. No era una buen día para su trabajo, el frío hacía que la gente pasara por allí a paso rápido y no reparaba en la Estatua de la Libertad que ante unas simples monedas se movía para ofrecer estrellas
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plateadas Llegó a la pensión y cuando preguntó si había novedades del chico, obtuvo como respuesta un sobre arrugado. Lo abrió y en un pésimo castellano llegó a leer una despedida, una disculpa. La tinta estaba corrida, ¿había llorado? No decía a donde se iba ni qué era lo que ella debía disculpar. Solo que estaba avergonzado por lo que hacía pero que no tenía otra salida.
V Pasaron quince meses de esa tarde otoñal. Ya estaba terminando el invierno. En otras circunstancias, no habría sido para Clementina más que un mero paso de
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estaciones, con un intervalo de vacaciones mal usadas en el medio. Pero ese año esa linealidad se había perdido. Su rutina en general quedó postergada. Moussa paso a vivir en el departamento, era parte del trato. Debería quedarse hasta el día de su llegada, luego se evaporaría, seguiría con su vida y nunca más volverían a verse. Durante ese tiempo de convivencia, pese a querer evitarlo, tuvieron una relación estrecha. Se contaron sus secretos y más de una noche durmieron juntos mientras él acariciaba su panza. No volvieron a tener sexo desde el positivo oficial. Pero compartían las noches entrelazados en caricias y palabras. Los días fueron pasando, ella se tomó una licencia larga así que pasaba gran parte del tiempo en casa
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preparando todo para Su llegada. Moussa, mientras entrenaba y el resto del tiempo lo usaba para acompañarla. Cuando empezaron las contracciones ambos tomaron sus bolsos y se fueron en un taxi a la clínica. Presenció el parto. Eso no estaba pactado, pero ella había entrado en pánico. En la habitación sólo estuvieron los tres. No tenían familiares, y ella no quiso avisarle a nadie. A nadie le importaba de verdad. Moussa la tuvo solo unos minutos en sus brazos, reconoció los ojos de su madre en la niña. No pudo evitar emocionarse. Era el momento de irse o ya no podría
hacerlo.
Clementina
supo
interpretarlo.
Mientras él ponía a Elena en la cuna, le señaló que le
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alcanzara su bolso. Le entregó su DNI, ya era ciudadano argentino. Hasta allí habían llegado. Habían pasado cinco meses de esa última vez que se vieron. La maternidad logró que la mujer ya no tenga la necesidad de atarse a rituales para sentirse segura. Se tomaba recreos sin culpa, como hoy que compro una calórica torta de chocolate para vivir un momento importante. Era una tarde soleada, entraban los rayos por la ventana y caían en el sillón donde ambas estaban. Clementina sentada, Elena sobre sus piernas, perdida en los ojos de su madre. De fondo sonaba el televisor, un partido de fútbol. El relator estaba eufórico con el joven senegalés que debutaba. Un desvío que provocó la pierna del defensor lo ayudó a hacer su primer gol.
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—Estamos delante de una de las promesas del aĂąo, presiento que los equipos de primera ya lo tienen en la mira. Clementina simplemente sonrĂo.
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La nena del cristalero De Virginia Simari.
—Si no cancelás todo hoy mismo, te juro que no volvés a trabajar en tu vida. Sandra escuchó esa frase desde atrás de las cortinas de plástico del negocio de su abuela; el mismo que de noche se convertía en su cuarto. Ella creció en el local de manicuría en donde, además, vivía con Brenda, la abuela amorosa que la crió. La alarma que trajo aquel mensaje la llevó a los primeros recuerdos que atesoraba: los de su tata jugando con sus manitos,
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haciéndole masajes en sus deditos finos y coloreando sus uñas mientras le contaba historias. De pequeña, cada noche cuando el último cliente dejaba el local, el lugar se convertía en hogar, y la vida en fiesta para San, como la llamaba su abuela. Desde ese instante Brenda era solo para ella. Comenzaban los cuentos de princesas que en sus uñas tenían poderes especiales; a través de ellas cada noche vivía varias vidas. La abuela narraba historias de sus clientes, Sandra aprendía así que, con las uñas bien cuidadas, las personas pueden trabajar, atender a sus familias, tener amigos y ser felices. Eso enseñaban los cuentos de la abuela. Pero más poderosa que todas aquellas uñas juntas era la tata; ella era la persona capaz de transformar cada mano. Las mujeres salían del local flotando, sostenidas en la seguridad de estar divinas. Las manos de los hombres quedaban a punto para
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cerrar los mejores negocios o conseguir nuevos empleos. Toda su vida Sandra asistió absorta a la ceremonia, había algo en el hacer de su abuela que la atrapaba y no se lo quería perder. No sabía, en cambio, que las deudas habían ido tapando a Brenda hasta asfixiarla. Esa mañana oyó la frase que le sonó a amenaza. Sería el fin de Brenda como manicura y como maga. Esa mujer que había llegado desde Hungría con cuarenta y tantos años y una hija de veinte; la misma que en poco tiempo se había convertido en abuela y tres años después en mamá de su nieta. —Crucé el océano, no habrá sido en vano—, solía decir a quien quisiera oírla.
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Esa determinación la llevó a confiar en que siempre lograría salir adelante. —Si hicieras los papeles, no tendrías que estar pagándole a ese tipo, las cosas no son así—, le decían algunos. Brenda era tan fuerte como porfiada. Había trabajado duro desde el principio y así supo honrar por años el canon que cobraban en el barrio para dejarla atender. Ella se puso al hombro su vida y la de Sandri. Tal vez por eso, Sandra no tenía idea de qué decía el hombre que aquella mañana habló desafiante y a los gritos. No lo vio, pero lo oyó y eso alcanzaba. A esta altura, Brenda ya no necesitaba contarle cuentos a su nieta; la pequeña ya era una imponente jovencita de dieciséis años, su figura no pasaba inadvertida.
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En cuanto apareció el joven morocho, Brenda supo que esta vez iba en serio. La escena se había repetido, le era conocida y quizás por eso pudo intuir que esta, era la definitiva; se venía la noche. El hombre ya había cumplido su amenaza en la tiendita de la otra húngara del barrio. La misma que veinte años atrás, contradiciendo a muchos, la convenció de que en esa parte de New York se podía trabajar sin papeles. Ahora venían por ella, ¡claro! No estaba cumpliendo su parte del trato, la plata últimamente no alcanzaba. El recaudador llegó aquella mañana y con sólo asomarse, paralizó a Brenda. —Hablá bajo, que Sandra no escuche. —Te vas a ir del barrio sin dejarme conocer a tu nieta, ya debe estar grande, ¡sacala del cristalero!
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Él cumplía órdenes del dueño de la manzana, ese que se enriquecía a costa de los inmigrantes que trataban de forjarse un lugar distrayendo las reglas. Brenda no lo conoció jamás, era un secreto bien guardado. No había modo de que el muchacho revelara algo sobre ese jefe tan oscuro. Solo se sabía que era hindú, como otros que habían llegado a esos pagos antes que ella. El emisario cumplía órdenes, solo eso y nada menos que eso; pero en lo de Brenda, nunca le había resultado confortable hacerlo. Esa abuela luchadora conmovía su corazón aunque no alcanzaba a quebrar su disciplina. Sandra decidió ese día que “Brenda's” seguiría en pie. No solo su cuerpo había crecido. Tenía dieciséis años, los suficientes en ese barrio para ganarse la vida. Allí
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eran todos inmigrantes. No había opción, había que trabajar. Con ese propósito habían llegado todos hasta allí. Hasta ese momento, la realidad de Sandra había sido distinta. Su abuela se había jurado que la niña tendría un destino mejor que el resto de los que la rodeaban. Ahora, ese hombre había hecho temblar a la persona a quien ella más amaba en el mundo. Tenía dos manos y dos piernas. Lo demás se lo daría el deseo de devolver a esa abuelaza lo que a ella le había brindado. Solo tenía que encontrar la manera. Aquel 31 de octubre, apenas un mes después de la indeseada visita al local-vivienda, Sandra abordó el Metro rodeada de personajes vestidos para la ocasión. Ese otoño se había presentado duro y no solo por el clima. Sin previo aviso, su vida acababa de alterarse. Poco antes, ella misma podía haber estado
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envuelta en alguno de los disfraces que ahora la rodeaban y le sonaban lejanos. Descubrió estupor en la mirada esquiva de varios y curiosidad en la de otros. Su aspecto no acompañaba a ningún personaje de Halloween. Tijeras, alicates, limas y elementos indescifrables que se les asemejan o que se suponen para
destinos
parecidos.
Más
tijeras:
cortas,
medianas, rectas, curvas. Grandes, chicas, totalmente de acero o con mangos de colores. Esmaltes en frascos chicos, grandes y medianos, de colores clásicos y estrambóticos. Frascos cilíndricos, triangulares y cúbicos. En el Metro de New York. Todo eso exhibido con orgullo en un vagón del subte. El material de trabajo viajaba ahora con su orgullosa dueña. La joven se presentaba vestida con un overol que cubría de pies a cabeza su metro setenta y cinco y su robusta osamenta. Cada centímetro de su equipo era la excu
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sa para alojar sus herramientas de trabajo. Su cuerpo era un escaparate plagado de bolsillitos de hule que mostraban su contenido. La manicura ambulante. Un cartel colgaba de su espalda. Sandra, sin proponérselo, acababa de crecer de golpe, ya no solo su cuerpo era imponente. Apretó fuerte sus talones sobre los borceguíes negros que eran parte de su anatomía, estiró sus piernas y la columna y alzó el mentón. Ahí estaba y bienvenidos los que la descubrieran. El cartel hizo lo suyo. El que quiera saber, que lea; el que no, que conjeture. La nena del cristalero despegaba así con la misma fuerza con que la húngara había cruzado el océano. Ella estaba allí para trabajar. El cartel contaba su historia, le ahorraba explicaciones y la respaldaba.
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"SOY SANDRA, TE ATIENDO A DOMICILIO O EN CADA ESTACIÓN. LAS MUJERES CON LAS MANOS MÁS BELLAS Y LOS HOMBRES CON LAS MANOS MÁS PROLIJAS DE NEW YORK CON EL MÉTODO
HÚNGARO. SOY SANDRA" El joven de los ojazos negros, piel aceituna y turbante que viajaba parado entre esqueletos y calabazas, no dejaba de mirarla. Ella descubrió que eso la halagaba antes que inquietarla. El morocho se abrió paso en medio del clima de esa noche de brujas, la leyenda de la espalda de Sandra no le dejó dudas; era la nena, había salido del cristalero. Eso lo decidió a contratarla. La nieta de Brenda se estrenó como manicura ambulante, la tata podría estar tranquila. Aquel día, en la Estación Samhain, mientras Sandra atendía sus manos venosas, Franz, el morocho de
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ojos grandes que acababa de descubrirla en el vagón, ahora convertido en su primer cliente, le contaba que había trabajado desde chico para su abuelo, que nunca se lo había dicho a nadie, que no le gustaba lo que hacía; que ese día tenía una entrevista de trabajo y quería ir con sus manos impecables. En la Estación del Metro, cuando partió la ruidosa formación se hizo silencio; aquel "......te juro que no volvés a trabajar en tu vida" resonaba en la memoria de cada uno sin que el otro lo supiera. Franz se jura ahora que nunca más volverá a amenazar de ese modo y Sandra, que la magia de su tata estará a salvo.
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Saldar deudas
De Ana Simari
Ema salió presurosa de su casa, el taxi la esperaba para llevarla al puerto. Y llegó temprano, muy temprano, dos horas antes de la prevista para el amarre. En sintonía, Luis se acodó en las barandas de la cubierta también con tiempo suficiente deseando ser el primero en divisarla allí en el puerto. Hoy resulta extraño enterarse que este hombre hubiera decidido emprender el regreso por barco.
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Necesitaba tiempo para acomodar imágenes, recuerdos, ese tiempo que el avión le habría negado. Luis y Ema, dos hermanos que se habían perdido en el tiempo. No supieron uno del otro por casi treinta años. El enojo y el sentimiento de abandono que probó Ema hicieron que eligiera no contestar ni una de las tantas cartas que Luis se había ocupado de enviarle. ¿Cómo fue posible que su querida hermana no hubiera podido comprender la gran oportunidad que se le había presentado y que resultaba impensable no aprovechar? ¿Pero había sido ese el motivo del enojo de Ema? Luis lo dudaba. Sospechaba que algo no había sido dicho y sentía que era la hora de poner todas las palabras sobre la mesa.
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El paso del tiempo, la tecnología y la nostalgia que acecha y habita a los adultos jugaron su papel. Un día, un gran día, Luis se animó a llamar. Ema respondió. ¿Acaso intuían que había llegado el momento de saldar viejas deudas? Y Ema respondió uno a uno los llamados que cada vez se hacían más frecuentes. Primero fueron charlas formales, distantes. Poco a poco la distancia se fue borrando hasta que se sintieron abrazados por cientos de anécdotas y recuerdos. Se acercaron tanto como las palabras y las imágenes pueden ayudar a hacerlo. Pero no resultó suficiente, Luis eligió regresar para repasar junto a su hermana los tantos años comprartidos; años de juegos, de complicidades. Y llegó el día, y pasaron las dos horas. El enorme transatlántico lo anunció con un conmovedor rugido.
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La impaciencia de ambos se hacía notar en la inquietud corporal, que relajó cuando finalmente se confundieron en un interminable abrazo; como si hubieran querido recuperar en ese único los cientos de abrazos que dejaron de darse. Estaban cambiados, pero se veían idénticos. No estaban solos, los acompañaban risas nerviosas, lágrimas de emoción y un montón de palabras que no podían encontrar su curso. —Freire 440—, le dijo Ema al taxista. Luis no podía creer que estaba regresando a la casa natal. Ema aún vivía allí. No más entrar, la catarata de recuerdos y las emociones lo ahogaron. Necesitó tiempo para reponerse. Los viajes al pasado no son sencillos, no son inocuos.
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Luis recorrió los cuartos, los pasillos, el vestíbulo. Todo estaba casi igual, casi porque la necesidad de confort le había impuesto algunos cambios al caserón. Les llevó algunos días encontrar el ritmo de la charla que les permitiera escucharse, no superponerse… es que los sentimientos y los recuerdos se agolpaban y no sacaban número para salir. No hubo un solo reproche, dominaba la charla, dominaban preguntas… ¿te acordás cuando…?, ¿qué fue de…?, ¿dónde está…? Así pasaban los días, entre risas, llanto, sorpresa, curiosidad infinita. En este viaje al pasado llegaron hasta una de las tardes de primavera en las que era un deber salir a cazar mariposas al potrero del barrio. No era tarea sencilla, primero había que juntar voluntades. Es que era mucho más divertido ir en banda. Entonces se
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sumaban ¨la Pipí, Rita, Emilio, Norberto y su primo, su primo… ¿cómo se llamaba? No lograron recordar. Después seguía seleccionar la mejor rama de los árboles de la cuadra y por último correr hasta el baldío sabiendo que no se podían acercar a los carreteles que marcaban el territorio del croto del barrio. Pero entonces evocaron esa tarde diferente, cuando Norberto se atrevió a robarle a Luis su rama, la mejor, la más tupida, la más cazadora, fue en ese momento que apareció la furia de Ema, era la menor del grupo pero firme en su rol de custodio de su héroe. ¿Cómo se atrevía Norberto a molestarlo? Sin pensarlo, cambió su atrapa mariposas por los enrulados cabellos de Norberto. No la podían separar. El niño atacado devolvió de inmediato la rama, pero la pequeña justiciera consideró que el honor dañado de su
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hermano merecía que el atrevido recibiera unos cuantos tirones de pelo. Recordaron que a causa del enojo las mejillas de Ema se habían mimetizado con el rojo de su trenza. Al unísono dijeron, pobre Norberto. Y entonces sobrevino el “¿qué será de él?” No lo sabían. “¡Norberto!”, gritó Luis. ¿Es que todo el enojo fue a causa de Norberto? Lo dijo casi aseverándolo. La mirada inquisidora de Luis sonrojó a Ema, no tanto como se había sonrojado aquélla tarde de verano a sus quince años. Luis estaba decidido a hablar de aquella tarde, Ema no. Le cerró los labios con sus manos. Un recuerdo se hilvanaba con otro y entonces vino el del picadito de fútbol en la vereda la tarde en la que Ema quiso sumarse al juego y Emilio estalló en
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carcajadas burlonas. Esta vez fue Luis el que no toleró la afrenta. Agarró la pelota, su pelota, que era la única disponible en el grupo, la calzó bajo el brazo, tomó a Ema de la mano y juntos con paso firme, entraron a la casa. Luis guardó la pelota bajo su cama hasta el día en que sus amigos autorizaron a la pequeña a participar del próximo encuentro. Luis necesitaba hablar de aquella tarde, Ema nuevamente se lo impidió con un gesto de manos. Un recuerdo se hilvanaba con otro y entonces vino el de las escondidas. ¡Cómo olvidar las interminables corridas por el lavadero, los cuartos, el escritorio, el jardín, el altillo, buscando uno por uno a los que eran de la partida! ¡Si hasta cerraban bien fuerte los ojos para que no los descubrieran!
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“El altillo”, pensó Luis. Ahora el que cerró con fuerza los ojos fue él, es que estaba tratando de recobrar los laberintos que el altillo les ofrecía; laberintos formado por incontables sillas, sillones que esperaban aburridos su turno para ser reparados. El altillo. El mejor de los escondites. Ya no estaba. Es que nunca más hubo tapizados que esperaran ser retirados. Y Doña Anita, la vecina, no más verla asomar por el pasillo era sinónimo de incorporar a la merienda los alfajores más ricos de la cuadra. Este par de hermanos, treinta años más viejos descubrió que aún, a pesar del paso del tiempo conservaba idéntica la complicidad que los había
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acompañado y que les había permitido tejer lazos fraternos de trama duradera. Pero Luis estaba decidido a hablar. Lo necesitaba y habló. Habló del día aquél que fue testigo, testigo involuntario de la niñez de Ema escurriéndose entre los brazos de Norberto. Y fue en el altillo. Entonces recordó su sentencia: “Este vecino es poca cosa para vos”. Recordó también su furia y su indignación. Semejante afrenta sólo se reparaba con el destierro de ese atrevido. Y así fue, nunca más quisieron saber de Norberto, Luis por su enojo, María por vergüenza. Y nunca más se habló. Ema con un suave subir de hombros le dio a entender que esa cuenta ya estaba saldada, había pasado tanto tiempo.
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Este par de hermanos, asombrado por tanta cercanía resistente a la distancia y a los silencios añosos, se hizo la pregunta: ¿cómo había sido posible sostener esa comunión amorosa? No era fantasía, la fantasía había estado en los juegos. Supieron entonces que el encuentro tenía forma de homenaje. Sí, homenaje a esos dos seres que supieron entregar con cada abrazo, con cada mirada amorosa, el hilado que les había permitido tramar un tejido fraterno resistente al tiempo y al olvido. Y también resultaba un homenaje a las veredas, que invitaban al placer del juego, y a las calles adoquinadas más visitadas por los niños que por los autos que sólo circulaban de tanto en tanto. Y cuando eso sucedía, el ritual decía presente, los pequeños se
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hacían a un costado, custodiaban el paso del coche y luego corrían alborotados por detrás con sus manitas en alto en señal de saludo. Y fue gracias a esa complicidad intacta que una tarde y mientras repasaban cada baldosa de la terraza, con solo mirarse supieron que estaban pensando lo mismo. Estaban recuperando el recuerdo de una frustración. Les había quedado una travesura en el tintero y la querían escribir. Recordaron que todo había comenzado con un simple… ¿y si jugamos al circo? Elefantes ni caballos tenían, trapecios tampoco, los payasos los aburrían. Clarísimo. Quedaba tan solo ser equilibristas. Parecía muy sencillo, con treparse a la medianera y caminar de comienzo al fin…
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Pero todo se complicó, Doña Anita estaba en su patio y ni bien asomaron medio cuerpo, lanzó un grito desesperado que desanimó a los equilibristas. Desistieron de la actuación. Entonces odiaron que la vecina justo en aquél momento crucial no estuviera cuidando que sus afamados alfajores no se quemaran. Doña Anita no estaba para frenar el juego y ellos estaban creciditos. Podían elegir tomar el riesgo. Intentaron treparse a la medianera, ya no resultaba tan fácil, la agilidad se había marchado detrás de los años. Ema estaba asustada. Registraba la dificultad. Se miraron, Luis le guiñó un ojo. Su hermana entendió que, como siempre, la cuidaría. Fracasaron una y otra vez, pero no desistieron. Luis miró a uno y otro lado;
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algo buscaba y algo encontró. Unos cuantos ladrillos abandonados se convirtieron en el escalón cómplice que suplantó la agilidad perdida. Entonces sí, con el apoyo de las dos manos y el envión del cuerpo, primero Ema amparada por la mirada atenta de su hermano, luego Luis. Con cuidado, despacito, alcanzaron la medianera que los separaba de los vecinos. Con cuidado, despacito llegaron al frente de la casa y desde allí tuvieron una panorámica que les permitió completar el álbum de recuerdos compartidos, el patio de los Córdoba, la casa de los Mascheroni, el garage lleno de trastos viejos de los Estévez donde planificaban los carnavales, el jardín de Coco donde se acumulaba la leña para las fogatas de San Juan. Si hasta las higueras del 451 seguían de pie.
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Luis se encontró buscando el altillo. Ema lo sorprendió en su búsqueda. Sonrieron. Cómplices otra vez. Esa maravillosa tarde de los 90, sin culpas y sin retos, lograron abrazar un retazo muy preciado de esa infancia potente en imágenes, rica en juegos. Pero coincidieron en algo una vez más, que no iban a perdonar a Doña Anita. La vecina les había robado el juego de los equilibristas, eso ya no estaba, había desaparecido. El paso del tiempo había hecho su trabajo. Deuda parcialmente saldada, el circo faltó a la cita.
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Mi dulce Pené lope De Alejandra Varela
Hoy es el día. Subo al auto sabiendo que no es un día como los otros en que voy a cuidarla. Reviso que estén en la guantera las llaves del departamento. Por supuesto, allí están, como siempre. Los que no están, como siempre, son los tres hermanos. Se reunieron en un bar. La frase sin ser dicha les flota en el aire. Allí
están los tres
distanciados en el tiempo sin que nada los una. Solo
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esa frase que ninguno de ellos se anima a pronunciar: ¿Qué hacemos con mamá? Se citaron en ese lugar, para evidenciar que ya ningún lazo los unía para juntarse en el hogar de alguno de ellos. O tal vez para asegurarse que la presencia de testigos no permita que la discusión llegue a límites no aconsejables. Yo soy un testigo omnisciente de esa reunión, no estoy ahí pero ya sé cuál es la posición de cada uno. Mi condición de nieta no me permitió ser parte de la misma, además alguien tenía que cuidarla y ese fue el rol que ellos me dieron. Mi cobardí a me dio una cierta paz. Cada hijo en el trayecto hacia el encuentro fue haciendo un análisis de la madre internalizada que tenía, sin saber que los otros estaban pasando por el
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mismo proceso. El hijo mayor debió cargar con la culpa de ser el preferido, tal vez por eso eligió aferrarse a los malos recuerdos de su infancia y adolescencia. Siempre contaba anécdotas sobre las exigencias de su madre. La hija del medio se sintió la no querida, la incomprendida. Pendiente siempre de lo que sus hermanos recibían, se perdía de advertir los gestos que Iban dirigidos hacia ella. Y por último la hija menor. Que gozó de los beneficios de ser la pequeña de la familia. Tres hermanos y cada uno tejió un vínculo distinto con la misma mujer, sin embargo ninguno pudo tomar la distancia suficiente para conocerla. Yo tenía una mirada diferente sobre la anciana. Debe ser que la relación entre ambas fue más allá del vínculo abuela-nieta.
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Todo comenzó cuando un día mi madre, la esposa del hijo mayor, me llevo a su casa. Vi una mujer sentada en su banco de venecitas, rodeada de plantas en el jardín delantero de la casa, con su tejido en la mano. Se pusieron a hablar entre ellas y me pidieron que fuera “por ahí”. Nunca escuché lo que estaban hablando. Mi madre se fue dejándome el bolso con la promesa de volver pronto. A partir de ese momento, esa casa pasó a ser mi nuevo hogar y la mujer que apenas conocía mi nueva madre. É ramos dos extrañas, pocas veces nos habíamos visto. Con apenas cinco años debí comenzar una vida nueva. Pero aquella extraña pasó a ser, con los años, el único hogar a donde siempre podía volver. Para esa época, la abuela vivía en un pueblo con balcón al mar, como le gustaba decirle, que le recordaba
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los aromas de la infancia: una mezcla de olor a salitre y sardinas asadas. El mar fue nuestro cómplice. Me enseñó a amarlo con la misma intensidad que ella lo hacía. Cerca del verano, antes que llegara la invasión de turistas, caminábamos horas por la playa, disfrutábamos de la brisa que nos pegaba en la cara y nos dejaba con todo el pelo revuelto, nos reíamos y cantá bamos al unísono la vieja canción “Despeinada”. Cuando el sol se escondía entre las nubes juntábamos, trastos llenos de almejas, que luego la nona preparaba con su receta mágica. ¡Qué importante me sentí cuando la compartió conmigo y empezamos a cocinarlas juntas! El aroma a vinagre impregnaba la cocina, la mayoría de los frascos se vendían. Algunos quedaban para el consumo familiar, solo se sacaban en ocasiones especiales. Nunca me
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animé a decepcionarla y decirle cuanto odiaba el sabor de las almejas. Pero había otras comidas que resultaban irresistibles, como las famosas milanesas con papas fritas. De grande trate de copiarlas usando hasta los mismos productos que ella, pero era imposible. En eso, todos coincidíamos: no hay nada como las milanesas de la nona. Los días de lluvia los dedicábamos a la lectura y al tejido. Aprendimos a compartir en silencio las actividades que amábamos. Ella era la dulce Penélope y yo una apasionada de los libros. Fue así que nació mi inclinación a la escritura. Fue la primera en leer mis primeros intentos en el mundo de las letras. Pero lo mejor eran las tardes invernales. Fueron esos momentos de charlas interminables las que nos
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unirían para siempre. A la abuela le gustaba endulzar el paladar con anís y entonces se le aflojaba la lengua y llenaba el cuarto con sus recuerdos y anécdotas. Solía decir que había abandonado su pueblo con balcón al mar siguiendo a un gran amor. Siempre terminaba contando que no había durado mucho la historia, lo suficiente para tener dos niños y una quinta en San Pedro. Mi relato preferido era el del cantor de tangos. Una noche de juerga quedó prendada del cantante de voz áspera y manos de artista. Le bastaron unas semanas para deshacerse de todo y seguirlo rumbo a Buenos Aires. Se instalaron en San Telmo, pronto se dio cuenta que el amor del artista es ante todo para sí mismo y que esas manos, de las que se había enamorado, eran buenas para acariciar pero no para trabajar. Y en seguida agregaba: “nunca me gustó ser la proveedora de la casa, para eso es mejor
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estar sola”. Encima se había sumado una boca má s para alimentar. Podría decirse que habí a sido toda una adelantada para su época. Mujer de alma gitana. No podía permanecer mucho tiempo en un mismo lugar ni con una misma persona. Era como una casa ambulante que iba pasando por distintos pueblos, pero siempre llevando su cría a cuestas. Vivimos juntas hasta mis doce años. Momento en que mi madre cumplió su promesa de volver por mí . Fue entonces una de las pocas veces que la vi llorar, armaba mi bolso y me abrazaba, ella lloraba, yo también. No entendía por qué tenía que irme si esa a fin de cuentas era mi casa y allí quedaba la persona que má s amaba. Pero repetimos nuestra convivencia
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muchas veces, estaba siempre ahí esperándome y nunca preguntaba por qué había regresado. Y volvíamos a renovar la alquimia de nuestra compinche convivencia. Pero ahora que ambas éramos adultas, endulzá bamos juntas nuestro paladar con anís y empezá bamos a perdernos en largas conversaciones. Era en ese lugar donde recurría a curar mis heridas, sabiendo que mi abuela siempre tendría el remedio mágico para aliviarlas. Como aquella vez que di por terminado mi matrimonio. No necesité explicarle nada, no tuve que escuchar preguntas ni consejos, solo me cobijó en el viejo hogar hasta que recobré fuerzas para volver al mundo. Cuándo cumplió ochenta años, los hijos decidieron traerla a Buenos Aires. No les parecía conveniente que
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viviera sola tan lejos. No protestó. Tal vez a ella también se le estaba poniendo pesada la soledad. Pero siguió de aquí para allá y manejó su vida hasta que un día la cabeza empezó a hacerle trampas y comenzó a confundir todo. No sabía cuá ndo era de día o de noche, se olvidaba de comer, desconocía su casa. Una vez salió de compras y no pudo volver, tuvimos la fortuna que la encontrara una vecina. Pero fue recién esa madrugada en que llamó a Claudia, su hija menor, que tomamos conciencia de lo que estaba sucediendo: la encontró en su casa caminando, arrastrándose con una silla, iba tirando todo lo que se le cruzaba, se había orinado encima, había charcos de pis cubiertos por trapos que trataban de tapar la evidencia. Cuando fui ese día a verla tenía la carita del perro que dejan abandonado. Quedó expuesta toda su vulnerabilidad, sentí que perdía la brújula que me había orientado
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desde mis cinco años. Ahora era ella la que necesitaba que le digan qué hacer. Ya no podía seguir sola. Se pusieron enfermeras, nos turnábamos para cuidarla, pero nada parecía dar resultado. Ella se enojaba con las enfermeras, sentía que le invadían su lugar, se enojaba con nosotros cuando le decíamos qué hacer. Empezaba a llamarnos a los gritos por las noches, la medicación para sedarla no funcionaba. Había que tomar una decisión. Mientras manejo hacia su departamento para cuidarla en tanto sus hijos tienen su “reunión”, todas estas imágenes se van colando en mi cabeza. Dejo el auto, aprieto el botón para cerrarlo y poner la alarma, camino hacia el edificio y subo por el ascensor.
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Cuando entro, la abuela está sentada en su sillón junto al ventanal mirando hacia la puerta de entrada, como a la espera. Los rayos de luz que se asoman caen sobre sus piernas haciendo resaltar los vivos colores de la manta peruana que las cubren. El cuerpo pese a los almohadones que buscan contenerlo se inclina hacia un costado, es como si uno pudiera ver en ese declive un trabajo acumulado a través de los años que se viene a cobrar su deuda. El rostro muestra las marcas del tiempo, no resultaría correcto llamarlas simplemente arrugas, sería una falta de respeto. Cada surco es una experiencia, un sentimiento, un torbellino de sensaciones atravesadas. Esa quietud en la que estaba sumergida se interrumpe. Todo en ella se ilumina. Sonríe. Con la misma inocencia que lo hace un niño cuando gana la
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sortija tan deseada. Me acerco y le doy un fuerte abrazo. Me conmueve con el recibimiento. Seco mis lágrimas antes de mirarla. La anciana protesta porque hace mucho que no viene nadie a verla. Es la historia que se repite cada tarde. Sin embargo, parece ser que ambas disfrutamos de ese reencuentro como si fuese el primero. Pero esta tarde está distinta, me pide que la acompañe a su habitación. Sobre su cama hay un bolso preparado. Me mira a los ojos: —Quiero ver por última vez el mar, sentir su olor, es lo único que quiero. No puedo permanecer indiferente a esos ojos que me cuidaron durante toda mi vida. Agarro su bolso, dejo
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una breve nota en la mesa de la cocina para el resto de la familia. No pienso mucho en tomar mi decisión así como tampoco ella lo hizo cuando aceptó que me quedara en su hogar. La ayudo a subir al auto, arranco, la miro de soslayo, su amplia sonrisa me dice que estoy haciendo lo correcto. Nuestro páramo en el mar ya no existe, pero está mi cabaña, mi nuevo refugio. Allí podremos tomar nuestra copa de anís. Tal vez, Penélope empiece un nuevo tejido y yo junte fuerzas para contar nuestra historia, las dos inspiradas en el aroma del mar, esa mezcla de salitre y sardina asada.
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Gaviotas De Ana Simari
Y aquí estamos hijo, de pie frente a la ventana que mira al mar. Yo, destrozada, confundida, vos, acurrucado entre mis brazos.
Necesito entender qué pasó. La vida y la muerte se alojaron en mí, así no más, se dieron la mano y llegaron.
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Necesito entender qué pasó conmigo, tu madre; María la indiferente. La indiferencia era mi identidad, era. ¿En qué espejo me miraba?
Estoy, estamos frente al mar, yo intentando juntar mis pedazos, vos, respirando suavemente. Tu olor me embriaga, el dolor me lacera.
Observo
atentamente.
Ellas,
las
abominables
gaviotas no están, Nada, nada nos retiene. Salgamos, que el viento nos acaricie, que el sol nos arrope, que el áspero roce de la arena nos de calor.
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Sentémonos aquí, frente al mar. Él nos muestra su profundo y tranquilo azul. Ahora, atacado, interrumpido en su placidez por gigantes olas, olas que sueltan su espuma como perro rabioso. Descansemos un rato, yo recostada. Vos acá, a mi lado. Agota no poder hablar, Agota no poder gritar Hoy necesito la voz que perdí. Me hace falta para gritar, Sólo me quedan silenciosos llantos, llanto para contar de mi dolor por no tenerlo, llanto para contar de mi dicha por tenerte.
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Leo y releo esa oscura nota firmada por tu padre, no alcanzo a comprender.
¿Qué pasó? ¿Qué no le alcanzó? ¿Qué lo abrumó? ¿Qué fantasmas lo ganaron? ¿Por qué marcharse para siempre?
Algo me sobresalta, salgo de mi sopor, es tu llanto el que me alerta, tu llanto me alivia hijo.
Sí, ahí están las espantosas gaviotas Revolotean todas a nuestro alrededor. Amenazantes, invasoras igual que aquélla mañana gris. Gaviotas blancas oscureciendo el día.
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Entonces hui con espanto, busqué refugio en sus brazos. Ahí estaba él, como siempre. Me entregó su calor, me prestó su voz. Su voz fue mi voz. El terror enmudece. Ahora, una atrevida posa en tu pecho, escucho tu llanto, y eso me alivia hijo. ¿Qué hacer? Jamás pude con ellas, pero hoy es diferente, ¡Con vos no! ¿Por qué volvieron? ¿No les alcanzó el verano aquél? Su temible sobrevuelo me arrebató la voz.
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Idéntico terror, diez años después, idéntico terror.
Escucho tu llanto, eso me alivia hijo.
Jamás pude con ellas, pero hoy es diferente. ¡Con vos no! Vos sos mi resguardo, yo tu seguridad.
Idéntico terror, Diez años después, Idéntico terror.
Pero hoy no, ¡Con vos no!
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La tomo por las alas, cierro los ojos con fuerza, controlo mis náuseas, la arranco con furia de tu pecho y la suelto, se aleja inconsciente del insoportable asco que me produjo.
Te tomo nuevamente entre mis brazos. Nos mecemos al son de la canción que suena sólo en mi mente.
Escucho tu llanto y me alegro, tenés voz, tengo tu voz.
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Reina De Virginia Simari
No es que ella le quitara el sueño, de ninguna manera. Fuera del horario de trabajo no la pensaba, o tal vez sí; pero la realidad es que, en el bar, a ningún otro mozo se le podía ocurrir arrebatarle la bandeja para entregar un pedido en el piso veinte de la torre. Cada mañana, al entrar a ese despacho, Walter viajaba. Todo ahí le resultaba exquisito; en ese mundo nada malo podía suceder.
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—Buen día, chicos, ¿está reunida? Superado ese mínimo filtro, el paso estaba franqueado; él tenía acceso a lo que tantos tipos importantes no. El ambiente blanco, muy luminoso, con espacios vastísimos, en los que el enorme escritorio de cristal bailaba, eran el marco perfecto para ella. Su mirada podía estar clavada en el monitor o perdida atravesando los ventanales que apuntaban al río; como sea, jamás lo había mirado. —Dejá la bandeja, gracias. —Esa mujer tiene ojos en la nuca—, solía decirle a sus compañeros del bar.
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Él nunca lograba saber de qué modo descubría su presencia; entraba sigiloso y siempre lo adivinaba. "Quizás hoy me mire", se ilusionaba cada vez antes de anunciarse; pero la oportunidad no llegaba. Walter la pensaba, trataba de imaginarla fuera de la oficina, viviendo como una mujer más. Pero no había manera; formaba un todo con los muebles y los cuadros, ella integraba ese ambiente impecable donde suponía que no había lugar para los problemas. —Es una reina—, le había llegado a decir a su mujer alguna vez mientras le contaba historias del bar. — Creo que vive detrás de ese escritorio de cara al ventanal; no tiene cabida en la vida real. —No me preocupa que Walter esté enamorado de esa mujer, ella pertenece a otro mundo. Lo dejo que la
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sueñe—, había dicho Norma, su esposa, a sus compañeras de la peluquería. A ella, en cambio, le preocupaba verlo tan cansado. Añoraba los tiempos en que él era solo taxista y tenía algo de tiempo para los dos; si total ya habían logrado ordenar sus cuentas. Walter no se quejaba de lo que le había tocado. Era taxista y desde hacía un tiempo había comenzado a ayudarse como mozo. Así, añadía un sueldo y las propinas. Trabajaba duro, aunque últimamente la vida le pasaba por el bar que cada jornada le daba la oportunidad de llevar los pedidos a lo de la señora. Tenía la esperanza de que alguna vez lo mirara; él ya sabía lo que deseaba decirle, no iba a perder la oportunidad.
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El despacho no delataba ni un rastro de su vida, al menos hasta donde llegaban los ojos de Walter. Ni los marcos con fotos lo ayudaban, parecían girasoles de plata y cristal apuntando para el otro lado. La única imagen que alcanzaba a ver, era una foto de ella con el Papa. "Obvio, es una mujer importante". —¿Viste que cuando prendés la tele, la gente siempre está? Bueno, esto es lo mismo, ella está ahí a toda hora, detrás de ese escritorio. Sus compañeros no lo entendían. —Walter, aflojá, está lleno de gente así, no es de nuestro mundo pero es una más, listo. Todo le resultaba especial, el perfume que impregnaba la oficina, el peinado recogido, las blusas
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de seda, los lentes desparramados junto al monitor, al lado del teléfono, sobre la mesada que bordeaba el ventanal. Con marcos de varias formas y colores, eran parte del atuendo. Las lapiceras no se quedaban atrás; gruesas, finas, bañadas en oro, laqueadas, muchas. Los escasos minutos que le llevaba dejar la bandeja le alcanzaban para escanear el lugar. —No entendés, ella es distinta. Quisiera que nunca le pase nada, que siempre esté ahí, tiene que existir gente como ella. El personaje detrás del escritorio era un imán para Walter. —Amigo, ¿qué te pasa con esa mujer? No tenés arreglo, un día te vas a volver loco. Nos vemos mañana.
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Al terminar su turno en el bar, cuando Walter se convertía en chofer, se sentía uno de lujo. El auto impecable y la prudencia eran para él su mejor capital. Siempre se había jactado de su clase para atender al pasajero. Con esas armas no le temía a la competencia de Uber. Era un porteño orgulloso de su desempeño. El radiollamado esta vez lo llevó a la zona norte de la ciudad. Era viernes y alejarse del centro lo relajaría. Tomó Avenida del Libertador concentrado en el tránsito y escuchando U2 hasta llegar casi en piloto automático a levantar a los pasajeros. La noche cálida y el bullicio urbano le hicieron sentir ganas de despejarse y empezar, desde ese momento, el fin de semana que se anunciaba soleado.
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—Normita, preparate, hago el último viaje y te busco para ir a la pizzería. Al llegar a destino, una pareja subió discutiendo justo cuando él estaba dispuesto a terminar su semana en paz. Por pudor ni los miró, ese es su estilo. Solo hablaba el hombre, él intentaba no prestar atención. La situación le resultaba incómoda pero estaba acostumbrado a ser una pared. Los mozos y los choferes son invisibles, la gente actúa como si no estuvieran. Verborrágico y violento, el tipo hablaba cada vez más alto. —¡Si me hubieras avisado a tiempo ahora no estaríamos así! ¡Me tenés harto!
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La mujer no respondía. El timbre y el volumen de la voz del hombre hacían difícil obviarlo. Walter hubiera pagado por tener auriculares que lo protejan con Bono y su banda. "Mientras yo voy de un trabajo al otro, esta gente bien tiene todo para vivir tranquila y se anda peleando por la calle, ¡Pobres!". Con el tránsito cargado, le esperaba un viaje como de media hora hasta la Catedral de San Isidro. Mientras, el hombre seguía subiendo el tono. Solo el vidrio divisor de los taxis neoyorquinos, esos que se ven en las películas, lo hubiera salvado. Esta vez, el espejo retrovisor le sobraba. A esta altura solo quería buscar a Norma y llevarla a comer pizza con cerveza.
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El clima se seguía tensando en el asiento de atrás: —¡Pare
acá,
me
bajo!,
le
ordenó
otra
voz
repentinamente. Por primera vez en todo el trayecto, era la mujer quien hablaba. Walter se paralizó, no podía ser, pensó que era producto de su obsesión. Sonaba como la voz que a diario le decía: "Dejá la bandeja, gracias". Imposible no identificarla. Creyó que se estaba volviendo loco, tal vez su compañero del bar tenía razón. Se animó a usar el espejito que le confirmó la sospecha. Era ella. Podría reconocerla sin haberla visto jamás cara a cara. Fueron segundos eternos hasta que logró clavar el freno, a la vez que decidía perder la oportunidad. Ahora no tenía sentido decirle lo
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que durante meses había deseado, aunque sí tenía algo para decirle al hombre que la acompañaba. —Maestro, con la pensión que le va a dejar, yo no la pelearía tanto. Bajen no más los dos. No me debe nada, pero por favor cuide a la patrona. Una vez que se liberó de esa gente, tardó en arrancar, no reaccionaba, la cabeza se le dio vuelta y no terminaba de entender bien qué le ocurría. Algunos minutos después, logró continuar, Normita lo esperaba para ir a la pizzería. Esa noche Walter le daría la gran noticia: ese había sido su último día en el bar.
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EL eBOOK “TERTULIA EN ZAVALÍ A 2017: LAS FORMAS DEL AMOR” ESTÁ DISTRIBUIDO BAJO UNA LICENCIA CREATIVE COMMONS ATRIBUCIÓN- NOCOMERCIAL 4.0 INTERNACIONAL. LAS OBRAS INCLUIDAS PERTENECEN A LOS AUTORES. EN CUALQUIER EXPLOTACIÓN DE ESTOS TEXTOS, SERÁ NECESARIO RECONOCER LA AUTORÍ A (OBLIGATORIA EN TODOS LOS CASOS). LA EXPLOTACIÓN DE LA OBRA QUEDA LIMITADA A USOS NO COMERCIALES SALVO EXPRESA AUTORIZACIÓN DE LOS AUTORES.
Este documento se terminó de editar el 15 de diciembre de 2017 en Buenos Aires, Argentina.
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