COMPILACIÓN DE CUENTOS CORTOS
COMPILACIĂ“N DE CUENTOS CORTOS
Editorial Tinwis Ranch Se imprimieron 1,000 ejemplares Imprenta Tacuachuri Mariano Matamoros #27
COMPILACIÓN DE CUENTOS CORTOS
PRÓLOGO Estimado Lector: En esta pequeña recompilación se pretende que al momento de empezar la lectura, te llenes de todas y cada una de las aventuras, y al mismo tiempo la intención es hacerte recordar tu infancia. Esto con la intención de hacerte saber que jamás se deja de ser niño.
LAS ALMOHADAS Celso Romรกn
Durante mucho tiempo se creyó que las almohadas eran el simple producto de una leyenda propalada por los pastores de la alta montaña. Ellos afirmaban que no era sino sentarse a la sombra de un sietecueros de flores moradas y tocar la quena con amor para que empezaran a aparecer. Se entremezclaban con las mansas ovejas y con ellas pastoreaban la loma comiendo grama tierna y amarillas flores de retama. Nadie nunca había cogido una viva para demostrar la verdad, pues las almohadas que viven en libertad son extraordinariamente tímidas. La silenciosa montaña hace que el más leve ruido sea inmediatamente detectado: dejan de comer, levantan medio cuerpo y miran atentamente en todas direcciones. A la menor señal de peligro se escabullen veloces buscando los tupidos matorrales del páramo. El primero que amansó una almohada fue Desiderito Palma, un pastor de Miraflores. Fue por la época en que conoció a Adrianita Pérez, una muchacha delgadita, de ojos negros y pelo largo, que sembraba rosas y claveles en un cuadrito de tierra al lado de un robledal. Desiderito la conoció un domingo en el mercado cuando ella bajó al pueblo a vender flores y él a vender lana. Ese día por la tarde ya estaba enamorado y desde entonces se pasaba las horas en la montaña cuidando sus ovejas y tocando la quena, inventándose melodías de amor para la bella que le había robado el corazón. Estando debajo del sietecueros de flores moradas le pasó lo que les pasaba a los pastores enamorados: las almohadas silvestres salieron tímidamente a triscar revueltas con las ovejas. Cuando al domingo siguiente lo contó en el pueblo, se rieron de él diciéndole que lo que pasaba era que estaba tan enamorado que veía visiones. Adrianita se ruborizó, pero dijo que sí le creía, pues ya empezaba a descubrir que ese amor era verdadero y que Desiderito no mentía. Él volvió a la montaña con su rebaño y se dio cuenta de que entre más grande era el amor que sentía, más linda salía la música de su quena, menos flores amarillas de retama comían las almohadas y más se acercaban a escucharlo. Con el transcurrir de los días hubo una que se aproximó despacito, con el mullido cuerpo levantado y apoyada únicamente en sus cuatro puntas blancas, llegando paso a paso, como pensando cada movimiento, dejando por un instante la pata en el aire, indecisa, pero por fin arriesgándose.
Durante horas y horas escuchaba la música sin dejarse tocar, hasta que llegó el día en que se acercó ronroneando y se acomodó detrás de su cabeza invitándolo a recostarse en ella. Fue un agradable descubrimiento reposar en una almohada mullida que endulzaba el corazón cuando el pastor pensaba en Adrianita. Desiderito sabía que la almohada lo escuchaba cuando le contaba los progresos de su amor. Una mañana llegó especialmente feliz a decirle que por fin se iban a casar y por lo tanto ella era libre de volver al páramo con las demás almohadas. Por primera vez en tanto tiempo el mullido animalito de monte habló para decirle que si la libertad era escoger, su decisión estaba tomada: se iba con él, como su primer regalo de bodas. Esa misma tarde la gente se convenció de que el cuento del pastor no era la invención mágica de un enamorado: la almohada silvestre llegó caminando como otra de sus ovejas, dispuesta a compartir también el amor. Sobra decir lo felices que fueron los recién casados compartiendo lo poco que tenían, pero que por ser grande el querer, parecía mucho. Dulces sueños después del amor soñaron, abrazados sobre la tierna almohada que desde entonces, alimentándose de ternura, no volvió a necesitar las amarillas flores de retama.
LAS AVENTURAS DE MANDEVILLE Guillermo Hernández de Alba
Cuando era niño mi imaginación íbase tras los inolvidables cuentos de Calleja, que evocaban países maravillosos, con casas de caramelos, ríos de leche y fuentes de vino. A pie juntillas creía estas tonterías y anhelaba porque cualquier día cayese sobre mi casa una lluvia de monedas de oro o cosas por el estilo. Los palacios de cristal, las paredes cubiertas de brillantes, o los poderosos talismanes, a la manera de la linterna de Aladino, que me pondrían en posesión de todo, eran mis sueños infantiles. Los años pasaron y con ellos los cuentos: Caperucita, Gulliver, Aladino, quedáronse en el más escondido rincón de mis memorias y otros nombres y otros cuentos vinieron a poblar la inquietud de mi cabeza juvenil y hoy, este pobre tío lleno de remiendos confunde unos y otros para concluir cosas al parecer descabelladas. Escuchad mis cuentos de hoy. Mucha atención que en el curso de mis palabras, descubriréis cuánta verdad había en los cuentos de Calleja y cómo, sin errar, se pueden confundir con cosas que han pasado aquí y en el mundo entero y que se conocen con el nombre de historias. En el siglo XIII hubo en Inglaterra un inquieto aventurero, el caballero Mandeville, que aburrido de la vida que llevaba en su tierra, se lanzó por esos mundos en busca de sorpresas. Por varios cuentos sabía la existencia de un país maravilloso, y creyendo en aquellos como yo creía de chiquito, dijo hasta luego a sus padres y hermanos, que se quedaron llenos de lágrimas y con la seguridad de que no volverían a verle, y, sobre una frágil embarcación, se fue mar adentro. Pasaron muchos años: nadie volvió a saber de Mandeville y parecía que su recuerdo se borraría para siempre de la memoria de los hombres; cuando hete aquí que vino a hacer su aparición en lejanas tierras, en la República de Venecia, vestido de sedas preciosas, adornado con joyas que envidiaban los más poderosos, perfumes que hacían soñar, innumerables esclavos que le hacían honores de rey al ofrecerle, en copas de oro y diamantes, vinos que volvían la boca agua. Imposible que este rey tan poderoso fuese el pobre Mandeville que se fue en busca de aventuras. Nadie le quería reconocer: todos pensaban que era el mismísimo Preste Juan de las Indias, de cuyas tierras venía, o un poderoso enviado de él.
¡El Preste Juan! Locos se volvían todos por conocerle. ¡Qué semidiós tan poderoso sería cuando podía mandar mensajeros cubiertos de oro y pedrerías! Potentados de Venecia y Génova mantenían comercio con el Preste, pero jamás habían logrado conocerle. Mandábanle mensajeros de todas partes, pero inútil; nadie podía llegar hasta él. Sólo hubo un feliz mortal, Mandeville, que logró penetrar en sus dominios. Contaba aquél cómo las rocas eran un solo diamante; cómo cada año los peces venían a las costas a tributar reverencia al rey de aquellas tierras, que vivía en un palacio cuyas paredes eran de rubíes, zafiros y topacios.
EL CARACOL Y EL ROSAL
¡Cómo si había árboles que producían cuanto uno quisiera! La imaginación de los atónitos europeos se volvía loca ante tanta maravilla. Había que ir, costara lo costase, a las tierras del Preste Juan. ¿Pero cómo? El Mediterráneo era la única vía conocida en el sur; por allí cruzaban los navíos portadores de las riquezas que atrevidos navegantes recogían en las costas asiáticas para traerlas a los mercados de Venecia y Génova. ¿Cómo encontrar un camino que comunicara directamente con las legendarias tierras de Katay y Cipango? En los conventos, en las academias, diéronse los sabios a estudiar. ¿Se podría llegar directamente a los dominios del Preste Juan? Los más pensaban que era imposible, porque la tierra, según ellos, era un gran plano, y explicaban el día y la noche diciendo que cumplido el medio círculo recorrido por el sol, éste se escondía detrás de una gran montaña y daba origen a la noche. Otros, los menos, de ideas que se creían en contra de las enseñanzas de la Iglesia, defendían que la tierra era esférica y que navegando siempre al occidente encontrarían a muy poca distancia las tierras orientales. Ved cómo, a partir de la aparición de Mandeville y de conocerse sus viajes y sus tesoros, que no eran sino de cuento, sólo se pensó en buscar el más corto camino para llegar al reino del Preste Juan con otras cosas que os contaré más adelante.
Hans Christian Andersen
Alrededor del jardín había un seto de avellanos, y al otro lado del seto se extendía n los campos y praderas donde pastaban las ovejas y las vacas. Pero en el centro del jardín crecía un rosal todo lleno de flores, y a su abrigo vivía un caracol que llevaba todo un mundo dentro de su caparazón, pues se llevaba a sí mismo. –¡Paciencia! –decía el caracol–. Ya llegará mi hora. Haré mucho más que dar rosas o avellanas, muchísimo más que dar leche como las vacas y las ovejas. –Esperamos mucho de ti –dijo el rosal–. ¿Podría saberse cuándo me enseñarás lo que eres capaz de hacer? –Me tomo mi tiempo –dijo el caracol–; ustedes siempre están de prisa. No, así no se preparan las sorpresas. Un año más tarde el caracol se hallaba tomando el sol casi en el mismo sitio que antes, mientras el rosal se afanaba en echar capullos y mantener la lozanía de sus rosas, siempre frescas, siempre nuevas. El caracol sacó medio cuerpo afuera, estiró sus cuernecillos y los encogió de nuevo. –Nada ha cambiado –dijo–. No se advierte el más insignificante progreso. El rosal sigue con sus rosas, y eso es todo lo que hace. Pasó el verano y vino el otoño, y el rosal continuó dando capullos y rosas hasta que llegó la nieve. El tiempo se hizo húmedo y hosco. El rosal se inclinó hacia la tierra; el caracol se escondió bajo el suelo. Luego comenzó una nueva estación, y las rosas salieron al aire y el caracol hizo lo mismo. –Ahora ya eres un rosal viejo –dijo el caracol–. Pronto tendrás que ir pensando en morirte. Ya has dado al mundo cuanto tenías dentro de ti. Si era o no de mucho valor, es cosa que no he tenido tiempo de pensar con calma. Pero está claro que no has hecho nada por tu desarrollo interno, pues en ese caso tendrías frutos muy distintos que ofrecernos. ¿Qué dices a esto? Pronto no serás más que un palo seco... ¿Te das cuenta de lo que quiero decirte? –Me asustas –dijo el rosal–. Nunca he pensado en ello.
–Claro, nunca te has molestado en pensar en nada. ¿Te preguntaste alguna vez por qué florecías y cómo florecías, por qué lo hacías de esa manera y de no de otra? –No –contestó el caracol–. Florecía de puro contento, porque no podía evitarlo. ¡El sol era tan cálido, el aire tan refrescante!... Me bebía el límpido rocío y la lluvia generosa; respiraba, estaba vivo. De la tierra, allá abajo, me subía la fuerza, que descendía también sobre mí desde lo alto. Sentía una felicidad que era siempre nueva, profunda siempre, y así tenía que florecer sin remedio. Tal era mi vida; no podía hacer otra cosa. –Tu vida fue demasiado fácil –dijo el caracol. –Cierto –dijo el rosal–. Me lo daban todo. Pero tú tuviste más suerte aún. Tú eres una de esas criaturas que piensan mucho, uno de esos seres de gran inteligencia que se proponen asombrar al mundo algún día. –No, no, de ningún modo –dijo el caracol–. El mundo no existe para mí. ¿Qué tengo yo que ver con el mundo? Bastante es que me ocupe de mí mismo y en mí mismo. –¿Pero no deberíamos todos dar a los demás lo mejor de nosotros, no deberíamos ofrecerles cuanto pudiéramos? Es cierto que no te he dado sino rosas; pero tú, en cambio, que posees tantos dones, ¿qué has dado tú al mundo? ¿Qué puedes darle? –¿Darle? ¿Darle yo al mundo? Yo lo escupo. ¿Para qué sirve el mundo? No significa nada para mí. Anda, sigue cultivando tus rosas; es para lo único que sirves. Deja que los castaños produzcan sus frutos, deja que las vacas y las ovejas den su leche; cada uno tiene su público, y yo también tengo el mío dentro de mí mismo. ¡Me recojo en mi interior, y en él voy a quedarme! El mundo no me interesa. Y con estas palabras, el caracol se metió dentro de su casa y la selló. –¡Qué pena! –dijo el rosal–. Yo no tengo modo de esconderme, por mucho que lo intente. Siempre he de volver otra vez, siempre he de mostrarme otra vez en mis rosas. Sus pétalos caen y los arrastra el viento, aunque cierta vez
vi cómo una madre guardaba una de mis flores en su libro de oraciones, y cómo una bonita muchacha se prendía otra al pecho, y cómo un niño besaba otra en la primera alegría de su vida. Aquello me hizo bien, fue una verdadera bendición. Tales son mis recuerdos, mi vida. Y el rosal continuó floreciendo en toda su inocencia, mientras el caracol dormía allá dentro de su casa. El mundo nada significaba para él. Y pasaron los años. El caracol se había vuelto tierra en la tierra, y el rosal tierra en la tierra, y la memorable rosa del libro de oraciones había desaparecido... Pero en el jardín brotaban los rosales nuevos, y los nuevos caracoles se arrastraban dentro de sus casas y escupían al mundo, que no significaba nada para ellos. ¿Empezamos otra vez nuestra historia desde el principio? No vale la pena; siempre sería la misma.
EL CEMENTERIO Anónimo
Cuando somos pequeños, una de las cosas que más nos impresionan y que a la vez menos comprendemos es la muerte. Y generalmente explicarles a sus hijos qué es la muerte y por qué existe es una de las tareas más difíciles que han de afrontar los padres. Yo os voy a contar cómo me explicó mi madre lo que era la muerte. Cuando yo era pequeña, el día 1 de Noviembre, fuimos al pueblo donde nació mi madre. Esto me sorprendió porque a aquel pequeño pueblo sólo íbamos en verano y alguna que otra Semana Santa. Cuando estábamos en el pueblo mi madre me llevó a un jardín, y mientras andábamos por un sendero ella me empezó a describir como era el cementerio donde estaban enterrados mis antepasados. Me describió lápidas, tumbas, cruces, ángeles de piedra y de mármol... y yo le estaba viendo todo. Yo no comprendía como todos mis antepasados, mis abuelos, bisabuelos, tatarabuelos... y los de todos los demás podían estar en tan poco espacio. Estaban allí todos juntos, cuando nosotros, que somos muchos menos necesitamos grandes edificios, y mucho espacio para correr... Vimos la tumba de mi tía Pilar, que había muerto no hace mucho de una grave enfermedad. En su epitafio ponía: "Amó y fue amada por todos." Seguimos andando y mi madre me mostró los nichos. Y vi como allí, en cajas de zapatos, se encontraban cerca unos de otros, vecinos que antes no se podían soportar. Llegamos a un cementerio abandonado. Allí todo era un gran caos, las cosas estaban desordenadas y nadie se acordaba ya de las personas que había allí enterradas, porque no quedaba nadie que las tuviese en su memoria. Aquel lugar me daba escalofríos, miré a mi madre y no parecía asustada, pues si ella no estaba asustada, yo tampoco tenía por qué estarlo. Mi madre se sentó en un banco de piedra. El frío del mármol hizo que un escalofrío subiese por mi espalda y me pusiese los pelos de punta. Pero mi madre no parecía preocupada, así que yo tampoco tenía por qué estarlo. Y tampoco se preocupó mi madre cuando se escuchó un sonido de dos piedras rozando. Y fue entonces cuando vi que la losa de la lápida que estaba frente a nosotras se estaba moviendo para dejar la tumba abierta.
De allí salió lo que quedaba del ser que habitaba aquella tumba y comenzó a leer el epitafio de su tumba: "Murió a los 51 años. Fue honesto, amó a sus personas queridas y murió amado por todos." Entonces aquel ser cogió algo del suelo y fue borrando una a una las letras de su epitafio, y cuando hubo terminado sopló y esparció el polvo. Entonces con su huesudo dedo índice comenzó a escribir en la lápida: "Murió a los 51 años" pensé que eso era igual que antes, pero lo siguiente era absolutamente diferente, "pronunció constantes palabras groseras para matar a su padre del que quería heredar, maltrató a su mujer y murió de forma ruin." Miré a mi madre, pero ella estaba tranquila, así que yo también debía estarlo. Miré a mi alrededor y vi que todo el cementerio se había levantado y estaba escribiendo en sus epitafios la verdad que sus familiares habían querido ocultar u olvidar. Cuando llegué a la tumba de mi tía Pilar ponía: "salió a engañar a su marido, enfermó y murió" Entonces ya no pude aguantar más y grité: - ¿Qué es todo esto mamá?, ¿Qué está pasando? Y vi, al final del cementerio, en una tapia, a una sombra que no había salido de ninguna tumba. Estaba escribiendo algo en la pared. Me acerqué y vi que decía: "Soy aquella de la que todos hablan y nadie me conoce. Y porque no me conocen me calumnian, mientras que aquellos que me conocen callan y no me defienden. Todos tratan de evitar conocerme, pero todos acaban recibiendo mi visita. Y cuando por fin me encuentran descansan. Pero yo nunca descanso." Me encontraron desvanecida y traspuesta en un frío banco de piedra, y así fue como descubrí qué era la muerte.
FIN
Érase una vez un comerciante tan rico, que habría podido empedrar toda la calle con monedas de plata, y aún casi un callejón por añadidura; pero se guardó de hacerlo, pues el hombre conocía mejores maneras de invertir su dinero, y cuando daba un ochavo era para recibir un escudo. Fue un mercader muy listo... y luego murió.
EL COFRE VOLADOR Hans Christian Andersen
Su hijo heredó todos sus caudales, y vivía alegremente: todas las noches iba al baile de máscaras, hacía cometas con billetes de banco y arrojaba al agua panecillos untados de mantequilla y lastrados con monedas de oro en vez de piedras. No es extraño, pues, que pronto se terminase el dinero; al fin a nuestro mozo no le quedaron más de cuatro perras gordas, y por todo vestido, unas zapatillas y una vieja bata de noche. Sus amigos lo abandonaron; no podían ya ir juntos por la calle; pero uno de ellos, que era un bonachón, le envió un viejo cofre con este aviso: «¡Embala!». El consejo era bueno, desde luego, pero como nada tenía que embalar, se metió él en el baúl. Era un cofre curioso: echaba a volar en cuanto se le apretaba la cerradura. Y así lo hizo; en un santiamén, el muchacho se vio por los aires metido en el cofre, después de salir por la chimenea, y montóse hasta las nubes, vuela que te vuela. Cada vez que el fondo del baúl crujía un poco, a nuestro hombre le entraba pánico; si se desprendiesen las tablas, ¡vaya salto! ¡Dios nos ampare! De este modo llegó a tierra de turcos. Escondiendo el cofre en el bosque, entre hojarasca seca, se encaminó a la ciudad; no llamó la atención de nadie, pues todos los turcos vestían también bata y pantuflos. Encontróse con un ama que llevaba un niño: - Oye, nodriza -le preguntó-, ¿qué es aquel castillo tan grande, junto a la ciudad, con ventanas tan altas? - Allí vive la hija del Rey -respondió la mujer-. Se le ha profetizado que quien se enamore de ella la hará desgraciada; poreso no se deja que nadie se le acerque, si no es en presencia del Rey y de la Reina. - Gracias -dijo el hijo del mercader, Y volvió a su bosque. Se metió en el cofre y levantó el vuelo; llegó al tejado del castillo y se introdujo por la ventana en las habitaciones de la princesa. Estaba ella durmiendo en un sofá; era tan hermosa, que el mozo no pudo reprimirse y le dio un beso. La princesa despertó asustada, pero él le dijo que era el dios de los turcos, llegado por los aires; y esto la tranquilizó.
Sentáronse uno junto al otro, y el mozo se puso a contar historias sobre los ojos de la muchacha: eran como lagos oscuros y maravillosos, por los que los pensamientos nadaban cual ondinas; luego historias sobre su frente, que comparó con una montaña nevada, llena de magníficos salones y cuadros; y luego le habló de la cigüeña, que trae a los niños pequeños. Sí, eran unas historias muy hermosas, realmente. Luego pidió a la princesa si quería ser su esposa, y ella le dio el sí sin vacilar. - Pero tendréis que volver el sábado -añadió-, pues he invitado a mis padres a tomar el té. Estarán orgullosos de que me case con el dios de los turcos. Pero mira de recordar historias bonitas, que a mis padres les gustan mucho. Mi madre las prefiere edificantes y elevadas, y mi padre las quiere divertidas, pues le gusta reírse. - Bien, no traeré más regalo de boda que mis cuentos -respondió él, y se despidieron; pero antes la princesa le regaló un sable adornado con monedas de oro. ¡Y bien que le vinieron al mozo! Se marchó en volandas, se compró una nueva bata y se fue al bosque, donde se puso a componer un cuento. Debía estar listo para el sábado, y la cosa no es tan fácil. Y cuando lo tuvo terminado, era ya sábado. El Rey, la Reina y toda la Corte lo aguardaban para tomar el té en compañía de la princesa. Lo recibieron con gran cortesía.
-¡Sí, cuando nos hallábamos en la rama verde -decían- estábamos realmente en una rama verde! Cada amanecer y cada atardecer teníamos té diamantino: era el rocío; durante todo el día nos daba el sol, cuando no estaba nublado, y los pajarillos nos contaban historias. Nos dábamos cuenta de que éramos ricos, pues los árboles de fronda sólo van vestidos en verano; en cambio, nuestra familia lucía su verde ropaje, lo mismo en verano que en invierno. Mas he aquí que se presentó el leñador, la gran revolución, y nuestra familia se dispersó. El tronco fue destinado a palo mayor de un barco de alto bordo, capaz de circunnavegar el mundo si se le antojaba; las demás ramas pasaron a otros lugares, y a nosotros nos ha sido asignada la misión de suministrar luz a la baja plebe; por eso, a pesar de ser gente distinguida, hemos venido a parar a la cocina. - Mi destino ha sido muy distinto -dijo el puchero a cuyo lado yacían los fósforos-. Desde el instante en que vine al mundo, todo ha sido estregarme, ponerme al fuego y sacarme de él; yo estoy por lo práctico, y, modestia aparte, soy el número uno en la casa, Mi único placer consiste, terminado el servicio de mesa, en estarme en mi sitio, limpio y bruñido, conversando sesudamente con mis compañeros; pero si exceptúo el balde, que de vez en cuando baja al patio, puede decirse que vivimos completamente retirados. Nuestro único mensajero es el cesto de la compra, pero ¡se exalta tanto cuando habla del gobierno y del pueblo!; hace unos días un viejo puchero de tierra se asustó tanto con lo que dijo, que se cayó al suelo y se rompió en mil pedazos. Yo os digo que este cesto es un revolucionario; y si no, al tiempo.
- ¿Vais a contarnos un cuento -preguntóle la Reina-, uno que tenga profundo sentido y sea instructivo?
- ¡Hablas demasiado! -intervino el eslabón, golpeando el pedernal, que soltó una chispa-. ¿No podríamos echar una cana al aire, esta noche?
- Pero que al mismo tiempo nos haga reír -añadió el Rey.-
- Sí, hablemos -dijeron los fósforos-, y veamos quién es el más noble de todos nosotros.
- De acuerdo -respondía el mozo, y comenzó su relato. Y ahora, atención. Érase una vez un haz de fósforos que estaban en extremo orgullosos de su alta estirpe; su árbol genealógico, es decir, el gran pino, del que todos eran una astillita, había sido un añoso y corpulento árbol del bosque. Los fósforos se encontraban ahora entre un viejo eslabón y un puchero de hierro no menos viejo, al que hablaban de los tiempos de su infancia.
- No, no me gusta hablar de mi persona -objetó la olla de barro-. Organicemos una velada. Yo empezaré contando la historia de mi vida, y luego los demás harán lo mismo; así no se embrolla uno y resulta más divertido. En las playas del Báltico, donde las hayas que cubren el suelo de Dinamarca... - ¡Buen principio! -exclamaron los platos-.
Sin duda, esta historia nos gustará. - ...pasé mi juventud en el seno de una familia muy reposada; se limpiaban los muebles, se restregaban los suelos, y cada quince días colgaban cortinas nuevas. - ¡Qué bien se explica! -dijo la escoba de crin-. Diríase que habla un ama de casa; hay un no sé que de limpio y refinado en sus palabras. -Exactamente lo que yo pensaba -asintió el balde, dando un saltito de contento que hizo resonar el suelo. La olla siguió contando, y el fin resultó tan agradable como había sido el principio. Todos los platos castañetearon de regocijo, y la escoba sacó del bote unas hojas de perejil, y con ellas coronó a la olla, a sabiendas de que los demás rabiarían. "Si hoy le pongo yo una corona, mañana me pondrá ella otra a mí", pensó. - ¡Voy a bailar! -exclamó la tenaza, y, ¡dicho y hecho! ¡Dios nos ampare, y cómo levantaba la pierna! La vieja funda de la silla del rincón estalló al verlo-. ¿Me vais a coronar también a mí? -pregunto la tenaza; y así se hizo. - ¡Vaya gentuza! -pensaban los fósforos. Tocábale entonces el turno de cantar a la tetera, pero se excusó alegando que estaba resfriada; sólo podía cantar cuando se hallaba al fuego; pero todo aquello eran remilgos; no quería hacerlo más que en la mesa, con las señorías. Había en la ventana una vieja pluma, con la que solía escribir la sirvienta. Nada de notable podía observarse en ella, aparte que la sumergían demasiado en el tintero, pero ella se sentía orgullosa del hecho. - Si la tetera se niega a cantar, que no cante -dijo-. Ahí fuera hay un ruiseñor enjaulado que sabe hacerlo. No es que haya estudiado en el Conservatorio, mas por esta noche seremos indulgentes. - Me parece muy poco conveniente -objetó la cafetera, que era una cantora de cocina y hermanastra de la tetera - tener que escuchar a un pájaro forastero. ¿Es esto patriotismo? Que juzgue el cesto de la compra. - Francamente, me habéis desilusionado -dijo el cesto-. ¡Vaya manera estúpida de pasar una velada! En lugar de ir cada cuál por su lado, ¿no sería mucho
mejor hacer las cosas con orden? Cada uno ocuparía su sitio, y yo dirigiría el juego. ¡Otra cosa seria! - ¡Sí, vamos a armar un escándalo! -exclamaron todos. En esto se abrió la puerta y entró la criada. Todos se quedaron quietos, nadie se movió; pero ni un puchero dudaba de sus habilidades y de su distinción. "Si hubiésemos querido -pensaba cada uno-, ¡qué velada más deliciosa habríamos pasado!". La sirvienta cogió los fósforos y encendió fuego. ¡Cómo chisporroteaban, y qué llamas echaban! "Ahora todos tendrán que percatarse de que somos los primeros -pensaban-. ¡Menudo brillo y menudo resplandor el nuestro!". Y de este modo se consumieron» - ¡Qué cuento tan bonito! -dijo la Reina-. Me parece encontrarme en la cocina, entre los fósforos. Sí, te casarás con nuestra hija. - Desde luego -asintió el Rey-. Será tuya el lunes por la mañana -. Lo tuteaban ya, considerándolo como de la familia. Fijóse el día de la boda, y la víspera hubo grandes iluminaciones en la ciudad, repartiéronse bollos de pan y rosquillas, los golfillos callejeros se hincharon de gritar «¡hurra!» y silbar con los dedos metidos en la boca... ¡Una fiesta magnífica! «Tendré que hacer algo», pensó el hijo del mercader, y compró cohetes, petardos y qué sé yo cuántas cosas de pirotecnia, las metió en el baúl y emprendió el vuelo. ¡Pim, pam, pum! ¡Vaya estrépito y vaya chisporroteo! Los turcos, al verlo, pegaban unos saltos tales que las babuchas les llegaban a las orejas; nunca habían contemplado una traca como aquella, Ahora sí que estaban convencidos de que era el propio dios de los turcos el que iba a casarse con la hija del Rey. No bien llegó nuestro mozo al bosque con su baúl, se dijo: «Me llegaré a la ciudad, a observar el efecto causado».
Era una curiosidad muy natural. ¡Qué cosas contaba la gente! Cada una de las personas a quienes preguntó había presenciado el espectáculo de una manera distinta, pero todos coincidieron en calificarlo de hermoso. - Yo vi al propio dios de los turcos -afirmó uno-. Sus ojos eran como rutilantes estrellas, y la barba parecía agua espumeante. - Volaba envuelto en un manto de fuego -dijo otro-. Por los pliegues asomaban unos angelitos preciosos. Sí, escuchó cosas muy agradables, y al día siguiente era la boda. Regresó al bosque para instalarse en su cofre; pero, ¿dónde estaba el cofre? El caso es que se había incendiado. Una chispa de un cohete había prendido fuego en el forro y reducido el baúl a cenizas. Y el hijo del mercader ya no podía volar ni volver al palacio de su prometida. Ella se pasó todo el día en el tejado, aguardándolo; y sigue aún esperando, mientras él recorre el mundo contando cuentos, aunque ninguno tan regocijante como el de los fósforos.
FIN.
LA OLA LOLA Carlos Manuel da COSTA CARBALLO
Érase una vez una ola chiquitita, chiquitita, que estaba triste. ¿Qué te pasa?, le preguntaban los cangrejos cuando salían de la arena al retirarse las aguas del mar. Que nunca llego a la orilla con mis hermanas y primas (las olas también tienen hermanas y primas), porque soy pequeñita. Y se ponía a llorar. La pobre ola Lola no podía llegar hasta la orilla. Al ser pequeña, cuando empezaba a desplazarse para llegar y romper en la orilla de la playa, siempre era adelantada por sus hermanas y primas, que eran mayores que ella, y cuando estaba a punto de llegar, sus hermanas y primas se la llevaban para atrás al retroceder la marea, ya sabéis, ese movimiento alternativo de ascenso y descenso de las aguas del mar debido a la atracción gravitatoria del Sol y de la Luna. Un día de mucho sol, mientras que Lola seguía de adelante para atrás, entre las risas y el bullicio de sus hermanas y primas, llegó a la orilla una niñita rubia, como los rayos del sol, y con los ojos azules, intensos como la propia Lola. Lola pensó:
- Mira que niñita tan bonita. Voy a jugar con ella.
Pero, mientras que se ponía en marcha, como tantas otras veces, las más mayores se adelantaron y fueron a chocar contra la niña, que se tambaleó y cuando se iba a caer ya al agua fue izada por su papá. ¡Uf!, menudo susto, pensó Lola. La niñita se puso a llorar desconsoladamente en el hombro de su papá, y ya no quería volver al agua, así que se marcharon hacia donde estaban sentados en la arena para jugar con el cubo y la pala, y hacer un gran castillo. Lola se quedó muy triste, y muy enfadada con sus hermanas y primas porque habían tirado a la niña y, por su culpa, se había marchado y ya no podría jugar con ella. - Mirad lo que habéis hecho. Casi tiráis a la niña y ya no puedo jugar con ella, dijo Lola gritando. Pero sus hermanas y primas no la hacían caso y seguían llevándola de adelante hacia atrás, sin llegar nunca a la orilla. - Ya no vendrá más, pensaba Lola.
Al día siguiente, se encontraba Lola algo distraída de adelante hacia atrás, cuando, de repente, vio que se acercaba a la orilla la niñita de los ojos azules con su papá, con su mamá y con su güeli (que es como llamaba la niña a su abuelita), y que llevaban una barca. En realidad era un flotador con forma de barca que tenía en la cubierta un par de agujeros para sacar las piernecitas y poder nadar, en la proa tenía una especie de barra horizontal de plástico para agarrarse, y en la popa un respaldo hinchado del mismo material. - Que flotador más chulo, decía Lola, mientras se iba alegrando poco a poco. - Si se mete ahí la niñita irá más segura y podré acercarme a ella para jugar sin que mis hermanas y primas la tiren otra vez. En efecto, el flotador/barca era para meter a la niña y que pudiera disfrutar del mar sin ningún contratiempo. El papá de María, pues así se llamaba la bebita rubia, según había oído Lola, puso el flotador sobre las aguas mientras que lo sujetaba la mamá de la niña, pues las hermanas y las primas de Lola seguían haciendo de las suyas, y colocaron a la niña en él. Al principio, como el agua estaba algo fresca, pues todavía el sol no brillaba con fuerza y, por lo tanto, no había calentado aún el agua, la niñita no parecía muy contenta con la idea de mojarse. Enseguida su güeli empezó a echarle poquitas a poquitas gotas de agua por los hombritos, y la niña comenzó a tranquilizarse. Al poco tiempo, entre juegos de los papás y de la güeli, la niñita se sintió más segura y pronto empezó a meter una manita en el agua. La sensación que le produjo era muy agradable, tanto que acto seguido metió la otra manita. Lola estaba feliz. Ahora que la bebita había perdido el miedo, podría acercarse hacia el flotador y jugar con María. Pero había un inconveniente, ya sabéis, las otras olas mayores la llevaban para adelante y para atrás y no podía acercarse al flotador. Recordando esto, Lola se volvió a entristecer. Algunos días más tarde, estando jugando María con sus papás y con su güeli en la orilla, Lola vio como se adentraban más hacía el mar, más y más, que se estaban acercando a Lola. - ¿Será posible que vengan hacia aquí y que pueda estrechar entre mis brazos a María?, pensó Lola que, por fin, podría ver cumplido su sueño de jugar con la niña y dejar de estar sola.
En efecto. Los papás, la güeli y María fueron avanzando hacia adentro y llegaron a un punto donde el agua estaba más calentita. - ¿Nos quedamos aquí?, que parece que está más templada el agua, preguntó la mamá de la niña. - Sí, vale. Contestaron su papá y su güeli. Era Lola, claro. Al ser una ola chiquitita, el sol la calentaba antes que a ninguna otra, y como iba para adelante y para atrás continuamente se quedaba siempre en el mismo sitio, con lo que en ese punto el agua siempre estaba más caliente. Que contenta se puso Lola. No paraba de espumar sonrisas, pero todavía se puso más contenta cuando, de repente, la niñita pidió brazos a su mamá pues quería salir del flotador y jugar más en el agua . - ¡Que la cojan!, decía Lola llena de expectación. - ¿La cojo? Preguntó la mamá de María. Aquí cubre mucho. - Bueno, estamos nosotros. No creo que le pase nada, contestó su padre. - Sí, venga, gritaba Lola. Y la cogieron. La niñita, sujeta por su mamá, empezó a dar con sus manitas y sus piernecitas como si quisiera echarse a nadar, y Lola iba por debajo, saltaba por arriba, se ponía en un lado de la niña, tan feliz se encontraba que no se lo podía creer. - Por fin tengo una amiguita, se decía para sí toda satisfecha. Los días siguientes fue igual. Los papás y su güeli no sabían que Lola estaba allí. Iban a ese sitio porque el agua estaba más caliente y pensaban que eso era mejor para la bebita. Pero la niñita sí sabía que Lola se encontraba ahí, y las dos jugaban, y se reían mucho con el flotador o sin él. El último día de las vacaciones, tuvieron que despedirse y las despedidas entre dos buenos amigos son muy tristes, pero como al año siguiente volvería a esa playa, Lola la estaría esperando para jugar.
De todos modos, Lola no era plenamente feliz pues aún no había roto sobre la arena y no sabía si eso era divertido o no, aunque debía de serlo, y mucho, pues sus hermanas y primas mayores volvían una y otra vez a la playa y se reían sin para. Entonces se le ocurrió una brillante idea. Si María la ayudaba, ella se agarraría al flotador mientras la niña daba a sus piernecitas y así, las dos, podrían llegar a la orilla, aprovechándose además de la fuerza de arrastre de sus hermanas y primas. - De acuerdo, dijo en pensamiento María, cuando Lola se lo comentó. Pasaba en ese momento una prima de Lola, grande y esbelta, con una gran cresta espumosa, muy impetuosa. - Vamos, esta es la nuestra, se dijo Lola. - Chtsí (es decir, si), dijo María también, mientras que empezaba a dar a sus piernecitas. Lola se agarró como pudo al flotador y fue arrastrada, con tal ímpetu que casi se suelta, por su prima y por María hacia la orilla. Como la ola prima de Lola era más fuerte y rápida, enseguida llegó a la orilla. Al retroceder se llevó un poco para atrás al flotador, a María y a Lola, pero Lola que estaba colocada por debajo del flotador dio un gran salto hacia arriba, erizó su cresta, avanzó con todas sus fuerzas y ¡zas!, chocó contra la arena del borde de la playa, desaciéndose en multitud de pequeñísimas gotas espumosas de agua sobre la arena. El contacto con las partículas de arena le hizo cosquillas y se rió, sabiendo ya, por fin, porque disfrutaban tanto con esto sus hermanas y primas mayores. - Gracias, le dijo a María, con el pensamiento, claro. Hasta el año que viene . La niñita le decía adiós con una manita, mientras que con la otra le mandaba muchos besos. Por fin Lola era plenamente feliz. De ahora en adelante, hasta que fuese más mayor, sólo tendría que buscarse alguna tretilla para llegar hasta la orilla y disfrutar, mientras que esperaba la vuelta de su buena amiguita. Y, colorín colorado, este cuento se ha acabado.