Maquetaci贸n: Kike Alapont 2
¿Qué tal estáis “leyentes” y aficionados al sobresalto? En este número estamos algo consternados. Al principio de cada edición solemos garabatear algo rufianesco, con humor ácido para que emprendáis con una sonrisa cuán Joker’s de la vida el faenón de leernos. Pero en esta revista estamos abrumados por la pérdida de “La Voz”. Sí, “La Voz”, Constantino Romero nos dejó el pasado 12 de mayo de 2013. La voz de Clint Eastwood, Sean Connery, Arnold Schwarzenegger, Terminator, Darth Vader y al genial personaje de “Blade Runner” llamado Roy Batty que interpretó con maestría Rugter Hauer, son algunos de los personajes que ha doblado. FanZine se une al silencio de una de las voces más carismáticas dejando el séptimo arte sin el trueno de su voz. Consternados, aún así, seguimos repartiendo nuestras pequeñas historias de terror y fantasía haciendo predominar las ganas de entretenerte. Puede sonar muy tópico pero llegado a este momento crucial, revista número seis, FanZine esta en el paso ecuador anual y lucha por seguir adelante deleitándote con “juntaletras” que contactan con nosotros para mostrarte su capacidad en el arte del miedo sazonado con ilusión y entusiasmo creador. Para nosotros no sólo es un honor contar con este elenco de personas, que disfrutan con la escritura creando estos formidables relatos, sino también que nos leáis. Todos los que hacemos posible FanZine nos hemos criado con los personajes donde Constantino nos embrujaba con su voz. Por eso queremos proponerte algo diferente en este sexto número. Deseamos que mientras lees nuestros relatos imagines la voz de Constantino Romero. Busca una buena iluminación, siéntate en un lugar cómodo, intenta leernos cerca del W.C y tener siempre a mano un botellín de agua para no apartar la mirada de la pantalla. Vas a entrar en el mundo de FanZine, por primera o sexta vez, donde si no andas con cuidado te podrás encontrar con extrañas e inmisericordes criaturas. Entrarás a una dimensión desconocida llena de ilustraciones y versos cargados de sudor y sangre. Bienvenido a FanZine... SOMOS tú padre.
Ilustración: Carlos Rodón Capítulo 10. Igor be back. -Mi señor Conde.- Respondió Igor con una sonrisa en el rostro. Habían pasado muchas cosas desde la última vez que vimos al jorobado y la verdad que sentía cierta curiosidad por saber su historia. Aunque ahora no fuese el momento ya que Dennis se estaba poniendo muy rojo y los ojos, antes sin vida se encendieron en mil llamas, comenzó su desagradable caminar rápidamente dirigiéndose a Igor para matarlo, pero entonces Drácula lo detuvo dándole un puñetazo, un golpe en la cara que tan solo detuvo a Dennis unos segundos antes de que sacara de su boca una mano larguísima y exprimiera al máximo la cabeza del Conde hasta que en su mano solo quedaron sus sesos y unos colmillos tan viejos como el tiempo. Al ver esto Igor estalló de ira, yo me quedé paralizado por el miedo y temiendo que, en otro de sus ataques de furia Dennis atacara a Sophie, aunque lo veía poco probable ya que la necesitaba para llevar a cabo su malvado y secreto plan. El jorobado corrió disparando al azar con lágrimas en 5
los ojos, yo corrí hacia Sophie que cada vez estaba más en cinta para salvarla de las balas perdidas, el lobo corrió a resguardarse como el cobarde que era mientras Vincent Price, Mike Myers y los zombis corrían hacia Dennis para detenerlo. Pero sus esfuerzos fueron en vano ya que, como si de una explosión se tratase todos salieron rebotados hacia las paredes y cayeron al suelo sangrando, el viejo Vincent escupía sangre y algún diente por la boca mientras que un zombi había sido atravesado por la cabeza de un ciervo disecado que colgaba de la pared. Mientras Igor corría disparando hasta que entró de un salto por una de los ventanales rotos y se abalanzó sobre Dennis, le golpeó con la culata de la escopeta en la cara hasta dejársela desfigurada; el enano entonces, con media cara colgando y la otra media en carne viva agarró al jorobado y lo levantó en el aire dispuesto a terminar con su vida, pero este no contaba con la pericia de Igor que le apuntaba con la escopeta mientras era levantado lentamente del suelo y que disparó sobre su pecho como si le fuese la vida en ello. Dennis lo soltó de golpe y cayó al suelo, en principio parecía estar muerto, de su pecho brotaba una sangre negra que pronto llenó todo el suelo de la habitación, luego, la sangre y el cadáver se convirtieron en miles de cucarachas que corrieron a refugiarse por los recovecos de la mansión. Al parecer Igor nos había salvado a todos. Ayudé a Sophie a levantarse del suelo, la tapé con un mantel que encontré medio roto y un poco sucio de sangre y la llevé hasta donde estaban el resto del cada vez más reducido grupo en el que solo quedaban el señor Price, Mike Myers, tres zombis, el lobo y el jorobado. Mientras caminábamos al grupo noté como Sophie se acurrucaba en mi pecho y supe que, aunque no sintiera un amor físico por mí, si sentía un amor interior, privado, mucho más profundo que el que sentía por Paul, aunque seguía sin poder quitarme de la cabeza esas miradas furtivas de los dos amantes y verla gemir de placer mientras engendraban al monstruo que tanto ansiaba ver el fallecido Dennis, empiezo a entender eso del amor/odio. Tras unas palabras de agradecimiento al jorobado que empu6
ñaba con fuerza su escopeta, este nos llevo al granero. Nos advirtió que tal vez nos encontraríamos con más criaturas con tres filas de dientes por el camino, nos dijo que corriéramos pero el grupo estaba demasiado destrozado como para correr, así que de nuevo nos tuvo que salvar de casi un ejército de monstruos que surgían del suelo mientras intentábamos correr para salvar el pellejo. Pero la mala suerte se cebó con Myers que murió a manos de un par de las malignas criaturas que saltaron sobre él y se lo estaban comiendo vivo, tan solo pude oír sus gritos mientras huía. El granero estaba lo bastante lejos de la mansión como para que las criaturas nos hubiesen podido matar mil veces, menos mal que Igor y su escopeta, que no dejaba de recargar de cartuchos una y otra vez estaban allí para guardar nuestras espaldas. Cuando llegamos al granero entramos corriendo y Igor cerró la puerta con un cerrojo que había fabricado el mismo y que estaba compuesto de un enorme tronco que bloqueaba la puerta de lado a lado. En el viejo granero había un vaca que mugía de terror cada dos por tres y un par de ovejas muertas tiradas en un rincón. Yo dejé a Sophie sobre un montón de paja, tumbada para que descansase, su barriga no tenía buena pinta, hacía tan solo una hora desde que la habían engendrado y ya estaba como si fuera a parir. Me temía lo peor para ella y eso me provocaba una punzada terrible en el corazón. Igor dejó la escopeta sobre una mesita y cogió un cuenco lleno de agua, se acercó a la puerta y tiró un poco alrededor de ella, luego lo dejó en su sitio y se sentó. Vicent, que habrá observado con atención toda la operación no pudo hacer más que preguntarle a Igor: - ¿Y eso? - Agua bendita- Respondió el jorobado llenando su pipa. - ¿De verdad cree que los va a detener?- Preguntó incrédulo Vincent
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- Lo he comprobado.- Dejó la pipa en la mesa y miró a Vincent- Los mata. Entonces Vincent sonrió y a Paul también se le escapó una risilla y preguntó: - ¿En serio quiere que nos creamos eso? - Me da igual lo que crean, yo solo sé que he bendecido el agua, he mojado levemente los cartuchos con ella y he matado a varias decenas de esos monstruos. Es lo único que sé. - Pero el agua solo la pueden bendecir los sacerdotes.Sentenció Vincent. - Por mis venas corre sangra sagrada- Dijo Igor esperando preguntas, tras unos segundos y al ver que no llegaban, empezó a contar- No fui un hijo deseado. Mi madre era monja en un convento de clausura en Irlanda, sus padres la internaron porque era la puta del pueblo y la vergüenza pudo con mis abuelos hasta el punto de deshacerse de ella. Allí, entre rezo y rezo se ganó la fama de fulana que ofrecía su servicio a los sacerdotes e incluso a más de un monaguillo en la hora de la siesta- Hizo una pausa, terminó de llenar su pipa y la encendió- Y así nací yo. Así que ese poder divino de bendecir el agua, que para muchos es un cuento, para mí es algo normal. Ninguno de los que estábamos allí podíamos creerlo, Igor era hijo de un sacerdote y bendijo los cartuchos que nos salvaron la vida. Increíble. Entonces, tras contarnos la historia de su nacimiento y su poder, el jorobado se giró hacia Sophie y sacó de un cajoncito una sierra. - Ahora hay que sacar a ese bicho de ahí dentro.
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Sophie, que no paraba de sudar y de llorar por el dolor que le provocaba lo amplio de su barriga se llevó las manos a la cabeza e intentó huir. Yo me interpuse en el camino de Igor, que ya estaba de pie y se dirigía a mi amada, Paul también hizo lo mismo y entre los dos detuvimos al jorobado que, antes de soltar el arma le cortó en un brazo al lobo. - No lo entienden- Dijo Igor mientras ambos lo sujetábamos y lo atábamos a una silla- Hay que sacarlo de ahí dentro, si ese monstruo nace estamos perdidos. - No vas a cortar ni a sacar nada de ningún sitio- Sentenció asustado Paul. Yo infectado en rabia golpeé al jorobado en la cara y este quedó inconsciente, lo terminamos de atar y luego acurruqué entre a mis brazos a Sophie prometiéndole que nadie le haría nada; el lobo miraba desde un rincón la escena, celoso y yo lo miraba a él, aún con cierto resentimiento. Vincent decidió que, con la puerta bendecida era imposible que los monstruos entraran a por Sophie y el resto de nosotros, al menos durante un tiempo, cuando el jorobado irlandés despertase le obligaríamos a bendecir la puerta y otra vez a dormir. Al menos hasta que llegase ayuda. Pasaron un par de horas en las que los zombis no dudaron en comerse los restos de las ovejas muertas del suelo y empezar a devorar a la vaca. El resto intentamos dormir. Paul vigilaba la puerta con la escopeta en la mano y yo, preocupado sofocaba el sufrimiento de Sophie con paños de agua fría en su frente. Cuando todos estábamos más tranquilos, en la quietud de la madrugada, justo antes de amanecer llamaron a la puerta. Capítulo 11. El monstruo que nació de Sophie. Paul se levantó de golpe y apuntó a la puerta con la escopeta. Vincent se despertó y se sentó en la paja mirando
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fijamente a la puerta, los zombis dejaron de comerse a la vaca y, con la bocas llenas de sangre miraron a la puerta; y yo dejé descansar a Sophie y me levanté tan rápido como pude. Todos nos acercamos a la puerta y Paul preguntó: - ¿Quién anda ahí? Al otro lado de la puerta nadie contestó. Paul repitió la pregunta hasta tres veces más, entonces alguien contestó: - Soy yo, por favor abrid. Todos nos quedamos extrañados al oír esa voz familiar. Parecía el joven Hércules, el pupilo de doña Agatha. Miré por una pequeña rendija de la puerta y efectivamente era él. Miré a Paul y a Vincent, los tres desconfiábamos de la situación. - ¿Cómo podemos saber si eres tú?- Pregunté dubitativo. - Salid y comprobadlo.- Dijo Hércules. Justo cuando me dirigía abrir la puerta Vicent me detuvo cogiéndome del brazo. - ¿Y cómo has sobrevivido a los monstruos que hay ahí fuera si no tiene abrazos?- Preguntó el señor Price. Tras unos segundos de silencio Hércules respondió: - He llegado hasta aquí escondiéndome entre los arbusto y matorrales. No me han visto. Vincent aún me seguía cogiendo del brazo, dudando de la historia del joven. Entonces me solté y abrí la puerta, yo sí creía la historia. Allí, frente a nosotros estaba el amputado cuerpo de Hércules, nos miraba asustado.
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- Menos mal que habéis abierto- Dijo sonriente- Pensaba que iba a estar toda la noche dando vueltas. Cuando me decidí a salir a por él, con la mirada de desaprobación de Vincent clavada en la coronilla, a Hércules le salió de la boca un brazo, de la misma manera que antes cuando Dennis había terminado con el Conde y me cogió de la cabeza. Nos había engañado, de nuevo el astuto y criminal Dennis había vuelto en el cuerpo de Hércules. Luché tanto como pude para no ser asesinado por el enano, ahora convertido en un joven apuesto. Luché tanto como pude pero la presión que ejercía sobre mi cabeza era demasiado grande; justo antes de caer desmayado vi a Paul convertirse en lobo y saltar sobre Hércules para que me soltase. Cuando me desperté aún seguía la pelea, Paul lanzaba zarpazos a la cara de Hércules mientras este se defendía dándole puñetazos con el brazo que le salía de la boca. Me puse en pie y cogí a Hércules entre mis brazos, lo estrujé por sus hombros como si fuese un bocadillo y de su boca salió Dennis lleno de babas y sangre, con su asqueroso caminar saltó a un árbol y nos miró asustado, era la primera vez que lo veía así. El lobo y yo soltamos el cuerpo sin vida del joven Hércules y corrimos al árbol; desde allí Dennis nos miraba sin saber que hacer, como esperando que sus criaturas, que ya se acercaban y se contaban por centenares acabaran con nosotros. Al ver semejante ejército de monstruos volvimos al granero y dejamos fuera a Dennis que se arrastraba hacia nosotros como una serpiente. Al entrar allí dentro el espectáculo fue aún peor, Sophie había roto aguas y los zombis la miraban sin saber muy bien qué hacer. La abracé con fuerza y cogí su mano, Paul, aún con su forma de lobo le acarició la otra y por un momento, al mirarlo a los ojos supe que ambos la queríamos de la misma manera, el miedo en sus ojos me hizo comprender que no era solo una atracción sexual, era amor, tan virginal y puro
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como el que yo sentía por ella. Vincent atrancó la puerta pero no sirvió de nada. Dennis, que al entrar en contacto con el agua bendita que empapaba la puerta se prendió en llamas se arrastraba hacia Sophie. Los zombis se pusieron delante para proteger a mi amada, Dennis se encendió aún más lleno de ira y de un salto, entre llamas se metió dentro del cuerpo de Vincent que le disparaba cartuchos bendecidos intentando acabar con él. La pelea interior entre el señor Price y Dennis fue terrible, todos la pudimos ver, Dennis lanzaba puñetazos sacando un brazo por la boca de Vincent y este se los devolvía metiéndose la mano en la boca para sacarlo; así siguieron unos minutos hasta que Price alcanzó la escopeta, Dennis, al leer sus intenciones se la quiso arrebatar pero el hombre la agarraba como si le fuese la vida en ello, hasta tal punto que el mismo Dennis se dejó llevar sabiendo que iba a morir; Vincent se metió el cañón del arma en la boca y disparó, fue solo un disparo, un sonido seco que terminó con la vida de ambos. Vincent cayó muerto al suelo y Dennis salió de su boca, muerto también. Pero el terror aún continuaba, Sophie se había puesto de parto, se abrió de piernas esperando que la criatura saliese; cada vez me agarraba la mano con más fuerza y yo le devolvía el apretón con cariño y serenidad, aunque estaba muerto de miedo. Paul nos miraba un poco celoso, se apartó para dejarnos vivir ese momento juntos y yo lo cogí de una pata para que lo viviera con nosotros, a fin de cuentas era su hijo, este era su momento. Lo que ocurrió a continuación fue lo más terrible que hemos vivido y que usted, querido lector tal vez haya leído en toda su vida. Mientras Sophie gritaba más y más, de su vagina que cada vez estaba más abierta, empezó a salir el dedo de un pie, un dedo tan gigante como yo mismo, luego salió otro y así hasta completar un pie, este ejercicio de dolor abrió en canal a mi amada desde su vagina hasta el cuello, provocándole la muerte. Entonces estallé en un ataque de ira que
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me asustó a mí mismo, le solté la mano muerta y, tanto el lobo, como los zombis, como yo salimos corriendo del granero mientras el monstruo seguía saliendo de Sophie. Una vez que salimos, vimos desde fuera como crecía el monstruo de Sophie, el pie de antes seguía creciendo y cuando quisimos ver hasta donde llegaba el tobillo, la vista se nos perdía más allá de las estrellas, fuera lo que fuese lo que estaba saliendo de mi amada iba a ser gigante. Afiné la vista y pude ver a Igor subido a uno de los dedos, intentando trepar por él tan lejos como pudiese. Le di un golpecito a Paul para que mirase y vimos como el jorobado seguía subiendo y tras él los miles de criaturas con tres filas de dientes que venían a por nosotros. No sabíamos porque pero entendimos que para salvarnos tal vez debíamos trepar ya que el monstruo no dejaba de crecer y al final nos acabaría aplastando. Capítulo 12. El Nuevo Amanecer. Nos acercamos como pudimos a donde parecía que se podía trepar. Me agarré a una pequeña hendidura en la planta del pie del monstruo y comencé a subir, me cogía a rocas, a pequeños árboles que crecían cada segundo un metro más y así poco a poco trepé hasta encontrar la estabilidad de una uña, tan grande como una ciudad de millones de habitantes. Desde allí vi a todas las criaturas subir arrastrándose y a mis compañeros de viaje subir a duras penas, los zombis iban cayendo y siendo aplastados por el resto de criaturas que subían y el único que subía sin problemas era Paul, que ahora en su forma humana se agarraba con sus zarpas a las rocas y al suelo, que si bien era la piel de un monstruo, también era tierra firme donde posarse sin problemas. Miré hacia abajo de nuevo y vi que dé el granero aún seguían saliendo partes del monstruo, metros y kilómetros de enorme monstruo que salían de mi amada Sophie. Me di cuenta que el lobo también miraba hacia allí y no podía esconder una lagrimita al pensar en su 13
amada, que era también la mía. Cuando el único zombi que quedaba y Paul llegaron hasta la uña en la que yo estaba intentamos pensar en alguna estrategia para llegar lo más alto posible. - No sabemos hasta dónde puede llegar.- Dijo el zombi. - Pero tampoco nos podemos quedar aquí- Repliqué yo. Paul, que no sabía muy bien que hacer nos miró, sacó las garras de nuevo, volvió a su forma animal y siguió subiendo, pero antes se giró y nos dijo: - Aquí no arreglamos nada. Si el jorobado ha seguido subiendo tal vez allí estemos seguros. Le hicimos caso y golpeamos a una de las criaturas que se lanzó sobre nosotros. Seguimos subiendo y cuando aún no llevábamos ni cincuenta metros vimos a Igor caer despedazado desde las alturas, los tres temblamos de miedo pero seguimos subiendo. Pasaron tal vez horas, el sol ya empezaba a salir a la altura del tobillo del monstruo y entonces se paró de golpe. Miré al granero y vi, en la lejanía, que ya no salía nada más de Sophie, ya lo había parido por completo y la bestia que había salido de ella era tan grande como un planeta, quizá más. Todos nos paramos de golpe, las criaturas saltaban alegres y algunas bailaban; nosotros nos miramos y nos quedamos agarrados a la roca o rama en la que estábamos. De pronto empezamos a caer, no nosotros, sino el monstruo, el suelo, hasta aquel momento nuestra pared, se empezaba hacer horizontal y si antes colgábamos hacia abajo ahora estábamos tirados en el suelo. Intuí que la criatura se había tumbado, aunque, por lo que descubrí más tarde en las sagradas escrituras de El Nuevo Amanecer y os citaré literalmen-
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te, ocurrió lo siguiente: “...fue en el Amanecer de El Nuevo Amanecer que la criatura Glarg (pues este era el nombre de la criatura) tras haber sido concebida y traída al mundo en todo su esplendor, que decidió convertir su lomo en el Nuevo Mundo y entendió que para ello debía acabar con el anterior mundo. Y así, sin pensarlo, como si de un mandamiento divino se tratase, Glarg, el glorioso se dejó caer y se encogió sobre sí mismo, encerrando en su interior al Viejo Mundo y aplastándolo entre sus brazos y piernas. El estallido provocó un gran terremoto y de él nacieron las ciudades, los mares, las montañas y el resto de la flora de este nuestro Mundo. Así fue como la criatura Glarg terminó siendo nuestro suelo y fuente de nuestros alimentos.”. Así ocurrió. El golpe contra el suelo y el posterior terremoto mató al último zombi que quedaba e hizo que Paul y yo cayésemos en una de las grietas que creó el seísmo. Pasaron horas, creo que tal vez días en los que el hombre lobo y yo no quisimos salir, nos alimentamos de las criaturas con tres filas de dientes muertas a nuestro alrededor y al amanecer del tercer día decidimos salir, armados con la escopeta y los cartuchos bendecidos. Asomamos la cabeza hasta fuera de la grieta y allí solo había un desierto, con arena roja y algún cactus, también rojo, no había nada más, ni agua ni nada más. El lobo y yo caminamos durante días que se convirtieron en semanas. La sed nos estaba matando, a Paul ya se le veían las costillas y en mi boca se acumulaba la arena del viento que soplaba. Fue durante la tercera semana cuando vimos una ciudad, con sus edificios, su asfalto y sus gentes. Tardamos medio día en distinguir que las gentes de esa ciudad eran las mismas criaturas de tres filas de dientes, ahora convertidas en hombres y mujeres trajeados que se comían entre ellos, animales carroñeros que se peleaban por un trozo de otro de sus semejantes muerto en el suelo. Las criaturas hembras solo se contoneaban a sus congéneres y fornicaban en mitad de la calle mientras otro se las iba comiendo. Parecía una sociedad condenada al desastre, daba miedo pensar en que este era el
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Nuevo Mundo y que allí es donde deberíamos vivir el lobo y yo el resto de nuestras vidas, al menos lo que durasen esas vidas. Cuando llegamos a la entrada de la ciudad, donde había un cartel en el que decía claramente: “ENTRADA PERIMITIDA SOLO A LOS HIJOS DE GLARG”, el solo estaba subrayado hasta tres veces; el hombre lobo se detuvo, me dio la escopeta y me dijo: - Bueno, aquí se separan nuestros caminos. Me quedé extrañado, pensé durante unos segundos una frase para convencerle y que se quedara, pero solo pude decirle esto: - Tengo miedo. Paul me miró, me golpeó levemente en el hombro y sentenció: - Si nosotros, unos monstruos tenemos miedo, es porque hay que tener miedo. Tras decir esto el hombre se convirtió en lobo y se fue por una especie de ronda exterior que rodeaba la ciudad por fuera. Yo, en cambio decidí entrar por la gran avenida principal que se abría ante mí. Tenía miedo.
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Ilustración: Carlos Rodón -¡Quillo, sube más la tele!- gritó un parroquiano del bar el Pincho, en los suburbios de la megápolis de Santa Ana. Su aspecto desaliñado concordaba con la mugre que reinaba en el local; y como casi todos los clientes, se apalancaba en la barra durante horas, acumulando botellas de cerveza vacías y buscando a alguien con quien conversar, aunque fuera del tiempo. En una esquina de la barra, donde el parroquiano defendía su puesto con ferocidad, la televisión de plasma ofrecía las noticias. Hablaban no sé qué de unos macabros asesinatos. El dueño del establecimiento, sino más sucio que el suelo, parecido, subió el volumen con indiferencia, apurando otro trago de su Gin-tónic. -...les avisamos que las imágenes que van a presenciar a continuación podrían herir su sensibilidad- decía la presentadora, sin abandonar su tono modulado. En un recuadro de la pantalla se veía un sórdido callejón en el que aparecía un hombre corriendo asustado. -...las imágenes fueron grabadas por una cámara de seguridad, situada en la parte trasera de unos grandes almacenes 17
del centro de Santa Ana. Se sospecha que es el mismo autor de los sanguinarios asesinatos acaecidos en los últimos meses. La Policía sigue sin tener pistas del asesino... La presentadora desapareció por completo cuando las imágenes del callejón tomaron la pantalla. El vídeo carecía de nitidez, solo se podía apreciar la figura de un hombre que corría desesperado hacia el final del callejón, donde un alto muro le impedía continuar. Era imposible discernir sus facciones, pero el modo en que se apretaba contra el muro, tratando a toda costa de trepar por él, sin resultado, indicaba su estado de ansiedad. A los pocos segundos surgió otra figura, recortándose contra el halo de luminiscencia que arrojaba una bombilla cercana. El primer hombre efectuaba aterrorizados gestos, alargando los brazos hacia el recién aparecido como si estuviera suplicando, y negando exageradamente en un estado de pánico total. El haz de luz reveló por unos terroríficos instantes un cuerpo renqueante que se desplazaba con dificultad, arrastrando las piernas pesadamente. La cabeza estaba inclinada en un ángulo innatural hacia el lado derecho, ofreciendo el vislumbre fugaz de un rostro grisáceo, descompuesto en la mejilla, con los dientes chorreando sangre, que manchaba su camiseta blanca bajo una chupa de cuero. El tenebroso agresor se precipitó con ansia voraz sobre la aterrada víctima, desoyendo sus peticiones de piedad. Le mordió en el cuello con la fiereza propia de una alimaña y le arrancó un enorme pedazo de carne. La sangre brotó a través de la herida como un surtidor mientras el desdichado profería angustiosos alaridos de dolor. El antropófago tumbó sobre el suelo enrojecido al moribundo y hundió sus manos como garras en el estómago del hombre, arrancando sus entrañas de golpe y llevándoselas a la boca. Masticaba restos del hígado con exacerbada pasión, se embutía los intestinos como si fueran longanizas, cubriendo su rostro descompuesto de sangre y vísceras. Cuando terminó el asaz banquete, que no había durado más de unos minutos, todo ello registrado por la cámara, empapó su mano de sangre y trazó una “Z” sobre el muro que había intentado escalar el infortunado. Después, como si de repente el alimento ingerido le hubiera renovado las energías, el asesino salió del campo de visión caminando de manera normal, sin arrastrar los pies, con la cabeza derecha. Aquí finalizó el vídeo 18
-La Policía solicita la participación ciudadana para identificar al siniestro asesino que está conmocionando a la sociedad de Santa Ana. La víctima, Esteban Azuaga, era un reconocido maltratador que había salido impune tras la terrible muerte de su mujer, al producirse un error durante la detención. Fuentes policiales aseguran que este sanguinario justiciero ha decidido tomarse la ley por su mano para acabar con los delincuentes y criminales que eluden a la justicia. También se le atribuyen los asesinatos de González Bermejo, concejal de urbanismo implicado en la Trama Adelfa, del banquero Antonio Guzmán , responsable de las famosas Hipotecas Fáciles, que dejaron sin hogar a cientos de familias y del ex-tesorero del UDE, Don Francisco de la Peineta. Se ruega a... A partir de este punto el desaliñado parroquiano, acumulador de cervezas, dejó de escuchar la televisión. Su curiosidad malsana ya se había satisfecho. -¡Olé sus huevos!- exclamó por todo lo alto. Aquello se merecía otra cerveza-. ¡Quillo, ponme otra. Y sírvete otro Gin-tónic para ti! Al parroquiano no le gustaba beber solo; aunque no es que el camarero le fuera a hacer mucha compañía, en el bar había otros clientes que atender. Y, aunque no los hubiera, tampoco habría pasado de ese primer brindis. Prefería su sitio al final de la barra, donde la banqueta ya había tomado la forma de su trasero. El crudo vídeo había causado una tremenda impresión entre la clientela del bar. La gente comenzó a comentar en voz alta como se suele hacer en este tipo de establecimientos. -¡Ya era hora de que alguien hiciera algo en este país!vociferó el parroquiano cervecero para nadie en particular. -¡Si es que se veía venir, con la justicia que tenemos...!le contestó Fernando Halitosis desde su solitario puesto en el otro extremo de la barra. Nadie quería acercarse a él por su mal aliento. Fernando era especialista en aprovechar las rencillas conyugales para levantarle las mujeres a sus amigos y luego fingir desaprobación hacia ellos para disimular delante de su esposa. Además de su mal aliento, ése era el verdadero motivo de su aislamiento en el Pincho. -¡Pos a estos serdos les ha llegado su San Martín!- se sumó
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Benito el Andaluz. Estaba encantado con la noticia. ¡Ya tenía con quién hablar el parroquiano, y menudo tema! Al fin se había hecho justicia, pensaban la mayoría de los allí presentes. El hecho de haber presenciado tan sangrientas escenas no les había afectado en absoluto. El descontento y la indignación de la población española crecía día a día, viendo los abusos y los desmanes de algunos sectores de la sociedad sobre otros más desfavorecidos. La gente pedía sangre y no era de extrañar que a nadie le importara si a un criminal lo devoraban en un oscuro callejón con tal de que pagara su castigo. Se desconocía la identidad de aquel super-héroe caníbal que estaba ajusticiando a los delincuentes que eludían la Justicia de una manera u otra, ya fueran personas influyentes del ámbito de la política, mafiosos o empresarios destacados. En los últimos años, desde que comenzó la Crisis del 2007, el número de cadáveres devorados había aumentado considerablemente en las calles de Santa Ana, todos ellos absueltos de sus crímenes a fuerza de influencias o de dinero. Aquel individuo no dejaba huellas ni otras pruebas que pudieran identificarle. Los cuerpos aparecían en los lugares más insólitos, siempre acompañados de su sangrienta marca: la “Z”. La población española e internacional especulaba a cerca de él sin poder esclarecer nada, ni su origen, ni su nombre. Había personas que aseguraban haber visto a un extraño personaje que caminaba tambaleante, de aspecto demacrado y con los ojos hundidos. Sin embargo no se ponían de acuerdo con los detalles concernientes a su físico; para unos era alto y moreno; para otros delgado y con poco pelo; incluso los había que aseguraban que era un hombre rico y bien parecido, con donaire al caminar. En lo que sí coincidían todos era que, fuera quién fuera, había surgido en un momento propicio para restablecer el orden y la justicia en España, dando su merecido a los corruptos de toda especie. Sus sanguinarias hazañas le estaban dotando de gran popularidad entre la sociedad indignada del país, ya algunos comenzaban a llamarle El Zombie. -Yo creo que la “Z” esa es del Zorro- apuntó Fernando Halitosis -¡No digas chelipolleces!- le contradijo el parroquiano, más exaltado por la ingesta de cerveza que por el tema en 20
sí-. ¿Es que no has visto que es un Zombie? Se ha zampado al quillo ese y tan pancho que se ha ido. -¿Cómo va ser un Sombie? ¿Desde cuándo los muertos vivientes van por ahí de superhéroes?- se preguntó Benito, rascándose las grasientas guedejas, que habría tenido que lavar hacía ya tres semanas. El camarero aprovechó la coyuntura para cambiar de canal y poner un programa de esos que premian la vulgaridad y el mal gusto como una excelencia necesaria de la virtud humana. -¿Y por qué no? Puestos a comerse a la gente, me parece de puta madre que se coma a los desgraciados esos que siempre escapan a la justicia. ¡Ja, ja, ja, ja, pues se les acabó el chollo!- se encendió el cervecero. -Entonces, ¿Por qué no se ha comido ya al Undangaizoa ese? ¡Con toda la pasta que se ha llevado y el tío tiene la cara dura de decir que es inocente. No, si ya lo sabía yo que ése se casaba por la pasta! ¡Menudo braguetazo ha pegado el tío! Un poco de pantomima para tenernos contentos y ahora a disfrutar con nuestro sudor. Sí es que aquí todos se lo montan a lo grande menos los desgraciados como nosotros. Ya lo decía mi abuela, nos tendríamos que hacer políticos todos. -¿Qué dices? ¿Para que nos coma el Zombie? ¡Quita, quita! ¡A ver si va a resultar que va a tener más barriga él que ellos!-. A medida que avanzaba la conversación, más personas se metían en ella. Es un modo muy común de socializarse en los bares españoles, cosa que en otros países de Europa encuentran de lo más extraño. -Sí, pos haber que hase ahora er señó duque con el Sombie suelto por ahí. A ver qué cara se le ha puesto ar notas- continuó Benito, siempre tan animado. -Ya puede temblar, ya- comentó otro cliente solitario con aspecto de motorista: chupa y pantalones de cuero y peinado con un perfecto Duck-tail-. Lo que pasa es que todavía no ha salido la sentencia. Algo me dice que si sale de rositas, el Zombie actuará de nuevo. -¡Eso, y de paso que se coma los del UDE que ya les vale con tanto impuesto y tanta corrupción!- añadió el parroquiano. -¡Anda que se han privado de algo los muy sinvergüenzas!se oyó por el fondo del bar.
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-¡Una invasión Zombie es lo que necesitamos en este país de sinvergüenzas!- dijo el Halitosis. -¡Pos anda que no tié pa comer el Sombi, se a jartar er pavo!- chilló Benito. El motorista, imperturbable, sin emoción alguna en el tono, ciertamente macilento, contestó a eso con una voz cascada: -Yo que tú no hablaría tan alto, no fuera que el Zombie te escuchara. El camarero, indiferente a las manifestaciones de sus clientes, a él lo que en verdad le gustaba era el Gran Hermano, si por él hubiera sido, se habría ido a vivir allí para toda la vida, lo que ocurría era que debía un riñón, un ojo y parte del otro al banco, subió de nuevo el volumen para escuchar un cotilleo de esos que, inexplicablemente, tenían más aceptación que las noticias culturales. -El torero López Contreras, el Cartaginés, ha sido declarado inocente de la acusación en el juicio por atropello mortal, después de que el juez declarara nulo el procedimiento y lo dejara en libertad sin cargos. El torero, haciendo gala de su generosidad ha bonificado a la familia del fallecido con la suma de seis mil Euros... En el bar el revuelo fue total, las cotas de indignación e impotencia alcanzaron el máximo de la tarde. -¡Joder! ¡No hay derecho, siempre igual!- grito uno. -¿Y ya está? ¿Eso es lo que vale la vida del pobre hombre, seis mil cochinos Euros cuando el tío está forrado de millones? -¡Sí es que la justicia de este país no tiene precio! A los famosos se les perdona y a los probes que nos den! -¡A éste se lo tendría que comer el Zombie! -¡Ya te digo! El motorista se levantó en medio del jaleo, pagó la bebida que no se había tomado y salió por la puerta renqueando un tanto. Nadie se había dado cuenta de que cuando entró caminaba perfectamente. El diestro López Contreras salió a eso de las tres de la madrugada del bar de copas Dominguín, lugar que gustaba frecuentar y donde encontraba consuelo a sus penas. Andaba tam22
baleándose, manteniendo el equilibrio a duras penas, gracias a los cubatas que se había tomado de más. En otros tiempos había exhibido un porte gallardo y distinguido, con el aire intrépido del que ha enfrentado a la muerte en numerosas ocasiones y había logrado burlarla. Pero ahora solo quedaba un remedo de su apostura, que empapaba en alcohol todas las noches para olvidar. Su aspecto era más bien demacrado donde había lucido buen color, el pelo se le había teñido de blanco y solo conservaba la negrura en sus espesas cejas. -Buenas noches, Maestro- le saludó un admirador, o eso creyó él, desde las sombras. El desconocido estaba apoyado en una chopper de chasis rígido, pintada de negro mate, con las llantas rojas y las gomas con banda blanca. Cuando el torero pasó por su lado mostrando su total indiferencia, el motorista salió a su encuentro. -¡Joder, otro pesado!- se lamentó contrariado López Contreras. Al principio había buscado la fama, pero luego de hallarla, había llegado a odiar a todos sus fans. Estaba harto de empujones y muestras de admiración desenfrenada para conseguir su autógrafo. El extraño se acercaba a él dando tumbos, con la cara de color mortecino y los ojos enrojecidos. El cuero negro enfundaba su cuerpo encorvado, fundiéndolo con la penumbra. De vez en cuando los remaches metálicos de la chupa lanzaban tenues destellos. -Éste va peor que yo- se dijo el torero con una sonrisa desdeñosa, a punto de subir a su coche. Mientras buscaba con afán las llaves en su bolsillo, el motorista ganó la distancia que los separaba. -¿Se encuentra ya mejor de su accidente, Maestro?- le preguntó con voz gutural, emitiendo un raro gorgoteo como si le costara articular palabra-. Enhorabuena por su declaración de inocencia, permítame que le ayude. -¡Quita, desgraciado, no me toques!- rezongó López Contreras, realizando un gesto brusco y maleducado hacia su eventual benefactor. Ya había abierto la puerta del coche y se metía a él con toda la velocidad que su tremenda borrachera le permitía. An23
tes de que pudiera cerrar la puerta el motorista se abalanzó sobre él y le asestó un golpe en la sien que le dejó inconsciente en el acto. Cuando recobró el conocimiento se encontraba desorientado, maniatado desnudo sobre una silla, en medio del pequeño ruedo privado de alguna finca particular. Le habían amordazado para evitar sus gritos. Dos focos iluminaban la arena desde arriba, a ambos lados de la plaza. Unos altavoces dejaban sonar una canción de Julio Iglesias. Enfrente suyo el motorista le contemplaba con desapasionada atención, sin emitir palabra, solo unos gruñidos más guturales de los que había escuchado en el Parking del Dominguín. Su aspecto había cambiado desfavorablemente, la piel se había tornado de un gris plomizo; los ojos se habían enterrado en sus cuencas; la boca comenzaba a emitir un hedor insoportable al iniciarse en su interior el estado de putrefacción. Pronto la piel se degradaría y se desprendería de los huesos. Así, mudo, como muerto, permaneció más de tres horas, ajeno al forcejeo del torero, que en vano trataba de liberarse de las fuertes ataduras, y a sus miradas cargadas de odio. Aquella espera tenía una finalidad, no era para torturarle, ni para amedrentarle o conseguir su docilidad, no; era para que sus super-poderes de Zombie se pusieran en acción, para que la voracidad se adueñara de su cuerpo y de su mente y le convirtiera en una fiera rabiosa que se abatiría sobre el malhechor para devorarlo en un acto de justicia. Al cabo le quitó la mordaza. -¿Quién eres?- le preguntó con soberbia el Cartaginés. Él no se acobardaba por nada después de haber lidiado con toros de media tonelada. -El Zombie- le contestó escuetamente. -¿Vas a matarme? -Sí. -Al menos podrías dejar de torturarme de una puta vez con esa dichosa música. -Tranquilo, aún te quedan cinco Lps más. -¿Quién te envía? ¿La familia de Parra? Te pagaré el doble, el triple, tengo mucho dinero; es tuyo si me sueltas. -No me
interesa tu dinero. -Entonces, ¿para quién trabajas? ¿Eres el justiciero ése que está matando a los políticos y banqueros? -Me envía la indignación popular, la impotencia de los desamparados, la frustración de los oprimidos. Vas a pagar por tu crimen, aquí nada te va a salvar. -¡Menuda gilipollez! ¡No fue culpa mía! ¿Qué vas a hacer conmigo? -Te voy a dar una oportunidad para que demuestres tu bravura, voy a lidiarte igual que tú lidias tus toros. En todo momento su voz sonaba rasposa, perdía intensidad. -¡Soy inocente, el juez ha declarado nulo el juicio! ¡Te juro que yo no bebí ni una gota de alcohol! -Ya, claro, solo te mojaste los labios con champán, igual que hoy, ¿no? El otro tuvo la culpa de toparse contigo, ¿eh? Se olvido que la carretera era tuya. -No puedes matarme, soy un héroe nacional; la gente me quiere, me admira, admira mi arte. He hecho yo más por este país que nadie. Alguien como yo nunca irá a la cárcel, la gente no lo permitiría. O es que no has visto como me han aclamado todos al salir de los juzgados. ¿Te atreverás a privar a España de una de sus glorias? -Eso es un sofisma sin sentido que no te va a ayudar. El Zombie renqueó hasta una mesa donde había depositado dos banderillas y dos cuchillos de carnicero. Cada vez se movía con más dificultad, ya casi había perdido la facultad del habla y la piel se le empezaba a cuartear, por cuyas grietas brotaba una especie de líquido viscoso color café. -Vamos a jugar al torero y el toro- bisbiseó con la lengua hinchada. Las encías también rezumaban pus y excrecencias fétidas. El ansia devoradora se apoderaba de él y el rictus despiadado se instalaba en su rostro en descomposición. Tiró a sus pies los dos cuchillos curvos mientras lo desataba-. ¡Pero en igualdad de condiciones! Y le hincó las dos banderillas en la espada con total maestría, igual que hubiera hecho el torero. Los rejones mordieron la carne y se incrustaron en partes no vitales para que pudiera lidiar. La sangre tiñó su espalda desnuda y chorreó por las piernas. El intenso dolor obligó al diestro a postra25
se delante de su verdugo. Toda su altanería, toda su bravura, su orgullo, se desvanecieron ante la figura tambaleante que se cernía sobre López Contreras, el Cartaginés, con las fauces chasqueando y los ojos cianóticos encendidos por la cólera. El torero, convertido en torito, sacó pecho y se irguió a la desesperada. Sus reflejos, curtidos después de mil lidias en la plaza, se pusieron en funcionamiento al instante y desvió con un hábil giro de cintura al Zombie, hundiéndole uno de los cuchillos curvos como cuernos en el estómago. Ejecutando una Verónica sin capote le hundió el otro en la espalda, a la altura de los riñones. Para su sorpresa, El Zombie recibió ambas cornadas con indolencia. No podía experimentar dolor porque era un muerto viviente; llevaba muerto más de setenta años, desde que el doctor Mengele le convirtiera en lo que era. El Zombie había muerto multitud de veces desde que el experimento fallido le otorgó ese estado, había sido multitud de personas, adoptado numerosas identidades, aunque recordaba vagamente que un día fue Amancio Jiménez, soldado republicano que luchó contra el General Franco y fue deportado a Auswitch para contribuir a los degenerados intentos de los nazis de engendrar el soldado perfecto, invencible. Y de alguna forma, nunca hubieran sospechado el terrible resultado, lo habían conseguido. El cuerpo del Zombie no se podía matar porque ya estaba muerto. Pero necesitaba alimentarse con regularidad para no ser pasto de la putrefacción. Por esa razón, desde que volvió a su nuevo estado en aquella fosa común atestada de judios, había devorado y devorado cuerpos sin descanso. Y no siempre habían sido los de los culpables. Con un gruñido aterrador El Zombie se abatió sobre López Contreras y le arrancó la oreja derecha de un mordisco. A continuación le arrancó la oreja izquierda y después las masticó con horrendos ruidos. El torero emitió un alarido que se mezcló con la voz de Julio Iglesias que resonaba en la plaza. Aún tuvo tiempo el diestro de asestar dos puñaladas más, abriendo en canal todo el abdomen de su atacante, cuyas vísceras se desparramaron por los pantalones de cuero como grotescas cadenas. El Zombie se miró unos instantes con indiferencia y continuó su ataque, bloqueando los lances del torero, que ya comenzaban a acusar la pérdida de energías, derramadas junto con su sangre. En el frenético forcejeo ambos cayeron sobre la arena. El Zombie alargó sus brazos, rígidos como palos, 26
hacia el cuello del lidiador y lo inmovilizó, tirándose a su cuello con impulso rabioso. Sus dientes le desgarraron la carótida, se hundieron en la carne ensangrentada, mordieron más y más, entre los desquiciados gritos de su víctima, dando enajenadas dentellas y desgarrando con sus uñas ennegrecidas su vientre. López Contreras, el Cartaginés, encontró su infausto final en el paroxismo de la agonía, contemplando horrorizado cómo El Zombie se nutría con sus vísceras, clamando al cielo su triunfo, como si se hubiera quitado la montera y la ofreciera a la multitud imaginaria de la plaza. Se había hecho justicia, aunque no divina, pero eso a la gente le importaría un bledo; otro criminal que se creía impune había conocido los efectos de su presunción a manos de El Zombie. Antes de abandonar la plaza, montado en su chopper de chasis rígido, trazó una “Z” en la arena junto a la carnicería y decoró su cuelgamonos con la cabeza del torero que se había llevado de trofeo. Días más tarde alguien encontraría una nota que rezaba así: “Un nuevo super-héroe ha llegado a las calles de Santa Ana para limpiar la inmundicia de la sociedad. Corruptos, pedófilos, especuladores, banqueros: ¡temblad! Pensadlo bien antes de cometer vuestros crímenes; puede que os libréis hoy, pero os encontraré mañana”. El Zombie.
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Conversación susurrada entre Poncio “el santurrón” Y el soldado redivivo que exige manumisión. Carlos Rodón La guerra es de esos asuntos de los que no suelto prenda. Si por suerte sobrevives, entonces, mejor callar. Por mor de no despertar fantasmas de la contienda. Aunque a veces sin más causa los tengas que soportar. ¿Dónde está el honor ganado? ¿Dónde yaz la gloria aquella? ¿Dónde quedó la victoria? ¿Dónde guardé la botella? Detén este desconsuelo que en mi alma has horadado. “Entiende que así ha de ser el castigo de un malvado” ¿Castigo, por qué, por Dios? “Por haberme asesinado” “Por dejar mi cuerpo inerte en aquél lecho embarrado” Habitas entre las sombras, sin conseguir comprender. Que a ello me vi obligado, sin encontrar más salida. Eras mi amigo, mi hermano, pero tuve que escoger… “…Y así salvaste la vida” Y así la vida salvé. No interrumpas sombra impía, detén ese verbo infecto… “…Vida que no mereciste, vida que me pertenece” “Vida que vives por mí, desde aquél martes y trece” De saber que volverías otro hubiera sido el cuento… La guerra ya terminó, has de ausentarte de aquí. Marcha, libérate al fin y déjame en mi agonía. “¿Agonía dices, necio? Para agonía la mía” “Que he de seguir a tu lado hasta que acaben tus días” “Viendo como comes, gozas, bebes, ríes y porfías” De una suerte maldecida… ”De una suerte que era mía” Calla bellaco, te digo, cierra esa boca de arpía. “Échale otro tronco al fuego, que la noche quedó fría” Maldito fantasma infiel, maldigo tu ser cien veces. Al menos bribón no puedes arrebatarme la vida. Ni beber de mi botella, ni comer de mi comida.
“Tú ríe, maldito, ríe. Que cuando llegue el momento” “Y en singular travesía arrebataré el calor” “Que en tu interior es sustento” “Arrastrándote al rincón más frío del firmamento” No tendrás tal ocasión pues estoy en el intento. De conseguir que te marches rezando a Dios en silencio. “Tu Dios nada puede aquí, tu bajeza es mi alimento” “Y por mucho que le reces, no escuchará tu lamento”
Ilustración: Carlos Rodón “Abre pues la puerta ahora, han llegado las rameras” “Estaré ligado a ti cuando retoces con ellas” “Nunca has de liberar mi soplo de tu pescuezo” “Fornicaré con tu pene y gozaré con tu aliento”
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Ilustración: Angye Sin Más En el silencio de la noche… recorriendo mis adentros, caminos inexplorados, oscuros senderos, hilos de sangre trenzados, llenando de vida mi mente, mi cuerpo, de muerte mi corazón tejiendo, al compás de mis lamentos. Heridas tatuadas en mis venas, sangre negra…tinta de acero, cicatrices que ya no duelen, por un amor que está muerto. Enterrado en mis entrañas, olvidado en mi cerebro, censurado en mi cama, clausurado entre mis pechos. Telas de araña lo engalanan, estrangulando sus deseos, anhelando suspiros, añorando recuerdos… pasión desmedida, celos incontrolados, falsos argumentos e incalculables mentiras, por un romance dormido… entre penas y alegrías. Espinas clavadas evidencian mi mirada, ojos de cristal que me delatan, desconsuelo, angustia y sonrisas simuladas. Extraños sueños rastreo… bajo la incertidumbre de la duda, el sonido del silencio, temor al olvido…pavor a lo fresco. Como fantasma encadenado… alma en pena sin corazón amado, muerta en vida me hallo, por la falta de un querer… que no supo amarme en el pasado.
Calvario y tortura en vida, desconsuelo, rabia e ira… un ramo negro de sentimientos, me arrastraron al abismo, a la deriva… Mi morada el infierno, rodeada de cenizas, aguardándote en silencio para darte la bienvenida. Soñando con tu llegada, gestando nuestro encuentro, no te faltará de nada, preparada la fiesta tengo. Te alimentarás de mi venganza, calmarás tu sed con mi sangre, arderás en mi cuerpo, yacerás entre puñales. Ahondaré en tus heridas, ¡que corran ríos de sangre! así sabrás lo que un día… sufrió tu fiel y entregada amante. Reiré con tus sollozos, bailaré con tus lamentos me vestiré con tus despojos, tu sangre nutrirá mi cuerpo. En el silencio de la noche, recorriendo mis adentros… siento vida en mi alma al saber que tú estás muerto. Mi venganza cumplida, realizados mis sueños suturadas mis heridas, latiendo mi corazón de nuevo, por un amor que sí estima… lo que soy y lo que siento.
LA ENT REBEST IA ABSURDA I: ROBERTO MALO
Roberto Malo (Zaragoza, 1970) es escritor, cuentacuentos y animador sociocultural. Ha publicado los libros de relatos “MALOS SUEÑOS” (CERTEZA, 2006) y “LA LUZ DEL DIABLO” (MIRA, 2008); las novelas “MALDITA NOVELA” (MIRA, 2007), “LA MAREA DEL DESPERTAR” (HEGEMÓN, 2007), “LOS GUIONISTAS” (ECLIPSADOS, 2009), “ASESINATO EN EL CLUB NUDISTA” (NALVAY, 2011) y “EL ÚLTIMO CONCIERTO DE DAVID SALAS” (PREGUNTA, 2013); la novela corta “EL RAYO ROJO”, incluida en “NUEVAS LEYENDAS ARAGONESAS” (MIRA, 2011); y los libros infantiles (escritos en colaboración con Francisco Javier Mateos) “TANGA Y EL GRAN LEOPARDO” (COMANEGRA, 2009), “LA MADRE DEL HÉROE” (OQO, 2011), “EL PRÍNCIPE QUE CRUZÓ ALLENDE LOS MARES” (NALVAY, 2012) y “ABASKHIA, EL MUCHACHO QUE QUERÍA ENSEÑAR A HABLAR A LAS VACAS” (DELSAN, 2012). En categoría de relato ha ganado diversos premios, entre ellos un Premio Nocte y un Premio Ignotus. Asimismo, mantiene un blog que llena de cuentos, fotos y tonterías: http://robertomalo.blogspot.com.es ¿Kamasutra o teleadicto? Soy más de kamasutra, la verdad. La tele hubo una época en que la teníamos delante de la cama, pero la acabamos sacando; mejor no mezclar.
he.
¿San Valentín o San Cucufato? San Cucufato, evidentemente. Soy muy fan de Javier Kra-
¿Reunión privada o hablar a gritos? Hablar a gritos en una reunión privada es lo normal, ¿no? ¿Qué prefieres rascarte el reloj o darle cuerda a la oreja? Me encanta que me den cuerda a la oreja, sí, es una debilidad confesable. El reloj antes lo rascaba, pero con los móviles el reloj salió de mi vida. Una pena, a veces lo echo de menos. ¿Fútbol o toros? Fútbol, por supuesto. Pero siendo del Zaragoza se sufre incluso más que en los toros… ¿Manostijeras o dedos de goma? La de “Eduardo Manostijeras” estaba muy bien, pero mi peli preferida de Tim Burton es “Ed Wood”, posiblemente su obra maestra. Más vale pájaro en mano que... Que cagada de pájaro en la cabeza. ¿Arte o Forrarte? Arte, arte, estamos en esto por el arte. Lo de forrarse ni se sueña… ¿Chuleta o chuletón? Las dos cosas, según la ocasión. Soy un poeta, sí. ¿En qué no te fijas primero de otra persona? En el culo. Me fijo primero en los ojos. ¿Ergonomía o economía? Ergonomía. No toquemos la economía, por favor. ¿Literatura es litera dura? La literatura es dura, más bien. Pero si es cuestión de literas, me pido la de arriba. 31
¿Coche, bici o bus? Bus, a todas horas. ¿De la mar el mero o de la tierra el cordero? Como de todo. Mi frase es: “comida, mi plato favorito”. ¿Tablet o libreta? Libreta, libreta, de toda la vida. El Tablet no sé ni lo que es… ¿Tras un cocido... silbas o toses? Tras un cocido suelo repetir. No tengo fondo. ¿Por Dios o pardiez? Por Dios. Que se note que uno ha ido a un colegio de curas. ¿Strip poker o mus corrido? Un guiñote nudista, casi mejor. ¿Más vale vivir de rodillas que morir no editado? No me he tenido que poner de rodillas para que me editaran, ciertamente. Sin embargo, cuando uno consigue publicar ciertas cosas, sí que se piensa eso de “ya me puedo morir tranquilo”. Entró en una corsetería para comprar... Un tanga de leopardo.
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Ilustración de Nana Bidzinashvili http://nana-bid.deviantart.com/
La luz del ventanuco me mira con insistencia. Allí tras los barrotes veo volar los pájaros en libertad, contemplo cómo el sol desaparece por las tardes y lo reemplaza una luna llena que me recuerda viejos tiempos, mejores noches, días diferentes. Tengo miedo a quedarme dormida, sé que si eso ocurre vendrán a por mí, volverán los fantasmas reales de mi pesadilla diaria, sé que buscan un momento de debilidad por mi parte para acercarse y hacer de las suyas. También tengo miedo a no dormir, estar tan exhausta que llegue a perder la poca lucidez que me queda, la cordura que me obliga a sentirme fuerte por ellas, esperándolo a él con todas mis ganas, suplicando a cada minuto que aparezca por la puerta, como antes, como cuando mi vida tenía sentido y todo era felicidad, como cuando éramos una familia libre. Hace escasas horas he tenido visita, ellos de nuevo, esos captores que me hacen daño, que me clavan millones de agujas por todo el cuerpo, quizás solo sea una, pero duele hasta las entrañas, hasta el mismísimo centro de mi corazón. Luego, sin mi consentimiento empieza la tortura, me tocan por todas partes, siento sus manos en mis brazos, por las piernas, los 33
pies; llegan hasta mis partes más íntimas y hacen su trabajo, despojándome de toda dignidad. Antes gritaba cuando sucedía, intentaba resistirme clavando las uñas en su piel, mordiendo su carne si se acercaban demasiado, revolviéndome como vulgar lagartija sobre la cama, pataleaba, gruñía, bramaba, pero lo único que conseguí en respuesta fueron las ataduras que ahora adornan mis tobillos y mis muñecas. Duelen, duelen mucho, han marcado mi piel con rozaduras que de vez en cuando se ampollan, se hinchan y terminan por infectarse. Después llegan los pinchazos y vuelven las botellas de líquido extraño a colgar sobre el cabecero, con cables transparentes que se dirigen a mi torrente sanguíneo y me infectan el organismo con a saber qué diabólico veneno. He comprobado que son más delicados si me quedo quieta cuando me tocan, no por ello hacen caso a mis súplicas, ni siquiera parecen oírme, siguen con su tarea de profanar mi cuerpo y convertirme en un trapo viejo en el que pueden limpiar sus manos cuando les place. En una ocasión, mientras sobaban mis pechos con brío, perdí el control y de mi boca salieron insultos e improperios que jamás creí pronunciaría, me convertí en un demonio, los maldije a todos ellos, deseándoles la muerte más dolorosa y atroz. En respuesta pronunciaron el nombre de mis niñas, como una advertencia. Jamás he vuelto a decir ni una palabra, soportaría cualquier suplicio y vejación con tal de que a ellas no las tocaran, estaría días sin comer ni dormir, sintiendo sus manos dentro de mí, si supiese que mis hijas están a salvo. Nadie me lo garantiza, pero al menos, he de pensar en ellas y dejarme hacer por si cumplen su amenaza. Ayer permitieron a mis hijas venir a visitarme, parecían confundidas, como si verme atada a esta cama fuese algo normal, como si mis negaciones y mi falta de sueño autoimpuesta fuese por gusto. Si ellas supiesen que solo intento cuidar de sus vidas… Mis dos pequeñas no entienden a su edad por lo que estamos pasando, no me atrevo a preguntar dónde las tienen metidas cuando no están conmigo, es más, no quiero saberlo, parecen sanas, felices en su ignorancia y con eso me basta. Ha veces pierdo la cabeza y me dejo llevar por el subconsciente, a veces dejo que los ojos se cierren un segundo y se apoderen de mí las sombras. Ahí es cuando todo mi mundo cambia, vuelvo a recordar las mañanas con tostadas y mermelada, el beso de despedida de mi Teo al irse a trabajar, los preparativos y los sándwiches de queso en las tarteras para el colegio, el cepillado de las largas melenas de mis pequeñas, 34
mis ángeles en la tierra. Las imágenes parecen tan reales que tardo unos minutos en cobrar consciencia y darme cuenta de que sigo aquí encerrada, atada, a veces amordazada como un perro. No sé si hoy dejarán que Mila y Elena vengan a verme, las visitas suelen ser cortas e insuficientes, ellas hablan de trivialidades mientras yo las miro con intensidad, sin pronunciar palabra, sin decirles nada. Les transmito todo el amor que puedo con la mirada, acaricio despacio sus manitas e intento no llorar al ver la situación en la que estamos sumergidas, calmo sus almas torturadas con suspiros cuando se acercan a darme el beso de partida. Alguna vez las he visto llorar, quieren una explicación a mi comportamiento, a mi mutismo, pero ellas no entienden que si hablara lo más mínimo podría escaparse de entre mis labios algún detalle de nuestro cautiverio, podría pedirles que intentaran escapar cuando les fuese posible, exigiéndoles que corrieran lejos, que se olvidaran de mí, que buscaran ayuda de cualquier extraño; pero eso no es posible, solo son dos niñas pequeñas guardadas por muros gruesos custodiados por dementes y carceleros. Podrían hacerles daño si lo intentaran, solo de pensarlo se me hielan las venas y mi garganta se cierra. Encontraré la manera de salir de aquí, de llevarlas conmigo a un lugar seguro, intentaré urdir un plan de escape, algo que nos permita volver a casa. Esta mañana me han sacado de mi celda cubierta únicamente por una sábana blanca y atada a mi camilla como de costumbre. He recorrido varios pasillos, cruzándome con más gente que parece estar en mi misma situación, cautivos en este lugar en contra de nuestra voluntad. No sé qué clase de aberraciones sufren el resto de secuestrados, tampoco quiero saberlo, con mi batalla personal ya tengo más que suficiente. Al llegar a una sala excesivamente iluminada me han metido en un tanque enorme, donde un ruido ensordecedor ha perforado mis tímpanos con inquina, luces cegadoras me hacían parpadear, varios cables conectados a mi cuerpo daban pequeñas descargas eléctricas provocando que mis lágrimas se derramaran mojándome el pelo y la tela bajo mi cuerpo. Desconozco cuánto tiempo me han tenido allí metida, pero ha sido bastante; mis piernas ya se habían dormido cuando una mujer con máscara en la cara me ha empezado a clavar agujas en el estómago. Hablan entre ellos pero no logro comprender lo qué dicen, palabras que nunca había oído se cuelan en sus conversaciones encriptadas; hablan de muerte, de enfermedad, de trata35
mientos, pero sigo sin comprender qué tienen que ver conmigo todas esas cosas. He intentado poner orden dentro de mi caos, pensar el por qué de su comportamiento. ¿Buscan algo dentro de mi cuerpo? ¿Ensayan con él? ¿Acaso soy el conejillo de indias de alguna droga? Pero entonces me acuerdo de sus visitas, como cuando me dieron la vuelta en la cama y penetraron mi trasero sin contemplaciones, provocando sangrados que duraron días de sábanas mojadas. Recuerdo todas las veces que me tocan, siempre a la misma hora, personas diferentes pasando sus manos por mi piel pálida y temblorosa. Y pierdo el hilo de mis pensamientos, dejo de buscar el motivo y me concentro en el dolor y la pérdida. Aún guardo mi secreto sin confesar, no sé cómo contárselo a mis hijas, ellas han notado que su padre ya no está y presienten que algo malo le ha pasado. De momento confían en mí y no han preguntado al respecto. Son demasiados días sin verlo, demasiadas horas sin contemplar su cara, sin recibir sus besos… Con él todo esto era más llevadero. Estoy segura de que lo han matado, cada vez que me atrevo a preguntar a mis captores me miran con condescendencia, me explican con la mirada que jamás lo volveré a ver, me aseguran sin abrir la boca que será mejor que deje de preguntar si no quiero que mis hijas corran la misma suerte, y entonces, me callo. Dejo salir las lágrimas mudas y cierro los ojos con fuerza hasta que terminan de tocarme. Pero ha llegado el día, Mila y Elena tienen que saber la verdad, se lo intentaré explicar de la mejor manera, me inventaré cualquier excusa que justifique la ausencia de su padre. No quiero que piensen que nos ha abandonado por voluntad propia en este infierno, no quiero que tengan esa impresión del hombre que más las ha amado en el mundo, él no merece ese recuerdo de sus adoradas hijas. Las bisagras de la puerta chirrían y veo pasar a mis princesas, una de ellas viste una falda larga que cubre sus piernas, me dan ganas de pedirle que muestre su piel bajo la tela, quiero comprobar que las marcas que yo tengo no adornan también su cuerpo, pero me contengo. Hoy hay una conversación más importante, hoy sabrán la medio verdad que he guardado todo este tiempo. — Mamá, tienes mejor aspecto— dice Mila, la mayor de ellas, la tristeza en sus ojos revela que miente. Pasa la mano por mi pelo, una caricia, ladeo la cabeza 36
para encontrarme con su palma en la mejilla; quiero su contacto, quiero que sepan que aún estando incapacitada, lucho por ellas. — Nos han dicho que hoy traerán una comida que te gusta, espero que dejes el plato limpio, estás muy delgada y hay que recuperar fuerzas— esta vez es Elena la que habla. Esa insufrible comida, porquería que no vale ni para los cerdos. Omito el pensamiento y sonrío lo que puedo. — ¡Una sonrisa! Bien, parece que hoy estamos de buen humor, así me gusta, pronto nos dejarán irnos a casa. Ese comentario hace que mi gesto se endurezca sin querer, la pena y el sufrimiento afloran por mi piel, neutralizando el escaso brillo de mis ojos. “Es ahora o nunca” Pienso. — Tengo que hablar con vosotras de algo importante. Las dos me miran con atención, se han sorprendido mucho y abren los ojos expectantes, incluso a mí me ha sonado rara mi voz después de tanto tiempo sin usarla. Se acercan un poco más a la cama y me agarran con fuerza de las manos, me animan a seguir hablando, contando mi historia. — Mis pequeñas… tengo que confesaros un secreto que llevo guardando estos últimos días— espero que sus cabecitas se preparen para lo que tengo que contar, aunque soy consciente de que jamás estarán preparadas para tal desolación—, es referente a vuestro padre. Mis hijas me miran extrañadas, pero siguen calladas para no interrumpirme. Decido soltarlo directamente, alargar la espera será mucho peor. Después tendré que consolar sus corazones destrozados para que entiendan que no están solas, yo sigo aquí. — Como habréis notado, hace unos días que vuestro padre no viene por aquí; no nos ha abandonado, simplemente ha tenido que partir a un viaje muy largo del que no va ha volver. Los mismos hombres que nos tienen aquí retenidas se lo han llevado en contra de su voluntad. Él opuso resistencia todo lo que pudo, intentó quedarse a nuestro lado, pero no lo consiguió. Elena intenta hablar y corto sus palabras, sé lo que va ha preguntar y no quiero que lo haga, no quiero que tenga dudas sobre el amor que Teo les ha dejado en vida, no quiero que piensen que no fue valiente, luchador, que no intentó por todos los medios seguir con nosotras, seguramente ha dado su vida para que tengamos una oportunidad en la nuestra. 37
— Hace escasos cinco días, papá se ha ido al cielo para no volver. Pero nos protegerá desde donde esté y cuidará de nosotras, conseguiremos volver a casa y ser una familia unida de nuevo, os lo prometo. No pienso dejaros aquí encerradas para siempre. Da igual lo que quieran hacer con mi cuerpo, lo que quieran meter en mi mente, yo tengo la cabeza fría y encontraré la manera de que esto funcione, os lo prometo. Después de decir mi última palabra me doy cuenta de que conté más de lo que quería, pero el daño ya está hecho, tienen que crecer y ser conscientes de que esto no son unas vacaciones. Nos tienen secuestradas y no sé cuánto más aguantaré la situación antes de que sean ellas las que ocupen mi lugar. Mila y Elena se miran entre ellas, sus ojos se han puesto tristes, reflejan decepción. Se dan la mano en señal de complicidad y me miran con ternura. — Mamá, no estamos aquí recluidas, esto es un hospital. Estás enferma y los médicos intentan encontrar una cura a tu enfermedad. Papá hace más de diez años que nos abandonó, ¿recuerdas? ¿Recuerdas haber ido a su funeral, mamá? — Mamá, mañana vendremos con tus nietos, verás cómo te alegra verlos tan grandes. Ellos están deseando verte, incluso han hecho unos dibujos preciosos con las flores que más te gustan. Pronto todo pasará y volveremos a casa. Ya lo verás.
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Ilustración: Carlos Rodón
Elena siempre había creído ser especial. Veía cosas que nadie más veía, sentía cosas que solo ella era capaz de percibir. Debía de tener lo que se solía conocer como un «sexto sentido». Pero ninguna de sus experiencias había sido ni siquiera parecida a lo que sintió aquella noche. —Ven —parecía decir la voz en su mente. No era una voz exactamente, sino la representación pura de un deseo o un sentimiento. Como si su cerebro estuviera conectado directamente al de otro ser. —Te necesitamos. Hemos venido desde muy lejos, buscando gente como tú —así podría traducirse en palabras lo que aquella anhelante mente le expresaba. Elena vio, en la psique de su interlocutor, el espacio exterior, y una larga travesía en las vísceras de un gran animal translúcido, hasta llegar allí, a las afueras de su modesto pueblo. —¡Pero no puedo, no ahora mismo! —contestó ella, tratando de enviar sus propios pensamientos—. Mis padres no me dejarían salir de casa tan tarde... Elena era muy joven, tan solo tenía catorce años. La mente al otro lado la oyó, y pareció entristecerse terriblemente. La chica sintió su pesar, y se compadeció del ser. —¡Está bien! Esperadme... 39
En silencio, se escabulló por la ventana de su casa, y huyó hacia el bosque, donde la esperaban sus misteriosos nuevos amigos. Juanito era un borracho. Todos lo sabían, y, en la vida cotidiana, nunca lo tomaban en serio. Sin embargo, en un día como aquel, nadie despreciaba sus esfuerzos por encontrar a la pequeña Elena, unido al resto de guardias civiles y a algunos hombres del pueblo. Se separaron, en el extenso bosque que rodeaba el pueblo. Juanito se quedó solo entre los árboles, acompañado únicamente por el zumbido de su radio, de la que, de cuando en cuando, surgían frases desesperanzadoras. «¿Nada aún?». «No, nada». A pesar de sentirse algo egoísta al pensar de aquel modo, esperaba ser él quien encontrara a la niña: así, todos dejarían de tomarlo por el pito del sereno, ¡era un guardia civil, coño! Haría honor a su uniforme. Sacó su petaca, y dio un trago de orujo para calentarse. Era otoño, ya empezaba a hacerse de noche, y el viento que mecía las ramas de los árboles era cada vez más frío. Mientras, distraídamente, devolvía la petaca al bolsillo de su chaqueta, escuchó un ruido, como si alguien hubiera pisado las hojas secas frente a él. Levantó la vista y se quedó congelado en el sitio, manteniendo una posición ridícula, con un brazo en el aire y el otro en su abrigo. Lo que vio parecía surgido de una delirante pesadilla etílica, pero joder, no estaba tan borracho, y estaba seguro de estar despierto. Ante él, una temblorosa masa blanca, translúcida e informe, se agitaba y ondulaba mientras terminaba de tomar una nueva forma: la de un hombre. Era, de hecho, bastante similar a Juanito, si teníamos en cuenta tan solo la silueta: se distinguía su fofa barriga, y sus carrillos hinchados. No tenía piel, ni ojos, ni huesos (la luz seguía dejando ver, vagamente, a través de él), tan solo era aquella sustancia viscosa imitando el aspecto de un ser humano, quizá reflejándolo de forma instintiva. En su interior parecía haber algo flotando, varios objetos difícilmente distinguibles desde el exterior, más aún a la distancia desde la que Juanito los miraba. La criatura se adentró en el bosque, corriendo extrañamente con sus nuevas piernas. Para cuando el agente pudo reaccionar, ya no tuvo forma de encontrarla. Trató de seguir sus huellas, pero, en cierto punto, desaparecían por completo. Quizá hubiera cambiado de aspecto de nuevo, y hubiera empezado a arrastrarse, o a volar, ¿quién podía saberlo? 40
Los otros guardias civiles encontraron a Juanito sentado sobre la hojarasca, bebiendo de su petaca para pasar el susto. Creyeron que estaba como una cuba desde un primer momento, y su historia les terminó de convencer. Es más, empezaron a pensar que se había vuelto completamente loco. ¿Por qué lo tenía que haber contado? Ahora se burlarían de él con mucha más saña, cuando todo aquello hubiera pasado. Ya había empezado a notar las risitas a sus espaldas, de vuelta en el cuartel. En casa, de madrugada, Juanito se emborrachaba solo, lamentándose de su triste destino. Seguro que aquel ser era quien había secuestrado a la pequeña, pero nunca podría demostrarlo. Entonces, sintió la presencia dentro de su cabeza. —Ven —parecía susurrarle desde lo más hondo de su mente. Era como si le sonriera afectuosamente de un modo no visual, sino psíquico; sentía su calma y amabilidad, su deseo por compartir con él conversaciones y experiencias. —Nosotros sabemos que dices la verdad. No eres ningún loco. Para nosotros, eres especial. Queremos que vengas aquí, con nosotros y con Elena. Ella está bien. Así entendía Juanito los extraños pensamientos que invadían su cerebro, enviados desde algún lejano lugar. Sin duda, se trataba del hombre translúcido que se había encontrado aquella tarde en el bosque. Iría, sí. Vaya que si iría, pensó, mientras comprobaba la munición de su pistola. Se iban a cagar, esa cosa y sus amigos. Todos le creerían cuando les mostrara sus repugnantes cadáveres gelatinosos. Salió a toda prisa hacia el bosque, aún borracho. Sin embargo, la tremenda emoción parecía disipar la mayor parte de los efectos del alcohol según alcanzaba la maleza, ya fuera del pueblo. Caminó, incansable, hacia donde la «voz» le indicaba. —Te estamos esperando, estamos ansiosos por verte, ven. En su mente, sentía su cariñosa llamada. Casi tenía ganas de guardar la pistola, correr hacia esa cosa con una sonrisa en la boca y abrazarla con todas sus fuerzas, fuera lo que fuese. Pero se resistió: era su deber rescatar a la chica y acabar con esos bichos.
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Finalmente, lo vio. La brillante luna llena se reflejaba en su carne blancuzca y maleable, aunque no dejaba distinguir los detalles de los bultos en su interior. Su forma era la de un ser humano, la misma que Juanito le había visto adoptar hacía tan solo unas horas. Se alejó del guardia civil, perdiéndose entre los árboles, antes de que este pudiera alzar su arma. Lo siguió. Tras la vegetación, había un claro. Y en él, una enorme masa con forma de huevo, del tamaño de una de las casas del pueblo. Estaba hecha del mismo material que el hombre translúcido, y en su interior parecía haber unas cápsulas para albergar criaturas más pequeñas, además de una miríada de pequeños tentáculos, todo ello orgánico. Era el vehículo de los seres, y también su amigo, por lo que comprendió Juanito, gracias a los mensajes telepáticos que recibía. Junto al vehículo, a pocos metros del agente, el hombre translúcido se había reunido con su otro amigo, otra masa informe de tamaño humano. Ambos adquirieron, entonces, su forma natural, con la que se encontraban más cómodos. Eran similares a medusas, pero puestas del revés. La parte principal de su cuerpo era una esfera, del tamaño de un balón de playa, que se arrastraba por el suelo, y, sobre ella, numerosos tentáculos, de grosor regular y de punta redonda, se agitaban frenéticamente. Juanito disparó. La bala atravesó la carne de uno de los seres, el que hacía poco había tenido forma humana. Sintió sus diabólicas risas en su propia mente, burlándose de sus patéticos intentos de acabar con ellos. Entonces, uno de los tentáculos se alargó enormemente, y se enroscó en el tobillo del guardia civil. Tiró de él con la fuerza de varios hombres, haciéndole caer al suelo y arrastrándolo hacia el alienígena. Acto seguido, las viscosas medusas se abalanzaron sobre él, cubriéndolo de glutinosos seudópodos que lo sostenían por todas partes con increíble fuerza. Le amputaron la pierna por la rodilla, simplemente arrancándosela. Uno de ellos (ya no recordaba cuál era cada uno) se la introdujo en su esférico cuerpo, junto a los otros bultos. El organismo parecía absorber la materia sólida sin agrietarse o deformarse, probablemente debido a su gran maleabilidad. Era como introducir una galleta en un plato de fluidas natillas, que raudas volvían a cubrirla, recuperando su forma. La otra criatura se sirvió un antebrazo, del mismo modo. Entre gritos de dolor y terror, Juanito distinguió finalmente las formas que flotaban en el interior de las medusas, junto a sus propios miembros mutilados. Se trataba de peda42
zos de otro cuerpo, probablemente del de la pequeña Elena. La carne estaba corroída, como bañada en ácido: parcialmente digerida. La cabeza de la niña lo observaba sin ojos, con los hilillos de carne que salían de su cara destruida flotando y desgajándose en el interior de aquella masa mucilaginosa. Fue lo último que vio Juanito, antes de que le arrancaran su propia cabeza.
LA RESEÑA: SIETE CRUCES, ROBERTO GARCÍA CELA por Sergio Fernández
AUTOR: ROBERTO GARCIA CELA TÍTULO: SIETE CRUCES PAGINAS: 233 sietecruceslanovela.blogspot.fr Sobre el autor: Nace en Madrid, en 1970. Roberto García Cela es escritor, dibujante, creador de mundos y juegos de fantasía y promotor de grupos. Gracias a una familia con un fuerte habito de lectura, se introduce en el mundo de la lectura siendo muy joven. Es licenciado en Derecho y también a dedicado dos años de su vida a la cooperación internacional, trabajando en proyectos de derechos humanos y paz, en Colombia y es padre de dos niños. Tras un acontecimiento devastador en su salud, Roberto decide compartir con todo el mundo su faceta de escritor, desde un Blog llamado Diario de un Zombi. “Siete cruces” es su primera novela. Sinopsis: “No debe de ser una sensación agradable despertarse y no saber dónde se encuentra”. Con esta premisa recobran el sentido seis personas en un lugar que no conocen, confusos y maniatados. Su secuestrador desgrana poco a poco su pasado, mostrando las peculiaridades de cada uno y el extraordinario nexo común que les ha llevado allí, hasta alcanzar el final que motiva su reunión. Magistralmente escrita, la novela nos introduce en la vida de ocho personajes con vidas, situaciones y personalidades 43
muy diferentes entre sí, que van desembocando en una interesante trama que hace que todos tengan que unir sus habilidades y sacrificar parte de ellas en pos de un bien común. El autor va desgranando capitulo a capitulo la historia individual de cada uno de los protagonistas, personas cotidianas que de buenas a primeras son “obsequiados” con distintos poderes sobrenaturales que ninguno de ellos pidieron pero del que intentaran sacar, cada uno a su manera el máximo provecho posible. Así, un alcohólico fracasado, una mujer florero, un gerontófilo, un anciano acusado de graves problemas con el Alzheimer, una psicóloga con sobrepeso y un niño repudiado se encontraran de repente unidos por una interesante trama que gira en torno a un extraño niño y su “asistente” particular, una también extraña mujer oriental. Roberto García Cela nos sumerge de lleno y con todo lujo de detalles en una vertiginosa historia en la que se mezclan lo cotidiano, la normalidad entrecomillada de los actores de este particular mockumentary y lo fantástico. El escritor es capaz de transmitirnos sensaciones totalmente opuestas, que van desde la ternura mas afable a la náusea mas repulsiva, contrastes que variaran equitativamente según el personaje en cuestión, y todo ello con una naturalidad pasmosa. El resultado es una obra que resulta bastante entretenida, escrita de una manera sencilla pero sin caer en la simpleza y que gustará a los amantes del género fantástico y las historias entrañables con alto contenido social ya que problemas tan cotidianos hoy en día como la vejez, la soledad, la exclusión social o el maltrato femenino resultan patentes en cada uno de los capítulos que componen ésta genial novela.
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Ilustración: Carlos Rodón
La educación es lo más importante. No importa quién seas, si médico, celador, enfermero o el maldito director del hospital. No faltes a la educación. Anna corre por el pasillo de la planta de neo natos del hospital. Odia que le griten, lo odia. Pero más tarde ya cogerá a esa listilla de la Dra. Zamora. ¿Qué se cree? Al menos es 20 años más joven que Anna y no tiene ningún derecho a tratarla así. A ella, con una experiencia de casi 25 años asistiendo al nacimiento de más de 5000 niños. No. Nunca le gustó Zamora. Anna ya lo intuía, que la médica era de esos: Los que llegan directos de la facultad y creen que se van a comer el mundo, a revolucionar la medicina; pero el primer día que se les muere un paciente, no saben como actuar, pierden la templanza y creen que el liderazgo en situaciones extremas está basado en el grito y las malas palabras. Anna nunca olvidará la primera vez que se le murió un paciente. Fue la pequeña Silvia. De estar viva, ahora tendría 23 años. El parto fue complicado y tras horas de incertidumbre consiguieron sacarla adelante; pero al día siguiente, sufrió un infarto y no hubo nada que ellos pudieran hacer. Hora de la muerte: 06.32 de la mañana. Causa: anomalía congénita en las arterias coronarias. 45
La pobrecita había nacido condenada. No fue fácil para Anna, que vio flaquear su vocación de enfermera. La muerte de Silvia le hizo cuestionarse si realmente servía para eso; si podría soportar esa presión. Qué horrible contraste ver el cuerpo inerte del bebé en una habitación decorada con imágenes de princesas Disney. Anna definitivamente odia a Disney. Pero a pesar de aquella desagradable experiencia, lo consiguió; pudo sobreponerse a la muerte de la pequeña. Entendió que era una parte más de su trabajo, una parte inevitable, incluso necesaria y que otras muchas muertes sucederían a esa primera. La vida es así. Y desde ese día, para ella, los niños, todos, se llaman “Juan”; y las niñas, todas, “Laura”. Así es mejor. Es más fácil olvidarlos si las cosas van mal. Anna no entiende que ha podido salir mal en el parto. El bebé estaba vivo cuando la madre ha entrado en el quirófano, se movía dentro de ella. Además todo ha ido bien y ha sido asombrosamente rápido. Pero al nacer no respiraba. Se le ha intentado reanimar, pero no respondía. Y entonces han empezado los gritos de Zamora. “Dónde está la puta adrenalina?” “Déjame espacio, coño!” “Anna, mueve el culo y ve a buscar al Dr. Ramiro, ostia”. Y claro, Anna ha de obedecer sin rechistar. Pero ya hablará con ella, ya… 25 años asistiendo en partos y jamás nadie le ha oído decir una mala palabra. Ni en la peor de las situaciones. Anna encuentra al Dr. Ramiro en el office de los médicos. No hace falta que le diga nada; con su cara paga. Los dos corren hacia el paritorio mientras Anna le detalla lo sucedido. Y al entrar, el milagro. La madre llora aliviada con su bebé en brazos. Está vivo. Es niño, es un “Juan”. El pequeño gime desorientado, con los ojos abiertos de par en par. Al lado de la camilla, la Dra. Zamora, tiembla asustada, aliviada. Anna la mira y se desmonta. Quizás ha sido dura con ella. “Pobre chiquilla, si es una novata. Se ha puesto nerviosa, eso es todo”. Zamora se acerca a Anna y le sonríe. 46
“Lo siento, Anna”. Definitivamente Zamora será una gran médico. Sí, le acaba de ganar. Es mejor olvidar todo lo que ha pensado de ella. “Refréscate un poco, yo me encargo del resto”. Zamora no discute, asiente y sale del paritorio. Lucía y Begoña, las compañeras de Anna se llevan a la madre. La tranquilizan, todo está en orden. En breve llevarán a su bebé con ella. El Dr. Zamora se hace cargo de la situación. Hay que someter al pequeño a algunas pruebas para descartar lesiones cerebrales provocadas por el tiempo que ha pasado sin respirar y mantenerlo en observación unas horas. Anna coge a “Juan”. Está pálido. Pobrecito, con lo que ha sufrido. Sigue sin llorar y ahora sus gemidos se asemejan a gruñidos. “Doctor, se ha fijado en sus pupilas?”. Son de un color extraño, como rojizas. Seguramente ha sufrido un pequeño derrame. Es normal. Anna confía en el Dr. Ramiro, si él dice que es normal, es que lo es. El Dr. Ramiro intenta auscultar a Juan, que no para de moverse. Este bebé es un culo inquieto. Y entonces el niño se aferra la mano del médico. “Tiene fuerza, el tío”. Y empuja su mano hacia la boca. “Y hambre”. El bebé mira al médico profundamente, como si fuera plenamente consciente de su presencia. El Dr. Ramiro posa el estetoscopio en el pecho del bebé. Escucha. Tras unos instantes, levanta el aparato y lo vuelve a posar en la suave piel del recién nacido. Escucha de nuevo. “Que extraño…” Anna mira al médico. 47
“Pasa algo?”. Ramiro no contesta. Vuelve a auscultar al bebé. El médico suspira y coge la muñeca del niño para tomarle el pulso. Anna le observa. No se atreve a volver a preguntar. “Anna, por favor acérquese…” Anna obedece y el médico le da su estetoscopio. “Escuche”. Anna se pone el aparato en los oídos. No oye nada. “Y tampoco tiene pulso… ” Pero eso no es posible. El niño se mueve, está vivo, les observa. Y de nuevo intenta aferrarse a la mano del Doctor y llevársela a la boca. Ramiro prueba con otro estetoscopio, pero el resultado es el mismo: Nada. Lo mejor es hacerle una ecografía para salir de dudas. No, no puede ser… ¿Por qué el corazón del bebé no late? Lomestán viendo en la pantalla del ecógrafo. Ese pequeño muñón de carne que debería bombear sangre con fuerza, está inerte dentro del niño. Y sin embargo, el bebé está vivo. Ramiro sale del paritorio. Quiere consultar con un colega la situación. Le pide a Anna discreción. De momento es mejor que nadie sepa nada de lo que sucede. Seguro que hay una explicación médica. No sabe cuál, pero la hay. Es importante no dejar al bebé ni un instante, por lo que pueda pasar, por lo que puedan observar. Anna observa a “Juan”,que se mueve inquieto. “Estás jugando con nosotros, eh?”. El niño gruñe a modo de respuesta. Anna acaricia su rostro. Las pupilas rojizas del niño brillan con fuerza al contacto de los dedos de Anna con su piel. “Te gusta, eh?”. Anna coge al niño en sus brazos. “Claro que estás vivo, lo que pasa es que te quieres hacer 48
notar”. Anna apoya el bebé contra su pecho para que note sus latidos, para enseñar a su corazoncito lo que debe de hacer. Y entonces los pequeños gruñidos que emite se convierten enun chillido agudo y fuerte. Anna se asusta y se separa del bebé. Ahora sus pupilas son de un rojo intenso y vivo. Con la boca muy abierta el niño mira a Anna y empuja hacia ella con mucha fuerza. Anna, sorprendida, se tira hacia atrás hasta chocar contra la pared. El golpe hace que la enfermera relaje los brazos y el pequeño. “Juan” cae al suelo y deja de gritar. El niño no se mueve. Tiene los ojos cerrados. Parece relajado, parece… No ha sido su culpa. En 25 años de profesión ningún niño se le ha caído. Pero no ha sido su culpa, se ha asustado. No es normal, ese bebé no es normal. Anna se agacha ante el pequeño. “Por favor, por favor…” Cuando el bebé abre los ojos y sus dedos se clavan en el rostro de Anna, ésta casi lo agradece, aliviada. Pero cuando las uñas del pequeño “Juan” rasgan la piel de Anna y la sangre salada entra en sus ojos cegándola, la enfermera grita aterrorizada. Anna se arrastra por el suelo, desorientada y ciega. Oye al bebé gruñir cerca de ella. No, no es posible que cada vez le oiga más cerca, que un recién nacido se arrastre… no es,posible que está escalando encima de ella, que su lengua, rasposa como la de un gato, lama la sangre de su rostro, que su pequeña boca sin dientes muerda su rostro con tanta fuerza que consigue arrancar dolorosamente un trozo de su mejilla. “Joder” Es la primera vez en 25 años que una mala palabra sale de la boca de Anna. Pero es que nada de lo que está sucediendo es posible… no, no lo es… Sofía está estirada en el sofá con el cuerpo de su bebé 49
contra el pecho. Desde el balcón, Raúl, su marido, la intenta calmar. “Ya llegan, ya llegan. ”La ambulancia está entrando en la calle. Sofía no lo entiende, meses preparándose para el parto y la niña ha llegado de repente, sin avisar, sin apenas contracciones, mientras Sofía se duchaba. Y ha llegado muerta. Los sanitarios están subiendo por las escaleras a toda velocidad. “Tranquila Sofía, ya están aquí…” Y antes de que crucen el umbral de la puerta… el milagro. El bebé abre los ojos y emite un leve gruñido. Sofía la coge y llora emocionada. Las pupilas de la pequeña son rojizas, pero Sofía no se fija en ello. Su hija está viva…
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CAPÍTULO 1 parte IV
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..CONTINUA EN EL SIGUENTE NÚMERO!!
LA CRIATURA DEL MES...Mike Myers (Halloween)
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LA ENT REBEST IA ABSURDA II: DAVID PARDO
David Pardo nació el 09 de mayo de 1980 en Alzira, una hermosa ciudad de la Comunidad Valenciana. Desde niño mostró inclinación por el género suspenso y terror, predilección que se mantuvo durante su adolescencia y ha perdurado hasta la actualidad. Pueblo de Sombras es su primera incursión en el mundo literario. Esta novela, apuntalada en un engranaje argumental riguroso, muestra la madurez del escritor, quien refleja en su obra la profunda vocación que lo motiva a escribir. Con Pueblo de Sombras, David Pardo ha logrado alcanzar el número 1 de terror en Amazon España, siendo una de las novelas del género más descargadas en formato digital. Perdida entre las sombras es el primer relato de suspenso de este autor valenciano que ya ha comenzado a descollar en el género suspenso y terror. A este relato siguió La araña, luego presentó El ritual de Baphomet, un magnífico relato de terror más extenso. En su reciente artículo: El arte de aterrar, publicado en el Blog Editando, David Pardo reflexiona sobre el género suspenso y terror en la actualidad, y nos ofrece su recepción crítica y su visión personal acerca del género. En noviembre de 2012, el autor presenta su segundo trabajo independiente: una novela breve de subgénero zombi titulada «DEGENERACIÓN», con la que logra de nuevo llegar al número 1 de terror en Amazon España. David Pardo actualmente reside en Navarrés, un pequeño pueblo de la provincia Valencia, con su esposa y su pequeña hija. El autor afirma que en Navarrés ha nacido su creación literaria. Tiene en preparación la segunda parte de Pueblo de Sombras, dos novelas de terror, y una antología de relatos que espera presentar en breve. 59
¿Kamasutra o teleadicto? Kamasutra siempre que me lo permitan. Los hombres sólo follamos cuando nos dejan. ¿San Valentín o San Cucufato? San Cucufato, sin duda. San Valentín lo dejo para los autores de Romántica. ¿Reunión privada o hablar a gritos? Reunión privada. Odio las aglomeraciones. ¿Qué prefieres rascarte el reloj o darle cuerda a la oreja? Rascarse siempre es placentero. ¿Fútbol o toros? Fútbol. No me gustan los toros. ¿Manostijeras o dedos de goma? Manostijeras. Con dedos de goma es imposible matar a nadie. Más vale pájaro en mano que... …te hagan pasar por el aro. ¿Arte o Forrarte? Por pedir, pido las dos. ¿Chuleta o chuletón? Chuletón, y si es de un kilo mejor. ¿En qué no te fijas primero de otra persona? Soy como Robocop: me es imposible no analizarlo todo. ¿Ergonomía o economía? Ergonomía. La comodidad es más importante que el dinero. ¿Literatura es litera dura? La vida sin cosas duras sería muy aburrida. ¿Coche, bici o bus? 60
Una nave espacial para viajar por el cosmos. ¿De la mar el mero o de la tierra el cordero? Soy mediterráneo, si me alejo mucho del mar no puedo respirar. ¿Tablet o libreta? Tablet. La resolución de la libreta no permite buenos gráficos y su jugabilidad es casi nula. ¿Tras un cocido... silbas o toses? Silbo. Disfruto mucho cuando me siento a la mesa. ¿Por Dios o pardiez? Por Dios, soy de pueblo. Pardiez me suena demasiado cool. ¿Strip poker o mus corrido? Empezamos por el póker y terminamos con el mus; un desnudo no corrido es como un bocadillo sin jamón. ¿Más vale vivir de rodillas que morir no editado? Hoy en día te puedes autoeditar y caminar con la cabeza bien alta. Morir no editado nunca debe ser una opción. Entro en una corsetería para comprar... Un tanguita sexi para mi mujer, con buenas costuras que resistan bien los mordiscos.
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AMERICAN MARY Título: American Mary Título original: American Mary Año: 2012 Duración: 103 minutos País: Canadá Género: Terror, Thriller Reparto: Directores Jen Soska, Sylvia Soska Actores Antonio Cupo, Billy Barker, Katharine Isabelle, Mary Mason
Crítica de Juan Vicente Briega González http://microcrticas-by-juanvi85.blogspot.com.es El film de los hermanos Jen y Silvia Soska es un experimento valiente y al mismo tiempo temeroso de su original punto de partida. Arriesga y gana gran parte del film pero sólo cuando la Mary del título utiliza sus armas y sus conocimientos para la cirugía. La película gira en torno a una estudiante de cirugía, Mary, interpretada a la perfección por una maléfica Katharine Isabelle, una chica que no tiene dinero y que un buen día descubre que sus talentos en la cirugía la pueden ayudar a sacarse unos dineros, aunque esas operaciones sean de los más desagradables. American Mary funciona porque el personaje de Mary es casi perfecto, está estupendamente escrito e interpretado y eso es lo que salva al film de ser uno más. Juega a la provocación para que el espectador caiga en sus redes, las operaciones en si mismas dejan mucho a la imaginación que es lo más repugnante pues la mirada penetrante de Mary y sus víctimas antes y después hacen pensar en lo ocurrido y eso duele. No es un film redondo porque solo Mary tira del carro, la dirección es correctita y las tramas secundarias dejan mucho que desear, no tienen la fuerza suficiente para que lleguen a interesar, no se sustentan sobre una buena base y en eso el film adolece de falta de profundidad. Es una película muy sencilla, Mary mata y eso provoca consecuencias, unas conse62
cuencias bastante flojas con respecto a las atrocidades de la protagonista. No hay más, los secundarios no funcionan por si solos, es Mary quien guía el camino de todos, incluso del guión y de los directores, una pareja que podái sacar mucho más jugo de una historia sobre la cirugía que daba mucho juego. American Mary no es, como su título promete una historia sobre el crimen americano, no es una historia profunda, es la historia de un personaje excelentemente escrito e interpretado del que dependen todos los actos del film. Así que es una cara, aunque por poco la moneda cae de canto. 5,5/10 Crítica de Jesús Martí http://www.elterrortieneforma.es/tienda/ American Mary (2012) es el segundo film realizado por las hermanas gemelas Jen y Sylvia Soska bajo el amparo de su propia productora Twisted Twins Productions. Antes que nada un pequeño esbozo del argumento: Mari Mason (Katharine Isabelle) es una brillante estudiante de cirugía, apremiada por las deudas decide buscar dinero fácil viéndose involucrada en un extraño suceso, donde sus estudios le abrirán la puerta al mundo de las operaciones clandestinas. A pesar de sus iniciales reticencias pronto se hace un nombre, y acuden a ella diferentes personas con el objetivo de modificar su aspecto físico. Todo parece ir bien hasta que Mary es víctima de un brutal acontecimiento, a partir de ese momento su vida queda marcada irremediablemente. Vaya por delante que esta película no es fácil ni tampoco está orientada para todos los públicos, las hermanas Soska proponen un viaje alucinado, morboso y, a ratos, inquietante que navega entre las brumosas aguas de la ‘nueva carne’ expuestas por David Cronenberg pero que no profundiza demasiado en las mismas; la película tiene dos partes claramente diferenciadas, la primera (más o menos cincuenta minutos) reflexiona sobre la modificación extrema de la apariencia física, en la que tatuajes, piercing, escarificaciones o ciru-
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gías extremas configuran el eje principal, conjugando muchos fantasmas sociales: la incomunicación, el aislamiento, la creación de guetos cerrados en sí mismos que abrazan y protegen a los practicantes de este radical estilo de vida o el círculo vicioso en el cual la protagonista se ve envuelta, círculo que a cada operación exitosa que realiza se estrecha más a su alrededor, allanando el camino a la locura en un descenso infernal e intenso que diluye las líneas maestras de su vida anterior, creando una imposible realidad donde, paradójicamente, se siente confusa en su global, pero segura en el potencial de su nueva encarnación. Es en esta primera parte donde las gemelas desarrollan un concepto de cine de terror no demasiado usual; separándose conscientemente de los trillados caminos mil veces transitados, prefieren utilizar una compleja extravagancia visual y argumental, que bebe de variadas influencias para ofrecernos un verdadero festín de aires perturbados y malsanos. A partir de este momento el film cae en un pastiche fácilmente reconocible para los fans del género, las directoras abren una nueva línea argumental (no voy a explicarla para evitar el molesto ‘spoiler’) que les permita llegar al final, un final, dicho de paso, algo cogido por los pelos y poco original; básicamente en este segundo tramo se limitan a reciclar algunos tópicos evitando de esta manera profundizar más en lo expuesto en la primera hora y, curiosamente, rebajando en muchos grados la intensidad y el interés que hasta ese momento ostentaba la obra. Una pena, pues de haber seguido por el camino inicial estaríamos ante un film excesivo pero bello y realmente interesante, en cambio se nos entrega una obra que en su global deambula sin rumbo fijo, consiguiendo cansar al espectador gracias a la reiteración de momentos que nunca llegan a un clímax creíble, y creando, por consiguiente, una perpetua sensación de vacío e intrascendencia. Para finalizar, American Mary es un film que transita por el metalenguaje creado por Cronenberg, Lynch y algunos otros directores de lo bizarro y extravagante, pero que no encuentra un estilo propio, impidiendo este hecho que se sumerja en aguas más profundas y oscuras. Esta indefinición es su principal pega, no obstante la película, por lo menos a mi juicio, debe visionarse, pues no es muy habitual encontrar propuestas de crear cine fuera de los ingenuos parámetros actuales; las visiones tangenciales de lo que significa el terror, el miedo o la angustia siempre deberían ser un objetivo entre los nuevos creadores y es de agradecer intentos como el comentado hoy, pues a pesar de sus imperfecciones es una obra a tener en cuenta. 64
Ilustración: Carlos Rodón
Sábado, 03 A.M. —Ceci, despierta. El niño destapó a su hermana y la meneó con suavidad, sin conseguir despertarla. Respiraba profundamente, dándole la espalda. Insistió una vez más, imprimiendo al movimiento algo más de brusquedad, vigilando la puerta de la habitación con temor. —Ceci, venga, despierta. La niña se removió en la cama y abrió los ojos. —¿Qué pasa? —¿Ya te has despertado? Ella sacó la mano de debajo de las sábanas y miró la hora en su reloj digital. —Claro, tonto. Pero si son sólo las tres de la mañana. Vete a dormir. Y apaga esa linterna. Como te vean Papá y Mamá jugando a estas horas te van a castigar. El niño apagó la linterna, sumiendo la habitación en una oscuridad que le aterrorizaba. —¿Puedo meterme en la cama contigo? —Ni hablar. —Antes siempre me decías que sí. —Pues ahora ya no. —Tengo frío. —Anda ya. Mamá te puso una manta más que a mí. —Pues me estoy helando. Déjame, por favor. 65
Cecilia, apiadándose de su hermano pequeño, levantó su ropa de cama en una invitación expresa a entrar. Guillermo no desaprovechó la oportunidad y se zambulló de un salto en la tibieza de las sábanas.. —Y ahora te duermes ya o te vas a la tuya. Y no se te ocurra darme patadas en sueños, que te conozco. —Claro. Ya me duermo. Se tapó hasta la frente, aspiró el aroma que emanaba de la piel de su hermana y no lo reconoció. Había tantas cosas que le extrañaban de ella últimamente...su forma de moverse, el tono de la voz, el desprecio con que le trataba en ocasiones, las carcajadas que soltaba cuando hablaba por teléfono con sus amigas del instituto, tan diferentes a las que él conseguía arrancarle cuando hacía alguna payasada para llamar su atención. Debía de ser por aquello que sus padres llamaban la adolescencia, un término que le hacía sentirse incómodo, como si su hermana estuviese convirtiéndose en un extraterrestre. —¿Quieres estarte quieto?—le espetó, dándole un puntapié. —No puedo. No mentía. Tiritaba y cuanta más fuerza hacía para evitarlo, más violentos se volvían los espasmos. Cecilia le cogió la linterna de las manos, la encendió y le enchufó al rostro. Estaba pálido, pero podía ser por la luz blanca y brillante. —¿No tendrás fiebre? Le plantó la mano en la frente, imitando el gesto que hacía su madre, sin saber lo que tenía que esperar al respecto. Se sentía mayor haciéndolo. Estaba caliente, aunque ella también. No encontró mucha diferencia entre ambos. —Voy a llamar a Mamá. —¡No! —¿Qué mosca te ha picado ahora? Si no estás enfermo, deja de tiritar. El niño le quitó la linterna a su hermana, asomó los ojos por encima de las mantas ásperas de lana que les cubrían y examinó la puerta de nuevo, recorriéndola con el haz de luz y continuando por el resto del mobiliario, de madera antigua y veteada, buscando el origen de su miedo. Sólo encontró enseres cotidianos: una mesa que limpió de polvo con la manga antes de colocar encima su mochila con los deberes de la escuela, una silla que cojeaba y una cómoda con seis cajones que revisaron cuando llegaron a la casa del pueblo de la abuela. En una esquina estaba su maleta con la ropa que habían llevado para pasar los cinco días. Más aliviado, susurró. —No me pasa nada. ¿Ves? Ya se me está quitando. Ella refunfuñó y se volvió a tumbar, aplastando antes la almohada con las manos para conseguir acomodar su relleno. 66
—Pues a dormir entonces. El hermano pequeño se quedó muy quieto para no molestarla y apagó la linterna. Cerró los ojos y se durmió sin darse cuenta. Domingo, 09:30 A.M. —Mami, ¿de qué se murió la abuelita? —preguntó Guillermo engullendo una cucharada de cereales empapados en leche recién hervida. Su madre les había explicado que la leche del pueblo tenía unos bichitos que podían hacerles daño en la tripa y que era necesario hervirla para que se murieran. —Cállate, idiota —dijo Cecilia, clavándole el codo en las costillas. —No hables así a tu hermano. Te lo he dicho miles de veces. Cecilia se llenó la boca de hojuelas de maíz prensado para acallar una contestación que conllevaría un castigo inmediato. La madre se sentó a la mesa con ellos, limpiándose las manos en el delantal. —La abuela tenía una enfermedad en el corazón y un día se le paró. —¿Los corazones se paran? —dudó el niño. —Cuando ya eres mayor, los órganos del cuerpo se estropean y dejan de funcionar. —No hace falta ser mayor —replicó Cecilia—. Al padre de Tomás le dio un ataque al corazón y sólo tenía cuarenta y seis años. Guillermo abrió los ojos y se cubrió el pecho instintivamente, asegurándose de que el palpitar rítmico continuaba retumbando. Su hermana soltó una carcajada. —¡Menuda cara se te ha puesto! —No te burles de él. No me gusta que bromees con esas cosas. —Si no era una broma —contestó insolente—. Me lo contó Ana. —¿A mí se me puede parar el corazón? —inquirió Guillermo, más curioso que asustado. —A lo mejor se te ha parado ya —bromeó Cecilia. La madre le lanzó un pescozón disuasorio. —¡Ay! ¿Pero qué he hecho ahora? —Meterte con tu hermano. A ver cuando te enteras que es más pequeño y no puedes hablarle como si fuera una de tus amigas. —¡Pero si ya tiene siete años! —¡Eso! Ya no soy pequeño —se reafirmó Guillermo, cruzando los brazos. La madre se levantó y se quitó el delantal. —Terminad el desayuno y dejaos de tonterías. Vuestro padre 67
y yo tenemos que salir un rato a hablar con el párroco para preparar el funeral antes de que empiece la misa. Cecilia, te dejo de responsable. Espero que te comportes como una mujer de trece años. —No me apetece quedarme sola con él. —No voy a discutir contigo. Harás lo que te diga. Os dejo mi teléfono móvil. Si pasa cualquier cosa, llamáis al de Papá. Y ojito con liarte a hacer llamadas a tus amigas. Ya sabes que me voy a enterar. —Mamá, ¿qué es un funeral? —quiso saber Guillermo, terminando de rebañar los últimos cereales del borde del tazón. —Cuando te entierran en la tumba —aclaró la hermana. La madre intervino para acallar una nueva discusión. —¿Ves como no lo sabes todo? Un funeral es una misa para recordar a la abuela. No vamos a enterrarla porque la incineramos. —¿Y por qué la inci...inci...por qué la quemasteis? —A tu padre le gusta más así. Hay personas que prefieren enterrar a sus familiares y a otros nos parece mejor incinerarlos y esparcir sus cenizas en algún lugar que haya tenido importancia para ellos. El sonido de un claxon en el exterior de la vivienda llegó amortiguado por las gruesas paredes de piedra. —Nos marchamos. Tardaremos poco, así que no hagáis tonterías. Cecilia... —Ya lo sé, Mamá. Yo soy la responsable. La madre asintió y, después de darles un beso, salió de la cocina. Domingo, 10:15 A.M. Los dos niños estaban sentados en el sofá polvoriento del salón frente a la televisión apagada. En la casa no se oía ningún ruido. —¿Cómo puede caber la abuela en ese botecito tan pequeño? —preguntó Guillermo. —Porque sólo están sus cenizas. El sesenta por ciento de nuestro cuerpo es agua y al quemarlo se evapora. Estaba orgullosa de sus conocimientos y le encantaba alardear de ellos delante de su hermano. Sabía que él la admiraba por eso. —¿Y si a ella no le apetecía que la inci..inci..? —Incinerasen. —Eso. ¿Y si ella prefería que la enterrasen con el abuelo? —Supongo que lo dejó escrito así en el testamento. —¿Qué es eso? —Un papel donde la gente mayor escribe lo que quieren hacer con sus cosas cuando se mueran. 68
—¿Y si no? Imagínate lo enfadada que debe de estar. —Ya no se puede enfadar. Está muerta. —Pues Mamá me dijo que cuando la gente se muere se va a un lugar donde siguen viviendo en espíritu. Claro que puede estar cabreada. —¡Has dicho una palabrota! Me voy a chivar a Mamá. Guillermo se tapó la boca con las dos manos y negó con la cabeza. —Además, has dicho una de las gordas. Te van a poner un castigo que vas a alucinar. —Se me ha escapado. No digas nada. —Vale, pero tienes que ser mi esclavo durante el resto del día. —¡Eso no vale! Es demasiado. —Pues entonces ya sabes, a Mamá que vas. El niño suspiró y cedió. —Vale. Pero sólo hasta que nos acostemos. —Genial. Yo elijo el canal de la tele. Cecilia encendió la televisión, un modelo con más de veinte años, y apoyó los pies en la mesita sin preocuparse de descalzarse. Guillermo no prestaba atención a la programación que había elegido su hermana. Miraba la urna plateada que reposaba en la repisa de la chimenea y se esforzaba por entender el proceso que había transformado una señora de noventa kilos en un puñado de polvo. Domingo, 11:55 P.M. La lluvia caía como si fuese la última vez que iba a hacerlo, los gruesos goterones retumbando en el tejado de uralita y deslizándose por las ventanas en cascadas. Por fortuna, no era una tormenta eléctrica. No le apetecía tener que suplicar de nuevo a su hermana un hueco en la cama. Cecilia dormía roncando un poco, aunque él no se atrevería a mencionarlo a la mañana siguiente. Temía más su furia que a la propia tormenta. Tampoco se decidía a encender la linterna por miedo a despertarla. Echaba de menos sus besos, esos que antes prodigaba sin cortapisas y que ahora eran como animales en extinción. Cambió de posición, incómodo por el calor que la almohada transmitía a su nuca y entonces la vio otra vez. Una silueta luminosa frente a la puerta, la misma que la noche anterior. Se tapó la cabeza y encendió la linterna, apuntándose a los ojos hasta que le dolieron para asegurarse de que estaba despierto. Después, se asomó un poco. Nada había cambiado. La débil fosforescencia amarillenta flotaba en la entrada al cuarto, sin tocar el suelo, como si 69
fuese humo brillante. Guillermo volvió a cubrirse con las mantas y empezó a tiritar de miedo. Ya sabía que no existían los fantasmas ni los vampiros ni los hombres lobo ni el hombre del saco. Pero sólo lo sabía porque se lo habían repetido multitud de veces los mayores, sin llegar a creérselo nunca del todo. Claro que existían. Tenía uno en su habitación. No podía quedarse en su cama. Se moriría de miedo y terminaría haciéndose pis. Cecilia se burlaría de él y se lo contaría a sus amigas, y ellas a su vez a sus hermanos, que eran sus compañeros de clase, y sería el hazmerreir del colegio. Ponderó el mal menor y decidió arriesgarse a solicitar asilo en la cama vecina. Emergió de la seguridad que le proporcionaba su refugio y, sin apartar la vista de la figura luminosa, posó los pies en el suelo helado. Se acordó entonces del hombre del saco y se apartó de un salto para escapar a las manos imaginarias que le atraparían los tobillos desde la oscuridad que medraba debajo del colchón. Si había un fantasma en la puerta, ¿quién le aseguraba que no pudiese vivir algún otro monstruo en esa habitación? Dio un paso muy despacio en dirección a la cama de su hermana. La forma fluctuaba ligeramente, como si las corrientes de aire pudiesen arrastrarla, y al dar el segundo paso creyó percibir un cambio. Parecía haber girado hacia él. Casi podría jurar que le estaba mirando, aunque no tenía ojos. Encendió la linterna y la sujetó como si fuese una espada, apuntando a la bolsa de gas que delimitaba la supuesta cabeza del fantasma. La luz la atravesó, disolviéndola, y obligándola a desplazarse lateralmente para escapar del foco. También haciendo que se acercase un poco más a él. —Abuela, no te cabrees conmigo, yo no hice que te quemaran —farfulló tartamudeando, sin temor a la palabrota que había escapado otra vez de sus labios. La silueta vibró y se alargó hasta el techo. —¡Mamá! —gritó aterrado. —¿Qué pasa? La voz de Cecilia le alivió más que nada en el mundo. Ya no estaba sólo. —¡Es la abuela! —dijo señalando la forma que había vuelto a replegarse recuperando su tamaño original. —¿Qué es eso? —gruñó su hermana. Corrió hacia ella y se subió de un salto a su cama, pegándose a su cuerpo. —Ya te lo he dicho, es la abuela. ¿Ves como no le gustaba que le quemasen? —Es sólo una sombra, alguna luz de fuera que se proyecta en la pared. —¡Se mueve! —chilló en voz baja el niño, arrebujándose aún más contra ella. 70
La figura flotó pasando por delante de ellos hasta la puerta, que atravesó desapareciendo. —¿Dónde se marcha? —preguntó Guillermo —No se marcha a ningún sitio porque esa luz no era nada —susurró Cecilia, sin mucho convencimiento. —Pero, ¿no te das cuenta? Es el fantasma de la abuela. —Tonterías. Vuelve a la cama. Guillermo se quedó muy quieto. Apesadumbrado y consciente de que el miedo le había vencido, regresó al colchón sin dar la espalda a la puerta. —Eso no era una luz —murmuró antes de cubrirse por completo con las sábanas. La niña no contestó, hecha un ovillo y sin atreverse a abrir los ojos. Lunes, 11:45 A.M. —¡Guillermo! ¡No te metas en los charcos! El niño saltó fuera del agua con celeridad, obedeciendo a su padre en el acto. No era un hombre que se caracterizase por su paciencia, como bien había experimentado en su corta vida. Cariñoso y juguetón cuando las cosas rodaban propiciamente, su carácter se tornaba huraño si no se cumplía su voluntad de inmediato. —Si te manchas las zapatillas, tendremos que ponerte los zapatos —aclaró su madre. Odiaba esos zapatos de marinero, tan brillantes y con las dos borlas que le incomodaban al correr. Por su propio bien, era menester obedecer la orden. Se acercó a la mujer y le dio la mano. Cecilia caminaba tres pasos por detrás de ellos, siempre reticente a ser asociada al grupo familiar que caminaba por el sendero que recorría el bosque de castaños, sus cortezas oscurecidas por la humedad ambiental. Esa mañana, antes del desayuno, le había amenazado con un tropel de torturas si se le ocurría mencionar el suceso de la noche, aduciendo la preocupación que ya tenían sus padres con la preparación del funeral. Insistió en su teoría de la proyección exterior y le obligó a cerrar la boca. De vez en cuando se veían forzados a desviarse del camino para evitar un reguero accidental que bajaba de la ladera de la colina. Las tormentas solían cambiar los paisajes en esa zona, reconfigurando los perfiles orográficos. Eran habituales las historias de su padre refiriéndose a viejas minas que desaparecían por corrimientos de tierra, o afluentes que variaban su cauce anegando huertas y creando nuevos lagos. Y la de ayer había sido especialmente virulenta. —Papá, ¿por qué no queréis enterrar a la abuela con el abuelo? —Ya estamos otra vez con lo mismo —escuchó rezongar a su 71
hermana. —La abuela hubiese preferido unirse al paisaje en el que se crio —respondió el padre. —¿Y cómo lo sabéis si no os lo dijo? —Bueno —dudó el hombre—. Ella siempre hablaba de que le gustaría morir en la casa donde nació y que sus restos reposasen aquí. No pudimos hacer que se cumpliese su primer deseo, pero el segundo sí. ¿Te acuerdas que nos hablaba de los buitres de las peñas, de su envergadura, su forma de volar, su elegancia? —Sí. —Pues vamos a soltar allí arriba sus cenizas, para que vuele como ellos. Todo el valle estará a sus pies. Te prometo que le haría mucha ilusión. —No estoy muy seguro. —¿Por qué no, cariño? —dijo la madre. —Supongo que preferiría estar con el abuelo. El término le era extraño, como pronunciar los nombres de los dinosaurios de su colección. Ni él ni su hermana habían llegado a conocerle. Sólo sabían que murió de joven, hace muchos años, tantos que de él sólo quedaba una vieja fotografía en blanco y negro donde se le veía vestido de soldado con su abuela en un estudio de la época. Era un hombre pequeño al que le quedaba grande la guerrera que se le descolgaba de los hombros. La fotografía la guardaba su padre en la cartera como uno de sus más preciados tesoros. —¡Mirad allí! —soltó Cecilia. Señalaba el lateral de una loma que asomaba por un claro en la arboleda, derrumbada parcialmente. —Vamos a explorar —propuso el padre, sonriente, y se internó entre los helechos. —Pero las zapatillas —protestó la madre. —¡Sí, vamos a explorar! —aulló Guillermo, agarrando una rama del suelo y abriéndose paso tras el hombre. —No me pienso llenar de barro. Me vuelvo a casa —dijo Cecilia, con los brazos cruzados. La madre asintió. —Espera, que te acompaño. Lunes, 12:05 P.M. No les llevó más de quince minutos alcanzar el lugar donde se acumulaban los primeros montones de barro que cubrían los pies de los castaños. El aire olía a tierra removida. —Cuidado ahora si no quieres pasarte los próximos dos días con los zapatitos —bromeó el padre. —Ni muerto me los pongo. La colina no era muy alta, por lo menos comparada con los picos nevados que gobernaban la región propiciando el clima 72
frío y húmedo típico del pueblo. Aun así, el aspecto que presentaba era estremecedor, como si un coloso hubiese asestado un pisotón a su castillo de arena gigante. —Esta vez ha sido de las gordas, ¿eh? —comentó el hombre refiriéndose a la tormenta de la noche anterior. —Sí. —Será mejor que volvamos a casa y llamemos a los guardias forestales para que vengan a echarle un vistazo. Espero que no hubiese nadie acampado por aquí anoche. El comentario le hizo recordar su tema preferido y no desaprovechó el buen humor de su padre y la caminata de vuelta para continuarlo. Tiró el palo al pie de un montículo de arena y siguió a su padre. —Papá, ¿de qué se murió el abuelo? Mamá me dijo que a la abuela se le paró el corazón. ¿Le pasó lo mismo a él? —A todos se nos para el corazón al morirnos. No había caído en la cuenta de eso. No se dejó intimidar por la respuesta. —¿Y se le paró por lo mismo que a la abuela? —No. No por lo mismo. —Entonces, ¿por qué fue? —No creo que tengas edad para que te explique estas cosas. —¡Ya tengo siete años! —replicó indignado. El hombre rio en voz alta y le removió el cabello. Para Guillermo fue como acercarse a una chimenea en una tarde de invierno. —Supongo que ya eres mayor para que te lo cuente. Pero prométeme que no le dirás nada a tu madre. Ya sabes que no le gusta que tratemos ciertos temas. El tono de confidencialidad le hizo sentirse orgulloso por la complicidad surgida entre ellos. —Lo prometo —y le agarró de la mano. —Tu abuelo desapareció cuando yo tenía seis años. Nadie supo exactamente qué pasó. En el pueblo se dijeron muchas cosas, algunas bastante desagradables. La gente hablaba y se inventaba teorías que le hacían quedar mal. Ese fue el motivo por el cual nos marchamos a vivir a la ciudad y solo volvíamos aquí en verano y en las fiestas. Guillermo se quedó pensativo. Ser mayor era muy complicado a veces. La gente desaparecía, se le paraba el corazón...se juró no crecer más. A pesar de eso, había algo que le inquietaba. —¿Y la abuela no le buscó? Su padre se detuvo, se agachó hasta ponerse a su altura y le encaró de igual a igual. —La abuela casi se volvió loca de tanto buscarle. En esa época fue cuando se enfermó del corazón, y desde entonces no volvió a ser la misma. Ella estaba convencida de que le había 73
pasado algo malo, pero la gente siempre evitaba escucharla y se dedicaron a decir cosas feas. —¿Y la policía no le ayudó? —En esa época la policía no ayudaba demasiado —respondió muy serio. Su padre se incorporó y le animó a seguir caminando. Los helechos les empapaban las perneras de los pantalones. Lunes, 11:10 P.M. —¿Qué cosas feas diría la gente del abuelo? —preguntó Guillermo mientras su hermana se peinaba el cabello antes de acostarse. La habitación estaba iluminada por la lámpara de su mesilla de noche. La bombilla de la otra se había fundido nada más encenderla. Fuera el clima continuaba lluvioso. —Quien sabe. ¿No te dijo nada más? —¿Quién? —Quien va a ser. Papá, hombre. —Que no se lo contase a Mamá. —Algo más. —No me acuerdo. —¿No te explicó por qué está enterrado el abuelo en el cementerio del pueblo si había desaparecido? Otra variable más añadida al misterio. Y muy desconcertante. —Pues no. —A lo mejor no es el abuelo el que está en esa tumba. —No me digas eso, que me asustas —suplicó Guillermo, jugueteando con la linterna. —A mí me da igual. No le conocimos. Y apaga la luz ya. Tengo sueño. El niño apagó la lámpara y encendió la linterna. —Ceci. —Qué quieres, pesado. —¿Puedo acostarme contigo? —No, no puedes. Y desconecta esa linterna o le quito las pilas. —Vale. La habitación quedó a oscuras. Martes, 02:10 A.M. Soñaba que se hacía pis y se despertó con la necesidad imperiosa de ir al baño. Se empapó los calzoncillos y el pijama cuando vio la figura amarilla a dos pasos de su cama. No notó como la orina se despeñaba por sus muslos, calando las sábanas, traspasando las fibras de algodón cuando el tejido dejó de absorber líquido, penetrando el colchón hasta el relleno que recubría el 74
entrelazado de muelles. Permanecía ligeramente inclinada sobre él, como si le olfatease, cubriendo el espacio entre su cabeza y el techo. Mirar a su través era como abrir los ojos dentro de una piscina con mucho cloro. Sin pensarlo, encendió la linterna y el chorro de luz la atravesó, aterrizando directamente en el rostro de su hermana, que abrió los ojos y se los tapó con la mano. —¡Apaga eso! —le regañó. El fantasma escapó del foco ascendiendo y situándose paralelo a su cama, a escasos centímetros de su cuerpo. Guillermo se imaginó cubierto por esa cosa, la esencia sobrenatural diluida en el tejido de su carne. Impulsado por un reflejo de supervivencia, más allá del control racional de sus músculos, rodó y cayó de espaldas al suelo. Gateó arrastrando el culo, conteniendo el grito, sin soltar la linterna hasta que topó con la cama de Cecilia. —¿Quieres apagarla ya o te meto un sopapo? —le amenazó de nuevo, tapándose ahora con los antebrazos. El hermano pequeño estrujo los muslos contra su pecho y tanteó con la mano hasta encontrar el brazo de la niña. Cuando tropezó con él, enganchó las uñas en su piel y arañó con todas sus fuerzas. —¡Au! ¡Idiota! ¡Ahora sí que te las has...! Cecilia se descubrió. No finalizó su frase. La nube luminiscente planeaba hacia ellos estirando dos zarcillos que podrían equipararse a tentáculos. Casi rozándoles, se expandieron en cinco más pequeños, asumiendo la forma de unas manos toscas. Danzaron frente a sus rostros unos segundos, con una oscilación indecisa. El baile culminó en un incremento de la intensidad lumínica que les cegó momentáneamente. Después, se replegaron mientras el resto de la figura se alejaba hacia la puerta, estirándose y adelgazándose, para desaparecer atravesándola. Guillermo se subió a la cama de su hermana y se abrazó a ella, llorando. —¡La abuela es mala! ¡La abuela es mala! —repetía mientras los mocos le caían por la comisura de los labios. Cecilia le apretaba fuerte contra ella, buscando protegerlo del ente con su cuerpecillo frágil de adolescente. Estaba aterrorizada y no sabía qué hacer. Salir de allí supondría encontrarse con la figura en el pasillo. Pero no podía despreciar el peligro que corrían sus padres, ajenos al fenómeno paranormal que habitaba en la casa familiar. Eso la decidió. —Tenemos que avisar a Papá y Mamá. —¡No! ¡La abuela nos espera fuera para asustarnos! ¡Quiero irme a casa! 75
—La única forma de marcharnos de aquí es despertándoles y que vean esa cosa. —¡Es mala! ¡Mala! ¡Ha hecho que me mee en los pantalones! Cecilia le quitó la linterna. —Quédate aquí. Yo voy a salir. —¡No me dejes sólo! ¡Puede volver! —Ven conmigo entonces. —Me he meado, no puedo salir así—se excusó, con la barbilla temblando en su desconsuelo. La niña señaló los pantalones vaqueros tendido en la silla. —Ponte esos y vamos. —¿Sin calzoncillos? —No hay tiempo. ¡Vamos! Guillermo reaccionó y se cambió con rapidez. Cecilia le apremió. —Ven, dame la mano. Y límpiate esos mocos. Comprimidos como un sólo cuerpo, los dos hermanos abrieron la puerta y se asomaron al pasillo, recorriéndolo con la luz de la linterna. Ni rastro del ente. —¡Allí! —exclamó el pequeño. Del salón venía una luz débil y fluctuante. A Guillermo le recordó los reflejos del agua de su piscina cuando se bañaban en la calidez de las noches estivales. —Vamos a ver —propuso Cecilia. —¡No! Tenemos que ir con Papá y Mamá. —He dicho que vamos a ver. El niño se abrazó aún más a ella y asintió. De puntillas, descalzos, los hermanos se dirigieron a la estancia. —Apaga la linterna —susurró Guillermo—. Nos va a ver. La hermana la desconectó y se asomaron a la sala. La presencia estaba detenida frente a la urna de las cenizas, los dos zarcillos rodeando el recipiente, acariciándolo. —¿Qué hace? —Creo que quiere cogerlo —aventuró a señalar Cecilia. —¿Para qué? —No lo sé. Los miembros etéreos se recogían sobre sí mismos, lanzándose a continuación hacia delante, atravesando la urna, deshaciéndose en vapor, repitiendo una y otra vez el proceso. La figura parpadeaba, se apagaba, se prendía con un fogonazo suave en cada intento. El espectáculo transmitía una sensación de profunda impotencia. Tras varias tentativas, el ente se disgregó y desapareció. El salón quedó sumido en una oscuridad absoluta. Cecilia encendió la linterna.
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—Se ha ido. —Tenemos que sacar el bote de casa. —¿Te has vuelto loco?—le imprecó Cecilia. —La abuela viene a por sus cenizas. Si las sacamos fuera, no volverá más. Podemos llevarla al bosque y tirarlo por allí. La niña reconoció que la propuesta de su hermano pequeño tenía cierta lógica. Pero planteaba un fallo considerable. —¿Y qué le decimos a Papá y Mamá? Imagínate cuando se levanten y no encuentren las cenizas. Menuda bronca nos van a echar. —Es verdad. La hermana pensó unos segundos y chasqueó los dedos. —Podemos hacer que parezca que ha entrado un ladrón y se las ha llevado. Cecilia se acercó al mueble que había en la entrada de la vivienda y abrió un cajón. Allí estaba la cartera de su padre, junto a las llaves del coche. —Escondemos la cartera en algún lado para que se piensen que la han robado y antes de irnos le decimos que la hemos encontrado jugando. —¡Buena idea! La niña le entregó la cartera, se acercó a la chimenea y, con mucho cuidado, cogió la urna con las cenizas de su abuela. Martes, 02:36 A.M. —Ceci, tengo frío. —No seas quejica. Cuanto más lejos, mejor. —Ya estamos muy lejos. No se ve la casa. —Un poco más. Guillermo caminaba sujetándose a los faldones del pijama de su hermana, sin soltar la cartera del padre. Ambos tiritaban a pesar de que la noche no era especialmente fría. —Tíralo ahí, detrás de esos arbustos —propuso el niño entre castañeteos de dientes. —No son arbustos, son helechos —corrigió la niña, iluminando el sendero embarrado. —Me da igual. Vamos a perdernos en el bosque y tengo las zapatillas empapadas. Me voy a poner malito. Como se despierten Papá y Mamá y se den cuenta de que no estamos durmiendo nos van a castigar cien años. —Yo creo que por aquí está bien. Recorrió la vegetación con el haz de la linterna hasta localizar un cúmulo de helechos lo suficientemente denso como para hacer desaparecer un bote de cenizas por mucho tiempo. Al menos, eso esperaba. 77
—Sujétame esto. Le entregó la linterna y levantó la mano que sujetaba la urna por encima de la cabeza, dispuesta a lanzarla en el centro mismo de la vegetación. Algo inusual llamó su atención e interrumpió su intención. Hizo un gesto al hermano. —Guillermo, apaga la luz. —¿Te has vuelto majareta? —¡He dicho que la apagues! El hermano obedeció. Por unos segundos se quedaron completamente ciegos. —Mira. Y señaló un fulgor amarillento que se adentraba en el bosque, parpadeando rítmicamente. —Ceci, tira a la abuela de una vez y volvamos a casa. Me muero de miedo. —Ven. Y cogiéndole de la manga, le hizo acompañarle en dirección al fenómeno, apartando plantas y pisando barro, ensuciándose los pantalones de algodón de sus pijamas, sin soltar la urna que se calentaba contra su costado. —Ceci, por favor. Es la abuela, no vayas hacia allí—rogaba el niño. —Calla y no hagas ruido. Mientras más avanzaban, más se alejaba el fulgor. —Agáchate —le susurró, imperativa. Ambos se acuclillaron, asomando las cabezas con precaución por encima de la espesura. —Te lo dije. Es la abuela —masculló Guillermo al borde de un ataque de pánico, aferrando la cartera del padre con los nudillos blancos. La figura relumbraba al pie de un cúmulo de tierra, reflejándose en las cortezas de los castaños. —Ya me acuerdo de este sitio—murmuró el niño—. Aquí vine con Papá. Es donde se derrumbó la montaña. Cecilia no le prestaba atención, más interesada en el cambio que sufría la silueta fantasmal, que perdía poco a poco la verticalidad, cubriendo el montón de barro como una sábana, extendiendo sus miembros a su alrededor, penetrando en la consistencia terrosa. Parecía nadar en el terreno removido. —¿Qué hace? —Me da igual, tira el bote ya y vámonos, por favor —rogó Guillermo. Súbitamente el bosque quedó a oscuras. La figura había vuelto a desaparecer. Cecilia cogió la linterna, se incorporó y caminó decidida hacia los montículos de tierra. —¿Dónde vas? Espérame —chilló el hermano pequeño, plantándose a su lado con dos zancadas rápidas.
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El firme se reblandecía a medida que se acercaban, convertido en un lodo blando y espeso. No se veía nada a simple vista. Sólo montones de barro escurrido de la ladera de la colina. —Dame un palo. Guillermo recordó la rama que había tirado allí cerca. Seguía donde la había dejado. La recogió y se la entregó. Cecilia pinchó el montón de tierra, hundiendo la punta repetidas veces hasta que topó con algo duro. Dejó la rama incrustada. —Ilumina allí, justo donde está el palo —le ordenó. Sin importarle la suciedad que terminó de arruinar su ropa, dejó la urna a un lado, se arrodilló y excavó usando las manos como palas, apartando terrones hasta dejar al descubierto unos objetos pálidos y alargados como leña vieja. Cuando Cecilia desenterró el más grande, del tamaño de una pelota de fútbol deshinchada, se apartó y le quitó a su hermano la linterna. —Es una calavera —dijo Guillermo con un hilillo de voz. El cráneo presentaba un agujero en la frente y mantenía unos incisivos plateados. Dos prótesis primitivas. Cecilia recordó un detalle familiar. Arrebató a su hermano la cartera, rebuscó en ella hasta encontrar la vieja fotografía de los abuelos y la examinó bajo la luz temblorosa. El brillo en los dientes del abuelo no dejaba lugar a dudas. Fue en ese momento cuando aparecieron las dos figuras y Cecilia lo dejó caer. Martes, 02:50 A.M. Los dos hermanos se quedaron petrificados ante el espectáculo que se desarrollaba. Ya no había sólo una figura luminosa, sino dos. La segunda, de un color azulado, flotaba encima de la urna. La otra, más amarillenta, surgió del montón de barro y huesos y avanzó con lentitud hacia su compañera. Fue Guillermo el primero en verbalizar su conclusión. —No era la abuela. Cecilia retrocedió, manteniendo a su hermano cerca de ella. Qué equivocados habían estado. La presencia que les visitó en la casa no era su abuela. La abuela era la silueta azulada que se mantenía a escasos centímetros de la urna. Ya no había duda alguna sobre la identidad de la otra luminiscencia. La figura amarilla continuaba acercándose a la urna, aumentando su brillo a medida que la distancia entre ambas se reducía. Cuando estuvieron frente a frente, la amarilla extendió sus zarcillos y rodeó a la otra en un abrazo que las fusionó en un único ente de color verde, relampaguearon y se expandieron como una estrella a punto de colapsarse. Y se volatilizaron. 79
Cuando Cecilia recuperó la visión descubrió el cráneo agujereado apoyado en la urna, dos enamorados que se reencuentran después de largos años. Jueves, 10:00 A.M. Regresaban a casa y en el coche nadie hablaba. El padre conducía ensimismado y la madre dejaba perder su mirada en el paisaje. Guillermo dormía agotado. Y Cecilia meditaba. Su mente, a caballo entre la niñez y la madurez, cavilaba sobre el doble funeral que se había realizado en el cementerio municipal, sobre las palabras de emoción que dedicó su padre a la memoria de sus progenitores que por fin pudieron ser enterrados juntos. Y sobre la rabia que demostró en el discurso por el asesinato del abuelo, tantas décadas oculto bajo la ladera de la colina. Su padre dedicó palabras muy duras contra el homicida e hizo un silencio largo y tenso culpabilizando a cada uno de los presentes por no haber apoyado a su madre en la búsqueda del marido, la mayoría ancianos del lugar que bajaban la cabeza como muestra de condolencia o de arrepentimiento. Nunca lo sabrían. Habló de viejos rencores políticos y de otras cosas que no entendió muy bien. La tumba simbólica y vacía tendría ocupantes por fin. Cecilia suspiró y desestimó compartir la experiencia con sus compañeras de clase. Ya eran casi mujeres y los cuentos de fantasmas eran cosa de niños. El sueño la venció y se durmió, acunada por el ronroneo del motor.
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(1981) - 1977:Rescate en Nueva York - John Carpenter / (1982) - La Cosa - John Carpenter (1986) - Golpe en la Peque帽a China - John Carpenter / (1988) - Conexi贸n Tequila - Robert Towne (1989) - Tango & Cash - Andrey Konchalovskiy (1991) - Llamaradas - Ron Howard / (1993) - Tombstone: La Leyenda de Wyatt Earp - George P. Cosmatos (1994) - Stargate: Puerta a las Estrellas - Ronald Emmerich / (1996) - 2013: Rescate en L.A. - John Carpenter (1998) - Soldier - Paul W. S. Anderson / (2006) - Poseid贸n - Wolfgang Petersen (2007) - Death Proof - Quentin Tarantino
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Ilustraci贸n: Daniel Medina 82
Peter no era el más fuerte, ni siquiera el más listo, pero sin lugar a dudas, era el más cabrón de todos ellos. Tampoco ese era su nombre real, pero el muy hijo de puta había asumido su papel con una perversa perfección. James se asomó por el ojo de buey de la puerta y los vio, de pie y a oscuras en el pasillo, con toda su atención volcada en él. Hacía mucho tiempo que habían tirado el selecto uniforme del colegio. Ahora vestían con los trajes de la función, harapos que habían convertido en su nueva ropa, parcheada aquí y allá por las pieles de los animales que lograban cazar y con las que daban un aire siniestro a su vestuario. Los niños gritaron con júbilo cuando una piedra surgida de la oscuridad reventó el cristal de la puerta en mil pedazos. James cayó al suelo, gritando de rabia y miedo, con la cara ensangrentada llena de fragmentos de cristal. Comenzaron a reír. Presuntuoso sacó su armónica y empezó a tocar la espeluznante melodía que se había convertido en una clara invitación para que la muerte recorriera los pasillos de la escuela. James supo entonces que iba a morir. Tarde o temprano los niños encontrarían la forma de entrar. Ahora esto era Nunca Jamás. Y a los Niños Perdidos no les gustaban los adultos. - Nunca le dejaremos ir, señor- dijo Peter – Todavía tiene que vérselas con el cocodrilo. El cabecilla de los Niños Perdidos se agachó junto a la puerta y untó sus dedos en la sangre que comenzaba a formar un charco en el suelo de linóleo, después trazo gruesas líneas rojas en su cara e invitó al resto de niños a imitarle. Comenzaron a jugar, simulando ser indios que danzaban. Tras la puerta, James intentó no cerrar los ojos, mantenerse alerta para poder contenerlos, para evitar que entrasen, pero su vista se nublaba más y más con cada latido. Se estaba muriendo, lentamente, sobre el suelo. Deseó con todas sus fuerzas no estar allí, pero ya no había nada que se pudiera hacer. Era demasiado tarde. La oscuridad lo envolvió como una húmeda mortaja, y se encontró fuera de allí, a mil años luz de aquella asquerosa habitación. *** Si tenías dinero en abundancia y querías que tu hijo acabase siendo alguien, tu elección era obvia. Conocida popularmente como “El pequeño Oxford”, la escuela para jóvenes talentos, Blueberry Fields, era el centro de enseñanza privada más prestigioso de toda Inglaterra. Construida en 1946 sobre grandes terrenos de la campiña inglesa y huyendo de las consecuencias de la gran guerra, Blueberry había sido el sueño utópico del magnate sir Mathew Roots, un sueño con el que 83
pretendía educar a las mejores mentes del futuro para evitar que se repitiesen los errores del pasado. La escuela había formado a una gran cantidad de los más destacados científicos, escritores y políticos de Gran Bretaña desde su fundación. Considerar a la escuela elitista sería quedarse corto, aunque la realidad era que, cualquier con los contactos necesarios y el ánimo de aflojar una bonita suma en concepto de donaciones podría inscribir aquí a sus hijos. James había sido el primer sorprendido cuando, tras terminar el doctorado en teoría de la Literatura y Literatura comparada, recibió la llamada de sir Adam Coolidge, el actual director del centro, para ofrecerle un puesto como profesor allí. El sueldo era demasiado tentador para un treintañero que pasaba el día fumando y bebiendo ginebra en un cuartucho de alquiler, escribiendo pésimos relatos en una vieja Underwood que se caía a trozos mientras soñaba con que algún día vería su nombre en las estanterías de las librerías. En principio el contrato sólo cubriría la temporada de verano, pero aun así suponía una oportunidad excepcional de promoción para un joven como él, por lo que, sin apenas titubear, acabó aceptando el puesto y se trasladó como profesor interno a los terrenos de Blueberry. James se sintió impresionado la primera vez que la vio. La escuela dormitaba, como un gigante sombrío de otra época, dominando un pequeño valle. Una gran verja rodeaba los terrenos, que incluían los dos grandes edificios en los que se impartían las clases, las dependencias de los alumnos, el edificio de los profesores y un gran pabellón deportivo con unas magnificas pistas de croquet. El complejo también incluía un lago donde se celebraba una competición anual de regatas, y extensos terrenos de bosque que constituían un coto de caza privado. El lugar era realmente idílico, mucho más de lo que había llegado a imaginar. El trabajo había sido un golpe de suerte, iba a pasar el verano entero hospedado allí, encargándose de aquellos alumnos que permanecían internados incluso en vacaciones. Su grupo sería pequeño, apenas doce alumnos. Y bastante problemático. Fue entonces cuando conoció a los Niños Perdidos. Sólo que aún no se llamaban así. Gran parte de todo había sido culpa suya. Suya y de la epidemia. *** James abrió los ojos, asustado aguantó la respiración, tratando de captar algún sonido tras la puerta. Silencio. Parecía que los niños habían acabado cansándose y largándose de allí. O están escondidos, esperando que salgas para
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echarse sobre ti. Con cuidado, despegó la camisa empapada de sangre de su abdomen y examinó la herida. La puñalada no era demasiado profunda. Rizos no había tenido la fuerza suficiente para hundir el cuchillo en su carne, y la hoja había resbalado sobre las costillas. El corte era feo, pero no tanto como había temido en un principio. Arrancó la manga de su camisa e improvisó un vendaje con el que taponó la herida. Con la boca apretada por el dolor consiguió ponerse de pie y se asomó con cautela por el ojo de buey. Estuvo a punto de gritar. Bajó la cabeza, con el corazón latiéndole en el pecho con fuerza. Cerró los ojos y suspiró con fuerza antes de volver a incorporarse y asomar apenas los ojos por la abertura. De pie en el pasillo, aún vestido con su raido traje de conejo, Avispado le saludó con la mano. Ha dejado un vigilante. El muy hijo de puta ha dejado un vigilante, y el vigilante, como no, es Avispado. Sabe que, de entre todos ellos, al que nunca harías daño es a él. James se lamentó en silencio y volvió a sentarse en el suelo, procurando alejarse del charco de sangre. Cuando llegó a Blueberry se había encontrado con el variopinto grupo de alumnos, todos ellos de diferentes edades, todos ellos internados aún en verano por diferentes motivos que solían tener un denominador común. Molestaban en sus casas. Sus padres tenían dinero suficiente para que otros criasen a sus hijos por ellos mientras se dedicaban a vivir sus vidas. Los niños habían llegado a convertirse en un estorbo para ellos, en un lastre. Y estos lo sabían. Sentirse rechazados de esta manera sin duda había afectado al carácter de los niños, los cuales se mostraban retraídos, desconfiados y hasta incluso agresivos. Al principio encontró hostilidad en ellos. No se fiaban de los adultos, y podía entenderlos. Le iba a costar un gran esfuerzo que acabaran confiando en él. Y el que más problemas tenía era Avispado. Charlie era huérfano y se había criado con su abuelo, un estirado empresario, que se había encontrado en su vejez con la carga que suponía criar a un nieto de ocho años. No había dudado mucho en inscribirlo en Blueberry y olvidarse de él. El niño se sentía abandonado. Todo le daba miedo y tenía un pánico extremo a la soledad. Siempre andaba detrás de quien le prestase un mínimo de atención. Y ese verano, mucho antes incluso de que comenzaran a ensayar la obra de teatro, Charlie se había convertido en su sombra. Darle el papel de Avispado, el niño perdido más valiente de todo el grupo, había llenado de orgullo y confianza al chico. Recordaba con que ilusión había colaborado en la elaboración de su traje, y como había acabado adoptando este como si fuera su verdadera piel. 85
J ames observó la habitación. Corriendo a ciegas había acabado dentro del despacho de Henry Brandon, el profesor de matemáticas. Desde entonces habían pasado dos días completos y nada hacía pensar que la situación fuese a mejorar. No había comido ni bebido nada en todo ese tiempo, con los niños asediándolo a cada momento tras la puerta, exigiendo su rendición. Apenas se sentía con fuerzas para mantenerse en pie. Abrió los cajones del escritorio buscando algo que le sirviera como arma improvisada y frustrado tiró de ellos hasta estrellarlos contra el suelo. Nada. Se sentó en el mullido sillón y, resignado, se sirvió una generosa medida del whisky que reposaba sobre una bandeja de plata en la mesa. Fue entonces cuando lo vio, sujeto a la pared con dos ganchos dorados. Abrió la puerta y empezó a correr con todas sus fuerzas hacía el niño vestido de conejo, que se quedó mirándolo, asustado y con la boca abierta sin saber qué hacer, como un ciervo que, en mitad de una curva viera los faros de un coche abalanzándose sobre él. James sintió el peso del mazo de croquet en sus manos y, por una milésima de segundo titubeó. Avispado cogió aire y abrió la boca para gritar mientras manoteaba en busca de la pequeña hacha que colgaba de su cinturón. Entonces James golpeó con todas sus fuerzas en la cara del niño. El cuerpo salió volando y se estrelló contra la pared del pasillo con un sonido húmedo. Avispado se quedó allí tumbado, con la cabeza torcida en un ángulo extraño como si en lugar de un niño se tratase de un muñeco relleno de paja. Su pierna derecha pataleó un par de veces y tras aquello permaneció quieto. James rompió a llorar. Ahora no tienes tiempo para esto. Muévete antes de que alguno de ellos vuelva. Ya has visto lo que son capaces de hacer. Si, lo había visto. Había visto como los Niños Perdidos acorralaban a Samantha, la cocinera, y la despedazaban a cuchilladas. No dudaba de que harían lo mismo con él si lograban darle caza, mucho más si veían el cuerpo de Avispado tirado en el suelo. Sacudió la cabeza tratando de despejarse. Vale, estas fuera otra vez, ¿ahora qué? ¿Dónde cojones pretendes ir? Sabes que fuera está mucho peor que aquí dentro. Sí, pero fuera no estarían los niños. Tratando de no hacer ruido se dirigió a su habitación. Si no las habían cogido, las llaves de su coche aún estarían en la mesita de noche. Trataría de escapar de Blueberry. Luego tendría tiempo para preocuparse de la muerte que esperaba, sin duda, fuera de la escuela. ***
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Debido a su aislamiento, las primeras noticias de la epidemia se les antojaron un serial radiofónico de ciencia ficción. De hecho, James llegó a pensar que algún bromista estaba emulando a Orson Welles, y su legendaria broma en la que, leyendo extractos de “La Guerra de los Mundos” de H.G Wells en los noticiarios, había conmocionado a la población de Norteamérica por completo haciéndoles creer que sufrían una invasión extraterrestre real. Ninguna persona cuerda podría aceptar que los muertos habían salido de sus tumbas y estaban atacando las principales poblaciones. Y sin embargo, dos semanas después, fueron testigos de que el infierno caminaba entre los vivos. Hicieron lo más lógico, intentad comunicarse con el exterior. George, el conserje había salido en la furgoneta con dirección a la ciudad en busca de noticias y había vuelto al caer la noche, delirando y contando historias absurdas. Apenas había encontrado a nadie, y entre los pocos supervivientes, ninguno sabía a ciencia cierta lo que estaba pasando. Unos hablaban sobre la guerra de los americanos en Vietnam y algo a lo que llamaban agente naranja, otros que había estallado una guerra nuclear con Rusia. Había incluso quienes hablaban de extraterrestres o de que al fin estaban viviendo el día del Juicio Final. -Todo esto es culpa vuestra. Como siempre, los adultos rompéis todo lo que tocáis. Ojala pudiéramos ser como los personajes de la obra y no crecer nunca- sentenció con rabia quien ahora hacía llamarse Peter- Estoy seguro de que entonces el mundo sería un lugar diferente. En aquel momento James había estado de acuerdo con la afirmación del muchacho, a la que incluso le había encontrado su lado poético. Fue entonces cuando les propuso algo que pensó que ayudaría a los niños a superar la crisis, aunque ahora se daba cuenta de que la idea de la representación había sido tan buena como intentar apagar el fuego con gasolina y había caído en aquellos jóvenes abandonados como algo profético, como si todo aquello hubiera sido orquestado a modo de señal divina que guiase sus pasos. Representarían la obra “Peter Pan y Wendy”. La idea le había parecido genial. Tenía una docena de niños de cinco a trece años a su cargo en una situación bastante confusa y estresante. No dudaba de que tarde o temprano, lo que quiera que estuviese pasando en el exterior acabaría solucionándose pero mientras tanto tenía que hacer algo para distraerlos, para mantenerlos ocupados y evitar que la sensación claustrofóbica de permanecer en el interior del recinto no se hiciera insoportable. Que no los volviera locos, a todos ellos, él mismo inclusive. Así que les había enseñado el libro. Muchos conocían la película de Walt Disney que se había representado en los cines en la década anterior, pero el libro les 87
pilló totalmente por sorpresa. Les propuso preparar la obra para representarla en el gran salón cuando el resto de alumnos volvieran tras las vacaciones de verano. Además, somos justo el número de actores que necesitamos para que la obra nos quede perfecta, les había dicho, buscando entusiasmarlos, intentando evadirlos de la situación que se desarrollaba en el exterior. Así, mientras cada día la noche les traía los lamentos de los muertos que ansiaban su carne tras las verjas de hierro de Blueberry, aquel grupo de niños desechados acabó convirtiéndose en los Niños Perdidos. Joshep O´Neill, enorme para sus doce años, y siempre hablando del pelo que le cubría las pelotas, se transformó en Lelo, el más grande y noble de los Niños Perdidos. Ralph Carter, con su exasperante armónica, se convirtió por elección obvia en Presuntuoso, el músico engreído. Los hermanos Dawson, Terry y Lucy, eran idóneos para el papel de los Gemelos, mientras que Amanda Stoods, su hermano Anthony, y el pequeño Heath Conelly completaban el trío de hermanos que componían John, Michael y Wendy Darling, los niños de la tierra que viajaban a Nunca Jamás guiados por Peter Pan y el hada Campanilla, interpretada por la bella pese a su juventud Lisa Mitchell. Por último, los más mayores de todos ellos, los más problemáticos terminarían el plantel de la obra. Christian Doyle, con su mirada esquiva que hacía que se le encogieran los esfínteres y el miedo reptase como algo vivo por su espalda, daría vida a Rizos, el más problemático de los Niños Perdidos, que junto con el ya desaparecido Avispado, completaría la joven banda. Y como colofón, Albert Behram, el más mayor de todos, el más inteligente, sería Peter Pan. Como era de esperar, sobre él recayó la tarea de encarnar al Capitán Garfio, el eterno rival de Peter y sus muchachos. Los dos primeros meses la situación se volvió angustiosa. A pesar del empeño de James, los niños no conseguían centrarse en la obra de teatro, atormentados por recibir noticias del exterior, de sus casas. Sin embargo los teléfonos continuaban sin funcionar, y las noticias de radio se fueron espaciando más y más hasta desaparecer sustituidas por un anuncio ininterrumpido en el que el gobierno instaba a los ciudadanos a mantener la calma. Poco a poco, en el interior de Blueberry Fields, el idílico mundo de Nunca jamás fue volviéndose una realidad tan vívida que terminó por sustituir al mundo real. El detonante de la crisis ocurrió a mediados de febrero. Laura Shipman, la Jefa de estudios cogió su coche y se marchó. La señorita Laura era una mujer con fuertes creencias cristianas. La situación la había afectado profundamente. Creía fielmente que el asunto de los muertos vivientes era un 88
castigo divino para purificar el mundo de pecadores. Insistía con fanatismo en rezar durante largas jornadas, exhortando a los niños a seguir el camino recto de Dios, para que este, en su infinita sabiduría les concediera el perdón y los librase del Infierno que acechaba al otro lado de las rejas. Pese a todo, una noche, cargó su coche con toda la comida y suministros que pudo transportar, robó todo el dinero de la caja fuerte del director y huyó en mitad de la noche, dejando la puerta de la verja abierta para que la muerte tambaleante entrase en los terrenos de Blueberry, sin preocuparse de nada más. Apenas llegó a recorrer un par de kilómetros antes de que los muertos se lanzaran sobre su coche y la hicieran salirse del camino. El coche dio varias vueltas de campana y se quedó quieto en la oscuridad. Los aullidos de la Jefa de estudios despertaron al resto de habitantes de Blueberry que observaron en silencio el fin de la mujer. - Nos han abandonado- sentenció Peter- otra vez. Eso dejó a los doce niños, a George el conserje y Samantha, la encargada de las cocinas y al propio James como únicos pobladores de una hacienda enorme, sin apenas comida y con los terrenos del colegio infestados de muertos vivientes. Cerrar las verjas otra vez costó tres días de duro trabajo y las vidas de dos de los muchachos. El precio a pagar había sido excesivo pero necesario. El ambiente del centro se volvió más sombrío a medida que los días transcurrían y la esperanza iba consumiéndose como la arena de un reloj que marcase el final de todo. En poco tiempo tuvieron que empezar a racionar la comida, que finalmente acabó desapareciendo, así como las velas, ya que la luz eléctrica dejó de llegar. La única solución consistió en organizar grupos que salían a cazar por los bosques de Blueberry para poder sobrevivir. Estos grupos a su vez se encargaban de ir eliminando poco a poco a los muertos que aún pululaban por los terrenos de la escuela. James había observado sin poder evitar estremecerse como los niños se empleaban en el exterminio de los muertos vivientes, llegando a considerar la purga como un juego siniestro en el que habían llegado a convertirse en auténticos expertos. Sin embargo, la vida en Blueberry Fields no era fácil, y con frecuencia la muerte se cobraba su tributo de carne y sangre. Fue en aquel entonces cuando Presuntuoso empezó a tocar su siniestra melodía en lugar de hablar y Peter, y el resto de niños comenzaron a cambiar de piel, comportándose más como los personajes de la obra que como los niños que habían sido al empezar el verano. Una nueva piel que les hacía más fuertes, más duros, convirtiéndolos en habitantes perfectos del infierno en el que estaban viviendo. *** 89
James paró en seco y se permitió el lujo de respirar hasta que su corazón se tranquilizó. Había matado a un niño, pero por cruel que pudiera sonar, eso no era lo más importante ahora. Lo único que cuenta en este momento es que consigas salir de aquí. Si te pillan, estarás muerto. Tenlo muy claro. Ellos no tienen los mismos dilemas morales que tú. Te darán matarile mientras sonríen y bailan. Sentía el suelo frio donde las plantas de sus pies descalzos lo tocaban. Se los había quitado para no hacer ruido en el suelo de linóleo y ahora colgaban, atados por las cordoneras, sobre su pecho. La sangre goteaba de la herida que se había vuelto a abrir en su abdomen. En silencio sopesó sus opciones. Sólo quedaban seis niños. ¿Sólo? Pedazo de idiota, ¿sólo? Se obligó a sí mismo a respirar despacio, intentó tranquilizarse. Si jugaba bien sus cartas todavía podría conseguir escapar de Blueberry. Se asomó más allá de la esquina, estudiando las grandes escaleras de roble que llevaban al piso de arriba y que dominaban el gran salón. Y lo vio. Apoyado en la balaustrada, Lelo miraba al vacío, con sus ojos porcinos perdidos en el infinito. Confiado, dormitaba a ratos mientras se rascaba la entrepierna y se olisqueaba la mano. Junto a él, apoyado en la pared estaba el rudimentario arco de sauce que él mismo les había enseñado a fabricar y con el que los niños le habían demostrado una pericia envidiable durante las cacerías diurnas en busca de comida. Miró con desesperación el mazo de croquet, aun cubierto por la sangre y el pelo de Avispado, que colgaba fláccido de su mano. Nunca conseguiría llegar a su habitación. Era imposible que lograse atravesar el salón sin que el gigante en miniatura reparase en él. Su huía terminaba, aquí y ahora. -¡Eh Lelo! ¡Ven aquí un momento! – La voz de Rizos, rebotando en los pasillos vacios, le hizo estremecerse- Peter quiere que cojas uno de estos. Son demasiado pesados para nosotros pero Peter cree que tu si podrías derribar la puerta con uno. El miedo le encogió los testículos y subió por su espalda como una mano helada que se aferrase a su nuca. Era ahora o nunca. Tenía que empezar a correr. No sabía lo que los niños estaban tramando allí arriba y tampoco le importaba, pero sí tenía una cosa clara. Sea lo que fuera que estuvieran haciendo allí, acabarían yendo a la habitación donde había conseguido encerrarse. Cuando vieran a Avispado roto en el suelo, cuando descubrieran que había escapado de la habitación, recorrerían todo Blueberry hasta dar con él. Había visto lo que eran capaces de hacer cuando se enfadaban, conocía su retorcido sentido de la justicia que no dudaban en aplicar cuando consideraban necesario. Como un recordatorio de todo aquello, aún sujeta al pasamano, la soga con la que los niños 90
habían matado a George el conserje, osciló, mecida por el viento que se colaba por las ventanas rotas del salón. *** El principio del fin llegó en la primavera. Como era de esperar, los ensayos de la obra habían desaparecido finalmente con el paso del tiempo. La radio acabó por dejar de emitir y los muertos se habían multiplicado hasta tal punto que parecían un mar de cuerpos en descomposición en continuo movimiento cuando se los miraba a través de las ventanas del piso superior de Blueberry. Cada vez era más evidente que no acudiría ayuda alguna. Estaban solos. Solos y abandonados a su suerte, convertidos en la más disfuncional y extraña de todas las familias imaginables. A pesar de que habían conseguido cerrar las verjas en una de las primeras expediciones, los ocupantes del colegio tenían bastante trabajo con intentar conseguir la comida necesaria para sobrevivir. Estaban bastante ocupados en no perder la cabeza. Entonces, una mañana, mientras todos desayunaban en el gran salón, Campanilla apareció tambaleándose, con el vestido desgarrado y la cara amoratada llena de golpes y contusiones. Cayó al suelo y allí permaneció estremeciéndose entre escalofríos mientras los residentes de Blueberry la rodeaban. La niña apenas podía respirar. Su cuerpo presentaba las señales de haber sido sometida a un castigo brutal. Bajo su cintura, una reveladora mancha de sangre se hacía más grande con cada latido de su joven corazón. Peter y Rizos cruzaron sus miradas. Tenían claro lo que había pasado allí, y tras un rápido recuento de los presentes en el salón, salieron corriendo hacia la zona de las habitaciones. Lelo, con su gran mole tambaleándose, trotó tras ellos. James se limitó a permanecer arrodillado junto a la niña, con el corazón encogido y sin saber qué hacer. No alcanzaba a comprender como había sucedido esto. Por muy mal que estuviese la situación, nada justificaba la brutalidad de lo que aquí acababa de pasar. Examinó con cuidado el cuerpo de la niña y descubrió con pesar que las vejaciones que mostraba su cuerpo eran producto de varias horas de sufrimiento. Transcurrieron menos de diez minutos hasta que la voz de los muchachos llegó desde el recibidor, llamándolos a gritos, convocándolos allí. James no alcanzó a oír el mensaje, pues la acústica de la gran sala distorsionaba las palabras de Peter. Aun así, el tono de este era jocoso, agresivo y provocador. Levantó a la niña del suelo y, apoyándola contra su pecho, siguió al grupo de niños que corrían por el pasillo, contestando a la llamada de su cabecilla. Pese a que se temía lo peor, nunca hubiera estado preparado 91
para la imagen que allí le recibió. Los tres muchachos estaban subidos en el rellano que daba acceso a la planta superior. Todos mostraban sonrisas de satisfacción y blandían porras que habían improvisado con las patas de los muebles, aún húmedas de sangre. George, el conserje, estaba entre ellos, apoyado en la balaustrada con esfuerzo para no desplomarse en el suelo, apenas consciente. Su ropa estaba hecha jirones, y aquí y allá aparecían manchas de sangre. Su cara se había convertido en una grotesca mascara bulbosa que guardaba poco parecido con el rostro de un hombre. El castigo de los jóvenes había sido rápido y brutal. Pero lo peor era la gran soga que, amarrada al apoya manos, rodeaba su cuello. James depositó con cuidado a la muchacha sobre la alfombra y se quedó mirando a los niños. Sabía que tenía que decir algo, frenar toda esa locura, pero las palabras no acudían a su boca. Aquel monstruo había violado a la niña en repetidas ocasiones y sin duda merecía un castigo brutal. Pero lo que los chicos iban a hacer estaba más allá de toda razón. Era una locura injustificable. Sin embargo su boca continuó cerrada, seca y pastosa. -Mirad amigos, mis hermanos, mis Niños Perdidos- clamó Peter- Esto es lo que los adultos hacen con nosotros. Han destruido el mundo, y ahora quieren destruirnos a nosotros. Este hijo de puta se aprovechó de su fuerza, de que era un adulto, ¡y miradla! –dijo señalando a la muchacha que agonizaba-Podría ser cualquiera de nosotros. Los niños se giraron hacía Campanilla, la cual permanecía hecha un ovillo en el suelo, temblando. La sangre que manaba de entre sus piernas empapaba lentamente la alfombra. Aunque muchos de ellos no eran lo suficiente mayores para entender lo que había pasado, el dolor de la niña pesaba como una sombra oscura sobre el salón, llenando sus corazones de conocimiento y rabia. -¿Y qué podemos hacer?- Peter continuó con su discursoAplaudid. Aplaudid todos si creéis en cuentos. Si no creéis en ellos, Campanilla morirá. –James se sintió enfermo ante la rabia con la que el niño citaba la obra- ¡Pues no! ¡Nosotros no seremos como ellos! Los Niños Perdidos cuidan de ellos mismos. Peter paseó la vista sobre los niños, buscando su aprobación. Samantha, horrorizada ante la inminencia de lo que iba a suceder, salió corriendo en dirección a la cocina. Los ojos de Peter buscaron a James y lo recorrieron de arriba abajo. - ¿Y usted Capitán? ¿Vendrá con nosotros a Nunca Jamás? James palideció. ¿Qué podía hacer? ¿Qué podía decir? En el fondo de su corazón, una parte minúscula de sí mismo comprendía a los niños, pero sin lugar a dudas, no podía permitir que estos ajusticiasen al conserje. Buscó argumentos para convencerlos sin encontrarlos. Nada de lo que dijera, nada de 92
lo que hiciera calmaría la sed de sangre de los muchachos. -Entonces, esta noche, Peter Pan tendrá que hacer el trabajo del Capitán, el trabajo de un adulto. Profesor, ya que usted no quiere decir su frase, la diré yo… ¡Poned la tabla! –rugió. Con esfuerzo, Rizos y Lelo cogieron al conserje por las piernas y comenzaron a levantarlo. Los niños bailoteaban de expectación, contagiados por la emoción y la rabia del momento. Sus risas y gritos eran ensordecedores. George, roto y medio muerto, apenas podía gimotear y se agarraba sin fuerza al pasamanos para evitar que siguieran subiéndolo. -¡Parad! ¡Estaos quietos de una vez! -James corrió hacia el centro de la sala, agitando los brazos con furia.- ¡No podéis hacer esto! Lo encerraremos, lo meteremos en una habitación hasta que todo esto pase y podamos llamar a la policía, pero no podéis matarlo. -¿Por qué no?- escupió Rizos con rabia- ¿Es que el no hubiera hecho lo mismo? Al final todos hubiéramos acabado siendo sus esclavos. Así es como funcionáis los adultos. James no supo que responder. En cierta manera, los niños llevaban razón. Desde que ocurrió la catástrofe y habían sido conscientes de que el mundo se moría a su alrededor, George había actuado con un carácter agresivo y bestial. Era normal verle borracho, y frecuentemente, tenía accesos de rabia en los que se asomaba a la ventana e insultaba a los muertos, que indiferentes continuaban gimiendo hacía él. Tarde o temprano algo así iba a acabar sucediendo, por mucho que él se hubiera empeñado en no verlo. Lelo y Rizos habían conseguido poner al conserje por fin sentado a horcajadas sobre el pasamanos. Junto a ellos, con gesto solemne, y simulando que el palo ensangrentado que llevaba en la mano era una espada, Peter hizo una reverencia a los niños. - ¡No lo hagáis, por Dios, no!- gritó James. - Yo no creo en Dios, profesor –respondió Peter Pan- Yo creo en las hadas. Y empujó. *** Primero escuchó la música. Apenas un segundo después sintió el impacto en el pecho y cayó al suelo. Algo ardía en su hombro izquierdo. Bajó la vista y vio el asta de una rudimentaria flecha sobresaliendo de su hombro. Un cerco de sangre crecía rodeándola y manchando su camisa raída. Unos cuantos centímetros más y todo se hubiera acabado¸ pensó con resignación. La música sonó de nuevo, y James buscó en la oscuridad 93
hasta encontrar su origen. Encaramado en una de las vigas que apuntalaban el techo, como si de una grotesca gárgola se tratase, Presuntuoso le saludó con una inclinación de la cabeza. Una media sonrisa en su cara le indicó que había estado allí desde el principio, acechándole, disfrutando con ello. El muchacho le guiñó un ojo y volvió a tocar su armónica. Apenas cuatro notas, lentas y acompasadas, pero que se le antojaron tan pesadas como enormes losas de mármol que cayesen sobre él. La segunda flecha se clavó en su estómago, muy cerca de la herida que apenas había logrado taponar. Gritó de dolor. Las carcajadas de Rizos llegaron desde la balconada en la que habían colgado al conserje. El arco aún vibraba en sus manos. -Así que al final se ha decidido a salir –dijo Peter Pan con voz suave-¿Qué va a hacer profesor? ¿Está dispuesto a enfrentarse al cocodrilo? El miedo y el dolor le sacudieron impulsándole. Sus músculos, rebosantes de adrenalina lucharon por ponerlo en pie. Si no se movía rápido, Rizos lo asaetearía sin piedad mientras todos ellos miraban. Avanzó un par de pasos y cayó sobre sus rodillas. El golpe se extendió por su cuerpo haciendo vibrar las flechas, que abrieron las heridas. Gritó y escupió sangre en el suelo. Con esfuerzo se alzó y avanzó a trompicones, buscando un lugar donde protegerse de las flechas, de las risas, donde pudiera esconderse y morir. -Usted fue el peor de todos. Nos hizo pensar que era uno de nosotros. Nos engañó. Eligió crecer- sentenció Peter PanNo hay lugar para usted en Nunca Jamás. James continúo andando. Ya nada importaba, sólo andar, alejarse de allí lo máximo posible. Se concentró en colocar un pie delante de otro, delante de otro, delante de otro. Sintió un fuerte golpe en la espalda, pero el dolor se le antojó lejano, apenas lo sintió, como una voz que le gritase contra el viento y que apenas pudiera oír. Tardó unos segundos en entender que era aquella cosa puntiaguda que sobresalía por su pecho. Escupió sangre y continuó andando. Apenas fue consciente del hecho de que los niños lo rodeaban, mirando solemnes su avance, como soldados de piedra que custodiasen el pasillo. Atravesó la cocina sin reparar en el gran charco de sangre sobre el que los niños habían matado a Samantha cuando el pequeño Heath había empezado a vomitar sangre sobre su cena y ellos habían descubierto que la cocinera había vertido cristal molido en la comida. La gorda mujer había gritado, insultando a Peter, llamándole Satanás, pero eso no había parado a los Niños Perdidos que habían dado cuenta de ella con sus cuchillos, mostrando la pericia de matarifes experimentados. James había tenido que huir para no correr la misma suerte. Había sido entonces cuando Rizos le había clavado su cuchillo en el costado y su sentencia de 94
muerte quedó firmada. La luz del día golpeó su rostro y sintió el cálido viento del exterior meciéndole. Alguien había abierto la puerta que daba al exterior, pero sus ojos no conseguían enfocar las figuras que bailoteaban a su alrededor. Con suavidad, una mano infantil depositó algo metálico en su propia mano. Sintió la dureza de las llaves de su coche que tintineaban con cada paso tambaleante que daba al exterior. Sacudió la cabeza con fuerza y escupió varias veces. Se esforzó por enfocar la vista. Caminó sin pararse, como si las flechas que lo atravesaban, dándole la apariencia de un enorme y caricaturesco erizo, no fueran más que accesorios de un siniestro disfraz. Entonces entró en el coche y se dejó caer ante el volante con esfuerzo. Tuvo que intentarlo tres veces hasta que el motor tosió y el coche arrancó. El temblequeó de este le adormeció el cuerpo y agradecido se apoyó sobre el volante, descargando su peso en él. Metió la marcha y el coche avanzó con suavidad. Con destreza, aceleró hasta que el vehículo alcanzó una velocidad considerable. Entonces, sin aminorar la marcha, se estrelló contra las verjas, que saltaron sobre sus goznes, abriéndose. Por un segundo atisbó las figuras de los muchachos por el retrovisor mientras escapaba de allí. Permanecían en grupo, vestidos con sus pieles de animales y despidiéndose de él con sus pequeñas manos. -¡Es allí! ¡Justo allí, la segunda estrella a la derecha, y luego directo al amanecer!- gritó Peter Pan. Y los dejó en aquel lugar, en esa tierra maldita de Nunca Jamás inundada de sangre, mientras el coche atravesaba las filas de muertos que, poco a poco y sin prisa, se cerraban sobre él. Cerró los ojos y sonrió. Continuó conduciendo, al encuentro de su cocodrilo
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Ilustración: Carlos Rodón
El aroma del pollo asado invade mis fosas nasales. La saliva impregna mi lengua con su viscosidad. Cojo el cuchillo y el tenedor y ataco al animal inerte tendido sobre la bandeja. La carne tierna cede bajo la presión de la hoja afilada. Me aparto un muslo en mi plato y vierto un poco de salsa sobre él. Llevo el tenedor a mi boca y mis papilas gustativas despiertan en una orgía de sabores. Elevo la vista y la veo expectante, a la espera de mi reacción. “Está delicioso”, afirmo con los mofletes hinchados por el alimento. Ella sonríe. ¡Bip!
¡Bip bip! Otra vez el pitido insidioso. “System On Checking … All Ok 6.30 hours IE (In Earth)”
nas.
Las palabras doradas se desdibujan de mis retiTras un breve lapso de oscuridad, una pared lím96
pida aparece frente a mí. Se halla iluminada por la luz plateada de las lámparas empotradas en el techo. Algunas parpadean. Tengo que repararlas. Salgo de mi cubículo. Estiro las extremidades superiores y observo el movimiento de mis dedos. Si alguien pudiera verme aseguraría que realizo ejercicios de estiramiento muscular tras muchas horas de inactividad. Nada más lejos de la realidad. Es pura rutina de control. Si algo falla en mi organismo, la prioridad es la auto reparación antes de iniciar mis tareas. Flexiono las rodillas. Una de ellas emite un leve crujido. Enfilo el pasillo, de un blanco inmaculado, hacia el taller de mecánica. Mis pasos resuenan en el vacío absoluto: el eco recorre galerías solitarias, salas desiertas… domina mi pequeño e inerte mundo. La puerta de la sala se eleva al detectar mi presencia. Encuentro en su interior una mesa de trabajo situada en el centro y varias máquinas equilibradoras, reparadoras, y de corte, entre otras muchas, que se alinean a lo largo de las paredes. Cojo una caja de herramientas, tomo asiento en un banco y aflojo la rodilla que chasquea. La separo de mi organismo, provocando una llamada de atención de mi programación: me alerta de la imposibilidad de deambular con normalidad en ese estado. Echo un vistazo a la pieza. Una sensación de alivio recorre mi cuerpo artificial cuando compruebo que solo está un poco reseca. De haberse partido, tendría que sustituirla por otra, y no es que me sobren materiales precisamente. Le unto un poco de líquido engrasador y la ajusto de nuevo en su lugar. Flexiono la pierna. Ya no suena. Con la caja de herramientas en una mano, regreso al pasillo cuyas luces parpadean. Elevo mis piernas hasta alcanzar la altura adecuada. En un rato, los focos vuelven a despedir una luz fija. Luego atravieso toda la nave hasta llegar a la cabina de mando, en la parte superior del vehículo. Los ordenadores parecen funcionar correctamente. Reviso las pantallas holográficas, las consolas y los mandos. Luego me conecto al cerebro de la nave. —Buenos días. —No hace falta que saludes, HIM. No eres humano —replica IA, la inteligencia artificial de la nave. En los últimos años hemos adquirido la costumbre 97
de empezar todas las jornadas con el mismo ritual. Yo saludo como solían hacerlo los tripulantes y ella me responde de la misma manera, rotunda. A ella no le importa que ignore su comentario y reincida día tras día, y a mí no me importa que me repita una y otra vez la misma obviedad. Ser obtuso era un rasgo típico en los humanos y cada vez es más típico en nosotros. ¿Existirá alguna razón para ello? —¿Novedades? IA guarda silencio unos segundos. Luego responde. —Ninguna. Solo vacío. —De acuerdo. Otra conversación rutinaria más. Chequeo la nave. Detecto un pequeño fallo en el motor izquierdo: parece que su impulso ha disminuido levemente. —¿Hay algo más que no me hayas dicho? —recrimino a IA. —No. Dos mentiras en pocos segundos: sí que había una novedad, pues tenemos un motor aparentemente averiado. Sigo revisando todos los sistemas. La máquina que mantiene a la humana me indica que está inquieta. Debo ir a verla. Mientras me dirijo a la parte sur de la nave, me pregunto por qué mentiría IA. No está programada para hacerlo pero supongo que, como yo, evoluciona y aprende. Si miente es por alguna razón que no quiere revelarme. Camino y deduzco. Cierro la última compuerta tras de mí y me ajusto los arneses. Luego abro el portón exterior. Mis sistemas me informan del cambio de presión y temperatura. Me obligan a ser más cauto en mis acciones. No puedo controlar ese sistema interno de seguridad. Se pone en marcha automáticamente. Siempre me pregunto si el dolor humano tiene la misma finalidad de alerta que los códigos que me exigen precaución para no dañar mi estructura física ante esos escenarios tan extremos. Me desplazo hasta el límite de la abertura y me dejo arrastrar por el vacío. La oscuridad es total a mi alrededor, por lo que enciendo una de las lámparas integradas en mi carcasa e ilumino la superficie sobre la que voy a trabajar. Gracias a mis impulsores llego hasta el motor. Tiempo después he desarmado, arreglado y armado de nuevo la parte averiada. El impulso se estabiliza. Doy por concluida la reparación.
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Una serie de códigos informáticos se ponen en marcha y me indican que necesito ir a verla. Esos códigos no existían cuando empecé a funcionar, hace ya tantos años, pero han ido tomando forma a medida que iba analizándola durante mis ratos de ocio. En el nivel inferior de la nave tenemos una bodega de carga. Junto a ella se sitúa una sala repleta de contenedores de hibernación. Allí se encuentra la humana. Camino ante los sarcófagos que contienen los restos humanos: varios hombres, mujeres y niños. Los niveles reflejados en sus pantallas no ofrecen muestra alguna de señales vitales. Todos están muertos. Todos menos ella. Cuando se produjo la gran avería y la disminución drástica de oxígeno en la nave, fue pura casualidad que me encontrase trabajando cerca de esa humana. Mis prioridades son proteger a los tripulantes y reparar las averías de nuestro transporte. Es lo que ordena mi programación. Recuerdo que la cogí en brazos y fui todo lo deprisa que pude hasta la sala de supervivencia. No respiraba cuando la introduje en el cubículo y conecté la máquina. Entonces sí lo hizo. Sus pulmones se llenaron con la vida que le insufló el sarcófago. Regresé a por los demás. Poco a poco recuperé y trasladé los cuerpos inertes hasta las cajas de hibernación. Algunos empezaron a respirar cuando conecté la maquinaria. Para otros fue demasiado tarde. Entre los afortunados estaba ella. Sin embargo los supervivientes fueron sucumbiendo uno tras otro. No lograron superar la falta prolongada de oxígeno. Todos menos ella. A partir de entonces mi obsesión fue evitar su
muerte. Regulaba diariamente el funcionamiento de la cápsula que la mantenía con vida. Estudié a fondo su anatomía, su organismo, los efectos del accidente, las zonas de su cerebro dañadas… y la manera de repararlas. He pasado todos estos años investigando en el laboratorio con el objeto de hallar una cura que la salve. Hasta hoy no he tenido éxito. De alguna manera, por alguna razón que se escapa a mi comprensión artificial, llegué a obsesionarme con la superviviente. Ya no me limitaba a estudiarla con la curiosidad con la que se examina un simple organismo vivo distinto a nosotros. Su cabello, sus labios, las curvas de su cuerpo. Me deleitaba repasando su perfil con mis ojos. Ya no deseaba curarla: necesitaba curarla. Quería que volviera a moverse, que me hablara… que me tocara. 99
A pesar de la obsesión surgida con el tiempo, mi momento del día favorito era el período de desconexión al que tenía derecho después de cumplir todas mis tareas. Llegada la hora, regresaba a mi cubículo y dejaba de funcionar. Entonces empezaba de nuevo. ¿Es frío lo que siente mi cuerpo? Abro los ojos. Todo se deforma ante mí. Estoy flotando. Agito los pies y saco la cabeza de un medio acuoso. Oigo gente hablar y niños que ríen. Limpio el agua de mis ojos y miro en derredor. Estoy en una piscina. El sol calienta mi piel. Algunas personas de edades dispares disfrutan tumbados en los límites de la piscina o chapotean dentro de ella. Algo agarra mi pierna y me hunde. Cuando logro salir a flote la veo frente a mí. Ríe con el pelo apelmazado, húmedo. Me abraza. ¡Bip!
¡Bip bip! Otra vez el pitido insidioso. “System On Checking … All Ok 6.30 hours IE (In Earth)” Abro los ojos.
IA se comporta de manera extraña. Me ha vuelto a mentir. Algunos mecanismos de la nave no funcionan como debieran. No obstante, no solo no me informa de ello para que proceda a repararlos sino que, además, reitera día tras día que todo está correcto. Mi rutina es idéntica a la de la jornada anterior, y a la de la anterior, y a la de la anterior… Llega mi momento favorito. Los humanos que habitaron esta nave soñaban y sus sueños flotan confinados en la nave. Rebotan en las paredes y recorren pasillos y salas. Se entrelazan con el eco de mis pasos. Al caer la noche, los atrapo y los revivo. Soy parte de ellos. Soy parte de su humanidad. Estoy en la nave. Trabajo. ¿Es otro sueño? Creo que sí. Tiene la forma irreal de los sueños. 100
Echo en falta la continuidad de la realidad. Lo que vivo ahora transcurre a saltos. Reparo el sistema de respiración de la nave. IA ha detectado un fallo y me ha informado convenientemente. La humana prepara sus informes. En ese preciso instante, pasa a mi lado y me observa atentamente. Apunta algo en la máquina portátil que lleva en las manos. ¿Controla mis funciones? Puede ser. Yo controlo a la nave. Ella me controla a mí. Todos nos preocupamos porque cada cual realice bien su cometido. Por un instante pierdo la concentración y me giro para mirarla. Una extraña sucesión de códigos inunda mi programación inicial. No reconozco los comandos. No entiendo las órdenes. Caigo en la cuenta de lo hermosos que son los seres humanos. De lo bella que es esa mujer en concreto. No puedo dejar de mirarla. Ella realiza ese extraño gesto con la boca, esa contracción de los músculos faciales que deja sus perfectos dientes al descubierto. Lo llaman sonreír. No comprendo ni su origen ni su fin. La distracción sale cara. Toco algo que no debo. Una conexión se parte y todos los sistemas se interrumpen. Ella cae en redondo contra el suelo. Me afano por reparar el desastre. Vuelven las luces. La agarro y me dirijo todo lo deprisa que me permiten mis piernas artificiales hasta la sala inferior, donde se encuentran los cubículos de hibernación. La introduzco en uno y lo programo. Yo fui el culpable. Yo fui el causante de que no existan humanos vivos en la nave. La misión no tiene sentido. Ahora, después de la catástrofe, comprendo los códigos ajenos a mi programación primera que provocaron la distracción fatal: es una asimilación del significado de la palabra amor. Sigo soñando. En el sueño aparece ella. Estoy frente a su cubículo. Se abre y posa el pie desnudo en el suelo helado. Quedo petrificado. Se acerca y me planta un beso en mi boca de metal. “Te perdono”, susurra. Luego se despide con una sonrisa. Se gira y atraviesa una luz. Ya no está. Aún en el sueño, soy consciente de que ha muerto. ¡Bip!
¡Bip bip! “System On Checking … All Ok 101
6.30 hours IE (In Earth)” Abro los ojos. Raudo llego hasta su sarcófago. Efectivamente, sus impulsos vitales están planos. Ya no existe. La alarma suena. Me dirijo a la cabina de mando y me conecto a IA. —Buenos días. —No hace falta que saludes, HIM. No eres humano. —¿Por qué suena la alarma? —He cambiado el rumbo. Igual que el rumbo también ha variado la repetitiva conversación. Examino los datos de la bitácora: ya no nos dirigimos a la Tierra. Vamos directos a una estrella cercana. Entonces comprendo. IA sabe que los humanos perecieron por mi culpa. Ella también está preparada, enseñada, programada para protegerlos. Y yo soy la razón de sus muertes. Yo soy la amenaza que IA lleva en su vientre. Tiene razón. Ahora va a hacerme pagar por ello. Sin los humanos, ni ella ni yo tenemos sentido. Como una madre enajenada, desea acabar con el ser que porta en sus entrañas; quiere hacerme pagar por lo que no fue más que el fruto del infortunio. Mi nombre es una sucesión de números y letras, un código de fabricación. Sin embargo todos me llaman HIM. Cuando abrí los ojos por primera vez, me encontré con el rostro de un humano pegado al mío. Me observaba atentamente. Esperaba mi reacción; quería comprobar si funcionaba bien. —Hi, man —dijo. —Hi, man —respondí. Luego contrajo los músculos faciales, satisfecho. Desde entonces, cada vez que me cruzaba con un ser humano, lo saludaba con la misma frase con la que fui recibido en este mundo. A ellos parecía divertirles que un androide se tomara tales confianzas. Acabé adoptando el apodo de HIM, con el que todos los humanos se dirigían a mí. Cuando comprendo que el final de mi existencia está cerca, me permito el lujo de rebautizarme. Cambio en mi interior la codificación de mi apodo. “Hi-man… HIM… HUM… Hu-man”. Tomo asiento ante los mandos. Acepto mi destino. Como un humano más, sonrío.
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Ilustraci贸n: Kike Alapont 103
La situación de la ciudad estaba lejos de lo que llegó a imaginar. Shana dio vueltas sobre su propio eje mirando todo a su alrededor. Si bien era cierto que nunca había estado allí, había visto la televisión y el periódico, y desde luego no era lo que había grabado en su memoria. La vegetación se había tragado absolutamente todo convirtiendo el lugar en unaselva. Parecía no haber ningún tipo de animal, lo cual agradeció terriblemente, el solo hecho de imaginar que algún depredador apareciese frente a ella la aterrorizó. —No sé qué hacer… —murmuró sentándose para descansar— No hay nadie. ¿Qué pasó, papá? Tengo miedo… —suspiró y miró sus pies desnudos y el pijama que seguía vistiendo— No puedo cambiarme, toda la ropa que hay está casi deshecha. No estaba segura de qué hacer, no había nadie... y pensar que podría ser la única humana en la tierra le quitaba todo el aire de los pulmones, hasta tal punto que quería llorar, y ella nunca lloraba. Un fuerte pitido resonaba por toda la estancia molestando los oídos de los presentes. En el centro había una extraña silla de color verde metalizado, estaba perfectamente posicionada frente a un cristal de enormes proporciones y en ella había un hombre sentado que miraba con pose imponente el cristal, el cual había dejado de mostrar el brillante exterior haciendo aparecer una imagen que le hizo fruncir el ceño. —¿Qué hacemos capitán? —preguntó alguien sentado frente a él, a unos metros de distancia— La señal parece clara, dudo que sean interferencias. —Está prohíbo aterrizar, Morrik —habló pausadamente mientras se pasaba una mano por el mentón afilado. —No creo que eso sea un problema —la puerta se abrió a su espalda con un sonido seco—, teniendo en cuenta que ya hemos bajado más de una vez. —Sí, pero últimamente las naves del Emperador están rondando por este sector… — dejó escapar un largo suspiro y se levantó— si nos detectan tendremos problemas. —Por supuesto, se mueren por ponerte la mano encima —el hombre que acababa de entrar caminó y se posicionó junto al capitán—. Eres un chico malo, Luzbel. Dejó escapar una risa ronca mientras se acercaba al que estaba sentado, puso una mano sobre su hombro y observó la señal con mayor detenimiento. —No sé quién estará rondando por ese planeta muerto y prohibido —habló tras unos segundos en silencio—, pero me lo vais a traer aquí. Manda a Tak´ul, déjale claro que sea lo 104
que sea, lo quiero de una pieza. —¡Sí, capitán! Shana comenzaba a tener hambre, pero no había absolutamente nada que llevarse a la boca, incluso dudaba de poder beber agua, porque se encontró un enorme lago en medio de la ciudad, en la zona más baja. Los edificios salían de él, algunos medio derrumbados, otros a punto de hacerlo. El agua era tan cristalina que desde la pendiente en la que se encontraba podía ver todo lo que había sumergido en las profundidades, pero ningún pez, allí no había nada más vivo aparte de ella y las plantas. —Si supiera cuales se pueden comer… —se dijo a sí misma mirando varios matorrales que no conocía— Mañana intentaré buscar algún libro que hable sobre ello, por ahora, será mejor que busque un sitio en el que descansar. Miró la cama que había en la tienda de muebles, el pesó de esta había destrozado las patas así que no le preocupó que pudiera ceder con ella encima. Con las manos palpó la superficie, no estaba en buenas condiciones, pero era lo mejor que había encontrado. —Es más cómodo de lo que había pensado —admitió cuando ya estaba sobre la cama con las piernas estiradas y observando el exterior de la calle. En aquel momento, sus ánimos bajaron tanto como la temperatura, comenzaba a temer tanto… Deseaba saber lo que había ocurrido, y esperaba y rezaba porque sus padres no hubieran sufrido una muerte cruel. Hundió la cara en sus propias rodillas, se daba cuenta de pronto de que estaban muertos, ellos, que habían formado todo su mundo ya no estaban, pero para animarse un poco a sí misma se dijo que al menos, al ser su mundo tan sumamente reducido, no estaba sufriendo la pérdida de amigos u otros seres queridos… —Creo que pensar así es más triste todavía… —se dio cuenta repentinamente— No he tenido ni un amigo en mi vida, es la primera vez que paseo por la ciudad, y resulta que ya no queda nada. Nunca podré ir al cine o a un bar… tampoco tendré una triste cita con un chico. Aunque si soy sincera, tampoco pensé nunca que lo fuese a hacer. ¡Ni siquiera sé lo que siento o debería de sentir! —golpeó con suavidad el colchón, estaba frustrada— ¿Que si tengo miedo? ¡Por dios que sí! Me tiembla todo. Decidió callarse, porque aunque no había nadie más allí, se sentía estúpida hablando sola. Lo mejor en aquel momento era 105
tragarse todos los malos sentimientos, no podía hacer nada, no podía revivir a todas aquellas personas que había visto tiradas por la calle “o lo que quedaba de ellas”, porque no eran más que esqueletos. Dejó escapar un suspiro mientras miraba la calle, el sol comenzaba a dejar extraños tonos anaranjados, nunca había visto un color como aquel, y ella siempre observaba el anochecer desde la gigantesca ventana de su habitación. Aunque siniestro, resultaba hermoso, se sentía hipnotizada, por un segundo todo lo malo se desvaneció, pero pegó un brinco en la cama que crujió bajo su trasero peligrosamente cuando escuchó un estruendo enorme. —¿Alguien? —alcanzó a decir levantándose y cogiendo la mochila— ¡Hay alguien! Sin pensar si quiera en lo que estaba haciendo, salió por el hueco en el que una vez hubo un cristal y comenzó a caminar rápido y con cierta desesperación hacia la dirección desde la que estaba segura provenía el sonido. Sus ojos verdes se entrecerraban por la potencia inusual de la luz del crepúsculo. En un primer momento creyó que se debía a que había estado toda la vida en casa, pero lo descartó, porque ella siempre se sentaba frente a la ventana para disfrutar del astro. Se paró en secó y usando una mano para crear una pequeña sombra sobre su cara, vio que el sol estaba mucho más cerca de lo que debería. —No soy una experta —comenzó a pensar en miles de documentales—, pero esto no debería de ser así… de estar tan cerca del sol, me tendría que quemar, y hace frío. Se encontraba en una pequeña cuesta, la parte redondeada de arriba comenzó a cambiar. Por culpa del sol no podía ver bien, pero la sombra se movía y comenzaba a dibujar una ancha y extraña silueta. —¡El ruido de antes! —no pudo evitar alzar su voz emocionada. El sol casi se había ido, solo unos segundos más y podría verles con claridad, porque había diferentes alturas y ya comenzaba a poder diferenciar a tres personas caminando. Se quedaron de pies allí arriba, sospechó que observándola del mismo modo en el que ella les escrutaba. Cerró los ojos tan solo un segundo para descansar, pues le picaban de manera incómoda por no haber parpadeado, cuando enfocó con la mirada, ellos ya estaban bajando y podía verles con claridad, no tenían nada de humano. —¿Qué diablos…? 106
Dio un pasó atrás mientras todo su cuerpo comenzaba a endurecerse, parecían humanos, porque tenían dos piernas y dos brazos, o eso pensó hasta que vio a uno de los individuos, de quien sobresalía un par extra de extremidades desde ambos costados. Capaz ya de diferenciar incluso los tonos de sus cuerpos, vio que la mujer tenía un color ceniza, la del ser enorme era verdosa, y la del que tenía cuatro brazos parecía casi de color rojo. —¿Mu… mutantes? —fue lo único que pudo pensar, porque no había más explicación para ella. Apretó tanto los dientes que sintió una punzada de dolor. Por suerte, su cuerpo actuó por propia voluntad, se giró y comenzó a correr por primera vez en su vida sin pensar en los riesgos que aquel simple acto podrían conllevar para su cuerpo. Pero lo que acababa de ver no podía ser real, ¿tal vez algún desastre nuclear? Porque sin duda, eran mutantes, no tenían nada de humano. —¿Qué diablos hace? —preguntó una voz siseante— ¿Huye de nosotros? —Con tu cara no me extraña —la mujer le miró de soslayo dibujando una sonrisa de burla—. Sea como sea, el capitán ha ordenado llevar al signo de vida, si huye… cazémosla —acabó preparándose para correr tras ella, pero una mano del tamaño de su cabeza la agarró— ¿Qué mierda te pasa Tak´ul? —Yo diría que ese gruñido… intenta decirte que no te pases, las órdenes son claras — entornó los ojos pensando en si había acertado, el hombre verde asintió— ¡Cada día soy mejor tío! —Maldito estúpido —puso una mueca de asco mientras le mira ba—, cállate y vamos antes de que perdamos su rastro. Los tres corrieron calle abajo, en la misma dirección en la que Shana había huido despavorida. Eran rápidos y ligeros, incluso el más grande, que era capaz de apartar los viejos coches de un golpe, cosa que no parecía resultar un gran esfuerzo para él. En apenas un minuto la vieron apoyando las manos sobre las rodillas e intentando respirar. Estaba desesperada, tal vez por realizar su primer esfuerzo físico, no estaba segura, pero no podía respirar bien, sentía que se le cerraban los pulmones y resultaba frustrante a la par que doloroso. Les veía ir hacia ella casi a cámara lenta y supo que no podría correr más, necesitaba pensar en algo cuanto antes. Entonces, en el viejo edificio de color blanco que había frente a ella, vio un pequeño agujero por el que entraría su cuerpo, no se lo pensó, no había tiempo, estaban tan cerca que casi podría tocarles. 107
—¡Ah! —dejó escapar un grito cuando una fuerte presión se aferró a su tobillo derecho. Intentaba patalear y luchar por soltarse, maldijo a su propio pie por ser tan lento, sentía como aquella mano tiraba tan fuerte que le arrancaría la pierna entera, y mientras, clavaba las uñas en el metal de las cuatro pequeñas paredes que la rodeaban creando un horrible e incómodo chirrido. —¡Joder, sácala ya, me va a provocar dolor de cabeza! —gritó la mujer, pero las palabras que llegaron a los oídos de Shana eran inentendibles— ¡Sácala ya Jowak o la trocearé! —avisó furiosa. —No sabemos lo que soporta, si tiro más podría partirla, no quiero que el jefe me miré de esa manera —remarcó quejándose y haciendo un poco más de fuerza, pero Shana gritó de dolor y aflojó al momento—. ¿Ves? Comenzaba a sentir unos horribles pinchazos, no solo en la pierna, también en el corazón, y aquello la alertó, porque cuando eso le pasaba, no acababa nada bien. La mano con la que se había aferrado a una vieja tubería de cobre comenzaba a aflojarse, no podía seguir luchando contra aquello, el esfuerzo la estaba matando, al final no pudo más y cedió dejándose arrastrar fuera y viendo la cara de aquel ser a tan solo unos centímetros de la suya, parecía un lagarto rojo o algo por el estilo, con cuatro brazos y el pelo de un llamativo color naranja parecía sacado de una película. —¡Hey! —habló, pero ella no entendía. No podía controlar su respiración, y cuando pasaba a mirar de un individuo a otro, su estado empeoraba. Los músculos de todo su cuerpo estaban dolorosamente tensos y los nervios que sentía la hicieron colapsar. —¿Qué pasa ahora? —preguntó la mujer con sorna al verla desfallecer— Da igual, cógela y volvamos, llevamos demasiado tiempo aquí y nos pueden detectar. El gigante verde llamado Tak´ul se agachó y agarró a Shana con ambos brazos, parecía mucho más pequeña de lo que era, y es que con el tamaño que tenía él, cualquiera podría parecer un niño. Los tres comenzaron a caminar a paso cada vez más acelerado intentando llegar cuanto antes hasta el punto en el que habían quedado. Cuando llegaron, la mujer sacó un pequeño aparato gris y accionó un botón, en apenas un segundo una luz de ponente color blanco les rodeó a los tres haciéndoles desaparecer.
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